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l resto de la tarde discurrió de acuerdo con el plan previsto. Meredith fue recorriendo las demás direcciones que tenía anotadas en la lista y, cuando volvió al hotel a las seis, había visita- do todos los lugares de París en los que había vivido Debussy. Se du- chó y se puso unos vaqueros blancos y un jersey azul claro. Descargó las fotos de la cámara digital en el ordenador portátil, echó un vista- zo al correo —de momento, ninguna señal del dinero que espera- ba—, tomó una cena ligera en la brasserie de enfrente y remató la no- che con un cóctel de color verde en el bar del hotel, un cóctel de aspecto poco aconsejable, pero que le supo sorprendentemente bien. Ya en su habitación tuvo necesidad de oír una voz conocida. Llamó a su casa. —Hola, Mary. Soy yo. —¡Meredith! El nudo que notó en la voz de su madre hizo que asomaran las lágrimas a los ojos de Meredith. Se sintió de repente muy lejos de ca- sa, completamente sola. —¿Qué tal va todo? —preguntó. Charlaron un rato. Meredith informó a Mary de todo lo que había hecho desde la última vez que hablaron, y le enumeró todos los sitios que había visitado desde que llegó a París, aunque tuvo en todo momento la dolorosa conciencia de que los dólares iban acu- mulándose con cada minuto que hablaban. 100 E CAPÍTULO 11 Sepulcro 3/12/08 00:39 Página 100

CAPÍTULO 11 · Leroux El fantasma de la Ópera. A juicio de Meredith, los sucesos del palacio Garnier lo decían todo acerca de la relación que había existido entre la vieja y

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Page 1: CAPÍTULO 11 · Leroux El fantasma de la Ópera. A juicio de Meredith, los sucesos del palacio Garnier lo decían todo acerca de la relación que había existido entre la vieja y

l resto de la tarde discurrió de acuerdo con el plan previsto.Meredith fue recorriendo las demás direcciones que tenía

anotadas en la lista y, cuando volvió al hotel a las seis, había visita-do todos los lugares de París en los que había vivido Debussy. Se du-chó y se puso unos vaqueros blancos y un jersey azul claro. Descargólas fotos de la cámara digital en el ordenador portátil, echó un vista-zo al correo —de momento, ninguna señal del dinero que espera-ba—, tomó una cena ligera en la brasserie de enfrente y remató la no-che con un cóctel de color verde en el bar del hotel, un cóctel deaspecto poco aconsejable, pero que le supo sorprendentemente bien.

Ya en su habitación tuvo necesidad de oír una voz conocida.Llamó a su casa.

—Hola, Mary. Soy yo.—¡Meredith!El nudo que notó en la voz de su madre hizo que asomaran las

lágrimas a los ojos de Meredith. Se sintió de repente muy lejos de ca-sa, completamente sola.

—¿Qué tal va todo? —preguntó.Charlaron un rato. Meredith informó a Mary de todo lo que

había hecho desde la última vez que hablaron, y le enumeró todoslos sitios que había visitado desde que llegó a París, aunque tuvo entodo momento la dolorosa conciencia de que los dólares iban acu-mulándose con cada minuto que hablaban.

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Oyó una pausa en la conferencia transatlántica. —¿Y qué tal va el otro proyecto?—Ahora mismo no le estoy dedicando ni un minuto. No pien-

so en ello —respondió—. Demasiadas cosas tengo que hacer aquí enParís. Ya me pondré manos a la obra cuando llegue a Rennes-les-Bains, pasado el fin de semana.

—No hay por qué preocuparse —dijo Mary, aunque las pa-labras salieron demasiado deprisa, dando a entender cuánto estabapensando en ello. Siempre había prestado todo su apoyo a la necesi-dad que tenía Meredith de encontrar algún rastro de su familia bio-lógica. Al mismo tiempo, Meredith sabía que Mary estaba temerosade lo que pudiera salir a la luz con sus pesquisas. ¿Y si se descu-briese que la enfermedad y la desdicha que habían ensombrecido to-da la vida de su madre biológica se remontase en la familia inclusoa tiempos anteriores? ¿Y si fuera algo hereditario? ¿Y si ella empe-zara a dar muestras de padecer los mismos síntomas?

—No me preocupa —dijo de manera quizá demasiado expe-ditiva, y de inmediato se sintió culpable—. Estoy bien. Más quenada, emocionada. Ya te contaré cómo va todo. Te lo prometo.

Hablaron un par de minutos más y se despidieron.—Te quiero.—Yo también te quiero —le llegó la respuesta desde miles de

kilómetros de distancia.

El domingo por la mañana, Meredith se encaminó a la Ópera de Pa-rís, al palacio Garnier.

Desde 1989, París contaba con un nuevo teatro de la Ópera,un edificio moderno, en la Bastilla, de modo que el palacio Garnierse dedicaba sobre todo a las interpretaciones de ballet. Pero en tiem-pos de Debussy, aquel edificio exuberante, barroco en extremo, eranada menos que el lugar idóneo para ver y dejarse ver entre las per-sonas con posibles. Inaugurado en 1875, fue el lugar donde se pro-dujeron las notables revueltas antiwagnerianas en septiembre de 1891.También era el escenario en el que transcurría la novela de GastonLeroux El fantasma de la Ópera.

A juicio de Meredith, los sucesos del palacio Garnier lo decíantodo acerca de la relación que había existido entre la vieja y la nue-

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va guardia en materia de música en los tiempos de Debussy. La iner-cia de los viejos asentados en el establishment de la música clásica sehabía enfrentado violentamente con la nueva y prometedora gene-ración, los jóvenes compositores experimentales.

Debussy, Satie, Dukas. «Los chicos», así los consideraba ella.A Meredith le costó quince minutos llegar a pie hasta el teatro,

durante los cuales tuvo que ir sorteando las masas de turistas que ibanen busca del Louvre, y recorrer después toda la avenida de la Ópera. Eledificio en sí era puro siglo XIX, pero el tráfico era estrictamente dignodel XXI, una locura total: coches, motos, camionetas, camiones, auto-buses y bicicletas procedentes al mismo tiempo de todas las direccio-nes posibles. Convencida de estar arriesgando la vida, atravesó la calza-da por donde no había ningún paso de peatones hasta llegar a la isleta enla que se encontraba el palacio Garnier. Le impresionó: la fachada im-ponente, lo grandioso de las balaustradas, las columnas de mármol ro-sa, las estatuas sobredoradas, la cúpula adornada, en oro, verde y blan-co, de cobre, que resplandecía con el sol de octubre. Meredith trató deimaginarse cómo podía ser el erial pantanoso en que se había construi-do en su día el teatro. Quiso imaginar los carros y los carruajes, las mu-jeres con traje largo de cola, los hombres con sombrero de copa, en vezde los camiones y los coches que hacían sonar la bocina sin cesar.

No lo logró. Había un ajetreo excesivo, demasiadas estriden-cias, y no permitía que se filtrase ni un solo eco del pasado. Le aliviódescubrir que, por estar programado un concierto de beneficencia,el teatro estaba aún abierto.

En cuanto entró, el silencio de aquellas históricas escalinatasy balconadas la envolvieron del todo. El Grand Foyer era exacta-mente igual a como lo había imaginado tras verlo en fotografías, unaamplia extensión de mármol que se prolongaba ante ella como la na-ve de una catedral monumental. Frente a ella, el Grand Escalier as-cendía hasta justo debajo de la cúpula de bronce bruñido.

Mirando en derredor, Meredith se fue adentrando en aquel es-pacio. ¿Tenía permiso para seguir? Sus deportivas chirriaban al rozarcon el mármol. Las puertas del auditorio estaban abiertas, sujetas, demodo que se coló en el interior. Quería ver con sus propios ojos lafamosa araña de cristal de seis toneladas de peso y el techo que pin-tó Chagall.

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Al fondo, en el escenario, ensayaba un cuarteto. Meredith secoló en la última fila. Por un instante sintió que el espectro de su an-tiguo yo, la intérprete musical que podía haber sido, se colaba tam-bién de rondón e iba a sentarse a su lado.

La sensación fue tan fuerte que a punto estuvo de volverse amirar.

Un hilo de notas repetidas ascendía desde el foro de la orquestay se propagaba por los pasillos desiertos, y Meredith pensó en las in-contables ocasiones en que había hecho eso mismo. Esperar entrebastidores con su violín y su arco en la mano. La nítida sensacióncon que se anticipaba a lo que iba a suceder, bien presente en la bocadel estómago: a medias adrenalina, a medias miedo, antes de salir an-te el público. Afinar, los mínimos ajustes de última hora en cada unade las cuerdas, el polvo de resina atrapado en el poliéster negro de sufalda larga de concertista...

Mary le había comprado a Meredith su primer violín cuandotenía ocho años, nada más irse a vivir con ellos para siempre. Se aca-baron las visitas de fin de semana a su madre «de verdad». La fundale estaba esperando encima de la cama, en un dormitorio que noera el suyo pero que habría de serlo, un regalo de bienvenida parauna chiquilla desconcertada por las cartas que la vida le había repar-tido. Una chiquilla que ya había visto demasiadas cosas a su cortaedad.

Había aprovechado la oportunidad que se le brindó, y la ha-bía aprovechado en realidad con ambas manos. La música fue su víade escape. Tenía aptitudes, aprendía deprisa, trabajaba con ahínco.A los diez años de edad tocó en un concierto de las escuelas de la ciu-dad, en el Estudio de Ballet de la Compañía de Milwaukee, en Walker’sPoint. Muy pronto empezó también con el piano. Enseguida, la mú-sica dominó toda su vida. Sus sueños de dedicarse profesionalmentea la música duraron todos sus años de estudio en la escuela elemen-tal, toda la adolescencia, hasta sus últimos cursos en el instituto. Susprofesores la animaron a que solicitara plaza en uno de los conser-vatorios, y le insistieron en que tenía posibilidades de que la admi-tiesen. Mary también lo creía.

Pero en el último minuto Meredith suspendió. Se convenció ellasola de que no era tan buena como le habían hecho pensar, de que no

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tenía las virtudes necesarias para lograrlo. Solicitó plaza en la Univer-sidad de Carolina del Norte para licenciarse en Literatura inglesa y fueadmitida. Envolvió el violín en su seda roja y lo guardó en la funda fo-rrada de terciopelo. Aflojó los arcos, tan valiosos, y los guardó en ellugar preciso, debajo de la tapa. Colocó la pastilla de resina dorada enel compartimento especial. Depositó la funda en el fondo del armarioy allí la dejó cuando se fue de Milwaukee a la universidad.

En la universidad, Meredith estudió con seriedad, con cons-tancia, y se licenció con un magna cum laude. Siguió tocando el pia-no en sus ratos libres y dio clases a los hijos de algunos amigos deBill y Mary, pero eso fue todo. El violín ya no se movió de su sitioen el fondo del armario.

Nunca, durante todo ese tiempo, llegó a pensar que hubieraobrado mal. Pero en los últimos dos años, a medida que iba descu-briendo una mínima conexión con su familia biológica, empezó a po-ner en duda su decisión. Ahora, sentada en el auditorio del palacioGarnier, a los veintiocho años de edad, la nostalgia de lo que pudohaber sido le atenazó como un puño el corazón.

Cesó la música.Abajo, en el foso de la orquesta, alguien se echó a reír, y esa ri-

sa la dejó a ella fuera. Excluida.El presente se le impuso de pronto como una avalancha. Me-

redith se puso en pie. Suspiró, se apartó el cabello de la cara y sinhacer ruido se dispuso a salir. Había ido a la Ópera en busca de De-bussy. Todo lo que había logrado fue que despertaran de pronto suspropios fantasmas.

En la calle había salido el sol.Tratando de olvidar aquel momento teñido de melancolía,

dobló por el lateral del edificio para tomar la calle Scribe con la in-tención de atajar hacia el bulevar Haussmann y desde allí llegar alConservatorio de París, en el octavo arrondissement.

Las aceras estaban concurridas, como si todo París hubiera sa-lido a la calle deseoso de disfrutar de un día dorado, y Meredith tu-vo que ir esquivando el gentío para avanzar. El ambiente era de car-naval. Un músico callejero cantaba en una esquina; unos estudiantesrepartían folletos de propaganda con descuento para un restauran-

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te, un club o las rebajas de una tienda de ropas de diseño; un mala-barista hacía volar el diábolo con una cuerda sujeta entre dos palos,lanzándolo a una altura imposible y cazándolo con un gesto quedenotaba una absoluta destreza; un tipo vendía relojes y collares deabalorios sobre una maleta abierta.

Sonó su móvil. Meredith se detuvo y rebuscó en el bolso. Unamujer que iba tras ella le dio en las pantorrillas con el cochecito deniño que empujaba presurosa.

—Excusez-moi, madame.Meredith alzó la mano para pedir disculpas. —Non, non. C’est moi. Désolée.Cuando por fin encontró el teléfono, había dejado de sonar.

Se apartó de la riada de gente y accedió a la lista de llamadas perdi-das. Era un número francés, un número que reconoció vagamente.Estaba a punto de marcar la tecla para devolver la llamada cuandoalguien le plantó una hoja publicitaria en la mano.

—C’est vous, n’est-ce pas?Sorprendida, Meredith sacudió la cabeza para mirarle a la cara. —¿Disculpa?Una bonita muchacha la miraba atentamente. Con una cami-

seta de tirantes y unos pantalones de camuflaje, con el cabello ru-bio, de una tonalidad entre la fresa y el maíz, sujeto con una cintaancha, parecía una de tantas viajeras y hippies de la New Age que yahabía visto antes en tantas calles de París.

La chica le sonrió. —Digo que se te parece —le dijo esta vez en inglés.Señaló el folleto que tenía Meredith en la mano. —La imagen que hay ahí.Meredith miró el papel, que anunciaba lecturas del tarot, qui-

romancia y esa clase de cosas: el frente lo dominaba la imagen de unamujer con una corona. En la mano derecha tenía una espada, en laizquierda una balanza. En la parte inferior de su larga falda se veíauna serie de notas musicales.

—La verdad es que podrías ser tú —añadió la muchacha.En la parte superior de la imagen, que no estaba muy bien im-

presa, Meredith acertó a ver un once en números romanos. Al pie,las palabras «La Justice».

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Se la acercó a los ojos. Era cierto. La mujer se le parecía mucho.—La verdad es que no se ve nada bien —dijo, y se puso co-

lorada en cuanto mintió.—Todas esas notas musicales... —añadió la chica sonriendo

aún, pero con una gran concentración, tanto que Meredith apartó losojos.

—Me marcho enseguida de la ciudad —se excusó—, así que...—De todos modos, quédatelo —insistió la chica—. Abrimos

los siete días de la semana, ahí mismo, a la vuelta de la esquina. A cin-co minutos a pie.

—Gracias, pero a mí estas cosas no me van, de veras —dijoMeredith.

—Mi madre es muy buena.—¿Tu madre?—Es ella la que hace las lecturas del tarot. —La chica sonrió—.

Es la que interpreta las cartas. Tendrías que ir a verla.Meredith abrió la boca y la cerró sin decir nada. No tenía senti-

do enzarzarse en una discusión: era más fácil tomar el folleto y tirarlodespués a una papelera. Con una sonrisa bastante forzada, se guardóel papel en el bolsillo interior de la chaqueta vaquera.

—Las coincidencias no existen, no sé si lo sabes —añadió lachica—. Todo sucede porque hay una razón para que suceda.

Meredith asintió, reacia a prolongar una conversación unila-teral. Y siguió su camino con el teléfono en la mano. Al llegar a la es-quina se detuvo. La chica seguía allí de pie, en el mismo sitio.

—Se te parece muchísimo —le gritó—. Está sólo a cinco mi-nutos. En serio, deberías ir. No pierdes nada.

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eredith se olvidó del folleto que había guardado en elbolsillo interior. Devolvió la llamada que había recibi-

do en el móvil —no era más que la agencia de viajes, francesa, quedeseaba confirmar su reserva de hotel— y llamó a la compañía aéreapara verificar la hora de salida al día siguiente.

Estaba de regreso en el hotel a las seis, con una sensación de ago-tamiento y con los pies doloridos por haber caminado toda la tarde porlas calles. Descargó las imágenes en el disco duro de su ordenador por-tátil y se puso a transcribir las notas que había tomado a lo largo de losúltimos tres días. A las nueve y media compró un sándwich en la bras-serie de enfrente y se lo zampó en su habitación mientras seguía traba-jando. A las once había terminado. Lo había puesto todo al día.

Se tumbó en la cama y encendió la televisión. Estuvo un ratocambiando de canales, en busca de la melodía característica de laCNN, pero sólo encontró una película policiaca francesa bastantedifícil de seguir en FR3, un episodio de Colombo en TF1 y una pe-lícula porno con pretensiones artísticas en Antenne 2. Renunció altelevisor y leyó un rato antes de apagar la luz.

Yació en la acogedora penumbra de la habitación, con las ma-nos entrelazadas sobre la cabeza y los pies enterrados en la tersurade las sábanas blancas. Mirando al techo, sus pensamientos la lleva-ron hasta el fin de semana en que Mary compartió con ella lo pocoque sabía sobre su familia biológica.

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Hotel Pfister, Milwaukee, diciembre de 2000. Iban al Pfistersiempre que había alguna celebración familiar importante —cum-pleaños, bodas, ocasiones especiales—, habitualmente a cenar, peroen esta ocasión Mary reservó habitaciones para todo el fin de se-mana, un regalo algo tardío por el vigésimo primer cumpleaños deMeredith, que casi coincidió con el Día de Acción de Gracias, y tam-bién para hacer algunas compras navideñas.

El ambiente elegante, sosegado, decimonónico, con sus colo-res finiseculares, las cornisas doradas, las balaustradas de hierro for-jado, los elegantes visillos en las puertas cristaleras. Meredith bajósola al café del vestíbulo para esperar allí a sus padres adoptivos. Seacomodó en una esquina de un mullido sofá y pidió su primera co-pa de vino con edad legal para hacerlo: un Chardonnay de Sonoma,un Cutter, a 7,50 dólares la copa, a pesar de lo cual valió la pena.Suave, con cuerpo y con todo el aroma del roble en su tonalidadamarilla.

Qué ridiculez, recordar todo aquello precisamente ahora.Había estado nevando desde poco antes. Copos constantes,

persistentes, en un cielo blanquecino, que fueron cubriendo el mun-do con un manto de silencio. En la barra del bar, una señora ya ma-yor, con abrigo rojo y gorro de lana encasquetado hasta las cejas, legritó al camarero diciéndole: «¡Hable conmigo! ¿Por qué no hablaconmigo?». Igual que la mujer de La tierra baldía, de Eliot. El restode los clientes que estaban acodados en la barra bebían cerveza, Mi-ller Genuine Draft, aunque dos jóvenes daban tragos a sus botellasde Sprecher Amber y de Riverwest Stein. Al igual que Meredith, todoshicieron como que no estaba allí aquella loca dando gritos.

Meredith acababa de romper con su novio, por eso se alegróde no pasar el fin de semana en la universidad. Él era un profesor dematemáticas que estaba pasando su año sabático en la Universidadde Carolina del Norte. Habían empezado a salir sin darse cuenta ca-si de lo que hacían. Él le apartó de la cara un rizo en el bar. Se sentóen la banqueta del piano, al borde, mientras ella tocaba unas piezas.Le posó la mano en el hombro como si fuese sin querer cuando seencontraron en la biblioteca, casi a oscuras, a última hora de la tar-de. Fue una historia que nunca estuvo destinada a llegar a ningunaparte —los dos querían cosas distintas—, y Meredith se quedó des-

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trozada. Pero el sexo había sido estupendo y la relación fue diverti-da mientras duró.

Con eso y con todo, le sentó bien estar de nuevo en casa.Hablaron sobre todo del frío, de la nevada prevista para el

fin de semana; Meredith hizo a Mary toda clase de preguntas sobresu madre biológica, sobre la vida que llevó y sobre su muerte pre-matura, todo lo que siempre había tenido tantas ganas de saber, aun-que le diera miedo oírlo. Las circunstancias de su adopción, el sui-cidio de su madre, los dolorosos recuerdos que llevaba como astillasde cristal clavadas bajo la piel.

Meredith estaba más o menos al tanto de lo esencial. Su ma-dre biológica, Jeannette, se había quedado embarazada en una fies-ta nocturna cuando iba aún al instituto, y no se dio cuenta hasta queya fue demasiado tarde para hacer nada. Durante los primeros años,la madre de Jeannette, Louisa, quiso prestarle todo el apoyo que pu-do, pero su súbita muerte debida a un cáncer imparable despojó aMeredith de una influencia estable, de una fuente de confianza fun-damental en su vida, y las cosas comenzaron a deteriorarse a todavelocidad. Cuando la situación empezó a ser realmente delicada, fueMary —prima lejana de Jeannette— la que se hizo cargo de todo,hasta que resultó evidente que, por su propia seguridad, Meredithno debería volver junto a su madre. Cuando murió Jeannette dosaños más tarde, pareció lógico dar a la relación una forma más asen-tada, y fue entonces cuando Mary y su marido, Bill, adoptaronlegalmente a Meredith. Aunque conservó su apellido, aunque si-guió llamando a Mary por su nombre de pila, como la había lla-mado siempre, Meredith por fin se sintió libre para pensar que Maryera su verdadera madre.

Fue en el hotel Pfister donde Mary dio a Meredith las foto-grafías y la partitura de música para piano. La primera era una ins-tantánea de un joven con uniforme de soldado, que se encontraba enla plaza de un pueblo. Cabello negro y rizado, ojos grises, miradafranca. No figuraba ningún nombre, aunque la fecha, 1914, así co-mo el nombre del fotógrafo y el del lugar, Rennes-les-Bains, se ha-llaban impresos al dorso. La segunda era de una niña con ropa an-tigua. No había nombre, ni fecha, ni lugar. La tercera era de una mujerde la que Meredith sabía que era su abuela, Louisa Martin, y estaba

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tomada años después, ya en los años treinta, tal vez en los cuarenta,a juzgar por su manera de vestir. Aparecía sentada ante un piano decola. Mary le explicó que Louisa había sido concertista de piano y quehabía llegado a tener cierta fama. La pieza musical del sobre había si-do la principal de su repertorio. La tocaba siempre que, al terminarun recital, el público le pedía un bis.

Cuando miró la fotografía por primera vez, Meredith se pre-guntó si, en caso de haber conocido a Louisa en su día, hubiera seguidoel rumbo que se trazó al principio, si hubiera continuado su carreramusical. Imposible saberlo. No recordaba a su madre biológica, aJeannette, sentada al piano; no recordaba haberla oído cantar. Sólorecordaba los gritos, el llanto, lo que sucedió después.

La música había llegado a la vida de Meredith cuando teníaocho años. Había llegado en forma de regalo que le hizo Mary. Ésaera la versión oficial. Descubrir que había estado ahí, oculta desde elprincipio, a la espera de que alguien la descubriese bajo la superfi-cie de las cosas, cambió por completo la historia. Aquel fin de se-mana con tanta nieve, en diciembre de 2000, el mundo de Meredithdio un vuelco. Las fotos, la música, pasaron a ser un ancla, una co-nexión con su pasado, y supo que llegaría el día en que iniciara labúsqueda.

Pasados siete años, por fin la había emprendido. Mañana porfin iba a estar en persona en Rennes-les-Bains, un lugar que habíaimaginado miles de veces. Seguía teniendo la esperanza de encontraralgo allí, sin saber aún qué.

Miró el teléfono. Marcaba las doce y treinta y tres.No, mañana no. Hoy mismo, lunes, 29 de octubre.

Cuando Meredith despertó por la mañana, los nervios que habíatenido la noche anterior se habían evaporado como por ensalmo. Es-taba deseosa de marcharse de la ciudad. Al margen de lo que pu-diera encontrar, un par de días dedicados a cuidarse y a no hacer na-da, perdida entre los montes cercanos a los Pirineos, era exactamentelo que necesitaba.

El avión de Toulouse no salía hasta primera hora de la tarde.Había hecho ya en París todo lo que quería hacer en cuanto a la in-vestigación para el libro. No tenía ganas de andar con prisas toda la

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mañana, de modo que se quedó en la cama y leyó un rato antes delevantarse y desayunar al sol en la brasserie de siempre, antes de sa-lir a dar un paseo al estilo de los turistas habituales.

Caminó a la sombra de las ya conocidas columnatas, los sopor-tales de la calle Rivoli, esquivando enjambres de jóvenes con mochi-la, todos más o menos en la pista de El código Da Vinci. Pensó en vi-sitar la Pirámide del Louvre, pero la cola de la entrada la disuadió.Encontró una silla de metal pintada de verde en las Tullerías y se sen-tó pensando en que habría sido buena idea ponerse algo más ligero quelos vaqueros. Hacía calor, un calor húmedo, un tiempo enloquecidopara finales de octubre. Le entusiasmaba la ciudad, pero ese día elaire parecía más denso debido a la polución, al humo del tráfico y delos cigarrillos en las terrazas de los cafés. Pensó en dirigirse al río,dar quizá un paseo en un bateau mouche. Pensó en visitar Shakes-peare & Co., la legendaria librería de la margen izquierda, casi un san-tuario de visita obligada para cualquier norteamericano. Pero no tuvoánimos. La verdad es que deseaba hacer lo que hacen los turistas, pe-ro sin tener la obligación de mezclarse con ninguno.

Muchos de los sitios que querría haber visitado estaban cerra-dos, de modo que terminó por volver a Debussy, y así Meredithdecidió regresar a la casa en la que aquél había pasado su infancia ysu primera juventud, en la calle Liège, llamada Berlin en 1890. Se atóla chaqueta a la cintura, pues ya no tenía necesidad del mapa paraguiarse por las calles, y caminó deprisa, con seguridad, tomandoesta vez una ruta distinta a la del día anterior. Al cabo de cinco mi-nutos se detuvo, se puso la mano a modo de pantalla sobre los ojosy alzó la mirada para ver bien el rótulo esmaltado de la calle.

Enarcó las cejas. Sin haberlo buscado, se encontraba en la ca-lle de la Chaussée d’Antin. Miró a un lado y a otro. En tiempos deDebussy, el notorio cabaré la Grande Pinte se encontraba en lo altode la calle, cerca de la plaza de la Trinité. Poco más abajo estaba el fa-moso Hôtel-Dieu, un edificio del siglo XVII. Y al pie de la calle, prác-ticamente donde ella se encontraba, estuvo en su día la famosa li-brería esotérica de Edmond Bailly. Allí, en los gloriosos años delcambio de siglo, los poetas, los ocultistas y los compositores se ha-bían reunido a hablar de las nuevas ideas, del misticismo, del poderde los símbolos, de la importancia de la impresión, muy superior

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a la definición, y de los mundos alternativos. En la librería de Bailly,el belicoso y joven Debussy nunca tuvo necesidad de justificarse.

Meredith verificó los números de la calle.En cuestión de segundos, todo su entusiasmo se le vino enci-

ma, se desplomó. Se encontraba exactamente donde tenía que estar,con la particularidad de que allí no había nada que ver. Era el mismoproblema con el que llevaba topándose todo el fin de semana. Losedificios nuevos habían ocupado el solar de los antiguos, las calles sehabían ampliado, las direcciones de antaño habían sido devoradas enla implacable marcha del tiempo.

El número 2 de la calle Chaussée d’Antin era un edificio mo-derno, de cemento, sin ninguna gracia. No había librería, no habíaninguna fachada de fin de siglo. Ni siquiera había una placa que lorecordase.

Meredith se fijó entonces en una estrecha portezuela encas-trada en el edificio contiguo, apenas visible desde la calle. Ostentabaun rótulo pintado a mano con abundante colorido.

SORTILÈGE. LECTURAS DE TAROT.Debajo, en letras más pequeñas, otro letrero decía así: «Se ha-

bla francés e inglés».Se le fue la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Palpó el

papel doblado en cuatro, el folleto que la muchacha le había dadoel día anterior, y que seguía exactamente donde lo había dejado. Lohabía olvidado por completo. Lo sacó y se quedó mirando la imagen.Era una fotocopia desvaída, sin ninguna nitidez, pero era innegable elparecido.

Se parece a mí.Meredith volvió a mirar el rótulo. La puerta de pronto esta-

ba abierta. Como si se hubiera colado alguien aprovechando el ins-tante en que ella no miraba y hubiera dejado la puerta sin cerrar.

Meredith dio un paso más y se asomó al interior. Vio un pe-queño vestíbulo con las paredes pintadas de color malva, decoradascon estrellas plateadas, lunas y símbolos astrológicos. Del techo col-gaban varios móviles de cristal o de vidrio, no estaba del todo se-gura, que trazaban espirales y reflejaban la luz.

Meredith se armó de valor. La astrología, los cristales, los adi-vinos... Todo eso nunca le había convencido. Ni siquiera echaba un

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Page 14: CAPÍTULO 11 · Leroux El fantasma de la Ópera. A juicio de Meredith, los sucesos del palacio Garnier lo decían todo acerca de la relación que había existido entre la vieja y

vistazo a su horóscopo en el periódico, aunque Mary lo hacía reli-giosamente todas las mañanas, con la primera taza de café del día.Para ella era como un ritual.

Meredith no terminaba de entenderlo. La idea de que el fu-turo de algún modo pudiera estar ya escrito, de que fuera legible, sele antojaba una simple chaladura. Era demasiada fantasía, demasia-do fácil renunciar a toda la responsabilidad que pudiera uno tenery que de hecho tenía sobre su propia vida.

Dio un paso para alejarse de la puerta, impacientándose consi-go misma. ¿Por qué seguía allí parada? Era hora de seguir su caminoy olvidarse del folleto.

Es una estupidez. Es pura superstición.Sin embargo, al mismo tiempo, algo le impedía darse la vuel-

ta y marchar. Sentía interés, un interés más académico que emocio-nal, sin duda, pero seguía estrujándose la cabeza allí en la acera, sinterminar de decidirse a marchar. ¿Por la coincidencia de la imagen?¿Por la aparente casualidad de la dirección en que se encontraba? Re-conoció que tenía ganas de entrar.

Volvió a atravesar la puerta. Desde el vestíbulo ascendía unaestrechísima escalera, con los peldaños pintados, alternos, en rojo yverde. Al término de las escaleras atisbó otra puerta, visible apenastras una cortina de hilos, con cuentas de madera amarilla clara. Lapuerta era de color azul cielo.

Demasiado colorido.En alguna parte había leído que ciertas personas veían men-

talmente música al percibir determinados colores. Sinestesia, sí. Asíse llamaba. ¿Sinestesia? ¿Seguro?

Allí dentro se estaba fresco. Un ventilador antiguo movía laspalas ruidosamente encima de la puerta. Bailaban las partículas depolvo en el perezoso aire de octubre. Si realmente andaba en buscade un ambiente decimonónico, ¿qué mejor que disfrutar de la mis-ma clase de experiencia que allí mismo se había ofrecido al públicoen general unos cien años antes?

En realidad, forma parte de la investigación.Durante un instante, todo pendió de un hilo. Le pareció in-

cluso que todo el edificio contenía la respiración. A la espera, vigi-lante. Con el folleto en la mano como si fuera una especie de talis-

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Page 15: CAPÍTULO 11 · Leroux El fantasma de la Ópera. A juicio de Meredith, los sucesos del palacio Garnier lo decían todo acerca de la relación que había existido entre la vieja y

mán, Meredith decidió entrar. Posó el pie en el primer peldaño y co-menzó a subir.

Muchos cientos de kilómetros al sur, en los hayedos situados por en-cima de Rennes-les-Bains, una súbita racha de viento agitó las ho-jas cobrizas en las ramas de los árboles centenarios. El sonido deun suspiro tiempo atrás olvidado, como si fueran unos dedos des-plazándose sobre un teclado.

Enfin.El desplazamiento de la luz sobre el recodo de una escalera dis-

tinta.

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