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BIBLIOTECA DEL NIÑO MEXICANO MAUCCI H.os MÉXICO

BIBLIOTECA DEL NIÑO MEXICANO - … · fría claridad de la luna, cantaron el himno tropi ... La Guerra de Texas y la Heróica Veracruz 11 Triunfo del Coloso y los Tratados de Paz

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B I B L I O T E C A D E L N IÑ O M E X I C A N O

MAUCCI H.os MÉXICO

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Tercera serie. — Después de la conquista

El fin de un héroe aztecaÓ

LA E T E R N A M A L D I C I Ó NPOR

H E R I B E R T O F R I A S

MÉXICOM aucci H erm anos. — Primera del Relox, 1

1900

BIBLIOTECA DEL NIÑO MEXICANO

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EL FIN DE UN HEROE AZTECA

¡Amiguitos míos, venid á ver el fin de u n hé ­ro e! . . .

Lectores de las leyendas y de los hermosos cuentos que na r ran y describen las escenas ma­ravillosas y los episodios magníficos de aquellos an t iguos combates, venid á mí, venid á escuchar el fin de u n a hecatombe sa n g r ie n ta ! . . .

Oh! am iguitos de los héroes aztecas, vosotros los que am áis á los h é ro es . . . niños bondadosos y patriotas que sabéis recordar los g randes sacrifi­cios de los que m urieron con más gal lard ía y apos­tu ra , legando en la historia nombres e t e rn o s . . .

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Oh, vosotros los que amáis las hazañas antiguas. venid á ver la espesura del profuso bosque . . .

¡Que profunda y que tétrica es la noche . . . !

Palpitan , estremecidos por las ráfagas del Nor­te, los viejos p la tana re s . . . ¡cuánta tristeza, am i­guitos míos!. . .

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¿Por qué hay tan ta tristeza? ¿Por qué hay tan lóbregos atavíos en tre las sombras «de los ejércitos que m archan , marchan y s iguen m archando en las t in ieb las? . . .

¡ Es la noche del horror!¿Quienes marchan en las sombras entre las ne­

g ra s asperezas de las m ontañas , caminando le n ­tam en te , escondiéndose por en tre las espesuras som br ía s? . . .

¡Es el ejército español que se dirige de Méxi­co, la opulenta ciudad que al fin fué tomada por terr ible asalto, hacia las regiones del S ur , hacia las magníficas comarcas de Oaxaca donde hay ja rd in es primorosos y verjeles explendentes , h u e r ­tas bellísimas y prados reg ios . . . y que tiene en las faldas de las montañas cavernas, donde se to­can muros de oro macizo y esquinas de esm era l­das y d iam an tes ! . . .

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Así; así han contado los vagabundos sacerdotes que llegaban de las regiones del S u r . . . ¡Y ellos mismos refirieron más ta rde los desastres de las tropas que fueron á lograr el alcance de los fug i­tivos allá en las in tr incadas y atroces enc ruc i­jadas!

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¿Ahora queréis saber por qué cuentan las h i s ­torias que se decidió Cortés á cometer el cr im en más negro de su historia?

¿Sabéis por qué aquel caudillo tan bravo, a m i ­g u i to s míos, porque no hay duda de que era va­liente, aunque ingrato y malo, sabéis por qué se decidió á em prend er la aventura tenebrosa?

— ¿Qué fué? . . .— ¡Un fatalismo cruel!¿Un fatalismo cuando era el m ismo H ern án

Cortés á los ojos de los aztecas el símbolo te rr ib le y fatal del fin de su raza?... se p regun taban los ancianos tlaxcaltecas, aquellos tlaxcaltecas que tanto odiaban á ios méxicanos por cuestiones de ant iquísimas barbaries od iosas. . .

E n la noche, á la luz de la luna , bajo las e n ­ram adas de la selva se escuchan tr is t ís im os l a ­mentos; se oyen sollozos larguísimos y se perc i­ben aullidos tenebrosísimos cual si par t ie ran de las más hondas cavernas . . .

— ¿Qué pasa?— ¡Es un coro de fantasmas que au llan form ida­

blemente en los d es ie r to s ! . .. ¿Qué pasa?Oid.. . oid, amiguitos míos . . . El ejército de H er ­

nán Cortés esta acampado en medio de un bosque.

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P rim ero se encontraba en la l la n u r a . . . pero no quiso Cortés pe rm an ecer allí porque oía g randes es truendos que le molestaban; después se dirigió á las faldas de un monte , pero también allí tuvo el caudillo de los blancos, te rr ib les ans iedades que no le proporcionaban calma!

¡Entonces fué cuando se decidió á ba jar á la cañada profunda donde se desarrol laba u n in m e n ­so y especísimo bosque!. . .

¡Y era p lena noche! . . . ¡Mas conque tenue m e­lancolía la luna bañaba las espesuras donde se es­trem ecían los árboles, como si es tuviesen lam en­tándose en la tristeza de la noche, al ab r iga r al ejército de los enemigos de una r aza! . . .

¡Que noche aqu e lla ! . . . ¡Él caudillo de la a m ­bición y de la conquista; el hombre que se había creído un ídolo conduciendo sus tropas contra las hues tes de los infelices aztecas, aquel hom bre , aquel H ern án Cortés, es taba, como ya os he d icho, m uy abandonado á sí mismo!

¡Por fin hizo que le pusie ran su t ienda de cam ­paña debajo de un inmenso á rbo l . . . Formó su guard ia y en el silencio y tranqu i l idad de la noche á los rayos de la luna , empezó á m edita r!

¿E n qué pensaba el vencedor de los aztecas?.. .

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¿Con que pensaba el hombre que había en trega­d o a l Rey y E m perador Carlos V , el reino de México arreba tado á fuerza de fuego y s a n g re . . . y con él a r ras t rando á los reinos de Xalisco, Mi­

choacan, Texcoco, Tlacopan, Xochimilco y los de­más señoríos y reinos que dependían de lo que había sido en un tiempo el poderoso imperio del Anahuac?... O h!. . . ¿en qué podía pensar el t e r r i ­

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ble vencedor de tantos ejércitos, el formidable hijo del Sol, el hijo de Tonatinh, el que había lle­gado vestido de acero á dom inar y subyugar para siempre á ios pobres descendien tes de Moctecuh­z uma Illhuicamina, el vencedor y flechador del Cielo... y de Axayacatl el magnifico y el so­berbio?

Oh, sí; ¿en qué pensaba en su t ienda abando­nada en el sombrío campamento del bosque, bajo los ram ajes del inmenso árbol bañado por los rayos melancólicos de la luna? . . . ¿E n qué pensa­ba H ernán Cortés, m ien tras su ejército d o rm ía ? . . .

¿A dónde ib a ? . . .¡Iba el caudillo á castigar á uno de sus amigos

á quien mandó para que subyugara las herm osas regiones del S u r ; los magníficos paraísos, de lo que es ahora la pr imorosa América del C en tro . . . ¡Cristóbal de Olid, aquel su valiente com pañero , que en mil combates salvó la vida de Cortés, aquel caudillo amigo, también heroico y tam bién decidido á m orir en las luchas contra los aztecas pa ra a r rancar les su pa t r ia . . . oh! sí, aquel hom ­bre en quien tanto hab ía confiado, después de haberlo m andado á conquista r t ie rras herm osas y r icas , se le había sublevado, levantando el es tan­dar te de la rebe l ión ! . . .

¿Qué hacer contra é l? . . . ¡Marchaba Cortés al

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frente de un ejército contra él, llevando á los vencidos y heroicos reyes de Tlacopan y Tenoch­titlan!

¡Hernán llevaba consigo á Cuanhtemoc!¡Iban ju n to s el vencedor leopardo y la vencida

águila méxica!...¡Pobre rey az teca!. . . ¡Sublime em perador me­

xicano, que era arras t rado tras el cortejo de aquel soberbio H ern án — el Conquistador de u n m u n d o ! . . .

¿Por qué estaba tan tr iste H ernán C ortés? . . .¿Sería por la incer t idum bre del fin de su cam­

paña contra su amigo el t ra idor Olid, sublevado en las H ibuera s? . . . ¿Sería por el eterno cansancio de las marchas en tre las selvas de las m ontañas , m ien tras allá en el hermoso valle de México otros enemigos más felices que él, aunque sin habe r combatido, se apoderaban de los honores y de las dichas y riquezas de la victoria que otros - ho lga­zanes y avarientos hombrecillos recién llegados de E sp añ a , — ó cavilaba por la ausencia de su am ada

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esposa doña Catalina Xuarez que quedar ía en México?...

¡No, amigos m íos! . . .Oid lo que cuenta el grandioso cronista de la

leyenda. ¡Un infinito rem ordim iento , un rem ordi­miento vivo y espantoso iba con el conquistador en su e terna agonía!

¿Cuál era aquel vivo rem ordim iento?¡ C uanhtem octz in !...

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* * *

. . . Allá en el fondo de la selva, bajo los rayos de la luna, se estremecen las almas de los que sueñan con ricos tesoros, m ien tras los p la tanares de los bosques profusos, m u rm u ra n los h im nos de las tibias noches tropicales . . . Venid , am iguitos míos, á contemplar en el fondo de toda aquella egregia herm osura el trágico fin de u n h é roe ! . . . ¡Venid á la in tr incada selva, llena de perfum es y de hálitos de vida y am o r! . . . ¡Ved!.. .

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Un grupo de hombres vestidos de h ierro , se di­rige hacia un claro del bosque, allí, de la ram a horizontal de un árbol, arrojan una cu e rd a . . .

— ¡A rr iba! . . . ¡arr iba! — grita una voz esp an ­to sa . . . .

¿Y qué es esto que ejecutan aquellos hom­b res? . . . Sugetan á un s e r , — que marcha t ranqu i­lo, severo y som brío , — á un extremo de la cuer­d a . . . otros hombres envueltos en las sombras, t i ran de la cuerda, gri tando con furor:

— ¡A rriba! . . . ¡A rr iba! . . . ¡Que se retuerza, que se re tue rza ! . . .

El hombre de la cuerda, aquel que marchaba erguido, solemne y tranquilo, levantó los brazos desesperadam ente , lanza hacia el cielo azul obs­curo el relámpago de sus dos pupilas de negro terciopelo, exclamando con un acento vibrante que hizo es tremecer los sonoros p la tanares de la selva!

— ¡Ah Malinche!. . . ¡Ah Malinche! .. ¡oh H ernán Cortés, caudillo de los hombres hidalgos y caballeros, me diste tu palabra de honor de g u a rd a r ín tegra mi vida y mi h o n ra . . . ¡que el Gran Señor del Mundo en quien tus sacerdo­tes me hicieron creer, te tome en cuenta esta hazaña digna tuya! . . . ¡Bien, Malinche!. . .

. . . Las últ imas palabras se perdieron en el si­

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lencio de la noche . . . pasó un a ráfaga que hizo su su r ra r las copas de los árboles y los abanicos espléndidos de las palmas y de los plátanos, d is ­

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persando aromas y arru l los . . . ahogando la noche tropical el trágico es ter tor de aquella agonía es­tupenda! . . .

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Les hombres de los vestidos de hierro t i ra ron dé fas cuerdas rugiendo sus recias pa lab ras . . . se alzó el cuerpo de la víctima, sus brazos azotaron el vacío como aspas de molino; se retorció una negra silueta bajo la ram a horizontal d e un á r ­b o l . . . y quedó la efigie s in ie s t ra . . .

— ¡Ya está! — gritó un ho m b re . . .. . . Allá, á lo lejos, del fondo del bosque ilum i­

nado por la luna , surgió una voz es tentórea, voz de m ando muy conocida de todos aquellos ver­dugos.

— ¡Amigos, de teneos!. . . ¡Deteneos, por am or de D ios! . . .

— ¡Ya es ta rd e ! — exclamó uno de los hom­bres .

— ¡Maldición, maldición, maldición!Así rugió por tres veces H ernán Cortes, acer­

cándose al fatídico cuadro, mesándose los cabe­llos con rabia , am a rg u ra y desesperac ión . . .

¡Se ar rep en tía de sus o rdenes! . . . Había m a n ­dado ahorcar á Cuanhtemoc y al Señor de Tlacopan , á quienes llevaba como prisioneros, en su viaje contra de su rebelde amigo Olid y se a r repen tía momentos después de que los cuerpos de los caudillos aztecas pendían de los á rbo les! . . .

Los enormes plátanos y los m agnos abanicos

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de las palmas bañadas en plata y nieve por la fría claridad de la luna , can taron el himno tropi­cal de las noches deliciosas, pero con tr is t ís im a y lóbrega cadencia, m u rm u ran d o , m u rm u ran d o :

— ¡Maldición, maldición, maldición!¡Oh valiente caudillo azteca, tu espantoso ú l ­

timo suplicio es la e te rna afrenta de tu enemigo el caudillo hispano, el capitán Cortés, que n u n ­ca, n u nca dejó de oír en sus noches t r is t ís im as de abstracción y delirio, aquel lóbrego y s in ies tro h im no que can taban los viejos p la tanares y las palm as soberbias de los bosques, g r i tando , g r i ­tando:

—«¡Maldición, maldición, maldición!... »¡Qué tr is te , qué sombría y lóbrega era en aque­

lla noche de venganza y c r im en, de asquerosa in­famia, la s i lueta heroica de Cuanhtemoc, oscilan­do pavorosamente de un a cuerda , pendiendo de un árbol!

¡La horca para el paladín épico!¡Oh Cid, oh Pelayo! ¡Mengua!¿P o r qué no surgiste is en aquella noche?. . .

** *

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Así clamaba, amiguitos , un viejo hidalgo es­paño l /so l lozando de rabia y vergüenza, cuando supo aquella in fam ia . . .

— 16 —

FIN

Barcelona. —Imp. de la Casa E d itorial Maucci

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