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Caminando: prácticas, corporalidades y afectos en la ciudad · medianamente cerca de nuestro pueblo. Caminar me aviva entero el cuerpo y la mente: hay un alma de los caminadores

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C O L E C C I Ó N S O C I O L O G Í AP E R S O N A S , O R G A N I Z A C I O N E S , S O C I E D A D

Caminando

Prácticas, corporalidades y afectos en la ciudad

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Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informáti-co, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

CaminandoPrácticas, corporalidades y afectos en la ciudad

Martín Tironi y Gerardo Mora Editores

Ediciones Universidad Alberto HurtadoAlameda 1869– Santiago de [email protected] – 56-228897726www.uahurtado.cl

Impreso en Santiago de Chile por C y C impresoresJunio de 2018Obra realizada con aportes de la Dirección de Artes y Cultura, Vicerrectoría de Investigación de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

ISBN libro impreso: 978-956-357-148-6ISBN libro digital: 978-956-357-149-3

Este texto fue sometido al sistema de referato ciego externo

Coordinador colección Sociología: organizaciones, personas, sociedadSebastián Ureta

Dirección editorialAlejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutivaBeatriz García-Huidobro

Diseño interior y de portadaFrancisca Toral R.

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CAMINANDOPRÁCTICAS, CORPORALIDADES

Y AFECTOS EN LA CIUDAD

Martín Tironi y Gerardo Mora Editores

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ÍNDICE

PrólogoMartín Tironi y Gerardo Mora

11

IntroducciónCaminar como fenómeno social total

Martín Tironi15

Más que poner un pie delante del otroSoledad Martínez

35

Tropiezos y demoras. Monumentos en la ciudadFrancisca Márquez

59

La apreciación estética de lo desordenado en la experiencia cotidiana a pie

Francisca Avilés79

Fotos rápidas (mi historia del caminar)Cristián Labarca Bravo

113

Gabriela, cyborg caminantePablo Hermansen y Gabriela Pérez

155

Criar hijas, crear ambientes Gerardo Mora Rivera

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El caminar idiótico en la Smart City: la experiencia urbana más allá de su cuantificación digital

Martín Tironi y Matías Valderrama199

Un asunto de distancias. Aproximaciones a la espacialidad urbana desde la narración de caminatas cotidianas

Luis Iturra233

Caminantes261

AnexoSe hace Independencia al caminar

267

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Caminar es una maravilla olvidada por este tiempo. No caminar, como los ingleses, el mismo camino. Andar a pie todo lo que está medianamente cerca de nuestro pueblo. Caminar me aviva entero

el cuerpo y la mente: hay un alma de los caminadores y otra de los poltrones. Camino rápido, a grandes zancadas inglesas.

Gabriela Mistral, La Serena, 19251

1. Carta vivencial publicada en Bendita mi lengua sea. Diario íntimo de Gabriela Mistral (1905-1956), editado por Jaime Quezada (2002, p. 20). Editorial Planeta: Santiago de Chile.

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Prólogo

Ambos editores de este libro somos profesores de la Escuela de Di-seño UC, cientistas sociales, padres y, además, amantes del caminar. De esto último nace la primera motivación para crear este volumen. Antes que un objeto de estudio erudito, reconocemos al caminar como nuestra forma de ser en la ciudad, una manera cotidiana a tra-vés de la cual vivimos nuestra relación con lo urbano. Caminando sentimos, pensamos, criamos y (nos) hacemos (en la) ciudad.

Diariamente, luego de dejar a su hijo Simón en el colegio, Martín atraviesa el río Mapocho para llegar a la Escuela. Son cami-natas tranquilas, momentos de tramitación y pausa a la vez, atibo-rradas de digresiones y silencios. Por su parte, cada vez que se queda trabajando hasta tarde en la Escuela, Gerardo baja “a pata” por los parques Uruguay, Balmaceda y Forestal hasta su casa. Mientras lo hace, evita consultar su teléfono y trata de limpiarse del día. Ade-más, gran parte de las decisiones tomadas en este proceso editorial, fueron conversadas caminando (copresencialmente y a distancia).

Movidos por este interés común, el segundo semestre 2015 caminar fue el tema de investigación desarrollado en nuestro curso Investigación Etnográfica y Diseño. Para sumergir a los estudiantes en la temática, realizamos una caminata inicial con todos ellos. El lugar elegido para este deambular fue la comuna de Independencia. Recorrimos avenida Santa María, desde la ruta 5 hasta Avenida La Paz, caminata que nos tomó casi toda la mañana. En grupos que se separaban y reencontraban en algunas esquinas, fuimos ser-pentando dicha avenida y sus manzanas aledañas. Finalmente, en el Cementerio General nos reunimos a conversar, compartir y re-flexionar sobre la experiencia.

Posteriormente, los estudiantes en grupos desarrollaron diver-sas etnografías en la mencionada comuna. El propósito era experi-mentar a través del caminar y estar atentos a temáticas emergentes.

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Martín Tironi y Gerardo Mora12

Así llegaron a reflexionar sobre los paisajes sonoros, las ferias libres, las texturas de las veredas, los jardines en las aceras, la movilidad de los niños, las plazas públicas, entre otros. Uno de los principales hallazgos de estas investigaciones fue constatar que, cuando se es-tudian desde prácticas peatonales caminando, se revela una ciudad hecha más de percepciones, sentidos y afectos que por infraestruc-turas urbanas. Así, pudieron explorar las implicaciones metodoló-gicas y teóricas de conocer y presentar la ciudad al mismo tiempo que la (des)anduvieron.

Dados los buenos resultados de la experiencia, y aquí yace la segunda motivación, decidimos sistematizar los hallazgos y lanzar-nos a la realización de este volumen. Iniciamos una selección de un conjunto heterogéneo de investigadores que están desarrollando formas específicas de entender e investigar el caminar. Sin desco-nocer los vínculos del caminar con la planificación urbana, la mo-vilidad y la arquitectura, la apuesta fue invocar al caminar como protagonista, para desde allí explorar otras relaciones y posibilida-des de investigación. Hasta la fecha, los trabajos en el campo de la planificación urbana habían abordado el caminar principalmente como una forma de movilidad, dejando de lado dimensiones más perceptivas, corporales y afectivas de esta práctica. El tema urbano se vuelve cada vez más importante en la agenda pública, abundan las controversias y opiniones sobre el destino de nuestras ciudades, no obstante, son pocos los estudios empíricos que profundizan de manera específica en esta práctica social. De ahí que uno de los objetivos de este libro es abrir el debate sobre el caminar en Chi-le, proponiendo conceptualizaciones y metodologías que permiten ahondar en las especificidades de esta práctica poco estudiada en nuestro contexto local y latinoamericano.

El libro abarca un repertorio de escritos originales sobre el ca-minar, pero a la vez disímiles desde el punto de vista disciplinar. De manera intencionada, se buscó convocar diferentes discusiones y sensibilidades en torno al caminar, para intentar diálogos entre ciencias sociales y disciplinas proyectuales. Si bien la selección de los temas es arbitraria y acotada, los trabajos se caracterizan por trazar diferentes perspectivas de aprehender (o incluso de producir)

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la actividad del caminar desde un registro sensorial. El libro no pretende ofrecer un panorama general ni representativo del estudio del caminar. Igualmente, lejos de aspirar a estabilizar el significado del caminar o moralizar sobre las bondades de esta forma de mo-vilidad, este volumen busca hacer visible, tanto a una audiencia especializada como a una no-especialista, diferentes comprensiones del caminar. Sin renunciar a la investigación empírica, el acento está puesto en la comprensión de las dimensiones sensibles y cua-litativas de esta práctica, y no tanto en aquellos componentes vin-culados a la planificación e infraestructuras urbanas. Por lo mismo, la motivación no ha sido ofrecer un marco conceptual o metodoló-gico monolítico, sino enfatizar la riqueza y potencialidades que se generan cuando el caminar es abordado desde una multiplicidad de estilos de investigación.

Queremos destacar y agradecer la diversidad interna del grupo aquí reunido, en cuanto a género, trayectoria, prestigio y discipli-na de origen. Los manuscritos y las imágenes congregadas en este volumen componen una polifonía de modos de sentipensar el ca-minar urbano, haciendo conexiones con temáticas propias de cada caminante: autobiografía y crianza, en las entregas de Cristián La-barca y Gerardo Mora; la experimentación artística y estética, en los trabajos de Francisca Avilés, Pablo Hermansen y Gabriela Pérez; el patrimonio urbano y el territorio vivido corpóreamente en los capítulos de Francisca Márquez, Luis Iturra, Soledad Martínez y Martín Tironi; junto a los efectos de las nuevas tecnologías digitales sobre la práctica del caminar, el trabajo de Martín Tironi y Matías Valderrama. Asimismo, este libro incluye una síntesis de las investi-gaciones realizadas por nuestros estudiantes, en el marco del curso Investigación Etnográfica y Diseño, presentada por Gerardo Mora y Valentina Bustos.

El horizonte geopolítico es Santiago de Chile, la capital del país; y su temporalidad histórica, el presente. En este sentido, los lectores de este volumen tendrán motivos para sentirse decepcionados por varias ausencias presentes. Para empezar, no logramos reunir todos los autores, temáticas y conflictos ya conocidos en los estudios del ca-minar en Santiago. Asimismo, el libro se inscribe fundamentalmente

Prólogo

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Martín Tironi y Gerardo Mora14

en diálogo con una literatura propia del hemisferio norte globaliza-do, donde existe una fuerte tradición de estudios sobre el caminar, pero desarrollada en contextos disímiles al nuestro. Por el contrario, a la fecha caminar como campo de investigación empírica en Latino-américa recién empieza a manifestarse con mayor fuerza. Además, el sesgo centralista de este libro es doble: la gran mayoría de sus capítu-los refiere a la capital del país y, especialmente, a su centro histórico. Las experiencias del caminar en otras ciudades de Chile no están desarrolladas. A pesar de lo anterior, y asumiendo estas limitaciones, creemos que los textos reunidos aquí constituyen un aporte impor-tante para profundizar en nuevas líneas de investigación abocadas al caminar. Igualmente, estas ausencias constituyen una abierta invita-ción a otros investigadores y centros de estudio a abordar este vacío académico, y desarrollar una sensibilidad analítica que dé cuenta de las experiencias locales del caminar.

Este libro no hubiera sido posible sin el apoyo de diferentes personas e instituciones. Queremos agradecer, en primer lugar, la colaboración y confianza de todos los autores que participaron de este libro, quienes aportaron con rigor y creatividad al desarrollo de este proyecto. En segundo lugar, el libro fue realizado con el apoyo de la Dirección de Artes y Cultura, Vicerrectoría de Investigación de la Pontificia Universidad Católica de Chile y el Decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos UC, Mario Ubilla. Asimismo, el libro contó con el soporte de la Escuela de Di-seño UC, el Centro de Políticas Públicas UC, la Municipalidad de Independencia de Santiago y a la Unidad de Ciudades Inteligentes del Ministerio de Transporte. Igualmente, queremos agradecer a Valentina Bustos por su compromiso y activa colaboración durante el proceso de confección de esta obra. Además, este volumen contó con el apoyo de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile, Conicyt, a través del proyecto Fondecyt Nº 1114004, dirigido por Martín Tironi. Y, por supuesto, que este libro contó con la comprensión, la complicidad, el amor y los an-dares de nuestras familias.

Martín Tironi y Gerardo Mora

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Introducción

Caminar como fenómeno social totalMartín Tironi

Vencer el capitalismo caminandoWalter Benjamin, 2000

Hace casi medio siglo, Henri Lefebvre (1969) advertía que el ca-pital y la lógica del valor de cambio pueden derivar en procesos de urbanización des-urbanizada, esto es, espacios vacíos de posi-bilidades de apropiación. En efecto, se han extendido en los últi-mos años la suspicacia y las controversias a la hora de aceptar los procesos de urbanización moderna como sinónimo de producción de “urbanidad”. Las megaciudades se han convertido en lugares paradigmáticos de insostenibilidad ambiental y social, rasgos aso-ciados a la contaminación, congestión, hacinamiento, inseguridad y anonimato. La cada vez mayor concentración de población en las ciudades (según la ONU, cada mes cerca de 200 mil personas se integran a vivir en urbes), y los impactos que ello tiene sobre la ca-lidad de vida, han dado pie a planteamientos en pos de la construc-ción de territorios más “resilientes”, “inteligentes” o “amigables” con el medioambiente.

En el último tiempo, es el discurso de la sustentabilidad ur-bana el que parece primar en los debates sobre la ciudad (Barton, 2006; Tironi, 2015), muchas veces sustentado en cuestionamientos a los modelos de urbanización basados en la motorización indiscri-minada y la fragmentación del territorio (Cugurullo, 2015). Sus postulados se han consagrado como el nuevo corpus ético del desa-rrollo urbano, impulsando medidas orientadas a la “ambientaliza-ción” de la ciudad; entre ellas, la reducción de la huella de carbono y de las emisiones de gases de efecto invernadero, la mitigación de los desechos generados y la eficiencia energética.

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16 Martín Tironi

Inspirados en este régimen medioambiental, proliferan las ini-ciativas y servicios de carácter “sustentable”, que van desde proyec-tos de “eco-barrios” y sistemas de autos y bicicletas compartidas, pasando por iniciativas de regeneración de áreas verdes, luminarias inteligentes, huertos urbanos, hasta campañas ciudadanas de com-postaje doméstico y eficiencia energética. Actualmente, la retórica de la Smart City ha encontrado en ese escenario un amplio espacio de intervención y experimentación, con su promesa de espacios urbanos más sustentables y eficientes logrados por la introducción extensiva de nuevas tecnologías digitales.

Más allá de la caminabilidad

Independientemente de las críticas que se les pueda hacer al uso y abuso del término “sustentabilidad”, lo cierto es que el escenario de ecologización descrito ha otorgado al acto ancestral de caminar una importancia creciente en las políticas de planificación de las ciuda-des. Tal como sugieren Kevin Krizek y sus colegas (Krizek, Handy & Forsyth, 2009), hoy existe una declarada necesidad de compren-der y cuantificar los beneficios medioambientales asociados al há-bito de la caminata en la ciudades, así como los factores que obs-taculizan o favorecen la incorporación de esta forma de movilidad. De hecho, en muchas ciudades la promoción del desplazamiento a pie se ha convertido en una herramienta de mitigación de los problemas asociados a la polución y congestión ambiental, además de un mecanismo para impulsar mayores niveles de ejercicio en la población y la reducción de los índices de obesidad.

La promoción del caminar como una forma de movilidad baja en emisiones de carbono coincide con el auge y predominio de estudios focalizados en analizar las condiciones de posibilidad de la “caminabilidad”. Este concepto (traducción directa del inglés walkability), que surge a partir de experiencias estadounidenses y europeas principalmente, pone énfasis en el análisis de las contex-tos físicos, comunitarios y ambientales que favorecen tal forma de desplazamiento (Forsyth, 2015). Desde la perspectiva que instaura,

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el foco de atención se dirige de manera especial a los equipamien-tos, infraestructuras y componentes físicos (estado de veredas, cru-ces, señaléticas, áreas públicas, etcétera) que pueden favorecer una planificación óptima para la peatonabilidad en las ciudades. Entre sus propósitos, los estudios de caminabilidad apuntan a generar evidencias empíricas e indicadores duros que informen a los toma-dores de decisiones respecto de cómo las medidas pro caminata re-percuten positivamente en los niveles de sustentabilidad, calidad de vida, salud o identidad de las urbes (Forsyth & Southworth, 2008). El arquitecto Jan Gehl (2011), por ejemplo, uno de los principales exponentes de la noción de ciudades caminables, ha enfatizado la necesidad de diseños a “escala humana” que incorporen patrones de apropiación de los lugares; vale decir, orientados a beneficiar las posibilidades de hablar, oír, observar y socializar en los espacios públicos. Según sus postulados, el mejoramiento de los entornos construidos repercutiría en la intensificación de la peatonalidad y de la vida urbana en general1.

Ahora bien, evaluar las infraestructuras físicas capaces de aco-ger el caminar abre diversas interrogantes. ¿Es suficiente este en-foque para asir lo que el andar significa y hace con la ciudad, los cuerpos y las atmósferas del territorio urbano? ¿No habrá otras di-mensiones y aspectos del caminar que quedan invisibilizados cuan-do el caminar es estudiado únicamente bajo esta mirada? ¿Cómo se comprometen los afectos y sentidos en el acto de caminar, y qué consecuencias tiene sobre el entorno construido? ¿Qué formas de ciudad y prácticas urbanas se configuran en el acto de poner un pie delante del otro?

Son precisamente estas otras dimensiones vinculadas a la eco-logía de afectos, corporalidades y prácticas sensibles del caminar las que se busca rastrear en este libro. En un momento de claro predominio de enfoques cuantitativos en los intentos de aprehen-der la vida urbana, se hace necesario indagar en repertorios meto-dológicos más sensibles al momento de recoger las experiencias y

1. El plan “Santiago caminable”, lanzado en 2016 por el Gobierno Regional, contó con la asesoría de Gehl Architects. Su objetivo es mejorar las infraestructuras y espacios públicos para fomentar la movilidad sustentable y consolidar entornos urbanos seguros.

Introducción

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18 Martín Tironi

texturas de la ciudad. Aunque el caminar está entre los primeros actos corporales que aprendemos y desarrollamos para vincular-nos con el entorno, y a pesar –como decíamos– del renovado in-terés que ha suscitado a través del discurso de la sustentabilidad, sigue siendo una actividad que se conoce poco en términos de las configuraciones sensibles y urbanas que produce. En Chile sí se han realizado estudios relacionados al caminar (Jirón & Figueroa, 2017; Jirón & Mansilla, 2013; Lunecke, 2017; Martínez & Claps, 2015; Pavez Reyes, 2011; Ureta, 2008), los cuales han permitido identificar problemas vinculados a esta forma de movilidad en la ciudad. No obstante, persiste en el caminar una complejidad in-trínseca poco explorada, específicamente en términos del tipo de mundos sociales, espaciales y afectivos que produce y expresa en el ámbito urbano.

Caminando. Prácticas, corporalidades y afectos en la ciudad bus-ca contribuir a llenar ese vacío reflexivo, abriendo campos de explo-ración teórico-metodológica en torno a los significados, territorios e imaginarios que se conjugan en la práctica de caminar. No se trata un libro directamente orientado a la planificación urbana, ni tampoco pretende levantar respuestas o soluciones a los problemas asociados a la peatonalidad. Sin desconocer la importancia de la re-gulación territorial para mejorar las condiciones de caminabilidad en nuestras ciudades latinoamericanas, su propósito es ahondar en las prácticas y espacialidades que se expresan en esta forma de mo-vilidad, reuniendo para ello diferentes perspectivas (arte, antropo-logía, estética, fotografía, urbanismo, sociología, geografía, diseño) que confluyen al concebir el caminar como campo de estudio.

Relevancia del caminar como objeto de estudio

Cuatro son las razones principales que justifican la relevancia del caminar como objeto de estudio, relacionadas con lo que hemos llamado su agenciamiento sociomaterial, los saberes urbanos, la ciudad corporalizada y su calidad de práctica de resistencia.

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Agenciamiento sociomaterial

Siguiendo los trabajos inspirados en el mobility turn y la non-re-presentational theory (Amin & Thrift, 2002; Jansen, 2013; Jirón & Iturra, 2014; Lazo & Calderón, 2014; Thrift, 2007; Urry, 2012; Vestergaard, Olesen & Helmer, 2016), sostenemos que el estudio de la marcha o del caminar no puede limitarse al hardware de esta forma de movilidad; esto es, atendiendo únicamente a sus condi-ciones físicas y estructurales de realización. No basta con manejar una lista de indicadores que favorecen el caminar, o abordarlo como una simple herramienta de desplazamiento desde un punto A hasta un punto B. El caminar, como práctica urbana, requiere a la vez una comprensión de las dimensiones vinculadas al software; es de-cir, a lo que esta actividad hace hacer a los individuos en términos corporales, afectivos y sensoriales (Vestergaard et al., 2016, p. 41). De ahí que la vocación de este libro sea abordar la figura del pea-tón más allá de los modelos de elección racional de movilidad o en tanto categoría genérica de desplazamiento, y explorar cómo las actividades del caminar son informadas por atmósferas afecti-vas situadas y que surgen del encuentro entre diferentes entidades humanas y no humanas (Anderson, 2009; Ash, 2015; Tironi & Palacios, 2016).

La dificultad de aprehender estas otras dimensiones del cami-nar proviene de su carácter ordinario y naturalizado. Se trata de una práctica que no se reduce a lógicas conscientes. Está profundamen-te arraigada en las rutinas y hábitos cotidianos, lo cual la vuelve una actividad en extremo resistente a la verbalización. Su comprensión, por lo tanto, obliga a lidiar con la idea de evento (Michael, 2012), esto es, situaciones que acontecen de forma inestable e inopinada, no del todo estructuradas, que involucran incidentes, negociacio-nes y simultaneidades entre elementos materiales, sociales y mora-les. Su conocimiento, consecuentemente, obliga a un acompaña-miento que sea capaz de reconocer saberes situados y encarnados en los cuerpos, lugares y ambientes que atraviesa el peatón (Grosjean & Thibaud, 2001; Lee & Ingold, 2006). Al mismo tiempo, hace necesario asumir la inconmensurabilidad e irreductibilidad de esta

Introducción

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acción respecto a otras formas de movilidad urbana (transporte co-lectivo, bicicleta, automóvil, entre otras)2.

El caminar pone en juego materialidades, infraestructuras, tecnologías y dispositivos que acompañan nuestras prácticas urba-nas cotidianas. La calidad del diseño urbano y arquitectónico sin duda afecta los modos en que el caminar se despliega y expresa en la ciudad. Por otra parte, la posibilidad de moverse a pie es funda-mental para la constitución de la idea de ciudadano moderno e in-corpora indisociablemente normas y valores que forman verdaderas “culturas peatonales” (Vestergaard et al., 2016; Wunderlich, 2008). Estos estilos peatonales y formas de producción del espacio están vinculados a la capacidad de los individuos para ejercer el derecho a caminar por la ciudad. No obstante, muchas veces esta posibilidad de caminar se ve limitada por asimetrías en términos de redes so-ciales, recursos o capacidades. Por ejemplo, el trabajo de Martínez y Claps (2015) muestra que la movilidad femenina en la población Santa Julia, de Santiago de Chile, es moldeada y restringida por el temor y la desprotección en los espacios públicos. En un estudio sobre cómo el derecho a la ciudad se materializa en las prácticas concretas del peatón en la ciudad de Londres, Middleton (2016) argumenta que el caminar debe ser comprendido como un logro práctico y frágil desigualmente distribuido (no en todos los lugares se camina de la misma manera) y que las formas de sociabilidad que produce dependen tanto de los diseños materiales como de los códigos sociales dominantes. También con un enfoque etnográfico, Jirón y Mansilla (2013) muestran las diferentes formas de exclusión social que acontecen en la ciudad de Santiago, y lo hacen estu-diando las estrategias que desarrollan los sujetos en sus experiencias locales de movilidad cotidiana.

El caminar, en suma, demanda ser explorado como un tipo particular de agenciamiento sociomaterial (Deleuze & Guattari, 1980). Esto es, un evento que involucra materialidades y diseño,

2. Asumir seriamente los modos de existencia diferenciados que tienen estas formas de estar en la ciudad, daría luces respecto a ciertas deficiencias de las políticas públicas actuales en Santiago, que buscan promover en un mismo programa el ciclismo con el caminar, cuando en la realidad tienen maneras muy diferentes de ser y hacer ciudad.

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conocimientos y corporalidades, arquitecturas y afectividades, in-dividuos y relaciones de poder. Bajo esta óptica, el foco deja de ser la categoría “caminar” y pasa a ser la articulación sociomaterial que esta actividad produce, compuesta por un entramado de procesos materiales, sociales y simbólicos.

Saberes urbanos

Atender el caminar, como lo hace este libro, permite a su vez re-novar teórica y empíricamente las formas en que nos aproximamos a la ciudad. El andar urbano como preocupación de investigación exige, en efecto, reespecificar los métodos con los cuales describi-mos la condición y los ambientes urbanos.

Uno de los aspectos que cruza buena parte de los trabajos pre-sentados en este volumen dice relación con la opción de no identi-ficar el espacio urbano como punto de partida del análisis; dicho de otro modo, no es tipificado como un decorado natural y que existe “out there”. Por el contrario, la ciudad es pensada como objeto que se activa, encarna y construye performativamente, vale decir, como resultado de diferentes ensamblajes compuestos por entidades huma-nas y no humanas (Amin & Thrift, 2002). Consecuentemente, dar cuenta de cómo los individuos habitan e interpretan corporal, espa-cial y estéticamente el caminar, es una forma de comprender cómo la ciudad es construida y apropiada en la práctica (Certeau, 1997). La ciudad, entonces, deja de ser asumida como una categoría genérica, y pasa a ser abordada como una forma de involucramiento corporal (Aguilar Díaz, 2016; Thomas, 2007; Thrift, 2007) que se va forjan-do a partir de una diversidad de experiencias sensoriales, materiales, ficcionales, valóricas, espaciales, cognitivas, entre otras.

Si la realidad urbana es una construcción que depende de esas múltiples ecologías, prácticas y saberes que le dan vida, la observa-ción del caminar permite reconocer cualidades de los ambientes ur-banos que no se limitan a sus funcionalidades y demarcaciones físi-cas, sino que incorporan operaciones de significación, espacialización y apropiación. Más que una simple confrontación con una ciudad

Introducción

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objetivada, a través de sus pasos y experiencias el peatón va fabrican-do los afectos, ambientes y corporalidades que constituyen la ciudad.

El foco de los trabajos que forman este volumen no es, en-tonces, determinar qué es la ciudad, sino explorar las interacciones heterogéneas que la hacen existir a través del acto de caminar. Antes que la recolección de las cualidades intrínsecas de la ciudad, lo que interesa es comprenderla como un logro práctico, donde el caminar es parte fundamental.

En este libro, en suma, la caminata urbana no es un simple desplazamiento en la ciudad: es un revelador de formas múltiples de hacer ciudad. Un acto que la constituye, una forma de creación inventiva de la propia ciudad.

Ciudad corporalizada

Detenerse en el andar del peatón y sus repertorios prácticos y sensi-tivos implica necesariamente agudizar la atención hacia los signos, gestualidades, equipamientos y espacialidades que surgen en el ca-minar (Thomas, 2007). Su estudio es una forma de volver al territo-rio, a la carne de la ciudad, o lo urbano como embodiment (Sennet, 1997). Con la masificación y circulación del concepto de Smart Cities se ha vuelto común conceptualizar la ciudad contemporánea en términos de flujos y códigos informacionales, como geografías virtuales y desterritorializadas. Pero mientras los evangelizadores del urbanismo inteligente proclaman la desmaterialización de los espacios y servicios de la ciudad, el caminar como objeto de análisis invita a un giro fenomenológico y ecológico radical de los ambien-tes urbanos, donde la experiencia vivida y corporalizada adquiere un lugar central.

Al restituir las prácticas del caminar, este libro apunta a repo-blar el análisis urbano de detalles muchas veces considerados como banales e inocuos. Confluyen en él olores y paisajes, luces y texturas, ambientes sonoros y afectivos, percepciones y hábitos, veredas mal mantenidas y divagaciones. Caminar implica justamente esto: una predisposición a sentir y dejarse afectar por el entorno, obligando

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a los cuerpos a establecer vínculos efímeros y a lidiar con lo inespe-rado. Utilizando la impresión de Ingold (2017), el acto de caminar puede ser entendido como una forma de correspondencia con el en-torno; esto es, caminando se establecen continuidades entre nuestro cuerpo y el entorno, en un diálogo de mutua co construcción. “Nos convertimos en nuestro caminar, y que nuestro caminar nos cami-na” (Ingold, 2017, p. 16). En cada paso vamos siendo modificados, por lo que habitar el caminar implica incertidumbre respecto a las continuas variaciones del camino y nuestros afectos.

Asumir como eje de análisis estas capas de la experiencia urba-na de caminar, como lo hace este volumen, implica tomar distancia de miradas estructuralistas sobre dicha actividad y sobre la ciudad. Si bien existen condiciones ambientales y sociales que los peatones incorporan en su andar, y cuyo examen resulta de alta importancia para la comprensión de la caminabilidad, los modos en que dichas condiciones son enfrentadas son siempre particulares, dependien-tes de eventos que escapan a las lógicas causalistas o determinantes psicológicos, urbanos o sociológicos. De ahí, entonces, que en los estudios que aquí se presentan el énfasis no está puesto en identi-ficar las estructuras sociales y físicas preexistentes que determinan formas de caminar, sino en lo que esta práctica fabrica y encarna en términos de competencias perceptivas, espaciales y cognitivas.

Práctica de resistencia

El andar urbano como objeto de estudio se conecta con lo que po-dríamos llamar una política de resistencia y recalcitrancia urbana.

Desde la deriva situacionista de Guy Debord, pasando por el deambular poético de la figura del flâneur de W. Benjamin (1982), el caminar ha sido leído como símbolo de una práctica que rehúsa los patrones y moralidades preestablecidos. En la mirada de Ben-jamin sobre el París del siglo XIX, el flâneur aparece justamente como un personaje que observa con distancia cínica la sociedad que lo rodea, en una actitud que varía del involucramiento al des-apego, desde la inmersión práctica a la ensoñación. A través de

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su vagabundear logra subvertir el orden hegemónico, explorando/reescribiendo otros registros insospechados de la ciudad.

Las cualidades del flâneur para pensar la ciudad han llevado a revitalizar este concepto y sus potencialidades críticas en el marco de las urbes contemporáneas. Tal es el caso de las reflexiones de Nu-volati (2014), quien propone la figura new flâneurs para pensar la ciudad actual desde las prácticas inventivas de apropiación y resig-nificación que desarrollan los peatones: “Los nuevos flâneurs o las nuevas prácticas de la flânerie deberían ser considerados como figu-ras y actividades emergentes capaces de llenar el deseo de biografías más activas o personales, expresadas por individuos que lidian con-tra la redundancia del consumismo” (Nuvolati, 2014, p. 22). Las microrresistencias que ofrecería la figura del flâneur obedecerían a esa capacidad de subvertir los programas y planificaciones de la ciudad, evidenciando las necesidades de vidas no estandarizadas ni instrumentalizadas por la persecución de capital. Así, la práctica del flaneurismo no es un estilo de caminar, sino una forma de com-prender, interpretar y crear la ciudad (Nuvolati, 2014).

El romanticismo que rodea a las movilidades peatonales se puede rastrear igualmente en los trabajos de Jane Jacobs (1972), donde las veredas aparecen como auténticos elementos generado-res de confianza y sociabilidad pública, en su calidad de lugares capaces de ofrecer condiciones para contactos y encuentros entre desconocidos. En una dirección similar, de Certeau (1997) señala que las tácticas peatonales constituyen una verdadera gramatología espacializada de operaciones de resistencia a las estrategias de los planificadores y discursos urbanos dominantes; una expresión de las múltiples combinaciones y maneras que tienen los sujetos para apropiarse y moverse a través de diferentes espacios urbanos.

Junto con ser un símbolo de prácticas creativas de apropiación de la ciudad, el caminar ofrece dos formas adicionales de resistencia.

Primero, el caminar puede ser concebido como una actividad que encarna la radical recalcitrancia de la condición urbana: está constituido por procesos y eventos, no siempre verbales y racionales, que objetan los intentos de encontrar parámetros estáticos o enca-jarse, en tanto práctica, en condiciones unívocas. Y ello tiene como

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contrapartida que, por más esfuerzo de estructuración y transparen-cia que pongamos para transformarla en una categoría cognoscible, la ciudad y sus habitantes se encargan de hacernos probar zonas inconmensurables e inciertas. No se trata de renunciar a su com-prensión y descripción, sino asumir que se trata de un fenómeno en permanente ebullición y desborde, siempre adelantado a los marcos analíticos que tratan de disciplinarlo. Frente a la fe en la predicción del Big Data y digitalización como herramienta de cuantificabilidad de la vida urbana, el caminar sugiere cierta disposición a vivir la ex-trañeza y formas de encubrimiento. Asumir esto implica cierta hu-mildad científica, al tiempo que la necesidad de trabajar con lengua-jes provenientes de las artes para aproximarnos a las manifestaciones sensibles que resultan del caminar como acto urbano. Desafiar las metodologías convencionales implica el compromiso con técnicas imaginativas que pueden surgir de la poesía, dibujo, películas, ma-peos u otros materiales. Ash Amin y Nigel Thrift (2002), en este sentido, han señalado que la práctica del caminar y del flâneur exige aventurarse en la exploración de herramientas de investigación de la vida urbana más poéticas, que complementen las lógicas científi-cos-deductivas. Esta sensibilidad se abre a formas de conocimiento imperfectas y vulnerables, más preocupadas de experimentar y del proceso, que de asegurar una verdad última.

Segundo, el caminar invita a poner en práctica un pensamien-to especulativo de la vida urbana; una forma de abordar lo posible, de incorporar alternativas de proyectar la ciudad no pensadas o no sancionadas en la práctica convencional. Las experimentaciones del espace détourné y de la dérive desarrolladas por Guy Debord en Pa-rís, por ejemplo, representan ese anhelo de explorar otras relaciones y formas de ejercer el derecho a la ciudad. Una manera de criticar la sumisión de la ciudad a las leyes del capital, fue elaborar narrativas posibles para reimaginar nuevos modos de habitar lo urbano.

El caminar parece encarnar, en este sentido, un espacio que se resiste a ese fatalismo según el cual las cosas son como son, que ninguna alternativa es posible. En el caminar se marcan los pasos intempestivos de aquellos que todavía buscan ser extranjeros en su propia ciudad, descifrando fisuras y posibilidades de silencio. En el

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tranco lento del peatón surge el tiempo para interrogarse si las cosas podrían ser de otro modo, para métodos y ficciones abiertas a lo “que podría llegar a ser” (Lury & Wakeford 2012). Lo potencial no es lo contrario de lo actual, sino más bien una apertura a intervalos de posibilidad, que introducen disyunciones frente a la tiranía del presente (Toledo, Imhoff & Quirós, 2016, p. 88). Cuando Walter Benjamin (2000) habla de “vencer el capitalismo caminando”, usa precisamente el caminar como un espacio especulativo para pensar lo imposible, recordándonos que lo urbano es ante todo un espacio para reimaginar y experimentar mundos posibles.

Reconociendo en el caminar algo más que un medio de movi-lidad o un instrumento de sustentabilidad urbana, este libro busca aprehenderlo como un “fenómeno social total”, utilizando la expre-sión del antropólogo francés Marcel Mauss (1979). Esto implica no someter el caminar a categorías predefinidas, y acompañar las diver-sas gramáticas y mundos que se hacen al caminar. La promoción del caminar, por lo tanto, no solo debería poner énfasis en los ambientes construidos, en la seguridad o en las implicancias para la salud que tiene esta forma de movilidad baja en carbono y activa. Igualmente debería considerar la polifonía de expresiones prácticas y afectivas que surgen del caminar, y el tipo de espacios urbanos y sociabilida-des que resultan de esta forma de movilidad. Las ciudades son sitios de interacciones, y entender los ambientes peatonales permite eva-luar la calidad de esas interacciones y profundizar la discusión sobre la ciudad que queremos. Hacerse cargo del caminar es responsabili-zarnos por los vínculos y derechos que definen nuestra vida urbana.

Contenidos de este libro

Más allá de los diferentes enfoques y disciplinas de los textos reuni-dos en este volumen, todos ellos dan testimonio de la complejidad y pluralidad de formas en que el caminar puede ser abordado, ex-presando una declarada curiosidad y pasión por esta práctica social.

El capítulo de Soledad Martínez hace una revisión introduc-toria de las principales perspectivas desarrolladas por las ciencias

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sociales y las humanidades para comprender el acto de caminar, identificando los aportes que estos enfoques entregan para pensar la condición urbana. A través de este recorrido, Martínez propone una comprensión del caminar como una práctica social; esto es, como una actividad que no se reduce a un medio de transporte, sino que se acopla a los modos en que construimos lazos y ciudad. Caminando co emergen configuraciones siempre particulares de los espacios y los lugares, y la invitación del texto es a reconocer esas configuraciones singulares.

A partir de un estudio etnográfico en el centro histórico de Santiago, Francisca Márquez explora cómo los transeúntes, me-diante sus prácticas performativas, significan la presencia de los símbolos y monumentos históricos de la ciudad. Indaga en cómo la perdurabilidad de estos monumentos es actualizada en esta com-pleja interacción entre el orden cultural instituido y las prácticas cotidianas del caminante. El capítulo sugiere que la caminata tiene, entre sus vocaciones primarias, la de completar el designio de la ciudad, haciendo de lo urbano y sus monumentos un proceso en continua transformación.

Desde una aproximación estética del caminar, Francisca Avilés propone “lo desordenado” como categoría analítica para compren-der y describir la experiencia de caminar en la ciudad. A partir de un enfoque que cruza etnografía multisensorial, teoría urbana y análisis fílmico, el capítulo analiza la categoría de lo desordenado como una cualidad sensible de la ciudad caminada, re especifican-do las formas de pensar el acto de caminar. Avilés sugiere que apelar a estas cualidades sensibles del caminar es una manera de compren-der cómo los procesos urbanos son indisociables de las impresiones (visuales, olfativas, sonoras, táctiles y propioceptivas) que se desen-cadenan en la experiencia de la ciudad.

Cristián Labarca, por su parte, ofrece un relato autobiográfico sobre cómo el caminar se ha transformado en su vida en un revela-dor de una serie sucesos vivenciales y sociales, a la vez que un meca-nismo a través del cual explora su relación con el mundo. A través de una pluma simple y extremadamente autoconsciente, Labarca logra mostrar cómo en el caminar se articulan historias íntimas y

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subjetivas, con configuraciones sociopolíticas de la historia chilena de las últimas décadas. El capítulo expresa una aproximación exis-tencial al caminar. Esto es un andar que busca reencontrarse con los recuerdos de una ciudad y que espera reconquistar consistencia en un presente profundamente fragmentado.

El capítulo de Pablo Hermansen y Gabriela Pérez analiza la obra Caminar es un objeto, una representación material del cami-nar urbano realizado por la misma Pérez. El ensayo se interroga sobre las implicancias de traducir el caminar en un objeto de arte, digno de exposición, interpretación y cuidado. Por medio de una exploración de los saberes y emocionalidades comprometidas en el proyecto, el capítulo examina la biografía de la autora y cómo esta se entremezcla con el proceso de producción de la pieza y con las actuales tecnologías digitales de cuantificación. Conectándolo con el debate sobre la era del antropoceno, los autores plantean que a través de caminar digitalmente aumentado que usa la artista se está materializando un ensamblaje heterogéneo, compuesto de aceras, satélites, memes, naturaleza, drones, afectos, movimientos sociales y lluvias.

A partir del cuestionamiento sobre la relación entre aprender y caminar, el capítulo de Gerardo Mora describe cómo sus hijas se hacen parte del ambiente mientras van caminando. En un ejercicio autoetnográfico realizado a partir de sus desplazamientos cotidia-nos en el barrio Patronato de Santiago, Mora reflexiona sobre su condición de padre y cuerpo que camina mientras cría a sus hijas, y cómo la morfología urbana se transforma en una sala de clases a cielo abierto. En estas descripciones el autor deja entrever una original lectura sobre la niñez, la paternidad y el diseño en tanto procesos inacabados en permanente ajustes y transacciones.

El artículo de Martín Tironi y Matías Valderrama busca com-prender las posibilidades de resistencia del acto de caminar en un contexto de la creciente digitalización de la vida. Variadas solucio-nes tecnológicas están traduciendo diversas actividades urbanas en bits de información para un manejo más inteligente, eficiente y sus-tentable de las ciudades. Una de ellas ha sido el caminar, la cual está comenzando a ser cuantificada por múltiples aplicaciones de auto

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monitoreo que prometen una mayor optimización y promoción de esta actividad. Los autores introducen el personaje conceptual del “idiota” para realizar un ejercicio especulativo y contrafactual del programa tecno-inteligente que subyace en estas tecnologías de cuantificación digital del caminar. Se explora en las fallas, ruidos y formas de resistencia que surgen desde un “caminar idiótico”. Esta figura conceptual invita a ralentizar la codificación del ciudadano a datos digitales, ofreciendo posibilidades para repensar los alcances y límites de los proyectos de programación y dataficación de nuestros entornos urbanos.

Un asunto de distancias corporizadas y afectivas del caminar cotidiano es lo que busca abordar el capítulo de Luis Iturra. Se plantea que el caminar no puede entenderse sin hacerse cargo de una fenomenología de lo cotidiano, mundano y habitual. Utili-zando una aproximación de etnográfica visual, Iturra plantea que caminar implica indagar en lo más ordinario de la vida, en aquellos micromomentos compuestos de sucesivas repeticiones que crean espacios y ambientes. Así, caminar se transforma en una narración posible para comprender las relaciones y distancias sociomateriales del cuerpo, en relación a los otros y los ambientes construidos.

Al final, el anexo “Se hace Independencia al caminar”, con-tiene una síntesis de los trabajos realizados por los estudiantes del curso Investigación Etnográfica y Diseño de la Escuela de Diseño UC a cargo de los profesores Martín Tironi y Gerardo Mora. A modo de una semilla compacta y promisoria, el conjunto de tra-bajos es presentado de manera breve y con el propósito de que el lector pueda conocer la pluralidad de temáticas posibles de abordar desde el acto ancestral del caminar. La diversidad de caminos y texturas exploradas y algunas de las reflexiones desplegadas, dan cuenta de un material visual y analítico que sin duda abre nuevas vías de comprensión de la relación entre ecología urbana y la prác-tica de caminar.

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Más que poner un pie delante del otroSoledad Martínez

La práctica de caminar se ha posicionado durante las últimas déca-das como un área de exploración relevante para la academia (ver In-gold y Lee Vergunst 2008; Thomas 2010; Shortell y Brown 2014; Brown y Shortell 2015; Bates y Rhys-Taylor 2017). En el ámbi-to de las ciencias sociales y las humanidades, este interés va de la mano con el creciente entusiasmo por investigar la vida cotidiana1 y responde también al “giro hacia la movilidad” que ha tenido lu-gar, principalmente, dentro de la sociología y la geografía humana (ver Sheller y Urry 2006; Urry 2007; Cresswell 2006, 2011; Adey 2010). Esta necesidad de conocer y pensar el andar a pie coinci-de, además, con la preocupación que empieza a surgir en ciertos sectores de la sociedad por promover modos de movilidad urbana activos y sustentables, y por generar ambientes urbanos a escala humana que permitan mejorar la calidad de vida de sus habitantes (ver Gehl 2006, 2014), objetivos para los cuales trabajar en pos de que los espacios sean más caminables se considera como algo fundamental.

En el ámbito específico de Latinoamérica, si bien el interés por el caminar va también en aumento, este se manifiesta mayoritaria-mente en la acción de colectivos que promueven y reflexionan acer-ca de la movilidad activa y la calidad de vida en las ciudades2. En el terreno de lo académico, si bien ha existido un gran desarrollo en la investigación sobre la movilidad urbana que ha enfatizado conside-

1. Dentro de los trabajos más influyentes, ver (de Certeau, 1996; Lefebvre, 1984, 1991, 2002, 2005); Para una revisión de las ideas en torno a la vida cotidiana desde la perspectiva de los estudios culturales ver (Highmore 2002a; 2002b). Para conocer posiciones más críticas del concepto ver (Felski 1999/2000; Smith, 1987).

2. Ver por ejemplo, SampaPé en São Paulo: http://www.sampape.org/; La Liga Peatonal en México: http://ligapeatonal.org/; o la Red Latinoamericana de Peatones: http://peatonesmedellin.org/.

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rar y comprender las condiciones de desigualdad socioeconómica que se viven en nuestras ciudades (ver entre otros: Jirón, Lange y Betrand 2010; Jirón 2010; Jirón e Imilan 2015; Ureta 2008; Ro-dríguez Vignoli 2008; Figueroa Martínez y Waintrub Santibáñez 2015), la atención que se ha dado al caminar en su especificidad es secundaria, siendo en general descrito, cuando aparece, como parte de las prácticas de movilidad cotidiana de las personas, pero sin un análisis del valor particular de las prácticas pedestres en el contexto urbano. Esta situación deja la puerta abierta a nuevas in-vestigaciones y publicaciones, como la presente, que ahonden en las particularidades de la relación que se establece entre los cuerpos y su entorno al andar a pie. A diferencia de otros modos de moverse por la ciudad como la bicicleta, el transporte público o los automó-viles (para nombrar los más comunes), la naturaleza del caminar –a la vez, un modo moverse, pero también de estar en los lugares– la hace participar en procesos sociales que van más allá de la movili-dad, lo que presenta preguntas y temáticas específicas que abordar.

Hay algo en el caminar que fascina e inspira a pensarlo, in-vestigarlo y representarlo. Esto puede parecer paradójico si consi-deramos que caminar consiste solamente en poner un pie delante del otro, manteniendo el equilibrio y adquiriendo un ritmo que permita avanzar a través del espacio y desplazarnos entre los luga-res. Entendido así, se trata de un acto “pedestre” en ambos sentidos de la palabra, en su referencia al caminar y a lo banal. Muchos investigadores que se dedican a pensar y explorar esta práctica la introducen dando a entender que “es más” que el solo acto físico de moverse a pie (Lorimer 2011, p. 19; Shortell y Brown 2014, p. 5; Lavadinho y Winkin 2008, p. 155; Middleton 2010, pp. 575-576; Gros 2014, p. 1). ¿En qué consiste ese “ser más que”? Encontrar respuestas a esta pregunta ha sido motor de buena parte del interés actual en torno al caminar. Lo esencial de esta práctica, entonces, quizás no tenga que ver únicamente con los pies y la mecánica del movimiento, sino que también con el tipo de contactos y encuen-tros que emergen desde ella.

En lo que sigue, doy cuenta de mi propio camino a través de la reflexión teórica que las ciencias sociales y las humanidades han de-

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sarrollado al respecto. Esta revisión gira en torno a la comprensión del caminar como un hacer (de Certeau, 1996), como una práctica social a través de la cual emerge una configuración particular de lugar que se funda en la experiencia directa con el entorno y que genera un aprendizaje encarnado de este3. En otras palabras, nues-tro paso por los lugares contribuye a su conformación y, a la vez, ellos se nos quedan en el cuerpo en la forma de una “sensualidad” cotidiana (Taussig 1991, p. 147), creando un “sentido peripatético de lugar” (Adams 2001, p. 68). Resumiendo, el objetivo de este capítulo es discutir qué ocurre al caminar que lo hace ser elemental para la vida en común, usando para ello su comprensión como práctica social. “Eso” que hay en el caminar, que nos hace intuir que lo que se juega a través de los pasos que damos no es solo lo físico, encuentra una de sus respuestas en la reflexión sobre cómo la vida social se crea mientras se camina.

Definiciones

Dar una definición concluyente del caminar omitiría su condición de ser una práctica múltiple y diversa, tanto como los seres hu-manos que la realizan. Ella varía en su técnica, modos y significa-do a lo largo del tiempo, adaptándose a las condiciones materiales del ambiente y a las maneras de vivir de los grupos humanos (ver Mauss, 1973 [1935]). Incluso decir lo que parece más elemental, que se trata de poner un pie delante del otro, desconocería que personas que presentan algún grado de dificultad o la imposibili-dad de desplazarse a pie igualmente consideran que sí pueden “salir a caminar”, tal como Judith Butler y Sunaura Taylor enseñan en

3. Esta idea está inspirada por el trabajo de Lee e Ingold (2006), en el que exponen que las expe-riencias que se generan al caminar corresponden a “procesos de experiencia vivida y encarnada en los que el medio ambiente se transforma y se imprime en el cuerpo”, siendo el medio ambiente –a su vez– afectado por el cuerpo de los que caminan. También toma en cuenta las propuestas de Rachel Thomas (2007) respecto al caminar en la ciudad; ella indica que el cami-nar es “el instrumento de composición de la ciudad” y “un medio para anclarse a la ciudad”. De todas maneras, estas ideas pueden ser encontradas de manera implícita o explícita en muchos de los textos que aquí son citados.

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el documental Examined Life (2008). Una manera más certera de explorar de qué se trata el acto de andar a pie, es considerarlo como una práctica que pone en relación al cuerpo con el ambiente de una manera particular e indagar en qué consiste esa especificidad.

Dentro de la literatura que ha visto la luz durante los últimos años, encontramos que cada disciplina introduce un matiz dife-rente respecto a cómo comprender el acto de caminar. Desde una vertiente filosófica, Frédéric Gros (2014) en su libro A Philosophy of Walking nos indica lo que el caminar no es: “Andar no es un deporte” (p. 1). Propone que lo importante es que el caminar im-plica “no estarse quieto”. Por lo tanto, cuando se camina no hay resultados ni tiempos que medir; “es un juego de niños” (p. 2). Por su parte, desde la antropología, David Le Breton (2015) inicia su ensayo Elogio del caminar con la siguiente frase: “Caminar es una apertura al mundo” y continúa mencionando que al andar la persona se sumerge en una “sensorialidad plena” que le permite “vivir en el cuerpo” (p. 15). Estas aproximaciones muestran cómo el aspecto fisiológico no resulta suficiente para la comprensión del conjunto de fenómenos que ocurren cuando se anda a pie. Se hace necesario considerar que caminar se trata de una habilidad espe-cífica del cuerpo, no solo para mover los pies y desplazarnos, sino que también para conocer, relacionarnos y crear lugares a través de esta forma de movimiento que permite un contacto directo y, por tanto, intensamente sensorial con la superficie del mundo4.

Uno de los ensayos más influyentes que se ha escrito sobre esta temática es Wanderlust, A History of Walking de Rebecca Sol-nit (2000). Solnit nos introduce al tema preguntándose por dónde comienza el caminar para, a continuación, describir lo que ocurre físicamente cuando se camina y terminar con la siguiente frase que, nuevamente, da indicios de que en el caminar se disputa algo más que la mecánica del acto: “La cosa más obvia y más extraña del mundo, el caminar que se inmiscuye fácil en las religiones, la filoso-fía, el paisaje, la política urbana, la anatomía, la alegoría, y el dolor”

4. Para saber más detalles respecto a la dimensión sensorial del caminar en la ciudad, ver Middleton, 2010.

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(p. 3). Concluye así su introducción reflexionando que comprender la experiencia de caminar tiene que ver con comprender “cómo se dota de significados particulares a actos universales” (Solnit 2000, p. 3). Otra referencia clave, en la que ahondaré más adelante, es el trabajo de Tim Ingold y Jo Lee Vergunst quienes definen el caminar como “una actividad profundamente social” (2008, p. 1), ya que cuando caminamos entramos en un diálogo de correspondencia con los otros y el medio ambiente.

En resumen: cuerpo, movimiento, apertura, sensorialidad, texturas, contacto, lo universal, lo particular, correspondencias. Caminar es un hacer del cuerpo con el espacio y el tiempo a tra-vés del cual se crea algo que no existía antes de la realización de la práctica: encuentros con otros, experiencias del entorno y nuevos estados corporales que no desaparecen al terminar la caminata, sino que se sedimentan en el cuerpo y asisten –tanto en el sentido de “favorecer” como en el de “estar presente”– a los futuros trayectos a pie. Estas experiencias de encuentros y transformaciones pueden ser agradables y positivas como también experiencias de desagrado y hastío. Ellas ayudan a construir la práctica de caminar: las rutas que se toman, los lugares que se eligen o se evitan, la atención que se presta al entorno o a nuestros asuntos, el ritmo que se lleva en el paso, las personas junto a las que se camina.

Caminamos, así, desde nuestras experiencias pasadas, las que se actualizan constantemente a través de nuestra presencia en los luga-res. Caminar, como dice Jan Masschelein (2010), es un hacer presen-cia en las condiciones propuestas por los lugares. Esta presencia toma la forma de una inmersión espacio-temporal. Se entra en contacto con la piel de los lugares, con las posibilidades que nos ofrecen y las constricciones a las que nos enfrentan; estas condiciones transforman nuestros ritmos, los que serán más o menos fluidos, tendrán mayor o menor fricción. A la vez, se entra en contacto con una continuidad temporal: se lleva el pasado consigo, se busca un futuro en el lugar de destino u orientación y se está presente en el tiempo de los pro-pios pasos, actualizándose así ese pasado y ese futuro. Esta presencia espacio-temporal que se da al caminar permite crear relaciones: en-contrarse con uno mismo, con el entorno y con los otros.

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Encuentros

El caminar permite muchas clases de encuentros. Permite, por ejemplo, el encuentro consigo mismo. Muchos reconocen que al andar se entabla una relación con el pensamiento y las emociones. Encontramos evidencia de esta conexión tanto en los relatos más cotidianos de las personas que nos cuentan sobre sus experiencias al caminar, como en obras artísticas, literarias, filosóficas y académi-cas5. Mientras se camina, la mente y los sentimientos adquieren un dinamismo que se acompasa al ritmo de los pasos y del ambiente, de manera que parece que ellos mismos salen a dar un paseo del cual vuelven transformados. En este sentido, Solnit (2000) hace referencia a una costumbre esquimal que grafica la conexión que ocurre entre las emociones, la transformación y el caminar: “Una costumbre esquimal ofrece alivio a una persona enojada caminan-do la emoción fuera de su sistema en una línea recta a través del paisaje; el punto en el que se conquista el enfado se marca con una rama, la que da testimonio de la intensidad o longitud de la rabia” (pp. 6-8). Este vínculo no solo se constata a nivel de las emociones, sino que también a nivel del pensamiento y la reflexión; por ejem-plo, Jean-Jacques Rousseau expresa en su obra Las confesiones que caminar le es fundamental para poder pensar: “Solo puedo meditar cuando camino. Al detenerme, dejo de pensar; mi mente funciona solamente en relación a mis piernas” (Rousseau 1953, citado por Solnit 2000, p. 14).

Caminar permite también un encuentro con el entorno, ya que consiste en moverse a “través de” o “junto a” el espacio, llevando al cuerpo a un estado de tránsito. Dejamos la habitación, el domicilio, lo privado y salimos a la calle, nos movemos por espacios comunes junto a otras personas, cruzamos un parque, vamos a lo largo de la playa para entrar después en un bus, en un automóvil y quizás en otro refugio, en otra habitación. Ejecutamos una práctica física que nos pone en contacto de manera directa, “desnuda” como dice Le

5. Para más referencias acerca de las conexiones entre caminar y pensar, ver Solnit, 2000; Gros, 2014. Para ejemplos tomados de investigaciones empíricas respecto al caminar como una oportunidad para reflexionar, ver Lee e Ingold, 2006; Middleton, 2009.

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Breton (2015, p. 19), con el mundo. Este moverse por los lugares implica sumergirse en una experiencia del entorno y de los otros en la que, tal como explica Masschelein (2010), más que obtenerse una perspectiva de lo que nos rodea, lo que se genera es “una mirada más allá de toda perspectiva”, debido a que para tener una perspectiva se debe estar en una posición y, por el contrario, caminar “se trata de ex-posición, de estar fuera-de-posición” (p. 278) o como dijera de Certeau (1996): “Andar es no tener un lugar. Se trata del proceso indefinido de estar ausente y en pos de algo propio” (p. 116). Esta última cita puede parecer contradictoria con la idea desarrollada an-teriormente respecto a la presencia que implica el acto de caminar. En este caso, de Certeau se refiere a la “ausencia de un lugar propio” (p. 43). Por lo tanto, habla de la ausencia de “posesión” de los luga-res que se andan y no de una ausencia de relación y/o de experiencia de ellos, que es la idea desarrollada más arriba.

Decir que el caminar permite encuentros suena bien. Decir que quien camina pierde posición y se encuentra en una perma-nente y directa vinculación con el ambiente y los otros parece, de buenas a primeras, algo positivo. Sin embargo, entrar en contacto con lo que nos rodea y estar expuestos nos da la posibilidad de te-ner experiencias deseables como no deseables. Entrar en contacto nunca está exento de conflictos y roces, ya que nos involucramos con el conjunto de las diversas situaciones de la vida cotidiana que dan vida a los lugares: mujeres que sienten temor de caminar por lugares oscuros o que soportan distintos tipos de acoso callejero; personas mayores con alguna dificultad para moverse, que sienten las distancias de una manera completamente diferente a como las siente un cuerpo joven, y que tienen que sortear obstáculos como desniveles o semáforos que dejan poco tiempo para cruzar. Esto refuerza la idea de que al caminar vivimos los lugares de manera encarnada: nuestros cuerpos quedan expuestos a relacionarse con lo que les rodea, lo que afecta sus ritmos y movimientos, como si las características de los lugares se imprimieran en ellos.

Cuando caminamos nuestros pasos esbozan una línea (Lee e Ingold 2006; Ingold, 2007; Ingold y Lee Vergunst, 2008). Esa con-tinuidad tiene una materialidad que es la de nuestros pies junto a

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la de las superficies con las que entramos en contacto, junto a la de los cuerpos de las personas con las que nos cruzamos, junto a los sonidos, los olores, los colores y todas las sensaciones que resuenan en el cuerpo y dan forma a nuestro andar. La del caminar es una materialidad construida por co-presencias y compenetraciones. Al caminar creamos un ritmo que integra, de manera que los elemen-tos de nuestra caminata pasan a ser parte de un continuo que se crea en correspondencia con las distintas posibilidades tanto del cuerpo que se mueve, como del entorno que se recorre. Es el hecho de que caminamos “con” o “junto a” lo que permite comprender el caminar no solo como una actividad física de desplazamiento que atraviesa por los lugares, sino que como una práctica en la que a la vez que se dan pasos, se generan relaciones y ocurre un encuentro (Lee e Ingold 2006).

Cabe preguntarse si acaso todas las maneras de caminar pro-pician un encuentro consigo y con el entorno. ¿Qué clase de co-nexiones permite una caminata apurada al paradero del bus o del metro? Sin duda nuestra actitud y lugar de destino influyen en el tipo de relaciones que establecemos con lo que nos rodea. Aun así, el cuerpo pasa por los lugares y entra en contacto con sus texturas, se genera un roce y una relación con los otros, a pesar de no haber sido plenamente conscientes de ello. Alguien nos vio, alguien nos sintió, fuimos parte de un paisaje o de una escena urbana. Mi res-puesta a esta cuestión es que caminar siempre nos pone en relación con el mundo, de una u otra manera, con mayor o menor intensi-dad, teniendo más o menos consciencia de ello.

Maneras de caminar

Algunas personas manifiestan que al andar su atención puede es-tar dirigida hacia adentro, lo que implica estar absorbido en los propios pensamientos y emociones, o hacia afuera, lo que implica apreciar el paisaje, el entorno y los otros seres que se cruzan en el camino. Sin duda hay distintas maneras de caminar y la experiencia que emerge de ellas no es siempre la misma. Que una caminata sea

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de una u otra forma responderá a estados de ánimos particulares, al destino de la caminata, al ritmo, a la familiaridad de los lugares, al momento del día, a la estación del año, a las condiciones materiales del entorno, etc. De esta manera, un estado de ánimo más feliz podría hacernos dirigir la atención hacia el entorno y apreciar un cálido rayo de sol, mientras que un estado emocional de angustia o rabia podría hacer que nos sumergiéramos en los vaivenes de los pensamientos y los recuerdos. O, por ejemplo, una caminata habi-tual para ir al trabajo podría ser una caminata mucho menos atenta a lo que pasa alrededor que una que tiene como objetivo pasear y conocer, como al ir a un parque o un turista recorriendo una ciu-dad que ha planeado visitar. Distinto será, así también, caminar solo, junto a un amigo o junto a un grupo de personas en el con-texto de una manifestación. Algunos investigadores, cuyo trabajo reviso a continuación, han buscado dar cuenta de esta diversidad de maneras de caminar por medio de la creación de tipologías que nos ayuden a distinguir y conocer esa variedad. De esta forma, a través de la clasificación se busca comprender qué agrupa ciertos caminares y qué los diferencia. Esto puede ser útil, por ejemplo, para pensar en las diferentes cualidades que debe tener un espacio urbano para que sea más caminable.

En relación con los lugares urbanos, Filipa Matos Wunderlich (2008) propone diferenciar entre tres modos de caminar: útil, dis-cursivo y conceptual. El “caminar útil” (p. 132) se entiende como la caminata funcional cuyo propósito es alcanzar un destino determi-nado. En estos casos caminar se trata de una tarea o deber a desem-peñar. Este modo puede ser relacionado con la tendencia al presente que describe Jean-François Augoyard (1979)6, la que se manifiesta cuando “el caminar se encuentra completamente dirigido hacia su destino final” y, a la larga, no se recuerda ningún momento del ha-bitar transcurrido debido a que el caminante queda capturado en el incesante movimiento entre un lugar y otro (p. 121).

6. Jean-François Augoyard (1979) usa la frase: “La tendance protensionelle” (p. 121); a su vez, define “protensionelle” como “una memoria que se practica en tiempo presente”, diferenciándola de lo que sería una memoria “retencional”, que perdura más allá del tiempo presente y constituye lo memorable (p. 23).

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En segundo lugar, Wunderlich (2008) define el “caminar discursivo” como un “modo espontáneo de caminar” en el cual el ritmo y el paso “están en sincronía con el ritmo corporal interno del caminante”, a la vez que ocurre una inmersión sensorial en los “ritmos y temporalidades externas de la forma urbana” (p. 132). Lo fundamental en este modo de andar no es el destino, sino la expe-riencia de caminar en sí. Esto concuerda con lo que Hayden Lori-mer (2011) llama el “caminante ensimismado”7, para quien “el ca-minar ofrece un espacio encarnado” (p. 23), es decir una caminata abierta a la percepción del entorno. También puede ser relacionado con la experiencia que ocurre cuando la atención del caminante no está puesta dentro o fuera, sino que se produce una conciencia más holística que involucra a los sentidos y en la que ocurre “un cruce del límite entre el cuerpo y el ambiente por medio de las interac-ciones encarnadas y emocionales de los caminantes y sus entornos” (Lee e Ingold 2006, p. 74).

Finalmente, Wunderlich (2008) distingue el “caminar con-ceptual” que se caracteriza por ser un modo reflexivo de cami-nata que produce una conciencia crítica del espacio urbano: “es una respuesta creativa a nuestra interpretación del lugar” (p. 132) que puede tener un objetivo político, artístico o crítico. Lorimer (2011), por su parte, llama a este tipo de caminante “deliberado e ingenioso” (p. 20) en el sentido de que busca expresar una crea-ción artística o un propósito político dotando a su andar de una complejidad simbólica. Esta dimensión del caminar que se vin-cula a la estética es tratada con mayor profundidad por Francisca Avilés (en este volumen).

Si bien el ejercicio de categorización es necesario para poder avanzar en el conocimiento de las diversas experiencias y poten-cialidades de la práctica pedestre, no debemos perder de vista que las categorías son abstracciones teóricas que provocan un efecto de “totalidad”: se es parte de una categoría o se es parte de otra. En cambio, la experiencia vivida se caracteriza por la multiplicidad. Una misma situación puede ser vivida de distintas maneras a la vez,

7. Self-centered walker.

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cada vez, según la identidad de la persona y en consonancia con las condiciones en las que esta se desarrolle. Sin duda, muchos de no-sotros hemos vivido el echarnos a andar e ir tan enfocados en llegar a un lugar, en no atrasarnos y en tomar para ello las rutas más efi-cientes, que sentimos que conectamos con el modo de “piloto au-tomático” (Middleton 2011) y difícilmente podríamos rememorar cómo fue el camino que hicimos (la “tendencia al presente” de la que habla Augoyard). Sin embargo, una caminata no es funcional de principio a fin solo porque se va apurado o porque en ella haya momentos en los que nuestra atención entra en modo de “piloto automático”. En una caminata podemos ir atentos al entorno al principio, luego dejarnos llevar por la prisa, luego darnos el tiem-po de hablar con alguien, luego acompasarnos con nuestro propio ritmo y el del medio, etc. Lo importante es, entonces, comprender que las maneras de caminar se suceden incluso en una misma ca-minata y que, en mayor o menor grado, se producen contactos y encuentros, sean ellos más o menos intensos, más o menos cons-cientes e intencionados.

Una práctica social

Durante la última década las ciencias sociales, en especial disciplinas como la antropología y la geografía humana, han ahondado en la con-cepción del caminar como una práctica social (Lee e Ingold 2006, p. 67; Ingold y Lee Vergunst 2008, p. 1; Edensor 2010, p. 74; Lo-rimer 2011, p. 19; Shortell y Brown 2014, p. 5; Middleton 2010, p. 576). La tradición teórica que define el concepto de práctica so-cial es amplia8. Para los efectos de este capítulo, cito a un par de autores que cuentan con definiciones que me parecen adecuadas para comprender los argumentos que aquí expongo. El concepto de “práctica” tiene que ver con los haceres y la actividad humana. Theodor Schatzki (2009) indica que podemos entender las prácti-cas como una “diversidad organizada de haceres y decires” (p. 39).

8. Para una revisión exhaustiva del concepto, ver Reckwitz, 2002; Shove, Pantzar y Watson, 2012.

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Por su parte, y siguiendo una veta similar, Andreas Reckwitz (2002) indica que se trata de “actividades corporales rutinizadas” (p. 251). Por lo tanto, las prácticas tienen que ver con el cuerpo y sus mane-ras de hacer y decir en el día a día.

Una de las primeras personas en observar que las prácticas corporales son más que actos mecánicos, sino que son técnicas con una especificidad cultural y social, es Marcel Mauss (1973) [1935] en el contexto de sus investigaciones acerca de los aspectos materiales y sensibles de la cultura. Mauss postuló que las socieda-des moldean y producen maneras específicas a través de las cuales el cuerpo se mueve y actúa. En el marco de este interés por las técnicas corporales hace referencia a la práctica de caminar: “Era consciente de que caminar o nadar, por ejemplo, y todo este tipo de cosas, son específicas para cada sociedad; que los polinésicos no nadan como nosotros lo hacemos, que mi generación no nada como la generación actual” (p. 70). Concluye afirmando que no hay una manera natural de caminar; el simple hecho de utilizar zapatos, agrega, cambia la manera de pisar de nuestro pie. En re-sumen, a todos se nos ha enseñado a caminar siguiendo ciertas técnicas específicas que varían culturalmente. Estas observaciones dan pie para entender que las técnicas del cuerpo también son parte de la vida social, son desarrolladas, enseñadas y aprendidas variando las técnicas mismas (los gestos y la mecánica del movi-miento), los significados y usos (cuándo se camina, por dónde, qué puede ocurrir durante una caminata, a qué cosas el caminante presta atención, etc.).

Hacia finales de la década de los años 70 y a inicios de la de los 80, Jean-François Augoyard (1979) y Michel de Certeau (1996) [1980], consolidan la comprensión del caminar como prác-tica social, específicamente en el contexto de la vida cotidiana de las ciudades. En sus trabajos podemos percibir una innovación en la manera de pensar las prácticas cotidianas. No solo se reconoce que las especificidades sociales y culturales afectan a las prácticas corporales, sino que también se pone atención a lo que el acto de caminar produce, a su vez, en los espacios y ambientes que se reco-rren, concretamente, en la ciudad. Así se reconoce que las prácticas

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cotidianas también juegan un rol activo en la producción de la vida urbana. Por lo tanto, se trata de una relación de doble sentido: a la vez que la sociedad moldea la práctica de caminar, las maneras de caminar de las personas también afectan a la sociedad y a la constitución de los lugares. Como dice Rachel Thomas (2007), la práctica de caminar es un “instrumento de composición de la ciu-dad” (p. 15).

En esta misma línea de pensamiento, de Certeau (1996) defi-ne la práctica cotidiana del caminar como un acto de enunciación dentro del sistema urbano, es decir que al andar nuestros pasos dicen, expresan y re-crean el espacio. Esta manera de definir el caminar es análoga a las distinciones que entre lengua y habla se hacían en lingüística en ese momento: “El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación (el speech act) es a la lengua o a los enunciados realizados” (pp. 109-110). El caminar sería, se-gún de Certeau, una práctica a través de la cual el habitante de la ciudad se apropia de lo que el sistema espacial urbano deja a su disposición. En ese acto de apropiación el caminante actualiza el espacio, es decir que lo recrea en un tiempo presente, de maneras particulares y siguiendo sus lógicas de usuario que responden a su propia versión del espacio y a las propias necesidades que busque satisfacer a través de él. Es en este sentido que se puede entender, como sugiere de Certeau, que el caminar sea expresivo. Nuestros pasos efectúan una suerte de escritura que sutura el espacio urbano, dándole unidad y volviéndolo coherente para quien lo recorre: “Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares” (p. 109). Me gusta pensar esta acción de sutura como esa sensación que surge al caminar un espacio que solo se conocía a trozos. Por ejemplo, distintos lugares en un mismo sector a los que habíamos llegado en bus, automóvil o bicicleta y que, un buen día, unimos a través de una caminata. De pronto, aparecen cosas y cualidades de ese “entre medio” que se desconocían: caras, superficies, árboles, basura, un hoyo aquí, un semáforo demasiado largo allá. El espacio se vuelve experiencia vivida e, incluso, surge en nosotros una sen-sación de estar “realmente” (íntimamente) conociendo el lugar. Es en este sentido que de Certeau dice que el espacio toma coherencia:

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nuestros pasos hacen de él un continuo poblado de experiencias y encuentros9.

M. de Certeau incluye una perspectiva política en su reflexión sobre el caminar urbano. La práctica cotidiana de andar es un acto de apropiación que conlleva oponer una resistencia al sistema, a las lógicas e intereses bajo los cuales un determinado espacio fue cons-truido. Esta resistencia no es una oposición necesariamente declara-da o consciente, como si el peatón pensara antes de cruzar con luz roja: “No voy a hacer caso y me opondré a este sistema en el que los automóviles tienen primacía y mi ritmo de peatón es subyugado a las necesidades de fluidez del transporte motorizado”. Podría llegar a pensarlo, pero no es necesario para provocar resistencia, ya que el solo hecho de actuar según su propia lógica, necesidad e inventiva introduce ruido en el sistema. Esta idea de resistencia alude más bien a aquella que se genera en la persistencia que “nace de la diferencia, de la otredad: cuerpos que se encuentran en disputa con las máqui-nas que operan; tradiciones diferentes de aquellas que se promue-ven; imaginaciones distintas a las lógicas que dominan el presente” (Highmore 2002a, p. 148). Algo que fue planificado y construido bajo un criterio particular será redefinido por las personas en los usos cotidianos que ellos les den, los cuales responden a una diversidad de criterios que los planificadores no podrían ser capaces de prever.

Las ideas que expone de Certeau dialogan con el trabajo pre-vio y menos conocido de Augoyard (1979) sobre el caminar y la vida cotidiana. Ambos comprenden las prácticas deambulatorias haciendo una analogía con la expresión oral: caminar es enunciar (Augoyard 1979, p. 70; de Certeau 1996, pp. 109-110). Augo-yard (1979) considera que los pasos de los habitantes expresan la cotidianidad de los lugares, tal como las palabras expresan ideas o sentimientos. Se dedica a realizar un análisis de tipo retórico don-de el caminar es tratado como una narrativa y las maneras de ca-minar son tomadas como figuras literarias que significan algo en la escena mayor de la vida cotidiana en que se ejecutan, a la vez que las entiende en su conjunto como un “código de apropiación”

9. Para ver un ejemplo de cómo el caminar ofrece la posibilidad de “tejer los lugares” y sus poten-cialidades metodológicas, ver el trabajo que Luis Iturra (2015) desarrolla en torno a la idea de la “ciudad entretejida”.

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(p. 75) del espacio. Así, define distintas figuras retóricas elementa-les que permiten dar cuenta y entender las narrativas de los cami-nantes. Por ejemplo, define las figuras de la evitación (p. 31) en las que se puede sustituir un camino por otro para poder evitar algún obstáculo –figura que denomina “paratopismo” (p. 31)– o bien, se puede ejecutar una variación en el camino elegido habitualmente por otro que le es similar, donde no existe una oposición que genere un cambio de ruta –figura que denomina “peritopismo” (p. 35)–. Siguiendo esta lógica, identifica diversas otras figuras basándose en un estudio de carácter cualitativo realizado en el año 1975 en el barrio de l’Arlequin en Grenoble (Francia), el que incluyó observa-ciones y entrevistas y es, probablemente, el primero que se dedicó a explorar la experiencia cotidiana de caminar por medio de una investigación de terreno sistemática desde las perspectivas y meto-dologías de las ciencias sociales.

Décadas más tarde, con el trabajo teórico y empírico de In-gold y Lee Vergunst (2008), se refuerza la comprensión del caminar como una práctica social. Estos antropólogos no solo consideran el caminar como parte de la vida social, sino que como una prácti-ca fundamental para la emergencia de las relaciones sociales. Ellos indican que caminar es la manera de movimiento esencial del ser humano y que el movimiento, a su vez, es primordial para que la sociedad ocurra, ya que permite que los cuerpos se encuentren: “Nuestra aserción principal es que el caminar es una actividad pro-fundamente social: que en nuestras cadencias, ritmos e inflexiones, los pies responden tanto como lo hace la voz a la presencia y ac-tividad de los otros. Sostenemos que las relaciones sociales no son actuadas in situ, sino que son caminadas a lo largo de la superficie de la tierra” (Ingold y Lee Vergunst 2008, p. 1)10. Ingold y Lee

10. No encuentro una traducción de la última frase de esta cita de manera que haga justicia al original. Pace out se usa para designar el acto de medir un espacio con los pies y ground tiene que ver aquí con el suelo o la tierra de un modo esencial, a la manera de “base” o “cimiento”. Copio aquí la cita original completa para que el lector pueda hacer su propio camino a través de ella: “Our principal contention is that walking is a profoundly social activity: that in their timings, rhythms and inflections, the feet respond as much as does the voice to the presence and activity of others. Social relations, we maintain, are not enacted in situ but are paced out along the ground” (Ingold y Lee Vergunst, 2008, p. 1).

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Vergunst enfatizan que podemos pensar el caminar como base de la vida social si consideramos que caminar no es lo que el cuerpo hace, sino lo que el cuerpo es. Continúan argumentando que si aceptamos, así también, que el cuerpo es la base existencial de la vida social (sin cuerpos no hay coexistencia posible) entonces el caminar es fundamento de la vida social. Cabe recalcar que estas definiciones entienden el caminar de una manera amplia como el movimiento esencial del cuerpo “que es a la vez rítmicamente reso-nante con los movimientos de los otros a nuestro alrededor –cuyos viajes y travesías compartimos o cuyos caminos cruzamos– y de final abierto, sin un punto de origen o de destino final” (Ingold y Lee Vergunst 2008, p. 2). El caminar es ese movimiento responsivo de nuestros cuerpos a la presencia de otros, lo que es la condición de la emergencia de la vida social, de la vida juntos11.

Hacer lugar con los pies

Tal como citaba al inicio, “caminar es una apertura al mundo” (Le Breton, 2015: 15). Si pensamos en el contexto de nuestro día a día, en nuestras maneras de vivir en poblados pequeños o grandes ciu-dades, cabe preguntarse qué tipo de encuentros se generan cuando se camina y si estos tienen la relevancia que se ha expuesto líneas arriba, si acaso en ellos ocurre esta “apertura al mundo”. ¿Podemos considerar como encuentros las interacciones “superficiales” que se tienen con cientos de otras personas en los trayectos rutinarios por una gran ciudad? Explorar qué se genera en nuestras prácticas a pie es una tarea necesaria para comprender la vida de los lugares y cómo se hace sociedad. Desde mi experiencia haciendo etnografía caminando junto a diferentes personas, mi apreciación es que in-cluso en las interacciones que nos parecen más superficiales se crea y sedimenta un conocimiento de los lugares y un lazo con ellos. Tal como dice Taussig (1991) el conocimiento que se genera en lo

11. Para mayor reflexión al respecto, ver Luis Iturra (en este volumen) en el que presenta una auto etnografía del caminar en la que se explora el caminar como práctica esencial de la vida social.

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cotidiano es “encarnado y, de alguna manera, automático” y más que estar constituido por un “sentido de la vida cotidiana” se basa en una “sensualidad” cotidiana (p. 147). Al caminar junto a otras personas y junto a lo que nos rodea se genera una experiencia en-carnada de nuestro habitar juntos, compuesta de trayectorias que se cruzan, se acumulan y se afectan. Como ya he dejado entender, estos encuentros no están libres de roces, fricciones, miedos, y con-flictos, pero el caminar puede abrir una puerta para entrar en con-tacto con lo conflictivo y riesgoso, recorrerlo, y generar vías para comprender y responder a esas situaciones.

Considerando las ideas de Ingold (2004, p. 331) inspiradas en las del psicólogo James Gibson, asumo que el conocimiento del entorno se produce desde el movimiento. Si bien cualquier manera de movernos en el espacio nos permitirá tener experiencia de y ge-nerar lazos con él, uno de los aspectos distintivos del conocimiento que se produce al caminar es que resulta del acto de involucrarse con el ambiente por medio de una experiencia sensorial directa e intensa que es una “relación textural” (Lee Vergunst 2008, p. 120). Ingold (2004) describe este contacto que permite el moverse a pie aludiendo a su carácter de fundamental: “Porque es, ciertamente, a través de nuestros pies en contacto con el suelo (aunque mediados por el calzado), que estamos ‘tocando’12 de manera fundamental y continua nuestro entorno” (p. 330). Paul Adams (2001) ha deno-minado a esta particular relación que se genera en el contacto a pie con el medio ambiente como “sentido peripatético de lugar”. Al moverse a pie la persona entra en un “diálogo físico” con el lugar que “es diferente al del resto de medios de locomoción” (p. 188). Por ejemplo, el sentido de la propiocepción participa de una mane-ra particular cuando caminamos:

A través de la propiocepción la colina es sentida por los músculos de las piernas como resistencia (cuando vamos en ascenso) o como

12. En el original dice in touch que se traduciría como “en contacto”. He preferido usar “tocando”, aunque no sea lo más preciso, porque comunica lo que me parece esencial en esta idea que tiene que ver con la intimidad sensorial que se produce al tocar, al entrar en contacto las superficies del cuerpo con las del mundo.

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una persistente aceleración (cuando vamos en descenso). Subir y bajar una colina es entonces establecer una especie de diálogo con la superficie de la tierra, una impresión directa del lugar en uno mis-mo; este diálogo físico se silencia cuando uno se mueve por efecto de presionar un pedal a gas. En la experiencia peripatética del lugar yace un tipo de conocimiento específico del mundo y del lugar que uno ocupa en él (Adams, 2001, p. 188).

Las maneras de movernos no solo nos permiten conocer nues-tro entorno, sino que ellas mismas colaboran en la creación de los lugares que habitamos. Si nos movemos a pie estaremos creando ese lugar en nuestro andar, con el ritmo de nuestros cuerpos y, por lo tanto, las dinámicas de lugar que se generan son diferentes a las que surgen como efecto de moverse sobre un vehículo. Durante las últimas décadas se ha cuestionado la comprensión de los lugares como entidades geográficas fijas y cerradas que poseen una identi-dad determinada. Uno de los primeros vuelcos radicales a la mane-ra en que se solía definir el concepto de lugar lo da Doreen Massey (2005) quien concibe el “lugar” como un “evento” (p. 138) que surge de “la reunión de lo que previamente no estaba relacionado” (p. 141) y, por lo tanto, impulsa una comprensión de los lugares como eventos relacionales, es decir, que emergen de las relaciones entre los distintos seres y cosas que se reúnen en el espacio y el tiempo. A su vez, Tim Ingold (2008) concuerda con esta manera de entender los lugares y enfatiza que ellos “se forman por medio del movimiento (…). No habría lugares si no fuera por los ires y venires de los seres humanos y otros organismos hacia y desde ellos (…). Preferiría, entonces, decir que los lugares ocurren a lo largo de las trayectorias de vida de los seres” (p. 1808). Siguiendo a estos autores, los lugares pueden comprenderse como “constelaciones de procesos” (Massey 2005, p. 141) que emergen de un “entrelaza-miento de trayectorias” (Ingold 2008, p. 1808): seres, prácticas y materialidades que se encuentran en el espacio y el tiempo. Por lo tanto, las trayectorias que nuestros pasos describen tienen un rol en la emergencia de los lugares e impactan en las características que ellos adquieren tanto para el que camina, para los otros junto

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a los que se camina, para los que se mueven usando otro medio de transporte y para aquellos seres no-humanos que se mueven de otras maneras.

Para comprender el impacto que tienen las prácticas pedestres en la conformación de los lugares, podemos pensar –a modo de ilustración– en lo extraña que se siente una ciudad en la que no se ve a nadie caminando alrededor. Por el contrario, podemos recor-dar la viveza de un lugar en el que se encuentra a las personas en la calle haciendo sus quehaceres cotidianos13. Podemos traer a la memoria también la incomodidad que puede generar moverse en medio del ajetreo de demasiadas personas que caminan por aceras demasiado estrechas. El mundo parece un lugar diferente en cada una de estas situaciones: los sentimientos, los pensamientos, los ritmos o nuestra apreciación del entorno son distintos. Emergen lugares diversos. Para el caso particular del caminar y la ciudad, Le Breton (2015) reflexiona:

La ciudad existe únicamente por el paso de sus habitantes o de sus viajeros, que la inventan y la vivifican con su caminar, sus encuen-tros, sus visitas a tiendas, a lugares de culto, a edificios administra-tivos, a vestíbulos de estación, a salas de espectáculos, cafés, lugares de ocio, etc. Los transeúntes son el signo de vitalidad o del adorme-cimiento, del placer o el aburrimiento que suscita la urbe (p. 181).

Sean nuestras prácticas de caminar más o menos agradables, rutinarias, o peligrosas, a través del caminar tenemos experiencia del mundo; a la vez, por medio de los encuentros que al andar a pie ocurren, participamos en la creación del mundo, el que será mol-deado por los movimientos, percepciones y acciones de nuestros cuerpos al recorrerlo: nuestros pasos hacen lugares.

13. Para saber más sobre la relación entre la vitalidad de los espacios urbanos y el caminar, ver Jane Jacobs (1973).

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Conclusión

He querido escribir esta revisión de lo que se ha reflexionado en la academia sobre el caminar, partiendo de lo que personalmente me atrajo a la investigación de esta práctica: ¿Qué ocurre en el caminar que parece ser tan fundamentalmente humano? Partiendo de este cuestionamiento (entender en qué consiste ese “ser más que”), he querido mostrar cómo lo físico es solo un aspecto de la práctica que probablemente no sea lo que la define de manera más esencial si consideramos que personas que no pueden moverse a pie igual-mente hablan de salir a caminar. Estos otros aspectos del andar que me parecen primordiales son los que he revisado de la mano de los autores que han dedicado sus esfuerzos a la investigación y reflexión sobre la práctica social de caminar14. He enfatizado que el caminar permite un encuentro con los otros y lo que nos rodea de una ma-nera directa, en la que nuestra sensorialidad se encuentra compro-metida en su conjunto. Es una práctica en la que se encarnan los lugares, se hacen parte del cuerpo y de la vida. Mostré, también, cómo las caminatas pueden ser distintas unas de otras dependiendo de nuestras motivaciones, atención y ritmos. Finalmente, traje a discusión que el caminar es entendido como una práctica social debido a que es una práctica que nos permite crear relaciones, res-ponder a lo que nos rodea y participar en el mundo. En ese sentido, es un hacer que hace lugares.

Quisiera concluir recalcando que si bien todas las maneras de movernos producen relaciones, un conocimiento del entorno y, a la larga, crean lugares, cada manera tiene sus especificidades. Así, el caminar puede pensarse como un acto de recolección de encuen-tros en el cuerpo: “Caminar es siempre una colección de los lugares encontrados a lo largo del camino, de las secuencias en las que son encontrados y de sus efectos sobre mi cuerpo. Una caminata es así una trayectoria material y una narrativa temporal. Una caminata reúne el paisaje en relación con mi cuerpo” (Tilley 2012, p. 17). Al

14. Es necesario reconocer que la mayoría de los que he citado aquí y que han moldeado mi apro-ximación al tema pertenecen al medio anglófono, que es en el cual me encuentro desarrollando actualmente mi investigación doctoral.

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ir caminando, a diferencia de ir subido en un medio de transporte, es el propio cuerpo el que se convierte en el paisaje que se camina15. Esta es parte de la especificidad de las relaciones que se crean al ca-minar. Al recorrer los lugares a pie se generan relaciones esenciales entre nuestro cuerpo y lo que nos rodea que, a la vez, se nos quedan en el cuerpo (las recolectamos) como un aprendizaje que da forma a nuestro sentido de los lugares y nuestra más general “sensualidad” cotidiana (Taussig 1991, p. 147). Caminar es a la vez estar y mo-verse junto con los lugares. Aquí se yace el horror y la magia del caminar. Lo que a veces valoramos y lo que a veces rehuimos: el contacto, el afectarse, el relacionarse.

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15. Esta es una idea que me fue compartida por Mara, una de las personas junto a las cuales caminé durante mi trabajo de campo etnográfico en Santiago de Chile, 2015-2016. También es una idea que desarrolla Ingold (2016, p. 16).

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Tropiezos y demoras. Monumentos en la ciudad1

Francisca Márquez

El drama de la aceleración es un fenómeno de los últimos siglos. Se puede decir que se trata de un drama, puesto que la aceleración

va acompañada de una narración. La desnarrativización desdramatiza la trayectoria acelerada y la convierte en un zumbido sin rumbo.

Byun-Chul Han, 2006

Cuando se camina la ciudad ¿Quién camina? ¿Caminan los indi-viduos o camina la multitud informe? Y cuando se camina, ¿cómo se camina? ¿Se camina veloz, a tropiezos o demora? ¿Se camina con los pies, con los cuerpos o las miradas? ¿En este caminar, cuáles son las narrativas que los peatones configuran?

Este texto se ocupa de una caminata en específico, aquella que transcurre en el espacio urbano del centro histórico de la ciudad de Santiago. Una caminata que además de ser una experiencia del lugar, se amarra al fluir del tránsito, del bullicio, de los trajines y afanes de unos y de otros. Nos ocuparemos más concretamente, de la caminata que tropieza en cada esquina, en cada avenida y en cada plaza, con los nodos o monumentos que demoran el ritmo del caminante.

Como la mujer que presurosa sale del metro y avanza agitada hacia un destino claro, pero atraída por la sombra del monumento, se sienta en sus escalinatas a descansar. O el anciano, que con paso

1. Este texto se basa en resultados de la investigación “Fondecyt N° 1120529. Utopía(s). Idea y forma en el patrimonio de ciudades latinoamericanas: Brasilia. Santiago y Buenos Aires”. Además de la observación etnográfica, en el entorno de los monumentos se realizaron 956 entrevistas a transeúntes en Santiago en enero y mayo del 2013. Las preguntas en dichas entrevistas son: ¿Qué sabe o conoce de este edificio? ¿Por qué viene o está aquí? ¿Sabía que este lugar es monumento histórico nacional? ¿Por qué piensa o cree que ha sido declarado MHN? Un 50% de los entrevistados declara no conocer el edificio y casi nadie (solo diez personas) puede decir cuál sería la historia de ese monumento.

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cansino avanza hacia un horizonte desconocido, pero tropieza con el atrio de la catedral, y sin perder su ritmo lento, se introduce en el fresco y oscuro espacio de la iglesia para orar y reposar.

Catedral Metropolitana y la pausa de los transeúntes. Fuente: Cristián Ureta, Fondecyt N° 1120529.

Ciertamente que la caminata siempre tiene algo de rutina y cotidianidad, pero también de sorpresa e imprevisto en ese ejerci-cio liberador y angustiante que es la experiencia de lo urbano. La caminata en estos términos es siempre una apertura al mundo, a sí mismo y a los otros. En esta apertura al mundo, es el caminante el llamado a completar el designio de la ciudad y su monumentalidad.

Monumentalidad y tropiezo

Por monumento comprenderemos aquel objeto/artefacto edifica-do que representa e interpela aquella verdad que se desea histórica y nacional (Choay 2007). El historiador Jacques Le Goff (1991) extiende el concepto de monumento a los documentos que se pro-ducen en el período de la conmemoración. Por tanto, toda pro-ducción con motivo celebratorio puede ser catalogada como mo-

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numento: proyectos arquitectónicos, publicaciones, documentos, monedas o producciones artísticas. En este texto sin embargo, la referencia a los monumentos se restringe a las obras arquitectó-nicas que conmemoran hechos históricos de la nación. Estos son los monumentos que el transeúnte encontrará, en el transcurso de su camino, diseminados a lo largo de la ciudad, y en especial, en aquellos lugares del centro histórico y cívico de la nación. Ellos, como centro de conmemoración, proyectan la celebración de lo “memorable”. En la caminata solitaria o colectiva, el monumento impone su historia materializada; un poco del pasado y mucho del presente, en este trayecto siempre hacia adelante.

Como patrimonio que es, el monumento está ahí, disemi-nado en nuestros espacios públicos, no solo por su capacidad de “instruir”, sino también por y gracias a su belleza arquitectónica y artística. Es allí donde reside su capacidad de “encantar”, conta-giar y quizás instruir a quienes lo observan y recorren. Y aunque el monumento no es por definición un “agente de embellecimiento y magnificencia” en las ciudades que habita (Choay 2007, p. 13), tal belleza y grandiosidad se muestra públicamente al caminante. Forma monumental que amarra al pasado en un sutil pero eficaz ejercicio de transposición paradigmática. Si el monumento ilustra a través de sus formas magníficas y duraderas, no es sino porque a través de su materialidad este se nos transfigura en la metáfora de un pasado glorioso. A partir de ese momento de encantamiento, el monumento se vuelve en sí mismo metáfora y vasija contenedora de los símbolos de la nación, del poder terrenal y celestial. Así ocu-rre con los palacios e iglesias catedrales, emplazados en el centro fundacional, y recubiertos de oro o excepcional decoración. Ellos anuncian su singular adscripción al poder terrenal y supraterrenal. Belleza que naturaliza su presencia, su fuerza y trascendencia como objeto que no obedece a la lógica histórica, sino atemporal de todo monumento.

En este ejercicio de configuración y construcción del monu-mento como proyecto ideológico, el caminante siempre construye una lectura y relato de esta obra. Lo edificado se lee y relee a través del

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acto de transitarlo, evitarlo, ocuparlo o marcarlo. No importando si la lectura es fugaz como la del caminante o detenida como la del historiador y estudioso. Aun para el caminante veloz, el monumen-to está ahí, en los sentidos y al alcance de la mano actuando como tropiezo y a la vez nodo orientador de su caminar por la ciudad. En la caminata, la monumentalidad como recorte del lugar, se impone entorpeciendo la marcha apurada del sujeto, seduciéndolo o vio-lentándolo. Más que el monumento y su belleza, la caminata dispo-ne al cuerpo frente a la materialidad, gatillando así la sinestesia del cuerpo. Apreciación y goce estético que despierta en el encuentro, en la evitación o en el resguardo bajo la sombra monumental. En esta aisthesis, lo sensorial y lo mental se unen disponiendo al cami-nante a una cierta demora en su trayecto.

Transeúntes y escultura de Andrés Bello, Universidad de Chile. Fuente: Francisca Márquez, Fondecyt N° 1120529.

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Caminata fugaz y seducción

Medio día en la ciudad, sol radiante y aplastante. La multitud em-puja, no hay manera de detener la marcha, solo dejarse llevar por ella hasta la salida del metro. Disciplinados y sufrientes, los cuerpos, como ganado al matadero, de cabezas café y vestimentas oscuras a pesar del calor, resisten la estampida avanzando hacia la puerta de la estación. Paciencia y resignación, hasta la única salida posible, para luego dispersarse bajo el sol feroz y la quemante briza de la ciudad. Encandilados por la luz de ese caluroso día de diciembre, los cuer-pos no detienen su marcha. Aliviados de no morir bajo los pies del ganado, el transeúnte adquiere velocidad; agitan sus cabelleras las mujeres; estiran los cuellos y alargan sus pasos los hombres. Algo de libertad se respira en las amplias veredas de la Alameda. Pero es entonces, cuando el cuerpo debe volverse ágil para sortear a los otros cuerpos, los carros, los vendedores, las tiendas y la señalética. Se trata entonces, imperiosamente, de encontrar la pequeña senda para escabullirse, el pasaje para acortar, el resquicio para deslizar la propia humanidad; hasta que otro cuerpo, otro tropiezo obliga a de-tener esa marcha que se quiere y se necesita veloz. En ese afán todos tejen sus pequeñas tácticas, y en ese imperativo, todo parece posible: hacerse delgados, invisibles, miradas extraviadas, bolsos agarrados, ademanes rápidos, gestos endurecidos, desafiantes. Tácticas para hacerse un espacio entre los otros cuerpos igualmente sudorosos y agitados. Y así como el transeúnte tropieza con una zanja abierta, con una banqueta o un carro de comida en medio de la multitud, así tam-bién en ocasiones, la sombra proyectada de una escultura o un edi-ficio, se interponen en su caminar y lo atraen a arrimarse a él, en busca del respiro y la ansiada frescura. Salir de la manada, para arri-marse a esa fachada que invita a la pausa, exige también de una cier-ta astucia para romper el trayecto de la multitud. Apurar el tranco, sortear los cuerpos veloces, desviar la mirada y romper la corriente, sin dejarse arrastrar. Hasta alcanzar la escalinata de la Biblioteca Na-cional, subir unos peldaños y sentarse en ellos; alcanzar el imponen-te atrio de la Catedral y ahí deslizarse hacia el interior y perderse en su penumbra; atravesar la calle y sortear el tránsito, para entrar en el apacible jardín del Congreso; arrimarse al pedestal sombreado de la

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escultura de Andrés Bello o de la estatua de Pedro de Valdivia y allí recostar el cuerpo cansado; o simplemente hastiado del calor, entrar al Bellas Artes, para en ese solitario rincón del salón, poder besar largamente a la compañera que hasta hace unos minutos caminaba rauda junto a él 2.

En este caminar presuroso de la multitud, las sensaciones ne-cesariamente se agolpan en el cuerpo: calor, frío, presión, dolor, hambre, cansancio… Sucede entonces que a veces el cuerpo se re-bela, protesta y el sujeto despierta de su letargo. ¿Es la dureza del empedrado o la sombra del monumento el que despierta al tran-seúnte de su embotamiento? ¿O es el cuerpo que se rebela a la ver-tiginosidad impuesta? Sea como sea, en algún punto de ese caminar (a veces de largas horas), los sentidos despiertan al disciplinamiento de la caminata urbana: el cuerpo se detiene y busca el descanso en la escalinata; las manos y los pies en la frescura del mármol de esos viejos muros; los ojos y la mirada en el bello friso del monumento palaciego. Son los breves momentos en que el cuerpo despierta a la contemplación a pesar del vértigo urbano.

Importante es señalar, que es en estos momentos de demoras contemplativas del caminante, no solo surge el ocio distraído; allí también surgen e irrumpen las subversiones hacia la intencionali-dad ideológica de la monumentalidad.

Un joven delgado, rapado y con una gran cresta roja, camina presu-roso por el Parque Forestal. “Esto es patrimonio”, rezan los carteles a lo largo del parque, exhibiendo los cuadros de la colección per-manente del Museo de Bellas Artes. Los grafitis de sus paredes sin embargo, advierten que “las bellas artes no son tan bellas a la vena” y “los grandes son grandes porque nosotros estamos de rodillas”. El joven detiene su marcha y orina en un rincón del museo; observa largo y tendido, y luego, con un rápido ademán extrae un spray de su mochila. Dos segundos le toma grafitear sobre un muro, una A enmarcada en un círculo. Sin perder su ritmo, a paso rápido retoma

2. Basado en notas de campo, Santiago, 15 de diciembre 2015.

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el rumbo hacia el poniente de la ciudad. Su cresta roja se balancea desafiante. A los muros del monumento de las Bellas Artes, se ha sumado una marca más.

Gesto político y de la vita activa, que no sería posible sin esa invitación del parque y esa monumentalidad a la demora, la con-templación y la reflexión.

Grafitis en los muros del Museo de Bellas Artes, Parque Forestal. Fuente: Francisca Márquez, Fondecyt N° 1120529.

Paisaje urbano y contemplación

En estos fugaces encuentros estéticos y políticos no es solo el cuer-po que percibe; también está el lugar que media en esta relación existencial entre el transeúnte, el espacio, el tiempo histórico y co-tidiano. El lugar, así como el edificio monumental, se crea y recrea en este movimiento fugaz de los cuerpos, sus huellas y ritmos sobre la materialidad. Nace entonces el paisaje urbano, para dar cuenta de esta relación entre la caminata y los lugares. Un paisaje urbano y monumental que se cubre de reflexividad y de un cierto “modo de estar”, una cierta disposición del cuerpo en el lugar. Es así como

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el paisaje urbano se hace del caminante y el caminante se hace del paisaje (Ingold 2000).

Parecerá paradojal, pero en la vida del transeúnte urbano, el paisaje siempre surge de la mano de la demora y la acción contem-plativa (Han 2016; Maderuelo 2006). Esto es, de una pausa en el flujo de la velocidad urbana. Parece difícil pensar a este transeúnte, sumido en la hiperkinesia cotidiana, en este ejercicio contemplati-vo de la demora. Sin embargo, en estas caminatas rápidas de la vida urbana, la demora es por definición la otra cara de la moneda del vértigo urbano. En su tropiezo con el mundo de la monumentali-dad, el transeúnte necesariamente debe detenerse, aunque sea para esquivar o respirar3. Porque así como la traza urbana ordena el ca-minar, también los cuerpos se funden y someten a ese orden; ellos se cansan, se acaloran, se maravillan, se enfurecen y es allí cuando surge la demora, en la vorágine de ese caminar.

Una pasadita a la catedral para tomarse un helado; una pausa en los peldaños del museo, aunque sea para respirar; una visita al jardín del Congreso, para poder pensar; un detenerse para sacar el spray, marcar la consigna y correr…

Momentos breves y efímeros, que punzan en el ritmo desen-frenado y fugitivo de la ciudad. ¿Pero cabe en estos instantes de pausa, la comprensión contemplativa del paisaje? ¿O en esta atem-poralidad de la vida urbana, los recuerdos reducidos a fragmen-tos, se borran de la memoria y del tiempo histórico? (Han 2016) ¿Permite el deambular azaroso y vertiginoso, la identificación como práctica temporal?

En el deambular urbano pareciera no haber lugar para la his-toria y la unidad de sentidos. La figura del blaisé y el embotamiento

3. Algo similar ocurre cuando el caminante atraviesa la plaza, la explanada, espera locomoción o la luz verde de un semáforo para continuar su marcha. Son instantes que rompen con la vertiginosidad de la marcha, segundos en los que el cuerpo se encuentra en la contemplación de su entorno y de su interior; contemplación enmarcada en la respiración agitada del peatón que se detiene.

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de los sentidos en las grandes metrópolis ha sido una de las ca-racterísticas más propias a las grandes metrópolis desde fines del siglo XIX (Simmel 1902). En las ciudades lo que se observa es una atomización del tiempo, un tiempo de puntos y nodos que apenas orientan al peatón. Si bien sigue siendo cierta la afirmación que la “legibilidad es de importancia decisiva en el escenario urbano” (Lynch 1960:11), lo cierto es que en esa legibilidad el transeúnte –de la mano de la materialidad urbana– la co-construyen en un ejercicio que a veces escapa de lo rutinario y naturalizado. En esta co-construcción, los relatos históricos como los de la monumenta-lidad, con la que cada peatón tropieza en su rápido andar, pierden su duración narrativa. Tiempo atomizado y discontinuo que ni la marcha del transeúnte no logrará ni le interesará (porque no hay tiempo ni demora suficiente) unir e hilar en un relato. Así pues la percepción se confronta con lo inesperado y lo repentino, gatillan-do a veces imaginarios, fantasmas y miedos difusos; hasta que las respuestas inesperadas de algún peatón, se hacen presente.

Es media tarde, el sol pega fuerte en la explanada de la Catedral Metropolitana. Sentados en el asiento de piedra que rodea la es-quina norponiente de la Catedral, los migrantes peruanos esquivan el calor y esperan pacientes una oportunidad de trabajo. Desde allí observan quietos y en silencio, el intenso tráfico peatonal. La acera se ensancha y se transforma en un micro escenario en el que con-vergen los movimientos y los (des)encuentros de la ciudad. En ese tráfico informe, surge un grupo de hombres y mujeres que vestidos de negro, cintillos y adornos en sus cabezas a la tradicional usanza mapuche. Irrumpen en la esquina y con gritos agudos asaltan los muros de la catedral para escribir sus consignas en demanda de tie-rras y derechos. En unos pocos segundos las paredes se cubren de ra-yados en rojo y negro, y el tránsito se interrumpe. Y no pasará ni un minuto para que la vertiginosidad recupere su ritmo. Los migrantes continúan allí, esperando, y el tráfico peatonal retoma su curso.

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Entorno y grafitis de la Catedral Metropolitana. Fuente: Cristián Ureta, Fondecyt Nº 1120529.

En la época de las prisas, tiempo de visión cinematográfica, el paisaje se desdibuja para convertirse en un desfile de las cosas y el tiempo se desintegra en una sucesión de presentes. En la ciudad, el transeúnte se apremia de un lugar a otro, de una información a otra, de una imagen a otra. Dispersión temporal, dispersión de lugares y referentes. Sin ritmos estables, sin tiempos claros, el ca-minar se vuelve vertiginoso y desorientador. La época de las prisas no tiene aroma, dice Han (2017). Aceleración generalizada que priva al hombre de la capacidad contemplativa porque la demora contemplativa presupone que las cosas duren. Demorarse ante una sucesión veloz de acontecimientos e imágenes parece una hazaña (Han 2017: 72, 103-105). Pero así como la prisa priva de la capa-cidad reflexiva y contemplativa, también ella asegura la subversión fugaz y clandestina; dejar huellas sin ser visto, es el gran regalo de la caminata veloz.

Pero lo cierto es que ahí continuarán, monumentales y bellos, perturbando ese caminar desenfrenado, rompiendo el horizonte del transeúnte veloz. Monumentos hechos de historia, exceso de historia (Nietzsche 1874), como piedras y pizarrones aparentemen-te abandonadas que nadie se detiene a contemplar. Son parte del paisaje urbano; es el peso de la forma icónica y textual asociada a los

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sucesos conmemorativos del tiempo histórico (Choay 2007). Sin embargo, la caminata presurosa y creativa de los actores actualiza siempre el contenido histórico de los monumentos en tanto arte-factos de la cultura (Sahlins 2008). Caminar por la ciudad y rozarse o detenerse a la sombra de una escultura, aún sin saber a quién ella representa, es una forma de “tomar nota” de que ella está ahí, para ser leída, olvidada, rayada. Porque en este ejercicio de seducción y enseñanza, en el monumento es esencial la naturaleza afectiva de su vocación. Forma y estética que contienen en sí mismos el relato de esa historia, pero que a través de la belleza y grandeza despiertan la percepción, el recuerdo y la identificación afectiva con el pasado. Historia que se actualiza como si la respirásemos y la palpásemos, porque está al alcance de nuestras manos, de nuestros pies que lo recorren, de nuestros oídos que lo escuchan, de nuestros ojos que lo visualizan en su inmensidad y belleza.

Cada uno podrá reexaminar y leer creativamente estas formas monumentales. Pugna siempre inacabada, entre el relato histórico ordenado y escenificado en la forma monumental y las prácticas que moldean, reafirman o transforman sus estructuras patrimonia-les y culturales. Es cierto que las cosas, los artefactos monumentales tienen su propio sentido de ser, su propio significado histórico. Pero, al margen de lo que las personas hagan con ellos, dicho sentido his-tórico es siempre más vasto en relación al sentido que las personas puedan otorgarle.

En Santiago, una mujer observa el Palacio Pereira –emblema de la riqueza del período del salitre– y se maravilla de la ruina señalando en tono de admiración, “así vivía antes la gente en esta ciudad; así eran las casas… palacios hermosos”. Dos jóvenes estudiantes de un liceo aledaño, en tanto, rayan sobre sus paredes, apelando por una educación gratuita y de calidad.

Ajenos a la ruina y sus significados históricos, los muros de-rruidos servirán de pizarrón a los imaginarios diversos que la ciu-dad contiene.

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Ciertamente, los monumentos son contextual e históricamen-te más generales y ambiciosos que los signos que transmiten y en-señan. Enfrentados al monumento, el caminante escogerá uno o dos signos de ese edificio, su belleza, su funcionalidad, su cripta, su fachada... Y en esa elección significante, el sentido histórico del monumento podrá diluirse, pero también reforzarse.

Palacio Pereira, ruina y grafitis.Fuente: Francisca Márquez, Fondecyt Nº 1120529.

Y aun cuando todo monumento contiene un orden signifi-cativo, en la acción y en las prácticas que allí se despliegan, los significados siempre corren un riesgo. Dicho en otros términos, en cada acto de ocupación y uso de dichos monumentos, los caminan-tes someten sus categorías culturales e históricas a riesgos empírico (Sahlins 1988). La mayor o menor perdurabilidad y vigencia del

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monumento en tanto símbolo y testimonio de ese tiempo históri-cos, dependerá de su capacidad de reactualizarse a través de dichas prácticas. Compleja interacción entre el orden cultural instituido y los significados e idearios de los transeúntes.

En estos términos, el acto performativo que es el rayado, la contemplación, el meado4 o simplemente la espera, crean una rela-ción significativa con esa historicidad monumental. De allí la im-portancia no solo del emplazamiento del monumento, sino tam-bién de la forma y las circunstancias contingentes que posibilitan esos órdenes performativos. Irrupción que nos recuerda que el des-tino de todo monumento no es ser simplemente la proyección del orden existente. La fuerza del acontecimiento rememorado en cada uno de ellos, está en su posibilidad de ser interpretado, apropiado y subvertido por el caminante. Allí reside su eficacia histórica y simbólica.

Sin embargo, sabemos que dicha realización interpretativa es siempre situacional, coyuntural, de acuerdo a la acción interesada de los agentes históricos.

En Santiago, la fachada de la Universidad de Chile, inaugurando el siglo XXI, habla justamente de la transformación de dicha ac-tualización interpretativa. Mientras el ejercicio patrimonializante celebra la arquitectura y “unidad estilística” del edificio; las fo-tografías de comienzo del siglo XXI muestran dicha fachada cu-bierta de un gran lienzo por la “educación gratuita” mientras los transeúntes presurosos recorren su fachada sin aparente atención. Pero ella está ahí.

4. Lo orinado.

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Universidad de Chile en toma por la educación gratuita.Fuente: Francisca Márquez, Fondecyt N° 1120529.

Formas monumentales en el caminar

Los monumentos no son fácilmente legibles y allí reside su capa-cidad de seducción; formas y espacios fundados en estrategias pre-cisas que no se conocen, se intuyen y por eso desvían y distraen como una ilusión. Todo monumento posee filtros, capas de historia que se le superponen como pátinas de memorias, y que le otorgan la profundidad de campo que permitirá que cada uno lea desde donde puede y desea. En ese punto, ya no se sabe si el monumento es una u otra cosa. Ese desvío que provoca la forma sobre la per-cepción de lo sensible, también pasa por el relato histórico que se distorsiona en el tiempo y se sume en la memoria. Es lo material y lo inmaterial que hablan entre sí. Es entonces que se llega a creer que la verdad del monumento deja de ser una sola, y se transfigura en aquello que el peatón cree percibir, saber e imaginar. Y esa cosa que se percibe, que se ve, se irradia también hacia los lugares, los espacios del monumento. O talvez, es gracias a la capacidad del monumento de hacer espacios, lugares, que él adquiere todo su poder sobre la imaginación, de quien tropieza con él. Y es entonces,

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la posibilidad de toda forma monumental de escapar a las amarras históricas de la cultura; pero también de todo peatón de detenerse, esquivar o alterar dicho destino.

¿Qué es lo que alcanza a percibir y leer el que transita por las inmediaciones de los monumentos? Si entendemos por forma mo-numental la configuración de las “cualidades formales”, podemos señalar que en general los transeúntes tienden a reparar en no más de uno o dos elementos de este arte-facto de la monumentalidad.

La forma como fachada, como paramento exterior, delantera y muros, del edificio: “Siempre lo había mirado por fuera, algún día me decido a entrar”, dice una mujer que camina rápido frente a la Universidad de Chile. La fachada, en estos términos, opera como la cara visible de algo que se esconde al interior, una historia al que pocos acceden, pero que desde la calle o la vereda se intuye. Forma que advierte el caminante apresurado, sin tiempo para detenerse, pero la fachada siempre informa que ella está ahí. Lo suficiente para que el cuerpo memorice y en ese deambular advierta que la fachada sigue ahí, haciéndose parte de su ruta y rutina en la ciudad. Algún día, sin siquiera preverlo, ella gatillará la demora, y en ese momen-to, el caminante detendrá su marcha, la contemplará y cruzará esa fachada para penetrar en ella.

La forma como lugar, paisaje, senda y espacio de emplazamiento público: es el lugar obligado de paso, orienta e informa la caminata de los transeúntes, incluso de los más apurados. No es una fachada ni un edificio, es una senda que guía y un paisaje que envuelve el cuerpo del transeúnte para imbuirlo del ambiente histórico y sus hazañas. Basta a veces el ruido seco de los adoquines, el chasquido de las hojas sobre el maicillo o el tambaleo del caminar para que el transeúnte active sus otros sentidos y rompa su caminata alienado. Son los lugares imbuidos de una estética diferenciada que obligan al transeúnte una pequeña demora, breve, pero suficiente para que alguna inquietud rompa el ritmo de la ciudad. Como en el caso del Parque Forestal o en su extremo opuesto, la calle Londres:

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Rodeado de calles adoquinadas con pequeñas placas negras y blancas que los transeúntes tambaleantes, evitan pisar, el centro de deten-ción y tortura, Londres 38, constituye uno de los monumentos más emblemáticos de la dictadura militar. Cuidadosamente dispuestas, las primeras plaquitas blanco y negro que el transeúnte advertirá en su marcha, no tendrán nombres. Ellas parecieran solo querer con-ducirnos desde la Alameda a la casa de detención. Pero a medida que el peatón se interna por sus calles, siempre cabizbajo y concentrado en descifrar las huellas que lo guían, se ira encontrando con nuevas placas con los nombres inscritos. Todas ellas conducen al centro de detención. A mayor cercanía, las plaquitas insertas entre los adoqui-nes de la vereda, se irán cubriendo de los nombres de algunos de los casi cien detenidos desparecidos en ese lugar. Concentrados en estas placas que llevan inscritos nombres de jóvenes militantes del PS, PC y MIR, pocos advierten de la fachada cubierta de inscripciones realizadas por los familiares de los detenidos desparecidos.

Y aunque pocos entren a este lugar, el transeúnte inevitable-mente se informa porque los desaparecidos salen a su encuentro cubriendo las sendas y el paisaje con sus nombres.

Londres 38, placas de la memoria y peatones.Fuente: Cristián Ureta, Fondecyt Nº 1120529.

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La forma como categoría estética o estilo y que refiere a una cul-tura o modo de vida: lo bello y lo feo de la monumentalidad pro-porcionan un sentimiento de (dis)placer estético por su cuidado o su abandono. Es quizás una de las dimensiones más difusas en el ejercicio del caminar apresurado. La monumentalidad se cubre siempre de una estética que la hace particular y diferente, que la distingue en su vocación de comunicar. En Santiago, es la estética francesa y neoclásica que impregna la mayoría de su monumen-talidad. Belleza ajena a la mayor parte de los caminantes de la ciudad, y que sin embargo, por ajena y anacrónica, a veces, solo a veces, detiene al presuroso transeúnte en un breve ejercicio de con-templación. Lo cierto es que el detalle y el decoro de una fachada a menudo informan tanto o más que un libro de historia, situando al que observa en un mundo de extrañamiento. Como sucede a la mayor parte de los transeúntes que recorren las inmediaciones del Teatro Municipal y su decorada arquitectura neoclásica de fines del siglo XIX: “No sé cómo decirte qué sería este edificio, pero es lindo, se siente como si algo importante estuviera ahí, pero dicen que es para los más ricos no más, aquí no entra gente como yo, vestida de blue-jeans, solo de gala. Pero es muy lindo, siempre me detengo a mirarlo, tan bien cuidado”, dice una mujer mayor inte-rrogada sobre este edificio. Para unos y otros, la estética informa de un estilo de vida, de un sentido “del buen gusto”; y en este “efecto de lugar” el caminante no necesita detenerse para percibir que el habitus hace al hábitat, tanto como el hábitat hace al habitus (Bourdieu 1995). Si la marcha sigue y no se detiene, es porque nada hay que hacer ahí.

En síntesis, la forma, sea cual sea, siempre informa e instru-ye, siendo por definición una posibilidad pedagógica para quien la observa, la percibe, la ocupa y transita. La forma habla, y ella aparece para enunciar y testimoniar una historia patria, sentido de nación y valores cívicos, pero también es una provocación a los sentidos y la imaginación de quien observa. Los monumen-tos hablan y esa habla, en la vorágine de la caminata urbana, es

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escuchada y percibida. Lo cierto sin embargo, es que la forma –ya sea a través de la fachada, espacios, estilos, estética o tamaño– ha-bla sin palabras, y es tarea de quien lo observa o lo habita, descifrar dicho mensaje.

Fachada del municipal y su estilo neoclásico francés.Fuente: Valentina Rozas, Fondecyt N° 1120529.

Sabemos que los procesos históricos construyen una valoriza-ción de las categorías significantes instaladas en los monumentos; pero al margen del contexto histórico, las diferentes experiencias de quienes los recorren y transitan también lo hacen. Lo que para uno es un monumento a las bellas artes, para otro, no es sino el aper-trechamiento de unos y la exclusión de los otros. La metáfora, la analogía y la imaginación del peatón enfrentado a esta monumen-talidad son inherentes a la actualización de la cultura; posibilidad siempre abierta a hacerse un lugar en el orden vigente y subvertir, aunque sea momentáneamente, la significación hegemónica. En este des-encuentro y enfrentamiento entre actores y monumentos, sin embargo, los signos podrán ser reclamados o contestados por los poderes originales. La limpieza semanal de las paredes y el blan-queamiento de los grafitis apostados en los muros de la monumen-talidad, así lo indican. Pero así como jamás se tiene la libertad de

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nombrar las cosas como se quiera, así tampoco, se puede hacerlo exactamente como son.

Ciertamente las formas institucionales de la monumentalidad ordenan las prácticas de quienes por allí transitan, las “formatean” e invitan a disposiciones y lenguajes específicos. Pero si el patrimonio genera una “audiencia cultural”, como se le ha llamado reciente-mente, prescribiendo la relación; dicha audiencia y sus prácticas también hacen patrimonio. En estos términos, en la provocación de la monumentalidad, también está la posibilidad del cambio cultural. La mirada del transeúnte, así como los usos “bastardos” del monumento, permite un ejercicio de des-substancialización, restándole al acontecimiento y al monumento una suerte de ma-terialidad simbólica per se. El grafiti en la caminata distraída del caminante irrumpe en la significación histórica (y épica), pero al mismo tiempo como discurso performativo, producto y productor de identidades, rompe la rigurosidad empírica del relato histórico. Si los mitos y metáforas entran en juego en esta caminata de la mo-numentalidad, no es porque el corpus textual y testimonial carezca de “efectos de realidad”. Por el contrario, estos “efectos de realidad” son los que habilitan un consenso simbólico común a partir del cual el disenso desde la caminata se torna eventualmente posible.

En este sentido, podríamos decir que no es el sentido monu-mental, formal y arquitectónico lo que cultiva al transeúnte, sino la historia y los mitos que ellos expresan. Podríamos decir que la ver-dad del monumento está justamente en el origen y destino supra-sensible de su materialidad, de su forma y del espacio que construye en su entorno. La maestría del monumento, del arquitecto o artista de ese monumento, está en su capacidad de seducir al que camina raudo por sus deslindes. El problema que subyace a cada monu-mento y a cada gestor de esa obra, es justamente poder articular su proyecto material a una idea que lo trascienda. La caminata del transeúnte a su vez, nos introduce en el dominio de la imaginación, del no saber y por ende, en el dominio del riesgo y la subversión a las narrativas monumentalmente asentadas.

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Referencias bibliográficas

Bourdieu, P. (1995). La miseria del mundo, F.C.E.: México.Han, B-Ch. (2016). El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte

de demorarse, Herder: España.Ingold, T. y Lee Vergunst, J. (2008). Ways of Walking, Ethnography and

Practice on Foot. Hampshire: Ashgate.Joseph, I. (1988) El transeúnte y el espacio urbano. Barcelona: Gedisa.Martínez, L. y Carassale, S. (2016). La experiencia como hecho social: en-

sayos de sociología cultural. Ciudad de México: Flacso, Sede México.Nietzsche, F. (1874) (2006). Segunda consideración intempestiva. Sobre la

utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Libros del Zorzal: Buenos Aires.

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La apreciación estética de lo desordenado en la experiencia cotidiana a pie Francisca Avilés A.

La urbe compleja, bullente de actividad, en donde coexisten prác-ticas espaciales diversas y dinámicas, y convergen altas concentra-ciones de personas, provoca de manera especial al cuerpo del cami-nante, quien en su diálogo sensible con la ciudad tiene la capacidad de descubrir activamente su entorno y desplegar una interpretación para volver legible el espacio cargado por el que se mueve. Durante ese proceso puede ocurrir una apreciación estética, entendida como valoración de un objeto percibido en el marco de una “abertura, per-meabilidad o porosidad del sujeto al contexto en que está inmerso”

(Mandoki 2006, p. 67). Esa apreciación del entorno y la experiencia a pie puede ser expresada mediante una o varias cualidades estéticas distintivas. Entre esas propiedades figura lo saturado o lo atestado, lo descuidado, lo manchado, lo poco atractivo o lo desordenado, términos que dada su ubicuidad y transversalidad en la vida coti-diana de todo tipo de personas comienzan a adquirir importancia para profundizar, por ejemplo, en el estudio de la ciudad que se nos aparece a través del andar acostumbrado (Leddy 1995, p. 259).

No obstante, aunque sean cualidades comúnmente expresadas durante la experiencia inmediata, resultan difíciles de abordar por-que presentan un carácter ambivalente y un valor relativo que debe asimilarse en asociación con un contexto y una cultura. Debido a esto, su exploración ha sido escasa tanto por la literatura estética como por las disciplinas abocadas al estudio de la ciudad, desapro-vechándose su potencial para recoger a través de ellas conceptos y claves que permitan acercarse a las maneras de sentir, reflexionar, recordar e imaginar la ciudad por quienes recorren la urbe a pie.

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Para contribuir al abordaje de estas apreciaciones y cualida-des estéticas, decidí emprender un camino exploratorio específi-camente a través de “lo desordenado” al detectar su emergencia espontánea en la experiencia vivida, en situaciones en que la urbe estimula el cuerpo de los caminantes “por acumulación” de elemen-tos simultáneos, sucesivos y yuxtapuestos. Este capítulo identifica algunos de los componentes que están en su base experiencial, par-ticularmente, los elementos percibidos, las secuencias sensoriales del trayecto, las capacidades humanas convocadas, y la confluencia de distintas temporalidades en el presente de las apreciaciones es-téticas que ocurren durante el andar, los que llevan a interpretar la ciudad a partir de su desorden aparente. El material presentado es parte de un estudio etnográfico de mayor alcance que apunta a comprender la urbe que estimula sensiblemente al caminante y aquella que es construida por este a partir de la dimensión estética de la experiencia. En este capítulo trabajo con una porción peque-ña de esa investigación, en forma de relatos y reflexiones que pro-vienen de caminatas realizadas junto a personas que regularmente se desplazan a pie.

La “caminata acompañada”, o “caminata junto a” (walk-along), es la principal herramienta metodológica adoptada. Consis-te en acompañar a los participantes en sus salidas “naturales” para acceder a aspectos sensoriales y reflexivos de la experiencia de mo-vilidad pedestre in situ (Kusenbach 2003, p. 463). Respetando los tiempos de cada persona y tras una primera entrevista exploratoria, acordamos realizar una serie de caminatas siguiendo sus rutas acos-tumbradas. Al “hacer preguntas, escuchar y observar” durante el recorrido, como plantea Margarethe Kusenbach, se consigue explo-rar activamente “el flujo de experiencias y prácticas de los sujetos, mientras se mueven e interactúan con su entorno físico y social”

(Kusenbach 2003, p. 463). Los objetos de apreciación estética de la ciudad que vamos comentando en relación con el caminar son registrados por él o ella con una cámara de video portátil, compo-niendo un material audiovisual que en etapas posteriores puede ser

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revisado y trabajado en conjunto. Algunos extractos de esas graba-ciones son incluidos también en este capítulo.

La idoneidad de la caminata acompañada en cuanto método para abordar la dimensión sensible del caminar, radica en que ella permite captar intersubjetivamente apreciaciones y percepciones fu-gaces a lo largo de un sendero que son de difícil acceso por otros medios (Winkler 2004). Se consigue atender con una orientación fenomenológica a la base perceptual de la apreciación estética, lo que, en otras palabras, significa profundizar en cómo personas se acercan “a las cosas cercanas, las cosas que son experimentadas en la vida co-tidiana y formadas en la acción”, para desde allí avanzar hacia lo sig-nificante junto con los mismos caminantes (Maso 2001, p. 142). La interpretación y reflexión en torno al aparecer sensible de la ciudad durante la caminata se vuelve en parte accesible gracias a la copresen-cialidad y el involucramiento corporal compartido en el trayecto a través del rimo y el movimiento (Lee Ingold 2008).

Las narrativas presentadas aquí fueron parte de los diálogos mantenidos con un participante de la investigación por el centro de Santiago de Chile, particularmente a lo largo del Paseo Puente, una vía peatonal que conecta la Plaza de Armas con la ribera sur del río Mapocho y sus principales hitos arquitectónicos: el Mercado Central y el Centro Cultural Estación Mapocho. El sector ha sido tradicionalmente un área de comercio formal e informal, de bares y cocinerías; espacio límite entre la ciudad aparentemente ordena-da y civilizada del centro cívico y la ciudad de los mercados y de la diversidad que caracteriza a La Chimba, del lado norte del río

(Márquez 2013).Los relatos de lo desordenado que se examinan son puestos en

relación con tres secuencias cinematográficas de trayectos camina-dos por el mismo sector de la ciudad, analizadas a la luz del uso del lenguaje empleado por el cine y de las maneras en que este expresa un mensaje. Estas secuencias aparecen en las películas chilenas Día de organillos (1959) de Sergio Bravo, Largo viaje (1967) de Patricio Kaulen, y Carta de un cineasta o el retorno del amateur de bibliotecas

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(1983) de Raúl Ruiz. En ellas atiendo a las configuraciones de sus planos, a sus contraposiciones y encadenamientos, a las velocidades y ritmos del montaje empleados para la creación de sentido.

La complementariedad de las fuentes constituye un aspecto innovador y una contribución original de este trabajo para atender desde la línea de estudios de la estética cotidiana al despliegue de la sensibilidad humana y el conocimiento de la ciudad a través de las prácticas habituadas de desplazamiento a pie. Al considerar que la estética, como dice el académico Ben Highmore, se preocupa tanto de la “experiencia” como de “las formas que ella toma cuando es comunicada”, recurrir a esta doble entrada compuesta por el tra-bajo de campo y su complemento con un análisis cinematográfico, permite volver más denso y robusto nuestro entendimiento de las particularidades del caminar, su dimensión estética y las cualidades sensibles que se van confrontando y desgranando en el camino a menudo de manera rápida y escurridiza (Highmore 2002, p. 19). La estética conforma un enfoque valioso para trabajar con ambas fuentes, al proveer marcos conceptuales y herramientas para uno y otro, sobre la base de que ambos tipos constituyen maneras de en-tender el mundo humano pese a los distintos lenguajes en que este pueda ser expresado (Von Bonsdorff 1999, p. 145).

A partir de este tratamiento, se logra atender a la cualidad de lo desordenado admitiendo que la abundancia de estímulos y los excesos vividos por el cuerpo mientras de desplaza por la ca-lle pueden sin duda desbordar y hastiar, dificultando el proceso de descubrimiento e interpretación de la ciudad. Sin embargo, su apreciación también da pie al reconocimiento de vínculos afectivos y de apego al lugar que resultan ser matizados y complejos, y que hacen renunciar a una consideración de la cualidad en términos puramente negativos. Por el contrario, profundizar en la categoría estética revela su potencial para señalar elementos y dimensiones que vuelven rica una caminata para contextos específicos.

Tras el análisis de lo desordenado tal como lo encontramos en la experiencia caminada de la ciudad, el capítulo demuestra que es

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posible ir al rescate de un conocimiento sensible que proviene de las mismas travesías de los transeúntes, configurando una entrada epistemológica exploratoria que logra ahondar en una serie de ne-cesidades a partir de los cuerpos que disfrutan y padecen la ciudad a pie. Estos conocimientos pueden ser transformados en recursos que informen conceptualmente a prácticas de diseño, planificación y urbanismo que toman partido por la escala humana como eje de acción. Tales recursos pueden ser también incorporados en el pla-neamiento e intervención de lugares activos, respetando sus rasgos dinámicos y las prácticas espaciales que allí toman lugar.

En lo que sigue abordaré primeramente algunos postulados de la línea de estudios de la estética cotidiana que permiten considerar la urbe caminada como objeto estético, exponiendo ideas generales que permitirán avanzar hacia la problematización teórica y empí-rica de lo desordenado como cualidad estética cotidiana vivida en el caminar. Antes de llegar a ello me detendré en las modulaciones características y variables que genera la experiencia cotidiana a pie y el involucramiento del cuerpo y de los sentidos. Esto permitirá sentar las bases para abordar distintas cualidades estéticas presentes en la caminata de la vida diaria. Con esto en consideración, podre-mos distinguir las situaciones en que percibimos estéticamente una profusión de elementos coexistentes y simultáneos que expresan la idea de lo desordenado, en una apreciación multisensorial de los lugares que –como dice Tim Ingold– “ocurren” a través del movi-miento (Ingold 2008).

La ciudad caminada entre los objetos de la estética

En La poética del acontecer, Gastón Soublette dice:

Nos acostumbraron a pensar que la belleza es forma. Más que forma hay que decir, la belleza acontece. La primera belleza resultante de la experimentación humana no es una forma. ¿Qué forma tiene el fuego? La belleza del fuego es una danza, ocurre en el tiempo de

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encender, devorar, consumir. El fuego es de una naturaleza musical, una belleza que acontece y se extingue en el tiempo; el tiempo de ejecutar e incinerar una partitura musical. Es el tema, el clímax y la coda de una secuencia que vibra en frecuencia ardiente y luminosa (Soublette 2007, p. 109).

La posibilidad de explorar y ahondar en la dimensión sensible de la experiencia de caminata urbana se enmarca en la línea de los estudios de la estética cotidiana, ámbito que emerge en las últimas décadas del siglo XX para abrir la estética a la reflexión sobre fenó-menos, actividades y prácticas que por mucho tiempo fueron rele-gados de su examen, ante la predilección por objetos artísticos, su belleza formal, sus contextos de recepción, o bien, ante el análisis de construcciones simbólicas más tradicionales de la cultura. Como dice la esteta Yuriko Saito, “nuestra vida cotidiana (…) está rebo-sante de todo tipo de experiencias estéticas. Tales experiencias son universalmente compartidas, a diferencia de la apreciación del arte, que se limita a aquellas culturas con un mundo del arte institucio-nalizado, e, incluso dentro de esa cultura, solo a aquellos que tienen acceso y conocimiento del mundo del arte” (Saito 2005, p. 159). Tomando el ejemplo de Soublette sobre el fuego –que me parece inspirador para convocar e incluir otras maneras de apreciación del mundo circundante– y la apertura propuesta por Saito, la estética cotidiana nos da un impulso y un marco para abordar experiencias y fenómenos comunes en los que nuestras sensibilidades se involucran y actúan –actividades habituales que todos practicamos–, abriendo el campo más allá de la apreciación de las cualidades de una presen-tación artística.

Las preocupaciones de la estética cotidiana también llevan a considerar otros conceptos más allá de la belleza, lo pintoresco, lo sublime, o lo grotesco, por nombrar algunas categorías histórica-mente dominantes en el estudio de lo sensible. Por ejemplo, lo des-ordenado, lo limpio/sucio, lo pulcro, lo atractivo y lo no atractivo, entre otras, son cualidades que por lo general han tendido a quedar fuera de las listas canónicas de propiedades discutidas en la literatu-

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ra estética, pese a su ubicuidad en las expresiones y vidas cotidianas de las personas, aunque ellas han comenzado a ser incorporado por esta línea de estudios más reciente (Leddy 1995, p. 259).

En ese sentido, este trabajo se integra al proyecto de la esté-tica cotidiana al estudiar las apreciaciones de lo desordenado que emergen en una actividad común como el caminar por un área céntrica de la ciudad de Santiago. Por apreciaciones estéticas en-tenderemos las maneras en que valoramos atributos de la experien-cia que tenemos de la ciudad caminada a través de los sentidos y otras capacidades humanas. Estas valoraciones son producto de un proceso individual e intersubjetivo de la percepción y significación que puede ser acompañado de un “componente de pensamiento”, una mezcla de emoción, imaginación, conceptualización, metafo-rización, o incluso imaginación metafísica (Toadvine 2010, p. 88). La apreciación de la ciudad a pie se basa primeramente en el plie-gue y despliegue perceptual, a partir de lo cual podemos destramar el resto de las capacidades humanas convocadas. Es por esto que en primer lugar me detendré brevemente en qué se considera per-cepción estética, objetos estéticos y cualidades sensibles, y cómo la experiencia del caminar tiene ciertas características y genera condi-ciones que inciden en el proceso de apreciación de la ciudad vivida a pie. Desde allí se avanzará a los componentes que conforman la experiencia de lo desordenado y que convocan un sentido.

En el desplegar de la percepción estética durante el caminar, lo que hacemos es atender sensorialmente al “juego de apariciones sensibles” de objetos o acontecimientos, y/o a sus contrastes, pa-rentescos o correspondencias con otros elementos que son parte de la configuración de esa situación (Seel 2010, Monroe, Beardsley Hospers, 2007). Cuando percibimos estéticamente nos aproxima-mos a objetos singulares, grupos de objetos, “microambientes” o entornos amplios, apreciando sus propiedades y los significados adscritos a ellas (Brady 2003). Esos focos de atención así percibi-dos son lo que llamamos objetos estéticos, aprehendidos por lo ge-neral a partir de cualidades caracterizadas como fenomenales, es

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decir, que asimos primeramente mediante la experiencia percep-tual, y que no necesariamente equivalen a sus características físicas

(Brady 2003, Beardsley y Hospers, p. 105). La percepción sensorial está en la base de toda experiencia del mundo, y como ya dijimos, sostiene a la percepción estética, pero la apreciación de un objeto estético también puede verse enriquecida con el ejercicio de otras capacidades humanas tales como la imaginación, el pensamiento, los afectos, emociones y/o el conocimiento previo (Brady 2003, pp. 183-86)1. Es por esto que dentro de las cualidades estéticas tam-bién pueden incluirse propiedades imaginativas; afectivas; que son parte de la reacción del apreciador; que pueden relacionarse con el carácter otorgado a un objeto, situación o lugar; o simbólicas, entre otras (Brady 2003, pp. 16-20)2. Podríamos decir que todo lo ante-rior está en la médula de lo estético, por lo que puede aplicarse tan-to a la experiencia del arte como a la de la ciudad a pie. No obstan-te, es evidente que ambas comprenden focos de atención y contex-tos de apreciación con características que se diferencian de manera importante.

Por ejemplo, cuando estamos frente a una obra de arte, di-gamos, en un museo o en una galería, por poner una experien-cia estereotipada para obtener mayor claridad, el foco de nuestra atención se identifica con un objeto claramente delimitado y dis-puesto para la interpretación, en un ambiente que se ha preparado para tal acto concentrado, distanciado y controlado (Saito 2013, p. 20). En general nos está prohibido tocar las obras en un museo, y ellas están dispuestas para ser apreciadas desde puntos intenciona-dos en el espacio expositivo, de manera de inducir una reflexión y una serie de comportamientos particulares (Saito 2013; Seel 2010, p. 149). Existen convenciones que nos guían en la aprehensión

1. Existe una división al respecto, entre teorías cognitivas y no-cognitivas para la experiencia es-tética. Al igual que Emily Brady, tiendo a pensar que, aunque en ciertas situaciones puede enriquecer la percepción, no es necesario un conocimiento experto o previo para apreciar el mundo estéticamente.

2. No me detendré en la explicación de cada una de estas categorías, pero, para mayor detalle de estas ver Ibíd., 16-20.

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estética de las obras en aquellos contextos. Por el contrario, lo an-terior no consta para el caminar, ya que es una práctica de la co-tidianidad que presenta sus propias modulaciones y objetos; para la cual no hay un solo modo o punto desde el cual situarse para apreciar “apropiadamente” la ciudad en movimiento (Saito 2005, p. 20). Esto nos lleva a emprender entonces una búsqueda en torno a las particularidades del caminar y su(s) percepción(es) estética(s).

A través de la secuencia de pasos que se estampan a lo largo de un trayecto a pie, “pensamientos, experiencias y sensaciones” se entremezclan simultáneamente y van disponiéndose de distintas maneras, propiciando en una persona un estado experiencial en el que confluyen temporalidades múltiples, abiertas y compuestas; conscientes e inconscientes (Edensor 2008). Muchas veces cuando caminamos evocamos tiempos y lugares diversos (Edensor 2008). El cuerpo acumula memorias que en el andar actual emergen como ecos de caminatas pasadas al entrar en relación con ciertos espacios. Reminiscencias del pasado irrumpen ante un aroma conocido, nos recogemos hacia el interior y percibimos el tiempo vivido distin-tamente de lo que marca el reloj. Un bocinazo o un choque de hombros con otro transeúnte nos traen abruptamente de vuelta a la inmediatez. Un encuentro fortuito o el acontecer de la serendipia nos deja prendados de asombro y mientras todo lo anterior ocurre consecutiva o simultáneamente, nuestra interacción con la urbe no para: cambiamos los focos de atención y navegamos a través de la mezcla de ritmos, estacionalidades y caducidades que la ciudad nos presenta, obedeciendo a las exigencias de la rutina o a los placeres que un tiempo de ocio nos entrega en esos minutos del andar.

Adicionalmente, durante nuestro caminar coexisten distintas dimensiones de la vida: a ratos medimos la funcionalidad y eficien-cia de una ruta, en otros somos conscientes de cómo se manifiesta la cohesión o división social al caminar con otros, así como tam-bién pueden aparecen preocupaciones políticas o económicas. Este carácter multidimensional hace que lo que sentimos aparezca de manera intermitente a la conciencia, enrevesado en la suma de ele-

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mentos y variables de la experiencia del recorrido. No por ello sin embargo se convierte en un aspecto menos significativo que otros: la percepción estética es una manera elemental y a veces profunda a través de la cual el mundo se nos revela y aparece en el presente de una actividad cotidiana (Herzog 2016). En ese sentido, como dice David MacDougall, la dimensión sensible de la experiencia huma-na “es un hecho social relevante, a ser tomado seriamente junto con otros hechos como la supervivencia económica, el poder político y las creencias religiosas. Es relevante porque a menudo importa a las personas e influencia sus acciones tanto como cualquier otra cosa en sus vidas” (MacDougall 2006, p. 96). Esto me motiva a buscar medios para integrarlo al estudio de lo urbano y así contribuir a una reflexión sobre el caminar y la calidad de tal experiencia en una ciudad como Santiago.

Como el fuego de Soublette, la ciudad a pie acontece con sus juegos de luces, materiales y texturas, las apariencias de los mundos públicos y privados, la revelación de las expresiones faciales de otros transeúntes, las arritmias de sus velocidades y polirritmias de sus flujos (Edensor 2010, p. 89). Su experiencia estética no se limita a la vista de postal objetualizada y externalizada del sí mismo como un paisaje pictórico a la distancia. Por el contrario, puede golpear-nos y salir a nuestro encuentro mediante la irrupción de sonidos disonantes de la vida social, el calor intenso bajo el sol inclemente en una explanada de polvo o cemento que puede producir una sensación de vacío o agobio existencial; o los olores que emanan de los negocios o alcantarillas de los que nos es imposible escapar y que terminan imponiéndonos lo estético por sorpresa: “un olor es tan intenso que no podemos evitar notarlo, describirlo y juzgarlo como placentero o no placentero” (Brady 2005, p. 181). Si homo-logamos la experiencia urbana con la experiencia del clima sobre la que reflexiona Yuriko Saito, la ciudad caminada no se percibe en sus cualidades visuales o sonoras como si estuviesen desprendidas de un contexto ambiental más amplio, sino que se experimenta intensamente en las maneras en que el ambiente nos envuelve “y

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afecta todo nuestro ser” (Saito 2005, pp. 159-60). La ciudad se encorpora y en ese proceso nos revela que la experiencia de camina-ta y nuestras apreciaciones se erigen sobre lo multisensorial: en lo cenestésico sinestésico interconectando lo cinético, lo táctil, lo pro-pioceptivo, lo visual, lo olfativo, lo auditivo, e incluso lo gustativo, aunque a primeras esto último resulte menos obvio.

La experiencia inmediata de la ciudad caminada se compone desde el cuerpo como el punto de referencia del caminante, punto de “vista-oído-gusto-olfato-tacto” respecto del mundo y es a partir de allí desde donde existencialmente puede convocarse un sentido

(Flores 2010, p. 2). El cuerpo, de acuerdo a Maurice Merleau-Pon-ty, es un sistema sinérgico cuyas funciones están interrelacionadas y son ejercidas conjuntamente en el movimiento de ser-del-mundo –y no solo como un conjunto de órganos yuxtapuestos e independien-tes– (Merleau-Ponty 1975, p. 249). En nuestras experiencias de lo simultáneo, lo rápido y lo profuso que inciden en la apreciación de lo desordenado en la caminata, se manifiesta quizá de manera más evidente que la percepción se informa de la interrelación sensorial: nuestras capacidades corporales se entrelazan y resulta difícil abor-dar la experiencia desde solo una faceta.

Al respecto ha surgido un debate en las últimas décadas en torno a la multisensorialidad en el campo de la antropología de los sentidos (Pink 2006). La discusión se ha dado entre quienes consideran que en todas las culturas los sentidos se organizan je-rárquicamente, ante lo cual se pueden describir y estudiar “perfiles sensoriales” que pueden ser comparados (el más claro ejemplo es el óculo-centrismo, o la dominancia de lo visual en la cultura mo-derna occidental y la afirmación de que en otros grupos humanos los sentidos no visuales jugarían un rol más determinante); y entre aquellos como Tim Ingold que se basan en teorías que sostienen que los sentidos no se separan en el punto de la percepción, por lo que pueden abordarse en términos de su actuar conexo y facetado. Este último enfoque pone énfasis en la inmediatez de la experiencia vivida por sobre las generalizaciones culturales promovidas por el

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primer punto de vista, propulsado en las décadas de los años 80 y 90 especialmente por David Howes y Constance Classen (Pink 2009, p. 12).

Bajo el segundo entendimiento, la visión, por ejemplo, no se aborda como algo aislado y jerárquico para el modelo perceptual occidental, sino que se le considera en un juego permanente con otras modalidades sensoriales, coordinándose, por ejemplo, con el movimiento y el tacto (Pink 2009, p.13). Como dice Ingold a par-tir del planteamiento del psicólogo de la percepción J. J. Gibson y a propósito de esto, “los sistemas perceptuales no solo se traslapan en sus funciones, sino también están subsumidos bajo un sistema total de orientación corporal (…). Mirar, escuchar y tocar, por lo tanto, no son actividades separadas, son simplemente facetas dife-rentes de la misma actividad: aquella de todo el organismo en su medioambiente” (Ignold 2000, p. 261). Esta investigación se acoge a esta última vertiente porque permite trabajar con lo perceptual sin rigidizar y clasificar las experiencias dentro de un marco fijo. Permite ver cómo los juegos sensoriales se entrelazan, convergen, se separan, se distinguen, pensándolos como líneas trenzándose e interactuando.

En concordancia con lo anterior, se puede advertir que mu-chas valoraciones de los recorridos a pie se realizan efectivamente a través de la vista y el tacto en su complemento, considerando que este último es “más que la acción de los dedos sintiendo la textura de las superficies”. El tacto involucra “a todo el cuerpo llegando a las cosas que constituyen el ambiente y a esas cosas que entran en contacto con el cuerpo” (Wunderlich 2008, p. 129). Para clarificar esto es útil traer un ejemplo: cuando pasamos frente a una galería del centro de Santiago en pleno verano, visualmente apreciamos sus condiciones más bajas de luz, los destellos de sus carteles; y notamos con el tacto la textura del piso bajo nuestros pies, el cambio de material desde el hormigón de la acera al suave y pulido suelo cerámico del edificio. Una corriente de aire frío que emana del interior de estos pasajes y que envuelve y tempera el cuerpo produce una sensación de frescor

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y agrado. Es evidente que aquí hay una atención visual y simultá-neamente táctil, y que, por lo tanto, más que descartar la vista o el tacto del análisis, podemos intentar distinguir cómo ambos se van conjugando en la expresión de una cualidad sensorial percibida que apela a lo placentero y calmo. Podemos (o no) intentar comunicar esa sensación por medio de metáforas, identificando el lugar como “el cooler de Santiago” (Jorge; caminata acompañada; 10:30 a.m., 13/01/2016), un espacio en donde uno puede guardarse, encontrar cobijo, y estabilizar la temperatura en medio del calor apabullante del paseo peatonal3. Esto muestra que el sentido háptico, al igual que la vista, resulta igualmente importante en la apreciación del medioambiente caminado. En términos metodológicos, si bien un sentido puede agudizarse e identificarse con mayor claridad en los relatos de los participantes a distintos tiempos, no hay por qué ne-gar la confluencia de otras modalidades operando a niveles más sutiles en la apreciación estética bajo estudio (Middleton 2010). El ejercicio de distintos sentidos puede presentarse en forma de pe-queños guiños susceptibles de entregar información adicional para descomponer la apreciación estética.

En conclusión, adoptar este enfoque no significa abogar por un antivisualismo o un tratamiento dicotómico que tienda al re-chazo de la vista a causa de una predilección por el resto de los sentidos. De manera alternativa, implica abordar la apreciación estética en el caminar desde el ejercicio combinado e integrado de todas las modalidades. En concordancia con Tom Rice y Sarah Pink, oponer una faceta con otra con el fin de rechazar la supuesta jerarquía visual, pone más obstáculos a la reflexión y trabajo en tor-no a la experiencia que el hecho de entenderla en una conjugación fluida con los otros sentidos (Pink 2009, p. 13). Como dice Pink, ninguna modalidad sensorial necesariamente domina. Más bien, ellas participan de la experiencia caminada y varían su intensidad según el contexto y la constitución de lugar (Pink 2009, p. 13). Este aspecto se verá con mayor claridad al entrar en la sección si-

3. Los nombres de los participantes han sido cambiados.

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guiente, cuando desgranemos lo desordenado en sus componentes experienciales.

La adopción del enfoque de la multisensorialidad permite aproximarse a cualidades estéticas como lo desordenado no sola-mente desde sus componentes visuales, sino a partir de experiencias que pueden ser complementariamente táctiles, sonoras, y olfativas, por nombrar algunos canales perceptuales. Al vivir lo desordenado en la ciudad caminada, los sentidos se trenzan y co-informan: a partir de esta interrelación se puede indagar en la emergencia de contenidos afectivos, imaginativos o reflexivos en diálogo con lo fenoménico o perceptual y así distinguir una constelación de ele-mentos cuyo análisis abre una entrada importante al conocimiento sensible de la ciudad a pie.

Hacer sentido de una nube de estímulos y coexistencias: lo desordenado en la ciudad caminada

Thomas Leddy clasifica el desorden como categoría pertenecien-te al grupo de cualidades estéticas cotidianas “de superficie”, una clase de propiedades que generalmente son pasadas por alto en la estética y que encuentran su uso más frecuente en la vida diaria de las personas (Leady 1995, p. 259). Leddy les llama de superficie a cualidades como lo ordenado, lo desordenado, lo limpio, lo sucio, lo pulcro, lo brillante, porque su percepción no tiene que ver con una forma subyacente, con la estructura o la sustancia de las cosas. Por el contrario, y perdonando la redundancia, pueden hacer re-ferencia a una superficie física u otro aspecto del objeto que logra distinguirse de esa forma subyacente. En el caso de la ciudad cami-nada podemos pensar que esa sustancia es el lugar que recorremos a pie con todas sus relaciones, y que se aprecia como desordenado a partir de un conjunto de elementos percibidos por el caminante en su superficie. Como sugiere Isaac Joseph, las experiencias del espacio público son vivencias fluctuantes de lo membranoso, en un

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plano de consistencia que se pliega y despliega sobre sus cavidades. El sentido en la gran ciudad se deja ver en la superficie, y es por ese contacto por donde comenzaremos la búsqueda de lo apreciativo

(Joseph 2002, p. 48). Las cualidades estéticas cotidianas de superficie, dice Leddy,

no se ciñen a reglas absolutas, por lo que se hace difícil generalizar su presencia: “No hay condiciones necesarias y suficientes para de-terminar si algo está [desordenado], ni un set de características re-levantes en un subconjunto que sean suficientes para la aplicación del concepto” (Leddy 1995, p. 263-4). En ese sentido, son depen-dientes del contexto, y solo en función de ello se pueden estipular algunas definiciones específicas (Saito 2005, p. 153).

Intentaré seguir esta recomendación al desgranar la noción de lo desordenado en la ciudad caminada del Paseo Puente. Co-menzaré deteniéndome primero en la dimensión perceptual, sobre la premisa básica de que quien camina la ciudad primeramente la encorpora, la hace pasar a través de sus sentidos. Lo desordenado va constituyéndose como cualidad apreciada en el trayecto a par-tir de las relaciones moduladas y cambiantes entre corporalidad y lugar, en las sintonizaciones –o como dice Rebecca Solnit, en las conversaciones entre mundo, cuerpo y mente que componen el caminar–(Solnil 2000). De la experiencia multisensorial se puede llegar a un primer nivel de entendimiento estético, para avanzar progresivamente hacia su entrelazamiento con otras dimensiones evocadas.

Podemos abordar lo desordenado que emerge de la valoración del entorno caminado identificando las percepciones de elemen-tos yuxtapuestos de la calle, principalmente, objetos de la atención apreciados en una experiencia de cambios sorpresivos, manifiesta en la variación del foco o intencionalidades con que atendemos a distintos fenómenos. Estas percepciones son expresadas como se-cuencias sensoriales descriptivas del Paseo Puente (visuales-hápti-cas-olfativas), las que no solo se encuentran referidas en la experien-cia vivida del participante, sino también en alusiones cinematográ-

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ficas que refuerzan el carácter del barrio y la experiencia común que ofrece. La mezcla y abundancia de elementos hace que el lugar sea percibido como desordenado de manera rápida y atmosférica por el cuerpo, volviéndose llamativo para el caminante, inclusive para convocar otras dimensiones o capacidades humanas como la imaginación y la memoria, las que logran enriquecer la apreciación estética en su base perceptual. Al hacer esto, lo desordenado abre un tiempo distintivo para el aparecer sensible de la ciudad cami-nada en la experiencia cotidiana, cargándola de una emoción y un apego que impiden calificar esta cualidad de superficie en términos puramente negativos, como quizás acostumbraríamos a hacerlo en otro contexto. Esta ambivalencia desafía a examinar sus atributos para lograr trabajar con la categoría en el ámbito de lo urbano y no descartarlo de lleno a primeras por su complejidad y difícil mane-jabilidad, o bien, porque en el polo opuesto existe el riesgo de este-tización de lo desordenado. Para evitar esto último vale aclarar que no es una apología a ello lo que quiere fomentarse en este capítulo. Más bien, se trata de apelar a la incorporación de las vivencias de las personas, atendiendo al contenido de la experiencia perceptual de lo desordenado que es rescatado en el proceso de su descubrimiento mediante la apreciación. Puede haber aspectos que podemos cate-gorizar de negativos o positivos en distintas circunstancias, como también es posible que su análisis no funcione para todos los casos, dada su dependencia a un contexto. Sin embargo, la profundización puede ayudar a pensar distinto los procesos de diseño para mejorar la calidad de la experiencia de las personas no solo considerando la dimensión funcional, sino avanzando complementariamente en cómo resguardar aquellos atributos de los lugares que provoquen la curiosidad, la reflexión, el despliegue sensorial, los afectos, lo arrai-gos y la memoria colectiva. Como ha dicho el urbanista Jan Gehl, rescatar estos recursos para hacer de la ciudad un lugar interesante y emocionante, construido en torno al cuerpo y los sentidos, de manera de aprovechar las capacidades humanas (Gehl 2016).

Esta búsqueda la iniciamos explorando las maneras en que se despliega secuencialmente la percepción de los elementos yuxta-

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puestos de la calle en la experiencia, a través de los relatos de cami-nata de un participante de la investigación por el Paseo Puente en la comuna de Santiago, en los entornos del Mercado Central. Jorge describe:

Esto es Santiago, harto comercio, harto ruido, harta gente, hartos olores. Aquí encuentras de todos los olores: auto, comida, cigarro, caca, pichí, caballos, gente, hediondo, rico, perfume, ropa, cabritas, chocolates, fruta podrida, pescado… encontrai de todo. Esa mezcla me dice… bienvenido a Puente. Bienvenido al barrio Mapocho. Como las galletas Tip-top en la Alameda con Ahumada, para acá es como eso [mismo] (Jorge; caminata acompañada; 12:40 p.m., 4/03/2016).

En una instancia anterior, mientras atravesamos el mismo lugar realizando una grabación en video, el mismo participante relata4:

…harta fruta, la carnicería acá al frente, la ropa, juguetes pa’ los cabros chicos, más ropa de verano, made in China, el kiosco amigo, otra carnicería más, y aquí es cuando empieza el tema de los olores. Aquí está el tema de los olores, que es bien potente acá y me provoca un sentimiento como de antigüedad. Pienso que todo Santiago era así hasta como 50 años atrás. Es como que no ha habido un orden muy claro. Esto creo que es lo más representativo de lo que somos, en parte. Tenemos de todo, por ejemplo, ropa, fruta, dulces, carni-cería, lanzazos, gente pobre, gente bien, extranjeros, el metro, urba-nización, lo clásico aquí a la vuelta [con] La Piojera… es como que aquí, en una cuadra, está reunido el concepto más clásico de lo que somos… Un desorden federal, pero propio. Un desorden propio (Jorge; caminata acompañada, 11:00 a.m., 13/01/2016).

Ante la profusión de estímulos ambientales, el caminante en un principio solo logra describir, casi por simple enumeración, lo

4. Las imágenes fueron extraídas de la videograbación realizada por Jorge en el marco de la cami-nata acompañada del día 13 de enero de 2016.

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que ve (la fruta, la carne fresca, los montones de ropa, las cajas de juguetes colgadas, etc.). La grabación en video realizada por Jorge nos muestra los cambios constantes de focos del caminante, dete-niéndose con el movimiento de la cámara en las texturas de todos estos objetos agrupados: las ropas apiladas o colgadas, los perió-dicos del kiosco, las estructuras de metal de la calle, las personas que caminan por delante nuestro. Todos ellos son elementos que alimentan la secuencia de cambios sucesivos percibidos a lo largo del trayecto peatonal. El lugar atravesado y vivido por el cuerpo en calle Puente puede caracterizarse a partir de una experiencia de contrapuntos estimulares, marcada no solo por la acumulación y convergencia de objetos, sino también por los movimientos y diná-micas asociadas a las prácticas cotidianas profusas de la calle que se desarrollan en torno al comercio y el tránsito de personas.

Tanto en las representaciones cinematográficas como en la ex-periencia vivida, la percepción de los otros cuerpos en movimiento añade carácter a la mezcla que nos ofrece sensorialmente este sector de la ciudad. La dimensión háptica aparece en el relato de Jorge en la mención a la proxemia o distancia personal con otros, en la posi-bilidad de contacto, en la cercanía que puede llegar a provocar hastío y mareamiento, a veces inclusive obstaculizando cualquier otra con-ciencia perceptual: “Es mucho…”, dice Jorge en el Paseo Huérfanos, y en otra ocasión, a la salida de la estación de metro Estación Cen-tral, mientras camina y maniobra por entre un tumulto de personas y vendedores ambulantes (Hall 1972). En el caso que estudiamos de calle Puente, el caminante solo desliza una referencia al tema al mencionar “harta gente”; sin que ello impida el despliegue de la per-cepción multisensorial, como puede ocurrir en zonas de mayor con-centración de peatones en donde la velocidad del paso decrece por las cercanías de los cuerpos, y la posibilidad de contacto aumenta, volviéndose más palpable debido al encuentro con distintos ritmos. En el trayecto del Paseo Puente, por el contrario, aún queda “espacio físico y mental” para que el caminante logre intercalar su andar con descripciones visuales, táctiles, olfativas, y en menor grado, sonoras.

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Fotograma extraído de caminata acompañada con Jorge por calle Puente; 11.00 a.m.; 13/01/2016).

Los objetos que se pueden ver y los olores que Jorge percibe permiten diferenciar elementos del paisaje que apelan al carácter del barrio o distrito –en la terminología de Kevin Lynch– con ras-gos “premodernos” (olor a caballo, desechos orgánicos, fruta podri-da, pescado, puestos de verduras, lanzazos, el hombre tirando de un carro con su cuerpo (imagen 22); en tensión con otros “modernos” (productos globalizados, la urbanización, el metro, los autos, los ejes masivos en las cercanías) (Lynch 1990).

Es interesante que este carácter puede ser rastreado en las des-cripciones del barrio en material cinematográfico chileno desde casi iniciar la década del 60, lo cual entrega una mirada alternativa y complementaria para abordar una experiencia común de un espa-cio urbano.

El barrio Mapocho lo vemos en una secuencia de Día de orga-nillos (1958), una película documental que dibuja un día a través de los trayectos y rutinas de cuatro organilleros por la ciudad de Santiago. La experiencia del sector a pie se muestra a través de un juego de contrastes y velocidades percibidas, y en las divergencias y convergencias temporales de los ritmos variables de la jornada en la ciudad. Desde la perspectiva de la cámara que identificamos con el nivel de un caminante, en esta película el puente Los Carros es escenario de múltiples actividades cotidianas: podemos observar

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los puestos de hojalata, con sus vendedores y clientes a un costado, el piso sucio con residuos barrido por un hombre, una mujer ca-minando cargando su bolsa. El lugar y la caminata se muestran a partir de las coexistencias simultáneas de elementos en un mismo plano5 (Bordwell 1995, pp. 247-8), diferenciando los ritmos de los vehículos de aquellos del movimiento humano: vemos mujeres caminando tranquilas por la misma vía que ocupa un hombre que se abre paso a través del espacio maniobrando con brusquedad un carro lleno de cajones, presumiblemente cargado de víveres obteni-dos de los comerciantes del área.

Respetando la distancia temporal, la película muestra un re-trato del paisaje humano similar al experimentado por Jorge, a la vez que señala manifiestamente el carácter portuario del barrio Ma-pocho, permeado por las dinámicas de intercambio y el confluir de distintos tipos de personas con que se le viene identificando culturalmente desde hace algunos años (Castillo 2005). Nos mues-tra el distrito permeado por sus rutinas cotidianas, por las diversi-dades rítmicas del movimiento y la confluencia de materialidades diversas; contrapuntos en las escalas, entre los vehículos y las obras de infraestructura que representan lo moderno coexistiendo con materiales y actividades en donde la tracción humana aún no ha sido reemplazada por la máquina. Como primer atributo a des-tacar, podemos constatar entonces que lo desordenado apreciado en el caminar se asocia a la percepción de la mezcla de objetos, materialidades y prácticas urbanas disímiles enrevesadas. Identificar estos aspectos notados por los participantes y observados en el cine podría ser un primer paso para la práctica del diseño en torno a un lugar y su experiencia: ver qué elementos “nota” el caminante a través de sus sentidos.

5. Como dicen Bordwell y Thompson, un plano es uno o más fotogramas expuestos en serie en una tira de película continua, lo cual percibimos como segmento ininterrumpido de tiempo, espacio o configuraciones gráficas en la pantalla (hasta que se presenta un corte y se pasa a otro plano).

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Puente Los Carros. Fotograma extraído de Día de organillos. Bravo, Sergio. Día de organillos. Chile, 1959. Película.

Lo anterior también se manifiesta en la película de ficción Lar-go viaje (1967), en donde la experiencia secuencial del caminar, cambiante en sus focos y estímulos, es representada a través del deambular de un niño por las calles de Santiago, quien hacia el final de su periplo –ya próximo al Cementerio General– atraviesa las calles del barrio Mapocho al amanecer. En la seguidilla de pla-nos que componen la secuencia vemos las carretas estacionadas, uno que otro transeúnte, los puestos cubiertos de lonas, vendedores posicionando la mercadería, una mujer barriendo los desechos bajo un carro.

El protagonista se nos muestra luego caminando por entre es-tos puestos mientras distintos focos llaman su atención: mientras avanza, su cabeza se eleva, luego se gira y voltea nuevamente. La secuencia de imágenes revela la capacidad de notar y mostrar las texturas y elementos materiales que componen el entorno del niño: las frutas y verduras, las gallinas en una jaula de juncos, el plumaje de un pájaro, los cajones de madera, los pisos mojados y cubiertos de agua, sillas y varillas de los puestos, el pavimento de la explanada, cuerpos en constante agitación mientras el niño avanza. Los planos llenos de flores, aquellos que muestran el detalle de estas y al niño

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inmerso entre los arreglos evocan esa mezcla a humedad y fragancia floral característica. Toda la secuencia representa la experiencia situa-da y perceptual de las coexistencias de elementos y de la simultanei-dad, expresada mediante el montaje (Aisthesis 2010, p. 84)6 como estrategia discursiva. La cámara, intencionada y con fines narrativos, se detiene brevemente en ciertos aspectos de la experiencia del barrio a pie, desde la perspectiva del niño que se encuentra desorientado entre tantos estímulos y encuentros convergentes. Esto también es un rasgo de lo desordenado y del equilibrio precario que puede ofre-cer: logra provocar a los sentidos, pero también abrumar. Tras una seguidilla de planos repletos de elementos, la secuencia termina con el niño solo en el centro de una explanada de hormigón. De lo cam-pestre y terroso del mercado se salta a la dureza del cemento, que re-fuerza la sensación de coexistencia de paradigmas urbanos disímiles.

Si volvemos a la experiencia vivida por Jorge en su caminar cotidiano por el Paseo Puente podemos encontrar un correlato con la secuencia sensorial descriptiva de Largo viaje, sobre todo consi-derando la rica evocación sinestésica de la escena de esta película, ausente por ejemplo en el extracto tomado de Día de organillos. Distinguir los elementos, sus texturas y evocación odorífera mani-fiesta a través de planos secuenciados refuerzan la idea del cambio de foco constante en la percepción sensorial del lugar caminado. La atención a la multiplicidad y la simultaneidad compondría un segundo rasgo a considerar para delinear la cualidad de lo desorde-nado percibido en el caminar por este lugar específico. Establecer cuáles son los giros y cadencias multisensoriales que conforman la secuencia sirve para profundizar y reflexionar en torno a las capas sensoriales de la ciudad que se descubre estéticamente.

Hasta ahora he abordado la suma de estímulos visuales y hápti-cos que nos hablan del carácter del barrio y de las bases perceptuales que conforman la apreciación de lo desordenado a través del cami-nar en una relación de co-construcción entre cuerpo y ciudad. Sin

6 El montaje consiste en la “operación de selección, armado u ordenamiento de un material filmado (o grabado) con el objetivo de construir la versión definitiva de un filme”. En Pablo Corro, “Sergio Bravo y tendencias del montaje”.

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embargo, quizás lo más evidente e interesante es “el golpe” que le produce al participante lo que huele. Al respecto, la académica Emily Brady dice: “Olores y sabores, al igual que pinturas y poemas, evocan imágenes y asociaciones. Los olores son notorios en traer a la mente tiempos particulares, lugares, o experiencias del pasado, de manera que las memorias también se vuelven parte de la actividad reflexiva”

(Brady 2005, pp. 183-4). La mezcla de olores adquiere carácter re-conocible para quien está acostumbrado a pasar por allí, al punto de que el participante logra distinguir una posición exacta a partir de la cual el cuerpo comienza a ser afectado por ellos y por el resto de los estímulos. Este efecto no es único, se repite también al experimentar otros olores “clásicos” en otras zonas de la ciudad: el de las galletas Tip-top en Alameda con Ahumada (Jorge; caminata acompañada; 12:40 p.m., 4/03/2016); el del cacao emergiendo de la chocolatería Enrilo en la galería Antonio Varas (Amelia; caminata acompañada; 18:30 horas, 13/01/2015); ambos en el centro de Santiago. No obstante, lo interesante de la experiencia del barrio Mapocho y que permite analizar el surgimiento de lo estético con mayor profundidad es que el foco pasa de lo percibido –la expresión de una cadena de olores– a una evocación y una idea: que el Santiago del pasado se perpetúa a través de la secuencia de olores emanados hoy, de paso trayendo otras dimensiones temporales y capacidades humanas como la imaginación y la memoria a la apreciación del lugar percibido fenoménicamente como desordenado y profuso. Buscar estas otras dimensiones y capa-cidades desplegadas en las experiencias permite también contribuir a informar los procesos creativos de las disciplinas de la urbe, en busca de esa ciudad más interesante que enriquezca el andar habituado.

El filósofo Martin Seel dice que el aparecer estético abre en el instante una conciencia distintiva del presente, la cual, a veces, en lo imaginado, nos lleva a fantasear o rememorar otro tiempo (un pasado, un tiempo por venir, etc.) en el encuentro con el objeto fenoménico (Seel 2010, p. 145). Esto incorpora la posibilidad de apertura “a todas las reminiscencias –bellas y terribles– de tiempos pasados y de tiempos futuros” (Seel 2010, p. 146). Como podemos

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ver en la experiencia de la calle Puente, la conjunción de vistas, texturas y aromas percibidos, en una especie de ráfaga que permite configurar un perfil odorífero del lugar, abre el presente del cami-nante a una imaginación del pasado como si este se hubiese colado y hubiese permanecido a lo largo del tiempo, a manera de una nube o atmósfera que de súbito se presenta ante nosotros y cuya única manera de advertirla es caminando, dejando que el lugar “ocurra” en nosotros en medio de las trayectorias de personas, materialida-des y otros organismos.

En gran medida, las simultaneidades y estímulos “desordena-dos” permiten llegar a esta evocación. En este “traer”, cuerpo, lugar, memoria e imaginación se conectan. Como dice el filósofo Edward Casey, no hay memoria sin una base corporal y “memoria y lugar se relacionan por medio del cuerpo vivido”, el que nos pone “en con-tacto con los aspectos físicos del recordar y las características físicas del lugar” (Casey 2000, p. 189). Este último precisamente ayuda a ejercer la memoria: “el lugar sirve para contener –resguardar y proteger– los ítems o episodios sobre los cuales el acto de recordar entra en foco”, invitando algunas reminiscencias y desalentando otras. Los lugares sitúan lo que recordamos, “son escenas coagu-ladas para contenidos recordados” (Casey 2000, p. 189). A través del desorden percibido mediante el despliegue multisensorial en el barrio Mapocho, el caminante convoca imaginaciones particulares de un tiempo “recordado” que se activan al transitar por sus calles.

Esto no solamente puede identificarse en el relato de Jorge, sino también en Carta de un cineasta o el retorno del amateur de bi-bliotecas (1983), película autobiográfica de Raúl Ruiz que da cuenta del primer regreso del director a Santiago tras diez años de exilio en Francia. El film presenta un relato sobre las ausencias, una reflexión en torno a la memoria y la búsqueda de respuestas en una ciudad predominantemente gris, filmada sobre todo a partir de travellings laterales a bordo de un automóvil7 (Corro 2012, p. 163).

7. Un travelling lateral es un movimiento que implica un desplazamiento de cámara hacia el lado, comúnmente identificado con el acto de viajar.

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En el filme, además de encontrar una escena en que apare-ce nuevamente una descripción audiovisual del puente Los Ca-rros –ahora más ligado al río Mapocho como elemento del paisa-je– podemos atisbar esa capacidad del lugar para evocar memorias significativas mediante la presentación múltiple de sus elementos heterogéneos. En la película, el narrador emprende una búsqueda detectivesca para hallar algo que le falta y que le desconcierta de su regreso, un libro rosa desaparecido de la biblioteca de su casa que se vuelve un elemento indispensable para él entender los hechos del país y reconstruir sus recuerdos.

Sin embargo, en un minuto de descanso de la indagación, cuando ya se muestra abrumado por las dificultades de dar con el libro, Ruiz se decide “finalmente (…) [a] callejear e incluso visitar el país” (Ruiz 1983). Es aquí cuando comienza una breve secuencia del puente en el barrio Mapocho, filmado desde el nivel de calle, coincidiendo con la altura y mirada de un caminante: la cámara se fija en el agua del río para luego alzarse y proyectar una vista de la ribera sur (desde la ribera norte), deteniéndose en la infraestructura de metal poblada de transeúntes y vendedores sumidos en activida-des cotidianas, con mallas, carros estacionados y sombrillas de sol cubriendo sus mercancías, en el retrato más pintoresco de la ciu-dad de todo el filme. A esta toma de Los Carros, Ruiz contrapone mediante el montaje la vista al otro puente, a través del cual solo buses y automóviles se ven cruzando. Consecutivamente, inicia un paneo8 en un puesto de manzanas verdes donde un hombre inte-ractúa con un niño. Se muestran los cajones de madera apilados, negocios de fondo y microbuses y autos pasando justo detrás de él. Mientras transcurre este movimiento de cámara, podemos ver personas cruzando informalmente la calle por entre los espacios que deja el puesto de las manzanas y una carreta, para luego pasar a planos llenos con lo que parecen alcayotas, cambiando el foco a ajíes, zapallos y cebollas sobre trapos tendidos en el piso. La se-cuencia termina con el foco en una animita y sus velas prendidas,

8. Un paneo es un movimiento de cámara sobre su eje.

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recorriendo un poste de metal con flores conmemorativas y una placa con una cruz pintada, para nuevamente volver con la cámara a la casita celeste (animita) y sus flores, en un plano que se compar-te con la figura de una mujer sentada que dirige su mirada hacia el pasar de los transeúntes.

Es significativo que Ruiz escoja esta zona para hacer una pausa en medio de su falta de respuestas: es la única caminata o paseo “ocio-so” de su regreso, un salir a dar una vuelta que puede identificarse con la búsqueda de los afectos y los arraigos, con todas las cargas emotivas que el quiebre democrático impuso sobre esa identifica-ción. La conjugación de objetos y situaciones que nos presenta la secuencia son elementos que por lo general ya vimos en las películas anteriores. No obstante, este filme agrega una densidad existencial y temporal a la descripción del lugar caminado, al manifestar un apego especial a una faceta de la ciudad que se expresa en su espontaneidad con las maneras de ocupación de su espacio. Ella es palpable a través de la mezcla y abundancia de elementos del paisaje recorrido y en el transporte nostálgico a un Santiago y a una experiencia de la calle de otros tiempos previos al quiebre de la democracia9.

Como dice Casey, “el paisaje ofrece cosas a las que adherirse y las que recordar. La memoria del lugar significa haber bajado la velocidad, parado, o de alguna otra manera verse ‘atrapado por el lugar’” (Casey 2000, p. 198). Andar a pie aquí, “bajar a esta velo-cidad”, como se manifiesta en la película de Ruiz, permite volver y sentirse en medio de lo propio (aunque resquebrajado), recreando un sentido de añoranza a partir de la suma de actividades y elemen-tos del lugar que vemos en interacción.

Esto tiene un correlato con la experiencia de Jorge, quien en su caminata toma la serie de descripciones perceptuales que com-ponen lo desordenado para convocar una idea que se extiende hacia el pasado, abriendo un tiempo en el presente y a la vez expresando

9. Es interesante que Ruiz también ocupó el barrio Mapocho como escenario de deambulación en Tres tristes tigres (rodada en 1968). Al amanecer, tras una noche de juerga, se muestra a los personajes brevemente caminando por un costado del Mercado Central.

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una relación ambivalente con el orden y el desorden del trayecto. En ese sentido no es claro que el caminante rechace la yuxtaposi-ción de elementos y trate lo desordenado en términos puramente negativos, ya que emerge una cualidad afectiva ante la vivencia y el aparecer de esta atmósfera: andar a pie por estas calles significa atra-vesar “un desorden federal, pero propio”; lo propio que indica un vínculo y un apego con carga identitaria. El lugar es vivido como paisaje a partir de sus simultaneidades entretejidas y la apreciación de lo desordenado, dando pie a la emergencia de una memoria experiencial colectiva que se encarna en el cuerpo del caminante.

Para el trabajo que realizamos, encontrarse con estas evocacio-nes y analizar las temporalidades que convoca, permite profundizar en sentidos e interpretaciones que los caminantes otorgan a la ciu-dad en movimiento en sus procesos cotidianos de descubrimien-to. Estas capas significativas de la experiencia permiten detectar la existencia de un vínculo imaginativo y temporal creado a través del tránsito por el espacio, sobre el cual se puede reflexionar y trabajar en tanto insumo para lo urbano.

Resumiendo, he podido caracterizar cuatro componentes ex-perienciales de lo desordenado en tanto cualidad estética cotidiana de superficie apreciada en los trayectos a pie. De la interrelación en-tre los relatos del participante y escenas seleccionadas de películas chilenas, se ha podido constatar que sus atributos se vinculan, en primer lugar, con la percepción de la mezcla de objetos, fenómenos y prácticas urbanas disímiles del lugar. En segundo lugar, ello ocu-rre en forma de secuencias multisensoriales que conllevan cambios constantes de foco y atención. Tercero, a partir de este proceso, otras capacidades humanas son convocadas para aludir a la noción de desorden, enriqueciendo nuestro abordaje de la dimensión esté-tica de la experiencia al permitir asociaciones y la distinción de ca-pas significativas más densas. Y cuarto, esto también permite abor-dar las temporalidades convergentes en el presente de la caminata, integrando la dimensión del tiempo como elemento que también puede ser interrogado al trabajar con apreciaciones estéticas.

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Estos cuatro atributos extraídos de la experiencia vivida con el participante y de las descripciones de andares a pie en el cine per-miten movilizar y reconsiderar lo desordenado y sus facetas como insumo para las prácticas de diseño desde un enfoque estético que rescata las maneras de percibir y otorgar sentido a la ciudad camina-da. Estas nociones estéticas son propiedades complejas y matizadas ancladas a un contexto, y quizás por ello, pasadas por alto debido a su carácter inmanejable y dificultoso de ser traducido a térmi-nos prácticos. Los elementos descritos de la experiencia del barrio Mapocho contribuyen a acortar esta brecha al señalar una manera de trabajar con cualidades estéticas cotidianas (de superficie o no) al desgranar los componentes experienciales de lo desordenado y aplicarlo a una situación específica.

Reflexiones finales

Como dice la ensayista Rebecca Solnit, el estudio del caminar repli-ca el mismo carácter del objeto al que se dedica: carece de confines claros y puede trazar una multiplicidad de senderos, ya sea para los andares reales o los de la teoría (Solnil 2000, p. 4). Homólogamente, este capítulo nos ha llevado por territorios diversos en la exploración de la dimensión sensible de la experiencia del movimiento pedes-tre. Iniciamos en la teoría de la estética cotidiana, pasando por la antropología de los sentidos para clarificar nociones de cuerpo y de la interrelación sensorial en la experiencia vivida. Finalmente, llega-mos al abordaje de lo desordenado desde las experiencias vividas de las coexistencias y simultaneidades percibidas en la urbe caminada, asistiéndonos para ello de descripciones cinematográficas que com-plementan de manera importante los relatos del participante.

El uso de estas fuentes –experiencia vivida y material fílmi-co– se constituye como una combinación posible para desplegar las potencialidades de un análisis estético de las vivencias contenidas en las prácticas habituadas de desplazamiento a pie en la ciudad. Si bien no son fuentes comúnmente reunidas para abordar este tipo

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de objeto de estudio, la maleabilidad del enfoque estético permite realizar esta conjugación al proveer un set de herramientas para tra-bajar con ambos materiales y sus referencias a facetas distintas de la experiencia sensible. Esta combinatoria para estudiar la percepción de lo desordenado en la experiencia de un barrio específico de la ciudad –un espacio que genera un tipo de vivencias al caminante y cuyos elementos pueden rastrearse en la documentación fílmica– es un camino que contribuye de manera original a abordar el cami-nar y su dimensión estética, abriéndose a la inclusión de motivos y formas culturales cristalizadas en material artístico que contribuyen al análisis de la ciudad caminada. Ese diálogo permite profundizar no solo en las capas significativas del caminar que son compartidas en la cultura; también provee un sustento para alcanzar mayor ro-bustez analítica en las apreciaciones estéticas que tienen lugar en el día a día de los participantes. Por lo general ellas tienden a ser rápidas, fluctuantes y efímeras; difíciles de recordar y también, de ser expresadas verbalmente. La ciudad misma como objeto estético es algo que ocurre con cierta prisa y aglutinación pasajera, constan-temente mutando y escapándose. El cine nos permite profundizar en las apreciaciones desde una faceta más reflexiva y concentrada, otorgando la posibilidad de un análisis atento y sostenido en una relación de complementariedad entre ambas fuentes.

A lo largo del capítulo, el estudio de la cualidad estética de lo desordenado se aborda como parte de una búsqueda de propiedades que emergen de la experiencia misma: ello se revela en la práctica cotidiana y a través de las maneras de hacer, sentir y dar significado a los encuentros sensoriales del trayecto compartido con el partici-pante. A partir de ese involucramiento en el trabajo de campo se pudo advertir que lo desordenado no necesariamente puede ser va-lorado como aspecto negativo, sino como el resultado de un proceso de descubrimiento activo del participante que convoca dimensiones que vuelven más rica e interesante la experiencia a pie. En ese pro-ceso, lo más sugestivo resulta ser la capacidad de evocar la memoria colectiva, la imaginación, los afectos y un sentido de identidad en la ciudad caminada para el caso específico que analizamos.

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El método para abordar y analizar lo desordenado aquí utiliza-do puede ser replicable para otros contextos y para el seguimiento de otras cualidades estéticas que surjan del caminar. Las necesidades son distintas para cada lugar, por lo tanto, lo que nos revelan las apreciaciones estéticas mediante la constelación distintiva confor-mada entre sus componentes, es un punto al cual debe atenderse. En ese sentido, una crítica estética que ponga en relación estos ele-mentos es esencial ya que responder a la pregunta sobre cómo llevar a cabo un proceso de diseño que apunte a mejorar la calidad de la experiencia de entornos peatonales, manteniendo las asociaciones y atributos de, por ejemplo, la cualidad de lo desordenado es compleja y difícil (McLaren 2012). Aunque ella excede el alcance de este capí-tulo y mis propias competencias, considero que una vía es detenerse en cada uno de los atributos encontrados en la experiencia del lugar y analizar los rasgos que lo componen: elementos, materialidades, texturas, secuencias sensoriales de acuerdo a contexto, capacidades humanas convocadas, temporalidades convergentes en el momento apreciativo. De esta manera se podrán resguardar aquellos valores que permitan “ennoblecer” la experiencia de la ciudad caminada, sin necesariamente homogeneizarla en pos de su mera funcionalidad a riesgo de menoscabar su potencial evocador.

Para finalizar, considero que buscar nuevas entradas al estudio de la experiencia cotidiana a pie en la ciudad adquiere cada vez más relevancia para las prácticas de diseño que sitúan la escala humana como eje de sus acciones. El capítulo avanza en esta senda, a la vez que intenta promover la consolidación de lo sensible como otra en-trada al estudio de la ciudad, con el valor de que logra considerar las corporalidades sintientes y reflexivas, en sus disfrutes y situaciones conflictuadas y en tensión. Bajo lo propuesto, es a esos cuerpos que el diseño y la planificación urbana podrán dar nuevas respuestas ancladas a un contexto espacial, social y cultural, trabajando con el conocimiento de la experiencia a pie y no de espaldas a ella. El enfoque estético puede ser un aliado y contribuir de manera im-portante a ello si se sigue profundizando en sus zonas de cruce y fricción con las experiencias contemporáneas de lo cotidiano.

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Fotos rápidas (mi historia del caminar)Cristián Labarca Bravo

No se me ocurre una manera más simple o segura de llevar a cabo mi plan

que mantener un registro fiel de mis paseos solitarios y las ensoñaciones que los ocupan.

Jean-Jacques Rousseau

Atravesé la puerta, puse un pie fuera de casa y caminé. Fue un día cualquiera y solo sucedió. Fue algo en el aire, la manera en que el viento agitaba suavemente las ramas de los árboles, la deliciosa forma en que el sol acarició mi cara apenas puse un pie en la ace-ra… el momento perfecto para acometer una empresa a todas luces descabellada: caminar.

Caminar y solo caminar. Caminar hasta la esquina, hasta el paradero de micro y no parar. Caminar como a campo traviesa aunque en la ciudad, durante horas, con un destino claro y nítido

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y también a la deriva; pronto por placer, aceptando de buena gana todas las distracciones, más temprano que tarde por necesidad, atrapado como por una adicción.

Importa poco cuándo o el desde cuándo, como tampoco la frecuencia con que repetí el ejercicio –ante todo un experimento fí-sico, un poner a prueba la máquina cuerpo, un “estoy vivo” gritado a los cuatro vientos– o las distancias que recorrí al practicarlo. En ese sentido, me resulta más atractivo hablar de los diferentes terri-torios que pude conocer (y reconocer), pero quizás incluso aquel no sea más que otro dato de la causa, pese a que no lo son los dis-tintos tipos de ciudad que es posible encontrar en Santiago, Chile, un país estratificado económica y socialmente hasta la obscenidad, injusto y desigual por donde se le mire.

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Pero cuando se le mira… Quizás sea esto lo más significativo de estas caminatas, lo que

vi mientras se sucedían; lo que sentí frente a esas imágenes al reco-lectarlas con la mirada (la pulsión que me llevó a capturarlas) y lo que siento hoy cuando vuelvo a ellas.

Abandono entonces, aquí, estos datos duros, con la esperanza de poder desatender su posible connotación el resto de este relato, saciada, espero, cualquier curiosidad: comencé a caminar “en serio” (con mayor conciencia del gesto) a comienzos del año 2015, un par de meses después de cumplir los 40. Reparo en este número como frente a un hito, tal vez el punto en que se señala la mitad de una vida (quiero creer que la mía; detestaría morir antes de los 80, antes de verlo y probarlo todo), el minuto exacto en que mi juventud se transformó en algo así como un momento desvaneci-do al que se puede citar, conmemorar, representar y estudiar, pero en modo alguno volver a vivir. Nací en 1975 y cuarenta años más tarde decidí salir y averiguar qué pasaba si elegía recorrer a pie, por ejemplo, los distintos territorios entre mi casa y la universidad. O cada vez que del hogar tuviera que ausentarme. Este pequeño gran gesto me parecía el comienzo de una aventura. Aún hoy persisten entre nosotros esos aventureros, hombres y mujeres que recorren el

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planeta en medios de transporte precarios, atraviesan un continen-te en bicicleta o los océanos en minúsculas embarcaciones, impor-tándoles poco y nada que sus tiempos de traslado se multipliquen y que el esfuerzo físico ponga a prueba los límites de sus cuerpos y sus mentes. Si lo lograba esa tarde, algún día podría yo hacer otro tanto, podría recorrer este mundo ancho y ajeno por mis propios medios, solo o acompañado, más siempre a pie, sin apuro, sin ho-rarios: a mi ritmo.

Sabía de otros que lo habían hecho antes que yo, así es que no consideré la mía como una idea original. Sabía también que eran casos de excentricismo, denominados “locos”, personas que lo ha-bían dejado todo para comenzar de cero, habitualmente producto de un quiebre, crisis o dolor muy grande que los obligaba a dar un giro drástico en sus vidas. Pero yo no creía haber llegado a ese borde. No aún.

Lo primero que descubrí (aunque parezca obvio) es que hay infinidad de caminos posibles y no uno, único e inevitable. Podía caminar en línea recta hasta mi destino, por ejemplo San Diego esquina Placer, seguir esa especie de “ruta lógica” (salir a la Gran Avenida José Miguel Carrera y caminar recto en dirección norte), o hacer todo lo contrario, dejándome llevar por el instinto y el deseo (o un recuerdo, un aroma, una “buena foto”, una chica demasiado guapa…). Bifurcaciones y desvíos existen, igual que atajos. Hay que elegir.

Hasta ese minuto había utilizado indistintamente el auto-móvil, mi bicicleta y el transporte público para trasladarme. Sin embargo, ninguno de estos medios impactó tanto en mí como ca-minar (aunque la bicicleta tuvo su chance y la disfruté, harto). De inmediato, caminar me pareció un gesto de rebeldía, un puño alza-do y la posibilidad de mi propia Odisea. Conozco algunas ciudades en un puñado de países, pero en lo absoluto soy un viajero nato. Siempre me faltó dinero y sobre todo agallas. No soy ni tan loco ni arrojado como aparento, lo común es que me pierda en el intento de controlar todas las variables. Soy racional hasta la terquedad y,

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aunque disperso, tengo rutinas estrictas y me desvivo organizando cada minuto de mi vida. Tengo la impresión de haber encontrado mi lugar en el mundo, aquí en Chile y en Santiago al sur, en la comuna de San Ramón, donde vivo desde 1993. Pese a ser muy inquieto y gozar de una energía envidiable, soy básicamente seden-tario y hace rato me veo instalado y convertido en sujeto, alguien que ha comenzado a echar raíces. Tampoco soy –pese a que durante 15 años me desempeñé como profesor universitario– un académico haciendo su investigación de turno. Nunca terminé de entenderme con la academia, no es lo mío, sin embargo en este texto recurro en más de una oportunidad a la cita erudita, pudiendo no hacerlo. Cuesta salirse de la norma y la uniformidad.

Soy periodista (eso explica muchas cosas), pero no fue para hacer “periodismo vivencial” que comencé a caminar. No soy muy dado a la experimentación, pero sí alguien que quiere probar todos los sabores de la máquina de helados. Y ese dato, en este relato, tiene su importancia.

Surgió la necesidad y ya. Fue el primer día de clases del segun-do año de mi magíster en la Universidad de Chile, un lunes 30 de

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marzo, o al menos eso es lo que acabo de averiguar hurgando en la memoria de mi celular. En ese viaje de ida, desde el paradero 20 de la Avenida Santa Rosa hasta el campus Juan Gómez Millas, en Macul con Av. Grecia, caminé 10,19 kilómetros durante una hora y 45 minutos. Al regresar, según quedó consignado en la aplicación que oportunamente descargué en mi teléfono, sumé 1:58:12, es decir dos horas más, caminando 11,24 kilómetros por calles como Exequiel Fernández, Departamental, Vicuña Mackenna y Lo Ova-lle, por mencionar las vías más conocidas de mi trayecto. Todo a un ritmo medio de 10:31 min/km. Curiosamente, guardé esa camina-ta bajo el título: Ruta de prueba 004. ¿Cuáles fueron las otras tres, la triada inicial, iniciática quizás? Al menos en mi aparato móvil no hay registro de estas. ¿Por qué una “ruta de prueba”? ¿Qué estaba probando? ¿Qué necesitaba probarme a mí mismo?

A partir de esa tarde seguí caminando cada vez con mayor re-gularidad. Se podría decir que el 2015 caminé más de lo que trabajé y que a cambio tuve no pocos problemas. Eso se puede decir solo de algunas adicciones. Pero fueron más los beneficios, los mismos que otros caminantes descubrieron antes que yo:

Ahorro: mi siempre precaria economía tuvo un respiro al dejar de gastar dinero en combustible (o quizás fue que en verdad, al no tener para cargar el estanque, no me quedó otra que dejar el auto a un lado);

Salud: como soy un chileno promedio (1,71 de altura y 80 kg de peso), bueno para comer y otros excesos, y malo para hacer gimnasia, mi cuerpo se tonificó y alcancé el que se supone mi peso ideal: 71 kg., como cuando tenía 18 y acababa de salir del colegio;

Fotografías: durante el camino las imágenes de mi época, mi entorno inmediato y mis contemporáneos en su cotidianidad se me presentaban frescas, sucediéndose unas tras otras, sorprendiéndome y, por qué no, interpelándome, invitando al diálogo. El paraíso de todo fotógrafo, podría decirse. Y yo… yo soy fotógrafo desde que tengo memoria… o quizás es que tengo memoria desde que soy fotógrafo, desde que soy capaz de producir mis propias imágenes, ya que mis padres no contaron con una cámara ni siquiera para el día de su matrimonio y en nuestro álbum familiar no existen fotografías

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de los cumpleaños de sus dos hijos, mi hermano y yo en nuestra más tierna infancia. Ni de ninguna otra manifestación socialmente “fotografiable”.

Sin embargo, fue recién durante el año 2015 que alcancé algo así como un “corpus fotográfico” con algo de sentido, al menos para mí. Sucedió veintidós años después de adquirir mi primera cámara réflex y ocurrió de forma espontánea, sin mediar plan ni ambición alguna, compulsivamente, como todo en mí.

Pero además de ahorrar, mantenerme en forma y hacer muchas fotos, caminar, el “proyecto caminar”, se transformó en el desafío a mi reconocida falta de constancia, eso de partir como caballo inglés y terminar como burro de carga o, peor aún, no concluir jamás las empresas y aventuras que inicio; una hoguera que enciendo, avivo y no tardo en dejar abandonada en medio del bosque. No terminar lo que comencé es algo así como mi karma. Y caminar, por el tiempo que implica hacerlo, me regaló todas las horas del mundo no solo para conversar, para compartir con otros si es que iba acompañado o abordaba a alguien en el camino, sino para reflexionar –por ejem-plo en mi falta de constancia– cuando el camino se hacía solitario. Caminar me ayudó a ordenarme.

Caminar acompañado única y exclusivamente de tu humani-dad, cargando tus miedos, buscando maneras de hallar la solución al acertijo. Caminar se me volvió de pronto una empresa fastidiosa, molesta y punzante como una piedra en el zapato. Porque por algu-na razón preferimos caminar por las calles que conocemos, aquellas por las que ya hemos caminado antes. Ilusoriamente las creemos más seguras. Pero revisitar ciertos lugares (sea un barrio o un álbum de fotos) es reencontrase con la historia personal, ese capítulo que habías pasado por alto y olvidado, verse obligado a reparar en la imagen que te devuelve sin aviso un inoportuno espejo. Y por muy narcisista que sea, en la intimidad, cuando no necesito distraer al resto con mis plumas plásticas de pavo real, ser exhaustivo y crítico en esa revisión –verdadero autorretrato– es muy difícil, doloroso, más uno de los pocos deberes a respetar. Lo contrario es engañarse uno mismo.

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Recién ahora comienzo a entender que este pie forzado, el ca-minar, me sirvió como dispositivo para vivir una experiencia de y en la ciudad, enfrentándome siempre a mi propia historia, un en-cuentro (a ratos enfrentamiento) conmigo mismo en un momento de fuerte turbulencia existencial. Y si bien no me atrevería a dar por superada del todo aquella crisis, sí puedo decir que esta se volvió más dúctil (en ocasiones hasta placentera) gracias al movimiento. Resultó ser una experiencia creativa en la que pude poner en prácti-ca otra de mis actividades favoritas: recoger, rescatar, atesorar obje-tos (una imagen es siempre un objeto), y documentarlo todo. ¿Para qué? Para construir. Para desarmarme y volverme a armar.

Pero vamos paso a paso.¿Qué me motivó a salir a la calle y ponerme a andar sin, por

ejemplo, reparar en los argumentos con los que suelen hacernos desistir?: pérdida de tiempo, distancias extremas que pueden ago-tarnos e incluso provocar lesiones, la amenaza de asaltos, violación, secuestro o cualquier otro tipo de agresión.

Jamás me importó demasiado si el trayecto me obligaba a cru-zar sitios eriazos, zonas peligrosas carentes de la mínima belleza, o bosques encantados que hicieran valer la pena los obstáculos sortea-dos. La lista negra es larga y desmotiva a cualquiera. Se requiere de un calzado adecuado, los espacios públicos no consideran al peatón en su diseño, existe infinidad de aceras irregulares o sencillamen-te destruidas, excremento de perro y en algunos sectores humano, basura de todo tipo (desde animales muertos, muebles cubiertos de cebo, harapos y envases de alimentos, hasta condones y papel higiénico usados, así como automóviles abandonados al óxido y las pulgas), es notoria la ausencia de árboles que nos regalen sombra y nula la posibilidad de hallar agua potable y baños públicos en general, hay una carencia escandalosa de áreas verdes donde hacer un alto (con mobiliario idóneo para reposar y hacer más placentera la experiencia de habitar la ciudad) y ni qué decir de los cruces co-rrectamente señalizados. ¿Suena apocalíptico?

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Quizás debí comenzar señalando que San Ramón, la comuna en la que vivo y camino, es una de las más pobres de la Región Me-tropolitana, mientras que sus vecinas inmediatas –La Cisterna, La Granja, La Pintana, San Miguel, San Joaquín– tampoco son, por así decirlo, las parientes ricas. Cuando escojo rutas de agrado, elijo Ñuñoa (quizás mi favorita desde que en 1989 llegué a la comuna a estudiar, en un liceo municipal en plena avenida Irarrázaval casi al llegar a Campo de Deportes). Providencia y La Reina le siguen de cerca. Camino poco por Las Condes. Muy de tarde en tarde por Vitacura, la comuna con más áreas verdes per cápita de la RM. No suelo tener cosas que ir a hacer allí. ¿Me gustaría? Sí, dicen que es más seguro. Es “bonito”, ordenado, limpio y en general “todo fun-ciona”. Salvo las personas. Lucen incómodas, pese al confort. Las noto rígidas, temerosas, desconfiadas… De ahí el paisaje descrito más arriba, así como el escenario de las fotografías que acompañan este texto.

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La calle pareciera vivirse de manera más genuina en comunas como aquellas por las que me desplazo, donde la sorpresa y lo in-controlable surgen a cada momento. En La ciudad vista. Mercancías y cultura urbana, Beatriz Sarlo (2010) hace una comparación entre shopping y comercio tradicional que tal vez me permita explicarlo mejor: “Ningún espacio público puede ofrecer ese funcionamiento sin obstáculos, porque la aparición del obstáculo, del imprevisto, de lo que no ha sido normado, es inevitable allí donde el merca-do no gobierna completamente”. Según la intelectual argentina “el diseño y el funcionamiento del shopping se oponen al carácter alea-torio y, en consecuencia, indeterminado de la ciudad. La ciudad es un territorio abierto a la exploración por desplazamiento dinámico, visual, de ruidos y colores: es un espacio de experiencias corporales e intelectuales; está medianamente regulado pero también vive de las transgresiones menores a las reglas” (Sarlo 2010, p. 25).

En la calle el mercado no gobierna completamente. Desde allí debemos resistir.

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Caminar es transgredir. Es decir “aquí estamos”, “aquí vamos”. Al principio estamos solos, somos pocos. Pronto seremos más.

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Infancia, adolescencia… juventud

Pero ¿por qué, siendo fotógrafo, admirando el trabajo de Sergio Larraín, William Klein o Robert Frank, no seguí antes sus pasos en busca de esa fotografía callejera hoy nuevamente en boga?

Siempre fui “bueno para caminar”. Así como crecí viendo a mi madre leer, también crecí oyéndole decir que nada le hacía gozar más que aventurarse por un camino desconocido. Y si más allá sur-gía otro, la pregunta: “¿Hacia dónde irá, adónde nos conducirá ese sendero?”, se encendía de forma automática en su cabeza segundos antes de enfilar sus pasos hacia la respuesta. Pero la infancia de mi madre se desarrolló en el campo, ya que su padre y su abuelo tra-bajaban como contratistas de Ferrocarriles del Estado y su trabajo consistía en ir tendiendo, a lo largo de Chile, las líneas por la que el símbolo máximo de la modernidad viajaría raudo “acortando dis-tancias”, “ahorrándonos tiempo”, al fin más rápido que un hombre o una mujer desplazándose por sus propios medios.

Yo, en cambio, nací en la ciudad. Vivo en ella desde entonces y si bien prefiero la montaña, la costa o cualquier paisaje bucólico y pastoril, Santiago me parece un lugar de múltiples sorpresas y por sobre todo un desafío humano, el de vivir en ciudades: la comuni-dad en su laberinto.

Tampoco viví siempre a este lado del Gran Santiago, que ya es un poco más gentil, creo, que vivir a dos cuadras de la Alame-da, en el sentido de que es más “pueblerino”, algo hay de eso que llamamos “vida de barrio”, es más amable… cuando a los narco-traficantes de la población no les da por disparar balas al aire (es de esperar que solo al aire) o cuando el puesto de feriantes que se pone frente a nuestra casa no termina con sus encargados aturdidos por el alcohol y enfrentándose a botellazos. Digamos entonces que es la escala la amable. Una escala más humana.

Nací en una clínica que hasta el 2006 funcionaba en Ricardo Lyon con Pocuro, Providencia, pero mis padres vivían en la comu-na de Santiago, en lo que algunos hoy denominan, estratégicamen-te, “barrio Matta Sur”: el 1581 de calle Lira, entre Pedro Lagos y

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Maule, a mitad de camino entre Av. Matta y Franklin; el barrio del cabro Carrera y la Pitica Ubilla, del Temucano, Pedro Carcuro y Lucho Jara. Eso quiere decir que mis primeras caminatas tuvieron ese escenario y es sabido que ya en la niñez comenzamos a con-quistar independencia gracias a nuestras extremidades que, poco a poco, nos permiten ir alejándonos del hogar jugando a los explora-dores. La bicicleta es fundamental en esta etapa de corte de cordón umbilical, pero mucho antes de aprender a usarla y tener permiso para bajar a la calle y alejarnos más allá de la esquina (“donde mis ojos te vean”), el caminar es nuestra única carta.

Caminando junto a mis amigos, a los diez o doce años, fui re-conociendo el barrio que hasta entonces solo conocía de la mano de mis padres. Rutas establecidas que ellos debían mostrarnos antes de aflojar y dejarnos ir por nuestra cuenta al almacén de la esquina; al

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colegio, al Mercado Persa de barrio Franklin (todos los domingos) y, finalmente, al centro, al Paseo Ahumada. Como una excepción notable, ya más grande, al mall Panorámico o al Parque Arauco. Otro mundo.

Pero una vez señalado el camino, las calles eran nuestras para patiperrearlas, para dejar la suela de los zapatos en ellas, para ir cada día más lejos y descubrir sin límites. Fue así como nos enamora-mos por primera vez de alguna de las hermanas Quevedo: Marcela, Carola, Paola o Claudia, cuatro bellezas imposibles a las que había que seguir con disimulo apenas teníamos la suerte de verlas pasar, arriba siempre de sus bicicletas, sus narices alzadas, lo más pareci-do a la realeza barrial. No sé si se puede explicar lo que siente un niño cuando, a la vuelta de la esquina, fuera del rango de visión de la autoridad, da su primer beso. Nada se compara con volver a casa caminando entre nubes tras ese primer y húmedo contacto. ¿Cuántas caminatas en ese estado de éxtasis has tenido y vuelto a tener en tu vida?

Y luego estaban las caminatas de vuelta del colegio, un colegio católico y de varones ubicado en calle Carmen, una cuadra al norte de Av. Matta. Estas fueron parte de mis primeras excursiones y la posibilidad –al fin– de elegir, de ser yo y no mi padre al volante de su Studebaker amarilla, quien decidiría la ruta: cada una un paisaje distinto, un abanico de posibles historias al alcance de la mano. Salíamos de la escuela por calle Porvenir y desdeñábamos la avenida, prefiriendo angostos pasajes (Lima, Londres o Tocornal) y arterias tranquilas en donde el silencio solo era interrumpido por personajes también de a pie, que ofrecían su mercancía puerta a puerta o simplemente pregonándola por las calles. Todos hombres, todos con rumbo incierto, al menos para nosotros: el vendedor de escobas y plumeros, el afilador de cuchillos, aquel que trocaba cachureos y muebles viejos por plantas, el que vendía leche de la burra allí mismo ordeñada, el vendedor de motemei o aquel que pedía diarios y botellas a cambio de una pelota plástica con el mapa mundial dibujado en su superficie.

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En una pileta de Av. Matta frente a la calle Artemio Gutiérrez, tiznados e indistintos vagabundos solían deshacerse de sus andra-jos y darse urgente baño, aprovechando el trámite para lavar sus pilchas apenas despuntaba el sol. Rehuíamos su mirada y cruzá-bamos rumbo a la fábrica de helados Bonino, una cuadra más al sur de Gendarmería, frente al patio trasero del asilo de ancianos de Las hermanitas de los pobres. Lengüeteando las paletas en silen-cio, llegábamos a la casa de Carolina Gamboa y su familia, como su prima Astrid, de quien me enamoré perdidamente a los trece años. Repetíamos los mismos comentarios al pasar por las casas de personajes ilustres en el sector, como Juan Pulmón, un atlético y espigado sujeto que en los 80 vestía pantalón militar, musculosa y

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cabeza rapada, pero que más que por su aspecto era famoso por sus historias de pendenciero y ávido consumidor de cannabis, lo que le había hecho ganarse su apodo. Un poco más al sur, la casa de Carolina Ramírez, en el 1328 de Artemio Gutiérrez. Recuerdo la impresión que nos causaba el que fuera… ¡rubia! No había más de dos o tres rubias en nuestro catastro barrial.

No eludíamos las calles que nos adentraban en conventillos y arrabales, con piso de tierra o aun luciendo la piedra huevillo que más tarde sería pavimentada y que sin duda las hacía diferenciar-se de la zona de carácter residencial, donde nosotros vivíamos. Ya entonces, en un mismo barrio, por más que sus habitantes se con-sideraran todos “de clase media”, había diferencias, existían ellos y nosotros, nosotros y “los otros”. Es decir que no había que ir muy lejos para que lo desconocido, aquello que enciende nuestras alarmas de desconfianza o temor, se nos pusiera por delante. Casas de madera, simples mediaguas, basura que nadie barría, piel más morena que el común de los vecinos, ausencia de teléfono, televisor o automóvil. Niños que trabajaban en vez de ir al colegio, madres que amanecían con un ojo en tinta. Estoy invocando a Claudio,

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Cristian y su madre, una familia que habitaba a unas diez casas más al norte de la mía, casi en la esquina de Pedro Lagos: los “sabor co-chino”, como les puso el ingenioso de turno. Y, por supuesto, tam-bién estaban aquellos que, sin hacer aspaviento –más bien gala de cierta austeridad– vivían de manera más acomodada. Las fachadas de sus casas eran de mejor y más atractivos materiales, así como los árboles y plantas que mantenían frente a ellas o el automóvil que a diario se esmeraban en limpiar. Fueron, al comenzar el barrio a llenarse de fábricas, los primeros en largarse. La mayoría emigró a la comuna aledaña al oriente: Ñuñoa. Y aunque llegaron tarde, cuan-do Ñuñork ya no era lo que fue (desde y gracias al alcalde Sabat), allí viven hoy, apilados en torres de departamentos, en un espacio reducido y en barrios que comienzan a perder eso que alguna vez les dio determinado sello o identidad.

Mis amigos y yo crecimos. En plena adolescencia, las hormo-nas bullendo a mil, sin dinero suficiente, caminábamos. Nos to-mamos bien en serio eso de “Si la montaña no va a Mahoma…”. Cuando los viernes y sábados nos íbamos de fiesta, apuntábamos allende las fronteras. Caminábamos hasta calle Nataniel para pe-dirle al chofer de la micro que nos llevara “por 300” hasta la Gran

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Avenida, San Miguel o La Cisterna, a una discoteca en el barrio El Llano o a un colegio particular famoso por sus fiestas… y sus chi-cas. O salíamos a la Avenida Matta para tomar la Canal San Carlos, micro que nos dejaba a pasos de colegios como el San José de Cala-sanz, Manuel de Salas, SS.CC. de las Monjas Francesas, Teresiano, La Salle, Divina Pastora o San Agustín. Con algo más de esfuerzo y sintiéndonos claramente extranjeros, llegábamos también al San Ignacio, el Verbo Divino o el Saint George. ¿Éramos unos desclasa-dos, unos arribistas entregados en bandeja para que Jorge González se diera un festín y luego vomitara? Probablemente sí, un poco y un poco harto. No nos conformábamos con lo que nos había tocado, odiábamos la frase “nació en cuna de oro” o “viene con la marra-queta bajo el brazo”. No creíamos en la predestinación y partir en desventaja nos parecía injusto, pura mierda. Por lo demás, ¿dónde, en qué lugar o situación en Chile, los chilenos dejamos de ser arri-bistas, bobaliconamente aspiracionales?

Y ese trepar, esa avidez y curiosidad nos regalaron caminatas entrañables, de esas que había que ocultar a nuestros padres por lo irresponsable del acto: volver a casa a las tres de la madrugada, a los 15, 16 años, a fines de los años 80 comienzos de los 90, con los sentidos distorsionados por el alcohol (aun no fumábamos ma-rihuana, ni hablar de la cocaína), por sobre todo creyéndose los dueños del mundo (incluso tras la derrota que podía significarnos no haber logrado sacar a bailar a ninguna chica en toda la noche), sin duda, como toda aventura, tenía más de un riesgo, la posibili-dad de un accidente, “una desgracia”, como nos advertían. Pero esta jamás ocurrió.

¿Estuvimos cerca? Probablemente. Brincar uno por uno los durmientes de la vía del tren que pasaba sobre calle Carlos Ditt-born, hoy metro estación Ñuble, cuando los sábados íbamos a las canchas de tierra del Estadio Nacional, sin saber cuándo podía apa-recer la máquina, sin duda fue correr un riesgo. O como esa noche de Año Nuevo en que caminamos desde Plaza Ñuñoa hasta Carlos Silva Vildósola con Carlos Ossandón, en La Reina. Nos dirigíamos

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a una fiesta en la que no todos habíamos sido invitados, lo que tal vez justifique el que los “locales”, unos chicos muy parecidos a “los malos” en Karate kid, no tardaran en expulsarnos… a patadas. El regreso, 1:00 a.m., fue –no había otra alternativa– caminando… ¡hasta Plaza Italia! ¿Podía salir alguna otra cosa mal? Siempre. Y un grupo de punkies ansiosos de estrenar el metro de cadena recién comprado en la ferretería, así nos lo hizo ver. Solo cuando llegamos a nuestra avenida Matta dejamos de correr.

Esas excursiones se caracterizaban ya en ese entonces por su extensión. Con mi compadre David Billing (el rubio del grupo, aunque el más flaco y pobre de todos, fumador empedernido ca-paz de recoger la colilla que otro tiraba para pegarle una última aspirada) nos convertimos en aplanadores profesionales de calles: imposible olvidar la madrugada en que regresamos desde la casa de Pati P., su polola, en calle Tannenbaum, paradero 17 de la Gran Avenida. A pie, claro. Los domingos éramos capaces de tomar has-ta dos micros y convertirlas en andarivel, llegar a la garita o para-dero de una de ellas en Lo Barnechea y emprender el descenso sin rumbo fijo, mirando, conversando, sorprendidos ante la opulen-cia, comparando –riendo nerviosos y comparando– pero también reflexionando sobre la inmortalidad del cangrejo, mirándonos el ombligo, reventándonos las espinillas. Una de las más célebres: la vez que fuimos a la “Fiesta de la Mini” en el Estadio Palestino. Del Apumanque salían buses de acercamiento… inexistentes ho-ras más tarde cuando se trataba de volver ya finalizada la fiesta. Si existen muchas formas de volver a casa, para nosotros parecía no haber más que una: a pata. Caminamos por Kennedy rumbo a Plaza Italia… y solo allí conseguimos tomar una micro en di-rección a Puente Alto para bajarnos pronto en Vicuña Mackenna pasado Matta.

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Hoy pienso que pocas cosas, incluidas las fiestas en esos co-legios, me dejaron tantas vivencias como las adquiridas en estos trayectos, en estos ires y venires. Si conocías a una chica y lograbas besarla, la vuelta a casa te parecía luminosa, un precio justo en una ciudad que es un regalo. Y parecíamos tan convencidos de que en un futuro no muy lejano tendríamos dinero suficiente para concre-tar nuestros sueños, al menos los más terrenales. Algunos de mis amigos tenían 15 años y sus padres poco más de 30. Habían sido hippies a la chilena, en dictadura, y la moda hippie volvía justo cuando finalizábamos la enseñanza media. En el cine Santa Lucía estrenaron The Doors. Yo ya leía a Kerouac, Nïn, Auster, Bolaño, Nabokov y Tolkien. Moby Dick y el capitán Ahab eran mis amigos.

Estaba listo para emprender el camino solo.

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Adultez

Durante casi toda mi vida hasta esta noche, he sido joven. Hanif Kureishi

El año que entré a la universidad fue también el año en que me fui del barrio Matta. Solo de tarde en tarde veo a mis amigos de esa época, pero cada vez que puedo vuelvo y recorro mis antiguas calles y una de mis plazas favoritas es la Plaza Bogotá. Ya lo dice cantando Chabela Vargas: “Uno vuelve siempre / a los viejos sitios / donde amó la vida”. Las vidas se cruzan pero la mayoría de las veces esto ocurre una sola vez. Una opción es la de hacer visible aquello que ya no somos capaces de ver: revelar los fantasmas de los lugares. Tal vez por ello y sin saberlo, un día me convertí en fotógrafo.

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El de mi niñez y juventud es un barrio que ejerce en mí una gran atracción y, para mi regocijo, me queda camino a mi domicilio actual, por ejemplo cuando regreso de alguna reunión en el centro de la urbe. Digo, quizás no me quede tan “en el camino”, pero hago que así sea. Un pequeño desvío siempre retrasa el desenlace, regala suspenso. Hace un año solía convencer a mis compañeros de la U (el “GatoPez” Carlos Cortés, que vivía transitoriamente en la Villa Olímpica o a Daniel “el Flaco” Salas, en Diagonal Paraguay con Lira) de regresar a casa conversando y compartiendo una cerveza, a pie. Suárez Mujica fue mi calle predilecta esa época, hasta Lo Enca-lada. Luego Grecia y Matta, por supuesto, donde nos despedíamos tras devorar sendos completos. En algo así como una hora había-mos comentado en detalle la clase de la que acabábamos de salir, desarrollado nuestros proyectos personales deslizando todo tipo de críticas y planeado el panorama del fin de semana. Nos despedía-mos y cada uno volvía a su estado natural: la soledad. Caminar este último trayecto, mucho más atento, contemplativa y reflexivamen-te o, simplemente, dejándose llevar y sin pensar en nada, en trance, era la posibilidad única de ordenar ese gallinero en que a veces se convierte la mente, así también el corazón.

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Por supuesto, es mi propia historia la que me atrae del barrio Matta y antes de esta, la historia de mis padres: un chofer de micro que se vino de Cantarrana, Rengo, a probar suerte en la capital. Aquí conoció a mi madre, una modista y activista cristiana y polí-tica que muy tempranamente se desligó de su madre y hermanos, fue encargada a una tía –la tía María, quien la crió– y heredó de ella la que fue nuestra primera casa en calle Lira. Estar en constante movimiento es tan esencial como lo es desandar el camino, volver sobre las propias pisadas. Porque, finalmente, ¿hacia dónde nos di-rigimos? ¿Cuál es nuestro destino y cómo lo forjamos? ¿Por qué nos parece tan indispensable una casa, tanto que estamos dispuestos a vivir toda una vida pagando su hipoteca? ¿Por qué, con el pretexto de protegernos, nos hemos rodeado de murallas y techumbres que no solo nos separan de los demás, peor aún, del entorno natural y primigenio? ¿En qué momento nos sentamos a inspeccionar si todo está saliendo bien, si los pasos andados nos han llevado, efectiva-mente, al lugar que planeamos? ¿Viajamos acompañados de las per-sonas correctas, el camino está siendo más grato o llevadero gracias a ellas? ¿La mochila va cargada de lo justo y necesario?

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El 2015 caminé durante horas y a lo largo de decenas de kiló-metros; con sol, bajo la lluvia, de día, de noche, solo, acompañado, con ánimo ardiente, exhausto, con un destino más o menos claro y también a la deriva, apesadumbrado y a veces feliz, en genuino éx-tasis. Algo así como en plan Forrest Gump, el personaje interpretado por Tom Hanks que un día y sin mayor explicación sale a correr y al que todos preguntan por qué lo hace. Hoy me parece evidente la analogía entre el caminar y el crear (“se hace camino al andar”) pues, como se suele decir, es el viaje lo que importa, el camino y sus vivencias, no hay una meta o esta no es más que un desenlace inevitable, por lo mismo la obviedad: vamos a morir.

Claro que en ese entonces yo no tenía cómo saberlo. Mi cami-nar se había hecho mucho más consciente que en los 90, cuando la motivación era el destino, el lugar hacia donde nos dirigíamos mis amigos y yo: El Dorado. Ahora era un pie forzado, la economía fa-miliar se había ido a pique, producto, sobre todo, de mis constantes auto sabotajes en distintos empleos. Ninguno terminaba de gustar-me, me parecían una aburrida imposición, una manera de marcar el paso y poco más, una fórmula matemática de la codicia de otros. Y a mí… a mí en nada me alimentaban, eran un total sinsentido. Me rebelaba. ¿Por qué regalarles mi tiempo, mi vida? ¿Debía estar allí, ser un engranaje más, en vez de pasar la tarde jugando con mis hijas, mostrándoles el mundo y algunos de sus caminos, aunque tan solo fueran los hasta ahora por mí recorridos?

“En una cultura orientada a la producción –me susurra Re-becca Solnit– se suele creer que pensar es no hacer nada y no es fácil no hacer nada. Se puede lograr disfrazándolo como hacer algo y ese algo más parecido a hacer nada es el caminar. Caminar en sí mismo es el acto voluntario más parecido a los ritmos involuntarios del cuerpo, a la respiración y al latido del corazón. Caminar supone un sutil equilibrio entre trabajo y ocio, entre ser y hacer. Se trata de una actividad corporal que no produce nada más que pensamien-tos, experiencias, llegadas” (Solnit 2015, p. 22). Y si había alguien que debía pensar y repensar un poco su vida en aquel instante, y llegar al fin a puerto, al que fuese, ese sin duda era yo.

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Viví mi propia crisis de las cuatro décadas y quién sabe (yo, supongo, ¡solo yo!), quizás una crisis que se arrastraba desde mucho antes, desde la muerte del padre, desde que yo mismo me convertí en padre o desde que me uní a un otro –en este caso una mujer, mi pareja y madre de mis hijas– invitándola a participar de tal empre-sa. Me sentía como un volcán ad portas de la erupción. Soy de per-sonalidad hiperkinética, hablo rápido, camino rápido, como rápi-do, con hambre, con voracidad. Según mi mujer, mi pecado capital es la gula. Coincidentemente, hace poco una amiga me preguntó qué número era yo en el eneagrama. ¿En el qué…?. “Creo que eres el siete, sin duda eres de personalidad siete”. Corrí a informarme y, perplejo, entendí la traducción que hacía mi amiga entonces, del cómo hice para llegar hasta aquí, un lugar al que hace 20 o 15 años no habría imaginado, mucho menos querido llegar.

Durante años he hecho del recoger y el capturar, así como del acumular y atesorar, una práctica cotidiana. Una puerta que yace abandonada en la taza de un árbol, una agenda plagada de enigmá-ticos apuntes, unos zapatos viejos inconcebiblemente desechados, el beso de una hermosa mujer o, más simple, una potencial fotogra-fía. Todo sirve. Todo me gusta, todo me atrae aunque sea solo por un rato. Y suele serlo.

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Temo. A diario observo el temor en los caminos y es también el mío; Je est un autre (Yo es otro), escribió Rimbaud. “Ese soy yo”, podríamos decir en buen chileno. Caminando me veo enfrentado a otro, los otros (la verdad, basta con poner un pie fuera de casa… y a veces ni siquiera). Esos otros son lo inesperado, lo que llama mi atención apenas doy vuelta a la esquina, aquello que me sorprende y paraliza hasta que inevitablemente me veo impulsado a capturar-le, a tomar la pistola al cinto y, como en el lejano oeste, sin perder un segundo, disparar, convirtiendo a ese otro en estatua. La temible y feroz medusa. Lo inesperado está en todas partes y yo emulo sin querer al cazador, al pescador que, al finalizar la jornada, busca entre sus redes ese pez único. Es el momento en que por primera vez, ya en la calma del hogar, observo aquello que solo atisbé, en un abrir y cerrar de ojos, al pasar. Fotos rápidas que nada tienen que ver con la pose ni producción alguna, fotos que tienen harto de engaño, viajan escondidas a bordo de su propio Caballo de Troya: un tipo que se acerca a paso decidido y firme, aparentemente ultra concentrado en su celular. Porque, dicho sea de paso, tomo estas fotos con mi celular. La cámara profesional –esa que me “convierte” en fotógrafo– acumula polvo en un cajón. Aun así hay algo anacró-nico en mi manera de hacer fotos, en el sentido de que no busco ser

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reconocido fotógrafo, sino más bien pasar inadvertido, ser un otro más, absorto en su celular. Eso me permite hacer estas imágenes con las que me esfuerzo por no dar tiempo a las máscaras. Fotos que, por sobre todo, tratan de no ser coartadas por esquemas téc-nicos y reglas de composición, sino obedecer lo más naturalmente posible a un estímulo, una aparición.

Llega la noche y extraigo las fotos de mi cesta. Las miro. Vuel-vo a ver. Ahora convertido en editor, discrimino, selecciono, uso la razón, el ojo adiestrado, mis conocimientos. Se produce un nuevo encuentro, pero no se trata de una lectura mucho más profunda ni reflexiva. No hay tiempo. Se trata más bien de una mirada mecáni-ca y superficial que me permite clasificar la información, las nuevas piezas del puzle, ejemplares de un archivo alimentado a diario sin saber muy bien para qué, ya que, a simple vista, el Arca de Labarca no va a ningún lado.

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Hace poco menos de un mes, otra buena amiga me preguntó si yo solamente producía y archivaba registros o de tanto en tanto los revisitaba, si volvía a mirar las cientos de fotografías que hago a diario y si algo me pasaba al hacerlo: si mi práctica de registrar compulsivamente tiene o no un corolario cuando vuelvo a ese ma-terial. No podía ser simple coincidencia que su pregunta cruzara el océano justo el día en que decidí hacerme cargo de una docena de puertas y ventanas durante años recogidas de la calle y acopiadas en la casa de mi madre. Creí ver cierto simbolismo en ese “punto final” a la acumulación por la acumulación y, sobre todo, la po-sibilidad de tomar ese material multiforme y, por medio del acto creativo, convertirlo en algo nuevo, reciclarlo, darle nueva vida al resignificarlo. Si no debemos jugar a ser Dios, al menos podemos convertirnos en el doctor Frankenstein.

Bucear en el archivo personal como si se tratara de una ciudad desconocida –por más que propia–, mirarlo con ojos de turista, fue también producto de este vagabundeo. Miles de fotografías, videos y archivos de audio viajaron desde tiempos remotos como aterra-dores fantasmas inventariando mi vida, la suma de decisiones más o menos acertadas que alguna vez tomé.

¿Por qué atesoramos? Para no olvidar, para detener el tiempo y librar de la muerte. Desde niño coleccioné monedas y billetes, cajas de fósforos, estampillas y llaveros. Libros, cajetillas de cigarros, la-tas de cerveza. Números de teléfono, conquistas amorosas. ¿Por qué coleccionamos? ¿Se completa una colección? Y cuando eso sucede, ¿qué?

Fue el cineasta Carlos Flores en una de sus clases quien me hizo ver la diferencia entre archivo y memoria: lo que se archiva ya no es memoria, porque esta es por esencia inestable. Construir un archivo es itemizar, fijar. La memoria, en cambio, se mueve para muchos lados. El coleccionista está tratando de ponerle aura a algo que no lo tiene. El aura implica autenticidad y unicidad. “Aura”, para Ben-jamin, es “una inalcanzable lejanía”, lo que le da a la obra un aquí y ahora, generando una experiencia, una actitud de recogimiento.

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Pareciera que durante mi juventud no tuve mayor motivación que el simple goce de acaparar, asir la vida con fuerza y resguardarla lo mejor posible del paso del tiempo, en el entretecho. Y aunque no hay plazo que no se cumpla, confieso: he disfrutado de la ilusión de posesión. Algún día la colección adquirirá valor, uso y sentido, pensaba entonces. Pero ese día estaba aún muy lejos. Tendrían que pasar 20 años… otros 20 años.

La vejez

Buscar algo nuevo es anticuado, lo nuevo consiste en buscar lo antiguo.

Bertolt Brecht

Yo no busco, encuentro.Pablo Picasso

A mediados de 2013 gané un fondo audiovisual en la línea de becas y pasantías. Un magíster en cine documental, ad portas de cumplir los 40, me pareció el mejor lugar en el mundo, un verdadero paraí-so para Diógenes, el recolector. A partir de entonces fue que realicé el mayor número de registros audiovisuales que hoy conforman mi archivo, sin embargo el proceso requería de mucho más que eso, exigía embarcarse e involucrarse en una investigación en la zona abisal del yo, allí donde nunca logramos ponernos cómodos. Ha-ciéndome cargo de mi osadía, propuse hacer un autorretrato, una película sobre la temática que me persigue desde que tengo memo-ria: el amor. Su anhelo, su búsqueda, sus formas y los alcances de su presencia, así como de su ausencia: el desamor, la traición. Un documental sobre la infidelidad.

Para realizar Encuesta sobre el amor (Comizi d’amore, 1965) Pier Paolo Pasolini recorrió distintas regiones de Italia, pero en mi

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caso el deseo podía acotarse a una ciudad, la mía. Me atraía eso que alguna vez me contó el fotógrafo chileno Mauricio Valenzuela: todo lo que puede ocurrir entre un hombre y una mujer a solas en una habitación, libres del yugo de cualquier estructura cultural1. He estado a solas en distintas habitaciones con algunas mujeres. Las he interrogado y para desnudarlas me he desnudado. Pero la mayoría de las veces termino sintiendo que buscar allí una clave no es más que un elemento distractor, similar a la que utilizan los estafadores en la dinámica de “Pepito paga doble”. Adivinen quién estafa a quién.

En “La dama del perrito”, Chéjov apunta: “Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despe-día de ellas sin haber ni una sola vez amado” (Chéjov 1982, p. 24). Kureishi no se queda atrás: “Siempre que estaba con una mujer, me rondaba la idea de dejarla. No deseaba lo que perseguía” (Kureishi 1999, p. 77). ¿Y entonces qué?

Como era de esperarse, mi proyecto generó todo tipo de an-ticuerpos tanto entre algunos de mis profesores como de mis com-pañeros. ¿Quién era este sujeto sin escrúpulos que no solo parecía querer jactarse de su infamia, sino más aún: plasmarla en un do-cumental que más temprano que tarde verían su familia y amigos?

Desistí. Habían pasado dos años, el magíster había llegado a su fin. Como tantas otras cosas, como una maldición irrevocable, mi película quedaba inconclusa. Sin embargo, yo había cambia-do, había un antes y un después: ese último año de estudios había aprendido a caminar.

Ahora pienso que no fue casual que el año en que postulé al magíster fuera el mismo en que trabajé para la Fundación Sendero de Chile, como guía de montaña. Ocurrió inmediatamente después de que el 2012 la relación con mi mujer entrara en su peor momen-to, llevándonos, aunque no de forma definitiva, a la separación. Ese mismo fue el año en que creé Letra Capital, una editorial que

1. Mauricio Valenzuela entrevistado por Cristián Labarca para el diario electrónico El Mostrador, en http://fotografiachile.blogspot.cl/2005/12/mauricio-valenzuela-el-dolor-olvidado.html.

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anhelaba especializarse en ciudad, historia, patrimonio y cultura, y también el año en que junto a otro amigo, Pablo, dedicamos un día a la semana –a mitad de semana– a escaparnos de la colmena para recorrer los distintos cerros de Santiago. Recuerdo esas placenteras caminatas como el momento crucial de reflexión en torno a aquello en lo que me había convertido, los logros profesionales a la fecha obtenidos y la situación sentimental en la que, mi amigo por su parte y yo por la mía, nos encontrábamos. Habíamos descubierto en el caminar, en medio de la naturaleza que nos va quedando, un bálsamo para nuestros males. Una válvula de escape.

En Naturaleza y locura, Paul Shepard dice: “Sigmund Freud creía, por ejemplo, que la fundación física de todo viaje era la pri-mera separación y las varias partidas de la propia madre, incluyendo el viaje final hacia la muerte. Viajar es por ello una actividad rela-cionada con un ámbito femenino mayor, por lo cual no sorprende que Freud mismo fuera ambivalente sobre este. Del paisaje, él dijo: todos estos bosques oscuros, estrechos desfiladeros, tierras altas y profundas penetraciones son imaginería sexual inconsciente y es-tamos explorando un cuerpo de mujer” (Solnit 2015, pp. 95-102).

Pero el 2013 dicha exploración se vio interrumpida drástica-mente. Mi amigo se graduó de psicólogo e inició su vida laboral, no disponiendo desde entonces del tiempo necesario para nuestros trekkings a media semana. Sendero de Chile sufrió del recorte pre-supuestario y los cerros se alejaron de mi horizonte. Subí de nuevo a mi automóvil e inmovilicé mis piernas, hasta que el 2015 no re-sistí más. Si los cerros ya no eran opción, pues entonces caminaría en la ciudad.

Parado en pleno parque Balmaceda, sobre una escotilla de ven-tilación de la estación de metro Salvador, tras haber pasado algunas horas recogiendo semillas de árboles, reparo en que bajo mis pies, en el subterráneo, cantidades de personas viajan apiladas en carros de tren. ¿Por qué no caminan, como yo, bajo estos añosos árboles? ¿Van todos tan apurados que no disponen del tiempo necesario?

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“Si hay una historia del caminar, dicha historia también tiene que llegar a un lugar donde el camino desaparece, un lugar donde ya no hay espacio público y el paisaje está siendo pavimentado, donde el ocio está menguado al ser aplastado por la ansiedad de

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producir, donde los cuerpos no están en el mundo sino en el in-terior de edificios y automóviles y donde una apoteosis de la ve-locidad hace parecer anacrónicos o débiles esos cuerpos. En este contexto, caminar es un desvío subversivo, la ruta escénica que cru-za un paisaje medio abandonado de ideas y experiencias”, explica Rebecca Solnit (2015, p. 32).

Recuerdo la sensación de satisfacción y orgullo tras mi prime-ra caminata, la “Ruta de prueba 004”, una hazaña para mí, pero también para algunos a los que conté de la aventura en ese instante. Dentro de poco cumpliría 40 y volver a ser estudiante me tenía excitado, en guardia, rodeado de personas talentosas y jóvenes. El intercambio con esos otros me hizo sentir acompañado y en mar-cha. Y ya sabemos: el sedentarismo mata. Detenerse es convertirse en presa, objeto de caza.

Imagino que esas caminatas me harán recordar por siempre una etapa intensa de mi vida: por lo escabrosa, compleja y enri-quecedora de esta, por la resistencia exigida a lo largo de todo el proceso, como si de pronto me hubiera convertido en un corredor de fondo. El japonés Haruki Murakami lo dice mejor que yo: “Si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ese no es otro que el tú de ayer” (Murakami 2011, p. 24). Caminar es hacer un ejercicio, un ensayo, un boceto. Cuando ca-mino caigo en un trance similar al que me embarga al mirar el fue-go, un canto hipnótico proferido por el movimiento de la flor roja. Invariablemente, como al mirar las olas reventando sin interrup-ción desde tiempos inmemoriales, termino evocando a nuestros antepasados más remotos, ese igual a uno, tan igual y tan distinto. Un otro que siempre termina siendo el mismo, único, como en esa increíble serie de nuestra infancia: Érase una vez el hombre. “Nunca pensé tanto, ni existí tan vívidamente ni experimenté tanto, nunca he sido tanto yo mismo –si puedo usar esta expresión– como en los viajes que he hecho solo y a pie” (Solnit 2015, p. 41), escribió J. J. Rousseau. Definitivamente, ya iba siendo hora de ser yo mismo.

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Y… ¿luego qué?

18 Til I Die. 18 hasta la muerte. Lo tomé prestado del título de la exitosa canción de Bryan Adams.

Es una broma, por supuesto. La única manera de tener dieciocho años hasta la muerte

es morir con dieciocho años. Haruki Murakami

Jueves 11 de agosto de 2016No había visto todas estas fotos así, de un viaje, sin parar. Son mu-chas, aunque para mí continúan pareciendo insuficientes. La elabo-ración de este texto me ha obligado, en paralelo, a revisar una y otra vez mi archivo, las fotografías que realizo desde el año en que volví a la calle y a mis piernas como único medio de transporte, convir-tiéndome en un activista del caminar frente a la mejor de las causas posibles: yo mismo. Mi propia peregrinación y mi propia Meca.

Pero tal vez comencé muy tarde. Mi cuerpo comienza a resen-tirse, ya no tengo la misma energía ni agilidad de ayer. Parece un mal chiste que este desgaste, esta disminución física, este bajar la guardia frente al avance del óxido, corra de la mano de otras averías que me siguen haciendo creer que todo es una metáfora de algo, una señal en el camino, una broma cruel. Hace no mucho murió uno de mis cuatro perros. Los que le siguen en edad ya han comen-zado a mostrar signos de invalidante deterioro. Nuestro auto ha de-jado de moverse con la agilidad de antaño, pongo segunda y tercera y nada… solo un zapateo seguido de un ruido aterrador. Mi madre luce cansada y se ha puesto huraña; el duelo que le ha significado la partida de mi padre, hace ya media década, le ha hecho adherir a la huelga de brazos caídos. Mi computadora comienza a colapsar, no tiene más capacidad y la entiendo: este último tiempo ha debido soportar avalanchas de imágenes, porque la verborrea con la que antes llenaba cuadernos y diarios; mis vivencias, dudas y sueños,

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mutó en imágenes. Miles y miles de fotos capturadas en la ruta. Así es que debo hacer algo o me quedaré sin computadora, respaldar y quitar archivos para que la máquina recupere su potencia. Y tra-bajar, trabajar más rápido. En menos de cuatro días debo finalizar este ensayo. Pero esa lentitud, la del tarro quedándose pegado cada dos minutos, me obliga a mirar cada imagen con más atención que la de costumbre. Primero uuuuuna y lueeego oooootra, a paso de tortuga, como hasta ahora no me había permitido verlas. Es una lentitud contagiosa, irreversible, que envuelve todo mi ser. Un poco tarde empiezo a entender a mi padre y su bastón.

Me resulta muy placentero y natural caminar rápido. Ese ejer-cicio físico que me hace sentir vivo, fuerte, atento, resistente. Pero estas últimas semanas mi avanzar se ha ralentizado casi al ritmo del clásico de Piero. Recuerdo la mañana en que me quebré tibia y peroné, jugando baby fútbol, en los albores del nuevo milenio. El dolor. La impotencia. La amargura. El pie envuelto en una bota de yeso y mi cuerpo apuntalado por muletas. ¿Diez minutos en avanzar un par de cuadras? No podía creerlo. Pero nunca antes vi con tanto detalle cada objeto, cada persona, cada señal de la acera oriente de calle Vergara, entre el metro Los Héroes y la calle Sazié, cuando era un docente más en la Facultad de Comunicación y Le-tras de la UDP. ¿Cómo pude pasar por alto todos esos detalles que ahora se me presentaban como inéditos?

Hoy hago menos fotos en la calle porque salgo poco, el in-vierno me tuvo por las cuerdas y aún no recupero la energía. En paralelo, burlescamente, mi teléfono ya cumplió los dos años, ha comenzado a fallar y no he tenido dinero ni ganas de pagar por otro. Tarda en hacer foco, a veces simplemente no termina de ha-cerlo, la batería dura la mitad o menos y hasta la señal ya no llega a todos los rincones. Mi ojo sigue atento a cada estímulo, pero ni la cámara ni las piernas le siguen el ritmo. Quizás sea mejor así. Nadie quiere más de lo mismo.

A mediados de 2016 y luego de permanecer más de un año en una lista de espera en el Hospital Padre Hurtado, me practicaron una colonoscopía. Ciertos sangramientos poco elegantes encendie-

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ron la alarma de la doctora con la que me atiendo. Eso y un fuerte dolor en el pecho y la boca del estómago (que desatendí, pues creí producto de una pedrada recibida con suerte en esa zona y no en la cabeza, tras una riña callejera… una historia que dejaré hasta aquí ya que ni me enorgullece ni aporta en mi CV). Los sangramientos, el dolor y mi repentina e inexplicable baja de peso: diez kilos “de un día para otro”. ¿Cuánto más debía esperar?

La experiencia previa al examen fue una pesadilla: tres días de ayuno completo bebiendo una fórmula creada para vaciarme, una especie de soda cáustica para intestinos. Nada grato. Y aunque todo salió bien (la palabra cáncer no terminó de asomarse con su guadaña) no volví a sentirme como antes. Al poco tiempo caí en cama afectado de una fuerte gripe que se prolongó por más de dos semanas. Continué perdiendo masa muscular y cualquier rastro del vigor de antaño. Empecé a acostumbrarme a que todo el que me conoce y había dejado de verme unos meses, pusiera cara de sor-presa cuasi espanto al producirse el encuentro casual. No sé cuántas veces oí eso de “¡oye que estás flaco, ¿qué te pasó?!”. Y ya comenza-ba a incomodarme, por no decir alterarme. Así es que, responsable-mente, pero también semi paralizado por el miedo, proseguí con el chequeo de rigor: ¿Diabetes, sida? Luego de angustiosa espera (el paro de la salud pública), una a una fueron descartadas. Leyendo a Murakami (2011) encontré algo de comprensión: “O puede que, superada la segunda mitad de la cuarentena, me estuviera topando, en el terreno físico, con la insoslayable barrera de los años. Tal vez volví a sentir que había rebasado el momento de mi máxima ca-pacidad física. O quizás estuviera pasando (sin saberlo muy bien) por una etapa de decaimiento anímico derivado de una especie de andropausia generalizada. Aunque también podía ser que todos esos factores se hubieran mezclado para dar lugar a un negativo cóctel de efectos impredecibles. Yo, que soy parte interesada en este asunto, no puedo direccionar ni analizar objetivamente todos estos aspectos. Pero, sea como sea, yo lo llamo la ‘tristeza del corredor’” (Murakami 2011, p. 160).

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La tristeza… del caminante. No me detuve. No solo seguí caminando durante horas sin

una causa demasiado clara, también comencé a aplicarme con lo que me pareció un absolutamente necesario orden general que de-bía abarcar no solo mis colecciones y liar así con mi Diógenes, sino mi vida toda. Había llegado el momento de hacer. Hacer algo con mi vida hasta ahora almacenada en cintas de casetes, diarios y discos duros, construir algo con la suma de registros y objetos reco-lectados y apilados. Era el momento de tirar a la basura. Por cierto, también de comenzar mi película.

El computador vuelve a ponerse en marcha: observo mujeres desfilar, me atrae su belleza, las miro con deseo y me cuestiono: si siempre las he mirado así, cuál es la razón para que deje de hacerlo. Ya no soy un adolescente –¡dejen de enrostrármelo!– y no quiero parecer un viejo verde, un mayorcito que mira lascivamente a las jovencitas de jumper (Labarca, no Bertoni). No quiero ser un viejo de mierda, es eso. Pero ¿acaso un día no miró así mi padre a mi madre… o a otras chicas? Otros hombres miraron así a mi madre, de eso estoy seguro. Y un día aparecerán aquellos que así mirarán a mis hijas y sí, quizás yo entonces los mire a ellos con clara intención de sacarles los ojos.

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Pero no solo fotografío mujeres cuya belleza suspende mi res-piración. No solo fotografío mujeres. También fotografío ancianos y caminantes solitarios y confundidos como yo. Y parejas de la ter-cera edad que aún andan tomadas de la mano. Y parejas en general, de cualquier edad, besándose con ardor, sintiéndose sin pudor… ¿Fotografío aquello que no poseo, lo perdido? Ese “otro” está más

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cerca de lo que creía, duerme a mi lado. Pero… ¿no es el mismo Bertoni quien escribió un jueves 17 de noviembre: “Cuando no tengas nada que hacer tiéndete y duerme. O simplemente cierra los ojos. Y no trates de no pensar en nada. Ni de no sentir culpa. (Ella es la que duerme a tu lado)?”.

Vago por la ciudad y sus paredes no dejan de guiñarme un ojo: un grafiti de un cíclope, un “te amo” o un “confía en ti” garabatea-do justo en mi camino no pueden ser casualidad. “Lo aleatorio, lo inédito, te permite encontrar lo que no sabes que andas buscando y no se puede decir que conoces de verdad un lugar hasta que no te sorprende. Caminar es una manera de mantener un bastión con-tra la erosión de la mente, el cuerpo, el paisaje y la ciudad, y cada caminante es un guardia que patrulla para proteger lo inefable”, sentencia Solnit (2015, p. 31).

O tal vez solo somos parte de un gran juego en el que vamos dejando señales a otros que por aquí pasarán, no importando quié-nes sean estos. Sobre Søren Kierkegaard, la misma Solnit escribe: “Esa era una forma de estar entre la gente para un hombre que no podía estar con ella, una forma de disfrutar del débil calor humano

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de los encuentros breves, los saludos de conocidos y las conversa-ciones escuchadas por casualidad. Un caminante solitario está a la vez presente y separado del mundo que hay a su alrededor, es más que espectador pero menos que participante. El caminar suaviza o legitima ese aislamiento: el caminante está levemente desconectado por estar caminando, no por ser incapaz de conectarse. El caminar le proporcionó a Kierkegaard, como a Rousseau, una abundancia de contactos casuales con sus prójimos humanos y facilitó su con-templación” (Solnit 2015, pp. 47-48).

Un lugar común sentencia que es preciso perderse para en-contrarse. Yo perdí mi norte. Me transformé en el náufrago de mi propia isla, rodeada de kilómetros de un océano inabarcable de re-gistros. Y estaba en eso, contemplándolos, cuando una tarde en la última Feria Internacional del Libro en la Estación Mapocho, me encontré con un título que llamó mi atención: Tratado sobre la infidelidad. Todavía creía que era un buen tema para mi pelí-cula. Todavía no era capaz de tomar una decisión en mi relación de pareja. De allí que la contraportada de este breve compilado de relatos me sorprendiera más que su interior: “Este libro plantea una reflexión sobre la infidelidad, sí, pero también sobre el amor, el deseo y la muerte. Y si los personajes aprenden algo, es desde el dolor, como aquel cuarentón en “Gymnopedias” –el relato que abre el volumen– descubre el momento exacto en que dejó de ser joven” (Plascencia Ñol & Herbert 2015).

A primera vista no luzco mucho más viejo que hace unos años, aunque todo depende del ángulo del que se mire o del espejo que se adquiera. Mis hijas de nueve y seis años suelen traerme a sus muñecas Mily y Valentina diciéndoles: “Quédense con el abuelo, ¿bueno?”. O, soportando la risa: “¡Uy, te ves muy ochentero papá!”. Asimismo, la cantidad de veinteañeras guapísimas que me llaman “tío” y tratan de “usted” sigue pareciéndome abrumadora. Recién ayer corría tras ellas con el objetivo claro de seducirlas y hoy no queda otra que contentarme con arrancarles una sonrisa, producto de alguna ocurrencia que me haga parecer despierto e ingenioso.

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“Juventud, divino tesoro”, gritaba Luca Prodan. Bob Dylan (o el cover de Eddie Vedder) cantando “For ever young”. Murakami tam-bién lo dijo: “Los tiempos no me preocupan. A estas alturas, estoy seguro de que, por mucho que me esfuerce, ya no conseguiré co-rrer como antaño, cosa que aceptaré sin reparos. No me resulta agradable, pero es lo que tiene envejecer. Del mismo modo que yo desempeño mi papel, el tiempo desempeña el suyo. Y este lo hace con mucha mayor fidelidad y precisión que yo (…). Y, a quienes tienen la suerte de librarse de morir jóvenes, se les privilegia con el preciado derecho de ir envejeciendo. Les aguarda el honor de su progresiva decadencia física. Hay que aceptar este hecho y acos-tumbrarse a él” (Murakami 2011, pp. 163-164).

Algo se terminó de romper mientras caminaba. Quiero creer que fue una especie de primera capa o cascarón, el mío; que he vuelvo a nacer, dejando mi antigua piel de serpiente abandonada en el camino y obteniendo una segunda oportunidad. Algo así como la redención. ¿El dolor como expiación de la culpa? Si es así, será la última. ¿Soy otro? Quiero serlo.

Referencias bibliográficas

Chéjov, A. (1982). La dama del perrito y otros cuentos. Barcelona: Edicio-nes Orbis.

Kureishi, H. (1999). Intimidad. Barcelona: Editorial Anagrama, 1999.Murakami, H. (2011). De qué hablo cuando hablo de correr. Buenos Aires:

Tusquets Editores, 2011.Plascencia Ñol, L. & Herbert, J. (2015). Tratado sobre la infidelidad.

Montacerdos ediciones, 2015.Sarlo, B. (2010). La ciudad vista: Mercancías y cultura urbana. Buenos

Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2010.Solnit, R. (2001). Wanderlust. Una historia del caminar. Salamanca:

Capitán Swing, 2015.

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Gabriela, cyborg caminantePablo Hermansen y Gabriela Pérez

Caminar, ¿es un objeto?

Visité la escultura de Gabriela Pérez Iturra, montada por su autora durante los meses de junio y julio de 2016 en el Maker Space, ru-miando las tensiones provocadas por la afirmación con que titula su obra, a saber, Caminar es un objeto. La escultura precipita una sensación de extrañamiento que, sospecho, proviene de la distancia entre las ideas e imágenes que evoca en mí la afirmación Caminar es un objeto y el objeto de arte encontrado. Su forma no favorece una asociación intuitiva con lo que entendemos por caminar, camino o caminante. La primera impresión que deja en mí la configuración de esta escultura es la de una suerte de gran nido que, suspendido desde el techo, ocupa más de cuatro metros cúbicos del espacio de la sala (1,3 x 1,3 x 2,4 metros). Este objeto –un tubo de recorrido irregular compuesto de 40.000 módulos iguales de cartón corruga-do– da 27 vueltas alrededor de un cilindro imaginario, como la raíz de una planta que ha crecido en un macetero que le quedó peque-ño. A pesar de sus partes serializadas iluminadas asépticamente des-de focos direccionales –que dibujan su forma contra la pared blan-ca de la galería– y la estrategia minimalista de colgado –mediante 200 hilos de nylon translúcidos–, esta obra crea en mí la idea de que creció orgánicamente. Cada uno de los cuarenta mil módulos que componen esta suerte de nido tiene la forma de una gota in-vertida, como el ícono con que se georreferencia una ubicación en ciertos mapas digitales disponibles en Internet. Por sus perímetros quemados, regularidad del corte y forma serializada, estas cuarenta mil gotas invertidas parecen haber sido cortadas mediante laser con un enrutador de control numérico computarizado (CNC router).

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¿Cuáles son las tensiones que emergen de este intento por ob-jetivar el caminar, de estabilizarlo como objeto de arte, de afirmar que la acción de caminar es un objeto, de transformar dicho verbo en un sustantivo?

Como lo indica su raíz latina, un objeto es una cosa que se opone a un sujeto, que interfiere en su trayectoria. Siguiendo al fi-lósofo Vilém Flusser (1986, 1995), cuando una cosa con la que no hemos tenido relación se interpone en nuestro camino, se convierte en un problema y, en cuanto tal, deviene en objeto. Este encuentro problemático constituye al sujeto y al objeto como tales, es decir subjetiva a la persona y a la cosa la objetiva. Además, la manera particular en la que ocurre esta interacción –cómo la persona des-pliega su subjetividad frente al problema que un objeto particular le presenta en un contexto determinado– singulariza a cada uno, es decir los hace únicos como sujeto y como objeto.

Entonces, si un objeto es lo que es porque se interpone en la trayectoria de un sujeto, ¿cómo puede ser el caminar un objeto, que es la acción con que el sujeto traza su trayectoria mientras interac-túa con objetos?

Por supuesto, caminar puede ser objeto de interés o de in-vestigación, pero nada en las descripciones de la obra indica que

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con objeto la artista se refiera a un objeto de estudio, que es al que se enfrentan, por ejemplo, los científicos. Asimismo, junto con afirmar que el caminar es un objeto, la artista, que ha exhibido su obra en galerías de arte, la inscribe y presenta como objeto de arte. Siguiendo a Fernando Domínguez Rubio (2016), los ob-jetos de arte, cada uno singular y de carácter único, exigen a las instituciones que los guardan y exhiben una serie de operaciones particulares y extremadamente rigurosas, para mantenerlos en el tiempo fieles a la voluntad de su autor, como notarías garantes de un testamento. De esta misión emerge el conflicto entre el empe-ño de eternizar los objetos de arte y el constante deterioro mate-rial de estos en cuanto cosas. A diferencia de las cosas, entendidas como materia en constante degradación, el objeto de arte debe someterse a una cierta estabilidad, condición para participar del régimen de valor y significados imperante en el dominio del Arte y mantener su alta jerarquía dentro del cosmos de los objetos. Consecuentemente, al nombrar su obra, Gabriela se autoimpone un doble desafío: objetivar un caminar y luego estabilizarlo como objeto de arte.

A primera vista parece paradójico que caminar, una actividad que el sujeto desarrolla mientras recorre el mundo y se enfrenta a los objetos, se defina como un ob-iectum, es decir como un obs-táculo del mismo recorrido. Dicho por Flusser, ‘“ob-iectum’ y su equivalente griego ‘pro-blema’ significan ‘arrojar contra’, lo que im-plica que hay algo contra lo que se lanza el objeto: un ‘sub-iectum’” (Flusser 1986, p. 329). A su vez, estabilizar el caminar como un objeto de arte desafía la banalidad de la acción. ¿Qué acciones exige el desafío de objetivar el caminar como objeto de arte, de adosar visibilidad y singularidad a esta actividad ordinaria? Dicho de otra manera, ¿qué operaciones materiales y conceptuales hacen posible transformar el caminar, el mover un pie delante de otro, en un objeto de arte?

Que el caminar sea una práctica común a todos quienes usa-mos las piernas para movernos –humanos, no humanos o más que humanos– lo convierte en un asunto de diversidad inmensurable.

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Incluso, si acotamos el caminar al de las personas en la ciudad, igualmente puede adoptar infinitas formas, tantas como combina-torias posibles hay entre los innumerables urbanitas que caminan, los momentos en que lo hacen, las variaciones de sus contextos y las topologías sobre la que esta actividad se desarrolla. ¿Cuál caminar es el que Gabriela convirtió en objeto? ¿Qué artificios despliega la artista para transformar ese caminar en un objeto de arte, dig-no de exposición, interpretación y cuidado? ¿Qué estratagemas le permiten objetivar el caminar como una suerte de nido, en parte maquinal, en parte orgánico? ¿Qué territorio soportó el caminar aquí objetivado? ¿Qué caminante construyó este camino? ¿Desde qué mirada esta madeja de cartón corrugado podría ser un mapa o dibujar una trayectoria?

En lo que sigue, ensayaré respuestas parciales e incompletas a estas preguntas. Para esto, asumo que estabilizar el caminar como objeto de arte requiere la presencia de, al menos, un sujeto cami-nante, un camino y testigos que los entiendan como tales. Con este ensayo me propongo, especulativa y parcialmente, comprender las historias y operaciones que hicieron posible el proceso de objetiva-ción del caminar desarrollado por Gabriela. Así, espero explicitar parte del saber1 que subyace en la obra Caminar es un objeto. Ha-ciendo foco en el saber que se manifiesta durante la producción de esta obra y en el mismo objeto de arte, nos proponemos com-prender esta objetivación como la concreción de un encuentro de saberes: los del caminante, del camino, de quienes están allí y de quienes interpretamos sus huellas y consecuencias.

1. Siguiendo a Foucault, entiendo saber como “las relaciones desde el sujeto hacia el objeto y las reglas formales que las gobiernan” (Foucault, 1972, p. 15).

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¿Quién hizo este camino? ¿Quién fue la caminante?

Gabriela y yo nos reunimos con el objetivo de reconstruir su in-greso al arte, la gestación de su obra y las huellas de su proceso de producción. Como muchos, comienza casual y gradualmente su aproximación a la actividad artística. Antes de ingresar a la Escue-la de Arte de la Uniacc, ya había incorporado la fotografía como práctica cotidiana. Comenzó a tomar fotografías sistemáticamen-te mientras estuvo de intercambio en Arkansas, Estados Unidos, durante el último año de su educación secundaria. La fotografía facilitó su inmersión en ese nuevo entorno, permitiéndole capturar cosas y espacios para transformarlos en objetos y paisajes.

Recuerda que, entonces, lo que realmente le cautivaba era el proceso fotográfico: mucho más que las imágenes resultantes, le fascinaba el manejo de la técnica y su creciente capacidad para ma-nipular el hardware y los algoritmos que constituyen la fotografía digital. Después de cada sesión en terreno, sobrevolaba sus fotogra-fías como huellas que, al ser estudiadas, le permitían asir y re-cono-cer su entorno, y de paso volver fortalecida al proceso fotográfico. Este modo de producir y revisar sus fotografías puso a esta técnica al servicio de su psiquis.

Al volver a su Iquique natal, Gabriela agudizó un uso psico-técnico de la fotografía, ya que su entorno cercano había cambiado radicalmente: las situaciones, las personas y sus relaciones, antes cercanas, ya no le resultaron familiares. En este contexto, se aferró de la fotografía como a una prótesis opto-mnémica, capaz de pris-mar su mirada (opto) y reconstruir su memoria (mnémica). Me refiero a esta técnica con el neologismo opto-mnémico, en lugar de usar el término habitual foto-gráfico, para tomar distancia de la máquina como un objeto independiente del sujeto que lo opera, y hacer foco en que, en ese momento, Gabriela incorporó la tecnolo-gía fotográfica a su metabolismo. Asimilando esta tecnología como propia, logró desafiar su extrañamiento forzado. Usa la fotografía para re-visar y re-conocer lugares, para interrogar lo que antes fue

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seguro, banal e invisible y que repentinamente se colmó de incerti-dumbre y extrañeza.

Gabriela se redefinió como sujeto al extender su organismo cibernéticamente. Con su visión y su memoria tecnológicamente aumentadas, desarrolló una nueva manera para interactuar y com-prender su entorno nativo. Como cyborg, “organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo” (Haraway 1995, p. 253), Ga-briela renueva sus capacidades para observar y recordar su mundo. Ya cibernéticamente aumentada, toma la decisión de moverse des-de Iquique a Santiago para estudiar arte, lejos del conflicto entre sus memorias de niña y el redescubrimiento de su Iquique natal.

Al instalarse en Santiago desarrolló nuevas extrañezas. Pero para participar de este modo de vida compuesto de lugares, perso-nas y artefactos desconocidos, su prótesis opto-mnémica dejó de ser cómoda. Esta incomodidad, que dificultaba su inmersión, llevó a Gabriela a despojarse de su parte cibernética. Como un bípedo calzo cualquiera, caminó este nuevo paisaje incansablemente. Caminan-do, construyó, gradual y performativamente, sentido de lugar. Su organismo interactuó, libre de cibernética, con las cosas y escenas que se interponían en su caminar. Como caminante, no solo se des-acopló de la técnica fotográfica como prótesis, también evitó usar otras máquinas, como las de transporte público o su celular.

Mientras Gabriela se rediseñaba situadamente como sujeto, sus estudios de arte le hacen disponible el physical computing, que se convertiría en una nueva forma de posicionar, monitorear y re-definir los límites de su cuerpo.

Mediante esta técnica, su organismo vuelve a aumentarse ci-bernéticamente, constituyéndose nuevamente como cyborg. En cuanto cyborg caminante, dedica especial atención al manejo de sensores digitales para registrar su ubicación y movimientos por la ciudad. La in-corporación de esta tecnología tiene en ella im-plicancias metabólicas, de autoproducción, en cuanto aumenta su sistema perceptual e impacta la manera como registra, comprende e interactúa con su entorno. Por un lado, en un sentido práctico,

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los dispositivos portátiles de physical computing, con una apariencia menos definible e inquisitiva que el lente de su cámara, le permiten camuflar eficazmente sus modos de registro de la ciudad y fluir por ella. Por otro lado, la programación y edición de algoritmos, com-binada con el armado y ensamblaje de distintos hardware, le ofreció un nuevo rango de auto experimentación: a diferencia de su cámara digital, que al dispararla produce, en casi cualquier circunstancia, una imagen y que, en extremo, no exige al usuario ninguna con-ciencia de su programación, un dispositivo de physical computing que no está programado y ensamblado consistentemente, al acti-varlo no hace más que desplegar un mensaje de error.

¿Cómo hizo este camino?

Recapitulemos. Al volver de Arkansas a Iquique, Gabriela incor-poró la fotografía a su metabolismo, adoptando un actuar cyborg. Una vez en Santiago, para conocer y participar de esta nueva eco-logía, abandona la tecnología fotográfica, prótesis opto-mnémica que modificaba su ojo y su memoria. Gradualmente, se instruye en las artes del physical computing, esto es, el ensamblage de senso-res digitales y su manejo mediante el ambiente de programación y hardware conocido como Arduino.

Como la artista nos advierte, la obra que trata el presente en-sayo es parte de una serie de trabajos mediante los cuales Gabrie-la, cyborg caminante, se propone objetivar su caminar mediante el physical computing. Si bien los distintos trabajos de esta serie difie-ren entre sí en la trayectoria que representan, el territorio en que ocurren, su materialidad, escala y modo de producción, es común a todos ellos ser la materialización de los datos producidos por su caminar georreferenciado. La autora produce los datos mediante un instrumento ensamblado por ella que articula dispositivos digi-tales y de physical computing. Gabriela cyborg camina por distintos sectores de la ciudad vinculada a un satélite a través de Internet. El

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conjunto de los datos obtenidos, las huellas digitales gatilladas por Gabriela como cyborg caminante, dibujan su trayectoria al mismo tiempo que revelan parcialmente la mirada de los satélites sobre ella, mientras siguen y marcan su caminar. Así, Gabriela aumenta su cuerpo para dejar huellas digitales de su caminar, evidenciando su trayectoria por una ecología híbrida, compuesta de atmósfera, información, satélites, geografía, edificaciones, animales, computa-dores, y otras innumerables creaturas.

Luego de cada caminata, la artista se aboca a materializar la mirada que el satélite tuvo sobre sí mientras recorría ritualmente un sector de la ciudad, invocando su atención mediante su dispo-sitivo de physical computing. Su voluntad como artista se instala en las antípodas de la representación subjetiva de su experiencia: con sus artilugios se propone materializar fielmente los datos que arro-ja su caminar cyborg, durante el cual Gabriela, Arduino y satélite se constituyen en una sola entidad. Almacena, mediante Ardui-no, las coordenadas de su recorrido en un archivo de texto simple (TXT), el que guarda en una tarjeta SD instalada en el dispositivo de georreferenciación. Una vez terminado el recorrido, inserta la tarjeta SD en su computador e importa el archivo TXT con las coordenadas al software Blender, que las traduce a vectores y a su vez las despliega en su pantalla como una curva, primera visualiza-ción de su trayectoria. Acto seguido, con el objetivo de transformar esta curva en un modelo construible, la ingresa al software Rhinoce-ros, diseñado para el modelado 3D de objetos y espacios.

En el caso que nos convoca, a saber, su recorrido del 2014 alrededor de la Plaza de Armas de Santiago (entonces cerrada por remodelaciones), Gabriela cyborg –aumentada por su dispositivo Arduino, GPS, computador portátil y cámara de video– camina por su exterior durante cuatro horas, completando 27 vueltas y me-dia al perímetro de la Plaza –13,2 kilómetros o 110 cuadras– lo que implica un ritmo aproximado de siete vueltas por hora alrededor de este centro histórico. Desde la mirada de la artista, caminó hasta percibir la saturación de la experiencia.

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Gabriela cyborg caminante se constituye como sujeto

En principio, tanto la fotografía digital como el physical compu-ting pueden ser descritos como lo que Flusser llama “apparatus”, esto es “un juguete complejo, tan complejo que los que juegan con él no son capaces de llegar al fondo del mismo; su juego consiste en combinaciones de los símbolos contenidos en su programa; al mismo tiempo este programa fue instalado por un metaprograma y del juego resultan nuevos programas; mientras que los apparatu-ses totalmente automatizados pueden prescindir de la intervención humana, muchos apparatuses requieren que el ser humano sea un jugador y un funcionario” (Flusser 2000, p. 31).

Pero, por otra parte, el impacto potencial que el jugador o el funcionario puede tener sobre los resultados del juego diferencia ambos apparatus. Para Flusser, si “el fotógrafo experimental se des-vía del programa, lo hace intencionalmente, no por error. Pero el problema sigue siendo que, a pesar de la intención de desviarse del programa, el fotógrafo solo puede fotografiar lo que está virtual-mente contenido en el programa de la cámara” (Flusser 1986, p. 330). Al contrario, para experimentar en la producción de un dis-positivo de physical computing, es forzoso el ensamblaje de distintos hardware y software, lo que favorece la originalidad del script total. Es probable que quien programa y ensambla estos dispositivos ex-perimentalmente consiga un híbrido único, vulnerando la invisi-bilidad con que proceden los objetos postindustriales, abriendo la caja negra a la que nos han acostumbrado los productos de consu-mo posrevolución digital: mientras que el proceso de la fotografía digital ofrece una automatización completa que se oculta bajo el botón del obturador, el physical computing exige un control inten-sivo de su proceso, como exigían a sus operadores los primeros dis-positivos electromecánicos. Más aun, las cámaras digitales automa-tizadas despliegan la imagen capturada de manera simultánea a la obturación, haciendo que el proceso y el resultado se peguen hasta ocultarse mutuamente. Al contrario, el physical computing impone

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una distancia de tiempo y espacio considerable entre el diseño del dispositivo, el ensamblaje del hardware y el software, su puesta en marcha y la obtención de un resultado. La distancia entre el meca-nismo y el efecto hace evidente el proceso. El largo camino entre el diseño y el resultado, sumado a las vicisitudes que esta experiencia conlleva, se manifiesta como un problema, es decir como una cosa que golpea a quien la emprende.

Cuando Gabriela materializa su caminar en un objeto, desafía la tendencia actual a que el golpe del objeto ya no sea problema del jugador, sino del apparatus algorítmicamente automatizado, como ocurre con las cámaras digitales automáticas. Sin un golpe contra un objeto, no se constituye el sujeto. Si bien es el jugador quien pone en marcha el sistema, el “apparatus fotográfico acecha a la espera de la fotografía; afila sus dientes” (Flusser 2000, p. 22) para enfrentar autónomamente el problema y decidir el curso de la in-teracción del jugador con el objeto. Así, el sistema digital funciona invisible a la persona, por lo que la cosa ya no es un objeto, es decir no es ni obstáculo ni problema.

La seductora propuesta del mundo automatizado –descanse, disfrute, solo elija una opción– conlleva la eliminación de proble-mas operativos para vivir la vida dentro de un rango preprograma-do. Un estado de permanente ejercicio de la libertad de elección nos somete a la condición de proyecto permanente, donde el acto libre nunca materializa sus consecuencias y, por lo tanto, nunca se realiza. Citando a Byung-Chul-Han, la libre elección (freedom of choice) nos priva de la libertad, entendida esta última como un episodio que se concreta con una nueva sumisión, voluntariamente aceptada, la que corrobora empíricamente que el acto de libertad llegó a puerto (Han 2014). En ese sentido, es la experimentación para ensamblar un dispositivo de physical computing, que impo-ne en su proceso distancias insalvables de tiempo y espacio entre la puesta en marcha del sistema y el resultado, la que hace de la obra de Gabriela un acto de libertad que la constituye como sujeto cyborg.

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Alentado por el caminar cibernético de Gabriela, asocio la idea de Byung-Chul-Han, de que la libertad se ha cambiado por un interminable proceso de elección entre alternativas, con lo que Flusser llama script o programa, que es el conjunto automatizado de alternativas que un dispositivo le ofrece a su usuario con el fin de solucionar por él un problema. La imposición de un script es distintiva de los dispositivos postindustriales. Quien experimenta, como Gabriela, cyborg caminante, opta por enfrentar el problema en forma libre, más allá de las alternativas que el script le ofrece, revelándose contra la automatización, volviendo así a transformar el dispositivo postindustrial en un objeto. En la misma operación, mediante la experimentación con su caminar, Gabriela cyborg se constituye como sujeto.

Gabriela cyborg, caminar para revelar

Para Walter Benjamin (2002), el flâneur muere dentro de la tien-da de departamentos, paisaje programado para el monopolio de las ofertas. Pero hoy hasta las pocas calles aun libres de comercio quedan fuera del alcance de su flânerie: no es posible comprender usando solo la mirada el paisaje de la ciudad digitalmente aumen-tada, en gran medida invisible a simple vista. Los urbanitas del siglo XXI caminan las calles al mismo tiempo que participan de espacios colectivos que no están sometidos a las leyes de los lugares físi-cos. Dan vida a una ciudad de continuidad planetaria, vinculando aceras, satélites, memes, naturaleza, drones, movimientos sociales, lluvias, etc.: habitan ciudades en red, características del Antropo-ceno2. La idea de que hoy vivimos en esta nueva era ha provocado una ola de reflexiones e incertidumbres. Mientras proliferan discu-siones expertas respecto de la pertinencia de acuñar una nueva era

2. Del griego ἄνθρωπος anthropos, “hombre”, y καινός kainos, “nuevo”, este término se propone reconocer una nueva era geológica caracterizada por las modificaciones que el ser humano hace en el planeta.

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o de determinar cuál sería su fecha de origen3, quienes adscriben a esta idea concuerdan en que la naturaleza ya no puede investigarse con independencia de la cultura.

Inspirado por Tim Ingold (2016), quiero entender que el Antropoceno no es, en estricto rigor, una nueva era, sino princi-palmente una descripción pertinente del actual flujo de las cosas, cómo se comportan. Para Ingold, el estado actual del planeta nos ha forzado a reconocer que todas las entidades somos parte de un continuo, en constante movimiento. Dicho por Bruce Mau (2017), usando las palabras de E. O. Wilson, “la vida es una roca rápida, y la roca es vida lenta”. Si el Antropoceno es una era geológica, es una que horada la idea tradicional de era geológica. Como habitantes del Antropoceno, no solo usamos las tecnologías, nos constituimos con ellas. Los algoritmos que automatizan decisiones nos empujan a naturalizar los dispositivos digitales. Los algoritmos y dispositivos naturalizados, lejos de ser neutros, son constitutivos de nuestra for-ma de conocer, interpretar y construir el mundo. Esta inoculación cibernética en nuestro organismo puede ser interpretada como una suerte de hibridización o simbiogénesis entre la vida celular y la tecnología: el cyborg podría entenderse como una nueva especie, adecuada a la naturaleza biotécnica del antropoceno. Para el cyborg, ser consciente de la tecnología que lo aumenta es autoconciencia, una forma de “saber situado” (Haraway, 1988), necesario para inte-ractuar un mundo híbrido, donde la distinción binaria entre natu-raleza y cultura es solo una fuente de malos entendidos.

Ahora, si bien estar digitalmente aumentado –o constituido– nos convierte en cyborgs, ser cyborgs no garantiza nuestra calidad de sujetos. Retomando los requisitos de Flusser para constituir un sujeto, el usuario de un smartphone, indudablemente aumentado por la tecnología, al endosar sus problemas a los algoritmos, pierde respecto a esa dimensión específica de su ser la calidad de sujeto. Es

3. Entre los expertos que creen necesario usar el término “antropoceno” para describir la presente era geológica, existen dos grandes posiciones para datar su origen: los que lo sitúan en la revolución agraria y los que lo sitúan en la revolución industrial.

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al experimentar con su caminar cibernético que Gabriela cyborg se hace sujeto. A su vez, mediante dicho caminar, se sitúa y participa como sujeto cyborg de este entorno que nos empeñamos en com-prender como antropocénico.

Las fuerzas naturales, que hasta el siglo XVIII fueron la ma-terialización de lo sublime, es decir de un misterio incontrolable que impactaba desde fuera la suerte humana como designio divino fatal, se han reprogramado digitalmente, fortaleciendo las fuentes de incertidumbre con las que tenemos que lidiar para hacer frente a los residuos de la gran industria moderna alopoiética. Alix Ohlin intuye este fenómeno en las fotografías de Andreas Gursky, donde “es claro que ya no existe una naturaleza inexplorada por el ser hu-mano. En el lugar de la naturaleza encontramos los invasivos hitos de la economía global” (Ohlin 2002, p. 23).

El proyecto moderno, cuya voluntad es conocer, predecir y programar la naturaleza, considerada como exterior a la cultura, paradójicamente genera nuevas fuentes de incertidumbre, las que se multiplican con los misterios no resueltos de la antigua natura-leza. Lejos de exorcizar la cultura de dioses y demonios, la somete a un nuevo panteón, industrial y digitalmente aumentado. El mismo Ohlin completa su reflexión sobre la manifestación contemporá-nea de lo sublime con la idea de que en “lugar de Dios, hemos derramado una red extensa de tecnología, gobierno, negocios y co-municación. Estas fuerzas globalizantes se han convertido en nues-tra religión” (Ohlin 2002, p. 23). Si la religión es una manera de re-vincularnos narrativamente con el misterio exorcizando el caos, ¿qué dioses emergen de las ecologías del cosmos Antropoceno?

Gabriela cyborg, con su ritual caminante alrededor de la Plaza de Armas de Santiago de Chile, nos revela la mirada de uno de los dioses de este nuevo panteón.

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Imagen 85

Sí, caminar es un objeto

El arte de Gabriela es el de objetivar la data que, travestida de cy-borg, produce como caminante al interior del apparatus. Mediante su autoexperimentación, invocando satélites y forzando su rastreo, recupera la calidad de sujeto problematizando su caminar. La ex-perimentación de Gabriela cyborg objetiva la mirada del aparatus sobre ella. Elude la automatización que des-problematiza (des-objetiva) los influjos algorítmicos que nuestra naturaleza digital-mente aumentada tiene sobre nuestras ontologías. Inabarcables por la mirada del flâneur y con mecanismos (o trucos) automáticos e invisibles, las constelaciones de algoritmos que se han integrado a nuestro ecosistema planetario aumentan digitalmente el misterio del mundo. Pero a través del arte de Gabriela cyborg, una mirada del apparatus reaparece como objeto. Así, re-problematiza el cami-nar en un mundo donde geología, tecnología, biología y sociedad coexisten trenzadas como deidades equivalentes.

Gabriela revela una fracción del misterio, materializando la mirada y la memoria que el aparatus tiene de su caminar cyborg.

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Como tal, con la lucidez de quien experimenta consigo misma, incorpora a su cuerpo hardware y software para invocar una dimen-sión cibernética y planetaria del misterio. Para esto selecciona como actores estelares satélites, algoritmos y dispositivos portátiles. Invo-ca estos ojos invisibles y omnipresentes mediante un rito cyborg en la ciudad. Mediante este rito, fuerza una revelación. El aparatus es obligado a revelar un fragmento de su mirada, de su comprensión respecto del caminante y sus caminos. Esta topografía, oculta para el flâneur, es la revelación que nos entrega la escultura de Gabriela como materialización de su caminar cyborg.

Sí, este caminar es un objeto y Gabriela, un sujeto.

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Criar hijas, crear ambientes1

Gerardo Mora Rivera

Las preguntas etnográficas pueden gestarse por casualidad, por inquietudes biográficas

o esperar tiempo infinito sin poder encarnar.

Alejandra Carreño (2007, p. 157)

Abrir la puerta

¿Qué aprendemos cuando aprendemos a caminar? Como bien lo recuerda Soledad Martínez (en este volumen) caminar es más que poner un pie delante del otro, argumento ya arraigado entre los estudios sobre el tema. Entonces, aprender a caminar no consistiría solo en desarrollar la habilidad de colocar un pie delante del otro para provocar y sostener el movimiento del propio cuerpo. Ha de implicar algo más.

¿Y cuándo sucede aquello que llamamos “aprender a cami-nar”? Solemos pensarlo como un hecho propio de la etapa infantil, llega a constituir un hito familiar, un punto de inflexión en la vida doméstica (quienes cohabitan con niños pequeños podrán recordar que cuando ellos empiezan a caminar hay que resituar varias ma-terialidades y actividades), pareciera constituirse en un umbral que

1. Elaboré este capítulo desde una perspectiva personal, alejado de mis senderos habituales (los estudios andinos) pues he recibido varios comentarios en relación al impacto que produce entre mis colegas y vecinos verme andar “pa’rriba y pa’bajo” con mis hijas. Agradezco en esta escritura a nuestros estudiantes de la Escuela de Diseño UC, por alimentar mi curiosidad y sorprenderme constantemente. A Martín, por la amplia cancha siempre brindada. A Soledad y Daniel, por sus agudos comentarios a una versión temprana y otra tardía, respectivamente, de esta escritura. Al resto de los autores que aparecen en este libro pues no pude evitar robarles, torpemente, algunas de sus ideas mientras editábamos este volumen. A Samuel, Amanda y el resto de sus hermanos y primos, pues queda una escritura pendiente para ustedes. A Ame y Yuke, por caminar con entusiasmo lupino cada calle que hemos encontrado. Y a Hana, por animarse, día a día, a criar conmigo.

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marca un antes y un después. En lo personal, sostengo que se trata de un proceso constante, que sucede para cada criatura pedestre durante toda su existencia como tal.

En esta ocasión no pretendo dar respuesta cabal a estas pre-guntas. Más bien hacen parte de las motivaciones que me llevan a escribir. Criando a mis hijas he observado que mientras aprenden a caminar no solo cambian sus capacidades de desplazamiento, se trata de un proceso muy complejo pues involucra otras habilidades y otros cuerpos, junto a un creciente mundo afectivo y sensorial, que traza un camino que pareciera no tener un principio ni un final fácilmente detectables.

Para abordar estos temas he prestado atención a tres referen-tes. Primero, la antropología del caminar, amplia y profundamente discutida en este libro. Segundo, la etnografía, oficio de esquiva de-finición que serpentea entre la ciencia, el arte y otros mitos contem-poráneos. Tercero, la antropología de la crianza e interdisciplinas afines, desde donde tomo prestadas algunas claves de comprensión.

Este capítulo trata sobre cómo parte de la educación temprana de mis dos hijas, la realizo en (y con) la calle, a través del caminar. Es decir, confluyen acá dos ejercicios, uno literario a través del cual busco provocar a quienes crían y a quienes crean (en) la ciudad –la cual comprenderé como nuestro ambiente bajo la perspectiva de Tim Ingold (2000)– y otro público, el rol de la paternidad como coproductor de ciudad.

Salir a la calle (ampliar la casa)

En La Tierra humanizada Leoncio Urabayen señala que entre las excavaciones y los edificios quedan intervalos de suelo que él deno-mina espacios libres, allí ubica a las calles, las cuales habrían surgido por exigencias higiénicas y de circulación, y adquieren su aire deci-dido a consecuencia de la ordenación de los volúmenes construidos a sus costados (1949, p. 170). Actualmente –escribió a mediados

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del siglo pasado– las calles constituyen “uno de los problemas urba-nos de más difícil solución” (Urabayen 1949, p. 175) y es un pro-blema cuya solución no emergerá solamente del urbanismo u otra disciplina afín. Entre otras, caminar también puede constituirse, en sí mismo, en una estrategia para buscar maneras de mejorar las condiciones para la vida en las calles.

En los capítulos que componen este libro otros autores han ex-puesto y discutido diversas maneras de comprender el caminar. Acá lo abordaré desde la paternidad y la etnografía, pues he incorpora-do deliberadamente el caminar por la calle como parte importante de la educación temprana de mis hijas y soy, por oficio, etnógrafo.

Para empezar, consideraré al caminar como un “modo de ex-perienciar lugares”, “una actividad multifacética” y una práctica temporalmente situada, “que tiene impacto en el diseño”, aunque todavía no esté completamente involucrada con él (Wunderlich 2008, p. 125).

“Diseñar es darle forma al futuro del mundo en que vivimos” (Ingold 2012, p. 19) ¿Cuándo toma forma ese futuro? Lo hace constantemente, como parte de este proceso que, a veces, llama-mos vida. Y, sin embargo, la estética modernista, preferentemente “visual y estática”, domina la investigación y la práctica del diseño urbano, el cual ya no debemos comprender como “lo que pue-des encontrar en ciertos lugares”, sino como “aquello que pasa en ciertos lugares”, es decir, dicho diseño debería ser necesariamente “performativo, sensorial y emocionalmente afectivo” (Wunderlich 2014, pp. 71 y 73).

Al respecto, mi colega Susana Cortés señala que “el ritmo de la ciudad se planifica imaginando un habitante uniforme, con un determinado largo de piernas, ligereza de cuerpo, sin impedimen-tos y con un comportamiento neutro que lo llevará a caminar sin detenciones; un habitante incorpóreo o con un cuerpo único mas-culino, adulto, sano y ágil, que se mueve en solitario” (2011, p. 7). Volveré a usar a ese habitante uniforme como referencia de contras-te a lo largo de este escrito pues, tal como ha sido demostrado por

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la geografía y el urbanismo feministas, la mayoría de las ciudades favorece los ensamblajes corporomateriales vinculados a relaciones trabajo-salario, en detrimento de aquellas propias de los niños y sus cuidadores (Boyer & Spinney 2016, p. 1122) y son estas últimas las que busco destacar.

Todo lo anterior compone un cuerpo de antecedentes que me invita a reflexionar y trabajar sobre mi relación con la ciudad. Desde que soy padre mi caminar pocas veces es solitario. En algunos mo-mentos mi cuerpo camina para que otros cuerpos caminen (cuando llevo a mis hijas en hombros, en upa o en fular2); y en otros, camina junto a sus cuerpos (que están aprendiendo a caminar, tal como el mío con ellos). Abordaré esta temática desde la comodidad que presenta para mí la etnografía, mi oficio.

La etnografía no solo implica un “esfuerzo intelectual”, es también un manera experiencial y encarnada de conocer, la propia investigación depende del cuerpo, ese es el instrumento de conoci-miento y para cada investigación el método es el propio investiga-dor (McGranahan 2014, p. 26). Dado que esta pesquisa está ela-borada desde mi perspectiva e incluso busca destacarla, la desarro-llaré como una autoetnografía. Haré esto bajo dos consideraciones epistemológicas que es necesario explicitar: (i) la vida de cualquier persona “puede dar cuenta de los contextos en que le toca vivir” y “de las épocas históricas que recorre a lo largo de su existencia” (Blanco 2012, pp. 54-55) y (ii) aquellas dimensiones tradicional-mente llamadas “objetivas” y “subjetivas” componen una “mezcla indisoluble” (Blanco 2012, p. 57).

Como toda autoetnografía, “lleva la firma y la voz de mi propia interpretación personal” pues “(p)resento un registro del mundo en el que yo, como investigador, he participado y demuestro cómo he sentido ese mundo” (Knapp 2017, p. 5). Uno de mis objetivos es “estimular una conversación” que propicie una exploración mayor (Costas et al. 2016, p. 3), en este caso, de cómo los vínculos entre

2. Del francés /“foulard”/, corresponde a una trozo largo de tela con el que bebé y quien lo porta se envuelven para moverse formando un solo cuerpo.

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la antropología y el diseño –dicho en grandes palabras– pueden contribuir a mejorar las condiciones para la vida en las calles.

Antes de entrar en el tema quisiera explicitar parte de mi me-todología de trabajo. Diariamente porto una libreta de campo. Se trata de un dispositivo habitual en la vida de un trabajador de cam-po (sea entomólogo, geólogo, etc.) y puede tomar diversas formas (incluso digitales). En mi caso, se trata de una pequeña libreta de hojas blancas, que cabe en el bolsillo derecho de mi pantalón3 junto a un lápiz.

Hacer notas de campo implica realizar observaciones detalla-das y concretas registradas regularmente, las cuales el etnógrafo no escribe solamente para sí mismo y que, si son rigurosas, pueden permitirle detectar cosas que no son obvias (Schensul et al. 1999, p. 114). Ese registro no se acota a la investigación en curso pues se trata de trayectorias de futuro impredecible, “donde cualquier seña o indicio puede convertirse, inesperadamente, en joya o revelación” (Mora 2015, p. 10). En mis libretas, hace algunos años, comencé a registrar gestos y frases de Yuke (mi hija mayor).

Un dispositivo adicional que he usado para la elaboración de este capítulo es la memoria de mi teléfono. Sin buscarlo, allí he almacenado gran cantidad de imágenes de mis caminares con Ame (mi hija menor) y Yuke, las cuales he consultado para esta escritura. Cabe considerar que las fotografías se asemejan a las notas de cam-po en cuanto son parciales, están condicionadas a la vez que con-dicionan y son “hechas como registro, pero no para mero registro” (Mora 2015, p. 12), pues la etnografía demanda realizar el “viaje atento”, condición ineludible para cualquier tipo de conocimiento, en el marco de la aparente necesidad de interpretar e interrelacio-nar los contextos, a fin de poder continuar la caminata, el trayecto (De Munter 2007, p. 23). De allí que, durante el período que duró esta escritura/investigación/edición, he prestado especial atención a mis andanzas, mis anotaciones y mis fotografías.

3. Suelo buscar libretas y bolsillos que se acompasen mutuamente.

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Ambiente y movimiento

Para empezar, nuestro ambiente es el mundo tal como existe y ad-quiere significado en relación a nosotros, en ese sentido cobra exis-tencia y se desarrolla con nosotros y a nuestro alrededor (Ingold 2000, p. 20). El ambiente abordado acá sucede, principalmen-te, en las calles que dialogan entre Patronato y Bellavista, barrios –en el sentido relacional elaborado por Véronica Tapia (2015)– que componen el principal ambiente de crianza para mis hijas. Pero señalar tales barrios como referencia es brindar apenas una pista. No se trata de un Patronato y un Bellavista ya conocidos, fijos, determinados (y terminados). Pues el ambiente puede ser pensado como una “zona de interpenetración” que está “continuamente en obra, continuamente creciendo al tiempo que los habitantes del ambiente hacen sus caminos a su través, siguiendo diferentes sen-das” (Ingold 2012, p. 73). Es decir, se trata de un ambiente urbano en pleno desarrollo, al tiempo en que crío a mis hijas caminando con ellas (y otros crían/crean otras criaturas).

Quiero destacar que caminar con mis hijas no debe entenderse como un movimiento a través del mundo. Vivir en el mundo no im-plica actuar sobre él ni hacerle cambios; nuestras acciones no trans-forman el mundo, son parte del mundo transformándose a sí mis-mo, como parte de su propio proceso (Ingold 2000, p. 200). Y ese movimiento/transformación es “preciso”, como el movimiento del bailarín de danza contemporánea, es decir, “está continuamente co-rrigiéndose con relación al monitoreo perceptual de la tarea mientras esta sigue”, en cambio el movimiento “exacto” sería aquel que cum-ple con exigencias métricas predispuestas (como que el pie alcance cierta altura) (2012, pp. 73-74). En ese sentido, caminar requiere de precisión, antes que de exactitud. De allí que aprender a caminar implique, bajo esta perspectiva, adquirir habilidades que permitan sentir relaciones dinámicas más que desarrollar la capacidad de repe-tir sin alteraciones una misma rutina. En la búsqueda de la exactitud, alterar la rutina implicaría cometer un error. Al perseguir la precisión alterar la rutina permite seguir caminando (y seguir danzando).

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Ame y Yuke, mis hijas

A mi hija mayor le encanta jugar a que es Yuke4, una niña que se debate entre ser humana, para encajar en nuestro mundo, y ser loba, para vivir como tal. Ella dice ser Yuke entre los cero y nueve años. La edad con que busca comportarse está influenciada por su estado de ánimo en cada momento. A veces es una guagua regalona que debo cargar sobre mis hombros, en otros, es una niña “de cole-gio” que discute con chispeantes argumentos la mejor ruta a seguir. También puede morder mis tobillos gruñendo o correr velozmente en cuatro patas desconcertando al resto de los transeúntes. Sin bus-carlo, mi hija menor pasó a ser Ame (la hermana menor de Yuke). Es Ame entre cero y dos años, según lo determine Yuke. La más pequeña imita a la mayor, tratando de caminar como humana y aullar como loba.

Si bien los niños han estado presentes en la antropología y otras ciencias desde sus inicios, tanto como alteridad observable, alteridad medible, alteridad estudiable y colaboradores en terreno (Sobo 2015, p. 45), en los temas urbanos y sociales los infantes componen “un grupo escasamente tomado en cuenta como parte de los habitantes de la ciudad”, y no por su ausencia física sino como una forma de invisibilización, pues los niños sí habitan calles en Santiago de Chile y otros contextos urbanos latinoamericanos, aunque no sean considerados como asunto relevante (Cortés 2011, pp. 8-9). Pareciera ser que los temas interesantes para los adultos –al menos los que hacemos investigaciones– solo fueran los asuntos propios de los adultos.

Pero, aunque parezca obvio señalarlo, la vida de los adultos es modelada por las demandas del cuidado infantil, las cuales im-plican al menos la alimentación y el traslado de los menores (Sobo 2015, p. 62). Es decir, el aparente modelado unidireccional de la condiciones de vida (la vida de los padres da forma a la de sus hijos)

4. Personaje de Ōkami Kodomo no Ame to Yuki, película dirigida por Mamoru Hosada, estrenada el año 2012, cuyo título ha sido traducido como Los niños lobo: Ame y Yuki.

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es más bien un modelado mutuo (hijos y padres poseen capacidades transformadoras sobre la vida del otro). Y no solo eso, la existencia de niños dentro de un grupo humano (familia, vecindario, ciudad, etc.) incide en la vida adulta (por ejemplo, los atochamientos vehi-culares afuera de algunos colegios cada mañana).

Al menos en relación al traslado, yo recorro las calles con mis niñas habitualmente. Tal como otras familias, la organización de la nuestra ha implicado que mis hijas caminen por la ciudad cotidia-namente, ya sea por actividades laborales, domésticas, recreativas o familiares. Y considero importante que al hacerlo aprendan: apren-dan a hacerlo y aprendan mientras lo hacen. Es decir, que adquie-ran las habilidades suficientes para moverse por la ciudad y que durante ese “entrenamiento” desarrollen otras habilidades, como la conversación, el afecto, la curiosidad, etc.

Cuando Yuke aprendió a caminar con firmeza comencé a de-jar en casa su coche para bebé. Me era difícil moverme con él por las detonadas veredas de Patronato, tampoco aportaba en mi co-municación con ella y, a mi parecer, aletargaba su capacidad de prestar atención al ambiente. El único lugar que experimentaba era su coche, alrededor del cual la vida pasaba, sin mayores sobresal-tos verticales, a la velocidad de mis pasos. Sin cadencia, sin riesgo, sin movimiento. La única precisión en juego era la que yo podía ejercitar.

Si bien los carros para transportar bebés pueden ser compren-didos como “objetos de parentesco” porque contribuyen al desen-volvimiento de cierto tipo de relación de parentesco y, además, re-crean ciertos valores asociados a la crianza (Boyer & Spinney 2016, p. 1119), comencé a considerar al coche entre esas facilidades que están diseñadas más para cuidar a los padres que a los hijos y que terminan distanciado, perceptual y afectivamente, a padres e hijos. Entre ellas: el pañal, la leche en polvo, los colados y picados, etc.

Reconozco que a varias familias, incluso a la nuestra, estas tec-nologías ya industrializadas brindan comodidades. Actualmente, por ejemplo, para mi madre (su abuela o “la Bela”) es más fácil

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llevar a Ame al parque Forestal utilizando el coche para bebés y a mí me costaría mucho ir con Ame al trabajo si no usase pañales. Mi cuestionamiento se levanta cuando dejan de ser soluciones posibles y pasan a ser requerimientos ineludibles. Más aun, ese parque y ese trabajo existen en formas propias de la vida contemporánea en una urbe como Santiago. En otros lugares no hay que cruzar grandes avenidas para alcanzar una arboleda, ni hay que silenciar los esfín-teres infantiles para trabajar. Con lo cual el coche y el pañal del ejemplo no resuelven necesidades inmutables, sino que responden a parcialidades momentáneas, a condicionamientos extra familiares (uno urbano y otro laboral).

En esa misma línea, varias personas me han señalado que criar dos hijas, en una ciudad como Santiago, es difícil o imposible sin contar con un automóvil propio. En mi opinión, nos ha ido bien “a pata” (Martínez 2015), esto es, mezclando caminatas con el uso del transporte público.

Resituado el coche de bebés para ocasiones puntuales y mien-tras Yuke ganaba en resistencia física, mis hombros pasaron a ser su descanso cada dos o tres cuadras. Prontamente comencé a resentir cómo mis tiempos laborales reducían sus tiempos pedestres. Si yo estaba atrasado o apurado, ella se iba en hombros. Sus posibles ca-minatas dependían de mis tiempos.

Por otro lado, también estaban relacionadas con mi ánimo y mi condición física. Si estaba cansado, la instaba a caminar o bien nos sentábamos juntos en alguna banca. Tal como los participantes de otros estudios sobre movilidad (Bissell 2009; Boyer & Spinney, 2016) comencé a sentir cierta afinidad corporal con personas reu-nidas bajo las etiquetas de “discapacitado” y “con movilidad reduci-da”. Caminar con ella en hombros condicionaba mi andar, lo hacía más lento, más cauto, más molesto para otros, menos ágil y de tra-yectoria viscosa. Debía cuidar a Yuke de las ramas bajas, los carteles de las tiendas, el tendido eléctrico despeinado por el otoño, etc. No podía ingresar directamente a cualquier recinto, debía reconfigurar nuestra relación corporal antes de hacerlo para evitar chocar con

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umbrales, ventiladores, etc. Además, mi cuerpo comenzó a llenarse de pequeños malestares en las articulaciones y la espalda. También, necesitaba consumir (y transportar) más agua que de costumbre y mi ropa/calzado pasó a configurarse en función de estas caminatas.

No solo mi cansancio, el peso de mi mochila (que cada vez llevaba más cosas suyas y menos cosas mías), algunos dolores cor-porales y mi deseo de que Yuke aprendiera a moverse por la calle me hicieron insistir diariamente en que caminara. Sumado a lo an-terior, comencé a notar ciertas diferencias anímicas al llegar al ho-gar. Cuando podía regalarle una larga caminata a casa, ella llegaba regalona, cansada y hambrienta. Al contrario, si la acarreaba con premura, su condición era mañosa, ansiosa e inapetente. Como si caminar fuese vital para su bien-estar en el mundo.

Educación temprana y (llegar a) ser niño

Uso el término educación temprana para referirme a ese espacio-tiempo de crianza que va desde la vida intrauterina hasta los cinco años, cuando ya –en mi acotada opinión y experiencia– los infan-tes comienzan a mostrar un caminar más propio, desprendido del adulto responsable. No acojo el término educación preescolar pues presupone, implícitamente que, luego de ella vendría una edu-cación escolar, la cual es una opción y no un derrotero obligado para todos.

Las instituciones y las ideas asociadas a la educación temprana deben responder a las demandas de una educación y un neolibe-ralismo globalizados, por un lado, y a las necesidades de la propia comunidad, por otro; no obstante, en contextos con diversidad y segregación es difícil llegar fácilmente a un acuerdo sobre las ca-racterísticas de las necesidades infantiles o de los atributos de una buena educación temprana (Prochner et al. 2016, p. 141). En San-tiago de Chile, y en particular entre Patronato y Bellavista, se dan la tensión y la dificultad antes mencionadas.

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Se han generado diversas dicotomías para reflexionar sobre las formas de educar que los seres humanos despliegan. Es interesan-te, para este caso, la distinción entre educación pedagógica y edu-cación pediátrica (LeVine et al. 1994). La primera busca que los niños aprendan a sentirse emocionalmente independientes de sus padres y que desarrollen, tempranamente, habilidades lingüísticas y de interacción. La segunda vela por la salud y la supervivencia del menor, promoviendo en los pequeños el conocimiento y la com-prensión de su propio ambiente. Ambos modelos son extremos de un continuo donde cada m/padre puede situarse en el lugar que más le acomode, le sea posible o le convenga.

En la ciudad, la calle es un excelente lugar para ejercer una educación pediátrica. El parque y otros espacios libres (según la tipología de Urabayen, 1949) suelen tener áreas y tiempos segrega-dos para la infancia. Si bien esto favorece el encuentro entre pares y crea ambientes protegidos, carece de la condición impredecible y multifacética de la calle. En el parque, uno como padre puede des-cansar. En la calle hay que estar muy atento para moverse y educar. Es agotador pero gratificante.

He querido destacar esto acá dada las presiones actuales a las que se ve sometida la p/maternidad, pues madre y padre no son tér-minos inocentes para definir a quienes crían a sus hijos, más bien, conllevan un conjunto de significados e implicancias políticas, como por ejemplo, la responsabilidad que se les endosa de buscar activamente información en la más reciente producción académica de conocimiento, el cual instruye “científicamente” sobre cómo ser buenos padres/madres a través de disciplinas como la psicología, la pedagogía, etc. (Raffaetà 2016, p. 41). En lo personal, hago parte de esas ciencias y, sin desmerecerlas ni ensalzarlas, he encontrado en la calle una gran instructora en lo que respecta a la educación de mis hijas.

Por otra parte, algunos estudios sobre movilidad y parentesco ya han destacado como ciertos afectos, temporalidades, materiali-dades y discursos sobre lo que constituye una “buena paternidad”

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pueden aunarse para crear intensos sentimientos de incomodidad entre cuidadores que se movilizan con niños, especialmente madres y padres primerizos que pueden considerarse fuera de lugar al per-cibir el sentimiento que otros tienen sobre sus (in)compentencias parentales (Boyer & Spinney 2016, p. 1125). Por ejemplo, cuando un niño hace rabietas, vomita o vocifera en espacios/tiempos llama-dos “públicos”, donde solemos compartir con extraños, espacios/tiempos donde supuestamente ha de prevalecer un comportamien-to considerado como “adulto”.

Tal como no existe una respuesta unívoca a la pregunta por el buen ejercicio de la p/maternidad, tampoco existe una única ma-nera de (llegar a) ser niño ni un único momento para realizarlo. La mirada adulta suele romantizar la infancia al banalizar, minimizar o incluso negar las dificultades con que los niños tienen que lidiar (Hickey-Moody 2013, p. 282).

La edad de Yuke oscila entre cero y nueve años. Desborda, hacia arriba y hacia abajo, lo esperado para su edad cronológica. A veces es muy “infantil” –como si eso fuese una falta–, a veces sor-prende por su madurez –cuando su comportamiento se acompasa con el de aquellos considerados maduros–. Se hace evidente que no es niña dada su edad o, más bien, que su edad no sirve como indi-cador de niñez. “Convertirse en niño es un conjunto de afectos y capacidades que se puede activar en cualquier etapa de la vida (…) no es un estado que pueda ser trazado en una trayectoria teleoló-gica” (Hickey-Moody 2013, p. 282). En consecuencia, la niñez es afecto e intersubjetividad zigzagueando a lo largo del tiempo, es una superficie temporal sobre la cual afectos propios de la niñez son inscritos y el estado de “madurez” jamás es completamente al-canzado, no se trata de una condición permanente e irrevocable (Hickey-Moody 2013, pp. 283-284).

De allí que la calle como instancia de educación temprana sea prácticamente ineludible para quienes caminamos con niños por ella y que no exista una manera más legitimable que otra de hacerlo.

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Caminar con Yuke

Más bien debería llamar a este apartado “correr con Yuke”. Apenas había afirmado su caminar cuando comenzó a mostrar su entu-siasmo por correr. Desde pequeña, si está cansada de caminar, una buena carrera la motiva a moverse con más ganas.

Hasta que nació su hermana menor, Yuke asistía de lunes a viernes a un jardín infantil, ubicado en la comuna de Providencia, en el barrio Bellavista. Llamaré a ese lugar la guardería5.

Diariamente coordinábamos con su madre para realizar, a pie (o en bicicleta), los trayectos de ida y vuelta entre la casa y la guar-dería, los cuales podían incluir hacer compras, trámites o visitas. También podíamos ir a pequeñas plazas cercanas donde solía en-contrarse con viejos amigos y hacer nuevos. Si la energía adulta acompañaba, surcábamos el parque Forestal o el sendero Zorro Vi-dal del cerro San Cristóbal.

El recorrido desde la casa nos llevaba de la comuna de Reco-leta a la comuna de Providencia. Pío Nono, emblemática calle que vincula el río Mapocho con el cerro San Cristóbal, a la altura de la plaza Italia, era la frontera perceptual a cruzar cada mañana.

Luego de una noche de conmoción futbolera a nivel nacio-nal o internacional, debíamos sortear botellas rotas y microbasura-les. Hasta animales muertos y armas cortopunzantes tuvimos que esquivar. Sin embargo, alcanzada la frontera, la vida cambia. En Providencia hay veredas despejadas, bancas con todas sus tablas in-cólumes y fachadas con la pintura y los ventanales intactos, sin que pareciera importar lo que sucedió antes del amanecer.

Pío Nono pasó a ser un hito. Desde allí hasta la guardería, era más seguro –para nosotros– que Yuke ejercitara su caminar. Al contrario, de ese allí a la casa, era mejor llevarla en upa o, al menos, prestar mucha atención al futuro inmediato de su andar.

5. Me atengo, al usar esta denominación, al guiño cinematográfico a Los niños lobo de Mamoru Hosada.

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Si el tiempo adulto lo permitía, ella decidía sus pasos. Esto los hacía infinitos. Ella no recorría la línea recta entre una esquina y otra. Ella ludificaba esa zona. Cada peldaño a la salida de una casa debía ser pisado. Cada pequeña fisura de la vereda debía ser esqui-vada, ojalá con gracia. Cualquier marca en la superficie componía la pieza de un crucigrama kinésico que reclamaba resolución. Todo montículo era rodeado y escalado. Todo perro y gato recibía un cordial saludo. Toda paloma debía emprender el vuelo estrepitosa-mente. Varias rejas eran trepadas. Los mosaicos en el suelo pasaron a ser lugares ceremoniales donde debían cumplirse estrictos rituales que incluían saltar, estremecerse, arrastrarse y tocar con partes es-pecíficas del cuerpo ciertas piezas del colorido despliegue. Su mayor fascinación eran las rampas. Devotamente corría por ellas, de punta a cabo, cuantas veces alcanzaba a hacerlo, según la velocidad de avance (y el ánimo) del adulto acompañante.

Esta ludificación de la calle contrasta con las trayectorias su-puestamente eficientes del habitante uniforme modelado por Susa-na Cortés (2011). Al respecto el artista Jeremy Wood señala que ca-minar es como dibujar, entonces “(p)odemos hacerlo en líneas rec-tas o girando en curvas” –como quien busca llegar alcanzar pronto un destino– o “(p)odemos garabatear paseando atrás y adelante o saltar para añadir textura”, al modo en que lo hacen los niños, pues ellos “(s)altan a la pata coja sobre los baches y las grietas del suelo y caminan en equilibro sobre los bordes de los muros y aceras (...)” (Wood 2017, p. 19).

Mientras garabateaba con su cuerpo el espacio-tiempo en la calle, Yuke comenzó a crear su propio mapa de estas caminatas. Un mapa magro en topónimos, rico en recuerdos, afectos y cuidadosas observaciones.

Tal mapa, en palabras de Deleuze, era expresión de la identidad de su viaje y de lo que ella había recorrido, ese mapa se fundió con su objeto, pues el objeto mismo era su movimiento (1997, p. 3). Yuke sabía qué calles conducían a tal o cual plaza, y tenía sus favo-ritas. Estableció también cuál era el momento más propicio para

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negociar la ruta. Aprendió que pasada cierta calle o cierta posición del sol, tal o cual plaza quedaba fuera del rango de voluntad del adulto acompañante. Y, algo muy importante, descubrió que los adultos de su familia tenían criterios diferentes para escoger rutas, tanto de ida como de regreso.

Al principio esto pareció desconcertarla. Recuerdo que una mañana me reclamó: “Tú y mi mamá me dicen cosas distintas so-bre lo mismo”. Con el tiempo, sin pretenderlo, pasó a ser una co-municadora entre los adultos: “Mi papá siempre se sienta en esa banca para hacer la colación”, “mi mamá no pasa por esta vereda, le molestan esos basureros”, “mi abuelita me deja cruzar sola esta calle cuando no viene nadie”. Así encontraba soporte para sus soli-citudes y argucias.

Recorrer el mundo con ella pasó a ser caminarlo con otros au-sentes en ese momento, pero presentes en sus afectos, pues las ex-periencias no son excluyentemente individuales. “La experiencia es siempre personal y, también, siempre está repartida entre las expe-riencias singulares de los demás” (Gambs 2007, p. 112). Nuestra ex-periencia, esa de caminar juntos, ya no pertenecía solo a Yuke y a mí.

Incluso excedió los bordes de nuestra familia. Personas que yo no conocía comenzaron a saludarla cariñosamente en la calle. Eran m/padres de amigos que solía encontrar en alguna plaza que pocas veces frecuentaba conmigo. Eran caseros de locales a los cuales yo no había entrado. Así fue generando, sucesivamente, nuevos mapas.

Dichos mapas, se superponían de manera tal que cada mapa se veía modificado en el siguiente, evidenciando “una redistribu-ción de impasses y avances, de umbrales y recintos” (Deleuze 1997, p. 8). Además, estos mapas no solo guardaban “relación con un espacio constituido por trayectorias” del cual podrían indicarnos su extensión, también hablaban de intensidades y densidades, po-dían contener una constelación de afectos y ser, cada mapa en sí mismo, un devenir (Deleuze 1997, pp. 10-11). De esta manera, los nuevos mapas de Yuke se hicieron enjundiosos en anécdotas personales (por ende, compartidas) que habían sucedido en lugares

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con nombres propios: las calles Loreto, Darñirá, Puísima, Antonia Lope, la plaza Camino Mori, el parque Gustamante, etc. Desde ese momento, Yuke comenzó a conversar mientras caminábamos jun-tos y nuestro mundo compartido se llenó de palabras.

Caminar con Ame

Dos días después de que naciera Ame caminé con ella, desde la clí-nica hasta la casa, en brazos. Había aprendido con Yuke –su ahora orgullosa “hermana mayor”– a valorar la caminata conjunta como forma de relación y a “ejercitar” mi paternidad en movimiento por la calle.

Propongo acá que la paternidad se puede ejercitar, como quien práctica dibujo, canto, deporte, etc. Esto es distinto a ejercerla, lo cual implicaría la realización de las funciones propias de un padre, es decir, la aplicación de acciones unidireccionales sobre los hijos. No existe nada como la “función propia de un padre”. Se trata de un despliegue, muchas veces incierto, de decisiones. Y la crian-za no va solo del padre al hijo. Los hijos y la paternidad también nos crían.

Al respecto, Tim Ingold señala que en la academia se suele comprender la relación entre padres e hijos bajo la noción de “fi-liación”, la cual se dibuja como una línea recta que conecta dos puntos, mientras que fuera de la academia “cada niño continúa la vida de su progenitor mientras progresivamente diferencia su pro-pia vida de la que lo engendró”, por lo tanto, “la filiación no es la conexión entre padres e hijos, sino la vida de padres con hijos” (2016, pp. 13-14, cursivas en el original).

Retomando aquella primera caminata, de la clínica a la casa, Ame durmió plácidamente todo el recorrido. Quizás reconoció los voceos y murmullos de Patronato como sonidos familiares.

Ame heredó, entre otros artefactos de crianza u objetos de pa-rentesco, el fular de su hermana mayor. Al mes de vida comencé a

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portearla caminando junto a su mamá. Cuando pudo pasar algunas horas alejadas del pecho materno, Ame se unió a nuestros periplos con Yuke.

Portearla es vestirla. Caminar con mis hijas condiciona sus ves-timentas y la mía. Por un lado, caminar con Yuke nos obliga a usar ropa cómoda y ligera para correr juntos. Por otro lado, para caminar con Ame prefiero usar ropa delgada, pues ir con ella en el pecho es como cargar un brasero de diez kilos. En días calurosos suelo llevarla desnuda. En días fríos trato de no arroparla tanto, bastan tres cua-dras a pie para alcanzar una temperatura confortable. Muchas veces debo moverme (no solo caminar) a una velocidad moderada, para evitar que transpire en exceso. Así, con Ame, la vida no transcurre ni muy lento ni muy rápido. Hemos de mantenernos tibios. Se trata de una corporalidad compartida, de individuos que no existen en su modalidad de únicos y acotados, sino con bordes corpóreos difusos. Portearla es pisar sin mirar. Su volumen oculta mis pies. Siento la superficie que piso, pero no puedo verla. Camino distinto.

Portearla es llamar la atención. En la calle muchas personas comentan esta situación como extravagante. A veces me pregun-tan: “¿Y la mamá está trabajando? ¿Está preocupada? ¿Está enfer-ma? ¿Está?”. En otras ocasiones el interés apunta a si está cómo-da o si puede respirar. Como si ella en su condición de “infante” (palabra cuyo origen etimológico es “sin voz”) no pudiera expre-sar su mal-estar si lo tuviera. A veces me detengo para comentar que, tal como muchos bebés, Ame llora estruendosamente cuando algo le molesta, por lo tanto, su apacible quietud es indicador de bienestar.

También hay quienes reconocen lo placentero de su situación, tanto para ella como para mí. Muchas personas me han expresado su deseo de portar sus retoños a la oficina, a la tienda, etc. Una vez en la micro, un hombre aparentemente mayor que yo me dijo: “En mi época no había de esos [porteadores], yo usé uno con tiritas con mi niña, todos me criticaban que iba a ser muy regalona, ahora es kinesióloga de la Católica ¿Ve? Salió habilosa”.

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Tal como evidencian Kate Boyer y Justin Spinney (2016, p. 1125), los infantes tienen la capacidad de transformar, con su mera presencia, espacios anónimos en espacios de convivencia. Portearla es una invitación a conversar. Recordemos que caminar y conversar caminan y conversan entre sí, dentro de una relación que Marc Shell denomina retórica del ritmo (2015).

La crianza

Tal vez lo que aprendemos con Ame, mi guagua, sea difícil de eva-luar, medir o demostrar. Siento que aprendemos a confiar mutua-mente. Me sobrecoge como ella puede dormir pegada a mi tronco, sin sobresaltos, por horas. No importan el ruido del tráfico, el ha-cinamiento en ciertos lugares o el calor que rebota en el asfalto, ella descansa. Y cuando está despierta, ella contempla.

Cabe señalar, desde “una visión relacional de las movilidades, que es en primer lugar a través de nuestro sentido háptico del tac-to y de nuestro sentido cinestésico del movimiento corporal que aprehendemos el tiempo y el espacio, nos orientamos hacia el mun-do, y creamos lugares (y afectos) a través de las fricciones y ritmos de nuestro movimiento a través de entornos” (Jensen et al. 2015: 364). En tal sentido, con Ame aprendemos a movernos. Yo con ella, ella conmigo y ambos en el mundo. Nos vamos encariñando al compartir fricciones y ritmos, una cadencia, una temperatura, etc. Y probablemente mi cuerpo, mi espacio y mi tiempo componen para ella un lugar reconocible, seguro y protegido. Es uno de sus lugares en el mundo.

Con Yuke la situación es un poco diferente. Como todos, ten-go poco control de lo que encontraremos en la calle. Especialmente entre Patronato y Bellavista, barrios de alto comercio diurno e in-tensa diversión nocturna, donde coexistimos con “turistas” y “mi-grantes” –discutible distinción en una sociedad clasista– es habitual toparse con personas que hablan otros idiomas, visten otras ropas, comen otros alimentos, etc.

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Por ejemplo, en las veredas veraniegas, es común que algu-nos vecinos instalen piscinas inflables para sus hijos al lado de hu-meantes parrillas y estruendosos parlantes que, vía bluetooth, llenan de salsa caribeña la calle. Pero antes, en primavera, florecen en las esquinas abultados matorrales de visitantes europarlantes que ig-noran las luces semafóricas y bloquean la circulación peatonal con gestos curiosos y lentos mientras comentan y fotografían nuestro cotidiano.

Estas situaciones provocan roces. Ya sean conversaciones, re-clamos, maniobras evasivas, detenciones contemplativas, ganas de participar y otros. Cada instante en el espacio/tiempo público es una oportunidad de aprendizaje ¿Qué pasa cuando alguien cruza la calle de manera temeraria? ¿Qué hacer si encontramos una billetera con dinero y documentos en su interior? ¿Cómo reaccionar ante un ciclista que va raudo por la vereda? De fondo subyace el dilema de cómo compartir la vida (en la calle) que, a veces, Yuke expresa en preguntas: “¿A la gente que duerme en la calle sus papás le traen comida? ¿Cómo el camión de la basura es tan asqueroso y deja todo limpio? “¿Por qué los carabineros se llevan a los señores que venden jugo?6 ¿Por qué esa señora cojea tanto?7 ¿Ellos, de dónde son y en qué idioma hablan?”. O bien con frases que construyen puentes:

Para tratar, corporalmente, asuntos como la piscina bailable y el turismo fotográfico intento, en el instante, acompasar nues-tra velocidad, dirección y ritmo. Si hay mucho ruido, suelo aga-charme para acercarme a los oídos de Yuke. Si es una situación cinéticamente peligrosa e impredecible (un ciclista atolondrado, un

6. Una vez se llevaron a nuestro casero del puente Pío Nono. Vimos su carro roto, parte de su fruta pisoteada y algunos de sus colegas nos informaron de lo sucedido. Afortunadamente, luego lo encontramos en otra esquina, aunque solo pudo regalarnos unas naranjas pues estaban fisca-lizando el sector. Valoro mucho esos gestos de generosidad para con Yuke, son potentemente formadores.

7. La señora volteó a responderle con tono ácido y cariñoso a la vez: “Antes cojeaba menos, mijita, pero los doctores me convencieron de operarme tres veces y me dejaron así. ¡Nunca más quise ir al médico!”. Valoro también esos comentarios vivenciales que le ofrecen a Yuke fuertes con-trastes con su manera de sentipensar.

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camión descargando, una jauría embravecida, etc.) intento resituar a Yuke en una trayectoria más segura. Si los hechos la inquietan, la tomo en brazos o la subo a mis hombros. Trato de enseñarle a ser cauta, no miedosa; a ser tolerante, no enjuiciadora; a ser empeñosa, no quejumbrosa y una serie de otros principios que, hace años, trató de enseñarme mi abuela con quien también caminé mucho desde mi temprana infancia hasta su muerte.

En ese proceso Yuke y el ambiente me cuestionan con sus mo-vimientos. ¿Hasta qué punto yo camino sin miedos, sin juicios, sin quejas? Tal como concluye Soledad Martínez (en este volumen), en la calle está “(l)o que muchos valoran y lo que muchos otros rehú-yen: el contacto, el afectarse, el relacionarse”.

Hoy, porteando a Ame, me es agotador correr al ritmo de Yuke. Suelo motivarla a que llegue velozmente a la otra esquina y me espere. Mientras ella corre disfruto al ver sus largas zancadas, escuchar sus carcajadas y apreciar su agilidad [insertar babero para padres acá]. “Soy ninja” –proclama con orgullo–. Pero también me preocupa que pueda salir algún vehículo de una bodega, un perro exaltado protegiendo su territorio o, incluso, un secuestrador de menores. Me preocupa que, dada mi movilidad reducida, yo no alcance a protegerla. Sean fundados o no mis temores, debo confiar en (y propiciar su) monitoreo perceptual. Si bien puedo instruirla en esa habilidad, con palabras y con ejemplos, es en el ejercicio que ella lo desarrollara.

Las calles de Patronato y Bellavista son una buena cancha para practicar el relativismo cultural. Tenemos lo “lindo”, el carnaval, la capoeira, la murga, la morenada, la peluquería tropical. Esa al-teridad exotizada y atractiva. Pero también tenemos lo incómodo, la delincuencia, la prostitución, el hacinamiento, la xenofobia, la explotación laboral. Esa alteridad que alimenta la incertidumbre cada vez que te la encuentras en la calle.

Caminar con mis hijas –que es al mismo tiempo conversar con ellas– me fuerza a tomar posición explícita sobre cosas que pasan en la calle y ante las cuales me sería más cómodo guardar silencio.

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Como los microbasurales de comida podrida que amanecen frente a los restoranes Sarita Colonia y Vietnam Discovery. Los ciclistas que pedalean por la vereda. El hotel Loreto que usa como estaciona-miento de clientes la vereda pública. Los trozos de botellas quebra-das junto a otros vestigios de nocturnas conversaciones de cuneta. Y un largo etcétera que tiene sus equivalencias en otras aceras.

Se trata de una situación educacional mucho menos contro-lada que un aula de clases. Así como suelen hacer los estudiantes con sus profesores, mis hijas me observan, me evalúan, me miden. Perciben en mi gesto, mi voz y mi mirada una opinión sobre el mundo. Tal vez por eso caminar y conversar van de la mano, am-bas son maneras de conocerse y acompasarse, ejercitarlas juntas las hace más fluidas y agradables ¿Cómo diseñar calles que propicien el acompasamiento entre los caminantes?

¿Qué podrían hacer la antropología y el diseño para que la calle se convirtiese en un lugar deseado? Recuerdo los recuerdos de Cristián Labarca (en este volumen) ¡Qué ganas de que todos tuvié-ramos ganas de estar en la calle! Quiero poner acento en el verbo, no se trata de salir a la calle, sino de estar en ella y que realizar dicha acción sea algo pretendido, buscado, anhelado. Hay que ampliar la casa, hay que habitar la calle, comprenderla (y quererla) como parte de nuestro ambiente.

“Mientras siga prevaleciendo el temor a la calle, a los caminos, a los viajes y siga incólume su contraparte emotiva, el amor hacia los destinos finales, seguros y protegidos de los peligros”, ningún cambio en este sentido es posible (Salcedo y Caicedo 2008, p. 106). Pienso que para alcanzar ese amor por la calle, no hemos de limitar nuestra búsqueda de caminos y maneras en el campo del urbanis-mo. Si bien el urbanismo feminista, el urbanismo táctico, el urba-nismo inclusivo y otras corrientes pueden aportar en esta dirección, este dilema implica un asunto de convivencia entre diferentes que debe ser abordado desde varias hebras.

Una hebra interesante es la propuesta, a través de la ac-ción, por bebés y niños. Ellos “viven la ciudad con un sentido de

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sociabilidad muy diferente al de nosotros los adultos y, con su ac-tuar, demuestran el potencial de estas sociabilidades alternativas que pueden crear inesperadas (y a menudo positivas) atmósferas afectivas” (Boyer & Spinney 2016, p. 1126).

Por un lado, tal vez si todos fuéramos como ese “habitante uniforme” que narraba Susana Cortés (2011, p. 7) cohabitar las ca-lles sería más fácil. Pero no somos así, somos diversos e iguales a la vez. Por otro lado, la coexistencia no sucede solo en la calle y no se alimenta de lo que sucede allí exclusivamente. No solo somos hu-manos y no humanos compartiendo un mismo ambiente. Somos la vida conviviendo, sucediendo y persistiendo.

Diseño y materialidad insistente

La etnografía y el diseño tienen varias características en común. Ambas son producto y proceso, son investigación, están centra-dos en la gente y son reflexivos, por nombrar algunas (Murphy y Marcus 2013, pp. 257-259). En este ejercicio etnográfico he pre-tendido mostrar una manera de experienciar la calle: habitarla como una situación de crianza, un espacio-tiempo de educación temprana y pediátrica que cultiva la precisión, antes que la exac-titud. Confío que, en el diseño, alguien sabrá recoger una de las preguntas implícitas en mi narración. ¿Cómo diseñar calles que fa-ciliten la crianza a través del caminar?

No se trata solo de cuidar el estado de las veredas, de contar con cruces peatonales seguros, ni de poner más juegos infantiles. No se trata, solamente, de preocuparse por la materialidad per-sistente, sino también por la materialidad insistente, esos cuerpos humanos, felinos, caninos, mecánicos, eléctricos, desechados, repa-rados, etc. que habitan la calle. Tal como al inicio de este capítulo lo señaló Wunderlich (2014), el diseño urbano debe ser lo que pasa en la calle, no lo que encuentras en ella.

Por materialidad persistente me refiero a esos artefactos y or-ganismos que permanecen, por largo tiempo, en las calles: señaléti-

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cas, baches, ciclovías, postes, etc. Por materialidad insistente aludo a esos cuerpos que, periódicamente, ocupan la calle: peatones, au-tomóviles, ciclistas con sus bicicletas, tarros de basura con y sin ba-sura, perros callejeros y de los otros, gatos, vendedores ambulantes, gente que hace aseo, gente apurada, gente comprando, gente que se muda, pololos pololeando, vagabundos, organilleros, barristas, prostitutas, hojas secas, políticos en campaña, aguas de lluvia, aguas de desagües, aguas de jardín regado, aguas de taller mecánico y un incontable etcétera que a veces está, que a ciertas horas aparece, que puede desbordar o vaciar una calle.

Por eso planteo que no es un mero asunto mobiliario, sino móvil-diario. La cinética incesante e implanificable es la piedra en el zapato del diseño urbano.

Filipa Wunderlich ya mostró con su trabajo que el paso del tiempo, en un ambiente urbano, puede ser aprehendido. Para sensibilizar al diseño urbano, entre otras estrategias, cabe prestar a atención a la “estética temporal” (Wunderlich 2014, p. 72). Es en el movimiento (des)concertado de los cuerpos humanos y no-humanos que se despliegan las condiciones vitales de un espacio/tiempo, en este caso, de la ciudad.

Recojo acá una síntesis reflexiva que me parece pertinente como programa de trabajo para la pregunta antes planteada. Se tra-ta del manifiesto del “diseño de ambientes para la vida” propuesto por Tim Ingold (2012, p. 33): i) los ambientes son inherentemente variables, por ende, el diseño debe mejorar la flexibilidad de sus habitantes, para que respondan con previsión e imaginación a los cambios; ii) el impulso de la vida es seguir avanzando, por ello, el diseño debe abrir constantemente senda para la improvisación creativa y; iii) la tensión entre esperanzas y sueños frente a las cons-tricciones materiales es inevitable; el diseño debe invitar a los habi-tantes a dialogar sobre dicha tensión.

Esto implica que el diseño no debe centrarse, únicamente, en el usuario. El foco de atención e intención del diseño debe ser la vida. Además, el objetivo final del diseño no consiste en crear

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objetos o servicios, sino en crear (y criar) ambientes que se acom-pasen con las condiciones propias de la vida. Se trata, en pocas palabras, de caminar (y conversar) con la vida.

De regreso

En un pasaje de su tan polemizado diario de campo en Melanesia, Bronislaw Malinowski, uno de los responsables de la institucio-nalización del trabajo en terreno como característico de la antro-pología, narra: “Caminé por el borde la playa hasta Okina’i, por delante de los niggers; quería estar a solas con mis pensamientos [...]. Caminé solo hasta más allá de Osikweya, formulando planes [...]” (Malinowski 2011, p. 254, cursivas en el original).

Estas caminatas solitarias de un cuerpo único masculino, adulto, sano y ágil, de un “habitante uniforme” (Cortés, 2011) que pareciera aprovechar de manera racional su tiempo, son las que pretendí evitar en este escrito. En general, los estudios del ca-minar han tendido a ignorar las implicancias de los andares com-partidos: quien lleva a alguien del brazo, quienes van de la mano, quien portea a alguien, quienes van juntos, quienes se cruzan en la calle, quien empuja a alguien que va en un coche o en una silla de ruedas, etc. Son caminatas presentes en la ciudad que han sido tratadas como ausentes, tal vez por su condición de ininteligible, desechable, residual, inferior, local o particular que obstaculiza las realidades científicas, avanzadas, superiores, globales o productivas (de Sousa 2013, pp. 24-25). Son aquellas propias de la vejez, el enamoramiento, el descanso, la enfermedad, la amistad, la infancia, el cariño, el cuidado, el regaloneo, etc. Y, si estas suceden dentro de una relación trabajo-salario (como en el área de la educación o la salud), se trata de servicios prestados a niños, ancianos o enfer-mos, es decir, al sector considerado como improductivo dentro de nuestras ciudades.

En este caso, la etnografía ha mostrado ser un “mecanismo” que permite disipar la niebla que cubre determinados conocimien-

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tos y destacarlos por un pequeño instante (Quiroz 2016, p. 59). Por ejemplo, si bien es claro que al estudiar el caminar, cuando no prestamos atención a lo que sucede en la experiencia vivida entre el punto A y el B podemos esencializar la práctica del caminar e ignorar la heterogeneidad de vivencias asociadas a ella (Middleton 2011, pp. 90-91). Tal como he expresado en este relato de crian-za/calle/conversación, se corren los mismos riesgos al considerar el caminar como un acto individual, realizado por cuerpos desvincu-lados de otros cuerpos. Pareciera que la unidad mínima del andar fuese, necesariamente, un individuo, sin considerar la condición gregaria propia del ser humano. Por eso, al estudiar el caminar, se torna relevante la pregunta ¿con quién(es) se hace?8.

Si bien de manera incompleta –no podría ser de otra forma– en este capítulo he mostrado que cuando aprendemos a caminar no solo aprendemos a desplazarnos a través del espacio/tiempo y que este aprendizaje no se alcanza por completo en ninguna etapa de la vida, al contrario, es parte constante y constitutiva de ella. Por ello también, no sucede en solitario, nuestros procesos vitales son compartidos y no son excluyentes de otros. Hay varios implicados en el caminar, aquí he destacado el criar para señalar que, en am-bos casos, no existe una única manera de hacerlo, ni tampoco una manera, espacio o tiempo correcto para realizarlo. Todos estamos involucrados, con distintos objetivos y prioridades, en la constante búsqueda de mejores condiciones para la vida.

Tal como “no existe una manera estandarizada de hacer etno-grafía que sea universalmente practicada” (Pink 2009: 8), tampoco existen maneras estandarizadas de ser p/madre, hijo/a o niña/o. Ni mucho menos las hay para caminar, recordemos la analogía con el dibujar (Wood 2017): puedes escoger entre trazar líneas rectas o garabatear creando texturas, ya sea con tu cuerpo en la calle o con un lápiz sobre el papel.

8. En este capítulo he hecho hincapié en una co-presencialidad no mediada, pero también podría tratarse de una conversación telefónica u otras formas dislocadas de interacción.

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De igual modo, cada vez que caminamos vamos modificando nuestro mapa de trayectorias, intensidades, densidades y afectivida-des (Deleuze 1997), a la vez que somos el ambiente modificándose a sí mismo (Ingold 2000).

En relación a mis hijas, más que una recapitulación, solo quie-ro contar que, a más de un año de iniciada esta escritura, ya de vez en cuando Yuke lleva de la mano a Ame por las veredas mientras le va conversando sobre lo que hay en cada calle y cómo debe ca-minar. Ame se aferra a ella, le balbucea preguntas y comentarios, también se distrae y la tironea. Se enredan, se caen juntas, se ríen, se acompasan. Así, aprenden a ser hermanas mientras aprenden a caminar (y al revés). En ese doble proceso, sus cuerpos pasan a ser materialidades insistentes en la calle, al mismo tiempo que ellas se incorporan a esa parte del ambiente que va caminando.

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El caminar idiótico en la Smart City: la experiencia urbana más allá de su cuantificación digitalMartín Tironi y Matías Valderrama

Introducción

En el último tiempo el concepto de Smart Cities ha proliferado en los debates sobre la ciudad contemporánea. Ya sea como estrategia de marketing urbano o buscando la ansiada modernización digi-tal de los servicios de la ciudad, tanto entidades gubernamentales como privadas están invirtiendo importantes recursos en diferentes “iniciativas”, “desafíos”, “pilotos”, “prototipos”, “experimentacio-nes” o “apps” para hacer de la ciudad, una entidad más inteligen-te. En los proyectos smart las tecnologías digitales están destinadas a operacionalizar y solucionar procesos urbanos complejos, bajo principios como eficiencia, sustentabilidad y coordinación. De-sarrollar entornos y objetos urbanos conectados y ensamblados a sistemas automatizados, suelen ser una de las condiciones para que este tipo de prácticas y principios sean posibles.

Uno de los dominios privilegiados de testeo y materialización del paradigma Smart Cities ha sido el de la movilidad urbana. Este campo se ha transformado en un laboratorio a “cielo abierto” de ex-perimentaciones múltiples (Tironi y Sánchez-Criado 2015), donde concurren todo tipo de expertos y conocimientos, sensores y algo-ritmos, instituciones públicas y empresas, grandes volúmenes de datos y potenciales usuarios.

Al igual que otras actividades de nuestras vidas cotidianas que están siendo reconfiguradas mediante dispositivos inteligentes –como andar en bicicleta, trotar, dormir, comprar– el caminar

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como práctica urbana se está transformando en una de las tantas actividades susceptibles de ser sensorizadas, codificadas y visualiza-das. Gracias la proliferación de variados dispositivos y aplicaciones de self-tracking (automonitoreo), capacitados para captar y moni-torear todo tipo de movimientos y gestos, el caminar se vuelve una acción computable y calculable como nunca antes, traduciendo la experiencia pedestre de mover un pie delante del otro en números, visualizaciones y métricas.

Los promotores de estas tecnologías smart no dudan en pro-clamar que estas herramientas hacen posible que más personas se interesen por esta práctica, al lograr un mayor grado de concien-tización e involucramiento con la actividad de caminar gracias a estas métricas. El monitoreo y cuantificación de la práctica del caminar ofrecería una serie de experiencias y recursos inéditos al sujeto que la usa, ampliando las capacidades para medir y evaluar sus rendimientos cotidianos. Los incentivos a la utilización de es-tas tecnologías pueden ser tan variados como las personas que las usan, y estos van desde mayores grados de responsabilidad frente a la actividad de caminar, mecánicas de juego, funcionalidades de redes sociales, hasta la recomendación de las rutas más “felices” por donde caminar.

El objetivo de este artículo será interrogar ciertos presupues-tos político-morales que se encriptan en las formas de participa-ción e involucramiento que contienen estas tecnologías de self-tracking del caminar en la ciudad. Para realizar esta operación, en lugar de volver reconocidos referentes como el flâneur de Benja-min o el hacedor de de Certeau, nos proponemos dialogar con re-cientes conceptualizaciones que los Science and Technology Studies (STS) han desarrollado a partir del personaje ficcional del idiota (Stengers 2005; Michael 2012a, 2012b; Farias y Blok 2016; Ga-brys 2016). Se ha usado este concepto principalmente como es-trategia teórica y metodológica para ampliar las consideraciones y proposiciones éticas que se negocian en los proyectos tecnocientí-ficos contemporáneos (Stengers 2005) ya sea en el espacio urbano

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(Blok y Farias 2016; Gabrys 2016; Tironi y Valderrama 2018) o en las estrategias metodológicas desplegadas para sus análisis (Michael 2012a; Wilkie, Michael y Plummer‐Fernandez 2015; Tironi 2016)

Interrogar los usos y efectos de los dispositivos de automonito-reo desde el murmullo del idiota implica un ejercicio especulativo y contrafactual respecto al programa tecno-inteligente de estas tec-nologías. En otras palabras, nos permite abrir interrogantes sobre aquellas otras posibilidades de habitar e involucrarse con lo urbano que quedan fuera del diseño de estos artefactos, ya sea por su ca-rácter inútil, divergente o poco lucrativo. Usamos este personaje conceptual para reconocer en el caminar modos de experimentar la ciudad que no se reducen a datos y métricas, y que evidencian un derecho a huir de la transparencia y predictibilidad que propone la ciudad inteligente.

El interés por las potencialidades subversivas del caminar no es algo nuevo. Diferentes esfuerzos –desde la deambulación surrealis-ta de Bretón de los años sesenta, pasando por la deriva situacionista de Debord (1958), la creatividad poética del flâneur de Baudelaire y Benjamin (1982), hasta las resistencias prácticas de Michael de Certeau (1997)– han visto en el caminar una práctica indócil y abierta, imposible de rotular a categorías predefinidas desde arriba. Sin ir más lejos, Walter Benjamin destaca cualidades de la figura del flâneur, como aquel espectador urbano que en su actividad de vagabundaje urbano, de ese constante vaivén, de perder el tiempo y a sí mismo en la multitud de la ciudad, logra subvertir el or-den hegemónico y la moral conservadora del París decimonónico (Simay 2009).

¿Pero qué ocurre con el caminar digitalizado del siglo XXI, al caminar del habitante de la ciudad smart e hiperconectada, con ese ciudadano cada vez más equipado de tecnologías y aumentado cognitivamente por el uso de diferentes aplicaciones inteligentes? Podríamos sostener que en la ciudad actual el caminar no solo es interceptado por materialidades asociadas al comercio como

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lo mostró Benjamin, sino también por alertas, sensores y chips miniaturizados, por flujos inmateriales y automatizadas de datos e información. Actualmente la práctica del caminar está comen-zando a ser diseñada, programada y comercializada por empresas desarrolladoras de tecnologías que permiten una mayor reflexivi-dad de esta actividad, bajo el discurso de que más personas hagan rutinaria esta actividad. Las métricas del caminar, procesadas y visualizadas bajo variadas aplicaciones y wearables, no solo bus-can generar un autoconocimiento, sino también identificar un correcto consumidor, rankear al buen deportista, alentar al que se preocupa de su salud y prescribir a los usuarios de estos dispositi-vos con recomendaciones de cómo aprovechar mejor la actividad que se está realizando.

En lo que sigue se buscará problematizar la concepción del caminar inteligente que emerge de estas tecnologías digitales. An-tes que buscar proponer otro concepto en sustitución al de ciudad inteligente, la idea es hacer uso de la gramática especulativa que propone el personaje del idiota para revelar aquellos aspectos im-pensados e inconmensurables que resultan porfiados a los esfuerzos de cuantificación y estructuración de la retórica smart. En particu-lar, destacaremos dos aspectos que se problematizan al analizar el “yo cuantificado” desde el personaje del idiota: en primer lugar, la dimensión vinculada a las fallas e imperfecciones que acontecen en la experiencia de caminar, actualizando un tipo de relación y saber de la ciudad diferente al promovido por la inteligencia tecnológica. En segundo lugar, se discutirá las formas de resistencias y rechazos que surgen desde el caminar idiótico a la codificación del usuario digital/inteligente. Finalmente, se concluye con una reflexión res-pecto a los aportes que trae el pensar el diseño de nuestros entornos urbanos a partir de figuras especulativas.

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Ciudad, sujeto y participación en el caminar smart

Uno de los presupuestos de la Smart City es la necesidad de cuan-tificar una serie de variables de la ciudad mediante sensores auto-matizados y distribuidos por cada rincón, bolsillo e infraestructura urbana. Solo haciendo de las preferencias, comportamientos e in-teracciones entre sus habitantes, asuntos calculables y predecibles es que se lograría una mayor inteligencia y eficiencia en su fun-cionamiento. Por medio del internet of things y la sensorización de ambientes, de pronto los componentes humanos y no-humanos de la ciudad adquieren formas de “sensibilidad” y una capacidad inaudita de emitir, compartir y procesar información. Ante la com-putación ubicua, distribuida en cada ámbito social, se produciría un aumento exponencial de datos en tiempo real, sobre los diferen-tes problemas, necesidades e intereses de una ciudad, tales como contaminación, ruido, uso de transportes, lugares de compra, entre muchos otros. Se estima que para el 2020 habrá 50 billones de objetos conectados, reconfigurando no solo nuestras relaciones y ambientes urbanos, sino también otorgándole inteligencia y auto-nomía a objetos tradicionalmente inanimados (Tironi & Sánchez-Criado 2015; Gabrys 2016).

Una de las premisas de la extensión de las redes de sensores automatizados es que los problemas de la ciudad (contaminación, ineficiencia, atochamientos, etc.) surgen principalmente por erro-res de coordinación y asimetrías de información entre actores. Es-tas descoordinaciones podrían ser “solucionadas” introduciendo inteligencia tecnológica, generando ecosistemas mediatizados y electrónicos, capacitados para tomar decisiones en base a grandes cantidades de datos interconectados y en tiempo real. Este esce-nario abre la discusión respecto a los enredos sociopolíticos que estos sensores-actores producen (Gabrys 2016), conformando milieus emergentes con capacidades de control, manejo y cuanti-ficación remota de un amplio espectro de interacciones, haciendo visible, rotulable y cognoscible una serie de relaciones que antes,

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con las meras capacidades humanas, eran imposibles de conocer con tal nivel de detalle.

Esta explosión sin precedentes de las cosas conectadas y las po-sibilidades de monitoreo mediante sensores, ha traído importantes posibilidades de negocio para las empresas de telecomunicaciones, desarrollándose una variada paleta de servicios y aplicaciones. No obstante, en el régimen de las Smart Cities, los datos no solo se ex-traen de sensores situados en infraestructuras o ambientes interco-nectados, sino también y crecientemente de los propios habitantes de la ciudad que se someten voluntariamente a un automonitoreo de múltiples variables (Véase Lupton 2016), convirtiéndose ellos mismos en sensores del espacio urbano (Goodchild 2007). Me-diante el uso de múltiples tecnologías digitales, prácticas habituales y ordinarias como comer, trabajar y dormir, se transforman en no-menclaturas estadísticas y visualizables, haciendo de estas activida-des un espejo reflexivo (Licoppe 2014).

Esta tendencia ha sido impulsada de manera más visible des-de el movimiento Quantified Self, un grupo de usuarios, techies y desarrolladores involucrados en prácticas de automonitoreo, que crean sus propios dispositivos y organizan reuniones para conver-sar sobre sus experiencias con ellos. Gary Wolf (2009 2010), uno de sus principales portavoces, cofundador del movimiento y del propio concepto, ha defendido el automonitoreo de cada faceta de la vida, incluido el caminar, como una manera de alcanzar un “autoconocimiento a través de números”. Desde este discurso, los datos generados con estos dispositivos vendrían a suplir las deficien-cias de la intuición y memoria humana, entregando hechos fácticos sobre la vida cotidiana de las personas. Mediante estos números se podría así trabajar sobre uno mismo, mejorar aspectos personales y alentar hábitos más saludables.

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El caminar cuantificado

Es desde este panorama que la cotidiana actividad del caminar por la ciudad también ha empezado a ser traducida o colonizada por sistemas y captores digitales1. Hoy existen en el mercado múltiples aplicaciones para smartphones y wearables –como relojes o pulseras inteligentes– que ofrecen variadas funcionalidades asociadas a la cuantificación del caminar. Gracias a diversos sensores –como ace-lerómetros, sensores de GPS y giroscopios– estas tecnologías ofre-cen la posibilidad de medir variables como la cantidad, distancia, elevación, velocidad o frecuencia de los pasos dados al caminar y visualizarlos en mapas interactivos. Asimismo, con el procesamien-to de los datos generados por el usuario, varias aplicaciones permi-ten establecer objetivos o metas diarias, semanales o mensuales de pasos. Otras ofrecen particulares equivalencias como la estimación de calorías quemadas o el dióxido de carbono ahorrado en cada ca-minata. Todo ello para alentar al usuario a seguir caminando, y con ello mejorar su condición física y lograr una vida más saludable. Esta última retórica es transversal a los dispositivos del caminar. Por ejemplo, una de estas aplicaciones describe sus beneficios del siguiente modo:

¿Te gustaría tener un podómetro para contar pasos diarios? ¿O un cuenta pasos para conocer la distancia que recorres al día? Con Run-tastic Podómetro, tu app para contar pasos, descubre la distancia que recorres al hacer una caminata, senderismo o solo al caminar. Hacer ya sea una caminata intensa o simplemente salir a caminar por la tarde, es muy beneficioso para tu salud, te ayudará a quemar calorías y a bajar de peso caminando2.

1. Sin pretensión de exhaustividad, el siguiente análisis de tecnologías de automonitoreo para el caminar se basa en un estudio exploratorio de algunos sitios web hoy disponibles en el mercado, con el fin conocer sus principales características, discursos y funcionalidades que estas tecnolo-gías ofrecen a sus clientes.

2. Sacado del sitio web de Runtastic Podometer. Recuperado de: https://play.google.com/store/apps/details?id=com.runtastic.android.pedometer.lite&hl=es_419.

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Otra aplicación, que se describe como “una de las herramien-tas fitness más smart y precisas del mercado”, señala en su sitio web:

Pedometer, un contador de paso ahora en su teléfono inteligente, cuenta tus pasos, provee estadísticas sobre las calorías quemadas du-rante tu caminar o cualquier otra actividad saludable como ejerci-cios o entrenamientos. Todos deberíamos caminar cerca de 10.000 pasos al día para mejorar la salud y condición física y alcanzar valo-res saludables de presión arterial. El mejor compañero en su rutina diaria de caminar, hacer senderismo, trotar o ir de excursión. Un rastreador para toda la vida de sus calorías quemadas y el registro de sus pasos. Nos preocupamos por su salud. Estamos seguros de que esta herramienta le ayudará a mejorar su salud y mantenerse en forma.

Pero estas tecnologías digitales del caminar no solo permiti-rían alcanzar mejor salud, otras aplicaciones de estilo gamificado promueven aumentar el número de pasos al día bajo diversos in-centivos, tales como premios, medallas o alcanzar las primeras po-siciones en tableros virtuales. Quizás el ejemplo más ilustrativo ha sido la reciente aplicación Pokémon Go, que alienta a los usuarios a salir a andar por la ciudad para capturar los Pokémon o establece un número de kilómetros a caminar para que los jugadores puedan eclosionar los huevos de estas criaturas3. Otras aplicaciones, más cercanas a los sitios de redes sociales, permiten compartir la infor-mación del caminar individual con los amigos, apoyar sus progre-sos mediante comentarios o desafiarlos a cumplir un cierto número de pasos. Por ejemplo, en la descripción de una de estas aplicacio-nes se señala: “Diviértase desafiando a amigos. Invite a un amigo a un desafío. Ponerse en forma resulta más divertido con amigos”4, presentando un tablero entre los amigos del usuario para competir por el número de pasos más alto.

3. Al respecto, un reciente estudio de Graells-Garrido, Ferres y Bravo (2016) han indagado cuantitativamente en el efecto de esta aplicación y la población flotante en las calles de Santiago de Chile, comprobando una correlación positiva.

4. S Health diseñada por Samsung, recuperado de: https://play.google.com/store/apps/details?id=com.sec.android.app. shealth&hl=es_419. Accesado el 15 de diciembre de 2016.

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Otras aplicaciones van más allá de la cuantificación y ludi-ficación del caminar y ofrecen la recomendación de las rutas más “rápidas” o “caminables” para llegar a un destino. Por ejemplo, la aplicación Walkonomics evalúa periódicamente cada calle en una escala de una a cinco estrellas y en ocho categorías diferentes como percepción de seguridad, calidad y pendiente de la vereda, atractivo y belleza (en base a la cantidad de árboles y parques cercanos), en-tretenimiento y relajo (según tiendas, bares, restaurantes o parques cercanos), entre otras. Mediante los promedios obtenidos en cada categoría, ya sea por el análisis algorítmico de la app o por las eva-luaciones de los propios usuarios, la aplicación sugiere las rutas en donde el caminar será más agradable, hermoso o placentero para aumenta el sentimiento de felicidad y reducir el estrés del usuario5.

Un elemento transversal en estas tecnologías es la constante necesidad por sofisticar la manera de cuantificar y procesar los da-tos del caminar. Mediante la inclusión de intrincadas fórmulas y algoritmos, se busca lograr una medición cada vez más “precisa” y “libre” de sesgos, para generar información que sea verdaderamente significativa para el usuario. Cuestiones como una mala calibración en la “sensibilidad” del podómetro, confundir el caminar con otros tipos de movilidad, que el teléfono cierre la aplicación al bloquear-se, hasta inclusive los movimientos que haría el teléfono en el bol-sillo del pantalón, pueden constituirse como “ruidos” o “errores” necesarios de ser erradicados algorítmicamente para asegurar una visualización de hechos numéricos objetivos sobre el caminar co-tidiano. Por ejemplo, la aplicación Accupedo señala en su descrip-ción que:

…un inteligente algoritmo de reconocimiento de movimiento 3D se encuentra integrado para registrar solamente patrones de ca-minata, filtrando y expulsando actividades que no sean caminar. Accupedo cuenta sus pasos sin importar donde ponga su teléfono ya

5. Recuperado de: https://play.google.com/store/apps/details?id=com.tasol.walkonomics&hl=es. Accesado el 15 de diciembre de 2016.

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sea en su bolsillo, clip de cinturón o bolso. Manténgase saludable al configurar su meta diaria y monitorear sus pasos de manera precisa con Accupedo. El algoritmo inteligente comienza a contar a partir de 4-12 pasos consecutivos, luego se detiene y vuelve a comenzar automáticamente al caminar nuevamente6.

Luego de una breve revisión de los principales componentes y finalidades de estas tecnologías de self-tracking para la marcha a pie, nos gustaría problematizar varios de sus presupuestos. Aun-que presentados como instrumentos neutrales de un monitoreo eficiente y preciso sobre el caminar, que podrían alimentar el ansia-do “autoconocimiento mediante números”, estos artefactos llevan inscrito dentro de sí, una serie de prescripciones, normatividades y valoraciones que moldean –directa o indirectamente– tanto al acto de caminar como a la formación de subjetividades y su involucra-miento en la ciudad.

Sesgos de la subjetivación cuantificada

En primer lugar, la creciente racionalización o economización de las actividades cotidianas como el caminar, gracias al automonito-reo algorítmico de los datos del caminante, presupone una antro-pología particular de los individuos (Pharabod, Nikolski y Granjon 2013; Gabrys 2014). Esto es, una donde los sujetos esperan tener mayor eficiencia, bienestar o control sobre sí mismos y una mayor autonomía en torno a la salud, generando particulares relaciones afectivas entre personas y sus datos (Pantzar y Ruckenstein 2014), sin tener que recurrir a expertos u otros intermediarios, salvo al interfaz inteligente de la aplicación (Swan 2013). De esta forma, la cuantificación numérica no se sustrae de una forma de cualificación del sujeto, llevándolo eventualmente a realizar categorizaciones va-

6. Recuperado de: https://play.google.com/store/apps/details?id=com.corusen.accupedo.te. Accesado el 15 de diciembre de 2016.

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lóricas y morales (Swan 2013) sobre lo que es un buen rendimien-to, qué es saludable o qué espacios son hermosos o producen mayor felicidad. En palabras de Deborah Lupton (2015):

…los autorrastreadores interpretan los “números” que producen sobre sí mismos basándose en cómo quieren que los números los representen o en los supuestos subyacentes sobre lo que significan. Al interpretar sus datos, los autorrastreadores a menudo negocian los significados de lo que las sensaciones hápticas de su cuerpo les dice sobre sí mismos y lo que otras formas de datos revelan (Lupton 2015: 8).

Bajo este prisma, las aplicaciones que cuantifican prácticas como nuestros pasos al andar por la ciudad, se vuelven tecnologías de perfeccionamiento del yo (Foucault 1988): se basan en el princi-pio griego de un “conócete a ti mismo” para promover un cuidado individual de sí mismo. Al equipar cognitivamente a individuos con gráficos, métricas y visualizaciones sobre sus rendimientos, irían descubriendo y abriendo “verdades” o “hechos fácticos” de sí mismo, que sin estas tecnologías les sería difícil de reconocer. Pero dentro del mandato neoliberal de autoperfeccionarse que encarna-rían estas aplicaciones en sus diseños y funcionalidades, se va culti-vando y normalizando una particular versión de subjetividad. Una que toma decisiones y se comporta racionalmente y de manera lo más eficiente posible, una que se ejercita y autodisciplina su cuer-po continuamente y que se establece en una constante apertura y emisión de información del yo a terceros actores (como los dueños de los datos detrás de estas aplicaciones o las agencias de publici-dad que los procesan para recomendar anuncios personalizados al usuario). Dentro de este modo de subjetivación, las necesidades y preferencias del caminante cuantificado son siempre el producto de cálculos bien ponderados y eficientes. Y al mismo tiempo, la problematización del carácter de verdad de los datos, la neutralidad de las tecnologías que los ofrecen o las condicionantes del sujeto cuantificado, permanecen sin ser abordada.

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Vinculado al punto anterior, el funcionamiento de estas tec-nologías de self-tracking no necesariamente sigue criterios universa-les, exentos de condicionamientos y sesgos. Por el contrario, operan a partir de parámetros sumamente individualizados gracias al pro-cesamiento de sus algoritmos y automatismos específicos. Variables como sexo, edad, peso, hábitos alimenticios, lugar de residencia, profesión, etc. son consideradas como claves de interpretación in-dispensables para el funcionamiento de estos dispositivos y sin los cuáles el sistema no lograría su promesa de asegurar una “cuenta personalizada”. Es a partir de estos datos y cálculos que el sistema logra lanzar las alertas y ofrecer recomendaciones al usuario, es-tableciendo con ello una normatividad ejercida algorítmicamente. Los límites entre lo que es saludable, positivo, buen ejercicio y lo que no, se irían informando mediante estos dispositivos, configu-rando así un ethos inclusive bien explícito como en el caso de la descripción de la aplicación Fitbit: “Haz ejercicio. Come mejor. Controla tu peso. Duerme mejor”, al cual se desprende el “Camina más”. Todas estas actividades cotidianas, gracias a los dispositivos de self-tracking y su generación de datos constante, serían supues-tamente objeto de mejoramiento. El desviado, en este caso, sería aquel que no se mide o controla con suficiente regularidad, el que olvida actualizar sus datos o pierde la motivación de seguir acumu-lando puntos en los tableros. El caminar smart, bajo esta óptica, se vuelve una actividad diseñada ergonómicamente (íconos, sonidos, mapas, etc.) al mismo tiempo que una estrategia de maximización individual, generando indicadores para aumentar los rendimientos de manera constante o quemar más calorías.

Involucramiento y participación dataficada

En segundo lugar, la cuantificación de los pasos que ofrecen estas aplicaciones viene a materializar una forma particular de involucra-miento de las personas con lo urbano, característico de la ciudad

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inteligente y los discursos de la innovación abierta (Von Hippel 2005). Esto es, cada entidad de la ciudad, sea esta humana o no-humana, participa de la cocreación de un ecosistema interconecta-do de flujos de información, donde los datos de infraestructuras e individuos pueden ser compartidos y entregados a diferentes pla-taformas de datos con propósitos diversos. A este ecosistema inter-conectado y dataficado de participación, Gabrys (2014) lo ha con-ceptualizado como una biopolítica 2.0 o con el término environ-mentality, en referencia al concepto gouvernementalité de Foucault. Enfatiza la idea que las redes interconectadas de sensorización no operan constriñendo a los sujetos directamente, sino generando condiciones infraestructurales y atmósferas para que ciertos com-portamientos y reacciones esperadas pueden emerger de parte de los usuarios-sensores, facilitando sus datos en pos del ecosistema. En ese sentido, las tecnologías self-tracking basan la participación de las personas en el deseo que tendrían los clientes de estos dispositi-vos por obtener algún tipo de retribución o valoración (mediante un like, por ejemplo). Esto intensifica la disposición a abrirse y compartir información personal (sharing economy), a involucrarse en el uso de la tecnología con el fin de obtener mejores compara-ciones, estadísticas o resultados (Pharabod 2013).

Tal como ha sido sugerido por algunos autores (Akrich 1992; Marres y Lezaun 2011; Marres 2012) los dispositivos y objetos téc-nicos participan en la constitución de públicos, prefigurando y for-mateando particulares formas de participación e involucramiento. Los ensamblajes algorítmicos (Ananny 2016) que se incrustan en estas tecnologías, cumplen un rol performativo no solo sobre las auto narrativas individuales que desarrollan los sujetos sino tam-bién en los modos que las personas estructuran sus posibilidades de acción (Lupton 2015, 2016). En efecto, Ananny (2016 p. 104) en su análisis sobre el poder ético de los algoritmos que están detrás de estas tecnologías, plantea que las categorizaciones y evaluacio-nes que proveen estos motores, van filtrando y corrigiendo según umbrales numéricos lo que será considerado por legítimo, certero,

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válido u objetivo, moldeando lo que se hace visible e invisible, y finalmente “lo que se debería hacer”.

Esta forma de participar en la ciudad que hemos descrito se rige entonces por estos presupuestos de usuarios racionales, que al recibir datos computables sobre su propia experiencia de moverse a pie, podrán conocer, calcular y mejorar sus rendimientos de manera más eficaz, produciendo en el proceso nuevos datos para poder au-to-evaluar sus progresos. Esta relación recursiva del tracking, vincu-lada a la constante producción de información útil y rotulable sobre el caminar, tiende a su vez a eliminar lo contingente, las categorías residuales, las impurezas y accidentes (Ananny 2016; Bowker y Star 1999) que también nutren y constituyen la ciudad. En suma, los patrones de comportamiento que hacen disponible el uso de estas tecnologías digitales precipitan formas de involucramiento con la ciudad “convocadas” y “programados” para la producción de datos útiles. Esto deja en penumbra todos aquellos eventos, pensamientos y sensaciones que se entremezclan y que afectan los ambientes de la ciudad a pie (Ingold y Lee Vergunst 2008).

En lo que sigue queremos precisamente poner en tensión estos presupuestos de las formas de habitar la ciudad, tomando como re-ferencia diferentes conceptualizaciones del caminar y en particular centrándonos en el personaje conceptual del idiota.

Una aproximación al caminar urbano desde el idiota

Si bien existen diversas aproximaciones (estéticas, urbanas, socioló-gicas, históricas, etc.) al tema del caminar (de Certeau 1980; Solnit 2000; Thomas 2010; Shortell y Brown 2014; Le Breton 2000; Gros 2015) encontramos cierta preocupación común en algunos traba-jos en reconocer en el caminar una actividad creativa, susceptible de generar actos de bifurcación y transgresión de las estructuras he-gemónicas, re-especificando ambientes y atmósferas, subjetividades y prácticas.

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Es sin duda la figura del flâneur, descrita por Walter Benja-min (1982) la que ha dominado las formas de representación del caminar en la ciudad, transformándose en un instrumento analí-tico para pensar formas de resistencia a ciertos cánones y criterios funcionalista de concebir la ciudad contemporánea (Jenks y Neves 2000). El personaje del flâneur, en este sentido, ha permitido una aproximación que atiende las capacidades semióticas, interpreta-tivas y visuales que despliega el caminante en su recorrido a pie, pero también las potencialidades subversivas que se activan en la apropiación que genera la deambulación del flâneur (Bordreuil 2005; Simay 2009). Esta figura cultiva el arte de hacerse ver pero sin exponerse completamente, no es completamente transparente y mantiene la distancia de observador (Bordreuil 2005). Como su-giere Gros, (2015), lo subversivo del flâneur no es oponerse, “sino esquivar, exagerar hasta alterar” las condiciones predefinidas de una ciudad. Pero esta capacidad de esquivar y bifurcar la hace invistien-do de nuevos significados sensitivos la uniformización de lo urba-no. El flâneur, de esta manera, “supera la atrocidad de las ciudades para apoderarse de las maravillas pasajeras, explora la poesía de lo que impacta, pero sin detenerse a denunciar la alienación del tra-bajo y de las masas. [...]. El flâneur permite “re-mitificar la ciudad, inventar nuevas divinidades y explora la superficie poética del es-pectáculo urbano” (2015, p. 190).

En de Certeau (1997) también encontramos reminiscencias de las cualidades del personaje conceptual del flâneur, por medio de otra figura que podríamos denominar el “hacedor”. El jesuita francés pondrá el énfasis en cómo el caminante ordinario permi-te pensar la ciudad desde la gramática y la escala del sujeto, y no desde la retórica del experto que mira y planifica desde “arriba”. Asir la ciudad desde los trazos y huellas del caminar permite no solo atender las prácticas ordinarias de los individuos, sino tam-bién analizar lo urbano como una “gramática generativa” donde el caminar se transforma en una práctica de enunciación (speech act) equivalente al discurso hablado, en cuanto moviliza usos,

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estilos y saberes siempre desiguales según los sujetos que ejecutan esa actividad. Acercarse al caminar como una práctica expresiva, como una manera de ser y hacer, permite observar las capacida-des de resignificación y profanación que se desarrollan en el andar (de Certeau 1997).

Más que centrarse en cómo los individuos y sus acciones se en-cuentran estructuradas y disciplinadas, el interés de la reflexión de de Certeau es más bien destacar las potencialidades políticas de las “artes de hacer” (arts de faire) que los sujetos hacedores despliegan en su cotidianidad, generando resistencias al sistema sociocultural (Proulx 1994). La preocupación por atender aquellas zonas que se resisten a la rotulación y al poder planificación, lleva a de Certeau a prestar atención a cómo las lógicas del espacio construido son desarticuladas por las lógicas del espacio habitado por el caminante común, produciendo un valor en la ciudad muchas veces ininte-ligible. Estas tácticas, como las denomina de Certeau, en contra-posición a las estrategias que elaboradas por sistemas expertos se basan un uso diferente del tiempo y el espacio, introduciendo en ocasiones fisuras y grietas en los cimientos mismos del poder (de Certeau 1997).

Estas “artes de hacer” siempre imprevisibles y a menudo in-asibles, permite a de Certeau introducir el concepto de cazadores furtivos (braconniers) para caracterizar la creatividad hacedora y co-tidiana que desarrollan los individuos común y corriente. Con este concepto se refiere a los diferentes vías, trucos y apropiaciones que permiten a los individuos inventar sus propios modos de usar y ha-bitar el espacio (de Certeau 1997). Es una invitación a observar las “maneras de hacer” fugitivas y elusivas que inscriben las personas en la ciudad, desafiando creativamente los programas predefinidos y canónicos de la planificación. Bajo esta perspectiva, el caminar de los habitantes de una ciudad no solo expresa formas de micro resistencias que se pueden producir en la cotidianidad de la vida urbana, sino también una dimensión afirmativa y creativa, que va más allá de una simple subversión del poder. Para de Certeau los

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peatones van tejiendo lugares, espacializando experiencias, gene-rando retóricas y estilos que son constitutivas del tejido urbano de la ciudad. “Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares. [...] las motricidades peatonales forman uno de estos “sistemas reales cuya existencia hace efectivamente la ciudad” [...]. No se localizan: espacializan” (de Certeau 1997, p. 109).

¿Pero qué ocurre si en lugar ocupar las figuras estéticas y crea-tivas del flâneur de Benjamin y los hacedores de de Certeau, usamos otra figura para pensar la ciudad y los pasos de los transeúntes que la recorren? ¿Qué surgiría al mirar el caminar contemporáneo des-de el renovado personaje conceptual del idiota? ¿Qué supondría para el análisis de la “ciudad inteligente” y sus habitantes cuantifi-cados, el considerar el murmullo del idiota, su indeterminación y su vocación natural a ralentizar y suspender las respuestas rápidas (Stengers 2005)?

Sin duda no se trata de un término atractivo, pues nadie quie-re ser visto como irracional. No obstante, reflexionaremos en torno a cómo el idiota dentro de las Smart Cities permite iluminar ciertas dimensiones recalcitrantes o desbordantes del caminar urbano, as-pectos que muchas veces son purificados e invisibilizados por los discursos tecno-inteligente de las urbes contemporáneas. Allí don-de algunos enfoques sobre lo urbano tienden a dar por sentadas ciertas estructuras, orientaciones subjetivas inteligentes y racionales del caminante, la noción del idiota permite reconocer las fallas y ruidos, y abrirnos a lo impredecible de la experiencia del caminar en la ciudad. En lo que sigue revisamos algunas reconceptualizacio-nes del concepto del idiota, principalmente tomando como refe-rencia el trabajo de la filósofa belga Isabelle Stenger en su propuesta cosmopolítica (2005).

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Un personaje para especular

Deleuze y Guattari (1991) en su libro ¿Qué es la filosofía? plantean que una de las labores principales de la filosofía es la creación de conceptos, entendidos como actos de pensamiento que respon-den a procesos y preocupaciones singulares. Pero esa construcción conceptual adquiere consistencia, se pone a prueba, por medio de “personajes conceptuales”, que cumplen el papel de “manifestar los territorios, desterritorializaciones y reterritorializaciones absolutas del pensamiento” (Deleuze y Guattari 1991, p. 71). De este modo, los personajes conceptuales son ideas representadas, formas de pensamiento encarnado, instrumentos para tensionar e interrogar nuestras definiciones de la realidad.

Es en este sentido, que nos interesa trabajar con el idioma y murmullo que moviliza el idiota. Este personaje originalmente ha sido entendido como aquel corto de entendimiento o en algunos casos como el que solo se interesaría por lo propio en una visión in-dividualista y no por los asuntos comunes. Para los griegos, el idiota era precisamente el que sabía un idioma extraño y diferente al len-guaje de la polis, por lo que no tenía ni el derecho ni la capacidad para opinar, siendo continuamente marginado de la comunidad y de la discusión pública (Stengers 2005; Farias y Blok 2016).

Autores contemporáneos han propuesto retomar este perso-naje, entendiéndolo como aquel que no pretende llegar a ninguna evidencia, sino más bien convertir el sinsentido en un pensamiento creativo (Deleuze y Guattari 1991), o como el que siempre quiere frenar a los demás, resistiendo a las formas consensuales o aproble-máticas en que se presentan las cosas (Stengers 2005; Farias y Blok 2016). Esta reticencia no se realiza porque la presentación de la situación sea considerada como falsa o basada en mentiras, ni por una razón perfectamente pensada. El idiota simplemente cree que “hay algo más importante” e incomprehensible que se está escapan-do hasta el momento en la manera en que se presenta la situación (Stengers 2005, p. 994).

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El idiota no tiene esa intencionalidad del “hacedor” de de Certeau ni menos el espíritu romántico del flâneur. No tiene la capacidad –ni desea tenerla– de discutir y responder, más bien es una presencia que desborda en los intersticios. Su rol no consiste en refutar los saberes, sino en protegernos de la precipitación de arrogarse cierta autoridad y conocimiento (Stengers 2005: 995). El idiota obliga a especular que las cosas podrían ser y hacerse de otro modo al establecido, a explorar otras potencialidades de las cosas y a reconocer la incertidumbre inherente en todo proceso. Como figura para repensar los principios sobre los que reposa la tecnociencia y el vivir en común (Stengers 2005), el idiota llama a detenernos en lo que estamos haciendo, a dejar de pensar que los expertos (planificadores urbanos, ingenieros, sociólogos, etc.) son los únicos autorizados a disponer del significado de lo que sabemos, la autoridad para definir los criterios de inteligencia o lo que con-sideramos como necesario y verdadero (Stengers 2005, p. 995)7.

Stengers utiliza la noción del idiota para hacer pensar sobre una proposición cosmopolítica, esto es, la interrogación sobre las definiciones siempre reducidas y parciales del “cosmos” o “mundo en común”, ampliando lo que se entiende por político y posibi-litando con ello formas de comprender una situación que vayan más allá de las tradicionales formas antropocéntricas de involucra-miento político. Para Stengers (2005) el cosmos sería aquello que permanece siempre desconocido, en donde emerge aquello que ha sido excluido de lo que puede ser considerado como actor políti-co, aquello que nos hace sentir que aún falta algo más importante por ser tomado en cuenta, aunque no sepamos qué es. De modo que una propuesta cosmopolítica demanda hacernos cargo de la heterogeneidad de entidades que median, se reúnen y se hacen jun-tas en una particular situación, incluyendo al propio investigador (Stengers 2005).

7. Para el filósofo Han (2014) el idiota se desvía de la norma, bifurca respecto al consenso incuestionado para construir espacios de silencio y desconexión, rehuyendo de la certidumbre y la conformidad de lo dado.

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Stengers usa el personaje del idiota en su propuesta cosmo-política en cuanto no pretende proveer soluciones definitivas, ni definir los procedimientos que puedan materializar este proyecto, como lo suele hacer la tecnociencia. Más bien, busca hacer pen-sar, levantar preguntas específicas sobre aquellos elementos y enti-dades que han sido marginada o predefinidas de antemano como importantes de considerar en nuestro mundo en común. (Stengers 2005: 995). Así, el murmullo del idiota nos recuerda el re interro-gar aquello que damos por sentado, pero sin llegar a decirnos que es lo que hay que hacer exactamente. Obliga a pensar “en presencia” de lo dejado de lado, hacerse cargo de las consecuencias impensadas que implica, por ejemplo, el incorporar una panoplia de sensores y dispositivos inteligente en una práctica de movilidad tan cotidiana como la del caminar.

En esta dirección, Mike Michael (2012a, 2012b) ha plantea-do la necesidad de incorporar el personaje conceptual del idiota para provocar cambios en las metodologías convencionales para el estudio de lo social. Reconociendo el carácter mutable, abierto y complejo de los procesos sociales, Michael propone repensar los formatos metodológicos inspirándose de las estrategias provenien-tes del diseño especulativo (Dunne y Ruby 2013) donde en lugar de la búsqueda de resoluciones cerradas, se busca el levantamiento de preguntas y situaciones capaces de generar nuevas relaciones con los entornos (Michael 2012, p. 537). Es aquí, siguiendo la lógica de procesos iterativos de ensayo y error, donde Michael pro-pone convocar al idiota, en tanto categoría que permite la especu-lación, sugerir direcciones impensadas, rastrear proceso de forma ralentizada y reconocer las combinaciones de entidades humanas y no-humanas. Para Michael la idiotez puede transformarse en una herramienta metodológica para pensar fuera del hábitat natural de las ciencias sociales. El desafío consiste en cómo operacionalizar esta “idiotez” a través de artefactos investigativos que permitan captar los procesos y acontecimientos en su devenir, y al mismo tiempo abrir las posibilidades de investigaciones más especulativas

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(Michael 2012). Así es como este personaje del idiota está siendo utilizado en diferentes contextos y casos donde los problemas pa-recen inciertos y requieren ser examinadas bajo repertorios meto-dológicos más especulativos e inventivos8.

El “yo cuantificado” ante la prueba del idiota

El idiota no solo permite ralentizar las formas en que se afronta y piensa el uso aplicaciones inteligentes para el caminar, sino tam-bién especular en la capacidad generativa que tienen los desbordes e incomprensiones producidos por comportamientos “indebidos” e “insensatos”, abriendo espacios alternativos de comprensión de lo urbano. Pensar a través del idiota las urbes digitales permite reflexionar sobre lo que queda afuera, sobre lo que produce datos “erróneos” o “absurdos” o lo que derechamente no emite informa-ción, rehuyendo del consenso sobre el concepto de Smart Cities. Ofrece una vía distinta para interrogar los presupuestos político-morales que se encapsulan en las formas de participación e in-volucramiento que contienen las tecnologías self-tracking para el caminar.

En primer lugar, si la inteligencia de las aplicaciones para el ca-minar presupone usuarios de decisiones racionales que buscan la op-timización permanente mediante datos, el idiota obliga a ponernos en presencia de aquellas situaciones donde se manifiestan derroches irracionales, renuncias y afectos, vacíos y desórdenes irreductibles a categorías estáticas. Por ejemplo, en una caminata ordinaria estados emocionales pueden llevar a anular la noción de tiempo, ciertos pensamientos pueden generar ensimismamiento, produciendo la

8. Se ha utilizado, por ejemplo, para comprender el impacto de los Bots en Twitter en temas referidos a la reducción de consumo energético (Wilkie, Michael & Plummer-Fernandez 2015). Asimismo, analizando la respuesta de diferentes visitantes a una instalación que buscaba comunicar proyectos e investigaciones científicas, Horst y Michael (2011) identifican diferentes “comportamientos idióticos” (idiotic behaviours) que vinieron a desprogramar y desafiar lo inicialmente creado por los diseñadores de la instalación.

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experiencia de olvido del destino final. O simplemente ciertos en-cuentros con eventualidades urbanas (cualidades sonoras, táctiles, lumínicas, humanas, etc.) pueden conducir a equivocaciones, fallas o sin sentidos en los recorridos por la ciudad. Las contingencias y eventos inesperados propios de la inmanente ecología urbana, deben situarse también en el plano de los problemas específicos que pueden aparecer con estas aplicaciones inteligentes, con des-conocimientos sobre las formas de uso, contratiempos con baterías descargadas o cuentas impagas, olvidos de encender el dispositivo, caídas al agua de la misma, etc.

El andar del idiota de la ciudad es hostil a los grandes discur-sos tecno-inteligentes, pues está más preocupado de cómo lidiar con los eventos y contingencias “absurdas” que de la rapidez de su ritmo al caminar. Esta figura no pretende dar declaraciones gran-dilocuentes sobre sus acciones ni pretende proponer nada extraor-dinario que valga la pena asegurar (Stengers 2005, p. 1001). Al contrario del conocimiento codificado y numérico producido por el caminar digitalizado, el idiota siente lo que su cuerpo le expresa, lo que sus sentidos y experiencias le revelan, lo que otras entidades que lo rodean y afectan le comunican. Su caminar no está exen-to de ruidos y grietas, miedos y conflictos, pues al mismo tiempo que no quiere ser alguien completamente anónimo, se camuflan en la ambigüedad e indeterminaciones del espacio urbano (Delgado 2007, p. 254). El idiota, en este sentido, está lejos de responder a la idea flâneur de Benjamin: no obedece a ese caminar atento, que explora la ciudad con lucidez corporal y estética, deslumbrándose por la belleza de las vitrinas y la libertad que le genera el deambular por la urbe. El idiota tampoco respondería al ideal del transeúnte reflexivo y creativo de de Certeau, donde el caminar va generando apropiaciones ingeniosas del espacio, re articulando los significados del tejido urbano. El caminar idiota, en contraste, no es productivo y posee cierta insensatez y ambigüedad. El sentido de su acción no está nunca fijo, se elabora y re-elabora permanentemente (Delgado 2007, p. 256) probando y fallando, preguntándose qué pasaría si

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las cosas fueran de otra forma, pero sin pretender llegar a una razón absoluta bien fundada (Stengers 2005).

El andar idiótico es reactivo a las etiquetas externas, pues sus-pende toda forma de precipitación llena de buena voluntad, y no quiere hablar en nombre de nada externo a su propia experiencia (Stengers 2005, p. 1003). Sus vivencias están marcadas por una profunda inmersión en la situación, por esa monotonía ordinaria que se alimenta de un ensamblado de situaciones, emociones, ne-cesidades. Alejado de las grandes prescripciones y principios que gobiernan las urbes actuales (racionalidad, inteligencia, identidad, eficiencia, participación), el caminar idiota se mueve por pasiones y preocupaciones triviales, por concentraciones cambiantes, pero afectivamente intensas.

Después de todo, como sugiere Gros (2014), caminando mu-chas veces rehuimos a esa compulsión propiamente moderna de tener que producir y ser algo: “La libertad cuando se camina es la de no ser nadie porque el cuerpo que camina no tiene historia, tan solo un flujo de vida inmemorial [...] y, a menudo, caminando uno grita para expresar su presencia animal recobrada (Gros 2014, p. 15). Desde esta perspectiva, el personaje del caminar idiótico agrieta y corroe los modelos de decisiones racionales que susten-tan los dispositivos inteligentes. Pero no lo hace para proponer una nueva lección o programa: por el contrario, exige no precipitarse en soluciones cerradas (Stengers 2005), que es lo que vemos expandirse bajo los discursos de la Ciudad Inteligente. Entendido así, el idiota es un “pedestre” en tanto su andar no está determinado por ningún código predeterminado, sino por eventos y problemas locales.

La segunda dimensión que permite interrogar el idiota se rela-ciona justamente con esta recalcitrancia y resistencia que manifiesta este personaje ante los esfuerzos expertos de “convocar” una parti-cipación de los usuarios bajo criterios normativos de búsqueda de racionalidad, eficiencia e inteligencia tecnológica. El caminar del idiota con la ciudad es más afectivo que racional, más cínico que determinado, y su compromiso no está sujeto a lo que profesiona-

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les del marketing y el diseño proveen a través de sus apps, sino más bien de las percepciones y elementos banales que va encontran-do en su andar en la ciudad, convocando competencias situadas (Joseph 1998). Sin ir más lejos, el idiota no sabría bien de lo que se está hablando cuando se habla de smart walk y algoritmos automa-tizados; no habla tanto inglés como para participar del debate sobre las Smart Cities, internet of things, big data, cloud computing, etc.

El idiota, como lo sugiere Han (2014, p. 124) habita en lo idiosincrático, en la recalcitrancia de lo local, generando obstáculos y resistencias a la circulación de la información y el capital que se genera por medio de la sensorización y dataficación de nuestras actividades. El caminar idiota tiene coincidencias con el espíritu “elemental” del caminar cínico que describe Gros (2014, pp. 142-143). Esto es, un caminar que no busca discernir la esencia de las cosas más allá de sus apariencias, sino realidades que surgen en la “radicalidad de la inmanencia”, que se revelan en las pruebas y re-sistencias que enfrenta al caminar con el viento helado y la mu-chedumbre, con la contaminación y los baches del pavimento. Al igual que el cínico, el caminar idiota rompe con la pomposidad del filósofo “de escritorio”, pues sus verdades no se desprenden de los trascendentales del pensamiento, sino de lo arcaico, banal y repeti-tivo de la vida cotidiana (Gros 2014, p. 143).

Si el compromiso de los usuarios con su caminar por medio de las tecnologías del “yo cuantificado” es formalizada y objetiva-da mediante datos, en el caminar idiota existe lo que podríamos llamar una “contraparticipación”, es decir, una participación que ocurre a espaldas de los protocolos, incentivos y plataformas auto-matizadas. En este sentido, Han (2014) sugiere que el personaje del idiota ofrece espacios de silencio y desconexión frente al paradigma de la sensorización generalizada de la ciudad, donde los ciudadanos se transforman en sondas permanentes, fabricando y distribuyendo información. Mientras las aplicaciones para el caminar se basan en este ideal del “ciudadano sensor”, que busca cuantificar sus pasos para profundizar en el autoconocimiento que tiene de sí mismo, el

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idiota obliga a ralentizar la marcha y cuestionar la utilidad de vivir tan productivamente, la finalidad de levantar datos y correlaciones sobre su existencia.

Quizá lo poderoso del murmullo del idiota es precisamente que no entiende bien lo que implica esta proliferación de soluciones inteligentes para el caminar, restándose de entrar en debates sustan-cialistas sobre el fin último del caminar. Como lo ha desarrollado Jennifer Gabrys (2016) esta situación fuerza a los expertos de las soluciones inteligentes a salir de las definiciones restrictivas de los usuarios y sus formas de participación, cuestionando los diagnós-ticos morales que traen implícitas estos dispositivos. Sostiene que las propuestas Smart City tienen que ser desarrolladas bajo un ur-banismo pluralista que considere las formas de involucrar al idiota en sus procesos. Esto implica igualmente observar la participación que escapa los programas de participación esperados o establecidos y reconocer lo que emerge más allá de las “reglas del juego” (Gabrys 2016, pp. 208-209). La autora moviliza el personaje del idiota para complejizar los modelos reduccionistas de concebir la participación en los proyectos de Smart City y con ello repensar la multiplicidad de formas de involucrarse, hacerse y cohabitar la ciudad.

El idiota no es intencionalmente la contrapartida a lo smart, sino más bien un actor que en un lenguaje crudo se interroga sobre lo común, cuya opinión se aleja del consenso y lo prescrito, obligando a considerar la complejidad de la vida urbana. El idiota, por consi-guiente, no pretende certificar lo que es un caminar falso o verdade-ro, eficiente o inteligente, sino que se trata de “un agente perturbador y transformador de los procesos de participación” producidos por las tecnologías smart, poniéndonos en presencia de la incertidumbre que surgen en los procesos urbanos (Gabrys 2016, pp. 209-210). Esto supone asumir no solo que habrá personas que fallan o defraudan el canon esperado por el experto, sino también a que habrá excesos, vacíos, disrupciones, reorientaciones, discontinuidades y entidades recalcitrantes, que no deben ni quieren ser incluidos dentro de la ciudad inteligente y sus procesos de digitalización.

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El idiota, de esta manera, pone bajo signo de interrogación el proyecto tecno inteligente de transformar el caminar y otras ac-tividades de la ciudad, en datos y métricas visualizables, en inputs y outputs automatizados y gestionados algorítmicamente. Dicho de otra manera, viene a alertarnos de una serie de eventualidades, entidades o “ruidos”, que se escapan de la traducción digital del caminar en patrones numéricos. Al mismo tiempo, este personaje invita a especular sobre las fuerzas que perturban, resisten y exce-den, bajo diversos intereses y formatos, la buscada cuantificación de la ciudad. Si desde el caminar cuantificado lo relevante es lo que se hace disponible mediante datos y sensores automatizados, desde el caminar idiota emerge el preguntarse ¿qué pasaría si dejáramos de pensar nuestras actividades y la ciudad desde ese régimen pro-ductivista?, ¿qué tal si manifestamos las discontinuidades y límites de la digitalización de la vida cotidiana?

Conclusión: pensar lo urbano desde lo especulativo

El personaje del idiota ha sido usado en este artículo como recurso especulativo, es decir, como herramienta conceptual para interro-gar y ralentizar el programa sociotécnico del caminar cuantificado, cuyos protocolos se extienden con extraordinaria fuerza con la pro-liferación de las soluciones tecnológicas y los discursos de Smart Cities. Podríamos decir que el murmullo del idiota ha funcionado como una “especulación contrafactual” (Harman 2013), como una operación que permite abrirse a lo impensado e inquietante que trae el programa de las soluciones inteligentes en la ciudad. A tra-vés del personaje especulativo del idiota se buscó pensar a través de situaciones inconmensurables y recalcitrantes para el proyecto del “yo cuantificado”; situaciones de interrogación ante las formas en que el caminar en la ciudad es abordado y definido por la tecnolo-gía. Esta “idiotez provocativa” como la denomina Michael (2012) no solo permite atender lo banal, pedestre y ordinario del caminar,

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sino también reconocer aquellos ruidos de lo social que se escapan del solucionismo algorítmico y que no se dejan docilizar y clasificar por la captura de sensores inteligentes.

Ante la aceleración y ubicuidad de los dispositivos de self-tracking y la gigantesca constelación de datos y sensores que equipan nues-tros entornos urbanos, el idiota murmura ¿y si hay algo más impor-tante en la ciudad que los bits, aplicaciones y wearables inteligen-tes?, ¿por qué debemos hacer transparente y disponible las calorías que consumimos, distancias que caminamos, las horas que dormi-mos?, ¿cuál es el sentido de llevar vidas cada vez más cuantificadas, medidas, evaluadas y clasificadas?, ¿qué ocurre con el estatus y valor de aquellas actividades, personas u objetos que no están conecta-dos, que no emiten información rastreable y codificable, es decir, que no quieren ser “inteligentes” en los términos referidos en estas tecnologías?

Estas son algunas de las preguntas que el personaje del idiota obliga a levantar ante el programa cuantificador de los objetos y personas conectadas. Permite pensar desde lo no incluido, desde una singularidad que no se deja subsumir por el consenso ni los cá-nones. La racionalidad y regulación algorítmica que conduce mu-chas de las innovaciones actuales en materia de infraestructuras y aplicaciones inteligentes, es la que el caminar idiota pone a prueba por medio de un andar que permita la emergencia de las fallas y vacíos, indeterminaciones y enredos. No invoca una nueva forma de racionalidad ni una crítica cerrada al estado de las cosas, sino más bien apela a esa ambigüedad e insensatez propia del caminar que conoce lo que quiere en el proceso de confrontación con los eventos de su caminar, nunca reductibles a principios y parámetros universales (Ingold 2017).

Se ha tratado de discutir los marcos y presupuestos morales que las tecnologías smart tienen sobre el caminar urbano. Podríamos sostener que estos dispositivos inteligentes de self-traking promul-gan un tipo involucramiento y participación de los usuarios “con-vocada”, al tiempo que constreñida (acelerada, bloqueada, alenta-

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da, sugerida, alertada, etc.) por diferentes sesgos y valoraciones que configuran el andar en la ciudad. Aquí los dispositivos inteligen-tes “hacen entrar” los saberes y datos de los ciudadanos sensores (Goodchild 2007) por medio de protocolos controlados por dife-rentes plataformas. Estas prescripciones, que se traducen en los mo-dos en que los habitantes se involucran con la ciudad que caminan, en la manera de producir y compartir los datos, que pueden ser usa-dos por los tomadores de decisión de la ciudad o por otros agentes reguladores. El poder de estos dispositivos está en la capacidad para crear subjetividades y cuerpos disciplinados, en permanente evalua-ción de sus rendimientos por medio de relaciones numéricas que in-forman lo probable y razonable; ese placentero sentimiento de estar progresando en el rendimiento físico certificado por datos. Inclusive la deambulación del flâneur de Benjamin podría ser funcional al caminar smart en la medida que no lo interrumpe, al contrario, lo prolonga e inscribe en números. Los múltiples dispositivos digitales resultan acompañamientos y extensiones de ese vagabundaje urba-no, que de igual forma produciría provechosos bits de información. Visto así, el caminar sin dirección también ahora sería una actividad productiva en cuanto permitiría una mejor condición física para el individuo y se acumularían más datos para terceros con ello.

Sin embargo, uno de los aspectos que se buscó problematizar desde lo idiota, es que las tecnologías no producen inteligencia, eficiencia o pérdida de peso de manera unidireccional, y están ins-critas en enredos complejos y a veces irreductibles a parámetros predeterminados. En la marcha acontecen eventos y situaciones que pueden afectar y moldear los programas y expectativas de los creadores de estas tecnologías, así como de sus usuarios. Son los entrelazamientos creadores-tecnologías-usuarios-entornos (ya sea humanos o no humanos), siempre situadas y particulares, donde empíricamente emerge el espacio social y la experiencia urbana de la movilidad (Tironi y Valderrama 2016). Por lo mismo, en un contexto de máxima idealización de las ciudades gobernadas por datos objetivos (data driven cities) el idiota produce conciencia so-

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bre los aspectos sensibles que ocurren en el entrecruce entre mate-rialidades y emociones, cuerpos y entornos (Lee Vergunst y Ingold 2008). Convoca prácticas que no son codificables, sensaciones que escapan a la capitalización digital, memorias y prácticas que no son tramitables por alertas algorítmicas.

El personaje del idiota desafía al proyecto de la Smart City en su capacidad de calcular la dimensión sensible del caminar. Es-tar abierto a ese posible y virtual exceso de lo sensible, implica no atribuirle al programa tecno-inteligente la capacidad de predecir el querer de las personas ni universalizar las causalidades de su accio-nar. Implica asimismo no asumir que la traducción a datos binarios nos entregará decisiones precisas, directamente ejecutables y pro-gramables, pues inclusive en estos tipos de datos nos enfrentamos a ruidos, mediaciones y disrupciones no esperadas.

Aterrizar este proyecto tecno normativo a las dimensiones sen-sibles de las ciudades, implica dejar de invisibilizar al idiota, dejar de ocultar las fricciones y resistencias locales, revelar y potenciar el diseño del cualquiera que desarrolla Sánchez-Criado (2016). Y más que intentar incorporar y fagocitar al ciudadano excluido como un mero validador del color de un alumbrado público inteligente o de una interfaz de una aplicación como Runtastic Pedometer, una propuesta cosmopolítica (Stengers 2010) llama a visibilizar las resistencias, discontinuidades y disrupciones que se generan al ser incluido el caminar en el proyecto tecno inteligente de las Smart Cities. Implica entender que la ciudad se resiste a ser completamen-te objetivada y adjetivada, y se mantiene en un estado inconclu-so. Como nos recuerda Richard Sennett, a propósito de las Smart Cities, la ciudad no sería simplemente una máquina que se puede hacer técnicamente más y más eficiente o más y más controlable y vigilada: “Queremos ciudades que funcionen lo suficientemente bien, pero que sean abiertas a los cambios, incertezas y desórdenes propios de la vida real” (Sennett 2012).

El caminar idiótico, en suma, obliga tomarse en serio la multiplicidad de posibilidades, relaciones, afectos y prácticas que

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emergen en la vida urbana, deteniéndose no solamente en lo que produce compatibilidad e información, sino también en aquello que produce ruido y disenso, indeterminación y ambigüedad. An-tes que buscar la transformación lineal de una ciudad tonta/inefi-ciente/insostenible a una ciudad inteligente/eficiente/sustentable, debemos tomar en cuenta estos excesos y prácticas que complejizan esos proyectos tecno-normativos. Ocultando esos desbordes e in-sensateces sin responder al murmullo del idiota, conlleva a políticas urbanas y regulaciones algorítmicas desencarnadas, clausuradas so-bre principios normativos restrictivos. El interés analítico que tiene trabajar con el personaje “especulativo” del idiota es precisamente que nunca termina de estabilizarse por completo y su secreto está en su indocilidad, en su capacidad de escapar de lo que se entiende fácilmente. Como lo sugiere Michael (2012) el idiota siempre está presente y al mismo tiempo siempre se escapará. Obliga a nunca es-tar demasiado cómodos con lo que estamos pensando o haciendo. En suma, tiene el potencial de volver a abrir nuevos problemas y ralentizar el curso de las cosas; recordándonos que lo urbano es ante todo una experiencia de extrañamiento y perplejidad permanente.

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Un asunto de distancias. Aproximaciones a la espacialidad urbana desde la narración de caminatas cotidianasLuis Iturra

Introducción

Caminar es una situación del cuerpo, de la relación del cuerpo con las superficies que lo rodean. Esta relación se expresa a través de la distancia y se construye a través de una narración. Para Giannini (1987), la narración es un método para acceder a la realidad de algo, “se narra lo que pasa y que justamente por pasar, no queda” (Ibíd. 97). Caminar es encontrarse en lo cotidiano con micro mo-mentos que componen este olvido, una sucesiva reconstrucción de aquello sin importancia que se imprime en nuestro cuerpo a través de sucesivas repeticiones que crean un espacio afectivo entre la me-moria y la parte material de la realidad.

La caminata comúnmente se ha visto como una relación en-tre el espacio y el tiempo que permite llegar de un punto a otro. En peregrinaciones, viajes al trabajo, excursiones o incluso en el deambular sin rumbo, hay una idea de movimiento que significa un desplazamiento con cierto grado de importancia, sin embargo, nunca dejamos de caminar. Cuando usamos un bus, caminamos para llegar al asiento; subirse a un auto nos obliga a dar al menos un paso para sentarnos; y aun en la inmovilidad nuestro cuerpo al dormir o esperar, siente la gravedad y sabe del suelo que está bajo él. Nuestro cuerpo entiende que esa inmovilidad es un estado de caminar potencial. Es por esto que, más que la distancia recorrida, caminar es un asunto de la distancia que el cuerpo experimenta con el entorno espacial y temporal.

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Lo que pretendo en las siguientes páginas es deconstruir esta relación de las distancias que el cuerpo establece sobre el entorno en las caminatas cotidianas urbanas, y reducirlas a tres momentos que permiten examinar, cómo caminar se transforma en una narra-ción del cuerpo en relación al ambiente y sus distancias.

Para esto utilizaré el material registrado en mi experiencia de viaje por la ciudad de Santiago de Chile. El material fue recogido dentro de una investigación sobre movilidad cotidiana urbana1. Las imágenes y las narraciones fueron capturadas durante tres años –entre 2009 y 2012– con un teléfono móvil, en los cuales registré mi vida cotidiana. El caminar aparece entonces como una de las prácticas fundamentales mediante las cuales reconstruyo mi entor-no urbano (Iturra 2014).

Es precisamente esto lo que quiero contar, registrando “lo que pasa cuando no pasa nada”, en palabras de Perec (1992, p. 15). Para esta tarea se propone una aproximación desde la etnografía visual como herramienta de develación de estos momentos aplicada sobre la experiencia personal de caminar. Así el asunto de las distancias es circunscrito a la distancia respecto a los otros, la distancia en el tiempo, y la distancia respecto a la superficie del suelo, como luga-res exploración.

Sobre el suelo afectivo de lo social

Entenderé el caminar como práctica humana en relación al es-pacio urbano, y en este sentido mediada por dos elementos; el primero es que el caminar se desarrolla sobre un espacio que ha sido previamente domesticado y convertido en una abstracción (Lefebvre 1974, p. 53), es decir, un espacio que está subordinado a una situación de propiedad donde cada fragmento tiene un pro-

1. Tesis del Magíster en Hábitat Residencial, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad de Chile. Defendida en 2012, enmarcada dentro del proyecto Fondecyt Regular Nº 1090198 “Movilidad Cotidiana Urbana y Exclusión Social Urbana en Santiago de Chile”, investigadora responsable, Dr. Paola Jirón.

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pietario (Ibíd. p. 243). Esta idea ha sido “construida socialmente” (Harvey 1994, p. 126) sobre el mundo material, sin embargo, es desde él desde el cual se han tomado las variables que, activadas por jerarquías de poder, ha ordenado la vida urbana y sus prácticas con la caminata como una de ellas. Así descrito, el espacio no es “políticamente neutro” (Ibíd. p. 127) y será en sí mismo una re-presentación de las construcciones sociales que articulan el soporte material, que para este escrito es el soporte donde se desarrolla la caminata.

Lo segundo es que al entender el caminar como una práctica cotidiana, es posible ubicarla como un proceso sensible y afectivo que no solo carga con una táctica de resistencia del débil frente a “los hacedores” (Tuan 1977, p. 17) que construyen el espacio de la ciudad. Caminar se ubica en una construcción con el entorno co-nectada con la experiencia sensorial del espacio. En él, quien cami-na “está inmerso en la multiplicidad de ruidos, murmullos, ritmos, incluso aquellos del cuerpo que pasan desapercibidos” (Lefebvre 2004, p. 28) y que reaparecen cuando hay que detenerse o cuando se cuentan los pasos al cruzar la calle.

El caminar entonces, se realiza en un espacio que es experi-mentado dentro de la ciudad, el cual es superpuesto al espacio abs-tracto. La práctica de caminar se construye, por lo tanto, en un espacio “siempre en formación” (Massey 2005, p. 11), el cual nos construye como seres sociales (Ingold y Vergunst 2008, p. 2), y puede ser sentido como sensación y además haciendo sentido de la realidad como un significado (Rodaway 2002). Así, el caminar no se produce en alguna especie de realidad etérea cuya significación esta discursivamente construida, sino que “se realiza sobre el suelo y en el mundo material donde se establece la vida en base a múltiples relaciones” (Ingold y Vergunst 2008, p. 3).

Este espacio abstracto que es experimentado y reconstruido desde la sensibilidad lo ubicaré como un espacio dentro de un con-texto de afectividad, entendiendo el afecto como “la intensidad que pasa desde un cuerpo a otro” (Gregg & Seigworth 2009, p. 1), lo

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que en palabras de Deleuze se ubica en la relación en la cual un cuerpo afecta y es afectado por otro, pero al mismo tiempo de-fine a cada cuerpo en su individualidad (Deleuze 2005 en Buser 2014, p. 232). El afecto así descrito es transpersonal y no cogniti-vo (Buser 2014), y puede ser comprendido tanto como un efecto material de un fenómeno o como implicaciones inmateriales del mismo (Dewsbury 2009). Aun cuando en este escrito el afecto, en relación a un espacio, es descrito usando una experiencia personal, este no puede ser ubicado solamente ahí de manera individual. En la caminata la relación con los cuerpos y las superficies es una cons-trucción afectiva, en la cual no solo son relevantes los significados que articulan la práctica de caminar, sino también las fuerzas y re-laciones que se establecen con estas superficies más allá de la subje-tividad del caminante, como un proceso en el cual distintos modos de sentir, percibir y comprender son originados a medida que son producidos (Stewart 2009).

En este sentido un espacio de afectividad se establece como aquel espacio concebido a partir de la “circulación de intensidades afectivas y emotivas que están alrededor del cuerpo y más allá de él en una constante relación” (McCormack 2013, p. 3), como una re-lación con el entorno por sobre la construcción de significados, aun cuando estos están presentes dentro de él. Esta noción me permite comprender la interrelación entre actores humanos y no humanos, las superficies, de una forma multisensorial por sobre el lenguaje y la descripción (Lorimer 2005 en Vannini 2015, p. 2). Si bien como actor humano –mi cuerpo en este relato– establezco una serie de significados, estos aparecen posteriores al desarrollo de la práctica de caminar; pero mi relación con una serie de superficies, mate-riales, condiciones atmosféricas, etc., como entidades no huma-nas se van desarrollando incluso antes de que yo pueda otorgarles un significado.

Puesto en este contexto, la particularidad de caminar está dada por su desarrollo en una sucesión de eventos (Hallam y In-gold 2007, p. 12 en Edensor 2010b) que nos vinculan con ciertos

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elementos temporales, espaciales y materiales de la realidad, en el momento en el cual el caminar se va produciendo, relacionándo-nos con las cosas que componen el mundo material al permitirnos percibirlas al movernos entre y alrededor de ellas (Ingold 2004).

Caminar, entonces, puede ser examinado a través de una na-rración de la relación de la distancia del cuerpo con el entorno. Estas relaciones emocionales no solo están simplemente mediadas o expresadas a través de las cosas, sino también por las inversiones kinestésicas que orientan el acceso material al mundo. A partir de estas orientaciones se establece la manera en la cual nos relaciona-mos y habitamos interactuando con el “mundo social y material” (Sheller 2004, p. 226) a través de los sentidos y “co constituido por el movimiento y por las emociones” (Ibíd.).

Este acceso al mundo de la caminata, ocurre en lo mundano y lo habitual, en la cotidianidad2 (de Certeau 1996; Edensor 2010a; Giannini 1987). Por esto, la exploración que se realizará se hace desde la caminata y su cotidianidad, trayendo desde la experiencia generada las diferentes apreciaciones de la distancia que emergen al caminar.

Estas distancias referidas a los otros, con el tiempo y con las superficies, sin duda están mediadas en este escrito por lo visual, y es esta sin duda la principal restricción y al mismo tiempo la limi-tación que las imágenes ofrecen para trabajar con esta práctica hu-mana. Se utiliza entonces una narración que permita unir cada uno de los fragmentos de una experiencia que es continua e indivisible (Ingold 2007, p. 75).

2. Es importante establecer esta distinción, por cuando en los estudios del caminar se han considerado además las formas de caminar excepcionales como expediciones, peregrinaciones, entre otras. Y no siempre es evidente la motivación por observar la cotidianidad de la práctica.

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La distancia de los otros

Es 19 de abril de 2009, hace calor y una mujer sube las escaleras del metro. Con una de sus manos afirma su bolso y apoya la cartera que lleva en su cintura para evitar que, con la inclinación de su cuerpo, esta se mueva y golpee sus piernas; con la otra mano, se apoya en la baranda metálica, fuera del encuadre de la fotografía. La mujer no mira los peldaños inmediatamente inferiores, los de sus pies sobre la superficie de goma de la huella; por la inclinación de su cabeza,

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posiblemente no mira la escalera. No la conozco, para mí ella es una desconocida, sin embargo, sin preguntarle nada es posible hacer una lectura de cómo su cuerpo ha aprendido a realizar esa acción.

He pasado muchas veces por esa escalera, es una de las que utilizo en mis viajes diarios, no recuerdo haberme afirmado de esa baranda, ni tampoco afirmar mis bolsos de esa manera. Alguien que me observara podría leer el modo en que mi cuerpo ha apren-dido a realizar la misma acción. Esa escalera no es un elemento relevante en mi experiencia cotidiana. Sin embargo, el elemento existe y ambos atravesamos el mismo espacio y subimos los mis-mos peldaños.

Si para mí la escalera es casi inexistente, para la mujer de la fotografía esta se hace relevante. La dificultad de subir la escalera modifica y establece una manera particular de realizar la práctica cotidiana de ir desde su casa a otro lugar. Es posible que esta di-ficultad le haga decidir cuánta carga puede llevar, o esperar que se desocupe el pasamano y la escalera para poder subir; de este modo irá adaptando la manera en la cual realiza el viaje de acuerdo a diferentes variables, algunas fijas –como la cantidad y las dimensio-nes de peldaños de la escalera, o la pendiente y el desarrollo de la misma– y otras cambiantes –como la cantidad de personas en los peldaños o el sentido en el cual ellas suben o bajan por la escalera–.

Tuan (1977 p. 184), llama a esto el sentido de lugar, mediante el cual es posible observar cómo el cuerpo incorpora en sus prác-ticas el entorno con el cual se relaciona. La temperatura, la incli-nación del suelo, las rugosidades de las superficies, se inscriben en el cuerpo, el cual aprende a realizar esas acciones para poder hacer frente a la realidad, un saber hacer en la movilidad (Jirón, Imilan e Iturra 2016).

Si continúo con mi viaje, cada mañana al tomar la estación del tren subterráneo más cercana, el volumen de gente que emerge es muy superior al que ingresa (fotografías 1 y 2); para entrar tengo que moverme a través de una masa de gente que camina en sentido contrario a mí. Como viajo hacia el oriente –posición desde donde

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llega la luz del sol a la hora en la cual viajo– las personas se presen-tan solo como siluetas, con sus rostros y expresiones en sombra, difícilmente reconocibles. Es este fenómeno el que realiza una mar-cación temporal en mi vida cotidiana, si elijo otro horario u otro destino, este fenómeno desparece, no hay ni siluetas, ni personas caminando contra mí, el tiempo que elija para viajar traerá a mi experiencia una espacialidad distinta.

Fotografía 1. Sombras pasado las nueve, 13 de agosto de 2010, 9: 22 a.m.

Fotografía 2. Sombras pasado las nueve. 25 de abril de 2011, 9: 58 a.m.

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Fotografía 3. Lo próximo.

Fotografía 4. Lo próximo.

Al interior de los vagones del metro caminar es una tarea que se realiza con dificultad y a la hora particular de este viaje, los cuerpos en la cercanía traen una experiencia de inmovilidad (fotografías 3 y 4). Mi cuerpo esta mediado y delimitado por los otros cuerpos dentro del vagón, caminar aquí es un estar de pie, detenido inmóvil sintiendo la presencia de una suma de cuerpos en el mismo espa-cio. Solo es posible dar pequeños pasos que construyen una parti-cular “consistencia afectiva a través del ritmo” (McCormack 2002, p. 478). Estos otros cuerpos se mueven conmigo, las sensaciones

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junto a ellos, sus posturas en el espacio, todos juntos viajando sin poder desplazarnos con facilidad al interior del espacio del vagón, hacen que me sienta parte de una práctica colectiva. Para Gaete (2015), estas restricciones o posibilidades del cuerpo en relación a ciertos dispositivos y espacialidades en la movilidad pueden ser rela-cionadas a la ciudadanía, expresada como una experiencia corporal.

La distancia respecto a los otros me devuelve una espacialidad urbana relacionada a la caminata que está dada por otros cuerpos y sus condiciones físicas, sus olores, su temperatura, sus sonidos. Construyen el espacio de mi movilidad en base a sus expresiones, sus formas de moverse y sus ritmos, como una manera de comuni-car cómo se desarrollan esas otras prácticas de caminar, tan simila-res o tan distintas a la mía.

Así el viajar, al ser puesto como una distancia respecto a los otros, construye mi relación con la ciudad y lo urbano, haciéndome parte de una compleja trama de significados y sentidos mediados por los otros habitantes, los cuales entran en mi experiencia por el hecho de caminar a través del espacio urbano. Esta relación con el entorno ha sido construida en mí a través del tiempo y las relacio-nes que se han establecido durante mi vida, una sucesión de even-tos que quedan en mi memoria y me permiten construir distintos significados que me conectan al mundo.

La distancia en el tiempo

Siguiendo la idea de Harvey (1994), no solo el espacio es una cons-trucción social, la consideración del tiempo a lo largo de la historia ha tenido la misma lógica. La distancia en el tiempo del caminar, hace referencia a la forma mediante la cual el tiempo es articulado, reconstruido e incorporado en mi experiencia urbana mediante la caminata. Si bien en la actualidad contamos con sistemas GPS que pueden seguir mis desplazamientos y marcar mi posición de mane-ra bastante objetiva y precisa en el espacio abstracto, las trayectorias

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de la caminata no son su mera representación, “pues están intrín-seca e íntimamente ligadas a quien la desarrolla y a sus maneras de estar en el mundo” (Iturra y Jirón 2016, p. 5). De esta forma, la lógica del tiempo en esta narración está dada por la forma en la cual este es reconstruido en mi experiencia utilizando para ello mi memoria y mis recuerdos. Sin duda esta forma de reconstrucción no es propia de la caminata, y cualquier práctica humana podría ser articulada narrativamente a partir de esta premisa. Cocinar, leer, tejer, amar, todas traen a la luz una forma particular de distancia respecto al tiempo, la cual está dada por el afecto.

En el caso del caminar y esta particular distancia en el tiempo, utilizaré el desarrollo que esta práctica tiene dentro de mi espacio afectivo. Estas serán contadas a partir de mi memoria y mis recuer-dos que me permiten enfrentar la dificultad de intentar registrar de esta espacialidad, pues tanto su calidad como su consistencia son difíciles de observar (Ibíd.).

Para construir esta narración con fotografías, a pesar de lo di-fícil de la observación de esta espacialidad, utilizaré el tiempo como un proceso de eventos que se anclan en mi memoria a través de las relaciones afectivas con el espacio, las cuales “suceden dentro de una trayectoria y no en lugares determinados” (Ingold 2007, p. 2). Así, la temporalidad y su dimensión afectiva es la que puede ser registrada mediante la narración de determinados momentos que se desarrollan durante la caminata.

Lo central en una narración temporal es recordar aquello que se olvida, lo que se deja de lado. Partiré entonces con un plano de la ciudad de Santiago, donde georreferencio todas las fotografías capturadas entre el año 2010 y 2012. Fotografías y videos de mi vida, desde las cosas discursivamente importantes como celebracio-nes hasta los elementos triviales que emergen de la nada mientras camino (Fotografías 5 y 6), son registrados y posicionados espacio-temporalmente. A estos fragmentos visuales recurro para articular mi memoria y encontrar el sentido dentro de la cotidianidad.

Si el caminar fuera solo sobre el espacio abstractamente cons-truido, la posición de estos puntos bastaría para mostrar cómo se

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produce esta práctica. Sin embargo, caminar es mucho más que eso. Utilizando este mismo espacio abstracto, el plano de Santiago sobre el cual aparecen pequeños puntos de colores, ubicación de las casas donde viví entre el año 1998 y 2012, es posible inferir que recorrer la ciudad durante los últimos tres años de esta explo-ración ha sido, definitivamente, más extendido en el territorio que las ubicaciones de las casas; sin embargo, todas ellas han estado relativamente cercanas al centro de la ciudad, que coincide con el centro de la nube de fotos referenciadas. A pesar de lo extendido en el territorio, los lugares a los cuales me dirijo son esencialmente los mismos: tres o cuatro comunas de Santiago. Como caminante, entonces, este registro de la trivialidad al ordenarlo en un espacio abstracto no resulta para nada aleatorio y está fuertemente ordena-do y jerarquizado a los dispositivos de control normativo y social a los cuales como sujeto estoy sometido mientras camino. Mi lugar de vivienda –la casa que arriendo–, mi lugar de trabajo y mi lugar de cariño –la casa de mi pareja cuando no vivíamos juntos– emer-gen como esos puntos a los cuales mis caminatas y mi deambular se dirigen3. El caminar, entonces, esta mediado por esta condición jerárquica del espacio que me lleva a recorrer y deambular por los mismos caminos y los mismos lugares. Así, este plano es una re-presentación bidimensional y parcial de donde es producido este espacio de afectividad.

3. Para mantener el anonimato, los lugares han sido solo puestos en el plano y no se hace relación a ellos de manera explícita o gráfica dentro de él. Sin embargo, la vivienda es la nube central, el trabajo es la nube superior conectada a la vivienda y la casa de mi pareja es la zona sur, abajo del plano de Santiago.

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Los lugares donde viví entre 1998 y 2012 en relación a las fotografías que tomé entre 2010 y 2012.

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Fotografía 5. Reflejos en el agua, 10 de febrero de 2011, 5:47 p.m.

Fotografía 6. Encuentro con el automóvil Google Street Maps, 31 de mar-zo de 2012, 6:13 p.m.

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Si deconstruyo el trayecto y extraigo cada uno de esos pun-tos y los convierto en una historia de mis recorridos por Santiago, cada uno de estos eventos cargan con un significado arraigado en las experiencias de mi vida. La acumulación de cada uno de estos momentos es marcada en este mapa y me permite observar desde la lejanía esa ciudad que recorro cuando camino, no la ruta en sí mis-ma, sino más bien una nube de elementos, vivencias, cosas que me hacen o hicieron sentido, y que quedan plasmadas en su posición en el espacio abstracto del plano. El olvido de esos momentos es lo que hace relevante el uso de la fotografía y la georreferencia para documentarlos e intentar comprender mis recorridos en relación a la distancia con respecto al tiempo. Para Giannini (1987), este tipo de olvido se debe a que estos momentos son parte de la experiencia vivida, la cual no es reconocida por la conciencia, ni tampoco es asumida como suya. Mapear entonces es una forma de encontrar un espacio de recuerdos referenciados a los lugares que recorro y que se devuelven a mi memoria en un tiempo que no les pertenece, en el cual los observo a la distancia.

El caminar entonces es un asunto de la distancia con el tiem-po, pues mediante la caminata es posible reconstruir el espacio de afectividad al volver a recorrer lugares o al recordarlos. Se está acostumbrado a considerar el tiempo como un elemento que en la vida cotidiana se expresa a través de una progresión lineal de acti-vidades que interrelacionan tiempo y espacio. Sin embargo, al ser vistos desde el cuerpo que camina, esta espacialidad es reconstrui-da de una manera progresiva no lineal (May y Thrift 2001, p. 34), creando una manera de vinculación con el entorno a través de la percepción de la distancia temporal en relación a las experiencias pasadas. Podríamos llamar a este proceso la “generación de una ruta” (Ingold 2000, p. 35), construido a partir de la capacidad de posicionarse en el entorno como un actor que puede contar las historias de este ambiente sin volverlas instrumentales. Así, la espacialidad se experiencia como una narración de los fenómenos urbanos, físicos y temporales que suceden y son olvidados pero

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que en la recursividad encuentran un sentido. Es a partir de la distancia con respecto al tiempo, que estos elementos disgregados y no secuenciales en la memoria se articulan y permiten construir un espacio de afectividad que se ancla en la experiencia urbana del caminar.

Presentaré, a continuación, una serie de pequeños relatos que comentan imágenes registradas en este proceso, y que permiten mostrar la forma en la cual opera mi espacio de afectividad en rela-ción al caminar y la distancia en el tiempo.

Veintiuno de septiembre de 2011 (Fotografía 7), casi como una anécdota, un automóvil queda detenido en la mitad de la ca-lle en el espacio que utilizaba habitualmente para caminar a mi trabajo. Tal vez por lo extraño del suceso, lo registro tomando una foto con mi teléfono. Meses después la variación de un elemento presente en esa esquina, trae de regreso a mi experiencia ese suce-so del pasado. Un signo de transito caído, doblado, dañado por alguna causa no conocida por mí, logra poner esta esquina en un espacio que lo vincula con el elemento anterior. Un mes después de este último suceso, un nuevo cambio en la constitución física del mismo lugar –escombros de alguna operación de reposición o arreglo– vuelve a hacer aparecer en mi experiencia los elementos pasados que se vinculan con este cruce.

Existe en este relato una sucesión de eventos que se relacio-nan e interconectan. Puedo contar una historia desde ahí, puedo suponer o inventar el proceso de construcción de cada uno de esos eventos. Ese espacio se transforma en un lugar que aparece en mi espacio afectivo. Ese punto de la ciudad, ese lugar construido a partir de mi relación sucesiva con ese espacio, se vuelve presente y, por ejemplo, me hace conciente de no esperar en ese cruce a que cambie la luz del semáforo. Es algo casi invisible, pequeño, una in-certidumbre que habita en mi memoria y me hace reconocer la in-seguridad de la acción de esperar ahí. Como una marca territorial, el recuerdo se carga de afectividad –como la capacidad de afectar y ser afectado– ese pequeño espacio.

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Fotografía 7. La esquina de mi casa.

Si la narrativa anterior de ese espacio que aparece en mi cami-nar se refiere a un elemento cambiante dentro un momento parti-cular de un recorrido rutinario, la idea de un espacio de afectividad generado en relación al tiempo y el cuerpo es lo que sucede en el siguiente momento. Doce de octubre de 2011 (Fotografía 8), regreso caminando de mi trabajo en una comuna al oriente de la ciudad de Santiago, un día de primavera. A una hora determinada la superficie del suelo por el que camino se tiñe de la luz que se

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refleja de las ventanas de un edificio aledaño. Pequeñas hebras de luz se dibujan e iluminan mis pasos, una experiencia atmosférica que se repite a determinadas horas y cambia según los ciclos natu-rales de la tierra. Cinco meses después, en otoño, en una parte del centro de la ciudad de Santiago, no recorrida habitualmente por mí, el mismo espejismo de reflejos en el suelo sucede. Es otra hora y con otra forma e intensidad, sin embargo, ilumina la misma super-ficie por la que camino. Este fenómeno es una experiencia corporal de la luz, es comprendida por mi cuerpo que siente los reflejos y el calor de ellos sobre la piel en la caminata.

Fotografía 8. El recuerdo de la superficie.

Se reconstruye un espacio de afectividad a partir de la sensa-ción y el hacer sentido de un fenómeno similar en partes y tiem-pos distintos. Es algo que sucede de forma instantánea no racional mientras camino. En este sentido, el espacio de afectividad no está construido por una espacialidad urbana específica, sino más bien

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por un fenómeno lumínico, atmosférico. La distancia del caminar respecto al tiempo se construye por esta experiencia en momentos distantes, lo que construye una emotividad que viaja conmigo.

Los momentos descritos, ponen en relación la caminata con espacios de afectividad que no se relacionan solo con un espacio urbano determinado, están por tanto superpuestos a los espacios urbanos creados por los planificadores urbanos. Caminar recons-truye estos espacios de afectividad en el tiempo y con la distancia respecto a él, plasmándose como recuerdos o experiencias pasadas que son re-establecidas y re-construidas con el espacio urbano en tiempos distintos.

La distancia con la superficie

Fotografía 9. Video de mis pies mientras camino.

Decir que se camina sobre el suelo es una obviedad. Sin em-bargo, es ahí donde se esconde uno de las superficies que se hacen invisibles cuando caminamos.

Al igual que al hablar las palabras se suceden y se entrela-zan utilizando como soporte el lenguaje. No es habitual que se

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piense en el hablar cuando hablamos. Se piensa en lo que que-remos decir, pero no en el lenguaje como soporte. Algo similar sucede con el suelo.

La superficie del suelo es una de las cosas que comúnmente se hace invisible debido a repeticiones sucesivas sobre él como so-porte. El cuerpo aprende a registrar sus fluctuaciones y cambios, reconoce la pendiente, la rugosidad, los desniveles. No es necesario pensar que caminamos sobre madera, ladrillo o plástico. Sin em-bargo, cuando la capacidad del cuerpo se ve alterada para reconocer el soporte este se hace evidente. Se utilizan palabras para describir estas fluctuaciones, estas pérdidas de coherencia del soporte: resba-ladizo, áspero, inclinado. También esta capacidad se ve alterada, si el cuerpo se ve alterado, también ahí el soporte se hace evidente. Como la escalera de la primera narración de la mujer subiéndo-la. Esta alteración del cuerpo que evidencia la superficie del suelo, momentánea o permanente, pone al cuerpo en un estado de alerta. Caminar entonces, es no estar alerta de la práctica en sí misma y solo podemos caminar con normalidad si el cuerpo es capaz de re-conocer el entorno sin pensar en el suelo que se pisa.

Es en esta problemática que se ubica la tercera narración. Me-diante la grabación de un video (Fotografía 9) que registra cada uno de mis pasos desde mi casa hasta mi trabajo, intento descomponer la continuidad y construir una narración que devele la superficie que olvido o se hace invisible.

Lo primero es el espacio de la escalera, aquel espacio que la mujer de la fotografía subía sin mirar. Lo observo por primera vez al fragmentar el video. Lo hago parte de mi espacio afectivo al re-conocerlo, al mirar mi cuerpo sobre él (Figura 10). Sin embargo, no son solo mis pies los que están sobre ese espacio, “no traspase la línea amarilla” se escucha y además se mira. Mi cuerpo sin notarlo ha aprendido a realizar esa acción, no traspaso la línea amarilla y reconozco esos signos sin leer lo que dicen. El espacio domesticado se hace presente por estos signos y marcas que tienen agencia sobre mi manera de caminar por la ciudad.

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Fotografía 10. Demarcaciones al interior de metro.

Sin embargo, la escalera es un momento breve. La percepción que tengo es que vivo en una ciudad gris, porque el suelo sobre el cual camino inunda percepción del entorno como la forma de rela-cionarme con él. La mayor parte de mi trayecto se desarrolla sobre una superficie muy homogénea en textura, color, olor (Fotografía 12). Como una especie de islas, sin embargo, aparecen pequeñas disrupciones, elementos en la materialidad que destacan desde la homogeneidad. Estos permiten referenciar acciones, situaciones o eventos particulares que ocurren en el trayecto. Las coberturas ve-getales de los parques y plazas (Fotografía 13), o las indicaciones de señalética en los pisos, la ineludible aparición de un espacio instru-mentalizado, delimitado y marcado por una determinada visión de poder (Fotografía 14).

El suelo como elemento de soporte material del caminar permite comprender la posición de mi cuerpo frente a los demás cuerpos. Se está aislado o en grupos, se camina en solitario o en pareja. “¿Caminamos porque somos seres sociales, o somos seres sociales por qué caminamos?”, es la provocación de Ingold y Ver-gunst (2008, p. 2), la cual involucra pensar en los cuerpos como estructuras vivas cuyos límites están dados por las capacidades de afectar y ser afectados por otros cuerpos (McCormack 2013). En este sentido el caminar como experiencia corpórea y afectiva no tiene que ver solo con el cuerpo en movimiento, esta es una intere-sante paradoja para los estudios urbanos.

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Figura 9. Espacio entrando al vagón lleno del metro.

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Fotografía 12. La homogeneidad. Fotogramas en secuencia, no adyacentes en el tiempo.

Fotografía 13. Acentos. Cobertura vegetal.

Fotografía 14. Acentos. Cruce de calle, demarcaciones.

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Quiero volver a las primeras imágenes de esos momentos de proximidad en el metro, de cercanía, de las caras frente a frente (fotografías 3 y 4). Quienes hemos pasado por esa experiencia urba-na, podemos reconocer ese espacio, esas caras próximas, podemos reconstruir en nuestra memoria la sensación. Podemos, en palabras de este texto, reconstruir aquel espacio afectivo, pero, ¿es posible decir que caminamos en una situación como esa? Si se considera al caminar como un estado en el cual la co-presencia con otros puede también llevar al no movimiento, entendido como “inactividad no como inmovilidad” (Bissell 2007, p. 278), que es por ejemplo lo que ocurre en el espacio del vagón del metro, aun en esa condición es posible comprender el estar con otros como una forma de cami-nar mediante pequeños movimientos en pocos centímetros.

Si se regresa a la distancia con la superficie, esta proximidad con los otros, esta inmovilidad, no es para nada inmóvil (Fotografía 11), mi caminata disminuye su ritmo, pero no dejo de caminar, no dejo de estar en contacto con los otros y sus cuerpos. Pequeñas fluctuaciones, cambios en las posiciones de quienes habitamos ese espacio, que en el paso de los segundos afectan mi propio caminar dentro de aquel vagón, hasta no tener posibilidad de movimiento. Sin embargo, por mis experiencias previas, sé que esto es una si-tuación pasajera y poco a poco mis pies y mi cuerpo encontrará la salida nuevamente.

Así el suelo es una más de las superficies que modifican, al-teran, restringen o posibilitan el caminar como práctica urbana, y que merecen la pena de ser exploradas en relación a lo urbano del caminar.

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El caminar y las distancias

Estas constituyen tres de las múltiples distancias posibles del cuerpo con el entorno cuando se camina en la ciudad. El caminar, enton-ces, está marcado por la forma en que estas distancias se articulan y se hacen parte de la experiencia de vivir y de recorrerla. El asunto de las distancias es algo que se hizo evidente luego de reconstruir cada una de las narraciones, que si bien son disimiles en su aproxi-mación, poseen una estructura común que permitió leerlas como visiones alternativas de una misma práctica al ser explicada de tres formas distintas.

Los otros, como perturbaciones y cambios en el entorno mientras me desplazo por la ciudad; el tiempo como una forma de articular una historia que no se desarrolla de manera lineal cuando se hace desde el recuerdo; y el suelo como un soporte invisible de la práctica de caminar, son las formas mediante las cuales se ha pretendido develar cómo es producida mi práctica de caminar por la ciudad.

Es justamente esta subjetividad de la cual estas exploraciones no pretenden ni pueden escapar. Ellas no dan cuenta de la práctica de caminar como una abstracción conceptual. Ellas hablan de mi cuerpo en el espacio, de la altura de mi mano al capturar el video, de mi cara cercana a la mujer al interior del vagón del metro, posi-blemente intimidada por la cercanía de un extraño con un teléfono tomando fotografías. Cada una de estas exploraciones es una forma de traer a la luz cuestiones que olvido diariamente y que de no ser por un soporte que las registró, quedarían perdidas. Han sido una intención de explicar lo que mi cuerpo registra.

En este sentido, caminar es una forma de relacionarse con el entorno a través de la distancia del cuerpo con él cuando está en mo-vimiento. Mientras caminamos, estas distancias son completamente invisibles y se pierden en lo cotidiano de nuestro andar. Ellas pue-den ser reconstruidas entendiendo que forman parte de un espacio de afectividad mediado por la corporalidad y la espacialidad urbana.

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De la misma forma como la caminata es “enunciada” (de Certeau 1996, p. 109) en el espacio urbano, el espacio afectivo es “apropia-do” mediante la narrativa que emerge de observar el caminar. Es la forma de construir la relación con el mundo desde un “aquí y un allá” (Ibíd., p. 111), que no solo es en relación a la posición en el espacio, sino también a la posición en la historia de la vida.

Esto me hace pensar que el caminar es una práctica que se produce al momento de realizarla, pero que se completa al momen-to de recordarla o de volver a vivirla. Así, caminar también es una cuestión de distancias respecto a la caminata en sí misma y cada caminar del cuerpo tendrá un caminar en la mente, la memoria y los recuerdos, creando una sucesión de afectos que son los que terminarán anclándose en la experiencia urbana.

Caminar es más que dejar la huella en el piso que se ha tran-sitado sucesivas veces, es la historia que cuenta cómo esa huella es construida. Y esa historia en este escrito quiso ser contada como una historia de distancias.

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Francisca ÁvilesCandidata a doctor en arquitectura y estudios urbanos por la Pon-tificia Universidad Católica de Chile y MSC en estudios culturales por la Universidad de Edimburgo. Desde el 2015 ha colaborado con Soledad Martínez en la búsqueda de métodos de investigación para estudiar el caminar y la ciudad vivida a pie. Actualmente desa-rrolla su tesis doctoral en torno a la dimensión estética de la prác-tica cotidiana del caminar en la ciudad, apuntando a entender las maneras en que la urbe se encarna, descubre y transforma a través del desplazamiento a pie. Para ello pone en diálogo dos registros: el de un trabajo etnográfico con descripciones de la experiencia de caminata urbana en obras literarias y cinematográficas. Becaria Conicyt. [email protected].

Valentina BustosFue ayudante del curso Investigación etnográfica y diseño durante el segundo semestre del 2015 junto a Valentina Gómez y Melina Pedraza. Acaba de titularse como diseñadora con su proyecto “Di-seño de servicio de salidas educativas a montañas para escolares”.

Pablo HermansenDiseñador UC y doctor en Arquitectura y Estudios Urbanos UC. Ejerce la docencia y la investigación en la Escuela de Diseño de la Universidad Católica; actualmente es parte del equipo que dicta el taller de Diseño de Interacción. En el ámbito de la investigación, trabaja el rol de la fotografía en la investigación cualitativa, además de las líneas de indagación sobre cosmopolítica, diseño multi-es-pecie, y colectivos sociales en entornos digitalmente aumentados.

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Profesionalmente, desarrolla proyectos en los ámbitos del diseño de servicios en el sector de salud y museografía interactiva.

Luis IturraDPhil Candidate, Transport Studies Unit (TSU), School of Geo-graphy and the Environment, University of Oxford. Durante el año 2016 fue coinvestigador del Proyecto Fondecyt Regular 1161437 “Habitar en la ciudad intermedia: prácticas espaciales en Alto Hos-picio y Padre Las Casas”, con el cual se vincula actualmente de manera independiente. Su investigación doctoral, en curso, explo-ra las dimensiones afectivas de la desigualdad urbana en Santiago de Chile, que ha sido financiada por Becas Chile, Conicyt, 2016-2020. Sus intereses están relacionados con la experiencia urbana desde el afecto, el cuerpo, la materialidad y la memoria, los cuales ha llevado a cabo intentando combinar la aproximación etnográfica con metodologías visuales y sensoriales que permitan dar cuenta de las relaciones entre los habitantes y su entorno.

Cristián LabarcaPeriodista de la Universidad de Santiago de Chile y fotógrafo con estudios en periodismo cultural y crítica en la Universidad de Chi-le y en comunicación y educación en la Universidad Diego Por-tales, donde ejerció como docente entre 2001 y 2015. Su trabajo se ha publicado en los diarios La Nación, El Mostrador.cl, Siete, La Tercera y en las revistas Patrimonio Cultural (Dibam) y Cua-derno (Fundación Neruda). Es socio fundador y director de Letra Capital Ediciones y del colectivo Los otros Editores; socio de la Agrupación Cultural Lastarria Mistral y colaborador de Bicipa-seos Patrimoniales y Fundación Sendero de Chile. En la actua-lidad desarrolla su tesis para optar al grado de magíster en Cine Documental de la Universidad de Chile y se desempeña como investigador invitado en el proyecto Turismo Barrial Inteligente de la Universidad Mayor.

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Soledad MartínezCandidata a PhD en Geografía por el University College London y máster en Planificación Territorial y Gestión Ambiental por la Universitat de Barcelona. Su trabajo doctoral consiste en una in-vestigación etnográfica sobre el caminar cotidiano y la desigualdad urbana en Santiago de Chile. Entre sus publicaciones se cuentan: “Andar a pata no más (¡ni menos!)” (2015). Colabora con Francisca Avilés en la investigación de la experiencia de caminar en Santiago, específicamente en la exploración de metodologías cualitativas para su estudio y con la antropóloga Inés Figueroa en un taller donde se exploran las potencialidades del caminar como método de prospec-ción de la vida en las ciudades.

Francisca MárquezDoctora en Sociología, magíster en Desarrollo y estudios de países en desarrollo, y diploma en Sociología del Trabajo por la Univer-sité Catholique de Louvain, Bélgica, y antropóloga de la Univer-sidad de Chile. Académica e investigadora del Departamento de Antropología y ex decana de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Alberto Hurtado. Hasta el año 2010 fue profesora e investigadora de la Escuela de Antropología de la Universidad Aca-demia Humanismo Cristiano y del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la Universidad Católica de Chile. Fue también presidenta del Colegio de Antropólogos de Chile. Entre sus últimas publicaciones se incluyen: Ciudades de Georg Simmel (2012, edito-ra), Rutas migrantes. Habitar, trabajar y festejar (2016, coeditora), [Relatos de una] ciudad trizada (2017) y Patrimonios en disputa. Monumentos de la nación, Santiago, Buenos Aires y Brasilia (2018, editora). [email protected].

Gerardo MoraEs etnógrafo y profesor universitario por oficio y vocación. Como docente de la Escuela de Diseño UC, actualmente participa de Investigación Etnográfica y Diseño junto al taller de Interacción en pregrado, y del curso Detección de necesidades, del programa de

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Magíster en Diseño Avanzado (MADA). Es primera vez que abor-da académicamente el caminar; proviene de los estudios andinos, a los cuales espera regresar luego de cerrar –durante la edición de este volumen– sus periplos por Soraga (Oruro, Bolivia) en el marco del proyecto Fondecyt “Sistemas andinos de registro y de comunica-ción y semiosis andina colonial”, cuyo investigador responsable fue José Luis Martínez (Universidad de Chile). [email protected] - @gerardomorarivera.

Gabriela PérezEn el año 2011 ingresó a la carrera de Artes Visuales en la Univer-sidad Uniacc impulsada por un gran interés en la fotografía digital. Durante su primer año de universidad comenzó a investigar dife-rentes tecnologías Open Source como Arduino y Processing para la producción de diferentes interfaces. En el 2012 fue invitada a ser parte del equipo del taller colaborativo Stgo. Maker Space, donde realizó diferentes investigaciones en el campo de la neurociencia, arte y tecnología, sistemas de localización GPS y la construcción de diversos dispositivos con tecnologías Open Source. En el 2014 obtuvo el primer lugar en la categoría estudiantes en el Concurso Matilde Pérez Arte & Tecnologías Digitales en la Fundación Tele-fónica, con la obra “Caminar es un objeto”. En el 2015 expuso su trabajo en la Anual de Artes Visuales de la Sala Museo Nacional de Bellas Artes Plaza Vespucio (Santiago) y Plaza Trébol (Concepción) y realizó su primera exposición individual en el Museo Benjamín Vicuña Mackenna Caminar es un objeto, esculturas en base a datos de GPS.

Martín TironiInvestigador y profesor de la Escuela de Diseño de la Pontificia Universidad Católica de Chile, participa actualmente de la cátedra de investigación etnográfica y diseño y el taller Diseño de Interac-ción. Es sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile, magíster en Sociología en Université Paris-Sorbonne V y Ph.D en

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el Centre de Sociologie de l’Innovation (CSI), École des Mines de Paris, y postdoctorado de este mismo centro de investigación. Ac-tualmente desarrolla un proyecto de investigación (Fondecyt) so-bre la circulación del concepto de Smart Cities. Ha sido autor y revisor en distintas revistas científicas nacionales e internacionales, y visiting fellow (2018) en Centre for the Study of Invention and Social Process de Goldsmiths, University of London. Sus temas de investigación incluyen: movilidad urbana, tecnologías urbanas y antropología del diseño. [email protected].

Matías ValderramaSociólogo y magíster en Sociología por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Su tesis de magíster consistió en un seguimien-to de los rastros digitales que han perdurado en la web –así como también los que han desaparecido– en torno a la controversia ener-gética de HidroAysén. Sus áreas de interés son la cultura digital, los medios de comunicación, los movimientos sociales, el análisis de redes y medios digitales, teoría social, entre otros. Actualmente participa como asistente de investigación del proyecto Fondecyt “Dataficación de entornos urbanos e individuos: un análisis de los diseños, prácticas y discursos de la producción y gestión de datos digitales en Chile”. [email protected].

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Se hace Independencia al caminar

Esta sección es una semilla. Contiene, de manera densa e intensa, los movimientos que finalmente dieron por fruto este libro (que confiamos diseminará varias otras semillas). Se trata una muestra arbitraria de los trabajos desarrollados en el curso Investigación et-nográfica y diseño de la carrera de Diseño en la Pontificia Universi-dad de Chile durante el segundo semestre del año 2015.

Como ya fue señalado en el prólogo, el tema de ese semestre fue caminar. Para abordarlo, en atención y coherencia a los derro-teros teóricos de los docentes del curso, durante agosto los estu-diantes trabajaron algunos capítulos de los libros Ambientes para la vida. Conversaciones sobre conocimiento, humanidad y antropología (Ingold, 2012) y Reensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red (Latour 2008).

Ya en septiembre, para acercarse a la etnografía y al caminar, revisaron algunos capítulos del libro Etnografías mínimas (Quiroz 2007) y realizaron un ejercicio en las galerías comerciales del centro de Santiago, el cual tuvo como referente el estudio “Malla peatonal para Santiago Centro” (Sepúlveda, Mazzei y Medina 1997).

A comienzos de octubre, luego de haber aquilatado comen-tarios y correcciones a las etnografías mínimas y visuales que hi-cieron a propósito de (y en) las galerías, recibieron el siguiente co-rreo: “Estudiantes, recuerden que nos reuniremos mañana, a las 10:00 a.m., en avenida Domingo Santa María con Eduardo Frei Montalva (ruta 5 Norte), comuna de Independencia, para que cada grupo camine hacia el oriente, hasta el Cementerio General”, junto a dos imágenes (una de la estación de servicios ubicada en la inter-sección antes establecida y otra de la fachada del mentado campo

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fúnebre), un mapa simple con la ubicación del punto del encuentro y otro con la posible trayectoria a realizar.

Acompañaba a lo anterior una serie de preguntas orientadoras de la experiencia desarrolladas por el equipo docente: ¿Cuál es el rol del sonido en el caminar por grandes avenidas? ¿De qué maneras las texturas de las calles inciden en las decisiones al momento de cami-nar? ¿Cuál es el rol de la conversación en el caminar? ¿Cómo son las calles preferidas para el pololeo? ¿Cuál es la relación entre los juegos infantiles callejeros y el caminar? ¿Qué relación establecen las calles con las mujeres embarazadas? ¿Cómo cambia el movimiento de los cuerpos según los atributos de la calle por la cual caminan? ¿Cuá-les son las relaciones rítmicas que se establecen entre los cuerpos humanos en movimiento y otros cuerpos que también se mueven? ¿Cómo cambia el caminar, en cierta calle, a lo largo del día o de la semana? ¿Qué relación existe entre el horario comercial de una calle, saturada de negocios, y el caminar? ¿Quiénes buscan “ahorrar tiempo” y quiénes buscan una experiencia placentera? ¿Encadenar actividades (comprar comida, fumar un cigarro, hablar por teléfo-no) al caminar o solo trasladarse de un punto a otro? ¿De qué ma-nera la señalética incide en el caminar? ¿Cómo la infraestructura fa-vorece el caminar? ¿Cómo usan las veredas ciertos grupos urbanos? ¿Hay modos de caminar que indiquen ciertas identidades urbanas? Junto a indicaciones prácticas sobre agua, cocaví, movilidad, etc.

De manera espontánea, o al menos no prevista, nos organi-zamos en grupos de cinco o seis personas para ir caminando. A veces, por la avenida principal, era posible avistar a varios grupos al mismo tiempo entremedio del agitado tráfico y otros transeúntes. En otras ocasiones, al perderse por algún pasaje o pequeña calle, cada grupo se perdía del resto y comenzaba a parecer evidente que su caminar tenía armonías e intenciones distintas a aquellas propias de los peatones habituales del sector.

Para cerrar la actividad, nos reunimos al interior del Cemen-terio General a conversar lo caminado. Ya durante el semestre, los estudiantes desarrollaron diversas etnografías en la comuna de

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Independencia, ambiente propuesto para el curso. De esta manera, experimentaron diversos acercamientos cualitativos a la experiencia del caminar en/por la ciudad y abordaron numerosos temas. Lo hicieron con diversas profundidades, pero siempre de manera com-prometida. El apetito explorador de sus trabajos fue una motiva-ción que pesó bastante a la hora de iniciar la creación de este libro.

A continuación se presenta una síntesis (mezquina y arbitra-ria) de las entregas finales de los estudiantes. Para guiar a quien lee es pertinente señalar que, dada la característica exploratoria del ejercicio académico propuesto, los informes de cierre fueron bastante disímiles entre sí y muy propios de la dinámica de cada grupo. Por ello, acá se optó por editar cada trabajo para presentar-los organizados internamente en tres secciones: introducción (qué gatilló sus intereses y decisiones), observaciones (qué encontraron en terreno) y reflexiones (cómo interpretan lo anterior). Abre cada trabajo: su título y autores.

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El adulto protector al caminar y su toma de decisiones Francisca Charlín, Esperanza Léniz, Catalina Manterola, Josefa Riesco y Camila Silva

Caminar solo por la calle es un mundo completamente distinto que hacerlo junto a un niño del cual eres responsable. Fue este el tema que destacó en nuestras observaciones. Nos llamó la atención, desde el primer momento, cómo la toma de decisiones era afectada de gran manera por este factor con respecto a la infraestructura y por lo mismo decidimos observar y entender este tema en profun-didad, trabajando solo con dos familias.

Mediante el contacto y seguimiento observamos cómo los integrantes de estas se enfrentaban a distintas variables que se les presentaban al caminar, estando ellos con niños. Sus trayectos se condicionaban a partir de la toma de decisiones frente a la respon-sabilidad que sentían al estar a cargo de un menor, comprendiendo nosotras el valor que ellos le entregaban a este rol protector donde la seguridad propia dejaba de ser la más importante, siendo la de otro individuo la que afectaba en el trayecto.

Trabajar con dos casos en profundidad hizo la diferencia entre solo observar y acercarnos al entendimiento. Mediante el contacto acotado y específico pudimos entender el tema de una manera más profunda, comprendiendo y justificando lo que nos propusimos estudiar.

Observaciones

Independencia es una comuna con vida. Sus calles principales y residenciales son constantemente transitadas, quizás no con un flu-jo descomunal de gente, pero después del mediodía no hay lugar donde no te encuentres con alguna persona camino al almacén, la feria, el doctor o yendo a visitar a un conocido.

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El hecho de que tanta gente camine por sus calles llama nues-tra atención, pues si analizamos la infraestructura comunal cada dos o tres pasos ahí está: el clásico hoyo o un con junto de ellos a mitad de la vereda, que nadie puede explicar cómo se produjo en el duro cemento un desnivel como ese. Quizás sea que lo hicieron mal desde un principio o que ahí cayó algo muy pesado, pero fuera de cómo llego, lo que más impresiona es la constancia del fenómeno junto a los aventurados desniveles entre calles y veredas.

Fue la manera en cómo las personas se enfrentaban a estos des-niveles y constantes obstáculos lo que más nos impresionó al mo-mento de investi gar. Y no solo esto, sino que además de presentarse un tránsito periódico de personas, notamos que no iban solas y que muchas veces los adultos al momento de salir iban acompañados de niños, ya fuera en coche, en brazos o a un lado caminando de la mano, caminan con una gran responsabilidad junto a ellos, la que se-ría el cuidado de estos peque ños que por su tamaño y edad no tienen las mismas capacidades que alguien mayor de enfrentarse a los dis-tintos desniveles y fallas en la infraestructura de sus calles y veredas.

Reflexiones

Entender de cerca y desde la vivencia un problema que fue de-tectado mediante la observación abre muchas puertas a donde la investigación puede llegar de manera más profunda a la cuestión del asunto.

Jamás imaginamos la cantidad de información que podría mos encontrar conversando con las personas que vivían la situación que decidimos estudiar y fue gracias a esto que el aprendizaje obtenido fue un gran aporte no solo para el trabajo mismo, si no que para nosotras como grupo entender la manera de abor dar problemas e investigaciones.

Vivimos y entendimos como las personas se adaptan a su con-texto, en este caso, la infraestructura de las calles en Independencia. El caminar pasó de ser una acción cotidiana de mucha simpleza,

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a ser un acto donde todas las variables se toman en cuenta, sobre todo en el caso donde hay uno o más niños presentes. La respon-sabilidad que conlleva ir acom pañado de un niño en lugares difíci-les de transitar pasa a ser muy importante y la condicionante más importante en la toma de decisiones como logramos comprender. Entendimos cómo se sienten estos adultos con la responsabilidad de una vida ajena: ellos se preocupan más por la se guridad del niño que la propia, consideran en todo momento su protección y un constante estado de preparación y alerta están siempre presentes. Pero, más allá de lo anterior, esto nos abre otras posibilidades a es-tudiar dentro del mismo tema, como sería preguntarse de qué ma-nera conciben los mismos niños al caminar por las calles, o cómo se sienten con respecto a ellas en temas de entretención y recreación.

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Caminar y mirar: el trasfondo de lo agradable.La importancia de la visualidad en la configuración de trayectosPaz Celis, Francisco Rodríguez, Maximiliano Rubio, Juan Urrutia, Isidora Flores y Catalina Alaracón

La comuna de Independencia posee barrios, calles e inmuebles par-ticulares y una imagen identitaria propia  formada por diferentes elementos de infraestructura urbana. Estos elementos, que forman parte de una identidad vecinal, ejercen influencia como polos mag-néticos en la configuración de los recorridos de los vecinos. Ellos los perciben y valoran de acuerdo a las sensaciones que les produ-cen, tendiendo a modificar su recorrido para acercarse a los elemen-tos urbanos que consideran agradables. Nuestro motivo de estudio es identificar y clasificar cuáles son estos elementos de infraestruc-tura urbana, pública y privada, cómo son percibidas por los vecinos y cuál es la magnitud de sus influencias, positivas y negativas, sobre el desplazamiento por sectores puntuales de la comuna. A partir de las texturas particulares de cada elemento y la textura visual y sensorial conformada por varios elementos, iremos profundizando en cada una de estas áreas, que se ven influidas por aspectos que van desde la historia de la arquitectura hasta la configuración vegetal.

Observaciones y reflexiones

Avanzado en la investigación identificamos dos factores clave en el reconocimiento de los vecinos al barrio Francia; por un lado, la fachada de los edificios, sus texturas, colores y distintos tipos de arquitectura y por otro lado la naturaleza, que complementa los antejardines y veredas dando sombra y un toque de verde a la co-muna. Cabe mencionar que en este sector la vegetación es bastante

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más abundante que en sectores contiguos y el ambiente en general se nota más cuidado por los residentes y vecinos. Inspira respeto, confianza, limpieza y seguridad.

Los vecinos mencionan que existe una consideración particu-lar por el barrio. Y, si bien al consultar por la historia del lugar casi nadie la tiene presente, sí tienen claro el interés de las fachadas y cómo las casas se distinguen de las casas del resto de la comuna por sus amplios antejardines, algo extraño para la comuna.

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Caminando con los ojosAngela Stewart, Nicolás Mardones, Magdalena Rodríguez, Florencia Hurtado y Josefina Palma

Como diseñadores, tenemos la tarea de observar a la comunidad, definir sus problemas y hacer lo posible por resolverlos. Es así como comenzamos nuestra investigación en la comuna de Independencia observando a los peatones. ¿Cómo caminan? ¿Por dónde? ¿Qué les aproblema? ¿Qué hace que su caminata sea incómoda o no placen-tera? Luego de visitas en terreno y análisis nos dimos cuenta que muchas personas cargan cosas al caminar y esto se les complica al tener que pasar por veredas en mal estado o intervenidas por otros objetos. Fue ahí donde encontramos nuestra oportunidad de inter-vención.

Observaciones

Primera observación. Miércoles 7 de octubreEn el primer acercamiento con la comuna, la tarea –dada por los profesores– era simplemente observar y encontrar algo que nos lla-mara la atención para así poder desarrollarlo en la investigación.

Nos dividimos en dos grupos, unos caminamos por una vere-da y los otros por la de enfrente de modo que pudiéramos rescatar la mayor cantidad de datos y observaciones posibles. Comenzamos desde el punto de encuentro hacia el Sur. En las primeras cuadras no nos encontramos con muchas personas, y las que había estaban saliendo para el hospital o comprar algo al almacén más cercano. Luego nos desviamos por la calle Vivaceta para ver con qué nos en-contrábamos y vimos que había muchas personas con carritos que tenían que hacerles el quite a desniveles del suelo. Después decidi-mos bordear el Cementerio General por San José donde vimos gran

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cantidad de ancianos con movilidad reducida o bien madres con sus hijos pequeños en las cercanías de hospitales en donde también se hacía difícil la caminata, pero esta vez no tanto por lo irregular del suelo sino que por lo angosta de la vereda al haber muchos puestos de comida y regalos.

Finalmente analizados todos los factores y acciones que vimos durante nuestro recorrido nos dimos de cuenta de algo especial: El cómo las personas evaden ciertos lugares por donde era difícil tran-sitar o bien como la infraestructura y calidad de las veredas podía determinar la postura de las personas.

Segunda observación. Martes 3 de noviembreDos y media de la tarde, hora de almuerzo, hambre, apuro para volver a las tareas laborales. Ese fue el ambiente de la segunda visita. Comenzamos caminando desde la estación de metro Cal y Canto en dirección norte por Avenida Independencia. En la esquina antes de llegar a las oficinas de la Policía de Investigaciones nos encontra-mos con un desnivel en la vereda justo por donde está delimitado el cruce de peatones, que por lo demás a esta hora había un gran flujo de estos y muchos de ellos con carritos de comida callejera. Más adelante, a la altura del 230, vimos que estaban arreglando un pedazo de la calle, aunque no haya sido parte de la vereda sí es un impedimento para aquellas personas que quieren cruzar por ahí aunque no haya semáforo. Pasado esta numeración comienzan los locales de telas y artículos textiles de bajo costo por lo que aquí vimos a muchas personas cargando bolsas, carritos y coolers, además de llevar sus pertenencias como carteras o mochilas. Aquí también empiezan a aparecer curiosos agujeros en medio de la vereda que para muchos peatones puede ser un “campo minado” ya que son varios hoyos juntos y por lo general pasan inadvertidos, pero basta con que a una persona que circula con carrito por esta vereda se le caiga lo que lleva dentro para darse cuenta de lo peligroso e incó-modo que puede ser. Respecto a esta superficie también vimos que

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personas que cargaban mochilas o carteras en la espalda no tenían problema al pasar por arriba de los hoyos ya que si pasaban con cuidado la planta del pie es más grande que estos, a diferencia de las ruedas de un carrito. Caminando un poco más, en la vereda del frente, vimos que estaban arreglando el alcantarillado y para esto tenían una manguera que atravesaba toda la calle, incluso los cruces peatonales. Este episodio fue el más crítico de la visita ya que en dos ocasiones vimos que una persona no podía superar este obstáculo sola, como el caso de un señor que andaba en silla de ruedas o el de Javiera –clienta habitual del sector– quien gracias a que estaba con una amiga pudo hacer más llevadero este obstáculo. Al regreso por la otra vereda casi al llegar a la iglesia nos encontramos con Óscar –reponedor de verdulería del sector– que venía con un ca-rro de supermercado lleno de naranjas subiendo la vereda por una pendiente, pero que estaba irregular, y antes de haber subido com-pletamente el carro a la vereda se le cayeron unas cuantas naranjas porque debido a la irregularidad de la superficie una de las ruedas se atoró en la grieta. Luego de haberlo ayudado a recoger las naranjas conversamos brevemente con él.

Reflexiones

Caminar acarreando cosas por si solo genera dolor de espalda y esta tensión se incrementa al tener que adaptarse a la mala infraestruc-tura de la vereda, por otro lado la mayoría son mujeres de mayor edad por lo que el problema es más grave aún.

Las personas que circulan con carritos o cosas más pesadas deben pedir ayuda a alguien si se ven muy sobrepasados por la situación, o bien, cambiar la distribución de la carga para poder pasar con más facilidad.

Lo que todos creíamos es que aparentemente las rampas que tienen la mayoría de las veredas son la mejor opción para cruzar por ahí, si es que una persona anda con algún carrito o maleta, pero lo

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cierto es que resulta ser al revés, incluso algunos consideran que es más difícil pasar por ahí porque la pendiente está mal hecha o pre-senta irregularidades. Son en estos casos cuando las personas prefie-ren burlar las normas urbanas y cruzar por donde no hay semáforo o rampas en las veredas cosa que también resulta bastante peligrosa.

No caminar en una superficie plana obliga a los transeúntes de la comuna a tener que estar atentos a que viene más adelante, por lo que al poner los pies por la superficie, los ojos ya caminaron por ahí, la mirada va pasos más adelante. De esta manera son capaces de adaptar su cuerpo a lo que viene sin problemas mayores.

Las personas que no llevan nada en sus manos por lo general no presentan problemas a la hora de enfrentarse a un obstáculo en la vía pública o un desperfecto en la superficie de esta, pero esto no quiere decir que igualmente se adaptan (con menor dificultad) a las irregularidades. Pero estas si tienen la posibilidad de guiar su caminata con la mirada.

En esta comuna son muy comunes los locales de venta parti-culares que se encuentran mirando hacia la vereda, tanto como de telas, frutas, flores, comida, entre otros. Esto lleva a utilizar mucho las veredas, ya sea por parte de los vendedores al reponer sus pro-ductos, como de los compradores; llevando la mayoría de las veces

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cargas de gran tamaño o en grandes cantidades, impidiendo “cami-nar con los ojos”. Sumándose a esto la mala calidad de las veredas. Al haber conversado con ellos sobre esto y observado en variadas oportunidades, podemos ver cómo esto genera accidentes de tra-bajo; y como los factores nombrados anteriormente producen un quiebre, una necesidad por parte de los habitantes de la comuna.

Los gestos de adaptación que se producen en determinadas grietas o estructuras son similares entre los que pasan por ahí.

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Cunas sociales: buscando el significado del encuentroFrancisca Donoso, Anna de la Maza, Margarita Echenique, Francisca Moreno, Daniela Rojas y Francisca Villela

Domingo en la mañana, nos adentramos como grupo en la comu-na de Independencia, un lugar tan diverso como complejo. So-nidos, texturas, personas de distintas edades y nacionalidades que nos acompañan en nuestro caminar. La imagen preconcebida que teníamos de la comuna como un lugar lleno de movimiento dado por el comercio textil que hemos conocido en ocasiones anteriores, se ve muy contrastado con una experiencia silenciosa y residencial con la que nos encontramos al bajarnos de la micro. ¿Dónde está toda la gente?

Nuestra primera intuición nos dirige a las plazas, lugares que fueron construidos y pensados para reunir personas. Sin embargo, luego de visitar varias de ellas, la interrogante sigue sin respuesta. En medio de nuestra búsqueda nos encontramos con diferentes personas que se dirigían en sentido contrario al nuestro con un elemento en común: un carro vacío. Le preguntamos a uno de los caminantes hacia dónde se dirigía, a lo que nos respondió naturalmente: “A la feria poh, si es domingo”. Cambiamos nues-tro rumbo hacia este lugar y encontramos aquello que estábamos buscando.

Este hallazgo nos dio pie a iniciar una búsqueda de “cunas sociales” en lugares que no están necesariamente pensados para serlo. Este concepto hace referencia a un espacio generado por las personas en donde se le da un nuevo significado a lo tangible y ocurren formas de apropiación e interacción que merecen ser estudiadas.

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Observaciones

Existen factores que afectan en la creación de un lugar de encuen-tro, sea voluntaria o involuntariamente, que a nuestro juicio son interesantes de descubrir e investigar. Pudiese ser que para muchos vecinos del barrio, estos lugares son algo común e incuestionable, pero nos llamó la atención la existencia de lugares establecidos como espacios públicos de encuentro, como por ejemplo plazas, que no están siendo utilizados, mientras que otros “no construidos” con ese propósito pueden llegar a ser cuna de reuniones entre gru-pos y familias del sector.

Luego de caminar y observar el entorno de la comuna de Inde-pendencia por primera vez, surge en nosotros una inquietud fren-te a las plazas. Llámese plaza a aquellos lugares urbanos públicos al aire libre en los cuales se pueden realizar distintas actividades gracias a la presencia de áreas verdes, equipamiento de deporte y descanso. Estas iban apareciendo en lugares variados; pequeños, amplios, estrechos, frente a calles concurridas y también en sectores residenciales, pero con un factor en común: vacías. Nuestra prime-ra hipótesis es asociar esto al horario en el que nos encontrábamos, día miércoles en la mañana, donde la mayoría de la gente trabaja y los niños van al colegio. De esta manera decidimos fijar un nuevo horario para nuestras próximas visitas, los días domingo, para así comprobar/refutar nuestra hipótesis de que las plazas son lugares de encuentro en la comuna.

Nuestra segunda visita realizada la mañana del domingo 25 de octubre no fue muy distinta a la del día de semana. Ingenuamente creímos que nos encontraríamos con muchísima gente en las ca-lles y con niños jugando en las plazas que anteriormente habíamos visto desoladas. Luego de deambular un buen rato, divisamos por primera vez una de ellas con gente: una mujer, un señor mayor y un niño. Luego de entablar una breve conversación con la mujer, está nos indicó que existía una plaza más concurrida que se encon-traba a la salida de la iglesia, un centro parroquial y un negocio de verduras.

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Nos dirigimos a la plaza que nos indicó la señora y en el tra-yecto comenzamos a ver que la gente caminaba en dirección con-traria a la nuestra, con carros y bolsas de feria vacíos. Esto nos hizo cambiar nuestro rumbo, donde finalmente encontramos lo que nece sitábamos para nuestra investigación: gente. La recorrimos de principio a fin, conversando con las personas y mirando la enor-me variedad de productos que se vendían, donde resaltaban frutas y verduras de la estación y objetos inimaginables en el sector de “cachureos”, como allí se le conoce. Las horas pasaron rápido por lo que decidimos que en la siguiente visita iríamos a la plaza que andábamos buscando.

A la siguiente visita llegamos “muy temprano”, según el ven-dedor de frutas cercano a la plaza. Él nos indicó que la gente se reunía allí cuando terminaba la misa y no antes, por lo que nos quedaban casi dos horas de espera. Sin rumbo fijo comenzamos a recorrer una de las calles aledañas, cuando divisamos unas grade-rías con gente. Nos dimos cuenta que se trataba de un estadio y la curiosidad nos hizo entrar allí. Nos encontramos con una gran cantidad de niños y adolescentes jugando fútbol en una cancha subdividida por secciones para entrenamiento. En sus alrededores estaban instaladas muchas personas, con mascotas e incluso picnic. Tras conversar con unas mujeres que se encontraban en un toldo con la insignia del club Universidad de Chile, comprendimos que se trataba de una escuela de entrenamiento en la comuna donde los padres llevan a sus hijos todos los domingos.

A la vuelta del estadio, nos encontramos con la salida de la misa de la parroquia Cristo Crucificado, una instancia en donde la gente se reúne y conversa y los niños hacen uso de las dependencias de la plaza, jugando en ella.

De esta manera, gracias a las indicaciones de la primera mu-jer, encontramos tres “hitos” para realizar nuestra investigación, en primer lugar guiándonos a la plaza de la Iglesia, luego con el desvío encontramos la feria y en última instancia el estadio, tres lugares en donde la gente se reúne un día domingo antes de almuerzo, donde

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interactúan ancianos, adultos, niños, mascotas, etc. lo que nos da pie para intentar comprender por qué lo hacen allí y no en otro lugar. La feria es estrecha, el estadio no tiene lu gares de sombra. En-tonces, ¿qué tienen de especial estos tres lugares, que a simple vista no cuentan con ciertas “comodidades”? ¿Qué hace que en ellos se reúna tanta gente cada domingo? Estas son algunas de las interro-gantes que surgieron al inicio de nuestra observación y que dieron pie a la investigación.

Reflexiones

El caminar es una práctica común en el día a día de todas las per-sonas. Es algo tan cotidiano, personal y natural que casi nunca se cuestionan sus métodos, sus fines y las interacciones que este gene-ra. Los flujos de personas fue lo que nos llamó la atención: cómo es que una gran masa de personas, sin necesariamente ponerse de acuerdo, camina y se dirige a un mismo lugar que sin estar pensado para el encuentro, pasa a ser la plataforma de interacciones com-plejas y válidas de estudiar. Los lugares que fueron pensados desde un principio para el encuentro pasan a ser secundarios al lado de espacios que lo propician de manera natural y que no solo sus ca-racterísticas físicas aportan a esto, sino que su carga emocional los potencia y les entrega un valor mucho mayor. Estos son los espa-cios que denominamos “cunas sociales”, es decir, el resultado de la combinación entre un lugar físico y todas las in teracciones que se generan en dicho espacio. ¿Por qué cunas? Según la Real Academia Española, una cuna es “el origen o principio de algo”, y bajo esta premisa creemos que este punto de encuentro se transforma en el inicio de relaciones, amistades, actividades, y un sinfin de vínculos sociales que posiblemente no se darían bajo otras circunstancias. Una de sus particularidades es que por un lado dependen del lugar en el que se generan, pues si no fuera un lugar adecuado la gente no se reuniría allí. Pero por otro lado, cuando las interacciones ya

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comienzan a ocurrir, las personas en sí mismas son lo importante y el lugar con su infraestructura, a pesar de ser lo que en un principio propició el encuentro, pasa a un segundo plano.

En base a la observación realizada en la comuna de Indepen-dencia, nos damos cuenta que no existe ningún elemento estanda-rizado o “patrón” que podría ser repetido en los distintos lugares de encuentro para que se propicien este último. La infraestructu-ra obviamente tiene que ser apropiada para el encuentro, pero no tiene que estar necesariamente pensada para esto. Tomemos como ejemplo la feria. Esta se trata de un lugar improvisado, sin “como-didades”, a lo largo de una calle estrecha y tomando las veredas para poder lograr su fin: vender productos a los transeúntes. Efec-tivamente se trata de un lugar óptimo y con lo básico para que las personas quieran ir a vender y comprar todos los domingos, pero no tiene ningún elemento que se repita en otro lugar que también funcione como un espacio de encuentro como lo es, por ejemplo, el estadio. La infraestructura en este sentido es un punto de entrada, la plataforma inicial del encuentro.

Sin embargo, lugares como las plazas que suponen tener una infraestructura pensada para el encuentro, no logran, por lo menos en la comuna de Independen cia, cumplir con su fin. Creemos que no toma en cuenta variables “no físicas” que influyen en el encuen-tro de las personas, variables menos controlables pero incluso más importantes. Las plazas como punto de encuentro no están pensa-das para involucrarse en el día a día de las personas, en su rutina y en lo que necesariamente tienen que hacer. Si es que lo hicieran la gente sí incluiría este lugar en su quehacer diario y se reuniría allí. En este sentido, la feria y el estadio de fútbol si recogen esta varia-ble. El estadio se involucra en el tiempo padres-hijos que en general ocurre los domingos, y la feria en la necesidad de comprar lo ne-cesario para la semana. Sumado a esto, existe un factor netamente emocional que mueve las acciones de las personas y que a nuestro juicio, aporta mucho a que un espacio sea un potencial lugar de encuentro. Los tres lugares observados cuentan con la emociona-

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lidad que dirige a las personas hacia estos. Por ejemplo, el estadio gana importancia y se llena debido a que para los padres este lugar los acerca a sus hijos, este lugar es sus hijos, el momento que tienen con ellos y el momento en que pueden apoyarlos en un 100% y verlos crecer y superarse. Por otro lado, para muchos la feria signifi-ca una oportunidad de encontrarse con los conocidos, función que actualmente tiene casi la misma importancia que el vender y com-prar. Asimismo la salida de la parroquia Cristo Crucificado. Es el lugar para ponerse “al día” con amigos y familiares, donde incluso se venden cosas para el almuerzo.

A base de esto, nos damos cuenta en primer lugar que, los lu-gares que se proponen (muchas veces por la municipalidad) como lugares de encuentro no toman en cuenta todos los factores a con-siderar y esa podría ser una de las razones de su fracaso. Segun-do, senti mos que el esfuerzo no está bien dirigido: se ocupan y

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construyen plazas como un elemento muy estandarizado y que se piensa resolverá necesidades de todas las comunas. Pero la verdad es que cada comuna tiene una serie de interacciones complejas que necesitan ser estudiadas desde las personas.

Bibliografía

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Latour, Bruno (2008). Reensamblar lo social: una introducción a la teoría del actor-red. Buenos Aires: Ediciones Manantial.

Quiroz, Daniel (2007). Etnografías mínimas. Santiago de Chile: Dibam.Sepúlveda, Orlando, Ximena Mazzei y Astrid Medina (1997). Malla pea-

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Al caminar producimos lo infinito,y lo infinito no sabemos si nos sigue o lo vamos siguiendo,

si nos corre o lo vamos corriendo,si nos huye o lo vamos huyendo

por un camino que no empezó nunca.

Pablo de Rokha1.

1. Extracto de Epopeya de peripecias (1954, p. 385), en Antología 1916-1953. Editorial Multitud. Santiago de Chile.

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