Bruno Schulz - El Sanatorio de la Clépsidra

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    Bruno Schulz

    El Sanatorio

    de la Clepsidra(relato)Traduccin:

    Jorge Segovia y Violetta Beck

    Maldoror ediciones

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    La reproduccin total o parcial de este libro, no autorizadapor los editores, viola derechos de copyright.

    Cualquier utilizacin debe ser previamente solicitada.

    Ttulo de la edicin original:Sanatorium pod Klepsydr [en]: Proza

    Ttulo del relato:Sanatorium pod Klepsydr

    Wydawnictwo Literackie, Krakw 1973

    Relato publicado anteriormente [en]:El Sanatorio de la ClepsidraMaldoror ediciones, 2003

    Primera edicin: 2011

    Maldoror ediciones Traduccin: Jorge Segovia y Violetta Beck

    ISBN 13: 978-84-96817-74-6

    MALDOROR ediciones, 2011

    [email protected]

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    parada sin que yo lo advirtiera. De l no qued ms ras-tro que una forma hundida en la paja sobre la que sehaba sentado y una negra y vieja maleta olvidada.Tropezando aqu y all con la paja y los desperdicios, yocontinuaba recorriendo los vagones con un paso indeci-so. Las puertas de los compartimentos, abiertas, oscila-ban continuamente sacudidas por los golpes de aire. Nose vea ni un viajero por parte alguna. Finalmente encon-tr a un revisor, en uniforme negro, que se ataba un gran

    pauelo alrededor del cuello y envolva sus pertenencias,su linterna y el cuaderno de servicio. Estamos llegando,seor, me dijo mirndome con ojos apagados e inexpre-sivos. El tren se detena poco a poco sin hacer ruido,como si la vida lo abandonara lentamente con el ltimosoplo de vapor. Finalmente, se par. El lugar estaba vacoy silencioso, no se vea ningn edificio. Al bajar, el

    empleado me indic la direccin en que se encontraba elSanatorio. Con la maleta en la mano, empec a caminarpor una pequea carretera blanca que terminaba aden-trndose de manera inesperada en un parque oscuro yfrondoso. Yo observaba el paisaje con curiosidad. Elcamino conduca a un promontorio desde el que se vis-lumbraba un amplio horizonte. El da era gris, apagado,

    sin acentos. Y tal vez la influencia de esa luz pesada yplomiza ensombreca el inmenso paisaje sobre el cual seextenda un decorado de bosques, campos roturados yestratos que, cada vez ms lejanos y grises, descendan aizquierda y derecha formando una suave pendiente. Esepaisaje sombro y solemne pareca discurrir de un modoimperceptible, deslizndose como un cielo cargado denubes y movimientos ocultos. Las fluidas arborescenciasparecan crecer con un murmullo semejante al flujo de la

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    marea que va alcanzando imperceptiblemente la orilla delmar. En medio de esos oscuros bosques el blanco caminoserpenteaba como una meloda, con amplios acordes,presionado aqu y all por grandes espesuras musicales yque finalmente terminaban por ocultarlo. Al borde delcamino, arranqu una pequea rama de un rbol. Elfollaje era sombro, casi negro, de un negro extraamen-te saturado, profundo y balsmico como un sueo recon-fortante. Todos los grises del decorado provenan de ese

    negro. Ese es el color que, en nuestro pas, reviste a vecesel paisaje durante los nubosos crepsculos del verano,saturados de largas lluvias: es la misma abnegacin cal-mada y profunda, el mismo beatfico abandono, que harenunciado a la alegra de los colores.El bosque era oscuro como la noche. Yo me desplazaba atientas sintiendo bajo mis pies la alfombra de agujas de

    pino. En un momento dado, los rboles empezaron aescasear y o cmo mis pisadas resonaban sobre las tari-mas de un puente. Al otro extremo, en medio de sombr-os follajes, se perfilaban las grises paredes del Sanatorio ysus altos y opacos ventanales. La puerta acristalada dedoble hoja estaba abierta. Hacia la misma conduca elpequeo puente levantado con troncos de abedul. En el

    pasillo, slo la penumbra y un silencio espeso. Caminabade puerta en puerta, alzndome a veces sobre la punta delos pies con la intencin de ver los nmeros colocadossobre ellas. En un recodo del pasillo encontr al fin a unaenfermera que sala corriendo de una habitacin, jadean-te, como si acabara de escapar de unas vidas manos.Apenas entendi lo que yo le deca. Tuve que repetrselo,mientras permaneca agitada ante m y sin saber quhacer. Han recibido mi telegrama? Ella hizo un gesto

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    de impotencia y su mirada eludi la ma. Miraba de reojohacia una puerta entreabierta como esperando el mo-mento de alcanzarla. Vengo de lejos y he enviado un telegrama para reservaruna habitacin dije con impaciencia. A quin tengoque dirigirme?Ella no lo saba. Puede usted ir al restaurante dijo confundida. Todosduermen ahora. Cuando el seor Doctor se levante, le

    anunciar su llegada. Duermen? Pero si estamos en pleno da! Aqu se duerme todo el tiempo. No lo sabe?Me mir con curiosidad y aadi, frvola: Adems, aqu nunca es de noche.Ahora ya no pareca tener ganas de marcharse; an agita-da, tiraba del borde de su delantal.

    La dej all. Entr en el restaurante tamizado por una luzde feldespato: vi algunas mesas y un gran aparador que seextenda a todo lo largo de la pared. Al cabo de unos ins-tantes sent apetito. Me alegr al ver aquella abundanciade pasteles y tartas que se mostraban en los estantes.Puse mi maleta sobre una de las mesas. Todas estabanvacas. Di algunas palmadas, pero no acudi nadie. Ech

    una ojeada a la sala contigua, ms amplia y clara. Un granventanal o loggia daba al paisaje que ya conoca y que,enmarcado de ese modo, mostraba su tristeza y resigna-cin como un fnebre memento. Sobre los mantelespodan verse los restos de una reciente comida, botellasvacas y vasos con restos de contenido; tambin habaalgunas propinas que los camareros an no haban reco-gido. Regres al aparador y fij mi atencin en los paste-les y pastas. Parecan apetecibles y me pregunt si podra

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    servirme alguno. Sent un acuciante deseo de comer, perosobre todo me tentaba una especie de crujiente dulce demanzana. Estaba a punto de coger uno con la cuchara deplata cuando percib que alguien estaba a mis espaldas.La enfermera haba entrado silenciosamente y con losdedos me toc en un hombro. Seor, el Doctor le espe-ra, me dijo, mientras se observaba las uas.La enfermera caminaba delante de m sin volverse, con-vencida del magnetismo que ejerca el movimiento de su

    cintura. Y pareca divertida reforzando ese magnetismo,regulando sutilmente la distancia entre nuestros cuerpos,mientras pasbamos frente a decenas de puertas numera-das. El pasillo era cada vez ms oscuro; cuando ya laoscuridad era casi total, con su cuerpo casi pegado almo, murmur: Esta es la puerta del Doctor, puedeentrar.

    El doctor Gotard me recibi, de pie, en el centro de lahabitacin. Era un hombre de baja estatura, de hombrosanchos y pelo negro. Ayer recibimos su telegrama dijo. Enviamos a laestacin el coche del Sanatorio, pero usted ha llegado enotro tren. Lamentablemente, las comunicaciones portren no son muy buenas. Cmo est usted?

    Y mi padre, sigue con vida? pregunt, deslizando unainquieta mirada sobre su sonriente rostro. Por supuesto que vive! respondi, sosteniendo tran-quilamente mi febril mirada. Quiero decir, dentro delos lmites que permite la situacin aadi entrecerran-do los ojos. Usted sabe tan bien como yo que, desde elpunto de vista de su familia, de su pas, est muerto.Ahora ya no hay remedio. Esa muerte arroja una ciertasombra sobre su existencia en este lugar.

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    Pero mi padre, personalmente, no sabe, no sospe-cha? pregunt en voz baja.El doctor movi la cabeza con profunda conviccin. Tranquilcese dijo con voz apagada. Nuestros pacien-tes no adivinan nada, no pueden adivinar El truco essimple aadi, intentando demostrar con sus dedos elmecanismo. Consiste en que hemos hecho retroceder eltiempo. Lo retrasamos un cierto intervalo cuya duracinresulta imposible determinar. Lo cual nos conduce a una

    simple cuestin de relatividad. La muerte que alcanz asu padre en su pas no lo ha alcanzado an aqu. En esas condiciones respond mi padre est cercanoa la muerte, o poco falta para ello Usted no me comprende replic con una indulgenteimpaciencia. Aqu nosotros reactivamos el tiempo pasa-do, con todas sus posibilidades, incluida la de la

    curacin.Me mir con una sonrisa en los labios, mientras se acari-ciaba la barba. Y ahora, le gustara quiz ver a su padre? Tal comodeseaba, le hemos reservado una segunda cama en suhabitacin. Permtame que le acompae.Una vez en el oscuro pasillo, el doctor Gotard sigui

    hablando en voz baja. Me di cuenta de que calzaba zapa-tillas de fieltro, igual que la enfermera. Dejamos dormir a nuestros pacientes todo el tiempoque quieren dijo. As economizamos su energa vital.Adems, no tienen otra cosa que hacer.Se detuvo ante una de las puertas y puso un dedo en loslabios:

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    Entre sin hacer ruido. Su padre duerme. Acusteseusted tambin. Es lo mejor que puede hacer en estemomento. Adis. Adis murmur, sintiendo que la emocin me suba ala boca.Hice girar el picaporte; la puerta cedi sola y se abricomo los labios que se separan indefensos durante elsueo. Entr: la habitacin era gris y estaba desnuda, casivaca. Sobre una simple cama de madera, cerca de una

    estrecha ventana, dorma mi padre entre abundantessbanas. Su profunda respiracin descargaba capas deronquidos que salan de lo ms recndito del sueo. Suronquido pareca llenar toda la habitacin, desde el suelohasta el techo. Conmovido, mir aquel pobre rostrodemacrado sucumbiendo totalmente a la tarea de roncary que, despus de haber abandonado su envoltura terres-

    tre, se confesaba en algn lado de la otra orilla, en unlejano trance de su existencia, cuyos minutos iba enume-rando solemnemente.En la habitacin no haba una segunda cama. Por la ven-tana entraba un fro glacial. La estufa no estaba encen-dida.No parece que se preocupen mucho por los pacientes

    pens. Dejar a un hombre tan enfermo entre corrien-tes de aire! Y por lo visto nadie se cuida de la limpieza.Una espesa capa de polvo cubra el suelo y la mesilla denoche en la que vi algunos medicamentos y una taza decaf que se haba enfriado. En el aparador haba una grancantidad de pasteles, pero a los pacientes slo se les dabacaf negro, en lugar de algo ms alimenticio. Pero estopudiera considerarse una bagatela comparado con losbeneficios de la retroaccin del tiempo.

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    Me desnud con calma y finalmente me introduje en ellecho de mi padre. ste no se despert, pero su ronqui-do, demasiado alto, descendi una octava, renunciando asu altanera declamacin. Se convirti en un ronquidoprivado, estrictamente individual. Envolv cuidadosa-mente a mi padre con el edredn para protegerle de lacorriente de aire. Pronto me dorm a su lado.

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    II

    Cuando me despert, la habitacin estaba sumida en lapenumbra. Mi padre, ya vestido y sentado a la mesa,beba t mojando en el mismo bizcochos azucarados.

    Llevaba un traje negro de pao ingls, que se haba hechoel pasado verano. El nudo de su corbata estaba ligera-mente flojo.Al ver que yo no dorma, con una sonrisa que iluminabasu rostro, empalidecido por la enfermedad, me dijo: Me alegro mucho de que hayas venido, Jzef. Qu sor-presa! Me siento tan solo aqu. Claro est, no puedo que-

    jarme de mi situacin: me he encontrado en peores cir-cunstancias y si quisiera hacer balance Pero no impor-ta. Imagnate que el primer da me sirvieron un magnfi-cofilet de boeufcon championes. Era una carne horren-da. Te lo advierto seriamente para el caso en que quieranservirte otro filet de boeuf. An me arde el estmago. Ydiarrea tras diarrea No saba cmo salir de eso. Pero

    debo darte una noticia sigui diciendo. No te ras, healquilado aqu un local que puede servir de tienda!Perfectamente! Y me felicito de haber tenido esa idea.Comprndelo, me aburra mortalmente. No te puedesimaginar el aburrimiento que reina aqu. Al menos tengouna ocupacin que me gusta. No creas que es una mara-villa. No, el recinto es mucho ms modesto que nuestraantigua tienda. En comparacin con aqulla es unabarraca. En nuestra ciudad me avergonzara de semejan-

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    te tenderete, pero aqu, donde tenemos que rebajar tantonuestras pretensionesno es verdad, Jzef? y sonriamargamente. En fin, al menos se vive.Aquellas palabras me apenaron. Me sent incmodo y mipadre se dio cuenta de que haba empleado una expresinpoco adecuada. Veo que an tienes sueo sigui diciendo despus deuna pausa. Duerme un poco y despus vienes a buscar-me a la tienda. De acuerdo? Debo apresurarme para ir a

    ver cmo van las ventas. No te puedes imaginar cuntasdificultades he tenido para obtener crdito, qu descon-fianza hay aqu hacia los viejos comerciantes, aunquetengamos un bien ganado prestigio de antao recuer-das la ptica de la plaza? Nuestra tienda est justo al lado.An no tiene el rtulo, pero la encontrars de todosmodos. Es difcil equivocarse.

    Sale sin abrigo? pregunt con inquietud. Se olvidaron de ponerlo en el equipaje, imagnate, nolo he encontrado en mi bal, pero no me hace falta. Estetemplado clima, esta dulce aura Llvese el mo insist. Cjalo, por favor.Pero mi padre ya se haba puesto el sombrero, y, hacien-do un gesto de despedida, abandon la habitacin.

    No, ya no tena sueo. Me senta descansado, pero tam-bin con ganas de comer. Record con satisfaccin el apa-rador repleto de pasteles. Me vest pensando en tan diver-so y apetecible alimento. Decid darle prioridad al dulcede manzana, aunque sin olvidar por ello los excelentesdulces recubiertos con piel de naranja. Me detuve ante elespejo para anudarme la corbata, pero su superficie,como un espejo cncavo, no reflejaba mi imagen, que sehaba escondido en algn lugar de sus turbias profundi-

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    dades. Intent intilmente retroceder o adelantarme pararegular la distancia, pero esa plateada y mvil bruma nodejaba escapar ningn reflejo.Tengo que pedir otro espejo pens, y sal de la habi-tacin.El corredor segua sumido en la penumbra. La impresinde solemne silencio se vea acrecentada por la llama azu-losa de un pequeo quinqu de gas que alumbraba en unrincn. En ese laberinto de puertas, recodos y esquinas,

    no poda recordar exactamente dnde se encontraba laentrada del restaurante.Voy a ir a la ciudad decid de repente. Comer algofuera. Seguro que encontrar una buena pastelera.Apenas hube franqueado la puerta me envolvi un airepesado, dulce y hmedo, caracterstico de ese clima tanparticular. El habitual color gris de la atmsfera se haba

    hecho an ms oscuro. Era como si el da se viese a tra-vs de un crespn de luto.No me cansaba de contemplar el paisaje compuestocomo un nocturno: rizoma de oscuridad aterciopelada,paleta de umbros y matizados grises virando al ceniza,que se expandan en ahogadas notas. En esos profundospliegues el aire tocaba mi rostro como un pao hmedo.

    Tena una dulcimbre marchita como el agua de lluviaestancada.Una vez ms me envolvi el susurro de los bosques oscu-ros que regresaba sobre s mismo, esos profundos acordesque conmueven los espacios, ms all del lmite de loaudible. Me encontraba en el patio, detrs del Sanatorio.Observaba las altas paredes del ala posterior del edificioprincipal, construido en forma de herradura: todas lasventanas estaban cerradas con postigos negros. El

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    Sanatorio dorma profundamente. Atraves una puertade hierro forjado. Muy cerca de ella haba una enormecaseta para el perro, vaca. Poco tiempo despus ya mehaba fundido en el umbro bosque. Caminaba a tientasen aquella tiniebla sobre un tapiz crujiente de agujas depino. En un momento dado comenz a clarear y vi per-filarse entre los rboles los contornos de las casas. Unoscuantos pasos bastaron para llevarme hasta el centro deuna amplia plaza.

    Qu extrao y confuso parecido con la plaza mayor denuestra ciudad natal! Cmo se asemejan, en realidad,todas las plazas del mundo! Hay en ellas las mismas casasy las mismas tiendas!Las aceras estaban casi desiertas. De un cielo gris descen-da un alba miserable y tarda, fuera del tiempo. Podaleer rtulos y letreros sin dificultad, pero no me habra

    sorprendido si me hubieran dicho que nos encontrba-mos en plena noche. Slo estaban abiertas algunas tien-das. Las dems tenan el cierre a medio bajar, o se acaba-ban de cerrar apresuradamente. Un aire vivo y poderoso,rico y lleno, absorba en determinados lugares una partede la escena y borraba como una hmeda esponja algu-nas casas, un farol, alguna grafa de un rtulo. A veces

    costaba levantar los prpados adormecidos por la modo-rra. Me dispuse a buscar la tienda del ptico menciona-da por mi padre. Habl de la misma como si yo estuvie-se al corriente de los asuntos locales. Acaso no saba queme encontraba aqu por primera vez? Sin duda, ahorasus ideas parecan confusas. Mas, qu poda esperarse deun padre que slo estaba vivo a medias y tena una vidarelativa, limitada por tantas restricciones? Era precisopor qu disimularlo mucha buena voluntad para reco-

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    nocerle una especie de existencia. Era un penoso suced-neo de vida que dependa de la indulgencia general, deese consensus omnium del que extraa su savia.Evidentemente, esta triste apariencia slo poda mante-nerse en la realidad si todos se ponan de acuerdo paracerrar los ojos ante las extraas circunstancias de su situa-cin. La ms leve oposicin poda hacerla vacilar, elmenor sntoma de escepticismo la echara por tierra.Poda asegurarle el sanatorio del doctor Gotard, con su

    cerrada atmsfera, esa benvola tolerancia, protegerlo delos fros vientos de una crtica racional? Era bastante sor-prendente que mi padre, en esa situacin constantemen-te amenazada, conservara incluso un buen aspecto.Me alegr al ver la pastelera con aquel escaparate rebo-sante de pastas y tartas. Mi apetito vino en mi ayuda.Abr una puerta acristalada con el rtulo de HELADOS

    y entr en un oscuro local que ola a caf y vainilla. Delfondo de la tienda sali una muchacha, cuyo rostro que-daba velado por la penumbra, y atendi mi solicitud.Despus de tanto tiempo, al fin, poda saciarme de deli-ciosos buuelos que mojaba en el caf. All, en aquellaoscuridad, rodeado por los arabescos del amanecer, mien-tras engulla un pastel tras otro, notaba esa umbrosidad

    introducirse bajo mis prpados y apoderarse furtivamen-te de m con tibias pulsaciones, con un rumor de delica-das caricias. Al final slo el rectngulo de la ventana des-tacaba en la oscuridad, como una mancha gris. Entoncesgolpe intilmente con mi cuchara sobre la mesa: nadieapareci para cobrarme la consumicin. Finalmente, dejuna moneda de plata y sal a la calle.La librera de al lado an estaba iluminada. Los depen-dientes ordenaban los libros. Pregunt por la tienda de

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    mi padre. Justo la segunda tienda despus de la nuestra,me indicaron. Un muchacho servicial incluso me acom-pa para mostrrmela. La puerta de acceso era acristala-da, el escaparate an sin instalar estaba recubierto depapel gris. Desde el primer momento me di cuenta, consorpresa, que la tienda estaba llena de compradores. Mipadre se encontraba detrs del mostrador y, mientrasmorda incesantemente su lpiz, realizaba las sumas deun importante pedido. Inclinado sobre el mostrador, el

    cliente para quien estaba preparando esa nota segua conel ndice cada nueva cifra y contaba a media voz. Losdems miraban en silencio. Mi padre me ech una mira-da por encima de sus gafas y, mientras mantena su dedoen el artculo en que se haba detenido, me dijo: Hayuna carta para ti, est en el escritorio, entre los papeles;despus de lo cual se sumi de nuevo en sus clculos.

    Mientras tanto, los empleados separaban las mercancasvendidas, las envolvan y ataban. Slo haba tejidos enalgunos estantes. Otros la mayor parte estaban vacos. Por qu no se sienta? pregunt a mi padre, a la vezque me acercaba hacia el mostrador. Tan enfermo comoest y no se cuida nada.Mi padre levant la mano con ademn evasivo, como si

    quisiera alejar mis argumentos y no interrumpir suscuentas. Pareca en muy mal estado. Se haca evidenteque slo una excitacin artificial, una actividad febril sos-tena sus fuerzas que ahora parecan retroceder acercandoel instante de su definitivo hundimiento.Busqu en la mesa del escritorio. En vez de una cartapareca ms bien un paquete. Algunos das antes habaescrito a una librera encargando una obra pornogrfica yahora me la enviaban a este lugar: tal vez dieron con mi

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    direccin, o, an mejor, con la de mi padre, a pesar deque ste acababa de abrir la tienda y la misma careca ande rtulo o nombre. Qu encomiable servicio de infor-macin, qu organizacin ms digna de los mejores elo-gios! Y qu sorprendente rapidez! Puedes leer con ms comodidad en la trastienda dijoentonces mi padre, lanzndome una mirada de disgus-to. Como ves, aqu no hay sitio.La trastienda se hallaba an vaca. Un poco de luz se fil-

    traba all a travs de la puerta acristalada. De las paredescolgaban los abrigos de los dependientes. Abr la cartay comenc a leerla bajo la dbil luz que llegaba dela tienda.En ella se me comunicaba que el libro solicitado no seencontraba, lamentablemente, entre sus fondos. Habanllevado a cabo alguna bsqueda, pero hasta el momento

    sin resultado alguno; la firma se permita enviarme,mientras tanto, sin ningn compromiso por mi parte, undeterminado artculo que, en su opinin, poda interesar-me. Y segua la complicada descripcin de un anteojoastronmico plegable, dotado de un gran poder deaumento y, adems, de otras interesantes cualidades.Intrigado, saqu del embalaje aquel instrumento hecho

    con una especie de tela negra laqueada, rgido, plegadoen forma de acorden. Siempre he tenido debilidad porlos telescopios. Comenc a desplegar el armazn del apa-rato, replegado sobre s mismo en distintas secciones. Vi,entonces, cmo creca entre mis manos un enorme fuelletensado por finas varillas que alargaba su vaca capotahasta abarcar casi toda la superficie de la habitacin, unlaberinto de oscuras celdillas, como un prolongado seg-mento de recmaras oscuras que se unan entre s. Aquel

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    conglomerado de piezas recordaba un largo carruaje detela laqueada, una especie de accesorio teatral que inten-taba imitar la solidez de lo real con su material de papely arpillera. Acerqu un ojo al extremo negro de la lente ypude ver al fondo, apenas vislumbrndola, la fachadaposterior del Sanatorio. Lleno de curiosidad, me hundan ms en la cmara del aparato. Ahora poda seguircon el objetivo los pasos de la enfermera que, con unabandeja en la mano, avanzaba por la penumbra del pasi-

    llo. Ella se volvi, con una sonrisa a flor de labios. Meestar viendo?, me pregunt. Una invencible somnolen-cia recubra mis ojos con una bruma. Yo me encontrabasentado detrs de la lente como en un coche. Con unligero movimiento de la palanca el aparato tembl comouna mariposa de papel al batir las alas: sent que se ponaen movimiento y me arrastraba hacia la puerta.

    Como una enorme oruga negra, el aparato se dirigihacia la habitacin iluminada tronco articulado, grancucaracha de papel, con dos imitaciones de faros delan-teros. Los compradores retrocedieron en desorden anteaquel dragn ciego, los dependientes abrieron de par enpar la puerta de la calle y me fui de ese modo, lentamen-te, en aquel carruaje de papel, entre dos filas de personas

    que seguan con una indignada mirada aquella partidaverdaderamente escandalosa.

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    III

    As se vive en esta ciudad y as pasa el tiempo. La mayorparte del da se duerme y no slo en la cama. A este res-pecto, las exigencias son mnimas. En cada lugar y en

    cada momento siempre se est dispuesto a dejarse caer enun frugal sueo, apoyndose en la mesa del restaurante,en el land, o incluso de pie, en el vestbulo de cualquiercasa en la que se ha entrado un momento para ceder a esairreprimible necesidad de sueo.Al despertarnos, todava torpes y vacilantes, reanudamosla conversacin interrumpida y proseguimos nuestra

    penosa marcha. As, mientras se recorre el camino, des-aparecen no se sabe dnde largos espacios de tiempo,perdemos nuestro control sobre la sucesin del da, y,finalmente, acabamos por desinteresarnos abandonandosin pena el esqueleto de una cronologa ininterrumpidaque nos haba acostumbrado a observar atentamente eluso y la severa disciplina cotidiana. Hace mucho que

    hemos sacrificado esa constante disposicin a rendircuentas del tiempo pasado, esa escrupulosa mana decontabilizar hasta el ltimo minuto las horas gastadasque constituan la ambicin y el orgullo de nuestra eco-noma. Asimismo, tiempo hace que de esas virtudes car-dinales que no conocen nunca ni dudas ni faltas, no-sotros hemos capitulado.Algunos ejemplos pueden servir para ilustrar esa situa-cin. En cualquier momento del da o la noche los dbi-

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    les matices del color del cielo apenas marcan la diferen-cia, me despierto cerca de la balaustrada del puente queconduce al Sanatorio. Es la hora del crepsculo. Quiz,vencido por el sueo, deb errar durante mucho tiemposin conciencia por la ciudad antes de poder llegar hastaaqu, mortalmente cansado. No puedo decir si duranteese recorrido me acompa el doctor Gotard, que ahoraest a mi lado argumentando sobre lo que parece ser elfinal de un largo razonamiento. Empujado por su propia

    elocuencia, me agarra del brazo y me lleva consigo.Continuamos, y, aun antes de atravesar las chirriantestarimas del puente, me vuelvo a dormir. A travs de misprpados entrecerrados veo confusamente la persuasivagesticulacin del doctor, su sonrisa destacando en subarba negra, y trato de comprender ese captulo, eseargumento decisivo que culmina su demostracin, mien-

    tras con un gesto triunfal se detiene un instante, abrien-do los brazos. No s durante cunto tiempo hemos mar-chado uno al lado del otro, sumidos en una conversacinplagada de malentendidos, cuando, re p e n t i n a m e n t e ,vuelvo a sentirme lcido: el doctor Gotard ya no est y esnoche profunda. Pero eso se debe a que tengo los ojoscerrados. Los abro y me encuentro en la cama, en mi

    habitacin, a la que he regresado no s cmo.He aqu un ejemplo an ms sorprendente. A la hora dela comida entro en un restaurante de la ciudad, en el queabunda el desorden y un confuso ruido de voces. Y, aquin veo en medio de la sala, ante una mesa que secomba bajo el peso de los platos? A mi padre, que es elblanco de todas las miradas, y l, resplandeciente y excep-cionalmente animado, como en xtasis, se inclina afec-tadamente a derecha e izquierda y mantiene una prolija

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    conversacin con toda la concurrencia. Con un mpetuartificial que no pude observar sin cierta inquietud, nocesa de pedir platos diferentes que se amontonan sobre lamesa. Se complace en reunirlos a su alrededor, aun cuan-do no haya acabado el primero. Mientras chasquea la len-gua, mastica y habla al mismo tiempo, demuestra con susgestos y su mmica estar muy satisfecho con ese banque-te y, con mirada aprobadora, sigue a Adas, el camarero,dndole sin cesar nuevas rdenes. Y cuando el camarero

    corre a transmitirlas, agitando su servilleta, mi padreatrae la atencin de los dems con un gesto implorante ytoma a todos por testigos del innegable encanto de eseGanmedes. Es un muchacho inestimable! exclama con una son-risa feliz entrecerrando los ojos. Un ngel! Reconoz-can, seores, que es encantador!

    Me retiro de la sala disgustado sin que l me haya adver-tido. Si hubiera sido puesto all por la direccin del hotelpara animar a los huspedes no se hubiera comportadode forma mucho ms provocativa y ostentatoria. Con lacabeza abotargada por el sueo, me desplazo un tantodesorientado por las calles, intentando regresar. Medetengo ante un buzn y apoyo mi cabeza contra l: y

    echo, as, una fugaz siesta.

    Finalmente encuentro a tien-tas, en medio de la oscuridad, la entrada del Sanatorio yme adentro en su interior. Mi habitacin est a oscuras.Acciono el interruptor, que no funciona. Una corrientede aire fro entra por la ventana. La cama cruje en latiniebla. Mi padre levanta la cabeza y dice: Oh, Jzef, Jzef. Hace dos das que estoy postrado aqu,sin ningn cuidado, los timbres parecen desconectados,nadie viene a verme y t, mi propio hijo me abandonas,

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    a m, que estoy gravemente enfermo, para irte de muje-res a la ciudad. Mira cmo me palpita el corazn.Cmo conciliar ambos hechos? Est mi padre en el res-taurante, posedo por una insana gula, o descansa en suhabitacin retenido por una grave enfermedad? O, talvez, hay dos padres? Nada de eso. Todo se debe a esarauda dislocacin del tiempo que ya no es severamentecontrolado.Todos sabemos que ese elemento indisciplinado puede

    ser mantenido mejor o peor, por el recto camino gra-cias a incesantes cuidados, a una comprensiva solicitud, auna vigilante modificacin de sus desviaciones.Desprovisto de esa tutela, tiende inmediatamente acometer infracciones, aberraciones extraas, farsas impre-visibles, deformaciones bufonescas. Cada vez se percibems claramente la disonancia de nuestros tiempos indivi-

    duales. El tiempo de mi padre y el mo ya nocoincidan.Dicho sea de paso, el reproche de costumbres disolutasque me haca mi padre era una insinuacin carente defundamento. An no he mantenido relaciones con muje-res. Indolente, como ebrio, de uno a otro sueo, apenasprestaba atencin al bello sexo en mis momentos de

    lucidez.Adems, la inmisericorde penumbra de las calles nisiquiera permite ver los rostros. Lo nico que he podidoobservar como muchacho tengo un cierto inters poresas cosas, es la personalsima manera de andar de esasseoritas.Es un modo de andar inexorablemente rectilneo, que notiene en cuenta ningn obstculo y nicamente obedecea un ritmo interior, a una ley que ellas devanan con el

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    hilo de su corto trote, lleno de precisin y de graciamesurada.Cada una lleva en s misma su regla individual, tensacomo un resorte.Cuando caminan de esa forma, totalmente rectilnea,serias y concentradas, se dira que son vctimas de algunapreocupacin: la de no perder nada de esa severa regla yno apartarse de ella ni un milmetro. Y entonces resultaevidente que lo que llevan en su interior con tanta reco-

    gida atencin no es ms que una cierta ide fixe de supropia perfeccin, cuya fe en la misma constituye casiuna realidad. Se trata de una anticipacin que ellas asu-men por su cuenta, sin ninguna garanta, es un dogmaintangible contra el cual la duda no puede hacer absolu-tamente nada.Cuntas mculas e imperfecciones, cuntas narices res-

    pingonas o achatadas, cuntas pecas y granos puedenhacer pasar osadamente bajo la mscara de esa ficcin!No hay fealdad ni vulgaridad que el impulso de esa fe nopueda elevar hasta el ficticio cielo de la perfeccin.Gracias a esa fe sus cuerpos embellecen, y las piernasrealmente bellas y elsticas, calzadas impecablemente,lo dicen todo en sus andares, explican en el monlogo

    fluido y brillante de sus pasos la riqueza de la idea que unhermtico rostro silenciaba por orgullo. Esas muchachasmantienen las manos bien apretadas en los bolsillos desus cortas chaquetas. En el caf, en el teatro, cruzan laspiernas que se descubren hasta la rodilla y su silencio eselocuente. Esta es una de las peculiaridades de la ciudad.Ya he hablado de la sombra vegetacin. Tambin mere-ce la pena observar, sobre todo, una especie de helechonegro, cuyos enormes haces metidos en frascos adornan

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    aqu cada casa o lugar pblico. Es casi un smbolo deluto, el fnebre emblema de la ciudad.

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    IV

    La vida en el Sanatorio se hace cada vez ms insoporta-ble. No podemos negar que, simplemente, hemos cadoen una trampa. Desde mi llegada, cuando se urdieron

    ante mi algunas apariencias de cierta hospitalidad, ladireccin no se preocup lo ms mnimo por ofrecernosalgn cuidado aunque ste fuese ilusorio. Estamos aban-donados a nosotros mismos. Nadie se preocupa de nues-tras necesidades. S desde hace tiempo que los cableselctricos se cortan justo encima de las puertas y no con-ducen a ninguna parte. Al personal tampoco se le ve.

    Durante el da y la noche, los pasillos permanecen sumi-dos en la oscuridad y el silencio. Estoy convencido de quesomos los nicos huspedes de este Sanatorio y que lasmisteriosas y discretas muecas de la enfermera al abrir ocerrar las puertas de las habitaciones son slo una misti-ficacin.A veces me gustara abrir de par en par esas puertas y

    dejarlas as, para desenmascarar la deshonesta intriga quenos envuelve.Sin embargo, no estoy completamente seguro de mis sos-pechas. En ocasiones, a altas horas de la noche, veo aldoctor Gotard en el pasillo, apresurado, con su bata blan-ca y una jeringa en la mano, precedido por la enfermera.En tales circunstancias me resulta difcil retenerlo y aco-rralarlo contra la pared con una pregunta definitiva.

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    Si en la ciudad no hubiera un restaurante y una pastele-ra nos moriramos de hambre. A pesar de mis ruegos anno he conseguido que me traigan una segunda cama.Tampoco hay manera de que nos cambien las sbanas.Debo confesar que el general relajamiento tambin nosha afectado. Meterse en cama con la ropa y los zapatospuestos fue siempre para m, como para cualquier hom-bre civilizado, algo intolerable. Pero ahora regreso tarde,muerto de sueo. La habitacin est sumida en la pe-

    numbra y un aire fro hincha las cortinas de la ventana.Entonces me dejo caer ciegamente sobre la cama y mecubro con las sbanas. Duermo as durante irregularesespacios de tiempo, das o semanas, viajando por los des-rticos paisajes del sueo, surcando las pendientes de larespiracin: a veces descendiendo con un paso elstico deuna ligera prominencia, otras ascendiendo penosamente

    la pared vertical del ronquido. Al llegar a la cumbre, abar-co con la mirada el vasto horizonte de ese rocoso pramoonrico. En algn momento, en medio de lo desconoci-do, en un brusco giro de mis ronquidos, me despiertosemiconsciente y siento a mis pies el cuerpo de mi padre.All duerme, ovillado y pequeo como un gatito. Vuelvoa dormirme, con la boca abierta, y todo el panorama del

    paisaje montaoso se desliza junto a m formando olasmajestuosas.En la tienda, mi padre despliega una gran actividad: rea-liza transacciones y moviliza toda su elocuencia para con-vencer a los clientes. Esa animacin da a sus mejillas untono sonrosado y brillo a sus ojos. En el Sanatorio, per-manece acostado, gravemente enfermo, igual que en casadurante las ltimas semanas. No puede disimularse quesu fin se acerca. Y, con su dbil voz, me dice:

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    Deberas pasar ms a menudo por la tienda, Jzef. Losdependientes nos roban. Yo ya no puedo con la tarea.Hace dos semanas que estoy en cama: los negocios van demal en peor, nadie se preocupa ni se hace nada. No hayninguna carta de casa?Empiezo a lamentar toda esta aventura. No puede decir-se que hayamos tenido una feliz idea al enviar aqu a mipadre, seducidos por una ruidosa propaganda. Regresindel tiempo Efectivamente, suena bien, pero qu es en

    realidad? El tiempo que encontramos aqu es honesto yvlido, es un tiempo acabado de devanar de la madeja,con un olor de novedad y un color reciente? No, al con-trario. Es un tiempo desgastado, estropeado por losdems, rado, transparente como un tamiz.No es nada extrao, se trata de una especie de tiempocomo vomitado comprndaseme bien, de un tiempo

    de segunda mano. Da lstima, Dios mo!Y adems, toda esa manipulacin inconveniente deltiempo, esas perversas intrigas, esa manera de sorprendersu mecanismo por la espalda, esa arriesgada prestidigita-cin que juega con sus ntimos misterios A veces se sie-nten deseos de dar un puetazo en la mesa y gritar a ple-no pulmn: Basta! No toquis el tiempo! No tenis

    derecho a provocarlo! No hay acaso suficiente espacio?El espacio es del hombre, podis juguetear con l a vues-tro antojo, como saltimbanquis, saltar de astro en astro.Pero, por el amor de Dios, no toquis el tiempo!.De otra parte, acaso se puede exigir de m que rompa elacuerdo establecido con el doctor Gotard? Por muy mse-ra que fuese la existencia de mi padre, al menos podaverle, estar con l, hablarle. En realidad el doctor merecatodo mi agradecimiento.

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    Ms de una vez he querido hablar con l abiertamente.Pero el doctor Gotard es inaccesible. Por ejemplo, laenfermera me dice que acaba de ir al restaurante. Cuandome encamino hacia all, entonces ella vuelve sobre suspasos para decirme que se ha equivocado y que el doctorse encuentra en el quirfano. Me apresuro al primer pisomientras pienso en qu clase de operaciones lleva a cabo,alcanzo el vestbulo y, obviamente, me hacen esperar: eldoctor Gotard saldr enseguida, precisamente ha acaba-

    do una intervencin quirrgica y est lavndose lasmanos. Como si lo estuviera viendo: pequeo, metido ensu bata desabrochada, a grandes pasos recorriendo lassalas del hospital. Pero, qu sucede? El doctor Gotard nisiquiera haba estado all, haca aos que no realizabaninguna operacin. Dorma en su cuarto: slo se vislum-braba su barba negra y se oan sus ronquidos, que inva-

    dan la estancia como un crescendo de nubes, acumuln-dose y arrastrando en su vuelo al doctor y su cama, cadavez ms alto pattica ascensin a lomos de su ronquidoy el oleaje de las sbanas desplegadas.Aqu ocurren cosas todava ms extraas, cosas queintento no ver, de un absurdo fantstico. Cada vez quesalgo de la habitacin me parece que alguien se aleja

    apresuradamente de la puerta, y, despus, desaparece porun pasillo lateral. O bien, alguien camina delante de msin girarse: no es la enfermera. S quin es! Mam!exclamo, con la voz temblando de emocin, y mimadre vuelve entonces la cabeza y me mira con una son-risa implorante. Dnde estoy? Qu ocurre? En qutrampa he cado?

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    ese enorme perro lobo, temible bestia encadenada, hom-bre-lobo de ferocidad satnica?Se me pone la carne de gallina cuando paso cerca de lacaseta donde est inmvil, atado a una corta cadena, conel peludo cuello salvajemente erizado y la maquinaria desu poderosa boca llena de colmillos. Nunca ladra, pero susalvaje expresin se hace an ms horrible cuando ve a unser humano: sus rasgos viran hacia un indecible furor, y,levantando un poco su terrible boca, lanza convulsiona-

    do un ardiente aullido que sale de lo ms profundo de suodio, en el que se concentra el dolor y la desesperacin desu impotencia.Mi padre pasa indiferente cerca de esa feroz bestia cuan-do salimos juntos del Sanatorio. En cambio, a m meestremece cada vez ms esa viva manifestacin de impo-tente odio. En esos momentos supero en dos cabezas a mi

    padre que, pequeo y delgado, me sigue con el corto yrpido paso de los ancianos.Al acercarnos a la plaza percibimos un movimientoinusual. Numerosas personas recorren las calles. Hastanosotros llegan los increbles rumores de que un ejrcitoenemigo ha entrado en la ciudad.En medio de la consternacin general la gente se trans-

    mite informaciones alarmantes y contradictorias. Es dif-cil de comprender. Una guerra que no ha estado prece-dida de gestiones diplomticas? Una guerra que inte-rrumpe una paz bondadosa y no perturbada por ningnconflicto? Una guerra contra quin, y por qu? Nosdicen que esa invasin enemiga ha alentado a un grupode descontentos, que se han echado a la calle con armasen la mano aterrorizando a la pacfica ciudadana.Nosotros pudimos ver un grupo de esos insurrectos, ves-

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    tidos de negro con blancos correajes cruzados sobre elpecho, avanzando silenciosamente, con los fusiles en ris-tre. La muchedumbre retroceda al verlos y se apretujabaen las aceras, mientras ellos lanzaban miradas por deba-jo de sus sombreros de copa, sombras e irnicas, des-idertum altivo, un brillo de maliciosa alegra, y algo ascomo un guio de complicidad, como si retuvieran unacarcajada capaz de desenmascarar toda esa mistificacin.Algunos son reconocidos por la gente, pero las alegres

    exclamaciones se apagan pronto ante la amenaza de loscaones. Pasan a nuestro lado sin interpelar a nadie. Lascalles vuelven a llenarse de una muchedumbre inquieta,silenciosa y taciturna. Un confuso rumor se propaga porla ciudad. Parece como si a lo lejos se oyeran las detona-ciones de la artillera y el rodar de los caones. Tengo que llegar a la tienda dice mi padre, plido pero

    decidido. No hace falta que me acompaes aade, noharas ms que estorbarme. Es mejor que regreses alSanatorio.La voz de la cobarda me hizo obedecer. An pude vercmo mi padre se abra paso entre el abigarrado gento ydespus se perda de vista.Entre un ddalo de callejuelas laterales me escabullo

    hacia la parte alta de la ciudad, al darme cuenta que, deesa manera, poda evitar el centro que se encontraba blo-queado por una masa humana.All, en aquella zona de la urbe, apenas se vean algunosgrupos que, finalmente, terminaron por dispersarse. Yocontinuaba avanzando, ahora ya ms tranquilo, por lospaseos vacos del parque municipal. Las farolas ardancon una llama dbil y azulosa, como fnebres asfdelos.

    Alrededor de cada una se agitaba un enjambre de abejo-

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    rros, pesados como balas de fusil, con un vuelo sesgado yvibrante. Algunos haban cado al suelo, y se vean aqu yall arrastrando penosamente su caparazn enorme yduro bajo el que intentaban replegar las delicadas mem-branas de sus alas. La gente zigzagueaba por los paseos yentre el csped de la alameda, hilvanando despreocupa-das conversaciones. Los ltimos rboles se inclinabansobre los patios de las casas que se encuentran ms abajo,adosadas al muro del parque. Caminaba a lo largo de ese

    muro: un muro bajo desde el que poda ver, al otro lado,un desnivel que llegaba hasta los patios formando escar-paduras de la altura de un piso.En un punto dado una rampa de tierra endurecida atra-vesaba los patios y se una al muro. Franque sin dificul-tad una balaustrada y, a travs de ese estrecho dique quecorra entre los bloques de casas, me encontr en la calle.

    Mis clculos, asentados en un afortunado sentido de laorientacin, resultaron ser exactos: me encontraba casi ala altura del Sanatorio, cuya parte trasera apareca antem, con su atenuada blancura enmarcada en la frondo-sidad umbra.Como de costumbre, entr por el patio posterior, atrave-s la puerta metlica y vi desde lejos al perro en su case-

    ta. Igual que en anteriores ocasiones, me siento sobreco-gido por una extraa y poderosa aversin cuando lo veo.Quiero evitarlo lo ms pronto posible para no or el des-garrado gemido que sale del fondo de su ser, cuando,lleno de terror y sin dar crdito a lo que vean mis ojos,lo veo saltar lejos de su caseta y correr para hacerme fren-te, entre sordos ladridos que parecan salir de un tonel.Anonadado, retroced hacia el rincn ms lejano delpatio, y, mientras buscaba instintivamente un refugio,

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    me escond bajo una pequea prgola, consciente de lainutilidad de mis esfuerzos. La peluda bestia se acerc agrandes saltos; cuando su boca asom a la entrada delrecinto me vi entonces como cogido en una trampa.Lleno de un pavor mortal, pude darme cuenta de que lacadena que lo sujetaba ya haba dado todo de s y que,por ello, la prgola quedaba fuera del alcance de sus col-millos. An aterrado, apenas poda calmarme. Tamba-lendome y a punto de desvanecerme mir al animal.

    Nunca antes lo haba visto tan de cerca y fue en ese pre-ciso momento cuando se me cay la venda de los ojos.Qu grande es el poder de la sugestin y del miedo! Quceguera! Era un hombre. Un hombre encadenado al que,con una simplista aproximacin metafrica, yo habatomado por un perro. Entindaseme bien. Indudable-mente era un perro, pero bajo forma humana. La natura-

    leza canina es un factor interno que puede revestirexteriormente una envoltura animal o humana. Aquelque se encontraba delante de m a la entrada de la prgo-la, con su bocaza abierta, mostrando todos los dientescon un terrible gruido, era un hombre de talla media,con barba negra. En su rostro amarilloso y huesudo, ful-guraban unos ojos negros, aviesos y desgraciados. A juz-

    gar por su negra vestimenta y su barba recortada, se lepodra tomar por un intelectual, por un investigador.Poda ser un malogrado hermano mayor del doctorGotard. Mas, esa primera apariencia era engaosa. En-seguida se vio desmentida por las enormes manos en lasque an conservaba restos de pegamento, por dos bruta-les y cnicos surcos que salan de ambos lados de la narizy se perdan en la barba, por las vulgares arrugas horizon-tales que se dibujaban en su estrecha frente.

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    Era un encuadernador, un hombre vociferante, agitadorde mtines y activista violento atormentado por pasionesexplosivas. Y a causa de sus pasiones desatadas, del eriza-miento convulso de sus fibras, de esa furia demencial espor lo que ladraba ciegamente contra la punta del bastn,convirtindose en perro al cien por cien.Si franqueara la balaustrada del fondo pienso meencontrara totalmente fuera de su alcance y podra llegara la entrada del Sanatorio. Estaba a punto de subir por la

    rampa, pero me detuve sbitamente en la mitad delmovimiento, sintiendo que sera demasiado cruel por miparte irme de ese modo y abandonarlo a su oscura rabia.Imagin su terrible decepcin, su inhumano dolor alverme salir de la trampa y alejarme para siempre. Mequed. Me acerqu a l y dije con una voz tranquila,natural: Clmese, le voy a soltar.

    Al or esas palabras su rostro convulsionado por temblo-res, vibrante de gruidos, se relaj y apacigu, y apareciun rostro casi humano. Me acerqu a l sin temor y de-sat su collar. Ahora caminbamos uno junto al otro. Elencuadernador llevaba un traje negro de buena calidad,pero iba descalzo. Intent entablar una conversacin, masde su boca slo sali un incomprensible balbuceo.

    Aunque en sus ojos negros y elocuentes puedo adivinarun apego manifiesto que diluye mi temor. En ocasionesse golpeaba contra alguna piedra o trozo de arcilla, y, bajoel efecto de la conmocin su rostro pareca romperse,descomponerse, como presa de un oscuro miedo a puntode saltar, tras el que se agazapaba una ferocidad que encualquier momento convertira ese rostro en un nido devboras. Entonces lo llam al orden con una advertenciasevera pero amistosa. Incluso le di palmadas en la espal-

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    da. A veces asoma a su cara una sorprendida sonrisa, rece-losa e incrdula. Oh, cmo me pesaba esa terrible amis-tad! Cmo me asustaba esa singular simpata! Cmodeshacerme de ese ser que caminaba a mi lado y pegabasu mirada a mi rostro, con todo el calor de su alma cani-na? Sin embargo, no poda dejarle ver mi impaciencia.Saqu la cartera y dije con voz decidida: Supongo que necesita usted dinero, con mucho gustose lo prestar.

    Pero, al ver la cartera, adquiri un aspecto tan terrible-mente hosco que la guard inmediatamente. Durante unlargo momento no pudo calmar ni dominar sus rasgos,convulsionados por un alarido. No, no poda soportarloms tiempo. Cualquier cosa antes que eso. As, pues,todo se haba complicado de tal forma que ya no habasalida posible. El resplandor de un incendio se elevaba

    por encima de la ciudad. Mi padre, en medio de la revo-lucin, en la tienda presa de las llamas; el doctor Gotardfuera de mi alcance, y, adems, la inexplicable aparicinde mi madre con una misin secreta Son los eslabonesde una grandiosa e incomprensible intriga desarrollada ami alrededor. Huir, huir de aqu! A cualquier sitio.Sacudirse esta horrible compaa, librarse de este encua-

    dernador que apesta a perro y no me quita el ojo de enci-ma. Nos encontrbamos ante la entrada del Sanatorio. Por favor, acompeme a mi habitacin le dije, conun amable gesto.Los ademanes civilizados le fascinan, adormecen su salva-jismo. Le hice entrar cedindole el paso y le ofrec unasilla. Voy al restaurante a buscar coac dije.

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    l se levant atemorizado con intencin de acompaar-me. Logr calmarlo con una suave firmeza: Usted se quedar aqu sentado y me esperar tranqui-lamente consegu articular con una voz profunda yvibrante en cuyo fondo haba un secreto pavor.Volvi a sentarse esbozando una insegura sonrisa. Sal ycamin lentamente por el pasillo, baj las escaleras, atrave-s el corredor buscando la salida, franque el portal, dejatrs el patio, cerr la puerta de hierro y comenc a corre r

    todo lo que mis piernas daban de s, con el coraz nlatindome violentamente, las mejillas ardiendo, por lasombra alameda que conduce a la estacin de ferro c a r r i l .En mi cabeza se agolpan una serie de imgenes, a cadacual ms pavorosa. La inquietud del monstruo, su terror,su desolacin cuando comprendiera que le haba engaa-do. La renovacin de su furor, su reincidente y oscura

    rabia explotando inmisericorde. El regreso de mi padre alSanatorio, que golpear la puerta tranquilamente, sintemer nada, y se encontrar frente a frente con la pavo-rosa bestia.Es una suerte que mi padre no est verdaderamente vivo,y que todo esto no pueda ya afectarle me digo para tran-quilizarme.

    Ahora veo ante m un convoy de sombros vagones dis-puesto para la salida. Subo a uno de ellos y el tren, comosi hubiera estado esperndome, se pone en marcha suave-mente, sin silbar.Por la ventanilla puede verse una vez ms cmo se desli-za lentamente ese inmenso aguafuerte del horizonte,pleno de bosques sombros y ululantes, en medio de loscuales destaca la blancura del Sanatorio. Adis, padre,adis ciudad que nunca volver a ver!

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    Desde entonces viajo, viajo continuamente, de algnmodo he elegido un domicilio en la va frrea, en la quese tolera mi presencia y se permite que deambule devagn en vagn. Los compartimentos, grandes comohabitaciones, estn llenos de paja y desperdicios. Lascorrientes de aire los atraviesan de parte a parte en losdas grises e incoloros.Mis ropas se han hecho trizas. Me han dado un usadouniforme de empleado de ferrocarril. Tengo el rostro ven-

    dado a causa de una mejilla inflamada. Dormito sobre lapaja y sueo, y cuando tengo hambre voy al pasillo, fren-te a los compartimentos de segunda clase y canto. Y melanzan monedas a mi gorra, a mi negra gorra de ferrovia-rio, cuya visera se deshilacha.

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    En las races de ese nuevo texto de la prosa de Schulz yaceel sueo de la renovacin del mundo, un poderoso sueocapaz de admirar la inspiracin y desencadenarla:la antigua creencia humana sofocada y escondida,la belleza secreta de las cosas slo espera a alguieninspirado que la libere para desbordarse a travs delmundo bajo la forma de una invasin dichosa. Esaantigua creencia de los msticos se hace carne en estelibro, desarrollndose como una particular escatologa

    en el crculo legendario cuya trama est compuesta porlos fragmentos de todas las culturas y mitologas,d e s velndose en una fabulstica deslumbrante yenigmtica. Llama la atencin que esa fabulstica siendotan rica en elementos culturales tenga un carcterestrictamente particular y nico, que se emplee en ellauna terminologa innovadora y personal, creando as un

    n u e vo corpus compuesto por las ms antiguase inmemoriales ensoaciones humanas. Esas ensoacio-nes al liberarse de las cadenas del cuerpo, al transformarla vida con el influjo de la poesa, encontraron en la prosade Schulz su nueva patria, su clima abonado, en el quebrotan con la exuberancia de la vegetacin tropical:una infancia legendaria llena de milagros, encantamien-

    tos y transformaciones. Lo extrao y lo cotidiano,la taumaturgia y la magia de la calle, el sueo y larealidad, y todo, todo entreverado en la ms oceladay reverberante fbula.

    Bruno SCHULZ