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CAMILLE FLAMMARION JEAN LOUIS PETIT
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CAMILLE FLAMMARION, ESTRELLA
DEL ESPIRITISMO CIENTÍFICO JEAN-LOUIS PETIT
Ese joven que se complace con el espectáculo de las estrellas y que
nunca tendrá estudios superiores frecuentará durante cerca de
sesenta años la élite del mundo científico. Será colmado de honores
y recibido por los soberanos. Todo le saldrá bien. Y sin embargo, es
la muerte lo que le interesará, hasta que la encuentre él mismo
después de haber predicado incansablemente a contracorriente en
favor de los mundos habitados. ¿Cómo abordar esta meteórica
carrera de múltiples facetas?
Comencemos por la deslumbrante carrera del astrónomo
Los eruditos no reparan sino en la vida del astrónomo.
Camille Flammarion nació el 26 de febrero de 1842, en una gran
aldea rural, Montigny le Roi, entre Langres y Chaumont. Recibe la
enseñanza del cura local, heredero de las luces y del instructor.
Descubre la naturaleza. Las dificultades obligan a su familia a
llevarlo al Yonne, donde será tomado a cargo por el hijo de un cura
de la Revolución fiel a los valores humanistas (el padre había sido
cura constitucional durante la Revolución, se había casado y tuvo
dos hijos). La bóveda celeste provoca, en él, profundas
meditaciones. En octubre de 1847, a los cinco años, asiste a su
primer eclipse de sol. Desgraciadamente, sus padres arruinados,
partirán a París en 1853. Lo dejan en el lugar. Su madre siempre
soñó con un hijo que tomara los hábitos. Forma parte entonces de
la coral de la catedral de Langres. Se le asegura algo de cultura
general, sobre todo religiosa. Debe cantar en todos los oficios.
Primero será sensible a la pompa y a la liturgia, pero las amenazas
infernales lo desalientan y cortan con el humanismo de sus
primeros maestros. Las disciplinas vinculadas a la naturaleza le
atraen cada vez más. Le hacen falta sus padres y sufre por carencia
de dinero. Antes de los quince años, conoce el mapa de las estrellas.
En 1856 se reúne con sus padres en París, pero debe ganarse la
vida, como aprendiz con un grabador-cincelador. Estudia solo por
la noche y se gana el apodo de “pequeño sabio”, gracias a las clases
nocturnas. Descubre también el Jardín botánico y la astronomía; se
apasiona por las ciencias. No sabe cómo dejar su situación de
obrero y se consuela escribiendo para sí mismo una Cosmogonía
Universal de quinientas páginas y ciento cincuenta dibujos. Cae
enfermo por sus excesos de vigilia y recibe la visita de un joven
médico. Éste se fija en la Cosmogonía Universal que lo alucina y se
la envía al astrónomo Le Verrier, director del Observatorio de
París, que lo contrata enseguida. Es el comienzo, en 1858, de una
carrera de aprendiz de astrónomo en la “Dirección de Cálculos del
Observatorio” de París. No tiene entonces sino dieciséis años. Esta
bella denominación esconde un trabajo oscuro e ingrato: ordenar
cálculos todo el día. Urbain Le Verrier no es un astrónomo
observador, sino un matemático que se entrega a cálculos de la
trayectoria de los astros, a partir de las observaciones hechas por
otros.
Camille lee los tratados de Arago, fallecido en 1853, tales como La
Astronomía Popular, que sabía expresar en forma simple y
cautivadora los descubrimientos de su tiempo. Es la astronomía lo
que seduce al joven. Discretamente consigue el derecho de llegar al
gran telescopio del Observatorio. Su imaginación se decuplica.
Llega justo en el momento en que esta ciencia hace enormes
progresos. Estudia todo lo que se publica sobre el Universo. Muy
pronto se convence de que la Tierra no puede ser el único mundo
habitado en el Universo y lo escribe. Será La pluralidad de los
Mundos habitados, publicado en 1862. Aún no tiene veinte años.
Rápidamente se agotarán varias ediciones. Un extracto ubica bien
el tema: “La vida es una ley de la naturaleza, se desborda en la
Tierra por todas partes, como en una copa demasiado estrecha
para contenerla, y los demás mundos nos darán el mismo
testimonio cuando sepamos descubrirlo”. Allí se resume toda su
filosofía. En cambio, Urbain Le Verrier no lo aprecia; y lo echa a la
calle. El clero oficial lo coloca en la picota pero, en conjunto, el
mundo intelectual y científico reaccionan favorablemente.
Pero ya goza de relaciones. Delaunay, enemigo jurado de Le
Verrier, lo contrata inmediatamente para la “Dirección de
Longitudes” donde se inicia esta vez en el verdadero cálculo
astronómico. Siempre lee todo sobre la ciencia, husmea en todas las
bibliotecas y sabe hablar de lo que le apasiona. Es contactado por
los directores de publicaciones científicas que por entonces se
multiplican, dentro de un objetivo de vulgarización. Comienza una
larga colaboración en la revista Cosmos, donde recupera la rúbrica
astronomía. Sobresale allí. Se le piden otras. Completa La
pluralidad de los Mundos Habitados, y escribe los siguientes: Los
Mundos imaginarios y Los Mundos reales, reeditados sin cesar
desde 1865 hasta 1911.
Retomará la observación con un pequeño telescopio personal, y
luego con el del Observatorio, con el que reanudará los contactos.
Es reconocido por el mundo científico como un vulgarizador
científico de inmensos conocimientos y con extraordinarias
capacidades de clarificación, pero es atraído sobre todo por la
astronomía. Según él es la reina de las ciencias, puesto que abarca
el Universo y los misterios de la Creación. Ingresa al gran periódico
Le Siècle, en 1865, a los veinticinco años, se convierte en orador en
la Escuela Politécnica y luego en otros círculos más mundanos.
Cada vez disfruta de sala llena. Desde entonces es rico y célebre; se
dirige también al extranjero. Su gloria culmina en 1879 con un
libro editado por su hermano Ernest Flammarion La Astronomía
popular, éxito mundial en varias versiones con más de ciento
treinta mil ejemplares.
Difunde en forma novelada y poética todos los conocimientos de la
época sobre el Universo. Se ha convertido en la referencia científica
nacional e internacional. Pero no olvida su pasado. Será entonces
uno de los pioneros del movimiento de educación popular junto con
Jean Macé y León Denis. Es uno de los fundadores de la Liga de la
Enseñanza, que milita a favor de la escuela gratuita y obligatoria.
Saca de la miseria a sus padres y ayuda a lanzar los movimientos
de educación popular. No sólo encuentra la gloria, sino también el
amor y la fortuna. Tendrá dos esposas sucesivas: Sylvie Petiot que
también será su secretaria hasta su muerte, y luego su nueva
secretaria, Gabrielle Renaudot, que tiene treinta y cinco años
menos que él, pero que igualmente se consagrará a él en cuerpo y
alma. Un admirador de su obra, el Sr. Meret, le ofrecerá más en
1883, una propiedad completa y una fortuna destinada a crear, en
Juvisy, sobre doscientas hectáreas, el observatorio de sus sueños.
Allí instala un telescopio moderno y contrata a otro astrónomo
para realizar un programa de observaciones científicas
reconocidas por todos. Juntos, trabajarán sobre la Luna y Marte, al
que aprecia particularmente y que cree habitado. Demostrará la
importancia de las erupciones solares, especialmente sobre la
vegetación, se interesará también por las estrellas dobles sobre las
que redactará estudios muy apreciados. Su inmensa curiosidad le
lleva también a cultivar la meteorología. Estudia también el efecto
de la luz y los colores sobre las plantas. Publica mucho y crea dos
periódicos, entre ellos L’Astronomie, y una sociedad científica, la
Sociedad Astronómica de Francia, creada en 1897 y que todavía
existe. Es también un asombroso aprovechador de su imagen.
Organizará espectáculos, como la repetición, en 1902, del
experimento del péndulo de Foucault bajo las bóvedas del Panteón
así como una suntuosa fiesta del solsticio de verano en la cumbre
de la Torre Eiffel. Fue él quien, en mayo de 1910, estuvo encargado
de disipar el miedo pánico provocado por el paso del cometa
Halley: “¡No, el fin del mundo no llegará el próximo 19 de mayo!”
A veces será menos afortunado, y aceptará asociar su imagen a
vulgares publicidades. Cada año, o casi, su público lo vuelve a
encontrar. Citemos: Les Etoiles et les curiosités du ciel, Lumen, y
luego, hacia el final de sus días, Uranie y Stella. El astrónomo,
colmado de honores, evoca sus convicciones de pureza vinculadas
al amor y su esperanza de una vida aún mejor en el más allá y
luego de otras vidas en otros mundos. Con él, numerosas personas
descubrirán una vocación de astrónomos aficionados. Es el
representante reconocido de una creencia muy compartida en su
siglo, de un progreso casi indefinido de la ciencia y de las técnicas,
que acabará por explicarlo todo. Se apasionará por la aeronáutica
y hará numerosas ascensiones en globo, especialmente en su viaje
de bodas. Siempre será un decidido pacifista, participará en la
guerra de 1870, y conocerá la Comuna sin participar en ella. El
retorno de la barbarie en 1914 lo dejará abatido y dolido. Morirá
en 1925, a los ochenta y tres años, en los brazos de su segunda
esposa, Gabrielle, siempre en plena gloria.
La carrera del espírita
También se interesó mucho por el espiritismo, entonces en pleno
apogeo. Dos períodos se suceden en su vida de espírita.
El neófito entusiasta, amigo personal de Allan Kardec Curioso por
todo, Camille Flammarion adquiere El Libro de los Espíritus. En
1861 es invitado a sus primeras experiencias de mesas giratorias, y
se inscribe en la Sociedad parisiense de estudios espíritas. Se
convierte en secretario de sesiones y conoce a Allan Kardec. El
espiritismo está entonces en plena expansión. Los dos hombres
simpatizan. Camille va de descubrimiento en descubrimiento y
muestra un gran entusiasmo. Dialoga con múltiples Espíritus entre
ellos el de Galilea y cree cada vez con más firmeza que sí es el más
allá el que se manifiesta; la muerte no existe. Escribe: “Las
comunicaciones han sido dictadas por los propios Espíritus a los
médiums designados y destinados a probarte que los seres
queridos que has amado en la Tierra y que se han despojado de su
envoltura corporal, aún pueden conversar contigo”. En 1862
pública Les Habitants de l’autre monde. Revelación d’outre-tombe
(Los Habitantes del otro mundo. Revelación de ultratumba).
También escribe en la Revue Spirite y defiende el espiritismo en la
Revue Française. Ya no vacila en tomar distancia del clero católico,
para el que la comunicación con los Espíritus no es sino trato con el
demonio. En 1865 escribirá un libro muy completo, pero bajo un
seudónimo, sobre la práctica de los hermanos Davenport, espíritas
cuya gira por Francia desata pasiones y redacta, a pedido de Allan
Kardec, un capítulo completo del libro La Génesis, los milagros y las
predicciones según el espiritismo, que no firma. Cuando muere
Allan Kardec, él es percibido siempre por el mundo espírita como
uno de los mejores integrantes del movimiento. Será uno de los
cuatro oradores autorizados a honrar su memoria durante el
sepelio; allí defiende una concepción científica del espiritismo. Sin
embargo, durante más de veinte años abandonará sus
convicciones.
El silencio del científico parece ser una negación de su entusiasmo
Entre 1869 y 1890, Flammarion desaparece del espiritismo. Ha
sufrido numerosos fraudes que su vigilancia ha permitido
descubrir. Presume de científico riguroso y ha formado parte de las
personas que imponen a los médiums draconianos protocolos de
sesión. Sin duda ha temido que esas trampas comprometieran su
propia reputación. Sabe que el medio que lo hace vivir es más
racionalista y tradicional. Teme a su intolerancia. Con Dieu dans la
nature (Dios en la naturaleza) defiende las ideas de Darwin sobre
la evolución y retoma sus ideas sobre los otros mundos habitados.
En cambio, estas audacias científicas ya no le parecen compatibles
con las sesiones espíritas oficiales. Camille Flammarion no desea
romper con sus lectores. Sylvie, su primera esposa, está
acostumbrada a un fastuoso tren de vida. Todos los miércoles, hay
tertulias en su casa. Él sabe que el espiritismo es mal visto por la
élite mundana cuya comidilla son los diversos procesos entablados
contra los espíritas. Igualmente será muy influenciado por las ideas
metapsíquicas, antecesoras de nuestro “paranormal” y frecuenta
asiduamente al profesor Richet. Como él, no niega la realidad de
ciertos hechos inexplicables, pero muy a menudo le parecen
exteriorizaciones de los poderes del médium. Conserva sin embargo
un discreto pie en el movimiento espírita. A partir de 1890 volverá
a organizar sesiones de comunicación en su casa, y convocará, con
una gran cantidad de precauciones, a todos los grandes médiums
de su época: Eusapia Palladino, Franek Kluski, Eva Carrière, etc.
Curioso de todo, se interesa también por la hipnosis y la fuerza del
pensamiento así como por la telepatía. Regresa pues a sus ideas. A
la larga, es obligado a alejarse del puntilloso pesimismo de Richet.
Se vuelve a aferrar a su terreno preferido, la observación. La
muerte lo acosa más que nunca; el 19 de marzo de 1899, gracias a
un gran periódico, inicia una encuesta a todos los niveles sobre los
testimonios que se puedan recoger sobre ella. Seleccionará
setecientos ochenta y seis casos entre la abundante documentación
recibida, y con ellos sacará dos series de libros sobre la muerte, las
casas encantadas y los fantasmas. Desde entonces se confirma en
su íntima convicción: “Desde ahora sabemos, dice, que el hombre
espiritual existe. Éste muere; el primero no muere”. El erudito
cierra el círculo en su última obra, inconclusa, publicada
recientemente: “He adquirido la convicción de que el alma,
independiente del cuerpo que ella engendra, le sobrevive y puede
manifestarse después de la destrucción de la materia que le servía
de soporte”. Retoma allí el mensaje espírita. Esta posición pretende
ser rigurosamente científica y seduce: en 1923, es nombrado
Presidente de la Society for Psychical Research, sociedad
anglosajona célebre por sus investigaciones sobre lo paranormal.
Fallece en 1925.