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BASES DE LA TEORÍA CLÁSICA DEL DELITO 1. En el antiguo derecho penal las caracteísticas delictuales de la antijuricidad y de la culpabilidad se confundían en una sola exigencia. Por consiguiente en el delito se distinguían únicamente el aspecto material (acción humana) y el aspecto moral (imputabilidad). El término imputabilidad, que hoy podríamos traducir mejor como culpabilidad, envolvía toda la desvalorización de la acción perpetrada. Los autores alemanes afirman que fue Rudolf von Jhering quien separó, en 1867, dentro de esa amplia imputabilidad, una contrariedad de la acción con las normas jurídicas (antijuricidad) y una censura a la disposición anímica del sujeto (culpabilidad), aprovechando precisiones que se habían iniciado en Bechmer. Los penalistas de origen latino sabemos, en cambio, que Francesco Carrara hacía claramente esa separación varios años antes, en su monumental Programa. A partir de entonces domina en la sistemática del delito una doble calificación de la conducta humana: ella que ha de ser antijurídica (calidad objetiva) y culpable (calidad subjetiva). Por consiguiente, será delito una conducta antijurídica y culpable. El paso siguiente corresponde a Ernesto Beling, quien lo da en 1906, al crear el concepto de la tipicidad, para aplicarlo a la acción punible y concluir que no puede haber delito sin tipo. Su propósito fue mejorar la definición de delito hasta entonces imperante, que lo tenía como "acto culpable, contrario al Derecho y sancionado con una pena" (von Liszt), con el fin de eliminar de ella un elemento que consideraba tautológico –estar sancionado con una pena- reemplazándolo por otro que expresara el conjunto de manifestaciones objetivas que un hecho debe reunir para acarrear la aplicación de pena. En adelante se tendrá al delito como una conducta típica, antijurídica y culpable, con una fórmula que –como ya expresamos- tiene vigencia hasta hoy, pese a diversas variaciones formales en las palabras que la integran (a lo que debe agregarse esa mutación del contenido de cada uno de los términos, en contra de la cual hemos hecho ya una advertencia). La caracterización a que estamos aludiendo, delito es conducta típica, antijurídica y culpable, viene a constituirse en el común denominador de los autores modernos, sea que ellos sustenten la teoría clásica o la de la acción final en materia de delito. Es cierto que un pequeño número modifica algunos de los términos o los reemplaza por otros que consideran más expresivos o exactos y que otro grupo reducido agrega otras características. Pero la

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BASES DE LA TEORÍA CLÁSICA DEL DELITO

1. En el antiguo derecho penal las caracteísticas delictuales de la antijuricidad y de la culpabilidad se confundían en una sola exigencia. Por consiguiente en el delito se distinguían únicamente el aspecto material (acción humana) y el aspecto moral (imputabilidad). El término imputabilidad, que hoy podríamos traducir mejor como culpabilidad, envolvía toda la desvalorización de la acción perpetrada.

Los autores alemanes afirman que fue Rudolf von Jhering quien separó, en 1867, dentro de esa amplia imputabilidad, una contrariedad de la acción con las normas jurídicas (antijuricidad) y una censura a la disposición anímica del sujeto (culpabilidad), aprovechando precisiones que se habían iniciado en Bechmer. Los penalistas de origen latino sabemos, en cambio, que Francesco Carrara hacía claramente esa separación varios años antes, en su monumental Programa. A partir de entonces domina en la sistemática del delito una doble calificación de la conducta humana: ella que ha de ser antijurídica (calidad objetiva) y culpable (calidad subjetiva). Por consiguiente, será delito una conducta antijurídica y culpable.

El paso siguiente corresponde a Ernesto Beling, quien lo da en 1906, al crear el concepto de la tipicidad, para aplicarlo a la acción punible y concluir que no puede haber delito sin tipo. Su propósito fue mejorar la definición de delito hasta entonces imperante, que lo tenía como "acto culpable, contrario al Derecho y sancionado con una pena" (von Liszt), con el fin de eliminar de ella un elemento que consideraba tautológico –estar sancionado con una pena- reemplazándolo por otro que expresara el conjunto de manifestaciones objetivas que un hecho debe reunir para acarrear la aplicación de pena. En adelante se tendrá al delito como una conducta típica, antijurídica y culpable, con una fórmula que –como ya expresamos- tiene vigencia hasta hoy, pese a diversas variaciones formales en las palabras que la integran (a lo que debe agregarse esa mutación del contenido de cada uno de los términos, en contra de la cual hemos hecho ya una advertencia).

La caracterización a que estamos aludiendo, delito es conducta típica, antijurídica y culpable, viene a constituirse en el común denominador de los autores modernos, sea que ellos sustenten la teoría clásica o la de la acción final en materia de delito. Es cierto que un pequeño número modifica algunos de los términos o los reemplaza por otros que consideran más expresivos o exactos y que otro grupo reducido agrega otras características. Pero la tendencia claramente dominante emplea las cuatro notas que indicamos.

El problema de sí el concepto de delito expresado en los cuatro vocablos señalados constituye una definición nominal o material de delito, lo discutiremos infra; pero desde ahora podemos anunciar que en nuestra opinión, lo que debe buscarse como fundamento de una teoría del delito, es un concepto material.

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Ciertamente que la comprensión cabal del concepto de delito conforme a la teoría clásica, no puede darse mientras no se explique el significado de cada una de sus notas, lo que haremos de manera sucinta.

2. Formación y evolución del concepto moderno de delito.

La conducta humana es el substrato básico del concepto de delito; en ella se insertan y sostienen todas las demás características (típica, antijurídica y culpable). Resulta así que éstas pasan a convertirse en predicados de esa conducta, la cual adquiere en la oración el valor de sustantivo. La realidad confirma la estructura gramatical, porque la conducta humana sirve de base óntica a cualquier hecho punible y a éste se llega siempre a partir de ella, en tanto le convengan las notas siguientes, que en la triple fase la califican.

La conducta humana se presenta como un fenómeno más en el acaecer del mundo. Ella se genera debido a un movimiento muscular de un hombre, apto para determinar, por lo general, un cambio en la disposición o en el curso de las cosas o en los acontecimientos perceptibles del mundo exterior. Excepcionalmente podemos concebir, en sentido vulgar, un movimiento muscular que se agote en sí mismo y que no determine un cambio externo.

Surge el problema de saber si la ausencia de un movimiento corporal ha de ser tenida como conducta humana. Resolverlo, es una tarea que hemos de dejar para más adelante, cuando hayamos avanzado más en la explicación de la teoría del delito. De momento consideramos únicamente a los movimientos corporales humanos.

Frecuentemente la ley penal declara delictuosos ciertos movimientos musculares del hombre en razón de cambios precisos que ellos pueden determinar en el mundo exterior. Nótese que en tales casos la ley mencionará ciertos hechos más complejos que un simple movimiento corporal, pues agregará a éste la determinación de uno o varios cambios concretos en el mundo físico. A estos cambios los denominamos resultados externos. Su relación con el movimiento corporal del sujeto ha originado una confusa elaboración jurídica, denominada relación de causalidad, que desearíamos aclarar en su oportunidad.

Si en este momento nos referimos a lo que la ley penal prescribe, no queremos significar con ello que el concepto de conducta sea dado por el legislador o deba ser entendido con ayuda de prefiguraciones legales. No, el concepto de conducta es prejurídico, pertenece al ámbito de los entes naturales y hemos de mirarlo como algo que tiene sí realidad en el mundo exterior al sujeto, independientemente de la existencia o no de una legislación o de un ordenamiento jurídico.

El enfoque que damos a la conducta la convierte en algo que pertenece al mundo y a su acontecer, y que la muestra como una realidad objetiva, no dependiente de filosofías materialistas ni de concepciones mecanicistas del mundo, ni posible de brotar de visiones idealistas o de esquemas jurídico – penales ad – hoc, como se dice, sin suficiente fundamento, por sus críticos.

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La teoría clásica del delito realizó un esfuerzo muy serio para mantener a la conducta como algo situado dentro del plano físico, en el que no aparecía como determinante ningún ingrediente psíquico. El propósito era preservar una construcción teórica muy ordenada, sintetizadora y simétrica para el delito, pues la conducta, señalada cono sustrato material, sería seleccionada mediante la tipicidad; luego valorada objetivamente (en sí misma) conforme al ordenamiento jurídico, en la fase predicativa de la antijuricidad, para, finalmente, efectuar la valoración de sus aspectos psíquicos en la verificación de su última característica, la culpabilidad. Era un sistema homogéneo y simplificado dentro del cual podían ser incluidas las acciones dolosas, las acciones culposas y las omisiones. Además, en él se reconocían muy fácilmente esas categorías tan habituales a la comprensión del actuar humano: lo físico por una parte y lo psíquico, por la otra.

Aquel esfuerzo, harto plausible como lo demuestran las complicaciones a que ha llevado su abandono consistió primeramente en admitir como elemento integrante de la conducta, en cuanto movimiento corporal, únicamente el querer de ese movimiento en sí mismo (esto se llamó "efecto o manifestación de la voluntad o del querer"). Ese querer debía intensificarse, por ello, con el movimiento muscular como tal (disparar el arma, conducir el automóvil a alta velocidad, etc.) sin mencionar a la disposición psíquica (intelectiva o volitiva) del sujeto hacia los resultados o consecuencias que derivaran de dicho movimiento (la cual se señalaba con la expresión "contenido de la voluntad o del querer").

La tendencia a eliminar, hasta donde fuera posible, toda referencia a lo psíquico dentro del concepto de conducta, no importaba aplicar principios materialistas o mecanicistas a la comprensión del ser humano (aún cuando algunos de sus sostenedores pudieran sostenerlos) ni deformar la realidad de que el actuar humano como tal envuelve necesariamente una participación psíquica. Su alcance propio (no comprendido por muchos), era elaborar una estructura de delito sencilla, que permitiera su inteligencia fácil a todo jurista, mediante una descomposición puramente intelectual y momentánea de los aspectos físicos y psíquicos de la conducta, que no suponía negar estos últimos o prescindir de ellos, sino tenerlos presente en mejor oportunidad lógica. Una eliminación total de todo aspecto psíquico en la conducta no parecía posible, porque en tal caso la acción habría dejado de ser humana y habría podido ser confundida con un suceso provocado por fuerzas no humanas.

La mejor demostración de que tal procedimiento reductivo se planteaba únicamente en plano de análisis intelectual y sin ánimo de torcer o desconocer la realidad, era que la aplicación de él conducía a excluir del concepto de conducta exactamente lo mismo que resulta excluido conforme al criterio de sus críticos. Este acuerdo completo entre clásicos y partidarios de la acción final en la determinación de los casos en que se da ausencia de acción respecto de movimientos que provienen de un cuerpo humano, tiene un significado cuyo alcance no ha sido puesto de relieve, pero que reduce a límites bien medidos el "gran descubrimiento" de los "finalistas". En efecto,

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todos concuerdan en que no hay acción en casos de meros actos reflejos, en estados de inconsciencia absoluta o cuando se aplica fuerza física irresistible en el sujeto incriminado.

Creemos haber expuesto la acción humana en una forma genérica capaz de cubrir la variedad de posturas particulares que a su respecto adoptaron, en varios aspectos no creemos esenciales, la generalidad de los penalistas que pueden tenerse por clásicos.

El concepto de conducta que sucintamente hemos explicado, no es el único posible; pero permite simplificar en gran medida la comprensión de esa compleja elaboración jurídica que es el delito y facilita la fundamentación de un derecho penal de hecho.

3. La conducta humana.

Sabemos que el Derecho Penal es un sistema discontinuo de ilicitudes y que es función de su legislador escoger, entre las muchas conductas humanas que importan una violación de las normas jurídicas, aquellas que, por especiales razones de interés social, deben dar lugar a la aplicación de una pena. Sabemos también que el señalamiento preciso y previo de estas conductas por la ley es tenido como una garantía de libertad, igualdad y seguridad jurídica para los seres humanos, en cuanto a nadie puede imponérsele una pena por un hecho que de antemano no hubiera podido encontrar indicado en la ley como delito y sancionado con una pena determinada (nullum crimen nulla poena sine lege).

La necesidad jurídica de que la ley penal haga una determinación muy precisa de las conductas humanas que pueden originar responsabilidad criminal, tiene en su abono, pues, razones sustanciales y de mucho peso, en buena parte ajenas a las conveniencias de la elaboración de una teoría del delito. La principal de ellas es que toca al legislador, y no al juez, determinar las conductas que sean penadas.

El acierto de Beling consistió en haber aprovechado este material para facilitar una sistemática armoniosa en la teoría del delito.

El legislador construye sus preceptos sancionatorios sobre la base de una descripción lo más precisa posible de las conductas escogidas para originar en principio una responsabilidad penal. Ordinariamente, esa descripción recae sobre las características materiales y exteriores de esas conductas. La pura realización de una conducta ajustada a esas características no es suficiente, sin embargo, para atribuir a quien las lleva a cabo una responsabilidad penal e imponerle, como consecuencia, una pena; porque el concepto del legislador acerca de esa responsabilidad exige que, conjuntamente, se compruebe que dicha conducta es contraria al ordenamiento jurídico y que puede ser reprochada personalmente a su autor.

De este modo, la cuidadosa elaboración de estas descripciones objetivas, que denominaremos tipos, no significa que cualquier conducta humana que se encuadre en ellas constituya delito, sino que permite iniciar una indagación

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posterior más profunda, que derechamente podemos llamar valorativa, destinada a verificar desde dos diversos ángulos: de la conducta por sí misma y el de la disposición subjetiva de su autor, la reprobación legal que será indispensable para una atribución definitiva de responsabilidad penal a éste.

Lo más que podemos deducir de la tipicidad de una conducta, o sea, del pleno encuadre de ésta con la descripción practicada por el legislador, es que, en principio, ella tiene interés para la ley penal y podría constituir hecho punible que permitiera la aplicación de una pena a su sujeto, en tanto dos sucesivas valoraciones posteriores (que deben sumarse a la pura verificación formal de la adecuación de la conducta al tipo) así lo autoricen.

En consecuencia, la tipicidad de la conducta, desde el punto de vista de su utilización para los fines de verificar la existencia de una responsabilidad penal, no tiene otro significado que el efectuar una reducción dentro del vasto ámbito de las conductas humanas, destinada a seleccionar aquellas que tienen relevancia penal y, en principio, podrían generar esa responsabilidad. La tipicidad, como nota del concepto de delito, cumple una finalidad de filtro o de cedazo, que va a desviar de la atención del juez penal todas aquellas conductas que la libre decisión del legislador quiere excluir del área penal, por violatorias de las normas jurídicas que ellas sean y por censurable que aparezca la actitud anímica del sujeto que las realiza.

El tipo se limita a seleccionar conductas en función puramente pasiva y formal, que hemos comparado con un cedazo. No las valora, puesto que no tiene otra función que servir de molde múltiple que aparta a las que no coinciden con sus figuras específicas; sólo la que guarda congruencia exacta con alguna figura reúne la característica de ser típica. Y esta comparación se efectúa, normalmente, en plano puramente objetivo, en cuanto descripción de los aspectos externos de la conducta en examen.

Mucho menos puede afirmarse que el tipo exprese el contenido de una prohibición o que especifique materia de prohibiciones, como lo sostienen Welzel y sus epígonos, a no ser que se dé a la palabra prohibición un relativismo que no es propio de su acepción corriente. Para Beling el tipo no contenía ningún juicio de valor y debía estar libre de todo elemento subjetivo – anímico.

Siendo la función del tipo seleccionar determinadas conductas humanas para reducir y precisar el ámbito de la responsabilidad penal, es obvio que su descripción estará centrada en una forma de acción humana, la cual, según el criterio selectivo del legislador, podrá quedar determinada en ciertos casos por ciertas modificaciones que ella opere en el mundo de lo sensible. Otros elementos diferenciadores podrán consistir en precisar un cierto sujeto activo que la ejecute, o un cierto sujeto pasivo sobre quien recaiga, o un especial objeto sobre el cual se ejerza, o circunstancias también diferenciadoras en cuanto a los medios empleados, el lugar y el tiempo de ella.

La descripción típica que selecciona junto al movimiento corporal algunas modificaciones externas a ella, a las que liga con él, ha extraído de los

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fenómenos del mundo exterior algunos que deberán ir soldados a ese movimiento (unidos por la "abrazadera típica" dice Maurach) para que éste sea típico. De manera que aún cuando el tipo busca sus elementos seleccionadores en esos fenómenos del mundo, es él (mejor dicho: el legislador) quien asigna a algunos de ellos el interés de convertirse en tales elementos.

Si la función del tipo es la selección de conductas que, "en principio", habrán de servir de base a un juicio de responsabilidad penal, es evidente que la concurrencia de la tipicidad en una cierta conducta podrá ser tenida cono una indicación general de que allí podría surgir una conducta delictuosa. En esta forma, la tipicidad, vendría a ser un indicio remoto (más bien, una apreciable reducción de las conductas que han de servir de base a un delito) de que la conducta correspondiente puede ser calificada cono delictuosa. Pero como además, según veremos infra, en la ley positiva la antijuricidad está construida en muchas legislaciones sobre la base de una regla – excepción, esto es, conduce a que toda conducta típica no amparada por especiales causas de justificación haya de ser tenida como antijurídica, su valor indiciario pasa a convertirse en ellas en muy fuerte y directo. Esto no tiene, por cierto fuerza ni virtud para convertir a la tipicidad en ratio essendi de la antijuricidad, sino que la mantiene como mera ratio cognoscendi de ella (Max E. Mayer).

La explicación que hemos dado de la tipicidad concuerda con el alcance y significado que a ella le dio Beling, en su primer esbozo de 1906, y se ajusta a la de una parte, la más apegada a los rasgos originales, de la teoría clásica.

Pensamos que es esta explicación la que mejor facilita la elaboración de una teoría del delito ordenada, sencilla y completa.

4. La tipicidad de la conducta.

El legislador pudo haber señalado dentro de cada tipo las exigencias valorativas, de fondo (antijuridicidad y culpabilidad) que habían de añadirse para que se pudiera aplicar a un hecho típico la pena conminada por la ley. Al proceder en esta forma habría adoptado una vía farrogosa, complicada y técnicamente imperfecta, porque en cada precepto penal especial habría debido repetir requisitos que ordinariamente son iguales o casi iguales para todos los tipos o que, cuando menos, se repiten en un número apreciable de éstos. Seguir esa vía habría significado la práctica desaparición de la parte general o de lo más enjundioso de ésta y la interminable reiteración, en cada figura delictual, de tales requisitos de fondo necesarios para incurrir en responsabilidad penal (pensemos en hechos típicos de homicidio, hurto, estafa, violación, falsificación, bigamia, incendio, etc.), los que, en general, son los mismos o muy semejantes para las diversas conductas típicas.

El hecho de que el legislador, muy juiciosamente, haya evitado ese camino y haya proporcionado en la parte general reglas comunes para todos los delitos en materia de valoración de la conducta típica, para los efectos de decidir sobre su antijuridicidad, y sobre la valoración de la disposición personas del

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agente (culpabilidad), nos permite separar, más fácilmente, para los efectos de sistematización de la idea de delito, a la capacidad de las fases siguientes de la connotación de un delito. Esto significa que en el tipo no debe haber referencias a la antijuridicidad (como tampoco a la culpabilidad), porque lo que atañe a ella se resuelve conforme a principios penales generales.

La antijuridicidad constituye una nota del delito que envuelve el primer examen valorativo que se hace, desde un punto de vista propiamente jurídico, de un fenómeno del mundo físico proveniente de un ser humano que ha sido filtrado como de interés para el Derecho Penal por medio de la tipicidad. Este examen está dirigido a verificar si tal fenómeno, por sí mismo y prescindiendo de quien lo realizó, concuerda o no con las normas jurídicas, en cuanto éstas se refieren al actuar exterior del hombre. Esta última frase, sobre conformidad de una acción con las exigencias del Derecho, nos indica que la antijuridicidad está estrechamente ligada a la concepción última de lo que es el Derecho dentro de la sociedad humana, y nos pondrá en la pista, más adelante, del encuentro de una teoría del delito sólida.

La comprobación de la antijuridicidad, que es la í que nos permitirá fijar lo injusto del comportamiento delictivo, debe estar conectada necesariamente a los aspectos más sustanciales del Derecho.

No puede comprenderse debidamente esta característica del delito si no se acude a la noción de bienes jurídicos, que el Derecho tutela y que son el objeto de ataque de las conductas delictuosas, porque es precisamente allí donde está el núcleo de los conceptos de antijuridicidad y de injusto. Nos parece que el haberlo olvidado, para conformarse con nociones puramente formales de la contradicción del delito con las normas jurídicas, ha sido causa de que muchos teóricos del Derecho Penal yerren el camino. Es en atención a ésto que calificamos a la antijuridicidad como una característica real (como contrapuesta a formal, que es el caso de la tipicidad) del delito.

En esta etapa de la teoría del delito se realiza por el dogmático una auténtica valoración, pues debe aquilatar la conducta típica que tiene sujeta a examen, se conforma o contradice con las exigencias del ordenamiento jurídico. Obsérvese que su ponderación habrá de tener en vista a todo ese ordenamiento y no sólo a las reglas del Derecho Penal. Por cierto que dicha valoración habrá de ceñirse a las normas concretas de una legislación positiva, lo cual no ha de interpretarse como que significa el abandono de una investigación sustancial (otros dicen material) de la antijuridicidad. FI único sentido de esto es que se indagará una antijuridicidad sustancial, captada conforme a las pautas trazadas por el legislador positivo. Por consiguiente, declarada la no contradicción de una conducta típica con las normas jurídicas, esa declaración tendrá efecto no sólo para el Derecho Penal sino para todo el ámbito del Derecho.

Como esta valoración concierne a la conducta típica en su aspecto de fen5ineno del mundo externo, se detiene únicamente en los aspectos externos de la conducta, vale decir, en las manifestaciones que ella tiene en el mundo perceptible, y prescinde de las manifestaciones anímicas del sujeto.

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Por esta razón puede calificarse a la antijuridicidad como una valoración objetiva, apta para declarar a la conducta típica aprobada o censurada por el Derecho por si misma y respecto de todos los que puedan haber participado en ella.

Dentro de muchas legislaciones penales, la antijuricidad está negada, como regla, únicamente en determinadas causas de justificación. De suceder así, la antijuridicidad se convierte en la regla general de las conductas típicas, a menos que, excepcionalmente, una causa de justificación las ampare. En tal caso, la antijuridicidad funciona como una regla - excepción de la tipicidad, puesto que toda conducta típica debe tenerse a la vez por antijurídica, a no ser que concurra la justificante.

En otras legislaciones, y entre ellas, por cierto aquellas que consignan causas de justificación tan amplias como las que se contienen en el art. 8 N° 11 del Código Penal Español, que obligan a revisar todo el conjunto de la normativa jurídica, la separación práctica entre tipicidad y antijuridicidad se manifiesta claramente.

Consideramos que es este concepto de antijuridicidad, el que guía hacia una mejor comprensión de la teoría jurídica del delito.

Sin embargo, varios autores tenidos por clásicos se separaran de él, entre ellos Mezger y Sauer.

Mezger conecta y refunde capacidad con antijuridicidad, a tal punto que las trata conjuntamente y declara a la primera ratio essendi de la segunda. También Welzel trata conjuntamente ambas notas y además, añade en la antijuridicidad un factor personal, de claro contenido subjetivo.

5. La antijuricidad.

Si la antijuridicidad es la valoración de la conducta por su significado propio desde un punto de vista objetivo, la culpabilidad constituye la valoración que se efectúa jurídicamente respecto de la disposición personal del agente en relación con el hecho típico y antijurídico concreto que él ha realizado. En toda manifestación humana, lo corporal está determinado por lo anímico. Por eso, en el examen que sí hace de la disposición personal del agente, el objeto de la valoración es su disposición anímica en lo referente al injusto cometido y los criterios valorativos están constituidos por un deber que pesa sobre todo ser humano de evitar actos injustos, en tanto tenga el poder de abstenerse de ellos. Sobre la base de estos supuestos se llega a formular el juicio de reproche al sujeto, en el que esencialmente consiste esta característica de la culpabilidad.

La culpabilidad (en sentido amplio) admite tres diversas fases de análisis de la disposición personal del que realiza el hecho injusto: a) la imputabilidad; b) las formas de culpabilidad (denominadas también "culpabilidad en sentido estricto"), y c) la exigibilidad de una conducta ajustada a las exigencias normativas.

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Cada una de estas fases tiene su orden y jerarquía dentro del enunciado anterior. Así, solamente puede hablarse de formas especiales de culpabilidad en actos que provengan de un sujeto imputable, y también la exigibilidad de una conducta diversa corresponderá verificarla una vez que, previamente, se haya establecido que hubo dolo o culpa de parte del sujeto imputable que perpetró la conducta típica y antijurídica.

La imputabilidad es una condición del sujeto que interviene en el hecho, que hace que éste le pueda ser atribuido subjetivamente sólo si él tiene la aptitud psicológica necesaria para comprender la naturaleza antijurídica de su actuar y para determinarse conforme a esta comprensión.

Hay dos formas posibles de culpabilidad en sentido estricto, que son el dolo y la culpa. En la primera, el sujeto realiza la conducta típica y antijurídica queriéndola como tal, bien sea porque se ajuste a su objetivo perseguido, bien sea porque, a lo menos, tenga voluntad de realizar el movimiento corporal que la integra, aceptando los resultados que de él derivan y que prevé como posibles. En la segunda, el sujeto no admite las consecuencias típicas y antijurídicas que derivan de su movimiento corporal, pero debió preverlas y abstenerse de éste si hubiera puesto en su actuar el debido cuidado.

La exigibilidad de otra conducta se refiere a que en el caso concreto y conforme a las circunstancias particulares en que obra, el sujeto hubiere tenido la posibilidad real (libertad) de evitar el injusto y de someterse a las exigencias jurídicas, ajustando su obrar a lo que éstas le reclamaban. En las legislaciones penales se entiende que normalmente todo sujeto tiene poder de evitación de sus actos injustos una de las consecuencias de esto es que la falta de exigibilidad de otra conducta, como mecanismo eliminatorio de la responsabilidad penal (por la vía de no permitir la configuración del reproche), ha de hallarse prevista expresamente en el texto positivo.

Verificada la concurrencia de esas tres fases de análisis, es posible concluir que un injusto determinado puede ser reprochado personalmente a quien intervino en él y, en presencia de una conducta previamente caracterizada como típica y antijurídica, al sumársela la culpabilidad, se puede tener por perpetrado un hecho punible, capaz de producir a su ejecutor la aplicación de una sanción penal específica.

La construcción teórica sobre el delito que hemos expuesto, es una de las varias que pueden recibir el nombre de clásicas, pues abundan las discrepancias entre los diversos autores. Ella tiene muchos puntos de contacto con la elaboración de Jiménez de Asúa en La ley y el delito y recuerda muchos aspectos de la de Sebastián Soler y de la de Jürgen Baumann.

6. La culpabilidad

La teoría clásica del delito llevaba, desde su origen, una espina clavada en punto muy sensible: no había podido dar clima a su propósito dé reservar todo lo psíquico para la culpabilidad, pues hubo de admitir un querer,

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referido al movimiento muscular concreto humano (efecto o manifestación del querer), para que la acción tuviera verdaderas características humanas. Esto hacía resentirse la armonía y simetría del conjunto.

El progreso científico iba a permitir que se exteriorizaran algunas otras incongruencias, reales o supuestas.

La primera de ellas fue puesta de manifiesto por los "elementos subjetivos del tipo", descubiertos por Fischer en 1911. Algunos tipos - que aunque distan de formar mayoría, tienen un valor cualitativo innegable - emplean en su descripción de conductas humanas, algunas referencias claramente dirigidas a aspectos anímicos. Es el caso del tipo de hurto, por ejemplo, que exige una voluntad de apropiación de la cosa y, en general, de los delitos de tendencia, en los que se exige que el agente realice alguna acción con miras a que de ella resulte una consecuencia posterior. La presencia de estos elementos psíquicos en algunos tipos lastimaba la aspiración a una descripción típica objetiva, efectuada únicamente con referencias a las manifestaciones materiales del actuar.

Otra, fue la que apareció a propósito de la tentativa, la cual no puede ser comprendida jurídicamente sino como una acción dirigida a una finalidad consumativa que no pudo tener lugar por causas independientes de la voluntad del agente. Welzel ha esgrimido el caso de la tentativa en apoyo de su tesis, afirmando que lo único que puede diferenciar a una tentativa de homicidio de una tentativa de lesiones, es el contenido de dirección final que les imprime el agente; ésto le permite concluir que sí en la tentativa ha de existir una acción que apunta a un resultado propuesto, igualmente deberá haberla en el delito consumado, cuando el resultado se produce.

Se ha sostenido, también, que la teoría de la participación no puede ser correctamente entendida sin la teoría de la acción final, única que incorpora al actuar mismo un contenido de voluntad y que permite distinguir de ese modo a quienes tienen el dominio final de la acción, que son los que habrían de ser tenidos como autores. En cambio, una concepción "causal" del delito, llevaría a declarar autores a todos aquellos que pusieron una causa del resultado, aún cuando no tuvieran aquel dominio.

E. Cury, siguiendo los pasos de su maestro Welzel señala como un grave escollo de la que él llama "teoría causal de la acción", la situación de los delitos culposos. Con ello incurre en notoria imprudencia, porque los delitos culposos han sido, precisamente la piedra de tropiezo, hasta ahora insalvable, para la teoría de la acción final. Dicho profesor coge un ejemplo de Welzel y con él argumenta para demostrar la dificultad que ofrece para aquella teoría el delito culposo. Como esta materia la trataremos más adelante, nos limitamos a consignar esta objeción, que en verdad se vuelve en contra de su utilizador.

Es común atribuir a la concepción normativa de la culpabilidad el haber producido un resquebrajamiento de la teoría clásica. Para refutar esta posición bastaría indicar que dicha concepción normativa, elaborada antes de la aparición de la teoría de la acción final, ha recibido aceptación tanto de

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los clásicos como de quienes sustentan la teoría alterna. Es esa concepción normativa, precisamente, la que ha permitido atribuir al juicio de culpabilidad el carácter de una valoración, cuyo objeto consiste en manifestaciones anímicas del realizador de la conducta típica y antijurídica.

No puede sostenerse que la concepción normativa de la culpabilidad haya roto el esquema clásico que envuelve una separación entre los aspectos materiales y psíquicos del delito, porque ella no prejuzga sobre que la valorización de la disposición anímica del sujeto haya de realizarse en una determinada fase de la caracterización del delito. Los clásicos han perseverado en efectuar la valoración de lo subjetivo en la fase final, relativa a la culpabilidad. El hecho de que esa valoración se realice con arreglo a pautas normativas, no excluye que el "objeto de valoración" (Dohna) siga siendo la manifestación psíquica del sujeto.

7. Imperfecciones de la elaboración clásica.8. Algunas insuficiencias excepcionales de la teoría clásica no significan su

quiebre.

La verdad es que las incongruencias primeramente señaladas, relativas a elementos subjetivos del tipo, tentativa y participación, están lejos de significar una "desintegración" (Welzel), un "fracaso" (Cury) o un "resquebrajamiento" (Zaffaroni) de la teoría clásica.

La existencia de algunos tipos que contienen elementos subjetivos de ninguna manera invalida el hecho de que el tipo, en cuanto sea posible, ha de contener indicaciones concernientes sólo a las manifestaciones materiales del actuar. Podríamos decir más: la función propia del tipo es mencionar conductas externas por medio de descripciones de esa clase de manifestaciones. Si su papel es precisar conductas relevantes para el Derecho Penal (ésto, desde el punto de vista del legislador que lo elabora y no desde el del intérprete que verifica la existencia de una posible responsabilidad penal, pues para éste no tiene más significado que ser un cedazo seleccionador formal de figuras), debe concluirse que su objeto propio será describir esas conductas de la manera en que ellas se exteriorizan en el mundo físico. Esto explica que los "finalistas" hispanoamericanos tengan que admitir que dichos elementos subjetivos son "excepcionales" (Bacigalupo), "anómalos" (Cury) y "asimétricos" (Zaffaroni).

El legislador, que tiene y debe tener un sentido práctico en la redacción de sus textos, lo cual lo exime de ceñirse siempre a criterios teóricos, emplea las referencias a lo subjetivo en los tipos con fines variados. Unas veces para evitar una extensa descripción puramente objetiva, que una referencia subjetiva permite abreviar. Otras, para llamar la atención al interprete hacia ciertos aspectos que cree preferible subrayar. Muchas, para establecer ciertos distingos entre figuras delictivas de diversa gravedad, en circunstancias que ellas, desde el ángulo objetivo, se asemejan mucho, (siendo que la pena que les conviene es muy distinta). El que en ciertos casos aparezcan en los tipos referencias de esta especie, no destruye (precisamente por el carácter excepcional de ellas) las ventajas de una teoría que tiene por principal designio mostrar claramente a quienes se inician en el conocimiento de una noción jurídicamente tan compleja

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como la de delito, una estructura lógica bien trabada y que abarca ampliamente el conjunto de los hechos examinados. Las excepciones siempre han de ser tenidas y consideradas como tales, sin virtud para derruir principios generales; en especial si ellas están determinadas en su existencia por razones prácticas y contingentes, variables según las diferentes legislaciones, de las cuales nadie podría extraer una regla general o un principio apto para contradecir elaboraciones lógicamente correctas.

Eso es, por cierto, bien diverso de esa segregación total a que acude la teoría de la acción final para salvar su construcción, respecto de hechos tan generales que reclamarían su incorporación a una teoría unitaria, como son los delitos culposos, cada día con mayor desarrollo en el Derecho Penal moderno.

La situación de la tentativa y de la participación es diversa, en cierto sentido.

La tentativa requiere de una fundamentación jurídico - filosófica para ser incorporada al ámbito de los hechos punibles. En ella ha habido la intención de cometer un delito, pero esa intención no pudo hacerse realidad. En principio, por consiguiente, el Derecho, concebido como un "regulador de conductas externas", no debiera ocuparse de ella. Si lo hace, es porque hubo actos en los que ella no sólo se manifestó de modo muy claro y patente, sino también apropiado para haber llegado a la consumación, en el caso de no haberse interpuesto un obstáculo ocasional ajeno a la voluntad del agente.

La tentativa constituye, en consecuencia, un caso excepcional en el que una intención delictiva exteriorizada puede ser penada, más que en razón de estrictos principios jurídicos, en razón de defensa y conveniencia social, en aquellos casos en que el bien jurídico tutelado llegó a correr un efectivo y serio peligro. Siendo así, es fácil percatarse de que la tentativa, en cuanto mera manifestación de la intención de cometer un delito, no puede menos de ser determinada en su concepto jurídico por esa característica extraordinaria que le es esencial. Sin ella, no habría posibilidad alguna de hacer una mención a ese hecho que denominamos tentativa. Pero ésto y la voluntad de la ley de penarla, no autorizan a declarar la quiebra de una estructura armónica, aunque en ella su particularidad parezca no, tener cabida fácil.

En la participación es lícito emplear ciertos elementos subjetivos como una forma de diferenciar algunas situaciones que desde el punto de vista de justicia se encuentran en condición bien diversa. La teoría clásica del delito no se resquebraja si respeta para ese caso especial un criterio diferenciador que tome en cuenta algunos elementos subjetivos necesarios para la especialidad de esta forma de presentación ampliada del tipo penal.

Es claro que si se quieren equiparar las elaboraciones teórico - penales a una ciencia exacta, digamos la geometría, la existencia de una sola situación que no sea incorporable a las conclusiones alcanzadas, por excepcional que ella sea, probarla lo erróneo de éstas. Con este criterio, la teoría clásica perdería todo su valor científico, en razón de no poder albergar armónicamente dentro de su estructura la plenitud de los casos posibles ya referidos (lo que no obsta a que lo perdiera, también, la teoría de la acción final).

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En el campo de las ciencias sociales, cuyo caso es el Derecho, la experiencia nos prueba que esa rigidez es inexigible, y que siempre habrá situaciones a las que no les conviene una aplicación drástica de las reglas teóricas. Es que dentro de esas ciencias entran en juego las variables del obrar y del pensar humanos, enteramente multiformes e imposibles de encajar siempre dentro de reglas inexorables. Hay decenas de ejemplos que pueden demostrarlo.

Si hay que admitir que tanto la concepción clásica como la final del delito muestran vacíos, fisuras o insuficiencias, la mejor brújula para encontrar el camino científicamente apropiado tendrá que obtenerse de una comparación relativa de la importancia cuantitativa y cualitativa de esas imperfecciones, y de otra comparación que nos señale cuál de ellas es más apta para darnos a conocer en forma simplificada y fácilmente accesible la compleja estructura de la noción jurídica de delito.

III.IV. LA CONFUSIÓN SISTEMÁTICA ORIGINADA

POR EL "FINALISMO"

12.La explicación del delito culposo.

Sabemos ya que el delito culposo, dentro de la teoría de la acción final, pasa a ser su más saliente piedra de tropiezo; pese a todos los cambios, rectificaciones y explicaciones, ese obstáculo no ha podido ser salvado, como lo vamos a demostrar.

Es posible que este análisis de la teoría de la acción final en relación con el delito culposo hubiera de situarse más adelante dentro de este capítulo, de ceñirnos a exigencias rígidamente sistemáticas. Pero son tan ostensibles y manifiestos en este punto la confusión y la deficiencia de la teoría criticada, que no dudamos en abrir con él el elenco de los daños que trae para una estructura correcta del delito.

Para la tesis tradicional, la diferencia entre un delito doloso y un delito culposo radica casi exclusivamente en la forma que asuma la disposición anímica del agente en relación con un hecho dado. Tratándose de aquellos hechos en los que la ley impone sanción tanto por su ejecución dolosa, como por su ejecución culposa, la objetividad exterior de ellos puede ser idéntica en uno u otro caso; la diferencia quedará situada únicamente en la subjetividad de dicho agente. Pero no solamente será igual la manifestación externa de ellos que se perciba en el mundo sensible, sino que también habrá identidad en el plano valorativo de ellos que se cumple objetivamente, al apreciarlos en sí mismos con arreglo a las pautas del ordenamiento jurídico en la nota de la antijuricidad. Pues será uno mismo el bien jurídico protegido en cualquiera de esos hechos.

Por consiguiente un mismo hecho, por ejemplo, el disparo efectuado por un sujeto en dirección a otro cuya muerte ocasiona con él, podrá ser calificado jurídicamente como homicidio doloso o como homicidio culposo, dependiendo la alternativa tan solo de sí el agente quiso o aceptó la muerte de la víctima o de si no la quiso o aceptó, pero pudo preveerla (y evitarla, en consecuencia), poniendo

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en su actuar el cuidado o la diligencia debidos. Esto significa que la acción (disparar), el resultado (muerte de la víctima) y el nexo objetivo que vincula a la primera con el segundo (llamado relación causal), serán objetivamente idénticos. También serán iguales ambas acciones desde el punto de vista de su injusto, pues ambas atentan contra la vida en tanto que en ninguna de ellas medie una causa de justificación que transforme a la muerte resultante en un hecho conforme con el ordenamiento jurídico. Esta teoría tradicional nos proporciona, por ende, un enfoque homogéneo revelador de una concepción lógica, armónica y simétrica que sitúa al elemento diferencial en el exacto punto que le corresponde.

Todo esto se altera, se quiebra y se desencaja dentro de la teoría de la acción final. Acudamos, por ejemplo, a Bacigalupo, un expositor preciso y sereno de esta teoría.

Para Bacigalupo, lo característico del delito culposo es la infracción de un determinado deber de ciudadano, en razón de lo cual "lo que está prohibido por la norma... (es)... la violación de un deber objetivo de cuidado". A su juicio, el contenido del tipo queda determinado, además, por "la posibilidad del peligro del bien jurídico... (en cuanto fuere)... cognoscible para el autor", congnoscibilidad que pasa a caracterizar también "al objeto de la prohibición de la norma". Luego entra a ocuparse de la función que corresponde al resultado dentro del delito culposo y sostiene que una pura "derivación causal", una mera "causación ciega" como es el resultado, no forma parte del objeto de la prohibición y se construye sólo en un elemento que condiciona la punibilidad, por lo que el resultado debe ser tenido como una condición objetiva de punibilidad que no pertenece al tipo y más adelante añade que "la culpabilidad del delito culposo no se diferencia de la de delito doloso".

Esta breve referencia a tan destacado partidario de la teoría de la acción final nos permite puntualizar los aspectos cardinales en que su construcción del delito culposo difiere de la que proporciona la teoría clásica:

1. Pese a la reticiencia aparente de Bacigalupo por la tesis de la doble valoración, aquí lo vemos plenamente sumergido en ella, como única manera de explicar, conforme a un enfoque "finalista", el delito culposo. Lo que el invoca es, en el fondo, el "valor de acto".

2. La incriminación penal del delito culposo no parte del hecho concreto (muerte de la vícitima, en el ejemplo que manejamos) sino que se inserta en una "infracción del deber".

3. El injusto no se vincula entonces a la lesión o peligro de un bien jurídico concreto (ocasionados con culpa), sino que se reviste de todas las características de un "injusto personal".

4. El resultado de la conducta culposa, cuya evitación es para nosotros la ratio essendide la existencia del tipo culposo, es extraído del tipo, para lo cual se le asigna el carácter (bastante impreciso y anormal) de una "condición objetiva de punibilidad". Tenemos, pues, un resultado (muerte, en el ejemplo), que se declara enteramente extraño a la noción de delito culposo (salvo en cuanto a la previsibilidad de su peligro), siendo que es un dato insustituible de él; a este resultado, para no preterirlo totalmente, contra el texto de la Ley, se le asigna la postiza función de condición objetiva de

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punibilidad. Y como conclusión, la culpabilidad del delito culposo, que es lo único que lo distingue del hecho doloso en la teoría clásica, pasa a ser considerada aquí como exactamente igual a la del delito doloso.

Resulta imposible, pues, no considerar sino como una arrogancia de Welzel sus expresiones de que el sistema clásico se "ha mostrado inapropiado para la comprensión del delito culposo" y de que "pone decididamente de cabeza" las relaciones entre los elementos del actuar.

Es de advertir que la explicación de Bacigalupo coincide en mucho con la última de Welzel. La diferencia entre ambos radica en que el primero lleva sus conclusiones hasta el final, declarando ajeno al tipo penal al resultado de la acción, en tanto que Welzel no evita ciertas alusiones a "las consecuencias de la acción", teniéndolas como un elemento de referencia del cual no puede prescindirse por entero. Pero este último autor caracteriza también el momento esencial del hecho culposo por la "clase y modo de ejecución de la acción (esto es, por la contravención del cuidado)", consecuente con su idea primordial del valor de acto, y atribuye lo básico de su antijuricidad a la relación entre la ejecución concreta de la acción "con una conducta social modelo... orientada a evitar los resultados socialmente intolerables".

Para demostrar Welzel "el fracaso" de "la teoría causal", que encuentra la naturaleza del delito culposo en la causación de una lesión a un bien jurídico mediante un acto de voluntariedad, y llegar a la conclusión de que el elemento decisivo del injusto del hecho culposo reside en el disvalor de acción y no meramente en el disvalor de resultado, pone el ejemplo de una colisión entre vehículos; pero de este ejemplo se desprende con claridad que para este penalista es la realización descuidada de una acción la que constituye el elemento decisivo del injusto en el delito culposo. Por el contrario, tal aspecto es tenido como "subjetivo" por la teoría criticada, la cual hace consistir el injusto en la lesión objetiva que reciben las víctimas del hecho (resultado material). Con todo, Welzel no descarta enteramente al resultado, sino que le reconoce el carácter de un factor parcial del injusto. Esto aparece más claro en otro pasaje donde explica que "el elemento decisivo del injusto en la culpa no radica en la pura causación del resultado, sino en la contravención objetiva del cuidado de la acción" (p. 63). Como puede verse, son perceptibles en él vacilaciones que algunos de sus discípulos han desechado no obstante.

En resumen, para un "finalista" el delito culposo difiere del delito doloso que le está a la par, por lo menos en cuanto al tipo y en cuanto al injusto y es igual en cambio, en la culpabilidad. No puede darse una oposición mayor con la teoría clásica del delito, que explica esa relación en forma exactamente contrapuesta.

Lo que se ha hecho, en el fondo, por el "finalismo", es asignar calidad de injusto, no al ataque contra el bien jurídico protegido, sino a la forma negligente de ejecución de la acción. Se acude, ni más ni menos, a un desplazamiento de la culpa a la antijuricidad, pese a las ocasionales referencias que se hacen al "bien jurídico". Lo que no se explica por esta teoría es cómo puede haber "prohibición" o "injusto" que estén separados de la noción de "bien jurídico" protegido, desde

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que el resultado que lesiona a este último es extraído del tipo y colocado fuera de éste.

Zaffaroni se apega bastante a la posición de Welzel en lo relativo al delito culposo y hay que reconocer que logra una exposición particularmente nítida del pensamiento de su teoría en este punto; niega que el resultado quede fuera del tipo objetivo culposo y que pueda ser tenido como una condición objetiva de punibilidad, por estimar que ello afectaría la seguridad jurídica que toca garantizar al tipo; estima que se exige una relación de determinación entre la violación del deber de cuidado y la causación del resultado, en forma que quede demostrado que esa violación fue determinante del resultado, pero cae de lleno en la noción de valor de acto al caracterizar la conducta culposa como violación del deber de cuidado.

Cury, por su parte, incurre en visibles contradicciones a lo largo de una explicación muy confusa sobre el delito culposo; postula que en el delito culposo el resultado se produce debido a un error sobre el curso causal, pero sin sacar otras consecuencias de esa discutible proposición, afirmar que la esencia de la culpa radica en que el sujeto "abandona las riendas del hecho" aunque hubiera podido cogerlas; sostiene que el "fundamento de la incriminación de los delitos culposos" se halla parcialmente en la necesidad social de evitar peligros a los bienes jurídicos (y sus ejemplos demuestran que piensa en los bienes jurídicos (y sus ejemplos demuestran que piensa en los bienes jurídicos de la vida y de la integridad corporal), pero luego declara que el resultado carece de toda importancia sustantiva y es una condición objetiva de punibilidad, acogiéndose de lleno a la tesis del disvalor de acción; asevera que la punibilidad del hecho culposo "debe medirse en relación con la cantidad de negligencia de que es portadora la acción culposa", pese a citar textos positivos que regulan la pena según la gravedad del resultado producido. El desafortunado tratamiento que Cury da a ese importante tema hace que a ratos se le vea admitir proposiciones clásicas y que en otros momentos se pliegue de lleno en la noción de valor de acto, asignado todo el significado jurídico del delito culposo a un modo de ejecución defectuoso de la acción.

Otros autores hispanoamericanos han desarrollado también el tema en estudios monográficos, entre ellos Juan Bustos y Jaime E. Malamud. El primero explica el desarrollo histórico de los conceptos de culpa y delito culposo y con gran acopio bibliográfico y de información expone las sucesivas etapas atravesadas por Welzel acerca de ellos; la lectura de su trabajo es esencial para quien quiera examinar con profundidad el problema. El segundo hace un análisis de la culpa muy reflexivo desde el punto de vista de la teoría de la acción final, a la cual se acoge; sin embargo, declara que en el delito culposo el resultado real pertenece al injusto y admite las dificultades que su línea teórica encuentra para fundamentar la culpa inconsciente.

En suma, para el "finalismo" la antijuricidad y la culpabilidad, tan nítidamente diferenciadas por la teoría clásica, se desplazan, se confunden y se acomodan según la necesidad que exista de resolver sus dificultades relativas al delito culposo. El injusto adquiere tonalidad subjetiva y el cuidado y la diligencia

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asumen carácter objetivo. Nada de esto ayuda a la mejor comprensión del que estudia Derecho Penal.

12.Este capítulo, destinado a la confusión sistemática provocada por la teoría de la acción final, no llega más allá de contener una crítica del pensamiento "finalista" en lo que concierne a las características propias de la noción jurídica de delito y de la forma de entenderlas e insertarlas dentro de su estructura teórica. No se busquen aquí, por ello, otras explicaciones o discusiones que excedan este modesto marco ni se suponga que vaya a encontrarse un análisis de todos los aspectos de la dogmática penal que esa teoría resuelve de manera diferente de la teoría tradicional.

De los caracteres teóricos del delito podemos eliminar en este momento todo lo relativo a la acción, tema que ha sido examinado con cierta extensión dentro del capítulo tercero. Nos ocuparemos, en consecuencia, de los que siguen.

Según la doctrina de la acción final, el tipo especifica la materia de las prohibiciones penales y constituye el contenido de las normas prohibitivas del Derecho Penal. Pese a la ambigüedad de esas expresiones y aún entendiendo que el tipo no equivale a prohibición sino al objeto o la materia de la prohibición, la afirmación no puede ser aceptada. Además, en oposición a la tesis de Beling acerca de que el tipo no contenía "ningún juicio de valor" y debía ser tenido como una descripción valorativamente indiferente, aquella teoría le atribuye un contenido de valor, en tanto constata "la diferenciación valorativa de una acción para el Derecho Penal".

Cury y Zaffaroni concurren a esta posición, aún cuando se les ve ostensiblemente solicitados por la idea de un tipo descriptivo de conductas humanas, con función instrumental, destinado a separar formalmente lo que pertenece al ámbito penal, de lo que queda fuera de él. Bacigalupo es más escueto, porque asevera que el tipo describe la conducta prohibida por una norma y sólo viene a dar aplicación concreta a esta afirmación al resolver la situación del delito culposo.

Juzgamos que tal forma de presentación de la tipicidad, para los efectos de dar a conocer el concepto jurídico de delito, es, si no enteramente errónea, a lo menos gravemente perturbadora de una comprensión clara, pues mezcla y confunde dos situaciones que deben ser nítidamente diferenciadas.

Es cierto que cuando un legislador se dispone a elaborar un catálogo de tipos penales, realiza una función valorativa, pues selecciona dentro de las conductas humanas aquellas que, con arreglo a su determinado criterio de política criminal, deben aparecer incluidas dentro de las tipificaciones penales. Será conforme a tal criterio que decidirá, por ejemplo, si el adulterio, la práctica homosexual o el aborto voluntario deberán ser incorporados a los tipos. Para este fin el legislador realiza una valoración, pero esta valoración le está reservada a él y la hace antes de que el tipo exista.

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Pero una vez dictada la ley penal y establecido el tipo, cuando no cabe hablar de proceso elaborativo del tipo, sino de su aplicación por el tribunal o por el intérprete, no hay cabida ya para valoración alguna sino para una mera utilización formal de la descripción típica como instrumento de selección que permita efectuar una primera depuración entre el total de las conductas humanas posibles, con el fin de apartar como útiles para una consideración penal únicamente a aquellas que están descritas en los tipos. Es lo que hemos explicado supraantes. Esto significa que en un tipo que fue consagrado legislativamente, no puede apreciar el jurista otra cosa que un cedazo o tamiz destinado a permitir una primera reducción dentro de la enorme variedad de conductas humanas posibles. Esta reducción, que se aprovecha también teóricamente para fines de legalidad y garantía, en la forma en que antes ha sido explicada, marca la puerta de entrada a un ámbito exclusivamente penal y se realiza casi mecánicamente, sin valoración alguna, por simple encuadre de una conducta concreta con las figuras legales.

Será en la fase lógica de la antijuricidad que sigue, donde cabrá aplicar criterios valorativos respecto de las conductas típicas seleccionadas en cuanto tales, esto es, bajo su forma de exteriorizaciones del actuar humano que presentan interés para el enjuiciamiento penal. Allí serán posibles apreciaciones, desde todos los ángulos necesarios y conforme a todos los principios y valores pertinentes.

Consideramos profundamente perturbador, dentro de un esquema destinado a distinguir en forma precisa y diáfana la estructura jurídica del delito, atribuir al tipo penal el carácter de una fórmula legal que individualiza "materias prohibidas" o que da la expresión al contenido de valor, pues todos esos aspectos pueden ser incluidos con mayor concierto dentro de la característica de la antijuricidad. Ningún provecho didáctico resulta de esta mixtura, capaz de llevar hasta a conclusiones erróneas, las cuales son eliminadas de raíz mediante un tipo neutro al valor, con pura función reductora formal, cumplida mediante un simple encuadre de la conducta dentro de una concreta descripción.

La inexactitud de atribuir al tipo un contenido valorativo queda evidenciada por el hecho de que únicamente en el momento de examinar la antijuricidad de la conducta típica, instancia lógicamente posterior y separada de la tipicidad, podremos saber realmente si una conducta típica está realmente prohibida, en qué circunstancias y condiciones y cuál es su posición en relación a las normas. El puro tipo no marca por sí mismo materia de prohibición, aún cuando por su origen y finalidad aproxime a aquello que está prohibido. Por el contrario, el legislador elabora los tipos a sabiendas de que su contenido no se identifica con la materia prohibida. Es cierto que el legislador procura acercarse, al preparar la descripción típica, a aquello que está sustancialmente prohibido por el ordenamiento jurídico y presenta características que hacen necesaria una reacción de carácter penal en su contra. Pero él sabe bien que el choque real entre la conducta típica y lo prohibido solamente podrá darse cuando aquella haya pasado por la

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valoración objetiva de su antijuricidad y pueda ser tenida, en consecuencia, también como conducta injusta. Solución diversa supondría afirmar que el legislador ignora el cometido de las causas de justificación y el momento valorativo que en relación con ellas debe ser cumplido.

El solo hecho de que la tipicidad señale que una acción ha sido escogida por el legislador para ser objeto de consideración penal, no envuelve valoración alguna para los efectos de una teoría dogmática del delito, la cual se encuentra con el tipo ya existente, como algo que le es dado. Ese tipo, así entendido, no tiene sino un alcance formal e instrumental; es el tamiz que separará a las conductas humanas que serán objeto de consideración por la ley penal.

No son suficientes para traer sombras a esta clara fórmula las menciones a que "en principio" la ejecución de una conducta típica puede dar origen a una responsabilidad penal, puesto que sabemos que eso no significa otra cosa que el tipo es la puerta de entrada al ámbito penal, pero eso sólo, privado de las valorizaciones objetivas y subjetivas correspondientes, no basta para dar por existente un delito. Igual ocurre con la afirmación de que el tipo es un "indicio" de conducta injusta; ella tiene de verdad lo que en su momento explicamos, sin que de allí sea necesario concluir, sin más, que lo que el tipo describe es algo que está prohibido o que se liga directamente al contenido de una norma prohibitiva.

Nos parece correcta, en cambio, la generalizada afirmación de la mayor parte de los finalistas (aunque no exclusivamente de ellos) relativa a que el resultado (y por ende también el nexo llamado causal) es un elemento que pertenece al tipo y no al concepto de acción.

Lo que expondremos más adelante sobre la culpabilidad, nos permitirá deducir que el dolo no puede ser examinado dentro del tipo, como sostienen los finalistas, sino en la culpabilidad.

13.La indebida caracterización del tipo.

Pese a que todo lo que concierne a la pretendida "causalidad", como nexo que debe existir entre acción y su resultado, es problema común a "causalistas" y "finalistas", y no podríamos apreciar a su respecto un enfoque distinto que provenga de las diferencias teóricas que dividen a ambos, pensamos que el tema no puede estar ausente de una explicación que intente buscar fórmulas didácticas claras para la enseñanza de la teoría del delito.

Antes de entrar en materia es conveniente, no obstante, una elucidación previa, vinculada a la noción misma de tipo.

Cuando hablamos de resultado, en este punto, ha de entenderse que nos referimos a los resultados materiales, esto es, a aquellas modificaciones del mundo exterior diversas de los movimientos del cuerpo humano, que son perceptibles por los sentidos. Muchos tipos, la mayoría de ellos, señalan estos resultados materiales dentro de sus descripciones (muerte de un hombre, lesiones corporales, adulteración documental, pérdida de la

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posesión, incendio, etc.). Los tipos que no se hallan en este caso son tipos en que los que la descripción solamente señala un movimiento corporal del agente (corresponden a los delitos de mera actividad).

En estos últimos no hay problema alguno de "causalidad".

En ambos casos, no queda excluida la posibilidad de que la acción típica pueda aludir a la producción de resultados no materiales sino jurídicos, constituidos por la violación del orden jurídico. Debe recalcarse, sin embargo, que tales resultados, consistentes en una lesión o un peligro de un bien jurídico (no perceptibles por los sentidos), corresponden al injusto y no al tipo, aún cuando ocasionalmente alguno de éstos pudiera mencionarlos.

Desde este punto de vista ha de reconocerse que no hay delito alguno en el que puedan faltar esta clase de resultados.

La teoría moderna del delito, de cualquier denominación que sea, estudia el vínculo que debe existir entre la acción del agente y el resultado material bajo el nombre de "relación de causalidad".

Pensamos que para una comprensión cabal de lo que es jurídicamente el delito hacen falta varias precisiones en este punto.

Rechazamos, desde luego, que aquel vínculo, llamado causalidad, sea una categoría del ser, sin otra explicación, como lo sostiene Zaffaroni. Lo que es categoría del ser y podría tenerse por incorporado a la estructura de las acciones humanas y de las consecuencias que ellas producen en el mundo externo, es una causalidad propiamente tal, en el sentido de la aptitud de la acción humana para producir, por su propia virtud, ciertas modificaciones en el mundo exterior, generando determinados cambios diversos del movimiento corporal en sí.

Pero al Derecho Penal dicha categoría, que corresponde a una noción filosófica de causa eficiente, no es lo que más le interesa. Porque lo que el legislador penal se propone no es evitar solamente aquellos cambios o alteraciones del mundo exterior que son generados de manera directa y exclusiva por la acción humana, en los casos en que ellos originan una perturbación considerable del orden social; sus propósitos van más allá. Lo que interesa al legislador penal es que tales cambios y alteraciones, que son tenidos como socialmente nocivos o inaceptables, no se produzcan en forma alguna por la influencia de un actuar humano. Para decirlo en otras palabras, la ley penal persigue de un actuar humano. Para decirlo en otras palabras, la ley penal persigue evitar la lesión o peligro de bienes jurídicos bien sea que ellos sean el efecto directo de una acción humana que ha obrado como su causa generadora, bien sea que la acción humana no los haya producido directamente, sino que se haya limitado a permitir que se ocasionen, por la vía de aprovechar, encauzar o disponer causas externas capaces de originarlos.

Si la finalidad (teleología) de la ley penal es la evitación de hechos que constituyan daño o peligro para ciertos bienes jurídicos de gran estima, tratará de impedir que ellos se produzcan aunque la acción humana no sea

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su causa (exclusiva, directa, con virtud generadora propia), sino que ésta se valga otras causas ajenas capaces de ser encaminadas a tales daño o peligro por su intervención. Por ello es que ese vínculo o nexo objetivo que ha de existir entre la acción y el resultado no es únicamente el de causalidad, en cuanto la acción haya de ser la que por sí misma genere el resultado, sino que se extiende a todo un ámbito, muy vasto, que alcanza hasta el punto en que un ser humano puede arreglar o disponer las situaciones existentes, los procesos en curso o las fuerzas que operan en el mundo en forma en que el bien jurídico objeto de protección sea menoscabado o colocado en riesgo de daño. En definitiva, el legislador penal dirigirá sus esfuerzos, por consiguiente, a impedir que un ser humano pueda colocar las cosas en cualquier forma de la que pueda resultar una lesión o daño de los bienes jurídicos que le interesa proteger; por ello irá mucho más allá que ocuparse sólo de acciones causales de un resultado inaceptable para ella, pues incluirá también las acciones que condicionan tal resultado o que de alguna manera influyen para que él llegue a producirse.

Esta es la razón genuina por la cual, para los fines penales, no puede admitirse otra tesis "causal" que la de equivalencia de las condiciones, por ser ésta la única que permite cumplir los objetivos de la ley penal y alcanzar a todo aquél que haya influido, como factor determinante en la producción del resultado típico. Con este alcance deben ser entendidas las expresiones de los tipos que se refieren a este nexo objetivo entre acción y resultado (por ejemplo, dar muerte, ocasionar lesiones, causar daño, etc.). Esta es, también, la razón por la cual rehuimos la designación de "relación de causalidad" para este problema.

Conviene advertir que el "procedimiento hipotético de eliminación" de Thyren, si bien es un recurso práctico de indudable utilidad que permite separar a las acciones humanas que han influido efectivamente en la producción del resultado típico, no puede ser declarado ligeramente como el criterio infalible que nos señala una influencia determinante. Él ayuda para los casos comunes, pero falla en situaciones completamente imprevisibles o determinadas por el azar. Recordemos el ejemplo del que envía a la víctima a que se guarezca de la tempestad bajo un árbol, con el propósito de que allí caiga un rayo y lo mate. Si el rayo cae y mata al sujeto pasivo, el resultado no habrá sido determinado por el sujeto activo, sino por un azar; sin embargo, la regla de supresión mental hipotética parecerá señalarnos a este último sujeto como quien puso un factor determinante de la muerte de aquél.

14.El llamado vínculo causal.

El primer momento valorativo que se cumple respecto de una determinada conducta típica permite establecer si se produce una oposición entre ella, como exteriorización objetiva de un actuar humano, y las exigencias que derivan del ordenamiento jurídico en su conjunto. Así entiende la teoría clásica del delito a la característica de la antijuricidad formal y de este concepto deriva que la valoración recaiga sobre la exterioridad del hecho (comprensivo del movimiento corporal y de su resultado, en los casos en que

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el tipo señala alguno) y que una vez efectuada sea válida para todos los que puedan haber participado en el hecho. Una valoración de esta clase es exigida por la naturaleza misma de la regla jurídica, dirigida al actuar externo del hombre.

Las exigencias jurídicas apuntan, especialmente en el campo penal, a la preservación de bienes jurídicos de especial interés para el normal desarrollo de la vida social. La protección de tales bienes jurídicos "es el concepto fundamental y central para el ordenamiento jurídico".

Si lo primero alude a una antijuricidad formal, lo segundo se refiere a una antijuricidad material. Cualquier apreciación de índole subjetiva no corresponde hacerla aquí sino en la etapa lógica siguiente.

La teoría de la acción final subvierte profundamente este enfoque. Encuentra excesivamente limitada ña idea de un injusto conectado exclusivamente a la protección de bienes jurídicos y abre la entrada a la idea de violación de deberes y a una reprobación de la conducta en sí misma, conforme a criterios éticos – sociales. Con ello el objeto de valoración va a extenderse a una unidad de elementos objetivos (del mundo externo) y subjetivos. Pero, como se ha explicado, este cambio de enfoque conduce a una acentuación del disvalor de acto en menoscabo del disvalor del resultado y, finalmente, a una notoria subestimación práctica de la tutela de los bienes jurídicos, como pivote central que soporta al concepto de injusto.

La objetividad del injusto, tal como es concebido por la teoría clásica del delito, es anulada por la idea del "injusto personal", que concibe a la acción antijurídica sólo como obra de un autor concreto, cuyo injusto es determinado de modo decisivo por "el fin que el autor asignó al hecho, la actitud en que lo cometió y los deberes que lo obligaban a este respecto", junto a la eventual lesión del bien jurídico. Ahora lo fundamental se halla en la acción que provoca el menoscabo de un bien jurídico y en su contenido: el respeto o menosprecio de los bienes jurídicos (no se olvide que algunos "finalistas" llegan a eliminar del tipo de delitos culposos el resultado material que envuelve daño para el bien jurídico protegido).

Felizmente despunta una reacción en contra de esta desviación de parte de algunos "finalistas" hispanoamericanos.

Tratándose de delitos culposos, como se vio, el defecto se marca más hondamente, por las dificultades que ellos comportan para la teoría de la acción final; en ellos se llega al extremo de confundir la antijuricidad con la culpa.

Consecuencia de lo que se ha expresado es que el dolo, dentro del esquema de Welzel, sale de la culpabilidad, pasa a la acción y se convierte en un elemento constitutivo del tipo de los delitos dolosos y, simultáneamente, en un elemento esencial del injusto. Es la total reordenación con que la teoría de la acción final intenta suplir a la teoría clásica.

Que no se diga que las categorías objetivas – subjetivas, que parecen despertar singular aversión en muchos de los que se denominan "finalistas",

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son ficticias o falsas, pues ellas dominan muchos exámenes concernientes a variados aspectos del ser humano y mantiene plena vigencia hasta hoy. Mediante ellas no solamente se distingue lo que es exterior al sujeto y lo que es propio de éste, sino también lo que queda en plano corporal, perceptible por los sentidos, y lo que toca a lo anímico del sujeto. Si ayudan a distinguir mejor los planos o facetas que sin su empleo permanecerían imprecisos o difusos, deben ser empleados, como lo hace la teoría clásica, dentro de la estructura del delito.

Antes de concluir esta sección, cabe agregar algo acerca de la llamada "teoría de la adecuación social", explicada por Welzel como forma de corregir los que considera excesos de "la doctrina de la acción causal... en cuanto ven la esencia del tipo en lesiones causales de los bienes jurídicos", para lo cual acude al expediente de eliminar del plano penal a conductas cuya forma es socialmente adecuada. Si bien Welzel sitúa este tema dentro del estudio del tipo (que sabemos que es tratado por él dentro del amplio capítulo correspondiente a "lo injusto y su hechor"), otros de sus seguidores prefieren vincularlo al examen de la antijuricidad. A nuestro juicio, la elaboración de una teoría para resolver dificultades que pueden ser solucionadas acertada y eficientemente con una interpretación más precisa de la descripción típica y de sus límites, es una demostración adicional de ese deleite que encuentran algunos penalistas modernos por llevar la racionalización de las reglas penales a su más agudo ápice.

15.El injusto personal.16.Una culpabilidad vacía.

La teoría clásica valora en la culpabilidad, la actitud del sujeto que realizó una conducta típica injusta y esa valoración la efectúa principalmente poniendo como objeto de ella a la disposición anímica de aquél en lo relativo a dicha conducta. Por doble motivo, pues, se trata de una valoración subjetiva. Ella se hace por separado para cada uno de los individuos que han podido tener intervención en el hecho típico injusto.

Esa valoración subjetiva presupone la objetiva que se llevó a efecto en el plano de la antijuricidad; requiere de un sujeto apto para ella (imputable); puede asumir las formas concretas de dolo o culpa, y se completa con el análisis de la no exigibilidad de otra conducta, destinado principalmente a poner de relieve si en su actuar concreto el inculpado dispuso de una libertad que le hiciera posible el acatamiento a las normas.

Así como la antijuricidad tiene su objeto propio de valoración (objetivo), la culpabilidad necesita también uno determinado y preciso que encuentra centralmente en la disposición anímica del sujeto (subjetivo). El resultado de esta valoración es un reproche personal a este último, por haberse decidido incorrectamente, pese a que tenía la posibilidad de elegir el camino ajustado a Derecho.

La verdad es que la fundamentación general del juicio de reproche se enuncia en forma análoga por las teorías clásica y de la acción final. Ambas admiten que es

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reprochable quien tuvo la posibilidad de obrar de otra manera y no lo hizo, realizando, en cambio, una conducta típica y antijurídica. El no haber omitido la acción típica y antijurídica que pudo ser omitida y el no haberse dejado motivar de acuerdo a las exigencias normativas, trae como consecuencia la censura jurídica.

Pero tan pronto como se examinen los elementos de juicio que se tienen en consideración para dicha fundamentación, podrán discernirse grandes diferencias entre ellas, que procuraremos reducir de modo esquemático, mostrando las particularidades que reclama para sí la teoría de la acción final:

1. El dolo es arrancado de la culpabilidad para ser incorporado a la acción como su finalidad propia, quedar en calidad de contenido necesario de todo tipo de delito doloso y pasar a formar parte del tipo de injusto, en calidad de faz subjetiva de éste;

2. A ese dolo, así re - situado, se le asigna un carácter neutro, libre de valor, pues sólo así podrá encontrar asiento en la acción; la culpa es también re – situada como elemento del tipo de injusto en los delitos culposos, dolo y culpa dejan de ser, por ende, formas de la culpabilidad y abandonan el campo propio de ésta;

3. Con ello queda liberado y suelto un elemento de la doctrina tradicional, que es la conciencia de la antijuricidad de la acción; ella es dejada dentro de la culpabilidad y pasa a integrar en forma autónoma su estructura; algunos la denominan "congnoscibilidad de la prohibición";

4. Pero eso desocupa a la culpabilidad de lo que había sido el objeto central de su valoración conforma a la doctrina clásica: la disposición anímica del sujeto y su actitud personal frente a la acción típica y antijurídica;

5. El vacío producido de esa manera es reemplazado por la noción de "un poder en lugar de ello", vale decir, la posibilidad del sujeto de acatar la norma;

6. De esta manera la pareja de contrarios "objetivo – subjetivo" (defectuosa y superada, según Welzel), es sustituida por los contrarios "deber ser – poder" como base de la teoría de lo injusto y de la culpabilidad;

7. Debido a todo esto, el examen del error se hará en dos etapas diversas: el del error de tipo dentro del estudio de la tipicidad y el del error de prohibición dentro del estudio de la culpabilidad.

Tan radical alteración de la estructura tradicional de la culpabilidad tiene algunas consecuencias, entre las que se cuentan:

a. Los "finalistas" no se preocupan mucho de una noción aislada de culpa, que en la teoría precedente fue estudiada a la par que la del dolo, por estimarse a la culpa como la otra forma de la culpabilidad; por ello no se advierte un afán suyo de dar un concepto autónomo de culpa o de definirla; toda la sustancia de esa antigua forma de culpabilidad se desparrama y se diluye dentro del tratamiento del injusto de los delitos culposos;

b. Surgen problemas casi insolubles sobre la culpa inconsciente, pues ésta encuentra serias dificultades de fundamentación dentro de la teoría de la acción final.

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He aquí una prueba más de la forma en que el "finalismo" abandona la simplicidad y claridad de la doctrina clásica del delito.

12.No se percibe, en lo relativo a la omisión, un enfrentamiento muy abierto entre las dos teorías que analizamos.

Desde que Radbruch impugnó la posibilidad de incluirla dentro del concepto de acción, por ser una negación de ésta, muchos penalistas han abordado el problema de la omisión desde puntos de vista filosóficos y semánticos, procurando encontrar conceptos y palabras capaces de abarcar conjuntamente al actuar positivo y al no actuar.

La dificultad principal para equiparar ambas realidades en una teoría unitaria del delito, ha estado en que no puede hablarse de omisión sino cuando la conducta que no ha sido realizada está exigida por el ordenamiento jurídico; lo cual significa, paradójicamente, que la valoración jurídica debe preceder en plano lógico a la calificación de un suceso como omisión. Pues solamente es posible imaginar una omisión en los casos en que no se hizo algo que constituía una actividad esperada conforme a las exigencias jurídicas.

Para fines teóricos ha de acudirse, por ello, no al no actuar en sentido general, sino a una descripción típica concreta que se refiera a la omisión de una acción; esta descripción podrá complementarse normativamente, luego, con una valoración de su injusto.

La omisión significa un obstáculo para la teoría de la acción final, pues resulta difícil entender siempre como final un comportamiento humano omisivo. Esto conduce a esta doctrina a escindir la teoría del delito en dos: una para los delitos de acción y otra para los delitos de omisión.

Se ha ideado una ingeniosa fórmula que permite sortear buena parte de los escollos que obstaculizan la incorporación de la omisión al elemento "natural" que sirve de base a la elaboración teórica del delito. Consiste en considerar que en la omisión el legislador prohibe toda otra conducta posible del sujeto que no sea la que espera de él y que no realiza.

Conforme a un criterio teleológico pueden reducirse muchas de las dificultades que presenta la omisión. Si el Derecho Penal se propone imponer a los individuos un comportamiento que no traiga menoscabo no peligro a los importantes bienes jurídicos cuya tutela le está confiada, su ámbito ha de extenderse necesariamente a toda actitud humana que en concepto del legislador pueda dañar o poner en peligro a dichos bienes. Así como el hombre puede incurrir en esta clase de actitudes censuradas mediante conductas activas, puede hacerlo también, en algunos casos, mediante abstenciones que dejen seguir adelante procesos del orden natural o acontecimientos que tienen su origen o impulso en fuerzas ajenas a él mismo y que debiera detener o impedir. Esto basta para incorporar esas abstenciones al plano de lo que merece pena.

Desde el punto de vista terminológico, agreguemos que el conjunto de las acciones y omisiones, por pertenecer ambas a las manifestaciones externas

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de la voluntad humana (en el sentido amplio que quedó explicado), pueden ser denominadas genéricamente como conductas, comportamientos o, aún, actitudes.

13.La omisión.14.Apreciación conjunta.

Hay expresiones de Welzel que manifiestan cierta soberbia intelectual de su parte en relación con las nuevas ideas que introduce. Pero el adalid nunca desbordó un correcto marco académico, como podría ser el caso de algunos de sus discípulos que han ido bastante más allá de él.

En Zaffaroni, sin ir más lejos, encontramos términos que no sólo envuelven desdén hacia las ideas de algunos adversarios, sino que llegan al extremo de imputarles abiertamente mala fe científica. No tienen otro sentido palabras como "proceder tramposo", "esconder inconsecuencias" y otras semejantes. Creemos que es un error inexplicable en un penalista de su capacidad.

Y no es el único.

En plano científico es admisible, por cierto, la discrepancia. Todavía más, podría afirmarse que ésta es necesaria. Naturalmente, quien está convencido de la verdad de su posición puede calificar como errónea a una tesis diferente a la suya y combatirla con todos los argumentos apropiados; pero no parece recomendable llegar a suponer falta de inteligencia o de discernimiento crítico en el adversario y, mucho menos, atribuirle torcidos propósitos. Especialmente cuando se trata de temas tan controvertibles como los que tratamos. Hacerlo revela un equivocado celo científico o una apreciable dosis de intolerancia.

Aún en la hipótesis de que la teoría de la acción final no contuviera ni los errores de fondo ni los peligros que le - atribuimos y no fueran más allá de hacer una mera redistribución de las notas, características e ideas necesarias para darle al concepto de delito una estructura orgánica - lo que no es, ciertamente el caso - juzgamos que ella no es apropiada para el nivel de grado de la enseñanza del Derecho Penal, debido a su complejidad, a su intrincación innecesaria y a la dificultad que ofrece para distinguir clara y ordenadamente las ideas fundamentales. Es la consecuencia, como lo ha explicado Werner Maihofer, de anticipar las etapas de análisis, de sobrecargar con apresuramiento las características iniciales dentro de la teoría del delito, de provocar un quiebre en la cadena de las sucesivas comprobaciones y valoraciones sistemáticas y de destruir la conexión funcional y el orden que se procura establecer en la constricción teórica. Esto la lleva a hundirse en un "caos sistemático".

Hubo años en que el debate entre las teorías examinadas sacudió violentamente a la dogmática penal, encendiendo muy vivas controversias. Ahora sólo quedan las cenizas.

Desde fines de la década pasada, muchos penalistas de calidad han reaccionado en contra de estas pugnas basadas en abstracción y teorización excesivas, sea para reclamar una mayor atención a las particularidades del caso penal concreto (H. H. Jescheck), sea para alzarse contra las "dificultades deprimentes" que

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suscita una "dogmática mal planteada" (C. Roxin) o para denunciar sus sutilezas jurídicas, capaces de "partir un pelo por la mitad" (E. Gimbernat). Cunde la conciencia de que la dogmática penal moderna ha impuesto una exacerbación del razonamiento abstracto, que la aleja de la vida humana y social que el penalista debe colocar siempre en el primer plano, la sume en un verdadero escolasticismo y puede llevarla a una virtual desconexión con la realidad. Se tilda a dicha polémica por conducir el interés de los penalistas a la agudización de discusiones carentes de sentido práctico, con riesgo de transformar a la ciencia del Derecho Penal en una disciplina abstrusa y pretenciosa, hermética y apta sólo para iniciados, con menor sustancia de la que se atribuye, ajena a la realidad y desgastadora de una voluntad que se dirija certeramente a la solución de los verdaderos problemas que plantea la criminalidad al Derecho. Mediante ella no se ha alcanzado sino "un peregrinaje de los elementos del delito por los diferentes estadios del sistema, desatendiendo problemas reales que exigirían postergar a segundo plano muchas disquisiciones teóricas.

Las elaboraciones dogmáticas no deberían ser consideradas jamás por el penalista como metas últimas, sino, a lo sumo, como modelos que han de permitirle una mejor ordenación de su estudio metódico del hecho criminal y de su autor. Como modelos, deberían ser esquemáticos, dúctiles (para una apropiada adaptación a la realidad concreta) y eminentemente relativos, a fin de que nunca puedan sobreponerse a las circunstancias del caso en examen.

Todo esto ha tenido como saludable efecto una inclinación actual muy marcada a conceder atención preferente, dentro del estudio del Derecho Penal, a los fines sociales de éste y a realzar, en consecuencia, los criterios políticos - criminales para la elaboración, interpretación y aplicación de la ley penal.

Pensamos que el hastío que hoy aflora por ese escolasticismo de las doctrinas de Welzel y de otros dogmáticos penales, ha de originar un retorno a la concepción clásica original del delito, pues ésta, por su sencillez, por su diafanidad y por su manifiesto valor instrumental para una elaboración teórica básica, será siempre indispensable para la formación de un penalista integral, bien adiestrado en los problemas conceptuales, bien informado de toda aquella variada gama de conocimientos extrajurídicos que se hacen cada vez más necesarios para una mejor lucha contra el delito y dispuesto a realizar un estudio acabado de todas las particularidades de hecho que presenta la realidad en cada caso criminal.