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ATS15_El árbol, el camino, el estanque ante la casa

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Luis Martínez Santa-María

Nace en Madrid en 1960. Ingresa en la Escuela de Arquitectura de Madrid en 1977, donde cursa la asignatura de Elementos de Composición con José Manuel López-Peláez y la de Proyectos Arquitectónicos, en la Cátedra de Francisco Javier Saénz de Oiza, con Javier Vellés Montoya, Gabriel Ruiz Cabrero y Paco Alonso. Arquitecto por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid en 1985, becario del MEC para la Formación de Profesorado y Personal Investigador entre 1986 y 1989 y profesor de Proyectos Arquitectónicos en la ETSAM desde 1990.

Primer Premio para la construcción de la Biblioteca Universitaria de Tafira en Las Palmas de

Gran Canaria, la sede y centro de producción de Larios, SA, en Málaga, la construcción de un

conjunto de viviendas en Ventaberri (San Sebastián), la rehabilitación de la Casa de los

Coroneles en La Oliva (Fuerteventura), la ordenación de la Plaza de la Constitución en Cubas de

la Sagra (Madrid), el Concurso Internacional EUROPAN IV en Palma de Mallorca, la ordenación

de los alrededores de la catedral de Palència, la ordenación del casco antiguo de Collado

Villalba (Madrid), la ordenación de las Eras del Alcázar en Úbeda (Jaén) y la construcción de un

bloque de viviendas de protección pública en Ciudad Pegaso (Madrid).

Ha sido también seleccionado para la VI Muestra de Arquitectos Jóvenes Españoles por la

Fundación Antonio Camuñas. Finalista en los Premios FAD. Premio de Arquitectura y Urbanismo

del Ayuntamiento de Madrid y Premio Manuel Oraá y Arcocha.

Su tesis doctoral Tierra espadada: el árbol, el camino, el estanque ante la casa, de la que fue director Javier Frechilla Camoiras, fue leída en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid en 2000, ante un tribunal formado por Juan Navarro Baldeweg, Manuel de las Casas Gómez, Ignacio Gómez de Liaño, Josep Quetglas Riusech y Vicente Vidal Jiménez. Fue Premio Extraordinario de la Universidad Politécnica de Madnd y Primera Mención en la Tercera Convocatoria de Tesis Doctorales de la Fundación Caja de Arquitectos.

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El árbol, el camino, el estanque, ante la casa L U I S M A R T Í N E Z S A N T A - M A R Í A

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Colección A r q u í t h e s i s núm. 15

El árbol, el camino, el estanque, ante la casa L U I S M A R T Í N E Z S A N T A - M A R Í A

Q f u n d a c i ó n caja de arquitectos

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El árbol, el camino, el estanque, ante la casa LUIS M A R T Í N E Z S A N T A - M A R I A

Colecc ión Arquí thes is , n ú m . 15

DIRECTOR DE LA COLECCION Carlos Mar t í Arfs

EDICIÓN F U N D A C I Ó N CAJA DE ARQUITECTOS Ares, 1, 0 8 0 0 2 BARCELONA Fax: 93 4 8 2 68 01 fundac ion@arqu ia .es

C O O R D I N A C I Ó N Clara M u r a d o

DISEÑO GRÁFICO gráf ica f u t u r a

IMPRESIÓN Elece

F O T O M E C Á N I C A C r o m o t e x

A S E S O R A M I E N T O LINGÜÍSTICO Jordi Palou

D.L. M - 2 5 5 4 - 2 0 0 4 ISBN; 8 4 - 9 3 2 5 4 2 - 9 - 0

© de esta ed ic ión . Fundac ión Caja de A rqu i tec tos © del t ex to y las innágenes indicadas, Luis Mar t ínez Santa-Mar ía © de las imágenes indicadas, And rea López

Portada: Estanque en el pat io dei ayuntamiento de Goteborg , de Eric Gunnar Asplund. Fotografía de Andrea López, 1999.

PATRONATO F U N D A C I Ó N CAJA DE ARQUITECTOS

PRESIDENTE Javier Navarro Martínez

VICEPRESIDENTE 1° Gerardo García-Ventosa López

VICEPRESIDENTE 2° Santiago de la Fuente Viqueira

SECRETARIO An ton io Ortíz Leyba

PATRONOS José Álvarez Guerra Javier Díaz-Llanos La Roche Marta Cervelló Casanova Covadonga Alonso Landeta Sol Candela Alcover Federico Orellana Ortega Carlos Gómez Agustí José Argudín González Alber to Alonso Saezmiera Manuel Ramírez Navarro

PATRONO DELEGADO An ton io Ferrer Vega

DIRECTORA Queralt Garriga Gimeno

Este libro se ha compuesto con t ipos Berthold Garamond y Frutiger. Se ha usado papel estucado mate de 135 g. para el interior y cartulina de 300 g. plastificada mate para la cubierta. La tirada ha sido de 2000 ejemplares.

La edición de este l ibro ha sido posible gracias a la f inanciación obten ida del Fondo de Educación y Promoción de la Caja de Arqui tectos.

La tesis doctoral Tierra espaciada. El árbol, el estan-que, el camino ante la casa, ob tuvo la pr imera mención en el Tercer Concurso de Tesis de la Fundación Caja de Arqui tectos, con un ju rado compuesto por Juan Navarro Baldeweg, Josep Quetglas, Jorge Torres Cueco y Javier Díaz-Llanos.

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ÍNDICE

7 PREFACIO, Juan Navarro Baldeweg

13 INTRODUCCIÓN

EL ÁRBOL ANTE LA CASA

23 El árbol

33 Ante la villa Mairea en Noormarkku, de Alvar Aalto, 1937-1939

41 Ante el pabellón Upper Lawn, en Wiltshire, de Alison y Peter Smithson, 1959-1962

49 Ante la Petite Maison en Corseaux, de Le Corbusier, 1925

59 Ante la villa La Roche en París, de Le Corbusier, 1923

65 Ante las casas patio, de Mies van der Rohe, 1931-1934

73 Ante la iglesia de St. Markus en Estocolmo, de Sigurd Lewerentz, 1956-1960

EL CAMINO ANTE LA CASA

83 El cannino

97 Ante el cementerio Sur de Estocolmo, de Eric Gunnar Asplund, 1935-1940

109 Ante la villa Savoye en Poissy, de Le Corbusier, 1929

121 Ante la casa Malaparte en Capri, de Adalberto Libera, 1938

131 Ante algunas capillas funerarias de Sigurd Lewerentz, 1914-1952

EL ESTANQUE ANTE LA CASA

145 El estanque

157 Ante el cementerio Sur de Estocolmo, de Eric Gunnar Asplund, 1935-1940

171 Ante el pabellón de Alemania en Barcelona, de Mies van der Rohe, 1929

183 Ante el estanque de la capilla de Notre Dame du Haut, en Ronchamp, de Le Corbusier, 1950

199 Bibliografía

201 Créditos de las ilustraciones

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PREFACIO

Una casa dentro de otra

La ventana en la habitación se asoma a un pedazo de roca gris y rosa con un azul inten-so encima. Y esa figura distante es también la casa, pertenece a ella. La peña y el peda-zo de cielo son como la jarra, el libro o el plato sobre la mesa. La casa se ha ampliado. Una pared virtual se aleja para rodear aquellos seres lejanos. En realidad, hay unos muros en la línea última que el ojo ya casi no es capaz de distinguir: las cuatro paredes de la habitación se han transformado en el cerco último de puntos (incontables pare-des) que denominamos horizonte. La casa está en el horizonte y el horizonte es parte de la casa.

Este libro de Luis Martínez Santa-María analiza y se recrea en un conjunto de proyectos extraordinarios de grandes arquitectos como Aalto, los Smithson, Le Corbusier, Mies van der Rohe, Lewerentz, Asplund o Libera. Interpreta esos proyec-tos de casas en su conjunción con algo que se encuentra en su exterior: el árbol, el camino, el estanque. Al hacerlo desvela sentidos profundos de lo que significa cons-truir y de lo que significa vivir y soñar la vida propiciada por esa construcción. El árbol, el estanque o el camino entran por igual en lo doméstico, en la compañía físi-ca y en la imaginación del habitar cotidiano. Al volvernos hacia ellos, al mirarlos y pensar en ellos, se transforman en figuras íntimas y, sobre todo, junto a su callada pre-sencia se hacen evidentes funciones radicales de la casa. Esa presencia, en el ampliado límite de la casa, hace más precisa e intensa su interpretación, el fondo conceptual e imaginario dentro del cual reflexionar sobre ella. Esa conjunción obliga a interpretar la arquitectura a través, como un lugar de permanente paso de energías, de miradas, de vida y tiempo. La casa deviene un lugar de tránsito, un mecanismo de exploración y de captación. Se presenta como un objeto abierto y como un instrumento apropia-do para dar un salto hacia fuera en una especie de desenvolvimiento telescópico y para atraer y congregar lo distante. Si la casa comparte y dialoga con un árbol, el estanque o el camino es porque se concibe a sí misma como una gavilla de líneas ilimitadas en

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modo análogo a la red de vínculos, dependencias y transformaciones sin fin que esos entes poseen como elementos en la naturaleza, radicados en el continuo orgánico del suelo, el subsuelo, la atmósfera, el paisaje o la mirada del caminante. La casa se agi-ganta en otra casa mayor y ésta, a su vez, parece, en un movimiento contrario, com-primirse para tener cabida y adentrarse en la menor.

Ese crecer y decrecer, ese vaivén interpretativo se sustenta en la continuidad de unos hilos conectivos que permite un ir y venir de lo grande a lo pequeño y compren-der las figuras de la casa como nudos, lazos que son parte de un gran y extenso tapiz que la sobrepasa. Pensemos, en primer lugar, que la casa es un instrumento para la per-cepción que perfila y concreta unas figuras dentro del vasto campo óptico. El campo óptico está centrado en el usuario y en la vitalidad y animación espontánea de su mira-da. La casa encauza, determina, limita la extensión, el alcance y la región en la que se congregan las fugas visuales; modela y prefigura imágenes, según el juego de aperturas y cierres de la visión. Cada casa supone un modo singular, específico, de inmersión en el campo óptico, y lo que aquí interesa es saber que este campo es una de sus sustan-cias primordiales y que está definida por el ojo orgánico del habitante como un lugar central en el espacio. Podemos pensar metafóricamente en el ojo como un pez y en el campo óptico como el agua de la pecera. Para el ojo, o según esta metáfora, el pez, es importante el agua, en primer lugar, y no tanto la superficie curvilínea y cristalina de la pecera. Un vaso es un contenedor formal para un contenido amorfo. El vaso entrega el agua como sustento y elemento de vida y luego fluye y sigue su camino. La casa es un contenedor de sustancias y materiales ilimitados. No cabe en arquitectura una segrega-ción de forma y contenido, ya que toda forma es cauce para la percepción, o la luz, o el agua, o las energías necesarias y los materiales involucrados. El formalismo es parcial y restrictivo cuando privilegia el contenedor sobre el contenido, abriendo una brecha en un binomio que siempre ha de presentarse íntimamente unido y sin fracturas.

Aquella distinción entre el campo óptico (que supone un lugar entre los confi-nes del ojo y el horizonte) y la casa Concreta como un límite proyectado en ese lugar, es pertinente y generalizable, ya que las sustancias con que se erigen las obras de arqui-tectura son informes, como la capacidad abierta de la vista, la luz, el agua y también tantos materiales de construcción que nos parecen casi fluidos, como la piedra sin límites de las canteras, el vidrio, los rollos ilimitados del metal (las planchas apiladas de acero o aluminio) y montones de ladrillos. Todos estos ingredientes constructivos han de formarse, conformarse, son inicialmente material amorfo, son casi un líquido. Su presencia se hace visible y experimentable por las figuras de lo construido, por las siluetas creadas y destacadas en lo que inicialmente es un fondo sin límites. Separar la forma de la sustancia puede derivar en considerar la forma como algo independiente

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y, al proyectar, en un juego gratuito, hueco, superficial, sin la necesaria densidad orgá-nica o física. Por eso, al situar aquellas figuras terrenales del árbol, el estanque y el camino junto a la casa se alcanza una plataforma conceptual con una profunda carga ideológica. Es un medio sencillo para corregir y enderezar las nociones acerca de ese objeto que llamamos casa.

El árbol es una forma hecha de luz solar, de los minerales del suelo y subsuelo, de agua, y además vive en el tiempo, crece y cambia. La palabra árbol evoca una cier-ta idea de forma con una inherente capacidad de transformación y de metamorfosis. La casa junto al árbol cambia al cambiar su imagen cuando el árbol crece o simple-mente cuando la luz transforma el juego de luces y sombras que éste filtra y por el ciclo anual arropando más o menos aquella estampa dual. El árbol es como un esco-llo que resplandece en el curso de los elementos y así también la casa a su lado.

Paso a paso, el camino es una guía y un modo de gobierno de la vista en la apro-ximación al edificio o en la salida desde él hacia el paisaje. Se nos desvela una serie cambiante de imágenes que, considerada como un todo, es una figura de figuras. Figuras memorizadas, acumuladas o sintetizadas por los cambios graduales en el punto de vista. La imagen de la casa es gobernada por una región visual móvil que la rodea y la recompone como una experiencia compilatoria, cubista por así decirlo, transfor-mando la vista en tacto y lo abarcante en abarcado.

El estanque es un volumen concreto del agua ilimitada que invita a comprender cualquier apariencia en su cercanía bajo la noción de un confinamiento. Es, además, ocasión para el reflejo y la disolución de la apariencia de lo heterogéneo en la homo-geneidad física del agua, revelando cómo las diferentes imágenes y los materiales diver-sos son arrastrados a la unidad en el espejo. El estanque, que es sensible y alterable a otras cont inuidades c o m o la luz y el viento, aporta en la contemplación conjun-ta el sentido de una materia vivaz, contagiando su inquietud a la inerte construc-ción. El estanque es un e lemento paradigmático de esa unidad cognoscitiva de forma y contenidos, inestable y vibrante en el fluir temporal .

De este modo, todos aquellos fenómenos y acontecimientos que tan sencilla-mente se asocian al árbol, al estanque y al camino acabarán impregnando el entendi-miento de lo que es la casa en la profunda unidad de vida y forma, fierra y objeto, en una síntesis integradora.

Luis Martínez Santa-María ve esos seis árboles, cuatro caminos, tres estanques, en un diálogo ejemplar con las casas respectivas como oportunidades para reconducir la inclinación a ver la pureza indiferente de unas cáscaras hacia una visión de plena y bullente vitalidad. La originalidad del pun to de vista de este trabajo es la misma que advertimos en la raíz creativa de las obras analizadas, cuando comprobamos cuánto

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brilla en ellas un fondo omnipresente y cómo las formas no son más que peculiares interposiciones, cortes en lo que, en rigor, siempre sigue su curso, ya que la arquitec-tura fiandamenta su ser instrumental como un paso o un tránsito. La arquitectura es un instrumento y ello nos permite, por analogía, compararla a un instrumento musi-cal que vibra y suena, donde lo que importa son los efectos, el flincionamiento, su función en el sentido más amplio. Habitar es extraer la música de un instrumento. Los aspectos narrativos de la arquitectura se fundan en este modo de comprender la habi-tación porque la narración es como una melodía emitida por ese instrumento capaz de sonar de muy diversos modos.

La casa se vive, se toca, produce sonidos y canta. La villa Mairea de Aalto es una guitarra que los usuarios rasguean; la Yellow House de Smithson es como un conjun-to de campanillas tubulares colgado como un racimo del árbol próximo que se mece y suena al unísono con las hojas de su copa; la Petite Maison de Le Corbusier es un "altavoz" de la vista, amplificando su relación con el horizonte; su fenétre à longueur es una boquilla rasgada que lanza su silbido al aire, poderoso, desinhibido, sobre las aguas tranquilas del lago y alcanza la otra orilla, la línea privilegiada en que se encuen-tran el lago y los Alpes. Los caminos que rigen los movimientos de avance o rodeo condicionan el aspecto integral de lo construido, rozando las cuerdas, los hilos y las redes de lo edificado. Así son arrancadas aquellas notas ordenadas y precisas, en el caso de la villa Savoye o del cementerio de Estocolmo, en la secuencia de un desarrollo cinematográfico, de un avance concertado y armonioso. La gran cubierta cóncava de Ronchamp vierte el agua de la lluvia por el hocico de la gárgola doble sobre el peque-ño estanque en el que se encuentran unas lenguas piramidales sedientas y deja oír el sonido de una cascada perenne. Todo esto es objeto de la visión de este trabajo. También los autores de esos proyectos así lo intuyeron y lo expresaron a través de abundantes dibujos clarificadores en los que fueron protagonistas estas mismas y otras conjunciones. Eso es lo que Luis Martínez Santa-María examina tan cuidadosamente. Nos muestra, entonces, los edificios como fierra conquistada y mundo activado, no sus formas ensimismadas como estáticas figuras objeto de la curiosidad de las miradas. En cierto senfido son casi invisibles, se han hecho transparentes. Es emocionante la lectura de este libro que insiste, una y otra vez, en la invitación a senfir los efectos, los signos activados de unas obras transitivas. Percibimos conmovidos unos instrumentos bien afinados. Las notas son extraídas por impulsos que vienen desde muy lejos: nacen en el encuentro, en el choque con un curso de energía, como piedras que arrancan bri-llos al agua, y con un poder que proviene de una casa primordial que nos rodea, otra casa desde la cual aquellas obras, buenas transmisoras, se han proyectado.

Juan Navarro Baldeweg

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A Andrea Rosa

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Introducción

Si hablar así de la tierra hace de mí un poeta menor o terraplenador, ¡quiero serlo!

No conozco tema más importante.

Francis Ponge, Piezas

I La obra hace la tierra. La realiza, hace real a la que tiene por esencia el ocultarse a sí misma. Ese es su quehacer: ir inaugurando y reconstruyendo una naturaleza natural.' Para hacerla, debe soñarla; debe soñar al menos una posibilidad que pueda ser extraí-da de un informe e ingente material acumulado. Obra por ese sueño; se pone en busca de una realidad que resultará necesaria: cambiar la distracción del mundo por un claro donde algo nuevo se reúna hecho posibilidad, atraído. La obra, en su obrar, ofrece las imágenes del mundo; las que encienden en el hombre su vida imaginante. Sobre el enigma del árbol, del camino, del estanque... o de un trozo de tierra cualquiera ante la casa, ofrece un sueño y, por tanto, también una misteriosa realidad con él confundi-do. El lugar legado por la obra, la casa, es un reducto donde el mundo se agiganta.

La tierra ya no es la extraña ni la oscura sino por primera vez la presente: el pre-sente concedido al hombre desterrado. En la morada, en lo acostumbrado, se abre un claro en la espesura y entonces la tierra sucede y prende en el tinglado construido; arraiga en la materia preparada para ser humanamente ocupada, en el interior de su materna materiahdad. La casa, por ser su sueño, hace sustantivo el sentido de la tierra.

Desde ella habitar será entrar en tratos con una extrañeza; con algo que ni siquie-ra se veía y que ahora la obra deja ver: revela. Será estrenarse a ver lo nunca visto - lo visto siempre, lo visto en exceso- desde el espaciamiento logrado. Don del ver: todas las habitaciones del hombre, hasta las que son ciegas como un calabozo, hacen firme la epifanía de esta mirada. Los cuartos encienden los objetos y permiten al cuerpo humano la meditación sobre ellos - en el sentido casi médico-: su cuidado.

Como cuartos, son una subdivisión de la casa, y como cuartear es siempre divi-dir en porciones iguales una unidad ensimismada (una esfera, un círculo, un año), el cuarto de la casa alaba precisamente, como fragmento, su conciencia de pertenecer a

1 Dibujos para la casa Huarte. Francisco Javier Sáenz de Oiza. 1968 (página anterior).

1. Todo un estuerzo humano alcanza esta naturalidad para la tierra. Véase C . R O S S E T : Lii ¡wlinatiimleza.

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2. La palabra origen significa hacer surgir algo por medio de un salto. Véase M. HEIDEGGER: "El origen de la obra de arte", en Caminos del bosque, pág. 56.

3. Se deberá admitir una sobrevaloración que está en contra de todo cientifismo: tendemos a pensar en contra de la rea-lidad, es decir, en rayos visuales que salen de los ojos y no en rayos de luz que impactan los ojos desde el exterior. Véase E. SCHRODINGER: Mente y materia, pág. 46.

4. M. MERLEAU-PONTY: La fenomenología de la percepción, pág. 119.

5 . L . A R A G Ó N : Habitaciones.

algo que no es fragmentario sino único. Recogido sobre su cuarto correspondiente, el cuerpo se anuda a un cierto mundo, desde allí lo conoce, lo cala, desde allí salta.^ En la casa única, el cuerpo ya no está en el espacio: es del espacio. El cuerpo, un ojo enor-me, al ver la tierra desde su dominio, descubre su inmenso poder panóptico.'

A la vez, también la tierra sabe llegar por un camino inverso hasta el cuerpo cobijado; en el cuarto ella lo mira y lo hipnotiza. Resulta entonces que el reducto opuesto al exterior, el cuarto, es sin embargo lo más expuesto, lo que se acaba pasi-vamente abriendo. La experiencia sensorial desplegada sobre el equipamiento de la habitación se hace suficientemente consistente para comprender un mundo íntegro. Dentro, acechado por una tierra que reconoce como la suya, el cuerpo valora toda su fuerza: sabe bien que no habría espacio sin él.''

Desde el cuarto habitado o desde el vacante, se da entonces el origen del hom-bre; el lugar donde se narra su naturaleza inerte y resistente; desde donde él da el salto hacia lo desconocido: en la penumbra arrinconada de este abrigo adquieren toda su altura las palabras del poeta: "Es tu habitación sin embargo, pues de ella partes".^ Es el centro, el origen, el lugar donde se toma la palabra. El lugar de respeto y adoración, lo que más tarde llegaría a ser el templo, no pudo ser en sus principios más que un cuarto humilde, el simple cuarto de un hombre con sus cuatro paredes. Tantas ver-dades construidas parecen descansar todavía hoy en este emparentamiento entre lo humilde, humilis, y el hombre. La cabaña, el refugio, una vulgar techumbre son arque-tipos de todas las construcciones.

Nace la certidumbre. La visión se hace cierta, lo revelado tiene lugar porque lo acaecido ha tenido un emplazamiento donde caer y dejar huella. Es la posada, la casa, donde la tierra tiene lugar y donde los hechos transeúntes encuentran la posibilidad de hacer un alto. Las cosas, la luz, la tierra, los animales que eligen la mansedumbre, los hombres presentes y los desaparecidos encuentran los límites y los lazos que los identifican como tales. Dan con los nombres. Desde el lugar detenido, desde esa posi-ción que se aparta de un tráfico ciego y sin polo, se ofrece al hombre la posibilidad simultánea de abarcar el afuera y de verse a sí mismo. Detenerse es ver. Detenerse en un lugar es prepararse a comprenderlo con las fuerzas del propio ser, a incorporarlo.

Entonces, desde el orden de sus cuartos, un hogar vigilante da con el nombre exacto con el cual llamar al planeta, al que ahora comprende como algo íntimamen-te suyo: océanos, cumbres, ríos y valles, hoces, mesetas, cielos y nubarrones... parecen fierra, lugar firme. El hombre advierte hasta qué punto no puede despegarse de ese lugar, cómo con un golpe de su azada puede llegar a abrir en cada surco un lugar pro-tegido y con cada piedra puesta con sus manos puede desafiar a una montaña y man-darla hablar o enmudecer. -¡Eh, tú! -puede decirle.

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II En la capilla de Otaniemi, obra de Heikki Siren, el plano de vidrio no coincide con el límite entre el interior y el exterior del espacio. Se diría que el límite, ese lugar que puede ser extenso, se encuentra alrededor de la cruz, imprecisamente señalado. La masa forestal del fondo hace participar a la figura de la cruz de una profundidad o claroscuro hecho con tierra; algo que la imaginería religiosa había resuelto secular-mente con el trompe-l'ml de los retablos.' Pero para que el bosque pueda ocupar y sus-tituir el lugar iconográfico de los antiguos retablos se precisa que esté deshabitado, que desde el espacio interior de la capilla el observador no se cruce con la presencia de ninguna señal del hombre. El bosque, para poder ser útil como fondo de altar, para estar dotado de esa profundidad o altura, debe ser una emboscadura. Y debe ser tam-bién un bosque sin usufructo, inútil para todo aquello que no sea lo que la obra está dispuesta a celebrar de él: su inutilidad misma. No es el bosque del apicultor ni del leñador ni del almadiero.

La deshabitación de todo ese horizonte boscoso alcanza a la propia cruz, por-que ¿quién ha colocado la cruz? Parece en verdad que no pudo haber manos obre-ras para llevarla y colocarla en ese sitio: hasta tal punto la cruz abandona a la obra a la que pertenece para unirse a la tierra (no ha habido un obrar la cruz). Ocurre enton-ces que la obra puede ser comprendida como el sueño de la tierra, como una de sus condensaciones. Otros elementos también se ausentan de la obra, como el propio plano de vidrio y no sólo por su transparencia: la ventana-retablo del plano de vidrio parece una puerta. En algunos templos primitivos sólo la puerta arrojaba al abrirse la luz o el aire del afuera. En la capilla de Otaniemi, la luz estructural del máximo din-tel de la construcción, la luz que ilumina y airea y la luz de la apertura o interludio con el mundo exterior coinciden en un único plano murario. Por este gran ventanal, más que ver, se pasa a su través. El vidrio, al distanciarnos del tiempo exterior, de su clima y su hora concretos, hace posible vivir desde la capilla el interior de un bos-que desconocido. Nos da el instante de un bosque; un lugar desde donde ver lo que ocupa un bosque invivible. El plano visivo del vidrio guarda verdaderos órdenes de espacio.

Pero para ver la cruz, es necesario desenfocar a la vez el bosque y la superficie de vidrio. Para ver lo que se mira es necesario vectorizarlo; es preciso, sin conocer nada de bastones ni de conos, conceder a la visión un intimismo conformado como jerarquía. Así, si la cruz es importante para los ojos, su visión debe suponer a la vez la experiencia de una no visión, de una visión más borrosa. Para hundirnos profun-damente en la cruz es necesario aceptar un sistema perceptivo en el que los otros obje-tos se oculten y se conviertan en el horizonte desvaído del objeto. Ese horizonte de

2 y 3 Capilla de Otaniemi. Interior. Heiki Siren.

6. Retablo etimológicamente indica la idea de un fondo:

retauhis, y éste del latín retro, detrás, y tábida, tabla.

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4 Capilla de Otaniemi.

7. M . M E R L E A U - P O N T Y , op. cit.

un bosque en bruma, al que se podría regresar si se quiere, asegura la identidad de aquello que observo. Es el afuera. Es el bosque el que consolida la cruz, quien la pre-senta. Para Mircea Eliade, el homo religiosus es en primer lugar el homo naturalis.

La cruz del afuera es una habitación: "una morada abierta a mi mirada". Desde ella parto para deambular por el bosque o para entrar en el seno de la capilla. La cruz se hace así un objeto que se acomoda a mi ritmo, a mi talante; es apropiada por mí como alojamiento o como lugar de partida. Una vez clavada la mirada sobre ella, el ojo no se detiene, recorre el vástago, el brazo, el ensamblaje, la humedad de los res-quicios. Sostenida y envuelta por un horizonte externo, todavía el espesor de la cruz contiene hacia adentro nuevas exterioridades; el bosque, el cielo y la capilla que que-dan fuera velan sin duda por el significado de cada una de sus manchas y rayas. Sin necesidad de ser tocada cabe asegurar, desde dentro de la capilla, que su madera tiene una densidad tal, un tal aroma...

Su misterio, colocada ante una tierra sin montículos, se multiplica. En la plani-cie de su asiento, la elevación arbórea le presta el sentido vertical típicamente asocia-do a su símbolo. Ha sido colocada sobre un fondo al que no interrumpe y lo más valioso de su fondo es justo aquel fragmento que, por coincidir con la cruz que lo tapa, no podemos ver...' Es una porción insignificante, pero lo poco que oculta la cruz del bosque es su verdad última y debe taparlo así para seguir manteniendo en pie la verdad de su enigma.

Desde el plano vertical del vidrio, la cruz está separada unos pasos; el bosque también está distanciado unos pasos del lugar de la cruz. Sus árboles guardan tam-bién entre sí distancias variables, asequibles y secretas. A su vez, el cuerpo está dis-tanciado un poco del plano frío de la fachada. Todo guarda una pequeña tensión de aproximación y de ruptura. Los intervalos entre las diversas presencias reconstruyen los saltos que dan sentido al lugar porque obligan al espectador a una fusión cons-ciente entre sus elementos. A trabajar con tierra. Así es como la capilla de Otaniemi espacia, registra las distancias y las diferencias entre las cosas, distingue. Una tierra se rinde ante ella por capas; algunas son figuras aisladas como la cruz, otras son masas como el bosque y otras son silenciosas capas necesarias. Pero además, la sección rea-lizada sabe extraer toda su energía a los fenómenos lentos. Una nieve polisémica es entregada: hay una echada sobre el suelo, hay otra en equilibrio sobre los ramajes, hay alguna que enfría la madera, o debe haber otra en algún lado que va y viene. Las capas terrosas desplegadas ante el ojo no están dispuestas en un único nivel, sino por pisos. El horizonte, cuya profundidad e ilimitación sólo podemos presentir desde el interior de la capilla, está, sin embargo, siendo presentado por toda una estratigrafía semioculta.

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III En la pintura de Vermeer la realidad del exterior entra intensamente por la ventana para pasar a pertenecer a la habitación; viene desde fuera y sigue manteniendo una vez dentro su carácter exteriorizado. Algunos objetos de la habitación refractan esta luminosidad que pertenece a lo de afuera: una cartografía, un globo terráqueo, una jarra con agua. Pero por las modernas ventanas, como por las tan conocidas de Edward Hopper, ya no entra ese exterior prodigioso ni se agranda en las cosas depo-sitadas en el cuarto; sólo sale en su busca la postura vigilante de unos seres solitarios. Y son solitarios no por estar solos en sus habitaciones, ni por estar solos con la com-pañía de sus maletas, ni por estar casi desnudos: son solitarios porque están desola-dos, porque no están acompañados ni por su presente ni por su suelo, porque ya no ven la tierra que el edificio ocupa, porque ya no hay nada inocente o lejano o inex-pugnable ante sus ventanas.

Estas pinturas de Hopper, donde el pintor insiste en la dificultad de la ventana como vía de relación con el afuera, fueron realizadas en su mayoría durante los años cuarenta. Justo en los mismos años en que Le Corbusier comienza a introducir el brise-soleil, esa máquina que parece querer intermediar ante los huecos desterrados donde languidecen las habitaciones. Atento a sí mismo, desde su autonomía o soledad for-mal, el brise-soleil sz\t en busca de una tierra. Pretende sacarla desde dentro hacia afue-ra: y captura en su red construida las figuras inaprensibles, retales de cielo, de verde, de nube, que ofrece a continuación a los de dentro como objetos retenidos casi por milagro en su piel taraceada.

El énfasis en los recorridos arquitectónicos presentes en las grandes obras de Mies, de Le Corbusier, de Asplund, parece pretender lo mismo: los umbrales, las ram-pas, las escaleras, los mecanismos de conexión, presentan virtualidades propias de una situación paisajista y demuestran el valor de la casa como una tierra urdida dentro de otra tierra. Bloques enteros de mármol, árboles plantados ex novo, estanques protegi-dos en los patios, claros abiertos abruptamente en el bosque. Operaciones relaciona-das con este deseo de incluir y recluir a la fierra en los alveolos de una casa. En el interior de algunas villas será necesario emprender una ex-cursión para llegar a cono-cerla; será necesario entender la casa como una oportunidad para vivir el afuera. Algunos arquitectos desarrollarán estas incerfidumbres entre lo externo y lo interno: desde la perfección como reto, desde el lirismo, desde la dulce entrega a la ambigüe-dad de los límites. La fierra está adentro y la obra podría estar alrededor, afuera. Pero el afuera ya no es lo otro, lo que queda del otro lado, sino el envés de la obra, algo que también le pertenece. El lugar del hombre, nunca confinado en un volumen sin vuelta, sino siempre reversible, cobija y acentúa esta intriga en tantas obras contem-

5 Muchacha con una jarra de agua. Johannes Vermeer. 1664-1665.

6 Morning in a City. Edward Hopper. 1944.

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poráneas. El afuera está dentro, el afuera es por momentos la obra cuando pretende poseer en sí la complexión de un mundo. Y lo hace porque la tierra -como desventuradamente vino a revelar la edad moderna-ya no es sólo algo inagotable, sino algo vulnerable, limitado y en constante amenaza. Vermeer, si viviese, ya no podría representar un mapamundi detrás de una muchacha con el que alumbrar toda la exterioridad de su cuarto. Porque no hay ya un exterior que, tomado tal y como se muestra, pueda ser entendido como una certidumbre. Y por ello, la arquitectura, como técnica y como arte, como la más primera de las eco-logías, se aventuró a dar amparo a esta carencia: salió a convertir los árboles, los cami-nos, los estanques, a su histórica gran camarada, la tierra, en presencia. Es el gesto vigilante, excesivamente consciente de la figura femenina del cuadro de Hopper fren-te a la amable tranquilidad doméstica que descansa sobre la muchacha representada por Johannes Vermeer. De una parte, lo despojado, lo descarnado, lo desterrado de un cuerpo alejado de sus cosas (como la altura del alféizar, el largo de la cama, el grosor del colchón) o el propio encuadre elegido por el pintor, que corta las pantorrillas, que pone a la figura en una áspera posición, que incluye entre sus bienes la puerta del aseo. De otra, lo encubierto: la encarnación de un ser femenino situado de frente, dúctil, colocado en el mejor pliegue de la habitación y de la pintura, rodeado de amis-tades francas: entre el mantel y la falda, entre la jarra y la mano izquierda, entre la ven-tana y la otra mano. Búsqueda exasperada en un cuadro contra reencuentro en el otro. Afán de demostración contra una veladura imperceptible.

En el cuadro de Vermeer el exterior no llega a aparecer debido a que la ventana está casi cerrada, sin embargo, está presente en cada recodo de la habitación, vive incluso en el estado impecable del vesfido o en la postura atenta y delicada de la pro-tagonista. Por el contrario, en el cuadro de Edward Hopper la representación de aque-llo que se observa a través de la ventana no hace sino añadir más ausencia a la realidad del afiiera: el cuerpo desnudo, ante su ademán algo inútil de cubrirse, acentúa aún más el vacío en que se halla. En realidad no hay por qué cubrirse porque no hay un afuera. Esa es la soledad que el espectador impone a los personajes: como no ve que tengan un afuera, sabe que aquella habitación, esa sábana, esa cama, ese desorden o esa penumbra no les pertenecen del todo. También comprende que aquello que el personaje no puede habitar y no puede ver, aquello que no puede sentir, es lo senti-do, es justo lo que el cuadro debe intentar pintar por ser lo invisible, lo que está a punto de perderse.®

A punto de perderse. La historia del arte, la historia de la arquitectura, como „ , , „ ^, , lugares de la prueba y de la ocasión continua, tendrán que dar muestras de su capa-8. J . L . PARDO; Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar, o f : I I I T T I I pág. 119. cidad por hacer resistente, por hacer visible, a pesar de su vulnerabilidad, aquello que

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parecía estar casi a punto de perderse. El umbral, el horizonte, el afuera... En su defen-sa, nuevas definiciones se producen y con ellas nuevos enigmas son presentados. La historia lo señala en las dificultades de la luz en los primeros templos egipcios por abrirse paso hasta llegar a alcanzar las mismas habitaciones. O luego, en aquel logro, el Panteón, con el rayo solar en el mismo corazón de la techumbre, golpeando el intradós de la bóveda, en el ensanchamiento de los márgenes de esta intersección entre las técnicas humanas y los nombres del mundo. La noche, la tierra, el afuera, han sido conquistas lentas y colosales.

Y en el capítulo de la arquitectura moderna, volvió a contribuir al enriqueci-miento de esta larga geopoéfica el hecho de que la misma pasión crítica de la moder-nidad, aquella que interrumpió la continuidad con el pasado reciente, le hizo celebrar lo genuino y lo antiquísimo no como pasado sino como comienzo.' En las mejores obras de este periodo, el visitante, asombrado por la fuerza de aquello desconocido que va saliendo a su paso, no deja, sin embargo, de pensar: -Yo ya estuve aquí... Ya estuve, sí, porque esta arquitectura nacida libre, este ingenuo arte de construir, esta técnica en su sentido más puro, se revela como vuelta y recogimiento. Su prodigioso progreso consiste en volver, en diluir los límites del tiempo hasta rozar el origen.

A través de trece de estos trabajos, por medio de trece progresos que regresan, a través de los árboles, de los caminos y de los estanques situados ante la casa, podrá seguirse esa lucha encendida y ese hallazgo: la obra que trae una tierra donde un dios se deja ver. La obra que hace a la tierra ser una tierra.

7 El Panteón.

Estamos tal vez aquí para decir: casa, puente, surtidor, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana, todo lo más: columna, torre... pero para decir, compréndelo, oh para decir así, como ni las mismas cosas nunca en su intimidad pensaron ser.

R.M. Rilke, Elegías de Duino

9. O . PAZ: LOS hijos del limo.

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El árbol ante la casa

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El árbol

Incluso cuando se está trabajando en la más completa soledad, uno tiene en el bosque la evasiva sensación de estar acompañado. Una llanura, una colina desnuda o la estepa no son lo mismo. Los árboles constituyen una presencia. Mantienen, cada uno de acuer-do con su especie, un extraordinario equilibrio entre el movimiento y la quietud, entre la acción y la pasividad. Y es en este equilibrio que se regula constantemente, en donde su presencia se hace palpable. No es de sorprender que hayan sostenido durante tanto tiempo los tejados de las casas. Acompañan. (...)

Mucho antes de la existencia de los numerables o las matemáticas, cuando el len-guaje humano consistía primordialmente en nombrar el mundo, los árboles ofrecían sus medidas: de distancia, de altura, de diámetro, de espacio. Eran más altos que cualquier cosa viva; sus raíces llegaban más hondas que cualquier otra criatura; rozaban el cielo y sondeaban el mundo subterráneo. Por ellos nació la idea del pilar, la columna. Los árbo-les ofrecían al hombre la medida de su propio espacio vertical; en tal ofrecimiento -mis-teriosamente presente todavía hoy cuando lleno de gasolina el depósito de la sierra mecánica- encontramos una prueba, la más discreta que pueda darse en el mundo, de que nunca hemos estado completamente solos.

John Berger, Páginas de la herida

La mesita de trabajo de Le Corbusier, en C a p Martin, se sostiene por el enorme ser que tiene encima. N o es necesaria la presencia de la casa para explicar el bienestar de un pupitre que registra, bajo ese descomunal amparo, los acontecimientos de la faz terrestre. Antes que la casa, el árbol advierte sobre los valores habitables de un terre-no y le introduce esa marca característica de acompañamiento. Ante el tronco clava-do en el subsuelo, el paisaje más anodino pierde su lado más inasequible y desarrolla lo que se denomina un enclave, un territorio dentro de otro. Casa y árbol comparten entonces el quehacer de abrir un claro en el espacio demasiado espeso e intrincado del m u n d o ; lo que es dar un lugar, es decir, ofrecer una ubicación concreta a los hechos; para que algo ocurra... para que ocupe un espacio del t iempo, para que se estacione bajo el dominio de una forma. Y en eso vuelven a parecerse la casa y el árbol: porque una voluntad de forma, un deseo ávido de reordenar el m u n d o for-

8 Alvar Aalto. Rama de higuera en un viaje a España. 1951 (página anterior).

9 Le Corbusier en Cap Martin delante del cabanon.

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mándolo o aportándole formas, están presentes en ambos: en el perfil de la casa, en sus esquinazos, en la silueta de la hoja, en los portes inigualables.

El árbol funda un orden que permite a los fenómenos ser o tener sentido. Así la lluvia vive bajo su protección toda su vastedad como epi fenómeno o los climas se convierten en una materialidad que queda al alcance; en una masa dispuesta en torno suyo. Nunca las estaciones climatológicas pudieron encontrar, antes del árbol, una realización tan plástica de su potencialidad como lugares. Gracias a él los t iempos variables y pasantes se hacen extensos, forman y encuentran la claridad de una ima-gen. N o hay otoños ni primaveras sin esta prefiguración de lo arbóreo. Los árboles dan la estación, el estacionamiento, la inmediata transparencia de todo lo que palpi-ta poderosamente mezclado con el propio pulso humano . ' Para un soñador de imá-genes, para quien desee acogerse a la calidez de una razón imaginante, esta inversión que lleva a cabo el árbol es absolutamente necesaria: los fenómenos no se dan ante el árbol, provienen de él; es el árbol quien produce las estaciones, el que ordena a todo el bosque que brote.^ Su imagen siempre viva y nunca manifestada por completo engrandece los destinos que se le acercan.

La arboleda ya es parte de la noche. Su parte más negra, más noche.^

La arboleda subraya la noche. Cada u n o de sus árboles la agranda, la extiende, crea la posibilidad de la noche como lugar. El árbol, la arboleda, las florestas expli-can así, mucho antes que la casa, la posibilidad que la tierra tiene de dejarse arrancar lugares siempre exclusivos, adentros, adentramientos posibles e irrepetibles en las regiones que parecían más vacías, en un m u n d o donde los sucesos aparentaban ser imperceptibles y no duraderos. Hablan del t iempo como fiesta, del espacio como albergue; del t iempo y del espacio en el límite. Desmienten la exterioridad y la ante-rioridad que parecía caracterizar a la tierra. Los árboles están ahí desde siempre pero no se ent ienden como anteriores sino como contemporáneos . Están fuera de la habi-tación techada pero no se ent ienden tampoco como exteriores. Son seres cercanos. La anterioridad y exterioridad del árbol que pertenece a los arcanos de la tierra es a la vez coincidencia y cercanía del árbol con el que el hombre está vinculado. Ese es su poder reverberante: el árbol refleja la latitud del m u n d o haciéndola próxima.

1. P. HANDKE: Lento regreso, pág. 52.

2. M. ELIADE: LO sagrado y ¡Oprofano.

3. O . PAZ: El mono gramático, pág. 98.

II Las interminables llanuras holandesas serían un paisaje sin fin a no ser por unas rin-gleras de árboles que cortan la continuidad de la planicie vacía y permiten nombrar-la. Estos límites o conectores son el primer episodio, anterior a la casa, que impide a

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la tierra presentarse como el más severo de los destierros: el infinito. Frente al paisaje afocal, la columna de árboles dirigidos abre un mundo que puede ser hecho a medi-da. Como el hombre, también el árbol expresa su oposición a lo homogéneo y tam-bién como él se alza y se establece como un ser atento ante un espacio indiferente e inatajable. Desde la vertical por cuya defensa parece existir, se vuelve un transforma-dor de lo indiferenciado en sustancias, en hojas, en frutos, en ramajes y leños; entre-saca a veces, con su lenta labor de zapa, cualidades o vínculos que apenas eran presentidos. El árbol arranca a la tierra toda su heterogeneidad posible demostrando así su capacidad metamórfica.

En Holanda los horizontes quedan anexionados a las extensas llanuras por medio de estas líneas autónomas de árboles distantes que actúan como balizas. Vistas desde lejos, estas enfiladas son apenas sombras o contornos, pero cuartean como muros la vastedad del suelo y producen un policentrismo necesario: diversos confi-nes que anulan el pavoroso sinfín del espacio para dar los lugares y sus nombres. Las hileras de árboles definen también rumbos y muchas veces acompañan los caminos que unen los diversos asentamientos humanos. Son líneas imperecederas ya que, aun-que la vida de los ejemplares arbóreos es limitada, la plantación de estos árboles, gene-ralmente chopos, se realiza alternativamente en uno o en otro lado del camino. Esto conlleva que cada generación viva los árboles en veras distintas de la senda: a sota-vento o a barlovento.

Así se expresa el deseo por el árbol como un constante velar por un propósito que es forma, y es aquí justo donde se produce un nuevo acercamiento que recuerda a la casa: los hombres hacen imperecedero no tanto el árbol per se sino por lo que los árboles congregan.

Seguramente, la mirada panorámica, aquella que se recrea en las uniones y en las separaciones de los diferentes elementos del paisaje, encuentra su base en esta oposición de los árboles al territorio. Ellos organizan el espacio como una yuxtapo-sición de funciones, y frente a la explanada horizontal, no sólo son el eje por donde quien mira pasa con más facilidad de lo terrestre a lo aéreo, sino que desde una con-sideración psicofisica son también medios por donde se pasa de la incerfidumbre a lo cierto. Al tomar posesión de los árboles, al habitar aunque sólo sea imaginaria-mente sus figuras, cualquier hombre toma conciencia de sí mismo. Jean Piaget ha observado cómo un universo sin objetos es un mundo en el que el espacio no cons-tituye en absoluto un medio sólido, mientras que un mundo de objetos permanen-tes constituye no solamente un universo espacial, sino también un mundo dependiente de la causalidad, bajo la forma de relaciones entre las cosas y ordenado en el tiempo.''

10 y 11 Líneas de árboles en el noroeste de Holanda.

4. I. PIAGET: La construcción dclo real encl niño, pág. 11.

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Antes que las montañas en bruma, que los horizontes marinos o que las carre-teras, los primeros fondos, los primeros objetos antes de que se diese figura ninguna, fueron los contornos alejados de los árboles que construyeron lugares no sólo bajo ellos, sino sobre todo a lo lejos, entre ellos. Por los árboles - y es algo que puede verse en los fondos de Leonardo, de Durero o de Mantegna y que palpita en los vastos hori-zontes neerlandeses-, los paisajes expresaron un sentimiento y una presencia a lo lejos. Pero a la vez, estos kilómetros de líneas arbóreas introducen un cierto pesar en el paisaje: los árboles, al proceder de una arboricultura, son presencias de ios hombres que los plantaron, aquellos hombres hoy ausentes que están presentes en la equidis-tancia entre los ejemplares, en la igualdad de altura, en la constancia obstinada de la línea y en la repetición de la misma especie. Allí están sobre el país, detrás de cada tronco, sosteniendo con su ausencia la labor obrada hace ya tiempo. El árbol afirma con su permanencia las ausencias de quienes lo imaginaron antes y lo hicieron posi-ble y es en ello un ser inmanente. Al árbol lo soñó crecido la generación precedente, el padre de ese hombre, que participa, por ser su fundador, en su imagen, y que queda inscrito en la hondura de este ser genealógico.

...y por Castilla veo un árbol

y parece que veo alguien de mi familia.^

5. G. FUERTES: Obras incompletas, pág. 295.

6. I. ASIMOV: Palabras en el mapa.

1. " L o mismo que una piedra arrojada al agua se convierte en el centro y en el origen de muchos círculos, y c o m o el sonido se esparce en círculos por el aire, así cualquier obje-to, colocado en una atmósfera luminosa, se difumina en cír-culos y llena el aire que le rodea con infinitas imágenes de sí mismo. " L. DA VINCI: "Comparac iones entre las diversas artes", en Cuaderno de notas.

8. M. ZAMBRANO: Algunos lugares en la pintura, pág. 15.

No extraña saber que el nombre Holanda proviene de la palabra Holland, que quiere decir para algunos "tierra arbolada".^ Se nombra así, al decir la tierra, un bien reverberante' que, a pesar de su escasez o precisamente por ella, con más fiierza se opone a las condiciones de la realidad geofísica en que sucede (el exceso de agua del pólder, el exceso de viento, el vacío, el campo agrícola, el llano indefinible). Nombre del ser que extrae una realidad que tal vez estaba oculta y que no es sino como la que se aporta en algunas pruebas médicas contundentes: un contraste. El árbol hace ver la distancia, es el origen de todo talonamiento. Quien se sienta a la sombra de los árboles -dice un antiguo proverbio- es llamado a viajar todos los días.

III La vanguardia arquitectónica también se acercó a los árboles. Y ello ocurrió aunque hubiese parecido en algún momento que no había espacio para ellos en el ardor del nuevo manifiesto. Pero si se lee entre líneas, se siente la nostalgia de la tierra, la que no traiciona nunca, la más presente, fiel al hombre en su permanente cita.^ Le Corbusier, que dibuja montañas, arbustos y lagartos en su aldea, aunque después hable también de aeroplanos, de silos y de transbordadores de carbón, volverá siem-

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pre a ella. De otros arquitectos contemporáneos, de Mies van der Rohe, de Alvar Aalto, de Gunnar Asplund, de Sigurd Lewerentz, sólo puede decirse lo mismo: la tie-rra va a surgir de sus manos, producto de su admiración, profunda y violentamente transformada.

No deja de ser un símbolo de este profundo compromiso que el conocido pabe-llón de L'Esprit Nouveau (1925), el más futurista de los pabellones, tuviese un árbol como ser interpuesto. Es verdad que el pabellón muestra algunas indecisiones en rela-ción con el árbol al que quiere dar abrigo y que seguramente no es convincente el tamaño del óculo que perfora el techo ni la vulnerabilidad del ejemplar finalmente cobijado, pero Le Corbusier construye un pabellón, leve y efímero, cuyo objeto está centrado en abrazar sólo el elemento anterior e inamovible del árbol. Y como para afianzar esta verdad urgente, el volumen del pabellón no acaba de descansar sobre el suelo; algo que se observa en la fotografía, donde una sombra continua esconde, como la skotia clásica, el último contacto con la tierra de la calle. Además, el pilar necesario para soportar el peso de la losa de cubierta aparece oportunamente retran-queado en un segundo plano, pintado también de blanco como el resto de la cons-trucción, para no ofrecer ninguna aclaración sobre su condición portante. Lo importante es el árbol. El árbol es la figura, es la construcción, frente a un objeto que pretende pasar por abstracto. El pabellón es una exposición; lo único arraigado es el árbol y ese arraigamiento es el que refleja el espíritu del tiempo: la única realidad que sostiene el pabellón del Nuevo Espíritu es ese circunstancial árbol que crece junto al Sena y que el arquitecto convierte, por su propia decisión, en un centro (descentrado si se quiere) del nuevo inmueble. Un único árbol.

Le Corbusier los había llamado amigos del hombre; para Frank Lloyd Wright, que escribía naturaleza con la N mayúscula, eran cantaradas.^ Quizá no haya habido otro periodo arquitectónico donde, de forma tan manifiesta, los árboles hayan sido así de elementales y sustantivos. Parecían contados y tal vez por eso mismo crecieron las narraciones en las que eran protagonistas. Cuando no están en el emplazamiento de la casa y nadie los echaría de menos. Le Corbusier decide plantarlos: ha senfido su nece-sidad y su apriorismo en la Petite Maison, en la casa del Dr. Currutchet. Hoy estas viviendas son inimaginables sin su paulonia o su álamo casi centenarios. Y es éste uno más de los aspectos en que la arquitectura moderna fue y sigue siendo contemporánea: no fueron obras acabadas entonces, sino obras que quedaron incompletas. Tendría que intervenir el tiempo, tendrían que reaccionar ante él con un quehacer, el de crecer más adelante... tendrían, como hoy hemos visto y admirado, su porvenir escondido.'"

Las plantas de aquellas empíricas casas modernas deforman su traza para conte-ner a los árboles y los dotan de orden y carácter. Con un afán parecido se quiebran

12 Pabellón de L'Esprit Nouveau. Le Corbusier. 1925.

13 Casa en Via Marchiondi. Ignazio Gardella. 1959.

9. F . L . W R I G H T : El futuro de ta arquitectura, pág. 178.

1 0 . J . N A V A R R O B A L D E W E G : Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, 2 de diciembre de 1999.

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14 Villa Snellman. Fotografía del archivo personal de Asplund. El árbol fotografiado hoy no existe.

15 Villa Snellman. Croquis de una propuesta previa.

16 Villa Snellman. Planta con árboles.

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las secciones interiores y dan alojamiento a los árboles en los espectaculares espacios logrados con la nueva técnica disponible. La técnica, que revela la verdad, y que sus precursores blanden como manifiesto, parece en ocasiones no tanto preocupada por encontrar un nuevo material constructivo o un nuevo sistema de construcción, sino por dar con una nueva tierra; por ser capaz de entresacarla de una masa aparente-mente exangüe. Las casas se disponen entonces alrededor de los árboles, y para cele-brar su significado, un significado que siempre puede ser inaugurado en cada obra, escogen qué habitación, qué estructura se atreve a rozarlos: la biblioteca, el cuarto del baño, el umbral, el vacío, la columna... El árbol recibe entonces la proximidad de un destino.

Así, en el proyecto de Asplund para la villa Snellman, la preexistencia de dos árboles en el jardín resulta determinante para cuadrar la casa en el sitio. Frente al viejo roble que se muestra unido a la estructura de acceso al pabellón principal de la villa, aparece otro árbol de menor rango que, sin embargo, sitúa el vértice exacto donde va a venir a entroncarse el pabellón secundario. Incluso en algunas propuestas este segundo árbol aparecía justo enfrentado contra una de las puertas o ante una venta-na. Los tamaños de los dos árboles confluían en la altura y en la apariencia de cada uno de los dos pabellones a los que de alguna manera resguardaban. El diferente carácter y contenido de cada una de las dos construcciones se entrelazaba así a dos naturalezas distintas. En el dibujo de los alzados el autor hizo sobresalir entre las cubiertas de las casas a las copas de los dos árboles, asegurando la importante partici-pación solidaria de cuatro figuras. El círculo que representa la copa del roble cierra con la intensidad de sus tangencias un lugar dentro de la parcela y establece un acan-tonamiento seguro. El diámetro de la copa aclara la dimensión a la que deben aco-gerse el resto de las construcciones. Esto sucedía en Estocolmo ocho años antes de que Le Corbusier realizase el pabellón de L'Esprit Nouveau alrededor de un árbol. La villa Snellman, situada de espaldas a su jardín, está precisamente orientada hacia el lugar entre-cerrado que los dos árboles conforman, y el descentramiento de los árbo-les en relación con la geometría de la casa no hace sino incidir en el hecho de que existe un centro, un auténtico abrigo producido por la interrelación de las dos casas y los dos árboles.

IV Lo innumerable de sus hojas, la cadencia de sus movimientos, su inquebrantable voluntad de rectitud y perseverancia ante un palmo de fierra, el incógnito de sus raí-ces y sus cortezas afincadas, el sigilo de su crecimiento. Pero también las travesías de sus partículas que cruzan los mares, la larga vida de oscuridad de las semillas enterra-

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das y la lenta pudrición de los frutos dulces... todo son imágenes en las que se reco-ge la riqueza de los tamaños y de los ritmos continuos, la de la exageración natural que los árboles fundan. Situada ante ellos, la casa vive ante sí un misterio que no sacia. Concede a los árboles la posibilidad de convertirse en seres legendarios y fabu-losos vinculados en tantas culturas antiguas a las historias, a los cuentos, a las narra-ciones y a los cantos.

Son los árboles además lugares de recreo, de recreación de imágenes. Cualquier árbol, un simple membrillo, es el lugar donde se reúne toda una provisión de imáge-nes amplias e inagotables. Cambiantes imágenes que nunca cesan y que no fatigan por más que se repitan, como las que se hacen y se deshacen en las hogueras hechas con leña apropiada. Ardiendo o vegetando, posiblemente no se conozca un ser ina-nimado más lleno de fuerzas imaginantes y más constantemente vivo; vive hasta en la resina de los cuadradillos de los carpinteros, en los desesperantes nudos, y sin embargo, qué inductor del descanso, qué animador el árbol a la vida más ociosa. El árbol alaba la misma lentitud que está oculta en las grandes acciones y en esa lentitud se le hace al hombre admirable. Desde mucho tiempo atrás la casa y el árbol estable-cieron sobre cualquier descampado, ante la intemperie, un lugar que merecería la pena ser vivido como algo exclusivo, como un privilegio. Y por eso y por tantas otras razones, han sido adorados y temidos y confundidos con hombres. Todavía hoy en algunos pueblos austríacos los leñadores piden perdón al árbol antes de derrumbarlo.

El gemido de los pinos de Argelouse, la noche, eran conmovedores nada más que porque se

hubiera dicho que eran humanos."

Sí, eran humanos. Parecían vivos. En el recuerdo los árboles respiran, se con-mueven, se mezclan extrañamente con los hombres que están debajo. Y habría que hacer ahora un punto y aparte para caer en la cuenta de que, efectivamente, son los hombres quienes están bajo ellos mientras sus casas están delante, ante los árboles. Son las casas las que los enfrentan. Las casas, hasta el refugio o la cabaña más senci-lla, tienen tamaño de árboles y son exentas como ellos. No hay en el recuerdo ni árbol ni casa medianeros.

Algunos de estos árboles ocupan las páginas siguientes. Se verá cómo ante los hombres desarrollan o representan una vida distinta a la suya y cómo son sus exis-tencias vidas paralelas a la vida mítica de la casa. Y aunque eran árboles anónimos o los nombres con que se los llamaba no eran exclusivamente los suyos, pues todavía eran acacia, pino o chopo simplemente, es posible aún el regreso a un mundo donde

11. F. Mauriac: nérèse Desqueyroux. estos seres ejemplares y desconocidos tengan asegurado su espacio de reconocimien-

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to. Las casas modernas de las que se trata en adelante volverán a ser el origen para la gran fidelidad al nombre propio de los árboles.

En una investigación que Grimm hizo de las denominaciones teutónicas de 'templo', deduce como probable que, entre los germanos, los más viejos santuarios fueron los bosques naturales... Entre los celtas nos es familiar a todos el culto de los druidas al roble y su palabra antigua para 'santuario' la creemos idéntica en origen y significado a la latina nemus, un bosque o boscaje. La severidad del culto en sus primeras épocas puede deducirse de las penas feroces que señalaban las antiguas leyes germánicas para el que se atrevía a descortezar un árbol vivo; cortaban el ombligo del culpable y lo clavaban a la parte del árbol que había sido mondada obligándole des-pués a dar vueltas al tronco de modo que quedasen sus intestinos enrollados al árbol. La inten-ción del castigo está claramente indicada: reemplazar la corteza muerta por un substituto vivo tomado del culpable. Era vida por vida, la vida de un hombre por la de un árbol.

J.G. Frazer: "Espíritus arbóreos", en La rama dorada

17 Entwurf zu einem Mutter-Cottes-Háuschen. Heinrich Tessenow. 1907.

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Ante la villa Mairea

I Durante la inacabable estación invernal, bajo la nieve, el pabellón de madera de la viiia Mairea. La piscina (página anterior),

sauna, los troncos del bosque ennegrecidos por la albura y otros fragmentos de made-ra de la villa Mairea viven un cambio de sentido. Cada invierno, los lienzos blancos de los muros de la casa se unen al manto igualador de la nieve y sólo quedan estas manchas marrones, a veces casi negras, todas de tamaños parecidos, que se llaman entre sí y que llaman al bosque. Son pequeños mundos resistentes de madera. El exte-rior de la casa, que es de dos materiales en verano, desaparece en invierno. Los blan-cos son subsumidos por la nieve, los marrones y los negros se alian a los tonos oscuros de troncos y ramas no cubiertos por el nevazo. Es una colección de puntos, de gru-mos, de orlas de materia lígnea. En invierno no hay casa, sólo hay tierra en el afuera.

Una de estas fracciones oscuras es el pabellón de la sauna, un objeto cuya dis-tancia con el volumen principal de la casa situada justo enfrente de él está marcada por la presencia de un árbol, una conifera que es utilizada como gozne para la com-posición planimétrica de todo el conjunto. Un árbol que misteriosamente Alvar Aalto no recogería en las plantas más acabadas. Pero alejado unos pasos de la casa es el pri-mer y único ser del afuera; su ser foráneo se sustenta por la muchedumbre de árboles idénticos que aguardan detrás del muro de piedra. Por este árbol algo tendido, se pasa como por el tablero de un puente hasta la otra orilla del bosque con él emparentado. Un bosque innumerable, inalcanzable, que vive detrás.

El tamaño del pabellón y su clara naturaleza matérica encuentran una prolon-gación significativa en la piscina de forma y fondo lacunares, en el grueso muro mam-puesto y en la pérgola techada con brezo. Desde la casa, al mirar hacia el pabellón, se asiste a la presencia de esta exposición primigenia del orden temporal de lo construc-tivo, a este alarde de ausencia de un autor, de un replanteo. No hay un plan ni una

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M ^ I R E A UIMA-^UU^S 1/30 ' i ' r

19 Villa Mairea. Planta baja.

20 Vista desde el bosque de pinos.

21 Villa Mairea. Secciones del vaso de la piscina.

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estrategia sino sólo una acumulación de materias colocadas con un cierto orden. Por este contraste en su naturaleza con la casa principal el pabellón del otro lado no hace sino añadir atracción a la atracción del afuera y transmitir a los que lo observan desde la otra margen la convicción o la conciencia de estar irremediablemente fuera de ese afuera. A la pregunta de René Char, "¿Cómo vivir sin algo desconocido ante noso-tros?",' cabría añadir: y ¿cómo vivir sin algo anterior ante nosotros? No sería posible una consideración de la tierra como algo desconocido que no fuese a la vez algo ante-rior. La anterioridad y la exterioridad son lo otro, lo que no somos; el lugar del olvi-do, el allí donde no se da el riempo. Es el allí sin riempo lo que veríamos entonces desde la casa estar instalado en el pabellón; un pabellón que siempre parecerá, por eso mismo, del otro lado de la línea...

La atracción ejercida por el agua, el fuego, el vapor de agua, el oscuro bosque, la llamada a aquella desnudez a la que sería necesario acogerse para parricipar, mani-fiesta que el afuera, lo otro, esta ahí, presente sobre todo como una ausencia que se retira y que se aparta y que emite una señal para que se avance hacia ella como si fuera posible alcanzarla... Lo que se ve desde la casa no es entonces tanto un bosque como un pabellón abandonado a su suerte: un pabellón abandonado, vacío, ausen-te, que sin embargo trasmite la seguridad de la presencia humana por medio de los trabajos que fueron necesarios para erigirlo, esa es la señal. La de una presencia que ha conseguido hacerse natural en éste. No se ven hombres, sino labores humanas, manufacturas: entrelazados, piedras concertadas, nudos, ensamblajes de productos asibles, rastros de cortes.

Rudimentariamente se expresa lo humano como presente en un despliegue obra-do sobre el puro material del bosque. Lo que el hombre contempla es su propia natu-raleza natural, obrada. Su propia ausencia presente por ejemplo en la vacía tabla del trampolín o en la puerta danesa de la sauna vacía. Una ausencia recorre un lugar que, sin embargo, sería tan fácil idear poblado por ser la linde. Pues dase en todas las lin-des de todos los bosques ese aparecer de lo humano y ese úlfimo sedimento de su apa-rición en el claro: la casa.

En ese orden, cuánto mejor que el edículo de la sauna resulte algo abandonado, pues para poder presentarlo como el imaginario del edificio principal y hacerie entre-gar a cambio toda la hondura de su doblez, su desrino debe ser estar desocupado.^ Sólo su desocupación lo sabe hacer habitable ya que sólo su desocupación, su vacío, lo vuelve ilusorio y profundo. De nuevo puede la lengua darnos una pauta: así, en el verbo alemán leeren (vaciar) habla la palabra lesen (leer) en el sentido originario de con-gregar, de reunir lo que priva en el lugar. En lo vacío se da un acto fundante, un acto que desde riempos inmemoriales busca forjar lugares...^ El trampolín vacío, la senci-

# • - . . - ^ K r ^

22 El árbol y la cabaña de la sauna.

1 . R. C H A R : Furor y mislerio, pág. 95.

2 . C . R O S S E T : LO realy su doble.

3 . M . H E I D E G G E R : Arte V Poesía.

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23 Concurso para una casa de verano. Alvar Aalto. 1928. Primer premio.

24 Vi l la Mairea. Plano de situación.

4. " U n o s pocos muebles que n o están tan to para sentarse c o m o para s imbolizar a los ocupantes , o c o m o u n reflejo de las habi taciones interiores." A. AALTO, "De umbra l a cuar to de estar", pub l icado en la revista Ailta en 1926. Traducido en Arquitectura, n° 315.

5. "...Existe s iempre algo raro y es té t icamente i m p u r o en la manera en que los interiores de los edificios se abren al exterior. El clima nórd ico , que requiere una marcada dife-renciación entre el cál ido interior y el espacio c i rcundante , se ha conver t ido en u n escollo para los arqui tectos , y ha d a d o pie a defectos en las p roporc iones a a m b o s lados de la línea de demarcac ión . " A. AALTO, op. cit.

6. A. AALTO, op. cit.

lia escalera de acceso de la piscina también vacía, la conifera sola, las tablas desiertas, las aguas heladas o lisas, simbolizan la presencia humana en ese abandono."

II Los distintos elementos de ese afuera -la cabaña de la sauna, la pérgola, el múrete de piedra, las tablazones del borde de la piscina, el trampolín que regresa a la casa- no acaban por cercar un recinto en medio del espacio abierto. Algunos dibujos prelimi-nares muestran cómo la posibilidad de entender villa Mairea como un recinto cerra-do, aunque considerada al principio por el arquitecto, fue descartada más tarde. Así, el formato ochavado en que se acaba presentando uno de los planos de situación de la villa no sólo señala el deseo de su ensimismamiento en relación con la existencia de sus desiguales alrededores; también reclama toda una forma de estar entendiendo la construcción. La casa, la operación realizada al construir de esta manera, la manio-bra llevada a cabo mediante una suma de pequeños elementos anexionados, tiene tal capacidad de establecer un orden y un centro que es capaz de sostener, por ella sola, una "línea de demarcación".'

Este ensimismamiento se hace más grande aún cuando el usuario de la piscina se ve forzado a situarse, dada la orientación del trampolín, de la escalera y del borde de tablas sueltas, en una posición que casi mira de frente a la casa, a aquella que acaba de dejar justo detrás de sí. Un círculo enigmático envuelve entonces a todos los reco-rridos posibles y hace que cualquier presencia del afuera sea interceptada y transfor-mada por la obra que se coloca delante, o se coloca dentro, dentro de ese afuera. Efectivamente, estando en el pabellón, estando en ese afuera o apartamiento, lo que se presenta es la casa. La casa es el don del afuera, su hallazgo.

Esta imprecisión en el trazado de los límites de la parcela es una constante aal-tiana que se repetirá a lo largo de varias obras realizadas en medios abiertos: en la villa de verano terminada en 1928, en el ayuntamiento de Saynatsalo o, sobre todo, en su propia casa experimental de Muuratsalo. Tanto en esta última como en la propia villa Mairea, la estructura física del límite presenta un carácter entre lo entrecerrado y lo entreabierto. Es a la vez una valla que deja pasar y un muro que condena.

Realmente es la valla del jardín el verdadero muro exterior de nuestro hogar... el jardín perte-

nece a nuestro hogar tanto como cualquier otro cuarto.'

El cierre del lugar nunca se produce bloqueando todas sus fugas sino sabiéndo-le proponer ciertas presencias, ciertas presentaciones (una hoguera, un muro de pie-dra, un embarcadero) que agotan su aspecto inabordable.

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Además, la confianza en el suficiente valor que tiene la casa principal para esta-blecer un orden en un mundo hace que sea capaz de mantener a su alrededor, abra-zándose a ella, a todo un conjunto de piezas vagabundas, de cuartos que nunca se alejan mucho del área de un fiiego. La creación de todo un centro solar permite entonces a continuación el trazado de un límite con una cierta condición fluctuante.

Así, en villa Mairea, la parte sur de ese cuarto al aire libre que define con exac-titud la posición de la casa y del pabellón, carece de un límite preciso. Veríamos a la hierba salir desde ese interregno en el que se encuentra para ir al encuentro de las extensiones silvestres de bosques y de praderas hasta pasar a ser maleza. Veríamos al sol del sur entrar por este boquete para ofirecer el horizonte del mediodía añorado. Esta esclusa abierta, por la que lo extenso viene a rozar lo doméstico, dota a todo el conjunto de una profimda proximidad lejana. Una constante perseguida con tanto ahínco en el trabajo de Aalto.

En el mismo orden, la elemental construcción de la sauna se hace testigo del irrumpir del bosque en ese espacio indefinido que no es ni silvestre ni domésfico pero que ciertamente consigue acercar la casa al bosque mucho más que si sus ventanales comunicasen directamente con él. Esta aproximación y distanciación llevada a cabo mediante elementos mediadores se produce también en el interior de la casa; allí la naturaleza boscosa se acerca como en voz baja' a la obra humana: en las barandillas de la cubierta realizadas con troncos sin desbastar, en la mampara de la escalera ter-minada con cañas atadas con rota, en las grandes lajas que se incorporan a la cubier-ta transitable o en los apoyos pseudomórficos de la marquesina de la entrada. Las importaciones se van sucediendo y acercan la incontenible realidad de la embosca-dura a este doble que mani-obra con serenidad ante ella: la casa, la vivienda.

Así ocurre bajo la marquesina que avanza hacia el camino de llegada, reahzada con desiguales soportes entrelazados por lianas. Un bosque lejano se reparte por los resquicios de la casa y llena entonces, por oposición, de sentido y de propiedad la inti-midad doméstica. Lo otro, el afijera, va extendiéndose delicadamente como algo pre-ciado en la interioridad de la villa; en muchos detalles se recoge el mudo trabajo de las manos y la improvisación con las formas materiales. Ralph Waldo Emerson ha sabido ver bien esta necesidad de mencionar a la tierra a través de las interposiciones, sabiendo ocultar su primer aspecto:

Si se los persigue con demasiado ahínco, se vuelven meros espectáculos y se mofan de noso-

tros con su irrealidad. Salid de vuestra casa para ver la luna, y no es más que oropel; no os

resultará tan grata c o m o cuando su luz alumbra vuestro viaje indispensable.^

7. El término "voz baja" se lee en E! espectador, pág. 19. Según Onega y Gasset, un escrito en voz baja está dirigido a los "amigos del mirar", a los que no tienen prisa, a los que no exigen ser convencidos pero a la vez se hallan dispues-tos a renacer en toda hora de un credo habitual a un credo insólito.

8. R. EMERSON: ElespíriUi de la naturaleza, pág. 39.

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27 Alvar Aalto. Umbral al pabellón para la Exposición Agricola de Lapua, realizado en las mismas fechas que la villa Mairea, 1938.

28 El pabellón de la sauna.

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El viaje indispensable es el que no tiene posibilidad de retorno, el que se libra viviendo, vivaqueando, acampando... Entonces se descubre que un bosque enorme aguarda junto a la chimenea, en el invernadero, en la biblioteca, detrás del libro... un bosque en suspense alumbra los interiores. Toda la materialidad esparcida por la casa está así dispuesta para ir evocándolo mediante el fragmento y el pormenor o median-te lo descolocado o lo desproporcionado o lo mínimo. Mediante el pabellón separa-do, el más grande de estos extraños fragmentos, el interior de la casa lo enfrenta, lo mide. Sabe que cualquier bosque sólo tiene el tamaño que le ha dado el hombre y que sólo esconde las voces y los tesoros que éste ha guardado.

Villa Mairea mira, mediante un gran ventanal situado en la sala de estar, a esta figura enigmática: un pabellón vernáculo, una única conifera alejada, un conjunto de tablazones que arraigan un raro estanque. Lo que tiene de frente es una auténtica vere-da hacia una tierra donde aún es posible realizar una emboscadura. Ese es su mérito, esa es la gran dificultad: que aún cabe, en 1939, perderse en el bosque. Y para ello no hay que irse lejos, no es necesario adentrarse en esa gigantesca sociedad de los árbo-les, no es necesario decir adiós ni traicionar a esa treta del "espíritu del tiempo". Desde el caldeado salón puede vivirse, con una quietud plena, esta exploración a través de una simple construcción vacía y separada. Porque la cabaña habla de la amplitud, del resguardo concebido como puro milagro en un mundo de signos amenazantes o demasiado diluidos, de la libertad lograda con muros simples, del mundo mítico que sí existe.'

Muchas veces, por ese pabellón, emboscado como un animal en el límite de su territorio, se posee el privilegio de estar en medio del bosque, en medio de toda la cru-deza de la estación del año, pero sin estarlo realmente. Allí no se está nunca y eso quizá sea lo más contemporáneo, esa sobretemporalidad que la pieza mínima sabe dar a los que la aguardan desde afiaera. Les dice que ella no es el lugar para encontrar el tiempo que es, sino el tiempo que todavía no es; el que siempre está a punto de ser...'°

9. "Lo mítico vendrá sin lugar a dudas, se encuentra ya en camino." E. JÜNGER: La emboscadura.

10. O. PAZ: LOS hijos del limo, pág. 37.

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JÈL

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Ante el pabellón de Upper Lawn

W l i e n we draw a tree it is t h e tree tha t is there . . . o t h e r w i s e it is t h e t ree we w o u l d p l a n t .

Peter S m i t h s o n , 2 8 d e j u l i o de 1 9 9 0

I Alison y Peter Smithson dibujan los árboles en movimiento y así ilustran no sólo el efecto de unas fuerzas naturales, sino la existencia de un campo más amplio al del entorno del árbol; el campo del viento, el de las estaciones, el de los geotropismos o hidrotropismos que deforman y afectan a su estructura.

En un ecosistema todo lo inmóvil avecina la posibilidad de un terror súbito por-que podría desencadenar de repente su energía. Sí: cabe pensar que si los árboles no se moviesen, si fuesen dibujados inmóviles, se volverían amenazantes porque estarían vagamente almacenando una distancia, un ocultamiento. Pero por el contrario, lo que se mueve participa en la promesa de una aproximación; todo lo que se mece está orientado, tiene un ser correspondiente. El dibujo de un árbol en movimiento pre-senta por eso a todo su entorno y se participa mirándolo en el territorio de las imá-genes imaginadas por el árbol.

Además, el territorio en el cual el árbol se expande es también un solar que entra hacia dentro echando raíces. Incluso el árbol en balanceo, el árbol más libre, atrae hacia sí una inmovilidad taladrante: el esplendor de las hojas y de las ramas situadas en las alturas habla del suelo. En el dibujo se comprueba que, dentro de la tierra, la imagen del árbol se reaviva porque la tierra es generosa en esta oscuridad. De repen-te, el árbol encuentra un súbito alimento imaginario en este espesor que le acoge y que se deja ver a pesar de ser remoto en los seres crecidos sobre su sección.' Así, un pozo colocado junto a un tronco enorme llena de luz el emerger del árbol: lo téne-bre vive una inversión sorprendente hacia lo transparente, hacia lo luminoso.

Sin duda existe un vínculo entre la altura del árbol y la profundidad del pozo: lo hay entre las raíces subterráneas y el débil brocal suspendido en el aire. Una corriente recorre las figuras: los árboles, los muros, la tierra horadada o la casa que

29 Upper Lawn. Sección terrestre (página anterior).

1. "...Porque cuando hablamos de objetos adoptamos una definición de los mismos que no es cierta. Las cosas no tie-nen ni principio ni fin. Nosotros llamamos 'árbol' a algo que, en rigor, se prolonga en el aire, en las raíces, en la geo-logía. Su definición es la indefinición misma..."]. NAVARRO BALDEWEG: La habitación vacante. Conversación entre Juan Navarro Baldeweg y Luis Rojo de Castro.

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30 Objeto celebrativo.

2. "This stone took two adults to move it anyone wanted to see down the well." A. & P. SMITHSON: Changing the Art of hihahilalion, pág. 156.

3. "Tlie act of making territory starts with our clothes, with their style and with our gestures and postures when we wear them. With a chair we extend our sense of territory beyond o u r sk in . " A . & P. SMITHSON, op. cit.

4. "hi a real building, the light and the space and the air are one. Sniff the air, sense the space, know how to act. How to keep this sense of what is going on..." A. & P. SMITHSON, op. cil.

escucha. Los lugares inaccesibles, incluso lo que está más lejos, fuera del cuadro, se incluyen en esta corriente ligante y transitiva. Cuando llueve, cuando nieva, cuando azota el viento todos estos elementos representados sobre la sección operan juntos. El viento inclina los tallos, se forma un mantel de hojas en el hojaranzo, una losa mono-lítica abre el abismo del agua del pozo^ o la veleta flamea sobre una tapia... Todo el reino ignoto y subterráneo cuida desde abajo por esta tan fina película de la superfi-cie de la tierra; esta rasante donde se organiza una vida llena de ramificaciones. Allí hay una mesa, unos bancos, una merienda, unos escalones, unos surcos; un ser que hace el mundo suyo por medio de elementos pequeños...^

El dibujo transmite la convicción de que una tierra oculta asegura arriba el lugar para revelar el enigma desocultándose así. No es ninguna contradicción que Alison Smithson, en su novela Portrait of the Female Mind as a Young Girl, se refiera a la fina transparencia del fenómeno de la humedad y que el texto muestre la confianza de la autora en las más finas e invisibles películas de tierra. Lo oculto y lo leve, trabajando juntos, entreabren una tierra y capturan un aspecto intangible de la realidad.''

Lo insignificante encuentra entonces una oportunidad poderosa. Se elude lo cuantioso, se reflejan los primeros y los más sutiles fenómenos: la nieve, la lluvia... lo minúsculo: la caída de las hojas, el vaho en los cristales, el brillo, el barro, el polvo, el desorden... Este entramado de distancias, de ecos y de percepciones está tan urdi-do que necesariamente la casa puede simplificar su apariencia. Su sofisficación es de cariz silencioso; reside en su sencillez, en su resistencia u oposición a ser forma. Los alzados de Upper Lawn, las secciones, la cubierta, incluso las mismas plantas - y ese es parte de su valor secreto- parecen carecer de interés. Esta fiaga de la responsabili-dad figurativa del objeto le imprime una condición extraordinaria y hace que el deli-cado dibujo de la casa con los árboles caducos y el pozo sea un dibujo perenne.

Existe también, junto a este mundo de vínculos poco perceptibles, una relación con el fiempo cíclico de la tierra, con un tiempo distinto al de la cultura y los suce-sos, al del intermitente ir y venir de los hombres; la obra pone en marcha la valía de un tiempo que no coincide con el presente y con el que, al aliarse, logra extenderse extrañamente. Porque el pabellón de Upper Lawn es un encuadre desde donde se con-templa la senectud de la tierra; las muescas del tiempo sobre los seres, las huellas, los indicios ambiguos y ambivalentes, las señales de ciertas ausencias. Como obra nueva, deseosa de hacer explícita su novedad, se interpone ante ese mundo de huellas del tiempo transcurrido confiada en el valor que tiene demostrar esta simpatía por la sin-ceridad de lo antiguo. Esa es la auténtica novedad. Ver nuevamente, de forma nueva, lo antiguo, lo verdadero. Y para ello nada mejor que la obra sea lo más nueva posible

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y que aumente su novedad haciéndose pabellón. Y que como instalación provisional, al hacer énfasis en su carácter transitorio, insista de nuevo en su novedad misma, en su falta de pasado y de futuro. Como contraste frente al carácter efímero implícito en el montaje y desmontaje, una larga data terrestre aparece en los árboles centenarios, en la imperfección y en las roturas por el desgaste de las piezas. Se repite ese imprint-ing en el brocal desarmado del pozo, en el muro semiderruido, en la agricultura del jardín. Es la edad de una tierra que no avanza más y que está detenida en esa edad sin fechas. Y algo un poco más grave: es una tierra que podría desaparecer en cualquier momento y que la obra parece contemplar bajo esas condiciones terminales. ¿Son ios últimos árboles? Los proyectos de Alison y Peter Smithson parecen siempre haber comprendido algo de ese posible ultimátum en el que sin saberlo se vive.

Los arquitectos dibujan los árboles en movimiento afectados por una meteoro-logía episódica. No es sino la consecuencia de la seguridad que tienen sobre su quie-tud, su lealtad y su permanencia. Sobre su tiempo, entendido también como lo único que el hombre comparte.

Las viñas han estado siempre, no es como hacer una casa.'

Todo lo detenido, lo fijo, lo oscuro, encontrará un amplio eco en la obra de Alison y Peter Smithson. En Upper Lawn, la detención tiene relación indudable con la profundidad; lo enterrado es también lo antiguo, la capa anterior. Perforar el sub-suelo es entonces recobrar la seguridad de lo más inalterable. Cesare Pavese, en una visión que escarba, halla precisamente un origen con el que desconocía tener una leal-tad profunda.

31 Palacio Ducal, Venecià.

32 Upper Lawn. Boca del pozo.

Entonces comprendí que era inútil decirlo y me di cuenta de que era verdad, el campo no es solamente la tierra, sino todo lo que hay dentro. Me vinieron ganas de quedarme allí abajo y de que afuera lloviese, creciesen los árboles, pasase la noche y la mañana. 'Aquí de noche está oscuro -pensé- , dentro de la tierra es siempre de noche'. '

II El llamado pabellón de Fonthill, en Upper Lawn, es la puerta a este fragmento de tierra revelada. No hay una construcción exenta, no existe la casa como figura; la casa forma el dintel y las jambas de ese jardín de cultivo. Al atravesarla, se pasa a un exterior cuya íntima novedad ella resguarda como si de un interior se tratase. Es la casa la que guar-da el afuera, es ella el umbral desde donde se da una epifanía de lo terrestre.^ Abrir su puerta reflectante es entonces abrir la vastedad de la parcela. Es algo que se observa en

5. C. PAVESE: El diablo en Im colinas, pág. 52.

6 . C . PAVESE: La playa, p á g . 1 8 4 .

7. "The garden pavillion at Fonthill is a gate. A gate (o a ganden, to an open and closed situation". A. & P. SMITHSON: "The Pavilion and the Route", A.D., marzo 1965.

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33 Upper Lawn. Croquis del umbral.

34 Upper Lawn. Plano de la parcela.

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la reducida planta que sus autores publican: el muro de la chimenea de la casa refuerza el grosor y la inercia del muro de piedra que hace de cerramiento a la parcela. La casa hace al muro ser más muro. La casa se identifica, por medio de la chimenea, con la natu-raleza del muro que define toda la extensión de la propiedad y lo exacerba.

Luego, una vez en el interior, un corto conducto produce una embocadura hacia el jardín. N o hay en principio señales de puertas porque es la masa construida la que actúa como vestíbulo o como portón. La hoja abatible de una puerta de paso, por ser necesaria, aparecerá más tarde en el lugar menos previsible y conveniente: en la esqui-na. Duplicada, abriéndose de par en par hacia fiaera, rasga a la caja construida en su misma arista, donde más la daña. Así, si por un lado el muro del cerramiento es vir-tualmente fortalecido mediante la disposición de la chimenea, por el otro, la casa como construcción exenta es sometida a un bloqueo figurativo. N o se permite com-prenderla al suprimírsele la convención de la puerta.

La apertura de las dos hojas que tiene lugar en la arista se produce además de forma que el visitante fiene que salir hacia el jardín dando la espalda a los enormes árboles, a los protagonistas de este encuentro. Un acompasamiento mediante el cual estos ejemplares terrestres resultan una vez más distanciados y pospuestos y son imbri-cados en el ritmo de la narración como espera.

El suelo empedrado que se extiende a los pies de la casa vuelve a hacer hincapié, por medio de las sombras que se producen entre las juntas de las piedras, en este espe-sor del manto terrestre. La disposición de las líneas de las juntas no sigue las trazas de la casa, no la prolonga pues puertas afuera; prolonga más la naturaleza horadable y roturada del lugar, aquello intacto que en el enclave se guarda y que la obra no modi-fica sino que expone. Cabe incluso pensar al verlo en cuánto esta arquitectura colabo-ra no sólo en el mantenimiento de unas presumibles condiciones intactas, sino en su misma construcción. En la construcción de un inicio. En la representación, detalle a detalle, de un persistente comienzo. Desde la planta baja de la vivienda cada una de las estancias, por muy pequeña que sea, cuenta a su vez con una puerta exactamente igual a las otras para acceder al jardín. La repetición de puertas recrea la vida que tiene el prisma construido como portal y explica la condición de veladura y cancela en que toda la casa queda comprometida. C o m o la casa es la puerta, la altura del dintel de la puerta principal -aquella que en las fotografías puede verse realizada en chapa- deter-mina la altura libre del piso. Su escasa medida aprieta la planta baja contra el ras de tie-rra, contra la superficie, y vuelve a avisar de la importancia que tiene esta expectativa de encuentro con el medio terrestre. La altura libre de la planta baja es tan escasa que realmente la morada como tal sólo existe arriba; la planta baja es un conducto, un pasa-je de anchas jambas, un interregno. Y la casa está arriba, en el dintel.

35 Dia de nieve.

36 Suelo empedrado.

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37 St. Hilda's College. Climbing is not permitted.

38 St. Hilda's College. El chaflán destruye la caja y acerca el edificio al árbol. Acción ya ensayada entre los tres edificios de The Economist, 1959-1964.

39 St. Hilda's College. Axonometría.

III Tanto en el pabellón de Upper Lawn como en la casa de Bayswater Road, el St. Hilda's College o la Yellow House, la construcción doméstica nunca ocupa un centro del lugar sino un lugar que queda aparte. Este apartamiento o retiro evidencia el deseo que la construcción tiene de situarse en una posición desde la que poder ser testigo de su propio destierro. Desde su margen, desde el cantón donde se excluye, la casa demuestra la existencia de un lugar anterior y exterior cuya cualidad difícilmente puede ser señalada sino saliéndose, demostrando así, en la distancia creada, el culto que por esa primera tierra se tiene. Y, sin embargo, la distancia o cesura por la que se deja aflorar esta importancia de la tierra como lugar del origen no necesita ser gran-de, puede tener el espesor de un muro.

Y así se comprueba en muchos de estos proyectos cómo un muro o un terra-plén separan a la casa del árbol que la sostiene. Los árboles rozan los muros; es nece-sario rozarse con los árboles y con su mundo si se vive en la casa. Y eso rozado y tangencial es lo que en estos lugares puede entenderse como centro. Porque la dis-tancia de separación es, contrariamente a lo que podría suponerse, la distancia que une, la que da nombre, la que revela el poder de las separaciones primigenias y la que fundamenta el orden de lo construido. Este roce es algo vago e inextenso pero vive de la distancia y de la distinción que es posible establecer entre dos seres; tiene lugar en el intervalo desde donde se excita (desde donde se llama hacia el afuera) al ser del árbol.

Por este roce la casa participa de la naturaleza de su árbol acompañante, recibe su ímpetu y junto al mismo árbol se hace escalable. En el proyecto para el St. Hilda's College unos carteles colocados en la fachada por la dirección del colegio avisan a quienes pasan cerca del edificio sobre la prohibición de escalarlo. Es ésta una prohi-bición que se declara contra un deseo que la casa y su árbol centenario encienden jun-tos. También en el pabellón de Upper Lawn ocurre algo parecido: el árbol rozado hace a la casa escalable, accesible, le da rigurosamente una medida; refiere cómo la construcción humana es el resultado de un apilamiento y de un propósito que sólo el árbol sabe medir en su verdadero tamaño.

La ascensión paralela al árbol es una manera de disolverse en él, de entenderlo, de mirarlo innumerables veces aceptando, sin embargo, que no es de la misma espe-cie. El intervalo existe, su cesura es sustancial a la importancia que se despliega entre el árbol y el hombre. Detenida en la profundidad de ese intervalo hecho a su medi-da, la casa entonces habla, sale fuera de sí, se extasía ante su volumen gemelo. Dice Novalis: "¿No se convierte la roca cuando le hablo, en un 'tú' verdadero?". El árbol rozado, este último árbol acompañante, se hace lontananza para la casa.

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IV Bayswater Road 100, Londres. Alison y Peter Smithson realizan un pabellón anexo a una antigua casa. El pasillo del pabellón es un camino en el que de repente se inter-pone un plátano. Esta barrera en el paso produce un pequeño lugar, una estación, un centro. El plátano, que no era el único árbol de la ciudad, se hace insustituible por-que ordena la contundente simetría de las piezas habitables; porque explica la ade-cuación del lugar del baño, la junta entre las habitaciones; porque permite romper, mediante la desigualdad de su naturaleza, la paridad que él mismo ha formado; por-que roza los hombros de los ocupantes; porque insiste en el carácter idílico del pabe-llón, y porque el árbol convierte al pabellón, a pesar de que éste se encuentra adosado a una pared medianera, en una figura exenta.

Un extraño eje de aguas vegetales, aguas corrientes, aguas fecales y estancadas, lleva al árbol, pasando por el cuarto de baño y el estanque, hasta el jardín.

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4 0 y 41 Pabel lón en Bayswater Road. A+PS, 1959.

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Ante la Petite Maison

I La Petite Maison, que se encuentra en Corseaux, en la Suiza septentrional, a orillas del lago Leman, ofrece vistas impresionantes de los Alpes. Le Corbusier escribiría un libro sobre ella en 1951, que empieza con una única palabra colocada sobre un ren-glón: Un terrain...

El arquitecto, según confiesa, con el plano del proyecto de una casa en el bolsi-llo, ha buscado un terreno para ella. Dice que después de retener varios, un día encuentra el verdadero terreno. El verdadero terreno... como si cupiese a un frag-mento de tierra la posibilidad de constituirse en verdad para una casa, ser la verdad de un plan pre-establecido. Pero eso es lo que el arquitecto dice, "que esa tierra se aco-pla a la casa como una mano a un guante". Eso es; como su verdad, como la verdad que esperaba a la casa.

Desde el camino cantonal de Vevey, el volumen de la Petite Maison, colocado en paralelo a la vía, esconde detrás el paisaje de las montañas y del lago; este oculta-miento es un preludio para la presentación que tiene lugar una vez dentro: una fené-tre à longueur de 11 m de longitud barre en horizontal toda la ribera septentrional del lago, una escena de agua picoteada al fondo por una colección rocosa de crestas neva-das: Les dents du Midi, Le Gramont , Les Cornettes de Bise.

El terrain buscado por Le Corbusier no es tanto un solar donde asentar la casa sino, como demuestra claramente uno de los dibujos del autor, un lugar desde donde pueda elaborarse una estrategia de dominación de la tierra extendida ante ella, un plan de instalación. dibujo de una de las plantas de la casa es en ese sentido revelador: . dentro del terreno escogido, tres objetos edificados parecen responder a una misma voluntad, la de susfituir los límites físicos de la parcela por la ilimitación proporcio-nada por un vínculo o por un disparo que va de la casa a la fierra. Por un lado está la

On a découvert le terrain

42 Petite Maison. Junto a la fenétre à longueur (página anterior). ' o--^

43 On a découvert le terrain,

44 Petite IVIaison. El lavabo ante el lago Leman.

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I.e lílan e»t iiistallé..

/.e plan est installé...

1. "Toute m o n architecture est f onc t i on des fenétres." LE CORBUSIER: " U n e visite à Le Corbusier-Saugnier" , Paris Journal, 28 de d ic iembre de 1923.

conocida construcción prismática con su largo ventanal. Luego, según se mira la plan-ta, abajo a la izquierda, una pequeña construcción permite al perro de la casa alcan-zar una ventana realizada en la tapia desde la que se divisa la calle. Por último, en el rincón de arriba, un reducto cuadrangular realizado mediante una oquedad en un muro de mampostería enmarca el paisaje del lago y las montañas.

Los lugares señalados parecen posiciones desde las que apuntar y disparar al horizonte, aunque dicha acción no se realice de forma directa. Así, en el interior de la Petite Maison, las mesas situadas en el salón, en el comedor y en el dormitorio de la madre y hasta la toilette, se sitúan perpendiculares al ventanal. Los muebles obligan a las personas a mantener una posición ladeada en relación con la ventana. Desde la casa, nadie mira el paisaje de frente, sino de lado; se mira siempre hacia el fondo de la casa. La casa es la que está al fondo y el paisaje o el horizonte no son la fuga sino que están o permanecen al margen. En situaciones límite, como la que guarda la posi-ción del cuerpo en la bañera, ante el piano o ante el escritorio (que el joven Le Corbusier regala a su madre), se repite este gesto que contradice la mirada frontal. Entonces, la fenétre à longueur, a pesar del ditirambo que confecciona su autor, no sirve tanto para ver como para espaciar. La fenétre à longueur no libra una amplitud visiva mayor que la que logra una ventana vertical, tal vez al contrario; pero sí sirve para hacer a la morada pequeña, para verter la Petite Maison, la casita, hacia la tierra de que depende, hacia su más íntima verdad: el exterior.'

Y el exterior es un resguardo en la medida en que aparece soslayado, porque prima, para presentarlo, el fondo de la casa, su necesaria presencia. Ocurre entonces como con las ventanas de un tren: mientras el convoy se dirige hacia un punto, un paisaje aparece en las ventanillas, en la perpendicular misma a esa dirección, teñido sin embargo por los valores que ese punto distante imprime en su trayectoria orto-gonal. En el proyecto lecorbuseriano del lago Leman, casa y tierra se intersecan a tra-vés de esa escuadra que determinan entre sí las mesas y otros objetos con una única ventana. También en el porche situado en el lado oriental de la casa existe un senci-llo banco de madera con una orientación perpendicular al lago y las vistas. Dos pila-res de seis centímetros de diámetro se encargan de recortar con su fina vertical el horizonte que queda a un lado. En el dibujo realizado a mano y en las fotografías escogidas para la publicación del libro. Le Corbusier no ocultó su interés por este lugar que, aunque aparentemente ajeno al peso del panorama, lo vuelve a hacer suyo de forma distraída.

En otro dibujo de la casa vista desde el lago, el arquitecto representó dos volú-menes definitivos: la casa con su larga fenétre à longueur y el rincón establecido al fondo del jardín bajo la protección de una bella paulonia. Ambos sólidos pueden ser

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considerados como casas, pues cuentan con su límite y con su techumbre y tienen sentido. Una con la cubierta plana y otra con una cubierta formada por las innume-rables hojas de un árbol plantado para afianzarla. Desde luego, las dos mantienen, desde esa absoluta credibihdad que desde ellas emana como lugares, una conciencia sobre el valor de ese sitio al que con su forma exagerada vigilan y espacian.

En el extremo del jardín y situadas entre el árbol y el boquete en el muro de mampostería se encuentran un tablero de hormigón realizado en obra que hace las veces de mesa y dos bancos situados a cada lado. Se trata de una construcción muy elemental, cuya sencillez se sostiene gracias a la plenitud que sobre el solar ejerce la casa que queda al otro lado. Es verdad que la Petite Maison es una pieza que sigue las directrices de su paisaje y que se dispone paralela a todo un mundo de fenómenos paralelos: los bancales donde se tienden los viñedos, las almantas de la labrantía, la carretera, el muro de piedra y el borde del lago; hasta la cordillera alpina levanta una pared paralela al mismo orden sostenido por la edificación. Todo encaja redundante-mente a excepción de ese lugar situado en la esquina y bajo una paulonia que vive, por el contrario, el privilegio de su marginación y de su excepcionalidad. Tanto es así que Le Corbusier, al dibujar una promenade circular para recorrer la casa y la parcela, no incluirá este rincón en el viaje. El rincón está arrinconado y justo desde ese apar-tamiento en relación con la casa y con las trazas generales implícitas en la estructura del paisaje, lanza su credibilidad como sitio exclusivo; está quieto, misteriosamente centrado en esa habitación aparejada al aire libre con medios tan simples como un árbol y un muro.

Todo está inmóvil, todo vive una distracción, todo es vacante. Las imágenes del sitio, independientemente de la estación en que hayan sido tomadas, aluden a algún verano que resulta conocido. Como en tantas otras obras del autor, también aquí se dispara a la tierra desde un lugar donde el techo ha sido permutado por un emocio-nante baldaquino que lo consagra. Los dos bancos de hierro pintados de blanco esta-blecen con su albura la fi-agilidad de este sitio resistente. Los bancos no tienen estilo, no están entonces fechados, son lo más próximo que cabe encontrar, dentro de lo manufacturado, al tiempo sin fechas del árbol, de las aguas, de las estribaciones. Junto a una casa eficaz revestida con chapa, estos objetos mixtilíneos, algo erróneos, here-dados o de segunda mano, se apropian de lo que les envuelve merced a su destartala-miento. Su poder es indiscutible: Le Corbusier siempre colocó bancos así en los lugares más íntimos.

Pero sobre todo, los bancos y la mesa trabajan como personificaciones: ellos recogen una presencia necesaria al fondo del jardín. Son un presagio. Y ello ocurre porque en este sifio es tan patente la invitación a abrir bien los ojos, es tan real el

46 Un circuit

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47 El hueco en el muro se orienta al lago, a los Alpes y al sur.

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valor que tiene este hechizo, pesa tanto la atracción ejercida por el árbol, que siem-pre irremediablemente falta alguien que realice o que llene todas estas posibilidades. El árbol, la mesa, las sillas y el vano en el muro son invocativos, reclaman urgente-mente una presencia, una animación, un ojo despierto. Es por lo que el rincón junto al árbol parece estar sometido a la tensión de llegar a ser ocupado; una tensión que está en deuda con la edificación de la casa que queda al lado y que se encarga sin duda de mantener esta corriente alterna en suspenso; al ver las sillas vacías se tiene el presentimiento de que quienes viven en la casa de al lado la abandonarán y ven-drán a residir aquí por un corto tiempo. Al doblar las casas se produce, ya sea en uno o en otro lado, una casa vacía y a la espera junto a una casa llena.

La casa revestida de planchas de aluminio es entonces lo otro, la máquina que gravita en torno a esta otra segunda casa de improvisada techumbre. Primordial, atá-vica, tiene algo mítico. Es una casa que, por ser la más pequeña, la mínima posible, resulta entonces ser casa en su sentido más profundo: refugio.

Y es en este conflicto o vacío logrado, en esta habitación vacante, donde reside el ser, el almacén para ser de la otra Petite Maison. Este rincón sin medidas descrip-tibles encanta toda la casa, la ensancha. La vieja paulonia plantada en 1923 por Le Corbusier arraiga esta ausencia en una tierra definitiva y la hace espectacular. Nuevamente puede volverse a las intenciones primeras: lo que había que buscar era una tierra, un terrain que el arquitecto decide ponerse a buscar. No hay que hacer una casa sino su terreno; hay que realizarlo, hay que desposarlo, es decir, hay que obrar de tal manera que la tierra pueda ser entresacada de su misma maraña. ¿Cómo pue-den los Alpes ser abarcados? Con un árbol, con un banco pintado de color blanco, con una vasija de barro apoyada sobre la sombra de la mesa. Por ellos, todo esto que acontece y que no tiene dimensionamiento posible, está sin embargo arraigado; todo lo acontecido, lo que está aconteciendo incomprensiblemente alrededor, se celebra con una construcción donde encuentra su asentamiento, donde se aparta, donde tiene lugar.

La proximidad entre estos simples elementos resulta primordial: cuanto más pre-siona el volumen del árbol el lugar de los bancos y cuanto más los acorrala contra el muro, más se cumple la realidad de ese rincón como cuarto, aquel lugar donde viene a descansar la naturaleza de las cosas y donde el cuerpo establece, sin apenas dar un paso, su centro del espacio. Entonces, la inmovilidad de un cuerpo arrinconado en un lugar pequeño encuentra correspondencias de signo opuesto.

48 y 49 La paulonia en 1930 y en 1999.

E n cuanto estamos inmóviles , estamos en otra parte; s o ñ a m o s en un m u n d o i n m e n s o .

La inmensidad es el m o v i m i e n t o del h o m b r e inmóvil.^ 2. G. BACHELARD: La poética del espacio, pág. 221.

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50 Un trampolín.

51 La Petite Maison en su estado original, con la fachada revocada y pintada en blanco y el muro de mampostería tratado con pintura al silicato blanco.

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La es t ruc tura de la p a u l o n i a h inca los b a n c o s a u n lugar só l ido y los b a n c o s , q u e

son m u e b l e s de pos i c iones c a m b i a n t e s , se q u e d a n sin e m b a r g o fijos a u n enc lave c o n

u n a legislación es tablec ida . Es la sede, de sedere, d o n d e se es. Es el lugar que , a pesar

de carecer de l ímites, invi ta al h o m b r e y a sus cosas a p e r m a n e c e r , d o n d e los m u e b l e s

y qu i enes de ellos se sirven h a n e n c o n t r a d o u n a s i en to al q u e c o n s i d e r a n privilegia-

d o ; u n as ien to q u e c o i n c i d e c o n u n lugar a la vez exac to e i n d e t e r m i n a b l e , u n lugar

s i t uado en u n a p o s i c i ó n ex t r ema q u e n o está d e n t r o ni afiaera, s ino en u n u m b r a l per-

m a n e n t e , en el v e r d a d e r o espacio.^

En u n a l zado de la Petite M a i s o n , Le C o r b u s i e r r ep re sen tó los dos cub í cu lo s : el

p r i m e r o es la casa ra jada p o r la v e n t a n a de 10,75 m de l o n g i t u d y el s e g u n d o es u n a

s imple pa red de p iedra c u s t o d i a d a p o r u n á rbol . S o n dos casas s e g u r a m e n t e de dife-

rentes t a m a ñ o s , p e r o d o n d e n i n g u n a es la p e q u e ñ a . N i n g u n a es m á s p e q u e ñ a q u e la

otra p o r q u e cada u n a de ellas d e f i n e a la adyacen t e y la cen t ra has ta q u e a m b a s aca-

b a n c o m p a r t i e n d o u n m i s m o des t ino . El espe jo de las aguas frías del lago t o m a desde

la superf ic ie este ar t i f ic io del d o b l e q u e le t i ende el a r q u i t e c t o p e r o ya n o lo devue lve

e x a c t a m e n t e d u p l i c a d o . El l í q u i d o del lago, c o m o t o d o ser terrestre, ejerce en s i lencio

sus m e t a m o r f o s i s : las p ince ladas b lancas y los b o q u e t e s o scu ros q u e p r o v i e n e n de las

casas s i tuadas en la orilla son , v i n i e n d o desde el f o n d o del agua, señales seculares,

señales de u n i o n e s seguras. 52 Vevey. Bancales de viñedos situados a la espalda de la casa.

53 Fusil d ibujado en una esquina de uno de los planos de la villa Shodhan. 1956.

II

P resenc ia del lugar q u e la casa t i ene a sus e spa ldas . El a r q u i t e c t o lo va lo ra a t ravés

de la f a s c i n a c i ó n q u e s i n t i ó su p a d r e al ve r lo . La d u r e z a del c l ima e n c u e n t r a e n

es tos b a n c a l e s de v id u n a t ier ra de as i lo . Se t ra ta de las l aderas de u n a e s t r i b a c i ó n

q u e ha s i do d o m e s t i c a d a p o r m e d i o de m u r o s de c o n t e n c i ó n , ¡por t r e in t a mi l

k i l ó m e t r o s de m u r o s ! F r e n t e a la h e l a d a cord i l l e ra d e los A l p e s h a c i a la q u e la casa

d i spa ra c o n sus fus i les - v é a s e el v e n t a n a l , el t r a m p o l í n , el b o r d e b a j o - , h e a q u í ,

de t rás , e n c i m a , u n a m a s a a c a l o r a d a p o r u n t r a b a j o secu la r o m i l e n a r i o q u e le sirve

de cu la t a .

La región que rodea el campo visual no es fácil de describir, pero no es, con toda seguridad, ni

negra ni gris. Se da aquí una visión indeterminada, una visión de no sé qué, y, de llegar hasta el lími-

te, lo que está detrás de mi espalda no carece de presencia visual.^

3. H . MICHAUX, Nouvelks de lelmnger, Mercure de France, 1952.

4. M . MERLEAU-PONTY: La fenomenología de la percepción, pág. 27.

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54 "Trabajar es respirar."

55 Petite Maison. Habitación de Le Corbusier.

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III Podría estudiarse la obra de Le Corbusier atendiendo únicamente a las distintas mesas que colocó ante un horizonte, aquellos retablos en los que se obsequiaba a lo distan-te al mismo tiempo que se le invitaba a aproximarse, aquellas tablas donde la tierra con-descendía a ser representada y donde el horizonte se decidía a tumbarse ante sus observadores. ¿Los estanques de Chandigarh, no son mesas? ¿La cubierta de la Unité de Marsella no es una mesa gigante? Mesa, sin silla posible, del solàrium de la villa Savoye. Mesa de la cocina, mesa de la terraza de la primera planta. Mesas empotradas de las terrazas del Pabellón Suizo. Mesita, pupitre escolar, en su cuarto de la Petite Maison. Mesa, en la misma casa, dispuesta bajo la paulonia y junto al lago. Mesa altar de Ronchamp. Mesa de campaña de Cap Martin, última mesa.

A Le Corbusier siempre parece faltarle una mesa. Sus casas, sus palacios, sus tem-plos, sus cabañas, o ya son mesas o tienen en su corazón el sueño de una mesa.

c

IV - C e qui embell i t le désert, dit le petit prince, c 'est qu'il cache un puits quelque part...

J e tus surpris de comprendre soudain ce mystérieux r a y o n n e m e n t du sable. Lorsque j 'étais

petit garçon j 'habitais une maison ancienne, et la légende racontait qu 'un trésor y était enfoui .

Bien sur, jamais personne n'a su le découvrir, ni peut-ètre m é m e ne l'a cherché. Mais i!

enchantai t toute cette maison. M a maison cachait un secret au fond de son coeur.'

El parecido entre los libros La petite maison y Le petit prince\ en el diminutivo del título, en los dibujos personales que se mezclan con el texto, en el idealismo, en la crítica a lo razonable y a lo adulto, en la cantidad de tierra que ambos contienen, en el afecto a un ser de otra edad. Ambos libros terminan con un comentario trágico: con un crimen, en la Petite Maison, y con una desaparición o muerte en Le petit prince. Saint-Exupéry, autor de Le petit prince (1943), conoció personalmente al autor de La petite maison (1954). El escritor había estado matriculado en Bellas Artes, en la rama de arquitectura, pero dejó la carrera en 1921 para ser aviador. Antoine de Saint-Exupéry y Le Corbusier presentan una última coincidencia: morir en verano, en un mar entre tierras.

56 Une petite maison. Penúltimo dibujo del opúsculo. 1954.

57 Le petit prince. Último dibujo del opúsculo. 1943.

5 . A . DE S A I N T - E X U P É R Y : Lepetilprince.

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Ante la villa La Roche

I Dos años antes de la Petite Maison, 1923, París, Rué Dr. Blanche. La fachada de un pabellón sobre p i l o t i s , oculto en parte por una frondosa acacia, conforma el final de perspectiva del largo callejón de entrada a la villa La Roche-Jeanneret.

Aunque al principio Le Corbusier tantea la posibilidad de un balcón situado aproximadamente en el centro de la fachada del pabellón, lo mueve más tarde hasta el extremo izquierdo y logra una pared central casi completamente ciega y clara donde la oscuridad y sinuosidad del árbol preexistente encuentran un contrincante. El grueso tronco colocado delante de los soportes verticales deshace la significación tectónica de los ya finos p i l o t i s hasta el punto de que el peso del puente-pabellón pare-ce flotar en el aire. Es evidente también que la carga vegetal que debe asumir el tron-co del árbol empequeñece, por comparación, el peso real del pabellón.

Luego, un conjunto de seres verticales se distribuye alrededor de la puerta de entrada además del árbol descrito: un pilar de planta cuadrada, un pilar de sección cir-cular, un cilindro o bajante de pluviales (nunca representada en los planos), un par de pilares apantallados y otro árbol más, una acacia que nace en la finca vecina pero que se tumba según crece sobre la villa La Roche. Este conjunto de heterogéneas situa-ciones de verticalidad produce un lugar donde forzosamente los p i l o t i s se ven conmi-nados por sus acompañantes a actuar y significar más como objetos que como elementos estructurales. Le Corbusier^ibujó los anillos de crecimiento de los árboles e hizo énfasis en las deformaciones o tropismos sufridos por las secciones de los tron-cos. Era la primera vez en la historiografía de la arquitectura en la que el tronco del árbol se representaba con esta sensibilidad hacia su edad natural y su dinamogenia; sin duda una muestra del interés y el deseo del arquitecto por reunir las naturalezas muertas con las naturalezas vivas, los p i l o t i s y los troncos, los conductos huecos, los alveolados y los macizos en un bodegón arquitectónico.

58 Villas La Roche-Jeanneret. Fachada (página anterior).

í59/Fragmento de la planta baja.

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60 Claude Manet, Casa en ReuH, 1882.

61 Entrada. Fotografía de época.

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Bajo el porche de entrada, un pequeño parterre tratado como montículo une la presencia de uno de los p i l o t i s con el arranque del tronco del árbol. Este breve mon-tículo tapizado de césped consigue que el p i l o t i esté más ligado al árbol que al otro

p i l o t i con el que forma un mismo pórtico, aquel que tiene justo enfrente y que el arquitecto hizo desaparecer en la planta baja para destruir cualquier posibilidad de lectura paritaria. Además, como los dos pilares del primer frente de la fachada son de sección diferente, uno de planta circular y el otro de planta cuadrada, su diversidad sirve de nuevo para anular cualquier posibilidad de correspondencia. Antes que para soportar algo, los pilares están en aquel lugar para proclamarse como objetos, como seres libres. El orden de la tierra y el orden de la construcción cruzaban así sus signos en el año 1923.

Además, la puerta de acceso a la villa La Roche está exactamente enfrentada con el tronco del árbol. En tantas obras esta interposición física de un elemento vertical gravitando ante la puerta se realizará con un pilar (Cook, Molitor, Savoye) o, como en Ronchamp, con la masa de la propia hoja del cerramiento, que una vez abierto se man-tiene en el centro del vano.' En todos los casos el hueco de paso abierto, ligado a la imposibilidad o dificultad física para pasar, parece constituir una señal de aviso, una toma de conciencia sobre el valor del umbral, ese velo donde los conceptos de lo acce-sible y lo inaccesible se presentan como inminentes. Junto al hueco de la puerta prac-ticado en la pared o en el muro se presenta una masa apilada, situada cerca, un bulto que hace legible que dicha masa exonerada fue una vez material de cierre. Esto es sobre todo claro en el caso de las puertas que giran para abrirse sobre su eje central. Aquí, en la villa La Roche, ese material desplazado de sitio, pero semánticamente unido al hueco y a la posibilidad de relacionarse con la casa, es un árbol. El machihembrado entre el hueco y el tronco del árbol tiene también como misión destruir cualquier posi-bilidad de existencia de un eje de acceso excesivamente franco; el aura de la puerta tiene al tronco y a la masa arbórea como su lugar límite y no se prolonga por más tiem-po. Todo el afuera que ofrece la puerta al abrirse, al quedarse entornada, parece por un momento sustentarse y descansar en esta paciente figura. Una pintura de Manet ofre-ce la misma sofisticación. Vista desde el exterior, la puerta como útil necesario para hacer práctica la casa, para señalarla en cuanto tal, ha desaparecido: a cambio está el árbol, uno que no cabe, que no puede caber, en los límites del marco.

En los primeros croquis realizados por el arquitecto, tres grandes árboles no sólo van a condicionar la diferente altura del pabellón, sino que su posición y su porte van a ser cruciales para el definitivo asentamiento de las trazas de la casa. El aconteci-miento arquitectónico tiene lugar por su causa: una escalera helicoidal gira alrededor de uno de ellos o un balcón agujereado permite pasar a través de su hueco a un tron-

62 Maqueta del Salón de Otoño, 1923.

63 El árbol visto desde dentro. Fotografía de época.

1. J . QUETGLAS: "Viajes alrededor de mi alcoba", Arquileclum, N° 264-265.

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64 Villas La Roche-Jeanneret. Fotografía de época.

65 Villas La Roche-Jeanneret. Fotografía de 1998.

co travieso. El edificio se enreda en la trama de los árboles a los que toma a la vez como autores y actores. Luego, en la versión final hoy construida, los árboles man-fienen su entidad como elementos exentos aunque su presencia repercute en las facha-das y en los alzados. La planta de la casa revela, por ejemplo, que precisamente la posición de los dos árboles marcó definitivamente el cuello donde el ancho de crujía se disminuye para dar arranque al pabellón destinado a ser galería. Al pasar entonces desde dentro de la casa hacia el pabellón, se debe pasar por debajo del palio tendido por las copas de estos dos árboles. De nuevo aparecen aquí dos árboles ocupados en formar un umbral, esta vez uno construido desde el mismo exterior pero que se atra-viesa por el interior del edificio. Los árboles están fuera, pero sus hojas y ramas se unen por encima de la cubierta del pabellón para formar un dintel que, aunque no se ve desde dentro, sí se hace explícito de alguna manera en la naturalidad con que se traza el volumen de la galería desfinada a exposiciones. Toda la ausencia del árbol-din-tel situado encima del techo clama en una sala cuya planta y alzado lenticular pare-cen querer evocarlo. Aunque finalmente no sería realizada así, una de las propuestas para la galería contaba con un techo de vidrio que hubiese permifido contemplar a este rumoroso baldaquino al cruzar por dentro de la habitación. Este modo de encuentro con el árbol no es nuevo. Andar por muchas casas de Le Corbusier es más bien cruzar: es pasar junto, o por encima, o por debajo de otra cosa, de otro ser, que se pone o se fiende perpendicular al trayecto y ante el que se realiza una cruz.

En cuanto a la acacia situada en la finca vecina, como su tronco crecía fuerte-mente desplomado de su eje vertical y pasaba por encima del muro medianero, debió ser necesario crear un retranqueo para albergar parte d,e su ramaje en el lado sudeste del edificio. Todavía hoy esta presencia del árbol pasa a ser un pequeño centro den-tro de la casa y sobre él vienen a dar la terraza de la galería de exposiciones (planta primera) y la biblioteca (planta segunda). Un afecto a los valores que emanan de la proximidad de las cosas es aquí apreciable, como lo es en casi toda la obra lecorbu-seriana. Junto al árbol vendrán a ponerse aquellos quehaceres humanos que más se complacen en la cercanía de su ser vertical. A la biblioteca y la galería de exposicio-nes se unen la chimenea, la mesa, la tumbona de la pasarela. Y es que todo lo que asciende, toda acción que tiene el gusto por elevarse toma impulso de otra ascensión próxima: se asciende por contagio. La inclinación de la acacia, que hace de centro a esta agrupación de humanos aconteceres, aún hace más explícito el afán heroico de este ser erecto. Pero desde la terraza de la galería de exposiciones o desde el amplio ventanal de la biblioteca lo que se ofrece no es sólo un panorama arbóreo. No es sólo el árbol como objeto visivo, sino como el que ofrece el espaciamiento de sus hojas, ramas y flores a la altura del hombre. El árbol que prolonga la estancia de la habita-

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ción en el refugio de su follaje, el que irrumpe con su grave nervadura a una insólita distancia de lo humano. Viejo sueño: la casa sirve para subir al árbol, para interiori-zar su afuera habitándolo desde dentro o para enturbiar su tiempo lento con el tiem-po mensurable de las horas. Los reflejos de las cosas y las imágenes subvertidas de lo conocido cohabitan en este deambulatorio circular y siempre ascendente de la villa La Roche-Jeanneret;^ piénsese, por ejemplo, en la duplicidad de las escaleras enfren-tadas del vestíbulo que colocan al visitante en el filo de una encrucijada. Entrar es decidirse; ascender supone decir sí y decir no, dividirse. El árbol, los dos árboles con los que Le Corbusier construye este tour, se ocultan y se muestran, se hacen tangibles o sólo visibles, se materializan como hoja o como leño, se reúnen como totalidad o se separan y demuestran la vivacidad de un fragmento.

Cuando se miran las ventanas de la casa y su relación con los árboles, parecen adivinarse gestos humanos. Unas miran con los ojos plenamente abiertos, otras entre-cierran los párpados, otras parecen sonreír. Puertas, ventanas, pilares, paredes blancas, vestíbulos de triple altura, parecen siervos del afecto por el árbol.

II París, Rué Dr. Blanche, febrero de 1999: las acacias han desaparecido. Un árbol de Virginia sustituye al gran ejemplar que estaba situado exactamente en el eje de la puerta de entrada. El nuevo árbol aparece plantado casi en el mismo lugar, más o menos delan-te del pabellón, pero no en la posición exacta que tuvo el árbol primitivo: el árbol pri-mitivo estaba justo enfrente de la puerta, justo en el centro de su vano, ni un centímetro más acá o más allá, y apoyaba sobre un delicado montículo de hierba mediante el que se ensamblaba al piloti contiguo. Esta conjunción de soportes cam-biaba drásticamente el significado de ambos. En cuanto al árbol torcido que crecía en la medianera, ha sido cortado con una sierra. Queda el tocón.

Pero si los árboles mueren, ¿es lícito reemplazarlos o fosilizarlos? En caso de plantar sustitutos, y dado que ser arquitecto es una cuestión de centímetros, ¿pueden ocu-par éstos un lugar sensiblemente parecido o pueden ser de una especie casi semejan-te? ¿No los había hecho únicos la obra?

66 Fragmento de la planta alta.

67 Villas La Roche-Jeanneret. Fotografía de la obra, 1925. La normativa zonal obligaba a respetar los árboles existentes.

2. Véase J . Q U E T G L A S , op. dt.

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Ante las casas patio

Pero ahora viene otra sala: florentinos de hacia 1500, tras el destierro de los Médicis.

El aire es seco y transparente. Arboles inmóviles, nítidos e inconflindibles, aquí un ciprés,

allá un pino. Con ello concuerdan los rostros, las leyes, la política.

Ernst Jünger, Eumeswil

Las denominadas casas patio, proyectadas por Mies van der Rohe entre 1931 y 1934 pero nunca construidas, están representadas gráficamente de una manera tan con-vincente que, desposeídas del don de pertenecer a un lugar concreto, parecen sin embargo participar de un extenso mundo creíble. No obstante, en los dibujos donde se recogen parece existir por un momento un error de representación gráfica: se observa cómo en las plantas de las casas se superponen datos que pertenecen a cor-tes realizados por diversos planos horizontales situados a distintas alturas.

Puede comprobarse cómo el suelo pavimentado se representa mediante un dibujo en cuadrícula. Es un suelo abstracto: lo es porque no toma partido por lo lon-gitudinal o lo transversal ni por lo centrado o lo periférico y porque no es posible asegurar su verdadero tamaño. Pero a pesar de todo ello, se muestra como el suelo genuino de ese lugar concreto; se muestra como la base más primigenia sobre la que la casa se asienta. Mies hace explícito este apriorismo del suelo al obligar a que el perímetro límite de la vivienda se mueva con una cierta libertad por encima de las juntas ortogonales del pavimento.' Primero está el suelo, en el origen, después las paredes que siguen o no el crucigrama del mismo. El suelo artificial es por lo tanto el suelo anterior y natural, es la tierra de la casa. La tierra aportada por la obra, espa-ciada al pavimentar.

A su vez, las copas de los árboles dibujados en estas plantas ocultan o tapan el suelo que está debajo. Esta es la incorrección gráfica: si el corte horizontal a la casa (véase el resto de los elementos representados) se produce por un plano que pasa bajo las copas de los árboles, ¿cómo pueden entonces éstas representarse hasta llegar a ocultar el suelo? ¿No deberían en todo caso sobreimponerse o quedar acusadas en forma de líneas de puntos, como proyección de lo que está más arriba? Nunca en los

68 Casa Farnsworth (página anterior).

69 Casa Farnsworth. Fragmento de la planta.

1. Para que esto fuera posible en la obra, era más práctico ir cortando una a una las piezas del pavimento: lo que pone en duda la validez de un sistema previo de modula-ción. Sirve de muestra un plano donde se recogen las dimensiones variables de todas las piezas de travertino del plinto del Pabellón de Alemania en Barcelona, el n° 14.22. The Mies van der Rohe Archive, Garland Architectural Archives, Nueva York, 1986.

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70 Grupo de viviendas con patios.

planos de Mies aparece la copa como algo proyectado, sino como algo que, a pesar de estar muy alto, se representa abajo entretenido junto a los enseres de la casa. El árbol -podría ser la explicación- arruina el orden de la representación planimétrica porque, para esta arquitectura, está antes; porque cuenta con todas las prioridades y porque es anterior a la anterioridad del suelo.

La representación de los árboles por su copa y no por su tronco hace que quede ausente, además, la presencia exacta que el árbol tiene en el jardín. La recalificación de los soportes verticales, presente en toda la obra miesiana, está también considera-da al tratar sobre troncos de árboles. De los árboles no interesa su punto fijo, el diá-metro de su tronco o las resonancias que confiere su punzonar en el suelo; sólo importan las cualidades del plano horizontal que producen. Importan la dimensión, el espesor y algo muy especial: el carácter traído por el tipo de hoja, el implícito romanticismo de un árbol que, introducido con esa cálida apariencia que le dan los dibujos, asigna un carácter a una vivienda cuya novedad dificulta su clasificación. Son las hojas del árbol y la espesura de su fronda quienes explican los contenidos más difíciles y salen en busca del lector para aclarárselos. El árbol actualiza la casa, entra en ella y desmiente su imposibilidad.

Desde el origen, a la palabra técnica estuvieron también unidas las palabras techo y techumbre. Si técnica es etimológicamente lo que revela una verdad, entonces, por proximidad nominativa, los techos son los más valiosos responsables de esa verdad técnica explicada. Y así, no extraña que en los techos se escondan, se narren y se renueven, generación a generación, las técnicas o las verdades reveladas.^ Unos árbo-les tan desproporcionados en su relación tronco-copa y tan rasantes a la altura de coronación de los muros de linde y de las cubiertas, son entonces algo tectónico. Son ellos los techos del patio, los técnicos,^ los encargados de celar el aire del cielo. Pues el patio conecta la tierra con el cielo a través de la interposición física de los árboles y liga la tierra en clausura del jardín con la tierra de la tierra.

2. Severino, en II destino della necessità, subraya esta cone-xión entre técnica (tejne) y la der ivación latina tectum (techo). La tejne sería u n obrar o p roduc i r cuya finalidad consistiría en dar techo al t e r ráqueo , al himilis (hombre) . C i t a d o p o r E. TRÍAS en Lógica del límite.

3. " i O h técnico de t an to que te inclinas!" C . VALLEJO: Antología poética.

4 . MIES VAN DER ROHE: Hochhauser, p á g . 122. C i t a d o p o r

F. NEUMEYER; Mies van der Rohe, 181.

II Mies había observado cómo en el esqueleto de una estructura de acero parecía mate-rializarse una forma esencial que prohibía, casi por sí misma, cualquier revestimien-to o añadido ornamental, y cómo la idea estructural era la base necesaria para la configuración artística.^ Sabía que el cerramiento perimetral destruye por completo la impresión imponente de la verticalidad y arruina el entusiasmo que reside en la naturaleza lógica. Pero también era consciente de que si la casa no contaba con algún sistema de cierre se hacía irremediablemente invisible.

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Quizás se ponga la objeción de que reduzco la arquitectura a casi nada. Es cierto que le quito

muchas cosas innecesarias, que la libero de muchas futilidades que constituían su habitual

decoración, para dejarle sólo su utilidad y sencillez... U n edificio con pilares exentos que

soportan el envigado no necesita puertas ni ventanas -pero , por otro lado, si está abierto por

los cuatro lados, es invisible.'

Tal vez por ello las obras del arquitecto están, como sus propios perfiles lami-nados, siempre entreabiertas o entrecerradas. Son T, L, H, figuras nunca cerradas. Todo un glosario de respuestas se producirá, a lo largo de una vida, para responder a una profunda obstinación sobre esta condición entreabierta e incompleta: desde una de las primeras obras [el proyecto de edificio de oficinas en hormigón armado] hasta la última [la Galería del siglo X X en Berlín].

Indudablemente, también los árboles contribuyen en los proyectos de las casas patio a dificultar la precisión del límite de cerramiento entre la casa y la tierra. Y se observa que no sólo los árboles ciñen un techo difuso a la casa, sino que también la prolongan por los lados al ocultar con sus copas la presencia de los muros de linde. Las diversas propiedades están entonces interconectadas por el mismo tipo de árbol, un árbol asilvestrado que forma parte de una ley general de bosque abierto o de una muchedumbre anterior de árboles. La frondosidad y la sinuosidad del árbol dibujado se encargan de establecer un segundo plano, tupido e inclasificable, paralelo al pro-pio plano de suelo. Entonces, tanto el despiece del pavimento como el porte de los árboles introducen solapadamente la escala. La casa se mide en relación con este suelo y con este techo, con esta exterioridad y anterioridad. Por eso casi nunca los dibujos miesianos de casas trasmiten bien la relación entre su tamaño y el tamaño del hom-bre. No hay escala humana de lo edificado como lo pone de manifiesto una visita a Barcelona, a Chicago o a Plano.

Y es así como la vivienda ocurre: en ese espesor entreabierto e inescalable entre dos planos parecidos y disjuntos que aparecen yuxtapuestos en una misma única planta. Hay poco más: unos muebles, una delgada, velada y entreabierta estructura... La vivienda ha ocurrido o ha tenido lugar justo al poner a los dos planos horizonta-les que se encuentran algo distantes, levitando cerca. Podrá variar en algunas obras el número de planos horizontales, pero siempre persistirá esta condición: el sinfín de un espacio ilimitado queda por un momento cobijado en el ambiguo confín que for-man dos planos de naturaleza disfinta: allí está la casa, entre dos o más planos de yeso, de mármol travertino, de linóleo, de agua, de masa arbórea, de ónice... No hay secciones verficales para representar ese sándwich paralelo a un mundo completa-mente plano.

71 Mies van der Rohe ante la casa Farnsworth, una casa sorprendentemente grande.

5 . M I E S VAN D E R R O H E , op. al., p á g . 2 1 0 .

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72 Vivienda con tres patios interiores. 1954.

6. El n ú m e r o tres es un tema recurrente: en la mayoría de los proyectos de Mies hay tres sillas Barcelona. Dos coloca-das una j un to a otra y una si tuada lejos de ambas . Los arqui-tectos paisajistas agrupan así a los árboles para crear el efecto de u n c o n j u n t o natural y para lograr una con t inu idad espacial. C i t ado p o r P. EISENMAN: "Lecturas de MimESis : mal interpretadas n o significan nada", en Mies van der Rohe: su arquitecturay sus discípulos, pág. 99.

7. "Entre el p o d i u m y el techo p l a n o paralelos casi flotan-tes, el v o l u m e n c o m p r e n d i d o entre ellos, se convier te en u n a extens ión apa ren temen te i l imitada de espacio abstrac-to y universal ." K. FRAMPTON, Mies van der Rohe: su arqui-tecturay sus discípulos, pág. 49.

III La casa con tres patios interiores es un proyecto fechado en 1934 y cuenta con tres árboles/ El primer árbol está colocado junto a la entrada y, aunque no se conoce la posición exacta de su tronco sobre el suelo, el dibujo de su masa es suficientemente elocuente: el camino que se acerca a la casa mantiene el vigor de su línea recta gracias a este amojonamiento que le brinda el árbol. Para pasar al interior de la parcela, ni siquiera hay puerta, basta con atravesar el espesor del muro de cierre, un grosor cons-truido con la masa del árbol alejado unos pasos. El ancho del ejemplar talona la dis-tancia entre la casa y el hueco en la tapia y mide las distancias del lugar creado de repente en ese jardín. El árbol, que no es cerramiento, hace de umbral tal como en el pabellón alemán de Barcelona hacen de preámbulos los dos estanques. Las aguas, las hojas, pueden llegar a ser puertas. Esta sinécdoque en la que una cosa pasa por otra es constante en las obras y proyectos del arquitecto alemán. Cualquier pilar del pabellón de Barcelona, por ejemplo, necesita la contradicción o la colaboración de un muro no portante a su lado que lo reinvente, un muro que diga al pilar: "Tú no eres el que suje-ta; soy yo". Una operación que transforma los significados de las cosas y que se opera al actuar por proximidad. Porque lo vecino puede aturdir tal y como lo hace el texto Ceci n'est pas une pipe de Magritte, al colocarse junto a ese instrumento de fumar llama-do pipa que deja entonces de serlo. En la obra miesiana es raro encontrar un elemen-to arquitectónico que no tenga asignado un doble o visir que lo niega o emborrona en un aspecto de su naturaleza para afirmarlo o iluminarlo en otro distinto.

Los otros dos árboles de la casa patio aparecen reunidos en pareja al fondo de la parcela y deshacen así los efectos a los que comprometería una trinidad de árboles idénticos. Sin embargo, no se renuncia a las cualidades del número tres como orden, como símbolo. Tres es un número suficiente. Tres árboles son un conjunto, una arbo-leda. Tres árboles echados sin geometría sobre el jardín de la parcela subrayan ante la casa su anterioridad. Y entonces, si el hogar se sitúa con libertad en relación con las líneas del pavimento y con los tres árboles es porque no forman parte de su estructu-ra propia, porque ellos están antes. Esta anterioridad es además una forma de exten-sión: tanto los árboles como las losas y los pavimentos son ajenos a los límites verticales de la obra, a las paredes, a los muros de cerramiento y a la posición de los pilares. Losas y árboles se escurren fuera y prolongan ad infinitum el horizonte artifi-cial de sus techumbres. Este es el idilio con la tierra.'

Y así, nunca el edificio acaba de tener un lugar preciso. Lo trasmiten los propios planos de los proyectos, donde los dibujos de las plantas impresos sobre el papel blan-co de la publicación hacen suyo el blanco de la hoja y se exfienden hacia un lugar indefinido de la página. Viendo en cualquier libro hasta qué punto abarca una plan-

es

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ta una página se puede intuir la ilimitación que abrigaría la obra. Las plantas de Mies no tienen marcos en ninguno de los libros en que las conocemos. No hay tampoco cualidades topográficas, geográficas, climáticas. Ni siquiera se sabe dónde está el norte.® En sus dibujos, los árboles se presentan no como esferas ni como cuerpos volu-minosos, sino como planos paralelos. Son paralelos a todo un almacén de planos: a las alfombras de lana de los interiores, a las colchas verjuradas, a los bancos, a las lámi-nas de agua de los estanques, a los artificiales plintos o plataformas suspendidas e incluso a las sombras proyectadas por los objetos, también planos planos (no es error de imprenta) sobre un plano. Su horizontalidad se recalca aún más cuando los tron-cos aparecen como irreales enjambres. A veces, no pasan de ser un conjunto de zar-cillos oblicuos donde la vertical evidente se ha despreciado.

Cada arquitecto espacia una tierra diferente. Cuando se recuerda la obra de Frank Lloyd Wright, el arquitecto estadounidense a quien Mies llegaría a visitar en su campamento de Taliesin, no puede dejar de verse a los árboles más que como seres verticales. Son de otro orden los árboles que Mies ha visto y ha hecho ver: en ellos no aparecen las ramas, la fronda del árbol se balancea tan ajena al tronco y a sus ner-vaduras como las losas a los soportes y vigas o los planos de las sillas a sus combadas estructuras de aguante. Mies dibuja los árboles necesaríos a aquello que quiere decir. No son los últimos árboles, como los de Alison y Peter Smithson; ni son los árboles únicos, los amigos del hombre, como los de Le Corbusier; ni tampoco son los árbo-les alejados e inalcanzables del afuera a los que se refería la conifera situada junto a la piscina de villa Mairea. Estos árboles son los árboles necesaríos a un obrar, los que, aunque inexistentes, trae la obra. Son tan inclasificables como reales en cuanto que la arquitectura los cita.

73 Casa de vidrio sobre cuatro pilares. 1950-1951.

Se nos ofrece este mundo y ningún otro. En él nos hemos de afirmar.'

En su obra, este uso concatenado de planos horizontales que se alzan es la ver-rícal más excelsa. A partir de ahí hasta los edificios en altura se hacen al acumular sucesivas capas horízontales o capas de horízontes. La vertical se construye, contra toda lógica, atentando formalmente a la ley de la gravedad, es decir, hiríendo su ver-tical de trabajo con esta insensata expansión de horízontales. La ley de las cargas gra-vitatorías hará entrar a la matería construida y expuesta en el orden del suspenso. En lo suspendido, en lo flotante... en lo ingrávido, donde la gravedad gravita,'" donde actúa con su ley inexorable y produce por fin una inverosimilitud arquitectónica}^ Pues el ser en suspenso es un ser cuya imagen o forma es independiente del sustrato al que es inmanente. Parece que se trata de un accidente y, sin embargo, es una virtud de la

8. "There is never a north point on a Mies plan." Citado por A. & P. SMITHSON: Changingthe Art ofinhabitation. Esta ausencia del lugar se manifiesta también en la dificultad que encuentran las obras para tocar el suelo, como en las casas Famsworth y Tugendhat.

9. MIES VAN DER ROHE: "Apuntes para conferencias".

10. "No es accidental que el rasgo prominente de su diseño sea la suspensión." F. DAL CO: "Perfección: La cultura de Mies a través de sus notas y escritos", en Mies van der Rohe: su arquitectura y sus discípulos, pág. 81.

11. Véase "El límite de los principios en la arquitectura de Mies van der Rohe", en J. NAVARRO BALDEWEG: La habita-ción vacante.

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74 Monumento a KarI Liebknecht y Rosa Luxemburg. Lo pesado entra en suspensión, lo pesado del hecho que el monumento se propone rememorar.

75 Neue Nationalgalerle, Berlín.

obra de Mies: los seres en suspenso ocupan una de las posiciones posibles entre otras muchas. Ocupan una zona suspensa que podría muy bien ser otra. Los seres suspen-didos han llegado a esa posición deslizándose entre ellos y aún podrían seguir hacién-dolo. La obra es justo una de esas posiciones intercambiables posibles y por ello parece que aunque está terminada no está completada, etimológicamente: no está llena, justo no está llena por esta falta de terminación o de determinación de sus com-ponentes.

Pero el orden de lo suspenso será precisamente la más onerosa radicación de las que parecían desarraigadas casas. Sin geografía, sin estrato ni norte, cuentan sin embar-go con un centro alrededor del que ordenar su diàspora de planos paralelos. La atrac-ción magnética del polo norte, el septentrión que en otras arquitecturas puede dar razón de un orden profundo, se sustituye aquí por la atracción magnética de la masa de la tierra. El polo, por el fondo; no hay un norte sino un núcleo. Al expresar la gra-vedad como presencia se da forma a una de las ligaduras más invisibles; se incita a una fisicidad para que ordene los espesores reales e imaginarios de la casa. La tierra es habi-table: su horizonte ilimitado se puede alzar por acumulación de láminas horizontales, algo que los pintores paisajistas ya hacían en los fondos de sus cuadros cuando agre-gaban varios planos de nubes a distintas alturas. La gravedad arraiga porque es una de las nostalgias de la tierra, es un fenómeno por la que ella se hace sentir inmediatamente y hace sentir como graves a estos artefactos que parecían desentendidos: los fuerza a tener lugar, a ser reales, espacia para ellos una rierra que, por tener su legislación, resul-ta de pronto legible, leyenda. Gravedad: énfasis a ras de tierra sobre lo leve. Pues leve riene que ser todo lo que llega a sentiria intensamente. Una pompa, la pluma de un ave, una mano que cae distraída.

Y la gravedad no queda ilustrada nunca en los soportes, sino en los techos sus-pendidos, en la suspensión de los planos horizontales, incluso de los suelos, o en la tosquedad de unas hiladas de ladrillo, como se vio en el escalofriante monumento a la gravedad de Kari Liebknecht y Rosa Luxemburg.

12. "En la exposición inaugural las pinturas de Piet Mondrian se colgaron en grandes paneles blancos suspen-didos del techo. Los paneles eran un impresionante ejerci-cio de ingravidez." F. SCHULZE: Mies van der Robe.

En la Neue Narionalgalerie de Beriín, este elogio a la gravedad se ensaya en un templo. La suspensión alcanza incluso al material expuesto.'^ Una sombra es, a la manera de la skotia clásica, el punto de apoyo de la enorme cubierta sobre cada una de las ocho columnas de sección cruciforme. La penumbra de la sombra insiste de nuevo en el enajenamiento de la cubierta expuesta en el Kulturforum de Beriín al reto de la gravedad sola en el aire, al milagro del ser suspenso. Desde el interior de esta galeria del siglo XX, la posición de los núcleos impide poder ver simultáneamente a un par de columnas, lo que hace imposible fundar un pórrico. Desligadas y sin consorte, las

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columnas exteriores son todo menos soportes estructurales. Y ese es su aspecto clásico: también en el templo griego el número de columnas en serie y su intercolumnio des-hace la posibilidad de entenderlas como soportes solidarios. El sistema de construcción de la cubierta refuerza aún más este presentimiento de saberla suspendida: sus 1.250 toneladas fueron levantadas de una vez mediante ocho gatos hidráulicos. Una materia ensimismada fue pasando, desde un plinto descomunal que le hizo de base, huésped suspensa en distintas alturas, hasta detenerse en una. Mies, ya enfermo, viajó hasta Berlín desde Estados Unidos para asistir ese día irrepetible a la obra.

Como en los primeros dibujos de aquellos maravillosos árboles de las casas patio, la arquitectura de la losa suspensa expresa un pensamiento," una obstinación y hasta un equívoco entero. Como las copas de aquellos árboles que parecían erró-neamente representados a la altura del suelo y que eran sólo erráticos e inverosímiles e inocentes de tan intencionados.

IV Mies suprimió algunos de los troncos de los árboles para exagerar su condición hori-zontal. Hizo lo mismo con uno de los ocho pilares del pabellón de Alemania en Barcelona, justo el que queda en medio de la sala. Aparece obviado en varias de las plantas que se conservan en la colección del Archivo Mies van der Rohe. Está desa-parecido en la planta del pabellón que aparece en la Historia de la arquitectura moder-na, de Kenneth Frampton (pág. 166) y se dibuja con sospechosa imprecisión en la Historia de la arquitectura, de Leonardo Benévolo (pág. 534). Rubió Tudurí llevaría al límite esta ausencia al pasar directamente a no representar ninguno de los ocho pila-res del pabellón, como si ninguno fuera esencial.

76 Mies en el momento de la elevación de la cubierta de la Neue Nationalgalerie. Berlín, 1967.

13. "Acuérdate de la impresión que produce la buena arquitectura; expresa un pensamiento." L. WITTGENSTEIN: Aforismos, cullum y valor.

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Ante la iglesia de St. Markus

I Desde el pequeño bosque, en el barrio de Bjorkhagen de Estocolmo, Markuskyrkan (1956-1960) casi pasa inadvertida. Las manchas oscuras y horizontales características de las cortezas de los troncos de los abedules se confunden con la textura producida por el ladrillo de clínker y las anchas llagas de mortero. La vibrante oscilación del cla-roscuro encuentra en las fachadas casi ciegas una ilusoria continuidad.

Amante de las capillas construidas con piezas ciclópeas, Lewerentz no abando-nará en ninguna de sus construcciones religiosas este cuidado por la piel del edificio. La relación entre el mortero y el ladrillo de Helsinborg es tan estrecha que las paredes transmiten un aspecto solidario, alejado por completo al del tamaño del ladrillo. El mortero incluye pequeñas chinas de diferentes colores que ligan el material cerámico al cemento y el agua hasta dar con una sustancia nueva. También contribuye a ello el procedimiento de colocación seguido. La pasta de agarre embadurna los desiguales prismas de ladrillo y redondea las esquinas rectangulares de su cara vista. El mortero, más que tendido con una paleta, transmite la sensación de haber sido echado con desigual pulso, con desenfado, con un júbilo cómplice de su consistencia plástica. C o m o Sverre Fehn asegura, el arma del arquitecto es la junta. Por ella antes que el sueño ante el objeto se ofrece este sueño ante su materia o antes aún el sueño entre materias, el de su enlace.

Pero en la iglesia, la presencia del bosque de abedules no sólo encuentra pro-longación en la textura. Los contornos de la fachada y de la cubierta se repliegan como imitando el movimiento de los árboles y de las corrientes que los animan. El bosque, cuya imagen más inmediata es un estar en pie, produce a través del aire esta otra imagen de un balanceo que liga de golpe a todas sus unidades: ' a la hierba con las ramas, con las bóvedas, con el rizo de cualquier superficie. Todo es único; todo es

77 St. Markus (página anterior).

78 Markuskyrkan, Bjorkhagen, Estocolmo. Se cuenta que Lewerentz convenció a los albañiles de que iban a hacer el mejor muro de ladrillo de toda Suecia.

1. Este efecto camaleónico fue utilizado por Lewerentz en otras ocasiones, en las que para elegir el color de la pintura de la fachada de una casa se tomaba exactamente el mismo color que el de la copa de su árbol cercano. Asi, aunque el pabellón de piragüismo junto a Djrgardbrunnsviken, en Estocolmo, fue finalmente pintado con un color verde oscuro como el fondo del lago, se sabe que Lewerentz había dudado de pintado con el mismo color verde que tendrían los olmos cercanos en primavera (Héctor Fernández Elorza dixit).

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79 Markuskyrkan. Interior con la lámpara estrellada y la pila. El cableado visto acentúa el carácter suspenso de las luminarias y aclara el proceso de la luz como algo fluido.

80 Cobertizo para barcos junto a Djurgardbrunnsviken, Estocolmo, 1912.

2. Arbolar tiene, según el diccionario, este bello significado: poner árboles a una embarcación. Árboles son los palos o maderos que sirven para sostener las velas.

lo mismo. Markuskyrkan, que, como obra, principia por oponerse a la tierra, acaba al final, al ser lograda, conftandiéndose con ella. Es lo que puede decirse al ver estos paños de ladrillo trabándose así contra las cortezas de los árboles, al ver esta desi-gualdad de las hojas, de los ladrillos, de los tendeles, del ramaje; esta repetición exhaustiva de lo distinto y de lo semejante, esta alegría de lo continuo mediante la que la naturaleza se da a conocer como obra y pasa a ser natural.

La altura de la iglesia tiene como fiandamento la altura de los árboles a los que recoge y presenta. En el interior, algunos detalles vuelven a fortalecer esta hermandad entre la tierra y la obra. Las lámparas filtran también una luz muy tamizada por peque-ños alvéolos. Las lámparas de bronce penden del techo en un número difícil de con-tabilizar, con lo que las significaciones verticales del bosque se multiplican. También el pavimento, formado por losas irregulares de barro cocido de diferentes tamaños, colocadas en muchas ocasiones produciendo un cierto conflicto en las juntas, hace memoria del suelo del sotobosque, donde las piezas vegetales caídas se superponen sin un orden aparente, multiplicando así las posiciones no evidentes que mantienen los árboles de los que proceden.

En el interior de la iglesia, la colocación algo virada de los asientos o la inclu-sión de pequeñas piezas dislocadas como el órgano, el ambón, la pila o la lámpara de planta estrellada, persuade de hasta qué punto el espacio exterior está rigiendo el incierto acomodo de algunos elementos arquitectónicos. A todo esto, debe añadirse que Markuskyrkan está construida con un único material: también aquí la lección de la emboscadura palpita.

Pero la imagen más fiaerte es sin duda un recio pilar de ladrillo de sección rec-tangular, más grueso que los propios muros, que divide la sala en dos partes desigua-les. El peso lítico del pilar acaece sobre el espacio de la sala y dificulta la lectura clara de sus límites. Este pilar cae sobre el suelo, no se levanta, sino que cede todo el peso de la cubrición mixtilínea al pavimento de barro. En cuanto mole, invita a considerar-lo como un centro sólido que descentra la posición del altar y segmenta el movimien-to itinerante de los fieles que hacia el mismo obliga la liturgia. El pilar cae y rompe la dirección consagrada y con ello expande en direcciones múltiples el sentido del espa-cio. En una iglesia, el pilar celebra el milagro curvo del aire, el pilar bloqueando la nave, porque la parte y la desorienta, bosqueja un bosque. A ello contribuye además el hecho de que dicho soporte no acomete directamente contra el techo sino que acaba entestando a un muro de ladrillo que actúa como durmiente de los diversos arranques de las bóvedas. De esta manera el pilar no se agota en su significado de soporte, es parte del muro, arbola la techumbre en el sentido estricto de la palabra: y arrimándose dere-cho a ella la levanta en alto.^

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Estas imágenes presentadas por la iglesia no son metáforas sino descubrimientos. Y antes que su valor como imágenes está presente el valor de su sentido: no son refle-jos del bosque los que se exponen, sino propiedades y órdenes. Nunca hubo allí un bosque más innumerable y más profundo que ahora, cuando cientos de ladrillos, pro-ducto del encuentro de la tierra blanda y modelable con el calor del fuego, fueron concertados y colocados algo descuidadamente como humano interludio a los abe-dules.^ Como ejemplo de esa voluntad de respeto hacia los secretos inherentes en las imágenes aportadas por la tierra, se cuenta que Lewerentz no admitió durante la obra que ninguna pieza de ladrillo fuera cortada, considerando en esa disciplina de cons-trucción un claro aliado para la sinceridad de la forma.^

¡ S i e n t e la p i e d r a e n tus d e d o s , su p e s o ! C a e al s u e l o si la s u e l t a s . U t i l í z a l a a p i l á n d o l a c o n o t r a s ,

p e r o s in q u e p i e r d a su p e s o . O p á r t e l a y p e r c i b e el s o n i d o q u e e m i t e al r o m p e r s e . R e l a t a c o n

la p i e d r a la s a l i d a y la p u e s t a d e l sol.^

_ 'IT?

TTl 81 St. Markus. Fragmento de la planta.

II La planta del edificio tiene dos partes claramente divididas. Una pastilla alargada donde se sitúan en fila los despachos parroquiales, y un volumen más heterogéneo, que da cabida, además de a la capilla, a un pequeño salón de actos escalonado, una sala de reuniones y una sala parroquial. Esta última sala encuentra solución de conti-nuidad en la nave de la iglesia mediante una doble puerta. El gusto por el pormenor que afectaba a los exteriores se extiende también adentro. Los dos edificios forman un sólido minuciosamente ahuecado. Las habitaciones destinadas a cada uso se caracte-rizan tectónicamente y construyen un mundo dentro del mundo de la parroquia, y aunque los límites de los cuartos son líneas precisas, su contenido o su destino coli-sionan con los lugares adyacentes. Así, la pastilla que contiene los aseos parece una adición vermicular a la galería de acceso; el campanario es una excrecencia a las ofi-cinas parroquiales; el aula hace chocar a su graderío contra la escuadra general a la que tambalea o la piel del sur está taraceada por un conjunto de sucesos relacionados con usos no siempre evidentes. En estas particiones y ensamblajes St. Markus se presenta como si fuese un vegetal o animal desconocido. El bosque suburbial de Enksede, de profundidad relativa, de repente agranda su hondura por medio del mecanismo de extrañamiento que esta suma de piezas introduce. C o m o la habitación preparatoria del oficiante, el campanario, el cilindro de la escalera de caracol, la pesada y dulce pér-gola de ingreso o el estanque. Los pavimentos, los encuentros entre las planchas de cobre y los canalones, las carpinterías, las lámparas, las chimeneas... todo es protube-rante y profuso y define un orden tan minucioso que sólo puede ser posible si se pien-

3. Mellanspel, interludio, fije el lema con el que Lewerentz presentó la propuesta al concurso restringido celebrado para la constnicción de la iglesia. Un interludio es una composi-ción breve que sirve de introducción o intermedio a algo.

4. W. WANG: "Architecture as an Extensión ot Life", en el libro Archüeci Sigurd Lewerentz.

5. Citado por S. ALENIUS. Véase "La iglesia de Bjórkliagen", en Stgurd Lewerentz 1885-1975.

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82 St. Markus. Bosque de abedules.

83 St. Markus. Fragmento de la planta en la parte sur.

6. Se sabe que Lewerentz iba todos los días a la obra, donde pasaba largas horas.

7. S . A L E N I U S : "La iglesia de Bjórkhagen", en SigurdLewerentz 1885-1975.

sa y se ejecuta, centímetro a centímetro, a pie de obra. Si se lo obra allí mismo, bajo los árboles.'

Stefan Alenius introduce una interpretación de la planta que catapulta, desde una perspectiva francamente interesante, la estrecha relación entre Markuskyrkan y el bosque de abedules: dice que al espacio principal de la capilla le falta un trozo.

Aquí vemos una nave central de gran altura c o n el altar al f o n d o del ábside. H a y t a m b i é n una,

pero sólo una nave lateral más baja. La forma de la basílica carece aquí de su nave sur. '

Falta la nave sur y por eso la fachada sur es un muro de ladrillo lleno de roturas y de fragmentos, es un muro provisional que espera la llegada de la nave lateral per-dida y que señala con su tectónica algo así como un derrumbamiento. Pero la nave lateral ausente no llegará nunca. El espacio de la nave que falta ha sido permutado y sustituido por una masa esponjada de abedules y de luces misteriosas. Los intersticios y las abolladuras de esta pared meridional celebran la existencia de este espacio anexo, el bosque, vinculado con su profundo secreto de tierra a la ceremonia. La planta de la iglesia revela entonces la presencia de una cizalladura. Los muros regruesados del sur, incluso el alejado campanario, hablan de una pared descarnada a la que cuidan los árboles. La falta de esa nave preparatoria se vive con más énfasis aún al descubrir que es posible entrar en la capilla directamente desde el exterior por medio de un boquete. Los abedules son la inmensa nave ausente y acompañante.

Este sentido de obra cortada es acentuado por la imposibilidad de descubrir la cubierta; una tensa estructura realizada con varias bóvedas de ladrillo de curvatura varia-ble en cuya desigualdad se vuelve a encontrar un homenaje a la naturaleza exuberante, a ese ejemplo constructor que tantas pequeñas desigualdades desencadena en el interior de un mundo único. Desde el bosque de abedules, la capilla es sólo una pared y ofrece como todo alzado la profundidad de su muro roto y texturado. La ausencia semántica de la cubrición ayuda sin duda a sostener el carácter incógnito del edificio.

Entre los dos edificios mencionados antes, se sitúa un espacio abierto que, sin embargo, no funciona como pasaje, pues está bloqueado en su mitad por un estan-que, una estrecha lámina de agua que rememora un lago antiguamente existente. El camino que llega de frente hasta el estanque no se interrumpe de improviso sino que se disuelve en uno de los lados bajo el embrujo de una pérgola adyacente. Desde aquí, la entrada a la iglesia no está enfrentada a la masa de abedules sino al edificio de forma alargada y de una sola planta donde se sitúan las oficinas. Entre las facha-das de los dos edificios se produce una calle suspensa y sin sentido que vaga única-

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mente en medio de la seguridad de un lugar establecido por los dos volúmenes cons-truidos. Este es el vestíbulo de la iglesia, un volumen de aire exterior comprendido entre dos piezas, como un lingote macizo de aire seleccionado del bosque. El casi paralelismo entre los dos edificios se redobla con la disposición de la primera crujía interior y así se celebra una longitudinalidad que empequeñece la orientación sagra-da de la capilla y que trastoca el posible carácter exento de su forma; así se desacti-va también cualquier lectura retórica porque se hace aparecer al volumen principal de la iglesia sin vínculo ninguno; revuelta allí como podría estarlo la posición fiaera de lugar de cualquier hoja caída.

En el lecho del estanque unos brotes cerámicos salientes rompen la unidad de la caída del chorro del surtidor en una miríada de partículas. Así la superficie de agua se convierte en un lienzo lleno de puntos de agua rebotados como una constelación que se renueva con cada envío de agua. El pavimento del fondo aparece construido con piezas rotas que a veces forman dibujos concretos: espirales que no se consuman o trozos que se disuelven en un remolino. En sucesivos esquemas guardados en el cua-derno personal del arquitecto aparecen estos tanteos sobre el dibujo que deben reali-zar las piezas cerámicas del fondo: una espiral, dos espirales, un mundo profundo construido sin embargo con una delgadísima lámina de agua, un estanque en movi-miento que no sólo evoca la móvil techumbre del lugar sino que participa del surti-dor como fuente, como cosa que explica y resguarda el grado sutil del sitio: la iglesia como principio, como mananfial. Una fuente de vida que nace en un cruce y que mana con un chorro justo perpendicular al que marca el eje de acceso a la iglesia y al lugar formado por los dos edificios. Dicho chorro de agua corta así con su delgada línea la posibilidad de cualquier progresión para el pasaje y sustituye ese horizonte construido con el fondo del callejón por la señal de que lo lejano se encuentra den-tro de la iglesia, más adentro, pues de allí procede el curso de agua.

Lo lejano, lo más lejano, es el manantial de ese estanque que parece estar den-tro, prometido en un exterior que cabe tal vez a la obra alojar en su interior mismo. La transparencia absoluta de las aguas del estanque arroja asimismo valores incues-tionables sobre la pura naturaleza de esta fuente guardada en los adentros.

En el capítulo de los caminos se estudiarán algunas de las sendas realizadas por Lewerentz constituidas por dos caminos que se cortan en cruz. Encrucijadas. Son siempre cruces que se recorren sobre el suelo, donde un palo y un travesaño ¡de tie-rra! organizan una urdimbre junto a las capillas mortuorias de la primera época de su obra y se mantienen hasta la conocida capilla de la Resurrección, en el cementerio de Estocolmo. Markuskyrkan es una obra de plenitud realizada por un arquitecto con más de 71 años, donde los dos caminos ortogonales perseguidos con obstinación

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84 St. Markus. Fragmento de la planta en el patio de entrada.

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85 Lecho del estanque.

86 Croquis del interior de la capilla de la Sagrada Cruz en el cementerio de Estocolmo. 1935-1940.

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durante toda una vida aún se encuentran juntos. Han llegado a una de las últimas obras del arquitecto. Pero el sitio donde se cruzan, que en tantas obras dio lugar al lugar por excelencia, ya no puede ser pisado. Es este estanque ante el que uno se detie-ne para ver el estrellarse del agua contra un lecho preparado candorosamente. La vieja cruz, difusa, ensombrecida por la presencia de muchos otros pequeños aspectos, enri-quecida por una vida de trabajo rejuvenecedora, todavía pervive.

Markuslcyrkan es un homenaje a los abedules; está inspirada en la belleza de los árboles, en el valor de la pregunta que sostienen permaneciendo tan juntos y en pie. En otras obras un árbol único era capaz de adueñarse de una casa y era capaz la casa también de dejarse conmocionar por la fundación de un único árbol. Pero en la igle-sia de Bjorkhagen de Estocolmo, el encuentro es con toda una población de árboles y el lugar de la congregación ritual y de la ceremonia se hace con el aire que queda entre ellos resguardado, aire que los árboles dejan ver a veces y a veces ocultan pero siempre preservan. La nave navega en medio de la intensidad de esta tierra entregada. Desde el interior, los árboles están separados por un grueso muro de ladrillo del lugar religioso y sin embargo no son árboles del afuera. Su sentido está dentro.

III Asplund también se sirve de pilares que interceptan la unidad del espacio religioso en la capilla principal del cementerio del Bosque. Los pilares exentos, colocados a cierta distancia de la pared, producen mucho antes que ésta un límite construido a base de elementos sóUdos. La red de pilares ligados entre sí por una viga de atado a la vista conforma un primer recinto que se excluye de la clausura que imponen los cierres. En los dibujos realizados por el arquitecto del interior de la capilla puede comprobarse cómo cada pilar sostiene un grupo de bancos o rompe el grupo de asistentes en figu-ras más sueltas. La colocación de los bancos resulta provisional y secundaria, como si algo no encajase bien. Cada pilar facilita el orden de los asistentes para ocupar una posición discreta durante la ceremonia y fragmenta un posible grupo homogéneo alre-dedor de pequeños núcleos más arropados. La posición de los pilares sobre la planta de la iglesia rompe súbitamente el orden de las ceremoniosas hileras y hace ver la pre-sencia de algo impresentable o inacabado: porque el pilar cae torpemente, porque per-turba la solemnidad que merecería la visión y la unidad de la congregación en torno a un ser muerto.

Asplund también utilizó un pilar exento en el interior de las salas de espera de las capillas secundarias del cementerio, donde no sólo se apoya la techumbre.

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El camino ante la casa

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El camino

í En este dibujo de Heinrich Tessenow, el camino lleva hasta la casa, hasta la misma puerta de la casa, y el ancho del camino coincide con el ancho del paso de la puerta, con el ancho desde el que es posible entreabrir toda la crujía de la morada. El cami-nante que uno imagina se entrega a la continuidad de un trazado que le lleva fiel-mente a un interior. Ya desde muy lejos entra en la casa y parece resolverla, siente ser el autor de esta estructura que aguarda. La ternura del dibujo del arquitecto se realiza con pequeños detalles: la pérgola, la enredadera en los soportes, las briznas de hierba, pero sobre todo por la sencillez de la recta de este camino que con tanta ingenuidad se entrega. El dibujo es iconográfico: cualquier camino que se conciba, hasta el más montaraz, roza el orden doméstico y principia la casa.

El caminante se sirve, lleno de confianza, de una herramienta aloplásüca, mode-lable, con la que alcanza lo alejado, lo por-venir, aquello que bajo el ritmo que impo-nen sus propios pasos pasa a pertenecerle. Estar en camino supone en cierta manera estar allí, estar ya proyectado, rodearse a cada paso de una imagen híbrida que se cons-truye tanto con lo presente como con lo expectante. Al ver o al barruntar desde lejos, prevé, se adelanta en el ver, ve lo no visto.' Los caminos trabajan como cauces de atracción de lo ilocalizable y son entonces los inductores de un vasto ensueño. Podría decirse que no hace falta moverse para senfir sus valores. Basta estar allí encima, al borde, aguardando y conociendo sin dar un paso su capacidad protofiandante. Detenido ante el camino se llega a participar, en plena quietud, de su impulso loco-motor. Y también lo contrario: al ponerse a andar el caminante presiente una prime-ra invitación a volver a ser un ser en reposo. Porque la senda llega antes y porque al estar en marcha ya se parficipa anticipadamente de aquello que ésta alcanza a lo lejos: porque el que camina de verdad es el camino.

87 P.C. Skovgaard. Landskab ved Fredensborg. 1840 (página anterior).

88 Heinrich Tessenow. Casa unifamiliar aislada.

1. M. ZAMBRANO: LOS sueños y e¡ tiempo, pág. 137.

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89 Álvaro Siza. Camino en los jardines de Bonaval.

2. A. MACHADO: Poesías completas. Orillas del Duero, XI.

3. K. DE BARAÑANO: ChiUida-Heidegger-Husserl, pág. 31.

Yo voy soñando caminos de la tarde. ¡Las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas!... ¿Adonde el camino irá?^

En ese mismo orden todos los caminos son horizontales porque antes que sis-temas de aproximación que tienen que vencer topografías difíciles, son rutas. Son horizontales imaginarias que afí-ontan el problema de la distancia como algo reso-luble, algo que queda superado por una suma de pequeñas relaciones que se van sucediendo, de pequeños atados. Y así, como lo que cuentan son las rutas, puede decirse que hay caminos incluso donde físicamente sería imposible encontrarlos: en el desierto, por la nieve, por los mares. Caminos que se recuerdan como hori-zontales vencen las cumbres más altas, las olas más furiosas, los bosques más deso-rientadores. Les sostiene únicamente la vertical de un hombre puesto en pie, dirigido, vigilante. Los horizontes inasequibles son entonces conquistados merced a este centro corporal que actúa como punto de reunión y que ejerce sobre el paisaje una fuerza teleoscópica. Es el cuerpo erecto quien impone al camino un orden creíble de traslación: el cuerpo en camino es del espacio, está hecho de espa-cio y hace espacio.^ Todo lo que hay delante o alrededor, todo lo que hay debajo o encima, incluso lo que ha quedado atrás u oculto, se dispone en torno de esta vía sometida a la relación motriz entre un espacio y un cuerpo. La labor del sen-dero está por tanto entretejida a la de quien lo anda, es una colaboración dinámica que rinde sus frutos: el sendero alza tanto al paseante como al paisaje, haciéndo-les coexistir.

Sobre una tierra indiferenciada y tantas veces padecida como destierro, el cami-no andado o el camino por andar ofrecen un sentido humano; son, junto al árbol, la primera resistencia a la neutralidad y a lo anónimo, suponen un corte en un terreno que antes estaba junto y por lo tanto son la apertura de una señal. Para un ser perdi-do, inmovilizado ante una existencia demasiado grande, ellos establecen una imagen orientada, un sentido que es también un cauce para la sensibihdad, una manera sen-sible o pormenorizada de entrar en aproximación con las cosas y de congregarlas en torno. De entre la tierra, los caminos son entresacados por el perceptor como sus seres de confianza entre lo variable. Su dinamismo no es ninguna señal de desapego: al irse lejos, al comprometerse en lo desconocido, atan y atraen. Lo hacen directamente, como lo prueba el hecho de que en el recuerdo ningún camino mantiene sus trazas curvas; es recto.

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Caminando se sabe entonces de este quehacer: los caminos se van haciendo con el paso de marcha, se van sosteniendo progresivamente como una construcción perso-nalmente erigida. Se aguantan por medio de la solidez conseguida con los tramos ante-riores, por los diferentes trechos espaciales que arman el itinerario. El camino caminado es responsable entonces del que queda y le da un sentido; una duración a la forma restante. Lo ya caminado afecta al futuro del viaje en cada momento y lo que se entiende por camino es entonces una integral de lugares diversos donde ocurren suce-sos independientes entre sí, aventuras adversas y favorables que son sin embargo fun-didas en un solo hecho. El camino entonces toma nombres a los que se traslada y en los que se sustancia en el tiempo. Es un viaje, un periplo, una odisea. Cuando el cami-nante hace una jornada, el trecho andado no se mide como longitud, sino como dura-ción, como todo el tiempo que cabe en un día. El día y el camino consolidan su afecto y parecen lo mismo. Resuena en el paisaje la figura de este camino que le pertenece y que avanza siguiendo su propio curso hacia algo invisible, como hermano del tiempo.

I I El camino no tiene objetivos concretos sino proyecciones subjetivas. No une dos poblaciones entre sí, sino a un sujeto (sujeto, inmóvil, tendente a lo arraigado) con alguno de los órdenes de otro lugar. Una pura subjetividad de muchos mantiene a veces una traza milenaria que va hasta el río, hasta la fuente o hasta el bosque. Muchos sujetos pasantes hacen firme esta movilidad que va siempre hasta lo otro, a lo lejos, del otro lado, en la otra punta, pero que esconde en el fondo su trascendencia: ir hasta el otro.

Basta ponerse en marcha y ya esa otredad se hace de uno; cualquier camino es una vía evocativa, un lugar advenficio desde donde se descubre que todo aquello otro, tan vasto e inalcanzable, puede ser lo propio o lo exclusivo. Pero al ir hacia algo se va en una dirección que cruza las direcciones de otras marchas distintas y con las que, sin embargo, forzosamente se interseca. La aparición de lo que no se busca de antemano, de lo que es impredecible, es entonces uno de los factores esenciales del camino. El mundo sale a su encuentro. Los caminos, y en eso se parecen a los cauces de los ríos, son confluentes; llevan hombres a los hombres, llevan bienes a los bienes, son la pro-mesa de poblaciones y de paisajes y la ocasión para el injerto en todo aquello que se sale fuera de la esfera de lo propio. La intensidad de la caminata como campo de rela-ciones demuestra que el hombre no se comunica con las cosas sino con el nudo mucho más amplio y misterioso que las ata.

Cada uno de los pasos del caminante transforma un poco las cualidades de ese lugar adventicio. Conforme se acorta la distancia se producen transformaciones y

90 Casa Malaparte.

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nunca hay durante el trayecto una imagen constante y acabada. Más bien el camino ie va dando forma con elaboraciones sucesivas, con traducciones o traiciones que tie-nen que ver tanto con el énfasis de la aproximación como con el desánimo por lo próximo. Estar más cerca, para los valores camineros, no es comprender ni ver más nítidamente. Antes al contrario; el camino es un lugar que se hace en cierta manera con las confusiones y con los despliegues equívocos de aquello hacia lo que transi-ta. Nunca avanza hacia algo claro: lo claro es su ritual de aproximación o distancia-miento, su ceremonia con el mundo.

De todas las evocaciones ofrecidas durante la marcha hay una que siempre queda demasiado en silencio y tal vez es una de las más profundas: el recuerdo sobre quién fue el autor del camino, aquel hombre previo cuyo sueño o necesidad le llevó a rea-lizar la apertura de un carril en la tierra. Es un esfuerzo de diagnosis sobre una por-ción del mundo que ahora se ex-pone y se ofrece bajo la apariencia de una forma para ser seguida confiadamente. Es una heredad que se valora especialmente en los cami-nos primigenios, en las situaciones primeras: en las batallas, en las exploraciones peli-grosas, durante la noche, donde un ser en vanguardia, un adelantado, abre por primera vez una ruta para muchos. En cierta manera, no importa demasiado que la red de sendas esté desierta; al andar se reconoce en cualquier tramo la presencia de una soledad auténtica, primera, que ha ido delante, no importa cuándo.

Alguien, alguna vez, ha ido con su voluntad de forma, entreabriendo, forman-do. Su presencia se cita en cada recodo, su deseo o tal vez su alegría se reconstruyen al tomar cada curva y sentirla lograda. No se ve tanto un valle, un otero, una ensena-da: se ve un hombre mirándolos, valorándolos de antemano. Por esta personificación, cualquier camino reconstruye entonces un paisaje único; un paisaje que no existía hasta que lo vio y lo abrió otro ojo con el que ahora misteriosamente se intima. Recuerda la observación de Cézanne ante las rutas de la Provenza, de acuerdo con la cual las actuales carreteras estarían construidas sobre las viejas rutas romanas, diseña-das con ojos de arüsta.

Pero además de transferir a las personas, cualquier sendero evoca también a los otros senderos, a todo un circuito transitable que se pierde tras los montes... Por ello, caminar por uno solo de ellos es participar en una red extensiva y plenaria: el cami-nante es sin duda poseedor de una propiedad inagotable y cree con razón, a pesar de haber recorrido un trecho muy corto, ser casi dueño del mundo extenso. Tal vez esta infinitud puesta al alcance en las más mínimas partículas explique que los senderos no tengan nombre; en realidad todos son manojos de senderos, partes de una misma ramificación a la que cualifican las poblaciones, las gentes o las casas que aparecen en un intervalo determinado. Los hombres que transitan por los caminos pueblan sólo

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segmentos acotados incluidos dentro de líneas infinitas: no se conoce caminante de un camino ilimitado y sin fin. Hasta el caminante más incansable, el más temerario, está en algún orden encaminado, y un día, al volver sin darse cuenta a la misma puer-ta de su casa, descubre cómo estuvo siempre yendo hacia ella.

- T e c o m p r e n d o , E d i p o . Pero todos tenemos un m o n t e en nuestra in fanc ia . Y p o r lejos que

v a g a b u n d e e m o s , al final nos ha l lamos en sus sendas.' '

Aunque el camino es infinito, la vida transcurre en uno de sus múltiples cotos y así lo recorrido es siempre uno solo de todos los tajos innumerables con los que se puede intentar abordar y comprender lo extenso. Y aunque sobre el camino se está afincado a una sola posibilidad de trayecto, a un solo corte de tierra, esta limitación resulta ser bienvenida para el equilibrio y la tensión entre los puntos potenciales de un paisaje. Es positivo que falte una ruta, un atajo, un confort último. Su carencia resulta sustantiva para la buena marcha, aquella que, en esa renuncia a su ubicuidad, hará suyo lo que encuentre.

Si se observa un paisaje - s u s oteros, sus casas, sus bosques , y también sus ríos y c a m i n o s - ,

veréis que su a rmonía d e p e n d e de un sutil equi l ibr io entre sus masas sedentarias y sus vías de

c o m u n i c a c i ó n . '

Desde una consideración estrictamente dimensional, entre el ancho del camino y el tamaño del hombre se produce una relación determinada que afecta sobre la com-prensión del paisaje. El ancho de la senda actúa como una manera de marcar la tierra y registra una posesión determinada del mundo del borde y del horizonte. El ancho del camino, incluso en ocasiones el tamaño de su cauce espacial (en las selvas, en las minas) dibuja con el volumen del cuerpo una herramienta mutua. Cuanto más estre-cho es el camino, menos fiempo hay para elaborar una distancia con aquello que su traza interrumpe. En las trochas campestres donde los tobillos rozan la maleza, la ausencia de distancia entre el cuerpo en marcha y el mundo caminado inserta direc-tamente al caminante en el espacio. Si la vereda es muy fina se teme, a cada paso, per-der su débil curso y tomar por equivocación una de sus hijuelas. Dada su finura, al camino hay que ir mimándolo, reconstruyéndolo cuando se deshace o entresacándo-lo cuando se agranda en un calvero. El empeño direccional del caminante de sendas estrechas vive un pequeño heroísmo a cada paso.

Lo contrario hace el camino ancho, que subyuga al caminante hacia su derrote-ro y que con su exceso dimensional hace que él no recorra nunca una senda privati-

91 Sigurd Lewerentz . Camino en el cementer io de Forsbac lo.

4 . C . P A V E S E : Diálogos con Leucó, pág. 77.

5. M . T O U R N I E R : El árbol y el camino, pág. 207

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va, sino una senda abierta por muchos. No hay protagonismo, seres primeros. No hay presencia, sino una presencia que se presume en tránsito casi continuo: un pasaje. El caminante es entonces el pasajero del camino, el elemento transportado.

La velocidad de marcha y la atención del caminante se van construyendo paso a paso y se deben a las medidas y las materias de la vía más que a la topografía que ésta vence. Según sea la superficie del camino -los cantos de piedra, los barros y charcos, las tablas, las rocas de los cantiles-, perduran unas u otras imágenes a lo largo de sus bordes. Si la superficie es permeable, justo de la textura contraria a la de las rutas para desplaza-miento de vehículos, el andante entra en la conciencia del valle y retiene el sentido del ganado que pasta o del pueblo. Mientras la vida del suelo entra por los pies y asciende, el caminante, sin saberlo, se hunde en el horizonte y bajo tierra. En los caminos trazados sin fin y sin propósito en las orillas de las playas por las huellas de los bañistas se dibuja este deseo de incorporación de los hombres que andan al agua, a la arena y los fondos.

Además de este espesor del paisaje que sale a su encuentro a través de las mate-rias del camino, existe para el caminante un compañero constante: su sombra. Sobre los caminos el hombre encuentra, por medio de la sombra, la posibilidad de registrar algo que le pertenece tanto a él como al suelo y la luz. Lo erecto del cuerpo con lo tendido de su proyección abren recuerdos inconscientes relacionados con la gravedad, con el peso de una figura que se desplaza ante la luz. Durante el transcurso del día el caminante siente cómo algo suyo se acopla al tamaño variable de su sombra hasta lle-gar a esa magnitud límite, a esa euforia que en los atardeceres se produce cuando el bulto humano es precedido por una sombra desproporcionada. ¿Cómo se podría devolver todo su rango a la sombra humana, a cada uno de estos pequeños eclipses que la masa de un hombre provoca sobre la superficie de la tierra?

Y el dibujo de la mancha de sombra que avanza sobre la pista, aunque no se sabría explicar cómo, tiene relación con el viandante, con algo de él, con ese ritual que el cuerpo, su cuerpo, va estableciendo con la tierra sobre la que se proyecta. La sombra habla de la luz y del calor de la luz a la que toda vida incorporada se debe; habla, con su negrura, de la distancia que separa a la luz de lo humano. En las cami-natas es la sombra quien delata la existencia de un origen luminoso lejano, de un ojo de luz que parecería espiar desde su altura los viajes terrestres. La sombra acaba ante la casa, ante la penumbra de los zaguanes y los apartamentos, pero mientras tanto, durante las jornadas de marcha o los paseos sin rumbo, señalará la secreta relación que guardan las vías humanas con el orden del sol. Por el seguimiento que hace la som-bra del caminante se descubre entonces que los caminos no son sólo horizontes sino orientaciones. Los caminos dan al horizonte su orientación. Despliegan, al ser reco-rridos, un elogio a los cuatro puntos cardinales: al norte, al sur, al este y al oeste.

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III De todas las transformaciones, de todos los rescates que el camino va lentamente ope-rando, el más importante sin duda es el que tiene que ver con la presencia de la casa. La aparición de construcciones en los caminos centra de repente el paisaje alrededor de un fragmento sólido. Entonces, un recorte de la naturaleza se vuelve una unidad, algo completamente ajeno al concepto de naturaleza.

Un arquitecto como Schinkel se sirve de pequeñas piezas de edificación para detener la fluencia del marco aparentemente ilimitado que las rodea. Lo construido concreta los límites de un espacio neutro y extenso. Así ocurre en el proyecto para Charlottenhof Se observan los caminos fluviales sugeridos a partir de la superficie del lago que rodea la casa del jardinero. La bóveda de cañón cubierta de hiedra o el puente convierten en localización el ir y venir sobre el lago. Las piezas edificadas tienen como zócalos caminos de agua mediante los cuales acaparan la certeza de otros lugares. Es algo magnif icado en el conocido proyecto para el Altes Museum de Berlín, donde el edificio encuentra en el calado del canal su compleja radicación en el ser de la urbe. En otros proyectos, jarrones, másfiles, columnas, mojones, son partículas construidas que sirven para distanciar los acontecimientos y para asegu-rar la continuidad y la ilimitación de la ruta establecida por el camino, aunque éste no se vea. Los objetos construidos distienden la distancia, la ponen en valor como algo tenue, asequible y realizable por pequeñas etapas. N o es de extrañar la predi-lección de Schinkel por los puentes, esas construcciones que ponen de manifiesto "la separación" de las orillas. También las diferentes unidades schinkelianas de campo, pabellones, torrecillas, estanques... van separando y fragmentando: abrien-do luces... A esto acompaña el uso que se viene a dar a estos pabellones. Se trata casi siempre de un uso a la deriva, de un arcano: un baño, un umbráculo, un lugar de reposo donde la levedad del uso propuesto hace del paisaje algo confortable y vago. Si Heidegger considera que el puente no junta sólo dos orillas existentes sino que "es pasando por el puente como aparecen las orillas en cuanto orillas", podría en paralelo decirse que los caminos hacen aparecer los objetos en cuanto tales, que el vacío del camino los hace no sólo sólidos sino también transitivos. El camino abre espacio, un espacio por el que se pasa como en canoa, lentamente, sin objeti-vos, vagabundeando.

92 KarI Friedrich Schinkel. Casa del jard inero en Char lot tenhof.

93 KarI Friedrich Schinkel. Perspectiva del Kupfergraben hacia los edificios del nuevo muelle de mercancías, 1832 .

El lugar no está presente ya antes del puente (...); no es el puente el que primero viene a estar

en un lugar, sino que por el puente mismo, y sólo por él, surge un lugar... los espacios reci-

ben su esencia desde lugares y no desde 'el' espacio. ' 6. J .V. SELMA: Imágenes del naufragio, pág . 29.

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vg) 94\ Fallingwater. Plano de la cimentación. 1939.

95 Á lvaro Siza. Recuperación de los jardines de Bonaval. Camino, surtidor y acequia. 1988-1993.

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Pero junto a la dispersión de algunos elementos que el camino se encarga de reu-nir y de ir entrelazando, también es posible meditar sobre los valores de un camino de signo contrario. U n o que se aleja y cuyo alejamiento es presentado, vigorizado por una pieza próxima y firme a la que, sin embargo, deja aparte. Tal es el caso de Fallingwater, una obra sólo aparentemente distante del trabajo de Schinkel para el museo de Berlín. En ambas se encuentra un cauce fluvial, un puente, el sentido levó-giro en la presentación de los acontecimientos, una jerarquía trascendental en las fachadas o un orden escalar llevado al límite. Son sin duda muchas las acciones arqui-tectónicas semejantes entre las dos obras: tanto el museo berlinés como la casa de Edgard J. Kaufman (1936-1939) son presentadas como espectaculares, como artefac-tos sometidos a una pluralidad de aspectos visibles (ambos son exagerados). Una ante Kupfergraben y su canal y la otra fija sobre la roca, ante un río del bosque.

En la Casa de la Cascada, el camino que llega por la otra orilla atraviesa un puen-te tendido por la estructura solidificante de la casa y sigue indiferente su trayecto evasi-vo. Lo mismo hace el agua del río en relación con el inmueble: pasa bajo y junto a una estructura tendida momentáneamente para ella y luego se escapa para seguir su curso. La casa anima con su sorprendente estabilidad a esas corrientes dinámicas. Las acelera.

Vuelan pérgolas sobre el camino o terrazas sobre el agua, pero son siempre sua-ves ocupaciones de la casa sobre el espacio independiente y escurridizo de un camino o un río. En ese orden, hay que hacer hincapié en el valor que en la disposición de las piezas de la casa llega a tener el sentido descendente de las aguas del Bearn Run. La casa simétrica a ésta no sería posible. Porque la planta acusa de una forma profiinda el sentido del río, la fuga del río, hasta el punto que podría decirse que los alejados prin-cipio y final de su cauce ubican con exactitud la interioridad doméstica. Cabría inclu-so asegurar que un profundo hidrotropismo, el de un mar alejado miles de kilómetros, inmoviliza a una construcción justo en esta postura dentro del umbrío bosque de Pennsylvania. En Fallingwater, el horizonte del río y el horizonte del camino son los pasajes más profundos con que puede contar una casa excesivamente encajonada entre dos laderas. Ya el plano de cimentación anuncia esta disposición entre dos líneas maes-tras por las que el camino y el cauce devienen estructurales. En la parte inferior del dibujo aparecen las curvas de nivel en relación con las cuales el camino se dispone paralelamente y a las que el retranqueado de los muros de piedra parece ir siguiendo con su forma banqueada. Arriba, el cauce fluvial determina las brutales perpendicula-res de esa sucesión de muros pantalla. Ambos caminos dimensionan el acontecimien-to, organizan las zanjas, las materias del hormigón o de los mampuestos. La morada situada al borde vive entonces el ensalzamiento de su detención entre dos vías fluyen-tes y es señalada vivamente como aquello detenido, como lo más detenido.

96 Jardines de Bonaval. Escalinata.

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97 y 98 Jard ines d e Bonaval .

7. " E n t r o a tí, c a m i n o , y m i r o en t o rno . C r e o q u e tú n o eres t o d o c u a n t o hay aquí . C r e o que hay t a m b i é n aqu í m u c h o q u e n o p u e d e verse." W. WHITMAN; "Song of the O p e n Road". Traducc ión de Pablo M a n é G a r z ó n .

8. A. MACHADO: Poesías completas, Proverbiosy cantares, XXIX.

El dibujo de las rocas y de la posición de algunos árboles, de su perezosa y presa condición, se alimenta de este aspecto. Así se hacen simultáneas la intensidad del estar ahí y del irse. En contra de tantos proyectos lecorbuserianos donde la fuga posible es por el techo hacia al cielo, en la arquitectura wrightiana, como en la de Schinkel, desde las tempranas casas de la pradera como desde el boceto juvenil de un pórtico junto al mar (1802) se encuentra el manto afectuoso de la tierra, esa consorte a la que presenta la inmovilidad de la casa a través de la peripecia del camino.

You road I enter upon and look around, I believe you are not at al! that is here,

I believe that much unseen is also here.'

Otras inducciones debidas a los caminos pueden encontrarse en el proyecto para los jardines de Bonaval, en Santiago de Compostela, del arquitecto Álvaro Siza. Quien se deja conducir por estos caminos encuentra un árbol, un dintel, el caño de una fuente, la posibilidad de una cuesta más fácil. Lo normal y lo excepcional, lo natural y lo sobrenatural se confunden sobre ellos yuxtapuestos en un lazo de inti-midad que recuerda al que se da entre la casa y sus cosas. Sobre sus variables rasantes se anda participando, no se anda dejándose llevar por el movimiento reflejo de las piernas. El andar así hace el camino, lo crea, lo recrea, despliega toda la exactitud del verbo caminar construido con el sustantivo camino. Como cantan los versos macha-dianos, el caminar hace un camino que no existiría sin ese estado de alerta de quien lo recorre.' Porque si un motor sustituyese a los músculos de las piernas, a los propios andares, de repente el curso de la senda se perdería en la memoria y resultaría tan difí-cil recordarlo como retener el orden que guardan las curvas y los cambios de rasante en una carretera. Al camino lo modelan las piernas y lo fijan para siempre al recuer-do el torso y los brazos al acompañarlas.

En la parte alta, uno de los caminos del jardín se dirige hacia un explícito hueco de paso realizado sobre un grueso muro de piedra. Pero en medio del vano de la puer-ta, encuadrado sobre su vacío, se encuentra un viejo ejemplar arbóreo. Un árbol en el camino, en principio nada más insólito que encontrar entremetido en este pasaje diná-mico a un ser centenario. Pero es así como se expresa el deseo de que el lugar creado por el árbol, de que el ejemplo del árbol, pase sin contradicción a ser de la marcha. Parece difícil llegar a creerlo pero es lo que acontece en determinados caminos. Ya no hay afuera, ni distancias, ni porvenires. El camino ya no se dirige hacia un apartado distante, no tiene objetivos, sino que señala su meta como algo albergado en sí mismo.

Al participar en estas vías que cruzan los jardines se comprende cómo sendas y ramales señalan que caminar es un juego. El camino es una construcción dinámica en

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la que se participa felizmente, con la felicidad que procura toda creación. La regla del juego es este estiramiento del trayecto que por un momento presume conducir al viandante muy lejos. Pero el resto es juego: la aparición de vecinos caminos para el agua provenientes de un pitorro que salta desde unos arbustos, el encuentro con los escalones de las escaleras como si éstos fuesen cosas amables, los cortes sin aviso, los detenimientos, la compañía de los muros que se elevan como testigos del avance efec-tuado, la manera en que el camino a cada paso se asombra de sus bordes... C o m o en cualquier juego, el caminante participa con la sensación de poder ganar, de protago-nizarlo, de conocer desde muy antiguo, desde su edad más temprana, el juego en el que juega. Yendo a otro lugar, el camino le entrega una infancia.

Tenho o costume de andar pelas estradas

Olhando para a direita e para esquerda,

E de vez em quando olhando para trás...

E o que vejo a cada momento

E aquilo que nunca antes eu tinha visto,

E eu sei dar por isso muito bem...

Sei ter o pasmo essencial

Que tem uma criança se, ao nascer,

Reparasse que nascera deveras...

Sinto-me nacido a cada momento

Para a eterna novidade do Mundo. '

Las líneas y planos de todos estos senderos, al actuar como ligaduras entre frag-mentos de tierra, crean al ir avanzando pequeños recuerdos y van deshaciendo la difi-cultad siempre presente de la cuesta antipática. El caminante sube con gusto mientras entresaca relaciones inéditas y vive relaciones que no pueden convertirse en costum-bre porque no admitirían volver a ser caminadas por segunda vez. Porque este es sin duda uno de los privilegios del camino de fuerte pendiente: no tiene regreso, no se sube como se baja. El camino que vence la cuesta lo hace circulándola, reconvirtien-do su altura en giro, transformándola distraídamente. Pero distraídamente no signifi-ca sin atención, sino con una atención que se diluye y que se separa de su juicio porque no quiere llevar nada a su término. N o hay verdadera senda si no aparece esta enajenación que olvida por unos momentos estar caminándola. En los verdaderos caminos se olvidan las piernas, el movimiento torácico que hace posible ritmar el paso con la respiración. Se olvida el trabajo del cuerpo aunque el cuerpo haya pasa-do a ser, sin embargo, el verdadero protagonista, el machete que lo abre.

99 y 100 Jardines de Bonaval.

9. F. P E S S O A : Poemas de Alberto Caeiro, pág. 36.

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101 y 102 Jardines de Bonaval. Caminos.

10. M. ZAMBRANO: LOS sueños y e¡ tiempo, pág. 93.

El lugar que cada vereda funda en el jardín está hecho con obstáculos o imposi-bilidades: se interrumpe de repente, aparece un árbol, lo curva una acequia, ofrece la vista de las agujas de la catedral compostelana, se ensancha. Todas estas variaciones actúan como cortes y como suturas temporales en una adición de exquisitas precisio-nes en torno a detalles de la tierra. C o m o si se tratase de un compendio de micro-geografía, el camino detiene a sus pupilos, los estiliza en ese encuentro minucioso y hace que lo recorran deteniéndose, retornando, incluso yéndose de él sin darse cuen-ta, errando... Y haciendo entonces que, al errar el rumbo, lo más conocido y familiar pueda convertirse en rareza.'"

IV En el castillo y los jardines de Praga (1920-1925), Joze Plecnik desarrolla itinerarios alternativos en los que se insertan otro tipo de lugares distintos a los de los jardines diseñados por Álvaro Siza: los objetos, las cosas más extrañadas y más distantes tem-poralmente. El camino visita o rehúsa todo un cosario: columnas clásicas, pilas monolíticas, mástiles, objetos mediterráneos, figuras que tal vez estuvieron alguna vez en los bosques bárbaros... todo resulta una fundación para lo memorable. El castillo situado detrás sujeta esta exhibición dinámica de tiempos extraordinarios como si fuese el arcón atestado del que han salido. Mediante el recorrido se visitan los tiem-pos, los lugares como los seguros albergues de los tiempos transcurridos y, sin embar-go, espaciados y aún perceptibles. Lo que en el interior de un museo no tendría hilo de continuidad y podría llegar a ser increíble encuentra sin embargo en la urdimbre del camino una consistencia elemental. El camino engrana los tiempos; sobre su piel todos los lugares del tiempo son posibles porque el lugar alargado del camino, tenso por sus horizontes, invita al recuerdo.

Incluso un camino expuesto sobre la desolación de una meseta, un camino cas-tellano, abotargado por lo llano, por lo recto, por la solana, sin nada más que el espi-nazo de los montes que va subiendo, es un lugar pleno. Basta sentir la adherencia del manto del camino a una tierra que él con su presencia ya ha hecho distinta y de la que cuesta tanto separarle. No hay como el camino para ponerle casa a la llanura, para domesticar su relieve. En medio del paisaje más duro, el sendero saca partido de su capacidad plástica, entresaca sus modelos y algunas de sus relaciones: enclaves, alto-zanos, lugares de descanso o de riesgo, textualiza el más mínimo aspecto de ese pai-saje, tejiéndolo a algo. Antes que el puente sobre el río, el camino señala cortes, orillas, imposibilidades, luces fantásticas entre los objetos.

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Hasta ahora, tal vez por inercia, una historia de las sendas terrestres ha seguido la ruta positiva del ir, aquella por la que el camino es siempre de ida y lo que cuenta es el avance, la progresión a partir de un punto primero. Pero cabría presentar una estructura del camino como un lugar más complejo y bivalente donde se recoge, al mismo tiempo que se avanza, el otro lado del itinerario cumplido, el que queda a la espalda y sin embargo puede ponerse de nuevo de frente con algo tan simple como sólo girar y dar la vuelta; entonces, el caminante descubre un camino sorprendente, un camino que no puede hacer sino en la medida en que marche hacia adelante. Es el primer camino, de todos los que se le ofrecen, que no puede volver a andar, por-que es lo andado: es el primer mundo que, con su misma acción, ha pasado a no per-tenecerle. En la Biblia ese destierro aparece personificado en la figura de la mujer de Lot, la que de repente, por desear ver este reverso, fue inmovilizada...

Pero el camino desconocido y siempre nuevo del retorno existe quizá como una de las fuerzas en la estructura de avance y es para el camino conquistador una posi-bilidad enormemente útil. En todo momento, desde su oscuridad, ayuda a alcanzar el siguiente horizonte; él es el rumbo a partir del cual se deriva. En aquel cuento infantil de Pulgarcito, conforme el pequeño héroe se interna en un bosque plagado de amenazas, se va uniendo a su casa, que es el punto de parfida, primero con piedras y luego fatalmente con migas de pan que se comen los pájaros. El caso es que sólo dibujando el camino de retorno Pulgarcito se adentra con alguna seguridad seguido de sus siete hermanos en un laberinto lleno de amenazas. El punto cero del camino está presente en la tensión hacia adelante de la marcha y la corrobora. Avanzar es ale-jarse. La casa del personaje infantil mide la distancia cubierta y mide lo posible del seguir caminando; hasta que no haya más fuerzas, hasta que ya no se recuerde la deci-sión tomada en la última encrucijada, hasta que se vaya la luz del día y, sobre todo, hasta que la casa desaparezca, hasta que se tema que el camino ya no esté ante la casa.

En este capítulo se recogerán, con este ánimo del retorno al bien de la casa, cua-tro caminos de cuatro obras europeas contemporáneas: el camino que no acaba, en la villa Savoye; el que no retorna, en el cementerio de Estocolmo; el que retorna al mar, en la casa Malaparte, y el que se cruza, en algunos cementerios y lugares para el recuerdo.

103 y 104 Joze Plecnik. Castillo de Praga. 1921-1925. Caminos.

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Ante el cementerio Sur de Estocolmo

I Ingreso al cementerio del Bosque de Estocolmo. Tanto el camino que sube a la coli-na de la Meditación como el camino que va por detrás del múrete entre las tumbas, son imaginariamente tomados al ir ascendiendo por otro tercer camino que se dirige hacia la cruz y el pórtico. Al tomar la opción por una ruta determinada se participa en el manojo de caminos pobladores del paisaje. Un horizonte extenso, demasiado amplio para poder ser abarcado por el paso de alguien, viene entonces a entregarse bajo el orden de uno solo de sus caminos puesto en marcha. Además, para la recrea-ción del paisaje como mundo , resulta fundamental la existencia de algunos elemen-tos vacantes: la de lugares o sendas por donde se podría ir, pero que son rechazados. El paisaje del cementerio afirma su signo de dificultad en los vacíos o en aquellas rutas que parecen permanecer quietas y aisladas. El camino sin nadie junto al camino cami-nado sostiene un enigma de internación en la tierra.

Desde la entrada, la trinidad de caminos establece un sentido longitudinal al lugar. Casi no son percepdbles los también necesarios senderos transversales, sendas de menor rango que cruzan el cementerio del Bosque sin interrumpir la fironda con-tinua de las coniferas. Los senderos transversales no abren claros sino que se subordi-nan a la emboscadura, mientras que, por el contrario, los caminos largos cuartean la tierra del cementerio en el sentido más profundo. El plano demuestra que el bosque no se vive a través sino a lo hondo .

U n o de esos caminos profundizantes es el que asciende desde la entrada prin-cipal, pasando junto al pórt ico y junto a la cruz, hasta un sitio indefinido. Es un camino estrecho por la manera en que está construido, por esas losas irregulares de piedra separadas por llagas de hierba, losas de bordes quebrados e incoincidentes, que aparecen echadas sobre el suelo con el t amaño justo para recibir una huella.

105 Cementerio del Bosque. El camino de ingreso (página anterior).

106 Entrando.

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107 Cementerio del Bosque. Plano de situación.

108 El camino y el muro.

1. En la memoria del proyecto de Asplund aparecen des-critos como paniplyalm y hángalm.

¿Pero cuánto pesa cada una de estas piedras? ¿Cuántos hombres fueron necesarios para trasladarlas y sostenerlas? No son un mampuesto, no pertenecen al orden de las fuerzas de un solo obrero. Su peso, como un lastre, como un aviso, aún existe en su postura tendida. Durante la marcha se pisan una a una las piedras, las piedras pesadas, cuya pesantez las fija, piedras que no se repiten a cada zancada. Como la hierba crece entre sus intersticios y va distinguiéndolas una a una, el mismo verdor de los alrededores se integra en la constitución del camino. Por estas serpenteantes briznas cada pisada entra en contacto con la sustancia intacta de las laderas del cementerio.

La nieve del invierno aumenta este registro: durante la larga estación, el camino es un soliloquio con la tierra abierto por un andar único. Se descubre entonces su constitución esencial: se hace paso a paso. El sendero llega a mantenerse cuando muchas huellas se unen y producen un pequeño mundo de pisadas juntas y atraídas. En ese momento el camino es un lugar donde, sobre diversos hombres, ha precipita-do el mismo deseo de pasar por donde otro hombre ya haya pasado anteriormente. En el invierno, la huella de otro pie abre y caldea un espacio; es un signo seguro, muy antiguo. Durante la invernada, el camino que sube sumando huellas hace así un ade-mán de abrirse solo el paso entre la tierra.

En gran medida, el muro del lado izquierdo del camino, el sencillo muro de hor-migón pintado con su doméstica cubierta de cobre, empuja al caminante según asciende. Sostener el caminar junto al muro es ir desarrollando el lienzo del muro, desplegando su belleza de ser largo. El muro es así el mejor avío, es la materia que el caminante puede ir llevando, trasladando consigo... y la longitud muraría se da así como un don del horizonte según se sube. Verdaderamente el muro lateral, cercano aunque siempre inaccesible, vale como horizonte y demuestra que una margen puede sostener también los valores inconclusos de las lontananzas.

Por encima del muro aparecen las frondas de los olmos colgantes o en paraguas en quienes una poda estacional produce un aire cabizbajo.' No se ven construcciones lapidarias, sino sólo el tropismo negativo de las masas de los árboles que tienen como contrapartida, hacia la derecha, el claro efectuado en el bosque del cementerio. Allí, la ausencia de arbolado otorga una fuerte presencia al relieve, a las más mínimas varia-ciones del manto de la loma. El camino, con su línea recta, crea la vida de las figuras del claro. Toda esta microgeografía parece estar puesta a su servicio; incluso lo más distante, aquello donde él no llegará nunca, da la impresión de estar precisamente concebido para formar parte de su texto. Con cada uno de sus tramos el camino actualiza para el caminante, con un casi imperceptible ritmo impuesto por la cuesta arriba, este paisaje extemporáneo.

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Durante el ascenso, los árboles que prosiguen al lado o el rodal alejado sobre la colina de la Meditación participan de la marcha y se disponen como objetos de depó-sito para sentimientos contradictorios. La colina de la Meditación se mueve junto a quien camina, varía su altura, ofrece otro costado, cambia de luz su hierba o se con-vierte en bulto. Por su inalcanzabilidad, se hace dueña inmediatamente de una ilusión perceptiva y perdura como organismo vivo. Además, como las relaciones con ella cambian constantemente, su imagen plástica se articula en la dimensión temporal que el camino va disponiendo ante el hombre.^ Es entonces, durante la marcha ascen-dente, cuando se percibe que las unidades ópticas que ofrece la tierra poseen resis-tencia y dirección y que algunos elementos del paisaje guardan y revelan fuerzas espaciales. Nunca las construcciones propiamente arquitectónicas llegan a vincularse a dicho espacio dinámico. Las lápidas ocultas bajo la tapia longitudinal y la ringlera de olmos o las diversas capillas con sus muretes y patios, incluso el pórtico mismo, no se muestran claramente; el camino asciende dejándolos de lado y yéndose hacia algún lugar que se pierde en la espesura del fondo, entre los árboles.

Asplund realizó elocuentes dibujos para tantear la posición que debe guardar el pórtico con relación a esa senda de tránsito indefinido hasta optar por una solución donde el pórtico se asoma, apenas con su primera línea de pilares, al borde del camino y le anima a que siga. Los edificios quedan al margen de este elongado espacio sinfóni-co que urde el camino. Las tapias, los umbrales, las piedras, los badenes, los pequeños signos son suficientes para mantenerlo tirante. El lugar edificado es una bruma aparta-da al fondo que apoya su avance^ y que le hace subir sintiendo los edificios pero sin penetrar en ellos hasta perderse en la exploración de un bosque umbrío situado a lo lejos. El camino del cementerio, contra toda posible redundancia, no muere.

Sin embargo, detrás del muro, en el lado izquierdo, cobijadas bajo la ténebre copa de unos olmos demasiado en fila, están las tumbas. Aunque oculta, es una muer-te sin signos, no se anuncia explícitamente, y tiñe por ello, con algo suyo, cada rin-cón del paisaje. El camino, con sus dos márgenes ambivalentes, con sus dos confines u horizontes, celebra imperceptiblemente este desgarro. La senda anula la separación entre las dos márgenes sin dejar por ello de acentuar el carácter de cada una. Es lo que ocasiona un puente al enlazar dos orillas: las hace más fuertes porque elogia su misma distancia salvada. Entonces, cuanto más bello e intenso es el paisaje que queda a la derecha, más se agranda la posibilidad de entender como algo tremendo el contenido trasdosado al pequeño muro. Puede intuirse, según se avanza, que aquello oculto está siendo contestado e invertido por este esplendor de la otra margen. El movido relie-ve del paisaje de la derecha se convierte de esta manera en el eco de una tremenda rea-lidad resguardada.

Upbi

109 La c o l i n a d e la M e d i t a c i ó n .

110 La l ade ra .

2 . G . K E P E S : Slruclure in Art and Science.

3. T a n t o las edi f icac iones c o m o los ob je tos (la c m z o el reloj)

se sitúan lateralmente. S ó l o la capilla de la Resurrección,

obra de Lewerentz, está ubicada al final de u n o de los más

largos ejes del cementer io , y de ello se q u e j ó Asplund.

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111 Peregrinación a! amanecer. Hacia 1805. Staatl iche Kunstsammiungen, Weimar.

4. Mt 27, 55; Le 23, 49; Jn 19, 25 y Me 15, 40.

5. "Arquitecto no es aquel que construye, sino aquel que identifica la forma". F. ALONSO DE SANTOS, intervención en el seminario "Bau-kunst-Bau", Triennale di Milano, 30-31 de mayo de 1991.

Una cruz situada un poco más arriba señala con piedra este mudo conflicto. Pero como ocurrirá con otros elementos, el camino no se detiene ante la cruz. Está en ese momento demasiado cerca el impluvium del pórtico, el final de la colina, un oscuro reloj, como para hacer allí un alto. Junto a la cruz, el efecto itinerante del camino impone la marcha adelante y se pasa por su costado sin detenerse, apenas a seis metros de ella. Pero ¿no son esos seis metros de distancia imprescindibles para dejar actuar la gravedad de la presencia de la cruz? ¿Hay alguna cruz a la que sea posible aproxi-marse? Cuentan las sagradas escrituras que María, la más cercana al crucificado, la más próxima, ve siempre la cruz "desde lejos" o "a distancia".^ Como se participa de la cruz es yendo hacia ella o tomándola como un alto, "teniéndola presente". Es por su causa que el camino, que no la ve como fin, cuenta sin embargo los pasos que restan para darle alcance. La cruz no sólo es un hito que sirve de metrónomo, sino que hace ade-más irrevocable la dirección y el tamaño de la vereda. Si el muro izquierdo actúa como línea maestra, la cruz sirve de punto de arriculación y ambos producen una banda de avance encauzada sin necesidad de ningún borde. Una de las singularidades del camino es ésta: que asciende en línea recta, sin titubeo, imperturbable ante la ausencia de directrices seguras. El camino es el relato, la concreción más simple y con-tundente de lo que aquí está ocurriendo.

Durante el ascenso, la cruz se interpone ante el paisaje del monte clareado y 10 corta con sus brazos negros. Es una aparición desmedida, inescalable, sin ningún signo que la caracterice; es antes que un símbolo cristiano, un objeto familiar que permite la ensoñación con el lugar en que se clava. Colocada ante una tierra a la que ha hecho suya de repente, la cruz, como el estanque situado más arriba, sopor-ta la ensoñación ante el espacio que la rodea. La realidad es la tierra en la que está arraigada, la resistencia de la materia donde se clava; y la cruz, de naturaleza peren-ne, acelera el ensueño ante la realidad de ese lugar, un ensueño hecho de intimidad sin tiempo. Ella permite vagabundear en la duración, que ya no es tiempo, sino lo subyacente a todo tiempo que corre. Misterio del tiempo. Duración: lo que dura y por tanto sostiene y soporta el paso del tiempo. La ensoñación ante el paisaje a tra-vés de la cruz supone una ensoñación sobre lo permanente. Las suaves colinas ondulantes, las praderas, los grupos de árboles ven cómo se orienta su significado. La arquitectura de la cruz identifica para ellos su forma más precisa, su autenticidad absoluta.^

11 A cada paso del ascenso se descubre la fierra como resistencia. Las lentas y contradic-torias imágenes ofrecidas por el paisaje del cementerio transcurren fortalecidas y van

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siendo verificadas por el esfiaerzo físico de andar. La cuesta entrega al esñierzo un topos logrado con la certidumbre y con la vivacidad del cansancio.

Porque el paisaje, para el que se cruza de brazos con satisfacción, es mezcla de jadeo y de repo-

so de los músculos, después del esfuerzo, y del azulamiento de la tarde, y está también con-

tento del orden establecido; pues cada uno de sus pasos ha ordenado un poco los ríos,

alineado esas cimas, reajustado la arenilla del pueblo.'

La cuesta levanta un pequeño reto ante el caminante, el de acabarla, el de la seguridad de ir disminuyendo, bajo la sencilla constancia del andar, las fiierzas del plano inclinado. De ahí que cuando llegan los finales de las cuestas, las cimas y los altozanos tengan algo de umbral, de inauguración y comienzo. El caminante ve que el tramo que ahora queda atrás le asegura y toma un valor distinto. La lentitud que soportó durante la cuesta, antes del llano y del techo del pórtico, fiae la intemperie; el lugar sin tiempo. Luego, ¿no apareció por fin el tiempo en el orden de la cima? ¿En las chimeneas de los hornos exactamente alineadas con el reloj, en la cercanía del impluvium, en los patios de las capillas? ¿No arrancó justo a la altura del reloj la debi-litación del protagonismo del lugar? ¿No tiene que ver esta aparición del mareaje del tiempo con el fin de la lentitud que imponía la dificultad de la cuesta?

Lo que dicta entonces el reloj del cementerio no son las horas que regulan un tiempo, sino el espesor de un umbral inclasificable. No extraña que su figura volada y atirantada recuerde a un dintel: ofi"ece un lugar; no da una hora. Porque en la peque-ña cima no es necesario leer las horas del reloj, no es este el interés que puede apor-tar una máquina expuesta en el aire libre. Lo que el reloj lleva a cabo es la medición de los límites de un lugar con el significado de su presencia, con su aviso. El extraño reloj del cementerio demuestra que la historia de los lugares es anterior y más princi-pal que la de los tiempos. Que los umbrales dictan las horas y los episodios, que toda cronometría obedece a una cronología soberana.

El desinterés del reloj en la exactitud de la hora es entonces explícito. En sus dígi-tos no aparece ningún número, sino hojas de forma acorazonada y las manecillas, dobles y con punta en forma de hoja lanceolada, parecen no querer señalar con pre-cisión el minuto o la hora sino sólo salpicar los diferentes dígitos de forma desgana-da. A toda esta imprecisión se suma el hecho de que el fondo de la esfera del reloj es oscuro como si nada contuviese digno de ser visto. Sin embargo, un sonido muy débil se esparce junto al camino cuando las manecillas del minutero cambian de posición: no es un golpe seco ni breve, sino una andanada que parece venir desde muy lejos

para caer en un medio elástico donde reverbera durante un corto momento antes de 6 . A. DE S A I N T - E X U I ' É R Y , cindadela, pág. I 0 8 .

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112 Cementer io del Bosque. Tanto el reloj como la cruz son negros y presentan dos caras.

7. De hecho , dar la hora de los rezos fiie la f u n c i ó n de los p r imeros relojes, y es algo q u e todavía p o d e m o s ver en el n o m b r e f rancés de reloj, horloge, q u e une las palabras hora y lego. Las horas eran en tonces horae, es decir, horas de rezo. E. JtjNGER: El libro del reloj de arena.

8. J . M . LÓPEZ-PELÁEZ, "La idea de protnenade en A s p l u n d " en Erik Gunnar Asplund, pág. 116.

deshacerse. Hay que ir a escuchar este rezo del tiempo junto a la cruz y en el silencio de este paraje extemporáneo/

La condición jánica que se daba durante el camino entre las dos márgenes se vuel-ve a cumplir un poco más arriba entre el reloj de luto y la cruz de granito oscuro pulido. Es indudable que hay un duelo entre contenidos; entre lo medible y lo inconmensura-ble, entre lo abierto y lo hermético, entre el número y la palabra y que aparte de los umbrales que ambos abren, la cercanía entre la máquina y el símbolo no es antagónica porque posibilita una relación conmovedora por sus difíciles ambivalencias. En una tie-rra presentada como vacío, aclarada por el trabajo, la cruz y el reloj plenos de sentido dejan de ser objetos y pasan a ser construcciones. La soledad y la añoranza que se pre-siente en los repliegues del cementerio se vuelve hacia estas dos figuras como pregunta.

El "otro tiempo" de la cruz y el tiempo del tiempo, el del reloj, colocados jun-tos son difíciles de ser aceptados. Contienen enunciados que parecen opuestos y obli-gan a rescatar una bondad que los entrelace. Para el hombre, el lugar de lo real es el tiempo, los tiempos. Disponer en el tiempo de lugar adecuado para que las diversas formas de realidad se alojen. El camino los presenta por orden: el tiempo sin fechas, el de la cruz, que dura. El tiempo del tiempo, el del reloj, que transcurre... El camino abre con su longitud sobre la tierra el tiempo suficiente* para acercarlos.

Después del reloj, después de la cruz, el camino entra casi sin conciencia de hacer-lo, bajo el espacio del pórtico. De repente, lo que era un cauce sostenido por peque-ños elementos como la tapia o los árboles, se encuentra rodeado de doce pilares y de un techo enorme de madera finamente compartimentada. Sobre el caminante se acre-cienta la sensación de la cuesta con la aparición de un techo cuyo sofito cae hacia el centro. La ruta que parecía desde el principio tener al templo como objetivo, no se diri-ge sin embargo ahora hasta la puerta de su capilla; la formación desordenada de las pie-dras que componen el camino continúa en medio de una zona pavimentada como si todavía fuese posible seguir, desoyendo los reclamos de la explanada, hasta el hori-zonte, los árboles alejados o la colina. No es el camino el que abandona al caminante, sino el caminante el que tendrá que intervenir conscientemente para abandonar el camino y decidirse a cortar por encima la línea de piedras a las que durante un tiem-po consideró como guías. Si lo hace, se aparta entonces de esa ruta para irse incluyen-do en la realidad distinta de lo construido; algo que realiza de forma pausada tanto a través del impluvium, con su apertura descentrada sobre el techo, como con el estan-que situado a la derecha. Ambos extienden la parte construida hacia las zonas abiertas más alejadas y dan incertidumbre a los ya cercanos cierres de los interiores.

Desde allí, realmente, el camino no prosigue. Queda entrar en la capilla, pasar al patio donde se encuentra la sala de espera, detenerse un poco junto al estanque

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antes de encontrar la imagen más sobreentendida de todas las que puedan tener lugar en el paisaje; la imagen de la que todo en el cementerio es ya un anuncio: los árbo-les, las fuentes, los montes, los caminos y las capillas tienen en su fondo a un inevi-table catafalco con su cadáver. El camino ha traído al caminante hasta ese cadáver sin llevarlo, sino haciendo que, piedra tras piedra, se lleve él a sí mismo sintiendo en sus pasos el significado de una vía.

III En la Exposición Báltica de Malmo (1914), en una maqueta a gran escala realizada por el arquitecto a cargo de la exposición, Ferdinand Boberg, aparecía La sala de la vida sobre una cripta: La sala de la muerte? Fue donde los jóvenes arquitectos Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz se encontraron. Ante la maqueta de un incompleto crematorio en Helsinborg que Lewerentz había diseñado con un compañero, decidieron, a sugerencia de Asplund, participar juntos en el concurso para el nuevo cementerio de Estocolmo.

Durante el t iempo en que se desarrollaba el concurso, se publicó en la revista de arquitectura sueca Arkitektur un importante artículo sobre el arte de los cementerios, donde se alababa el moderno cementerio del bosque alemán y donde se incluían los ejemplos de Ohlsdorf, cerca de Hamburgo, y de Münchenener Walfriedhof. Se demostraba que el cementerio podía ser ejemplar en su tratamiento sensible hacia el paisaje. Pero Lewerentz estaba además familiarizado con el programa de la Sociedad de Crematorios, un programa que encontraba amparo en el pensamiento de algunos intelectuales tal y como se refleja en el texto de una novela contemporánea: La mon-taña mágica, de Thomas Mann.

Debajo del paisaje del cementerio del Bosque, en un semisótano, existe una planta completamente diferente destinada al almacén y la posterior cremación de los cadáveres. N o caben relaciones de continuidad entre este m u n d o subterráneo, asépti-co y amablemente eficaz, con el mítico paisaje de arriba con el que presenta al menos dos tremendas conexiones: el montacargas que hace descender el féretro desde la capi-lla y el trébol que forman las chimeneas. El féretro, situado en el centro virtual de la capilla principal, desciende a un lugar que derrumba de inmediato todo el orden construido sobre la planta superior. N o sin un paso previo: la sección de 1940 demuestra cómo la pared curva del fondo de la capilla, la que sería su retablo, des-ciende también por el fondo sin tocar el muro envolvente de la nave.'" Lo de arriba y lo de abajo se unen imperceptiblemente en la construcción, reconociendo así su deuda profunda. A continuación surge un pasillo que, sin miramientos, reconvierte

9 . B . O . H . J O H A N S S O N : Tallum.

10. En muchos edificios públicos de Asplund el centro de la acción se desarrolla en una habitación de aristas redon-deadas; no hay ángulos ni en el Tribunal de Lister, ni en la Biblioteca de Estocolmo, ni en la Capilla del Bosque. Es como si ninguna pared concreta pudiese hacerse cargo del final de una experiencia, como si el paramento sintiera la necesidad de acercarse a ser un volumen, un objeto volu-métrico, un receptáculo.

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113 Planta semisótano. Las paredes perimetrales del recinto Inferior donde desciende el cadáver no llegan a tocar el perímetro de la capilla situada arriba. Esta planta no sólo se encuentra por debajo de la otra, sino dentro de la otra.

114 Cementerio del Bosque. Sección longitudinal por la capilla de la Sagrada Cruz, el pórtico de la Resurrección y el estanque.

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lo que era el centro de la capilla en un cuarto marginado. Es como si de repente toda la organización, toda la plasticidad, toda la trama sufriera un golpe que la reorganiza. Lo primero que hace la planta inferior es abandonar las trazas de la planta superior, a la que sin embargo estructuralmente sostiene; y lo hace, para empezar, negando el perímetro singular de la nave de la capilla. No queda ni un resto. Después, el esque-ma de colocación que arriba es percibido como una suma de delicadas agregaciones de espacios cerrados y abiertos, muy diluidos en el territorio, se convierte en un eje longitudinal absolutamente compactado por los espacios a los que sirve. La tierra deviene una fábrica, y el hombre atendido arriba con lentitud por los signos emocio-nantes pasa a ser bajo rasante un objeto al que hay que servir con toda puntuahdad como caja combustible. No hay tiempo.

Ni por un momento Asplund suavizó este aspecto maquinal, esta trepidación que sacude las entrañas del cementerio y traiciona el orden idílico de su suelo. Bajo el cementerio del Bosque está la tumba más dura: la máquina humana.

Después descendimos para visitar los hornos y Asplund hizo notar el contraste entre el sentido formal de

todas las cosas en la Capil la y toda la parte mecánica que nadie tendría por qué ver; era c o m o una sim-

ple factoría. El insistió m u c h o en que debíamos darnos cuenta de que había dos lados para dejar esta vida,

el de la ceremonia y el de la cremación propiamente d i c h a . "

El camino que toma el féretro hasta ser ceniza vuelve a seguir una dirección paralela a los caminos superficiales, sólo que de sentido inverso. Retorna. Vuelve desde la alejada capilla hasta el comienzo del cementerio: pasa por uno de los tres hornos hasta llegar a una austera habitación donde las cenizas son almacenadas a la espera de ser devueltas a los familiares. Todo esto a las espaldas del paisaje magnífi-co. El inexplicable y ambiguo lirismo de la obra del cementerio del Bosque radica en esta cava donde se vela lo que existe realmente, una cámara soterrada que ocul-ta el estricto aspecto funcional del cementerio al que todo el paisaje intenta ir tras-cendiendo. Lo velado desde luego es tan trágico que infunde valores sublimes sobre la superficie.

Este es el punto más sobrecogedor del cementerio: si los muertos son acorralados y separados de los vivos de una forma tan drástica, entonces ellos condenan también a los vivos a un destierro equivalente. Porque la ley fundamental es la de la obligación simbólica, la del intercambio. Si los muertos tienen su ciudad y los vivos la suya, es porque los vivos viven a su pesar esa vida de la muerte. La separación del acuerdo entre la vida y la muerte se produce en el cementerio de Estocolmo con una crudeza inne-gable. No hay ninguna relación entre los vivos y los muertos, sino entre los vivos y los

11. Harald Mjoberg, alumno de Asplund en el Instituto Politécnico de Estocolmo, recuerda este hecho durante una de las visitas con Asplund a las obras del cementerio. Véase en C. ENGFORS: E.G. Asplund, Architect, Friendand CoUeague, pág. 106.

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115 E.G. Asplund. Villa Rosenberg. Dibujo. 1912.

116 Cementerio de Estocolmo. Perspectiva de 1935 sin la cruz.

vivos. Lo que los vivos ven o por donde andan y sienten es un escenario adecuado para hacer sobresalientes sus sentimientos de continuidad ante la vida. La obra desarrolla no una verdad a medias, sino sólo la mitad de una verdad, una verdad siniestra.

Si la m u e r t e es r e c h a z a d a e n la s u p e r v i v e n c i a , la v i d a n o es e n t o n c e s , d e a c u e r d o c o n el r e f l u j o q u e c o n o -

c e m o s , m á s q u e u n a s u p e r v i v e n c i a d e t e r m i n a d a p o r la m u e r t e . ' ^

IV Si se mira detenidamente el dibujo de la villa Rosenberg, puede observarse la cifra rota del año en que la casa ha sido hecha. La cifra del año 1913 que Asplund coloca partida a uno y otro lado de los machones que flanquean la entrada a la vivienda. En el mismo dibujo, una niña permanece de pie aunque un banco está libre para ella, justo hecho a su tama-ño, en el otro lado del vano de la puerta, apenas a un metro de distancia. Sin embargo, la simetría de la entrada supone tal vacío insalvable que la niña está tan separada de la posi-bilidad de sentarse como el número 19 de volver a reunirse con el número 13. La axiali-dad produce un eje infranqueable, un hueco por donde se pasa, por donde se anima a pasar casi exclusivamente, pero que resulta muy arduo atravesar bien perpendicularmen-te. La niña no puede salvar la distancia ni el año roto tampoco. Es de nuevo la señal de la autoridad de la cronología sobre la cronometría." De la prioridad del lugar, del umbral, para establecer y datar el paso o peso del tiempo por encima de cualquier otro sistema de medida. En el umbral de la casa, lejos de haber un nombre propio, hay unos algoritmos que destruyen el encadenamiento de las numeraciones convencionales que miden el tiem-po lineal de los hombres. El quicio de la puerta celebra que el año no existe, festeja que el tiempo conocido no es cierto e inaugura el tiempo sin fechas.

12. J. BAUDRILLARD: El intercambio simbólico y la muerte, pág. 147.

13. "Se han datado los sucesos mediante el sistema de epóni-mos: en tiempos de Gudea, en la época de Assurbanipal, de Sargon, de Akkad, etc. Antes de una cronometría hay una cro-nología anterior a toda mensura" X. ZUBIRI: Espacio. Tiempo. Materia, pág. 243.

V La dimensión del intercolumnio en el pórtico de la capilla de la Resurrección es diferen-te según se trate del alzado que da al estanque y la colina o del alzado que se muestra al camino. En el dórico, igualmente, los intercolumnios anteriores y posteriores son con fre-cuencia más anchos que los laterales, como en el templo griego de Pompeya o el de Zeus en Olimpia. En una de las propuestas, puede comprobarse cómo el intercolumnio ante-rior es el que recoge el ancho de la senda ascendente, mientras que los intercolumnios late-rales, algo más estrechos, se enfrentan al estanque y la cohna de la Meditación. Esta

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métrica supone toda una clave para entender la importancia que tiene el camino de ingre-so al cementerio: el pórtico de la capilla de la Resurrección está colocado de lado en rela-ción con su paisaje, ya que le ofrece su alzado secundario, y de frente hacia el camino de ingreso. El camino, por lo tanto, sube hacia el frontal del pórtico, cuya posible monu-mentalidad queda contrarrestada porque no se dirige hacia el centro. El ancho del cami-no construye exactamente el intercolumnio del templo.

VI Esta cruz fue realizada con el mismo granito del archipiélago que con el que se llevaron a cabo los implacables sillares de los muros de cierre de todo el cementerio. Es decir, el lími-te y el corazón del lugar están construidos con la misma materia. La única diferencia es que la piedra de la cruz está puUda y cortada en piezas. Además, las contadas y escuadra-das piedras de la cruz se colocaron de manera que el veteado blanco que presentan que-dase en posición vertical, como si se tratase de pálidos regueros que resbalan por toda la superficie del soporte hacia abajo. El difícil encuentro entre la piedra horizontal y la ver-tical de la cruz se realizó haciendo pasar una enorme pieza horizontal enteriza que corta el orden de las verticales. La cruz es efectivamente, antes que nada, un corte, y sostiene un peso enorme. Cada una de estas acciones constructivas -por pertenecer a la arquitec-tura, al arte de la construcción- tiene un sentido.

VII Y así, cuando se lee la narración de los hechos de la crucifixión de Jesús, se conoce que tres de los evangelistas no pudieron dejar de registrar el paso cambiado del incierto tiem-po ante la cruz: Mateo, Marcos y Lucas hablan del tremendo episodio que aconteció entre ¡a hora sexta y la hora nona. Ante la cruz se produjo una necesidad de saber cuál era la hora y qué hora era esa... Si es que era hora... Pero los evangelistas, que describen una situación espaciada, hablan de una duración, entre la hora sexta y la hora nona, no de un tiempo cro-nometrado, sino de un tiempo sentido, de un tiempo ilegible.

117 La cruz.

118 Detalle de los dígitos y manecillas del reloj del cementerio de Estocolmo, realizados en bronce oxida-do y latón.

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Ante la villa Savoye

Dibujos de Le Corbusier realizados sobre la cubierta del transatlántico en el que vuel-ve a Europa. Los mástiles, las barandillas, los obenques, arrojan una extraña ilumina-ción sobre la realidad conocida de la ciudad de Nueva York de la que el barco se aleja. Los aparejos náuticos la distancian y la vuelven objeto; son las herramientas percep-tivas que atraen hacia sí a un fragmento de la naturaleza. Aunque no existen los frag-mentos de naturaleza, las piezas de los primeros planos trabajan como delimitadores de un campo extenso; someten a una naturaleza indivisa a las dimensiones de un cua-dro, a un encuadramiento donde, a pesar de los márgenes, se incluya un aviso de la vastedad natural. Pero al mismo tiempo, también introducen al sujeto que mira como centro del paisaje por ellas encuadrado. Lo más invisible, el individuo que crea un pai-saje determinado, aparece como presencia. Los trazos del dibujo de los objetos del pri-mer plano son temblorosos porque la nave se mueve y, sobre todo, porque el sujeto, sujeto a ella, se mueve con ella. El sujeto que ve está incluido en lo visto. Está siendo visto por lo visto.

Acceso rodado a la villa Savoye (1928-1931): también aquí, como sobre la cubierta del transatlántico, los árboles trabajan como pivotes alrededor de los que cir-cula una imagen de la casa cambiante y atrapada, recogida, literalmente, en el trapo del lienzo. Los troncos de los árboles no producen una llegada pintoresquista, sino un objeto pictórico. Un elemento rescatado de la continuidad del sinfín, un objeto radiante, un cuerpo; algo vivo, une architecture vivante entre los adustos conserjes de los árboles.

El gusto cubista por las topologías sorprendentes encuentra en ellos su claro alia-do. N o sirven a ningún propósito funcional de la casa, como la guitarra o la copa en el cuadro cubista no sirven a los otros objetos o seres a los que acompañan. Su inuti-

119 Le Corbusier. Villa Savoye. 1931 (página anterior).

120 Le Corbusier. ¡Hasta la vista, Nueva York!

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121 Villa Savoye. Árboles en el camino de entrada.

122 Fotografia de Le Corbusier hacia 1955.

lidad es útil en la medida en que producen una cadena de oposiciones a lo evidente y presentan algunas preguntas sin predicciones.

Durante el camino, cada árbol hace mover el volante o el freno del automóvil con el que se llega desde la vecina ciudad de París. El trazado recto o sus quiebros cur-vos encuentran rigor en este tiempo inamovible de los árboles que dificultan con naturalidad antigua la llegada a una casa moderna. Pero una vez traspasada la arbole-da, el conductor percibe que se encuentra en uno solo de los dos caminos ligados con la villa. Sí, el camino de ida a la villa Savoye fiene un doble que es el camino de vuel-ta, pero es imposible ir y volver por el mismo camino. Es necesario, para cumplir una acción determinada, contemplar la opción que queda impedida y el elemento arqui-tectónico que queda rechazado. El ir entonces se vive al lado del no ir, del no haber ido. Y junto al objeto que tiembla por el uso se observa la quietud y el valor del obje-to despreciado. También la carga pictórica está aquí presente: la inutilidad de uno de los dos caminos pone en cuestión la utilidad del útil.

Esta tensión de lo dual también aparece en la villa La Roche. En su vestíbulo principal se encuentran dos escaleras enfrentadas. Ascender por una de ellas supone ir viendo el desarrollo semioculto de la otra, en la que verdaderamente también se desearía estar. Desde cada altillo pueden observarse, sobre todo, las galerías, las esclu-sas espaciales, las oportunidades que en ese momento está concediendo la escalera intacta. La escalera y la rampa de la villa Savoye repiten este malestar o travesura, esta transversal u oblicuidad de lo doblado. Y es así como la villa adquiere un aspecto ina-barcable; ante un sistema de transporte en descanso comparece otro extenuado; nada se entrega a la vez, enteramente, siempre queda lo otro, lo que no entra en uso, lo más ajeno, lo que no sirve y declara con ello su abstracción y su independencia, su ilusión como cosa.

Estos dos caminos paralelos, marcados limpiamente por el contraste de su gra-villa clara sobre la verde pelouse, son una enigmática traza en medio del paisaje. No son, con toda evidencia, caminos de los que hace la tierra: caminos que forman en cualquier parte eses o cruces o zigzags, pero que nunca se dan avanzando en paralelo tan cerca. En la tierra, los objetivos son siempre tan subjetivos y tan urgentes que pro-ducen direcciones únicas y enfáticas. Sobre la faz terrestre los caminos nunca apare-cen doblados con tanta proximidad, son siempre impares, a no ser los caminos falsos, las trampas. El desdoblamiento de los caminos abre una falta de sentido, un sinsenfi-do que, sin embargo, colabora en el agrandamiento del objeto, en la trampa al ojo.

Simultáneamente se da la ausencia de un objetivo hacia el que dirigirse y la demarcación del objetivo concreto hacia el que se debería poder hacerlo. Y sí que es objetivo la villa: aparece como objeto, es decir, con toda la ausencia de subjetividad

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posible. Aparece vuelta de espaldas, alzada del suelo, sin techumbre, casi monocro-ma, con una ventana continua que oculta cualquier accidente o cualquier valor donde pueda quedar reflejada alguna contingencia de lo subjetivo. La doble frontalidad de los caminos mellizos produce una inflamación circulatoria: la villa oculta qué pasa con esos caminos que, contra natura, suavemente, descienden con el enigma de su paralelismo. Las dos paralelas son contundentes en su anuncio: van hacia la casa pero no pretenden entrar en ella, se pierden yendo hacia ella y son en ello pura definición de líneas paralelas.

En la villa Savoye entrar no es salir, subir no es descender. No se entra por el mismo camino por el que se sale; es imposible encontrar la misma ruta puesta del revés. En toda la casa se vive esa anisotropía del espacio dictada por unos caminos desorientadores. Si en una construcción laberíntica la salida se encontraría desandan-do los pasos y volviendo a recorrer en senfido inverso el trayecto ya realizado, en el bosque, en los mares, en los desiertos, el camino se va haciendo y deshaciendo a cada instante, lo organizan y lo van precipitando la acción conjunta del cuerpo y el espa-cio. La villa Savoye se acerca más a las formaciones naturales que a los laberintos, por-que, como ocurre en el medio terrestre, también para atravesarla o recorrerla es necesario realizar una creación, una acción improvisada que se ve sometida al curso de acontecimientos ajenos a los del sujeto. Recorrerla es algo que nunca puede ser reproducido por segunda vez, y es una de las bellezas de la casa esta falta de repeti-ción. No hay reciprocidad, no hay simetría; el número dos, que existe y se repite en la composición de la villa, gravita ajeno a la autoridad que daría un eje organizante. El número dos no crea una axialidad ni da una respuesta que equilibre. Crea un lugar dinámico: llegar no es partir, nada se repite, no existe la segunda vez, la segunda parte. El camino por el que se viene de París no es el camino por el que sale hacia París. En ese sentido, la leyenda a una de las fotografías que aparecen en la (Euvre complete no puede ser más explícita. Lauto retourne vers Paris.

Desde el acceso, el camino que se dirige a la casa es recto y, por tanto, erigido; es decir, dirigido hacia algo a lo que da sentido con su ir. Todo camino recto erige un acontecimiento a lo largo de su recta o espacio de espera, es literalmente una cons-trucción; construye su destino. ¿Pero qué construye el camino inverso a éste? A su vez, el otro camino paralelo proviene desde un pun to ignoto que tiene que ver quizá con una puerta o con un principio de algo; se presiente en algún lugar, no se sabe dónde, escondido en la casa. Este camino recto erige también un acontecer al traba-jar en sentido contrario, enjuicia la vahdez de su paralelo, lo refuerza con su misma dirección y lo debilita con el destino opuesto que su recta también erige. Luego, en un cierto momento , los dos caminos aprovechan uno de los árboles para romper la

123 Vi l la Savoye. Dibujo publ icado en 1930.

124 El auto vuelve a París.

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125 Villa Savoye. Camino de entrada.

126 Fotografía de la villa Savoye en L'Architecte, 1930.

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paralela que los separaba (y los unía inverosímilmente a su sinsentidó) y se injertan entonces el uno en el otro para regresar desde el límite de la parcela a la realidad del afuera. La longitud de los caminos, mantenida durante un buen trecho en una misma dirección, hace posible la instalación de la casa en una orientación determinada. La villa Savoye, por lo tanto, no flota a la deriva; está sujeta al rigor del lugar por unos caminos de grava suelta, una gravilla que al formar parte del suelo del porche, consi-gue unir el umbral del edificio a sus extrañas sendas.

Los caminos son enormes enlaces, como así lo demuestran los diversos croquis realizados por el arquitecto. Quedan reflejados en los dibujos con un grado de importancia semejante a la que pueda tener la presencia del cauce del Sena, el norte y el sur. La condición exenta de la casa parece en todo m o m e n t o estar justificada por esta ligadura elegantemente establecida con lo distante, una ligadura de la que los caminos son mensajeros. En sus dibujos. Le Corbusier siempre incluyó los ríos, las montañas, el mar, aunque estuvieran relativamente lejos: es como si sus casas estu-viesen dispuestas a incluir esas presencias, a adquirirlas, a establecerlas más allá de su posición física para hacerlas intervenir llenas de senfido en las habitaciones. Los hori-zontes no sólo son imágenes, antes que imágenes ofrecen órdenes de arquitectura. La casa enaltece con su orden lo que el horizonte retiene en la bruma, lo intangible de un territorio.

La distinción por anchos entre el pequeño camino peatonal y el camino para vehículos aún aclara más el destino de los pequeños caminos peatonales: son una línea transversal a los de rodadura, y aunque parecen unir unos parterres destinados a flores, no van a ser hollados casi nunca. En la villa Savoye no hay caminos para el hombre a pie. La casa no explica cómo se produciría un paseo a su alrededor: su orla es un lugar indeterminado que se extiende sin marcas hasta las lindes de la parcela y donde difícilmente puede imaginarse a alguien andando. Todos los caminos que con-ducen a la tierra van a estar misteriosamente dentro de la caja complicada de la casa. Incluso la duplicidad de los caminos para vehículos destruye también su presencia y su sentido como caminos transitables. Las dos vías se duplican para desaparecer, para dejar de ser vistas y así, la villa Savoye, con unos caminos que no son caminos, ya que no llevan a ningún lado, está sola en el paisaje y aislada del mundo . Así defiende el interés y la arrogancia de su ser objetivo.

Al visitarla, sorprende la canfidad de edificaciones que la rodean. N o importa; la villa está hecha para resistir su soledad orgullosamente: verdaderamente es exclusi-va; está de tal manera confeccionada que puede vivir su independencia en medio del heterogéneo suburbio parisino. Incluso hoy en día, cuando otras edificaciones cerca-nas rompen su halo,' la villa Savoye está desligada de cualquier estructura próxima

127 Los caminos.

128 Villa Savoye. Croquis.

1. El 22 de julio de 1956 el ayun tamien to de Poissy decidió la constnacción de una escuela secundaria en los terrenos de la casa. La nueva edificación llegaría a ocupar 7 hectáreas.

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129 Villa Savoye. Planta baja. Indiferente al norte, Le Corbusier publicó la planta de manera que la puerta de acceso quedase en la parte inferior de la página. El lector entra en la casa por abajo y la visita ascendiendo. Ocurre en muchos proyectos: villas La Roche-Jeanneret, casa Cook, Malson d'Artistes, villa Meyer, villa Stein, Ronchamp.

y aún vive la estancia y la posesión completa de su esquilmada pradera. La forma casi cuadrada de la planta y la libertad solar de las formas del ático acrecientan su ensi-mismada independencia. La casa está en medio. La casa es un objeto puesto bajo el sol, en medio del paisaje.^

II El camino rodado de acceso se enrosca a la villa en sentido levógiro y finaliza en la cochera, un cuarto situado pasada la puerta principal donde se guardan tres coches. Aquí la tríada de vehículos resulta esencial para vehicular toda la vivienda: ni un coche, ni dos coches hubieran podido justificar todo este trazado rodante sobre el que el inmueble se apoya. Sólo tres coches, como mínimo, consiguen establecer una muche-dumbre circulatoria necesaria para mantener la entereza de la idea. Pero las tres máquinas aparcadas en esa habitación no sólo expresan la ligazón de la casa con el contexto más lejano, sino que también introducen un enorme motor en los alveolos de la villa. Mediante la cochera, el camino tiene la oportunidad de convertirse en cuar-to y de tergiversar con su escala la ortogonalidad de la construcción. Si el coche en desplazamiento crea la curva de la planta baja merced a su radio de giro, el aparca-miento organizado de los coches crea la línea oblicua y un intercolumnio específico. La malla estructural de la villa se deforma. Los pilares se desplazan de su sifio no tanto porque el aparcamiento de los vehículos lo precise, sino porque la presencia de los vehículos en el interior es sustancial: revela la amplitud que tiene el sistema de llega-da y el sistema de organización del edificio. La cochera es un centro de la casa. El auto es la donnéefondamentale.

L'auto s'engage sous les pilotis, tourne autour des services communs, arrive au milieu, à la

porte du vestibule, entre dans le garage ou poursuit sa route pour le retour: telle est la don-

née fondamentale. ^

2. LE CORBUSIER: (Euvre complete, 1929-1934, pág. 31.

3. En esta descripción de la llegada a la villa, Le Corbusier no habla del conductor ni del pasajero sino de la máquina. LE CORBUSIER: (Euvre complete, 1929-1934, pág. 24.

Líneas rectas, líneas curvas, líneas oblicuas producidas por el rumor de la máqui-na. La máquina, la única verdaderamente objetiva, sin sujeto, para aceptar con com-placencia su capacidad seminal de torcer, de girar, de ahuecar y de transformar la estructura y el fundamento de una casa. Pero no hay retorno, incluso la posición del garaje lo garantiza. Se aparca una vez traspasada la puerta de acceso, una puerta que sorprendentemente se manfiene aún en el eje de simetría de la casa. ¡En su falso eje de equilibrio! ¿Por qué no se aparca antes de llegar a la puerta? Seguramente porque el camino que llega a la villa Savoye no se dirige, ni siquiera en último extremo, a su puerta. La sobrepasa, la hiere yéndose, va a algún otro lado, va seguramente hacia su

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sinsentido. El camino libra la casa, la tiene que hacer libre como casa devolviéndola al orden del objeto; no la hace por lo tanto suya. Hiere cualquier expectativa sobre ese centro acostumbrado, el de la puerta de la morada.

En el interior de la villa, los tres vehículos aparcados están detenidos frente a la rampa: el pavimento del suelo y una inflexión en la pared hacen coincidir el ancho del garaje con la longitud de ésta y acentúan con ello esta condición de la cochera de ceder su motor al motor rampante. Se pasa así del coche como protagonista a un hombre que sigue andando, un hombre que aprovecha la inercia de los motores aún calientes. La explicación que Le Corbusier ofrece del paulatino acceso a la villa Savoye no puede ser más clara a este respecto: después de la amplia descripción de cómo el coche llega a la casa se pasa a un lacónico on monte par la rampe sur le toit de la maison oü est le solàrium. Y en el párrafo siguiente: Elle s'apprécie à la marche, avec lepied... Sí, siempre marchando, la continuidad de los caminos exteriores era solamente el pró-logo a una narración de lo continuo. Dentro, la marcha de los motores al aire libre parece no querer interrumpirse. Dentro, la villa Savoye está cortada en dos por la rampa; un corte físico que es también un corte fenomenológico. La casa se vive a tra-vés de la rampa como una cadena de acontecimientos que suceden según se ascien-de. La ascensión es a la vez un corte, una separación de una entidad que desde fuera parecía solidaria.'' Subir es ir cortando, separando violentamente un sólido ahuecado. Subir es ir afirmando un volumen primario, negando la claridad de un volumen, com-prendiendo, desenmascarando, despedazando. La rampa, como ocurre también en una obra muy posterior, el edificio de la Asociación de Hilanderos, convierte la casa en palacio sobre todo porque es capaz de conectar, con su inusual escala, el nivel real de la planta baja con el nivel ideal de la última planta, y porque ofrece en esa cone-xión conjuntos disjuntos que al enfocarse y desenfocarse entre ellos enturbian la segu-ridad de las dimensiones y la exactitud de los contenidos.

Nada más llegar a la última planta, la rampa desemboca en una apertura reali-zada en el muro desde la que se divisan las cohnas suavemente onduladas de la lie de France y el meandro del Sena. En este final del camino las formas hbres del ático esta-blecen un marco, un hueco apaisado o apaisajado, que Le Corbusier también uüliza en Carches o en la Petite Maison. El hueco, con una proporción tan al gusto de los pintores paisajistas románticos, se encuentra acompañado de una mesa realizada en obra que distancia inmediatamente la realidad del paisaje del propio espectador y difi-culta tocar el lienzo imaginario inscrito en la pared. La mesa incita al detenimiento y a la prosecución, a tomar asiento junto a ella para poder abrir bien los ojos. Pero lo que hay que ver no es tanto un panorama sino un objeto, un objeto prefigurado por las propias condiciones de la apertura en el muro, la mesa, la rampa, la casa desventrada

130 Apertura al f inal de la rampa.

4. La rampa fue además responsable de muchas de las defi-ciencias en la impermeabi l ización que aparecieron después del verano de 1931. También cons t ruc t ivamente la rampa cortaba una con t inu idad . Véase G. MOREL-JOURNEL/J.C. BALLOT, The Savoye Ho/ise, París, Édi t ions du Patrimoine, 1998. Sin embargo , para Le Corbusier , la rampa, a diferen-cia de la escalera, es un ser que une .

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131 Mesa con algunos objetos al final de la rampa.

132 Sala de baño.

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durante la ascensión, un objeto que sirve de reflejo al objeto que la propia villa ya había ido siendo.

Que el cubismo quiso hacer del cuadro un objeto y no un panorama como era en la antigua pintura' es algo que se comprueba al observar la estricta fealdad de los contrafuertes de los muros junto a la ventana: denotan desde luego intereses muy diferentes a los simplemente esteticistas/ Y, como objetos, la mesa y la ventana, que serían presumiblemente el final del camino urdido por la villa, no son un lugar. Es poco probable que un emplazamiento como este pueda producir unas condiciones gratas para permanecer. Tampoco resulta muy convincente que alguien sentado fren-te al paisaje pudiese mantenerse con gusto en una posición que da la espalda al alu-vión que desde abajo y desde detrás procede encauzado por la rampa. La mesa y la ventana dibujan la invitación a un detenimiento imposible. Tal vez por ello, en foto-grafías encargadas por el propio Le Corbusier se puede contemplar esta mesa en su soledad, más sola aún cuando algunos objetos personales la cargan de un insólito aliento.

No, no parece que sea para el hombre. Es para las cosas del hombre, es una de sus cosas. Otros proyectos presentan mesas emocionantes para el hombre, como la que se sitúa bajo el árbol y a las orillas del lago Leman o aquella última mesa del maes-tro, de madera, cobijada por los árboles amigos, y suelta frente a las aguas acogedoras del Mediterráneo en Cap Martin. Mesas situadas en rincones, acantonadas contra la realidad de un mar o de una montaña inaccesible. Pero lo que Le Corbusier coloca al final de la vertiginosa rampa que corta y liga la villa Savoye no es una redundancia de lo ascendente, ni su digno final, sino un signo emocionante de lo ausente. Se llega a un lugar vacío donde sólo quedan presentimientos. Se llega a un sitio, a un lugar mar-cado por una expectativa humana en el que no hay, sin embargo, nadie. El lugar arquitectónico vuelve así a ofrecer a un ser ocioso en medio de una situación trepi-dante tal y como ocurría con los caminos. La rampa no tiene fin, es decir, es indefi-nida, no se ve subordinada a ninguna finalidad.

Doble ausencia: los caminos rodados del acceso, con su insólito paralelismo, llevan a un no lugar que la villa esconde. A la vez, la rampa columbra en medio de una estructura para otorgar sentido a un final donde no queda nada sino un no lugar que la villa presenta. Este es seguramente uno de los misterios de la villa Savoye en el que se participa cuando se visita la casa abandonada por sus dueños y cedida al tiempo. Quedan los grifos, las corfinas, las paredes y los radiadores coloreados como cuadros. Sobre la amable chaise longue todo es ausencia de un cuerpo que quedó sin embargo intacto, esculpido con cada tesela. ¿Pero cómo tumbarse sobre este objeto del cuarto de baño, sobre este vaciado de un cuerpo? A él desde luego se llega, pero

133 Tramo últ imo de la rampa.

5. A. CoLQyHOUN: "La significación de Le Corbusier", A&Vn" 9, 1987. 6. En los pr imeros croquis de Le Corbus ier sobre la villa Savoye ni siquiera había una ventana en este muro , sino un escalera de caracol para seguir sub iendo . ¿Adonde?

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134 y 135 Lubetkin. Estanque para los pingüinos en el zoo de Londres. Un enorme árbol contra el que se acuña la construcción hace sólida la abstracción de la planta elíptica.

nunca se llega a estar en él. La casa está llena de objetos (mesas, tumbonas, lavabos, mandos de grifería) que son el negativo de un cuerpo inexistente, el positivo de un pasado, de un mito.

Igualmente, a esta ventana del solàrium es verdad que se llega. Pero ¿qué se hace allí? Y sobre todo: ¿qué se hace luego? ¿Por qué ha habido ese entusiasta empeño en subir y subir hasta llegar a ella? ¿Qué se hace luego? ¿Qué se hace una vez que una pintura cubista ha sido recorrida y ha mostrado de una manera satisfactoria todos sus pliegues al espectador? En una pintura no se está en el final nunca, sino dentro de un círculo perceptivo que permite volver a mirarla de otra manera. Pero si la casa obliga a un itinerar ascendente porque desea presentar algo en lo último, ¿no destruye eso su misma plasticidad, ese inacabamiento ideal como objeto? Le Corbusier se encon-tró tal vez en una difícil encrucijada: ante el arte moderno y ante la tierra, entre el objeto utilitario o esencial y ante la necesidad de reconducirlo hacia una situación plástica. Quería mostrar la tierra, pero mostrarla, abrirla a los ojos por medio de la casa, ya era presentarla; no era representarla o enmascararla como estaba realizando la pintura, sino ponerla sinceramente delante. Por eso la rampa asciende hasta la ven-tana, para presentar; y por eso mismo, una vez arriba, corrige su trayectoria específi-ca y se arrepiente de ver porque lo que quiere es enmascarar y maquinar. La obra, que tiene que dar amparo a ambas atenciones, a lo progresista y a lo retrógrado, a lo sóli-do y a lo desolado, a lo crédulo y a lo increíble, resulta una mixtificación.^

Una mesa, una ventana, una panorámica al final de una ruta que rompe en peda-zos el inmueble. No son tanto. Están en el final pero no son ninguna meta, no viven el hecho de ser una finalidad; son objetos, simples cosas. El camino, al llegar a esta cresta espectacular, a este lugar desde el que se parte hacia el horizonte, sabe sin embargo que no ha retornado a ningún sitio, que este no es ningún origen. Sabe que no ha vuelto al corazón de nada y que nada de lo que creía perseguir le aguarda.

7. I . DE S O L À - M O R A L E S : Diferencias. Topografía de la arquitec-tura contemporánea, pág. 91.

III Existen también dos caminos paralelos en un proyecto para animales: el estanque para pingüinos que realiza Lubetkin en el zoológico de Londres (1934) (villa Savoye, 1929-1931).

Se trata de dos rampas de traza helicoidal que nunca se cortan y que ascienden desde las aguas del estanque hacia un punto culminante donde se sitúa una gran bañe-ra en la que los pingüinos se bañan a la vista del público. El proyecto de Lubetkin concretiza, a otra escala y de forma paródica, el ascender lecorbuseriano. Los pingüi-

n s

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nos ascienden para tirarse arriba y zambullirse en la piscinita de paredes de cristal que tienen preparada. Los pingüinos viven una promenade architecturale que incluye prólo-go y epílogo. Las dos rutas ascendentes, y siempre independientes, producen entre sus envolventes un lugar de aire inocupable. Los caminos entrecruzados conquistan un lugar vacante, vago, ese lugar inaprensible que queda ceñido entre sus trayectorias. Pero además, las dos rampas enroscadas reviven el m u n d o ondulante de las aguas, de los reflejos luminosos y de las cálidas sombras del árbol cercano; las esquivas espira-les multiplican los fragmentos de tierra encerrada y convierten sin dificultad la inclu-sa en un lugar sin fin.

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Ante la casa Malaparte

I Las fotografías tomadas durante la obra de la casa Malaparte en octubre-noviembre de 1940 revelan que ella no es el remate al promontorio rocoso sino su más íntimo pro-greso. No está colocada encima del peñasco sino dentro de la construcción del peñas-co; continúa la formación y el espaciamiento mineral de la roca con su forma y con su contenido alveolar y sabe propagar, con su vacío, la materia sólida de la piedra. La Malaparte refleja en su construcción una forma de disponer la materia acumulándola por capas y es una auscultación de su posible estado viviente.

Tuve claro desde el principio que no sólo el perfil de la casa, su arquitectura, sino también los materiales de construcción tenían que amoldarse a aquel salvaje y delicado paisaje. Ni ladri-llos, ni hormigón, sino piedra, sólo piedra, de la local, la del acantilado, con la que está hecha la montaña. '

La escalinata de la casa, antes que servir a un propósito funcional, acusa el aco-modo de las cargas a base de sumas estratificadas e idealiza el carácter monolítico del promontorio. Aparentemente tendida sobre la cumbre, la construcción explica cómo el deseo de alzarse del roquedo ha izado a todo el peñasco fi-ente al mar. La cons-trucción acompaña, con su orden humano, el deseo de mantener ese heroísmo verti-cal y, para ello, la horizontal de la cubierta viene a aportar una vertical redoblada: la horizontal no niega el impulso ascendente sino que lo corrobora. Porque lo corta. En medio de un paisaje, la horizontal expresa la cualidad deseable de la cima, de la cima más alta, conquistada con el corte.

La casa no sólo prolonga el ser de la roca sino que extrae su sentido de ella. No extraña saber que, según cuenta el propio escritor, el maestro de obras Adolfo

136 Casa Malaparte. Cubierta (página anterior).

137 Casa Malaparte. Fotografía durante la construcción. Octubre-noviembre de 1940.

1. M. T A L A M O N A : Casa Malaparte, pág. 84. Traducción del autor.

121

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138 Casa Malaparte.

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Amitrano empezase su tarea "sintiendo la roca".^ Efectivamente, es la roca la que ha dictado este emerger de lo humano; la casa empezó a emerger lentamente de la roca con la que estaba casada.^ No sólo el color ocre o adánico de la construcción, sino también el desinterés en la composición de los huecos, el auge de la ortogonalidad o el enigmático carácter conseguido en algunos detalles, recrean el geomorfismo de este lugar de borde abrasado por el mar.

En cuanto a su forma, me la inspiró el fluir del acantilado, su estructura, su pendiente , su rela-

ción entre sus sesenta metros de longitud y sus doce de anchu ra /

Pero la casa Malaparte no sólo prolonga la roca hacia arriba, sino que también la estira en un plano horizontal. Gesto extensivo, implícito en la forma general de la planta y en la configuración de las piezas. La casa, con todo su flete, se alonga hacia su horizonte, hacia el mar y más allá del mar. Es un gesto excesivo que sólo encuen-tra justificación en el hecho de que esta construcción se encuentra recluida en una isla: en Capri, que a su vez se encuentra recluida en un mar: en el Mediterráneo. Su figura mítica, su extravagancia y su posición heroica tienen que ver con el hecho de que está aislada doblemente: sobre su escaso peñasco y sobre su finitud insular. N o existiría una casa como ésta fuera de una isla. Su planta, al ocupar casi toda la super-ficie de la cima, hace parecer escaso el lugar del asiento, y es así como la Malaparte vive las consecuencias de una hermosa dificultad que permanecía oculta: la de aco-modarse bajo unas circunstancias llevadas al límite y demostrar entonces un enorme apego al reducido asentamiento que el promontor io le ofrece.

Un primer croquis de Libera demuestra que este apretamiento fue una con-quista; el proyecto sufre una transformación desde los primeros dibujos, en que una pieza parece flotar sobre la cumbre del roquedo, hasta la solución final, donde mejo-ra sustancialmente: al aumentarse la superficie de la casa, se muestra lo l imitado de su asiento y se expresa en ello la restricción de tierra firme a que está sometida toda la isla. Sin isla no hay casa, sin falta de asiento. El ser de la isla, los miembros de la isla, atraviesan de esta manera su figura y extreman la dimensión de la casa. Asimismo la lectura contraria también es posible: es la isla la que convierte a la casa en su casa, en una casa por la que se expresa y por la que es re-citada. Puede leerse tal cita en la permanente acción de resistencia al medio que la presencia de la cons-trucción significa; en la definición de los elementos naturales, el sol, el aire, la noche, como bienes esenciales; en la ligadura de lo edénico con lo escaso; en la apreciación de la belleza como aquello vinculado a lo limítrofe, y en la existencia, como acon-tece en toda insularidad, de un centro poderoso. Sin isla no hay casa, pero la casa

P R O G E T T O DI V I L L C T T A DI P R O P R I E T A DEL S)IQ. CVJU210 M A L A P A R T E

bCALA I loo

139 Casa Malaparte. Proyecto para una pequeña villa. Marzo de 1938.

2. C. MALAPARTE: Rilralto di Pielra.

3 . M . T A L A M O N A , op. c i t . , p á g . 8 5 .

4 . M . T A L A M O N A , op. c i t . , p á g . 8 5 .

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140 La casa en la isla de Capri.

141 Casa Malaparte. Cubierta y camino.

5. I. GÓMEZ DE LIAÑO: Paisajes del placer y de la culpa, pág. 124.

6 . M . T A L A M O N A , op. cit., p á g . 4 2 .

7. M . T A L A M O N A , op. cit., p á g . 8 4 .

revela, al apreciar estas mismas cuestiones, a la isla a que pertenece y hace a su isla ser una isla.

El cielo, las costas, las sombras de las otras islas son los objetos hacia los que esa plataforma, o el gesto lineal y punzante de la planta parecen extenderse. Desde allí, sobre la mimada y a la vez burda labra de sus suelos tiene lugar el fin de la tierra firme de la isla y el comienzo de otra tierra firme más alejada: cualquier tierra que puede ser apropiada a través de los fáciles caboteos y los enlaces posibilitados por las diversas rutas marinas. La casa se extiende hacia ese ultramar por ser una pieza costera, está en deuda con lo lejano porque toda costa es algo lejano, es una invitación a lejanías.' De esta secuencia de fuertes presencias cercanas, aunque separadas por las aguas saladas, dará razón el propio Curzio Malaparte:

...Contesté - y no era verdad- que yo había comprado la casa tal como era. Y señalando con

un gesto de barrido de mano al escarpado acantilado de Matromania, las tres rocas gigantes

del Faraglioni, la península de Sorrento, las islas de la Sirena, la distante y azulada línea de

costa de Amalfi y la remota luz dorada de las orillas de Paestum, dije: Yo diseñé el paisaje.'

La casa y la roca, entendidas como una unidad heterogénea, como un ensambla-je lítico, quedan comprendidas entre dos planos horizontales: el de la cubierta plana y el del plano del agua del mar. Sin embargo, se trata de dos láminas donde el sólido de la casa-roca no encuentra propiamente su límite: el agua del mar multiplica los refle-jos y las sombras y prolonga hasta una profundidad remota el arraigo y la firmeza de la roca y de la casa. Con ello la horizontal del mar ofrece así su mejor zócalo para cele-brar la escarpadura y para presentar la resistencia y el resurgimiento de lo construido.

La horizontal de la cubierta, por otro lado, presagia una presencia humana que disuelve la amenaza del lugar inhabitable; porque el lugar, antes de la llegada de la casa, es un sido inhóspito barrido por los vientos de costa.

Había en Capri, en su más salvaje, en su más solitaria y dramática parte, en esa parte com-

pletamente orientada hacia el sur y el este, donde la isla humana se hace salvaje y la natura-

leza se expresa a sí misma con una incomparable y cruel fuerza, un promontorio de

extremadas líneas puras...'

Ante la falta de asilo que desprenden estos roquedos en sus costados o en sus cimas, la plataforma ofrece un lugar que sabe ser solidario con la difícil orogenia y con el cielo y que sabe prender en su ras artificial la mejor y más tenue provisión con

124

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que una isla puede contar: el aire. La plataforma revive el surgir del aire.® Así se expli-ca a Curzio Malaparte detenido ante las rutas de los vientos aportados por la existen-cia de la tierra.

Los problemas a resolver no eran ni pocos ni fáciles, empezando con la orientación, ya que

había que elegir entre el scirocco y el greco, los dos vientos que soplan frecuentemente allí. Y

yo escogí darles un codazo, colocando la casa con las esquinas orientadas de tal manera que

cortasen los cuatro vientos cardinales.'

II No puede afirmarse que la casa termine con su volumen toda esta construcción de tie-rra comenzada bajo las aguas del mar. Al contrario, en su mismo límite, en la plata-forma de su cubierta, la casa ensancha su más oculta condición habitable. Ni siquiera es precisa la presencia de un ser humano: la figura altanera del Marsullo parece habi-tada sólo con ver la losa lisa y extendida. Realmente, la casa Malaparte está habitada aunque esté vacía, está habitada precisamente por este vacío. Es una construcción capacitada para hacer resistir en medio del paisaje su señal habitante. No necesita en ese sentido los signos más convencionales de lo residente, ventanas entornadas, pequeños enseres en las cercanías o luces encendidas para realizar esta demostración de habitabilidad sin ocupantes.

Al observarla desde abajo, desde esa primera presencia que ofrecería a Curzio Malaparte al arribar a Capri desde Nápoles, la primera orogenia queda localizada en el cuello de esta pequeña península: la casa tiene su lugar de arranque precisamente en este istmo. Su espacio interior, su planimetría, su figura misma, nacen y se abren a par-tir de la fragilidad de esta lengua de tierra; justo allí donde seguramente más se tam-balea la capacidad resistente del peñasco y donde más se dudaría sobre su capacidad de permanecer atado a la seguridad de su isla. Pero afincada justo ahí, la casa extrae del punto imaginariamente más endeble del promontorio su enérgico cimiento.

Y ya que en un momento, donde el acantilado se une a la montaña, la roca baja, cede el paso,

y forma una suerte de cuello más estrecho, ahí establecí una escalinata que desciende como

una cuña desde lo alto de la terraza.'"

El camino que sube desde la cala de desembarco está realizado con un peldañe-ado labrado a golpes en el relieve de la roca. Cambia a veces su dirección para ajus-tarse a la difícil superficie y no cesa de ascender hasta que encuentra una posibilidad de detenimiento en el suspense de una escalinata que constituye su punto final y tam-

142 Últimos peldaños. La ausencia de protecciones en el borde es vital.

143 Casa Malaparte. Planta de cubierta.

8. En el m u n d o insular se intuye cer teramente que el aire es, antes que nada, una apor tac ión de la tierra. El aire n o existe c u a n d o se faena sobre la cubierta del barco, ni sobre las olas. Sin tierra n o hay aire.

9 . M . T A L A M O N A , op. al., p á g . 8 5 .

1 0 . M . TALAMONA, op. cit., p á g . 8 5 .

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144 Descenso al mar.

11. "El camino y la medida, / el sendero y la canción / se encuentran en la misma vía." M. HEIDEGGER: Des de l'expe-riència del pensament, pág. 65.

12. Del latín altus. Alta montaña, pero también alta mar.

13. ".. .Y ante semejante visión pensó que llegar a Venecià por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio, y que sólo como él lo estaba haciendo, en barco y desde alta mar, debía llegarse a la más inverosímil de las ciudades." T. MANN: La muerte en Venecià.

bién su principio. Allí, ante ella, el camino ascendente se interrumpe. Ya no escala una montaña ni trepa por un lugar, sino que se alza con todo el sentido del lugar a cues-tas. Hay un momento en que ya no se sube más con el lastre del cuerpo.

Estos últimos escalones resultan así imprescindibles a toda esta ruta nacida desde la cala; porque por ellos el sentido del sendero no es sólo ir, sino que está trascendido en ocupar todo un espacio. La pieza de la escalinata religa el sendero a la medida y a la melodía del paisaje; es como un canto." Por ella se llega a lo alto, que significa tam-bién lo profundo.'^ Lo alto y lo profundo están aliados sobre este camino misceláneo.

El camino de subida ordena el tamaño de esta escarpadura mineral con la esca-la que da el pequeño paso del pie descendente, una contrahuella un poco mayor que el del ascendente. El pie descendente es conminado a caer y siente la silenciosa atrac-ción de las aguas marinas. La gravedad lleva al cuerpo erecto y situado sobre la tierra hasta el mar: entonces, por el camino al mar, dos intimismos de signo contrario se reúnen, el del peso y el de la levedad de la flotación. El camino que sube a la Malaparte es siempre, incluso en el ascenso, un camino que se derrama cuesta abajo atraído por esta evocación de la cala. Quizá por eso está pintado del mismo color ocre de la casa, porque verdaderamente está coloreado por ella. Los escalones que forman la figura de la casa la arrastran aún más hacia este objetivo permeable. Toda la casa desciende imantada.

La cubierta retiene este encantamiento de los signos opuestos en su mismo ori-gen: bajo el espectáculo solar y frente a las vistas inabarcables del horizonte se vive simultáneamente este arrastramiento hasta aquel lugar de abajo desde donde las aguas imantan al cuerpo. La posibihdad del salto al vacío que presenta el acantilado como vértigo encuentra en el camino la única vía de realización efectiva: la caída puede pasar a ser, si se desciende, un camino hacia el ensueño sobre las cercanías del cuer-po con el agua. La escarpadura del cabo Marsullo asegura con su solidez el placer de la zambullida y la casa facilita con su imagen inmóvil el bienestar y la lógica del baño. No existe ni el desnudo ni la libertad del nadador ante la naturaleza, sino ante la casa.

La casa Malaparte es un camino que lleva desde el mar al mar mismo. A la casa se llega desde el mar, por la ruta regia." Y la casa lleva al mar constantemente.

III En el interior de la vivienda la simetría es redundante: los hechos arquitectónicos, huecos, pasos, vacíos, fluctúan entre lo unitario y lo binario, pero lo binario es una polaridad irresoluble: este u oeste, dormitorio privado contra dormitorio público, ventana inmensa contra ventanuco, baño contra baño. La casa vive en esta polaridad establecida por lo binario una de las más abrumadoras condiciones del mismo pro-

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montorio de su asiento: la de ser vertiente, la de dividir, en la misma línea de su cum-bre y de un solo tajo, un mundo en dos. La simetría de las plantas es la geometría que con más intensidad expresa la asimetría del paisaje. Es lo clásico como el orden o la estrategia más capaz para captar el organicismo o el romanticismo de una tierra: la simetría de la construcción encara la narración de diversidad que ofrece el mundo y la transforma. Pero en esta obra, lo que origina la simetría de la planta es, antes de que otra cosa, un camino que avanza: el eje de simetría funda un camino divisorio, una cordada. Y es que resulta fácil imaginar que sobre la cumbre de la roca, antes que la casa llegase, sólo existía la posibilidad de pasar por una estrecha trocha de paso, un surco sobre el que el pasillo interior de la casa ahora ha quedado sobreimpuesto. La casa, entonces, reproduce un camino que ya tenía la montaña. Espacia, en un aden-tro, un camino amenazado por el vértigo.

Por eso la puerta a la casa tiene que mostrarse escondida. La fuerte simetría pla-nimétrica necesita esta disyunción de la puerta descentrada y depreciada para hacerse valer. Después de subir, para acceder a la casa es necesario descender y ascender un poco por unos escalones. Luego, es necesario volver a subir, ya una vez dentro, enros-cándose alrededor del alimento nucleico que concede una estrecha escalera. Así la puerta se conecta con un sentido ascendente y no con un sentido transversal. A la casa se escala, no se entra, no se la atraviesa nunca. El eje que la recorre vive el énfa-sis de una exclusiva línea recta y prieta como las que coronan las cumbres.

La medida del ancho de crujía queda enmascarada por la fuerza propulsante de este eje de cima. El resultado es un plan ordenado por una línea exclusivamente recta que corta algunas habitaciones en diagonal. Este camino de cordada, inscrito en la ten-sión simétrica de la planta, socavado sin cesar a izquierda y derecha en el aire que las habitaciones duplicadas van ofreciendo, encuentra su solución final en la última pieza destinada a la biblioteca del escritor. Allí, una pequeña ventana situada en la pared del fondo funciona como el único marco del horizonte con el que cuenta la casa y supo-ne la conciencia del estar ahí de una construcción empeñada; es su ojo, el ojo que fal-taba." Por la ventana, la casa está encendida-, el hueco, como huella de una perforación humana, establece la animación del ser inanimado de la roca. Nada mejor entonces que dejar permanecer a dicha ventana desocupada y desactivada de cualquier posible necesidad relacionada con los interiores. Malaparte efectivamente coloca su lugar de trabajo en la misma habitación junto a una ventana lateral y rechaza la redundancia de situarse como capitán o como timonel en el eje central de esta nave. Frente a la ven-tana centrada y, por tanto, fuertemente comprometida con las significaciones de la vivienda sólo se coloca un sofá que, alejado unos metros de ella, parece subrayar las posibilidades pasivas de lo interno: ser contemplado, ser invadido blandamente por

145 y 146 El escritor coloca su silla de trabajo en la biblioteca contra una pared lateral. Esto desmentiria aquellas versiones que ven a Malaparte como el capi-tán o el timonel de una embarcación. El eje de simetría en cualquier lugar de la casa está siempre vacio y sus ocupantes van en la borda, como pasajeros.

14. "También el feto de un hombre, de un pez, de un pollo, de una serpiente, en la primera fase, es todo ojos. Hay que descubrir el ojo en cada cosa." G . DE C H I R I C O : Sobre darte

melafísico, pág. 23.

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147 Casa Malaparte. Planta primera.

15. G. BACHELARD: La poética del espacio^ pág. 68.

16. E. LLEDÓ: Imágenes y palabras, pág. 184.

17. "Esta misma proyección hacia el exterior y la interco-municación con el paisaje impide, a su vez, que exista una entrada diferenciada y, consecuentemente, una fachada concebida como tal." M.T. MUÑOZ: "La casa sobre la natu-raleza", Arquitectura, n° 269.

una costa abrasada. La casa sólo era un amontonamiento de tierra ocre, una figura; pero en la forma escuadrada del vano y en la sombra reconocible sobre sus jambas, esta tierra litoral encuentra un ser que la observa. La roca da entonces con una soledad que la hipnotiza.'^ Amenazados sin cesar por la abrasión dinámica del mar, el promonto-rio y su edificación están más seguros, son más fuertes con la ventana encendida o lige-ramente entornada donde se escribe la señal de su estado vigilante. El eleatismo, el parpadear de la luz de la casa encendida endurece la roca. Este hueco centrado, cua-drado y único es el arma más afilada del refiigio de Malaparte.

El final del camino con su ventana registra además la promesa de la cumbre como lugar para ser. Desde el aislamiento de la cumbre, se es viendo; se es otro... La cumbre permite vivir la otredad del ser; aquel que siente ser otro al considerarse autor del paisaje que desde allí domina, del que se siente señor, pues ese paisaje del que está excluido parece, sin embargo, estar dispuesto para sólo verle a él, para ser-virle así: subrayando su presencia, mirándole. Desde la casa, las diferentes ventanas, las empotradas bajo una balda, la tensa y grande, el ventanuco... van asistiendo a un ser que se estrena. Pero es necesario insistir en lo mismo: no se ve la tierra y el lito-ral, se es visto por ellos, se es dueño de lo que, estando en la casa, no deja de ver. En las fotografías del interior se palpa esta condición: por las ventanas la tierra se anima, y sus formas, sus modos, sus formaciones terrosas devienen auténticos personajes. Las extrañas ventanas caracterizan la tierra en el sentido más teatral o mítico de la palabra; esto es, las ventanas se han pintado o se han vestido en relación con el tipo o figura que han de representar. Se han encarnado con la verdad y fuerza de expre-sión necesarias para hacer reconocible el trozo de tierra representado. Así es como las ventanas de la casa Malaparte hacen coincidente la palabra ver {speció) con la pala-bra atalaya {specula). Mirada y lugar alto son componentes que se unen con especula-ción-, es decir, con una mirada que contempla y medita.'^ Estas ventanas que miran a lo lejos, desprendidas de sus bajíos, justifican que desde cerca la fachada de la casa parezca un enigma.'^

Pero toda esa conciencia de ver y de ser viendo que es posible detectar en la plan-ta baja se diluye por completo en la planta de cubierta. Sobre su plataforma se vive la expansión del área de casa y el empuje de la roca que queda debajo. La cubierta plana siente el volumen de la roca, ese volumen heroico, dramático por ser la forma restante del mineral tras su largo enfrentamiento con el mar; ese es el área altiva, el don que la plataforma rectangular obfiene del sirio. El que carezca de barandillas o de protec-ciones acentúa aún más su intensidad y su medida incierta y determina el que sólo pueda ser pisada con seguridad en el centro, que sólo sea lugar en el eje y en el cen-tro; únicamente allí donde puede permanecerse seguro sin tener que guardar un esta-

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do excesivamente vigilante. El eje de paso de la planta inferior, rígido por la simetría encapsulante de las habitaciones, encuentra aquí una intensa senda paralela, una extraña duplicación exteriorizada. Sobre la plataforma sólo hay un eje, una dirección absoluta. Hay sólo un camino extraordinario que no se aparta del valor del centro. El paisaje se entrega sobre esa única columna vertebrada. También, como ocurría abajo, es posible aproximarse a los lados y rehuir aquello que conduce hacia adelante. Es posible caer en el vértigo del borde que deshace lo simétrico. Pero también, como ocurría abajo, puede seguirse hacia un adelante al que no se llega plenamente y que no llega a cumplirse sino a desvanecerse en la distancia. ¿Cómo llegar hasta el borde mismo de la plataforma? Lo que la ventana realizaba en la biblioteca como presencia encendida aparece aquí como algo igualmente inalcanzable. El camino en la cumbre es entonces un camino alto y profundo que lleva tanto por la cubierta como por den-tro de la casa desde el mar al mar mismo. Pero debe permanecer vacío para asegurar su transporte, su conmoción. La simetría de la planta inferior o el vértigo abisal de las paredes verticales sin borde de la planta superior consolidan tanto su perfecto aban-dono como su capacidad como cauce y como vínculo trascendente con el paisaje. El vacío, el espacio desocupado, vuelve a manifestarse en la casa Malaparte con valores semejantes a los que se conocen en otras grandes obras de este periodo: en la villa Mairea, en la Petite Maison, en la villa Savoye. Estas casas no se agotan en su funcio-namiento estricto como viviendas ni llegan a ser en todo completamente practicables. Responden a un sueño. Se acercan con su soliloquio al orden de los templos: de forma imprecisa, en ellas se define un ara, un lugar claro y absoluto. Una clausura.

Sí, la casa Malaparte vuelve a estar vacía, es una reserva como la que ofrecían aquellos templos clásicos inaccesibles al mortal. Su secreto no es de los hombres sino de los héroes; de aquellos hombres tocados por los dioses y que sufren por ello sen-timientos excesivos.'^ De aquellos que son lo que los dioses soñarían ser si fuesen hombres: los que han modificado las formas del paisaje y robado al otro mundo el fuego, la luz y el agua. Los que logran al fin coincidir consigo mismos.

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148 Casa Malaparte. Desde el noroeste la casa se expresa como casa.

149 Cubierta mirando hacia tierra.

IV Decir todo lo que la casa es pero no lo que la casa parece, nunca metáforas de aquello a lo que la casa se asemeja sustrayéndose entonces sin remedio algo a sí misma. Una pala de un remo o una tumba (Hejduk 1980), una esfinge (Venezia 1973) o la bibliote-ca a popa como lugar del timonel (Tafuri 1981). Basta con una que suscribe su dueño: una casa como yo. 18. F. COMTE: Las grandes figuras mitológicas, pág. 118.

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Ante algunas capillas funerarias

I En los primeros croquis realizados para el proyecto de la tumba Bergen (Uttero, 1929-1931), situada en una isla del archipiélago de Estocolmo, el camino se dirige directa-mente desde el embarcadero de la orilla hasta los pies de un sepulcro. La medida del ancho del camino y de la losa de la tumba coinciden: 90 cm. Aunque los croquis que se conservan en los archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo no están data-dos, es presumible que uno de ellos, donde se propone al sepulcro ligeramente apar-tado y situado a la izquierda del camino, sea posterior. En el dibujo, la senda termina de repente a unos metros de la sepultura, sin que ninguna causa aparente pueda expli-carlo.' Su objeto, que parecía con toda evidencia ser la tumba, parece cambiar en el último momento; el camino se corta, para en seco, ha llegado a su sitio al terminarse así y reconoce en ese no saber seguir, en ese corte repentino, su más profundo sentido.

El corte que sufre el camino influye decisivamente sobre el ritmo de los pasos, sobre las contadas zancadas que tienen que darse entre la orilla y el extremo de este extraño tapiz tendido sobre la isla. El corte entonces no acaece de improviso, sino que está presente desde el mismo origen de la plataforma del embarcadero; el camino nace ya en la orilla muriendo y dando noticia de su condición vacilante: nace para aca-barse, esa es su belleza, para terminar dando un centro en el corazón de ese lugar que él al terminar súbitamente establece. El fin del labrado pavimento de piedra supone entonces el inicio de la tierra de la isla. Porque la isla no comienza en su orilla, sino en su centro, donde el camino termina por reconocerla, por verla, al haberse en ella adentrado y parado en un punto. Así es como el corto camino hace de la pequeña isla una tumba. Aunque ya nada es corto, ni pequeño, ni insignificante. Los tamaños de las contadas presencias insulares están tan relacionados entre sí que viven sin com-plejos en su particularidad de medida.

ra ! pr-

i so Plano de la Isla de Bergen (página anterior).

151 Villa Ramen. Helsinborg, 1914-1915.

1. Lewerentz ya había uti l izado un recurso parecido en el

acceso a la villa R a m e n (Helsinborg, 1914-1915), donde

una enfática escalinata centrada sobre la tachada no con-

duce a la puerta principal de la casa sino a una ventana.

El ventanal da albergue a todo el misterio de la casa; el

c a m i n o se dirige hacia un objet ivo ausente.

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2. P. VALÉRY: Teoría poética y estética, pág. 166.

Entonces, un camino inescalable se detiene justo allí donde la isla es, donde la pala-bra tumba coincide con la palabra tierra; porque en la isla es tumba toda esa tierra que prevalece y se defiende día tras día sobre el agua. El camino reconoce con su corte un único lugar privilegiado, un centro oculto, único, imaginario, situado en alguna parte dentro de la isla, ese punto donde se halla el tesoro del que hablan tantas leyendas.

En otros croquis se desarrollan algunas variantes. Aparecen dos sencillos bancos a uno y otro lado del camino y de la tumba y a diferentes distancias. Estos asientos dan cabida a una persona y media y parecen por un momento explicar con su medi-da el tamaño que debe tener la visita. El banco, como el camino, como la tumba, como cada piedra entristecida por la labra, supone la inserción de una escala. La estan-cia es individual, la unicidad de la isla y la del individuo están unidas a la tremenda unicidad de la tumba. En la isla, la vida se cuenta, los vivos y los muertos son seres únicos, seres aislados, asolados en ella. Su unicidad produce el presentimiento de una sobrecarga que agita el ambiente: meditar ante la tumba del otro es hacerlo ante una tumba universal, la de cualquiera, incluso la propia; es tener ante sí la propia tumba. De ahí el parecido entre el banco y la tumba.

Hay dos bancos. El número dos aparece para dañar esa unicidad que provoca el individuo sobre la isla. Pero el desequilibrio que introduce la duplicación de los ban-cos no hace sino erguir más la insoportable indivisión del lugar. Los dos asientos, el banco ocupado y el banco libre, se colocan separados entre sí por el espacio del cami-no; un eje que no conduce a la tumba literal sino "al corazón de la tumba" que es la isla. Debido a los dos bancos, el camino funda una divisoria y marca el corte sufrido por un mundo prieto, un mundo que de repente se ve separado en dos partes donde resulta imposible estar al mismo tiempo. El individuo, sobre el que carga esta vida de lo binario, no es nunca el centro del lugar, sino que riene que verse a sí mismo como desparejado, ubicado sólo en una de las dos partes.

Además, como los asientos son piedras enterizas de piedra igual que la losa sepulcral, resulta imposible no establecer una ligadura entre esas estancias pesadas. Sea el otro banco o sea la losa que sella la tumba, lo cierto es que las piedras sobre-salen del relieve de la isla marcando siempre un lugar donde ya no hay alguien. Lo marcan con el peso de la piedra, con la gravedad de su inanimación. Sobre la isla, lo que pesan no son las presencias, sino las piedras. Todo lo que riene que ver con figu-ras humanas asentadas o tendidas se recoge sobre ellas. Lo que pesan son los signifi-cados relacionados con esas piedras, son piedras que marcan detenimientos, vacíos, vacilaciones, piedras que merecen más de una hora}

Sentado en el banco, el amigo o el familiar tiene ante sí, junto a la tumba inmóvil, un camino de por medio. Lewerentz dibujó empeñadamente sus piedras.

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una a una, hasta hacerlas llegar a la orilla de la isla donde bordean el agua. Allí el ancho del trayecto se aumenta para producir una modesta plataforma de embarca-dero. El camino interpuesto entre el personaje sentado y el personaje muerto, entre dos mortales, arranca desde el costado de una embarcación imprescindible que se balancea sobre las aguas. La nave señala con su expectativa la transformación del camino: cómo desde lo corto, único y aislado que era, ha pasado a ser innumerable al continuarse en la imagen rutilante y exploradora que le sirve el barco varado. Así se explica el ensanchamiento que recibe la senda en este principio o final de su breve tramo terrestre. En su mayor anchura no sólo se habilita un cuarto para el estacionamiento adecuado del bote, sino que también su anchura atiende a ese pie navegante y ajeno que, procedente de otro mundo, pisa aquí tierra firme. Los cami-nos, como las casas, tienen umbrales, lugares con cuyo mayor espesor se alude a lo irrepetible de los encuentros.

Al atardecer, dada la orientación del camino, el sol golpea rasante a cada una de sus piedras y las luces bajas y rasantes acaban por reunir las piedras secas con el cen-telleo mineral del agua. Es así como el camino de aproximación a la tumba Bergen también ofrece una fuga por la que es posible apartarse siguiendo las rutas innumera-bles del agua. Sí, por el camino uno se va, pero uno regresa. Uno se adentra y se cen-tra, pero también uno se larga y se dispersa. Se medita así ante la tumba, con este ejemplo del camino, a través de estas fluctuaciones ambivalentes.

Los dos bancos y el camino, realizados en una piedra que se diría pegada a las irregularidades del relieve, mantienen la losa de piedra también inamovible de la tumba y orientan la isla, de contorno circular, hacia una dirección preferente. Se com-prueba entonces cómo la dirección privilegiada dentro del verdón sin referencias de la isla es la línea que impone su tumba. Es decir: lo que orienta a la isla sin rumbo es la dirección de la horizontal de un cuerpo. Un muerto, una desaparición, un hueco obtuso es lo que le da su sentido. Contra todo pronóstico la isla es grande entonces, porque su centro no está ocupado sino vacío.

En un bello dibujo Lewerentz representó en vuelo a todas las gaviotas menos a una. Esa es la señal de que alguien llega. La primera desocupación, el primer temblor que sacude la isla es esta huida hacia lo alto de las aves. Entrar en la isla es abrirla, ahuecarla, desocuparla, hacerla de uno, cambiar las latitudes, poner en alto lo bajo, levantar la cruz, alzar las aves, arribarla. El detalle de las gaviotas en el dibujo mues-tra una vez más la exquisita sensibilidad del arquitecto hacia los pormenores más insignificantes. En la isla hay poco, casi nada, todo es pequeño; sin embargo, para los ojos del dibujante todo eso mismo es sustantivo. Para él la única gaviota que no levan-ta el vuelo reafirma una tierra espaciada.

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154 Tumba Bergen. El borde del camino ante el agua.

155 Tumba Bergen. Dibujo con gaviotas.

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156 Tumba Bergen.

157 Tumba Bergen. Dibujo preliminar.

La colocación de una tumba en una isla es la colocación de una gran piedra, de una piedra tan pesada que un solo hombre no puede mover, dentro del espacio de otra gran piedra. La colocación de un camino en una isla es la colocación de un rumbo y de un ancho en un espacio en el que no era posible replantear ni escantillar. El camino hace veraz y humano el sentido de las piedras levantadas a su margen. Con una piedra se realiza una losa monolítica y con piedras más menudas se realiza una senda que no sólo lleva a la tumba, sino que la sostiene. Otro dibujo del arquitecto muestra finalmente esta transmutación de las piedras del camino en material del sepulcro. El ancho del camino es el ancho de la tumba, la materia del camino es la misma, el camino es la verdadera tumba.

En el proyecto de la tumba Bergen, Lewerentz ensayó un tema que ya era recu-rrente: la proposición de un camino que se marca con claridad y de otro que, de forma mucho más sutil, lo corta para irse lejos, para fugarse de aquel destino hacia el que el primer camino lo conducía enfáticamente. El corte perpendicular de los dos caminos forma entonces el dibujo de una cruz echada sobre el suelo y marca una encrucijada y un punto de detenimiento. Este motivo de los caminos en cruz, uno directo y otro eva-sivo, y de la creación de un lugar donde el camino deja en la estacada al caminante, volverá a aparecer veladamente en otras tres obras del arquitecto sueco. En la capilla de la Resurrección del cementerio Sur de Estocolmo (1921-1925) y en los ingresos a los cementerios de Rud (1916-1919), Forsbacka y Valdemarsvik (1915-1923).

II Ingreso al cementerio de Forsbacka (1914-1920). El pequeño múrete circular, al conectarse con la misma piedra a los muros herméticos de la capilla, proyecta el reco-gimiento de la construcción religiosa sobre el área redonda que se tiende ante ella. El lugar cercado por este bajo múrete de piedra, al que parece coronar la hierba sil-vestre, no es un interior ni un exterior; participa una vez más de esa ambivalencia de los umbrales.

Dos caminos perpendiculares entre sí, protegidos también por la figura circular, trazan una cruz delante de la puerta de la capilla. Una cruz echada sobre el suelo, un cruce o encrucijada que se mantiene perfectamente escuadrado gracias al orden de solemnidad que impone la cerrada capilla sobre el círculo. El humilde bulto del edi-ficio religioso mantiene toda la tensión de esta intersección aparecida en medio del paisaje. Y no importa que la hierba del suelo oculte con su continuo crecimiento la perfección del dibujo: la extraña consistencia de la figura de la cruz, reconocible en tantas culturas, se rehace constantemente. Cuanto más se pisa el área del círculo, más clara es la cruz.

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La cruz tumbada vive, al ser caminada, un movimiento de rotación y de desa-batimiento: se hace vertical esta cruz hecha de pasos, se verticaliza porque la forma de este camino de mediación busca inmediatamente un significado al que adherirse y lo encuentra en la capilla. N o puede negarse que los caminos que se cortan en ángu-lo recto son sólo una cruz gracias a la vigilancia que sobre el lugar realizan la capilla y la pareja de árboles, los dos dolidos cipreses que la custodian. La cruz pisoteada es entonces inconscientemente izada, puesta en alto por quien la recorre.

Estos dos caminos en cruz, transitoriamente bloqueados dentro de la placita redondeada, tienen finales muy diferentes: el camino frontal, el que sería el elemen-to vertical de esta cruz tendida, se dirige exclusivamente hacia la puerta de la capilla. El otro camino transversal, por el contrario, sale del recinto y se encamina hacia el cementerio que se encuentra más abajo. Y así, aunque aparentemente más débil, aun-que más estrecho y de nacimiento menos claro, este camino atravesado que conduce al camposanto es la andadura cierta, la derechera. Si su origen y su final son impreci-sos es porque el camino no puede ser planeado: él registrará de manera imprevisible las presentaciones del cementerio, las veredas descendentes, la escalera que lleva hasta la orilla del lago, la isla que pasa a pertenecerle. ¡Quién lo iba a decir en su delgado comienzo! El pequeño camino que formaba abafido sobre el suelo el madero hori-zontal de la cruz se deshace así en jirones de tierra: el lago, la isla, la ladera y las pie-dras del lugar que Lewerentz ordenaría respetar escrupulosamente, convencido como estaba de que todas y cada una de ellas eran la verdadera tumba.

La capilla es entonces, antes de descender a la zona de enterramientos, la última oportunidad de detenimiento que ofrece el camino. Esa es la razón para apreciar en todo su valor la débil cruz echada sobre la hierba. La cruz es una encrucijada desde la que dos caminos diferentes parten en direcciones encontradas y abren, justo en ese lugar, un punto de detenimiento humano . Los dos caminos, justo al cruzarse frente a la capilla, crean un lugar hecho de fiempo. ¿Cuánto dura la detención sobre él? ¿Un segundo? ¿Menos aún? Poco importa; al pasar sobre ese ensamble cruzado se da la posibilidad de que el t iempo vacile, que dure ante uno, que tiemblen las direcciones más confirmadas. En la intersección entre el palo y el travesaño de esa cruz, como ante un vacío, uno se para porque titubea, porque tiene que renunciar a algo. Es el Minneslund, el lugar del recuerdo.

Lewerentz no realizó la capilla de planta cuadrada, sino casi cuadrada. En ella, el lado correspondiente a su cabecera aparece ligeramente desviado del orden ortogo-nal que se mantiene en las otras tres aristas. Es como si en el edificio reverberase de alguna manera su doble vertiente, la de la plazoleta y la del cementerio, y la capilla viniese a duplicar con el desencuadre de sus trazas el misterio introducido por los dos

158 Capil la para funerales en el cementerio de Forsbacka, 1914-1920.

159 Cementer io y capil la de Forsbacka. Plano de situación.

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160 Cementerio de Rud. 1916-1919. Camino con el estanque al fondo.

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161 Capilla de Forsbacka. Pavimento de la capilla funeraria.

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caminos transversales. Y es que igual que los dos caminos desiguales encontraban un punto de corte en la cruz que formaban, la traza eclesial también se ve sometida a la tensión producida por la coexistencia de dos rumbos. Nuevamente se trata de un giro apenas perceptible que vuelve a mostrar, sin embargo, el talante tan cuidadoso de esta arquitectura. La deformación del cuadrado de la planta altera sutilmente la relación de igualdad entre las limas de la cubierta y hace del encuentro de sus faldones algo constructivamente más difícil: esta dificultad de ejecución introduce un factor que ayuda a conseguir la tenue extrañeza que se desea para su figura. La misma falta de exactitud ortogonal obliga además a regular todos y cada uno de los tamaños de las piezas del pavimento para que encajen sin producir retales contra el perímetro desa-justado de la capilla. Los números que acompañan a las piezas son las medidas que aseguran la perfección de este ajuste y expresan que cada piedra que pudiera pisar un pie distraído es absolutamente única. Este cuidado, casi lapidario, por el registro o identificación de cada una de las piedras se hace estremecedor al realizarse en el exi-guo interior de una capilla funeraria.

III Unos años más tarde, en el proyecto para el cementerio de Rud, en Karlstadt, el arqui-tecto volvería a proponer otro nuevo punto de detenimiento. El acceso al cementerio consiste en un camino tendido en la parte baja de una vaguada y abierto entre dos líneas de bellísimos tilos. Desde la exedra de ingreso este sendero avanza lentamente hacia una ladera verdecida por una población de helechos tapizantes. Luego, contra el verdor de este talud se recorta un delgado surtidor de agua. Este es el ingreso al cementerio, en el que tal y como quería Lewerentz no se manifiesta tumba ninguna; sólo esta dulce progresión hacia esa sección de fierra que actúa como fondo de la figu-ra resurgente formada por el chorro de agua.

Pero cuando el caminante llega al final de este primer trecho, aparece la presen-cia del estanque que cobija el surgir del chorro y cuyo perímetro abombado prefigu-ra la traza contorneada de dos rampas italianas situadas a cada lado del camino. Este es el pun to y la encrucijada. Este es otra vez el lugar del camino, ante el estanque, donde el hombre se para.

Pero además, para acceder a la zona superior del cementerio donde se encuen-tran las tumbas, es necesario tomar una de las dos rampas. Es entonces cuando el movimiento ascendente del caminante encuentra una duplicación o ecocinesis en el alto y fino chorro de agua que prorrumpe desde el interior del estanque. Extraña ima-gen, ambivalente, porque al mismo tiempo, toda la fuerza del surfidor finaliza en el aire y el agua cae derrumbada dulcemente en forma de partículas mínimas.

162 Cementerio de Rud. Planta.

163 Camino a la capilla.

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164 Cementerio de Rud. Textura del suelo de las rampas.

165 Cementerio de Rud. Parte alta del camino en el tramo de los enterramientos.

3. Bellísima frase debida a Mies: "Se encierran significados en cada golpe de hacha, en cada golpe de escoplo. '

La planta del cementerio de Rud explica bien cómo esta detención se realiza ante el estanque, cómo el ancho del camino inicial que discurría entre la doble cortina de tilos se ve obligado a transformarse en los anchos de dos rampas mucho más estre-chas, cómo el punto de detención es aquí un punto grueso, el estanque, donde con-fluyen, con una emocionante oblicuidad, el eje del cementerio que se encuentra arriba y el eje del ceremonioso camino de ingreso ya descrito. El detenimiento está aquí materializado en este forzoso rodeo del estanque por medio de las rampas, en este misterioso acompañar y velar un chorro que sube y que se deshace y en este negar, sin dureza, la dirección y la prontitud del camino al reconvertirlo en dos arcos de curva.

Indudablemente, la presencia del estanque colabora a centrar este punto y acen-túa su potencia de inmovilidad, lo regruesa. Pues los estanques, allá donde se encuen-tren, desde aquel bien conocido del compluvium de la casa pompeyana, refuerzan lo redondo, fijo y abisal de aquellos lugares en los que se emplazan porque taladran los subsuelos con sus finas láminas de agua.

También los materiales dispuestos en la obra realizan su aporte al carácter del lugar: en la rampa italiana, piedras negras cinceladas a base de golpes cortantes y secos ofrecen una superficie herida en la que se asienta el verdín, una especie criptógama que enaltece la humedad y lo oscuro.^ Los tilos se alinean a lo largo del camino y muestran sus ramajes conducidos por un geotropismo positivo hacia el suelo. El cami-no acaba contra un talud; una sección descarnada de tierra cubierta en todo su espe-sor por helechos verdinegros. Los senderos están realizados con guijos: pequeños cantos de río que no sólo consolidan el firme de los caminos sino que les otorgan una sonoridad y un tacto. El guijo rememora a la vez a la roca y al agua del río y el arro-yo. A la tierra rota en el tiempo por el agua.

El camino de acceso y el remate de la ladera cóncava del remonte que guarece el estanque producen un eje levemente desviado en relación con el eje principal del cementerio: ese eje de la parte de arriba por medio del cual se organizan los diferen-tes cuarteles para la distribución de las tumbas. También en el cementerio de Valdemarsvik Lewerentz usó esta dislocación entre los dos caminos principales. El énfasis en la perspectiva lineal y simultáneamente la introducción de esta alineación ligeramente torcida que da calor a un aspecto humano. Esta puerta al cementerio de arriba, donde se acaba el paisajismo y comienza la realidad más geométrica de las sepulturas, ofrece su comienzo sin dinteles, sin jambas; es apenas perceptible y fiene en su inconcreción una presencia insondable. La puerta está esparcida. Para entrar en la parte alta, hay que ascender. Hay que girar por una o por otra rampa. Hay que revolverse en esa tierra alrededor del chorro de agua que acompaña a quien avanza.

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Así, con la propulsión del agua ascendente se sube el repecho con más aliento, se sube girando alrededor del agua que va cayendo hacia abajo, se conquista la altura de la mesa del paisaje con la orgullosa alegría de las piernas. Desde allí arriba, el paisaje que se creía conocer resulta entonces estar ordenado de otra manera gracias al esfuerzo de los músculos. Victoria física, de la circulación sanguínea, del tono muscular, nada des-preciable ante tantas tumbas.

En la parte alta se encuentra el eje norte-sur que organiza el cementerio. Este eje divide la meseta en dos partes casi semejantes que se lotean para dar cabida a los cuar-teles de las sepulturas; áreas de planta casi cuadrada y todas de tamaño levemente dis-tinto. Pero el camino de la parte alta desearía seguir siendo una larga senda en un jardín, ya que desde él no puede apreciarse ningún signo que desvele el carácter de este lugar como cementerio. Para sus bordes Lewerentz había propuesto dos hileras de altísimos árboles de hoja caduca, píceas que deberían ser plantadas muy próximas con el fin de construir una auténtica pared vegetal. De su idea permanece hoy un seto que, aunque sólo alcanza a la altura de la vista, se muestra suficiente para hacer exi-tosa al menos una de las ideas del arquitecto: la de no mostrar las señales particulares de las tumbas.

Los accesos a los distintos cuarteles se producen desde una red secundaria de caminos transversales que permiten al principal mantenerse absolutamente libre de la visión de las tumbas. Ello asegura el idilio con un paisaje sin construcciones habita-bles, sin la pesadumbre de este testimonio que dan las tumbas. Todo un logro, pues en un cementerio cada tumba y cada lápida son una presencia ya que en cada una de ellas vive un muerto.

El arquitecto quería que el cementerio fuese más un jardín que se atraviesa, una tierra que se corta por medio de un estado de ánimo: el camino trazado con esta cau-tela permite a la conciencia ir desarrollándose, ir entregándose confiadamente a su pensar, libre ante la ausencia de signos y de sentidos demasiados directos. El camino permite que prevalezca aquello que cada uno acuña mientras anda. Y esa conciencia, entregada al desafío del camino como distancia, vendrá a hacer de ese sitio un jardín o lugar para ella, vendrá poco a poco a sentirse autora de lo que ve a solas, de lo que ve desde su punto de vista.

El cementerio se acercaría así al significado estricto de la palabra sueca kirkogar-ten\ jardín junto a la iglesia. Un jardín que el paseante va abriendo, va desbrozando con cada uno de sus pasos y al que la secuencia trepidante de los troncos colocados tan juntos otorga un ritmo constante como el que un cómitre traslada a los remeros. Cada árbol es un aliado, un ambiguo acompañante en esa ruta insoportable que abre mientras avanza un hueco para cada uno en el regazo de la fierra.

166 Sigurd Lewerentz. Cementerio de Valdemarsvik. Dibujo del camino a la capilla funeraria.

167 Cementerio de Rud. El camino.

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168 y 169 Cementerio Sur de Estocolmo. Caminos a la capilla funeraria.

IV Debido a que el cruce de caminos tiene lugar dentro, esta coexistencia de dos cami-nos que erigen un punto crucial y de detenimiento es un poco menos apreciable en el proyecto para la capilla de la Resurrección en el cementerio de Estocolmo.

Cuando el largo camino procedente de la colina de la Meditación atraviesa el pórtico tetrástilo y entra en la capilla, encuentra un repentino y seco final en una pared ciega. Pero el camino no muere aquí, contra esta pared; su término está des-plazado en el interior de la capilla hasta una ventana agigantada situada a la izquier-da y orientada al mediodía, una única ventana, un altar de luz situado en el otro extremo, en la pared lateral de la nave, que torna miserable el tamaño del palio, del catafalco y del muerto. Lewerentz ya había empleado este mecanismo de decalaje en la tumba Bergen. El final no está al fondo del camino sino que brota de repente e inconmensurable a uno de sus lados.

Perpendicular a este camino que une la colina con la luz del sur hay otro que toma como rumbo el eje longitudinal de la capilla y liga la posición centrada del catafalco, situado en su cabecera, con una puerta secundaria orientada al oeste por la que se aban-dona el interior y se accede al lugar rehundido de los enterramientos. La puerta princi-pal, resguardada bajo un pórtico que la celebra, encuentra una severa mutación en esta otra, mucho más baja, que perfora amargamente el grueso del muro testero. Frente al eje fuertemente delineado del primer camino, este segundo sólo conecta, sin ayudas, un cuerpo acabado con una depresión en el suelo del bosque. El camino se evade de su centro y sale por una puerta por donde nunca se entra a la capilla.

La oscura y humilde puerta de dos hojas alimenta la salida hacia una fierra donde su sentido se pierde. La cruz y el punto de encrucijada marcado al aire libre en el ingreso a la capilla del cementerio de Forsbacka por los dos caminos han pasado aquí a estar dentro, bajo la protección de una techumbre.

Un filo de aire, apenas perceptible en la sección, y una muy leve rotación entre las alineaciones, apenas perceptible en la planta, separan el volumen del pórtico de ingreso del volumen de la capilla y señalan esta imposibilidad de acuerdo mutuo entre los dos caminos. Es algo que trae noficias de los trabajos del arquitecto para Forsbacka y Karlstadt, donde también los sutiles cambios de alineaciones en su planta y los encuentros sesgados acusaban el conflicto entre dos sendas y el nacimiento de un punto de intersección crucial, comprometido desde su arquitectura en significar como trance el amargo enigma de la muerte.

En el revoco siena que recubre el exterior de la capilla, Lewerentz usó diminu-tas partículas opalescentes que confieren a la pared de arena una remota reverberación luminosa. En las columnas del pórtico, el revoco contiene trozos de nácar. En el suelo

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de la capilla un despiece de piedra en teselas dibuja un conjunto ininterrumpido de ondas fluviales. El agua pluvial de la cubierta cae sobre un caz realizado con canto rodado. En la fachada posterior, el agua pluvial procedente del pequeño gablete de la ventana chorrea directamente por las paredes y las mancha y oxida con sus sustancias remotas. Y una fuente, hoy desaparecida, brota a unos pasos con el misterio de su coqueto borbotón alzado por la fuerza oculta del suelo.

En la capilla de la Resurrección sólo hay tierra para amparar este difícil encuen-tro entre el t iempo y el hombre. La misma que cuidaba de los inciertos caminos de la tumba Bergen o la que asistía en Forsbacka a recrear con su hierba el orden impues-to por una cruz abatida sobre el suelo.

V En un proyecto menos publicado, el de la tumba Grubb, el dibujo muestra la presen-cia de un pino a 90 cm de una losa cuadrangular de piedra y el borrón negro-azulado de una mujer que se aprieta calladamente junto a la tumba. A estos tres personajes, árbol, piedra y mujer, les presta recogimiento la suave inclinación de la ladera cuyo derrame se produce en la dirección justa. El pun to de detenimiento es aquí el bulto, este grueso formado por los tres personajes reunidos a distancias precisas y en el orden exacto: tierra, tumba, mujer, los tres tan juntos que se hace al verlos tan difícil y segu-ramente tan inútil intentar conocerlos e identificarlos separadamente.

El dibujo de este último punto resume las presencias y las materias con las que el arquitecto sueco Sigurd Lewerentz creó algunos lugares para la evocación y el recuerdo. El pun to de detención es el lugar de la memoria, pues es el lugar de la visi-bilidad. Porque yendo... ¿puede verse algo? ¿Puede verse adónde se va? Es por lo que los caminos de estas obras invitan al hombre a que por un momen to se pare.

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170 Capilla de la Resurrección. Encuentro de cornisas.

171 Planta de la capilla de la Resurrección.

172 Tumba Grubb.

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El estanque ante la casa

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El estanque

I En una recopilación de tesoros terrestres cuántas imágenes de comunión se podrían obte-ner en las orillas del agua. En la fuente, en el pozo, en el pantalán, en las acequias y pilas, en el lavadero del río donde acercaban las mujeres a la corriente una parte de sus casas. Ese ha sido el destino del agua: ir dándose, ofrecerse a ser consumida y a ser transforma-da en tantas figuras entrelazadas con ella.

Pero en el estanque, un líquido inmóvil y acumulado por capas, ajeno a las aguas limpias, descomunales e ingobernables que se conocen en la naturaleza, no encuentra más sentido que ensimismarse. Y su agua, al presentarse bajo una misma apariencia quieta, casi solidificada, no puede con exactitud llamarse agua. Por coincidir con su receptáculo, por espesarse, adquirirá una naturaleza distinta, una conciencia de sí. Entonces, en esa inmo-vilidad, tendrá su carácter. Podrá decirle al agua veloz: soy.'

Sin serlo de veras, el agua del estanque es profunda, se hace de una profunda super-ficie, de una hondura que no se recoge abajo en el fondo de la construcción sino que se reúne arriba en su contorno, en ese molde que obliga al agua a ser distinta. Y tal vez sea por esta razón, porque es el borde perimetral del estanque quien se hace con la profundi-dad del líquido, por esta fuerza, por lo que la forma de los bordes de los estanques, los contornos, han aparecido desde siempre bajo geometrías tan elementales. El fondo aflora y se expande en una forma tan consistente sobre la superficie que no precisa especiales atenciones: el círculo, el óvalo, el rectángulo, explican los calados.

Yendo aún más lejos, en su simplificación, el vaso del estanque mejora aún más su sencillez si se entierra. Al no ser sobresaliente, acepta que sus bordes se alien con los sue-los o con los zócalos de otros lugares con los que se compromete y a los que ahinca. Así, cuando se comparan los estanques alzados sobre una rasante con los empotrados en el suelo, se comprende la esencialidad de estos últimos. El estanque es siempre una figura

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173 Ayuntamiento de Góteborg. La ampliación del ayuntamiento reflejada en las aguas del estanque (página anterior).

174 Iglesia de St. Markus. Una variante del lecho del estanque en el cuaderno de dibujos de Sigurd Lewerentz.

1. R . M . R I L K E : LOS sánelos A Orfeo, X X I X .

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175 Croquis de la sección del estanque.

exenta en medio del suelo, mientras que no siempre es una figura exenta y recortada con-tra el cielo. Puede que para la memoria su perfil vertical resulte indiferente, pero ante el suelo, por el contrario, tiene que estar forzosamente separado de todo, ser por un momen-to lo único. El estanque vive en ello un triunfo y una humillación, no tiene rival pero está condenado a estar separado.^

La posibilidad de empotramiento del vaso del estanque en el suelo puede ser apre-ciada en las diversas secciones que realizó Lewerentz para el estanque de la iglesia de St. Markus en Estocolmo. Los diversos perfiles considerados por el arquitecto parecen sis-mogramas y reflejan cómo la misma tierra, al facetarse su rasante, puede llegar a formar un recipiente adecuado. El estanque propuesto no tiene un borde preciso; son los planos ligeramente quebrados de su mismo lecho los que lo realizan. Y aunque no es posible apreciar un elemento físicamente delimitado o un bulto, el estanque produce a su alrede-dor una orilla, un lugar especializado en su condición de ser límite. El delgado espesor de este recipiente terrestre, realizado con tan poco esfuerzo, logra hacer que el agua se man-tenga fija en su plano horizontal y que parezca retenida en esa quietud como por mila-gro. Las concavidades y convexidades del relieve del fondo, señales del ritmo orogénico de la tierra, hacen intensa y veraz a esta horizontal creada por la obra sobre la superficie del agua. Una horizontal única que no pertenece tanto a la naturaleza del agua, a sus pro-piedades, sino a la naturaleza evocativa del estanque.

Las secciones demuestran además cómo el lecho del estanque tratado con este relie-ve ya no puede ser considerado más como suelo. El estanque logra esta posibilidad que no le cabe a ningún otro elemento arquitectónico de hacer desaparecer el suelo, esa reali-dad aparentemente tan indestructible. En el caso de la iglesia de St. Markus, resulta sor-prendente comprobar cómo dicho suelo puede llegar a ser suprimido al disponer ante él una delgada lámina de agua.

2. C. R O S S E T : LO real y su doble, pág. 72.

II La meditación ante el estanque, tan ligada a su borde y tan dependiente de las riquezas que se originan en los límites entre sustancias (como entre el agua y la piedra, el agua y el aire, el agua y la evaporación, el verdín y la piedra), parece despreciar las condiciones del fondo. El fondo del estanque no es el plano inferior del recipiente sino una introspección que se construye dentro de él al estancar una materia, al ahondarla y favorecer su espesamiento. Las aguas estancadas se vuelven densas porque lo quieto, como ocurre en el reino vegetal y ani-mal, difícilmente puede ser transparente. La transparencia, la ligereza, son cualidades de lo que circula, de lo que desea pertenecer al aire: lo explican el vilano, las alas del insecto.

Arrimado al borde del estanque, cuyo calado real ya no importa, a veces parece ascender hasta lo alto, desde el fondo de esta concentración líquida, algo así como un lati-

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do. La razón desearía entonces corroborar lo que un pensamiento imaginal ha anticipado desde mucho antes: la existencia de algo vivo, de un pulso dentro de la oquedad que crea el estanque. De manera incierta, bajo la lisa superficie de las aguas apretadas se oculta el presentimiento de un fondo material, inerte, alerta. Es difícil ponderar bien lo que ocu-rre, pero su rumor, como el murmullo de una mente subacuática, se eleva hasta los seres de la superficie para decirles algo.

Me acerqué más al estanque y separé los juncos para ver más hondo, a través de los reflejos,

a través de los rostros, a través de las voces, hasta el fondo.^

De todas las variantes para el almacenamiento hídrico -los pilones, los depósitos, las lagunas, los pantanos-, seguramente sea el estanque la más inocua, aquella a la que resulte más dificil asociarle un victimario. La traición de las aguas, conocida bajo tantas aparien-cias, no tiene lugar en el estanque. De él no se sale nunca, porque nunca se entra, ni siquie-ra cuando se vacía para su calafateado o limpieza. El estanque no es un rival ni un contrincante, no lanza ningún desafío. Es un ser de confianza en la paz del mundo domés-tico del que procede. Y es posible pensar que, por ser un centro de juegos infantiles, fuese el tamaño de un niño quien acabase por determinar la pequeña altura de las paredes del vaso. Pues hay una relación indiscufible entre el niño y el estanque. Para un niño, para las valenfías de un niño, la autocomplacencia y la complicidad de esta construcción, tibia y menuda como él, tan pululante, tuvo a la fijerza que ser provocadora.

Desde el orden al que pertenece, el de los fondos sin riesgo, el de las profundidades que por primera vez tienen algo de familiares y protectoras, se advierte que el estanque tiene que estar lleno: que son justo las aguas presas en él quienes lo hacen seguro. El estan-que desocupado pierde su fondo o su interior y se ve forzado a ser un espectro de sí mismo. Su vaso seco señala una falta de significado y construye la imagen de una derrota momentánea. Ya la expresión rellenar el estanque deja entrever que el estanque, siempre tan antiguo, no pudo estar vacío en su pretérito y que llenarlo ahora es llenarlo por segunda vez y darle con agua todo el lugar que desde siempre le pertenecía.

Así, cuando una casa cancelada durante largo tiempo se abre de nuevo, esta apertu-ra no se completa del todo hasta que su estanque no murmura por fin lleno de agua hasta el borde. Y tiene que ser hasta el borde mismo, no puede estar nunca lleno a medias, pues sin rebosamiento no hay estanque y sólo aquel que anda lleno, rebosante, llena de con-fianza la vida de la casa. El agua entonces llega en el estanque hasta el límite; alcanza una ocupación volumétrica que, sin ser exactamente igual al cuenco, está en equilibrio con el volumen de su recipiente. Es así como las aguas del estanque expresan una ejemplar coha-bitación, que no se encuentra en otros órdenes, entre una materia y la forma que la acoge.

176 Hans Dollgast. Estanque en el cementerio Sur de Munich. 1953

3. V. WOOLF: Relatos compktos, pág. 320.

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177 Estanque en el pat io an t iguo del ayun tamien to de Goteborg .

178 Estanque en Fal l ingwater.

III Las aguas de río, las aguas pluviales, las aguas de las fuentes, desarrollan territorios de relaciones en las que entran una gran variedad de elementos ajenos. Los cauces, las mon-tañas, los valles, los barros, están sometidos a esta inducción de las aguas. A veces un sim-ple hilo de agua, oculto tras los árboles, establece en un lugar un geomorfismo sorprendente. Pero justo lo contrario ocurre en las aguas estancas: no les cabe un área de expansión muy lejana ni implican en su quehacer a otros elementos; las aguas inmóviles animan a lo introvertido, se adentran hacia su centro estancado y tienen como área de influencia una estrecha banda alrededor de su borde. El borde de los estanques resulta entonces ser todo el lugar sobre el que éste se proyecta, y eso quizá explique que no apa-rezca como un sitio especialmente ornado. Ha sido elemental, silencioso, como conve-nía al protagonismo del agua.

Ni siquiera los fenómenos corrientes, como los vientos, las estaciones, las lluvias o los hielos parecen afectar a la seguridad del estanque. Las aguas recaudadas están alejadas de la misma intemperie en la que se presentan y niegan o contradicen este tránsito de los fenómenos sobre ellas. No tienen temperatura. Puede ser que con el viento la superficie se encrespe un poco; puede ser que con la lluvia el estanque se manche de salpicaduras o que su materia se oxide, pero nunca parecerá interesarse por estos agentes atmosféricos tan relacionados con las estaciones. Lo que le ocurre tiene mucho más que ver con su fondo. Un fondo que no es el lecho físico que le presta la obra construida sino algo indepen-diente, indefinible y estupefaciente que poseen las mismas aguas.

Narciso cae en la cuenta de este privilegio que ofrece la hondura a quien se acerca a los bordes. La historia cuenta que, al verse reflejado, se enamoró tanto de su figura que ya no quiso alejarse del espejo que le ofrecían las aguas. Entonces suspiraba, tendía los bra-zos hacia el objeto amado, se esforzaba por cogerlo y abrazarlo y derramaba abundantes lágrimas de despecho y de dolor. Finalmente muere de inanición y de melancolía junto al estanque ante el que permanece inmóvil y al que no puede abandonar porque irse de allí sería abandonar algo de sí mismo. Para Narciso la imagen más irresistible no es aquella que observa en la superficie del agua, sino aquella imagen, lo otro, que parece existir fun-dada en el enigma del fondo. Narciso necesita este espesor que le hace insondable: no se enamoraría si se viese en un charco.

El recibe del estanque una invitación a compartir ante su borde, en armonía con su ser reposado, el mayor inmovilismo, una perturbadora inmovilidad que según la mitolo-gía le lleva a la muerte. Y esta alabanza de la inacción es posible porque los estanques no están situados fuera de lugar: el estanque está en su lugar, en un lugar que no anima a des-plazarse sino sólo a girar, a volver, a detenerse; los estanques coinciden con centros ya implícitos o descubren centros ocultos. Y así es como aparecen en los centros de los luga-

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res: en los centros de los patios, en los centros de los jardines o de los conventos, en los centros de los centros. Y en esos centros de esos lugares no expresan tanto un centro de masas o un centro compositivo sino una realidad centrada, un bien tangible, un lugar donde ya no hay por qué seguir yendo pues por fin se puede encontrar sentido estándo-se quieto.

Colocado allí, en cualquier centro, el estanque aporta su inmovilidad a esta perfec-ción ya inmóvil. Pone un centro en un centro. Y si no hubiese tal centro, si el estanque estuviese descolocado, podría darse el caso de que su sola presencia llegase a producirlo. La coincidencia de lo centrado con lo estancado, de lo inmóvil con un interior seguro, hace siempre del estanque un lugar inactivo, un centro abocado al reposo. A él no se va a por agua ni se va a ningún encuentro, se va a por nada y es esa inutilidad misma la que su masa esponjada celebra y recuerda. Sin objetivo, sin un porvenir más adelante, ese es el presente que realiza el estanque ante la casa; es un objeto centrado, situado en un cen-tro al que ya no hay que ir porque no tiene finalidad, un centro único y durmiente que demuestra con su unicidad su ociosidad más profianda.

Debido a su naturaleza intacta, las aguas de los estanques siempre tendrán algo de antiguas. Remansadas, cuentan cómo a lo largo del tiempo permanecieron fieles al molde de su vasija y se habituaron al ritmo de una vida durmiente. A causa de su duermevela las horas del estanque han dejado de parücipar en las cronometrías conocidas, y en sus aguas quietas, el tiempo, quieto como ellas, sólo transcurre.

En las huellas oscuras que quedan en el nivel superior del agua, en esas manchas algo paralelas, de diferentes colores, que aparecen impresas sobre la pared interna del estanque y que son las trazas de una acomodación sucesiva y lenta, pueden observarse los diferen-tes contornos que acaparó el agua durante largas temporadas de detenimiento. El agua, la más multiforme, demostraría con estos cercos y rodales oscuros su constante complacen-cia en hacer hincapié en una única forma. Por tal fijeza, por ser tan remotas las aguas estan-cadas, son quizá las que más pesan de entre los líquidos conocidos. Su inmovilidad o la misma dificultad por sondearlas las acerca al mundo de los fósiles o de los minerales, al de las piedras pesadas, como lo supo ver Calder con su recipiente de mercurio. El vacia-do que realizan los estanques en cualquier territorio confirma esa misma entereza pétrea.

179 Baptisterio de Pisa fotografiado por Le Corbusier.

¿Cuál es el mármol y cuál es el agua? No sabemos cuál de los dos es el que se desliza.''

Al comprender la estanqueidad como un recipiente sin costuras, es decir, hecho de una pieza, se acepta entonces que un estanque bien imaginado se comporte como un sóli-do sin fisuras, que sea un monolito. Sí, todo es pesado, único y fijo alrededor de su figu-ra y tal vez por ello, en lengua castellana, la voz estanco presente todavía la acepción de

4 . Poema de Ibn Zamrak en M . J . R U B I E R A M A T A : Litiinjui-lectimi en la literatura árabe.

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180 Museo Varmiand. Plano de situación.

181 El estanque ante el Museo Varmiand.

"detención" o "parada". Hasta en el impetuoso Bearn Run una pileta consigue detener el arroyo ante la Casa de la Cascada. Por ella, las aguas tumultuosas de la corriente pasan a ser nombradas, a ser algo que verdaderamente existe como reencuentro. El estanque colo-cado dentro del río permite a las aguas móviles presentarse detenidas ante el hombre y anima al hombre a detenerse ante el misterio de todas las aguas. El agua estancada es el agua nombrada, es la que recoge la admiración de la mirada.

IV Una fotografía tomada por el joven Le Corbusier en 1911 en el baptisterio de Pisa saca a la torre inclinada reflejada en el podium de entrada al edificio. Aparece un suelo encharcado por la lluvia que se asemeja a un delgadísimo estanque. La lámina líquida sobre la piedra atrae hacia sí la figura alejada y subvierte las diversas relaciones de distancia establecidas en la Piazza dei Miracoli entre el baptisterio y la torre. El aire del cielo también entra en juego sobre la superficie del agua. El pavimento brillante registra la presencia no sólo de los obje-tos distantes, sino del volumen de aire que envuelve a diferentes masas mojadas. Cuarenta años más tarde, en las vastas extensiones de Chandigarh, Le Corbusier incorpora estanques partidos ante casi todos los edificios representativos que realiza. Son como cortes produci-dos en la extensa plataforma que, además de dar grosor a un suelo artificial, consiguen someter la escala inasequible del lugar al tamaño de sus hoyos y encabalgar entre sí a los diversos volúmenes. Las láminas de agua contenidas en recipientes grandes atraen entre sí a los edificios, a las montañas del Himalaya y al cielo con su juego de nubes.

Pero ¿de dónde proviene esta agua? En Chandigarh, indudablemente viene de allí, de lo que la lisa superficie de los estanques ya muestra, de las montañas del fondo. Porque en el estanque situado ante el edificio encuentra lugar el origen alejado del agua y porque desde él se imaginan bien las cualidades de su manantial allí inexistente. Otros materiales, como los ladrillos, las tablas lígneas, los vidrios, una vez construidos, no incitan a saber más sobre su origen. Seguramente su origen se da ahí, en su estar dispuestos u obrados, no llevan hasta la cantera ni hasta al horno. Pero el agua obrada sí trae recuerdos... Se ali-menta de sus fuentes y orígenes.

Así, en la ciudad sueca de Karlstadt, el largo estanque rectangular emplazado ante el Museo Varmland por el arquitecto Cyrillus Johanssons recrea con su estricta geometría las orillas orgánicas del lago Dalbosjon, cuyas aguas rodean la península de tierra firme donde se inserta el edificio. El espectador busca en alguna parte una unidad entera de agua con la que vincular esta forma presentada como fragmento. La planta del edificio señala la continuidad que existe entre el rectángulo del estanque, el patio y las orillas del lago. El museo conecta a través del mecanismo espacial de su patio, no tanto la tierra con el cielo, sino la tierra con la tierra: el agua del estanque de una de las fachadas con el agua del lago

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situado alrededor de la fachada opuesta. Por ello, a la forma descomunalmente alargada

del estanque se suma la rara embocadura que el museo se concede, a costa incluso del

orden más evidente para su funcionamiento, en su parte frontal. U n eje de aguas cruza

entonces por el interior de la obra, por su patio, donde las naturalezas distintas de lo estan-

cado y de lo lacustre parecen llegar a un acuerdo. El patio se sitúa entonces en un lugar

que centra la tierra entre dos posibilidades: el estanque no sólo refleja la fachada del edi-

ficio sobre sus aguas, sino que refleja, teniendo al patio como eje de simetría, el mundo

de los lagos sobre su forma rectangular. El estanque es entonces el doble finito de un

mundo de aguas inabarcables.

El estanque del Museo Varmland traza además un camino virtual de aproximación

al edificio viniendo desde el centro de la ciudad de Karlstadt. Pero al ocupar con su líqui-

do el eje de acceso, el visitante se ve forzado a acercarse por una de las dos márgenes, por

la izquierda o por la derecha, y es entonces cuando la tenaz simetría fundada por el vaso

encuentra un rival que la mejora al tener que ir rompiéndola. El estanque empuja a la

imposibilidad misma de acercarse frontalmente, a pesar de que señale con tal redundan-

cia la perfección de ese procedimiento y explique cómo sólo a las aguas les cabe la suerte

de ir por el eje.

El estanque del Museo Varmland sirve también - y es algo que tanto concierne a

estos elementos arquitectónicos a lo largo de la historia- para reflejar una parte de la cons-

trucción ante la que se sitúa. Pero el edificio reflejado no es el mismo que se encuentra

sobre la superficie de la fierra. En las sombras y en las luces de los reflejos no existen las

funciones, ni las definiciones ni las materias; no hay puerta, ni junta, ni estilo... Lo refle-

jado es una imagen que disfruta de una cierta libertad; vive en un espacio imaginario, en

un fondo de las aguas que ahonda las resonancias del otro lugar situado más arriba. Esa

casa de más arriba no se duplica ante las aguas; se multiplica, se deshace. El Museo de

Varmland dormita entonces ante el estanque en una nueva profundidad de la que la fie-

rra hasta hace poco no sabía nada. Porque el estanque hace que la casa, el palacio o el tem-

plo estén para siempre en el otro lado: en la parte de arriba.

Otra alusión y rememoración de los orígenes de las aguas estancadas puede perci-

birse en la obra de Cario Scarpa para la Fundación Querini Stampalia, en Venecià. Allí ,

el agua encauzada por un estrecho caz se desliza dentro del patio del edificio en una

dirección de corriente que va de este a oeste, como la historia de la propia ciudad de

Venecià.' El estanque además se alimenta de la proximidad de un viejo pozo contra el

que se acuña y del que extrae su razón endógena. Así se produce una respuesta a una

doble situación de las aguas presentes en el sifio. Por un lado, como imagen del río cer-

cano, el agua fluye lentamente, y, por otro, como imagen del pozo, el agua es atrapada

al final en un vórtice por el que reingresa a las profundidades del patio. La inmovil idad.

182 El surtidor como grifo.

183 Fundación Querini Stampalia, Venecià, 1963. Planta.

5. K . F R A M P T O N : Síndics in Tedonic Culture, pág. 305.

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184 y 185 Cementerio Sur de Estocolmo. Pila en uno de los patios.

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como característica definitòria del líquido estancado, se sustituye aquí por la lentitud, por un paso con el que el agua dice cómo se desliza por el mundo, como lo haría un ser animoso que viviese en las penumbras del jardín. La velocidad, o mejor aún, el pulso del agua sobre las acequias, impone de una manera sutil el ritmo con que debe realizarse la vida en el patio. Es algo contagioso porque el agua del estanque es siempre un ser que invita a la imitación de su ritmo.

Pero esta es una lentitud que se acerca a lo inmóvil y que retorna por ello pesada hasta su fondo; busca su origen y se lo significa como profiandidad al hombre situado en el pafio. La lenfitud de las aguas que se derraman hacia su sumidero prolonga sobre el jar-dín un espacio también sometido a lo pausado, a lo que se retarda sin objeto, y con ello se aproxima al carácter de los elementos familiares y las experiencias domésticas. El patio de la Fundación Querini Stampalia conecta así el cielo con el orden oculto bajo la tierra y se sirve del estanque para presentar, bajo el aparente confinamiento de los muros, un horizonte cercano. El agua deambula por su albergue dando vueltas en un círculo y es así como, a pesar de su leve corriente hacia el sumidero, debe ser entendida como estancada; lo es porque es sierva en todo momento de las condiciones de ese circuito en el que ha sido confinada y lo es también por la enfática manera con que han sido señalados por el arquitecto los puntos de principio y de final de su recorrido; su salida y su retorno, de los que no puede evadirse.

El surtidor del estanque, cuando raramente aparece, querría dar la vuelta a este dis-curso: querría convencer de que el estanque puede llegar a confundirse con una fuente y de que guarda en sus adentros una energía que sabe alzar al agua. Pero nada resulta más alejado. En verdad, pocos estanques reúnen en su quietud interna una musculatura sufi-ciente para hacer surgir un chorro. En el centro mismo del estanque, que sería en todo caso desde donde surgiría tal ímpetu, sólo habita un ser quieto y durmiente...

Y sin embargo existen algunas excepciones que corroboran la posibilidad de ser para un surtidor, como ocurre en el cementerio de Rud, una obra de Sigurd Lewerentz situada también en la ciudad sueca de Karlstadt. El estanque oval que se encuentra en el acceso principal del cementerio, al fondo de un bellísimo paseo de tilos, cuenta con un fino hilo de agua que se eleva varios metros y que, desde la altura ganada, cae deshecho en un haz de partículas mínimas. El surtidor toma del camino desplegado hacia él su fuerza de avance; toma de la colina del fondo, cuya cresta hay que vencer, las energías necesarias para que prorrumpa ese chorro. En el cementerio de Rud, el agua ascendente que se derrumba en una ducha de gotas imperceptibles habla de una imagen presente en el carácter del lugar, habla del drama entre el ascenso y la caída, entre el montículo y el hoyo. Es una realidad demasiado excesiva como para no sostener en pie todo el sentido de sus propias imágenes.

186 y 187 Cementerio de Rud. Camino de ingreso y rampa junto al estanque.

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6. Las publicaciones más conocidas sobre la obra de Asplund, c o m o la edición publicada por la Svenska Arkitekters Rikstorbund, han dificultado el esUidio correcto de esta parte del plano del cementerio. Por una desgraciada coincidencia tipográfica, el plano de la planta, que ocupaba doble página, quedaba partido en dos justo en la parte correspondiente al estanque.

El surtidor se ve apoyado por un alzamiento que se encuentra fuera del propio estan-que y se suma con su manera inmóvil a una verticalidad que ya ha sido lograda por otros y que forma parte del carácter del sitio. El estanque sirve, figurativamente hablando, para recoger la caída, para dar toda la cabida posible a ese caer.

Otro ejemplo de surtidor puede encontrarse en el estanque del patio de la capilla principal del cementerio Sur de Estocolmo. El estanque es en este caso una pila de 1,60 m de diámetro construida como vaciado en una única pieza de piedra. Dentro de ella el agua alcanza el límite superior y traza con su lámina horizontal un círculo perfecto, un brillante círculo intacto, por unos instantes, ante la ausencia de reborde. Después el agua cae y sigue en su caída el camino que le ofrece la pared alabeada de su recipiente. Esta fuga del agua del estanque supone por lo tanto manchar y empapar por fuera a su conte-nedor, es decir, volver a estancarse sobre él. Pero es tan tenue este tránsito que vive el agua, está tan falto de cualquier otro objetivo que no sea la permanencia, que podría decirse que el surtidor con el que cuenta este estanque no lo convierte en fuente. El borbotón que aflora en el centro de la superficie del agua parece más bien una propiedad que pertenece a la naturaleza del líquido, a su sentido. Es como si latiese un poco, como si el estanque contuviera un corazón débil.

Del silencio en el interior de este patio, de este patio o jardín que hace las veces de sala de espera, se ocupa el murmullo que produce este tan mínimo borbotón de agua que mana en su centro. El murmullo del estanque reconoce la ausencia de otras voces y rela-ta el sentido del agua como algo constante. El borbotón participa en las imágenes con-tradictorias que dentro del cementerio se configuran y deben aunarse: reconoce el valor que encierran las secciones naturales más finas donde puede leerse la fragilidad, lo insig-nificante; pero donde también se expanden los signos de la riqueza, lo irrepefible, las intersecciones, lo polícromo.

Alrededor de este estanque y en un círculo concéntrico al mismo se encuentran seis abedules altísimos. El agua tendida en su fino plano horizontal, custodiada por el borbo-tón que fluye constantemente en el centro, encuentra en este sexteto de árboles verticales un súbito cambio de rumbo. Los árboles viviendo junto a la tranquilidad del estanque dan otro significado al agua retenida y a su brote. Los seis árboles están en pie, firmes ante la pequeñez y la inmovilidad del mundo que ellos con su dibujo concéntrico subrayan. Pero el círculo que forman sus troncos actúa como una empalizada natural y dificulta el acce-so a ese centro en el que el mismo estanque y la breve palpitación de su fuente se guar-dan. Los árboles defienden, parecen decir, la dificultad de la existencia de un centro en el cementerio y crematorio' y muestran a este paraje plano el valor de lo aéreo, de lo alzado: ellos son altos por la altura que presentan y porque alguien los arrojó en forma de semi-lla una vez desde lo alto. El árbol viene y va de lo alto hasta lo alto y su altura acrecien-ta, es decir, sirve de cauce al recorrido, al ansia del breve borbotón de este estanque.

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V

Ante el estanque pueden vivirse ensoñaciones anfibias, solidaridades del agua con la tie-rra y el aire, con las simas y cumbres. En la Alhambra de Granada las aguas remansadas ante el Patio de los Arrallanes organizan en sus orillas un lugar contemplativo. Desde el estanque, salvando las distancias más próximas de la fortaleza y de extramuros, se pasa hasta la nieve de Sierra Nevada, se recoge la altura de los fríos picachos. El estanque es consecuencia del calor y la sed insoportables, de la inmensidad del desierto que lo empla-za allí como deseo cumphdo con una connotación trascendente.

Grata la voz del agua

A quien abrumaron negras arenas

Grato a la mano cóncava

El mármol circular de la columna.'

Desde muy antiguo, el arte de la arquitectura tuvo que conocer estas atribuciones relacionadas con los estanques. Sirven como travesías, como preámbulos. Umbral era aquel estanque que se emplazaba en el centro del compluvium de la casa pompeyana y que quedaba directamente ligado al cielo. Lo subterráneo y lo celeste, el coelum y el caelum, se posaban por un momento unidos sobre su humilde lámina. Al estanque lo llenaba de agua el propio cielo; lo llenaba la estructura de la casa concebida como un cuenco que recogía la tromba y que reunía en una aparente totalidad un fragmento del aguacero. La casa obraba el cielo y un cielo siempre en tránsito, oteado a través del periscopio del patio, encontraba en el estanque su imagen anisótropa. El agua celeste, cobijada en el impluvium del estanque, enaltecida desde luego como una captura, pronto perdía su condición aérea para pasar a pertenecer a la base firme de la casa. La casa pasaba a ser su destino aunque aleteaba aún en su inmovilidad su origen celeste: aquel cielo que el marco cuadrangular de los aleros del compluvium acercaba en zoom hasta el enlosado. El destino del agua de la casa pompeyana era convertirse en un bien reverberante del cielo del que provenía y del subsuelo del que procedía; en un don que la casa atesoraba en forma de delgadísima lámina sobre su centro. El estanque era en ella vestíbulo de la tierra.

Mediante tres aguas de densidades distintas, en Barcelona, en Estocolmo y en Ronchamp, se regresa en este último capítulo a considerar algunas obras ejemplares bajo la viva naturaleza del agua estancada.

188 Impluvium y compluvium de una casa pompeyana.

7. J.L. BORGES: Hisloria de la noche.

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Ante el cementerio Sur de Estocolmo

L o q u e m á s m e r e c o n c i l i a c o n m i p r o p i a m u e r t e e s l a i m a g e n d e u n l u g a r . . . '

I Ingreso al cementerio de Estocolmo; ausencia de las tumbas, de las señales directas de los enterramientos trasdosados a un múrete de hormigón con albarda de cobre.^ Todo el excavar, el remover, el amontonar, el rellenar; todas las acciones posibles de tierra están en ese relieve que aparece en el vestíbulo: la cruz de granito por todas las cru-ces; la lámina horizontal de agua por todas las losas; la colina de la Meditación por todos los túmulos. Es la ausencia de los signos y la magnificación del signo. Es la tie-rra sobre la que el hombre obra su ausencia. Paisaje del cementerio, sin tumbas. De inmediato pasa a ser el paisaje que se desea como tumba misma. Tumba: tumbar. Todo ese relieve, incluso en sus cotas más altas, ofi-ece la intimidad de lo yacente. Y así, a pesar de ascender hasta el pórtico o a la colina, realmente la elevación no se vive sino para revelar lo tumbado, para decir cómo lo tumbado puede almacenar una cier-ta energía.

En lo alto del remonte, junto al pórtico de la Resurrección, lo más impensa-ble: agua retenida en el cuenco ambiguo de un lago o estanque. Su perímetro resuel-ve en un acto la colisión entre las formas ortogonales del pórtico junto al que se sitúa y las ondulaciones de la tierra de los alrededores. Su lámina de agua plana pro-loga el orden de los planos de las construcciones humanas y las hace un poco más profundas. El estanque media entre la tierra y la obra, enseña la oposición entre las piedras ordenadas de los edificios y las piedras dispersas de los campos y atrae hacia sí, haciéndolas converger, a varias naturalezas. En algunos momentos podría ser entendido como un lago, sobre todo en aquella orilla más apartada del pórtico; pero el borde recto de un tramo de su perímetro despeja de inmediato esa duda. Por su tamaño y también por estar encajado y en un alto, el estanque se aleja del lago al que, sin embargo, sostiene imaginariamente. La ambivalencia entre el reducto

189 Cementer io Sur de Estocolmo. El estanque (página anterior).

1. J . BERGER: Páginas de la herida, pág. 176.

2. D e b o al profesor J o s é Manuel López-Peláez la más sen-

tida y generosa presentación de la obra y del personaje de

Asp lund . J . M . LÓPEZ-PELÁEZ: La aupátectura de Cmmar Asplitnd.

1 5 7

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190 Plano de situación. 1940. Las aguas del estanque en negro.

3. Acking (1986), citado por C . CONSTANT: The Woodland

Cemekry: Toward a Spiritiiítl Landscape, pág. 18.

artificial del estanque sometido a la obra y la naturalidad del lago le hace compor-tarse como un fiandente.

Recuerdo cómo le ayudé, en el sitio, a alterar la curvatura del estanque situado en el exterior

de la capilla principal del cementerio del Bosque. Pasamos siglos cambiando las estacas de

adelante hacia atrás, probando y experimentando hasta que él finalmente decidió.'

El estanque es efectivamente un elemento mediador cuya forma definitiva fiae conquistada después de un largo proceso. En el plano de 1932, el estanque aún apa-rece como una figura de planta rectangular acomodada a las directrices impuestas por las construcciones que tiene al lado. Ocho años más tarde tiene lugar una solución más cercana a la que hoy se conoce, en la que un contorno predominantemente curvo guarda sin embargo algunos tramos rectos. Al margen de que la forma definitiva del estanque intente conjugar las diferentes circunstancias que se encuentran próximas, puede también decirse que su perímetro desea producir el dibujo de una figura extra-ña y deformada, maleada, resonante.

Junto a una de las orillas opuestas al pórtico se aloja un catafalco señalado sucin-tamente por un breve montículo que le sirve de basa y custodiado por seis postes o candelabros. A su alrededor, un área de piedras concertadas entre anchas juntas de hierba forman un extenso lago; un lago lífico que se entremezcla con el verdor del terreno para difuminar la existencia de su borde definitivo. Entonces, en la ladera de la colina ha brotado un lugar suavemente pavimentado para que los hombres perma-nezcan en pie. Este lugar no está marcado por ningún límite ni por ningún amonto-namiento, tal como solicitaba la teoría gestalt, sino que está simplemente sostenido por el estanque que queda al lado, ligeramente más abajo, y que actúa como centro súbito de una porción del paisaje.

Entre los candelabros encuentra su sitio un catafalco realizado con una piedra. En este paisaje de entrelazamientos donde no se puede dar con una dirección domi-nante, ¿cómo escoger la dirección en que debe orientarse el rectángulo? El rectángu-lo del túmulo se orienta hacia el centro del estanque, un centro cuyas coordenadas, aunque indecibles, están presentes sin embargo sobre el orden general de las aguas. Sus ondas parecen anticipar sus señales; su calma sólo es posible si la gobierna un cen-tro ignoto. La dolorosa y artificial yacencia horizontal del féretro encuentra acomodo junto a las aguas tendidas del estanque que le hace de rumbo.

Desde allí la ladera poco a poco se levanta hasta la colina de la Meditación, cuyo gesto resistente y vertical sostiene sobre su superficie a los hombres en pie. El hom-bre muerto descansa junto al lago que le ampara con su fondo centrado, mientras que

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el grupo de los hombres en pie y en círculo son sostenidos por la naturaleza alzada y esponjada del propio remonte. Así es como las formas del territorio encuentran una correspondencia dinámica con las acciones y con los padecimientos. Antes que como paisaje, el cementerio se comprende como un lugar lleno de huecos y de volúmenes donde se produce una relación entre las figuras y el aire que queda entre ellas. Una relación donde se evocan ciertos contenidos humanos a través de las distintas rela-ciones que es posible ir tejiendo. El visitante se encuentra con que no tiene que acep-tar ninguna pasividad, ningún sometimiento a un estado predeterminado, sino que, por el contrario, el paisaje guarda para él una potencialidad plástica y le ofrece una cierta autoridad o, si se quiere, una capacidad de resistencia. En ese orden es preciso recalcar que el cementerio de Estocolmo no es nunca un lugar plano. Todo lo que en él se encuentra está manteniendo una pequeña pugna contra el nivel plano de las for-mas y su significado consecuente de derrota.

El lugar va siendo sostenido por un encadenamiento de piezas eslabonadas que actúan por un momento como centros provisionales para dar más tarde el relevo a otros: la cruz, el impluvium, el estanque, la colina... hasta aquellos centros o cubícu-los casi personales destinados a acopiar un sentimiento: un banco, un sombraje, una fuentecita. Cada uno de estos centros se enlaza algo con el que le sigue: el estanque entrega su don centrado al catafalco, el catafalco conduce a su vez a la esperanza que supone el remonte de la colina, la colina se consuma en la paz de su corona de árbo-les, un rodal de olmos que mantiene debajo la certidumbre de un grupo de bancos. Y desde los bancos se va por fin, reinando desde la cota más alta y sin dar un paso, hasta el bosque.

El estanque guarda este encadenamiento de pequeñas centralidades, este relieve de estancias inscritas en otras más amplias o circunscritas a otras más menudas. El esta-do de alma transmitido por el paisaje del cementerio se produce por medio de esta uni-dad multipolar donde se acepta a un polo como fondo inmóvil y al otro como figura móvil y cambiante." Todos los elementos están por tanto ligados entre sí y üenen la facultad de combinarse de diferentes maneras, de acoplarse bajo una forma general que, aunque se da por sobreentendida, el visitante puede ir modelando y especulan-do. El paisaje es una construcción que se realiza por ensamblaje, con un ánimo y voluntad propios.

Tal vez eso explica que no existan cortes definitivos. En el estanque, por ejem-plo, la cota de la superficie del agua aparece ligeramente rehundida sobre la altura de la orilla por medio de un declive realizado en la hierba. Podría decirse que su borde no existe como algo repentino, sino que fluctúa ante el talud en relación con la can-fidad de agua depositada. De esta manera declara su confinuidad con la naturaleza

191 Plano de situación. 1932. El estanque es aún de planta rectangular.

4. G. KEPES: Slriicture in Arl and in Science, pág. 234.

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192 Croquis preliminar del estanque y del lugar para la colocación del túmulo. En esta propuesta todavía era posible alcanzar el catafalco directamente desde el camino sin la mediación del estanque.

193 Nenúfares en el estanque.

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que lo rodea, una ligadura que ya se expresó en la traza formalmente variable de su perímetro. Además, su rehundimiento acoge como en un hueco a los volúmenes de los cerros y las inflexiones de las laderas hasta el punto de que parece que las colinas caben bien en el vaciado del cuenco. Gracias al negativo del estanque las formas posi-tivas de los montículos pueden ser verdaderamente apreciadas como elementos que, en continuidad con su medio, surgen desde abajo como elevaciones del subsuelo. Entonces, debido al estanque, el mundo es contemplado por segunda vez. Las formas reciben una descarga imagina! que las coloca de nuevo, es decir: las coloca delante de... Las re-presenta.

Esta representación puede experimentarse con mucha claridad al salir hacia el exterior desde la capilla principal del cementerio. El paisaje se empieza a ver desde abajo y también desde dentro del espacio religioso; a él se va ascendiendo lenta-mente debido a la pequeña pendiente que presenta el suelo de la capilla; una incli-nación que consolida intramuros la orogenia presente en las inmediaciones. El estanque y el montículo de la Meditación pueden finalmente reconocerse adheridos gracias a una gran puerta que, al descender bajo el suelo, produce una aparición ensanchada de las presencias del fondo; pero además, el descenso de la puerta de la capilla bajo tierra responde contumaz al incomprensible descenso del catafalco situa-do dentro: al doblarse este descenso irrepetible, al darse dos veces esta maquinación, se neutraliza algo.

Con el portón bajado, el espacio del pórtico, el lago y el relieve ondulado se pre-sentan unidos en la misma secuencia y relacionados con el difícil momento del aban-dono de la capilla y el reingreso en el afuera. Asplund, consciente seguramente de la importancia de esta primera imagen de vuelta, de esta reaparición de la tierra, los dibujó siempre unidos. Una sección transversal que incluye el lecho del estanque, el espacio del pórtico y el suelo del interior de la capilla pone de manifiesto hasta qué punto el tratamiento de las cotas verticales fue también un tema de preocupación para el arquitecto. El suelo de la capilla y el lecho del estanque mantienen una rara rela-ción. No sólo ambos presentan una sección semejante a la de un recipiente, sino que también se encuentran casi a la misma cota de hundimiento. En el interior de la capi-lla el recipiente tiene un sumidero por el que desciende el ataúd hasta la zona de máquinas. Este tan ambiguo estanque, con un agujero insoportable, encuentra una contrapartida en el estanque exterior, donde a la misma cota el agua y las poblaciones de nenúfares flotan tranquilas.

En el lecho del estanque se encuentran trozos de mármoles de diversos colores terrosos. Son piezas de bordes ligeramente astillados, labradas a golpe de martillo, que no imitan ni a las formas naturales de los cantos de río ni se acercan a la geo-

194 El estanque y la colina.

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195 Fondo del estanque con 33 figuras orientadas hacia la colina de la Meditación.

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metría de las piezas escuadradas. El pavimento del estanque alarga así el sentido ambivalente que el propio perímetro ya tenía.' El golpe, el corte y la cizalla, recibi-dos súbitamente por la materia homogénea de la piedra, hacen patente un senti-miento que flotaba en el ambiente del cementerio. Ordenadas por colores, las piezas dibujan unas figuras alargadas que parecen restingas, amebas o lágrimas y que se orientan en la dirección que une el pórtico de la capilla principal con la colina de la Meditación. Son apenas visibles, son esquemas tan imperceptibles como la pérdida de orientación que sufi-e la mirada cuando en ciertos momentos olvida su propia conciencia. Pero tanto en estas formas del lecho del estanque como en la forma de su perímetro es claramente reconocible un sentido preferente por el que cruzarlo. En planta aparece en el abul tamiento curvado de uno de los extremos desde donde el estanque se lanza un poco más fuera de sí mismo y alaba con su deformación la fuga de la colina.

Por sus piedras el estanque se agita algo más en su superficie: porque ellas le dan un fondo, lo que es también siempre darle un sentido. Lo hacen p rofundo al hacerlo orientado, al imantarlo. La visión de su lecho rocoso demuestra precisamente su hon-dura: ha tocado su fondo en esa mineralidad de las piedras cizalladas y sólo entonces, como verdaderamente le convenía, es insondable.

196 Camino y estanque.

¿Qué ocurriría si todas las lagunas fueran poco hondas? ¿No tendría efecto sobre la mentali-

dad de la gente? Doy gracias de que esta laguna haya sido hecha tan profianda y pura c o m o

un símbolo. Siempre las habrá insondables mientras los hombres crean en lo infinito."

La contemplación ante el estanque, profundamente relacionada con el valor de su borde y de su fondo, se produce de forma consciente o inconsciente. El arquitecto cuidó en un gran número de dibujos realizados las cualidades de esta oquedad ante la que los hombres tienden a detenerse. Aunque aparentemente se vea poco, en el fondo del estancamiento está impresa y retenida la posibilidad del ensueño. Asplund cono-cía esta capacidad que los planos úlfimos de la obra fienen para avivar el ensueño, para asegurar desde su lejanía el carácter conseguido en aspectos más tangibles. En el mismo cementerio de Estocolmo, en las salas de espera para familiares y amigos, están consi-derados igualmente la textura y el dibujo de los pavimentos del suelo. En el duelo del fiempo de espera, el suelo acompaña a las personas y acoge toda la inocencia posible de una vista sumida en su asunto. El tapiz de los suelos no forma ninguna figura concreta; la forma el ánimo de quien los recorre. Los fondos son los lugares que acom-pañan a las figuras, pero si la habitación está vacía o si en medio del paisaje no apare-ce ninguna, si lo que hay es una ausencia, el fondo desdibujado pasa a ser a la vez

5. "Lo que es verdad para Botticelli no lo es menos para Van Eyck. El enorme sombrero de Arnolfini, encima de su pequeña ventana alerta, pálida y angulosa, no es un bone-te cualquiera. En el atardecer infinito, inmóvil más allá del t iempo, en que el canciller Rolin reza, las tlores recamadas de su manto contribuyen a crear la magia del lugar y del instante." H. FOCILLON: LH vida de Un fumuts.

6. H . D . THOREAU: Waldcn, p á g . 2 4 2 .

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figura; una figura sin muchos rasgos, a la que se mira de forma distraída, pero que con-cede un hueco a la mirada. Cuando no hay figuras primeras, la figura ausente es suplan-tada por un resumen de figuras hecho con el material ofi-ecido en el fondo tal como ocurre al ver el firmamento. El fondo puede llegar a ser una presencia y la mirada entonces es libre de formar, entre muchos, un dibujo que prevalece como el más pró-ximo y que sale de alguna manera al amparo de la propia vista que lo crea.

Como los fondos del firmamento o los ofrecidos por las nubes, los fondos tie-nen mucha y ninguna importancia, puesto que a la vez son vistos e imperceptibles. En el caso del fondo del estanque del cementerio ocurre algo parecido: tal vez nadie lo recuerde, tal vez lo embarren las propias aguas, pero el arquitecto está seguro de que cuidarlo forma parte de la profundidad de su oficio: ocuparse rigurosamente de 10 que puede con toda facilidad quedar oculto o casi oculto. Porque lo oculto forma parte de una región visible, de un orden.

11 En el cementerio de Estocolmo, la muerte, que no deja de estar presente y presentida en cualquier recodo de una forma inmaterial, tiene sin embargo la oportunidad de ser localizada: hecha lugar. La muerte puede ser proyectada desde su nivel como pura idea inasequible o como puro presentimiento hasta un afuera que la aclare; puede ser operada y por lo tanto esclarecida de alguna manera, apaciguada al ver que toma una forma. En Estocolmo, esta acción transformadora está religada al relieve que se va haciendo a lo largo y a lo ancho del cementerio. La disposición de las tierras recoge con mucha bondad, con sus ondulaciones y sus fugas, con sus poblaciones de árbo-les y su red de caminos, la imagen más adecuada para enfrentar con tierra un hecho difícilmente abarcable. A ello contribuye la circunstancia de que dentro del cemente-no no haya aparentemente límites dimensionales. Skogskyrkogarden tiene tanta lar-gura como anchura. Desde luego es más largo que ancho, pero las diversas acciones arquitectónicas, las distintas capillas, la cruz, el montículo, el estanque, todos ellos colocados a los lados de algún camino, acaban produciendo una anchura igual de larga. Si el camino de acceso y el orden de aparición de los eventos marca un eje norte-sur determinado, a él se cruza otro ortogonal que distiende el fluir del itinera-rio hacia zonas señaladas situadas en las márgenes. Entonces, para todo lo que tiene lugar dentro del cementerio hay que apartarse. Incluso la capilla de la Resurrección realizada por Lewerentz al final de un largo camino y aparentemente centrada, ofrece una dislocación de repente. La posición del este y del oeste subraya además este segundo eje transversal con prioridad cósmica. Es algo que quizá no se percibe cons-cientemente, pero la longitud de las sombras arrojadas por las luces horizontales pro-

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pias de Escandinavia introduce una transfiguración a la aparente prioridad de la direc-ción del eje de partida.

Lo deletéreo y una seguridad que puede sobrepasarlo vagabundean por este claro abruptamente abierto en el bosque de coniferas, en este vacío que muestra la fotografía aérea, donde el relieve nevado o verdecido extiende, sobre un paisaje sin tumbas, su ilimitación metafórica. La tierra del cementerio ha descuajado al bosque, el forastero.' Asplund dibujó un personaje que, al amparo del pórtico, se encuentra detenido frente al estanque y tiene ante sí ese claro. Al abandonar la ceremonia del funeral, los familiares y amigos del difunto se encontrarían con el estanque bañado por la luz horizontal del poniente y recortado entre los contraluces de los pilares. Varios dibujos dan prueba de que la salida desde la capilla es el encuentro con la luz del horizonte y con la luz mineralizada del estanque. El personaje está en una de las orillas, en su orilla: la que es de traza casi recta, paralela al camino y al pórtico y que él hace suya. El paisaje del otro lado es el paisaje de la otra orilla, lo otro; es siempre lo otro porque está en la otra orilla, porque el agua divide un mundo en dos reali-dades; una división que también es un ensanchamiento, el nacimiento de un verda-dero y misterioso rival, como sabe el niño que mira desde la quietud de su orilla natal la otra orilla del río.^

En su orilla, el personaje permanece inmóvil pero seguro ante la inmovilidad endémica del agua. Está quieto, en esa detención donde el agua existe. Está detenido ante la materia del agua, donde la sueña, donde sueña el sueño ante la materia; sueño más profundo que el sueño ante la forma. Y esa es la memoria que queda del cemen-terio: el del encuentro con el silencio de una materia: la roca, el agua enterrada, el agua pluvial, el fuego, las pinochas, la arenilla; el de la transformación de la vida en materia porque la materia es mucho más mágica que la vida.' El arte de la arquitec-tura entregará una orientación, un horizonte, una tierra, antes que una casa o que un templo, dará una materia antes que una forma. ¿Qué forma puede recordarse del cementerio? Ninguna. O tal vez la cruz, la que ya no es forma.

197 Bancos ante el estanque.

198 Perspectiva, 1935. Existen varios dibujos como éste de personajes en alto ante el estanque.

La idea de que solamente lo creado, aquello que puede ser captado por los sentidos puede ser

considerado como arte, es un criterio demasiado estrecho. No, también todo aquello que

pueda ser captado por nuestros sentidos, a través de toda nuestra conciencia humana y que

tenga la capacidad de transmitir sentimientos de deseo, de agrado y de profunda emoción,

también eso debe ser tenido por arte.'"

El personaje detenido, dibujado por Asplund, templado por las aguas, no puede seguir avanzando. Y no obstante, cuántos caminos se abren en el umbral mismo del

7. Foret, forest, forastero, el asocial. El claro en el bosque es, por el contrario, el lugar del encuentro.

8. H. Bosco : Uenfant ella riviere, pág. 59.

9. R . BARTHES: Mitologías, pág . 154.

10. H . AHLBERG: Gunnar Asplund, arc¡uitecto, pág. 81.

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199 Atardecer ante el estanque.

pórtico. La tierra parece por un m o m e n t o entregada inocentemente ante la brecha de cercanía instaurada por el estanque. El estanque no interrumpe una dirección, más bien mantiene al personaje ante la seducción de lo distante a lo que sabe dar alcance con su sustancia íntima. Colocado frente al pórtico, el estanque prolonga la interio-ridad del lugar situado alrededor de su impluvium y lo extiende sobre una tierra indi-ferente. Si el estanque no estuviese y en su lugar arrancase la exterioridad, se perdería de repente el tiempo logrado en el interior de la obra; ese t iempo que el personaje detenido necesita retener todavía, aún un poco más, pues ha sido afectado por la muerte del otro, por la relación de superviviente con su muerte. El estanque hace así con su presencia más ambigua la exterioridad del pórtico y ralentiza el orden de apro-ximación de los acontecimientos. Prolonga aún en el afuera el t iempo interior que se mantenía en la capilla; lo traslada allí donde sería precisamente tan difícil mantener-lo, pues la exterioridad es el lugar donde no se da el t iempo, es la que no data nada, es el lugar del olvido: el espacio.

L a t a r e a g r a n d e y h e r m o s a d e l a r t i s ta es la d e , c o n el l e n g u a j e d e la b e l l e z a , h a b l a r a l o s d e s -

c o n s o l a d o s s o b r e e s a p a z , q u e s u p e r a t o d a c o m p r e n s i ó n . "

1 1 . H . A H L B E R G , op. cil., p á g . 9 3 .

12. "El teatro griego es magnífico tanto en dimensiones como en efectos. La misma fina seriedad que en el templo. La solución es el espacio abierto con el cielo por encima, con todos los asientos confluentes hacia el escenario, el l lano y el mar." H . AHLBERG: op. dt., pág. 82.

Al deambular por el espacio del cementerio, hecho ya tierra o lugar de uno, lo distante y ausente pasa a cobrar una fuerte presencia: algunos lugares pueden ser vividos y llegar a ser experimentados en la distancia. Son inmanencias : aquellas pre-sencias que tendrán que suceder más adelante y que mientras n o ocurren son pre-sentadas por uno de los atributos más seguros del espacio asplundiano: la distancia. Pero en el cementerio de Es toco lmo, la construcción con distancias se convierte además en carácter. Lo que el cementerio expresa sobre su significado más h o n d o lo hace con facilidad a través de este desapego que se da entre sus unidades consti-tuyentes. La distancia crea el sentido de los objetos esparcidos. Su sentido es tanto el lazo que los une c o m o la dificultad misma por verlos realmente unidos. Así, si se repasase el grueso de la obra asplundiana se vería que estar en un lugar es estar siem-pre entre algo, es un estar entretenido, soportando esta activación de la distancia sobre los hechos. Los objetos interpuestos entre el cuerpo propio y el m u n d o crean una distancia que trabaja activamente. El joven Asplund ya lo apreciaba ante el tea-tro clásico.'^

El llano, el mar, el cielo, esos son los elementos que el arquitecto cree esencia-les: los que distancian. En el cementerio tampoco se da la excepción. Desde cualquier sitio se sopesa la presencia de otros o de otro c o m o distancia. Y c o m o distancia, la

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existencia de las cosas a la vez alejadas pero detectadas crea un sentido determinado e inexpresable que encaja bien con el carácter de este lugar complejo. En este orden, también las aguas son distantes, pues siempre que aparecen denotan un origen aleja-do de allí donde se sucede su brotar mismo. Así ocurre en la entrada, con el goteo que brota entre las juntas de las piedras ciclópeas o en los diversos pozos situados justo en el centro de los caminos. Parecería que bajo el cementerio existe, en contra de lo que podría parecer, una provisión de agua remota. El estanque, los pozos y algu-nas fuentes trabajan como una cala profundizadora y cambian de alguna manera el sabor de los fondos siniestros.

Al volver a casa, encuentro a un viejecillo en el jardín. Pide perdón por su descaro, pero es que

vivió en mi casa hace cincuenta años. Me revela que el agua del pozo, que se halla a más de diez

metros por debajo del cementerio, está contaminada por los cadáveres en descomposición."

200 Fragmento del plano. De Izquierda a derecha: las tres chimeneas, la pila con seis abedules, el reloj y el borde oscuro del estanque.

La ausencia de chorro resulta, por esto mismo, tan necesaria al estanque. Cómo no ver que esta agua yacente proviene de una filtración distante que ha ido realizan-do con lentitud su pequeña ascensión heroica y que un chorro anularía el ímpetu interno que aún es posible detectar en la quieta horizontal del estanque. No, sobre las aguas del estanque no puede haber emergencias. El chorro está metamorfoseado en las plantas acuáticas por las que las aguas duermen el sueño vegetal. Las plantas que flotan son, en su paz horizontal, el mayor ímpetu ascendente, la mayor aireación que cabe a este estanque de aguas inmóviles. Para un crematorio, la presencia de esta agua yacente alza sin oposición, sin ninguna lucha, todo un contrincante para el fuego. El barro, el goteo, el mundo vegetal que crece sin prisa en el estanque, ¿no son toda una oposición a la llama? El agua es la tumba del fuego.''' El estanque está situado alinea-do justo enfrente de las tres chimeneas del horno, unas chimeneas que Asplund ocul-tó un poco, pero no del todo, pues en contra de lo que parecería más evidente, las chimeneas introducen una dualización bienvenida; las chimeneas de los hornos hacen consistente el trabajo realizado con tierra y preparan una dificultad que el paisaje del cementerio contrarresta y sublima.

Así, el estanque aporta el agua no como forma o materia, sino como sueño, y expone ante el hombre la belleza del presente del agua en calma. Y como desde la vida la materia es pasado, como la materia es el nombre de la desilusión producida por encontrar un límite, un tope, ensoñar ante las aguas calmas del estanque será siempre desmaterializarse algo.'^

13. M. T O U R N I E R : El vagabundo inmmnl, pág. 25.

14. G. BACHELARD: El agua y los sueños, pág. 123.

15. M. ZAMBRANO: LOS sueños y el úmpo, pág. 85.

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201 Ayuntamiento de Gòteborg. Fotografía del archi-vo personal del arquitecto: Asplund es uno de los tres personajes detenidos ante el estanque.

202 y 203 Diferentes versiones sobre la colocación del estanque en la ampliación del ayuntamiento.

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III En el ayuntamiento de Goteborg (1934-1937), la ampliación efectuada por Asplund hacia la derecha provoca que cambie el centro del edificio. La vasija del estanque se desplaza desde el centro del antiguo patio hasta una posición más vibrante. El estan-que está situado ahora en el gozne de la composición, allí donde se acusa el enfren-tamiento entre los distintos ideales de cada edificio y desde donde él puede expresar, con su sencillo recorte rectangular y sus aguas planas y calmas, la naturaleza del sitio.

IV Distancias: el estudio de Asplund en Regeringsgatan 40, 1928, es un lugar construido mediante una agrupación de elementos, bien animados o inanimados, ofi-ecidos por medio de sucesivas distanciaciones. Un asunto que tomará tantas variantes a lo largo de la obra del arquitecto: servirá, por ejemplo, para actuar sobre las secretas cualida-des implícitas en el carácter de cualquier programa, ya sea un colegio infantil o unos laboratorios; una biblioteca, un cementerio, un cine. Servirá para ahondar la medida y el sentido de los lugares. Para dar cabida al presentimiento sobre qué o quién ocupa o sostiene o estira esa distancia.

204 Asplund con 43 años, en su estudio de Regeringsgatan.

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Ante el pabellón de Alemania en Barcelona

I El agua recogida entre cantos de río, el agua sostenida por los paños de mármol verde 205 Pabellón de Alemania en Barcelona.

1 • 1 • 1 • t 1 • • Límites del estanque (página anterior).

de Tinos encima del cristal negro, el ónice dorée, el vidrio translúcido, los cortinajes color escarlata, la lana, el travertino, la piel blanca de cabritilla. En el pabellón de representación de Alemania en Barcelona (1928-1929) se trans-fólrman las materias primas no para convertirse en objetos ni en utensilios, sino para seguir siendo reco-nocibles como tierra enajenada, tierra animal, viva aunque detenida: obrada. El pabe-llón no es un cosario de objetos inanimados; no es una colección de productos que representen el poder industrial de la Alemania de Weimar. Es casi exclusivamente un albergue de materias. Esa es la e ^ o s i c i ó n que realiza. ¿Dónde están si no las vitrinas expositivas? No hay norte, ni curvas de nivel, ni siquiera se recogen aquellos acci-dentes que podrían sostener al edificio. La tierra aparece no como una secuencia de datos que lo soporta desde afijera, sino como materia guardada dentro. Materia que está en obra, obrando, que no acepta ninguna condición pasiva.

Los dos estanques forman parte de este loteamiento matérico. Se ofrece la materia nueva de las piedras y los mármoles mojados; se ofrece la materia nueva del agua entre paños de mármol, cristal y cantos de piedras; se ofrecen los nuevos colo-res de las banderas en el agua; se ofrece el aire del Montjuïc en el agua lisa o tur-bulenta.

Al consumir con su superficie de ocupación casi la mitad del área de la parce-la los estanques se convierten en el lugar a partir del cual se hace el resto de la obra. Son ese fondo que la obra necesita y desde el cual surge, igual que la casa Farnsworth precisa de ese mundo desorientado y deslocalizado que el arquitecto considera, el lugar físico de asiento. Y como para hacer evidente este hecho, sus aguas son dibujadas con una fina cuadrícula que rememora a aquella con la que

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206 Detalle de la inserción del pilar en el pavimento en un collage sobre la casa con tres patios, 1934.

1. E. TRÍAS; LO bello y lo siniestro, pág. 25.

Mies representaba los planos pavimentados; aquellos lugares traídos por la obra a partir de los cuales ésta se extraía. En los pavimentos miesianos descansaba todo el orden para el arranque del proyecto. Basta pensar, para medir su importancia, en qué ocurriría a tantos proyectos si fuesen desprovistos de basa, si llegasen a carecer de estos seres extraños e independientes que en tantas ocasiones, por ser la otredad de la casa, han sido aquello contra lo que la casa se hacía. Desde la casa Wolf (1925-1927) o desde la casa Tugendath (1929-1930) hasta Berlín (1962-1968). En emocio-nantes dibujos, los pilares de sección cruciforme arrancan desde el suelo justo donde se produce la intersección ortogonal de cuatro piezas del pavimento. El pilar no cae libremente en un suelo que perfora, sino que, por el contrario, parece seguir sus leyes, es esclavo de ese lugar inventado.

También en Barcelona una alfombra de lana negra parece ordenar el punto exacto de posición de uno de los pilares. El pavimento de las aguas estancadas y de las piezas de travertino introduce desde la obra una naturaleza de suelo. Una natu-raleza que es indistinta, que no se considera diferente por estar colocada afuera o adentro, porque no hay exterior ni interior. Las piezas de travertino forman una losa continua que abarca todos los tipos de lugares y los estanques saturan de agua todo el fondo del podium. Con sólido y con líquido, la obra obra el lugar de su asiento que también va a venir a ser el lugar de su extrañamiento.

Debido a sus diferentes tamaños, los estanques aparecen como lejanos y sin embargo unidos por la materia del agua. Además, por su colocación y por sus dimensiones dificultan la lectura de la situación. Qué es lo grande y qué lo peque-ño. Qué es lo recto y qué está colocado ortogonalmente. Qué está dentro y qué fuera. No hay exterior, es decir: el exterior está adentro. El exterior está recluido en las unidades de la obra, es decir, no hay límites para el exterior, no hay puertas por-que no hay un interior que lo cancele. Los estanques subrayan esta propiedad de apertura al ocupar la mitad de la parcela y ensanchar así las dimensiones de un exte-rior hecho estancia.

Pero también los estanques alejan la presencia del pabellón de su sitio y lo recolocan en otra parte situada un poco más allá. El pabellón tiene que ser vivido entonces por medio de una distanciación que demuestra precisamente el carácter más vagabundo y desinteresado de la contemplación.' Los estanques realizan una doble labor: descentran el lugar que el objeto determina y a la vez lo arraigan sobre esa situación descentrada. Velan por él en su doble acepción: porque lo ocultan y porque lo cuidan o protegen.

La rotatoriedad presente en otros órdenes del pabellón también queda citada en esta ambivalencia de las aguas que hacen reversible el haz y el envés del edificio.

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Todo el pabellón es un borde rodeable. No hay un delante y un detrás, ni un den-tro y un fuera, ni un soporte y un soportado, sino, a lo sumo, una izquierda y una derecha. Estar aquí o estar allá, de este lado o desde el otro. Hay por lo tanto una organización del espacio alrededor de ese tenue dimorfismo del cuerpo: lo diestro y lo siniestro. Lo derecho y lo zurdo. Alternativas tan imposibles de aunar como hacer que una mano pueda montar y coincidir sobre la otra. Una perplejidad sobre lo dual que Schinkel, arquitecto tan vinculado en algunos aspectos a la obra de Mies, ya había practicado con anterioridad en las obras de Glinicke o en la casa del jardinero de Charlottenhof, en Berlín. En aquellos parajes colocados ante la casa se elegía el lado en el que ponerse y, en consecuencia, se vivía siempre desde la parti-cularidad de estar en uno de los dos lados. La arquitectura, por ser humana, excluía y, al excluir, al volverse incoincidente, se llenaba de humanidad.

En Barcelona, los dos estanques prolongan a izquierda y derecha la extensión del suelo al que cortan y le ayudan a evadirse hacia el fondo de un horizonte impo-sible. Lo mismo hacen los muros perimetrales de travertino cuando intersecan con el plano inferior de la losa de la cubierta: al rozarla, al pretender cortarla, la lanzan lejos. Consiguen llegar a dar la impresión de que esa losa es sólo parte de un frag-mento, es un trozo seleccionado, recogido entre muros cuidadosos, de un material demasiado extenso. Los límites son por tanto los protagonistas del espacio.

Pero además, los estanques, las alfombras, los muebles, son la definición o el término último de los lugares ofrecidos por la obra. Son habitaciones que no se definen nunca mediante tabiques ni cierres, sino por el lugar que estos enseres crean a su alrededor y que extiende la magnitud de su ocupación como lo hace el flamí-gero que orla a los santos. Mies hace a las cosas ser habitaciones. Las separaciones entre los distintos usos se establecen mediante aureolas que parecen gravitar en torno a los objetos. Tal vez por eso mismo son dibujados de forma tan exquisita. Así, la colcha, minuciosamente descrita en el proyecto de la casa patio, describe a su alrededor el lugar de la cama. El árbol dibujado hoja por hoja describe con la incertidumbre de su límite su prevalencia en el jardín. Una reunión de sillas y mesa hacen un estar de límites perfectamente intuibles sin necesidad de paredes. En las plantas de Mies el aire entre los grupos de objetos hace de pared. Pero es un aire cre-ado por esos mismos grupos distanciantes. El discurso puede aumentar aún en esca-la: todos los objetos que se busquen están solos. La silla no roza la mesa, la cama no roza la alfombra, el banco no apoya en la pared para quedarse ordenado, la chi-menea desprecia la casa y hasta el perfil estructural presenta a sus componentes separados. Hay aire entre cada enser, hay un desamparo que los hace a cada uno ser una habitación independiente. Ser en sí mismos.

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207 Borde del estanque.

208 Fragmento de la planta del pabellón de Alemania.

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a 209 Plano del pabellón con descripción de los materia-les. La textura de cuadrícula, tan utilizada en otros pro-yectos para señalar el despiece del pavimento de las plataformas, se utiliza para señalar la naturaleza sólida de los dos estanques.

210 Chalet en ladrillo. Planta.

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En algunos de los proyectos de casas patio (1931-1934), los dos patios secun-darios se encuentran situados en el recodo de la parcela, justo allí donde aparece la finitud de la esquina y donde el lote de tierra aparentemente universal en el que la casa desearía estar instalada se hace finito. Pero los patios secundarios permanecen además en una posición tal en relación con el fiancionamiento normal de la casa que resulta poco probable su uso. Son vacíos, esquinas vacías, a izquierda y dere-cha, como las esquinas vacías llenas de agua de los estanques de Barcelona. Y es que raramente se encontrará en la arquitectura miesiana el vacío propiamente dicho, sino algo mucho más radical y espacioso: el espacio vacío. Un vacío cuyos poderes ya eran conocidos por los antiguos y del que da razón el templo clásico donde la inhabitación de la celia, ese vacío o estancia materialmente rebosante pero inocu-pable, consigue hacer inmensurables las dimensiones del peristilo y del área en torno. El vacío es la ocasión sobrenatural para una casa, para un palacio, para un templo. La habitación vacía.

Este vacío tiene que ver también con lo intocable e inalcanzable. Los estanques introducen la existencia de dos lugares inabordables que, sin embargo, forman parte de la experiencia del sitio. Y es que en la obra de Barcelona no todo aquello que es puede tocarse. Las aguas, las banderas, incluso las sillas de Mies siempre parecen estar allí al alcance de otros que no son los que en ese momento se encuentran. No se ven asas, tiradores, mangos, barandillas. ¿A qué hombres entonces menciona esta arqui-tectura? Las mismas alfombras adolecen de limpias; cuesta pisarlas. En las obras de Mies aparecen elementos arquitectónicos que no pertenecerán nunca a quienes visi-tan sus obras y que, sin embargo, revierten su ideal sobre ellos. Los estanques son ina-bordables pero son inconfundibles. El edificio no forma parte de un género de edificios. Y las dificultades que guarda, estas cosas improbables, narran su altura.

En las primeras versiones del pabellón de Alemania, el estanque era rodeable. En la solución final, debido a que los muros perimetrales brotan desde el agua, el pabellón es presentado inmediatamente en otro lugar, sobre otro asiento; es enton-ces cuando la fisicidad del perímetro, la certeza de su arraigo y la normalidad del estanque se desvanecen: es una nueva imagen, una imagen que vive, como las más intensas, de la contradicción entre una sustancia y un atributo.

Los temas arquitectónicos se repiten en las cronologías de los arquitectos, aun-que continuamente aparezcan emboscados bajo disfintas apariencias: en el temprano proyecto miesiano de la casa de campo de ladrillo (1923-1924), esta fuga de los lími-tes se produce con un arfificio quizá demasiado evidente: los muros se prolongan por el campo hasta una distancia tal que llega ser indefinible el área de ocupación exacta de la vivienda. Era el sueño miesiano: el espacio del mundo como casa. O con más

211 Pabellón de Alemania en Barcelona. Amanecer en el estanque.

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212 Casa con tres patios. Las cuatro esquinas están vacías.

claridad: dentro de las tapias, la casa dueña del mundo. Pero en Barcelona, apenas cinco años después, el sistema de espaciamiento no se consigue con kilos de piedra mampuesta ni con metros de un muro que se prolonga ad infinitum, sino simplemente con un tropo, un tropo en el topos. Los estanques introducen un límite ilimitado tanto en un plano paralelo a la superficie de la tierra como en uno vertical. En un corte ver-tical, si lo hubiese, podría comprobarse cómo los estanques resuelven el espesor sin fin de lo que ya no es una parcela. El agua almacenada hace al suelo ser endoscópi-co. El espesor del podium es además oscilante; son diversos los fondos de sendos estanques y no coinciden a su vez con la altura salvada desde la acera. Mínimamente, el plano de las alfombras o el del asiento ofrecido por el banco corrido insisten en esta cambiante línea de flotación sobre la que descansa un edificio en suspenso. La autonomía del plano horizontal de agua de los dos estanques se expresa en la junta entre la lámina de agua y el muro del perímetro, donde es observable que no existe continuidad, sino una sombra. El volumen hídrico no es algo almacenado por los muros sino también algo que queda suspenso entre ellos. Es decir, los muros no suje-tan el empuje de las aguas igual que la estructura de los pilares no soporta su techum-bre. Las aguas, como las losas, están retenidas ahí como por milagro.

Si se vuelve a la vivienda con tres patios interiores (1934) se encuentra que la yuxtaposición del patio grande y de los dos pequeños, del patio exterior a la casa y de aquellos otros dos resguardados en su interior, contribuyen a enturbiar la per-cepción dimensional del espacio. Entre los tres patios se establece una escala de comparación que regla el mundo restante. La correspondencia entre los patios obra un tamaño para la obra y para la tierra: por el patio grande, por ejemplo, se sabe que es la obra la que trae al mundo, a su mundo, la medida creíble, la unidad geo-métrica. Nadie echa de menos, ni en esta planta ni en tantas otras plantas miesia-nas, lo que queda al otro lado del muro. No hay nada. La obra es tanto una auténtica acción retroprospectiva como una acción clásico-romántica. Desde lo romántico, acepta su destierro y añora la tierra como algo perdido; desde lo clási-co, se realiza en una tierra que ella instaura a sus anchas, en sus adentros. Son las casas más inolvidables: las que están en los medios de la tierra y las que a la vez viven su exilio, las que aproximan, bajo su invención, la realidad y la irrealidad de lo mirado.

II En el proyecto de Schinkel para Charlottenhof, la relación tópica entre el estanque y los alrededores de Potsdam parece más evidente que la que se pudiera establecer entre los estanques del pabellón de Alemania y sus alrededores barceloneses.

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Acequias, chorros y balsas de Charlottenhof son una evocación terrestre y aproxi-man lo construido al lugar geológico del paisaje. Pero en el pabellón... ¿a qué geo-logía se ligan los estanques? Las aguas estancadas tienen que ver con una materia hídrica que está presa o condensada en las otras materias del pabellón: en el ónice, en la madera o en los evocativos y líquidos campos de reflejos. Se diría que mucho antes de quedar condensada en los estanques, esa agua telúrica ya fue confinada en forma de materia construyente. Hasta el travertino con sus finas cintas coloreadas y su vasto despiece de juntas imperceptibles se acerca a su dibujo de ondas.

El lugar geológico que evoca el agua del pabellón no es tanto un paisaje natu-ral, sino un campo de antiquísimas materias: las vetas del mármol, las gayas de la madera, las coqueras del travertino, la acuosa opalidad de algunos cierres. Las aguas de los estanques animan a seguir el curso temporal de una geogénesis demasiado larga: la que han padecido las piedras, los metales, los mármoles y los vidrios.^ Hasta la luz es materia acuosa. Por el agua estancada, la luz encuentra la cualidad desco-nocida de titilar en el techo de yeso. Por otro lado, no hay lámparas y no hay puer-tas en el pabellón. Es una doble carencia que puede ser observada desde un mismo argumento: no hay un afuera. Nada puede venir y entrar desde un exterior para aprovisionar a este espacio. La única luz proviene de un fanal deslumbrante que se sitúa en el centro de esta casa o palacio. Parece la luz focal de un campamento y es una luz también hecha líquida por medio de la materia opalescente. Es también una luz hecha materia al ser presentada como vidrio. Es nuevamente otro exterior inte-riorizado, intimidado.

Las formas del pabellón, entonces, resultan de construir con materias, nuevas materias. Antes que los problemas deforma están los problemas de construcción.^ Es la cons-trucción la que materializa el material. La construcción guarda aquí su más puro sentido etimológico, de construo, que significa amontonar, acumular, alinear y guar-necer materiales. Dar autoridad a un material. El material es una condición pasiva vivida por la materia, es la materia puesta a servir. Sin embargo, en el conjunto de la obra miesiana, el material es obra y por lo tanto materia misma. Es extenso, es inerte, es objeto de la gravedad y es anterior. La materia evoca entonces la tierra conocida inmemorialmente de forma delicada.

Es tal el ensimismamiento en su materia que el edificio carece de ventanas. El ya es un mundo. No precisa tampoco puertas para abrirse o cerrarse a las aporta-ciones del afuera. Seguramente las más elocuentes fenestraciones del pabellón son sus dos balsas de agua, recipientes que ofrecen la luz, las sustancias clónicas y el hori-zonte, seres cargados de materialidad y cuya animación y viveza fue capturada y representada por Rubió i Tudurí en un plano realizado el mismo año de la cons-

213 Borde y fondo del estanque.

2. "...La fosilización, el reflejo y la transparencia como los instrumentos a partir de los cuales se presenta una nueva naturaleza." K. FRAMPTON: "En busca del paisaje moderno", Arquikctura, n° 285, pág. 57.

3 . M I E S VAN DER R O H E , G, n ° 2 , 1 9 2 3 .

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214 Jardines en Charlottenhof. Donde se observan los lados, las partes, los elementos, los pares.

215 Pabellón de Alemania en Barcelona. Dibujo de N.M. Rubió i Tudurí. 1929.

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trucción del pabe l lón / Allí aparece la naturaleza del agua vertida c o m o si se tratase de la cartografía de una comarca de fuerte relieve. Si se comparan los dos estanques, protagonistas indiscutibles del plano, sus líneas de nivel remarcan la disposición ortogonal entre ellos. Así se ilustra otra fuerte paridad inscrita en el pabel lón: la coe-xistencia de objetos girados y relacionados entre sí por la medida de noventa gra-dos. La sección en planta de los perfiles estructurales, la posición de los muebles o el formato rectangular de las piezas de travertino reproducen la misma y tensa cua-lidad binaria. Lo par es la presencia de lo otro con lo que se oscila, de lo otro que interviene con su semejanza desde el exterior del obje to al que dobla.

En ese orden, la ortogonalidad es también una relación paritaria que se sostie-ne sobre la perfección del ángulo de noventa grados. Cualquier plano reclama a su ortogonal para cont inuar afirmándose. Cualquier p lano sufre la oposición de los otros perpendiculares a los que afianza. La obra es un encadenamiento de parida-des y de ortogonalidades que evocan cont inuamente el afuera porque son siempre la imagen de algo incompleto, de algo que guarda una deuda con algo a lo que se parece. En el pabellón de Alemania el número dos se repite en la sección por pares de los perfiles que forman los pilares y hasta en la propia forma de cada perfil en L. Reaparece en la sección de las carpinterías formadas por dos piezas tubulares sepa-radas por una entrecalle de sombra, en el número de mástiles, en el número de sillas iguales, en el número de accesos al pl into y en el número de puertas presentadas a izquierda y derecha. En numerosas ocasiones a lo largo de su carrera. Mies se apro-vechará de esta fecunda alteridad que suministra lo doblado. Al doblar, el m u n d o se multiplica a la vez que se escinde en dos partes; y el m u n d o conocido, caracteri-zado en demasía por una acumulación de objetos siempre unívocos y desiguales entre sí, también desaparece al dar paso a un doble, a una rareza.

Pero el p lano de Rubió i Tudurí demuestra además que el verdadero t amaño de los estanques es sólo legible cuando están repletos de líquido. El con jun to de curvas homotét icas dibujadas representan una mult i laminaridad para el agua. Los estanques, independientemente de su verdadero espesor, son profundos , e introdu-cen con su profundidad una determinada cubicidad para el vo lumen del pabellón de Alemania. El verdadero tamaño del pabellón no es tanto el t amaño real, sino el t amaño que existe realmente, es decir, el que se sobre impone por medio del tama-ño de estos agentes interpuestos; el que es inducido por los datos aportados por algunos de los elementos de la obra. Mies recurrió en varias ocasiones a elementos anexos a la obra o comple tamente exteriores a ella para enraizar la posición de la casa en medio de un paraje más neutro o para controlar su verdadero tamaño. Así ocurre con el invernadero de la casa Tugendath, con los árboles inmensos de la casa

216 Rudolf von Alt. Habitación de campesino en Seebenstein, 1853.

217 Halle de la casa RiehI. Mies van der Rohe. 1907.

4. Publicado en Cahiers d'art, VIII-IX, 1929.

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218 El estanque ante el rey Alfonso XIII.

219 Pabellón de Alemania en Barcelona. Esquina.

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Farnsworth, con los árboles chaparros de las casas patio o con el plinto utilizado para la Nueva Galería Nacional en Berlín. Árboles o estanques o extensas platafor-mas son intermediarios que realizan con eficacia la transición de la obra hacia una tierra distinta de dimensión indecible. La escala de la construcción, referida a las dimensiones humanas, está oculta. '

La naturaleza rodeable de la mayoría de los estanques conocidos aparece en el pabellón de Alemania pervertida. N o es posible mantenerse dando vueltas alrede-dor de ellos. Cualquiera de los dos interrumpe este movimiento rutilante que se desearía vivir alrededor de sus bordes. Los estanques, que son siempre figuras cen-tradas, se encuentran en los bordes, resueltos contra las paredes, como si el epicen-tro de la obra estuviese allí cerca. En el pabellón alemán de Barcelona son las paredes, en vez de las personas, a las que se les asigna esta posibilidad de girar y esta-cionarse alrededor del agua estancada. Los muros, como Narciso, miran su reflejo en el agua. Son los límites y no los hombres los protagonistas.

5. A . & P. S M I T H S O N : Changing ihe Art of ¡nhabitation, pág. 152.

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Ante el estanque de la capilla de Notre Dame du Haut

Je n'avais jamais ríen fait de religieux mais quand je me suis trouvé devant ees quatre

horizons je n'ai pu resister.'

Aunque según las convenciones de representación gráfica el norte debe situarse en la parte alta del plano, en la larga serie de dibujos producidos por Le Corbusier para la capilla de Notre Dame du Haut, es la orientación oeste la que se dispone arriba. La capilla dirige su cabecera y su altar hacia el saliente, igual que lo hicieron tantos tem-plos occidentales, herederos en ello de la misma adoración que sentían las civiliza-ciones antiguas por el sol. Pero estas naves eclesiales orientadas al este se representan en los libros de arquitectura y en las historiografías con el lado oriental en la parte alta de la página. Un acuerdo que se explica porque, al colocarse así, las iglesias de plan-tas en cruz griega o larina forman una cruz derecha, puesta en pie. Le Corbusier, como en tantas otras cuestiones, no sigue esta regla: el dibujo de la planta desoye, en la manera de colocarse sobre la página, tanto la convención del norte como la del este. Lo que orienta las plantas en planos y publicaciones obedece a imperativos más ocul-tos en el lugar que el de las orientaciones cardinales. La orientación del dibujo res-ponde a un valor secreto, a una clave.

En el caso de la capilla de Ronchamp, lo que ocupa la parte alta del plano es el f oeste porque es el oeste la parte más alta de esta montaña, su cota más alta, su cima, esa última curva de nivel que se dibuja exactamente. Lo alto del lugar y lo alto de la página coinciden. Pero además la posición del dibujo en la hoja construye un itine-rario para los ojos del lector, una ruta que se parece a lo que el arquitecto quiere que, lejos de la realidad del plano, en esa otra realidad de la obra, tenga también lugar. El dibujo es, por lo tanto, la incitación a una primera experiencia sensible.

Igual que ocurriría sobre el terreno, el lector del plano de situación de la capilla, como si de un peregrino se tratase, riene que ascender por uno de los márgenes de la hoja, tomar la cumbre en la parte alta de la misma y caer hacia el pie de página, bor-

220 Capilla de Ronchamp. Fondo del estanque (página anterior).

1. Véase J. PETIT: Ronchamp: Le Corbusier.

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221 Lado oeste.

222 Gárgola y figuras del estanque.

223 Capilla de Ronchamp. Plano de situación.

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deando las líneas que representan el contorno de la capilla hasta dar con alguna aper-tura por la que pueda introducirse en el templo. El dibujo de la planta no es sólo una representación gráfica; transmite un orden oculto. Para apreciar su valor basta com-probar cómo al poner el dibujo boca abajo todo cambiaría.

Durante la lenta ascensión por la falda de la montaña , debido a que el cami-no está ligeramente atrincherado, no es posible llegar a ver la figura del templo por entero. A este ocul tamiento contribuye además un seto vegetal que crece en la mar-gen derecha. Después, cuando el camino cesa de repente a unos metros de la facha-da principal, sigue el visitante sin comprender lo íntegramente. Si decide entonces circunvalar el edificio, su camino de ronda le irá deparando sucesivas presentacio-nes, flancos que son siempre fragmentos o esquirlas de un con jun to cuya unidad queda oculta, ya que la estructura anular del recorrido sólo admite percepciones limitadas de arcos del círculo. La visión de la figura completa se hace imposible, pues conforme se gira, la aparición de un nuevo episodio al frente lleva aparejada la desaparición de alguna otra cosa a la espalda del caminante. El acercamiento al adentro de la capilla, la averiguación de dónde está su puerta, tiene así algo de cami-no de peregrinación porque en todo m o m e n t o se siente la presencia y el halo de un objeto al que sin embargo no puede verse y que se estima a veces inalcanzable. N o puede hablarse, dentro de esta ruta, de la existencia de fachadas principales o secun-darias. Ni siquiera de planos correspondientes a fachadas. El deambulator io exterior que Le Corbusier traza convierte a la capilla en un objeto de bul to redondo. N o hay fachadas o puntos de detención sino el r i tmo de una trama. Las disposiciones de los huecos, la intensidad de algunas figuras o la desaparición súbita de algunas porcio-nes del templo parecen apreciar cuánto el edificio tiene de rodeable o de inacaba-ble. Se circunvala un objeto discont inuo con caras de diferente carácter que es necesario ir descubriendo. Las escaleras del oficiante, el altar, los hitos de piedra o el estanque son elementos que contr ibuyen en cada fachada a caracterizar un aspec-to y explican con su lenta acumulación cuál debe ser el r i tmo de una peregrinación ajustada.

Las diferentes construcciones colocadas en las proximidades del edificio consi-guen proporcionar un dato aproximado sobre la altura de las torres y de la nave de la capilla. Es algo que recuerda el efecto dimensional que producen los absidiolos colo-cados en las girólas de las catedrales y que, aunque con un tamaño mucho menor al de la nave mayor o al de las torres, son capaces de acercar la altura y las proporciones de los remates más altos encabalgándolos al de su propio tamaño. La obra es induci-da por medio de estas piezas de escala intermedia, algunas verdaderamente misterio-sas en cuanto a su ufilidad estricta, pero todas gobernadas por el mismo deseo de

224 Lado norte.

225 Lado sur.

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226 Capilla de Ronchamp. Planta.

2. G . DE CHIRICO: Sobre el arte melafísico, pág. 67.

mediación. En Ronchamp, una de estas figuras de participación es el estanque situa-do en la parte oeste, un lugar por el que el camino obligatoriamente conduce, para acceder, girando en sentido dextrógiro, a una sencilla puerta de uso diario situada en la cara norte. El estanque es seguramente el primer objeto que viene a presentar bajo una medida inusual el verdadero tamaño de la capilla. Funciona como un sofisticado umbral y consigue, mediante unas sencillas figuras geométricas, dos pirámides y un cilindro, acercar al sentido religioso del templo como paisaje. Estas figuras o sólidos primarios sirven, con su afilamiento, tanto como conectores entre distintas partes de la obra como de factores entre la tierra y el cielo. Lo consiguen con sus formas enfá-ticas acabadas en punta o en agujero y con su escalonamiento de tamaño; y en rela-ción con el espacio del cielo o del bosque que les rodea, realizan continuas permutas. Su sentido arquitectónico alcanza altos espacios metafísicos, como las aberturas realiza-das en los cuadros por Giotto (arcadas, puertas, ventanas) que acompañan a las figu-ras humanas y les dejan presentir el misterio cósmico.^

Las tres piezas se encuentran dentro de un estanque de planta curvilínea cuyo trazado podría recordar al que conforma un charco natural sobre el suelo. El peto lige-ramente ataludado hacia dentro del estanque produce el efecto de reunir un poco más entre sí a los elementos de esta tríada y desde luego los separa de la realidad del suelo al imposibilitar la visión clara de las bases de sus figuras. Ellas brotan de su interior o de su fondo y están por tanto sujetadas por el estanque en el mismo lugar que él funda. El desplome de la curva pared perimetral del estanque activa también la sen-sación de que esta construcción proviene del subsuelo. Esto es algo que el joven Le Corbusier ya había observado en las columnas de la Acrópolis: en algún lugar apun-ta que las columnas clásicas que apoyan sobre sus plintos y permanecen firmes sobre sus estilóbatos parecen sin embargo surgir desde el subsuelo. Este empuje desde los estratos inferiores hacia la superficie terrestre denota al estanque como un ser de oríge-nes profundos y convoca al alto de la colina a que recuerde su deuda con un mundo oculto. Las puntas de las tres figuras que contiene el estanque duplican el hecho: miran hacia arriba pero hablan de abajo.

El estanque está situado algo apartado de la pared blanca y revocada a la tirolesa de la capilla. La blancura y la salpicada textura de su paramento prestan todo el con-traste posible a los tres prismas terminados en hormigón bruto. La pequeña separación entre las dos distintas construcciones es suficiente para que una persona, si así lo desea, pueda circular alrededor y colocarse en medio, entre la capilla y el estanque, inter-puesta entre el templo y la tierra. Esa franja de aire revela que el estanque forma parte de la capilla de la cual, no obstante, se despega: el estanque está ante la capilla y sin embargo no tiene dueño; señala con esa cercanía su independencia. En la capilla de

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Ronchamp no sólo el estanque está separado: la cruz, los bancos, los hitos y los alta-res, los muros, las pilas de agua bendita, todo está un poco exento y encuentra en ello un nuevo nombre. Nada, ninguna definición está completa. Este grado de exención se ejemplifica en el estanque mediante la separación que guardan sus figuras prismáticas, mediante la distancia que el vaso mantiene en relación con la capilla y mediante la pre-sencia de dos elementos que, aunque no llegan a tocar el recipiente, lo conmocionan desde un lugar situado aparte. Son la gárgola y una excrecencia o abultamiento que se muestra en la pared del templo y que aloja por dentro a un confesionario.

II La gárgola es el único pun to de salida de todas las aguas recogidas en la cubierta. Es el final de una limahoya que divide misteriosamente al edificio en dos partes y que tiene como doble a una línea paralela en el interior de la capilla. Si se compara la plan-ta de cubierta con la planta a nivel del suelo podrá verse cómo el eje central que lleva por dentro hasta el altar es exactamente la proyección de la limahoya. Es decir, las aguas encauzadas siguen en la parte de arriba del templo el mismo camino que el del fervor de los fieles situados dentro y debajo. Le Corbusier es bien explícito cuando en uno de los planos donde se recogen detalles de la construcción de la gárgola refiere cómo hay que colocarla: justo en la dirección de este eje y exactamente en su pro-longación por fuera. Bella y extraña correspondencia entre la lima que recoge las aguas del cielo y la línea que marca la presencia del altísimo.

En el interior se establece una relación entre el altar, la puerta de entrada y los bancos de asiento. Existe un vacío justo sobre el eje central de este lugar religioso, un eje que se corta forzosamente al entrar en la nave y del que se siente con tal prio-ridad su existencia que acceder a la capilla supone atravesarla, que se entra en ella sintiendo que se la descuaja, pues se accede desde una posición excesivamente enfrentada con la presencia del sagrario situado directamente al fondo. La conocida genuflexión que, en la iglesia antigua, se ven obligados a realizar los fieles al acer-carse al altar por el centro y cruzar ante el sagrario, se produce en Ronchamp sim-plemente al ingresar en el interior si desean acercarse a la luz y a los bancos. Entrar es atravesar y es también ser atravesado. El eje desocupado, marcado con una línea oscura sobre el suelo de la iglesia, existe entonces como un privilegio que el lugar sagrado impone a los asistentes. Su trazo es crucial. Y ese eje, exactamente el mismo, es el que arriba traza el itinerario de las aguas recogidas por la cubierta hasta llevar-las por su caz hasta la gárgola, esta boca de agua que, con su temerario voladizo, duplica la hechura del acontecimiento pluvial y lo hace presente en el carácter que emana de la capilla. Bajo el arrecio de la lluvia, la sustancia del agua pluvial estira

227 Gárgola.

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228 Sección por el estanque.

229 Estanque y pared de la capilla.

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esta red de relaciones preestablecidas entre los objetos del estanque y la gárgola. Existe una estrecha correspondencia entre los tres volúmenes erectos del estanque, los que provenían del subsuelo, y esta gárgola aérea. Una relación que se explica no ya sólo porque se trata de objetos escalar o materialmente semejantes, sino también porque es posible establecer un puente entre ellos, porque ciertas distancias, como las que ellos guardan, sirven para experimentar la fuerza de lo próximo y para hacer patentes sus lazos. De nuevo aparece aquí, por detrás de todo, este Le Corbusier pin-tor, el iconólatra que domina la técnica del montage mediante la que se hace posible que dos cuerpos juntos pueden comprometerse, alterarse e insultar pacientemente a lo acostumbrado.

La lluvia, si llegase a intervenir, participaría como fuerza en acto en este campo de fuerzas, se incorporaría con facilidad a este empuje, a estas ligaduras que se dejan ver entre algunos objetos de la capilla y la tierra. Si lloviese, la boca de la gárgola, gemi-nada en dos cauces, exigiría a toda la unidad de agua recogida por el cuenco del tem-plo a dividirse también en dos partes, tal y como hace la divisoria natural de la montaña. Entonces, los dos chorros desparejados cayendo desde lo alto desharían la unidad de un fenómeno que ocupa sin ninguna fractura toda una región emborras-cada. Al dividirla en dos partes, al ocasionarle este roto, al introducirle un número, al contarla, estaría el hombre introduciéndose mediante la gárgola en el suceso del cielo. La gárgola es un ser del espacio, es un centro del espacio porque nombra la lluvia, porque la transforma en un bien nada más llega. La gárgola, que parecería ser un obje-to cuya función es dar una salida expedita a las aguas, es justo lo contrario; es un obje-to espacial que les hace de vestíbulo y que sirve para presentarla, algo que ya recogió la tradición medieval al darle a los cañones de agua un aspecto personificado o tera-mórfico. Incluso aquellas gárgolas más procaces en las que se hacía salir al agua por el ano de irreconocibles figuras no parecen tanto la burla o el desacato de los cante-ros que trabajaron en las alturas de las catedrales, sino la clara expresión con la que se dejaba sentir cómo el agua, en un momento de su periplo, se hacía humana.

Desde la gárgola, el agua salta sobre el vacío tendido entre la pared de la capilla y el estanque. Y lo hace no tanto a causa de la inercia que pudiese haber acarreado en las pendientes de la cubierta, sino más bien por la incitación del estanque. El agua cae, es obligada a caer por las figuras apelantes que se encuentran debajo, que la tientan. El estanque es un verdadero hacedor de lluvias, como los que han existido en ciertas culturas y que llamaban al agua con dragones de madera, con ovejas hendidas, con mujeres desnudas o con aves.^ El hacedor de la lluvia hacía venir a la lluvia hechizán-dola. La cortina de la lluvia que en algún momento cubre la iglesia y la región, se con-vierte, al pasar reunida por la gárgola y al salir proyectada por su doble boca, en una mágico de k lluvia

3.J .G. FRAZER: La rama dorada. En el capí tu lo "El d o m i n i o

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4. En la obra de Le Corbusier, los techos producen ante la tierra sobre la que se extienden un lugar ad honorem (Javier Frechilla dixit).

5. Del latín ulíraíicum, de ultra, "más allá".

curva líquida. Le Corbusier seguramente cuidó su trazado con el primor que ya había mostrado hacia los chorros de desagüe de algunas presas de la India. El tema no era despreciable: todo el cielo de Ronchamp apuntaría en ese momento, por medio del índice de la gárgola, con su ademán curvo y decidido, hacia un único lugar de la coli-na sagrada, hacia su lugar más alto: la cima. El arquitecto marcó con un aspa ese id, ese lugar desde el que se desencadena, ante los hombres puestos en pie sobre este cal-vero de la montaña, toda la posibilidad de los cielos.

Y ese será quizá el único momento en que el techo de la capilla de Ronchamp se acerque al reino de los hombres y se entrañe transformado en una punta. Porque si la cubierta tiene alguna cualidad, en contra de toda primera apariencia, es la de mostrarse desvinculada de la capilla a la que cubre. En la capilla no hay techo; en todo caso hay una cubierta que remata con su orden distinto un levantamiento determinado. Pero el techo como algo sujeto a la obra, como su parte conclusa, no llega a existir realmente. Este desmantelamiento del techo ya se anunciaba en obras anteriores como en la villa Savoye o en la Petite Maison. Podría apuntarse que, en el sentir del arquitecto, los mejores salones son casi siempre habitaciones sin techo o son aquellas habitaciones construidas sin el techo previsible.'* El techo no es nunca una figura anticipada. En Ronchamp, a pesar de su monolitismo, el techo no llega a sentirse como techumbre porque es un cuerpo completamente enajenado, es de una naturaleza diferente a la de la capilla que está debajo, es tan independiente que ella no lo sujeta y lo demuestra con la existencia de una fisura continua en la parte supe-rior de los paramentos, justo allí donde debería producirse la transmisión de la masa de la cubrición a las paredes. El techo es, en su sentido más amplio, un ultraje para el templo.^ No participa en continuidad como parte de él constitutiva y no tiene pre-dicción posible en el orden de sus basamentos. Por eso ha sido tan apetecible, por esa incertidumbre que transmitía, encontrarle un nombre que definitivamente le cuadrase. Y es que la cubierta de Notre Dame du Haut, como aconteció siempre con las figuras arquitectónicas más ricas, con las hijas de la invención, fue modelándose ante la crítica bajo muy diversos calificativos: pasó como nube, como concha crus-tácea, como campo, como cueva. Un único sustantivo podría haber servido para aunar todas estas aproximaciones: como tierra. Tierra hubiese sido una palabra justa para una cubierta extraña, mineral, sobre-cogedora, incomplaciente, tan oscura. Tierra que no se equipararía a lo terreno, al polvo o al liquen o al barro, sino a lo inolvidado. Al alto de la colina que aporta su topónimo a Notre Dame, Notre Dame du Haut, habría entonces inmediatamente que añadir este alto aportado por el sig-nificado del techo, un techo alto (cuya significación antigua equivale a profundo), hondo y sin escala posible. Y son estas las inversiones, las redefiniciones que pre-

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senta la obra: la cubierta de la capilla pertenece a la tierra como el estanque sirve a los cielos.

Junto a este enajenamiento que en lo alto vive la cubierta, el estanque mantiene una actitud contemplativa que facilita la unión de valores opuestos. El estanque par-ticipa a la vez del cielo y del subsuelo, de la superficie del monte y de la pequeña cruz colocada en lo alto. Su construcción autentifica que existen calados terrestres rode-ando a la obra y a los hombres. En su sección transversal puede seguirse el curso del agua hacia dentro: desciende por la gárgola, puede caer en el estanque o puede, en su mayor parte, venir a parar dentro del prisma cilindrico. Cont inúa entonces su rumbo hacia abajo, hasta una cisterna enterrada donde permanecerá almacenada bajo tierra, guardada justo en el lugar de mejores condiciones hidráulicas, en la parte más alta de la montaña, desde donde sirve de abastecimiento. Pero si el agua depositada no se consume y sube de nivel dentro del depósito, llega de nuevo hasta el interior del cilin-dro por el que una vez vino y encuentra en él un ojal por el que acabar derramándo-se lentamente en el estanque. Lo hará con una lentitud que prorroga la lluvia cuando ésta ha desaparecido y que cubre de sinuosos regueros la pared de hormigón del cilin-dro empapado. Es el agua del cielo, celeste pero terrestre.

El ciclo del agua recorre así, por medio de los diversos habitáculos que le facili-ta la obra, los espesores del cielo y los espesores cársticos y subterráneos. El agua que finalmente descansa atesorada en el lecho del estanque y donde, como por contagio, los visitantes arrojan sus monedas, resulta ser una condensación de estratos diferen-tes. Es un material aislado e inutilizado con una conciencia específica sobre su valor propio. No deja de ser entonces una imagen estremecedora que la figura de la gárgo-la aún encuentre reflejo en el plano de las aguas oscuras del estanque y que todavía, cuando el curso de los acontecimientos pluviales cesó hace mucho, pueda leerse en marcha atrás la relación secreta del estanque con su surfidor celeste. La imagen de la gárgola tiembla sobre la superficie del líquido que ella ha hecho y que aún, desde lo alto, confinúa manteniendo expectante. El cielo se mira por medio de esta pieza bru-tal de hormigón en las aguas. Es como si hubiese sido el causante de alinear los ele-mentos del templo, como si la posición de diversas figuras e incluso la misma elección de dónde inscribir la fundación de la capilla estuviesen determinadas por lo que los antiguos llamaban consideratio, por un observar el orden de las estrellas celestes (sidus) antes que por una contemplatio que sería obtener la prefigura del templo {templum)!' La forma y el contenido de esta nave eclesiástica estarían en deuda con las consideracio-nes celestes mucho antes que con una prefiguración arbitraria del modelo de capilla. Esta vinculación a una fuente poderosa, la del cielo como don, como un receptácu-lo, es una de las más innegables profundidades retenidas en la obra.

230 Embocadura en el cilindro.

231 Planta y sección del estanque con las piezas geo-métricas en él incluidas. El personaje dibujado en uno de los lados revela de repente el verdadero tamaño.

6. I . ILLICH; H;0y las aguas ddolvido, pág. 32.

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232 El estanque.

233 El altar.

III El otro objeto que golpea desde el interior de la obra el contorno del estanque es el bulto donde se aloja un confesionario con sus correspondientes reclinatorios. La rela-ción de proximidad entre el estanque y el bulto debido al confesionario no debe ser desestimada. El pintor Le Corbusier vuelve aquí a estar presente. Son numerosos los ejemplos donde las salas de baño o las rampas y escaleras se colocan alrededor de los árboles como si se pudiese entender una estrecha relación orgánica entre ellos. Hay algo en el orden interno de estas habitaciones que las niega como cuarto, es decir, como recinto ortogonal o como subdivisión de un entero (el cuarto) y que escoge para ellas, por su función o por su significado, una forma más' indecible. Algunos cuartos de baño y algunos elementos de conexión de la obra lecorbuseriana parecen amebas, corolas o huesos y ocupan una posición aparentemente descolocada sobre la planta. La impertinencia de los retretes se convierte tantas veces en un reto, en una ocasión para lo distinto. Puede llegar a pensarse que dificultades asociadas a la correc-ta presentación de los cuartos de aseo en otras obras anteriores podrían equipararse en Ronchamp con la que vive el confesionario, rodeado también de un necesario retiro higienista y cierto secreto. Al observar otra vez la planta de la capilla se comprueba cómo el confesionario, al contrario de lo que le ocurría a la colocación de la gárgola, se ve obligado a ladearse en relación con el eje trascendental de la capilla, el que con-duce al altar y al sagrario. Esta traslación del confesionario no sólo le afecta de izquier-da a derecha, sino que también lo hace desplazarse desde dentro hacia fuera. El confesionario, por razones de su contenido, parece por un momento conminado a salir del centro y del adentro del templo.

En este sentido, el gesto de abultamiento del confesionario sobre la piel de la fachada, el vuelo de la gárgola situada justo encima y la pared ataludada del estanque tejen sus correspondencias. Un soñador de imágenes dinámicas se alegrará al adivinar cómo las aguas pluviales son proyectadas hacia el exterior igual que las contriciones debidas a los penitentes y cómo el estanque, que parece brotar desde abajo, contiene figuras que hablan con sus puntas del cielo. Todo lo que aquí se reúne, hasta el mismo peregrino, resulta llegado desde lejos, desde el otro lado; pero todo interseca. Las rela-ciones entre los objetos o entre las construcciones, aquellas corrientes que se condu-cen entre sus intersticios, amplifican la indeterminación de cada elemento y lo ligan a un aspecto desconocido que, sin embargo, podía pertenecerle desde siempre. Yendo alrededor de la capilla se parficipa tanto de estas ligaduras que difícilmente puede señalarse la distinción entre estar afuera o dentro. Este alrededor que coincide con la cima de la montaña se nutre de la capilla como si la masa capitular fuese su altar. El contorno de Ronchamp es un continuo a la vez macizo y lleno de ahuecamientos.

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arañado sin cesar por presencias relacionadas con hombres y con dioses. El exterior nunca deja de vincularse con el intimismo del interior. Los objetos adheridos, las sen-das y los árboles tienen algo de primigenias capillas, de lugares que oran. Tal vez por ello, la tradicional cabecera orientada al este muestra su concavidad hacia el exterior y no hacia el interior de la capilla; porque todo el alrededor, todo ese afuera, es un lugar religioso: la ladera, el horizonte, las cuencas predecibles de los ríos, son la nave eclesial por antonomasia.

El bulto del confesionario cumple también, como revelan algunas imágenes, la extraña misión de retener la luz cuando la luz ha partido. En el lado oeste donde se encuentra radicado, el volumen del confesionario recibe antes que ninguna otra par-tícula el rayo del suroeste. En verano, con la declinación más alta de los rayos solares, el abombamiento del techo del confesionario aparece soleado contra una pared toda-vía en sombra. En otros lados de la capilla, en el sur y en el este, pueden apreciarse inflexiones en las paredes o prominencias que vendrán a cumplir una misión seme-jante: anticipar la luz inexistente, ser heraldos de la luz, retener el rayo de sol, como por milagro, unos minutos antes de su marcha. Esta presencia de la luz dorada, rete-nida como enigma por la obra, señala junto al estanque la posición de un lugar único cercano a lo intangible. Se siente muy cerca este hágase la luz que es sustrato de toda obra, de toda creación.

Frente al estanque, del otro lado del abultamiento de los confesionarios, se encuentra, entre altos castaños, una instalación metálica debida a jean Prouvé. Se trata de un sencillo ensamblaje de pilares y vigas que sujetan y permiten rotar a tres cam-panas de diferentes tamaños situadas a muy pocos metros del suelo. Lo celeste y lo mineral de la gárgola y de las figuras que brotan del estanque conversan por un momento con el campanario, con esta insólita construcción desplazada de su altura habitual hasta deparar en la bajura del soto. Cuando las campanas tañen, una percu-sión ensordecedora y dulce se eleva desde el suelo. El agua cae por la gárgola o podría caer, las campanas tañen o podrían hacerlo, las hojas y las castañas maduras pueblan el suelo. Se vive un derramamiento de las materias, un vaho alrededor de las paredes y de los pequeños artículos que las hacen humanas y extrañas. Le Corbusier quería, y así lo dejó grabado en bajo relieve sobre una de las campanas, que la colina hablase. El estanque, los costados de la capilla, los tres badajos y los árboles le prestan su voz. Si se sigue el camino que dirige los pasos hasta la puerta de la capilla situada en la facha-da trasera, no queda más remedio que atravesar este umbral incierto. Un poco a lo lejos, unas piedras sumidas en el sotobosque señalan la posición de unas tumbas anti-quísimas. Se diría que este lugar obra un dintel en un exterior, un umbral en pleno aire libre, y que allí mismo, junto a las aguas del estanque, se entra en un exterior.

234 Sobre el bronce de las campanas Le Corbusier graba: "AinsI la colline parlera / à une heure matinale / à l'heure de midi / et á l'heure du soir".

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235 y 236 Alrededores.

237 Avemaria escrita por Le Corbusier.

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(T ir t Ax Oí ^

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IV En la capilla de Ronchamp, los encuentros de la tierra con la obra producen agrupa-ciones de formas. La luz del mediodía, al caer sobre la pared sur, parece desplomarla, parece que es una fuerza que empuja y revienta. El horizonte alsaciano, con sus lan-das, valles y colinas, acusa su doble en las concavidades y en las convexidades, en los meollos y en los abultamientos de una fachada concebida como una piel expuesta. En la fachada oeste el agua pluvial se deshace contra una constelación de piedras; en el estanque la erección de las tres figuras petrifica el salpicar del agua y hace memorable el efímero estrellarse de todo el cielo sobre la superficie del monte. En los vitrales del interior, adheridos a colores y texturas desperfectas aparecen dibujos de palomas, de manos, de estrellas, palabras francesas que no necesitan ser traducidas porque su cali-grafía lo es todo. La tierra, la historia natural y la historia de los hombres, incluso la historia de cada hombre, su flor, su paloma, su mano, su estrella, su letra... intersecan en los muros contra la luz y en ese encuentro se hacen cenitales; lo humano se agran-da ante esta iluminación que cede la obra.

Todos los signos, desde el hormigón bruto y leal hasta la huella del vaciado de una concha de peregrino sobre la puerta, desde el atril de hormigón pintado en color oro hasta las muescas primitivas sobre el altar, estrechan un acto de amor ante la tie-rra, una fidelidad, un idilio con la fuente de la vida que es la tierra, la tierra con mayús-culas, la madre. ' En el caso de la capilla de Notre Dame du Haut no parece que haya preocupado al arquitecto que esta madre sea o no una madre cristiana; él no trata de su existencia. El templo erigido en honor de la madre es una ocasión única para trans-parentar una larga pasión por la tierra.

En el año 1951, cuando la capilla se está proyectando, tiene lugar en la ciudad alemana de Darmstadt un ciclo de conferencias. Allí un joven conferenciante llamado Martin Heidegger presenta una ponencia bajo el título Bauen, wohnen, denken: cons-truir, habitar, pensar. El filósofo se refiere al doble significado de la palabra bauen, que tanto significa construir como habitar. Pero Heidegger deja abierta la posibilidad de otros significados para la misma palabra: cuidar, proteger, cultivar la fierra, cultivar la vid. Construir es entonces cuidar, no es producir. La arquitectura no consiste en la acu-mulación o el apilamiento de materiales y de mediciones, sino en el erigimiento de algo que cuida y que protege, de aquello que realiza un culto, un cultivo; de lo que asiste con cuidado a un crecimiento.

Je vous salue Marie, yo te saludo María, escribe Le Corbusier de su p u ñ o y letra en alguno de los vitrales. Así es su cuidado. En esta oración mantenida en lo alto por la luz del sur ante la penumbra de la capilla radica el senfido de una obra con la que se vuelve a admirar y a hacer admirable la fierra.

mouuíi 238 Caligrama sobre los vitrales del muro sur.

7. Francisco Javier Sáenz de Oiza. Maestro. Conversación inesperada el 9 de octubre de 1999, ante la capilla de Notre Dame du Haut, Ronchamp.

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VAi riit

3 s a s i i'ir.

239 Iglesia de FIrmIny-Vert. Alzados y sección.

240 Le Corbusler en la Acrópolis en 1911.

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V En la iglesia de Firminy-Vert (1956), la superficie troncocónica forma una pared abier-ta al aguacero, por la que el agua cae, chorrea, enmohece. Le Corbusier, que no expli-có en sus escritos este epifenómeno, dibujó sin embargo bellísimos alzados a lápiz grueso de la pared inflexionada y tocada por el material plástico del agua. Consideró la iglesia de Firminy-Vert, que no llegaría a construir, incluida en una tríada memora-ble junto a Ronchamp y la Tourette. La lluvia mojaría y arrugaría este hito pluviomé-trico, se iría deslizando hacia abajo hasta una altura donde un pequeño voladizo que serpentea por la fachada se encargaría de recogerla. Este voladizo, a continuación, la trasladaría a otro punto para convertirla, toda reunida, en un chorro al alcance de la mano junto a la puerta de entrada. Un sitio y un momento donde el agua cambia de nombre y donde sabe distinta: el umbral. Pero sobre el edificio la lluvia no sólo vivirá su escorrentía geotrópica. Lo más importante: el suceso de la lluvia, en forma de regue-ros y manchas, quedará inscrito como una constelación sobre la pared de descenso curva, quedará estancado para ser su ausencia ofrecida para siempre por la piel de la obra. Es un homenaje plástico y cromático, verjurado, a las nubes pasajeras, al aire y a la región de la lluvia.

VI Le Corbusier en la Acrópolis, en 1911, de espaldas, junto a uno de los tambores de una columna en una de las más emocionantes fotografías que de él se conservan. Puede verse el viento de la Acrópolis definirse en las arrugas del traje. Puede adivinarse bajo la tela la complexión del joven viajero de 24 años. Respira ante las soberbias columnas derruidas o construidas por el tiempo. Las manos acuden sin darse cuenta a la cabeza como ocurre en los momentos más graves en los que faltan las palabras. Gracias a que la figura humana concede su escala al trozo de piedra labrada puede determinarse el verdadero tamaño de los tambores de piedra derrumbados. Es un tamaño casi semejante, aunque algo superior, al de los tamaños que se dan en el reino humano. Le Corbusier escribe que su tamaño sobrepasa la altura de un hombre. Este es todo el comentario. Por esta extraordinaria mensura que tanto las acerca a las medi-das humanas las columnas no son inconmensurables sino descomunales. Enormes.

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Introducción 1

Dibujos para la casa Huarte. Francisco Javier Sáenz de Oiza, 1968. Oiza. Ediciones Pronaos. 1996.

2, 3 y 4 Capilla de Otaniemi. Heikki Siren, 1957. Arquitectura finlandesa en Otaniemi. Ediciones Poligrafa. Barcelona. 1971. Fotografía: Matti I. Jaatinen.

Muchacha con una Jarra de agua. Johannes Vermeer, 1664-1665. Johannes Vermeer Waanders Publishers. Zwolle. 1995.

Morning in a City. Edward Hopper, 1944. Edward Hopper 1882-1967. Gail Levin. Munich. 1981.

El Panteón. Interior y exterior. Arquitectura. COAM. N° 319.

El árbol 8 Rama de una higuera en un viaje a España. Alvar Aalto, 1951. Alvar Aaito 1898-1976. Aarno Ruusuvuori. Helsinki. 1981.

Le Corbusier trabajando en Cap Martin. William J.R. Curtis, Le Corbusier Ideas y formas. Hermann Blume. Madrid. 1987.

l O y 11 Árboles en el norte de Holanda. Fotografía: Andrea López, 1992.

12

Pabellón de L'Esprit Nouveau. Le Corbusier, 1925. duvre complete 1910-1929. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1964.

13 Casa en Via Marchiondi. Ignazio Gardella, 1959. Ignazio Oardella nell'architettura italiana. Skira. Ginebra. 2002.

14 Villa Snellman. E.G. Asplund. Colección fotográfica del arquitecto. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocoinno.

15 Villa Snellman. E.G. Asplund. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

16

Villa Snellman. E.G. Asplund. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

17 Entwurf zu einem Mutter-Gottes-Háuschen. Heinrich Tessenow, 1907. Heinrich Tessenow 1876-1950. Verlag Richard Bacht. Essen. 1976.

Ante la villa Mairea 18 Villa Mairea. Vista desde la piscina. Alvar Aalto, 1938-1941. Alvar Aalto Houses. A+U. Tokyo. 1988.

19 Villa Mairea. Planta baja. Alvar Aalto, 1938-1941. /A/i/ar/Aa/to. Phaidon Press. 1995.

20 Villa Mairea. Vista desde el bosque de pinos. Alvar Aalto, 1938-1941. A/var Aalto Houses. A+U. Tokyo. 1988.

21 Villa Mairea. Detalles del vaso de la piscina. Alvar Aalto, 1938-1941. Villa Mairea, 1938-39. Garland Publishing. Nueva York. 1994.

22 Villa Mairea. La sauna. Alvar Aalto, 1938-1941. Alvar Aalto 1898-1976. Aarno Ruusuvuori. Helsinki. 1981.

23 Concurso para una casa de verano. Primer premio. Alvar Aalto, 1928. Alvar

Aalto 1898-1976. Aarno Ruusuvuori. Helsinki. 1981.

24 Villa Mairea. Plano de situación. Alvar Aalto, 1938-1941. zA/var/Aa/ío. Gustavo Gili. Barcelona. 1980.

25 Villa Mairea. Entrada. Alvar Aalto, 1938-

Alvar Aalto 1898-1976. Aarno Ruusuvuori. Helsinki. 1981.

26 Villa Mairea. Cubierta. Alvar Aalto, 1938-1941. ASV Monografías n° 66, 1977. Arquitectura Viva. Madrid.

27 Pabellón bosque. Alvar Aalto, 1938 G. Welin. Alvar Aalto. Obra completa: arquitectura y diseño. Gustavo Gilí. Barcelona. 1996.

28 Villa Mairea. El pabellón de la sauna. Alvar Aalto, 1938-1941. yASV Monogramas n° 66, 1977. Arquitectura Viva. Madrid.

Ante Upper Lawn 29 Upper Lawn. Dibujo. A+PS, 1959-1962. A+P Smithson. Sagep Editrice. Génova. 1991.

30 Objeto celebrativo. A+PS, 1965. Spazio e Società. Enero 1978.

31 Palacio Ducal, Venecià. Fotografía: A+PS, 1985. Climate Register Architectural Association. Londres. 1994.

32 Upper Lawn. Boca del pozo. A+PS. 1959-1962. Changing the Art of Inhabitation. Artemis. Londres. 1994.

33 Upper Lawn. Dibujo. A+PS, 1959-1962. A+P Smithson. Sagep Editrice. Génova. 1991.

34 Upper L|wn. Plano de la parcela. A+PS, 1959-1962. A+P Smithson. Gustavo Gili. Barcelona.

35 Upper Lawn. Día de nieve. A+PS, 1959-1962. Changing the Art of Inhabitation. Artemis. Londres. 1994.

36 Upper Lawn. Empedrado. A+PS, 1959-1962. A+P Smithson. Gustavo Gili. Barcelona.

37 St. Hilda College. Detalle. A+PS, 1967-1970. Fotografía: Luis Martínez Santa-Maria, 1999.

38 St. Hilda College. Chaflán. A+PS, 1967-1970. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

39 St. Hilda College. Axonometría. A+PS, 1967-1970. A+P Smithson. Sagep Editrice. Génova. 1991.

40 Pabellón en Bayswater Road. Pasillo y planta. A+PS, 1959. Architectural Review. Mayo 1960.

41 Pabellón en Bayswater Road. Pasillo y planta. A+PS, 1959. Architectural Review. Mayo 1960.

Ante la Petite Maison 42 Petite Maison. Interior-exterior. Le Corbusier, 1923. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

43 Petite Maison. On a découvert le terrain. Le Corbusier, 1923. Une petite maison. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1954.

201

Page 206: ATS15_El árbol, el camino, el estanque ante la casa

44 Petite Maison. El lavabo. Le Corbusier, 1923. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

45 Petite Maison. Le plan est installé... Le Corbusier, 1923. Une petite maison. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1954.

46 Petite Maison. Un circuit. Le Corbusier, 1923. Une petite maison. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1954.

47 Petite Maison. El hueco en el muro. Le Corbusier, 1923. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

48 Petite Maison. La paulonia en 1923. Le Corbusier, 1923. Fotografía de época. Le Corbusier. Corseaux. Éditions Payot Lausanne. 1987.

49 Petite Maison. El lugar del árbol. Le Corbusier, 1923. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

50 Petite Maison. Vista en escorzo de la ventana. Le Corbusier, 1923. Fotografía: Paolo Rosselli. Revista Lotus, n° 60. Electa.

51 Petite Maison. Desde el lago. Le Corbusier, 1923. Le Corbusier Corseaux. Éditions Payot Lausanne. 1987.

52 Petite Maison. A la espalda de la casa. Le Corbusier, 1923. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999

53 Fusil dibujado en una esquina del plano de sección transversal de la villa Shodhan. Le Corbusier. Le Corbusier CEuvre complète. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1964.

54 Le Corbusier. Trabajar es respirar Le Corbusier CEuvre complète. Les Édi-tions d'Architecture. Zurich. 1964.

55 Petite Maison. Habitación del hijo. Le Corbusier. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

56 Une petite maison. Penúltimo dibujo del libro. Le Corbusier. Une petite mai-son. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1954.

57 Le petit prince. Último dibujo del libro. Antoine de Saint-Exupéry. Le petit prince. Harcourt Brace Jovanovich. Nueva York. 1943.

Ante la villa La Roche 58 Villas La Roche-Jeanneret. Fachada. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier: Villas La Roche-Jeanneret. Fondation Le Corbusier. Birkhauser Verlag. 1997.

59 Villas La Roche-Jeanneret. Planta baja. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier CEuvre complète. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1964.

60 Casa en Reuil. Claude Manet, 1882. Manet en el Prado. Museo Nacional del Prado. Madrid. 2003.

61 Villas La Roche-Jeanneret. Entrada. Fotografía de época. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier: Villas La Roche-Jeanneret. Fondation Le Corbusier. Birkhauser Verlag.

62 Villas La Roche-Jeanneret. Maqueta del Salón de Otoño, 1923. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier: Villas La Roche-Jeanneret. Fondation Le Corbusier. Birkhauser Verlag. 1997.

63 Villas La Roche-Jeanneret. Entrada. Desde dentro. Fotografía de época. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier: Villas La Roche-Jeanneret. Fondation Le Corbusier Birkhauser Verlag.

64 Villas La Roche-Jeanneret. Fotografía de época. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier CEuvre complète. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1964.

65 Villas La Roche-Jeanneret. Entrada. Fotografía de 1998. Le Corbusier, 1923-1925. Folleto titulado "Villa La Roche" FLC-Stéphane Delorme. 1998.

66 Villas La Roche-Jeanneret. Fragmento de la planta baja. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier CEuvre complète. Les Édi-tions d'Architecture. Zurich. 1964.

67 Villas La Roche-Jeanneret. Entrada. Fotografía de la obra, 1925. Le Corbusier, 1923-1925. Le Corbusier: Villas La Roche-Jeanneret. Fondation Le Corbusier Birkhauser Verlag.

Ante las casas patio 68 Casa Farnsworth. Mies van der Rohe, 1945-1950. José Antonio Sosa. Arquitectura. COAM 330.

69 Casa Farnsworth. Fragmento de la planta. Mies van der Rohe, 1950. Studies in Tectonic Culture. MIT Press. Cambridge, Massachusetts. 1995.

70 Grupo de viviendas con patios. Mies van der Rohe, 1931. Mies van der Rohe. Gustavo Gilí. Barcelona. 1982.

71 Mies van der Rohe en la casa Farnsworth. Changing the Art of Inhabitation. Artemis. Londres. 1994.

72 Vivienda con tres patios interiores. Mies van der Rohe, 1934. Mies van der Rohe. Gustavo Gilí. Barcelona. 1982.

73 Casa de vidrio sobre cuatro pilares. Mies van der Rohe, 1950. Mies van der Rohe. Gustavo Gilí. Barcelona. 1982.

74 Monumento a KarI Liebknecht y Rosa Luxemburg. Mies van der Rohe, 1926. Studies in Tectonic Culture. MIT Press. Cambridge, Massachusetts. 1995.

75 Neue Nationalgalerie. Berlín. Mies van der Rohe, 1966-1967. Mies. Dirección General para la Vivienda y Arquitectura. MOPU. Madrid. 1987.

76 Mies en el momento de la elevación de la cubierta de la Neue Nationalgalerie. Cortesía de Reinhard Friedrich. Mies van der Rohe. Una biografía crítica. Blume. Madrid. 1986.

Ante St. Markus 77 St. Markus. Sigurd Lewerentz, 1956-1960. Fotografía: Andrea López.

78 St. Markus. Sigurd Lewerentz, 1956-1960. Fotografía: Andrea López.

79 St. Markus. Interior Sigurd Lewerentz, 1956-1960. Architect Sigurd Lewerentz. Byggforlaget. Estocolmo. 1997.

80 Club de Remo. Estocolmo. Sigurd Lewerentz, 1912. Architect Sigurd Lewerentz. Byggforlaget. Estocolmo. 1997.

81 St. Markus. Fragmento de la planta. Sigurd Lewerentz, 1956-1960. ArcWíecí Sigurd Lewerentz. Byggforlaget. Estocolmo. 1997.

202

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82 St. Markus. Bosque de abedules. Sigurd Lewerentz, 1956-1960. Fotografía: Andrea López.

83 St. Markus. Fragmento de la planta. Sigurd Lewerentz. 1956-1960. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocoinno. 1997.

84 St. Markus. Fragmento de la planta. Sigurd Lewerentz. 1956-1960. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

85 St. Markus. Lecho del estanque. Sigurd Lewerentz, 1956-1960. Fotografía: Andrea López.

86 Capilla en el cementerio de Estocolmo. Croquis del interior. E.G. Asplund. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

El camino 87 Landskab ved Fredensborg. P.C. Skovgaard, 1840. Danske Landskabstegninger Thaning & Appeis Forlag. Copenhague. 1943.

88 Casa unifamiliar aislada. Heinrich Tessenow. Anales de arquitectura. Revista del Departamento de Teoría de la Arquitectura, n° 6. 1995.

89 Jardines de Bonaval. Camino. Álvaro Siza. Fotografía: Andrea López, 1995.

90 Casa Malaparte. Plano de situación. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

91 Cementerio de Forsbacka. Camino. Sigurd Lewerentz, 1914-1920. Fotografía: Andrea López, 1999.

92 Casa del jardinero. KarI Friedrich Schinkel. K.F. Schinl(eL Coliected Architecturai Designs. Academy Editions. Londres. 1982.

93 Altes Museum. KarI Friedrich Schinkel. Studies in Tectonic Culture. MIT Press. Cambridge, Massachusetts. 1995.

94 Casa de la Cascada. Plano de la cimentación. Frank Lloyd Wright, 1939-1945. Fallingwater Abbeville Press. Nueva York. 1986.

95 Jardines de Bonaval. Santiago de Compostela. Álvaro Siza. Fotografía: Andrea López, 1995.

96, 97, 98, 99, 100, 101 y 102 Jardines de Bonaval. Santiago de Compostela. Álvaro Siza. Fotografías: Andrea López, 1995.

103 y 104 Castillo de Praga. Joze Plecnik, 1921-1925. Plecnik. Academy Editions. Londres. 1993.

Ante el cementerio Sur 105 Cementerio de Estocolmo. El camino de ingreso. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

106 Cementerio de Estocolmo. El ingreso. E.G. Asplund, 1935-1940. The Woodland Cemetery: Toward a Spiritual Landscape. Byggfórlaget. Estocolmo. 1994.

107 Cementerio del Bosque. Plano de situa-ción. E.G. Asplund, 1935-1940. Gunnar Asplund. Architect. Ab Tidskriften Byggmastaren. Estocolmo. 1950.

108 Cementerio de Estocolmo. La Colina de la Meditación. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

109 Cementerio de Estocolmo. La Colina de la Meditación. E.G. Asplund, 1935-1940. The Woodland Cemetery: Toward a Spiritual Landscape. Byggfórlaget. Estocolmo. 1994.

110

Cementerio de Estocolmo. La ladera. E.G. Asplund, 1935-1940. Eric Gunnar Asplund. Secretaría General Técnica del MOPU. Madrid. 1987. Fotografía: Lars Hállen.

111 Peregrinación al amanecer. Hacia 1805. Staatliche Kunstsammiungen, Weimar. Caspar David Friedrich and the Subject of Landscape. Reaktion Books. Londres. 1990.

112

Cementerio de Estocolmo. El reloj y la cruz. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

113 Cementerio del Bosque. Planta sótano. E.G. Asplund, 1935-1940. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

114 Cementerio del Bosque. Sección. E.G. Asplund, 1935-1940. Gunnar Asplund. Architect Ab Tidskriften Byggmastaren. Estocolmo. 1950.

115 Villa Rosenberg. E.G. Asplund, 1912. Gunnar Asplund. Architect Ab Tidskriften Byggmastaren. Estocolmo. 1950.

116 Cementerio de Estocolmo. Perspectiva de 1935 sin la cruz. E.G. Asplund, 1935-1940. Erik Gunnar Asplund. Stylos. Barcelona. 1990.

117 Cementerio de Estocolmo. La cruz. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

118 Cementerio de Estocolmo. Reloj. E.G. Asplund, 1935-1940. Gunnar Asplund. Architect Ab Tidskriften Byggmastaren. Estocolmo. 1950.

Ante la villa Savoye 119 Villa Savoye. Le Corbusier, 1931. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

120 ¡Hasta la vista Nueva York! Le Corbusier, 1936. Cuando las catedrales eran blancas. Poseidón. Barcelona. 1979.

121 Villa Savoye. Camino de entrada. Le Corbusier, 1931. Fotografía: Luis Martínez Santa-María.

122 Le Corbusier, Jean Petit. Ronchamp: Le Corbusier Fidia Edizioni. Lugano. 1997.

123 Villa Savoye. Dibujo publicado en 1930. Le Corbusier, 1931. The Savoye House. Éditions du Patrimoine. París. 1998.

124 Villa Savoye. El auto vuelve a París. Le Corbusier, 1931. Le Corbusier duvre complète. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1964.

125 Villa Savoye. Camino de entrada. Le Corbusier, 1931. The Savoye House. Éditions du Patrimoine. París. 1998.

126 Villa Savoye. Fotografía de época. Le Corbusier, 1931. L'architecte, 1930.

127 Villa Savoye. Los caminos. Le Corbusier, 1931. The Savoye House. Éditions du Patrimoine. París. 1998.

203

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128 Villa Savoye. Croquis. Le Corbusier, 1931. Le Corbusier duvre complete. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1964.

129 Villa Savoye. Planta baja. Le Corbusier, 1931. /.e Corbusier duvre complète. Les Éditions d'Architecture. Zurich. 1964.

130 Villa Savoye. Fin de la rampa. Le Corbusier, 1931. Fotografía: Luis Martínez Santa-María.

131 Villa Savoye. Le Corbusier, 1931. Le Corbusier CEuvre complète. Les Édi-tions d'Architecture. Zurich. 1964.

132 Villa Savoye. Sala de baño. Le Corbusier, 1931. Fotografía; Luis Martínez Santa-María.

133 Villa Savoye. Tramo último de la rampa. Le Corbusier, 1931. Fotografía: Luis Martínez Santa-María

134 Estanque para los pingüinos en el zoo de Londres. Lubetkin, 1934. Lubetkin & Tecton. Triangle Architectural Publishing. Londres. 1992.

135 Estanque para los pingüinos en el zoo de Londres. Lubetkin, 1934. Fotografía: Luis Martínez Santa-María.

Ante la casa Malaparte 136 Casa Malaparte. La cubierta. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

137 Casa Malaparte. Fotografía durante la construcción. Octubre-noviembre de 1940. Adalberto Libera. Casa Malaparte. Princeton Architectural Press. Nueva York. 1992.

138 Casa Malaparte. Escalinata a la cubierta. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

139 Casa Malaparte. Proyecto para una pequeña villa. Marzo 1938. Adalberto Libera. Casa Malaparte. Princeton Architectural Press. Nueva York. 1992.

140 Casa Malaparte. Vista general. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

141 Casa Malaparte. Adalberto Libera. Francesco Venecià. Casa Malaparte. Colegio Oficial de Arquitectos de Cádiz. 2001.

142 Casa Malaparte. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

143 Casa Malaparte. Planta de cubierta. Adalberto Libera. Casa Malaparte. Princeton Architectural Press. Nueva York. 1992.

144 Casa Malaparte. Adalberto Libera. Casa Malaparte. Princeton Architectural Press. Nueva York. 1992.

145 y 146 Casa Malaparte. Biblioteca. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

147 Casa Malaparte. Planta primera. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

148 Casa Malaparte. Desde el noroeste. Adalberto Libera. Casa Malaparte. Princeton Architectural Press. Nueva York. 1992.

149 Casa Malaparte. Cubierta mirando hacia tierra. Adalberto Libera. Revista Lotus, n° 60. Electa.

Ante algunas capillas funerarias 150 Isla de Bergen. Plano. Sigurd Lewerentz, 1929-1931. /Arch/íect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

151 Villa Ramen. Sigurd Lewerentz, 1914-1915. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

152 Tumba Bergen. Croquis inicial. Sigurd Lewerentz, 1929-1931. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

153 Tumba Bergen. Plano del lugar. Sigurd Lewerentz, 1929-1931. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

154 Tumba Bergen. El camino ante el agua. Sigurd Lewerentz, 1929-1931. Arc/i/fect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

155 Tumba Bergen. Dibujo con gaviotas. Sigurd Lewerentz, 1929-1931. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

156 Tumba Bergen. Sigurd Lewerentz, 1929-1931. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

157 Tumba Bergen. Dibujo. Sigurd Lewerentz, 1929-1931. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

158 Capilla de Forsbacka. Sigurd Lewerentz, 1914-1920. Fotografía: Andrea López.

159 Capilla de Forsbacka. Plano de situación. Sigurd Lewerentz, 1914-1920. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

160 Cementerio de Rud. Sigurd Lewerentz, 1916-1919. Fotografía: Andrea López.

161 Capilla de Forsbacka. Pavimento de la capilla funeraria. Sigurd Lewerentz, 1914-1920. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

162 Cementerio de Rud. Sigurd Lewerentz, 1916-1919. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

163 Capilla de Forsbacka. Sigurd Lewerentz, 1914-1920. Fotografía: Andrea López.

164 Cementerio de Rud. Textura de las rampas. Sigurd Lewerentz, 1916-1919. Fotografía: Andrea López.

165 Cementerio de Rud. El camino. Sigurd Lewerentz, 1916-1919. Fotografía: Andrea López.

166 Cementerio de Valdemarsvik. Camino a la capilla. Sigurd Lewerentz, 1915-1923. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

167 Cementerio de Rud. El camino. Sigurd Lewerentz, 1916-1919. Fotografía: Andrea López.

168 Cementerio Sur de Estocolmo. Camino a la capilla. Sigurd Lewerentz, 1921-1925. Fotografía: Andrea López.

169 Cementerio Sur de Estocolmo. Capilla de la Resurrección. Sigurd Lewerentz, 1921-1925. Architect Sigurd Lewerentz. Byggfórlaget. Estocolmo. 1997.

204

Page 209: ATS15_El árbol, el camino, el estanque ante la casa

170 Cementerio Sur de Estocolmo. Encuentro de cornisas. Sigurd Lewerentz, 1921-1925. Fotografía: Andrea López.

171 Cementerio Sur de Estocolmo. Planta de la Capilla de la Resurrección. Sigurd Lewerentz, 1921-1925. Architect Sigurd Lewerentz. Byggforlaget. Estocolmo. 1997.

172 Tumba Grubb. Sigurd Lewerentz. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

El estanque 173 Estanque en el patio del Ayuntamiento de Góteborg. La ampliación del ayunta-miento reflejada en el estanque. Eric Gunnar Asplund, 1934-1937. Fotografía: Andrea López, 1999.

174 Estanque ante la capilla de St. Markus, Estocolmo. Lecho del estanque. Sigurd Lewerentz, 1956-1960. Architect Sigurd Lewerentz. Byggforlaget. Estocolmo. 1997.

175 Estanque ante la capilla de St. Markus. Estocolmo. Croquis. Sigurd Lewerentz, 1956-1960. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

176 Estanque en el cementerio Sur de Munich. Hans Dóllgast, 1953-1955. München 5 Architekten. Junta de Andalucía. Sevilla. 1994.

177 Estanque en el patio del Ayuntamiento de Góteborg. Eric Gunnar Asplund, 1934-1937. Fotografía: Andrea López, 1999.

178 Casa de la Cascada. El estanque. Frank Lloyd Wright, 1939-1945. Fallingwater. Abbeville Press. Nueva York. 1986.

179 Baptisterio de Pisa. Fotografía de Le Corbusier. AW. n° 9. S.G.V. 1987.

180 Museo Varmiand. Plano de situación. Cyrillus Johanssons, 1926. Cyrillus Johanssons Museum. BILD, TEXT & FORM. Karistadt. 1998.

181 Museo Varmiand. El estanque. Cyrillus Johanssons, 1926. Cyrillus Johanssons Museum. BILD, TEXT & FORM. Karistadt. 1998.

182 Fundación Querini Stampalia. Planta. Cario Scarpa. Scarpa. Architecture in details. ADt Londres. 1988.

183 Fundación Querini Stampalia. Planta. Cario Scarpa. Studies in Tectonic Culture. MIT Press. Cambridge, Massachusetts. 1995.

184 y 185 Cementerio Sur de Estocolmo. Pila en uno de los patios. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López.

186 Cementerio de Karlstadt. Camino de ingreso. Sigurd Lewerentz, 1914-1920. Fotografía: Andrea López.

187 Cementerio de Karlstadt. Rampa junto al estanque. Sigurd Lewerentz, 1914-1920. The Woodland Cemetery: Toward a Spiritual Landscape. Byggforlaget. Estocolmo. 1994.

188 Impluvium de una casa pompeyana. Fotografía: Mimmo Jodice. Revista Quaderns.

Ante el cementerio Sur de Estocolmo 189 Cementerio Sur de Estocolmo. El estan-que. E.G. Asplund y S. Lewerentz, 1935-

1940. Fabio Galli. Tallum. Byggforlaget. Estocolmo. 1996.

190 Cementerio Sur de Estocolmo. Plano de situación. 1940. E.G. Asplund, 1935-1940. Svenska Arkitekters Riksforbund. Gunnar Asplund. Architect. Ab Tidskriften Byggmástaren. Estocolmo. 1950.

191 Cementerio Sur de Estocolmo. Plano de situación. 1932. E.G. Asplund y S. Lewerentz, 1935-1940. Fabio Galli. Tallum. Byggforlaget. Estocolmo. 1996.

192 Cementerio Sur de Estocolmo. Croquis del estanque. E.G. Asplund, 1935-1940. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

193 Cementerio Sur de Estocolmo. Nenúfares en el estanque. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

194 Cementerio Sur de Estocolmo. El estan-que y la colina. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

195 Cementerio Sur de Estocolmo. Fondo del estanque. E.G. Asplund, 1935-1940. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

196 Cementerio Sur de Estocolmo. El camino y el estanque. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

197 Cementerio Sur de Estocolmo. Bancos ante el estanque. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

198 Cementerio Sur de Estocolmo. El estanque desde el pórtico. E.G. Asplund, 1935-1940. Caroline Constant. The Woodland Cemetery: Toward a

Spiritual Landscape. Byggforlaget. Estocolmo. 1994.

199 Cementerio Sur de Estocolmo. Horizonte del estanque. E.G. Asplund, 1935-1940. Fotografía: Andrea López, 1999.

200 Cementerio Sur de Estocolmo. Fragmento del plano. E.G. Asplund, 1935-1940. Svenska Arkitekters Riksforbund. Gunnar Asplund. Architect. Ab Tidskriften Byggmástaren. Estocolmo. 1950.

201, 202, y 203 Ayuntamiento de Góteborg. El estanque, plantas y fotografía. E.G. Asplund, 1934-1937. Archivos del Museo de Arquitectura de Estocolmo.

204 Asplund en Regeringsgatan

Ante el Pabellón de Alemania en Barcelona 205 Pabellón de Alemania en Barcelona. Techo del estanque. Mies van der Rohe, 1929. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

206 Casa con tres patios. Detalle de una perspectiva. Mies van der Rohe, 1934. M/es van der Rohe, Gustavo Gili. Barcelona. 1982.

207 Pabellón de Alemania en Barcelona. Borde del estanque. Mies van der Rohe, 1929. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

208 Pabellón alemán en Barcelona. Fragmento de la planta. Mies van der Rohe, 1929. Werner Blaser, Mies van der Rohe. Gustavo Gilí. Barcelona. 1982.

205

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209 Pabellón de Alemania en Barcelona. Plano con descripción de los materiales. Mies van der Rohe, 1929. Keneth Frampton, Studies in Tectonic Culture. MIT Press. Cambridge, Massachusetts. 1995.

210

Chalet en ladrillo. Planta. Mies van der Rohe, 1923. Keneth Frampton, Studies in Tectonic Culture. MIT Press. Cambridge, Massachusetts. 1995.

211

Pabellón de Alemania en Barcelona. Amanecer en el estanque. Mies van der Rohe, 1929. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

212

Casa con tres patios. Planta y alzado. Mies van der Rohe, 1934. Keneth Frampton, Studies in Tectonic Culture. MIT Press. Cambridge, Massachusetts. 1995.

213 Pabellón de Alemania en Barcelona. Borde y fondo del estanque. Mies van der Rohe, 1929. Fotografía: Luis Martínez Santa-María.

214 Charlottenhof. Schinkel. KarI Friedrich Schinkel. Academy Editions. Londres. 1982.

215 Pabellón de Alemania en Barcelona. Planta. Mies van der Rohe, 1929. N.M. Rubió i Tudurí. Cahiers d'art, VII-IX, 1929.

216

Habitación de campesino en Seebenstein. 1853. Rudolf von Alt. José Vicente Selma, Imágenes de naufragio. Direcció General de Promoció Cultural, Museus i Belles Arts [Generalitat Valenciana].

217 Casa RiehI. Mies van der Rohe, 1907. Franz Schulze, Mies van der Rohe. Una biografía crítica. Blume. Barcelona. 1986.

218

Pabellón de Alemania en Barcelona. El estanque y el rey Alfonso XIII. Mies van der Rohe, 1929. Mies van der Rohe. European Works. Academy Editions. Londres. 1986.

219 Pabellón de Alemania en Barcelona. Esquina. Mies van der Rohe, 1929. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

Ante la capilla de Ronchamp 220 Capilla de Ronchamp. Fondo del estanque. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María.

221

Capilla de Ronchamp. Lado oeste. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

222 Capilla de Ronchamp. Gárgola y figuras del estanque. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

223 Capilla de Ronchamp. Plano de situación. Le Corbusier, 1950-1955. Fondation Le Corbusier.

224 Capilla de Ronchamp. Lado norte. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

225 Capilla de Ronchamp. Lado sur. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

226 Capilla de Ronchamp. Planta. Le Corbusier, 1950-1955. Jean Petit, Ronchamp: Le Corbusier Fidia Edizioni. Lugano. 1997.

227 Capilla de Ronchamp. Gárgola. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

228

Capilla de Ronchamp. Sección por el estanque. Le Corbusier, 1950-1955. Fondation Le Corbusier.

229 Capilla de Ronchamp. Estanque y pared de la capilla. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

230 Capilla de Ronchamp. Embocadura en el cilindro. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

231 Capilla de Ronchamp. Planta y sección por el estanque. Le Corbusier, 1950-1955. Fondation Le Corbusier.

232 Capilla de Ronchamp. Estanque desde los árboles. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

233 Capilla de Ronchamp. Altar en el exterior. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

234 Capilla de Ronchamp. Las tres campanas. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

235 Capilla de Ronchamp. Campanario. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

236 Capilla de Ronchamp. El estanque y la tumba. Le Corbusier, 1950-1955. Fotografía: Luis Martínez Santa-María, 1999.

237 Capilla de Ronchamp. Avemaria escrita por Le Corbusier. Le Corbusier, 1950-1955. Jean Petit, Ronchamp: Le Corbusier Fidia Edizioni. Lugano. 1997.

238 Capilla de Ronchamp. Figuras en los vitrales. Le Corbusier, 1950-1955. Jean Petit, Ronchamp: Le Corbusier. Fidia Edizioni. Lugano. 1997.

239 Iglesia de Firminy-Vert. Alzados y sección. Le Corbusier, 1956. Fondation Le Corbusier.

240 Le Corbusier en la Acrópolis en 1911. A. Klipstein. A&V, n° 9 (1987).

206

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A R Q U Í T H E S I S

La Fundación Caja de Arquitectos se constituye en 1990 con el objeto de promover y fomen-tar actividades de carácter cultural en el campo de la arquitectura. Uno de los ejes de la tarea editorial que la Fundación se ha propuesto desarrollar, lo constituye la colección Arquíthesis, orientada a la publicación de algunas de las tesis doctorales más relevantes que se hayan realizado en las escuelas de arquitectos, revisadas y adaptadas al formato libro por sus respectivos autores.

Estos textos surgen de la destilación de un largo trabajo de investigación y contienen aporta-ciones originales sobre los temas que afrontan: trascienden el ámbito de su estricta especiali-dad y adquieren un interés general para la disciplina arquitectónica. La colección Arquíthesis pretende, así, poner al alcance del público interesado en los estudios sobre arquitectura un valioso material que, de otro modo, resultaría difícilmente accesible.

T Í T U L O S P U B L I C A D O S

ts 1 La lección de las ruinas, Alberto Ustárroz

ts 2 Nuevas Poblaciones de la España de la Ilustración. Jordi Oliveras Samitier ts 3 Sueño de habitar, Blanca Lleó ts 4 El proyecto de la calle sin nombre, Joaquim Sabaté Bel ts 5 El claro en el bosque, Fernando Espuelas Cid ts 6 Las unités d'habitation de Le Corbusier, Eduard Calafell ts 7 Berlín-Potsdamer Platz, Carlos García Vázquez ts 8 La columna y el muro, Manuel Iñíguez ts 9 El orden frágil de la arquitectura, Joaquim Español ts 10 Apuntes de viaje al interior del tiempo, Luis Moreno Mansilla

ts 11 /.a arquitectura de Gunnar Asplund. José Manuel López-Peláez ts 12 Coderch, variaciones sobre una casa, Rafael Diez Barreñada ts 13 ¿a representación de la ciudad en el Renacimiento. Federico Arévalo ts 14 Cornelis van Eesteren. La experiencia de Amsterdam 1929-1958.

Julián Galindo González

En preparación:

ts Los Angeles doméstico 1900-1960. Construcción de los paisajes inventados. Juan Coll-Barreu

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Este libro de Luis Martínez Santa-María analiza y se recrea en un conjunto de proyectos extraordi-nanos de grandes arquitectos como Aalto, los Smithson, Le Corbusier, Mies van der Rohe, Lewerentz, Asplund o Libera. Interpreta esos proyectos de casas en su conjunción con algo que se encuentra en su exterior; el árbol, el camino, el estanque. Al hacerlo desvela sentidos profundos de lo que significa construir y de lo que significa vivir y soñar la vida propiciada por esa construc-ción. El árbol, el estanque o el camino entran por igual en lo doméstico, en la compañía física y en la imaginación del habitar cotidiano. Al volvernos hacia ellos, al mirarlos y pensar en ellos, se trans-forman en figuras íntimas y, sobre todo, junto a su callada presencia se hacen evidentes funciones

radicales de la casa.

Juan Navarro Baldeweg

Q fundación caja de arquitectos