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1 GRATUIDAD DE LA EDUCACIÓN COMO UN CAMBIO DE PARADIGMA: DEL MERCADO A LOS DERECHOS SOCIALES Fernando Atria INTRODUCCIÓN GENERAL Esta será una serie de cuatro escritos que intentará explicar el sentido de la demanda por educación gratuita, y defenderla de las críticas que ha recibido. Pero es una defensa que pretende mostrar que dicha demanda contiene mucho más que una exigencia respecto del modo de financiamiento de la educación superior. La mejor manera de entenderla es que ella impugna una de las características centrales del “modelo” chileno. Esta impugnación es malentendida cuando se la interpreta como un cambio discreto de política. Es un cambio de paradigma. El modelo chileno se construye sobre la idea de que, en principio, el modo privilegiado de distribución de todo, desde la protección de la salud y la educación hasta los calcetines, ha de ser el mercado. La demanda de “gratuidad” separa algunas esferas del bienestar de cada uno y las reconoce como derechos sociales. Los derechos sociales son el contenido de la ciudadanía. Estas dos maneras de entender cuestiones como la educación o la protección de la salud son auténticos paradigmas en competencia. Primera parte Sobre el cambio de paradigma político: gatopardismo y “anti-gatopardismo” Esta parte discute, primero, la diferencia entre entender la educación como un bien que se distribuye conforme a los criterios de mercado y como un derecho social, para mostrar que la diferencia entre estas dos maneras de entender la educación puede ser calificada como un “cambio de paradigma”.

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Del mercado a los derechos sociales

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G R A T U I D A D D E L A E D U C A C I Ó N C O M O U N C A M B I O D E

P A R A D I G M A : D E L M E R C A D O A L O S D E R E C H O S

S O C I A L E S

Fernando Atria

INTRODUCCIÓN GENERAL

Esta será una serie de cuatro escritos que intentará explicar

el sentido de la demanda por educación gratuita, y defenderla

de las críticas que ha recibido. Pero es una defensa que

pretende mostrar que dicha demanda contiene mucho más que una

exigencia respecto del modo de financiamiento de la educación

superior. La mejor manera de entenderla es que ella impugna

una de las características centrales del “modelo” chileno.

Esta impugnación es malentendida cuando se la interpreta como

un cambio discreto de política. Es un cambio de paradigma.

El modelo chileno se construye sobre la idea de que, en

principio, el modo privilegiado de distribución de todo,

desde la protección de la salud y la educación hasta los

calcetines, ha de ser el mercado. La demanda de “gratuidad”

separa algunas esferas del bienestar de cada uno y las

reconoce como derechos sociales. Los derechos sociales son el

contenido de la ciudadanía. Estas dos maneras de entender

cuestiones como la educación o la protección de la salud son

auténticos paradigmas en competencia.

Primera parte

Sobre el cambio de paradigma político:

gatopardismo y “anti-gatopardismo”

Esta parte discute, primero, la diferencia entre entender la

educación como un bien que se distribuye conforme a los

criterios de mercado y como un derecho social, para mostrar

que la diferencia entre estas dos maneras de entender la

educación puede ser calificada como un “cambio de paradigma”.

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Luego explica las consecuencias de que se trate de un cambio

de paradigma: lo que cambia no es sólo el juicio que nos

merece esta o aquella política, sino también los criterios

que especifican qué es virtuoso y qué es vicioso, qué cuenta

y qué no cuenta como una objeción. Por eso la discusión sobre

“gratuidad” parece girar en banda. Parte de lo que está en

discusión es qué es una objeción y qué no es.

(Leer la primera Parte)

Segunda parte:

cambio anti-gatopardista:

poco tiene que cambiar para que todo sea distinto

Es un error pensar que si se trata de un cambio de paradigma

la consecuencia política es la necesidad de “refundar todo y

partir de cero”. Para explicar por qué esto es un error esta

segunda parte discute el cambio de paradigma como un cambio

anti-gatopardista. Si “gatopardismo” es la idea de que todo

tiene que cambiar para que todo siga igual, “anti-

gatopardismo” sería la idea de que poco tiene que cambiar

para que todo sea distinto. La segunda parte explica cómo es

posible realizar un cambio de paradigma (del mercado a los

derechos sociales) mediante cambios “pequeños”.

(Leer la Segunda Parte)

Tercera parte:

¿Qué es “gratuidad”?

La tercera parte discute la cuestión de la “gratuidad” de la

educación y en qué consiste. “Un sistema en que la educación

superior se pague con cargo a un impuesto a los graduados”,

se dice, “no es gratuidad”. Pero la idea de “gratuidad” no

puede ser entendida sin referencia al nuevo paradigma de

derechos sociales. Por eso la confusión actual sobre qué es

lo que cuenta como “gratuidad”. Esta parte desarrolla una

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explicación de porqué la gratuidad es importante y en qué

consiste, para formular un criterio que nos permita saber qué

contaría como “gratuidad” y qué no.

(Leer la Tercera Parte)

Cuarta parte:

¿Comenzar por la primera cuestión o por la más

importante? (educación superior y educación escolar)

En la cuarta parte se discute algo que es central a la idea

de cambio paradigmático: ¿cómo puede un paradigma nuevo

surgir de instituciones que descansan en un paradigma

antiguo? La objeción habitual aquí es que no se justifica

dedicar tiempo, esfuerzo político y recursos económicos a la

reforma del sistema de educación superior, porque no es la

dimensión más relevante del sistema educativo: es claro que

mucho más importante es el sistema escolar. Por eso algunos

críticos alegan que comenzar por la gratuidad en la educación

superior es un despropósito. Los críticos tienen razón solo

en la medida en que ignoran que se trata de un cambio de

paradigma, porque cuando el cambio es paradigmático no hay

ninguna razón para pensar que la cuestión más importante será

siempre la que deberá ser solucionada en primer lugar. Esta

parte discute esta distinción entre la primera cuestión y la

más importante, explicando por qué el régimen de la educación

superior no es la más importante, pero ha de ser la primera.

(Leer la Cuarta Parte)

Esta serie, en sus cuatro partes, discute ideas desarrolladas

en las siguientes columnas:

Fernando Atria y Claudia Sanhueza, Gratuidad de la educación

superior (en El Mostrador, 22/5/2013)

Ignacio Briones y Sergio Urzúa, Los mitos de la gratuidad en

la educación superior (en El Mercurio, 29/5/2013)

Ignacio Briones y Sergio Urzúa, Gratuidad en educación

superior: nunca paga Moya (en El Mercurio, 30/6/2013)

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PRIMERA PARTE

SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO:

GATOPARDISMO Y “ANTI-GATOPARDISMO”

(volver)

La idea de “gatopardismo” se construye sobre la diferencia

entre cambio en sentido cuantitativo (cuantas cosas cambian)

y cambio en sentido cualitativo, (cuán radical es el cambio).

Una postura ingenua (“pre-gatopardo”, podría uno llamarla)

sostiene que un cambio radical es un cambio en que muchas

cosas cambian. La idea de “gatopardismo” subvierte esta

correlación ingenua entre cantidad y calidad, porque advierte

que pueden cambiar muchas cosas y todo, sin embargo, seguir

igual. La idea inversa es que pueden cambiar pocas cosas y

todo, sin embargo, ser distinto.

Hace unos días, Michelle Bachelet anunció un conjunto de

medidas que constituían un “cambio del paradigma de cómo

entendemos la educación”. A mi juicio, la mejor

interpretación de este anuncio de la Presidente Bachelet es

esta segunda idea: que se trata de un cambio radical, aunque

no es un cambio de muchas cosas. Las cosas que cambian son

pocas, pero implica pasar de un sistema que entiende a la

educación como un bien de mercado (es decir, algo que se

compra y se vende en el mercado, conforme a las reglas del

mercado) a un sistema que entiende la educación como un

derecho social.

Muchos han recibido estas afirmaciones con escepticismo.

La razón es que Michelle Bachelet carga con su condición de

ex-presidente de una coalición política que es hoy vista como

ejemplo de gatopardismo. Y es una pregunta abierta si el

gatopardista de ayer puede realmente transformarse en el

anti-gatopardista de hoy.

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No me interesa discutir aquí este punto. Lo que quiero

hacer es explicar el sentido de un “cambio de paradigma”, y

defenderlo de las críticas que ha recibido.

Mercado y derechos sociales

El “cambio de paradigma” es, como ya está dicho, pasar de

entender la educación como un bien más que se compra y se

vende en el mercado a entenderla como un derecho social. En

principio, la diferencia no podría ser más radical: que algo

se distribuya a través del mercado implica que es problema de

cada uno proveérselo. Si quien va al mercado no encuentra lo

que quiere, es su problema, no nuestro problema. Eso porque

en el mercado nadie tiene derecho a lo que va a comprar, y lo

obtiene sólo en la medida en que puede satisfacer las

exigencias unilateral y arbitrariamente (=a su arbitrio)

impuestas por el vendedor. Por consiguiente, la provisión de

algo en el mercado es tan desigual como la distribución

inicial de recursos: el que tiene mucho dinero puede comprar

muchas cosas, el que tiene poco dinero comprará pocas cosas.

Esta es la manera en que funciona la educación en Chile

(y prácticamente todo lo demás), al menos sobre la subvención

estatal. Sobre esos (aproximadamente) 50 mil pesos, cada uno

puede ir al mercado y comprar lo que quiera y pueda comprar.

Algunos podrán comprar mucho, otros podrán comprar poco,

otros nada. Algunos podrán satisfacer las condiciones

pecuniarias u otras que impongan a su arbitrio quienes

ofrecen educación, otros no podrán satisfacerlas. Y todo esto

será en esa esfera de la vida (el mercado) en que la pregunta

por qué es lo que cada uno recibe es una cuestión privada, no

pública.

Por supuesto, como en el ejemplo recién mencionado, un

sistema de mercado puede funcionar con un subsidio para

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quienes no pueden pagar, y de ese modo asegurar a todos el

“acceso”. Por eso quienes piensan en esos términos no pueden

entender la demanda por “gratuidad”, que es una demanda por

abandonar el mercado como criterio de distribución. En una

columna reciente, Ignacio Parot se queja precisamente de

esto: quienes abogan por la “gratuidad”, dice, “No son

capaces de explicar por qué la gratuidad es el único

mecanismo que permite independizar al acceso de la capacidad

de pago de sus familias. Simplemente se saltan el debate y lo

asumen como un hecho”. En el paradigma antiguo, se trata de

“independizar el acceso”: si todos tienen “acceso” al mercado

el problema público ha quedado resuelto. Sobre ese acceso

garantizado por subsidios mínimos, cada uno comprará el

adicional que pueda, lo que quiere decir: la desigualdad es

un problema privado. Pero en el paradigma nuevo, en que la

educación es un derecho social, las necesidades educativas de

todos son iguales, por lo que nadie tiene derecho a recibir

mejor educación que otros (o, para decirlo de una manera que

no quede expuesta a la objeción de “nivelación hacia abajo”,

todos tienen derecho a recibir una educación que abra las

mismas posibilidades de desarrollo de la personalidad). La

educación, en tanto derecho social, ha de distribuirse

conforme a las necesidades, no conforme a la riqueza privada.

Y el Estado actúa para realizar los derechos de todos, no

para subsidiar a los pobres mediante un sistema que al mismo

tiempo, garantiza al rico que podrá recibir una educación

muchísimo mejor (o tanto más buena como pueda pagar). Y

cuando se trata de asegurar “el acceso” a algo que sigue

entendiéndose como un bien de mercado, la consecuencia en los

hechos inevitable será segregación. Eso es lo que el mercado

siempre produce: diferenciación de la oferta para calzar la

diferenciación de la demanda. Ignorar esta dimensión en el

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contexto de uno de los sistemas educacionales más segregados

del mundo es una demostración de la fuerza de los

“paradigmas”. Si el criterio de distribución es el mercado y

quienes no tienen nada que ofrecer ahí solo tienen derecho a

que les asegure el acceso, la desigualdad y la segregación no

son problema, son invisibles (como lo eran efectivamente en

toda la discusión pública sobre educación antes de 2011,

antes de la irrupción del nuevo paradigma de derechos

sociales).

Si la educación es un derecho social, el mercado no

puede ser el criterio de distribución y “garantizar el

acceso” no es suficiente: ahora cada ciudadano, por el hecho

de ser ciudadano, tiene el mismo derecho a la educación, por

lo que quien no la recibe tiene una queja políticamente

relevante. El hecho de que unos reciban más o mejor educación

que otros es ahora políticamente inaceptable, y el que ofrece

educación no está en condiciones de imponer unilateralmente

condiciones de acceso: el derecho en este caso está del lado

del que requiere educación, y el que la ofrece está, como el

Estado, “al servicio” del primero (porque ocupa la posición

de obligado por el derecho del ciudadano, y es claro que el

deudor no está en posición de condicionar unilateralmente su

prestación).

Pasar de un sistema que entiende a la educación como un

bien de mercado a uno que la entiende como un derecho social

es, entonces, un cambio radical, que justifica hablar de

“cambio de paradigma”.

La idea de “cambio de paradigma”

La idea de “paradigma” fue popularizada por Thomas Kuhn al

tratar de entender la evolución de la ciencia. Lo que Kuhn

llamaba “un paradigma” era mucho más que una teoría en el

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sentido de un conjunto de respuesta a los mismos viejos

problemas que una teoría anterior había sido incapaz de

responder. Un nuevo paradigma no sólo trae consigo nuevas

respuestas, sino especialmente nuevas preguntas, nuevos

criterios de relevancia (qué es lo que merece ser

investigado, explicado y analizado y qué no) y nuevos métodos

de verificación, es decir, nuevos criterios de corrección.

Esto último es especialmente importante, y sirve para

entender parte de la discusión sobre qué quiere decir

“gratuidad” y si ella es o no conveniente. Las objeciones que

se levantan en contra de esta idea son objeciones que no

tienen sentido en el nuevo paradigma de los derechos sociales

porque funcionan en el contexto del paradigma antiguo, el de

la educación como un bien de mercado. Lo que bajo un

paradigma cuenta como una objeción es, bajo el paradigma

nuevo, algo irrelevante o una ventaja, y viceversa. Por eso

la discusión parece no avanzar, y girar en banda.

Dos ejemplos recientes pueden ilustrar este punto. En

una columna anterior a la ya citada, el mismo Ignacio Parot

ha objetado a la idea de educación gratuita pagada con cargo

a impuestos que con ella “se pierden todas las señales de

precio en las decisiones de estudio”, sin aparentemente notar

que la condición para que haya señales de precio (en el

sentido en que a él le interesa) es que haya mercado, lo que

quiere decir: que haya desigualdad en la provisión, de modo

que cada uno reciba lo que su dinero puede comprar. Si la

educación es un derecho social, eso quiere precisamente decir

que las “señales de precios” no son las señales adecuadas.

Así, por ejemplo, los órganos humanos para trasplantes no se

distribuyen hoy con un criterio de mercado. La razón es

precisamente que cuando se trata de distribuir órganos no nos

interesan las “señales de precio” (esas señales deben

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descansar sobre la diferente disposición y capacidad de cada

uno de pagar por algo), porque los órganos deben distribuirse

de acuerdo a un criterio de necesidad y no de acuerdo a

(capacidad de pagar su) precio. En el paradigma antiguo, en

que el mercado era visto como el modo de distribución válido

por defecto, que algo implicara la pérdida de “las señales de

precio” era una objeción; en el paradigma nuevo, es algo que

debe ser celebrado.

En otra columna reciente, Andrés Hernando ha intentado

ridiculizar el argumento respecto de educación gratuita,

atacando una columna de Claudia Sanhueza: “Claudia Sanhueza

nos dijo que regalarles autos a aquellas familias que pueden

comprarlos puede ser una política social progresiva. ¿No me

cree? Es muy fácil: toda familia que demuestre estar en

condiciones de comprar un automóvil lo recibe del Estado

[...]. Ahora, para tapar el hoyo que eso deja en las finanzas

públicas les cobramos un impuesto a los ingresos altos de

quienes recibieron autos de modo que paguen mucho más que el

valor del auto que recibieron” (Hernando aquí ignora la

diferencia entre lo que Sanhueza dice y lo que es implicado

por lo que Sanhueza dice, pero dejemos esas sutilezas de

lado).

Es divertido que Hernando entienda tan espectacularmente

mal el argumento contrario que incluso cuando trata de

reducirlo al absurdo no le resulta. Porque es claro que el

sentido de la “gratuidad” de la educación (sobre lo que

volveremos en la tercera parte) es que todos reciban de

acuerdo a sus necesidades. En su reducción al absurdo del

argumento, Hernando dice que “toda familia que demuestre

estar en condiciones de comprar un automóvil” recibirá uno

“gratis” (es interesante que la unidad relevante para

Hernando sea “la familia” y no el individuo). El autor se da

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el trabajo de ejemplificar, por si no ha quedado claro: “los

que pueden comprar un citycar chino, reciben un citycar

chino, los que pueden comprar un auto de lujo sueco, reciben

un auto de lujo sueco y así”. Pero precisamente si los

automóviles fueran provistos por el Estado, el criterio de

distribución de los automóviles se independizaría totalmente

de “lo que cada uno pueda comprar”. Si el Estado paga a

todos, ya no importa cuánto puede privadamente pagar cada

uno. Por supuesto que es irracional en sus propios términos

dar a cada uno el mismo auto que podría comprar y luego

cobrarle un impuesto por el mismo monto o uno superior. En

ese caso el Estado estaría haciendo las veces de mero

intermediario. Todo el sentido de la “gratuidad” de la

provisión (de educación, en la demanda real; de automóviles,

en la caricatura de Hernando) es que lo que cada uno puede

pagar por esa provisión deja de ser la medida en que cada uno

recibirá. El hecho de que Hernando no entienda el sentido

básico de la demanda a la que se opone deja en cuestión toda

su crítica, porque pareciera entonces que está simplemente

hablando de otra cosa.

Pero ignoremos esto último. Aunque Hernando quiere

mostrar (supongo) que la educación gratuita es regresiva

reduciendo al absurdo el argumento de Sanhueza, en realidad

lo que muestra es que la objeción contra la distribución de

automóviles conforme a un criterio de ciudadanía y no

conforme a un criterio de mercado, aunque no sería regresiva,

no se justifica. En efecto, desde luego no tiene mucho

sentido (por lo menos en nuestras condiciones actuales de

vida) entender que hay algo así como “un derecho social al

automóvil”. Si lo hubiera, entonces el argumento de Sanhueza

que Hernando intenta ridiculizar mostraría que no es

regresivo distribuirlo conforme a un criterio de ciudadanía.

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Pero no lo hay, y eso quiere decir que no es parte del

contenido de la ciudadanía tener un automóvil. Hernando cree

que con esto ha mostrado algo sobre educación, no sobre

automóviles: “si el mecanismo propuesto no le parece sensato

para financiar los automóviles de los chilenos (que así

transformaríamos en un „derecho social‟), ¿por qué habría de

serlo para financiar la educación superior?”. La respuesta es

tan obvia que hace nuevamente dudar que Hernando entienda el

argumento que critica: porque dada la relevancia que la

educación tiene en las posibilidades de desarrollo del propio

plan de vida, distribuir educación como se distribuyen los

automóviles es inaceptable; porque el daño que se le hace a

las posibilidades de vida de una persona cuando ella no

recibe o recibe mala educación es incomparable con el que

sufre el que no puede comprar un automóvil o puede comprar

solo un city car chino. El “cambio de paradigma” que estamos

considerando ahora es que por esto la educación (a diferencia

de los automóviles) es parte del contenido de la ciudadanía,

de modo que todo ciudadano tiene derecho a una educación que

abra las mismas posibilidades de desarrollo de la

personalidad. Que no es aceptable que esas oportunidades de

desarrollo sean medidas por la cantidad de dinero de la que

disponen los padres de cada uno.

* * *

Como lo que está en discusión es un cambio de paradigma en

educación, ya no podemos usar los mismos criterios para

evaluar las políticas educativas. Lo que antes parecía

verdadero u obvio ahora es falso y no trivial. Una de esas

políticas es la de la “gratuidad” de la educación superior,

que ahora debe ser evaluada como parte fundamental del

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contenido de la ciudadanía y no en términos de si elimina o

se aprovecha de las señales de precios o si distribuye o no

la educación de un modo distinto a otros bienes que no son

parte del contenido del a ciudadanía. Bajo el paradigma

nuevo, esas críticas dejan de ser críticas y constituyen

aspectos virtuosos de la nueva manera de pensar sobre

educación. Ese es el criterio más claro para identificar un

auténtico cambio de paradigma: cambian los criterios de

corrección.

(volver)

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SEGUNDA PARTE:

CAMBIO ANTI-GATOPARDISTA:

POCO TIENE QUE CAMBIAR PARA QUE TODO SEA DISTINTO

(volver)

Ya hemos visto, en la primera parte, lo que significa un

cambio de paradigma: no es solo una respuesta distinta a las

mismas preguntas, sino un cambio en las preguntas. Por eso

cambia también lo que cuenta como una respuesta, y entonces

lo que es una ventaja y una desventaja, lo que cuenta y lo

que no cuenta como una objeción. Cambia, en breve, la forma

de ver el mundo. Ahora es importante mostrar como un cambio

de paradigma puede advenir al modo “anti-gatopardista”, es

decir, mediante cambios cada uno de los cuales, evaluado

aisladamente, no es muy considerable.

El ejemplo a ser utilizado para discutir este punto es

el sistema de financiamiento de la educación superior

propuesto por Claudia Sanhueza y yo en una columna publicada

hace unos días (para una explicación más detenida, véase

Atria, La Mala Educación, pp. 105-126). Dicho sistema se

construye sobre la base del “sistema integrado de

financiamiento de la educación superior” inventado por el

actual gobierno, y que éste denomina (incorrectamente)

“crédito contingente al ingreso”. Nuestra propuesta era

introducir a ese sistema dos cambios: primero, que el sistema

cubra no sólo al 90% más pobre, sino a todos. Se trata de un

sistema universal y no hay espacio para automarginarse (para

evitar un problema obvio de selección adversa). Todos han de

financiar su educación superior de este modo, es decir, todos

estudian “gratis” y luego pagan un impuesto progresivo de

entre 5 y 10% de sus ingresos por 10 años. Esta es la segunda

diferencia: bajo el régimen propuesto por el gobierno,

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quienes tengan (ex-post) altos ingresos, y entonces

“devuelvan” lo que recibieron (a un interés del 2%) antes de

los 15 años dejan de pagar en ese momento. En el sistema

propuesto todos pagan por los mismos 15 años (por supuesto,

atendidas estas dos modificaciones los números deberían

revisarse a la baja, pero por ahora usaremos los del

gobierno).

En la evaluación de esos cambios, hay una decidora

contraposición entre Parot y Hernando. El primero insinúa que

nosotros tratamos “de hacer aparecer pequeño” un cambio que

no lo es, mientras el segundo cree que efectivamente sea

pequeño (él celebra que solo sugiramos “corregir un modelo

que nos parece adecuado y no de gratuidad universal”). La

idea de anti-gatopardismo es la que muestra que ambos tienen

razón, pero en el sentido exactamente inverso: en el sentido

de Parot, los cambios son efectivamente pequeños, y en el

sentido de Hernando no se trata de corregir un modelo sino

transformarlo radicalmente.

Poco tiene que cambiar...

Los cambios que proponemos son “pequeños” en términos de la

discusión actual sobre “gratuidad”. No se trata de que

nosotros “tratemos de hacer aparecer pequeño el cambio”, se

trata de que en términos de las objeciones que se han

levantado en contra de la idea educación “gratuita” son

efectivamente pequeños. En efecto, las objeciones de Parot y

Hernando contra nuestra idea son en realidad objeciones

contra el sistema originalmente propuesto por el gobierno. Es

desde este punto de vista que el cambio es “pequeño”. Tres

ejemplos aquí pueden ser suficientes.

1. Fijación de aranceles. Ya hemos visto que Parot

objeta que con nuestras “pequeñas” modificaciones “se pierden

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las señales de precio”. Esto es “distorsión” que puede genera

nuestra propuesta, que hace “necesaria una estricta fijación

de aranceles”. Pero la “estricta fijación de aranceles” es

una característica del sistema propuesto por este gobierno,

que prohíbe a las universidades que reciban estudiantes con

“crédito contingente al ingreso” cobrarles a esos estudiantes

un arancel real que sea superior al arancel de referencia por

el cual recibieron el beneficio. Si uno toma en cuenta que el

“crédito contingente” del gobierno está pensado para cubrir

al 90%, es difícil no ver en el arancel de referencia una

“fijación de precios”. Parot se pregunta: “¿Cómo se fijarán

los aranceles? Probablemente no son preguntas fáciles de

responder”. Por supuesto que no son preguntas fáciles de

responder (¿por qué es una objeción que una propuesta

implique cuestiones difíciles de solucionar? ¿Quién dijo que

las cosas importantes deben siempre ser “fáciles”?). Pero por

ahora podemos decir: los aranceles se fijan del mismo modo

que en el sistema propuesto por el gobierno se fija el

“arancel de referencia” (por cierto, la metodología utilizada

por el gobierno es muy inadecuada, aunque eso es otro asunto.

Nuestra propuesta no crea un problema inexistente de fijación

de aranceles, y en este sentido es “pequeña”).

2. Desincentivos a estudiar carreras de altos ingresos.

Hernando, por su parte, sostiene que nuestra propuesta

“genera evidentes desincentivos a estudiar carreras

relativamente mejor remuneradas o, al menos, a graduarse de

ellas. Incluso, puede desincentivar el esfuerzo escolar, toda

vez que el premio de ir a la mejor carrera de la mejor

universidad es ahora menor”. Ignacio Briones y Sergio Urzúa,

por su parte, sostienen que este sistema desincentivaría “el

esfuerzo de los buenos alumnos”.

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Esto parece una broma digna de Freakconomics: sólo un

economista puede creer que, digamos, un joven de primero

medio no va a hacer esfuerzo para estudiar medicina porque

cuando sea médico y tenga un alto ingreso deberá pagar en

proporción a ese ingreso, o que alguien no va a querer

estudiar una carrera que le permitirá ganar 1000 porque

entonces tendrá que pagar 100, y preferirá estudiar una

carrera con la que ganará 500 para pagar solo 50.

Pero ignoremos esto. Briones, Urzúa y Hernando no

parecen notar que la “contingencia al ingreso” propuesta por

el gobierno tiene, en buena medida, el mismo efecto (en el

sistema del gobierno, el pago es progresivo). Si nuestra

propuesta tiene un efecto en esta materia, es que el

“desincentivo” se hace igual para todos, lo que no parece ser

problemático: después de todo, ¿por qué el Estado debe

“desincentivar”, pero solo tratándose del 90% más pobre, que

se gradúen o estudien carreras mejor remuneradas?

3. Beneficio a las universidades de estudiantes más

ricos. Por último, Briones y Urzúa se preguntan si esta

propuesta “No aumentará la segregación al promover un éxodo

desde la educación superior pública a la privada”, mientras

Hernando sostiene que “Si existen universidades privadas que

decidan no recibir las transferencias estatales (lo que en

principio sería inconstitucional prohibir), éstas se volverán

más atractivas para los alumnos más talentosos, ya que, a

diferencia de las universidades „gratuitas‟, en las primeras

pagarían sólo el costo de la carrera”. Tienen, por supuesto,

toda la razón (salvo Hernando en la cuestión de

inconstitucionalidad) en pensar que un sistema que financia

solo a algunos producirá ese efecto. Por eso mismo el sistema

tiene que cubrir al 100% de los estudiantes. Las afirmaciones

de Briones, Urzúa y Hernando son en realidad un argumento

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contra el sistema propuesto por el gobierno, que cubre al 90%

y deja afuera al 10% más rico. Dicho sistema implicará que

habrá universidades para ricos (es decir, para estudiantes de

ese 10%) que gozarán de una triple ventaja: (a) no tendrán la

limitación que la “fijación de precios” (el arancel de

referencia) implica, (b) recibirán a estudiantes de los

mejores establecimientos educacionales, y (c) verán que toda

su competencia (las demás universidades) no gozan de las dos

ventajas anteriores. De nuevo, el argumento de Hernando no es

un argumento en contra de nuestra propuesta, es un argumento

en contra del sistema inventado por el gobierno.

... Para que todo sea distinto

Estos tres ejemplos muestran el sentido en que los cambios

que proponemos son “pequeños”: lo son porque se construyen

sobre el sistema propuesto sobre este gobierno de modo que

las objeciones tradicionales de los economistas que aceptan

ese sistema quedan respondidas. Si nos dicen que nuestra

propuesta exige fijación de precios, diremos que el sistema

del gobierno ya lo hace; si a alguien le parece plausible el

argumento de que “desincentiva” el estudio de carreras de

altos ingresos, podemos decirle que nuestra propuesta iguala

la cancha al no “desincentivar” sólo al 90% más pobre; si nos

dicen que beneficiaría a las universidades que se marginen

del sistema, responderemos que esa objeción solo alcanza a un

sistema que, como el del gobierno, admite la auto-

marginación. En todos estos casos el sistema propuesto mejora

al del gobierno en sus propios términos: radicaliza la

igualdad de oportunidades que la exclusión de la brecha entre

arancel real y arancel de referencia persigue, asegura que

todos los estudiantes están sujetos al mismo régimen de

“incentivos” o “desincentivos”, deja a todas las

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universidades en la misma condición, sin permitir a algunas

ventajas por sobre las otras. Comenzando desde el sistema de

este gobierno, no es necesario discutir todo desde el

principio, porque (casi) todo ya está concedido.

Pero el cambio es “muy grande” en términos del sentido

de la educación. Es el “cambio de paradigma”. Y se trata de

un cambio “anti-gatopardista”, es decir un cambio radical que

se logra con cambios pequeños a lo que ya existe: poco tiene

que cambiar para que todo cambie.

En efecto, bajo nuestra propuesta, la educación superior

deja de ser algo a lo cual cada uno puede acceder de acuerdo

al dinero que poseen sus padres; ahora en lo que a precio se

refiere, todos están igual. El más rico no puede usar su

riqueza para comprar educación superior, porque la educación

no es un bien de mercado: es un derecho igual de todos. Como

es un derecho social, que interesa a todos, todos contribuyen

a financiarla. Contribuyen no de acuerdo a lo que cada uno

recibió, sino de acuerdo a lo que cada uno está en

condiciones de aportar.

La idea de un “impuesto específico”

Entonces, ¿hay alguna objeción específica a la propuesta?

¿Hay objeciones que no se apliquen con igual o mayor razón al

sistema propuesto por el gobierno?

De partida hay que excluir argumentos que se basan en

malentender lo dicho. Hernando, por ejemplo, justifica la

propuesta de restringir el “crédito” al 90 más pobre,

excluyendo al 10% más rico, apelando “al subsidio en tasas de

interés que conlleva el CAE”. Pero si el sistema es para

todos, y si todos pagan por el mismo período (el gobierno

sugería 15 años), no hay subsidio. Ese 10% más rico

terminará, al final, pagando más de lo recibido, por lo que

Page 20: Atria,_Del_mercado_a_los_derechos_sociales,_un_nuevo_paradigma_político

20

no recibirá un subsidio, sino al contrario: contribuirá a

pagar la educación de los demás. El subsidio a los ricos

existiría si para los más ricos se tratara, como en la

propuesta del gobierno, de un crédito (es decir: si para

ellos el monto de lo que tienen que pagar ex-post es medido

en relación a lo que recibieron). Si se trata de un impuesto

(medido no por relación a lo que recibieron, sino a su

capacidad de pago ex-post) no hay subsidio para los más

ricos, por ser los más ricos.

Hernando además repite la cantinela del uso alternativo

de los recursos: “¿todavía pretenden convencernos que no

existe un conflicto de uso alternativo de recursos?”. Pero él

mismo dice que el problema del uso alternativo se plantea,

solo en la medida en que la “gratuidad” se financie con

impuestos generales, no cuando se financia con impuestos

específicos (dice que si nos movemos de impuestos específicos

a impuestos generales, “el uso alternativo de los recursos

vuelve a morder fuerte”). Para resucitar el problema del uso

alternativo, entonces, Hernando necesita ofrecer un argumento

contra el uso de impuestos específicos, en virtud del cual

deberíamos desecharlos y recurrir a los generales. Y Hernando

cree que tiene un argumento en contra del uso de un impuesto

específico en este caso. Es, sin embargo, una mera apelación

a un dogma sorprendente y enteramente injustificado: que “los

impuestos específicos se usan para alterar decisiones que son

socialmente indeseables”. El mismo dogmatismo está detrás de

la crítica de Briones y Urzúa, que ante la idea de un

impuesto específico preguntan: “¿Cuál es la externalidad

negativa que lo justifica?”. La candidez de esta apelación a

un dogma muestra que aquí apelan a algo obvio en el contexto

del paradigma antiguo, que como entiende todo con criterios

de mercado ve en los impuestos solo un precio. Pero en el

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21

paradigma nuevo los impuestos pueden ser considerados no como

precios, sino como formas de hacer posible la solidaridad.

Es importante notar lo enteramente injustificada que es

esta idea de que los impuestos específicos solamente pueden

ser utilizados para corregir externalidades negativas. ¿Habrá

que decir que la actividad minera, sujeta a lo que la ley de

la renta llama un “impuesto específico a la actividad minera”

(art. 64 bis) es “socialmente dañina” y necesita ser

desincentivada? Por supuesto que no: se trata de que los que

se benefician de una actividad que tiene ciertas

peculiaridades contribuyan de una manera adicional. El punto

es importante, y puede generalizarse: el hecho de que un

impuesto sea específico significa que grava a una actividad

determinada. Pero esto desde luego no prejuzga respecto del

sentido de ese gravamen.

En algunos casos ese gravamen se justificará porque lo

impuestos se usan como precios que solucionan un problema de

externalidades negativas (como el impuesto a los

combustibles); en otros casos porque se quiere una

contribución adicional de quienes participan en una actividad

especialmente importante (como la minería) y en otros casos

porque se busca que lo que los participantes de una actividad

gastan en ella financie solidariamente la actividad para

todos. Ese es el sentido del “impuesto específico” a los

graduados (en realidad es un impuesto “cedular”, porque grava

un estatus, no una actividad): cada uno recibe de acuerdo a

sus necesidades, cada uno aporta de acuerdo a sus

capacidades.

(volver)

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22

TERCERA PARTE:

¿QUÉ ES “GRATUIDAD”?

(volver)

La segunda parte terminaba rechazando el dogmatismo de

suponer de entrada que todo impuesto específico se justifica

solo en la idea de “precios”, es decir, en la idea de

desincentivar una actividad socialmente dañosa. La idea era

que un impuesto es “específico” cuando grava una actividad

determinada y “cedular” cuando usa como criterio de

determinación de la capacidad contributiva un estatus. Que un

impuesto sea específico o cedular, desde luego, nada dice

acerca del sentido de gravar esa actividad (o de usar ese

estatus como criterio). Puede ser para desincentivar la

actividad, pero también puede ser por otras razones, y en el

caso del impuesto específico a los graduados se trata de

financiar solidariamente algo que interesa a todos,

desvinculando totalmente lo que cada uno paga de lo que cada

uno recibe.

Este último punto nos lleva a mi objeción favorita. Es

mi favorita porque es la que más cándidamente se confunde con

las palabras. Hernando celebra que la propuesta “no sea

gratuidad ni pretenda serlo”, y Briones y Urzúa (en una

columna distinta a la ya citada) sostienen que “a menos que

se invoque el absurdo de que no pagar hoy, pero sí mañana,

significa gratuidad, la propuesta no implica educación

superior gratis”. El proceso es pintoresco: (1) el economista

de turno oye la demanda: “educación gratuita”; (2) la

interpreta como si fuera una demanda absurda: “pretende que

la educación cae del cielo como el maná”; (3) escucha una

propuesta que muestra que no se trataba de una demanda

absurda, y entonces (4) en vez de volver sobre sus pasos y

Page 23: Atria,_Del_mercado_a_los_derechos_sociales,_un_nuevo_paradigma_político

23

corregir su propia caricatura, ¡dice que la propuesta no es

gratuidad!

La demanda por educación “gratuita” no puede ser

entendida como una educación por la que nadie paga, que cae

del cielo como el maná. Por supuesto, mucha oposición a esa

demanda ha creído que basta con decir eso para rechazar la

demanda, pero eso sólo muestra incapacidad de entenderla. En

el sentido relevante, algo se ofrece “gratuitamente” cuando

no hay vínculo entre lo que cada uno paga y lo que cada uno

recibe. Así, por ejemplo, el Servicio Nacional de Salud (NHS)

británico, el paradigma de un servicio público “gratuito” y

universalista, fue creado en 1948 por Aneurin Bevan sobre la

base de 3 principios: (1) que respondiera a las necesidades

de todos; (2) que fuera gratis en el punto de servicio (“free

at the point of delivery”); y (3) que se basara en la

necesidad clínica, no en la capacidad de pago.

Sería absurdo decir que las prestaciones de salud

ofrecidas por el NHS son “gratis” en el sentido de que nadie

paga por ellas. El sentido del segundo principio nunca fue la

fantasía infantil de que nadie pagara por él, sino hacer

verdaderamente posible, y no sólo una declaración abstracta

de buenas intenciones, el tercer principio: que las

prestaciones de salud serían distribuidas conforme a un

criterio de necesidad (especificados de acuerdo a un

protocolo público y no modificable caso-a-caso por el

prestador), no en un criterio de capacidad de pago, lo que a

su vez implicaría la satisfacción del primer principio: un

servicio que responde a las necesidades de todos.

Por esto lo que es verdaderamente importante queda

correctamente expresado en el segundo principio, que no

afirma que el NHS provee de “prestaciones gratuitas”, sino

“gratuitas en el punto de servicio”. Esto, que puede parecer

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una diferencia marginal, es completamente central. Si las

prestaciones no son “gratuitas en el punto de servicio”, es

decir, si se ofrecen a cambio de un pago (presente o futuro),

entonces ese pago y la capacidad para hacerlo condiciona la

prestación, de modo que ya no puede decirse que el que la

necesita tiene derecho a recibirla. La capacidad de pago se

transforma, contra lo dispuesto por el tercer principio, en

el criterio conforme al cual las prestaciones escasas se

distribuyen. Y como consecuencia de esto el sistema ya no

puede cumplir el primer principio: no responderá igualmente a

las necesidades de todos, sino preferentemente a la de los

más ricos. Si la prestación es ofrecida “gratuitamente en el

punto de servicio”, ella ya no queda sujeta a la condición de

pagar su precio. Como consecuencia de esto, las prestaciones

no serán distribuidas según la capacidad de pago de cada uno,

sino conforme al tercer principio: de acuerdo a la necesidad.

Puede entonces decirse que todo el que necesite de

prestaciones de salud tiene derecho a recibirlas, y que el

sistema responde, como exige el primer principio, a las

necesidades de todos.

Este es el sentido de la demanda de “gratuidad” de la

educación superior: que el hecho de que el dinero está

desigualmente distribuido no se manifieste en que el que

tiene más dinero puede comprar más o mejor educación.

En el sistema propuesto, esta idea recibe máxima

expresión. Todos los que estudian en la educación superior

(el sistema ha de cubrir no solo universidades, sino también

institutos profesionales y centros de formación técnica y no

sólo a “los más pobres”, sino a todos, porque la lógica de

los derechos sociales es universal, no focalizada)

contribuyen a pagar los costos de la educación superior. En

el sentido mágico de que la educación sea como el maná, que

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25

cae del cielo, esto no es “gratuidad”. Pero si lo es en el

sentido bevanita del NHS: es gratis en el punto de servicio,

y por consiguiente la educación que cada uno recibe no queda

condicionada a la capacidad de pago (presente o futura). Como

lo que cada uno recibe queda desvinculado de lo que cada uno

puede pagar (conforme al segundo principio de Bevan), el

criterio de distribución pasa a ser la necesidad (tercer

principio). Y del sistema como un todo puede decirse que

responde igualmente a las necesidades de todos (primer

principio).

Por otro lado, como se trata de un impuesto específico

(cedular), está radicalmente a salvo del cargo de ser

regresivo: no se trata de gastar más (o menos) en educación,

se trata de una nueva forma de distribución de ese gasto. En

principio, podría tratarse de los mismos recursos que hoy se

destinan a educación, pero distribuidos de modo de cortar el

vínculo de mercado entre lo que cada uno puede pagar y lo que

cada uno recibe.

(Es importante notar que lo que aquí se está discutiendo

es la forma de financiamiento de los estudios superiores. La

universidad como institución cumple funciones adicionales a

la de formar profesionales, y esas otras funciones deben

financiarse de un modo independiente, conforme a un criterio

distinto. Desde el punto de vista del interés público, no es

razonable pensar que todas las universidades,

independientemente de su forma de gobierno o estatuto

jurídico, cumplirán de forma adecuada esas otras funciones.

Cuando se trate de universidades que cumplen funciones

públicas, ellas deben ser especialmente financiadas por el

Estado en atención a la importancia de esas otras

actividades. Esa es la lógica de la demanda actual por fondos

basales de libre disposición tratándose de universidades

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26

públicas. El monto y la forma de estos aportes basales es una

cuestión importante y de alguna complejidad, por lo que no es

abordado aquí. Pero una vez rechazada la idea de que el

financiamiento de las universidades debe en todo caso asumir

la forma de un “susidio a la demanda”, no hay razón alguna

para pensar que el modo de financiamiento de los estudios

universitarios ha de ser la única forma de financiamiento de

la universidad. Aquí lo que importa destacar es que al hablar

de un impuesto cedular, como hasta ahora, no se está

proponiendo un sistema completo de financiamiento

universitario, lo que quiere decir que no se está excluyendo

la posibilidad de que el Estado concurra con aportes basales

directos al financiamiento de las otras funciones que las

universidades públicas desempeñan).

De lo anterior se sigue que, cuando la pregunta es: ¿es

este un sistema de “educación gratuita”?, la respuesta es: en

el sentido políticamente relevante, si. Claro, en el sentido

que los críticos caricaturizaron y malentendieron: que la

educación sea tratada como maná que cae del cielo, no es

gratis ni podría serlo, por la sencilla razón de que no cae

como maná del cielo. La propuesta asume que es necesario

pagar por educación, porque la educación requiere recursos.

Pero en el sentido políticamente relevante, en el sentido de

que la educación deje de ser un bien que se distribuye con la

lógica desigual del mercado y pase a distribuirse con la

lógica ciudadana de los derechos sociales, si lo es. Como en

el caso del NHS, no es “educación gratuita”, porque no es

pensamiento mágico. Es, también como en el caso del NHS,

“educación gratuita en el punto de servicio”, porque lo que

importa es que la educación se distribuya conforme a un

criterio de necesidad (ciudadanía), no capacidad de pago.

(volver)

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27

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28

CUARTA PARTE:

¿COMENZAR POR LA PRIMERA CUESTIÓN O POR LA MÁS

IMPORTANTE?

(EDUCACIÓN SUPERIOR Y EDUCACIÓN ESCOLAR)

(volver)

Hay otro punto en que los críticos reaccionan al unísono: no

hay que preocuparse por la “gratuidad” de la educación

superior, porque la educación superior es la que en términos

generales es menos relevante. Es mucho más importante la

educación preescolar, o la básica, que la superior. Ignacio

Briones y Sergio Urzúa sostienen que “todo esfuerzo por dar

gratuidad aguas abajo va siempre en desmedro de mejorar las

desigualdades de origen aguas arriba”; Parot: “¿No sería

mejor gastar estos recursos en etapas más tempranas de la

enseñanza, las que son ampliamente definidas como

prioritarias por los expertos?”; Hernando: “¿Cuánto podríamos

hacer por estos niños si destináramos los fondos que pagarían

la universidad del 10% más rico a ayudarlos antes de que se

abran estas brechas?”.

Y ya que estamos en esto, hay en general una explicación

para que nos estemos preocupando de cosas marginales como la

educación superior: “los preescolares no marchan ni eligen

las canciones que bailan nuestros políticos y cantan sus

asesores”, como dice Hernando en otra columna.

Aquí hay dos cosas que decir. La primera es que, como ya

hemos visto, el problema del uso alternativo de los recursos

no se plantea, porque no estamos discutiendo qué hacer con

recursos que podrían en principio destinarse a cualquier

cosa, sino cómo distribuir los recursos que hoy se gastan en

educación superior: ¿deben distribuirse a través de un modelo

de mercado, en que cada uno financia lo suyo y entonces cada

uno recibe lo que puede pagar, o a través del modelo de los

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derechos sociales, en que cada uno paga de acuerdo a sus

capacidades y la educación es, como las prestaciones del NHS,

gratis en el punto de servicio? Porque este es el sentido de

que se trate de un impuesto específico (cedular). Claro, en

su dogmatismo, los críticos entienden que los impuestos

específicos sólo tienen una función: la de desincentivar

actividades socialmente dañinas, pero ya hemos visto que eso

es pura ideología de ellos: otra finalidad es precisamente

asegurar solidaridad en un gasto que sin impuesto específico

sería puramente individual. Como decía John Maynard Keynes,

“El problema no está en las ideas nuevas, sino en las viejas,

que se esconden en cada pliegue del entendimiento de quienes

han sido educados en ellas”.

Pero hay ahora un punto más importante acerca del

argumento que estamos considerando. La objeción es que lo que

es verdaderamente importante es educación escolar y pre

escolar, y que el problema de la educación superior es de

secundaria importancia. De este juicio de importancia

relativa los críticos llegan a la conclusión de que el primer

problema que debe ser abordado es el de la educación escolar

o preescolar. Pero con esto cometen un error en términos

estratégicos que no podría ser más evidente. Ellos confunden

la primera cuestión con la más importante, y del hecho de que

una determinada cuestión sea identificada como “la más

importante” saltan a que ha de ser la primera, que enfrentar

antes que ella cualquier otro problema es una pérdida de

tiempo o de recursos. Esto es absurdo. La recomendación

estratégica es evidente: la cuestión más importante debe ser

enfrentada solo cuando uno está en posición de resolverla

correctamente. La primera cuestión es la que en las

circunstancias puede ser enfrentada y solucionada de modo tal

que su solución nos deja en una mejor posición para enfrentar

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la cuestión más importante. Por supuesto que la cuestión de

la recta organización de un sistema escolar y preescolar que

trate a la educación como un derecho social es la más

importante. Es, de hecho, poco probable que haya una reforma

que sea más importante en términos de redefinir el contenido

de la ciudadanía en Chile. Por eso mismo no es razonable

pensar que será la primera, que podremos comenzar por ahí a

realizar el nuevo paradigma. De ahí la importancia de la

discusión sobre educación superior. Cuando discutimos sobre

exclusión de la educación provista con fines de lucro, o del

financiamiento compartido, o sobre “gratuidad”, o sobre

selección, es evidente que las condiciones para realizar

estas ideas son mucho más auspiciosas cuando se trata de

educación superior que escolar. Si esas reformas se

introdujeran, y la educación superior pasara a estar

organizada conforme a una lógica no de mercado sino de

derechos sociales, eso mismo será suficiente para plantear la

contradicción con un sistema escolar organizado conforme a la

lógica de mercado: ¿por qué esa diferencia, si todos sabemos

que la educación escolar es más importante que la superior?

Claro, este argumento supone que el problema con el

sistema educacional no es algún detalle regulatorio

específico, sino las bases fundamentales sobre las cuales

descansa. Y supone también que la reforma de esas bases será

un proceso que tomará tiempo. Parte de la razón por la que el

cambio político cuando es paradigmático es lento es que es

necesario ir aprendiendo bajo las nuevas instituciones algo

que bajo las antiguas quedaba oculto. Aprendiendo bajo un

sistema que entiende la educación como un derecho social, por

ejemplo, que el sentido que hoy tiene la libertad de

enseñanza es especialmente vacío, porque es una libertad que

sólo tiene contenido para quien tiene recursos que usar en el

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31

mercado, en la medida en que tenga esos recursos. Este

proceso de aprendizaje sugiere que no es por la parte más

importante por donde tenemos que empezar. Es por la parte que

está más avanzada, en la que sea más fácil introducir la idea

nueva y permitir que quienes vivan bajo ella comiencen a

experimentar una nueva manera de entender la libertad, una

que es de verdad porque es para todos. Cuando ese aprendizaje

se haya producido, el momento para la cuestión siguiente

estará dado.

Hoy, cuando la discusión es sobre educación escolar,

quienes defienden el sistema actual defienden “la libertad”

de los padres de aportar a la educación de sus hijos mediante

financiamiento compartido. Dicen que limitar esa libertad es

limitar un derecho fundamental de los padres. Y que el gasto

público debe ser “focalizado”; Y que es una libertad

fundamental de los establecimientos educacionales seleccionar

estudiantes, porque solo de esa manera se puede garantizar la

“comunidad de valores” que un proyecto educativo supone y

requiere; Y que es una condición necesaria para la existencia

y subsistencia de la educación particular, y así de la

libertad de enseñanza, el que el “mercado” educacional esté

abierto a emprendedores que participan de él no porque les

importe la educación, sino porque pretenden con eso obtener

buenas utilidades para el capital que invierten.

Pero cuando se trata de educación superior, todos estos

puntos ya han quedado, en los hechos, decididos. Primero,

este gobierno ha concedido que en materia universitaria el

equivalente al financiamiento compartido (la brecha entre el

“arancel de referencia” que el Estado financia y el “arancel

real” que la universidad cobra) es injustificable. En efecto,

el Mensaje con el que se envió al Congreso Nacional el

proyecto de ley de Sistema integrado de financiamiento de la

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32

educación superior propone eliminar esa brecha, porque ella

“atenta fuertemente contra la igualdad de oportunidades en el

acceso a la educación superior” (véase la p. 4 del Mensaje

firmado por el Presidente Piñera y sus ministros Larraín y

Beyer).

Segundo, contra la cantinela de la regresividad de la

educación superior gratuita, el propio gobierno ha inventado

un sistema de financiamiento que puede ser transformado

(mediante las dos modificaciones “pequeñas” que propusimos

con Sanhueza) en un sistema universal de “gratuidad en el

punto de servicio” que es evidentemente no regresivo, lo que

resulta indiscutible al notar que el sistema que Sanhueza y

yo sugerimos es más, no menos, progresivo que el del

gobierno, precisamente porque se trata de impuestos y es

universal. En efecto, si uno compara el sistema propuesto por

el gobierno y el nuestro y atiende solo a la cuestión de la

regresividad, la respuesta es evidente. Por eso nuestros

críticos han disputados otras cosas (los “desincentivos que

provee”, la pérdida de señales de precios, la inexistencia de

“externalidades negativas” que justifiquen un impuesto

específico), y no han querido nunca responder esta pregunta:

¿es nuestra propuesta un sistema más regresivo que la

propuesta del gobierno?

Tercero, en el sistema universitario es aceptada en

general la idea de que las instituciones no tienen por qué

tener control unilateral sobre el acceso a ellas, que se

decide conforme a reglas públicas dadas de antemano que no

son susceptible de manipulación por cada universidad (el

sistema integrado de admisión que, con todos los problemas

que la PSU tiene, responde a un criterio completamente

opuesto al que rige en el sistema escolar). Este sistema de

admisión no solo se aplica a todas las universidades

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33

(públicas y privadas) del CRUCH, sino se ha extendido desde

2013 a siete universidades privadas “no tradicionales”.

Y cuarto, es claro en materia universitaria que es

posible que haya universidades privadas y diversidad de

proyectos universitarios sin necesidad de que haya espacio

para proveedores con fines de lucro. La existencia de

proyectos no estatales tan disímiles entre sí como la

Universidad Católica y la Universidad de Concepción es prueba

suficiente de esto.

En estas cuatro dimensiones es mucho más realista operar

ahora la transformación del sistema de educación superior que

el de educación escolar en un sistema que responda a la

lógica de los derechos sociales y no a la del mercado.

Finalmente, es necesario agregar una observación

adicional, una que es especialmente relevante atendida la

necesidad de aprendizaje que un cambio de paradigma requiere:

lo normal será que en el primer momento, el paso de un

sistema de mercado a uno universalista de derechos sociales

sea experimentado como una pérdida de libertad por quienes

tienen recursos para comprar en el mercado. Así, el reemplazo

del sistema de ISAPREs por un sistema como el NHS, que es

universal y gratuito (en el punto de servicio), sería visto

como una pérdida por quienes pierden la posibilidad de

contratar seguros de salud que les aseguran hotelería clínica

de 5 estrellas. Esto es solo apariencia, porque un sistema

universal incrementa la libertad de todos y no la de algunos.

Pero que sea solo apariencia no hace más fácil el primer paso

cuando se enfrenta a la oposición de quienes tienen más poder

y recursos. En el caso de la educación superior, esta

situación se invierte. En efecto, el estudiante “rico” (es

decir, el del décimo decil) es sociológicamente rico, pero no

individualmente rico (no tiene ingresos). Por consiguiente,

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normalmente para él la “gratuidad en el punto de servicio”,

el hecho de que no necesite pagar para poder estudiar será

también, al menos en muchos casos, experimentado como mayor

libertad. Su libertad de elegir qué estudiar no depende de

las preferencias de otros, entre ellos su familia. Y aquí es

relevante lo que parecía ser sólo una peculiaridad del

argumento de Hernando, para el que la unidad relevante es la

familia y no el individuo. Los jóvenes que acceden a la

educación superior, cuando ésta es gratuita en el punto de

servicio, estarán en condiciones de vivir como mayores de

edad, porque la ley les asegurará las condiciones materiales

de la autonomía. Y esta experiencia del (sociológicamente)

rico de que los derechos sociales realizan también su

libertad es una dimensión crucial en el proceso de

aprendizaje ya mencionado.

Esa es la razón por la que la discusión sobre

financiamiento de la educación superior es tan importante:

porque una vez que el sistema de educación superior haya sido

transformado conforme a un principio universalista y no

focalizado, en la lógica de los derechos sociales y no de

mercado, entonces la contradicción entre ese sistema y uno

escolar, basado en la lógica de mercado, será insostenible.

La cuestión de la educación superior no es la más

importante, es solo la primera. Es la que nos dejará en una

posición adecuada para enfrentar la más importante.

(volver)