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Colección RECUERDOS DE PIRATAS

edebé

Juan Madrid

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COMO UN PRÓLOGO

Muchas de las aventuras infantiles que se cuentan aquí

ocurrie ron de verdad; otras, no tanto, aunque siga sin saber a

ciencia cierta lo que es real y lo que es pura inventiva en mis

relatos. Realidad y ficción se mezclan en la vida real, igual que

en la narración. Separarlas es tarea inútil.

Sin embargo, durante bastante tiempo, les fui contando a

mis hijos Alex y Enrique historias que en realidad contaba Sal-

vador. Muchos años después, mi hijo Guillermo siguió acep-

tando que fuera Salvador y no yo quien le contase historias.

Quizás vosotros lo aceptéis también. Me sentiría honrado si

fuera así.

Cuando yo era niño, en Málaga, empecé una novela en un

cuaderno de tapas negras muy parecido al que sale aquí. Em-

pleaba un lápiz y una goma y trataba de alguien que tenía pa-

recida edad a la que tenía yo entonces. Aquel niño dejaba a su

familia y se embarcaba de grumete en un barco que se dirigía

al Mar de China.

Ese niño se convertía, años más tarde, en el capitán de un

barco y regresaba a su tierra curtido por mil aventuras en los

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siete mares, alto, fuerte y amado por cien mujeres bellas. El

barco que capitaneaba se llamaba Ranghum... Pero aquella no-

vela escrita a lápiz nunca superó el tercer capítulo.

La vida pasó y aquel niño que quería escribir una novela

de piratas se hizo adolescente, luego muchacho, hombre, tuvo

hijos y ahora está cerca de cumplir lo que se llama la última

mitad de la vida.

Desde entonces a esta parte he hecho bastantes cosas, pero

ninguna de aquellas que me propuse contar en el cuaderno de

tapas negras. A cambio he escrito diez novelas y cien cuentos

y, si no ocurre nada en contra, seguiré escribiendo hasta que

ya no tenga más que decir o que recordar.

Cada vez que comienzo una novela —sea la que sea— me

acuerdo de aquella otra, inconclusa, de tapas negras, que co-

mencé a escribir con doce años. Quizás no haya hecho otra

cosa en mi vida que continuar soñando a lápiz lo que nunca

pude hacer.

Aquel cuaderno negro comenzaba así: «El Ranghum era un

bonito vapor...»

Juan Madrid

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En aquel tiempo yo tenía un cuaderno secreto detapas negras, donde escribía todo lo que recordabade los cuentos y las historias que me contaba Sal-vador, para luego contárselas a mi hermano y a miamigo Mohamed cuando Salvador se iba a pescar.

Era un cuaderno que había pertenecido a mi pa-dre, antes de que lo encarcelaran. Yo nunca habíavisto un cuaderno tan bonito como el que yo te-nía...

También, en aquel tiempo, conocimos a Clara,que era una de las chicas más tontas y estúpidas quehe tratado en mi vida, o eso me parecía a mí, en -tonces.

Y también me pasaron otras cosas...

Era el comienzo del verano, pero mi hermanoCarlos y yo llevábamos el curso entero sin ir a laAcademia Davó, nuestro colegio.

Como mi padre estaba en la cárcel —igual quemucha gente tras la guerra—, inventamos un tru-

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Page 6: Colección RECUERDOS DE PIRATAS · Colección RECUERDOS DE PIRATAS edebé Juan Madrid Los Piratas del Ranghum:– 15/7/09 01:33 Página 3

co: le dijimos a mi madre que los maestros nos ha-cían cantar el Cara al Sol por las mañanas, antes deentrar a clase. Mi madre nos sacó del colegio inme-diatamente y decidió darnos clases en casa.

Por las tardes, después de comer, Mohamed, mihermano y yo nos sentábamos a la mesa de la cocinacon los cuadernos y los lápices, y mi madre nos en-señaba aritmética, geometría, ciencias naturales, his-toria, lectura, caligrafía y dictados. Era lo mismo quese hacía en la escuela, sólo que mejor y más rápido.

Mohamed era un poco más alto que nosotros ycasi nunca hablaba —a lo mejor porque no teníamadre—, pero dibujaba muy bien. Siempre estabadibujando con un lápiz y con colores. Nos decía quele hubiese gustado dibujar con tinta china. ¡Tintachina! Ahí era nada. Lo más caro del mundo era latinta china.

El señor Abdul, el padre de Mohamed, era ven-dedor ambulante de aceite de lagarto y no le dejabadibujar. Decía que eso era perder el tiempo. Y le so-lía pegar tanto con una correa que nuestra madrese enfadaba. Una vez estuvo a punto de denunciar-

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lo. Por eso, Mohamed dejaba los cuadernos y los lápices en nuestra casa y se venía allí a dibujar.

La verdad es que en aquel tiempo estábamostodo el día en la calle, menos las tres horas que pasábamos estudiando con mi madre en la cocina.Sólo nos ganaban en eso de estar en la calle sin ir alcolegio: Antonio el Cabrero, que ni siquiera sabíaleer ni escribir, Antonio el de la Huerta, Miguel, su hermano Molli, el Cabezas, Luciano y Gloria, lahija de una portera de la calle Carreterías. Eso, sincontar a los del Perchel, nuestros enemigos del otrolado del río, de los que sospechábamos que ningu-no iba a ningún colegio.

Una tarde, mi madre trajo a Clara a nuestra casa.Era de Madrid y la hija de una amiga suya, compa-ñera de la universidad.

Enseguida nos dimos cuenta de que Clara erarica y una enterada, o sea, que lo sabía todo. No había más que ver la ropa que llevaba, los zapatos, y cómo iba de bien peinada.

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—¿Qué miras? —me dijo nada más verme—.¿Es que tengo monos en la cara?

Luego, cuando sacó un plumier con cremallera decolor azul en el que había doce lápices de colores, sa-capuntas, goma, regla, bolígrafos rojo, azul y verde,un lápiz HB Castell y una pluma estilográfica marcaWaterman, nos dimos cuenta cabal de quién era.Aquello tenía que habérselo comprado su padre en Madrid o en el extranjero, porque yo creo que entoda Málaga no había un plumier como aquél.

Clara nos cayó muy mal desde el principio. A mí,más que a ninguno.

No parecía nerviosa, ni asustada al estar entreextraños. Se comportaba como si hubiese vivido ennuestra casa toda la vida.

La primera semana de estar con nosotros no qui-simos jugar con ella. La dejábamos en la puerta decasa mientras su madre venía a buscarla.

Una noche, durante la cena, nos dijo nuestra madre:

—¿Por qué no os lleváis a jugar a Clara? Se que-da sola más de dos horas. Eso no está bien.

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—Es una chica —contestó mi hermano.—¡Eh, eh! ¿Qué significa eso de que es una chi-

ca? ¿Qué tienen de malo las chicas?—Es una enteradilla, mamá —dije yo—. Y pare-

ce tonta y mema. Y encima es rica.—De tonta y mema, nada, señoritos. Y en cuan-

to a lo de ser rica..., bueno, lo es, pero eso no tienenada que ver. Es la hija de Marta, mi mejor amiga.Y debéis estar con ella y no dejarla aquí sola paraque se aburra, ¿de acuerdo? Además, ha ocurridouna desgracia en su familia, pobrecita.

¿Qué desgracia sería ésa? Mi hermano se lo pre-guntó a mi madre, pero ella contestó que aquellono nos importaba y se acabó.

Al otro día, Clara puso tres envoltorios de papelsobre la mesa de la cocina.

—Esto es para vosotros —dijo.Eran bocadillos de pan untado con mantequilla y

chocolate con leche La Campana. El pan era blanco,

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crujiente, probablemente de la panadería-confiteríaLa Exquisita, de la calle Larios, que te alimentabacon sólo mirar los escaparates.

Nada más ver los bocadillos chorreantes de man-tequilla, con el trozo de chocolate dentro, una olea-da de saliva me subió a la garganta. No pude resis-tirlo. Tragaba la saliva y otra oleada, más fuerte ymás grande que la anterior, me volvía a subir a laboca. Y creo que a mi hermano y a Mohamed lespasaba lo mismo.

—¿Esto es para nosotros? —preguntó mi her-mano Carlos.

—Uno para cada uno —añadió Clara—. Son to-dos iguales.

Nos lanzamos sobre los bocadillos de chocolate y los devoramos en cinco minutos.

—A cambio, me tenéis que llevar a jugar todoslos días. Y os traeré más bocadillos.

Yo dije que ni hablar, pero Clara pidió votación.Ni que decir tiene que perdí yo. Y más aún: se atre-vió a mirarme desafiante. Luego me sonrió y dijo:

—Te fastidias.

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