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LABORATORIO DE IMAGEN DIGITAL 1 Las culturas del viaje James Clifford* Empecemos con una cita del libro de C.L.R. James Beyond a Boundary (1984): «El tiempo pasara, caeran los viejos imperios y otros nuevos ocuparan su lugar. Las relaciones de clase habran de cambiar antes de descubrir que lo que importa no es la calidad o la utilidad de los bienes, si no el movimiento; no lo que uno tiene o el lugar que ocupa, si no de donde viene a donde va y el ritmo al que avanza en esa direccin.» Pero tambiØn podramos empezar hablando de hoteles. En una de las primeras pÆginas de Victoria Joseph Conrad escribe: «La Øpoca en que acampÆbamos en un hotel vulgar y poco confortable.» En Tristes trpi- cos Levi-Straus evoca un gigantesco cubo de hormign alzÆndose en 1937 en centro de la reciØn fundada ciudad brasileæa de Goiania. Para el es smbolo de la barbarie de la civilizacin, «un lugar de transito, en el que no se puede vivir.» El hotel como estacin, terminal de aeropuerto, hospital, etc.: un sitio por el que se pasa, donde se producen encuentros fugaces, arbitrarios. Su avatar mas reciente: el hotel como cronotopo de lo moderno en el nuevo downtown de Los Angeles, el hotel Bonaventure de Portman, evo- cado por Fredric Jameson en su influyente ensayo « Postmodernism: or, the Cultural Logic of Late Capitalism» ( 1984). Los acantilados de vidrio de Bonaventure rechazan cualquier interaccin, limitÆndose a devolver el reflejo de lo que los rodea; no hay apertura hacia fuera, ni se distingue alguna entrada principal; en el interior, un confuso laberinto de diferentes niveles impide la menor continuidad -el recorrido narrativo de cualquier flneur moderno. * Tomado de Revista de Occidente, No. 170-171, 1995, pp. 45-74.

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Las culturas del viaje

James Clifford*

Empecemos con una cita del libro de C.L.R. James Beyond aBoundary (1984): «El tiempo pasaría, caerían los viejos imperios y otrosnuevos ocuparían su lugar. Las relaciones de clase habrían de cambiarantes de descubrir que lo que importa no es la calidad o la utilidad de losbienes, si no el movimiento; no lo que uno tiene o el lugar que ocupa, sino de donde viene a donde va y el ritmo al que avanza en esa dirección.»

Pero también podríamos empezar hablando de hoteles. En una de lasprimeras páginas de Victoria Joseph Conrad escribe: «La época en queacampábamos en un hotel vulgar y poco confortable.» En Tristes trópi-cos Levi-Straus evoca un gigantesco cubo de hormigón alzándose en1937 en centro de la recién fundada ciudad brasileña de Goiania. Parael es símbolo de la barbarie de la civilización, «un lugar de transito, en elque no se puede vivir.» El hotel como estación, terminal de aeropuerto,hospital, etc.: un sitio por el que se pasa, donde se producen encuentrosfugaces, arbitrarios.

Su avatar mas reciente: el hotel como cronotopo de lo moderno en elnuevo downtown de Los Angeles, el hotel Bonaventure de Portman, evo-cado por Fredric Jameson en su influyente ensayo « Postmodernism: or,the Cultural Logic of Late Capitalism» ( 1984). Los acantilados de vidriode Bonaventure rechazan cualquier interacción, limitándose a devolver elreflejo de lo que los rodea; no hay apertura hacia fuera, ni se distinguealguna entrada principal; en el interior, un confuso laberinto de diferentesniveles impide la menor continuidad -el recorrido narrativo de cualquierflâneur moderno.

* Tomado de Revista de Occidente, No. 170-171, 1995, pp. 45-74.

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O comencemos, si no, con «Report from the Bahamas», de JuneJordan -su estancia en un lugar llamado Sheraton British Colonial Hotel.Una norteamericana negra de vacaciones que ha de enfrentarse a loinevitable de sus privilegios y de su riqueza con las relaciones con laspersonas que hacen las camas o sirven las comidas en el hotel... Re-flexiones sobre las condiciones concretas de los contactos entre sereshumanos y de las alianzas entre las clases, razas y géneros, y entreindividuos de distintas nacionalidades.

O con una pensión londinense. El escenario de la obra de NaipaulMimic Man (1976), un lugar para la falta de autenticidad, el exilio, latransitoriedad, el desarraigo.

O con los hoteles de Paris, hogares fuera del hogar para lossurrealistas, punto de partida de extraños, y maravillosos viajes urba-nos: Nadia, Le paysan de paris: lugares de reunión, de yuxtaposición,de encuentro apasionado: « L´Hôtel des Grands Hommes.»

O con las cajas mágicas de Joseph Cornell, forradas de menus derestaurantes y papel de escribir con membretes de hoteles (y tambiéncon mapas de constelaciones). Sus títulos: Hôtel du Midi, Hôtel du Sud,Hôtel de l´Etoile, English Hotel, Grand Hôtel de l´Univers . Belleza prisio-nera hecha de encuentros casuales: una pluma, unos rodamientos, LaurenBacall. Hotel / autel que recuerda, sin ser igual que ellos, a los altares,mezcla de maravilloso y real, improvisados con objetos encontrados, enlos cultos religiosos populares de América latina, o los «altares» caserosque construyen algunos artistas chicanos contemporáneos. Una fallalocal y planetaria que se abre en el sótano de la casa de Cornell, enQueens, llena de recuerdos de Paris, el lugar que el nunca visitó. Parisel universo, Queens N.Y., el sótano de una casa normal y corriente, 3708Utopía Parkway.

Este es, como suele decirse, un «trabajo en ejecución», un trabajoque se inscribe en un vasto campo de estudios culturales comparatistas:las historias diversas e interrelacionadas del viaje y los desplazamientosa finales del siglo xx. Lo que autoriza e incluso exige, la presente contri-bución es la existencia de unos trabajos previos � el mío propio, sin irmas lejos � que deben ser puestos al día. Lo que hoy haga será algototalmente al margen de mi investigación histórica, sobre las formasantropológicas, exoticistas que la practica etnográfica ha adoptado a lolargo de nuestro siglo. Creo que este trabajo que trato de completarubica y reemplaza mi obra anterior, en vez de estar simplemente basadoen ella.

Tal vez podría empezar con una situación viajera que, en mi opinión lamenos, ha llegado a alcanzar un valor paradigmático. La llamaremos

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«efecto Squanto» Squanto fue el indio que acogió en 1620 a los «pere-grinos» en Plymouth, Massachusetts, ayudándolos a para un duro invier-no; hablaba ingles correctamente. Para imaginarse bien ese efecto hayque recordar como era el «nuevo mundo» en 1620; el olor de los pinosllegaba a cincuenta millas mar adentro. Piensen en que llegan a un sitiodesconocido de estas características y tienen la extraña experiencia deir a topar con un Patuxent que acaba de regresar de Europa.

Un «nativo» desconcertantemente « híbrido» encontrado en el ultimoextremo de la tierra: extrañamente familiar y diferente precisamente enesta familiaridad no asimilada. El tropo va haciéndose cada vez mashabitual en la literatura de viajes, hasta en punto de prácticamente orga-niza relatos como el de Pico Iyer, Video Night in Katmandu (1988). Y merecuerda mi propia investigación histórica sobre encuentrosespecíficamente antropológicos, en la que siempre he tropezado con laproblemática figura del «informante» la gran mayoría de estosinterlocutores, individuos complejos rutinariamente adiestrados para hablaen orden a favorecer el conocimiento «cultural», llegan a tener sus pro-pias inclinaciones «etnográficas» y producen interesantes historias deviajes. Participando al mismo tiempo de la condición de miembros delgrupo y de la de forasteros, buenos traductores, dotados para explicarlas cosas, los informantes han recorrido mundo. La gente estudiada porlos antropólogos rara vez ha sido muy hogareña. Algunos de ellos almenos han viajado mucho: trabajadores, peregrinos, exploradores, con-versos religiosos y otros tipos de «especialistas de las largas distan-cias» (Helms). En la historia de la antropología del siglo XX los «infor-mantes» aparecen primero como «nativos», luego resultan ser viajeros.En realidad, como pronto sugeriré, en ellos se da una mezcla específicade ambos papeles.

La etnografía del siglo xx -una forma evolucionada de viaje moderno-se muestra cada vez mas precavida frente a ciertas estrategiaslocalizadoras en la construcción y representación de «culturas». En laprimera parte de este trabajo me propongo tratar de algunas de estasmaniobras de localización. Pero antes que nada he de aclarar que lo queaquí voy a hablar es de un tipo ideal de antropología tal como ésta se hapracticado a mediados de este siglo. Ha habido excepciones, y siemprese han producido cuestionamientos de tales estrategias normativas. Miprimer objetivo al emprender la crítica de una serie de procedimientosvistos de una manera sumamente simplificada no es demostrar que eranerróneos, falsos o políticamente incorrectos. Los términos son aquíexcluyentes: en el terreno de la interpretación cultural no puede haberninguna metodología que sea políticamente inocente. La existencia dealguna estrategia de localización es inevitable cuando las formas de vidarepresentadas son significativamente diferentes. ¿Pero en que términos

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ha de entenderse aquí «local»? ¿Cómo se articula políticamente esadiferencia significativa y a qué desafíos ha de enfrentarse? ¿Quién de-termina el lugar (y el momento ) en que una comunidad traza sus fronte-ras y separa a los que forman parte de ella de los intrusos? Son temasque están lejos de haber sido resueltos. En la primera parte de estetrabajo pretendo simplemente interrogarme sobre el modo en que elanálisis cultural constituye sus objetivos -sociedades, tradiciones, comu-nidades, identidades- en términos espaciales y valiéndome de métodosde investigación también espaciales.

Los «poblados», donde viven los «nativos» son lugares especialmen-te apropiados para ser constantemente visitados por antropólogos.Durante mucho tiempo han servido a la comunidad y, por extensión, a la«cultura» como centros habitables y topografiables. Después deMalinowski, el trabajo de campo entre los «nativos» ha tendido a cons-truirse como una practica mas de convivencia que de viaje, o incluso devisita. ¿Y qué lugar más apropiado para vivir con la gente que su propiopoblado? Podría añadir que ese poblado tenía una localización variable.Se recordará que en las grandes ferias mundiales �St. Louis, Paris,Chicago, San Francisco- las poblaciones nativas eran exhibidas en laforma de aldeas nativas, con sus habitantes vivos.) El poblado era unaunidad manejable. Ofrecía un modo de centralizar una práctica de inves-tigación, y al mismo tiempo podía ser utilizado como sinécdoque, comocentro o como parte que representaban la totalidad «cultural».

Esas sencillas sinécdoques poblado/cultura hace tiempo que han sidosuperadas en la antropología contemporánea. Como ha dicho Geertz,los antropólogos no estudian poblados, estudian en poblados. Por miparte añadiría que, cada vez más, tampoco estudian en poblados, sinoen hospitales, laboratorios, barrios de ciudades, hoteles para turistas, yen el Getty Center. Esta tendencia pone en tela de juicio una configura-ción urbana/moderna del objeto de estudio «primitivo» como algo ro-mántico, puro, amenazado, arcaico, simple, etc. Pero a pesar de estecambio de ubicación en lo literal se sigue manteniendo la idea del campocomo un tipo especial de sitio para vivir con una localización determina-da.

Naturalmente, uno sólo puede ser un participante-observador en al-gún lugar concreto. ¿Cuáles son los límites espaciales y temporales dellugar de trabajo? La pregunta saca a la luz una localización mas persis-tente: el «campo». Me preocupa el modo en que este conjunto especí-fico de actuaciones disciplinares (la fijación de límites espacio-tempora-les) ha tendido ha confundirse con «la cultura». ¿Cuáles serían los lími-tes de una situación cultural compleja, interactiva? En la generación deBoas se hablaba con seriedad del campo como si fuese un laboratorio,

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un lugar de observación, y experimentación controladas. Esto pareceahora crudamente positivista. Y contradictorio: el campo ha sido vistotambién- desde la época de Boas- como un «rito de paso», un lugar deiniciación personal y profesional, de aprendizaje, crecimiento, supera-ción de pruebas y otras cosas por el estilo. Resulta sorprendente laenorme ambigüedad de las formas en que se ha prefigurado el experi-mento/experiencia de campo (el termino francés experience sería el quemejor se adecuaría en este contexto). Y nos preguntamos qué tiposespecíficos de viaje, estancia en el sitio (¿donde?, ¿cuánto tiempo?) einteracción (¿con quién?, ¿en qué lenguas?) hacen que determinadoconjunto de experiencias sea considerado trabajo de campo. Los crite-rios disciplinares han cambiado desde los tiempos de Malinowski, y to-davía están cambiando.

El campo es también un conjunto de prácticas discursivas. Vivir en elsitio obliga a contar con algún tipo de competencia comunicativa. Ya nose confía en los traductores; debe ser el propio antropólogo el que habley escuche. A partir de la generación de Malinowski era obligado «apren-der la lengua» o por lo menos «trabajar en la lengua del lugar». Seplantea aquí una serie de cuestiones: ¿por qué hablar de la lengua,como si sólo hubiese una? ¿Qué significa aprender, o utilizar una len-gua? ¿Cómo es posible aprender una lengua en pocos años? ¿Quéocurre con la conversación con los extraños, el tipo de discurso especí-fico que se utiliza con quienes no pertenecen al grupo? ¿Qué pensar demuchos antropólogos que siguen dependiendo de traducciones o expli-caciones para comprender acontecimientos, expresiones y textos com-plejos? El tema merece un análisis riguroso que todavía no me encuen-tro en condiciones de ofrecer. Vale la pena denunciar, sin embargo, lafalacia de que cultura (en singular). Es igual a la lengua (en singular).Esta ecuación implícita siempre en cualquier concepción nacionalista dela cultura fue completamente desactivada por Bajtin, para quien unalengua es un conjunto de discursos divergentes, opuestos y dialogantesque alguien que no sea «nativo» -y menos todavía un visitante- nuncapodrá aprender. Así pues, un etnógrafo aprende -o trabaja en� unaparte de «la lengua». Y esto ni siquiera abre la cuestión que plantean lassituaciones de multilingüismo/pluriculturalismo.

He sostenido que la etnografía (tal como viene definida por las prác-ticas normativas de la antropología del siglo xx) ha privilegiado las rela-ciones de residencia en perjuicio de las relaciones de viaje. No creo quenecesite extenderme en las ventajas que, desde el punto de vista de la«profundidad» de comprensión, de ello pueden derivarse para la activi-dad del «trabajo de campo». Un modo de observación participador eintensivo es probablemente la más duradera contribución que la antro-pología puede hacer a los estudios humanísticos, y creo que como tal es

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apreciada, incluso por aquellos que, como yo mismo, la encuentran enor-memente problemática y piden su urgente reforma y ampliación. Permí-tanme, pues, que continúe preocupándose de los peligros que derivande construir la etnografía como trabajo de campo.

La localización de los objetos de estudio del antropólogo en términosde «campo» tiende a marginar o hacer desaparecer muchas áreas delímites imprecisos, realidades históricas que escapan del marcoetnográfico.

Doy a continuación una lista parcial de ellas:

1. Los medios de transporte -barco land rover, aeroplano- suelen sergeneralmente pasados por alto. Estas tecnologías sugieren la exis-tencia en el presente y en el pasado de contactos y relaciones comer-ciales con lugares y fuerzas exteriores que no forman parte del obje-to/campo. El discurso de la etnografía («estar allí») se separa de unmodo demasiado tajante del discurso del viaje («llegar allí»).

2.También se pasa por alto la capital del país, el contexto nacional. Es loque Georges Condominas ha denominado le préterrain, todos esossitios que uno tiene que atravesar o en los que tiene que estar simple-mente para poder llegar al poblado o al lugar de trabajo que será sucampo.

3.Otra cosa que suele suprimirse: la universidad de la que procede elinvestigador. Especialmente ahora, cuando el viaje -incluso a los luga-res mas alejados- se ha hecho más fácil y cualquier lugar del «primermundo» (una iglesia, un laboratorio, una oficina, una escuela) puedeser un «campo» es muy frecuente que tanto nativos como antropólogosestén constantemente entando y saliendo de el.

4.Se minimizan los sitios y relaciones de traducción, cuando el campo esun lugar en el que se vive, un hogar fuera del hogar cuya lengua eshablada por el antropólogo, cuando este tiene cierto grado de compe-tencia en el idioma local, los intermediarios cosmopolitas -y las com-plejas negociaciones, a menudo de carácter político, se intervienenen estos casos- tienden a desaparecer. Lo que queda es la observa-ción participativa, una forma de libertad hermenéutica para girar entorno o penetrar en el interior de las situaciones sociales.

Hablando en términos generales, lo que se pasa por alto es el mundomás amplio del import-export intercultural en el que se encuentra siem-pre atrapado en el encuentro etnográfico. Ha dicho que las cosas estáncambiando. Dentro de un momento mencionaré algunos recientes traba-

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jos etnográficos. Y en varias visiones criticas de la antropología -origina-das en parte por los movimientos anticolonialistas- asistimos a la apari-ción del informante como un sujeto histórico y complejo, que no es ya un«tipo» cultural ni tampoco un «individuo» único. En mi propia obra, porejemplo, ha habido un intento de cuestionar una narrativa que circula enel sentido oralidad/escritura, tal como el mismo término «informador»pone de relieve. El nativo habla, el antropólogo escribe. Al «escribir» o«registrar» se pierden las funciones controladas por los colaboradoresindígenas. Mi propio intento de multiplicar las manos y los discursos queintervienen en ese «escribir la cultura» no tiene el propósito de afirmar laingenua democracia de una autoría plural, sino de debilitar, aunque sólosea un poco, el control monológico del escritor/antropólogo ejecutivo yhacer posible la discusión sobre la jerarquía etnográfica y la negociaciónde los discursos en situaciones de desigualdad y cambio de poder.

Si pensar en el llamado informador como escritor/registrador cambiaalgo las cosas, lo mismo ocurre cuando pensamos en el o en ella comoviajero. En varios artículos recientes Arjun Appadurai ha planteado obje-ciones a las estrategias antropológicas que clasifican a las personas nooccidentales como «nativos». Appadurai nos habla del «confinamiento»,del «encarcelamiento» a que son sometidas esas personas a través deun proceso de representación simplificatoria, que el denomina «congela-ción metonímica», por el que una parte o un aspecto de sus vidas termi-na representándolas en su totalidad, constituyendo su nicho teórico enuna taxonomía antropológica. India es igual a jerarquía, Melanesia esigual a intercambio, etc. « los nativos, esa gente limitada a los lugares ypor los lugares a que pertenecen, esos grupos no contaminados por elcontacto con un mundo mas ancho probablemente no han existido nun-ca» , dice Appadurai.

Se me dirá que en buena parte de la antropología tradicional eletnógrafo ha localizado lo que es en realidad la relación regional/nacio-nal/universal, relegando a una posición marginal los desplazamientos ylas relaciones con el exterior de una «cultura». Esto es algo que cadavez se pone más en duda. Resulta muy revelador el titulo de la magníficahistoria etnográfica de las Marquesas escrita por Greg Denning: Islandsand Beaches (1980). Las playas, lugares de interacción viajera, son ensi mismas la mitad de la historia. Europe and the People without History,de Eric Wolf (1982), aunque tal vez tendiese a desequilibrar un poco ladialéctica entre cultura local y cultura universal en favor de las determi-naciones externas, supuso un llamativo e influyente intento de distanciar-se de un concepto independiente e integral de la cultura. En vez depensar en que los alineamientos sociales resultan «autodeterminantes»-escribe Wolf-, «lo que deberíamos hacer desde el principio de nuestrasinvestigaciones es visualizarlos con todas sus múltiple relaciones exter-

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nas». O pasando a otra tendencia de la antropología actual, considere-mos la frase que abre el intrincado enredo etnológico de James BoonAffinities and Extremes (1990): «lo que se ha terminado llamando cultu-ra balinesa es un invento de muchos autores, una formación histórica,algo que existe por decreto, una construcción política, una cambianteparadoja, una traducción no concluida, un emblema, una marca comer-cial, una negociación no consensuada de indentidad a través del con-traste, y muchas cosas más.»

La «cultura» antropológica ya no es lo que era. Y desde que suobjetivo es la descripción y comprensión de los encuentros históricosentre lo local y lo global. De las co-producciones, las dominaciones y lasresistencias, se hace necesario prestar tanta atención a las experien-cias híbridas y cosmopolitas como a las arraigadas en la tradición nati-va. Tal como hoy veo el problema no se trata de reemplazar la figuracultural del «nativo» por la figura intercultural del «viajero». Lo que habriade hacer es concentrarce en las mediciones concretas entre ambos, enejemplos específicos de relaciones y de tensiones ocurridas a lo largode la historia. En diferente grado, uno y otro forman parte de lo queimporta como experiencia cultural. No estoy recomendando que ponga-mos en el centro lo que antes era marginal (todos somos viajeros), si noque analicemos desde el punto de vista comparativo las dinámicas espe-cificas de la residencia en el campo y del viaje.

Al inclinar la balanza del lado del viaje- eso es lo que yo estoy hacien-do aquí-, el «cronotopo» de cultura (un escenario o una escena queorganiza el tiempo y el espacio en una forma total representable) llega aconfigurar tanto un lugar de encuentros viajeros como de residencia,menos parecido a una tienda de campaña en un poblado, a un laborato-rio donde todo esta bajo control, a un ámbito de iniciación o al domicilioen que se vive que a un vestíbulo de hotel, a un barco o aun autobús. Sinos replanteamos la cultura y su ciencia, la antropología, en términos deviaje, queda puesta en tela de juicio la inclinación orgánica, naturalizadorade la cultura vista como un cuerpo dotado de raíces que se desarrolla,vive, muere, etc. Y al tiempo se hacen mas claramente visibles construc-ciones históricas muy discutidas, lugares para el desplazamiento, la in-terferencia y la interacción.

Insistamos en ello: ¿por qué no prestar atención a los viajes condestinos más lejanos de una cultura al mismo tiempo que también estu-diamos sus centros, sus poblados, los lugares en los que se lleva acaboel trabajo de campo más intensivo? ¿Por qué no analizar el modo en quelos grupos se conocen en las relaciones con el exterior? ¿Por qué noconsiderar el modo en que una cultura es el espacio del viaje para otros,el modo en que los espacios son atravesados desde afuera, el modo en

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que el centro de un grupo es la periferia de otro? Vistas las cosas deesta manera, no habría posibilidad de relegar a posiciones marginales alos misioneros, ni a los conversos, ni a los informantes instruidos o cul-tos, ni a los mestizos, ni a los traductores, ni a los funcionarios delgobierno, ni a los policías, ni a los comerciantes, ni a los exploradores,ni a los buscadores de materias primas, ni a los turistas, ni a los viajeros,ni a los etnógrafos, ni a los peregrinos, ni a los sirvientes, ni a quienes sededican a entretener a la gente con sus espectáculos, ni a los emigran-tes en busca de trabajo, ni a los inmigrados recientes, ni a otras muchaspersonas. Necesitamos contar con nuevas estrategias que ya empiezana aparecer como resultado de esta necesidad.

La cultura como viaje. Hasta ahora he hablado de las formas en quela gente se va de casa y regresa a ella, representando a mundos dife-rentes centrados, cosmopolitismos interrelacionados. Debería ocupar-me también de las culturas como espacios atravesados: por los oleo-ductos y gasoductos, por las mercancías occidentales, por los turistas,por las señales de radio y televisión. Me acuerdo aquí de Maps andDreams, el libro del etnógrafo Hugh Brody que estudia las practicasespaciales -modo de ocupar, de desplazarse, de utilizar y cartografiar elespacio- que enfrentaron a los cazadores de Athabaska con las compa-ñías petrolíferas que construían oleoductos a través de sus territorios.Pero, como veremos dentro de un momento, aquí empieza a sentirsecon fuerza el peso de una concepción y de una historia del viaje general-mente aceptadas. (¿es lícito asimilar la caza de los indios de Athabaskaal viaje? ¿O una manera de residir en un sitio mientras se viaja? ¿noestaremos violentando excesivamente estos conceptos, haciendo quepierdan su especificidad? ).

Christina Turner, profesora de antropología en la UCSD, me insistíaen este punto hace poco. ¿deberíamos pensar en Squanto como en unnuevo modelo? ¿En los informantes etnográficos como viajeros? Perolos informantes no son viajeros, ni tampoco son «nativos». Las personaspueden elegir limitar su movilidad y también pueden ser «mantenidos ensu sitio» por unos poderes represivos. Turner realizó un trabajo etnográficoentre mujeres japonesas que trabajaban en una fábrica, mujeres que �de acuerdo al menos con la idea habitual de viaje- nunca habían viajado.Pero veían la televisión; podían percibir la relación entre lo local y logeneral; contradecían los estereotipos de los antropólogos, y no selimitaban a representar una cultura. Es un error, me decía Turner, insistiren la literalidad del «viaje». Ello da por zanjadas demasiadas cuestionesy limita el tema, tan importante, de cómo se «localizan» culturalmente lossujetos. Hay modalidades de relación entre interior y exterior diferentesdel viaje o del desplazamiento y en las que se produce un intenso inter-cambio de fuerzas: televisión, radio, turistas, mercancías, ejércitos.

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La observación de Turner me conduce a mi ultimo ejemplo etnográfico,el del libro de Smadar Lavie The Poetics of Military Occupation ( 1990). La etnografía de Lavie sobre los beduinos esta localizada en el sur delSinaí, un país atravesado desde hace tiempo por toda clase de pueblos,y donde en los últimos años se ha producido una ocupación israelí segui-da de otra egipcia. El libro muestra a los Beduinos contando historias ensus tiendas, haciendo bromas, riéndose de los turistas, quejándose delas leyes militares, rezando y haciendo todo tipo de cosas «tradiciona-les»... mientras por la radio se oye el World Service de la BBC en versiónarabe. Lavie nos hace oir el chisporroteo de la radio:

«Shgetef, ¿puedes servir un poco de te?» pide displicentemente elgalid al loco de la comunidad. Shgetef entra y llena por enésima vez lastazas de te dulce y caliente. «y que dicen las noticias» pregunta el galidal hombre con la oreja pegada al transistor, pero no espera a que leresponda. «te voy a decir» dice medio en broma medio en serio. «nadieresolverá lo problemas entre Rusia y América únicamente los chinosrepresentaran algún día una salida. Y cuando lleguen a invadir el Sinaí,eso será el fin de todo esto.»

Es un buen juego de palabras -en árabe «Sinaí» se dice sina, mien-tras que la palabra para «chinos» es sini- y todos reímos espontánea-mente. Pero Shgetef, dejando ver posiblemente con ello su profundasabiduría de loco, se queda mirándonos con los ojos bien abiertos.

El galid continua: «los griegos pasaron por aquí y dejaron el monas-terio (Santa Catalina), los turcos pasaron por aquí y dejaron el castillo(en Nuweb´at Tarabin), y los británicos dibujaron mapas, y los egipciostrajeron al ejército soviético (y unos cuantos pozos petrolíferos), y losisraelíes trajeron a los americanos que convirtieron las montañas enpelículas, a turistas de Francia y Japón y submarinistas de Suecia yAustralia, y Dios nos libre del demonio, nosotros los Mzeina no somosmás que un juguete en las manos de todos ellos. Somos como guijarroso gotas de invierno.»

Todos menos Shgetef volvimos a soltar la carcajada. El coordinadorme señaló con su largo dedo índice, diciéndo con voz autoritaria «apún-talo todo, tú, el que nos pones por escrito!» (Di Illi Tuktubna, uno de misdos sobrenombres entre los Mzeina.)

Me gustaría volver ahora a mi evocación de los hoteles. La escribí alretomar un trabajo anterior sobre París y el surrealismo durante los añosveinte y treinta. Me había sorprendido la cantidad de surrealistas quevivían en hoteles, o en alojamientos para la gente de paso similares ahoteles, y que no paraban de marcharse de la ciudad y de volver a ella.Estaba empezando haber que el movimiento no estuvo necesariamentecentrado en París, ni siquiera en Europa. (París pudo ser la «capital delsiglo xix» de que hablaba Walter Benjamín, ¿pero seguía siendo la del

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xx?) Todo dependía de cómo (y donde) se considerasen los resultadosdel período modernista.

Volviendo a leer aquel ensayo, «On Etnographic Surrealism» ( 1981 ),reeditado en mi libro Predicament of Culture ( 1988 ), encontré una notaa pie de página que terminaba con una referencia totalmente prescindi-ble: «y Alejo Carpentier, que colaboró en la revista Documents.» Depronto me pareció que este cabo suelto tenía una importancia funda-mental. Quise revisar mi estudio sobre París tirando de este hilo y utili-zándolo, con muchos otros parecidos, para rehacer todo el tejido.

Empecé a imaginar que volvía a escribir el Paris de los años veinte ytreinta como una serie de encuentros de viaje incluyendo los desvíos alNuevo Mundo que atravesaban el Viejo- un espacio de partidas, llega-das, tránsitos. Los grandes centros urbanos podían ser entendidos comositios para vivir viajando.

Me encontre manejando historias entre cruzadas: una serie de des-víos y retornos divergentes. Los conceptos de détour y rétour habíansido propuestos por Edouard Glissant en Le Discours Antillais ( 1981 )y fructíferamente desarrollados en la teoría del «habitus potscolonial»por Vivek Dhareshwar. París como espacio de creación cultural incluía eldesvío y retorno de personas como Carpentier. Este escritor se trasladóde Cuba a París y luego regresó al Caribe y Sudamérica para inventar«lo real maravilloso», el surrealismo con una diferencia. El surrealismoviajó, y en estos viajes sufrió cambios. París conoció también el détoury el rétour de Leopold Senghor, Aime Cesaire y Ousmane Socé, que seconocieron en el Lycee Louis Le Grand y volvieron a sus respectivoslugares portando el concepto político-cultural de la Negritude. París erael chileno Vicente Huidobro negando las genealogías de la modernidad,proclamando: «la poesía contemporánea empieza conmigo.» Era en losaños treinta Luis Buñuel, viajando de algún modo entre las reunionessurrealistas de Montparnasse, la guerra civil española, Méxicoy...Hollywood. París incluía el salón de la martiniquesa Paulette Nardal ysus hermanas. Nardal fundo la Revue du Monde Noir, un lugar de en-cuentro entre el renacimiento de Harlem y los escritores de la negritud.

Al acordarme de los hoteles, aquellos lugares de encuentro e inven-ción cultural empezaron a desbordar el marco de París. Al mismo, tiem-po parecían algunos niveles de ambigüedad en el cronotopo del hotel: elviaje negativamente considerado como transitoriedad, superficialidad,turismo, exilio y desarraigo (la invocación por Levi-Strauss de la feaconstrucción de Goiania, la pensión londinense de Naipaul): el viaje po-sitivamente concebido como exploración, búsqueda, escapatoria, en-cuentro trasformador ( el Hôtel des Grands Hommes de Breton, la epi-fanía del turista de June Jordan). Un ejercicio que apuntaba en dirección

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al proyecto de mayor envergadura del que me he estado ocupando aquí,replantearse las culturas como espacios en los que se vive y se viaja,tomar en serio los conocimientos del viaje. De este modo la ambivalenteconsideración del hotel daba a entender que era un complemento delcampo ( la tienda y el poblado). Por lo menos servía de marco de en-cuentro entre personas alejadas -en distinto grado- de sus hogares.

Pero casi inmediatamente la imagen organizadora, el cronotopo,empezaba a desquebrajarse. Y ahora me encuentro embarcado en unproyecto de investigación el que apenas si puede darse una idea deconjunto. El ámbito de comparación al que me enfrento aquí no es unaforma de panorámica general. Aquello con lo que trabajo es mas bien unconcepto de conocimiento comparativo obtenido a través de un itinera-rio, marcado siempre con una señal de «entrada», una historia de loca-lizaciones y una localización de historias: «teorías del viaje parciales ycomplejas». Para decirlo con palabras de Mary John. La metáfora delviaje ha sido para mi un serio intento de hacer un trabajo de cartografíasin «salirme de la realidad».

Tal como lo estoy utilizando aquí, el hotel simboliza una forma espe-cífica de entrar en las complejas historias de las culturas viajeras (y lasculturas del viaje) a finales del siglo xx. Como he dicho anteriormente,este se ha convertido en algo realmente problemático, por razones quesobre todo tienen que ver con cuestiones de clase, genero, raza, situa-ción histórico-cultural y privilegios. La imagen del hotel evoca un tipo deviaje más antiguo, propio de caballeros de países occidentales, en untiempo en que los conceptos de país propio extranjero, ciudad y campo,este y oeste, metrópoli y antípodas estaban mas claramente limitados.La caracterización del «viaje» en función del genero, la clase, la raza y lacultura está perfectamente clara.

El «buen viaje» (heroico, educativo, científico, aventurero, ennoblece-dor) es algo que hacen (o deberían hacer) los hombres. Las mujeresestán incapacitadas para emprender viajes serios. Algunas de ellas sedesplazan a lugares lejanos, pero por lo general en calidad de compañe-ras o como «excepciones»: figuras como Mary Kingsley, Freya Stark oFlora Tristan, que estan siendo redescubiertas gracias a libros que lle-van títulos como The Blessings of a Good Thick Skirt o Victorian LadyTravellers. Las «damas» viajeras (burguesas, blancas) son pocas yaparecen como rarezas en los discursos y las prácticas dominantes. Apesar de que recientes investigaciones están mostrando que eran másde lo que se reconocía anteriormente, las mujeres viajeras estaban obli-gadas a disfrazarse, someterse o rebelarse discretamente a un conjuntode definiciones y experiencias que eran por norma masculinas. Uno nopuede por menos de acordarse de la famosa imagen de George Sandvestida de hombre para moverse libremente por la ciudad con el fin de

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experimentar la libertad masculina del Flâneur. O la envidia de MaryMontague ante la anónima facilidad de movimientos de las mujeres cu-biertas con velos de Estambul. ¿Cuáles serían las formas de desplaza-miento, estrechamente asociadas con la vida de las mujeres que nocuentan como auténticos «viajes»? ¿Las visitas? ¿El peregrinaje? Nece-sitamos saber mucho más acerca del modo en que las mujeres hanviajado y viajan en las diferentes tradiciones históricas. Se trata de untema que apenas si empieza a ser abordado: en la obra de Sara Mills,Caren Kaplan y Mary Louise Pratt, por ejemplo. Las topografías discursivo/imaginarias del viaje en occidente están apareciendo comosistemáticamente marcadas por el género: escenificaciones simbólicasdel yo y el otro fuertemente institucionalizadas, empezando por el traba-jo de investigación y terminando por el turismo internacional. Aunque haymuchas excepciones, especialmente en el ámbito del peregrinaje, esevidente la existencia de un claro predominio de experiencias masculinasen las instituciones y los discursos que se ocupan del «viaje»: así es,desde luego, en occidente, pero también, en diferentes grados, en cual-quier otra parte.

De todas formas deberíamos evitar las generalizaciones excesivas,puesto que aun no ha llegado a desarrollarse del todo un estudio serio,transcultural, del viaje. De pasada podría llamar la atención sobre dosfuentes recientemente publicadas: Ulysses´ Sail, de Mary Helms (1988),un estudio predominante comparativo de los usos culturales de la distan-cia geográfica y el conocimiento/poder conseguido a través del viaje (estudio centrado en experiencias masculinas), y Muslim Travelers (1990),un conjunto de trabajos interdisciplinares editado por Dale Eickelman yJames Piscatori con el propósito de hacer resaltar la complejidad ydiversidad de las practicas espaciales religiosas/económicas.

Otro problema que plantea la imagen del hotel: su propensiónnostálgica. Pues en aquellas partes de la sociedad contemporánea quelegítimamente podemos denominar postmodernas (no creo, paceJameson, que el postmodernismo sea todavía un rasgo cultural domi-nante, ni siquiera en el «primer mundo», el motel ofrecería seguramenteun cronotipo mas adecuado. El motel no tiene un autentico vestíbulo, esinseparable de una red de autopistas: es más un relevo de postas o unnudo de comunicaciones que un lugar de encuentro entre sujetos cultu-rales coherentes. Meaghan Morris ha utilizado eficazmente el cronotopodel motel para organizar su ensayo «At Henry Parkes Motel» publicadoen Cultural Studies en 1988. No puedo hacer justicia a sus sugestivosanálisis de la nacionalidad, el género, el espacio y las modalidades na-rrativas posibles. Lo cito simplemente como ejemplo del abandono delcronotopo de viaje del hotel. Pues, como dice Morris, «los moteles, adiferencia de los hoteles, destruyen las formas establecidas de percibir

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el lugar, el escenario y la historia. Son únicamente monumentos al movi-miento, la velocidad y la circulación perpetua».

El cronotopo del hotel -y con toda la metáfora del viaje- se vuelveproblemático por otras importantes razones que tienen que ver con laclase, la raza y la «localización» sociocultural. ¿Qué ocurre con todosesos viajes que en general evitan el hotel o el motel? Los encuentros deviaje de un campesino de Guatemala o México que cruza la frontera delos Estados Unidos tienen un carácter muy distinto. Una persona delAfrica occidental puede llegar a la banlieu parisina sin haber pisadoningún hotel. ¿Qué escenarios podrían configurar de un modo realistalas relaciones culturales de estos «viajeros»? Al abandonar el hotel bur-gués como escenario de los encuentros de viaje, como lugar de conoci-miento intercultural, trato, sin obtener nunca un éxito definitivo, de liberarel término con el relacionado de «viaje» de una historia de significados yprácticas europeos, literarios, masculinos, burgueses, científicos, heroi-cos, recreativos.

Los viajeros burgueses victorianos, hombres y mujeres, solían ir acom-pañados por criados, muchos de los cuales eran personas de color.Estos individuos nunca alcanzaron el rango de «viajeros». Sus experien-cias, los vínculos interculturales que establecieron, su diferente modo deacceder a la sociedad visitada, rara vez encontraron una representaciónseria en la literatura de viajes. El racismo tiene seguramente mucho quever con ello. Pues en los discursos dominantes a este respecto unapersona que no sea blanca no puede figurar como explorador heroico,intérprete estético o autoridad científica. Un buen ejemplo nos lo propor-ciona la lucha por lograr que Matthew Henson, el explorador negro nor-teamericano que alcanzó el polo norte junto con Robert Peary, aparecie-se en pie de igualdad en la foto de aquel famoso descubrimiento (talcomo fuese construido por Peary, numerosos historiadores, periodistas,políticos, burócratas, e instituciones con intereses en el tema, como larevista Nacional Geographic). ¡por no hablar de los esquimales que hi-cieron posible el viaje¡. Un sinfín de servidores, colaboradores, compa-ñeros, guías, porteadores, etc., han sido excluidos con argumentos con-fusos del papel de viajeros propiamente dichos en razón de su raza oclase, y de su estatus supuestamente inferior en relación con la indepen-dencia aparente del viajero individualista y burgués. En mayor o menorgrado esa independencia era un mito. Cuando los europeos viajaban alugares desconocidos su confort y seguridad relativos quedaban asegu-rados (como dice Fabian) por una amplia infraestructura de guías, ayu-dantes, proveedores, traductores, correos, etc.

¿Se puede considerar el trabajo de toda esta gente como viaje? Evi-dentemente un análisis cultural comparativo trataría de incluirlos a ellos

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y sus personales y cosmopolitas puntos de vista. Pero para hacerlohabría que someter a una crítica implacable el viaje como discurso ycomo género. Esta claro que hay muchos tipos de gentes que viajan,adquiriendo conocimientos complejos, historias, una mayor compren-sión política e intercultural, sin producir ninguna «literatura de viajes».Algunas descripciones de estas experiencias han podido ser publicadasen las lenguas occidentales; así ocurrió, por ejemplo, con los diarios deviaje escritos en el siglo XlX de Ta�unga, el misionero Rarotonga, o conel relato del viajero del siglo XlV Ibn Battuta. Pero esto no es sino lapunta de un iceberg perdido.

Desde un punto de vista histórico, algunas de estas experiencias detrabajo pueden ser accesibles a través de cartas, diarios, historia oral,así como de la música y de las tradiciones interpretativas. Un buenejemplo de reconstrucción de la cultura del viaje de los trabajadores loproporciona el libro de Marcus Rediker Between The Devil and the DeepBlue Sea (1987) sobre el comercio marítimo (y los piratas) en Inglaterray América durante el siglo XVlll. En el se nos revela una cultura cosmo-polita, radical y política que justifica completamente los múltiples ecosdel último capítulo de la obra, «The Seaman as Worker of the world».Las actuales investigaciones de Rediker y Meter Linebaugh (The manyheaded hydra: Sailors, slaves and the atlantic working class in theeighteenth century». Journal of Historical Sociology, 3 (3), 1990) estánsacando a la luz el papel de trabajadores y viajeros africanos en estecapitalismo marítimo (y a menudo insurreccionario) del Atlántico norte.Las coincidencias con la investigación que Paul Gilroy está llevando acabo sobre la diáspora negra a través del Atlántico resultan evidentes.

Llamar «viajeros» a los trabajadores del mar en perpetuo movimientodescritos por Rediker y Linebaugh otorga a su experiencia una ciertaautonomía y cosmopolitismo. A riesgo, sin embargo, de minimizar loslimites impuestos a la movilidad dentro de unos sistemas de trabajodependiente y muy disciplinado. En términos contemporáneos, pensaren trabajadores cosmopolitas, y especialmente en el trabajo de losemigrantes, con metáforas del viaje plantea una serie muy compleja deproblemas. Las disciplinas políticas y las presiones económicas quecontrolan los sistemas de trabajo emigrante contradicen una visión abier-tamente optimista de la movilidad de las personas pobres, y general-mente no blancas, que se ven forzados a dejar sus casas para sobrevi-vir. El viajero es por definición alguien que goza de la seguridad y elprivilegio de moverse con una relativa falta de condicionamientos. Estees, en todo caso, el mito del viaje. En realidad, como demuestran algu-nos estudios recientes entre los que cuentan los de Mary Louise Pratt,los viajeros más burgueses y quienes se desplazan por motivos científi-cos, comerciales, y estéticos se mueven dentro de circuitos en gran

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medida predeterminados. Pero aunque estos viajeros burgueses pue-dan ser «localizados» en unos itinerarios concretos marcados por lasrelaciones políticas, económicas e interculturales generales (relacionesa menudo de naturaleza colonial, postcolonial o neocolonial), tales limita-ciones no guardan a primera vista ninguna correspondencia con las delos trabajadores emigrantes. Es evidente que Alexander von Humboldtno llegó a las costas del Orinoco por las mismas razones que llevaronhasta allí a un trabajador asiático.

Sin embargo me gustaría afirmar que aunque ambos tipos de viajerosno sean equiparables, si comparten al menos algún rasgo común queautoriza la comparación, búsqueda de una (problemática) equivalencia.Von Humboldt llego a convertirse en un escritor de viajes canónico. Elconocimiento (predominante científico y estético) extraído de sus explo-raciones por tierras americanas ha ejercido una enorme influencia. Elconocimiento derivado del desplazamiento del trabajador asiático, suvisión del nuevo mundo, sería con toda seguridad muy diferente. Hoy notengo modo de acceder a ese saber, y posiblemente no lo tenga nunca.Pero al comparatismo cultural le interesaría mucho esa manera de verlas cosas y la forma en que complementaba o corregía a Humboldt.Dado el prestigio de que las experiencias de viaje como fuentes depoder y conocimiento gozan en sociedades muy diversas, dentro y fuerade occidente, el proyecto de comparar distintas culturas del viaje y bus-car equivalencia entre ellas no tendría porqué pecar de etnocentrista nifavorecer las experiencias de una clase determinada. Un detallado aná-lisis de una cultura de viaje moderna se hace, por ejemplo, en EntreParis et Bacongo (1980), de Justin-Daniel Gondoulou, fascinante estu-dio de los «aventureros» congoleños, trabajadores inmigrantes en Pa-rís. Su especificidad cultural (centrada en torno al objetivo de «vestirbien» ) es comparada por el autor con la tradición europea del dandy,así como con la de los «rastas», otra clase de visitantes negros enparís.

Ese proyecto de estudio comparado ha de enfrentarse a la evidenciade que los viajeros se desplazan bajo el efecto de poderosas presionesculturales, políticas y económicas, y de que algunos de ellos son unosprivilegiados desde el punto de vista material, mientras que otros estánoprimidos. Esta diversidad de circunstancias determina sustancialmenteel viaje como tema: desplazamientos en distintos circuitos coloniales,neocoloniales y postcoloniales, en diferentes diásporas, territorios fron-terizos, exilios, détours y rétours. Desde este punto de vista, el viajedenota una variedad de prácticas materiales y espaciales que producensaberes, historias, tradiciones, comportamientos, músicas, libros, dia-rios, y otras expresiones culturales. Hasta las más duras condiciones delviaje, los sistemas de mayor explotación no suprimen totalmente la apa-

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rición de culturas de la emigración o la diáspora ni tampoco la resistenciaque éstas ofrecen. La historia de la esclavitud en el ámbito atlántico, porponer solo un ejemplo especialmente violento, una experiencia que in-cluía la deportación, el desarraigo, el aislamiento, el trasplante y lareactualización, ha dado como resultado una variedad de culturas ne-gras interrelacionadas: afroamericana, afrocaribeña, británica y sud-americana.

Necesitamos más estudios comparados de estas y otras- «culturasde la diáspora», como la ha llamado Mercer. Como Stuart Hall afirma enuna provocativa serie de artículos recientes, las condiciones de la diás-pora invitan a un replanteamiento -tanto teórico como político- de losconceptos de la etnicidad e identidad. Un dialogo histórico sin concluirentre continuidad y ruptura, esencia y posicionalidad, homogeneidad ydiferencias �que nos corta transversalmente a «nosotros» y a «ellos»-,caracteriza las articulaciones de la diáspora. Estas culturas del despla-zamiento y el trasvase son inseparables de unas especificas, y a menu-do violentas, historias de interacción económica, política, y cultural, his-torias que generan lo que podríamos llamar unos cosmopolitismosdiscrepantes. Al recalcarlo, evitamos al menos el localismo excesivo deun relativismo cultural particularista, así como la visión excesivamentegeneral de la monocultura capitalista o tecnocrática. Y desde esta pers-pectiva la idea de que cierta clase de gente es cosmopolita (viajeros),mientras que otras no lo es (nativos) se revela como la ideología de unacultura del viaje muy poderosa. Me gustaría insistir de nuevo en que elpropósito de mi trabajo de hoy no es simplemente invertir las estrate-gias de localización cultural, esa fabricación de «nativos» que he critica-do al principio. No estoy diciendo aquí que no haya gente que pertenezcaa un sitio, que no exista en el hogar, que todas las personas viajen -odeban viajar-, que todos seamos cosmopolitas o estemosdesterritorializados. Esto no es una nomadología. Lo que estoy tratandode hacer es aproximar los análisis comparatistas de la cultura a especí-ficas historias, técnicas, formas cotidianas de vivir en un sitio y viajar, devivir en un sitio viajando, de viajar viviendo en un sitio.

Acabaré haciendo una serie de exhortaciones.

Necesitamos plantearnos en términos comparativos los diferentes iti-nerarios/ enraizamientos de tribus, barrios, favelas, vecindarios deinmigrantes: historias dispuestas para combatir las «interioridades» másimportantes de la comunidad y las «exterioridades» del viajepreestablecidas. ¿Qué es lo que lleva a definir y defender una patria?¿Qué finalidad política tiene reivindicar un hogar, y a veces ser relegadoa el? Como he dicho hace un momento, necesitamos conocer los lugarespor los que viajamos, obligados a seguir siendo pequeños, encerrados

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en si mismos, desprovistos de todo poder por las fuerzas dominantes. ASmall Place, la cáustica descripción de Jamaica Kincaid (1968) del tu-rismo y la dependencia económica en Antigua, hace la crítica de unahistoria local de neocolonialismo, logrando darle una resonancia univer-sal. (¡Una crítica de Antigua escrita en Vermont!) ¿Cómo distintos suje-tos históricos, persiguiendo y detectando diferentes grados de poder ylibertad, mantienen, controlan, subvierten, atraviesan los «interiores» ylos « exteriores» de la nación, de la etnia, de la comunidad? (volando aveces en los mismos aviones�)

Necesitamos conjurarnos con localizaciones nuevas como la «fronte-ra». Lugar especifico de hibridación y lucha, vigilancia y transgresión, lafrontera entre Estados Unidos y México ha obtenido recientemente unestatus «teórico» gracias a escritores, activistas y estudiosos chicanos:Américo Paredes, Renato Rosaldo, Teresa Mckenna, José David Saldivar,Gloria Anzaldúa, Guillermo Gómez-Peña y el Border Arts Project de SanDiego/Tijuana. La experiencia de la frontera produce poderosas visionespolíticas: la subversión de toda bipolaridad, la proyección de una «esfe-ra pública multicultural (opuesta al pluralismo hegemónico)» (Flores yYudice «Living Borders/Buscando América», Social Text, 24, 1990).¿Hasta que punto se le pueden encontrar equivalencias a este lugar-metáfora del paso? ¿En qué se parecen los territorios fronterizos (luga-res de viaje reglamentado y subversivo) a las diásporas, y en que sediferencian de ellas?

Necesitamos conjurarnos con «culturas» como la de Haití que ahorapuede ser estudiada en el Caribe y en Brooklyn. Tal vez algunos deustedes conozcan el exuberante relato de Luis Rafael Sánchez «TheAirBus» (magníficamente traducido por Diana Vélez en The Village Voice).Lo que conocemos como «cultura puertorriqueña» estalla con un escán-dalo de risas y conversación desbordante durante un rutinario vuelo noc-turno entre San Juan y Nueva York. Casi todo el mundo esta viajandoconstantemente... lo normal no sería ya preguntar: ¿De donde es us-ted?, sino «¿De donde viene y a donde va?» (la pregunta de la identidadintercultural). Hay puertorriqueños que no pueden soportar la idea deresidir en Nueva York. Que guardan su billete de regreso como si fueseun tesoro. Puertorriqueños que «allí» se ahogan y « aquí» resucitan.«puertorriqueños permanentemente instalados en un territorio que flotaentre el acá y el allá y que de algún modo deben quitar solemnidad alviaje, convertido en poco más que un breve recorrido en un autobús, enesta ocasión volador, que flota sobre el riachuelo a que los puertorrique-ños han reducido el océano Atlántico.»

Cuando nos ocupamos de la migración y la inmigración, una atenciónseria al género y la raza complica los diferentes enfoques clásicos y,

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sobre todo los modelos de asimilación mas lineales. La antropóloga deBerkeley Aiwa Ong está actualmente estudiando a los inmigrantescamboyanos asentados en el norte de California. Su investigación secentra especialmente en sus diferentes, e incompletas, manera de inte-grarse en América, los distintos modos en que los hombres y las mujeresprocedentes de Camboya negocian sus identidades en la nueva culturanacional. Between Two Islands, el estudio de la migración internacionaldominicana de Sherri Grasmuck y Patricia Pessar (1991), se ocupa,entre otras cosas, de las diferencias entre las actitudes que hombres ymujeres mantienen hacia el lugar en que residen, el regreso a la tierra dela que proceden y la lucha en el lugar de trabajo. Julie Matthaeli y TeresaAmott han escrito perspicazmente sobre combates y barreras concre-tas relacionadas con la raza, el género, y el trabajo a que han de enfren-tarse las mujeres asiáticas o asiático-americanas en los Estados Unidos(«Race, Gender, work: The Hstory of Asian and Asian American women»,Race and Class, 31 (3) 1990).

Ya he mencionado el papel fundamental que las alternativas políticasy económicas tienen en estos movimientos de poblaciones. (así puedeverse en los importantes estudios sobre camboyanos, dominicanos, yasiático-americanos que acabo de mencionar.) Robin Cohen proponeuna teoría general de la migración y los sistemas de trabajo capitalistasen The New Helots: Migrants in the International División of Labor (1987),obra que reserva un espacio a la resistencia político-cultural dentro deuna visión general fuertemente determinista.

En «The Emerging West Atlantic Sistem» (W. Alonso (ed.) Populationin an Interacting World, 1987) Orlando Patterson sigue el desarrollo deun medio «postnacional», centrándose en Miami, Florida. «Tres podero-sas corrientes» -escribe- «están socavando la integridad de las fronte-ras nacionales.» La primera es la larga historia de intervenciones milita-res, económicas, y políticas que Estados Unidos ha llevado a cabo fuerade sus fronteras. La segunda es el carácter crecientemente transnacionaldel capitalismo, su necesidad de organizar los mercados en un nivelregional. «La tercera corriente que mina el Estado-nación es la de losmovimientos migratorios.»

Habiendo dedicado el ultimo siglo y medio a violar militar, económica,política y culturalmente las fronteras nacionales de la región, el centrose ve ahora incapaz de defenderse de la violación de sus propias fronte-ras nacionales. En caso de hacerlo, los costes administrativos, políticos,y lo que es mas importante, económicos, serían demasiado altos. Elcomercio, y la división internacional del trabajo, siguen esa bandera.Pero también desencadenan vientos que terminan derribándola.

Según Patterson, es probable que las consecuencias culturales deuna «latinización» de importantes regiones del «centro» político-econó-

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mico carezcan de precedentes. Con toda seguridad diferirán de losmodelos migratorios (europeos y asiáticos) mas clásicos, que no sebasaban en la «proximidad geográfica ni en afinidades cohistóricas».Estamos asistiendo a la aparición de nuevos mapas: áreas de culturasfronterizas, pobladas por etnias fuertes y diaspóricas irregularmenteasimiladas a los Estados-nación dominantes.

Y sí no queremos que las poblaciones migrantes contemporáneas senos aparezcan mudas y pasivas como hojas movidas por el viento, nece-sitamos prestar oído a un gran numero de «historias de viaje» (no «lite-ratura de viaje» en el sentido burgués). Pienso, entre otras, en las histo-rias orales de mujeres inmigrantes recogidas y analizadas por el centrode estudios puertorriqueños de Nueva York ( Benmayor). Y por supues-to, no podemos ignorar el completo surtido de manifestaciones cultura-les, sobre todo el terreno de la música -una rica historia de creadores decultura viajera e influencias transnacionales- recogido por Gilroy.

Tenemos suficiente. Demasiado. El concepto de viaje, tal como yo lohe estado utilizando aquí, posiblemente no puede cubrir la totalidad delos desplazamientos y las interacciones a que me acabo de referir. Yque, sin embargo, ha servido para traerme hasta estas tierras fronteri-zas.

Me aferro al concepto de «viaje» como término de comparación cul-tural precisamente en razón de su contaminación histórica, de sus aso-ciaciones con organismos pertenecientes a un género, y una raza, privi-legios de clase, medios de transporte específicos, rutas transitadas,agentes, fronteras, documentos y cosas por el estilo. Lo prefiero a tér-minos aparentemente mas neutrales y «teóricos» como «desplazamien-to», que puede hacer demasiado fácil la búsqueda de equivalencias endiferentes experiencias históricas (a través de la ecuación postcolonial/postmoderno, por ejemplo). Y lo prefiero también a términos como«nomadismo», frecuentemente generalizado sin aparente resistencia apartir de experiencias no occidentales (¿La nomadología como una for-ma de primitivismo postmoderno?) más interesante para trabajar con élme parece el término de comparación «peregrinación». En el se incluyeuna gran variedad de experiencias occidentales y no occidentales, yestá menos cargado de connotaciones de clase y de genero que el«viaje». Por otra parte, permite subvertir elegantemente la oposiciónconstitutiva entre viajero y turista. Pero son acepciones «sagradas» lasque tienden a predominar, a pesar de que se vaya de peregrinacióntanto por motivos profanos como por razones religiosas. Y a la larga,por prejuicios culturales de todo tipo, encuentro mas difícil ampliar elconcepto de «peregrinación» para incluir en él el de «viaje» que lo con-trario. (Lo mismo se podría decir de otros términos, como el de «migra-

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ción» por ejemplo.) En todo caso, no hay términos o conceptos neutra-les, incontaminados. Un estudio comparativo de la cultura tiene necesa-riamente que utilizar -eso si, de un modo autocrítico- instrumentos com-prometidos, dotados de una fuerte carga histórica.

Aquí he estado manejando, abusivamente diría yo, el término «viaje»como un término de traducción. Con esta expresión me refiero a unapalabra de aplicación aparentemente general utilizada estratégica ycontingentemente como término de comparación. La palabra viaje estairremediablemente contaminada por la localización de clase, género, yraza, así como por ciertas resonancias literarias. Nos ofrece un buenrecordatorio de que todo término de traducción usado en comparacio-nes generales- términos como cultura, arte, sociedad, campesino, modode producción, hombre, mujer, modernidad, etnografía- nos sirve ciertotiempo y luego deja de ser utilizable. Tradittore, traduttore. En la clase detraducción que mas me interesa se aprende mucho sobre pueblos, cul-turas e historias distintos de los propios, lo suficiente para que empece-mos a darnos cuenta de lo que nos estamos perdiendo.