Cross the Ages - S1 - Grimoire chromé - chapitres 01-05

GRIMORIO CROMADO

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Cross the Ages© - temporada 1

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Enmedio de la madrugada húmeda y glacial, la Muralla de Osamentas cruje como las articulaciones de un dragón que se despereza al despertarse. Los espinos que mantienen apilados los millares de esqueletos despiertan de repente para llenarse de rocío. Se inflan como las venas de un monstruo en cólera, agitan las osamentas, hacen rechinar sus espinas contra los huesos que arañan.

Esta formidable muralla custodia la frontera de Arkhanis, el reino de las siete magias. Delante de ella, se extienden las Tierras Olvidadas.

No hacen honor a su nombre. Desde luego no es fácil olvidar semejante espectáculo de

desolación: los relieves están pulidos por la erosión, el horizonte es tan plano como un océano, la tierra es estéril y reseca.

No se aprecia construcción humana alguna, ni ciudades, ni caminos, ni siquiera un vago sendero. Allá donde alcanza la mirada, solo predomina un color: un gris cenizo que el alba incipiente es incapaz de avivar.

Las Tierras Olvidadas son un páramo devastado, una momia polvorienta congelada en un grito de agonía eterno.

«¿De verdad hay gente que vive allí?», pregunta Jax. Jax es un joven temperamental, bajo y fornido, de torso

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ancho, hecho para las peleas callejeras. Frente a la desesperación que exsuda tal paisaje, él se limita a atusarse circunspecto la barba que le crece hasta los ojos.

«Por desgracia, así es...» La respuesta lacónica se prolonga en un dilatado suspiro.

El viejo Garth está apoyado en su lanza. Imberbe y casi calvo, tiene menos pelo en la cabeza que Jax en sus cejas. Encorvado por el peso de los años, se esfuerza en enderezarse, aunque le saque una cabeza a su compañero. El joven no ha de percatarse de que su lanza hace ya tiempo que le sirve principalmente de bastón. Y, a costa de parecer altivo, en tal medida ha de destacar a ojos del chico mostrando estar acostumbrado a aquellos parajes.

«De vez en cuando pueden verse atravesando la Gran Garganta para adentrarse en el páramo».

Garth se gira para señalar la puerta principal que cruza la Muralla de Osamentas. El paso está apuntalado por el esqueleto de un gigante con una enorme caja torácica.

A esa distancia, el cráneo monumental que cierra el túnel parece borroso. Entorna los ojos con la esperanza de forzar el tatuaje de catalejo que tiene dibujado como unas falsas cejas. Por desgracia, la magia ya no puede compensar su vista en declive. ¡Quién diría que hace treinta años ese tatuaje hacía de él el mejor vigía de toda la ciudad pirata de Alvilid!

Garth suelta un nuevo suspiro. «En ocasiones, marchan hacia las Tierras Olvidadas

familias enteras. —¿Quién puede tomar la determinación de hacer algo

así? —Parias, exiliados, miserables. Gente que no tiene

elección. Los llaman los Irrecordables. —Nunca había oído hablar de ellos.

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—Ahora entiendes mejor por qué son las Tierras Olvidadas.

—¿Cómo hacen para sobrevivir entre semejante desolación?

—Para sobrevivir a una desolación como esta... hace falta haberlo perdido todo.»

La respuesta de Garth destila una frialdad que nada tiene que envidiarle al aire glacial de la noche que está llegando a su fin.

«Qué mala suerte —responde Jax sin verdadera compasión—. Pero entonces, no entiendo por qué molestarnos en vigilar este lado de la frontera. ¡No hay forma de que esos piojosos nos supongan un problema!»

Garth siente la ausencia total de empatía del joven, pero no le sorprende. Jax viene de las planicies agrícolas de Namani; es, por tanto, una persona pragmática, un hombre mundano. Sabiendo además que fue expulsado de su hogar por las malas cosechas, y se vio forzado a aceptar un puesto en la inquietante Muralla, no se arriesga a dejarse conmover por la suerte de otros exiliados. En cualquier caso, aquí, no hay lugar para la sensiblería, es un lujo que nadie puede permitirse.

«Bien, chico —se limita a responder—, aprendes rápido. Diez años más y empezarás a parecer un verdadero guardia fronterizo.

—No es mi intención pudrirme aquí tanto tiempo como tú. Es decir… me refiero a que…

—No te molestes, pequeño. Arréglatelas para que no te maten, es todo lo que te pido.»

Garth no puede contener un nuevo suspiro. El peso de los años se deja notar, sus huesos parecen tan viejos como los de la Gran Garganta. Sueña con comprarse una pequeña

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granja con su última soldada, pero si continúa así acabará demasiado fatigado como para trabajar la tierra.

Una vez más, le pican las ganas de apostar sus ahorros al ganador del Appologium. Unas ganas poderosas pero que entrañan peligro, como un dragón amaestrado tan capaz de protegerte como de devorarte. De naturaleza prudente, Garth ha resistido la tentación, pero cada vez resulta más difícil. La competición se celebra ese mismo día, pronto será demasiado tarde para apostar.

«Habrá que ir a ver por quién apostamos, ¿no?» Cualquiera diría que Jax ha leído sus pensamientos... «Para el Appologium —precisa el joven, que domina el

arte de enunciar lo evidente—. No tardará en empezar. —Por el sargento Rhys, pero solo cuando acabemos

nuestra ronda. —¡Pero llegaremos muy justos!¿No quieres cubrirme

mientras voy y vuelvo en un momento? —He dicho que cuando acabemos nuestra ronda. Confía

en mí, chico, tendrás tiempo todavía.» Garth lo sabe bien, dado que ha dejado margen para la

posibilidad de ir a ver a Rhys si en algún momento cambia de opinión.

«Y ahora, mantén la mano en tu lanza y los ojos sobre Massada.»

Los dos hombres continúan patrullando. Durante algunos minutos, solo se oyen sus lanzas golpeando contra el suelo.

En las entrañas de la muralla, ese cementerio a cielo abierto, los chirridos se propagan como ecos siniestros, como un gruñido bestial. Añadiendo la bruma matinal que recuerda al aliento de un animal, podría creerse que la Muralla está viva.

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«¿Seguro que no va a derrumbarse todo? —se inquieta Jax frunciendo sus pobladas cejas.

—Segurísimo.» El veterano muestra una sonrisa benévola para el recluta

novato. Hace veinticuatro años, era él el que vivía su primer día sobre esa muralla.

Con treinta codos de alto y siete de ancho, el muro de huesos y espinos es particularmente intimidante. Ese era en efecto el objetivo de los magos que lo construyeron. Querían marcar la frontera entre Massada y las Tierras Olvidadas.

La Guerra de los Héroes acababa de terminar, no había más que servirse del campo de batalla. Así, los magos llevaron a cabo un ritual mágico, uno de los más poderosos de la historia de Arkhanis. Centenas de millares de cadáveres, soldados y criaturas, humanos y monstruos, se encontraron absorbidos por la vegetación encantada y asimilados en lo que fue bautizado, sin gran originalidad, como la Muralla de Osamentas.

A Garth lo destinaron a la frontera no mucho después de su edificación, pero las historias sobre cómo se construyó bastaron para inquietarlo. Y cuando descubrió que la Muralla se movía sola para adaptarse al peligro que amenaza, acabó aterrorizado.

A pesar de ese miedo agobiante, se mantuvo en su puesto, entre el paisaje devastado de las Tierras Olvidadas y el desierto árido de Massada. Los años han pasado, pero no ha olvidado la angustia de los primeros días. No será él quien le reproche a Jax estar muerto de miedo.

Más aún cuando todavía no ha visto nada, el pobre... «¿Cómo puede ser que haga tanto frío? —se queja Jax

dando tirones de su abrigo demasiado corto—. Massada es un maldito desierto, ¿no?

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—No hay nubes. —¿Qué?» Garth, que siente cómo sus rodillas empiezan a oxidarse,

contiene el enésimo suspiro. Queda claro, Jax no sabe contentarse con pocas palabras. Una pena. Se resigna, es su deber acoger al nuevo bajo su ala.

«Nunca hay nubes aquí, y por lo tanto nada que retenga el calor durante el día ni nada que lo retenga durante la noche.

—¿Y tú cómo sabes eso? No tienes tanta pinta de listo como para... o sea, quiero decir...

—Soy más avispado que tú: yo escucho cuando me hablan. Me lo explicó un mago.

—Bah. Tampoco hay que creerse todo lo que dicen.» Escéptico, Jax se detiene para levantar la cabeza. En el

cielo arrebolado por el alba, su aliento transformado en un penacho de vapor es la única nube visible. Entumecido, tira una vez más de su pelliza.

«Ya le dije yo al tipo de intendencia que este abrigo era demasiado pequeño.

—Bienvenido al ejército de Arkhanis —suelta Garth en un tono desengañado.

—El tuyo es de tu talla –recalca insidioso Jax. —Se lo quité al cadáver del último soldado que

parloteaba en lugar de hacer su trabajo.» Tampoco se recrea mucho en la indirecta. Cuando él era

un joven recluta, Garth también hablaba a diestro y siniestro; imposible hacer otra cosa cuando los crujidos de la fortificación se dejan oír al mínimo silencio. A día de hoy, sus palabras son más sabias y más escasas.

«Pronto habrá acabado el cuarto, chico. Mientras, mejor será que hagamos nuestro trabajo. Si alguna vez un mago te sorprende refunfuñando en lugar de estar en tu guardia, te

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arrepentirás. —¡Que vengan!¡Así les explicaré que no sirve para nada

una frontera entre dos malditos desiertos! —Cuando hayas visto a un ifrit aullarle al sol, entenderás

el peligro que entraña Massada. —¿Un ifrit?¿En el desierto ? Creía que solo vivían en

cuevas. —¡Bueno, ahora a callar y andando!» La ronda prosigue en un silencio que se hace pesado

entre ellos. Garth aprovecha para observar a Galana, el sol principal.

El astro rojizo disipará enseguida la humedad y el helor de la mañana, pronto sobrará el abrigo.

Huyendo del calor que se avecina, las tres lunas ya han encontrado refugio detrás del horizonte. Solo Karas, la luna forastera, vaga aún un poco por encima de las Tierras Olvidadas.

Garth se deja cautivar por la belleza de ese ballet celeste, un espectáculo del que no se cansa a pesar de los años. Para su desgracia, Jax no le deja deleitarse mucho tiempo. ¡No sabe callarse!

«¡Ven para acá, bombón!¡Una maga, encima!¿Crees que aceptará hacerle un tatuaje a un tiarrón como yo?»

Aunque aún está lejos, Garth reconoce enseguida a Lena en su porte y sus andares. El "bombón" tiene largos cabellos oscuros y un corsé de cuero ceñido.

Al menos Jax no tiene mal gusto, eso hay que reconocérselo: Lena es de lejos la mujer más atractiva de los alrededores. Pero no limita a una seductora silueta, es a la vez una maga avezada a la que le sobra carácter. Es principalmente gracias a ello que ha conseguido imponerse entre los hechiceros de la Tierra.

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«Jax, sería mejor que... —¡Hola, preciosa! —lanza el joven haciendo caso omiso. —¿En serio?¡Muchacho, estamos de servicio! —Va, no seas aguafiestas. Mira, por ahí viene.» Garth lo deja estar, el idiota de su compañero acabará por

entenderlo él solo. «Bueno días Garth —le dedica alegremente Lena cuando

llega hasta ellos. —Hola belleza —se interpone Jax. —Garth, ¿me presentas a tu amigo?» Los tatuajes que envuelven los ojos maliciosos de Lena

empiezan a latir con una suave luz verde, como si estuvieran llenos de savia. Son mucho más complejos que los pocos trazos que hacen las veces de cejas de Garth; un abismo de poder mágico separa los arabescos de Lena y la runa de catalejo del anciano.

A Garth le cuesta aguantarse la sonrisa. «Lena, Jax. Jax, Lena. —Hola Lena, soy Jax.» Garth levanta los ojos al cielo ante tanta originalidad. No

tiene otro nombre: Simpleza. «Oye, busco a alguien que me tatúe una runa de fuerza o

algo por el estilo. Estoy dispuesto a portarme bien si aceptas... ¡Ah!»

Con la cara tensa de repente, Jax lanza una mirada a su pierna. Estupefacto, descubre un grueso espino que se separa de la Muralla de Osamentas y le trepa por el gemelo. Sus espinas afiladas trazan surcos dolorosos sobre su piel.

«¿Qué es esto? —¿Qué es qué? —Lena finge sorpresa—. ¿No jugamos a

ver quién la tiene más larga? Vaya, creía que sí. Me apetecía divertirme a mí también, "belleza".

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El espino sobrepasa la rodilla y se enrosca en el muslo con sus espinas como ganchos anclados a la carne para escalar mejor. Con la pierna electrizada de dolor, Jax empieza a proferir maldiciones temerosas.

«Dime Garth —pregunta Lena socarrona—, ¿de verdad es tan sumamente estúpido tu compañero?

—No es más que un chaval que no tiene ni idea de nada. Hay que perdonarlo, aunque no se lo merezca.»

Lena mira cara a cara a Jax. Los destellos verdes que emanan de los tatuajes iluminan el rostro congestionado del muchacho. A pesar de su evidente dolor, la maga no mostraba ninguna compasión por él. Así, tampoco hacía nada por detener a la planta que amenazaba desde hacía un rato la entrepierna de su presa.

«Ya le ha quedado claro —intercede Garth que sufre en su nombre.

—¿De verdad? Si yo hubiera sido una sirvienta y no maga, ¿se habría mostrado más cortés?¡No lo creo! Dime que me equivoco.

—¡Seguramente no! Si tienes toda la razón. Pero créeme, me aseguraré de que aprenda la lección.»

El tono de la discusión entre Garth y Lena es tranquilo, como si Jax no estuviera allí, gimiendo. La maga se gira finalmente hacia él.

«¿Sabes qué, "belleza"? Eres un tonto con suerte por contar a Garth entre tus amigos. Sin él, habría hecho lo necesario para que nunca más pudieras utilizar tu…»

Lena deja la amenaza en el aire y de repente dirige la atención a otra parte. Garth se pone en alerta de inmediato. Inspecciona el desierto de Massada con la mirada inquieta antes de entender que Lena mira en dirección a las Tierras Olvidadas.

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«¿Qué has visto? —se inquieta el veterano. —Nada, pero, ¿no oyes nada? «¿Qué has visto? —se inquieta el veterano. —Nada, pero, ¿no oyes nada? —¡Eh, haz algo!», suplica Jax que se levanta sobre la

punta de los pies para darle un respiro a sus atributos. Indiferente, Lena repara en un águila gigante que

aprovecha las corrientes de aire emergentes para ganar altitud... Mientras murmura un hechizo, sus tatuajes adquieren el tono de las charcas apacibles en los días buenos de primavera.

Privado de magia, el espino que amenazaba a Jax se retuerce y desaparece entre los huesos blanqueados. Con la pierna lacerada, el recluta se echa enseguida al suelo balbuceando de alivio.

En el cielo, el águila cambia súbitamente de rumbo y se dirige directa hacia el este, sobre las Tierras Olvidadas. Con la mirada perdida, Lena aprovecha la visión aguda de la rapaz que a partir de ese momento obedece a sus órdenes.

Garth le tapa la boca con fuerza a Jax con la mano para hacer que se calle. ¡Si conservara aún la vista de su juventud! Agudiza el oído, al acecho del ruido que ha alertado a la maga. Entre dos gritos del águila, al final lo percibe.

El zumbido de un motor de aeronave.

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A tres kilómetros de la Muralla de Osamentas, dos aeronaves vuelan en formación cerrada sobre las Tierras Olvidadas. Mantienen una distancia prudente con la frontera de Arkhanis: es una misión de reconocimiento, no una operación militar.

Lo cual no impide que la tripulación esté preparada en caso de necesidad.

En las cabinas con las puertas laterales ya abiertas, las tropas están amarradas a sus asientos de descenso, listas para intervenir. A pesar del peligro, reina la calma. Ningún gesto nervioso, ninguna mirada temerosa, ninguna palabra murmurada...

Nada extraordinario para ellos: no son hombres, sino robots de combate.

Con sus armaduras reforzadas, hacen pensar en unidades antidisturbios, pero sus estrechos rostros rectangulares recuerdan que son máquinas. Están todas sincronizadas con el centurión, un robot más evolucionado, dotado de largas piernas hechas para la carrera y los movimientos rápidos.

«Aquí Águila 1 —envía el piloto por el canal común. Confirmen contacto en 272.

—Aquí Águila 2. Contacto confirmado, comandante.

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Identificación por la inteligencia artificial de abordo: águila gigante de edad adulta.»

El piloto de la segunda aeronave repasa los datos que aparecen en su pantalla. Silba de admiración, un sonido ahogado por su casco integral.

«Si me lo permite, comandante, es un buen bicharraco. ¿Permiso para disparar?

—Negativo. Repito: negativo. Nuevo rumbo 030, nos alejamos.»

En la cabina del Águila 1, de repente el robot centurión se activa. Levanta su fusil de plasma con un gesto preciso, mecánico. Su sistema de mira no precisa más que de una fracción de segundo para apuntar al blanco. En su visor, el águila gigante es enorme, inquietante.

Aprieta el gatillo. El rayo de plasma atraviesa la cabeza de la rapaz de lado a

lado, haciendo un agujero más grande que un puño. Muerto en pleno vuelo, el animal cae como una masa de lágrimas de humo, con las plumas abrasadas por el calor.

«¡Retuercas! —exclama el comandante—. ¿Qué ha pasado?

—Yo tomo la iniciativa. ¡Eso pasa!», exulta Imperator. El piloto no es capaz de entender la explicación. La causa: Imperator se encuentra a trescientos kilómetros

de allí. Su puesto en el consejo de administración de la

corporación RObotics MAterials le impide estar presente físicamente dentro de la cabina del artefacto. Debe estar en disposición de negar toda implicación en caso de que las cosas acabaran mal.

Así pues, está enclaustrado en la cima de la sede central de la corporación, uno de los más altos rascacielos de

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Orbitalia. Su despacho ha sido transformado en puesto de mando, repleto de hologramas. Puede controlar la IA —la Inteligencia Artificial— integrada en el centurión sin encontrarse en el teatro de operaciones.

La simbiosis entre Imperator y el robot es orgánica. El sexagenario presenta un rostro con una mitad robótica.

En el lado izquierdo, la mirada severa, un aire imperioso y las nobles arrugas del patricio.

En el lado derecho, la prótesis de cerámica que remplaza su cráneo desde la mandíbula hasta la frente, la blancura satinada del implante y la impasibilidad de sus rasgos soberbios.

Esa cara mitad de carne y mitad de mármol resalta la principal ambición del personaje: ¡dejar en la Historia una impronta inmortal!

<®Julian: Buen disparo, Imperator, admira Julian en comunicación encriptada. ¿Procedemos con las hostilidades?>

El joven es el único humano presente en el Águila 2, además del piloto. Tiene el cabello rizado y su rostro juvenil atravesado por una cicatriz que se desliza por debajo de su ojo, es bello como un dios.

El corazón de Imperator se llena de amor viendo al efebo en su pantalla. Tanto como de temor. Julian sirve de intermediario en su conexión con el centurión. Es el precio a pagar para que la conexión sea indetectable. Imperator está a salvo en su despacho, mientras que el joven pone en riesgo su vida.

Razón de más para no fracasar. Imperator se tranquiliza: Julian es un guerrero

formidable. Lleva puesto su exoesqueleto de combate preferido, una armadura de placas cubierta de púrpura que resalta su cuerpo perfecto. Julian se encuentra en la frontera

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que separa la frescura del adolescente y la virilidad del hombre hecho y derecho. Del mismo modo en que Imperator se encuentra a medio camino entre la vejez y la posteridad.

Ese delicado equilibrio vuelve natural su historia común... <®Imperator: Esperemos a ver cómo actúa el enemigo.> Se contiene y evita hacer a Julian un llamamiento a la

prudencia. Sus sentimientos no deben supone un obstáculo para la misión.

<®Julian: Recibido.> <®Imperator: ¿Es eficaz la interferencia de la conexión?> Julian se concentra. La luz de su ojo cibernético titila,

provocando la ilusión de que su ojo parpadea. Una sonrisa se dibuja sobre su maravillosa cara.

<®Julian: Afirmativo. Estamos totalmente fuera de la red.> <®Imperator: Perfecto. Ahora, espera el kairós.> Añade al

joven desconcertado. <El tiempo exacto del momento oportuno.> Imperator da vueltas a su alrededor en interacción directa

con el robot centurión del Águila 1. En una fracción de segundo, su corazón se convierte en un cristal de energía, su sangre en un fluido hidráulico y sus pensamientos en líneas de códigos cuánticos.

Se siente perfectamente en su sitio, al mismo tiempo fuerte e invulnerable.

En la cabina de las dos aeronaves, los pilotos permanecen tranquilos, profesionales. Deben estarlo: las Tierras Olvidadas que sobrevuelan provocan averías recurrentes, por ello se encuentran a los mandos de máquinas obsoletas desde hace decenios.

El comandante termina la verificación del código cuántico del centurión.

«Ninguna anomalía detectada —constata. No comprendo

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qué ha podido provocar el disparo. Activo un…» El resto es engullido por una alarma estridente que

salpica de rojo los paneles holográficos. «¡Contacto!¡Contacto! —señala Águila 2—. Son…» Él tampoco acaba su frase, pero no a causa de una

alarma. El miedo ha hecho que se tragase sus palabras. En la frontera arkhaniana, las fuerzas de defensa se han

organizado. Los magos congregados sobre la muralla han hecho aparecer dos monstruosos golems de piedra.

Parecen estar vivos pero no son más que un ensamblaje de piedras unidas por la magia. Una luz de color bronce palpita sobre los cuerpos de roca, dibujándoles ojos y una boca. Con las piernas cortas y los puños plantados en el suelo, tienen aspecto simiesco. Y el tamaño de una colina.

«¿Autorización para disparar?», pregunta Águila 2, con trazas de súplica en la voz.

El comandante no tiene tiempo de responderle. Uno de los golems ha cogido una gran roca que estruja

entre sus manos. El monstruo es tan grande que se diría que acaba de recoger una piedrecilla. Con un gesto increíblemente vivaz para una criatura de su tamaño, lanza una lluvia de rocas sobre las aeronaves.

Los aparatos son machacados por la granizada de cascotes. Los motores magnéticos apenas alcanzan a mantener el control, los cuadros de abordo se cubren de pilotos luminosos, la alarma sonora a malas penas cubre el martilleo que golpea los aparatos voladores.

Entre chirridos metálicos, la góndola del motor magnético del Águila 1 cede. Liberado, el propulsor se despega y se hace trizas contra el suelo en un haz de destellos.

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La aeronave lo sigue con un tiempo de retraso. <®Julian: ¡Imperator, ATENCIÓN!> Julian está muerto de agobio mientras que Imperator no

teme a nada, solo el robot centurión que él controla está en peligro.

Sin embargo, Imperator no pretende permanecer pasivo. Ordena al centurión del Águila 1 saltar al vacío. Sus

tropas siguen sus pasos sin un atisbo de vacilación. A pesar de encontrarse al amparo de su despacho muy lejos de la frontera, Imperator tiene la impresión de sentir el viento de la caída sobre su cara, de oír el silbido cada vez más agudo conforme coge velocidad.

De repente, el impacto del aterrizaje. Las manos se plantan en el suelo para repartir mejor la presión, los gatos hidráulicos compensan el choque con un silbido rabioso, los miembros de titanio se deforman sin romperse.

El centurión se incorpora poco a poco. Si hubiera sido humano, habría girado sus articulaciones para comprobar que no sufría ningún daño. Pero no le hace ninguna falta, su IA integrada se encarga de emitir un diagnóstico fiable y mucho más rápido.

Detrás de él, el Águila 1 se estrella contra el suelo a su alrededor. La aeronave se aplasta en un crujido metálico indescriptible antes de desaparecer en una explosión crepitante de energía.

El placer de Imperator es total. A sus órdenes, el escuadrón de robots encara sus fusiles

de plasma con una sincronización sobrenatural. Los disparos aciertan, pero las criaturas de piedra son mucho más resistentes que el águila gigante. La roca se hace pedazos, algunas partes se separan, pero tampoco hacen estragos a ninguno de los dos golems.

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Ya febril, el piloto del Águila 2 sucumbe a la presión. «¡Ya basta!» Con un silbido de serpiente en cólera, un misil aire-tierra

inicia su vuelo sacudiendo la aeronave como consecuencia. Tarda menos de dos segundos en cubrir el kilómetro que le separa de su objetivo.

Justo en el momento del impacto, un cráter se forma en el pecho del golem. El agujero engulle el misil antes de volver a cerrarse detrás de él y la ojiva explota en el interior del cuerpo de piedra. Canalizado, el aliento de la explosión resurge de la boca abierta del monstruo directo sobre el Águila 2.

Imperator tiembla por Julian, que grita divertido agarrándose a su arnés.

Atrapada en un tornado repentino, la aeronave es sacudida en todas direcciones. A bordo, Julian permanece estable gracias a su exoesqueleto que se deforma para amortiguar los golpes. En la cabina, el piloto se golpea bruscamente la cabeza contra el parabrisas cuya pantalla 3D se fisura en gruesos píxeles.

«¡Hijo de mil bugs!» El piloto ha perdido completamente los nervios. El

miedo atávico a la magia ha anestesiado su sangre fría, ninguna orden puede hacerle ya volver a su misión.

Su decisión está tomada: se bate en retirada. Huye sin preocuparse de los robots que abandona. Son

fácilmente reemplazables, a diferencia de una vida humana. Tal es la penúltima cosa que pasa por su cabeza.

La última es un disparo de plasma. «¡Maldito cobarde!», rechina Julian entre dientes. Tira el cadáver del piloto por la borda con indiferencia,

sin siquiera ver cómo se estrella contra el suelo. Toma el

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control de la nave en modo manual —el sistema de pilotaje es tan básico que no puede comunicarse con su IAsistente. Sitúa la aeronave lo mejor que puede de nuevo en vuelo estacionario, muy por encima de uno de los golems.

«Ahora me toca a mí divertirme un poco.» Vuelve detrás y se ata a su asiento entre los robots. El

sistema de eyección se activa y la tropa se encuentra suspendida sobre la cabina, atrapada en una caída vertiginosa, haciendo rapel. En unos segundos, aterrizan sobre los hombros del monstruo de piedra, suficientemente anchos para acoger al escuadrón entero.

Parecen hormigas atacando a un animal mucho más grande.

Sin perder el tiempo, los robots pasan a la ofensiva. Los disparos a quemarropa seccionan el brazo derecho, que cae al suelo entre un estrépito rocoso. Entendiendo el peligro, el golem se contorsiona para golpear sus hombros con la mano restante, del tamaño de un vehículo blindado. Uno a uno, los robots son repelidos o aplastados...

Julian es el último que queda sobre la criatura de piedra. De pie arriba del cráneo, apoya con fuerza el cañón de su fusil de plasma contra la roca y dispara una ráfaga. Los rayos de energía pura perforan un cráter a través de la cabeza del monstruo, que acaba dislocándose.

El joven salta, apoyándose sobre las rocas que se desprenden y se precipitan, surfeando encima de ellas como si de una ola se tratase. Embriagado, aúlla de emoción.

Imperator se une a él, el centurión y el joven se encuentran uno al lado del otro. Está orgulloso de su efebo, con el corazón hinchado de amor y gozo. Se concede un instante para saborear el momento, a pesar de la terrible amenaza del otro golem.

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Están al mando de la mitad de los robots alistados inicialmente para la misión. Son sobrevolados por la nube de drones que ha soltado el Águila 1 antes de estrellarse. Sin embargo, su pequeño ejército no está en disposición de provocar daños importantes.

Trepar al asalto la Muralla de Osamentas, vencer a los taumaturgos que la guardan, penetrar en las tierras de Massada. Suena magnífico, pero es imposible.

A Imperator le trae sin cuidado. Lo que cuenta es demostrar que es factible, y para ello ha desviado una misión de exploración de su objetivo inicial.

Semejante pirateo no será del agrado de todo el mundo, como es evidente. Pero lo único que importa es que Imperator sabrá hacer valer su punto de vista. Él se imagina ya cómo será convencer a la Bolsa y a sus ciudadanos-accionistas de la imperiosa necesidad de reavivar el conflicto con Arkhanis. Sus hazañas les obligarán a admitir que el armisticio firmado hace veinticuatro años es un freno para la expansión de la ciudad-continente. Pronto podrá devolver a Orbitalia toda su grandeza.

Pronto él pasará a formar parte de la Historia. Poseído por esa forma de soñar despierto, el patricio alza

el puño cerrado para celebrar sus victorias imaginarias. El gesto no se le escapa a Julian.

<®Julian: ¿Listo para el segundo asalto?> <®Imperator: ¡Desde luego que sí, mi joven amigo! Pero iré solo, la

aventura se acaba aquí para ti.> La decepción de Julian es visible, pero no discute sus

órdenes. Ambos saben que lo que viene a continuación consiste en una misión suicida, no hay lugar para el efebo.

El joven agarra uno de los cabos que penden aún de la aeronave y se ciñe a él. Rápidamente, se eleva en el aire sin

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apartar la mirada del centurión, como si mirase fijamente al mismo Imperator.

Imperator se concentra en el golem. La nave va a ser un blanco fácil, ha de cubrir su retirada.

El centurión levanta su fusil de plasma, lo abre y coloca en su lugar el cristal de energía con un gesto teatral.

Julian precisa de un generoso minuto para ponerse a salvo. ¡Imperator cuenta con poder ofrecerle al menos dos!

Arkhanis debe comprender de qué es capaz Orbitalia. Es necesaria una pequeña demostración...

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Vosotros que aquí entráis, abandonad toda esperanza. La máxima está grabada sobre las rejas de hierro forjado

que protegen el acceso a la arena del Appologium. Los gladiadores, a punto de entrar en escena, deben esperar pacientes tras este portal. Los organizadores anuncian explícitamente la programación, sin saber si lo hacen por compasión o por cinismo.

Para Aurèle no es ni lo uno ni lo otro. Simplemente la realidad, con todo cuanto tiene de banal y escalofriante.

El joven forma parte de los ocho gladiadores que esperan su turno para entrar a la competición. Es fácil saber a qué lado pertenece cada uno.

Del lado de Orbitalia: una mujer de cabellos malvas con un par de alas a la espalda, otra con la mitad de la cara devorada por implantes cibernéticos, un tipo nervioso de cabeza rapada con un traje de una pieza y un coloso de musculatura excesivamente inflada.

Del lado de Arkhanis: un soldado robusto con una espada y una barba pelirroja, una maga del Agua, reconocible por sus tatuajes azules, y un joven con un jubón de cuero. Junto a ellos está Aurèle.

Sin embargo, una gran diferencia lo separa del resto del

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grupo: Aurèle no es un arkhaniano, sino un irrecordable. Su físico le permite conservar su secreto. Tiene veintialgo

—ignora su edad exacta— y el pelo rubio, rapado por un lado y largo hasta los hombros por el otro. Recorta con regularidad la perilla que alarga su mentón. Sus ojos verdes tienen resplandores dorados, una cualidad que sabe aprovechar perfectamente con el público femenino.

Sus elecciones de vestimenta contribuyen también al engaño. Hace gala de unos pantalones de cuero y una camisa de lino. Con su daga oculta en la bota, parece un ladrón o un mercader, y es esa exactamente la imagen que se tiene de un arkhaniano.

Evidentemente, Aurèle no tiene ningún ciberimplante, ni siquiera un infochip. ¿La razón? Este tipo de material, incluso del barato, puede costar lo mismo que el abastecimiento anual de un pueblo de las Tierras Olvidadas. Por mucho que el joven haya dirigido una de las bandas más poderosas, no es rico hasta ese punto.

En efecto, nada debería traicionar su secreto, pero él se mantiene prudente de todas formas. Por centésima vez, espera que los organizadores corruptos que han aceptado hacer la vista gorda al respecto de su participación mantengan también la boca cerrada.

Con los brazos deslizados entre los barrotes, Aurèle observa el combate en curso a través de la reja, lo cual le da una excusa para dar la espalda a todo el mundo y evitar así ser identificado. No tarda mucho en darse cuenta de cuánta razón tiene la máxima: en la arena, no conviene alentar demasiado las esperanzas.

Es una verdadera carnicería. De los ocho combatientes que han entrado en liza delante de él, solo uno se mantiene en pie.

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Con su lanza de hoja curva en la mano, mira con desprecio el cadáver de su último adversario. El filo está ribeteado de sangre que gotea desde la punta, lágrimas carmín que lloran al vencido.

Asesinos, Aurèle se ha cruzado a cientos, pero rara vez tan carismáticos como ese. Su casaca de cuero reforzado con bandas metálicas protege su torso, sus hombros y sus muslos. Su casco, de cuero reforzado también, se come buena parte de su rostro antes de descender hasta la nuca. Su armadura es simple, sin florituras; desprende un aura de eficacia mortal.

Lo más impresionante, sin embargo, es la máscara de muecas detrás de la que se esconde. Sus adversarios han debido de pensar que se enfrentaban a un demonio. La impresión no era del todo falaz, puesto que estaban todos muertos...

«El ganador de la sexta manga eees…» La voz parsimoniosa del moderador de los combates

resuena por todo el recinto. A la cual se superpone de repente la del público que grita el nombre del vencedor.

«¡HANZO!» El gentío aulla, se regocija, protesta, alza un puño

amenazante o triunfador. La bronca invade el Appologium y baja a la arena como

un manto de alboroto que tapiza el fondo de los valles. Los muros tiemblan bajo el pisoteo de millares de espectadores, hasta el punto de que la arena agitada por los combates parece tamizada.

Enmedio de todo este frenesí, Hanzo permanece impasible, con su lanza apuntando hacia un lado y su máscara demoníaca mirando fijamente a su víctima. Su indiferencia no hace sino acrecentar la locura del ambiente.

«Aquí tenemos al que sitúa a Orbitalia y Arkhanis en un

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empate. Tres vencedores de cada lado. La séptima y última manga será por lo tantooo... ¡DECISIVA!»

A pesar de tener la acústica a su favor, al moderador le cuesta hacerse oír entre el tumulto. Su anuncio del próximo enfrentamiento se pierde en el murmullo de la muchedumbre. Los espectadores se levantan, comentan el combate, se refrescan o van a recaudar sus ganancias.

Aurèle se asombra de que puedan regocijarse tanto en un cementerio a cielo abierto. Ha visto cosas mucho peores, pero nunca llega a acostumbrarse.

Abandona su puesto de observación y va a sentarse un poco más lejos, con la espalda apoyada contra la pared. Su turno llegará más bien pronto. Se le da bien esperar aguardando la mejor ocasión, es imperativo para la supervivencia cuando uno se cría en las Tierras Olvidadas.

Toda la cuestión es saber si, como Hanzo, será él el que permanezca de pie al final.

Y es justo su intención. Qué importan los riesgos, una sola cosa cuenta para Aurèle: su misión. Tiene un plan para devolver a los irrecordables su lugar en este mundo y no piensa fracasar. Es su campeón, el depositario de todas sus esperanzas. Al menos, así es como le gusta verse a sí mismo. En realidad, son muy pocos los que conocen sus intenciones, incluso entre los irrecordables. Para triunfar, el secreto es necesario.

Se tuerce el cuello para intentar ver el palco donde se encuentra la Malkah. La reina de Arkhanis asiste al espectáculo, él lo sabe. Le encantaría verla, mirar fijamente a aquella a la que quiere derrocar del Trono Esculpido.

Solo entonces las cosas volverían a ser como eran. Solo entonces los irrecordables recuperarían el lugar que

les corresponde.

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Alcanzar ese objetivo requerirá tiempo, audacia y mucha suerte. Hacerse de notar en el Appologium no es sino la primera fase de su plan. El plan de ellos, puesto que no era el único encargado de conseguirlo.

«¡Eh, tú!» A Aurèle apenas le da tiempo a cerrar los ojos para evitar

que un chorro de arena le alcance la cara. Plácidamente, sacude su perilla, se gira hacia un lado y escupe la arena que le cruje entre los dientes, tratando cuidadosamente de no mostrarse provocativo. Al final, levanta la mirada hacia su agresor.

Es el tipo del cráneo rapado y el mono. Al verlo de cerca, su rostro demacrado y su mirada

alucinada delatan al loco peligroso. Su mono sintético solo ha podido ser fabricado en Orbitalia. Está engastado con extrañas cápsulas que contienen un líquido azul eléctrico que atrae los rayos de los soles. Tan ceñido como una segunda piel, el conjunto resalta una musculatura apenas fibrada.

«¡Sí, a ti te hablo, ilusionista!» Aurèle disimula una sonrisa burlona. ¿Ilusionista?

Seguramente sea un insulto de Orbitalia para referirse a los magos de Arkhanis. Tanto mejor, que siga tomándolo por un arkhaniano.

Su entrada en la arena es inminente, no es el momento de responder, guardar su secreto es mucho más importante. Sobre todo, no echar a perder la oportunidad por responder a un tipo tan asustado que se comporta como un niño.

«¿No me respondes cuando te hablo, hadronazo?» Hadronazo… Seguramente otro insulto orbitaliano... L’autre commence à s’agacer, d’un coup de pied il lui

envoie une nouvelle envolée de sable. El otro empieza a irritarse y, con un movimiento del pie,

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vuelve a lanzarle un puñado de arena. Aurèle lo deja hacer antes de repetir la misma secuencia:

perilla, escupir, mirada. Si sigue así, ese cretino va a llamar la atención sobre él, tiene que parar de una vez. Pone los brazos sobre las rodillas dobladas para dejar claro que no busca pelea.

«¡Encima le ha comido la lengua el gato!» No, simplemente espero que me preguntes algo. ¡Hadronazo tú! Aurèle está en una encrucijada: el orbitaliano tomará la

mínima respuesta como una provocación. Lo mismo ocurrirá si permanece callado...

«No se nos está permitido enfrentarnos en ningún lugar fuera de la arena —le recuerda Aurèle con calma.

—¿Estás acojonado, eh? —Sí.» Aurèle no ve ninguna razón para negarlo. Por suerte para

él, el miedo es un viejo compañero al que ha aprendido a domesticar.

A pesar de su corta veintena de años, conoce ya todas sus caras: la electrizante aprensión del combate, la angustia de una mala herida que retuerce las tripas, el miedo a morir que lleva a superarse, la incertidumbre del mañana que paraliza.

Aurèle sabe todo sobre el miedo, ha hecho de él un aliado, un amigo, un amante.

El orbitaliano, por su parte, tiene problemas para gestionar la ansiedad, de ahí su necesidad de hacer el fanfarrón.

«Espero que no nos emparejen, ¡no tengo ganas de perder por tu culpa!»

Estás tan asustado que hablas de «perder» en lugar de «morir»... Aurèle se limita a encogerse de hombros. Él también

espera no tener que formar equipo con alguien así de

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nervioso. Sin embargo, hay una posibilidad de cuatro de que ese sea el caso, dado que ese es el principio de la aballición: asociar un orbitaliano a un arkhaniano. Forzarlos a colaborar para eliminar a los otros dúos.

La aballición es un juego de pelota nacido de la necesidad de disipar la duda, de conocer la respuesta que el tan tempranamente interrumpido conflicto no supo dar. La aballición es una perversión del armisticio convertido en un deporte increíblemente popular. Priva a los participantes de sus poderes y los obliga a enfrentarse en un ruedo donde cualquier golpe está permitido.

Es una forma retorcida de evocar la Guerra de los Héroes, el conflicto que enfrentó a ambos bandos y que se saldó con un resultado en tablas. Desde hace veinticuatro años, la cuestión aún no se ha resuelto: ¿cuál es más poderosa de las dos?¿La tecnología de Orbitalia o la magia de Arkhanis?

La competición se celebra en el Appologium, un coliseo de piedra y metal construido a la misma distancia de las dos fronteras. Fue construido enmedio de las Tierras Olvidadas, la franja de tierra devastada que corta de norte a sur y separa a las dos comunidades.

El lugar no fue elegido al azar. Aquella tierra de nadie El terreno fue arrasada por las armas mágicas y tecnológicas más destructivas que hayan habido. Armas tan terroríficas que arkhanianos y orbitalianos prefirieron poner fin a la Guerra de los Héroes.

Desde entonces, magia y tecnología funcionan mal en las Tierras Olvidadas.

Nadie sabe muy bien por qué, ni los científicos ni los magos. Por otra parte, lo convierte en un lugar idóneo para la aballición: privados de sus poderes en parte, los participantes

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cuentan por encima de todo con sus propias capacidades, lo que da un aire de igualdad a la competición.

Sin embargo, nada de ello responde a la cuestión inicial: ¿quién es más poderosa?¿La magia o la tecnología?

Aurèle se pregunta a quién se le ocurriría una idea tan retorcida…

«¿Me oyes, hadronazo?», insiste el orbitaliano. De un gesto, coge a Aurèle con vehemencia del cuello de

la camisa y tira hacia arriba para forzarlo a levantarse. El irrecordable acompaña el movimiento pero, a causa de la presión, el tejido de la camisa se desgarra y revela el colgante que lleva al cuello.

«No te cruces en mi camino, ¿te queda claro?» Para respaldar su amenaza, el orbitaliano le arranca el

collar. Lleva a la altura de sus ojos la pieza de ámbar iridiscente que tiene engastada. Emite un silbido de aprobación, impresionado por el brillo de la piedra, y hace desaparecer la joya en su puño mientras lanza una mirada de provocación a Aurèle.

«Esto me lo guardo yo, por las molestias.» Aurèle tampoco reacciona, se limita a recolocarse la

camisa rasgada. Controla la situación... a su manera. Frustrado, el otro se aleja gruñendo. El ámbar es lo más valioso que posee Aurèle. No

obstante, en ese preciso momento en el que el secreto de su origen es más valioso todavía, prefiere no actuar.

Sabe ser pragmático. O bien muere durante la aballición y los insultos y el robo no tendrán mayor importancia, o bien se lo lleva. ¡Y entonces recuperará su objeto del cadáver de ese forúnculo de kobold cuando él, Aurèle, decida!

Por el momento, vuelve a sentarse, mueve los hombros para acomodarse mejor contra la pared y espera.

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Se le da bien esperar aguardando la mejor ocasión...

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4

A Solis la recorren los escalofríos al ver a los cadáveres que han sacado de la arena.

A sus pies encuentra un reguero de cuerpos como vulgares torturados. Al menos la arena, árida por el calor sofocante, ahorra al público la visión de la sangre. Podría pensarse que los vencidos no están más que inconscientes.

O casi. Habiéndose quedado solo, Hanzo abandona la arena sin

un gesto para el gentío que lo aclama. La joven se prohíbe manifestar su satisfacción. En cambio, no puede contener el escalofrío que viaja a lo largo de su columna vertebral.

Solis querría convencerse de que su reacción es de disgusto, pero conoce la verdad más insidiosa. Solis reconoce su emoción. Está fascinada. Una fascinación mórbida, una fascinación tanto más embriagadora dado que presencia el espectáculo desde el palco real.

¿No es su privilegio como Malkah de Arkhanis exigir que se vierta la sangre?

Juega con su larga trenza para disimular su turbación. Distraída, va contando los siete anillos trenzados en su cabello negro cuervo, un anillo por cada una de las siete vías mágicas. Tantea con la lengua el anillo de oro y ónice que

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atraviesa su labio inferior. Se abstiene de morderlo. Solis endereza su figura. En el esplendor de sus veinte

años, es consciente de su belleza. No, más que belleza es magnificencia, es sublime.

Sus curvas son de una sensualidad extrema, su cuerpo es una oda a la feminidad. Sin embargo, su mejor atributo no se encuentra en sus perfectas proporciones sino en el ardor de su mirada: el increíble violeta de sus ojos hace estremecerse a la gran mayoría de los que la observan. Utiliza su apariencia para disimular la profunda sensibilidad de su alma.

Solis intenta en vano encontrar una posición más cómoda en su asiento para evitar tener que buscarse a sí misma.

De pie a su derecha, vigilante y en guardia, Hannibal tensa la mandíbula. Eso le hace parecer más intimidante aún, aunque pareciera imposible.

Superando sobradamente los cuatro codos de altura, es imponente con sus musculosos brazos cruzados sobre su pecho y sus pectorales prominentes. Su piel oscura brilla como el bronce a la luz de ese caluroso día de verano. Su cabello crespo, parcialmente trenzado, le cae por debajo de la nuca. Sus casi cuarenta años no han podido con su potencia muscular. El martillo voluminoso y el hacha enorme que se cruzan en su espalda lo recalcan. Esas armas están hechas para manejarse con dos manos, pero Hannibal las utiliza a la vez cuando combate.

Como si su porte no bastase, su torso desnudo está cubierto de escarificaciones. No cicatrices de antiguas batallas, sino marcas grabadas en su piel causadas por su magia.

Hannibal es mucho más que un simple mago, es el maestro del orden mágico de los taumaturgos.

El Primus de la Tierra.

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Toda esa potencia, todo es poder, no son nada sin embargo frente al amor y el desasosiego que desbordan al gigante.

Solis tiene solo veinte años, aún es demasiado joven para ocupar el trono de Arkhanis. Demasiado joven y demasiado frágil. Deberían haberla criado como a una futura Malkah, pero su padre indiferente y ausente no se ocupó de ello. No está preparada. Necesitaría más firmeza y menos compasión.

Hannibal sabe que, si él puede sentirlo, los buitres del Consejo de Dinastas también. Teme que Solis acabe asesinada.

Él hará todo cuanto esté en su mano para que eso no ocurra jamás.

Mientras él esté ahí para protegerla, nadie le pondrá la mano encima.

Hannibal resopla fuerte, con las fosas nasales dilatadas. Se asemeja a un toro que golpea el suelo con los cascos antes de ir a la carga. Si un asesino pasara por ahí, renunciaría pronto a sus intenciones.

«Siempre os ha resultado insoportable, ¿no?» Hannibal frunce el ceño, no entiende a qué se refiere. «El Appologium. Los combates. ¿Cuántas veces me

habéis contado vuestra victoria en este lugar? Todo lo que os dio. Todo lo que os costó.»

Fue en la primera edición de todas del Appologium, cuando las cenizas del conflicto estaban aún calientes. Hannibal tenía diecisiete años cuando venció en la manga decisiva de la aballición. En sus pisadas vieron los oráculos los signos y fue nombrado Primus. En aquella época, él tenía tres años menos que ella. A Solis le cuesta creerlo...

¿Es debido a que Hannibal la ha criado relatándole sus combates durante toda su infancia que aprecia tanto el

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espectáculo que ofrece el Appologium? Le encantaría convencerse de eso, le simplificaría las cosas.

«¿Cuántas veces? Lo ignoro, Malkah. —Es difícil llevar la cuenta, eso os lo concedo. Solis suelta una risilla, eco de una infancia que no ha

acabado del todo. Continúa mirando fijamente a Hannibal. Le encantaría que él leyera en su mirada todo aquello que ella no sabe expresar en voz alta.

Si bien Hannibal impone un respeto temeroso a quienquiera que se cruce en su camino, ella no ve en él más que a su ángel guardián, su fiel protector.

Más que eso, en realidad: un padre sustituto que reemplazó al Malek de Arkhanis, demasiado volcado en su cargo como para interesarse por su hija. ¿Era el Primus un padre perfecto? Desde luego que no. Pero era un padre presente, y eso ya era bastante.

Evidentemente, su esperanza se ve frustrada: a pesar de su buena voluntad, el mago guerrero tiene mucha más soltura con las armas que con los sentimientos.

Al menos eso es lo que piensa Solis. Ella está lejos de imaginar que Hannibal lo que ha hecho es entender demasiado bien sus intenciones.

A él le encantaría cogerla de las manos, hacerla girar a su alrededor y soltarla risueña y contenta. Daría lo que fuera por fruncir el ceño hasta cubrirse los ojos; cuando ella era pequeña, eso le encantaba tanto como le asustaba. Mataría por ofrecerle consuelo, por hacerla olvidar sus penas.

Salvo porque él se lo prohíbe. Comportarse así sería impedir que se proyectase hacia el

futuro, el de ocupar plenamente el trono. Solis ha de dejar de ser la pequeña niña que llevaba sobre sus hombros para convertirse en la Malkah que lleve a Arkhanis sobre los suyos.

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Debe ayudarla a romper su crisálida, acompañarla solo hasta que ella emprenda su vuelo.

Por mucho que le cueste... Su mirada se prolonga, el silencio también. Solis no lo

soporta. «Me cuesta acostumbrarme a ello —dice ella. —¿A qué, Malkah? —A eso. A que me llaméis por mi título. ¿Y qué debería decir?¡Tu me hablas de vos, cuando yo te he hecho

saltar sobre mis rodillas! Hannibal se limita a decir en voz alta: «Los tiempos cambian, ahora tú reinas.» No convence a Solis, el Primus no aprecia la evolución de

la situación. Él la sufre, al menos tanto como ella. No hay más que ver el desprecio con que mira a la guardia personal que la escolta ahora. Ya pueden ser grandes guerreros los tres, escogidos concienzudamente, que Hannibal está convencido de ser más eficaz y mucho más competente que ellos.

¿La razón?¡Considera a Solis somo su propia hija! Y como todos los padres se resiste a ver cómo se hace mayor.

Solis renuncia a explicárselo. Se recoloca mirando a la arena para perderse en la contemplación del Appologium. Visto desde la tribuna real, su forma oval de cuatrocientos codos de largo es una maravilla.

El lado oeste representa a Arkhanis con todo su poderío mágico. El número siete con su simbología tan particular para los arkhanianos está representado por todas partes.

El muro del recinto de piedra labrada se divide en siete arcos monumentales traspasados por rosetones, como la fachada redonda de una catedral. Las vidrieras evocan las siete magias arkhanianas, cuyos colores se ven magnificados

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por los rayos de Rainar y Galana, los dos soles. A los pies de esos arcos, las gradas llegan hasta la arena

central, separadas por grandes escalinatas de acceso. Al final de los escalones, siete grandes estatuas representan a los Primus legendarios, los primeros magos de la Historia que consiguieron dominar plenamente su arte. Tres mujeres y cuatro hombres que, hacía quinientos años, habían firmado un pacto con las fuerzas elementales para entender y transmitir la magia en el seno del reino.

Desde entonces, el título de Primus se transmite de héroe en héroe, perpetuando la simbiosis que existe entre Arkhanis y la magia que impregna el continente de Artellium.

El Appologium está dividido en su mitad por un cambio de estilo radical. Más que una ruptura arquitectónica, es la transición a un mundo de una naturaleza totalmente diferente.

El lado este, consagrado a la ciudad-continente de Orbitalia, presenta un muro casi aéreo. El muro exterior está compuesto por una sucesión de paneles de cristal gigantescos con ribetes de oro y plata, separados por varios metros de vacío.

Hacia la unión con la zona de Arkhanis, los paneles tienen la misma altura que el muro de piedra labrada, pero van siendo cada vez más y más altos conforme se acercan a las tribunas de honor. Allí, las fachadas son tres veces más altas, muestra esplendorosa de la superioridad tecnológica de Orbitalia.

El efecto de ola que sube y baja se ve ampliado por una profusión de hologramas tridimensionales que cambian todo el tiempo, proyectando olas de luz en un precioso efecto. Aparecen héroes cibernéticos y robots de última generación, como si fueran modelos en una pasarela. Anuncios

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publicitarios imposibles de ignorar destacan productos milagrosos, las últimas innovaciones genéticas y las versiones cada vez más punteras de las Inteligencias Artificiales, las IA.

Los graderíos están salpicados por un aluvión de luces de colores vivos. Llegan hasta la arena, exactamente a la misma distancia que del lado de Arkhanis.

Ninguna de las dos naciones quiere ceder un palmo ante la otra.

Como si hiciera alguna falta demostrar de nuevo la hipertecnología que reina en Orbitalia, solo la mitad de los puestos están físicamente ocupados; el resto de espectadores solo está presente en forma de holograma.

Mejor que cualquier discurso posible, el Appologium ilustra la brecha que separa Arkhanis y Orbitalia, su visión irreconciliable de la existencia.

Construido al día siguiente de la Guerra de los Héroes, pensado inicialmente para acercar a los pueblos, no hace más que poner de manifiesto sus profundas diferencias. No es necesariamente visible desde las gradas, pero desde el palco real es algo escandaloso.

¿Cómo construir la paz entorno a una arena de combate?¿Quién creyó por un momento que eso funcionaría?

Como para mofarse de las dudas de Solis, el moderador anuncia la reanudación de la competición.

«Querido público, ¡aquí tenemos con nosotros la séptima y última manga!¿Quién se la llevará?¿Arkhanis u Orbitalia?¡Son los ocho participantes que entran en este momento a la arena los que vaaaan... A DECIDIRLO!»

A su pesar, Solis estira el cuello para ver con más detalle a los competidores. Cae incluso en la flaqueza de servirse de las pantallas gigantes del lado de Orbitalia para distinguirlos mejor.

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Como es de esperar, los campeones de la ciudad-continente son ensalzados gracias a hologramas 3D giratorios. Dos mujeres y dos hombres, entre los cuales hay un coloso que aguantaría incluso una comparación con Hannibal.

Deja que el moderador los presente al público para concentrarse en los representantes de Arkhanis. Los conoce a todos de vista, a excepción de uno inscrito a última hora del que nadie ha oído hablar nunca.

Desde el momento en que lo divisa, queda cautivada. El apuesto desconocido de cabello rubio rapado por un lado, con aires de animal salvaje y desconfiado. Su figura esbelta y sus andares de bailarín atraen y cautivan las miradas. Su camisa rasgada deja a la vista un torso viril que da vía libre a la imaginación.

Solis siente un nuevo escalofrío. Al contrario que con los anteriores, no necesita reflexionar para entender a qué se debe. El estremecimiento llega y se aloja en su bajo vientre, sin equívoco posible. Tanto más alterada se siente cuando él clava la mirada en el palco. Parece mirarla fijamente. Es necesaria la voz parsimoniosa del moderador para sacarla de aquel hechizo.

«Y aquí tenemos... ¡al JUEZ!» Como al principio de las seis mangas precedentes, un

círculo de ocho látigos hace su aparición. Bautizado como «el Juez» sin que Solis sepa por qué, su rol es el de constituir las parejas de participantes; después, el de seleccionar entre las ocho áreas de juego posibles. Las cuerdas, cuatro de cuero y cuatro de metal, son elevadas hacia el cielo y agitadas por un chorro de viento artificial. Al revolverse en largas ondulaciones, se diría que es una hidra hipnotizando a su presa.

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De repente, los látigos se precipitan cada uno hacia uno de los competidores, tan rápido que es imposible seguir su movimiento. Simplemente se escucha su chasquido seco. En ese instante están formadas las parejas. Los participantes, uno de cada facción, se encuentran vinculados por la muñeca con una cadena de siete codos.

Junto a Solis, Hannibal siente un escalofrío. Cada vez que los látigos del Juez azotan, a él le asalta el

recuerdo de aquella atadura que apresó su muñeca, hace ya veinte años.

La leyenda quiere hacer creer que las cadenas del Appologium suprimen los poderes mágicos. No es más que un mito, una explicación para las mentes estrechas de miras. Son en realidad los estragos de la guerra que han debilitado la magia del ambiente. No desaparece, está más bien inhibida, reducida hasta que casi no es perceptible. El mago se encuentra en la piel de un erudito cuya visión se degrada: sigue sabiendo leer, pero sus ojos ya no le permiten ver.

Para el público la explicación es bastante más sencilla: las cadenas del Juez devuelven a los dioses el poder que los mortales les robaron.

A pesar de los años, Hannibal recuerda que, una vez su muñeca estuvo atrapada por la cadena, dejó de sentir de repente el soplo de la magia. Entonces empezó a temer, no a la muerte, sino a tener que vivir sin ella desde entonces.

Por su parte, Solis se concentra en las cuatro parejas que hay en la arena. A aquellos cuya muñeca derecha está libre se les equipa con un guante alargado; los otros llevan un escudo en el brazo izquierdo.

Un atacante y un defensor, unidos para lo mejor. O lo peor.

El hermoso joven que había atraído su atención obtuvo el

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guante y al del cráneo rapado y el mono como compañero. Lleva la coraza de atacante, con las tres dianas donde acertar para eliminarlo. Parece que mire en su dirección todo el tiempo.

Mientras el Juez agita su círculo de látigos para seleccionar el área de juego, Locke entra al palco real. Todo en él dejaba entrever su avanzada edad: su barba y cabellos blancos, sus profundas arrugas y su túnica austera de erudito. No obstante, aún conserva de su juventud una sonrisa franca y fuertes brazos cubiertos de glifos tatuados. Se deja registrar por los tres miembros de la guardia personal, pero su expresión cerrada anuncia malas noticias.

«Dejadlo», se impacienta Solis. Los guardias obedecen en silencio. El mago erudito se

acerca, con el torso inclinado en señal de deferencia. «Por favor, Locke, ponte cómodo. No te cortes de

servirte cualquier cosa si algo te tienta.» Solis señala la bandeja de dulces que le tenían reservada.

Consigue acallar sus ganas de saber. Al contrario que su difunto padre, ella tiende a tratar a todo el mundo con respeto.

«Os lo agradezco, Malkah. No será necesario. —Como gustes. Soy todo oídos. —Acabamos de recibir un mensaje que proviene de la

Muralla de Osamentas.» Como para respaldar sus palabras, un dragoncillo

adormecido saca la cabeza de su túnica. Igual que los magos del Aire como Locke pueden llevar conversaciones a distancias muy lejanas, no hay nada como la memoria de los dragones para transmitir mensajes complejos.

«Acaba de ocurrir un incidente fronterizo en la Muralla de Osamentas, Malkah. Aún han de esclarecerse las

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circunstancias, pero la implicación de Orbitalia está confirmada.

—¿Ha sido repelido el enemigo? —se asegura Hannibal frunciendo el ceño.

—¿Hay pérdidas que lamentar? —prefiere saber Solis. —Ninguna de nuestro lado, Malkah. —¿Han sido repelidos? —insiste Hannibal. —¿Y del lado de Orbitalia? —lo interrumpe una vez más

Solis. —Una aeronave y varios robots, Malkah. —¿Robots? —rechina el Primus entre dientes—. ¡Es una

provocación!» Lanza una mirada sombría hacia la tribuna de enfrente.

Allá se encuentra el Ordenador, el más alto representante de Orbitalia. Calcula el tiempo que necesitaría para cubrir los cuatrocientos codos que los separan, los obstáculos que tendría que superar.

«Intenta averiguar más detalles —pide Solis— y vuelve a verme cuando los tengas.

—A sus órdenes, Malkah. Ya he dispuesto todo para que nos envíen pruebas en dragón. Os las presentaré en cuanto lleguen.

—Gracias, Locke.» Apenas se ha retirado el viejo mago cuando Hannibal

espeta en un tono incontestable: «Hay que actuar con firmeza. —Sí, cuando se esclarezca lo ocurrido. Hace falta actuar,

no alterarse. Mientras esperamos, tenemos un equipo al que apoyar.

—La Muralla de Osamentas está dirigida por taumaturgos. ¡Por mis magos! Hace falta...

—Primus —le corta Solis—, recordadme cuál era la

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recompensa acordada para el vencedor del Appologium.» Herido por el formalismo de la pregunta, Hannibal

responde malhumorado. «El vencido debe un favor diplomático al contrario. —Eso es, y me parece ideal en vista de las circunstancias.

¿Me equivoco? —No, Malkah. —Me alegra oírlo.» Solis cambia de postura con

elegancia. «Bien. Ahora la victoria ha dejado de ser una mera opción. Razón de más para animar a nuestros campeones.»

Solis está lejos de sentirse tan distante como quiere aparentar. Ella sabe que este favor diplomático es esencialmente simbólico, un pretexto, un medio de dar un incentivo mayor a la aballición. Si no fuera así, no dejarían a parejas aleatorias de gladiadores decidir solos el resultado del Appologium.

Un favor así desde luego no sería suficiente para exigir un armisticio, si resultase necesario.

La seguridad de Solis no es más que una fachada. Si alguien viera su alma en ese preciso instante, sabría hasta qué punto se encuentra en la situación opuesta a la imagen que transmite.

Solis está paralizada por su abrumadora responsabilidad. Es evidente que hará falta responder a dicho ataque. Ha de ser compensada, de una forma o de otra.

Una reacción demasiado timorata alentaría a los conspiradores. Una demasiado violenta reavivaría el conflicto.

Su padre habría sabido qué hacer. Pero así son las cosas: muerto brutalmente la estación pasada, él nunca la preparó para reinar, convencido de que el destino le concedería un hijo digno de sucederlo. Caprichoso, el destino tomó otra decisión.

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Ahora más que nunca, tiene ganas de volver a ser Solis, y no esa Malkah prisionera de ese rol que la aterroriza y que ella no pidió.

Caprichoso, el destino, de nuevo, tomó otra decisión. Ella debe reconstruir las ruinas que el Malek ha dejado

tras de él. Todas las fallas que él ha abierto sin cerrar. Todos los interrogantes que él ha sembrado y que ella debe transformar en exclamaciones.

Inspira profundamente, agarra los reposabrazos hasta hacer palidecer sus manos y se concentra en la aballición, depositaria de todas sus esperanzas.

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5

«¡Cuidado!» Aurèle gira la cabeza. En ese momento, la bola silba en su

oreja, arrastrando sus cabellos en su trayectoria. «¡Qué estás haciendo, pedazo de hijo de bug!» Su compañero de cráneo rapado está fuera de sí. «¡Muévete, si no vamos a pasarlas canutas!» Encogido detrás de su escudo, Cráneo rapado desvía otra

bola que sale disparada con un rebote peligroso. «¿A qué esperas?¡Coge una!» Aurèle tiene una pequeña revelación, como la impresión

de haberse despertado en pleno combate. El otro tiene razón, ¿qué le pasa? No hay tiempo de reflexionar sobre ello. Es urgente evaluar la situación.

Alrededor de él, el caos. Decenas de bolas rebotando en todas direcciones, rápidas como misiles, mortales como flechas. Siente el olor de una tormenta a punto de estallar, siente también el olor del miedo y del metal. Escucha gritos, los silbidos de los proyectiles, aullidos hiperagudos. Rojo sangre y negro tinieblas predominan a la vista.

Todos estos estímulos caen sobre él de repente, ahogan los sentidos de Aurèle y agreden su mente. Intenta canalizarlos, se fuerza a ponerlos en orden.

Es absolutamente necesario componer una imagen que

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tenga sentido. Se encuentra en el Valle de Fuego en plena erupción

volcánica, un paisaje negro y rojizo de lava. El séptimo círculo del Infierno es la prueba escogida por el Juez. La simulación es tan realista que siente el calor del magma y los temblores del suelo que retumba.

Los aullidos son de las arpías, guardianas de aquel lugar. Vuelan entre las nubes de ceniza para resurgir como los fantasmas de una pesadilla. Sus garras rasgan la carne y atrapan las bolas al vuelo para, acto seguido, volver a lanzarlas. Sus rostros femeninos aullan gritos de puro odio.

De los ocho participantes de la competición ya no quedan más que tres binomios, incluido el suyo.

Cráneo rapado hace lo que puede por protegerlos detrás de su escudo, un pesado pavés que maneja con eficacia.

Dos latidos ha necesitado para recomponer el cuadro de la situación. Lleva su tiempo, mucho tiempo, cuando tu vida depende de ello.

Un dolor terrible anestesia el hombro izquierdo de Aurèle, que se irradia hacia su mano y su pecho. Por el rabillo del ojo, ve su coraza cambiar de color, signo de que la marca ha sido validada. Esquivando las zarpas de una arpía que se cierne sobre él, se pregunta si ya ha sido golpeado en otra parte.

Detrás de él, el animal monstruoso recupera altitud, agarra la bola que acaba de rebotar sobre él y vuelve a lanzarla contra su espalda.

«Dos golpes uno tras otro», exulta el regidor. Su voz resuena en todo el Appologium, como un

presagio de muerte. «El dúo Aurèle-Kurtis se encuentra en una mala

situación. ¡Solo un golpe acertado más supondría la

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eliminación!» Aurèle solo se ha distraído un breve instante, está

convencido, pero ha sido suficiente para dejarlo entre la espada y la pared.

Es momento de retomar las riendas de la situación. «Quédate delante de mí», le ordena a Kurtis. Se ciñe contra su defensor, con el vientre pegado a su

espalda. «¡Eh! ¿Se puede saber qué te pasa? —Mientras permanezcamos así, es imposible que

acierten en la última diana. —No es mala idea.» Kurtis se embute detrás de su escudo. Golpeado por otra

bola, suena como un tambor. «¡Pero así no vamos a ganar! —Primero eliminaremos a la competencia.» Aurèle observa los alrededores por encima del hombro

de Kurtis. Pequeños vistazos, sin perder nunca de vista las arpías que se arremolinan.

«A ellos primero.» Señala al guerrero de la barba pelirroja que forma equipo

con la mujer del pelo malva. Gracias a su armadura dotada de alas, esta última podía disputarle a cielo abierto las bolas a las arpías. Servirse de ello era una buena idea, puesto que las quimeras estaban centradas sobre los competidores, no en aquello que volaba a su alrededor.

Sin embargo, a la mujer le cuesta dirigirse. Su armadura no funciona del todo bien. La prueba es que los generadores que la alimentan parpadean, como si fueran a dejar de funcionar.

Las cadenas del Juez alteran la tecnología tanto como la magia.

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«De acuerdo. ¿Cómo lo hacemos?» Aurèle no se sorprende de que Kurtis se someta a sus

órdenes tan dócilmente. En su banda, él ya ha comprobado que para un hombre seguro de sí mismo es más fácil tomar el poder, sobre todo en periodos de crisis.

«Mira.» Aurèle extiende el dedo sobre el hombro de Kurtis,

guiando su mirada. «Barbarroja acompaña a la chica para darle cancha mientras ella maniobra. Lo inmovilizamos y ella se encontrará prisionera como un pájaro en una jaula.

—Tienes razón. Prepárate.» Sin avisar, Kurtis se lanza trazando un movimiento curvo.

Aurèle calca sus pasos, manteniendo el contacto para proteger su última diana.

La técnica sería más eficaz si hubieran podido entrenarse, pero el éxito de la aballición entre el público se basa en parte en la espontaneidad y la improvisación de los participantes. En efecto, los vítores se disparan y los espectadores y los hologramas están desatados, abucheando y animando a la vez.

Enmedio de la confusión y el escándalo, es difícil vigilar los alrededores, sobre todo cuando uno lleva la cabeza levantada la mitad del tiempo. Barbarroja no los ve cernirse sobre su espalda.

La mujer de cabellos malvas advierte el peligro; otra ventaja de su posición aérea. Atrapa una bola que se retuerce en su guante y la lanza de inmediato. Concentrado en su objetivo, Kurtis no interpone su escudo. La bola golpea el hombro de Aurèle sin marcar otro punto. Sin embargo, el dolor intenso no deja de escocer. Aurèle hace movimientos con el brazo, no puede dejarlo anquilosarse.

Apenas están ya a veinte codos de Barbarroja.

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La mujer se obceca con su estrategia. Intercepta una bola justo antes de que una arpía la coja, le da efecto y apunta al pecho de Aurèle. Esta vez, él ve venir el golpe. Agarra el proyectil con su guante, pero sale rebotado. El guante no permite coger una bola, solo redirigir su rumbo. Aurèle toma nota de ello.

Pelomalva vuelve a probar suerte. No se le ocurre avisar a Barbarroja que, en el fondo, no es realmente un compañero para ella.

Error. Con un violento movimiento circular del hombro, Kurtis

golpea a Barbarroja con su escudo. El guerrero ha visto venir el golpe, pero demasiado tarde. Cae de espaldas.

Kurtis aterriza sobre su vientre. Aurèle acompaña el movimiento, da una voltereta sobre la espalda de Kurtis y cae bocabajo, a la altura de la cabeza de Barbarroja.

Enrosca su cadena alrededor del cuello del guerrero y tira.

Barbarroja intenta defenderse pero Kurtis lo bloquea eficazmente con su escudo. Sin relajar la tensión, Aurèle golpea repetidas veces sobre la garganta hasta destrozarle la tráquea. No tiene tiempo de esperar a que el otro sea estrangulado. La cadena alrededor del cuello era únicamente para que Barbarroja mirase hacia arriba. El susodicho muere sin llegar a entenderlo.

En el aire, Pelomalva intenta alejarse. Retenida por la muñeca, se encuentra como un cebo atado a una cuerda. Con movilidad, podría zafarse de las arpías; eso se ha vuelto imposible ahora que su margen de acción se ha visto reducido. Se agita gritando de rabia.

Nuevo error. Ha llamado definitivamente su atención y las arpías

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convergen hacia ella, que ha dejado de moverse pero demasiado tarde.

Durante un instante, la escena detiene su vuelo. La orbitaliana, Aurèle y Kurtis, el público, todos aguantan

la respiración a la espera de la reacción de las arpías. En un solo movimiento común, se abalanzan sobre

Pelomalva y la despiezan en una efusión de sangre y vísceras. Aurèle se encuentra justo debajo de la carnicería. Entierra

su cabeza en la arena —para proteger sus ojos del diluvio, no para huir de la atrocidad del espectáculo. De cualquier forma, es imposible ignorarlo: las tripas caen a su alrededor con un ruido de cuerda mojada, la sangre lo agrede con su olor metálico. A continuación, el choque sordo del cadáver que cae al suelo.

Aurèle se abstrae de la lluvia sanguinolenta un segundo más. Un segundo de más.

«Gracias por habernos echado una mano.» La voz es aflautada, casi de alegría. La otra pareja en liza

está de pie delante de él y de Kurtis. Detrás de la maga del Agua se recorta la silueta del mutante de músculos atrofiados, tan grande y largo que sumerge a la arkhaniana en su sombra.

«Sois muy amables.» Tirados en el suelo, dominados por sus adversarios, están

perdidos. Aurèle protege aún la diana de su vientre, apretado contra la arena, pero hay otras formas de ganar...

La maga levanta su escudo y lo deja caer sobre la espalda de Kurtis que se retuerce de dolor. El golpe es tan violento que rompe varias de las cápsulas engastadas en su mono sintético.

Se diría que se se vacía de sangre azul. Aurèle solo tiene una fracción de segundo para

reaccionar. Varias bolas caen a su alrededor, soltadas por las

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arpías que necesitan sus garras para disputarse los trozos de carne arrancados a Pelomalva. Coge una con su guante, pero sale disparada sin impulso. La maga la desvía sin dificultad.

«No, te lo suplico», se lamenta Aurèle. Extiende su mano enguantada delante de él, una

protección irrisoria. La arkhaniana la golpea sin compasión con el filo de su escudo, inclinándose para añadir todo el peso del cuerpo.

Exactamente lo que Aurèle esperaba. En el último momento, mueve el brazo para que el

guante soporte solo el golpe. Estalla en pedazos y libera su mano.

Aurèle aprovecha su oportunidad. De un golpe lanzado sobre el plexo, deja a la maga sin respiración inclinada sobre él y de un barrido la hace caer al suelo. Con el mismo movimiento, consigue apoyarse en su rodilla izquierda, listo para abalanzarse. Entonces, tiende su mano libre hacia una bola.

Sabe perfectamente lo que va a ocurrir. Si los guantes existen, no es solo para dificultar que se pueda apuntar correctamente. Es, antes que nada, porque las bolas están cargadas con energía para ganar velocidad y potencia.

Los organizadores llevaron el vicio hasta el límite de implicar a los espectadores en el proceso. Cada uno puede aumentar o reducir la carga desde su asiento activando un simple comando. El nivel final es la síntesis de los votos del público.

Todos los jugadores de la aballición lo saben: coger una bola con la mano desnuda es una verdadera tortura.

Aurèle toma una corta bocanada de aire antes de aguantar su respiración y coge la bola.

Es un latigazo, un torrente furioso de dolor, una

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insoportable agonía. El sufrimiento transforma sus nervios en instrumentos de cuerda que comienzan una ópera endiablada.

Con el cuerpo paralizado por el dolor, extendido hasta el punto de que se ha puesto de pie sobre sus piernas tensadas. Su mano brilla como si tuviera los dos soles entre los dedos.

Debe soltarla, es imposible contenerla más tiempo. «¡YeeeaaaHHH!» Un alarido primigenio se extirpa de la garganta de Aurèle,

como el de un muerto viviente arrancándose de su tumba. Más que un aullido es una vociferación bestial, inhumana por el tormento que expresa.

El público se vuelca votando a la alta o a la baja. La alta gana con sobrada diferencia.

Cobarde-cobarde-cobarde. ¡Cobarde! Aurèle se lo reprocha. Abandona el control de sus instintos primarios. Su brazo barre el espacio delante de él. La bola se estrella contra la mejilla de la maga, estupefacta

ante una audacia tan estúpida. Enseguida su mandíbula se ve inundada por una descarga de energía. La arkhaniana está lejos de ser tan resistente como él y cae desplomada gritando con los ojos desorbitados.

Aurèle se precipita hacia el coloso plantado detrás de ella. El imponente orbitaliano lanza su brazo de músculos

hipertrofiados, tan destructor como un menhir lanzado por un gigante. Si alcanza su objetivo lo mata en el acto.

Aurèle se tira al suelo y el puño del coloso pasa a la distancia de un cabello de su cráneo. Rueda entre las piernas del mastodonte y se levanta a sus espaldas.

Aún no ha soltado la bola. Ni para de gritar. Con un movimiento circular del brazo, golpea la diana

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dorsal que se enciende. Se apoya en la corva de su adversario. Salta y le rodea el cuello con el brazo izquierdo. Tiene que agarrarse dos veces, obstruido por la cadena. Nuevo gesto de la mano, esta vez hacia el hombro izquierdo. Nuevo toque.

Queda el más difícil, la diana del vientre. Aurèle intenta lanzar sus piernas por encima del hombro

del gigante para balancearse hacia el otro lado del torso, pero su cuerpo le traiciona. Ya no puede más y cae sobre la arena.

Ha dejado pasar su oportunidad. Todo está perdido. Al fin puede soltar la bola. Es un pobre consuelo, pero un inmenso alivio, al límite de la alegría.

Nunca había sido tan placentero tumbarse de espaldas en la arena con los brazos en cruz y la nariz apuntando al cielo azul de verano.

Pero el golpe del coloso no llega. El público exulta, el moderador grita. Al menos les ha ofrecido un bello espectáculo.

«Bueno, mi hadronazo, ¡así es el deporte!» Kurtis le tiende la mano y le ayuda a levantarse. «Ya había sido tocado delante. Tú has marcado las dos

últimas dianas. ¡Hemos ganado, chaval!» La sombra en su mirada revela sus verdaderos

pensamientos. Ambos saben que esto no ha acabado. En cuanto caiga la cadena, la lucha final dará comienzo.

El Appologium corona a un solo vencedor. Mientras esperan, Kurtis celebra y Aurèle se recupera. El irrecordable sabe que si permanece tumbado es

hombre muerto. Se gira sobre su costado y consigue ponerse en pie con dificultad. Tambaleándose, tiene que apoyar las manos en las rodillas para no caerse.

Las náuseas le retuercen las tripas y vomita entre sus pies apartados, ensuciándose las botas. Su garganta, que ya ardía

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por haber gritado demasiado, se decapa literalmente por la bilis ácida.

Va a hacer falta recuperarse más rápido que eso. La buena noticia es su mano. Él imaginaba su palma

abrasada hasta el hueso, sin embargo está intacta. Se incorpora, casi cayéndose para atrás, y se estabiliza a

malas penas. Se seca la boca con el brazo tembloroso. ¡Recomponte! Kurtis arenga al gentío agitando los brazos, dándole la

vuelta a los cuerpos inertes de los otros competidores; encender sus dianas equivalía a apagar su vida. Tira repetidamente de la cadena para desestabilizar a su futuro adversario, impidiéndole recuperar sus fuerzas. En guardia, el orbitaliano no lo pierde nunca de vista.

A Aurèle ya no le quedan recursos para otro combate. Menos aún si, tan pronto como se rompa el vínculo, Kurtis va a recuperar sus facultades tecnológicas. A él solo le queda la daga oculta en la bota.

No tiene ninguna posibilidad. Menos aún el derecho de perder. A pesar de su inquebrantable voluntad, Aurèle vacila

sobre sus piernas y cae de nuevo al suelo. Convulsiona y expectora un hilo de bilis, embebido

enseguida por la arena ardiente. Hace el esfuerzo de levantarse, titubea como un borracho

y vuelve a caer al cabo de tres patéticas zancadas. «Vamos chico, no arruines mi triunfo», suelta Kurtis sin

perder la amplia sonrisa que dedica a la muchedumbre. Tendido en el suelo, Aurèle lanza su brazo para intentar

darse la vuelta. Si consigue arrodillarse, quizás alcance a ponerse en pie.

Quizás.

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Un cosquilleo en la muñeca anuncia la inminente liberación de los dos compañeros. Es como una cuenta regresiva en su cabeza, el engranaje ineluctable de sus últimos instantes.

La cadena cae cuando Aurèle apenas está de rodillas. Kurtis lanza su pierna hacia delante. Su pie alcanza el mentón de Aurèle y propulsa su cabeza hacia atrás hasta casi romperle la nuca. El irrecordable yace estirado sobre su espalda.

Delante de él, Kurtis hace un extraño movimiento, como un enorme escalofrío que sacude todos sus miembros. Las cápsulas se vacían y saturan su organismo de bióxtasis, un producto dopante de alta tecnología.

Bajo el mono, sus músculos se retuercen en haces de cables cada vez más gruesos, la piel ondula como si albergase un nido de serpientes furiosas. Las pupilas se dilatan y el iris sube hacia el párpado superior hasta reducirse a un creciente lunar.

Kurtis está en plena alucinación. Los meditécnicos le avisaron, el Sueño azul provoca un flash de un segundo, no más. Imposible hacerlo más corto sin quemar el sistema nervioso. Durante ese breve lapso de tiempo, no será dueño de sí mismo. Su cuerpo y su mente estarán enteramente bajo el bloqueo del Sueño azul. Después, el bióxtasis lo volverá más rápido, más fuerte y más resistente. Un superhombre.

Un pequeño segundo es demasiado corto como para que su adversario se aproveche.

Salvo que algo no funcione como estaba previsto: el flash dura finalmente tres segundos.

Aurèle no le deja más que dos y medio. El tiempo para que su daga, cogida discretamente cuando

parecía convulsionar, atraviese el espacio entre su mano y el ojo del drogado. Al menos ese era el plan.

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Al final, yerra su tiro y alcanza la garganta. Sabrá conformarse.

Aurèle no comete el mismo error que Kurtis. No se contentará con creer que su oponente está fuera de combate, él se asegura.

Se levanta apretando los dientes, se tambalea hasta el orbitaliano. Sangre mana de los labios de este. Sus pupilas han devorado a los iris; los ojos como platos de sorpresa más que de dolor. Su cuerpo convulsiona, forzando a la sangre a surgir alrededor de la hoja plantada en el cuello.

Aurèle la arranca de un golpe seco, liberando un verdadero géiser.

A costa de un terrible esfuerzo, gira a Kurtis y lo pone bocabajo.

Se apoltrona, más que sentarse, sobre el charco de su víctima, a horcajadas sobre sus caderas. Con la punta del cuchillo rasga el mono y libera su espalda. La piel de Kurtis se ondula, recorrida por una miríada de gusanos que buscan la salida, agonizando a fuerza de no encontrarla.

Aurèle debe darse prisa, siente que va a desfallecer. Clava la daga en la intersección de la columna vertebral y

las costillas. Con un gesto de experto, nacido de una dilatada experiencia, rompe cuatro. Empieza entonces a cortar la piel y los músculos a ambos lados de las vértebras. Continúa alrededor de las costillas rotas.

Tira su arma, ya no la necesitará más. Desliza las dos manos en la herida, separa las costillas a

empellones como si abriese una puerta oxidada. Con los dedos, hurga en el interior de la caja torácica,

encuentra a ciegas los bronquios, los agarra con el índice y tira con un golpe seco.

Los pulmones son expulsados al exterior con un ruido de

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succión mojada. Extendidos sobre la espalda, dibujan dos alas escarlatas. Los sacos pulmonares se hinchan aún tres veces antes de contraerse definitivamente.

Solo tres veces, no es su mejor marca personal... A pesar de todo, Aurèle está orgulloso de sí mismo, ha

conseguido realizar la marca de su banda: las alas sangrantes del demonio de Isalys.

A Aurèle le parece una pena que el bióxtasis se mezcle con la sangre, que pinta el cuadro de un tono violeta que impide que su obra sea canónica.

Sabrá contentarse con ello. «¿Me permites?...» Coge el collar de cuero que cuelga del cuello de Kurtis.

Tiene que intentarlo dos veces más por sus dedos pegajosos de sangre. Tira de un golpe seco y recupera el ámbar tornasolado.

Tiene que levantarse, si no se va a desmayar. No por el horror del espectáculo sino por el cansancio.

Aurèle no querría aguar la fiesta. El Appologium espera a su vencedor.

Para darse fuerzas, se seca la boca con el brazo, dibujando una sonrisa púrpura que se extiende de una oreja a la otra. Se pone en pie con dificultad, trastabilla sobre sus piernas demasiado debilitadas.

En la arena, el silencio es de plomo: un mutismo horrorizado se ha apoderado de las masas.

En ese preciso instante, nadie osaría acercarse al vencedor, ni siquiera Hannibal.

Aurèle separa sus brazos manchados desde las manos hasta los codos. Ríe, con los labios estirados por el maquillaje sanguinolento. Es la señal para el gentío, que deja exultar su alegría en un rugido que atraviesa todo el Appologium.

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Aurèle hace su papel, arenga al público, lo incita a manifestarse con más intensidad. La ovación es unánime, vibrante de placer culpable.

¡Estalla completamente de júbilo! Para su debut en la competición, podría decirse que a los

irrecordables no les ha faltado gallardía.

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1

Cross the Ages© — temporada 1

6

«Vamos... vamos. ¡Vamos!¡Vamos!» Con la cabeza inclinada hacia atrás del todo, Honora bebe

ante los ánimos de los parroquianos de la taberna, aglomerados a su alrededor. Cuando termina, levanta su vaso bien alto y se hace el silencio, espeso como la niebla. Prolonga la espera y luego invierte teatralmente el recipiente para mostrar que está completamente vacío.

La actuación es jaleada por un estruendo digno de una tormenta.

«¡No se ha derramado ni una gota!», triunfa Honora. Se ve obligada a gritar para superponerse al alboroto.

Está acostumbrada, como capitana del famoso navío Costal de hierro.

Golpea su vaso vacío contra la mesa con un sonoro chasquido, como un clavo clavado en un ataúd.

«¡Tu turno, Murgan!» Frente a ella, el pirata se alisa el bigote para ocultar su

mueca. Le tiembla la mano, por el alcohol pero también por el miedo a una humillación. Una veintena de recipientes vacíos se alinean en la bandeja de madera que lo separa de Honora. Apenas da crédito, esta mujer tiene una capacidad para empinar asombrosa, es más honda que un pozo.

«¿Qué te pasa, Murgan?», dice uno de los clientes de la taberna. ¿Ya no tienes sed?»

Las risas ebrias celebran la ocurrencia —todo parece más espiritual, con la ayuda del alcohol.

Murgan deja tranquilo su bigote y pasa los dedos por debajo de su tricornio cubierto de sal. Se atusa el espeso cabello, signo de una intensa reflexión.

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2


«Sin magia, ¿eh?», comprueba con un tono de sospecha. Honora se pone en pie sin vacilar, firme sobre sus

piernas. Se golpea el estómago con la palma de la mano. «Sin magia», confirma ella. Se ha hecho el silencio en la taberna. El público tiene la

mirada clavada en la piel desnuda, visible entre su falda y su corsé. Tatuajes azules se enroscan con gracia alrededor del zafiro que cuelga de su ombligo. Ninguno de los glifos está iluminado, señal de que no está usando sus habilidades mágicas.

Honora permite que todos estos machos la repasen con la mirada sin ofenderse. Son sus compañeros, su tripulación, su familia: la admiran, tal vez sienten deseo, pero ninguno tiene malas intenciones. Y si alguna vez se diera el caso, le cortaría los huevos al primero que lo intentara.

Pasa los treinta y le sobra encanto. No tiene nada de belleza clásica: su rostro está cincelado por los soles, su piel está marcada por la intemperie y sus manos encallecidas por tirar de las maromas y sujetar el timón. Pero irradia vida y fogosidad. Puede que no se giren a su paso, pero un solo encuentro con ella basta para no olvidarla jamás. No se corta a la hora de sacar partido de sus virtudes. En el fondo, hace exactamente lo mismo que los hombres.

Alta, con las piernas enfundadas en botas altas que le llegan hasta la mitad del muslo, viste un atuendo ligero adecuado a la navegación del mar. Su largo cabello cobrizo está sujeto por una banda azul a juego con sus ojos. Su sonrisa traviesa le endulza el rostro, pero quienes la conocen no se dejan engañar: Honora es una amazona formidable, una pirata tenaz y una adivina de dotes increíbles.

«Bueno, Murgan, ¿te decides?¡Voy a acabar fermentando si sigo esperando así!»

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La ocurrencia se ve respaldada por algunos aplausos y risotadas groseras.

Murgan se levanta también. Mucho menos estable que Honora, mete las piernas entre el banco y la mesa para mantenerse erguido. Extiende la mano hacia su vaso, que conscientemente invierte con un gesto inseguro.

«No quisiera tener que lucir mis tatuajes, hay niños presentes», se justifica con descaro.

Buen perdedor, se inclina ante una Honora risueña. Ella se sube a la mesa con un salto grácil, haciendo volar las copas, saluda a la audiencia y luego salta al otro lado de la mesa, cerca de Murgan. Con un golpecito, le aparta el tricornio y besa al pirata en la frente.

«¡Yo también quiero perder!», suelta un asistente. —¡Yo primero! —¡Seguid soñando! Empuja a Murgan, que casi cae hacia atrás. «¡Venga, una ronda para todos!» Los hombres gritan de alegría, aclaman el nombre de

Honora y golpean las mesas con sus vasos. Un pífano acompaña animado el ballet de las camareras con los brazos cargados de bebidas. El posadero usa sus tatuajes de la muñeca para rellenar copas desde la distancia, haciendo flotar jarras de hidromalta por los aires. Las personas impacientes y sedientas intentan lamer el líquido espumoso a medida que pasa, con la boca abierta como un pez que se traga un insecto flotando en la superficie.

Honora está encantada. Aquí está su mundo: el de la amistad colegial, de cabezas

fuertes que se enfrentan juntas, de rebeldes que le sacan a la vida más de lo que tiene para ofrecer. En este mundo, qué importa el origen, la edad o el sexo. Lo único que cuenta es

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ser confiable a bordo en la cubierta. En este universo, Honora es una reina. Su cabeza da vueltas, y no solo de alegría. Por suerte,

Murgan ha acabado por rendirse, no habría podido con un solo vaso más. Se sienta en la mesa con los pies en el banco; no es cuestión de revelar su embriaguez. Se masajea el estómago para ocultar los tatuajes que de repente se iluminan. La magia le ayudará a disipar los efectos del alcohol, pero nadie ha de saberlo.

Rápidamente recuperada, Honora se estira mientras inhala el aroma de la taberna, una mezcla de serrín, sudor, humo de las velas e hidromalta rancia. A su alrededor, se divierten, se llaman de un lado a otro de la sala, se maldicen. También intercambian algunos golpes, antes de reconciliarse con palmadas en la espalda y carcajadas.

Por más que busque, no encuentra nada que pudiera hacerla más feliz.

«¿Honora?» Keya, su discípula, se abre paso entre la multitud para

unirse a ella. Con veintitantos, parece una muñeca, con sus rasgos finos y su piel pálida. Sus grandes ojos negros refuerzan aún más esta impresión.

Una muñeca, sí, pero una muñeca rota. Sus tatuajes azules se extienden por sus mejillas como

lágrimas, como si fuera maquillaje corrido. Una fea cicatriz atraviesa su mejilla izquierda, un recuerdo de una pelea que salió mal. Un piercing suelda los dos lados de la vieja herida, con una cadena que llega hasta su oreja cargada de pendientes de plata.

A pesar de su aparente fragilidad, es implacable. Prueba de ello son las tres espadas que sobresalen de su hombro, todas con guardamanos diferentes.

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«¡Keya!» Honora agarra una jarra de una bandeja que pasa. Bebe

un largo trago antes de dársela a su discípula. «¿Compartes una copa conmigo? —Sin magia, ¿eh?», bromea Keya mientras se sienta a su

lado. Honora se encoge de hombros y sonríe. No necesitan

hablar para entenderse. La jarra pasa de mano en mano, la simple complicidad entre dos mujeres que se consideran hermanas.

A través de la celosía de la ventana, admiran la ciudad lacustre de Alvilid. Cientos de barcos —galeones, serpentinas, carabelas y juncos— se unen para formar una ciudad flotante. Las cubiertas de los barcos sirven como calles, las bodegas como casas, los alcázares como tabernas y los aparejos como farolas.

Sita en el fondo de una bahía profunda donde la marea es fuerte, Alvilid requiere ser capaz de no marearse a bordo. Vivir en la ciudad lacustre, libre de toda atadura, enseña a convertirse en pirata.

A lo lejos, sobre el bosque de mástiles mecidos dulcemente por el oleaje, Rainar salpica de su blancor las olas calmas del océano, aprovechando la ausencia de Galana, el otro sol que ya se ha puesto. En un rincón del cielo, nubes negras se acumulan prometiendo una turbonada de aquí a mañana.

Honora se deja llevar por la belleza del panorama... Un escalofrío la saca bruscamente de su ensoñación. Se

pone en guardia de inmediato, busca lo que la ha alertado, entrecerrando los ojos para concentrarse. Percibe un cambio en el estado de ánimo general. Una impureza en el agua clara de la camaradería que baña el lugar.

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Como adivina talentosa, discierne los colores que componen las auras. Cada tono dice mucho sobre el estado de ánimo de cada uno. Por ejemplo, el rojo anaranjado que rodea a Chane es particularmente alarmante. La ira y la insidia nunca casan bien.

Deja a Keya y se acerca a él sin demora. Hace slalom entre las mesas, se hace a un lado para dejar pasar a las camareras con bandejas abarrotadas, golpea las nalgas de los marineros que no se apartan lo suficientemente rápido. La multitud es tan densa, la música del pífano tan pegadiza, las conversaciones tan frenéticas que Chane no la ve acercarse.

Abrigo de cuero rojo, camisa gastada con volantes, cabello largo rubio parcialmente trenzado, Chane es un petimetre que se niega a asumir su edad. Su rostro agradable está velado por el humo que se escapa de su pipa de espuma de mar.

Parece que está tratando de encubrirse, lo que solo aumenta la desconfianza de Honora.

Nervioso, Chane lanza miradas molestas al techo. Allí arriba, encaramado en un timón transformado en candelabro, un dragoncillo juega con el fuego fatuo encargado del mantenimiento de las velas. Se divierten derritiendo la cera para decorar el aro de madera con gotas largas, como las estalactitas en una cueva de piedra caliza.

Honora no se había fijado en el dragoncillo, debe de haber llegado hace poco. Aunque está de buen humor, parece agotado. Ha hecho un largo viaje para transmitir su mensaje. Un mensaje que Chane estaba esperando.

Cuando se acerca al petimetre, Honora entiende qué ha ocurrido. El Appologium ha acabado, el dragoncillo ha venido a anunciar el nombre del ganador a Chane antes que a nadie. A juzgar por su actitud, el resultado frustra sus

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apuestas. «Hey, amigo mío, ¿cómo estás?», le dice llegando a donde

está él. —¡Honora, que placer!» Su rostro proclama lo contrario.

«¿Cómo estoy? Mientras sigas pagando tú la ronda, todo estará bien.

—¿A mí no me preguntas cómo estoy? —Sí, claro... ¿Cómo estás? —Qué amable por interesarte.» Hace una mueca. «Para

ser sincera, estoy aburrida. Aparte de Murgan, nadie quiere jugar conmigo.

«Lo siento mucho. Tu compasión te honra. Y ya que lo propones...» Honora saca un machete de su cinturón. Agarra la

muñeca de Chane, lo obliga a poner la mano plana sobre la mesa. Luego coloca la suya sobre ella antes de plantar el filo en la bandeja de madera, junto a sus pulgares superpuestos.

«Te aconsejo que extiendas los dedos. —¿Qué? Pero... —Extiéndelos.» Más que un consejo, es una orden. Chane obedece justo a

tiempo. Al momento siguiente, el machete se clava entre el pulgar y el índice.

«Vas a ver», disfruta Honora, «nos vamos a divertir mucho».

La punta de su hoja comienza a deambular entre los dedos, volviendo junto a los pulgares tras cada incursión.

Chane traga saliva con dificultad, una gota de sudor resbala por su sien izquierda.

«¿Eres tú quien hizo las apuestas para el Appologium?», interroga Honora.

Chane solo tiene ojos para los saltos del acero entre sus

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dedos. Es un ballet peligroso cuyo ritmo no hace más que acelerar.

«Lo siento, no lo he oído», insiste ella. La madera resuena con cada impacto de la punta. tac tac tac... «S... Sí. «El botín ha sido bueno esta temporada. Seguramente las

apuestas han sido altas, ¿verdad?» Tac. Tac. Tac. «¿Chane? —Sí, sí… Pero ten cuidado. «No te preocupes, podría hacer esto con los ojos

cerrados.» Mira al pirata con una mirada severa. «Has visto, ni siquiera miro.

—Honora...» Acelera aún más el ritmo. ¡Tac tac tac! El machete se mueve tan rápido que se reduce a un

reflejo gris acero que revolotea sobre las manos apiladas. Chane observa esta loca carrera, con los ojos fuera de sus órbitas y la boca abierta en un largo grito de pánico. Su queja se ahoga en el staccato de la cuchilla.

A su alrededor, el público queda cautivado. La destreza de Honora es asombrosa, fuera de lo común. Y como todos pueden ver en los tatuajes apagados que envuelven su vientre, no está echando mano de su magia.

El martilleo termina cubriendo el tumulto de la habitación, imponiendo el silencio. El berrido de Chane es apenas audible. De repente, solo se le escucha a él.

El rebuzno se convierte en un grito de dolor. Horrorizado, el pirata mira su dedo meñique. Está

seccionado con un corte limpio al nivel de la articulación. El

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hueso de la falange emerge de la carne como un diente estropeado de su encía.

El estupor invade a la audiencia. Honora se inclina hacia Chane, que mira su mano, incrédulo.

«Comprobaré las apuestas yo misma», le susurra al oído. «Te cortaré tantos dedos como arkhs falten en nuestro premio de las apuestas. ¿Queda claro?»

Chane, cuyo grito se ha secado como la sangre de su herida, se contenta con asentir con la cabeza.

«Honora... «¿Tienes algo que decir, Jings?» La voz está falsamente endulzada. Como el eco de una

tormenta lejana, resuena en el tenso silencio que de repente reina. Los ojos se concentran en el citado Jings, un tipo cuyo grueso vientre cubre un ancho cinturón de cuero. El sudor en su cráneo calvo brilla a la luz de las velas.

«Te estoy escuchando, contramaestre. ¡Habla! —No son formas, capitana. “Capitana”, es bueno que lo recuerdes, Jings. Pero dime,

¿por qué siento una pizca de desafío en tu voz? —Chane no se merecía eso.» Jings se vuelve para confirmarlo, algunos hombres se

colocan detrás de él. Reacción inmediata: Keya cierra filas con su capitana.

Sintiendo a su ama en peligro, Nophia, su serpiente de agua, se acerca también. Se ha mantenido discreta hasta entonces, aguardando la oportunidad de importunar al dragoncillo y al fuego fatuo. Ahora, el animal con escamas translúcidas se arrastra sobre una mesa, dejando un rastro líquido. Se diría que está mudando.

Sin embargo, Honora no necesita la protección de nadie. Desenvaina su alfanje de hoja curva. El acero se vuelve

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iridiscente bajo el brillo parpadeante de las velas, como si hubiera nacido de la magia misma. Todos aquí conocen la historia de Cantomortal, forjada del metal de una estrella caída del cielo. Es un arma legendaria y el artefacto de los Primus del Agua.

Honora lo arroja sobre la mesa, junto a Nophia. Allí rebota entre un silencio sepulcral.

«Convoco una votación. Cualquiera que quiera sucederme como Primus solo tiene que empuñar a Cantomortal.»

Observa a la multitud con una mirada imperiosa. La propia Parca bajaría la cabeza ante esa mirada.

Jings vacila, sabe muy bien que sujetar el mango del alfanje no es suficiente para convertirse en Primus; de lo contrario, sería demasiado simple. Se dice que Cantomortal inunda los pulmones de aquellos a quienes no considera dignos de ella.

«Adelante, Jings», suelta un anónimo. —¡Vamos, hombre!¡Nosotros te cubrimos las espaldas!» A lo largo de la historia, muchos actos de valentía se han

realizado únicamente por miedo a parecer un cobarde. Jings no es una excepción.

Extiende la mano hacia el pomo del alfanje... …que de repente comienza a palpitar con una luz

intensa. Al mismo tiempo, un vivo resplandor atraviesa las

celosías de las ventanas. Un objeto en llamas caído del cielo se abre paso entre las nubes, dejando un largo rastro que eclipsa el crepúsculo. Un trazo de pincel blanco dibujado en la tinta de la noche.

El cielo ha rechazado a una de sus estrellas, obligada a exiliarse entre los mortales.

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Honora es la primera en reaccionar. Agarra a Cantomortal y golpea a Jings con el guardamano. Su nariz se rompe con un crujido siniestro. Aturdido, cae de espaldas. No tiene tiempo de recobrar el sentido cuando Honora ya ha puesto un pie en su estómago y la punta de la hoja en el hueco de su garganta.

«Una estrella fugaz está a punto de estrellarse contra el archipiélago. Podría proporcionarle a Cantomortal una hoja hermana, ¿quién sabe? Jings, ¿qué te parecería ir a buscarla conmigo?»

El marinero gruñe, consciente de que no tiene otra opción.

Honora mira hacia arriba sin que el alfanje se mueva. «¿Y vosotros?¿En quién confiáis más para alcanzar ese

metal celeste?¿En Jings o en mí?» La audiencia está haciendo equilibrios como un barco

sobre un maremoto, sin saber de qué lado acabará por volcarse.

Nophia ha elegido su lado. La serpiente de agua trepa sobre Honora para envolverse sobre sus hombros. Comienza una danza hipnótica, proyectando su lengua húmeda.

Detrás de ellas, Keya levanta el puño cerrado. «¡Honora!¡Honora!¡Honora! —¡Honora!¡Honora!¡Honora!», canta la multitud,

levantando también los puños. Chane prefiere agitar su mano izquierda, por miedo a

perder la derecha. Los hombres de Jings son los últimos en unirse al júbilo colectivo, pero terminan haciéndolo como los demás.

Martillean las mesas con sus vasos, se golpean el pecho, golpean con los pies, golpean el mango de sus espadas contra las vigas.

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Honora libera a Jings y lo ayuda a levantarse. Una vez que el contramaestre está de pie junto a ella, desliza un brazo alrededor de sus hombros y aprieta para juntar sus cabezas. El gesto parece amistoso, pero nadie se deja engañar.

Esa es la fuerza y la debilidad de los piratas: una lucha fraterna pero despiadada preside su destino. Hoy Honora ha ganado la ronda, pero mañana Jings podría vengarse.

Si tiene el coraje de aceptar el desafío. Mientras tanto, animan a Honora, la indomable amazona,

la pirata escurridiza, la sublime capitana. La Primus del Agua.

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Se acabaron los combates, el Appologium ha elegido a su vencedor. Arkhanis ha ganado.

El espectáculo ha terminado. Las gradas se vacían de sus ocupantes y la arena de sus cadáveres. La Malkah también debe abandonar su tribuna.

«Es hora de cosechar los frutos de nuestra victoria», decreta Solis.

Se pone de pie con aire decidido. ¿Es la virulencia de los combates que acaba de presenciar lo que le infunde esa determinación?¿O son las decisiones futuras, que ella sabe que son inevitables y están cargadas de consecuencias?

En el fondo, qué importa. Solis quiere acabar con esto lo antes posible. No será atrasando el momento que encontrará qué favor pedir, ni el coraje para hacerlo.

A menos que... «Pero antes de eso, quiero felicitar a nuestros héroes.

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Hannibal, vos conocéis el lugar: llevadme al cuartel de los gladiadores.»

El coloso entrecierra los ojos con disgusto, pero ya sabe que acabará cediendo. Solis lo mira con un aplomo que nunca supo que tenía.

«Sí, Malkah.» Él abre camino, su imponente estatura oscurece el pasaje

frente a ella. Los tres guardaespaldas hacen lo mismo, nerviosos ante la idea de este desvío inesperado.

Pocos pasillos hacen falta para llegar a su destino. Solis se sorprende de que el recorrido sea tan rápido. Ella sospecha que otros antes que ella han querido encanallarse con los luchadores en la arena.

Llegan frente a una puerta blindada que recuerda a la entrada de una prisión.

«Por favor, espera aquí, Malkah», pide Hannibal. Anunciaré tu llegada.

—No, prefiero que no le digáis nada.» Solis se queda helada. Ha dicho “le” en lugar de “les”.

Ese extraño que la observaba desde la arena la obsesiona. Demasiado tarde para dar marcha atrás. Abre la puerta y

entra. Detrás de ella, Hannibal lo ha entendido perfectamente.

Ha escuchado la frase que ella no ha dicho: «Y sobre todo, no me preguntéis nada.»

La sala huele a adrenalina, sangre y miedo. La habitación es oscura, iluminada únicamente por tragaluces escondidos en la esquina del techo. Los rayos de luz caen en ángulo, líneas de blancura que salpican los cuerpos y enmascaran la miseria. Solis tiene la impresión de estar proyectada en una obra maestra del claroscuro.

Camina hacia adelante. El dobladillo de su vestido de

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muaré barre la ceniza arrojada sobre las losas de piedra. Las paredes de madera delimitan las cubículos abiertos, ofreciendo cierta apariencia de privacidad a sus ocupantes. Parece un establo, y no el más prestigioso.

El olor refuerza dicha impresión: una mezcla de polvo, sudor y orina. Un olor animal. Solis reprime el gesto de asco de sus fosas nasales, lo cual sería despectivo para los valientes aquí reunidos.

Los ganadores de las siete rondas del Appologium se dirigen a su ilustre visitante, dudando entre la desconfianza y el orgullo. A pesar de la miseria y el agotamiento que los reduce a su propia esencia, la de frágiles seres humanos, es fácil identificar por cuál de los dos bandos lucharon.

Ver a los participantes así mezclados demuestra, más que cualquier discurso, que el Appologium es ante todo un espectáculo, y el célebre favor diplomático una tradición desprovista de significado.

Se acerca al ganador más cercano, un orbitaliano de unos cincuenta años. De hombros anchos, su musculatura gruesa está deformada, marcada por los combates y los años. Su brazo izquierdo y parte de su rostro están cubiertos con placas de metal de un brutal negro mate. Su pecho está atravesado con un tatuaje que cambia de color, como un trozo de vidrio con el que se juega bajo los rayos del sol. Indignada, Solis comprende que se trata de un anuncio de alguna marca, probablemente del fabricante de sus implantes cibernéticos.

El hombre mira a Malkah, asombrado. No obstante, no deja de asearse. Saca baldes de agua de un barril y los vacía sobre su cabeza. El líquido gotea sobre su cuerpo desnudo, lava la sangre y los humores, hace brillar las placas de metal y gotea por su sexo flácido.

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Sin alarmarse, Solis se planta frente al hombre y le tiende la mano. Incrédulo, él la aprieta, haciendo que los dedos frágiles desaparezcan en su manaza callosa. A la luz que cae del tragaluz, parece que el ángel de la victoria ha venido a llevarle los laureles al exhausto ganador.

«Hantz», recuerda Solis, «¿cierto?» —Sí. —¡Sí, Malkah!», gruñe Hannibal a espaldas de Solis. Está tenso. Al exponerse de esta manera, Solis está

asumiendo un riesgo indigno de su rango. Él lucha por no tener que sacarla de aquí, por la fuerza si es necesario. Está dispuesto a aceptar que su protegida se convierta en Malkah, pero no tolera que la niña se convierta en mujer.

Hantz se tensa. Mira con recelo las armas relucientes en la espalda del coloso, las numerosas escarificaciones en su piel. Imponen un respeto inmediato, incluso para un veterano como él.

Hantz se da cuenta de que todavía tiene la mano de Solis en la suya. La suelta con diligencia.

«Sí, Malkah», repite. «Habéis hecho honor a vuestro bando», continúa Solis

como si nada hubiera pasado. Ella inclina suavemente la cabeza hacia un lado para

desenganchar uno de sus muchos pendientes. El gesto es tremendamente sensual, tan deliciosamente femenino que ilumina la escena como la floración de la primavera en un invernadero que hasta entonces era parduzco por la tierra.

«Tomad.» Ella pone la joya en su mano, el metal aún está caliente.

Hantz se ahoga en los ojos violetas de Solis. «Como recuerdo de vuestro logro. —Pero… Malkah. Soy orbitaliano, no he ganado por vos.

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—Soy consciente de ello, pero, ¿en qué os resta mérito eso?»

Le gustaría tenerla cerca de él, prolongar indefinidamente el contacto de esa mano de piel sedosa contra su callo de combatiente. Desafortunadamente, sus armas son los puños, no las palabras. Lo lamenta por primera vez en su vida.

«Gracias. Y mis disculpas.» Baja una mirada torpe hacia su sexo erecto. «No tengáis miedo. No es la espada más peligrosa que

podríais volver contra mí.» Solis se aleja mientras Hantz se sonroja como un niño

pequeño al que hubieran pillado haciendo algo malo. Saluda a todos los ganadores presentes, cuatro hombres y

una mujer. Se asegura de empezar por los campeones de Orbitalia, a los que ofrece algunas palabras y una de sus joyas.

Luego llega el turno de los representantes de Arkhanis, con quienes se toma más tiempo. Habla largamente con Astrid, una maga de pelo corto, con pantalones de cuero y botas que le llegan hasta las rodillas. Metida bajo un corsé de metal, su camisa está rasgada y manchada de sangre.

Todo el mundo recibe o bien un pendiente, o bien un anillo. A Astrid, le ofrece su collar tejido con tres hebras de oro en diferentes colores, blanco, amarillo y rosa.

Faltan los dos últimos campeones. Incluido el único que justifica su presencia en aquel lugar.

A pesar de la extrema virilidad de los vencedores que ha aclamado, Solis no está preocupada. Debe admitírselo a sí misma, los machos no le atraen demasiado. Su padre indiferente y lúgubre, sus pretendientes interesados únicamente en el trono, todos los groseros que, para seducirla, hacen de poetas como un grifo se disfraza de pegaso… estos hombres la han privado de toda dependencia

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del género masculino. No es una princesa que espera a su príncipe azul en lo

alto de su torre. Sería una pérdida de tiempo: tal príncipe no existe.

Al menos eso es lo que ella creía hasta el último combate del Appologium.

Pero, ¿dónde está Aurèle? «¿He olvidado cómo contar o faltan dos ganadores?» Solis espera que la ligereza de su comentario haya

enmascarado su emoción. Ella lo duda. A juzgar por su ceño fruncido, Hannibal ha entendido perfectamente su juego.

Como respondiendo a su llamada, Hanzo sale de una pequeña habitación en la parte trasera, que sirve como enfermería. Lleva aún su chaqueta de cuero reforzada. Su casco, en cambio, ha desaparecido. Esto hace más inquietante aún su máscara, que devora todo su rostro desde la mandíbula hasta la frente.

Esta vez, Hannibal se niega a permanecer pasivo. En dos zancadas, se interpone entre Solis y el guerrero orbitaliano. Pone la mano en su hacha del lado derecho. Hanzo no parece estar armado, pero su armadura y máscara por sí solas inspiran una sensación de peligro.

«Conozco personalmente a Hanzo, Primus. Yo respondo por él.»

Hannibal mira a ValRed, la capitana de la escolta personal. El impresionante mandoble que cruza su espalda es digno de las armas que lleva el coloso. ValRed es parca en palabras, lo cual incita a escucharla cuando habla.

«Hanzo es alumno de la misma escuela que la nuestra, la del maestro Sassaki.»

Ese “nuestra” incluye a los otros dos guardias: Ronan, un arquero con aire de mago, con su vestido compuesto por

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varias capas; y Ruby, una guerrera de cuerpo esbelto, cuyo rostro está atravesado por extrañas cicatrices rectilíneas.

Hanzo se detiene a una distancia prudencial antes de inclinarse pronunciadamente, con los brazos pegados al cuerpo. Mantiene la postura, rígido como un culpable esperando su veredicto.

«Malkah», especifica ValRed, «Hanzo insiste en formar parte de vuestra guardia personal, a pesar de su corta edad. Cuando traté de disuadirlo, se empeñó en ganar la aballición.

—¡Haciendo que Orbitalia anotase un punto!», recuerda Hannibal, rechinando.

El antiguo Malek, el padre de Solis, tuvo el antojo de poner a cargo de su guardia personal a los estudiantes de Sassaki, uno de los más altos dignatarios de Orbitalia. Una elección improbable, que algunos considerarían suicida. Hannibal no es una de esas personas.

Él estuvo presente cuando el anterior Malek tomó su decisión.

Fue hace dieciséis años, durante una edición anterior del Appologium. Aquella vez, Arkhanis había perdido el cruce decisivo por culpa de un estudiante de Sassaki. Presumiendo desde la arena donde había quedado el último en pie, este estudiante había celebrado demasiado ostensiblemente su victoria, faltándole el respeto al padre de Solis.

Sassaki había saltado inmediatamente de las gradas para unirse al impertinente en la arena. En unas pocas palabras secas, ladradas con una voz que resonaba por todo el Appologium, había convencido a su discípulo de redimir públicamente su honor abriéndose el estómago con un sable. Sus tripas se habían derramado sin que él lanzara el más mínimo grito, o incluso tratara de desobedecer.

A continuación, Sassaki se dirigió a la tribuna donde

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estaban Hannibal y el Malek. Con esa misma voz autoritaria, le había preguntado a Malek si sentía que el insulto había desaparecido.

«No hasta que me hayáis confiado a vuestros tres mejores estudiantes como guardaespaldas», respondió el Malek.

La escena había causado revuelo y se convirtió en uno de esos momentos que marcaron la historia del Appologium. Imposible de retirar, el tono de la demanda pudo ser desestimado. Sin mencionar que Sassaki podría haberse sentido ofendido por una retirada, pero claramente no era hombre que tratara eso a la ligera.

Se acordó un compromiso: Sassaki transfirió a Malek su autoridad sobre los tres guardias, quienes aceptaron someterse a un largo ritual mágico que consolidó su nueva lealtad.

En aquel momento, Hannibal encontró el gesto lleno de nobleza, digno de los más grandes. Ahora que estos mismos guardias protegen a Solis, sopesa toda la vanidad y ceguera de tal elección.

Indiferente a la tensión del ambiente, Hanzo permanece inclinado, como un vago eco de aquel alumno, disciplinado hasta el punto de darse muerte por una simple orden de su maestro.

«ValRed, ¿le prometisteis que se uniría a la guardia si ganaba?», pregunta Solis.

—No, Malkah. —¿Confiáis en él? —El Maestro Sassaki confía en él, poco importa lo que

yo opine. —Sea. Hanzo, levantaos.» Se acerca al guerrero con la dignidad de una reina. «Os encomiendo mi vida. Consideradlo mi regalo para

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vos, al igual que he ofrecido uno a los otros campeones.» Ante tanta ligereza, Hannibal explota, con sus fosas

nasales dilatadas por la ira. A Solis no le importa, quiere arreglarlo lo antes posible. ¿Qué le importa quién se una a su guardia? Todo lo que importa es conocer finalmente al último ganador.

Reunirse con él. Mientras Hanzo es felicitado por los otros guardias, Solis

camina hacia la enfermería. Hannibal se apresura a seguirla, temiendo lo peor.

Ella entra. En la pequeña habitación con paredes de piedra rugosa

pero con equipamiento médico de última generación, Aurèle espera recuperar fuerzas. Su extenuación es total, ha empeñado hasta sus últimos recursos. Frota con el pulgar la palma con la que agarró la bola de la victoria, aún sorprendido de ver que está intacta.

La llegada de la Malkah lo sobreviene por sorpresa. Radiante con una belleza deslumbrante, ella le parece un segundo amanecer.

Se pone en pie de un salto, sus piernas han recuperado un vigor insospechado. Su apariencia no es muy brillante, él es consciente de ello: sangre seca, ropa desgarrada, cabello sucio… no es realmente el tipo de persona que se codea con los grandes de este mundo.

Sin embargo, cuando Solis lo mira, de repente se siente como un héroe. Viste ropajes de luz, ropajes de gloria. Las costras de sangre que adornan sus antebrazos las lleva con orgullo, como un blasón que porta como escudo de armas en sus harapos. La sangre de la victoria.

Nada puede hacerlo más hermoso. Nada.

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Frente a él, Solis se da cuenta de que tomó la decisión correcta al insistir en venir aquí.

Decide tomarse un respiro, un momento de pausa. Ella es consciente de haber excedido sus derechos en beneficio personal. Un abuso de poder, sin duda, pero irrisorio comparado con la carga que pesa sobre ella. Un simple paréntesis en una vida sin puntuación.

Solis siente que sus ojos son devorados por Aurèle, cuya mirada dorada brilla con encanto. Se siente feliz, plena y completa bajo esta mirada.

Ella siente la confusión en él y en ella. Ella decide seducirlo: con un dedo envuelto alrededor de su trenza, abre la boca y acaricia el anillo de oro y ónice que perfora su labio, como si nada pasase.

¿Y si actuase como un canalla, realmente tendría miedo? Subyugado por el movimiento de la lengua sobre el

objeto metálico, Aurèle imagina por una fracción de segundo el efecto que el mismo juego podría tener sobre su miembro.

Su turno para seguir el juego. Él abulta su pecho varonil, sabe que las pantallas gigantes de la arena ya han proyectado su imagen, pero es ahí cuando la perfección de su piel, la fuerza de su musculatura y el olor a victoria deben terminar de provocar a la joven.

¿Cree que ella es hermosa? ¡Sin tapujos! La adrenalina del combate ya ha desaparecido, pero el

corazón de Aurèle se acelera de nuevo, llevando sangre hirviendo por su cuerpo. ¡Burbujeando incluso!

¡Por la Puerta!¡Realmente fantaseo con ella! No. Imposible. No puede permitírselo. Tiene una misión. Más importante aún, ¡hizo una

promesa!

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Si su papel fuera el de matar a la Malkah, podría hacerlo aquí y ahora. Hannibal intervendría, pero sería demasiado tarde. Moriría, pero con la satisfacción del deber cumplido. Nadie puede detener a un hombre decidido que está dispuesto a sacrificar su vida.

Salvo que ese no es su objetivo. No se trata de asesinar a Solis, sino de arrebatarle su título, de derrocarla de ese Trono que nunca debió haber ocupado.

¿Vacila?¿Tiene remordimientos? De no ser quien dice ser, ser una mentira, un fraude. Una traición.

¡No! Sin embargo, ¿cómo no turbarse ante una mujer tan

atractiva y poderosa? Ella ha utilizado su poder para llegar hasta él. ¿Qué dice eso de ella?¿De él?¿De ellos?

Aurèle toma una decisión instantánea. No pensar en facciones ni en luchas de poder. Solo en ser un hombre, un hombre frente a una mujer, sencillamente.

Ella está de pie frente a él. Se hablan con los ojos. Se escuchan uno al otro sus respiraciones. Se entienden con sus cuerpos. No queda entre ellos ni la longitud de la mano de un

niño. Ambos saben que esa distancia no se cruzará, es un puesto fronterizo entre lo permitido y lo prohibido.

Están separados por un pequeño escalón, que resulta ser tan amplio y desesperado como las Tierras Olvidadas.

Dos jóvenes, convertidos uno y otro en adultos demasiado pronto. En ese momento son como equilibristas en cuerdas suspendidas. A un lado y a otro está el abismo de sus vidas.

Para ella, un destino como figura de estilo impuesto. Para él, un pasado como un campo de ruinas, un presente

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tras las rejas de la mentira. Finalmente, Solis siente que está lista. Lista para salir de

allí, para afrontar lo que viene a continuación. Retrocede algunos pasos con el susurro de su vestido,

regresa a la orilla segura de su deber. Aurèle ve en los ojos violetas de Solis el color de la

felicidad, pero también los relámpagos del trueno que se acerca. Sabe que solo sirvió de excusa para un descanso, como un respiro.

Se siente aliviado de haber sido solo eso, poco más que un suspiro.

Solis abandona las dependencias de los gladiadores. A diferencia de los demás, no le ha ofrecido nada a Aurèle.

Él ya se ha llevado su corazón.

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Buen jugador, el Ordenador reconoce públicamente la derrota de Orbitalia. Ese es su papel, es el representante oficial de la ciudad-continente. El Appologium ha elegido a su ganador: ha ganado el otro bando, el de Arkhanis y su Malkah.

En la tribuna de honor, frente a los representantes de las corporaciones de Orbitalia, multiplica los firmes apretones de manos y las declaraciones sobre las circunstancias. Sí, es consciente de la gravedad de la situación. No, no venderá el honor de Orbitalia concediendo ningún favor diplomático a Arkhanis, un favor que es ante todo simbólico. Se compromete a informar a los ciudadanos-accionistas; se concertará una cita en la Bolsa al día siguiente.

Se muestra tranquilizador, dedica el tiempo necesario a calmar los ánimos de su bando.

Tiene talento para ello, su físico le acompaña: ya pasados los cincuenta pero dinámico, mandíbula fuerte, barba cuidada que dibuja arabescos en sus mejillas, una mirada penetrante con graciosas patas de gallo y cabello negro con sienes canosas. Sus genes optimizados le dan una mezcla alquímica de carisma, confianza y madurez.

El Ordenador se dirige a los periodistas tan pronto como abandonan la zona segura. Reconoce el valor del oponente, enfatiza que el resultado ha sido muy ajustado y promete ganar la próxima vez.

«Ordenador», pregunta Liv, la famosa holocolumnista. «La derrota de Orbitalia se produce el mismo día que un cometa se estrella frente a las costas de Arkhanis. ¿Algún comentario?».

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Por supuesto, Liv: ¡eres más inútil que una vieja toma de audio analógica!

«Por supuesto, Liv: ¡es urgente comprobar el estado de la cúpula protectora de Orbitalia!»

La respuesta provoca risas, especialmente entre los canales de la competencia. El Ordenador tiene mano izquierda gestionando a los medios de comunicación.

Su rostro de piel aceitunada captura la luz del foco de forma ideal. Tiene prestancia, a pesar de algunas manchas desagradables en sus pómulos. Estas imperfecciones son intencionales, hacen que su belleza sea menos perfecta y facilitan la identificación del público. No se olvida de sonreír ante las holocámaras.

Tras la zona de prensa, se dirige a la sala de negociaciones, ubicada en las entrañas del Appologium. Hace grandes gestos a los espectadores que lo saludan desde el otro lado de las barreras de seguridad. Cuando los fans gritan «¡Orbitalia!¡Orbitalia!», junta las manos y las agita sobre su cabeza en señal de victoria, azuzando su fervor. Su guardia personal está alerta, lista para protegerlo de algún partidario demasiado entusiasta. El Ordenador no se preocupa: demuestra su confianza en todas las circunstancias.

Finalmente entra al pasillo reservado para los VIP. Un lugar ultraseguro y por tanto sin encanto, puramente funcional, que los drones protectores iluminan con sus curiosos escáneres. El pasaje está cerrado al público, solo el Ordenador y la Malkah tienen acceso a él.

Se detiene en medio del pasillo, provocando un momento de vacilación entre su escolta.

Finalmente puede dejar que su furia explote. «¡Hijos... de... mil... bugs!» 84,2%. Esas eran las probabilidades de victoria de

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Orbitalia estimadas por el Cónclave de los Mantrix. La probabilidad nunca ha sido tan alta, ¿qué ha podido suceder? ¿Las IA del Cónclave cometieron un error de cálculo?

La idea le hace sonreír, a pesar de su enfado. Imaginar que los Mantrix se equivocan es como esperar que las tres lunas choquen en el cielo: la hipótesis es impactante, pero sigue siendo ficción.

Por tanto, la pregunta sigue siendo: ¿qué ha podido suceder?

Se recupera. Racionaliza, 84,2% no es una certeza, deja casi una de cada cinco posibilidades de fracaso. No es insignificante.

Ese es el principal problema de las estadísticas: nunca se puede confiar en ellas.

«¡Maldito cortocircuito!» Respira hondo, se obliga a estar tranquilo para pensar

mejor. A su alrededor, sus guardaespaldas esperan pacientemente, insensibles a su ataque. Aprovechan la parada para volver a comprobar los escáneres.

El Ordenador acaba convenciéndose de que no hay nada grave. Esta derrota inesperada no es más que un revés. Contaba con el favor que se le debía al vencedor para que Arkhanis aceptara la explotación minera de las Tierras Olvidadas. Los sensores detectaron una gran veta de C-lenium, el componente principal de las células de cristal, en el páramo devastado. Desafortunadamente, está demasiado cerca de la Muralla de Osamentas para explotarlo sin arriesgarse a causar un incidente diplomático.

El plan A se desmorona. No se hable más. Ahora hay que encontrar un plan B.

No le asusta. Está acostumbrado a afrontar desafíos: es un animal político. Un animal ciertamente herido, pero lejos

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de estar muerto. Por el contrario, la Malkah es una novata. La heredera

inexperta de su padre, una niña ingenua que no entiende los juegos de poder. La prueba: su trono ya está amenazado, según información reciente.

Me la voy a comer cruda, a la pequeña Solis. Está completamente animado, listo para la batalla. «Esperad aquí», ordena. —Eso no es lo que dicta el protocolo», recuerda Ela. Dentro de su guardia, ella es el tanque. Muy musculosa,

lleva un enorme fáser en el pecho. Su mochila contiene una torreta portátil con una ametralladora montada sobre un pivote. Está lista para activarlo ante el menor peligro.

«Me la -404- el protocolo, ¿os vale?» Ela se limita a encogerse de hombros. A sus ojos, el

Ordenador tiene derecho a comportarse como un idiota. Lo importante es que su objeción se anote debidamente en el implante neuronal que le sirve de caja negra, en caso de que las cosas salgan mal.

«La sala de negociaciones está ahí.» Señala la puerta doble, ridícula con una hoja de madera y

otra de metal. «Vigilaréis la entrada desde la distancia, no os quedéis

plantados delante.» Quiere estar solo en la habitación cuando la Malkah

entre, acompañada de sus guardias. Estar allí antes, sin protección, eso debería desestabilizarla.

Una forma ideal de iniciar las negociaciones. Con una sonrisa carnívora en los labios, camina con paso

decidido hacia la puerta que abre de par en par, dueño del lugar.

Solis ya está sentada en la mesa. Sola.

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«Tomad asiento, Ordenador.» Todo en la Malkah exalta la belleza y la gracia. Una

creación de las cubas genéticas de Kyotech no podría haber sido más perfecta que ella.

Por su parte, Solis admira la presencia de su homólogo. Más que su rostro agradable y amistoso, es la naturalidad con la que luce su costoso disfraz lo que da la talla.

El Ordenador va vestido con un abrigo largo con un cuello rígido que llega hasta debajo de la mandíbula. El atuendo no tiene botones, no tiene aperturas, hace preguntarse cómo se lo enfunda. Lleva la corbata de moda en Orbitalia, un gran trozo de tela que sale del cuello, atraviesa en diagonal el torso, pasa por la espalda y reaparece por encima de la cadera opuesta.

Todo en él ilustra su importancia. Su confianza, su apariencia, su atuendo, son todos los de un hombre relevante.

Se toma el tiempo de cerrar la puerta detrás de él antes de sentarse frente a la Malkah. Estos pocos segundos son necesarios para que se recupere. Si bien es insensible a la belleza de Solis, admira, sin embargo, tan noble esplendor.

«“Ordenador”, ¿es ese el título con el que debo dirigirme a vos?», pregunta ella. ¿O debo agregar un nombre?

—Simplemente “Ordenador”, Malkah. —Yo sí tengo un nombre. Solis. No obstante, seguiréis

llamándome “Malkah”.» 2-0. El Ordenador está teniendo uno de los peores

comienzos de su dilatada carrera. Se recuesta en su asiento con memoria de forma.

Entrelaza los dedos y coloca ambas manos sobre su estómago con su mirada fija en la de la joven. Ella no baja la mirada, ni siquiera parpadea. Granítica, conserva la elegancia eterna de una estatua.

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Sin embargo, Solis se siente como un animal atrapado en el rayo de una linterna, temiendo que el depredador ataque con el menor movimiento. Ella permanece inmóvil, respirando apenas. Con suerte, el Ordenador la considerará intrépida.

Frente a ella, el Ordenador toma la medida de su adversario. La imaginaba como una heredera ingenua, presa fácil para quienes quieren apoderarse del trono por matrimonio. Descubre a una joven valiente e intrigante. Detrás de la fachada lisa, casi inocente, adivina una negrura voluptuosa que se arrastra en el fondo de su alma, tan inquietante como una mosca ahogada en un vaso de grand cru.

«Felicitaciones por vuestra victoria en el Appologium, Malkah.

—Gracias. Lamentablemente, no puedo devolveros el cumplido: vuestro asalto a la frontera es un amargo fracaso.

—Os ruego me perdonéis, Malkah, pero me temo que erráis. Estamos en paz, os recuerdo.»

Solis se inclina hacia un lado para recoger un objeto que la mesa le ha ocultado al Ordenador. Lo arroja sobre el tablero de madera de cerezo veteado de circuitos impresos. Aproximadamente del tamaño de una bola de aballición, rueda del tirón antes de detenerse justo delante del diplomático orbitaliano.

Es el casco de un piloto de avión. Está perforado por una disparo de plasma.

La cabeza decapitada está todavía en su interior. La sangre a medio coagular marca una línea de puntos entre ellos.

Es necesario todo el aplomo del Ordenador para evitar sobresaltarse. Más allá del cruel destino de ese pobre piloto,

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los hechos no encajan. Sus implantes oculares lo han identificado, es parte de la misión de exploración para la que dio luz verde. Excepto por que el avión no debería haber despegado antes de que él consiguiera la aprobación de Arkhanis.

¿Qué ha sucedido?¿Un error de temporización? No, la suposición es ridícula. ¿Qué, entonces?

3-0. El marcador empieza a pesar. Concentrada, Solis no se pierde ni un segundo de la

escena. El Ordenador está genuinamente sorprendido, está convencida de ello. No estaba al tanto del incidente fronterizo.

Ella se siente aliviada: si él hubiera estado involucrado en el ataque, las cosas se habrían complicado más. Un tal Julian es por tanto el único involucrado. La cabeza del soldado fue traída por un dragón desde la Muralla de Osamentas, como Locke había prometido. Los invocadores de la Sombra han buscado en los recuerdos de la víctima. Sacaron de ella una cara y un nombre: Julian

Sea quien sea, ese hombre ya está muerto. Lo que está en juego ahora es la magnitud de las repercusiones. Solis no tiene idea de cómo reaccionar ni qué exigir. Ella guarda silencio, esperando que el orbitaliano hable primero.

El Ordenador agarra el casco con la punta de los dedos y lo aparta. Saca un pañuelo de un bolsillo invisible, se limpia con artificio las yemas de los dedos y arroja el paño sobre la mesa.

«A fe mía», concede, «es difícil para mí negar que este soldado es de los nuestros. Prometo realizar una auditoría rigurosa para determinar las responsabilidades en este deplorable asunto.

—Dejadme daros las conclusiones, nos ahorrará tiempo.

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El deplorable asunto, como decís, tenía por objetivo encontrar una nueva fuente de lo que llamáis C-lenium, ¿no es así?»

El Ordenador admira la precisión de la baza. Porque no era más que eso, una baza; sabe reconocer un farol cuando lo ve. Él opta por no negarlo, no tiene suficiente control sobre la situación como para correr ese riesgo.

«Sois tan predecible», continúa Malkah. «¿Cuándo dejaréis de sangrar la tierra para mantener vuestro oneroso estilo de vida?¡Cambiar una fuente de vida por comodidad artificial es lo único que sabéis hacer!»

¡Realmente se lo cree, ese bug mental del discursito ecológico! Reprime su sorpresa. Al final resulta que Solis sí tiene un

lado ingenuo. Un defecto que hay que aprovechar. «Respeto vuestro punto de vista, Malkah. Sin embargo,

veo otras motivaciones en nuestros esfuerzos: la educación de nuestros hijos, la salud de todos nuestros ciudadanos-accionistas, una existencia digna y placentera para todos. Tantas virtudes preciosas que caracterizan a Orbitalia.»

...y claramente no a Arkhanis, agrega para sí mismo. ¡No somos nosotros los bárbaros, pequeña!

«Virtudes de las que Arkhanis se ve privada, lo que nos convierte en salvajes. Es eso lo que estáis insinuando, Ordenador, ¿no es así?»

Esta vez, él pierde el equilibrio. ¿Puede Solis leer su mente?¿Se habrá vuelto tan poderosa la magia? Si es así, ¡es una catástrofe!

Este encuentro se convierte en una pesadilla. Más que una derrota, es una derrota venidera.

«Ruego me disculpéis, Malkah.» Se pone de pie para dar más peso a sus disculpas. «Jamás he pensado tal cosa, os lo aseguro. Lamento sinceramente haberos dejado imaginar lo

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contrario.» Solis está en la cuerda floja. Ha acertado dos veces

seguidas, pero no debe dejarse embriagar por su intuición. Al contrario, la entrevista debe acabar rápidamente. Debe acabar con su oponente sin titubear.

Como ha hecho Aurèle. «No me sirve vuestro arrepentimiento. El culpable será

castigado como se merece. ¡Su castigo será la muerte! —Desafortunadamente, no puedo responder

favorablemente a dicha solicitud, Malkah. Espero que lo entendáis.

—¿De qué solicitud habláis, Ordenador? —Condenar a muerte al culpable: ese es el precio que

pedís por vuestra victoria, ¿no? Sin embargo, me gustaría recordaros humildemente que la pena capital no es compatible con la ley orbitaliana, y por lo tanto…»

Lo interrumpe una risa cristalina, la de un niño cruel que se burla de un compañero. Humillante y siniestra.

«¿De dónde os viene la absurda idea de que estoy sujeta a vuestra justicia?»

La risa se detiene de forma brutal. «Soy la Malkah de Arkhanis, estoy por encima de las leyes.

¡Yo soy la ley! El culpable morirá porque yo lo he decidido y no porque vos lo hayáis condenado. ¿Me he explicado bien?¡No creeréis que os estoy pidiendo un favor! »

Ella se levanta, imperial, hirviente por el insulto. En realidad, tiembla de aprensión. Espera cambiar las cosas. Continúa sus ataques para no revelarlo.

«Ya conozco el nombre del responsable, yo me ocupo de la sentencia.

—¿Puedo saber de quién se trata, Malkah?» Solis señala la cabeza decapitada con un gesto de

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dignidad. «Ya que disponéis de las mismas pistas que yo, os dejaré

realizar vuestras propias investigaciones. Entonces, cuando la persona responsable haya sido ejecutada por mi orden, podréis verificar si estabais en lo cierto.»

Solis camina alrededor de la mesa, con la cabeza alta y su porte altivo. Al llegar frente a la puerta, se vuelve hacia el Ordenador, congelada en su estupor como una capa de cobre en su circuito impreso.

«Casi lo olvido, Ordenador: en efecto me debéis un favor.» Cruza ambas manos sobre su regazo, con actitud maternal. «Miles de irrecordables sobreviven en condiciones atroces. Os doy hasta el próximo invierno para ponerle remedio. Adiós, Ordenador.»

La puerta se cierra detrás de Solis con un ruido ahogado, dejándolo solo en la habitación sin ventanas.

Solo, con una cabeza decapitada. El Ordenador no es capaz de recomponerse. Ha dejado

de contar los puntos. Una debacle, una desbandada, un naufragio… no tiene una palabra lo suficientemente fuerte para calificar este cara a cara. En lenguaje diplomático, tiene un nombre: se lo han -404- vivo.

Dado el poder que tenía, Malkah podría haber exigido mucho más que ayudar a unos parias que a nadie le importan; ha tenido suerte. Extraña, sin embargo, esa petición. Se pregunta qué ha podido haberla inspirado...

Inconscientemente, el Ordenador tritura el SIP que lleva en el dedo, el Sistema Interconectado de Procesamiento. La situación es grave. Que se haya dejado azotar como un niño tiene un pase, su ego se recuperará. Lo alarmante es la cadena de sorpresas, el descubrimiento en cascada de eventos de los que no sabe nada.

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La misión de exploración anticipada, el ataque a la frontera, las pérdidas sufridas… ¿cómo puede no estar al tanto de todo eso?¡Es el representante del Cónclave, su portavoz oficial! El hecho de que se le haya ocultado esta preciosa información implica que los Mantrix tampoco lo saben.

Pero eso no es posible. Todas las comunicaciones, desde discusiones privadas

hasta transacciones financieras entre empresas, pasan a través de la red común de Orbitalia.

Fueron los ciudadanos-accionistas quienes lo decidieron. Ninguna red privada. Para nadie.

La explicación es simple. Si las corporaciones tuvieran un medio de comunicación independiente, si pudieran actuar en las sombras sin temor a represalias, se enzarzarían en una lucha comercial despiadada y la ciudad-continente se convertiría en una zona de guerra permanente.

El corporaciones se resistieron y amenazaron, pero los ciudadanos-accionistas aguantaron. Así que se adaptaron creando áreas oscuras en la red, espacios salvajes que solo ellas conocen.

Para acabar con esta práctica, los ciudadanos-accionistas tomaron una nueva decisión: colocaron la red común bajo la vigilancia del Cónclave.

Ubicado en la torre más alta de Orbitalia, el Cónclave es un espacio virtual donde se descargan las mentes de todos los ciudadanos-accionistas que lo deseen. Se convierten en Mantrix y forman una vasta Gestalt, un ágora desmaterializada, un marcador de la opinión pública. El Cónclave representa la esencia misma de la síntesis y el compromiso, lo que asegura su perfecta neutralidad. Esta cualidad lo convierte en un perfecto censor de todas las

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comunicaciones. El volumen es tan considerable que no se espían todos

los intercambios; los ordenadores cuánticos son lo suficientemente potentes para hacerlo, pero el control detallado de cada conversación llevaría un tiempo colosal. Además, las comunicaciones cifradas están permitidas, siempre y cuando sigan siendo identificables. Por lo tanto, la privacidad y la libre competencia no están en peligro —al menos no de manera paralizante. Por otro lado, ante la menor sospecha, esta vigilancia permite encontrar pruebas que luego se hacen públicas.

Las corporaciones no se arriesgan. Si una corporación hubiera pirateado la misión de

exploración para anticiparla y convertirla en una operación militar, el Cónclave lo sabría. Y por tanto también el Ordenador.

Sin embargo, no es el caso. Imposible. Impensable. El Ordenador se levanta también. Agarra la cabeza

decapitada por el agujero que la atraviesa. Esta vez, no le importa ensuciarse las manos, la situación ya no es la misma. Este piloto se comunicó con la corporación desviada; incluso muerto, revelará sus secretos. La Malkah, sin saberlo, le ha proporcionado una pista valiosa.

La Malkah... ¡qué mujer! El Ordenador es cruelmente consciente, ha sido

humillado. Se ha dejado mangonear como un principiante. Tomar el pelo como a un mocoso.

Es por entero culpa suya. Confiaba en su experiencia, pero un exceso de confianza ha embotado sus reflejos. Creía que Solis no era más que una niña, y en lugar de eso se ha enfrentado a una oponente formidable. Le ha faltado

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humildad, ha querido imponerse como varón. Ha jugado y ha perdido… nunca lo habría imaginado.

Ahora se encuentra ahí, en la piel del campeón que acaba de perder su título. Ha de reconstruirse todo, hay que empezar de cero. Entre la espada y la pared, debe demostrar su valía de nuevo.

El Ordenador tiene una sonrisa carnívora. No puede esperar para ponerse a ello.

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Cross the Ages - S1 - Grimoire chromé - chapitres 01-05