Caballero+Carmelo

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  • 7/29/2019 Caballero+Carmelo

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    EL CABALLERO CARMELO

    Un da, despus del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimosaparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellsimocaballo de paso, pauelo al cuello que agitaba el viento, sampedrano pellnde sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas endireccin a la casa.

    Reconocmosle. Era el hermano mayor que, aos corridos, volva. Salimosatropelladamente gritando:

    -Roberto! Roberto!

    Entr el viajero al empedrado patio donde el orbo y la campanillaenredbanse en las columnas como venas en un brazo y descendi en los detodos nosotros. Cmo se regocijaba mi madre! Tocbalo, acariciaba sutostada piel, encontrbalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada an,Roberto recorra las habitaciones rodeado de nosotros; fue a su cuarto, pasal comedor, vio los objetos que . se haban comprado durante su ausencia, ylleg al jardn:

    -Y la higuerilla? dijo.

    Buscaba, entristecido, aquel rbol cuya semilla sembrara l mismo antesde partir. Remos todos:

    -Bajo la higuerilla ests! ...El rbol haba crecido y se meca armoniosamente con la brisa marina.

    Tocle mi hermano, limpi cariosamente las hojas que le rozaban la cara, yluego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante;sacaba l, uno a uno, los objetos que traa y los iba entregando a cada unode nosotros. Qu cosas tan ricas! Por dnde haba viajado! Quesos frescosy blancos, envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada deHumay; chancacas hechas con cocos, nueces, man y almendras; frijolescolados en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectngulo delpropio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus

    cajas de papel, de yema de huevos y harina de papas, leves, esponjosos,amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga" tallados en la feriaserrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con loscolores blanco y rojo. Todos recibamos el obsequio, y l iba diciendo alentregrnoslo:

    -Para mam... para Rosa... para Jess... para Hctor...

    -Y para pap? -le interrogamos, cuando termin:

    -Nada...

    -Cmo? Nada para pap? ...

    Sonri el amado, llam al sirviente y le dijo:

    -El Carmelo!

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    A poco volvi ste con una jaula y sac de ella un gallo, que, ya libre,

    estir sus cansados miembros, agit las alas y cant estentreamente:

    -Cocorocoooo! ...

    -Para pap! -dijo mi hermano.

    As entr en nuestra casa este amigo ntimo de nuestra infancia yapasada, a quien acaeciera historia digna de relato, cuya memoria perduraan en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.

    II

    Amaneca, en Pisco, alegremente. A la agona de las sombras nocturnas,en el frescor del alba, en el radiante despertar del da, sentamos los pasosde mi madre en el comedor, preparando el caf para pap. Marchbase ste

    a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle consus mohosos goznes; oase el canto del gallo que era contestado a intervalospor todos los de la vecindad; sentase el ruido del mar, el frescor de lamaana, la alegra sana de la vida. Despus mi madre vena a nosotros, noshaca rezar, arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir;vestanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la vozdel panadero. Llegaba ste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce ybueno, y haca muchos aos, al decir de mi madre, que llegaba todos losdas, a la misma hora, con el pan calentito y apetitoso, montado en su burro,detrs de los dos "capachos" de cuero, repletos de toda clase de pan:hogazas, pan francs, pan de mantecado, rosquillas...

    Madre escoga el que habamos de tomar y mi hermana Jess lo reciba enel cesto. Marchbase el viejo, y nosotros, dejando la provisin sobre la.mesa del comedor, cubierta de hule brillante, bamos a dar de comer a losanimales. Cogamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranbamosen un cesto y entrbamos al corral donde los animales nos rodeaban.Volaban las palomas, picotebanse las gallinas por el grano, y entre ellas,escabullanse los conejos. Despus de su frugal comida, hacan grupoalrededor nuestro. Vena hasta nosotros la cabra refregando su cabeza ennuestras piernas; piaban los pollitos; tmidamente se acercaban los conejos

    blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niapresumida; los patitos, recin "sacados", amarillos como yema de huevo,trepaban en un panto de agua; cantaba, desde su rincn, entrabado, elCarrnelo, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antiptico, haca pordesdearnos, mientras los patos, balancendose como dueas gordas,hacan, por lo bajo, comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante.

    Aquel da, mientras contemplbamos a los discretos animales, escapsedel corral el Pelado, un polln sin plumas, que pareca uno de aquellosjvenes de diez y siete aos, flacos y golosos. Pero el Pelado, a ms de eso,era pendenciero y escandaloso, y aquel da, mientras la paz era en el corral y

    los otros coman el modesto grano, l, en pos de mejores viandas, habaseencaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitadavajilla.

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    En el almuerzo tratse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo sus

    fechoras, dijo pausadamente:

    -Nos lo comeremos el domingo...

    Defendilo mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y

    lloroso. Dijo que era un gallo que hara cras esplndidas. Agreg que desdeque haba llegado el Carmelo todos miraban mal al Pelado, que antes era laesperanza del corral y el nico que mantena la aristocracia de la aficin y dela sangre fina.

    -Cmo no matan -deca en su defensa del gallo- a los patos que no hacenms que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro da aplast un pollo, ni alpuerco que todo lo enloda y slo sabe comer y gritar, ni a las palomas quetraen la mala suerte...

    Se adujo razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre,

    simptico, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; adems, no estabacomprobado que hubiera muerto al pollo. El puerco mofletudo haba sidocriado en casa desde pequeo. Y las palomas, con sus alas de abanico, eranla nota blanca, subanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacan susnidos con amoroso cuidado y se sacaban el maz del buche para darlo a suspolluelos.

    El pobre Pelado estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se leperdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz slo tena un abogado,mi hermano y su seor, de poca influencia. Viendo ya perdida su defensa yestando la audiencia al final, pues iban a partir la sanda, inclin la cabeza.

    Dos gruesas lgrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozose ahog en su garganta. Callamos todos. Levantse mi madre, acercse almuchacho, lo bes en la frente, y le dijo:

    -No llores; no nos lo comeremos...

    III

    Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila,

    vecina a la Estacin, y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur sealarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequea, donde quemaban aJudas el Domingo de Pascua de Resurreccin, desolado lugar en cuya arenaverdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez decasas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicadosencajes al besar la hmeda orilla.

    Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho yarenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostsimafaja, ora frtil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrs de la cual, aoriente, extindese el desierto cuya entrada vigilan, de trecho en trecho,

    como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuday enana y los "touces" siempre coposos y frgiles. Ondea en el terreno la"hierba del alacrn", verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores

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    das, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto,como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras nense en pequeosgrupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, loshombres.

    Siguiendo el camino, divsase en la costa, en la borrosa y vibrantevaguedad marina, San Andrs de los Pescadores, la aldea de sencillasgentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estril desierto.All, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares,tan plcida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios, oque su maldicin hubiera caducado -que bastante castigo recibi la quesostuvo en sus ramas al traidor-, y todas sus flores dan frutos que almadurar revientan.

    En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levntense las casuchas defrgil caa y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan.

    Limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias,duerme, a la puerta, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remostendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen consu muda y simblica majestad, el timn grcil, la calabaza que "achica" elagua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen.Cubre, piadosamente, la pequea nave, cual blanca mantilla, la pescadorared circundada de caireles de liviano corcho.

    En las horas del medioda, cuando el aire en la sombra invita alsueo, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus toscosdedos audan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la

    abuela el plateado lomo de los que la vspera trajo la nave; saltan al sol,como chispas, las escamas, y el perro husmea en los despojos. Al lado, enel corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillosdesnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras,bajo la ramada, el ms fuerte pule un remo, la moza, fresca y gil, sacaagua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansin humildedando gritos extraos.

    Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo,embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanacin de la arena, sudulce sueo de justo, con el pantaln corto, las musculosas pantorrillascruzadas -en cuyos duros pies, de redondos dedos, pirdanse, comoescamas, las diminutas uas-, la cara tostada por el aire y el sol, la bocaentreabierta que deja pasar la respiracin tranquila, y el fuerte pechodesnudo que se levanta rtmicamente, con el ritmo de la Vida, el msarmonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.

    Por las calles no transitan al medioda las personas y nada turba la pazde aquella aldea, cuyos habitantes no son ms numerosos que los dtilesde sus veinte palmeras. Iglesia ni cura haba, en mi tiempo. Las gentes deSan Andrs, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los

    jumentos cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplan conDios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, rnorigeradas ysencillas, indios de la ms pura cepa, descendientes remotos y ciertos de

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    los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Felizdel Inca atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo yorculo del buen Pachacmac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en lamemoria y la fe en el sencillo espritu.

    Jams ria alguna manch sus claros anales; morales y austeros, labiosde marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotablede odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el aguade sus pozos. De fuertes padres, nacan, sin comadronas, rozagantesmuchachos, en cuyos miembros la piel haca gruesas arrugas; airesmarinos henchan sus pulmones, y crecan sobre la arena caldeada, bajo elsol ubrrimo, hasta que aprendan a lanzarse al mar y a manejar los botesde piquete que, zozobrando en las olas, les enseaban a domear la marinafuria.

    Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta

    que el cura de Pisco una a las parejas que formaban un nuevo nido,compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugascentenarias del hogar paterno, vean desenvolverse, impasibles, las horas -filosficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa,el mar, al cual no intentaban volver nunca- y al crepsculo de cada da,lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metan la cabeza bajo la conchapolidrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe,lamentndose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmviles,infecundas, y solas...

    IV

    Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de unhidalgo altivo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas,delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera yperdonadora, acerado pico agudo. La cola haca un arco de plumastornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro.Las piernas fuertes que estacas musulmanas y agudas defendan, cubiertasde escamas, parecan las de un armado caballero medioeval.

    Una tarde, mi padre, despus del almuerzo, nos dio la noticia. Habaaceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrs, el 28 dejulio. No haba podido evitarlo. Le haban dicho que el Carmelo, cuyoprestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestsemi padre. Cambironse frases y apuestas, y acept. Dentro de un mestopara el Carmelo con el Ajiseco de otro aficionado, famoso gallo vencedor,como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticiacon profundo dolor. El Carmelo ira a un combate y a luchar a muerte,cuerpo a cuerpo, con un gallo ms fuerte y ms joven. Haca ya tres aosque estaba en casa, habla l envejecido mientras crecamos nosotros. Porqu aquella crueldad de hacerlo pelear?...

    Lleg el terrible da. Todos en casa estbamos tristes. Un hombre habavenido seis das seguidos a preparar al Carmelo. A nosotros ya no nos

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    permitan ni verlo. El da 28 de julio, por la tarde, vino el preparador y deuna caja llena de algodones, sac una medialuna de acero con unaspequeas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre lalimpiaba, probndola en la ua, delante de mi padre. A los pocos minutos,en silencio, con una calma trgica, sacaron al gallo que el hombre carg ensus brazos como a un nio. Un criado llevaba la cuchilla y mis doshermanos lo acompaaron.

    -Qu crueldad! -dijo mi madre.

    Lloraban mis hermanas, y la ms pequea, Jess, me dijo en secreto,antes de salir:

    -Oye, anda junto con l. Cudalo... Pobrecito! ...

    Llevse la mano a los ojos, echse a llorar y yo sal precipitadamente yhube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.

    V

    Llegamos a San Andrs. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanasagitbanse sobre las casas por el da de la Patria, que all saban celebrar conuna gran jugada de gallos a la que solan ir todos los hacendados y ricoshombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada haba arcos de sauceenvueltos en colgaduras, y de los cuales pendan alegres quitasueos decristal, vendan chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasasy anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invada, parlanchn yendomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucan camisetasnuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombreros de junco,alpargatas y pauelos audados al cuello.

    Nos encaminamos a "la cancha". Una frondosa higuera daba acceso alcirco, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, seinstal. Al frente estaba el juez y a su derecha el dueo del paladn Ajiseco.Son una campanilla, acomodronse las gentes y empez la fiesta. Salieron,por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzronlos

    al ruedo con singular ademn. Brillaron las cuchillas, mirronse losadversarios, dos gallos de dbil contextura, y uno de ellos cant. Colricorespondi el otro echndose al medio del circo; mirronse fijamente;alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido dealas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre y, a los pocos segundosde jadeante lucha, cay uno de ellos. Su cabecita afilada y roja bes elsuelo, y la voz del juez:

    -Ha enterrado el pico, seores!

    Bati las alas el vencedor. Aplaudi la multitud enardecida, y ambosgallos, sangrando fueron sacados del ruedo. La primera jornada haba

    terminado. Ahora entraba el nuestro: el Caballero Carmelo. Un rumor deexpectacin vibr en el circo:

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    -El Ajiseco y el Carrnelo!

    -Cien soles de apuesta! ...

    Son la campanilla del juez y yo empec a temblar.

    En medio de la expectacin general, salieron dos hombres, cada uno consu gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. NuestroCarmelo al lado del otro era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban alenemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No falt aficionadoque anunciara el triunfo del Carmelo, pero la mayora de las apuestasfavoreca al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empez apicotear, agit las alas y cant estentreamente. El otro, que en verdad nopareca ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, haca cosas tanpetulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseabacomo dueo de la cancha. Enardecironse los nimos de los adversarios,llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocndose los picos sinperder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablse la lucha; lasgentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgenque sacara con bien a nuestro viejo paladn.

    Batase l con todos los aires de un experto luchador, acostumbrado a lasartes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigopecho, jams picaba a su adversario -que tal cosa es cobarda-, mientras queste, bravucn y necio, todo quera hacerlo a aletazos y golpes de fuerza.Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corra por la piernadel Carmelo. Estaba herido, mas pareca no darse cuenta de su dolor.

    Cruzronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco y las gentes felicitaban yaal poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el Carmelo cant,acordse de sus tiempos y acometi con tal furia que desbarat al otro de unsolo impulso. Levantse ste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, unaherida grave hizo caer al Carmelo, jadeante...

    -Bravo! Bravo el Ajiseco! gritaron sus partidarios, creyendo ganada laprueba.

    Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo decnones dijo:

    -Todava no ha enterrado el pico, seores!En efecto, incorporse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se

    acerc a l, sin hacerle dao. Naci entonces, en medio del dolor de lacada, todo el coraje de los gallos de "Caucato". Incorporado el Carmelo,como un soldado herido, acometi de frente y definitivo sobre su rival, conuna estocada que lo dej muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmeloque se desangraba, se dej caer, despus que el Ajiseco haba enterrado elpico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levant en lacancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como sa era la jugada msinteresante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:

    -Viva el Carmelo!

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    Yo y mis hermanos o recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la

    orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas deltriunfador que desfalleca.

    VI

    Dos das estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermanaJess y yo le dbamos maz, se lo ponamos en el pico: pero el pobrecito nopoda comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquelsegundo da, despus del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, loencontramos tan decado que nos hizo llorar. Le dbamos agua con nuestrasmanos, le acaricibamos, le ponamos en el pico rojos granos de granada.De pronto el gallo se incorpor. Caa la tarde y, por la ventana del cuarto

    donde estaba, entr la luz sangrienta del crepsculo. Acercse a la ventana,mir la luz, agit dbilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplacindel cielo. Luego abri nerviosamente las alas de oro, enseorese y cant.Retrocedi unos pasos, inclin el tornasolado cuello sobre el pecho, tembl,desplomse, estir sus dbiles patitas escamosas, y mirndonos, mirndonosamoroso, expir apaciblemente.

    Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos msSombra fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra bajola luz amarillenta del lamparn, todos nos mirbamos en silencio.

    AI da siguiente, en el alba, en la agona de las sombras nocturnas, no seoy su canto alegre.

    As pas por el mundo aquel hroe ignorado, aquel amigo tan querido denuestra niez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines y ltimovstago de aquellos gallos de sangre de raza, cuyo prestigio unnime fueorgullo, por muchos aos, de todo verde y fecundo valle de Caucato.

    ABRAHAM VALDELOMAR