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DEEP EDDY Bruce Sterling A Bruce Sterling ya lo conocen. Este cuento es el más nuevo de su producción y está nominado para el Hugo 1994. Anteriormente apareció su libro Globalhead, una recopilación de cuentos. Otro libro reciente es The Hacker Crackdown: Law and Disorder on the Electronic Frontier , un tratado sobre el crimen por computadora y la libertad civil. Acaba de publicar la novela Heavy Weather, que, según dice la crítica, “Es, a diferencia de sus densas, solemnes y muy complicadas primeras novelas, transparente, entretenida y directa”. EL caballero de la Europa continental que ocupaba la butaca contigua le ofreció: —¿Un cigarrillo? —¿Qué tiene? —preguntó Deep Eddy. El caballero de cabellos grises murmuró algo: un largo término médico alemán. El programa traductor de Eddy fracasó estrepitosamente. Eddy declinó gentilmente la oferta. El caballero hizo saltar un cigarrillo del paquete, le dobló la punta y dio una pitada. Se difundió un fuerte aroma, como un relámpago de café. El anciano europeo se despejó de repente. Abrió un notipad, tecleó en el menú y comenzó a recorrer atentamente una revista alemana de negocios. Deep Eddy apagó su traductor, conectó el spexware y observó a su vecino. El caballero transmitía una biografía de negocios. Su nombre era Peter Liebling, de Bremen, tenía noventa años y era funcionario de una firma maderera europea. Sus pasatiempos eran el backgammon y coleccionar tarjetas telefónicas antiguas. Se lo veía muy joven para noventa; probablemente tendría algunos síndromes médicos interesantes. Herr Liebling levantó la vista, fastidiado por el escrutinio computarizado de Eddy. Eddy dejó caer sus spex, que quedaron colgando de la cadenilla del cuello. Un gesto estudiado, que Eddy usaba mucho: “Eh, amigo, fue sin querer”. Mucha gente resistía los spex. La mayoría no tenía idea de la gran capacidad del spexware. La mayoría todavía no usaba spex. En una palabra, la mayoría eran perdedores. Eddy se columpió en su butaca de color celeste bebé y dio un vistazo por la ventanilla del avión. Chattanooga, Tennessee. Torres de control aéreo de cerámica blanco brillante, distantes bloques de oficinas color borravino y un millón de árboles verde oscuro. La pista se recalentaba suavemente en la mañana de verano. Eddy levantó de nuevo sus spex para controlar la silenciosa partida hacia el oeste de un jet asiático blanco y rojo. De sus distantes motores brotaba una turbulencia infrarroja. Deep Eddy amaba el infrarrojo, ese profundo y silencioso torbellino de calor invisible, el aliento de la industria. 1

Bruce Sterling - Deep Eddy

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DEEP EDDY

Bruce Sterling

A Bruce Sterling ya lo conocen. Este cuento es el más nuevo de su producción y está nominado para elHugo 1994. Anteriormente apareció su libro Globalhead, una recopilación de cuentos. Otro libro reciente esThe Hacker Crackdown: Law and Disorder on the Electronic Frontier, un tratado sobre el crimen porcomputadora y la libertad civil. Acaba de publicar la novela Heavy Weather, que, según dice la crítica, “Es, adiferencia de sus densas, solemnes y muy complicadas primeras novelas, transparente, entretenida ydirecta”.

EL caballero de la Europa continental que ocupaba la butaca contigua le ofreció:

—¿Un cigarrillo?

—¿Qué tiene? —preguntó Deep Eddy. El caballero de cabellos grises murmuró algo: unlargo término médico alemán. El programa traductor de Eddy fracasó estrepitosamente.

Eddy declinó gentilmente la oferta. El caballero hizo saltar un cigarrillo del paquete, ledobló la punta y dio una pitada. Se difundió un fuerte aroma, como un relámpago de café.

El anciano europeo se despejó de repente. Abrió un notipad, tecleó en el menú ycomenzó a recorrer atentamente una revista alemana de negocios.

Deep Eddy apagó su traductor, conectó el spexware y observó a su vecino. El caballerotransmitía una biografía de negocios. Su nombre era Peter Liebling, de Bremen, teníanoventa años y era funcionario de una firma maderera europea. Sus pasatiempos eran elbackgammon y coleccionar tarjetas telefónicas antiguas. Se lo veía muy joven paranoventa; probablemente tendría algunos síndromes médicos interesantes.

Herr Liebling levantó la vista, fastidiado por el escrutinio computarizado de Eddy. Eddydejó caer sus spex, que quedaron colgando de la cadenilla del cuello. Un gestoestudiado, que Eddy usaba mucho: “Eh, amigo, fue sin querer”. Mucha gente resistía losspex. La mayoría no tenía idea de la gran capacidad del spexware. La mayoría todavía nousaba spex. En una palabra, la mayoría eran perdedores.

Eddy se columpió en su butaca de color celeste bebé y dio un vistazo por la ventanilladel avión. Chattanooga, Tennessee. Torres de control aéreo de cerámica blanco brillante,distantes bloques de oficinas color borravino y un millón de árboles verde oscuro. La pistase recalentaba suavemente en la mañana de verano. Eddy levantó de nuevo sus spexpara controlar la silenciosa partida hacia el oeste de un jet asiático blanco y rojo. De susdistantes motores brotaba una turbulencia infrarroja. Deep Eddy amaba el infrarrojo, eseprofundo y silencioso torbellino de calor invisible, el aliento de la industria.

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La gente subestima Chattanooga, pensó Eddy con infantil orgullo local. Chattanoogatenía una alta inversión per cápita en spexware. De hecho, Chattanooga estaba terceraen el NAFTA. La número uno era San José, California (naturalmente), y la número dosera Madison, Wisconsin.

Ya había viajado a ambas ciudades rivales, al servicio de su grupo de usuarios deChattanooga, para intercambiar spexware, comerciar algo de info y estudiarcuidadosamente la escena local. Para hacer un poco de inteligencia competitiva. Paraespiar, dicho más crudamente.

Su más reciente viaje de negocios había sido una borrachera de cinco días en unfestivo encuentro de spexware Pan-NAFTA, en Ciudad Juárez, Chihuahua. Eddy todavíano entendía por qué Ciudad Juárez, que fuera un tranquilo pueblo industrial sobre el RíoGrande, se había vuelto tan loca por spexear. Hasta los niñitos tenían spex, unas cosaspara niños, descartables, con lunares brillantes y apenas un par de docenas de megas.Había trémulas abuelitas con spex, guardias de seguridad con spex montados en loscascos anti-disturbios. Por todos lados se veían anuncios que no podían leerse sin spex.Y miles de trepadores profesionales con chaquetas de aire acondicionado y cuarenta ocincuenta terabytes montados sobe el puente de su nariz. Ciudad Juárez estaba en lasgarras de una rampante spexmanía. Tal vez fuera por el litio que contenían sus aguas.

Esta vez el deber llamaba a Deep Eddy a Düsseldorf, en Europa. Para conseguir suatención no era necesario que el deber llamara demasiado fuerte. El mínimo susurro deldeber era suficiente para que Eddy, quien aún vivía con sus padres, Bob y Lisa, acudiera.

El presidente de la sección local le había entregado algo de correo spex y un paquete.Un deber de la red; la credibilidad de nuestro grupo depende de ti, Eddy. Una tarea decorreo. No nos hagas quedar mal, haz todo lo necesario. Y mantén tus ojos biencubiertos: puede ser peligroso. Bueno, Deep y el peligro eran amigos. Mandarse tequila yefedrina por la nariz en un callejón de México, mientras se llevaba un par de lentes conasistencia computada... ¡eso era peligro! La mayor parte de la gente no se habríaanimado a hacerlo. La mayor parte de la gente no podía controlar su propia inseguridad.La mayor parte de la gente tenía miedo de vivir.

Este sería el primer viaje de adulto de Deep Eddy a Europa. A los nueve habíaacompañado a Bob y Lisa a Madrid a un congreso de Deliberación Sexual, pero todo loque recordaba de ese viaje era un aburrido fin de semana de mala televisión eincomprensible comida bañada en tomate. En cambio Düsseldorf sonaba como algorealmente divertido. Probablemente el viaje merecía el esfuerzo de haberse levantado alas 7.15.

Se frotó sus párpados irritados con un pañuelo embebido en solución salina. Sus spexle estaban haciendo arder los ojos; o tal vez fuera solamente falta de sueño. Habíapasado una noche larga y frustrante con su actual amiga, Djulia. Se había citado con ellaesperando una despedida de héroe, insinuando la posibilidad de que lo golpearan omataran siniestras bandas clandestinas de las redes europeas, pero no tuvo el menoréxito. En vez de un atento y prolongado festejo, sólo obtuvo cuatro horas de conferenciasobre el tema central de la vida de Djulia: coleccionar cristalería japonesa.

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Mientras su jet se elevaba gentilmente de la pista de Chattanooga, Deep Eddy se viosobrecogido por una íntima y repentina convicción de que Djulia era algo esencialmentecontraproducente en su vida. No le hacía nada bien. Esos ojos claros, esa naricitarespingada, los tatuajes sexys que salpicaban su pómulo derecho, el adorable calor de sucuerpo en la oscuridad, los lacios mechones de su negro cabello que se ondulaban yencrespaban hacia la mitad de su longitud. Una muchacha no debería tener un cabellotan grandioso y tantos tatuajes y a la vez ser tan cerrada. No era realmente su amiga.

El jet continuó su ascenso, cruzando las brillantes aguas del Tennessee. Por laventanilla veía las largas y dúctiles alas doblándose y ondulando en un ajustado controlantiturbulencias. La cabina misma resultaba tan poco estable como una barcazacarbonera del Mississippi, pero las vibraciones de las alas, analizándolas con spex,parecían las de una hoja de sierra. Alteraba los nervios. "Que no vaya a ser hoy el día enque una partida de Chattanooganos caigan del cielo", pensó silenciosamente Eddy,revolviéndose un poco en el voluptuoso abrazo de su butaca.

Recorrió la cabina con la vista, observando a los candidatos a compañeros en la posiblemasacre. Unos trescientos, el jet set burgués de Europa y el NAFTA, amables y biencriados. Nadie parecía asustado. Acomodados en su butacas de tonos pastel, charlando,conectando palmtops y laptops, repasando noti-pads, haciendo llamadas por vi-deofono. Como si estuvieran encasa, o tal vez en un congestio-nado vestíbulo cilíndrico de ho-tel; todos ellos ignorando olím-picamente el hecho de que ibanzumbando por el aire, sostenidossolamente por chorros de plasmay computación. La gente es tandesaprensiva. Una falla de soft-ware por aquí, un punto decimalcorrido por allá y esas alas ma-ravillosamente dúctiles se ibanal infierno. No sucedía a me-nudo, pero sí a veces. Deep Eddy se preguntó contristeza si se anunciaría su de-ceso en el primer nivel del no-tipad. Seguramente saldría, peroenlazado cinco o seis nivelesmás abajo. Su vecino de atrás, de unoscinco años, entró en un paro-xismo de júbilo y temor. —¡Mi e-mail, Mamá! —gorjea-ba con entusiasmo desesperado,saltando arriba y abajo—. ¡Ma-má, Mamá, mi e-mail! ¡Eh, Mamá,

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dame mi e-mail! Un camarero le ofreció el de-sayuno. Eddy comió un tazón demuesli y media docena de cirue-las en compota. Luego sacó sutarjeta de viajero y pidió unmimosa. El alcohol no lo hizosentir más animado, de modo queordenó dos más. Luego se quedódormido.

La aduana de Dsseldorf estabarepleta. Los turistas veraniegoscaían sobre la ciudad como unavasta escuela migratoria de sar-dinas. Los que provenían defuera de Europa —del NAFTA, dela Esfera, del Sur— eran, sinembargo, una minúscula minoríacomparados con el vasto contin-gente intraeuropeo, que atrave-saba la aduana sin control. Inspectores uniformados spe-xionaban los equipajes del NAFTAy del Sur, presumiblemente bus-cando armas o explosivos, perosus cacharros gubernamentalesparecían al menos cinco añosatrasados. Eddy derivó hacia los íconosque indicaban el transporte te-rrestre. Una mujer baja, deabultada chaqueta castaña, lointerceptó. Se detuvo.

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—Mister Edward Dertouzas—dijo la mujer. —Correcto —replicó Eddy,dejando caer su bolso. Se con-templaron mutuamente, spex aspex—. En realidad, fraulein,como podrá ver en mi biografíaon-line, mis amigos me llamanEddy. Mayormente Deep Eddy. —No soy su amiga, señor Der-touzas. Soy su escolta de segu-ridad. Me llamo Sardelle, porhoy —se detuvo y sopesó el bol-so de Eddy. Su cabeza alcanzabael hombro de Eddy. El traductor de alemán deEddy, que había vuelto a encen-der, le puso un cartelito amari-llo en el borde inferior de susspex. Se fijó en "Sardelle". —¿Anchoa? —No elijo los nombres clave—dijo Sardelle irritada—. Ten-go que usar el que me da la com-pañía. Se abrió paso entre la multi-tud, apartando a la gente condecididos golpes del bolso deEddy. Usaba una voluminosa caza-dora de aire acondicionado, conjeans color gamuza de muchosbolsillos y zapatones de gruesasuela, blancos y negros. Un netotrío de pequeños triángulos ta-tuados delineaba su mejilla de-recha. Sus manos, atractivamentepequeñas y delicadas, calzabanguantes de finas rayas blancas ynegras. Aparentaba unos treintaaños. Bien, le gustaban las mu-jeres maduras. La madurez traía

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profundidad. Eddy buscó sus bio-datos."Sardelle", le informaron escue-tamente los spex. Absolutamentenada más: ni ocupación, ni em-pleador, ni dirección, ni edad,ni intereses, ni aficiones, niaclaraciones personales. Los eu-ropeos eran raros en cuanto a suprivacidad. Aunque era posibleque la falta de los correspon-dientes datos tuviera que vercon su ocupación. Eddy se miró las manos y mo-vió sus dedos desnudos en elaire, sobre un menú virtual,cambiando a un spexware pesadoque había mandado pedir a Tijua-na. Era una leyenda en el nego-cio: el X-Spex hacía tiras laropa de la gente, extrapolandoel cuerpo desnudo en una simula-ción a todo color. Pero Sardelleestaba tan envuelta en cintos,pistoleras y hombreras que el X-Spex se vio burlado. La simula-ción lucía alarmantemente fan-tasmal, con los pechos y loshombros meneándose como plasti-lina podrida. —Apúrese —le indicó con se-veridad—. Le digo que se apure. —¿Adónde vamos? ¿A ver alCrítico? —A su debido tiempo —lerespondió. Eddy la siguió por entre laapurada, espesa y avasallantemultitud hacia un grupo de casi-lleros para viajeros. —¿Necesita realmente estebolso? —¿Qué? —exclamó Eddy—.¡Claro!, tiene todas mis cosas. —Si lo llevamos, tendré querevisarlo con cuidado —le in-formó con paciencia—. Pongámos-lo en este casillero y lo reti-rará cuando salga de Europa—.

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Le ofreció una pequeña bolsa demano gris con el logo de un lu-joso hotel de Berlín: —Aquítiene un equipo estándar deviaje. —Revisaron mi equipaje en laAduana —dijo Eddy—. Estoy lim-pio, en serio. Pasé sin proble-mas por la Aduana. Sardelle lanzó una risitasarcástica: —Este fin de semana viene unmillón de personas a Dsseldorf—dijo—. Habrá un wende (2)aquí. ¿Piensas que en la Aduanate revisaron como es debido?Créeme, Edward. No te han revi-sado a fondo. —Eso suena un poco amena-zante. —Una buena revisación tomamucho tiempo. Algunas amenazas ala seguridad son pequeñas; cosasentretejidas en la ropa, pegadasa la piel... —Se encogió de--------------------------------(2) En inglés "to wend" y enalemán "wenden", como verbos,significan dirigirse hacia unlugar (N. de la T.)ÿhombros—. Me gusta tener tiem-po. Pagaría por tener tiempo.¿Necesitas dinero, Eddy? —No —respondió Eddy, asom-brado—. Quiero decir, sí. Claroque necesito dinero, ¿quién no?Pero tengo una tarjeta de via-jero de mi gente, del CAPCLUG. Lo miró fijamente a través delos spex: —¿Quién es Kapklug? —El Grupo de Usuarios dePercepción Asistida por Computa-dora por las Libertades Civiles—dijo Eddy—. Sección Chatta-nooga. —Veo, la sigla en inglés—frunció el ceño—. Odio todaslas siglas... Edward, te pagaré

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cuarenta ecu al contado por de-jar tu bolso en este casillero ytomar a cambio este otro. —Trato hecho —dijo DeepEddy—. ¿Dónde está el dinero? Sardelle le entregó cuatrogastados billetes holograma.Eddy los metió en su bolsillo yabrió su bolso para sacar unviejo libro de tapas duras, Ma-sas y poder, por Elías Canetti. —Un poco de lectura ligera—dijo sin convencimiento. —Déjame ver ese libro —in-sistió Sardelle. Hojeó rápida-mente el libro, recorriendo laspáginas con sus dedos enguanta-dos, flexionando las tapas ycontrolando la encuadernación,presumiblemente buscando cuchi-llas, agujas ponzoñosas o tirasde explosivos plásticos. —Contrabandeas información—concluyó con acritud, devol-viéndoselo. —Para eso vivimos los delCAPCLUG —replicó Eddy, guiñán-dole un ojo a través de losspex. Introdujo el libro en labolsa gris y la cerró. Luegoarrojó su bolso en el casillero,lo cerró y sacó la llave nume-rada. —Dame esa llave —le dijoSardelle. —¿Por qué? —Puedes volver y abrirlo. Sime quedo con la llave se reduceel riesgo. —De ningún modo, Olvídalo. —Diez ecu —ofreció ella.

—Mmm. —Quince. —Bueno, como quieras —dijoEddy, dándole la llave—. No lapierdas. Sardelle, imperturbable, lapuso en un bolsillo con cierre

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de su manga. —Nunca pierdo nada —dijo,abriendo su billetera. Eddy asintió mientras seguardaba un billete de diez ycinco de uno. Moneda atractiva,el ecu. Los de diez tenían unholograma de René Descartes, untipo muy profundo que lucía im-presionantemente francés y ra-cional. Eddy sentía que hasta el mo-mento lo venía haciendo muybien. De hecho, no había nada enel bolso que realmente necesi-tara: su ropa interior, jeans derepuesto, tarjetas, camisas devestir, corbata, tirantes, zapa-tos de recambio, cepillo dedientes, aspirinas, café instan-táneo, costurero y aros. ¿Y qué?No era lo mismo que si le hubie-ra pedido que dejara sus spex. Además se había prendado desu escolta. El nombre Anchoa lecuadraba: le impactó como unpescadito enlatado. Esto le re-sultaba perversamente atractivo.De hecho la encontraba tanatractiva que le costaba que-darse tranquilo y respirar nor-malmente. Le gustaba mucho laforma en que lucían sus manosenguantadas, diestras y femeni-nas, y misteriosamente europeas,pero sobre todo su cabello. Lar-go, castaño claro rojizo y meti-culosamente trenzado a máquina.Adoraba el cabello femeninotrenzado a máquina. En el NAFTAno habían captado bien la moda.El cabello de Sardelle parecíauna masa oxidada de cota demalla de museo, o tal vez unaintersección de vías fantástica-mente revuelta. No era sólo queno tenía un solo pelo fuera delugar, sino que cualquier des-viación era topológicamente im-

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posible. Tuvo una desbocada ima-gen de sus dedos recorriéndolosen la oscuridad. —Me muero de hambre —anun-ció. —Entonces comeremos —dijoella. Y se encaminaron hacia lasalida. Los taxis eléctricos intenta-ban, sin mucho éxito, contenerla hemorragia de turistas. Sar-delle arañó el aire con sus de-dos a rayas, ajustando invisi-bles menús spex. Parecía como siestuviera lanzando un hechizosobre un grupo familiar italianoque estaba a su lado, el cualreaccionó con alarma mal disimu-lada. —Podemos caminar hasta unaparada de ómnibus —le dijo aEddy—. Es más rápido. —¿Caminar es más rápido? Sardelle partió y él tuvo quecorrer para alcanzarla. —Escúchame, Edward. Ganare-mos tiempo si sigues mis suge-rencias de seguridad. Si yo aho-rro tiempo, tú harás dinero. Sime haces trabajar de más, noseré tan generosa. —Yo me porto bien —protestóEddy. Los zapatones de ella pa-recían tener algún tipo de elás-tico computado en las suelas:caminaba como sobre resortes—.Estoy aquí para encontrarme conel Crítico Cultural. Tengo unaaudiencia con él. Le traigoalgo. Ya lo sabes, ¿no? —¿El libro? Eddy sopesó el bolso gris. —Ajá... Estoy en Dsseldorfpara entregar un viejo libro aun intelectual europeo. En rea-lidad para devolvérselo. Es queél se lo prestó al Comité Direc-tivo del CAPCLUG y es hora dedevolvérselo. ¿Qué tiene de rudo

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este trabajo? —Probablemente no mucho—dijo con calma Sardelle—. Pe-ro ocurren cosas extrañas du-rante un wende. Eddy asintió sobriamente. —Los wendes son un fenómenomuy interesante. El CAPCLUG losestá estudiando. Nos gustaríalanzar uno algún día. —Los wendes no se dan así,Edward. No se "lanza" un wende—Sardelle hizo una pausa, re-flexionando—. El wende lo lanzaa uno. —Supongo que sí —dijoEddy—. Estuve leyendo su obra,sabes, la del Crítico Cultural.Es profunda, me gusta. Sardelle se mostró indife-rente. —No me cuento entre sus par-tidarios. Solamente me empleanpara cuidarlo —desplegó otromenú—. ¿Qué tipo de comida tegusta, china, thai, eritrea? —¿Qué tal comida alemana? Sardelle rió: —Los alemanesnunca comemos comida alemana...Hay muy buenos cafés japonesesen Dsseldorf. La gente de Tokiovuela aquí por el salmón. Y porlas anchoas... —¿Vives aquí en Dsseldorf,Anchoa?

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—Vivo en cualquier lugar deEuropa, Deep Eddy —su voz ba-jó—. En cualquier ciudad quetenga a su frente una panta-lla... Y en Europa todas la tie-nen. —Suena divertido. ¿Quierestransar spexware? —No. —¿No crees en andwendungso-riente wissensverarbeitung? Ella hizo una mueca: Muy in-teligente de tu parte el apren-der una frase alemana adecuada.Habla inglés, Eddy. Tu acento esrealmente terrible. —Muy amable —respondióEddy. —No puedes mercar ware con-migo, Eddy, no seas tonto. Nopasaría mi spexware de seguridada hackercitos yanquis civiles. —No tienes los derechos,¿eh? —Entre otras cosas —se en-cogió de hombros y le sonrió. Ya habían salido del aero-puerto, caminando hacia el sur.El tránsito eléctrico fluía si-lencioso Flughafenstrasse abajo.El aire del crepúsculo olía arosas. Cruzaron por un semáforo.La semiótica alemana de losanuncios y señales de tránsitopresionaba el cerebro de DeepEddy con un ligero shock cultu-ral. Garagenhof. Spezialist furMobil-Telefon. Buurohausern. En-cendió un reconocedor de carac-teres para traducirlos, pero laduplicación instantánea de laspalabras a su alrededor sólo lo-gró hacerlo sentir esquizofré-

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nico. Se refugiaron en una paradade ómnibus iluminada, junto a unpar de gays muy tatuados, queportaban bolsas de comestibles.Una pantalla de video incorpo-rada a un costado del kioscoanunciaba editores de e-mail enalemán. Eddy examinó a Sardelle decerca por primera vez, mientrasella permanecía pacientemente ensilencio. La línea de su nariztenía algo extraño e indefinida-mente europeo. —Seamos amigos, Sardelle. Yome saco mis spex si tú te sacaslos tuyos. —Más tarde puede ser —lerespondió. Eddy rió. —Deberías cono-cerme, soy un tipo divertido. —Ya te conozco. Pasó un ómnibus repleto. Suspasajeros habían festoneado elartefacto robot con banderas ymontado un altavoz en su techo,que emitía un tiroteo cacofónicode música de bongoes. —La gente del wende ya estátomando los ómnibus —señalóSardelle con acritud, mientrascambiaba el peso del cuerpo deun pie al otro, como si pisarauvas—. Espero que podamos lle-gar al centro. —Me estuviste husmeando,¿no? Crédito y todo eso. ¿Resul-tó interesante? —Es mi trabajo investigarprontuarios —frunció el entre-cejo—. No hice nada ilegal.Todo según las normas. —No hay ofensa —dijo Eddy,mostrando las palmas—. Pero de-bes de haber comprobado que soyinofensivo. Bajemos la guardiaun poco. Sardelle suspiró:

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—Averigé que eres soltero,de sexo masculino, edad entredieciocho y treinta y cinco. Sintrabajo fijo. Sin domicilio pro-pio. Sin esposa ni hijos. Incli-naciones políticas radicales.Frecuentes viajes. Tu grupo de-mográfico es de alto riesgo. —Tengo veintidós, para serexactos —Eddy se dio cuenta deque el anuncio no provocaba nin-guna reacción en Sardelle, perolos entrometidos gays parecíanbastante interesados. Sonrió ne-gligentemente. —Estoy aquí por la red, esoes todo. Por un amigo de un ami-go. En realidad, estoy casiseguro de compartir las ideaspolíticas de su cliente. Al me-nos por lo que supongo. —La política no importa—dijo Sardelle, aburrida e im-paciente—. No me preocupa lapolítica. Los hombres alrededorde tu edad cometen el 80 porciento de los crímenes violen-tos. Uno de los gays habló depronto, en un inglés con fuerteacento: —¡Eh, fraulein! ¡También te-nemos el 80 por ciento del en-canto! —Y el 90 por ciento de ladiversión —dijo su compañero—.Es tiempo de wende, Yanqui. Vencon nosotros y cometeremos algu-nos crímenes —agregó riendo. —Das ist sehr nett vohnIhnen —respondió amablementeEddy—. Pero no puedo, estoy conmi niñera. El primer gay respondió conuna broma altamente idiomática,que implicaba, aparentemente,que le gustaban los chicos queusaban anteojos de sol despuésde oscurecer, pero que Eddy ne-

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cesitaba más tatuajes. Cuando terminó de leer subtí-tulos en el aire, Eddy se tocóel único círculo negro de su pó-mulo. —¿No les gusta mi solitario?Es algo siniestro en su reticen-cia, ¿no creen? Los había perdido; sólo pare-cieron intrigados. Llegó un ómnibus. —Este nos sirve —anuncióSardelle. Alimentó al bus con unticket-chip y Eddy la siguió abordo. El ómnibus estaba reple-to, pero la concurrencia parecíaamable; la mayoría euro-japone-ses que salían a pasar una nocheen la ciudad. Ocuparon una buta-ca juntos en el fondo. Ya se había hecho bastanteoscuro. Flotaban por la callecon precisión mecánica y unasuave despreocupación de ensue-ño. Eddy sintió que lo sobreco-gía la fascinación del viaje; laemoción mamífera básica de unacriatura viva alzada y deposita-da como un fantasma supersónicoal otro lado del planeta. Otrotiempo, otro lugar: por vastoque fuera el conjunto de impro-babilidades que pudieran militarcontra su presencia aquí, habíansido derrotados. Una noche deviernes en Dsseldorf, julio 13,2035. La hora era 22.10. La mis-ma precisión parecía mágica. Volvió a mirar a Sardelle,sonriendo alegremente, y depronto la vio como era: una ago-biada funcionaria sentada rígi-damente en la parte trasera deun ómnibus. —¿Dónde estamos, exacta-mente? —Estamos en Danzigerstrasse,yendo hacia el Altstadt —res-pondió Sardelle—. El viejo cen-

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tro de la ciudad. —¿Ah, sí? ¿Y allí qué hay? —Kartofel. Cerveza. Schnit-zel. Cosas para que comas. El ómnibus se detuvo y subióuna bandada de alborotadores. Alotro lado de la calle un trío depolicías luchaba con una barrerade seguridad rota. Los polisvestían mamelucos rosados anti-disturbios. Había oído en algúnlado que todo el equipo anti-disturbios de la policía europeaera rosado. Se suponía que elcolor calmaba. —Esto no te resulta muy di-vertido, ¿no? Sardelle se encogió de hom-bros: —No somos el mismo tipo depersona, Eddy. No sé qué le lle-vas al Crítico, ni quiero sa-berlo —se acomodó los spex conun enguantado dedo—. Pero sifallas en tu trabajo, en el peorde los casos significará unagrave pérdida cultural. ¿No esasí? —Eso supongo. Seguro. —Pero si yo fallo en mi tra-bajo, Eddy, podría realmente su-ceder algo concreto. —Huy —dijo Eddy, picado. El amontonamiento en el ómni-bus comenzaba a resultar opre-sivo. Eddy se puso de pie yofreció su sitio en la butaca auna trémula anciana con ruti-lante ropa de fiesta. Sardelle también se levantó,no muy graciosamente, y se abriópaso hacia la parte de arriba.Eddy la siguió, raspándose lasespinillas con las bastas botasde suela gruesa de un borrachoque estaba tirado. Sardelle se detuvo de prontopara intercambiar codazos con unkamikaze nórdico que llevaba go-

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rra de béisbol con cuernos, yEddy cayó sobre ella de cabeza.Entonces se dio cuenta de porqué la gente se apartaba tan fá-cilmente del camino de Sardelle:su casaca era de cerámica tejiday tan áspera como una lija. Ma-noteó una agarradera: —Bueno —le resopló a Sarde-lle, contemplándola spex aspex—. Si no podemos disfrutarde nuestra mutua compañía, ¿porqué entonces no terminar conesto? Déjame cumplir mi misión.Luego empezaré a fastidiarte—se detuvo, alarmado—, dejaréde fastidiarte, quiero decir. Losiento. Ella ni se dio cuenta. —Cumplirás tu encargo —di-jo, colgándose de su agarradera.

Estaban tan cerca que él podíasentir una fresca brisa acondi-cionada que salía por el cuellode su chaqueta—. Pero según miscondiciones, mi tiempo, mis cir-cunstancias. No lo miraba a los ojos; sucabeza se movía en derredor como

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si estuviera muy incómoda. Depronto se dio cuenta de que ellaestaba inspeccionando metódica-mente la cara de todos los ex-traños del ómnibus. Le dirigió una distraída son-risa: —No te preocupes por mí,Eddy. Sé un buen chico y diviér-tete en Dsseldorf. Sólo déjamehacer mi trabajo, ¿sí? —Está bien —murmuró Eddy—.Estoy realmente encantado de es-tar en tus manos —parecía nopoder parar con los dobles sen-tidos. Brotaban de sus labioscomo una baba del subconsciente. La cuadrícula vidriada de losrascacielos de Dsseldorf bri-llaba a través de la ventanilla,como irregulares y misteriosasobleas. Tantos seres humanos vi-viendo tras esas ventanas. Genteque nunca conocería, que nuncavería. Qué lástima que aún nopudiera permitirse las adecuadastelefotos. —¿Qué está haciendo por allíen este momento? —preguntóEddy, tras aclararse la gargan-ta—. El Crítico Cultural, digo. —Entrevistando contactos enun lugar seguro. Se verá con mu-cha gente durante el wende. Essu negocio, ya sabes. Eres sólouno de los que trajió... trajo aeste encuentro —Sardelle hizouna pausa—. Aunque como amenazapotencial estás entre los cincoprimeros. El ómnibus se detuvo variasveces. Las gente se metía de ca-beza, a tirones, empujones y ro-dillazos. Dentro del ómnibus es-taban convirtiéndose todos enanchoas. En el fondo se armó unapelea a puñetazos. Una mujer bo-rracha intentó, con éxito par-cial, vomitar por la ventanilla.Sardelle se mantuvo firme en su

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puesto por varias paradas y fi-nalmente se abrió paso hacia lasalida.

El ómnibus se arrimó a unaparada y una súbita corriente decuerpos los arrastró afuera. Habían llegado junto a unlargo puente colgante sobre unancho río plateado por la luz dela luna. Los cables que soste-nían el puente estaban ilumina-dos de punta a punta con titi-lantes lamparillas festivas. Atodo su largo, vendedoras ambu-lantes sentados sobre mantas ha-cían su negocio con chatarrapara turistas. En el centro, unjuglar ambulante con guantes in-teligentes lanzaba antorchas en-cendidas en flameantes arcos detres pisos de altura. —Jesús, que hermoso río—dijo Eddy. —Es el Rin. Este es el Puen-te Oberkasseler. —El Rin, claro, claro. Nuncaantes había visto el Rin. ¿Esagua potable? —Por supuesto. Europa es muycivilizada. —Eso pensé. Hasta huelebien. Vamos a beber un poco. Las riberas estaban bordeadaspor jardines municipales: parrasde uva amizclera y grandes can-teros de pálidas flores. Incan-sables robots jardineros los ve-nían labrando, temporada trastemporada, con quirúrgica preci-sión. Eddy se detuvo junto a laorilla y se sirvió, formando uncuenco con sus manos, un poco dela doble estela de un deslizadorque pasaba. Pudo ver el reflejode su propia cara con spex en elpequeño charco iluminado por laluna. Mientras Sardelle lo mi-raba, tomó un sorbo y arrojó el

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resto como una libación para elespíritu del lugar. —Ahora soy feliz —dijo—.Ahora estoy realmente aquí.

Para la medianoche se había to-mado seis cervezas, dos schnit-zels y un plato de kartoffels.Las kartoffels eran barquillosfritos de pasta de papas, acom-pañados de salsa de manzana. AEddy se le levantó de pronto lamoral al primer bocado. Se sentaron en una mesa decafé al aire libre en medio enuna calle peatonal centenariadel Altsadt. La calle entera eraun bar de una cuadra de largo,toda sillas, sombrillas y ado-quines, casas con techos picudoscubiertas de hiedra, con jardi-neras en las ventanas y antiguasveletas de cobre. Estaba inva-dida por un tropel de ruidososextranjeros que miraban con laboca abierta y arrastraban lospies. Los gentiles, amables y algoperplejos Dusseldorfinos estabanhaciendo su mejor esfuerzo paracalmar a sus huéspedes y librar-los de algún exceso de efectivo.Mantenía el orden una fuertepresencia de rosados policías.Había visto como metían rápida-mente en un vagón acolchado —un"Minna Rosa"— a dos tipos congorras de béisbol con cuernos,pero los vikingos estaban borra-chos perdidos y se la habíanbuscado, y la multitud parecíade muy buen humor. —No sé qué tienen de grandeestos wendes —dijo Deep Eddy,limpiando sus spex con un cua-dradito aceitado de poliseda sinpelusa—. Estos novatos son un

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paseo. Aquí no habrá problemas.Mira solamente qué tranquilos ycalmados están estos tipos. —Ya hay problemas —respon-dió Sardelle—. No aquí en elAltstadt, frente a tus narices.

—¿Sí? —Hay grandes grupos de in-cendiarios al otro lado del río.Están haciendo barricadas enNuess, volcando y quemando co-ches. —¿A qué se debe? Sardelle se encogió de hom-bros. —Son activistas anti-automó-viles. Piden por los derechospeatonales y más transporte pú-blico... —hizo una pausa paraleer dentro de sus spex—. Losradicales verdes están atacandoel Museo Lobvbecke. Quieren quese permita clonar todos los es-pecímenes de insectos extin-tos... La Universidad HeinrichHeine está en huelga por la li-bertad académica, y alguienarrojó bombas de pegamento en elgran túnel de tránsito que pasapor debajo... Pero esto no esnada, todavía. Mañana se enfren-tan ingleses e irlandeses en lafinal de fútbol en el EstadioRhein. Será un infierno para al-quilar balcones. —Uh, eso suena bastante mal. —Sí —le sonrió—. De modoque disfrutemos de esto, Eddy.El ocio es dulce. Aún al bordedel sucio caos. —Pero ninguno de esos hechossuena tan amenazante o serio. —No en sí mismos, Eddy. Perosucede todo junto. Y así es unwende. —No lo pesco —dijo Eddy.Volvió a ponerse los spex y en-cendió con el dedo el menú. Tocó

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la barra de menú con el dedo co-rrecto y se encendieron los am-plificadores de luz. La muche-dumbre que pasaba, algo rielantepor los efectos computacionales,parecía desfilar por un escena-rio demasiado iluminado. —Supongo que los extrañostraerán problemas —prosiguió—,pero los alemanes en sí parecentan... bueno... tan tranquilos,prolijos y civilizados. ¿Por quétienen wendes? —No es algo que planeemos,Eddy. Es sólo algo que nos su-cede —Sardelle sorbió su café. —¿Cómo puede suceder sinplanearlo? —Bueno, sabíamos que venía,por supuesto. Claro que sabíamoseso. Se corre la voz. Así empie-zan los wende —se acomodó laservilleta—. Puedes preguntarleal Crítico, cuando lo veas. Ha-bla mucho de los wendes. Sabetanto como cualquiera, creo. —Sí, lo leí —dijo Eddy—.Dice que es un rumor, amplifi-cado por los medios electrónicosy digitales, realimentado por ladinámica de las masas y el mo-derno transporte publico. Un fe-nómeno en red no lineal. ¡Hastaahí lo entiendo! Pero despuéscita a un tipo llamado Elías Ca-netti... —Eddy palmeó el bolsogris—. Traté de leer a Canetti,realmente lo intenté, pero esdel siglo veinte, y aburrido ypesado como los mil diablos...Sea como sea, en Chattanooga ma-nejaríamos las cosas de otromodo. —La gente dice eso hasta quetienen su primer wende —dijoSardelle—. Luego todo es dife-rente. Una vez que sabes querealmente te puede ocurrir unwende... bueno, cambia todo.

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—Tomaríamos medidas para pa-rarlo, eso es todo. Medidas paracontrolarlo. ¿Es que no puedentomar medidas? Sardelle se sacó los rayadosguantes y los dejó sobre lamesa. Se masajeó suavemente losdedos desnudos, se sopló las ye-mas y tomó un gran pretzel de lacanasta. Eddy notó con sorpresaque sus guantes tenían duros nu-dillos y se doblaban un poco porsí solos. —Pueden hacerse algunas co-sas, por supuesto —le dijo—.Reforzar la policía y los bombe-ros. Contratar más seguridadprivada. Control de emergenciapara las luces, el tránsito, laenergía, los datos. Abrir refu-gios y acumular medicina de pri-meros auxilios. Y alertar a lapoblación. Pero cuando una ciu-dad dice a sus habitantes queviene un wende, eso garantizaque sucederá... —Sardelle sus-piró—. Trabajé en wendes antes,pero este es grande. Grande yoscuro. Y no terminará, no ter-minará hasta que todos sepan quese ha ido, hasta que sientan quese ha ido. —Eso no parece tener muchosentido. —Hablar de eso no ayuda,Eddy. Tú y yo, hablando deeso... nos convertimos en partedel wende, ¿no lo ves? Estamosaquí por el wende. Nos conocimospor el wende. Y no podemos sepa-rarnos hasta que se acabe elwende —se encogió de hombros—.¿Puedes irte, Eddy? —No... de momento no. Tengocosas que hacer. —Igual que todos. Eddy gruño y liquidó otracerveza. La cerveza aquí erarealmente algo especial.

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—Es una trampa china paradedos —dijo, haciendo un gestoindicativo. —Sí, las conozco. Él sonrió: —Supón que deja-mos de intentarlo. Podríamos pa-sar de largo. Dejar la ciudad.Tiro el libro al río. Esta nochetú y yo podríamos volar de vuel-ta a Chattanooga. Juntos. Ella rió: —Sin embargo,realmente no lo harías. —Después de todo no me cono-ces. —¿Escupes en la cara a tusamigos? ¿Y yo pierdo mi empleo?Un precio muy alto a pagar porun gesto. Para que un joven sejacte de librepensador. —No me jacto, señora. Ponmea prueba. Te desafío. —Entonces estás borracho. —Bueno, es cierto —rió—.Pero no hagas bromas sobre lalibertad. La libertad es la cosamás real que existe. Se puso de pie y fue a buscarun baño. Al volver se detuvo ante unteléfono público. Puso cincuentacentavos y llamó a Tennessee.Contestó Djulia. —¿Qué hora es? —le pregun-tó. —Las diecinueve. ¿Dónde es-tás? —Dsseldorf. —Oh —ella se frotó la na-riz—. Suena como si estuvierasen un bar.

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—Bingo. —¿Qué me dices, Eddy? —Sé que insistes mucho en lahonestidad —dijo Eddy—. Demodo que pensé que debía decirteque estoy planeando tener unasunto. Conocí aquí a esta chicaalemana y, francamente, es irre-sistible. Djulia frunció el entrecejo:—Muy valiente de tu parte de-cirme semejante mierda con losspex puestos. —Oh, sí —dijo, sacándoselosy mirando al monitor—. Lo sien-to. —Estás borracho, Eddy —dijoDjulia—. ¡Odio cuando te embo-rrachas! Puedes hacer o decircualquier cosa cuando estás bo-rracho y al otro extremo de unalínea telefónica —se frotó ner-viosamente su último tatuaje—.¿Es uno de tus chistes malos? —Sí, en realidad sí. Lasprobabilidades son de ocho a unode que me rebote —Eddy rió—.Pero igual voy a intentarlo.Porque tú no me dejas vivir nirespirar. La cara de Djulia se puso rí-gida: —Cuando estamos cara a carasiempre abusas de mi confianza.Por eso no quiero que pasemosdel virch (3).--------------------------------(3) Parece ser una abreviatura

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de "virtual chafer", relacionessexuales virtuales (N. de la T.) —Vamos, Djulia. Ella estaba desafiante: —Sipiensas que serás más feliz conalguna misteriosa bruja en Eu-ropa, ¡adelante! De todos modos,no sé por qué no puedes hacerlopor cable desde Chattanooga. —Esto es Europa. Aquí habla-mos de verdad. Djulia estaba alterada. —Si tocas realmente a otramujer no querré verte nunca más—se mordió el labio—. Ni tam-poco hacerlo por cable contigo.Lo digo en serio, Eddy. Ya losabes. —Sí —dijo él—. Lo sé. Cortó, le pidió cambio al te-léfono y llamó a la casa de suspadres. Atendió su padre. —Hola Bob, ¿está Lisa? —No —contestó su padre—.Es su día de macramé óptico.¿Cómo está Europa? —Diferente. —Me alegra oír de ti, Eddy.Andamos cortos de fondos, peropuedo brindarte un poco de aten-ción. —Acabo de romper con Djulia. —Buena medida, hijo —re-plicó animadamente su padre—.Bien. Una chica muy seria, Dju-lia. Demasiado fruncida para ti.Un chico de tu edad debería an-dar con chicas de las que sesalen del molde. Eddy asintió. —¿Perdiste tus spex, hijo? Eddy los sostuvo en alto dela cadena: —Sanos y salvos. —Por un momento me costó re-conocerte. Ed, eres un muchachotan serio, tomando esas respon-sabilidades. Siempre en la bre-cha, un día sí y otro también.Lisa y yo telecharlamos todo el

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tiempo de ti. Ninguno de noso-tros trabajó un solo día antesde los treinta, y nos hizo bien.Tienes que vivir, hijo. Encon-trarte. Oler las rosas. Si quie-res quedarte en Europa un par demeses, olvida los cursos de ál-gebra. —Son de cálculo, Bob. —Lo que sea. —Gracias por el consejo,Bob. Sé que lo dices de corazón. —Me alegro por lo de Djulia,hijo. Sabes que no interferimoscon tus sentimientos, así nuncate dijimos una condenada pala-bra, ¡pero como molesta con sucristalería! Lisa dice que notiene el menor gusto estético.Eso en una mujer es terrible. —Esa es mi madre —dijoEddy—. Cariños a Lisa —y cortóla comunicación. Volvió afuera, a su mesa. —¿Comiste lo suficiente?—preguntó Sardelle. —Sí, estaba bueno. —¿Con sueño? —No creo, tal vez un poco. —¿Tienes dónde parar, re-serva de hotel? Eddy se encogió de hombros. —No, en general no me mo-lesto. ¿Para qué sirve? Es másdivertido revolotear. —Bien —Sardelle asintió—.Es mejor, no pueden seguirnos.Es más seguro. Encontró albergue para ambosen un parque, donde un grupo ac-tivista de artistas de Munichhabía levantado un pabellón ile-gal. Para lo que solían ser, erabastante agradable, nuevo y enbuenas condiciones: una burbujagigante recubierta de celofán ypoliseda. El crujiente envaseamarillo de la burbuja tapizabamedio acre de terreno. El refu-

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gio era ilegal y por lo tantoanónimo. Sardelle parecía muycontenta con eso. Tras pasar la compuerta deaire, Eddy y Sardelle se vieronobligados a examinar las obrasde arte multimedia de los artis-tas durante una hora intermina-ble. Y lo peor fue que luego losinterrogó minuciosamente un sis-tema experto, que los atosigódespiadadamente con arcanos dog-mas estéticos. La prueba era demasiado parala mayoría de los que buscabanalbergue gratis. El pabellón,aunque atractivo, estaba mediovacío, y había aparecido muchagente cansada que pasaba poralto el arte. Deep Eddy, sin em-bargo, casi siempre era un aspara estas cosas. Gracias a susastutas respuestas al interroga-torio de la computadora se ganóun lindo espacio, con una manta,cortinas opacas y su propiojuego de luces. Sardelle, por elcontrario, se había mostradoaburrida y limitada, y había ga-nado nada más que una almohada yun trozo de burbuja entre losfilisteos. Eddy hizo buen uso de un toi-lette pago, y compró unas mentasy agua mineral helada a un ro-bot. Se instaló confortablementemientras las sirenas policialesy algunas explosiones distantesy apagadas daban encanto a lanoche. Sardelle no parecía ansiosapor dejarlo. —¿Me permites la bolsa dehotel? —dijo.

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—Claro —se la alcanzó. Es-taba bien, después de todo se lahabía dado ella. Pensó que volvería a revisarel libro, pero en cambio sacó unpequeño envoltorio plástico ytiró de la cinta de cierre. Sal-tó un colorido mameluco, con unsusurro químico y un vago olorcaliente a catálisis y coloniabarata. El mameluco, enterizo,tenía cómicos pantalones baggy,mangas fruncidas y estaba todoimpreso con recortes de postalesde playa del siglo veinte. —Pijamas —dijo Eddy—. Québien pensado. —Puedes usarlo para dormirsi quieres —respondió Sarde-lle—, pero es ropa de calle.Quiero que te lo pongas mañana.Y quiero comprarte la ropa quellevas ahora, así puedo llevár-mela, para más seguridad. Deep Eddy llevaba una camisade vestir, una chaqueta ligera,jeans americanos, medias a luna-res y pesados zapatos de anteazul. —No puedo usar esa porquería—protestó—. Jesús, me veríacomo un perdedor. —Sí —asintió con entusiasmo

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Sardelle—. Es muy barato y co-mún. Te hará invisible. Uno másentre miles. Es una vestimentamuy segura para un correo du-rante un wende. —¿Quieres que me presenteante el Crítico con este atavío? Sardelle rió. —Al Crítico Cultural no leimpresiona el buen gusto. Lo queve cuando mira a la gente... vecosas que otros no ven —se de-tuvo a pensar—. Podría impre-sionarle que fueras vestido conesto. No por lo que es, por su-puesto. Sino porque demostraríaque eres capaz de comprender ymanipular el gusto popular en tubeneficio... como lo hace él. —Estás realmente paranoica—dijo Eddy, irritado—. No soyun asesino. Soy sólo un tipo deTennessee al que le da por latecnología. Lo sabes, ¿no? —Sí, te creo —asintió—.Eres muy convincente. Pero esono tiene nada que ver con lastécnicas de seguridad apropia-das. Si me llevo tu ropa habrámenos riesgo operativo. —¿Cuánto menos riesgo? Y, detodos modos, ¿qué esperas encon-trar en mi ropa? —Hay muchas, muchas cosasque podrías haber hecho —le ex-plicó pacientemente—. La razahumana es muy ingeniosa. Hemosinventado modos de matar, heriro dañar casi a cualquiera concasi nada —suspiró—. Si toda-vía no sabes de esas técnicas,sería estúpido de mi parte ha-blarte de ellas. Así que hagá-moslo rápido y sencillo, Eddy.Me haría feliz llevarme tu ropa.Cien ecu. Eddy sacudió la cabeza. —Esta vez te saldrá real-mente caro.

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—Entonces doscientos —dijoSardelle. —Olvídalo. —No puedo subir a más dedoscientos. A menos que me per-mitas revisar tus cavidades cor-porales. Eddy dejó caer sus spex. —Las cavidades corporales—dijo Sardelle impaciente—.Eres un hombre adulto, debes sa-ber de qué se trata. Pueden ha-cerse muchas cosas con las cavi-dades corporales. Eddy se quedó mirándola. —¿Qué tal unos chocolates yrosas primero? —Entre nosotros no es cues-tión de chocolate y rosas —dijoseriamente Sardelle—. No mevengas con chocolate y rosas. Nosomos amantes. Somos cliente yguardaespaldas. Es un negociodesagradable, lo sé. Pero essólo un negocio. —¿Sí? Bueno, negociar concavidades corporales es algonuevo para mí —Deep Eddy sefrotó la mandíbula—. Como unsimple joven Yanqui encuentroesto un poco confuso. ¿Podríamostal vez llegar a un arreglo paraesta noche? Ella se rió con aspereza. —No dormiré contigo, Eddy.¡Ni siquiera dormiré! Estás que-dando como un tonto —Sardellesacudió la cabeza. De prontoalzó una masa de cabellos tren-zados sobre su oreja derecha:—Mira aquí, Señor Simple JovenYanqui. Te mostraré mi cavidadcorporal favorita —había untubo color carne a un costado desu cuero cabelludo—. Es ilegalhacer esto en Europa, me lo hicehacer en Turquía. Esta mañanatomé medio c.c. por aquí. Nodormiré hasta el lunes.

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—Jesús —dijo Eddy. Alzó susspex para observar el pequeñoorificio—. ¿Directo a la barre-ra sanguínea del cerebro? Debetraer un gran riesgo de infec-ción. —No lo hago por diversión.No es como la cerveza o lospretzels. Es sólo que no voy adormir, no hasta que termine elwende —se acomodó el cabello yse sentó con compostura—. Demodo que volaré de aquí paratenderme tranquilamente al sol.Sin compañía, Eddy. —Okay —dijo Eddy, sintiendopor ella una extraña y turbiacompasión—. Puedes llevarte miropa y revisarla. —Tengo que quemarla. ¿Dos-cientos ecu? —Está bien, pero me quedocon los zapatos. —¿Puedo mirarte los dientesgratis? Sólo llevará cinco minu-tos. —Okay —musitó. Ella le son-rió y tocó sus spex. Del puentede su nariz surgió una brillanteluz púrpura.

A las 8.00 un abejorro policialintentó limpiar el parque de in-trusos. Voló bajo, ladrando ame-nazas robóticas en cinco idio-mas. Todos se limitaron a igno-rarlo. A las 8.30 apareció una au-téntica línea de policías huma-nos. Como respuesta, los ocupan-tes sacaron su propio megáfono,un enorme altoparlante de unidadde asalto a baterías. El primer atronador chirridosacudió a Eddy como una descargaeléctrica. Yacía tranquilamentesobre su colchón-burbuja, escu-chando el tonto ladrido del cóp-

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tero robot. Ahora saltó rápida-mente de su acolchado y se escu-rrió entre el crujiente tejidode su ridículo mameluco. Sardelle apareció cuando to-davía estaba maniobrando con laabotonadura de velcro. Lo guiófuera del pabellón. El altavoz de los ocupantesestaba sobre un trípode de hie-rro, rodeado por un gran númerode anarquistas manchados de gra-sa con yelmos y orejeras, arma-dos de tachonados bastones blan-cos. El enorme bramido ululantede su megáfono estaba reduciendoa gelatina los nervios de todos.Era como el canto de Medusa. Los polis se retiraron y lospropietarios del megáfono loapagaron, alzando en triunfo susbrillantes bastones. En el en-sordecido, atemorizante silenciose oían chillidos, abucheos yaplausos aislados, pero el am-biente del parque se había pues-to muy malo: agresivo y surreal.Atraídos por el apocalípticochirrido, acudía trotando alparque gente ansiosa de cual-quier tipo de revuelta. Parecían tener poco en común:ni la vestimenta, ni el idioma,ni por cierto nada como unacausa política coherente. Eranmayormente hombres jóvenes, y lamayoría parecían no haber dor-mido la noche anterior: estabanmalhumorados y con los ojos en-rojecidos. Amenazaron a lospolicías en retirada. Un grupoarremolinado tajeó uno de lospabellones más pequeños, colorescarlata, que se derrumbó comouna ampolla de sangre bajo suspies. Sardelle llevó a Eddy alborde del parque, donde los po-licías estaban levantando una

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barricada de control con butacasrobóticas ambulantes de colorrosado. —Quiero ver esto —protestó.Los oídos le zumbaban. —Van a pelear —le dijoella. —¿Y por qué? —Por lo que sea. Por todo—gritó ella—. No importa. Nosbajarán los dientes. No seas es-túpido. Lo tomó del codo y se desli-zaron por una brecha en elfrente de batalla que se estabaconformando. La policía había traído uncamión oruga lanza-pegamento.Comenzaban a amenazar a la mul-titud con una pegada. Eddy nuncahabía visto un lanza-pegamentoantes, excepto en televisión.Era asombroso lo temible que pa-recía la máquina, aún pintada derosa. Era rechoncha, ciega y contoberas, y estaba allí zumbandocomo una especie de termita gue-rrera con ruedas. De pronto varios de los polisque rodeaban la máquina comenza-ron a agacharse y retroceder.

Eddy vio un objeto brillante querebotaba con fuerza en la carca-za acorazada del lanzador. Volóuna veintena de metros y aterri-zó en el césped a sus pies. Erauna bola de acero inoxidable deltamaño de un ojo de vaca. —¿Pistolas de aire? —pre-guntó. —Hondas. No dejes que teden. —Oh, sí. Gran consejo, su-pongo. Al otro lado de los polis ungrupo de gente —algún tipo demanifestantes bastante organiza-dos— avanzaban a paso mesurado

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bajo un estandarte alto como doshombres. Decía, en inglés: "Laúnica cosa peor que morir es so-brevivir a tu cultura". Cada unode los tíos —y eran como se-senta— llevaba una larga picade plástico, coronada por unagruesa esponja de aspecto amena-zante. Por la forma en que ma-niobraban quedaba claro que en-tendían muy bien las tácticasmilitares del uso de picas; susfalanges se erizaban como unalambre de púas, y uno de suscapitanes ladraba órdenes a ladistancia. Y lo que era peor,los piqueros flanqueaban clara-mente a los polis, quienes co-menzaron a pedir refuerzos fre-néticamente. Un abejorro policial comenzóa zumbar justo sobre sus cabe-zas. No paseando casualmentecomo el anterior, sino acercán-dose directa, furiosa e inhuma-namente rápido. —¡Corre! —gritó Sardelle,tomándolo de la mano—. Gas pi-mienta... Eddy echó un vistazo haciaatrás mientras corría. El cóp-tero, como si sembrara, iba es-parciendo una densa niebla ma-rrón. La multitud vociferó desusto y furia, y segundos mástarde el infernal megáfono co-menzaba de nuevo. Sardelle corría con sorpren-dente facilidad y velocidad.Avanzaba como si estallaran co-hetes bajo sus pies. Eddy, va-rios años más joven y con pier-nas más largas, se vio en difi-cultades para seguirla. En dos minutos estaban lejosdel parque, cruzando una calleancha y en una cuadrícula peato-nal de pequeños comercios y res-taurantes. Allí ella se detuvo y

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lo dejó recuperar el aliento. —Jesús —resopló—. ¿Dóndepuedo comprar zapatos como esos? —Son hechos por encargo —ledijo con calma—. Y hace faltaun entrenamiento especial. Deotro modo puedes romperte un to-billo... —miró hacia una pana-dería cercana—. ¿Qué tal un de-sayuno, ahora? Eddy probó una masa rellenacon chocolate dentro del local,junto a una primorosa mesita,cubierta por un tapete. Por lacalle corrieron dos ambulancias,y un gran grupo de manifestantesdesfiló, pavoneándose y golpean-do tambores, barriendo a losvendedores del pavimento; peropor lo demás la cosa estaba pa-cífica. Sardelle se sentó conlos brazos cruzados, mirando elvacío. Él supuso que estaba le-yendo alertas de seguridad den-tro de sus spex. —No estás cansada, ¿no? —No duermo durante operati-vos —dijo ella—. Pero a vecesme gusta sentarme muy quieta—le sonrió—. No puedes enten-derlo... —¡Un cuerno no puedo! —dijoEddy con la boca llena—. Alláse está desatando un infierno yaquí estás tú, tranquila comoagua de pozo... Estos condenadoscroissants, o lo que diablossean, son realmente buenos. ¡Eh!¡Herr Ober! Tráigame un par másde estos, ja, danke... —Los disturbios pueden se-guirnos a cualquier parte. Aquíestamos tan seguros como en otrolugar. Más, porque no estamos aldescubierto. —Bien, la del parque fue unafea escena. —En el parque no está tanmal. Pero en el Rhein-Spire sí

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que está mal. Los Mahogany War-birds ha tomado el restaurantegiratorio. Están robando piel. —¿Qué son Warbirds? Ella pareció sorprendida. —¿No oíste hablar de ellos?Son del NAFTA. Una organizacióncriminal. Estafas de seguros,protección, manejan todos loscasinos de la República de Que-bec... —Okay, pero, ¿qué es robarpiel? —Es una treta nueva; tomanun poco de sangre o de piel, contus genes, entiendes, y un añodespués te informan que tienencautivo a un hijo tuyo reciénnacido, en algún lugar secretodel Sur... Luego tratan de ha-certe pagar, y pagar, y pagar... —¿Quieres decir que en eserestaurante están secuestrandogenes a la gente? —Sí. El desa-almuerzo delRhein-Spire es muy prestigioso.Las víctimas son todas ricas yfamosas —de pronto rió, un pocoamarga y un poco cínica—. Elaño próximo estaré muy ocupada,Eddy, gracia a esto. Un nuevonegocio: proteger la piel de misclientes. Eddy se quedó pensando. —Es como el negocio del al-quiler de vientres, pero muy re-torcido. Ella asintió. —Los Warbirds están locos,ni siquiera son criminales étni-cos, son hijos de los grupos deinterés de la red... El crimenes tan horrible, Eddy. Si algunavez pensaste en hacerlo, de-tente, Eddy. Eddy gruñó. —Piensa en esos niños —mur-muró ella—. Nacidos para elcrimen. Fabricados por encargo,

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con un propósito criminal. Estees un mundo extraño, ¿no? Aveces me asusta. —¿Sí? —replicó alegrementeEddy—. ¿Hijo ilegítimo de unmillonario, criado por una mafiade alta tecnología? A mí me sue-na como algo misterioso y román-tico. Quiero decir, consideralas posibilidades. Por primera vez ella se sacólos spex, para mirarlo. Sus ojoseran azules. Un tono de azul muyraro y romántico. Probablementelentes de contacto. —La gente rica viene tenien-do hijos ilegítimos desde el añocero —dijo Eddy—. La únicadiferencia es que alguien ha me-canizado el proceso —agregóriendo. —Es hora de entrevistartecon el Crítico Cultural —dijoella, y volvió a ponerse losspex.

Tuvieron que caminar bastante.El sistema de ómnibus había fe-necido. Aparentemente, los sim-patizantes de fútbol tenían pordeporte destruir el transportepúblico; les arrancaban las bu-tacas y las pateaban afuera. Ca-mino a ver al Crítico, Eddy viocientos de fanáticos del fútbol;la ciudad estaba repleta deellos. Los ingleses no eran algoagradable para encontrarse: jó-venes anónimos salvajes, congruesas botas, gritando, co-rriendo y cantando, vistiendochaquetas hasta la rodilla depapel de lija, con el cabellocortado muy corto y enmascaradoso con la cara pintada con laUnion Jack (4). Los hooligansingleses viajaban en enormescontingentes de doscientos y

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trescientos. Estaban armados conteléfonos celulares. Envolvíanlas antenas con cinta aisladora,--------------------------------(4) Union Jack es el nombre quedan a la bandera de Inglaterra(N. de la T.)ÿpara formar la agarradera de unacachiporra, mientras que la cajade cerámica de alto impactohacía las veces de una fea maza.Era imposible negar a un viajeroel derecho a tener su teléfono,de modo que la policía no podíadetener esta práctica. En todocaso, en realidad no había muchoque se pudiera hacer. Los hooli-gans ingleses dominaban lascalles por la mera fuerza de sunúmero. El que los encontrara,simplemente huía. Excepto, por supuesto, losfanáticos irlandeses. Estos usa-ban unos gruesos guantes hastael codo, aparentemente algúntipo de guanteletes de trabajo,junto con largos echarpes blan-cos y verdes. En unos bolsillosde los extremos de los echarpesllevaban cosidas pesas rompe-cráneos, y las borlas rodeadasde púas de alambre. Las pesaseran rollos de monedas perfecta-mente legítimos y el alambre...bueno, se encuentra en cualquierparte. Los irlandeses parecíanverse superados en número, peroeran —si fuera posible— másborrachos y despiadados que susrivales. A diferencia de los in-gleses, los irlandeses ni si-quiera usaban teléfonos celula-res para comunicarse. Se limita-ban a lanzarse en locas carre-ras, revoleando los echarpes ygritando sobre Oliver Comwell. Los irlandeses eran aterrado-res. Recorrían las calles comoun azote. Golpeaban y destruían

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todo a su paso: kioscos de bara-tijas, videos de propaganda,puestos de pósters, mesas de re-meras, gente que vendía mamelu-cos enlatados. Hasta la gentepro aborto posnatal, que eranrealmente fanáticos, y los temi-bles grupos por la eutanasia,con sus negras capuchas, abando-naban sus podios callejeros paraescapar de los chicos irlande-ses. Eddy se estremeció al pensaren cómo sería la escena en elEstadio Rhein. —Estos son unos condenadosmalos chicos —le dijo a Sarde-lle, mientras salían de su es-condite en un callejón— ¿Y estoes el soccer? Jesús, parece tansin sentido. —Si perturbaran sus ciuda-des, eso no tendría sentido—dijo Sardelle—. Aquí, en elwende, pueden hacerse papillaentre sí, y todo lo demás, y ma-ñana estar a salvo en su propiomundo. —Ah, ya entiendo —dijoEddy—. Eso sí tiene sentido. Una rubia que pasaba, vestidacon hijab musulmán, adhirió unbroche a la manga de Eddy. Elbroche preguntaba repetidamenteen inglés, y en voz alta: "¿Ha-blará con Dios tu abogado?".Eddy se arrancó el aparato y lopisó.

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El Crítico Cultural recibíaen un reducto seguro en Stadt-mitte. Era una casucha anónimade cuatro pisos del siglo vein-te, flanqueada por algunas vi-viendas urbanas del siglo die-cinueve agradablemente recicla-das. Una banda dedicada al gra-ffiti se había ensañado con lacuadra la noche anterior, repin-tando la superficie de la callecon un irregular mural poli-cromo, lleno de grandes gatitosverdes sonrientes, espiralesfractales y cerdos rosados priá-picos saltando. "¡Chorro calien-te!" sugería vehementemente unode los cerdos. Eddy eludió el"globo" al acercarse a la puer-ta. La puerta tenía una pequeñaplaca de bronce que decía:"E.I.S. Ä Elektronisches Inva-sionsabwehr-Systems GmbH". Habíaun logo grabado que parecía serun cubo de hielo derritiéndose. Sardelle habló en alemán alvideo de la puerta; ésta seabrió y entraron a un vestíbulolleno de pálidos y ojerososadultos de traje, armados conextinguidores de incendios. Apesar de su aire de nerviosa re-solución y obvio deseo de lucharmano a mano, Eddy supuso queeran académicos de carrera: ves-tidos modestamente, corbatas ybufandas algo torcidas, tatuajesextraños en las mejillas, mira-das distraídas, demasiado se-

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rios. El lugar olía mal, como aqueso en descomposición y polvode biblioteca. Las sucias pare-des estaban festoneadas con es-quemas y diagramas eléctricos,en medio de una confusión de ca-jas de cartón apiladas y rotula-das a mano; algún tipo de ar-chivo de discos. De techo y pa-redes colgaban manojos de cableseléctricos y fibra óptica dered. —¡Hola a todos! —dijoEddy—. ¿Qué tal? Los defensores del edificiolo miraron, notaron su mamelucoy reaccionaron con aliviada in-diferencia. Comenzaron a hablaren francés, obviamente retomandouna intensa e importante discu-sión, brevemente pospuesta. —Hola —dijo un alemán deunos treinta años, poniéndose depie. Tenía largos, delgados ygrasosos cabellos y una cara demejillas hundidas, pálida comoun champiñón. Usaba un mediospex secretarial, y tras éstelos ojos más furtivos que Eddyviera jamás; ojos como dardos,maliciosos, deslizándose portoda la habitación. Se abriópaso entre los defensores y son-rió a Eddy, vagamente. —Soy tu huésped. Bienvenido,amigo —y le extendió la mano. Eddy la tomó. Echó un vistazoa Sardelle: se había puesto duracomo una tabla, escondiendo susmanos en los bolsillos de lachaqueta. —Así que —parloteó Eddy,recuperando su mano—, ¡muchísi-mas gracias por recibirnos! —Debe estar deseando ver ami famoso amigo, el Crítico Cul-tural —dijo su huésped, con unasonrisa cavernosa—. Está arri-ba. Este lugar es mío, de mi

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propiedad —miró a su alrededor,destilando satisfacción—. Es mibiblioteca, como ve. Tengo elhonor de albergar al gran hombredurante el wende. Él aprecia milabor, no como tantos otros. Rebuscó en los bolsillos desus abolsados pantalones. Eddy,esperando instintivamente quesacara un cuchillo, se sintióvagamente sorprendido al ver quesu huésped le alcanzaba una an-tigua y sobada tarjeta de nego-cios. Eddy le echó un vistazo. —¿Cómo está, Herr Schreck? —Hoy la vida es muy exci-tante —dijo Schreck con unaafectada sonrisa, y tocó susspex para examinar la biografíade una línea de Eddy—. Un jovenvisitante americano. Qué encan-tador. —Soy del NAFTA —lo corrigióEddy. —Y activista de las liberta-des civiles. Libertad es laúnica palabra que todavía me ex-cita —replicó Schreck impa-ciente—. Necesito relacionarmecon muchos más americanos.Usame, y a todos mis serviciosdigitales. Esa tarjeta mía...llama a esas direcciones de net-work y diles a tus amigos. Cuan-tos más, más felices seremos—se volvió hacia Sardelle—Kaffee, fraulein? Zigaretten? Sardelle negó levemente conla cabeza. —Es bueno que ella esté aquí—dijo Schreck a Eddy—. puedeayudarnos a pelear. Tú sube. Elgran hombre está a la espera devisitantes. —Yo subo con él —dijo Sar-delle. —Quédate —pidió Schreck—.La que está amenazada es la Bi-blioteca, no él.

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—Yo soy guardaespaldas —re-plicó ella heladamente—. Cuidopersonas, no escondites de da-tos. —Entonces peor para ti—replicó Schreck, frunciendo elceño. Sardelle siguió a Eddy por lapolvorienta escalera de alfombrafloreada. Arriba, a la derecha,se veía una antigua puerta deoficina de roble claro con panelde vidrio esmerilado. Sardellegolpeó y alguien le contestó enfrancés. Ella abrió la puerta. Dentrode la oficina había dos largosbancos de trabajo cubiertos deanticuadas computadoras de mesa.Las cortinas tenían barrotes ycortinas. El Crítico Cultural, portandospex y dataguantes, estaba sen-tado bajo la brillante luz ama-rillo sol de un reflector desli-zante del techo. Sus dedos en-guantados repicaban delicada-mente sobre una pantalla de da-tos tejida, fina como una hos-tia. Cuando entraron Sardelle yEddy, el Crítico enrolló la pan-talla, se sacó los spex y desen-chufó sus guantes. Llevaba des-greñados sus cabellos rojo os-curo canoso, una corbata oscurade lana y un largo echarpe cas-taño echado sobre una chaquetamarfil de magnífico corte. —Usted debe ser el señorDertouzas, del CAPCLUG —dijo. —Exactamente. ¿Cómo está us-ted, señor? —Muy bien —examinó breve-mente a Eddy—. Supongo que esaropa habrá sido idea tuya, Fre-derika. Sardelle asintió, con miradatorva. Eddy le sonrió, encantado

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de conocer su verdadero nombre. —Siéntense —ofreció el Crí-tico, y se sirvió más café—.Les ofrecería una taza de esto,pero está... adaptado. —Le traje su libro —dijoEddy. Se sentó, abrió el bolso yle ofreció el objeto en cues-tión. —Espléndido. El Crítico rebuscó en su bol-sillo y, para sorpresa de Eddy,sacó una navaja. La abrió con lauña del pulgar. La brillantehoja estaba serrada en formafractal: cada diente tenía dien-tes dentados. Era una sevillanadel largo de un dedo pero suborde cortante alcanzaba la lon-gitud del brazo de un hombre. Bajo la caricia irresistiblede la navaja, la cubierta duradel libro se abrió con un dis-creto desgarrarse de la tela. ElCrítico buscó dentro de la aber-tura y sacó un delgado y bri-llante disco de almacenamiento.Dejó de lado el libro. —¿Leyó esto? —¿Ese disco? —improvisóEddy—. Supuse que estaba en-criptado. —Supuso bien, pero me re-fiero al libro. —Creo que perdió algo en latraducción —dijo Eddy. El Crítico alzó las cejas.Éstas eran oscuras y espesas,con una pronunciada línea en elentrecejo, y enmarcaban unosojos hundidos, verde grisáceo. —¿Leyó a Canetti en ita-liano, señor Dertouzas? —Me refiero a la traduccióna través de los siglos —dijoEddy, riendo—. Lo que leí no medejó más que preguntas... ¿Melas podrá contestar, señor? El Crítico se encogió de hom-

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bros y se volvió hacia una ter-minal cercana. Era una terminalacadémica, la menos arruinada delas máquinas de la oficina. Tocócuatro teclas en sucesión y uncarrusel giró y emitió un disco.Se lo alargó a Eddy: —Aquí encontrará sus res-puestas, hasta donde puedo ofre-cerlas —dijo—. Mis Obras Com-pletas. Por favor, lleve estedisco, reprodúzcalo, déselo aquien quiera, siempre que sea defiar. El procedimiento académicoestándar. Seguramente conoce lascostumbres. —Muchas gracias —dijo Eddycon dignidad, guardando el discoen el bolso—. Claro que tengoya sus obras, pero agradezco unaedición totalmente actualizada. —Me han dicho que una copiade mis Obras Completas puedenvalerle una taza en cualquiercafé de Europa —bromeó el Crí-tico, mientras ponía el discoencriptado y tecleaba rápida-mente—. Aparentemente la commo-dificación digital no es total-mente tiempo perdido, aún en li-teratura... —examinó la panta-lla—. ¡Esto es encantador! Yosabía que volvería a necesitarestos datos. Y por cierto no losquería en mi casa —sonrió. —¿Que hará con ellos? —pre-guntó Eddy. —¿En serio que no lo sabe?¿Siendo del CAPCLUG, un grupocon una curiosidad tan carní-vora? Bueno, eso también es unaestrategia, supongo —tecleóalgo más, y luego se reclinó enel asiento y abrió un atado decigarrillos. —¿Qué estrategia? —Nuevos elementos, nuevasfunciones, nuevas soluciones; nose qué es "cultura", pero sé

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exactamente qué estoy haciendo—el Crítico pitó lentamente uncigarrillo, con el ceño frun-cido. —¿Y qué es, exactamente? —¿Se refiere a cuál es elconcepto subyacente? —agitó elcigarrillo—. No tengo un "con-cepto". No hay que reducir estalucha a una sola simple idea.Estoy construyendo una estruc-tura que quizá sugiera un con-cepto... Si hiciera más, elpropio sistema se tornaría másfuerte que la cultura que lo ro-dea... Todo sistema de análisisracional debe vivir dentro delfuerte cuerpo ciego de la huma-nidad de masas, señor Dertouzas.Si algo aprendimos del sigloveinte, fue eso, al menos —elCrítico suspiró, un fragantealiento medicinal—. Lucho con-tra molinos de viento, señor. Esun deber... A menudo a uno lohieren, pero al mismo tiempo sesiente increíblemente feliz,porque ve que tiene tanto amigoscomo enemigos, y que es capaz defertilizar la sociedad con acti-tudes contradictorias. —¿A qué enemigos se refiere? —Aquí. Hoy. Otra quema dedatos. Era necesario ofrecer unaresistencia formal. —Este es un lugar malo —ex-plotó Sardelle, o más bien Fre-derika—. No tenía idea de queeste fuera el refugio seguro dehoy. Es cualquier cosa menosseguro. Jean-Arthur, debes dejareste sitio de inmediato. ¡Po-drían matarte aquí! —¿Un lugar malo? Cierta-mente. Pero hay tantos megabytesdedicados a las obras sobre labondad, y sobre hacer el bien; ytan poco tratamiento intelectualcoherente de la verdadera natu-

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raleza del mal y del ser malo...De la malicia y la estupidez yde los actos de crueldad y oscu-ridad... —el Crítico suspiró—.En realidad, una vez que se lepermite a uno traspasar el en-criptamiento que impuso tan sa-biamente Herr Schreck a sus po-sesiones, encuentra estos datossumamente banales. Los manualespara cometer crímenes son rebus-cados y están mal escritos. Losplanos de bombas, aparatos deescucha, laboratorios de drogasy todo eso, están pobremente di-señados y probablemente son im-practicables. La pornografía esinfantil y marcadamente antierótica. Las invasiones de laprivacidad interesan sólo a losvoyeristas. El mal es banal;para nada tan lascivo como nues-tro instintivo temor lo puedepintar. Es como la vida sexualde nuestros padres: un tópicoprimario y prohibido, y sin em-bargo, visto con objetividad,algo básicamente integral a lanaturaleza humana; y por su-puesto a la nuestra. —¿Quién planea quemar estelugar? —preguntó Eddy. —Un rival. Se llama a símismo el Arbitro Moral. —¡Ah, sí! Oí hablar de él—dijo Eddy—. ¿Está también enDsseldorf? Jesús. —Es un charlatán —resoplóel Crítico—. Una figura tipoAyatola. Un demagogo popular...—miró a Eddy—. Sí, sí, por su-puesto que la gente dice lomismo de mí, señor Dertouzas,estoy perfectamente al tanto.Pero yo tengo dos doctorados,¿sabe? El Arbitro es un Savona-rola digital autoelegido. Sinformación académica. Un filósofoautodidacta. A lo sumo un ar-

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tista. —¿Usted no es un artista? —Ése es el peligro...—asintió el Crítico—. En untiempo sólo era un maestro, y depronto sentí que tenía una mi-sión... Comencé a comprendercuáles obras son más fuertes,cuáles simplemente decorati-vas... —el Crítico pareció sú-bitamente inquieto, y volvió apitar su cigarrillo—. En Europahay demasiada costura y muy pocacultura. Hay demasiado conoci-miento y demasiado temor a echarpor la borda ese conocimiento...En el NAFTA sois demasiado inge-nuamente posmodernos para sufrireste síndrome... Y la Esfera, enla Esfera son ortogonales anuestros dos problemas... ElSur, por supuesto, es la últimareserva del planeta de auténticahumanidad, a pesar de todas lasatrocidades ontológicas que secometen allí... —No lo sigo —dijo Eddy. —Lleve consigo ese disco, nolo pierda —dijo sombríamente elCrítico—. Tengo ciertas obliga-ciones, eso es todo. Debo saberpor qué hice ciertas eleccionesy ser capaz de defenderlas, ydebo defenderlas, o arriesgarperderlo todo... Esas eleccionesya están hechas. Tracé una líneaaquí, establecí una posición.

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¡Hoy es mi wende, sabe! Mi en-cantador wende... Mediante mo-mentos cumbre como este puedohacer que las cosas sean distin-tas para toda la sociedad —son-rió—. No necesariamente mejo-res, pero por cierto distin-tas... —Viene gente —anunció depronto Frederika, poniéndose sú-bitamente de pie y gesticulandoen el aire—. Un montón de gentemarchando afuera en las ca-lles... habrá disturbios. —Sabía que reaccionaría enel momento en que esos datos de-jaran el edificio —asintió elCrítico—. ¡Que vengan los dis-turbios! Yo no me moveré. —¡Maldito seas, a mí me pa-gan para que sobrevivas! —dijoFrederika—. La gente del Arbi-tro quema refugios de datos. Yalo han hecho antes y lo volverána hacer. ¡Vámonos de aquí mien-tras haya tiempo! —Todos somos feos y malos—anunció con calma el Crítico,arrellanándose en su silla yuniendo sus manos por las puntasde los dedos—. El mal conoci-miento es sin embargo auténticoautoconocimiento. No puede ocul-tarse. —¡Esa no es razón para pe-lear mano a mano aquí, en Ds-seldorf! ¡No estamos táctica-mente preparados para defendereste edificio! ¡Dejemos que loquemen! ¿Qué importan un estú-

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pido delincuente más y su nidode ratas lleno de basura? El crítico la miró, compa-sivo. —No es el acceso lo que im-porta, es el principio. —¡Bárbaro! —gritó Eddy, re-conociendo el lema del CAPCLUG. Frederika, mordiéndose loslabios, se reclinó contra unamesa y comenzó a escribir invi-siblemente en un teclado vir-tual. —Si llamas a tu apoyo profe-sional —le dijo el Crítico—,sólo lograrás que los lastimen.Esta no es realmente tu lucha,mi querida, no estás comprome-tida. —A la mierda tú y tu polí-tica; si te quemas aquí perdemosla bonificación —gritó Frede-rika. —Al menos no hay razón paraque él se quede —dijo el Crí-tico, señalando a Eddy—. Lo hahecho muy bien, señor Dertouzas.Muchas gracias por su exitosacomisión. Ha sido de mucha ayuda—el Crítico miró hacia la pan-talla del terminal, donde aúnseguía corriendo un programa deldisco, y luego de nuevo aEddy—. Sugiero que deje estelugar mientras pueda. Eddy miró a Frederika. —¡Sí, vete! —dijo ella—.Ya terminaste aquí, Ya no soy tuescolta. ¡Corre, Eddy! —De ningún modo —dijo Eddycruzándose de brazos—. Si tú note mueves, yo tampoco. Frederika parecía furiosa:—Pero tú eres libre de irte. Yalo oíste. —¿Y qué? Si estoy en liber-tad de irme, también lo estoy dequedarme —replicó Eddy—. Ade-más, soy de Tennessee, el Estado

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Voluntario del NAFTA. —Vienen cientos de enemigos—dijo Frederika, mirando al va-cío—. Nos pasarán por encima yquemarán este lugar hasta loscimientos. No quedará nada deninguno de nosotros, ni de tusmalditos datos, sólo cenizas. —Ten fe —dijo fríamente elCrítico—. Vendrá ayuda, tam-bién; de algunos sectores impen-sados. Creerme, estoy haciendotodo lo posible para maximizarlas implicancias de este acto.Mi rival también, si vamos alcaso. Gracias a este disco queacaba de llegar, estoy enviandolo que pasa aquí a cuatrocientasde las sedes de red más voláti-les de Europa. Sí, la gente delArbitro puede destruirnos, perosus posibilidades de escapar alas consecuencias son muy débi-les. Y si nosotros morimos enllamas, eso sólo prestará unsignificado más profundo a nues-tro sacrificio. Eddy contempló al Crítico consincera admiración: —No entien-do una maldita palabra de lo quedice, pero creo que puedo reco-nocer un espíritu hermano cuandolo encuentro. Estoy seguro deque el CAPCLUG desearía que mequedara. —El CAPCLUG no querría nadade eso —le dijo sobriamente elCrítico—. Querrían que esca-para, para poder disecar y exa-minar su experiencia en detalle.Sus amigos americanos estántristemente infatuados con elsupuesto potencial del análisisdigital racional panóptico.Créame, por favor, la enormeturbulencia de la sociedad pos-moderna es mucho más grande delo que una sola mente humanapuede comprender, con o sin

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percepción asistida por compu-tadora o los mejores esquemas deanálisis sociológico computari-zados —el Crítico contempló suterminal, como un herpetólogoestudiaría una cobra—. Susamigos del CAPCLUG se irán a latumba sin haber comprendido quetodo impulso vital de la vidahumana es enteramente pre-ra-cional. —Bueno, al menos yo no meiré de aquí hasta que descifreeso —dijo Eddy—. Me propongoayudarlo a pelear por una causajusta, señor. El Crítico se encogió de hom-bros. —Gracias por demostrar queestaba en lo cierto, joven. Porsupuesto que un joven héroe ame-ricano es bienvenido a morir enEuropa. Odiaría romper una viejatradición. Sonaron cristales. Un humean-te trozo de hielo seco voló através de la ventana, patinó porel piso y comenzó a disolversesuavemente. Actuando del todopor instinto, Eddy se adelantó,lo tomó con las manos desnudas ylo volvió a arrojar por la ven-tana. —¿Estás bien? —preguntóFrederika. —Seguro —replicó sorpren-dido Eddy. —Esa era una bomba químicade gas —dijo Frederika. Sequedó mirándolo como si fuera acaer muerto instantáneamente. —Aparentemente el químicocongelado dentro del hielo noera muy tóxico —aportó el Crí-tico. —No creo que fuera ningunabomba de gas —Dijo Eddy, es-piando por la ventana—. Creoque era sólo un gran terrón de

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hielo seco. Los europeos estáncompletamente paranoicos. Vio con asombro que en la ca-lle tenía lugar una procesiónmedieval. Los seguidores del Ar-bitro Moral —había unos tres ocuatrocientos, bien organizadosy marchando en disciplinado si-lencio— tenían aparentementeuna debilidad por los jubonesmedievales, las esclavinas a ra-yas y las calzas de colores. Ylas antorchas. Eran grandiosospara las antorchas. El edificio entero se estre-meció de repente y comenzó a so-nar una alarma contra robo. Eddyse asomó a mirar. Media docenade hombres estaban batiendo lapuerta con un ariete hidráulicode mano. Usaban yelmos con visory armaduras metálicas, que bri-llaban a la luz diurna veranie-ga. —¡Estamos siendo atacadospor unos malditos caballeros debrillante armadura! —informóEddy—. ¡No puedo creer que es-tén haciendo esto a plena luzdel día! —Acaba de comenzar el par-tido de fútbol —dijo Frede-rika—. Eligieron el momentoperfecto. Ahora pueden hacercualquier cosa sin problemas. —¿Estos barrotes de la ven-tana se pueden sacar? —preguntóEddy, sacudiéndolos. —No, gracias a Dios. —Entonces alcánceme esosdata-discos —pidió—. No, noesas miniaturas, las cosas esasde treinta centímetros. Abrió la ventana y comenzó abombardear a la muchedumbre deabajo con megabytes voladores.Los discos tenían mala aerodiná-mica, y eran pesados y con bor-des filosos. Le respondió una

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atroz andanada de ladrillos, querompió todas las ventanas delsegundo y del tercer piso. —Ahora están muy enojados—gritó Frederika, por sobre laalarma y los gritos de la multi-tud de abajo. Los tres se escon-dieron bajo una mesa. —Sí —dijo Eddy. La sangrele hervía. Levantó una larga yestrecha impresora, cruzó co-rriendo la habitación y la lanzópor entre los barrotes. En res-puesta, media docena de largosdardos de metal —en realidadjabalinas cortas— volaron através de la ventana y se clava-ron en el cielorraso de la ofi-cina. —¿Cómo pasaron eso por laaduana? —gritó Eddy—. Deben dehaberlas hecho anoche —rió—.¿Debería arrojárselas de vuelta?Puedo alcanzarlas si me paro enuna silla. —¡No, no! —le gritó Frede-rika—. ¡Contrólate! No mates anadie, no es profesional. —Yo no soy profesional—respondió Eddy. —Ven aquí abajo —ordenóFrederika. Cuando él se negó, sedeslizó desde debajo de la mesay lo estampó contra la pared. Lesujetó los brazos, se cruzó so-bre él con intensidad casi eró-tica y le susurró al oído:—Sálvate, mientras puedes. Estoes solamente un wende. —Termina con eso —gritóEddy, tratando de soltarse. En-traron más ladrillos por la ven-tana, rodando más allá de suspies. —Si matan a estos intelec-tuales inútiles —murmuró concalor—, habrá otro millar quetomen su lugar. Pero si no dejasde inmediato este edificio, mo-

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rirás aquí. —Cristo, lo sé —gritó Eddy,apartándola finalmente con unraspón de su chaqueta de lija—.Deja de ser una perdedora. —¡Eddy, escucha! —aullóFrederika, cerrando sus puñosenguantados—. ¡Déjame salvar tuvida! ¡Después me lo agradece-rás! Vuelve a América con tuspadres y no te preocupes por elwende. Esto es lo que hacemossiempre; es para lo que servi-mos. —¡Hey, yo también sirvo!ÿ

—anunció Eddy. Un ladrillo ledespellejó el tobillo. Presa deuna repentina furia, levantó unamesa y la estampó contra unaventana rota, como escudo. Gri-taba, desafiante, mientras losladrillos golpeaban contra elotro lado de la mesa. Se sintiósobrehumano. Que ella intentaraconvencerlo de ser sensato lohabía irritado enormemente. En el piso bajo, la puertacedió al fin, con una explosióncontundente. Resonaba un eco degritos por la escalera. —¡La arrancaron! —dijoEddy. Se apoderó de un toma eléc-trico múltiple, cruzó a toda ve-locidad la habitación y abrió lapuerta de una patada. Con ungrito, saltó hasta lo alto de laescalera, revoleando el pesadocable. Los miembros del cuadro aca-démico del Crítico no eran riva-les físicos para los caballerosde armadura del Arbitro; perosus extinguidores de incendiosresultaban armas sorprendente-mente efectivas. Cubrieron todocon blanca soda cáustica y lle-naron el aire con cegadores y

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ondulantes manojos de heladasgotas voladoras. Era claro quelos defensores habían estadopracticando. La vista de la desesperadalucha escaleras abajo abrumó aEddy. Saltó los escalones de atres y se sumergió en medio dela batalla. Dio un coscorrón aun yelmo cubierto de espuma conun terrible revoleo del cable,se resbaló y cayó pesadamente deespaldas. Comenzó a luchar desesperada-mente a través del piso, pati-noso por la soda, con un caba-llero medio ciego. El caballeroabrió su visor. Tras la máscarade metal, el caballero era, entodo caso, más joven que él. Pa-recía un chico agradable. Pare-cía tener buenas intenciones.Eddy lo golpeó en la mandíbulalo más fuerte que pudo, y luegocomenzó a golpear la encasque-tada cabeza contra el piso. Otro caballero pateó a Eddyen el vientre. Este dejó caer asu víctima, se levantó y en-frentó al nuevo atacante. Ambos,luchando torpemente, perdieronel equilibrio debido a un repen-tino avance concertado desde lapuerta; una docena de atacantesMorales se abrieron paso, agi-tando antorchas y botellas degel encendidas. Eddy dio una bo-fetada a su oponente en losojos, con sus manos ensodadas,luego se tambaleó y volvió a po-nerse los spex. Comenzó a toserviolentamente. El aire estaballeno de humo; se estaba as-fixiando. Se abrió paso hacia lapuerta. Con la fuerza que da elpánico a un hombre que se estáahogando, se abrió paso hacia lapuerta a arañazos y codazos.

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Una vez fuera del refugio,Eddy se dio cuenta de que erauna de muchas personas cubiertasde pies a cabeza con espumablanca. Estornudando, tosiendo ycayéndose contra el frente deledificio, él y los otros fugiti-vos parecían veteranos de unamonstruosa pelea con tortas decrema. No podían reconocerlo como unenemigo, y no lo hicieron. Lasoda cáustica se estaba abriendopaso por el barato mameluco deEddy, reduciendo la efímera telaa chorreantes harapos rojos. Secándose los labios, con lascostillas doloridas, Eddy miró asu alrededor. Los spex le habíanprotegido los ojos, pero su por-quería de subrutina se había de-rrumbado. La pantalla internaestaba congelada. Eddy los sacu-dió con sus manos cubiertas deespuma, los golpeó con la puntade los dedos, silbó fuerte.Nada. Siguió camino junto a la pa-red. Detrás de la multitud, un ca-ballero alto con mitra episcopalestaba gritando órdenes por unmegáfono. Eddy vagó por entre lamultitud hasta quedar cerca delhombre. Era alto, delgado, decuarenta años largos, y usabavestimenta de brocado, capa do-rada y guantes blancos. Ese era el Arbitro Moral.Eddy consideró la posibilidad desaltar sobre el distinguido ca-ballero y aporrearlo, tal vezarrancarle el megáfono y usarlopara gritar órdenes contradicto-rias. Pero aún cuando se animara ahacerlo, no le serviría de mu-cho. El Arbitro estaba gritandoen alemán por el megáfono. Eddy

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no hablaba alemán. Sin sus spexni podía leer alemán. No enten-día a los alemanes, ni sus asun-tos ni su historia. Si vamos alcaso no tenía nada que hacer enAlemania. El Arbitro Moral notó la mi-rada fija y calculadora de Eddy.Bajó el megáfono, se inclinó unpoco en su púlpito portátil decaoba y le dijo algo a Eddy enalemán. —Lo siento —explicó Eddy,levantando sus spex colgados dela cadena—. Se arruinó el pro-grama traductor. El Arbitro lo examinó, pensa-tivo. —¿El ácido de esa espumadañó sus lentes? —dijo en exce-lente inglés. —Sí, señor —contestóEddy—. Creo que tendré queabrirlos y secar los chips conaire. El Arbitro rebuscó en su ropay le alcanzó un pañuelo de linocon monograma. —Puede probar con esto, jo-ven. —Muchísimas gracias. Leagradezco de veras. —¿Está herido? —preguntó elArbitro, aparentemente con ge-nuina preocupación. —No, señor. Quiero decir,realmente no. —Entonces es mejor que vuel-vas a la lucha —dijo el Arbi-tro, enderezándose—. Sé que losestamos venciendo. Levante elánimo. Nuestra causa es justa—y volvió a levantar el megá-fono para seguir gritando. El primer piso del edificioestaba en llamas. Grupos de lagente del Arbitro estaban aca-rreando máquinas a la calle ydeshaciéndolas en fragmentos

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contra el pavimento. No habíanpodido sacar los barrotes de lasventanas, pero habían abiertounos enormes agujeros en las pa-redes. Eddy observaba, limpiandosus spex. Muy por encima de la calle,la pared del tercer piso comenzóa desintegrarse. Los Caballeros Morales habíanirrumpido en la oficina dondeEddy había visto por última vezal Crítico Cultural. Habíanarrastrado el ariete hidráulicoescaleras arriba. Ahora su fuer-te trompa estaba agujereando lapared de ladrillos como si fuerade queso. Una lluvia de cascotes de la-drillo y revoque cayó sobre lacalle, haciendo que los atacan-tes se apartaran. En segundos,los asaltantes del tercer pisohabían abierto un boquete deltamaño de una tapa de registro.Primero, lanzaron una escalerade emergencia. Luego, comenzarona aparecer, a los tumbos, losmuebles de la oficina, para es-trellarse contra el pavimento:buzones de sugerencias, latas dediscos de almacenaje, libros eu-ropeos de leyes con lomos rojos,conectores de red, unidades debackup en cinta, monitores co-lor... Una chaqueta voló a travésdel boquete y revoloteó lenta-mente a tierra. Eddy la recono-ció de inmediato: era la cha-queta de lija de Frederika. Aúnen medio del ululante caos, conuna dañina oleada de plástico encombustión vomitada ahora porlas ventanas de la biblioteca,la vista de esa chaqueta revolo-teando atrajo la atención deEddy. Había algo en esa cha-queta. En el bolsillo de su

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manga. La llave de su armariodel aeropuerto. Eddy se lanzó hacia adelante,apartó a tres caballeros y seapoderó de la chaqueta. Hizo unamueca y se apartó cuando una si-lla de oficina cayó en picada yse deshizo en la calle, errán-dole por poco. Miró frenética-mente hacia arriba. Justo a tiempo para vercuando tiraban a Frederika.

La marea se retiraba de Dssel-dorf, y con ella todas las es-cuelas de anchoas de Europa.Eddy estaba sentado en la salade partida, equilibrando diecio-cho piezas de sus spex en unvelcro sobre sus rodillas. —¿Necesitas esto? —le pre-guntó Frederika. —Ah, sí —repuso Eddy, acep-tando la delgada herramientacromada—. Dejé caer mi escarba-dientes. Mil gracias —y lo co-locó con cuidado en su bolso ne-gro de viaje. Acababa de gastartodo su efectivo europeo en unkit de reparaciones de electró-nica alemán de lujo, libre deimpuestos. —No iré a Chattanooga, niahora ni nunca —le dijo Frede-rika—. Así que bien puedes ol-vidarlo. Eso no puede ser partedel trato. —Cambia de idea —sugirióEddy—. Olvida ese vuelo a Bar-celona y ven conmigo en el tran-satlántico. La pasaremos bien enChattanooga. Allí hay algunagente muy profunda que quieroque conozcas. —No quiero conocer a nadie—murmuró oscuramente Frede-rika—. Y no quiero que me exhi-

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bas ante tus amiguitos hackers. Frederika había recibido unafuerte paliza en el asalto,mientras cubría la exitosa reti-rada del Crítico a través de lostechos. Se le había chamuscadoel cabello durante la batalla,saliéndose del meticuloso tren-zado como lana de acero muy oxi-dada. Tenía un ojo negro y lamejilla y la mandíbula quemadasy brillantes de gel medicinal.Aunque Eddy había frenado sucaída, al precipitarse tres pi-sos abajo se había hecho un es-guince de tobillo, una torceduraen la espalda y raspones en am-bas rodillas. Y había perdido sus spex. —Te ves bien —le dijoEddy—. Eres muy interesante, setrata de eso. ¡Eres profunda!Esa es la atracción, ¿sabes?Eres una aparición, y europea, ymujer; son todas cosas muy pro-fundas, en mi opinión —sonrió. Tenía el codo izquierdo ca-liente e inflamado bajo la del-gada camisa; su pecho, sus cos-tillas y su pierna izquierda es-taban salpicados de enormes ma-chucones. Tenía un chichón en-sangrentado en la parte traserade la cabeza, donde se habíagolpeado contra los escombros alatraparla. De todos modos, no eran unapareja inusual entre la multitudde gente del wende que partíadel aeropuerto de Dsseldorf. Enconjunto, la muchedumbre parecíaestar sufriendo una masiva re-saca colectiva; lo bastantefuerte como para que algunos es-tuvieran enyesados o con losbrazos en cabestrillo. Y sin em-bargo era sorprendente lo con-tentos, hasta orgullosos, que selos veía a muchos al dejar su

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catástrofe de bolsillo. Estabanpálidos y macilentos, aunquealegres, como gente recuperán-dose del humo. —No me siento lo bastantebien como para ser profunda—dijo Frederika, balanceándoseen su butaca—. Pero me salvastela vida, Eddy. Estoy en deudacontigo —hizo una pausa—.Tiene que ser algo razonable. —No te preocupes por eso—dijo noblemente Eddy, mientrasraspaba la superficie de una mi-núscula placa de circuitos conuna escarda de plástico—. Quie-ro decir, ni siquiera detuve tucaída, estrictamente hablando.Sólo impedí que aterrizaras decabeza. —Me salvaste la vida —repi-tió ella suavemente—. Esa mul-titud me hubiera matado en lacalle si no hubiera sido por ti. —Tú salvaste la vida delCrítico. Supongo que eso es másvalioso. —Me pagaron por salvarle lavida —dijo Frederika—. En todocaso, no salvé a ese bastardo.Sólo cumplí con mi trabajo. Losalvó su propia astucia. Ha pa-sado por una docena de estasmalditas cosas —se estiró concautela, girando en su butaca—.Yo también, si vamos al caso...Debo de ser una verdadera idio-ta. Aguanto un montón para vivirmi preciosa vida... —aspiróprofundamente— Barcelona, tequiero (5). —Me alegro de que hayamosdejado esa clínica con tiempopara alcanzar nuestros vuelos—le dijo Eddy, mientras exami-naba su trabajo con una lupa dejoyero—. Son increíbles estostipos del fútbol. Seguramente sedivirtieron... ¿Por qué no pue-

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den ser así de amistosos antes--------------------------------(5) En castellano en el original(N. de la T.)ÿde aporrearse mutuamente? Algu-nas cosas son un total misterio,creo. —Espero que hayas aprendidouna buena lección de esto —dijoFrederika. —Seguro —asintió Eddy. So-pló la basura seca de la puntade su escarda, luego tomó unapinza cromada y colocó un pe-queño tornillo en la patilla desus spex—. Veo un potencial muyprofundo en el wende. Cierto quemurieron aquí unas docenas depersonas, pero la ciudad debehaber hecho una verdadera for-tuna. El Concejo de la ciudad deChattanooga lo encontrará prome-tedor. Y un wende ofrece unaapertura y una influencia muyútiles para un grupo cultural dered como el CAPCLUG. —No aprendiste nada —gruñóella—. No sé por qué tenía laesperanza de que sucediera deotro modo. —Lo admito: en el calor dela acción me dejé llevar un poco—dijo Eddy—. Pero lo único quelamento en serio es que no ven-gas a América conmigo. O, sirealmente lo prefieres, me lle-ves a Barcelona. Sea como seas,tal como yo lo veo, necesitas aalguien que te cuide por untiempo. —Y tú me frotarías los dolo-ridos pies, ¿no? —replicó conacritud Frederika—. Cuán gene-rosos eres.

—Rompí con la desgraciada demi novia. Mi padre pagará miscuentas. Puedo ayudarte a mane-

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jarte mejor. Puedo mejorar tuvida. Puedo arreglar tus arte-factos rotos. Soy un buen mucha-cho. —No quiero ser descortés—dijo ella—, pero después deesto, la sola idea de que me to-quen es repulsiva —sacudió condeterminación la cabeza—. Losiento, Eddy, pero no puedodarte lo que quieres. Eddy suspiró, examinó por unmomento la multitud y luego vol-vió a empacar las piezas de susspex y cerró su kit de herra-mientas. Finalmente volvió a ha-blar: —¿Haces virch? —¿Qué? —Que si lo haces virtual-mente. Se quedó callada un momento,y luego lo miró a los ojos. —No haces nada realmente ex-traño o perverso por cable, ¿noEdward? —Casi no hay demora subje-tiva usando fibra transatlánticade alta capacidad —dijo Eddy. —Veo. —¿Qué puedes perder? Si note gusta, cuelgas. Frederika se atusó el pelo,miró en el tablero la salida delvuelo a Barcelona y se miró lapunta de los pies. —¿Eso te haría feliz? —No —contestó Eddy—. Perosí puede hacerme mucho más de loque ya soy.

Título original: Deep Eddy(c) Bruce Sterling, 1993Traducido por Nora Susana Todaro

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