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CAPÍTULO UNO Mollie frunció el ceño de su bello rostro con forma de corazón en un gesto de desesperación, el brillo habitual de sus ojos color jerez con vetas en ámbar disminuyó conforme estudiaba los contenidos de su agenda de la oficina. “2.30 p.m. en coche a la granja Edgehill para entrevistar a la mujer del granjero, Pat Lawson, con motivo de su receta de conservas especial”. No se trataba precisamente de un tema candente que provocara descargas de adrenalina, y trabajar en un pequeño periódico local en mitad de la Inglaterra rural no era precisamente lo que tenía en mente cuando decidió estudiar Periodismo, pero, sinceramente, sabía que era una privilegiada por haber encontrado un trabajo. Un gran número de sus compañeros carecían del mismo y, al menos, era un comienzo; un trampolín en su carrera, en la que esperaba llegar mucho más lejos: a periodista en la televisión o en un gran periódico, y cubrir todos los sucesos importantes del día, incluso en el extranjero.

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CAPÍTULO UNO

Mollie frunció el ceño de su bello rostro con forma de corazón en un gesto de

desesperación, el brillo habitual de sus ojos color jerez con vetas en ámbar disminuyó

conforme estudiaba los contenidos de su agenda de la oficina. “2.30 p.m. en coche a la

granja Edgehill para entrevistar a la mujer del granjero, Pat Lawson, con motivo de su

receta de conservas especial”. No se trataba precisamente de un tema candente que

provocara descargas de adrenalina, y trabajar en un pequeño periódico local en mitad de la

Inglaterra rural no era precisamente lo que tenía en mente cuando decidió estudiar

Periodismo, pero, sinceramente, sabía que era una privilegiada por haber encontrado un

trabajo. Un gran número de sus compañeros carecían del mismo y, al menos, era un

comienzo; un trampolín en su carrera, en la que esperaba llegar mucho más lejos: a

periodista en la televisión o en un gran periódico, y cubrir todos los sucesos importantes del

día, incluso en el extranjero.

Fueron sus padres quienes, con su actitud realista y cuidadosa ante la vida, tan

diferente de la de Mollie, de personalidad vibrante y a veces turbulenta, la habían instado a

aceptar la oferta que le había llegado a través de uno de sus tutores de la universidad.

“Papá, no quiero escribir en un periodicucho local sobre bodas y ferias estatales

celebradas en alguna anticuada población con mercado del país”, había protestado Mollie

en su día, cuando hablaron sobre el trabajo.

“Quizás no”, había contestado su padre serenamente, con una breve sonrisa antes de

añadir con sequedad: “pero antes de correr, tienes que aprender a andar, Mollie”.

“Al menos es un trabajo, cariño”, apostilló su madre. “Aunque yo habría preferido

que hubieses encontrado algo más cerca de casa.”

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Sus padre vivían en un cómodo barrio residencial de Londres y el nuevo trabajo de

Mollie la llevaría a sitios remotos del West Country, una pequeña ciudad campera de la

costa que se asemejaba más a los exteriores donde se desarrolla un drama histórico para

televisión que a la clase de lugar en el que ocurre algo digno de aparecer en las noticias. Y,

para ser sinceros, Mollie tenía una personalidad que amaba profundamente e incluso

necesitaba de alguna manera el riesgo, una causa o una persona que defender, algo o

alguien en lo que volcar toda la energía de su feroz naturaleza femenina, y dudaba mucho

de poder obtener ese tipo de estímulo escribiendo acerca de las recetas familiares de

conservas de la señora Lawson, aunque supiera que esto era algo que su madre, experta y

dedicada cocinera, habría hecho con sumo gusto.

Hacía una semana desde que tenía este nuevo trabajo el primero, y había pasado el

primer fin de semana en Fordcaster, instalándose en la pequeña casa de campo que había

alquilado y que se convertiría en su nuevo hogar, y los siguientes tres días de trabajo en las

oficinas del Fordcaster Gazette, estudiando copias del periódico y, tal y como le había

enseñado el propietario del mismo que era también director y editor, “absorbiendo los

ETHOS” del periódico.

“Será interesante para ti trabajar para Bob Fleury”, le había dicho su tutor cuando le

confirmó que había aceptado el puesto. “Es un tanto individualista, alguien fuera de lo

común, aunque no tanto como tú”, añadió irónicamente, observando cómo Mollie luchaba

por combatir el deseo de defenderse enérgicamente contra su sutil ataque.

Ambos habían tenido algunos roces durante la carrera. Él le había dicho a menudo

que era demasiado impulsiva, demasiado dada a dejarse llevar por las emociones y no por

la cabeza.

Mollie se había conformado pensando que Fleury es un nombre poco común.

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“Mmm... Tiene sangre francesa”, le había dicho. “Durante la Revolución Francesa,

esa zona de la costa estuvo fuertemente implicada en el contrabando, y éste no siempre se

limitaba a objetos inanimados.”

“Bob es un tradicionalista que, al tiempo que ve la vida de una manera muy

individual, puede estar también muy anclado en sus formas”, había añadido. “Cree que hay

cierto orden para las cosas y las personas. Fordcaster es la típica ciudad mercantil inglesa, y

Bob representa sus miras y su determinación de preservar el statu quo.”

Mollie había escuchado atentamente. El trabajo era absolutamente la antítesis de

todo lo que había imaginando durante la carrera, pero era lo suficientemente realista para

saber que le haría falta algo más que una licenciatura para conseguir el magnífico puesto

que tanto ansiaba. Simplemente, no poseía las influencias necesarias para acceder al mundo

en el que quería vivir al menos no en esta temprana etapa de su carrera profesional y

sospechaba que su malicioso tutor estaba muy satisfecho al haberla persuadido para aceptar

un trabajo que ambos sabían que le requeriría bastante más paciencia y control emocional

que conocimientos de sus estudios.

“Puedes aprender mucho de Bob, Mollie”, había añadido más seriamente su tutor

antes de que partiera. “Antes de dedicarse al periódico, el cual, por cierto, ha pertenecido a

su familia durante varias generaciones, trabajó para un canal de televisión como uno de sus

corresponsales en el extranjero más destacados. Lo que Bob no sepa sobre esa clase de

reportajes es que no vale la pena.”

“Además, muchas de las personas con las que trabajó en este campo están ocupando

puestos muy importantes en la dirección y en los medios de comunicación en general.”

La sonrisa que le dio tras esto devolvió a Mollie la esperanza, no sólo en él sino lo

que es más importante, en sí misma. Sutilmente, su tutor había sugerido que el trabajo

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como tal no era gran cosa, pero obviamente había una serie de oportunidades que bien

aprovechadas podían prometer algo grande.

Aún así, sospechó que trabajar con Bob Fleury no le iba a resultar fácil, y que iba a

tener que hacer un gran esfuerzo por morderse la lengua para aguantarse sus conflictivas y

a menudo feroces ideas independientes.

Ya habían tenido un encontronazo una vez con el tema de la caza y Mollie

sospechaba que habría otros puntos de fricción entre ellos.

Pero algo bueno tenía que tener: su esposa, Eileen, a quien había presentado a

Mollie, era una mujer sorprendentemente a la última, con un brillo de decisión en los ojos y

una cálida sonrisa que ocultaba su formal apariencia de mujer de campo.

Tanto Bob como Eileen tenían unos cincuenta y tantos años, pero las modernas

ideas de ésta y su casa, decorada con una simplicidad elegante, como ella misma, habían

impresionado a Mollie considerablemente.

Sin embargo no era en Eileen en quien pensaba mientras conducía por un camino

que esperaba la llevaría a la granja.

Ya se había equivocado de carretera un par de veces porque prácticamente todas las

tierras que rodeaban el pueblo eran propiedad privada y, como consecuencia, los estrechos

senderos carecían de cualquier señalización.

Ahora, por fin esperaba haber encontrado el camino correcto, pero ya llegaba tarde a

la reunión y Bob, como sabía, hacía mucho hincapié en las buenas maneras de antes, lo que

incluía ser muy estricto en la puntualidad.

El viento cortante que soplaba del Atlántico sobre los acantilados atravesando el

Canal de la Mancha, había alborotado el pelo de Mollie cuando había salido del coche para

comprobar los rodamientos, y ahora se lo quitaba de los ojos con enfado. Una cabellera de

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un rojo oscuro con rizos brillantes que, junto con su óvalo de huesos pequeños, le otorgaba

una fragilidad femenina que en privado le molestaba enormemente.

Era una mujer moderna, independiente y con sus propias ideas, y quería que la

trataran como tal. Su espíritu y su personalidad compensaban de sobra lo que le faltaba en

términos de talla y fuerza física.

Pisó el acelerador un poco más. El camino era de un solo sentido y estaba sin

asfaltar; el gesto se le crispaba cada vez que el coche se agitaba debido a los incómodos

baches.

Su mente estaba en la entrevista y no tenía ni oídos ni ojos para el abollado Land

Rover que había tomado la curva y se dirigía hacia ella. Afortunadamente, su conductor la

vio y fue él quien dio un ruidoso frenazo que hizo que Mollie se diera cuenta del peligro y

frenara también.

Su coche se paró a tan sólo unos centímetros del morro embarrado del otro vehículo.

Maldiciendo entre dientes por el retraso, vio cómo el conductor del Land Rover abría la

puerta.

Lo último que necesitaba en ese momento era perder más tiempo. Enfadada, abrió

de una la puerta y salió. Quien quiera que condujera el Land Rover no era un granjero. Bob

se lo había descrito como un hombre de unos sesenta años, y éste no se aproximaba ni por

asomo. Ni por asomo, confirmó hinchando los pulmones mientras le daba un buen repaso

con los ojos.

Era alto (incluso más que su padre, que medía exactamente un metro ochenta) e

increíblemente ancho de hombros. Llevaba una camisa de cuadros desgastada y

desabrochada al cuello, dejando al descubierto una V de su cuerpo desconcertantemente

cubierta por un suave manto de vello masculino.

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Tenía el pelo negro y muy espeso, sus ojos eran de un azul tan extraordinariamente

penetrante como la claridad de un cristal. También poseía cierta mirada dura que, por

alguna extraña razón, hizo que el corazón le latiera algo más rápido y su barbilla cediera al

reprimir la extraña mezcla de nerviosismo y excitación que le recorrió acaloradamente las

venas.

Calculó que tendría unos treinta y dos años, casi una década más que ella. Pero

aunque su piel parecía cálidamente dorada por el sol (lo que daba a entender que había

pasado mucho tiempo a la intemperie), a pesar de ir conduciendo un Land Rover bastante

usado y abollado, y haciendo caso omiso de la ropa tan informal y manida que vestía, tenía

un aire, si no exactamente de apuesto predador, tampoco encajaba con la imagen mental

que Mollie tenía de un granjero.

Por la manera de acercarse al coche y a ella, no parecía ni demasiado seguro de sí

mismo, ni demasiado arrogante o dominante; le mantuvo la puerta abierta en un gesto que,

a todas luces, podría parecer cortés y educado pero que Mollie imaginaba más oscuro,

como un acto degradante de agresión masculina, una orden tácita para que saliera del

coche.

De no haberlo hecho ya, habría rehusado firmemente y habría permanecido donde

estaba, pero como ya tenía la mitad del cuerpo fuera no le quedaba más remedio que

completar la acción.

De ninguna manera iba a permitirle que pensara que llevaba la voz cantante.

De pie delante de él, le preguntó agresivamente, “¿Se da cuenta de que éste es un

camino privado, verdad?”. Por su expresión, comprobó que lo había pillado desarmado. El

hombre aguantó brevemente la respiración, frunció el ceño y endureció la boca mientras la

observaba denodadamente.

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“Un camino privado por el que usted circulaba demasiado rápido”, le respondió

suavemente.

Su voz era como rico chocolate negro, Mollie la reconoció levemente. Un rico

chocolate muy amargo y muy negro. Siempre había sido susceptible a las voces y la suya

era... Tragó saliva. La suya era...

¡Un momento!, se previno con severidad. No es tu tipo en absoluto. A ti no te

gustan los hombres de pelo oscuro, guapos hasta la saciedad y enormemente sexis. Nunca te

han gustado, y además...

La manera altanera en la que él había asumido el control y su actitud arrogante se

unieron a las vivas emociones y al incómodo sentimiento de culpabilidad, ya que sabía que

iba demasiado rápida, y tuvieron un efecto previsiblemente explosivo en el humor de

Mollie.

“No iba demasiado deprisa”, le mintió de inmediato, y entonces añadió algo que le

pareció de lo más lógico: “Además, usted circula en un Land Rover, así que tendría que

haberme visto venir...”.

“La vi. Y paré”, le respondió con enfado, haciendo hincapié en el último punto.

“Yo también”.

La mirada que dirigió primero al morro del pequeño coche y luego a ella, hizo que

la cara de Mollie se pusiera roja de ira.

“Éste es un camino privado dentro de una propiedad privada”, comenzó de nuevo.

“Y yo tengo autorización del dueño para circular”.

“¡Ah! ¿Sí?”, le interrumpió suavemente.

“Pues sí. Trabajo para el Fordcaster Gazette.”

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“¿De verdad?”, dijo amablemente, pero Mollie estaba demasiado indignada como

para darse cuenta del peligro que destilaba la rigidez de las palabras a pesar de estar

pronunciadas con suavidad.

“Sí”, admitió imprudentemente, haciendo caso omiso de la vocecilla de alarma que

intentaba hacerse escuchar desesperadamente, y cuya protesta se ahogó en el calor de la

agitación del enfado provocado por la necesidad de quedar por encima de su enemigo. Así

que ladeó la cabeza y mintió con valentía: “De todas formas, el dueño es un amigo muy

allegado”.

Las oscuras cejas se elevaron y de repente los ojos azules miraron notablemente

divertidos albergando una expresión extremadamente cínica.

“Me parece que no”, la corrigió resueltamente, a lo que añadió antes de que ella

pudiera decir nada, “Resulta que yo soy el dueño de estas tierras y que éste camino privado

es mío”.

La boca de Mollie se abrió y la cerró de nuevo. Por puro descaro, nunca había

conocido a nadie como él.

“Mentira”, le increpó ferozmente una vez recuperado el aliento. “Este camino lleva

a la granja Edgehill, que es de los Lawson”.

“Que lleva a la granja Edgehill es cierto, pero no pertenece a los Lawson. Es mía.

Los Lawson son mis inquilinos.”

“No... no le creo”, se las arregló Mollie para tartamudear a la defensiva.

“Querrá decir que no quiere creerme”, la corrigió con una helada sonrisa maligna.

“Da igual, ¿quién es usted?”, lo retó Mollie.

La sonrisa se enfrió aún más; lo suficiente para estremecerla ligeramente, aunque

luchó valientemente para disimularlo.

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“Yo”, le dijo, haciendo una pausa entre palabra y palabra y espaciándolas con

cuidado y precisión, “soy Peregrine Alexander Kavanagh Stewart Villiers, conde de San

Otel”.

Mollie se quedó boquiabierta. Había oído a Bob Fleury mencionar su nombre en

términos de repulsivo sobrecogimiento y admiración, al menos ante ella. Sabía que poseía

vastos terrenos de tierra, no sólo en la localidad sino también en otras partes de Inglaterra, y

que ostentaba varios antiguos títulos honorarios. Nada de esto la había impresionado hasta

que oyó a Bob Fleury hablar de él. Pero ahora...

Junto con el enfado, se tragó el impulso de negar lo que estaba oyendo y acusarlo de

estar engañándola. Algún instinto aletargado hasta la fecha, le dijo que no sería muy

inteligente.

No podía permitirle que pensara que la había derrotado por completo; eso no sólo

iría en contra de sus principios sino que le permitiría pensar que la había intimidado, o lo

que es peor: que la había impresionado, cuando la verdad era que desde que se había

enterado de quién era, se le había atravesado más aún.

Un conde. Bueno, no tenía tiempo para algo así. Ella sólo sentía respeto por las

personas cuando se lo merecían, y si él había pensado por un momento que sólo por haber

sacado a relucir su preciado título...

“Bueno, no me importa quién sea”, le desafió lejos de escuchar cualquier voz

interior que le hiciera darse cuenta del peligro y recapacitar. “Y si ha pensado por un

instante que me iba a intimidar el tenerlo aquí delante de mí, amenazante, como... como un

personaje de Jane Austen, ejerciendo algún tipo de... de derecho feudal...”

Las oscuras cejas se levantaron bruscamente y los ojos azules centelleaban con algo

que Mollie no se atrevió a analizar, cuando elegantemente la interrumpió para comentarle,

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“A decir verdad, dudo que Jane Austen confiriera alguna vez a ninguno de sus personajes

masculinos de cualquier clase derechos de esa naturaleza..., de hecho, me temo que habría

desestimado por completo tal sugerencia”.

“No como usted”, replicó Mollie peligrosamente.

“Eso depende... Pero ya que parece tan decidida a otorgarme el papel de villano

vividor...”

Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, él había acortado la

distancia entre los dos, y Mollie se encontró atrapada firmemente contra su cuerpo. Un

cuerpo que sintió no resultar demasiado masculino para sus vulnerabilidades femeninas.

Olía a aire fresco, a brisa, y bajo la defensiva mano de protesta que había sacado demasiado

tarde para rechazarlo pudo sentir el firme ruido sordo de sus latidos y la crujiente aspereza

del vello corporal que le cubría la piel.

Era todo un hombre. No cabía la menor duda y Mollie lo reconoció débilmente.

Al tiempo que ella intentaba controlar sus pensamientos no deseados y traicioneros,

él estaba muy ocupado utilizando una mano para mantenerla pegada a su cuerpo mientras

con la otra sostenía la cara de ella y la giraba hasta colocarla en el ángulo exacto debajo de

la suya. Era tan hábil que lo último que pasó por su cabeza antes de que sus labios se

tocaran, fue que se trataba de una maniobra que tenía increíblemente dominada.

Como si él le hubiera leído el pensamiento, lo sintió susurrando contra sus boca.

“Una vez me dieron el papel de villano en la obra del pueblo...”

“Dudo que tuviera que practicar mucho”, se las arregló Mollie para susurrar a través

de los dientes apretados, antes de que la firme presión de sus labios hiciera la articulación

de cualquier comentario no más difícil sino sumamente peligrosa. Intentar abrir la boca

ahora, mientras la acariciaba tan... tan... con su... supondría una invitación a...

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“Mmmmh...”

“¿Mmmmh..?”

Mollie reconoció, no sin disgusto, que él había repetido su suave sonido de

agradecimiento, no como confirmación del correspondiente disfrute del beso que habían

compartido sino como pregunta.

Dejó de besarlo de inmediato, aunque no fuera ella en realidad quien lo estaba

besando. Intentó tranquilizarse cuando remilgadamente endureció los labios que habían

accedido al contacto ante la provocación de la calidez de su aliento y el tentador y delicado

movimiento de sus labios sobre los de ella... No, lo único que había hecho era simple y

llanamente haber tenido una reacción instintiva (y por lo tanto excusable) al dominio

erótico de un hombre que, obviamente, sabía mucho más de cómo convencer a una mujer

de que reaccionara ante él de lo que le correspondía... a cualquiera de los dos.

Con obstinación, Mollie se dijo que no era decepción la causa de que se le helara la

sangre en las venas cuando vio que él le permitía separarse.

“¿Cómo se atreve..?”, comenzó temblorosa.

“¿Cómo se atreve usted? ¡Suélteme!”, le acabó la frase rápidamente.

Mollie le lanzó una mirada fulminante. Ahora no había duda de que se estaba

burlando de ella.

“No tiene ningún derecho a hacer eso”, le replicó enfadada ahora que estaba a salvo,

fuera del extraño y enormemente peligroso efecto que provocaba en sus sentidos cuando

estaba cerca de ella. Ella no era del tipo de mujeres que se deja engañar por sus hormonas.

Sólo porque fuera un experto besando de manera que la hace derretirse por dentro...

“¿No? Creí que había dicho que tenía los derechos de un señor feudal”, le recordó

suavemente.

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Mollie llegó a la conclusión de que se estaba riendo de ella. Regodeándose en una

broma machista a su costa. Ahora sí que estaba verdaderamente enfadada.

“¿Es consciente de que lo que acaba de hacer se puede considerar una agresión

sexual?”, añadió acaloradamente, sólo para tener en la discusión la sartén bien agarrada por

el mango.

“¿Es por eso por lo que llevo estos arañazos en el brazo del que me agarró,

verdad?”, le contestó sin comprenderla.

Arañazos. Los ojos de Mollie se abrieron de par en par en una mezcla de vergüenza

y protesta feroz.

“Yo no...”, empezó, pero se cortó cuando él comenzó a enrollarse la manga de la

camisa.

“Está en mitad de mi camino”, cambió, “y ya llego tarde a mi cita con la señora

Lawson”.

“A Pat no le importará”, le aseguró. “Estará cuidando de sus nietos.”

A Pat Lawson puede que no le importara, pero a Bob Fleury sí, si llegaba a

enterarse de que se había retrasado.

“Si no quita... eso”, le advirtió indignada, apartándose los rizos en dirección al

Lando Rover, “tendré que ir andando”.

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