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César Moresco un ser estupefacto Olvídense de mi voz, pero aquí están los seres que expulso en cada suspiro Oscar Vitelleschi

César Moresco. Un hombre estupefacto

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César Moresco, Un hombre estupefacto -como se titula la recopilación de la pluma de Carlos Mendes- apareció entre los meses de octubre de 1993 y junio de 1997 en las revistas "Nexo" y "NX, periodismo gay para todos" del Grupo Nexo. Es la mutación de la afilada mirada que el autor fue llevando desde su temprana firma alter ego, para diferenciar su labor como Director Editorial y como Coordinador del dossier Nexo +. Los textos fueron recopilados por Diego Tedeschi Loisa para el libro Tres de un par imperfecto. Escritos granizados (Buenos Aires, Bubok, 2014).

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César Moresco un ser estupefacto

Olvídense de mi voz,

pero aquí están los seres que expulso

en cada suspiro

Oscar Vitelleschi

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El hombre estupefacto

El sol sale y se pone todos los días, y no pregunta antes si va a estar nublado; sale y hace lo suyo. Lo mismo hacen las ardillas, los topos, los malvones, las orugas y los calamares. Al único que se le ocurre reflexionar es al ser humano, y ahí cagó. Se queda duro, boquiabierto, estupefacto, patitieso, porque descubre que algún día va a morirse. A veces viene un mal parido y se lo dice. Semejante obviedad suele, muchas veces, arruinarle la vida, y ahí se queda, cada vez más pálido, cada vez más quieto, cada vez más frío. Por supuesto que, con semejante actitud, lo único que logra es morirse realmente, demostrando a los otros que tenía razón.

¡Nada de eso!

Para todos aquellos que no deseen repetir tan lamentable actuación, les aconsejo algo muy práctico y sencillo. Descendamos en la escala zoológica, abdiquemos a favor de alguien que quiera complicarse la vida y renunciemos a ser los reyes de la creación. Cualquier especie que elijamos será, en ese sentido, mucho más sabia que la nuestra. Podemos ser tigres de bengala, aunque nos comamos las uñas o gatitos mimosos si nos gusta el calor y los sillones, hormigas laboriosas, cascarudos obsecados, águilas majestuosas, tímidas lombrices; en fin, lo que queramos, sin pensar en plazos que a nadie ocupan en este universo inmenso que se dedica a los suyos y dura.

De vez en cuando nos toparemos con algún hombre estupefacto. Démosle algunas vueltas alrededor, husmeémoslo, piquémoslo si somos avispas, meémoslo si somos perros, hagamos lo animalmente posible para hacerlo reaccionar y luego sigamos con lo nuestro.

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La puta realidad

La realidad es, jamás concibió el dilema shakesperiano, le es imposible no ser. Deambula sin día ni noche, con su voluminoso cuerpo abarcador, y amamanta a sus criaturas con la parcimonia de la abundancia.

Un desmesurado séquito de espejos la acompaña, acercándole todas y cada una de las imágenes que le pertenecen. En algunos de esos espejos estás vos, en otros yo.

Un ejército precario se afana en camuflarla y, como hormigas que sueñan con acabar el follaje, la devoran, la mutilan, la transforman. Ella, ausente, recorre su escenario segura de la eternidad.

No ama ni odia, se limita a parir diversidad.

El drama se desata entre los hijos, que se obstinan en transferirle atributos de su pequeña identidad, sueñan con atraparla, definir sus borrosos contornos, colorear sus rincones más oscuros, iluminar sus sombras, manipular su luz. Agotan argumentos con la pueril intención de hacerla a su imagen y semejanza, modas y maneras, ejercitan lenguajes en desleal retórica, instituyen hipócritas morales decretando víctimas y victimarios; en fin, juegan a ser Dios.

Afortunadamente la vida de los seres humanos dura poco.

Mientras tanto, la realidad “se deja” como una puta generosa que no le niega el cuerpo a nadie. Acepta que jueguen en su vientre y sigue, impertérrita, pariéndose a sí misma.

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La verdad, lo verosímil

Nuestra cultura está hecha de palabras que se articulan a través de un discurso, de un relato con el que nos comunicamos. Cuando algo sucede, mientras está sucediendo, constituye el hecho en sí, la verdad, el acontecer mismo. Ni bien terminó de suceder, comienza a desarrollarse un fenómeno exclusivo de la esencia humana: el relato. Una serie de palabras forman frases y las frases se suceden configurando un discurso que nos cuenta, nos relata lo que acaba de suceder. ¿Todos los relatos o discursos tratan de ajustarse a la verdad? La verdad en el discurso sería aquel relato que trata por todos los medios (y superando las propias limitaciones del lenguaje) de ajustarse a lo real, a lo que verdaderamente sucedió.

El hecho en sí se extingue en el tiempo, tiene fin y, con su extinción, desaparece la verdad: su relato puede ser eterno, transmitirse a través de generaciones, superar todos los plazos. La realidad es fija, rígida, una sola; el relato es plástico, maleable, susceptible de modificaciones porque no está indefectiblemente unido a la realidad, se desprende de ella, se independiza.

Decía Platón: “En los tribunales, la gente no se inquieta en lo más mínimo por decir la verdad, sino por persuadir, y la persuasión depende de la verosimilitud, aún a costa de la verdad”.

Aparecen aquí dos conceptos: la persuasión y lo verosímil. Platón define lo verosímil como “la relación de un relato o discurso particular con otro relato o discurso general y difuso, que todos conocen y al que se le da el nombre de opinión pública”.

La aceptación actual de la palabra verosímil es aún más explícita: un relato es verosímil en la medida que trate de hacernos creer que se conforma a lo real y no a sus propias leyes. Aquí la idea del engaño aparece claramente. ¿En qué consiste ese engaño? Adherimos con asombrosa candidez al prejuicio, o preconcepto, de que todo relato, todo discurso hablado, escrito o dado en imágenes lleva implícito una permanente referencia a lo real. Pero el relato no es la transcripción directa de la verdad, las palabras no son “los nombres transparentes de las cosas”, el discurso no refleja la conciencia del que habla en su intención de referir un hecho verdadero, sino que se constituye en el campo de batalla donde las reglas de la persuasión son usadas hasta sus últimas consecuencias sin ser denunciadas previamente. El objetivo ya no es decir la verdad, sino convencer al otro de que lo que dice es verdadero. Así aparece lo verosímil.

Este engaño tiene una trascendencia que sobrepasa el interés literario o lingüístico, pues a través de él se logra equiparar la realidad con su relato, la

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verdad de la realidad con la verosimilitud del discurso. Lograda la equivalencia, se puede instaurar una realidad inexistente.

¿En qué consiste esa realidad inexistente, instaurada a través de la persuasión de un discurso verosímil? Pues no es otra cosa que la opinión pública. Bajo estas reglas se la ha moldeado y esta oculta intención persuasiva del lenguaje ha permitido orientarla aún en contra de la realidad misma. Se trata del “saber común”, de ese mar de fondo donde naufragan indefectiblemente, en su primer viaje, las ideas nuevas, y donde goza de buena salud la redundancia y el lugar común; ese panteón desmesurado donde la verdad está bien enterrada y la verosimilitud muestra sus tetas siliconadas y recoge el aplauso. Es la Doña Rosa de Neustadt la que engorda cotidianamente con el discurso persuarivo y verosímil. Su intención es engordarnos a todos -a vos, a mí- con ese discurso; obligarnos a repetirlo en un minucioso adoctrinamiento que nos llega de todos lados. Televisión, radio, prensa, gobierno, funcionarios, docentes, y hasta el entorno familiar; cualquier disfraz le cabe. El que se niegue a repetirlo tiene, en ese mismo “saber común”, un lugar bien preparado: el de los locos, los subversivos, los que atentan contra la “moral y las buenas costumbres”, los que “algo habrán hecho” y sufrirán las consecuencias de una poderosa estrategia neutralizadora.

La opinión pública rellena, con sus particulares leyes, el vacío que nos produciría el reconocer que sabemos poco y que nos llevaría “peligrosamente” a pretender buscar la verdad. Este “saber común” tapona, satisface falsamente como la miga del pan, produce sensación de saciedad para el hambre más importante de los seres humanos, el hambre de verdades. Los sume en un letargo similar a la rumia de las vacas, repitiendo una y mil veces el mismo bocadillo redundante. Y todos sabemos que las vacas no protestan, van en orden y sin chistar al matadero.

Es con la manipulación y el moldeo de la opinión pública, a través de un discurso persuasivo y verosímil, como algunas democracias pretenden transformarse en un fraude. Más de una lo consigue.

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En uno solo de tus botines cabe toda la Argentina

En un país donde los símbolos patrios están encerrados en los cuarteles, transformados en bijouterie castrense. Donde la palabra patria ha sido alejada para siempre de la infancia. Donde solo Charly se animó a hacer del Himno una canción amable. En un país donde usar la escarapela nos hace sentir, de algún modo, traidores. Donde Borges hizo del sitio de su entierro un último mensaje didáctico. Donde el adoctrinamiento reemplazó a la educación. Donde la libertad fue asesinada treinta mil veces.

En este país, un pequeño gran hombre se transformó en bandera. La bandera es de los hombres, ellos la usan y ellos la hacen. Colocan ahí, en lo alto de su mástil cotidiano, aquel símbolo que los sostiene, que los hace sentirse vivos, libres, decentes.

Un morochito de sombra rubia, con dos hijas de nombre extraño, nos une, nos abraza, nos cura el alma. En un país de extranjeros alguien estampó sobre la mítica bota un maravilloso botín.

Eso es un símbolo patrio y quien pretenda dañarlo es un delincuente.

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Las vacunas contra el sida me tienen las bolas llenas

Primera plana de los diarios: Fulanito de tal comenzará a ensayar una vacuna contra el sida. Avance de los noticieros de TV: Nueva vacuna contra el sida. Cara circunspecta de periodista comunicador: ¿Será este el fin de la plaga del siglo? Mientras tanto, en otra dimensión -pero curiosamente en el mismo mundo-, una persona que vive hace años con el virus de la “plaga del siglo” se lava los dientes mientras escucha la noticia. “¡Otra vez! Estos tipos me tienen las bolas llenas”.

Desde un ángulo del espejo del baño se asoma la esperanza disfrazada de anzuelo, pero ¿si esta vez es cierto, si realmente descubren la vacuna?, le susurra al oído.

Primera plana de los diarios, recuadro pequeño: Fulanito de tal advierte que no se deben alentar falsas expectativas. Noticiero de TV, el periodista comunicador, con cara aún más circunspecta, dice: El profesor emérito fulatino de tal declara que no se podrán sacar conclusiones antes de transcurridos por lo menos dos años…

El apestado del siglo terminó de lavarse los dientes y se dedica a sí mismo, frente al espejo, una radiante sonrisa. Piensa: “¿Falsas expectativas? ¿Dos años, tres años, diez años…? Si yo creyera en esta gente ya me habría muerto hace rato”. Aplasta el anzuelo con el pote de crema de afeitar y la esperanza, ahora sin disfraz, se le mete en el bolsillo. Musita para sí: “Metete la vacuna en el culo”.

Apaga el televisor y la radio, tira el diario a la basura y mira por la ventana la azalea llena de flores.

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Nadie se muere con nadie, ni siquiera un tanto así

Maldito otoño imperdonable, prolijo y combativo.

Malditas palabras afiladas, cobarde forma del cobarde hombre del cobarde siglo.

¿Dónde están los cuerpos? ¿Dónde el sudor, la lucha franca?

¿Dónde la sangre que corre generosa? ¿Dónde está la hombría?

Tan muertas como la poesía, las almas son apenas garabatos.

La garganta atrincherada en aparatos faxea sus misiles a resguardo.

Resguardo del resguardo, esa es la ausencia,

el látex de los forros forra el alma, la mente está encerrada en un látex

prolijo y nauseabundo, digno hijo del plástico y de un mundo

de siglas numerosas y ausentes.

¿Dónde queda el dolor de tanta gente? ¡Qué! ¿No notan lo que pasa?

Pasa que morimos cotidianamente, pasa que nos matan,

quizás a algunos más rápido que a ustedes.

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Y no quiero cortejos numerosos,

ni epitafios de gloria, ni hipócrita gratitud

fría y tardía. Quiero el amor

hoy, ahora, en este día.

Quiero que me besen, que alguien vigile mi sueño desde el vano de la puerta. Que me sequen la frente. Que me cubran los pies

si me destapo.

Quiero hermanos, amigos, compañeros, humanos, falibles, verdaderos.

Desprecio a los burócratas de un régimen prolijo y con membretes

y a sus perfectas retóricas de hielo. Me importa nada lo que piensen

y en mí solo hallarán a un enemigo. Traficantes de influencias,

lobbistas de chatarra decadente, nos veremos todos en la misma fosa,

fría, húmeda y silente.

Me abrazo a los puros y a los mansos, a los pequeños y modestos artesanos

de lo único que vale en esta vida, la confianza, la fe y la compañía.

En este otoño militante me muero más de pena que de sida, como le está pasando a tanta gente.

***

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Muerte y vida Existe una actividad humana muy frecuente, numerosa, inevitable y salomónicamente equitativa: la muerte. ¿Por qué hablamos tanto de tantas cosas y tan poco de esta única? Sospecha y acertarás. Nuestra cultura se ha encargado de aditarle cuanto detalle nefasto esté a su alcance. Nuestra ciencia le finge un respeto que tiene más que ver con la ignorancia que con el conocimiento. Las religiones aprovechan su hermetismo para camuflarla con narraciones persuasivas. La medicina la contempla más como un fracaso que como un hecho vital; el último, por lo menos, de los que desde este lado abarcará nuestra memoria.

Nosotros, los vivos, andamos por ahí considerando que este es un asunto de los otros, de los que de hecho se han muerto. Y los moribundos, salvo contadas excepciones, asisten atónitos al desarrollo de un evento que les es dado conocer desde el mismo día en que nacieron.

El vacío, o lo que es aún peor, el ruido interferente con el que nuestra cultura pretende alejarnos de esa condición, llaman poderosamente la atención.

Existe un solo conocimiento que hace del hombre lo que debe ser: un ser humano. Ese conocimiento es el de su propia finitud, el de su muerte inexorable. No hay otra especie que lo comparta y es entonces lícito pensar que allí reside el “germen de la humanidad”, la principal condición del ser humano, único mamífero superior que accede a la conciencia de su propia muerte. Si todo lo humano parte de ese conocimiento podríamos pensar que lo inhumano de los seres humanos es consecuencia de los recursos culturales que tienden a atenuar o a hacer desaparecer ese conocimiento primero. Lo cierto es que, en nuestra cultura, la muerte está divorciada de la vida, en un maníaco intento de dislocar dos opuestos que dependen indefectiblemente de su cohesión para que cada uno tenga sentido.

Nada sirve si no guarda relación con la vida, si no nos ayuda a vivir. La muerte, la idea de la muerte, es indispensable para un solo tipo de vida en el planeta, la vida humana. Las otras variantes no la necesitan. En la medida en que la muerte pierde sentido dentro de una cultura, la vida humana, en esa cultura, se devalúa. En la medida en que a la muerte se le niega espacio, ésta invade a su opuesto tratando de expresarse; quizás resida allí la explicación de por qué la vivencia anticipada de la muerte nos ocupe cada vez más la vida, bajo las infinitas formas y gradientes de la depresión y la melancolía.

Los rituales que las religiones montan en torno a la muerte son solo placebos engañosos, señuelos distorsivos que nos hacen creer que nos

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ocupamos de lo que en realidad solo tergiversamos con narraciones más o menos verosímiles.

Solo la filosofía nos habla de la muerte. El amor al conocimiento es el único que enfrenta al verdadero conocimiento, la duda, el plazo, lo inexorable, la verdad.

Si analizamos en qué porcentaje la filosofía forma parte de nuestra cultura tendremos una idea de la poca idea que tenemos de la muerte y, en consecuencia, la cada vez mayor cantidad de muerte que invade nuestras vidas.

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Envejecer no es para maricones

Los varones gays nos enamoramos de hombres y los hombres no envejecen. Es más, diría yo que no existen hombres excesivamente jóvenes. La “hombría” lleva tiempo, claro está que lleva tiempo bien empleado. El mero transcurso de los años no garantiza nada.

La “gaytud” parece, en algún punto, divorciada de la “hombría” y, con el transcurso de los años; a menudo, ese divorcio se hace cada vez más evidente.

Amo a las lesbianas, amo su simple, sabia y mansa manera de envejecer.

Las percibo en sus pequeñas siluetas, gordas o flacas, en la honestidad de esos rostros sin maquillaje, moviéndose en ropas cómodas; amo su desobediencia, su herejía. Las comparo con “nuestros” jeans ajustados, nuestras botas tejanas, nuestro exasperante composé de colores y marcas, nuestra repulsión por arrugas, calvicies y flaccideces, y las siento mucho más libres en el valiente ejercicio de sostener la humana “fealdad”, como un galardón que la vida indefectiblemente nos depara. Y más capaces de lograr esa alquimia final, de irradicar con la mirada, con la simple certeza de una palabra, con la definitivamente sabia concesión del silencio, o con una postura, una opinión, un carácter, la única belleza que me conmueve y que excepcionalmente es joven.

La “lesbitud” está naturalmente más cerca de la “hombría”; por eso no sería raro que con el correr de los milenios terminemos recreando una sociedad “heterosexual” a través de un amor diferente entre varones gays y mujeres lesbianas, quizás definitivamente alejado del sexismo y cumpliendo herméticamente el mítico destino de los ciclos.

La vida es, entre otras cosas, el arte de envejecer. Los varones gays nos llevamos bien con el arte, pero muy mal con la vejez. Acaso las lesbianas nos puedan ayudar. Al fin y al cabo, si alguien ayuda en este mundo, ese alguien es casi siempre una mujer.

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La moral del chimpancé

Hay padres amorosos, que construyen minuciosamente un nido de burbujas donde fecundan y cuidan los huevos que pone la poco agraciada hembra. Son padres-madre abnegados que custodian a su futura descendencia sin distraerse para comer. Se trata de los Beta, pequeños peces tropicales. Curiosamente, estos padres tan maternales son luchadores despiadados cuando, ocasionalmente, se encuentran con otro macho. También hay padres temibles, que obligan a la hembra a alejarse de su cría para que no puedan dañarla. Son padres ociosos y déspotas que suelen dar muerte a hijos propios y ajenos. Se trata de los leones y, en general, de la mayoría de los felinos, incluyendo nuestro adorable gato doméstico.

Hay parejas fieles, como las de cotorras australianas que en general son monógamas y desovan siempre en el mismo nido. Hay madres abandónicas que dejan sus huevos en el nido ajeno y jamás crían a sus hijos.

Madres ausentes, padres agresivos, madres-padre o padres-madre, parejas amables o incapaces de convivir. La naturaleza, a la que tanto apelamos como ejemplo, despliega su profuso abanico de opciones como un dios magnánimo que a nadie le niega espacio.

Es obvio que el modelo de paternidad-maternidad-familia vigente en nuestra sociedad responde a intereses que no son naturales en el ser humano. Si no fuera así, éste transitaría por esas instancias con la misma naturalidad con que lo hacen otras especies.

No se trata de regresar a la selva, pero es hora de rescatar al hombre, a la mujer y a la pareja de la cárcel absurda e hipócrita en la que se los pretende mantener presos.

Sinceridad y honestidad versus hipocresía, dogmatismo y obstinación. De eso se trata.

Hemos escuchado más de una vez tachar de “antinatural” a la pareja humana homosexual, mientras esos mismos sectores entronizan como “natural” el matrimonio, la monogamia y la familia tradicional como institución socioeconómica.

Como siempre, la realidad marcha a su propio ritmo y no se somete a los interesados deseos de ningún sector. Los animales son al respecto mucho más honestos y juegan su juego sin hipócritas presiones culturales.

Patriarcados y matriarcados coexisten con las más variadas formas de organización grupal y familiar. Entre los perros es habitual la existencia de

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hembras de contextura y comportamiento de machos (machorras) y machos sumisos que se someten a otros machos. Las jaurías pueden responder a un macho dominante o a una hembra dominante.

Entre los chimpancés la estructura familiar es un matriarcado; los machos, fuera de fecundar a las hembras, cumplen roles grupales, pero no familiares.

Para la falaz mirada humana, que un león macho mate a una de sus crías es algo difícil de entender; tanto como que en el 63% de los casos de niños asesinados, el asesino es uno o ambos padres (datos del Departamento de Justicia de los EE.UU.). La diferencia radica en que el primero es un acto irracional, mientras que el segundo es profundamente humano. “El infanticidio es algo bastante común”, dice el psiquiatra estadounidense Tom Cotle. En Argentina, el Dr. A. Rascowsky viene estudiando y denunciando este hecho desde hace décadas. Cabe destacar que la muerte del niño sometido al maltrato es la consecuencia menos habitual de esta situación. La mayoría de los niños maltratados sobreviven y arrastran el maltrato durante toda su vida, actuando de adultos lo que padecieron de niños.

Al respecto, el león es más honesto y efectivo, ya que difícilmente deja con vida a la cría que ataca.

Algo huele a podrido en nuestra estructura social, algo que no puede atribuirse simplemente a los instintos (como en los animales) o a condiciones “naturales” o “antinaturales”, eufemismos caprichosos, contradictorios y falaces.

El profundo malestar de nuestra sociedad se manifiesta en lo que pretendimos que fuera su “célula base”, la familia.

Cabe una pregunta: ¿se expresa en la familia o se origina en ella?

Si la familia es su origen, es obvio que esa estructura social o lo que ha devenido de ella, debe reverse con urgencia.

La realidad, ese difuso imperio de lo que inapelablemente sucede, la cuestiona permanentemente.

El león hace lo que tiene que hacer, preso de su instinto. El ser humano hace lo que puede hacer, apresado en una cultura que amenaza con transformarse en la más primitiva ley de la selva.

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Convivir con animales

La vida es un milagro. Por ahí andan las sondas de la NSA buscando entre años luz algo de vida y aquí nos brota en abundancia. Miles de millones de dólares para descubrir lejos lo que abunda cerca. No sé cuál es el negocio.

La araña se asoma detrás de un cuadro. El yuyo se obstina entre adoquines. Los gatos se aman a alaridos y, desde el rincón de la casa, un perro nos mira y nos ama para siempre.

Para quienes hemos conocido desde chicos el placer de convivir con animales, su ausencia nos resulta inconcebible. Pero hay muchos otros que no han tenido esa experiencia y dudan entre el natural deseo de tenerla y una realidad urbana que cada vez nos limita más.

No hay excusas que nos priven de ese “diálogo” con colas, rabos, pieles, hocicos, plumas y cantos. Solo hay que conocer algunas cosas sobre ellos, los animales, y muchas sobre nosotros mismos, sus futuros dueños.

A la hora de elegir un compañero Uno no se va a vivir con cualquiera. Por lo menos a cierta edad. Traer un

perro a casa significa, si somos responsables, diez o quince años de convivencia. El animal hará lo posible por adaptarse a nosotros. Pero, ¿cuánto estamos dispuestos a hacer nosotros para adaptarnos a él?

En principio, no todos los perros son iguales. A ellos les sucede lo mismo que a nosotros. Tienen su personalidad y, si bien la convivencia es una especie de milagro, hay que tener en cuenta algunas cosas que nos puede ayudar a que también sea un éxito.

Razas humanas y personalidades caninas Los perros de caza son naturalmente inquietos, curiosos, su instinto los lleva a

atrapar, a perseguir. Son compañeros vivaces y alegres. Pero habrá que estar dispuestos a correr con ellos. Los pastores, en general animales de gran tamaño, son fuertes y guardianes y están instintivamente preparados para conectarse profunda y permanentemente con sus amos, ya que naturalmente trabajan junto a él con el rebaño. Los perros de guardia son feroces custodios del perímetro en donde viven con sus amos. De aspecto feroz y de buen porte, suelen ser, puertas adentro, dulces compañeros. Los pequeños perros de compañía constituyen esa selección que el ser humano hizo para que el feroz lobo llegue a ser un pequeño

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prodigio. Peludos y cariñosos no tienen más pretensiones que las de estar allí, cerca nuestro. Pero nos depararán sorpresas, pues son excelentes perros llamadores (alertan sobre la presencia de extraños) y no dudarán en morder si fuera necesario. Los perros puro perro, los más abundantes, esa consecuencia del amor canino que, como el ser humano, no sabe de intereses de “cuna” o “raza” y se impone por su propio peso, reúnen características de estos cuatro grupos, en mayor o menor medida, según sus ancestros.

Combinando estas razas caninas con las igualmente numerosas personalidades humanas llegaremos a la feliz frase: “se ha formado una pareja”.

Las palabras y los perros Los perros no entienden el significado de las palabras. Solo entienden los

tonos de la voz, sobre todo de la voz del amo, y las circunstancias que los rodean. La misma palabra dicha con tonos diferentes provocará distintas reacciones en el animal. El perro reconocerá la voz de su amo entre infinidad de voces aparentemente similares. El oído es un sentido dominante, casi tanto como el olfato, y ambos predominan sobre la vista, que no es en los perros el sentido primordial.

El tono de voz del amo, junto a los sonidos que lo suelen acompañar -como el ritmo de sus pasos, el tintineo de sus llaves, su manera de silbar-, son para el perro señales inequívocas de su presencia, aun mucho antes de poder verlo u olerlo.

Hay dos palabras que el perro debe reconocer rápidamente: su propio nombre y la palabra “no”.

La elección del nombre es importante. Cuanto más corto y sonoro sea, más rápido lo identificará. Llamar Penélope a una perra parece correcto. Pero con el correr de los días, ese nombre se transformará en su apócope inevitable, “Pene”, y, tratándose de una hembra no resultará conveniente llamarla así. Lo ideal es elegir para nombre palabras cortas de una o dos sílabas con letras de sonido fuerte y vocales acentuadas.

Que el perro comprenda la palabra “no” es de vital importancia para su supervivencia en un medio urbano lleno de peligros. Cuando llegás a la esquina y el animal amaga con cruzar la calle, un fuerte tirón en la correa y la palabra “no” enérgicamente pronunciada será suficiente para que comience a entender. Lo mismo se hará cuando intente comer restos de la calle o hacer sus necesidades donde no debe. Es fundamental que la orden sea clara y concisa. De nada sirve que le expliques “no, mi amor, no cruces que es peligroso…”. El tono afable de tu voz lo hará mover la cola y cruzar lo más campante hasta que un 60 diferencial

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le pase por encima. La mayoría de los accidentes de mascotas en la vía pública son responsabilidad de sus dueños. No se trata de llenarnos de culpa sino, solamente, de tratar de evitarlos.

Los animales y el tiempo Los seres humanos pocas veces nos tomamos el trabajo de intentar

comprender otros mundos que se imbrican con el nuestro y lo matizan. Solo percibimos algunos de esos mundos y ni siquiera a esos pocos logramos entender. Presos en nuestros sentidos dominantes y atados a nuestras especulaciones racionales, elaboramos un esquema definitivo de cómo son las cosas. Y así nos va.

Según el budismo, el mundo de los animales -que también puede estar destinado al ser humano, rencarnación mediante- está regido por un sentimiento dominante: la ignorancia. ¿Qué ignoran los animales? Los animales ignoran muchas cosas, pero nos referiremos al tiempo. No hay en ellos registro de su transcurso. Lisa y llanamente no existen, por impensables, el ayer y el mañana; todo es un hoy extenso y permanente. Un aquí y ahora que se repite eternamente.

“¿Por qué mi perro sabe a qué hora regresaré y está ansioso y atento?”. Tu perro no sabe, simplemente registra grados de luminosidad, intensidad y calidad de sonidos y todos y cada uno de los cambios ambientales que suceden en el día, con una precisión inusitada. Y cuando la luz es la correcta (día, tarde, noche) los ruidos tienen la intensidad adecuada y el ambiente ha tomado el aspecto exacto -el mismo que tiene todos los días cuando vos llegás-, entonces el perro sentirá que estás llegando y se pondrá ansioso y atento.

Su “saber” depende de las señales que le llegan de la realidad inmediata y de los hábitos, del sucederse de los días con iguales acontecimientos. Decile un día que al siguiente llegarás más temprano y no por eso ha de esperarte. El episodio será para él una agradable sospresa. Si llegás varios días seguidos más temprano, entonces sí comenzará a esperarte a esa hora.

“Y los fines de semana, ¿cómo sabe que yo no voy a trabajar y me levanto más tarde?”. Solo los seres humanos creemos que los días se identifican por su nombre y se ubican en el almanaque o por el calendario del reloj. Para tu perro, el sábado y el domingo tienen un olor preciso, el ruido de la calle es diferente al del resto de los días y el ritmo de la casa y del ambiente cambian con tanta nitidez que no necesita consultar un calendario.

El “saber” de los animales es diferente al nuestro, pero no por eso es menos preciso. Depende directamente de señales concretas del aquí y ahora, no saben que saben, solo sienten que saben en el momento adecuado y de acuerdo a su

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propia experiencia. No hay posibilidad de que evoquen recuerdos placenteros en momentos tristes, ni recuerdos tristes en momentos placenteros. Están libres de las trampas del ayer y del mañana, pero están “presos” de un hoy definitivo.

El sufrimiento para ellos es más intenso, pero afortunadamente también tienen esa característica: la felicidad.

Nacimientos en casa Yo aprendí lo que es un milagro gracias a un chanchito de la India. Una

mañana de sábado, soleada y cálida, me levanté no muy temprano y enfilé con la taza de café con leche hacia mi sillón matinal favorito, desde donde dejo transcurrir en silencio ese tránsito curioso entre el sueño y la completa vigilia, que me insume aproximadamente una hora de tiempo terrenal. Ese momento del día es para mí milagroso y, en él, muchas veces intuyo y atrapo la felicidad.

Al mirar hacia el balcón, atestado de plantas como corresponde a mi condición de gay asumido, me pareció ver algo distinto, algo nuevo, en la jaula de mamá chanchito de la India -que hasta la noche anterior vivía allí sola y cómodamente-. Algo, pequeño y peludo, corrió y se escondió. El corazón me dio un vuelco. Fue como descubrir un gnomo asomado tras la pata de un mueble y que luego se ocultaba, presuroso. Me levanté y me acerqué a la jaula. Allí estaba, pequeñísimo, peludo, completo, absolutamente milagroso. El bebé chanchito de la India, protegido por el cuerpo de su mamá, me espiaba. La mitad de su tamaño correspondía a la cabeza. El resto era el cuerpo redondito. No medía mucho más de 10 cm. Repetía el color de su mamá-blanco y beige-, pero había en su expresión, en sus movimientos, en toda su anatoía, ese halo de la vida recién estrenada, esa belleza poderosa irresistible que suele proteger a esos seres minúsculos de la crueldad de los hombres. Ese chanchito me hizo sentir profundamente el prodigio de la vida, superó todo mi saber con la simple contundencia del hecho real.

Ese pequeño milagro blanco y beige resultó ser una hembra y con el correr del tiempo, otra mañana soleada y no tan cálida, quintuplicó el prodigio; esta vez, con una mayor variedad de colores.

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El ángel caído

Las primeras fantasías sexuales surgen en un niño; un ángel, según la concepción cristiana de los ángeles. Un ángel que despierta sin concebir idea alguna del infierno. Un ángel que se sorprende, que no sabe, que no atina a comprender lo que sucede. Si sus fantasías son heterosexuales encontrará infinidad de señales para orientarse. Un guiño tácito de toda la sociedad las fomentará tras cierto disimulo pacato. Un permiso disfrazado de prohibición acompañará a ese niño hasta el debut sexual. Uno podría decir que hay mucho por hacer en el mejoramiento de ese tránsito. Pero la sorpresa inicial, el asombro, el desconcierto ante la irrupción del sexo, encontrará rápidamente los apaciguadores carriles que la sociedad le tiende.

Si las fantasías de ese niño fueran homosexuales, un panorama muy distinto se abre para él. Estamos hablando de un niño de 8 años, que no entiende bien qué significa una erección y que jamás ha tenido una polución.

Para este niño no existirá carril permisivo alguno. Sus ojos muy abiertos y su oído atento no encontrarán en su entorno cotidiano ningún guiño de aprobación. Su deseo está “equivocado” y al tiempo que le procura placer infringe dolor a sus seres queridos.

Maricón, puto, marimacho, torta, trolo, mariquita, marcha-atrás, raro, comilón. El niño oirá estas palabras desde muy temprano, las oirá mucho antes de que se dirijan abiertamente a él, y ya sabrá que le están cuidadosamente reservadas. Al tiempo que su fantasía homosexual va cobrando cuerpo, comenzará la lenta construcción de un complicado andamiaje defensivo para que la irresistible concreción de sus deseos se mantenga lo suficientemente alejada de la fuente de amor y seguridad que son sus seres queridos. No obstante, las ideas del pecado, el error o la enfermedad, difícilmente lo abandonen.

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Alquimia

Creo que fue Borges quien dijo: “solo se pierde lo que nunca se ha tenido”.

A partir de esa frase, siempre pensé que desde mi condición de homosexual yo había perdido a la mujer por no haberla “tenido” nunca.

No me gustan los designios ni las fatalidades a los que sí era proclive nuestro escritor. Nunca me gustó la idea de haber perdido aquellos que jamás “decidí” perder.

Entonces, quise pensar en “la mujer”, en ese enigma que mi apetito sexual no ha elegido.

Su sola evocación me resulta auspiciosa. Hay algo en mi alma que le pertenece.

Quizás desde mi condición de gay, de hombre que ama a los hombres, comparta con ella el amor por ese otro enigma que sí me sacia. Pero eso no es todo.

Me siento en ella, con ella, un centauro que potencia su fuerza en ese mítico crisol. Mi cuerpo de hombre, mi falo, mi potencia, están indefectiblemente a su servicio muy alejado de la posesión, un servicio infinitamente amable.

Mi humanidad toda le pertenece porque hay un conocimiento entre nosotros, una antigua convivencia, un coito prolongado, sin genitalidad alguna, pura comunión de espíritus. Porque comparto con ella lo incompartible, el ser.

Como aquel que diera el peligroso paso entre esas dos ríspidas laderas enfrentadas, para rodar de una a la otra buscando un nuevo y difícil equilibrio, llevo encima el pedregullo de ambas.

Soy permanentemente ambos, hombre y mujer. Curiosa alquimia.

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¡Viva el placer!

En el principio fue un pecho, el calor, un olor conocido, la saciedad del alimento. Luego eso nos fue quitado, lenta o bruscamente. Y llegó la ausencia, motor del pensamiento. La búsqueda del placer nos fue guiando por ese laberinto irrepetible, donde, abriéndose y cerrándose, infinitas puertas nos hicieron dibujar un curioso itinerario. ¿Llegamos a donde quisimos, solo a donde pudimos o, sin saber, a donde jamás pensamos llegar? Lo cierto es que, con mayor o menor frecuencia, alguna vez, tras una nueva puerta abierta, fuimos protagonistas de esa inefable conjunción del cuerpo y del espíritu, de esa saciedad completa que no nos deja resquicio insatisfecho, de ese estado que parece sustraído de otro mundo y que damos en llamar felicidad.

Las huellas del placer La búsqueda del placer organiza su alquimia: climas, música, silencios, olores,

formas, voces u objetos. Soledades, búsquedas, abismos, lugares, horas, miradas, gestos. Palabras, imágenes, pensamientos, encuentros, desencuentros.

Intento tras intento, de pronto, en el pequeño crisol, fragua un momento, un dios ausente que a fuerza de invocado se digna a mirarnos.

En ese lapso eterno seremos lo innombrable, lo inasible, lo que apenas si roza el pensamiento. En ese instante, el alma es lo concreto y reconocemos ser benditos.

La felicidad, a buen resguardo de crímenes indignos, conservará lozanías que intactas nos devuelven los recuerdos. Su huella poderosa nos habrá preñado para siempre y tras ella, una y mil veces, habremos de empezar de nuevo.

Ser feliz es, a veces, tan fácil como recordarlo: el perfume en los cajones del ropero de mi madre; la carta a los reyes y el despertar del seis de enero; mi tío Osvaldo y la plaza Irlanda; el invierno, las alfombras y las estufas de vela; mi primer perro; la mañana de los sábados y los cuentos de mi padre; la risa de mi hermano y el tren eléctrico; los veranos en Don Torcuato, las tormentas en el campo, descubrir un nido, andar a caballo; el olor del mar; los domingos, la casa llena de gente y el risotto de mi abuela; las fábulas de Esopo y Peter Pan; el “poliladron” y los carritos de rulemanes; Tarzán, Los Pérez García y Niní Marshall, en las tardes de invierno; el umbral de mi casa en el pasaje Amberes y las canciones de J. M. Serrat.

“…creo que entonces, yo era feliz”.

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La película Mi momento ideal debería haber sucedido hace treinta años. Mi madre, que siempre se pareció a Joan Crawford, y mi padre, que nunca se pareció a Michel Piccoli, hablarían en torno tierno, visiblemente enamorados. Es la hora de la cena y estamos todos sentados a la mesa.

Yo diría: “Creo que me gustan los hombres”. Mi madre, con sublime naturalidad, levantaría la vista, mientras llena un enorme cucharón de sopa de la sopera inglesa para servirla en el plato de mi padre y, sin derramar ni un solo fideo, diría: “Mi amor, poco importa qué sea lo que te guste. Lo importante es que seas feliz”, y miraría a mi padre con los ojos llenos de ternura, mientras le tiende el plato de sopa. Mi padre, que ha extendido su mano y la oprime contra mi muslo, me diría: “No importa qué sea lo que decidas emprender; contá siempre con nosotros”.

Mi hermano, que con semejantes padres sería una criatura angelical, diría: “¿Así que te vas a hacer trolo?”. Y todos reiríamos alegremente.

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Bello y triste

El pavo real no sabe que es bello, simplemente utiliza el colorido y la imponencia de su cola para atraer a su pareja. Si fuera consciente de sus atributos, posiblemente buscaría un espejo en lugar de la poco agraciada hembra.

En la naturaleza, cuando la belleza se hace presente, va ineludiblemente unida a la vida. La selección natural, ley de leyes en la evolución de las especies, es inmune a la belleza. Cuando la naturaleza selecciona algún atributo no la tiene en cuenta, busca aquello que aporte al individuo alguna capacidad práctica para adaptarse y sobrevivir. Cuando el atributo seleccionado es bello, lo es de manera secundaria; lo primordial es que sirva a la vida.

Vayamos al ser humano. ¿Qué ha hecho con la belleza? A medida que se alejaba de su animalidad se fue descubriendo sensible a la belleza. A esa extraña cualidad que lo atraía desde muy distintos aspectos.

Fiel a sus métodos, el ser humano se propuso abstraer la belleza, circunscribirla y atraparla en su esencia misma. Como el niño que desarma el juguete para ver cómo está hecho buscó adueñarse de “lo bello” que hay en la belleza.

Y así extrajo las plumas del pavo real; buceó hacia la ostra para quitarle la perla; pintó el atardecer. Obtuvo objetos bellos y los atesoró llevándolos consigo como un amuleto que garantizara “la belleza” que reclamaba su evolucionado espíritu.

Como el niño que desarmó el juguete debió pagar un precio. La pluma no es el ave, la perla no es el mar, la pintura no es el atardecer.

Los objetos bellos hieren el alma; la belleza, en cambio, la acaricia.

La perla habla de la ausencia del mar, la pluma de la muerte del ave y la pintura del atardecer que jamás vimos.

Los objetos bellos solo nos hacen evocar la belleza y solo se evoca lo que está ausente.

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Celebración

El hombre. Padre, hijo, amante, amado, líder, súbdito, niño, anciano.

El hombre, ese inevitable desafío, creador y destructor de dioses,

hacedor de universos impensados.

El hombre, esa inquieta criatura, busca, defiende,

combate, rechaza y comprende.

Y en un mundo desmesurado se atreve a esgrimir su pequeña injusticia.

Hijo y nieto de hombres, tirano poderoso condenado al llanto,

gigante con pies de barro.

Un mundo de hombres lo amenaza.

Un universo de humana anatomía lo sofoca.

Condenado a repetirse en vidas ajenas, el hombre se amontona,

y el número le advierte

que hay una sola cosa a la que debe someterse.

Los hombres serán siempre más que el hombre.

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Navidad

Miles de vírgenes paren en diciembre. Vírgenes de fe, de esperanza y consuelo. Sentadas paren las vírgenes indias. Niños negros paren las vírgenes negras. Arena, pampa, altiplano, selva, miles de pesebres sin vaca ni burro que les preste aliento. Vírgenes magras, sin anunciación y sin carpintero. Miles de cristos echados al mundo de cristos sin madero, sin clavos ni lanza. Cristos sin palabra. Cristos del hambre y el desconsuelo. Cristos que revuelven bolsas de basura. Cristos rabiosos, presos y enfermos. Cristos de manoplas y navajas. Cristos del sexo. Nuestros cristos, heridos desde el nacimiento. Navidad en Ruanda, Formosa o en México. Navidades blancas de coca y harina. Navidades blancas de chicha y de caña. Navidad de cristos que esperan que, al fin, otro Cristo nazca. Otra navidad refulge en el cielo y Herodes festeja en un piso veinte. Puso reflectores que atraen a los reyes obispos, jerarcas, papas del imperio. ¿La virgen? Jamás estuvo embarazada y en una jocosa parodia profana aborta un hermoso niño Dios de yeso.

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La humanidad partida en dos: Cuerpo y espíritu, sexo y fe Las religiones, las filosofías, las culturas en general, han impuesto esta dicotomía del cuerpo y del espíritu como entidades separadas, diferentes, de distinta sustancia y naturaleza. El cuerpo por un lado, con su esencia finita, terrenal y peligrosamente emparentada con otras especies; y el espíritu por otro, de naturaleza “divina”, destinado a la “eternidad” e indefectiblemente atado a una existencia pendular entre el “bien” y el “mal”, sin permitirse jamás un equilibrio.

Este parece haber sido un esquema eficiente que las distintas culturas, a través del tiempo, siguieron aplicando con criterios más o menos depurados.

Esto permitió que durante siglos la esclavitud fuera algo “razonable” porque “algunas etnias carecen de espíritu”.

Esto permite que las mujeres deban acatar las decisiones de los varones porque “son espiritualmente inferiores”.

Esto permite que los niños estén irremediablemente sometidos al arbitrio de los mayores porque “son espiritualmente incompletos”.

Esto permite que millones de animales sean sacrificados cotidianamente por deporte, placer o una supuesta hambre (que subsiste a pesar de ese genocidio diario) porque “los animales no tienen espíritu”.

Todas atrocidades e injusticias cometidas en aras del supuesto espíritu.

Cada tanto, como suele suceder en la historia de los hombres y siguiendo un ritmo cuya métrica se nos escapa, aparecieron seres humanos que lograron hacerse escuchar: Buda, Moisés, Cristo, Ghandi, Martin Luther King, etc. Rápidamente la cultura del poder atrapó sus relatos, sus argumentos y sus verdades; desholló sus cuerpos, les quitó la vida y manipuló de manera despreciable aquella palabra primera hasta quitarle el poder liberador original y transformarla en un recurso retórico de presión y dominio sobre las mayorías. El concepto del alma, del espíritu, ha servido más para el crimen y la condena que para el amor y la compasión con los que las poderosas religiones se llenan la boca. A veces, lo mejor que puede sucedernos es ser marginados, ser separados del blanco rebaño impensante, dócil y obediente. Ser echados de ese “paraíso”. Esa condición nos hace repensarlo todo.

El espíritu humano no es, en sí mismo, ni bueno ni malo. Es simplemente inmensa e inevitablemente capaz de ser. De ser todo lo humanamente posible. Así como no abandonamos nuestro cuerpo en ningún lado, jamás deberíamos entregar nuestro espíritu a nadie, ni depositarlo en organizaciones por antiguas y

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poderosas que sean. Las religiones no tienen nada que ver con la fe; cumplir con rituales no es tener fe. La fe es una experiencia maravillosa y acaso inevitable, que a veces nos sumerge en el más profundo ateísmo, honesta y dolorosa forma de ejercerla.

Si logramos comprender, contradiciendo todo lo que se dice, que el cuerpo y el espíritu son en realidad la misma cosa, que no hay uno sin el otro, es más, que ni siquiera hay “uno” y “otro”, sino que son grados de lo mismo; si logramos atrapar esa idea y hacerla nuestra conjuraríamos el principal recurso que el poder utiliza para someternos, dividiéndonos en dos, partiéndonos al medio y manteniendo alejadas esas dos partes que si no son una no son nada.

Calmados la sed, el hambre, el miedo, el frío y el sexo comienza a surgir un hambre nueva que nos obliga a seguir buscando, que nos completa y gracias a la cual llegaremos a ser seres humanos.

Saciar esa hambre nueva no es fácil. Ni siquiera es fácil llegar a sentirla. Nuestra cultura tiene armas poderosas para mantener anclado nuestro cuerpo en un permanente y repetido intento de saciar nuestras necesidades primeras: sed, hambre, miedo, frío, sexo.

Presos en esas cárceles modernas jamás llegaremos a sentir el hambre espiritual. El mundo está atestado de esas cárceles que, a veces, alcanzan el tamaño de un país entero, o aun de un continente. La enorme mayoría de nuestros prójimos están encerrados entre barrotes sutiles. Peleando por saciar el hambre, la sed, el miedo, el abandono, la intemperie y, en el mejor de los casos, sumergidos en la búsqueda del amor a través del sexo. Es vital saciar esas hambres, pero también es crucial superarlas, no permitir que en ninguna de ellas se nos ancle, se nos retenga, sea por defecto o por exceso.

El sexo es un punto de clivaje, una bisagra en donde lo físico se puede atomizar en lo espiritual, donde cuerpo y espíritu se pueden imbricar hasta hacerse indivisibles, hasta demostrarnos que son la misma cosa. Ese punto es quizás el más esclarecedor y no es casual que sobre él se ejerzan los más rígidos y enérgicos mecanismos neutralizadores.

Quien me habla de espiritualidad sin ayudarme previamente a saciar mis otras hambres es un hipócrita. Quien condena mi cuerpo condena mi espíritu; quien daña mi cuerpo daña mi espíritu; quien ata mi cuerpo ata mi espíritu. Anclar el cuerpo es anclar el alma.

El mejor catecismo es un plato de comida, un vaso de agua limpia, una casa reparada y un orgasmo amoroso. Solo después de todo eso estamos completos y listos para comenzar a sentir la más importante de las hambres, la única exclusivamente humana: el hambre espiritual.

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Rumbos y armonías

Algunos caminan y siempre están en el mismo sitio; otros se quedan sentados y el mundo gira para ellos. Algunos se quedan quietos por temor a llegar a algún lugar, y otros caminan solo para alejarse de sí mismos.

¿Cómo saber cuál es el rumbo, si el movimiento o la quietud son la manera?

La armonía. Si algún aspecto tiene la verdad debe ser el de la armonía, ese ensamble de las ondas.

La onda, ese único signo inevitable, misterioso, omnipresente. El mar, la luz, tu voz; todo son ondas y quizá bajo la forma de ondas llegue la verdad, tocándonos sin tocarnos, envolviéndonos, atravesándonos, vibrando de infinitas maneras diferentes.

No se la puede buscar con los ojos, ni con las manos; no es audible, aunque los ojos, las manos y el oído también sirven. Ni hay palabra que la nombre ni letra que la escriba, pero ambas pueden rondarla con inusitada precisión. Las ondas se sienten, solo eso; se perciben de sutil y frágil modo. Y ondulante ha de ser el rumbo como los círculos en la superficie del lago que ondulantes señalan el centro y cuanto más se alejan más agrandan ese centro hasta que, llegado a la orilla, el lago todo es el centro.

Sentir, esa debe ser la clave. Sentir a la vez con todos los sentidos, pero muy especialmente con ninguno.

Huir de la parte, de la arbitraria fracción y admirar la inasible precisión del todo. Sentir con sentimientos, no con emociones; aprender los opuestos de una sola vez, atraparlos y mantenerlos siempre unidos dentro nuestro. No permitir jamás que se separen. Si se alejan uno de otro, nos fraccionan, nos astillan y atomizan el alma.

Desconfiar con confianza, desconfiar de buena fe…

César Moresco

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Tedeschi Loisa, Diego – Presentador

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Escritos granizados

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 474 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4964-5

1. Narrativa Argentina. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 07/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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