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ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA 1 JOSEFINA Mi nombre es Josefina, tengo 21 años y soy originaria del Estado de México; de aquí juntito a la capital. Soy la mayor de seis hermanas. Menos mal que no fui la más chiquita de todas. Mi padre, Filemón, era obrero en una fábrica que creo que hacía carrocerías metálicas para camiones. Digo que era porque lo corrieron después de haber pasado casi 30 años ahí, y en febrero del año pasado le dieron las gracias. Sí, simplemente le dijeron que no había más trabajo; dizque por eso de la crisis. La verdad, yo no entiendo mucho de esas cosas. Pero el día en que nos lo dijo los ojos se le llenaron de lágrimas, y mi mamá, que se llama Rosario, hizo lo único que sabe hacer bien: ponerse a llorar. Como dije antes, mi falta de entendimiento no me permitió ver lo que aquella tarde de febrero iba a cambiar mi vida. Después de todo no se le puede pedir mucho a alguien que apenas terminó la primaria. Bueno, eso digo yo. Debo decirles que nuestra familia nunca se ha caracterizado por ser especialmente unida. Lo que es más, yo creo que por nuestra forma de ser hemos sido totalmente lo contrario: Mi papá siempre dedicado a su trabajo; mi mamá a las cosas de la casa, y mis hermanas… bueno, algunas están todavía muy chicas para entender esto de la vida y ayudan a mi mamá a ganar algunos centavos lavando y cosiendo ajeno. De las dos que siguen de mí, Rosalía se fue con el novio cuando tenía 17 años y aunque dice que se casaron después, lo cual no me consta, acabaron separándose y regresó a la casa con su hijo Juanito (mi sobrino que tiene un año de edad), y trabaja ayudando a la limpieza y lavado de ropa en casas de algunas familias en México, por lo que tiene que dejar a su niño para que se lo cuiden entre mi mamá y mis hermanas.

Caso Josefina

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ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA

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JOSEFINA

Mi nombre es Josefina, tengo 21 años y soy originaria del Estado de México; de aquí

juntito a la capital.

Soy la mayor de seis hermanas. Menos mal que no fui la más chiquita de todas. Mi padre,

Filemón, era obrero en una fábrica que creo que hacía carrocerías metálicas para camiones. Digo

que era porque lo corrieron después de haber pasado casi 30 años ahí, y en febrero del año pasado

le dieron las gracias. Sí, simplemente le dijeron que no había más trabajo; dizque por eso de la

crisis.

La verdad, yo no entiendo mucho de esas cosas. Pero el día en que nos lo dijo los ojos se le

llenaron de lágrimas, y mi mamá, que se llama Rosario, hizo lo único que sabe hacer bien: ponerse a llorar.

Como dije antes, mi falta de entendimiento no me permitió ver lo que aquella tarde de

febrero iba a cambiar mi vida. Después de todo no se le puede pedir mucho a alguien que apenas

terminó la primaria. Bueno, eso digo yo.

Debo decirles que nuestra familia nunca se ha caracterizado por ser especialmente unida.

Lo que es más, yo creo que por nuestra forma de ser hemos sido totalmente lo contrario: Mi papá

siempre dedicado a su trabajo; mi mamá a las cosas de la casa, y mis hermanas… bueno, algunas

están todavía muy chicas para entender esto de la vida y ayudan a mi mamá a ganar algunos

centavos lavando y cosiendo ajeno.

De las dos que siguen de mí, Rosalía se fue con el novio cuando tenía 17 años y aunque

dice que se casaron después, lo cual no me consta, acabaron separándose y regresó a la casa con

su hijo Juanito (mi sobrino que tiene un año de edad), y trabaja ayudando a la limpieza y lavado

de ropa en casas de algunas familias en México, por lo que tiene que dejar a su niño para que se

lo cuiden entre mi mamá y mis hermanas.

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Mi otra hermana, Tomasa, trabaja en una fábrica de ropa hasta el centro de la ciudad de

México, y coopera para los gastos de la casa con lo poquito que le queda, que no es mucho

porque paga su transporte, su comida y no le dan ni siquiera el mentado salario mínimo.

Pero basta de perder el tiempo. Les decía que aquella tarde cuando mi papá nos dijo que

se había quedado sin trabajo no me preocupé demasiado. Después de todo, si tenía tantos años

trabajando supuse que no le iba a ser difícil encontrar otra chamba aun mejor que la anterior.

Desgraciadamente no fue así y cada noche era muy triste verlo cada vez menos seguro y

más cansado… y viejo, aunque no es grande ya que apenas acaba de cumplir los cincuenta años.

Sin embargo, oíamos como le decía a mi mamá que en todos los trabajos a donde iba no admitían a

nadie que tuviera más de 35.

Al mismo tiempo, empezamos a sentir que cada vez faltaban más cosas en la casa. Y es

que la verdad cada día estaban más caras las cosas y el dinero, aun estirándolo ajustaba para

comprar menos y menos. Además, y por si fuera poco, el dueño de la “casa” donde vivimos –por

decirle de alguna manera, ya que son apenas dos cuartos que la hacen de todo, con piso de tierra y

donde dormimos yo y cuatro de mis hermanas en uno y los demás en el otro– nos empezó a

aumentar la renta cada seis meses “dizque porque ya no le convenía seguirla rentando tan barata”.

Así las cosas, una tarde mi padre nos llamó y dijo que no podíamos seguir de esa manera

porque ya no nos alcanzaba para nada, ni siquiera para mal comer, y es que cada vez menos gente

daba su ropa para lavar, planchar y coser porque les pasaba lo mismo: no tenían para pagar y lo

hacían ellas mismas, y por lo tanto, que todos deberíamos de buscar un trabajo para ayudarnos a

salir adelante.

Hasta ese momento no puedo decir que había yo tenido una infancia fea. Como cualquier

muchacha de mi edad, yo soñaba con que algún día encontraría a mi “Príncipe Azul”, nos íbamos

a casar y, como en los cuentos, seríamos felices toda la vida.

Pero hay una gran diferencia entre el mundo de los sueños y la realidad de la vida, y a

veces al despertar es todo menos agradable. Así, un buen día me vi obligada a enfrentarme a la

vida a mis escasos 20 años recién cumplidos que tenía en aquel entonces, y me lancé a buscar

trabajo.

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Quiero decirles que sin ser una belleza deslumbrante, tampoco soy fea; y que de mi

familia soy la mejor de cuerpo y esas cosas. Por lo que cuando ando bien arregladita… bueno,

ustedes me entienden.

Sin embargo, a pesar de lo que yo consideraba “buena presentación”, me encontré con

que los estudios que tenía de primaria, como ya les había dicho antes, no me servían de nada. Y

es que me di cuenta que muchas muchachas con un mejor nivel de estudios estaban también

buscando trabajo, y que tampoco estaban tan mal las condenadas.

Conforme pasaban los días y la presión de dinero subía en la casa me empecé a

desesperar, ya que entre los llantos de mi mamá, las exigencias de mi papá –quien por esas fechas

empezó a tomar, para “olvidar sus problemas”–, las necesidades de mis hermanas y hasta la

enfermedad de mi sobrino Juanito, que necesitaba medicinas que cada vez costaban más, las presiones

se hicieron insoportables.

Pero, como dice el dicho: “No hay mal que dure cien años… ni enfermo que los

aguante”. Una tarde, cansada y malhumorada, llegué a una fábrica de galletas donde me habían

dicho que estaban solicitando personal.

Ahí, después de pasar el para mí ya clásico ritual de estar esperando que me hicieran el

favor de atenderme, finalmente me recibió un señor muy amable que me hizo muchas preguntas

acerca de mí y de mi familia; de lo que me gustaba, lo que quería hacer y otras que todas ustedes

seguramente ya conocen. Me dijo que tenía que presentarme en el sindicato para que me dieran

mi “pase” para poder empezar a trabajar.

Llena de alegría llegué esa noche a mi casa y les comuniqué la buena nueva, oyéndose

risas por primera vez desde hacía mucho tiempo, y me preparé para ir al sindicato a la mañana

siguiente.

Temprano, llegué a las oficinas sindicales y pregunté por la persona que me habían dicho, un tal Sr.

Guillermo. Me dijeron que no acostumbraba llegar temprano porque antes de llegar ahí atendía varios asuntos; pero

me recomendaron que no me fuera, ya que si me esperaba seguramente me atendería ese mismo día, cosa que hice

por que no tenía nada que hacer.

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Después de estar casi todo el día esperando, cerca de las seis de la tarde llegó el mentado

Sr. Guillermo despidiendo un aliento alcohólico que se podía sentir a cinco metros. Eran casi las

siete de la noche cuando me pasó a su oficina y, desde el momento en que entré, sentí que me

miraba de una manera muy rara e insistente, casi comiéndome con la mirada.

Después de hacerme preguntas un rato me dijo que si quería el “pase” para poder trabajar

en la galletera le tenía que hacer un pequeño “favor”: salir con él a tomar un refresco. Como

había tratado muy poco con hombres, la verdad me dio mucho miedo y coraje, por lo que me

levanté y le dije que lo que yo quería era trabajo, no otra cosa, y me fui a mi casa.

Durante todo el camino me sentí muy confundida, pero al llegar a la casa y contarle todo

a mi papá me sorprendió que no dijera nada y simplemente agachara la cabeza y se diera la media

vuelta. Mi mamá, para variar, se puso a llorar, en tanto que mis hermanas me dijeron que yo era

una tonta, que si no fuera por mi mojigatería ya tendría un trabajo con el que ayudaría a los gastos

de la casa, y especialmente para comprar la medicina de Juanito.

Como comprenderán, no pude dormir en toda la noche y ya cerca del amanecer tomé mi

decisión: saldría con el Sr. Guillermo a tomar un refresco, misma que comenté con mi hermana

Rosalía, la mamá de Juanito, en cuanto se levantó y quien solamente sonrió de manera misteriosa.

Por la tarde volví a la oficina sindical y le dije al Sr. Guillermo que aceptaba su

invitación, lo cual le dio mucho gusto, según dijo, y poco después fuimos en su lujoso coche a un

lugar medio raro que estaba casi a obscuras.

Ahí Guillermo pidió unas bebidas raras que me hicieron sentirme muy contenta, mientras

que el se portaba cada vez de manera más amable y me aseguraba que me ayudaría para que

trabajara de inmediato.

Lo demás ya se lo imaginarán ustedes. Regresé a la casa en la madrugada, pero con el

“pase”. Mi padre se hizo el dormido, mientras que mamá sollozaba quedamente para no despertar

a mis hermanas en tanto que, en el otro cuarto, mi hermana Rosalía sonreía socarronamente.

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Dos días después entré a trabajar a la galletera, como obrera general y ganando el

mínimo, con un contrato por 28 días. Desde que regresé ahí con mi ya famoso “pase” el señor

amable que me había atendido antes, ahora ya sabía que se llamaba Luis y era el jefe de personal,

no dejaba de observarme y platicar conmigo cada vez que tenía oportunidad.

Cerca del vencimiento de mi contrato, el señor Luis me mandó llamar a su oficina y, con

gran sorpresa de mi parte, me invitó a “tomar un café” cosa a lo que de inmediato me negué –

todavía estaba muy fresco en mi mente lo que había pasado con Guillermo–. Al oír mi

contestación, Luis cambió de actitud. Me dijo que no fuera tonta, que lo pensara bien ya que si no

salía con él no me iba a dar un nuevo contrato.

Esta vez había aprendido la lección y no le dije nada a nadie en la casa. Sin embargo, la

situación económica se hacía cada vez más pesada y la enfermedad de Juanito se complicaba. En

medio de la noche y sola con mis pensamientos tomé mi decisión: conservaría el trabajo a

cualquier costo.

Como si fuera una pesadilla que tenemos muchas veces, la escena de la salida con

Guillermo se repitió, pero con más violencia. Luis me dijo que si no accedía a sus pretensiones no

solamente me despediría al terminarse el contrato, sino que él se encargaría personalmente de que

yo no encontrara otro trabajo dando malas referencias, por lo que de nueva cuenta tuve que cerrar

los ojos y ceder.

Como “recompensa”, Luis me dio un nuevo contrato, esta vez por 60 días, y me envió al

departamento de empaque, donde el trabajo era un poco menos pesado que en producción donde

anteriormente estaba.

En este departamento conocí a Pedro, quién era el supervisor del turno en que trabajaba.

Al principio se portó de forma muy respetuosa y amable, aunque sentía que se me quedaba

mirando de manera muy penetrante cada vez que podía.

Como al mes se quitó la máscara, me dijo que le gustaba mucho y que quería que

fuéramos buenos amigos, a cambio, el me ayudaría en el trabajo y me daría horas extras cada vez

que fuera posible. Me sentí muy molesta pero no lo externé, las condiciones en la casa no lo

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permitían: papá tenía fuertes problemas de depresión y su alcoholismo iba en aumento, Tomasa

había perdido su trabajo y mi mamá no hacía otra cosa más que llorar.

Accedí a la proposición de Pedro unos días antes de que mi contrato se venciera. Sin

embargo, en este caso mi relación no se limitó a “salir” una sola vez, y, en un descuido, me

embaracé.

En cuanto se lo dije a Pedro su actitud cambió de inmediato, su amabilidad se convirtió

en antagonismo, su ayuda en presión y de inmediato dijo que el no reconocería la paternidad de la

criatura.

De la empresa no me pueden correr, bueno, eso digo yo, ya que tengo mi planta y estoy

en el seguro. En mi casa me dijeron que no había lugar para otra boca más, que si lo quería tener

me tendría que ir, todo dicho entre los llantos de mi madre y los gritos de mi padre, que cada día

se sume más entre su alcoholismo y su depresión.

Ésta es mi historia, parece llena de drama pero es la pura verdad. Con sorpresa me he

enterado que lo que les he contado es una cosa “natural” en nuestro medio. Cuando menos otras 3

compañeras, sólo del departamento, han pasado por lo que yo, así que de nada sirve quejarse, lo

único que cuenta es cómo resolver cada quien su propio problema.