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Consideraciones Sobre El Fenomeno Saturado

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Page 1: Consideraciones Sobre El Fenomeno Saturado

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Consideraciones sobre el fenómeno saturado

Carlos Enrique Restrepo*

Publicado en:

El giro teológico. Nuevos caminos de la filosofía.

Arboleda Mora, C. & Restrepo, C. (Eds.)

Medellín: U.P.B., 2013, pp. 135-145.

I. Contornos del giro

El sorpresivo resurgimiento de la teología que, durante los últimos cuarenta años, ha

determinado la marcha de la fenomenología francesa, ha despertado a menudo reacciones

polémicas. Las más viscerales han sido lideradas por Dominique Janicaud, quien como

contra-efecto de lo que pretendía ser una acusación, terminó dando la pauta de la discusión

con la publicación de su libro Le tournant théologique de la phénoménologie française

(1991).

De los filósofos acusados por Janicaud, Jean-Luc Marion es el blanco principal del ataque.

Por su parte, este último no ha eludido responder, y donde más, a lo largo de la que puede

presumirse su obra fundamental, Étant donné (1997), traducida al español bajo el título

Siendo dado (2008). Entre tanto, Janicaud no ha cejado en su cuestionamiento, el cual ha

mantenido tras el libro inaugural de la discusión, durante al menos los siguientes diez años.

A ello ha dedicado posteriores escritos, y en directa continuidad con el anterior, el menos

renombrado libro La phénoménologie éclatée (1998).

* Doctor en Filosofía. Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia (Medellín,

Colombia). Miembro del Grupo de Investigación: “Religión y Cultura” de la Universidad Pontificia

Bolivariana (Medellín) y del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN). Autor de La remoción

del ser. La superación teológica de la metafísica (Bogotá: San Pablo, 2012) y traductor de varios escritos de

Jean-Luc Marion, entre los que se destaca el libro Dios sin el ser (Vilaboa, Ediciones Ellago, 2010), con

Daniel Barreto y Javier Bassas Vila.

Correo electrónico: [email protected]

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El centro de la discusión estriba en la noción de fenómeno saturado. Ésta fue formulada por

Marion en el ensayo homónimo del compilatorio francés Phénoménologie et théologie

(Courtine, 1992), integrado años después a Siendo dado (§§ 21-23), donde la noción gana

mayor espesor y amplitud, y cuyo desarrollo prosigue en De surcroît. Études sur les

phénomènes saturés (2001). Sin lugar a dudas, sobre esta noción se articula todo el

pensamiento de Marion. Es por este carácter nuclear que Janicaud acierta identificar en ella

una inversión fenomenológica radical: justo aquella sobre la que se apalanca toda la

operación del giro que, en cuanto tal, modifica el discurso y el entero paisaje del antiguo

canon de la fenomenología.

Pero las consecuencias del giro son todavía mayores, pues no afectan sólo a la disciplina

fenomenológica en su pretensión de ser ciencia; ellas irradian a la manera de una completa

revolución que desmonta la sobrentendida concepción de la filosofía sedimentada durante

el siglo XX por el positivismo y sus concomitantes, el pragmatismo y el liberalismo, cuyas

prerrogativas estriban en mantener las decisiones —ya no filosóficas, sino políticas— bajo

las que se ampara el Estado laico, y para las que necesariamente representará un escándalo

la restitución de la teología a su antiguo lugar de filosofía primera.

No es del caso ocuparse ahora de esta cuestión, que implica la escisión contemporánea y el

litigio entre la “ciudad de Dios” y la “ciudad de los hombres”, bajo lo que se denomina

comúnmente la secularización. Por lo pronto, se trata de establecer los rasgos de la noción

sobre la que se fundamenta esta “herejía fenomenológica”, de la que se derivan ciertamente

remociones metafísicas como las relativas a la cuestión del ser, pero también remociones

teológicas, epistemológicas, sociales y políticas. Para captarlas, hay que situar el debate en

otra dimensión de profundidad, aportando las coordenadas para interpretar el giro en la

perspectiva más general de los paradigmas con los que rompe el fenómeno saturado, y ante

los que gana su validación en el plano más general de la historia de la filosofía.

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II. Concepción y tópica de los fenómenos

Frente a la tradición filosófica, el fenómeno saturado moviliza una ampliación del concepto

de fenómeno, en virtud de la cual este puede albergar lo que se da en el modo de la

revelación. Esta ampliación, según Marion (2008, § 19), se da en tres frentes:

1. Respecto al requisito de una fundamentación de los fenómenos como la que exige el

principium redendae rationis (Leibniz, 1982) que, en el curso de la herencia onto-

teológica de la metafísica, se confunde con el principio de causalidad.

2. Respecto a la limitación establecida por la noción kantiana de experiencia, atada a la

representación de un “yo pienso”, que la reduce a un mero “conocimiento empírico”

que a través de percepciones subjetivas determina los objetos (Kant, 1988, B218).

3. Respecto a la sujeción de los fenómenos a los límites de la noción de horizonte y al

modo de donación establecido por el “principio de todos los principios” (Husserl

2006), según el cual “todo lo que se nos ofrece originariamente en la intuición debe

tomarse simplemente como se da, pero también solamente dentro de los límites en

los que se da” (§ 24).

Sin obedecer a ninguna causa, pero también más allá de la representación empírica, y

desbordando los límites de lo que se da como materia de la intuición, el fenómeno saturado

indica otra modalidad de lo dado y de la experiencia mediante la cual lo revelado constituye

un modo privilegiado de la manifestación. Dicho en otras palabras, contra los mentados

requisitos del fenómeno establecidos por los adalides de la filosofía en su vertiente

moderna (incluido Husserl), Marion propone rebasar la penuria o menesterosidad de la

intuición que rebaja lo dado, para recuperar en cambio un tipo de intuición incondicionada,

caracterizada por su sobreplenitud y su exceso. Al contenido paradójico de este tipo de

intuición es a lo que se denomina fenómenos saturados.

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Para describirlos, Marion (2008, § 21) sigue rigurosamente, aunque invirtiéndola punto por

punto, la tabla de las categorías kantianas. De acuerdo con ella, es posible postular la

legalidad de esta clase de fenómenos en una especie de parangón con los caracteres de los

objetos a los que se aplica el entendimiento, pero justamente sobrepasando sus límites, y

por tanto, deshaciendo los tabúes que la filosofía de Kant se autoimpone bajo el nombre de

“ilusión trascendental”. Así, en lugar de limitar los fenómenos sujetándolos a sus

“condiciones de posibilidad”, los fenómenos saturados no admiten medida alguna; de ahí

que, en su desmesura, sólo puedan ser designados atribuyéndoles una serie de

determinaciones negativas: inabarcables según la cantidad, insoportables según la cualidad,

incondicionados o absolutos según la relación, e imposibles según la modalidad (Marion,

2008, p. 320 ss; cf. Marion, 2005, p. 20-38)1.

Esta derivación o inversión categorial permite a su vez establecer a Marion (2008, § 23)

una “tópica” de los fenómenos en general, considerando sus diferencias de grado, la cual

incluye tres clasificaciones: los fenómenos pobres de intuición, los fenómenos corrientes, y

por último, los fenómenos saturados.

Fenómenos pobres de intuición son los “entes de razón” (ens rationis), esto es, los

conceptos puros modelados por la metafísica en el modo de una certeza carente de

intuición, como también es el caso de los entes matemáticos y las idealidades geométricas.

Por su parte, los fenómenos corrientes o de derecho común se caracterizan por la variedad

de la intuición, como es el caso de los fenómenos de la naturaleza sensible, y entre las

ciencias, los objetos de la física. Los fenómenos saturados, en cambio, no carecen de

intuición, pero tampoco se limitan a la existencia de los objetos, pues la intuición que

movilizan justamente no tiene objeto, sino que consiste más bien en una

“contraexperiencia” del objeto y en un exceso de donación, cuya captación paradójica sólo

resulta posible por saturación.

1 Aunque manteniendo las debidas proporciones, esta reacción antikantiana de Marion puede considerarse

análoga en muchos aspectos a la posición fundamental del Idealismo aleman, que permite a la filosofía ir más

allá del obrar analítico del entendimiento y afrentar lo absoluto, ya sea bajo el modo de la Idea (Hegel) o de la

intuición intelectual (Schelling). Por lo demás, el fondo spinozista de esta doctrina apunta a recuperar otros

“géneros de conocimiento” como el de la voluntad humana (Amor Deus intellectualis), cuyas

correspondencias y diferencias con el pensamiento de Marion siguen siendo una tarea por realizar.

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Contra toda apariencia, en la historia de la filosofía ha habido siempre esta clase de

fenómenos. Según Marion, pueden contarse como tales la idea de infinito en Descartes,

expuesta en las Meditationes de prima philosophia (2009) y reinterpretada singularmente

por Levinas en Totalidad e infinito (1997); la experiencia estética de lo sublime, admitida y

perfectamente descrita por el propio Kant en la segunda parte de la Crítica del juicio; y más

contemporáneamente, en el caso de Husserl, la conciencia interna del tiempo. Los ejemplos

pueden exponencialmente extenderse, digamos por caso, a la “analítica existenciaria de la

muerte” definida por Heidegger como inminente, irreferente, irrebasable, cierta y en cada

caso mía (Heidegger, 2002); del mismo tenor son en Sartre (1994) el sobrevenir de “la

nausea”, en Blanchot (1993) la experiencia de “lo neutro”, en Bataille (1997) el erotismo.

Incluso es posible remontarse, sin riesgo de tergiversación, a ciertas nociones presocráticas

como el apeiron, a la tradición neoplatónica de lo Uno, a la unión primordial del arrebato

dionisiaco, o para seguir invocando la palabra de Nietzsche, al pensamiento más irracional

de toda la historia de la filosofía: la experiencia del “eterno retorno”2.

En cualquiera de tales ejemplos, el fenómeno saturado comparte el principal rasgo de la

remoción estética de lo sublime: el desfallecimiento de todas las facultades. Lo dado en la

experiencia no constituye allí la materia de ningún conocimiento, sino una potencia y una

magnitud sin medida ni analogía, ante la que no valen ya ninguna razón suficiente, ningún

poder de la intuición sensible, ningún concepto del entendimiento, ninguna representación

de la imaginación: a lo sumo, vale todavía la perplejidad del pensador que se extasía ante la

“noche estrellada”, en cuyo rapto la facultad metafísica se desfonda y el discurso colapsa,

bajo el silencio eterno de los espacios infinitos que sobrecoge de espanto (Pascal, 1981, §

201 [206]).

En el trance de esta saturación sólo se puede apelar a otros lenguajes. Para el caso, cabe

recordar la que, según Hegel (1968, p. 202), Kant denominó la “estremecedora descripción

2 Nietzsche es, sin lugar a dudas, un filósofo en el que se hallan incontables fenómenos saturados. Entre ellos,

el “eterno retorno” resulta ejemplar (cf. Nietzsche, 1980, § 341). De otro lado, cabe recordar la interpretación

integral del pensamiento de Nietzsche por parte de Marion, en la que las alusiones a este “pensamiento

abismal” son una constante (cf. Marion, 1999, p. 39-88).

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de la infinitud” de Albrecht von Haller3, en la que lo matemático deja de ampararse en la

carencia de intuición, para dislocarse en los transportes del entusiasmo de una razón

saturada:

Yo acumulo números inmensos,

montañas de millones,

pongo tiempo sobre tiempo y mundo sobre mundo en montones,

y cuando desde la espantosa altura

con el vértigo vuelvo a mirar hacia a ti,

todo poderío del número, aumentado miles de veces,

todavía no es ni una parte tuya.

Yo lo aparto, y tú estás todo ante mí (A. von Haller).

Marion, por su parte, postula por lo menos cuatro nuevos fenómenos saturados: el

acontecimiento, la carne, el ídolo y el icono (2008, § 23). Los dos primeros surgen por la

lectura respectiva de Heidegger y Michel Henry; los otros dos son forjados por Marion de

acuerdo a la distinción patrística y bizantina, pero yendo más allá de la antigua polémica

entre el arte pagano y cristiano, para establecer en cambio un conflicto entre dos

fenomenologías: la una limitada y gobernada por su reducción a lo visible, la otra

reconociendo en lo visible el rastro de lo invisible, y por tanto, el cruce de lo visible y lo

invisible (Marion, 2010, p. 25). Al respecto cabe retomar la paradójica fórmula

heideggeriana de una “fenomenología de lo inaparente” (Heidegger, 2005, p. 17), única

todavía practicable cuando se trata de los fenómenos saturados.

A fin de cuentas, tal vez no haya que lamentar del todo el relativo desvío que el giro

teológico, practicado entre otros por Marion, ejerce sobre el canon fenomenológico

husserliano, si con ello se gana la ampliación del horizonte de la razón de cara a lo

incondicionado y la recuperación de dimensiones originarias de la existencia, como es el

caso de la experiencia extática, religiosa, mística. Dicho sin mayores determinaciones,

semejante horizonte no es otro que el de la espiritualidad. A ella conduce la filosofía por

3 Albrecht von Haller (Berna, Suiza. 1718-1777). Poeta, médico, anatomista, botánico y naturalista. Se le

reconoce por la importancia de sus aportes científicos. No se dejará de notar la evidente influencia de su

descripción de la infinitud en las nociones de lo sublime matemático y lo sublime dinámico, expuestas por

Kant en la Crítica del juicio (§§ 25 y 28, respectivamente).

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sus “nuevos caminos”, que de hecho son los más antiguos, sólo que van siendo

reencontrados a medida que el tiempo humano se precipita en el desierto del nihilismo, bajo

los embates de la devastación y la maquinación “técnica” que anticipan inconfundiblemente

la catástrofe. Por lo demás, la filosofía cuando es auténtica siempre pone en obra

inversiones, remociones y destituciones de tal alcance, en las que no se pretende nunca

negar ni refutar la tradición, sino relanzarla a un porvenir y dotarla de una nueva actualidad.

Por eso el sentido del giro no es el de una destrucción de lo ya pensado, exponiéndolo en

consecuencia a los peligros de su autodefensa dogmática, sino su recuperación —

necesariamente polémica— en función de las posibilidades que se abren allí donde se

transitan caminos inexplorados, donde se ensayan nuevos conceptos, y donde se arriesga la

puesta en práctica de otros modos de pensamiento.

III. La marca del neoplatonismo

Si se lo valora en retrospectiva, lo litigioso del giro teológico no estriba finalmente en otra

cosa que en el resurgimiento de una serie de cuestiones que se daban por clausuradas, en el

largo curso de historias cruzadas que comparten la filosofía y la teología. El giro mienta un

nuevo cruce, una nueva torsión en la que las relaciones de la filosofía y la teología, rotas

desde la Edad Media, son restablecidas en la actualidad. Desde entonces, ambas herencias

han estado marcadas de manera predominante por sus distancias críticas y sus constantes

recriminaciones recíprocas; pero en el fondo, la cuestión permanece inacabada, por cuanto

de su coexistencia histórica son muchas las marcas de su hibridación, en virtud de lo cual

son posibles inusitados retornos que revalidan concepciones arcaicas no siempre claras para

una contemporaneidad empeñada en desconocer la impronta de tradiciones presuntamente

superadas, caso de la escolástica, la patrística y el neoplatonismo.

Sin la ocasión de mayores demostraciones, y apenas al amparo de las indicaciones que

preceden, se pueden considerar como claves de interpretación del giro teológico las

siguientes tesis:

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1. Antes que una reprochable traición a los principios de la “ciencia estricta”

proyectada por Husserl, el giro teológico polemiza de modo más evidente con la

fenomenología de Heidegger. En este caso, la perspectiva histórica del giro encierra

la significación propositiva de una operación de desmontaje que rectifica muchos de

los equívocos heideggerianos, por ejemplo, el de imputarle a la tradición del

pensamiento occidental la responsabilidad de un “olvido del Ser”, así como la idea

de la historia de la filosofía interpretada en una generalización injusta bajo la marca

onto-teológica de la metafísica.

2. En la misma medida, el giro cuestiona la imagen amañada de la metafísica

imputable una vez más a la filosofía de Heidegger, quien adopta la identificación

nietzscheana de metafísica y platonismo, sin contrastar el genuino decurso de la

herencia (neo)platónica de la filosofía, insólitamente puesta al servicio del

advenimiento del nihilismo.

3. A la par con estos cuestionamientos, el giro teológico hace inadmisible la pretensión

de una nueva gigantomachía peri tès ousías, es decir, de otra gigantomaquia acerca

del Ser, la cual, en lugar de ofrecer una superación de la metafísica, sería una

recaída en su propio dominio al mantener vigentes los mismos postulados de la

onto-teología. En este punto, el giro teológico, al menos en la línea de Jean-Luc

Marion, haría posible un nuevo espacio para pensar a Dios, liberado de la cuestión

del Ser, confinando el “Dios de los filósofos” al lugar de un ídolo conceptual, nunca

identificable con el Dios divino (Marion, 2010, p. 49-85).

4. En consecuencia, el giro cumple una más radical superación de la metafísica,

dirigida contra las vertientes aristotélica, escolástica y tomista, proponiendo en

cambio una recuperación del neoplatonismo, especialmente bajo la forma de la

teología negativa.

5. Por último, el giro pone límites a la pretensión lógica de una theologia rationalis,

levantada sobre el cometido de ajustar y decir a Dios según las categorías del

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entendimiento, para movilizar en cambio otro tipo de acceso a Dios que, en lugar de

una idea Dei, privilegiaría una experiencia de Dios asociada a la legalidad de la

revelación, recuperando así en su dimensión de hecho y de derecho otros lenguajes

como los de la predicación (la locura del Kerigma), la oración y la alabanza

(Marion, 1999, p. 141-192).

Si bien, en principio, parecía por ello tratarse en Marion de una fenomenología que

permanecía retenida en el primado de la presencia, al valerse considerablemente del

régimen de visibilidad instaurado por la antítesis entre el ídolo y el icono, tendencialmente

su discurso ha ido mostrando una inclinación por la mística cristiana, debido a la fuerte

influencia que recibe de la interioridad de San Agustín y del logos apophatikos de Dionisio

Areopagita.

Pero, ¿por qué la filosofía francesa contemporánea ha derivado en un pensamiento tan

cercano de la mística, como es también el caso de los demás representantes del llamado

giro teológico de la fenomenología? Un autor contemporáneo, Wayne Hankey (1998,

2004), nos da la explicación.

Hankey, profesor de estudios clásicos en el Kings College y en Dalhousie University

(Halifax), y director de la revista especializada Dionysius, ha reconstruido la profunda

huella que el neoplatonismo ha venido dejando en el pensamiento francés durante al menos

los últimos cien años. Esta reconstrucción ha sido finalmente recogida en un volumen

titulado Cien años de neoplatonismo en Francia (2004), que ofrece un contexto más global

que el de la llana acusación de giro teológico, a la vez que facilita su interpretación. La

reconstrucción ofrecida por Hankey sorprende a quien quizás por primera vez se interna

hasta ese punto en la indiscutible y profunda herencia neoplatónica de la filosofía

occidental. Básicamente podría decirse que el autor efectúa un largo y minucioso inventario

en el que los nombres y las obras implicadas dejan en el lector la idea de que en el llamado

“debate francés” no todo está dicho, y que todavía queda un largo camino por recorrer.

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Por lo pronto, sólo es factible indicar en sus trazos más generales los desarrollos de

Hankey, incurriendo lógicamente en imperdonables omisiones al sacrificar, a pesar nuestro,

la minuciosa riqueza de su investigación. En un primer gran segmento, Hankey ilustra la

recepción francesa del neoplatonismo en las filosofías de Henry Bergson, Emile Brehier y

Maurice Blondel. En este caso, el autor describe una línea cuya trayectoria sigue la estela

del pensamiento de Plotino, en sus eventuales cruces con el idealismo alemán (Hankey,

2004, p. 131-164). Junto a ellos, hay que situar en igual rango de importancia fundacional

una transformación decisiva que volvió a la filosofía francesa bastante crítica del

intelectualismo, a saber: la que introdujo años más tarde Pierre Hadot al reclamar una

filosofía concebida como “forma de vida”, vinculada al cultivo de la espiritualidad. Si bien

en Hadot esta concepción culminará en su más conocida adopción de los principios

inherentes a la “elección fundamental de vida” practicada por los estoicos —de la que se

servirá luego Michel Foucault—, Hankey recuerda cómo en Hadot esta inclinación

comienza por sus personales experiencias místicas de juventud por las que se consagrará a

la doctrina de la unión mística en sus trabajos iniciales sobre Plotino (Hankey, 2004, p.

156-159).

En un segundo segmento, Hankey recorre la línea trazada por los que él llama herederos de

Blondel, y en especial, Jean Trouillard y Henry Dumery. Esta línea se prolonga y prolifera

en una cantidad de nombres y estudios que resultan aquí inabarcables, pero que van

desembocando en la valoración excepcional de los “sabios padres”, principalmente Henry

Dominique Saffrey, coautor de la monumental traducción francesa de la Teología platónica

de Proclo, sin olvidar los comentarios e indicaciones referidas a los trabajos de Stanislás

Breton (Hankey, 2004, p. 172-197). Se sumarán a éstos los nombres de André-Jean M.

Festugière, Henri de Lubac, Jean Daniélou y Pierre Aubenque, del lado francés, y como en

una especie de relevo anglosajón, las alusiones no menos importantes a las obras de John

Milbank, A. H. Amstrong y E. R. Dodds.

El último gran segmento podría decirse consagrado prioritariamente a establecer, al fin,

como resultante de los cien años de neoplatonismo francés, el lugar que les corresponde a

los autores del giro teológico de la fenomenología. Para limitarnos a una mención del

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tratamiento al que Hankey somete las filosofías de Jean-Luc Marion y Michel Henry, en el

primer caso se confirma en detalle su deuda para con la mística dionisiana, mientras que en

el segundo caso se reconocerá una mayor inclinación por Meister Eckhart. En igual medida

habrá que ver que mientras Marion reclama una filosofía de la trascendencia, tal como

corresponde a los caracteres que establecimos del fenómeno saturado, Henry privilegiará la

inmanencia pensada como Vida. Escribe Hankey:

Para los neoplatónicos, así como para Dionisio y Marion, la solución culmina en una teología

mística (…) Marion es, en todo caso, el primer fenomenólogo en servirse de un giro teológico

y en asociarlo al neoplatonismo cristiano. En Michel Henry, por su parte, se encuentran los

elementos esenciales de lo que nos ha acompañado durante gran parte de la historia del

reflujo neoplatónico que hemos trazado, a saber: un esfuerzo por encontrar lo trascendente en

lo inmanente; una investigación que progresa mediante el examen de la naturaleza de la

conciencia, que evita abstraerse de la vida y de lo sensible, pasando al contrario por el “cuerpo

subjetivo” y por una “fenomenología material”; un cierto compromiso respecto a Hegel,

Husserl y Heidegger; una imbricación de la filosofía y de la religión unida a la vida; Dios

considerado como un Dios desconocido. La perspectiva de Henry completa la de Marion.

Henry se vuelve no hacia Dionisio, sino hacia Eckhart (…), giro que deberíamos considerar

de cerca y que resulta incluso inevitable en los neoplatónicos católicos franceses sensibles a la

estructura de la conciencia (Hankey, 2004, p. 232-233).

En suma, la obra de Hankey puede considerarse una genealogía indispensable para la

comprensión del actual giro teológico, tras la sedimentación de la larga tradición

neoplatónica sin la cual es imposible aspirar a su comprensión. Ciertamente, no es nuestro

interés llevar la cuestión a la apariencia de una alternativa que se dirimiría en la elección de

una de estas dos fenomenologías, la de Michel Henry o la de Jean-Luc Marion. En lugar de

esto, consideramos fecundas las muchas vertientes derivadas del debate, al cual han

quedado enganchadas muchas otras de las grandes personalidades filosóficas del contexto

francés de las últimas décadas.

Nos resta alentar al lector a la penetración en este panorama contemporáneo, invocando la

recuperación de tales herencias. Con estas notas, apenas provisionales, esperamos al menos

haber trazado algunos caminos iniciales que puedan orientar una futura investigación.

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