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ANTOLOGíA - revistafabula.com · palabra, todas las sílabas, letra a letra, se le despeñaban garganta abajo sin que pudiera poner ... su particular calvario. Con las más finas

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ANTOLOGíA

Cada uno lleva su cruz a cuestas y la de

Zacarías era que las palabras se le caíanhacia adentro. No es que fuera mudo o untímido crónico. Hubo algún tiempo, tan

alejado ya que casi nadie lo recuerda, que habló, ylo hizo bien. Pero a partir de un día aciago cadapalabra, todas las sílabas, letra a letra, se ledespeñaban garganta abajo sin que pudiera ponerremediq a tan desesperante circunstancia

El, al principio, no entendía qué pasaba; conla lengua, que poco a poco se le iba entumeciendopor el desuso, trataba inútilmente de empujar losvocablos más allá de sus labios. Pero era una tareavana. Los labios, finos y pequeños, se agrietaron, yla lengua comenzó a dormir un sueño cargado depalabras del que ya no se despertaría sino en unapostrera e inútil ocasión. Día a día Zacarías constatabaque todo lo que pretendía expresar, aunque fuera elmás diminuto monosílabo, se deslizaba por elesófago, abarrotándole las entrañas de una molestapesadez que ninguna sal de frutas lograba aliviar.

Zacarías trató de recordar cómo comenzósu particular calvario. Con las más finas pinzas de lamemoria evocó la ocasión en que, con el ánimoalterado por la emoción, había pretendido recibirsiguiendo las ordenanzas a su tío Germán, a la sazónTeniente General de la IVZona Militar A la puerta delcuartel, con un impecable corte de pelo, el uniformede gala sin una arruga y la más exquisita posiciónde firmes, saludó a su tío. Zacarías quiso decir "a lasordenes de Vuecencia", y sin embargo nada pudopronunciar, ni entonces, ni durante los cinco días dearresto en la batería (castigo que pudo ser muchomás riguroso si no llega interceder la tía Mercedes,"pobrecito, no le ha dado tiempo a contar las estrellas,con todas las que llevas encima de la hombreraGermán; Mercedes, no me digas lo que tengo quehacer con la tropa, bastante tengo con lo de casa;nada, nada, sargento, al mastuerzo de la puerta lemete usted cinco días de arresto por no saludarme,ni como mando, ni como hermano de su madre" ).

Esas, que en verdad fueron las primeraspalabras que engullera con conocimientodesconcertado Zacarías, se perdieron entre lasvísceras, el olvido y un rencor muy marcial y muyafilado que desde entonces siempre le profesó al tíoGermán, ese imbécil.

Sin embargo, la primera ocasión en que laspalabras se dilapidaron sin mesura, fue la noche quequiso declararle su amor a una chica de voz lisa.Zacarías pretendía susurrarle, suavecito y al oído,

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princesas, imperios azules y labios luminosos. Laspalabras, para su desesperación, se deslizaron haciala tráquea sin que pudiera evitarlo, mientras el silencio,un silencio cargado de heraldos, invadía el espacioque se iba abriendo entre los dos. La muchacha leadivinó la intención y dejó sobre la boca seca deZacarías un beso delicioso que le supo a gloria. Sintiólos labios tanto tiempo deseados un segundo despué,sde que ella le dijera "qué tímido eres Zacarías". Elquiso decir "no", con el sabor de su piel, con el olorde su pelo frágil aún enganchado (Zacarías entoncesno supo que sería para siempre) entre su boca yainútil y el corazón acribillado. En vez de demostrarsu otrora brillante don de la palabra, sintió en susentrañas cómo las palabras se precipitaban conestruendo de guijarros en un cascajal.

El asunto no mejoró, sino que comenzó atomar el color de los grillos en las noches de verano.Durante un par de semanas después de lo ocurridocon la chica, Zacarías dedicó las horas a deambularpor la casa familiar tratando de evitar, en lo posible,a sus miembros y al servicio. Aunque eran muchosy de hábitos imprevisibles, la vivienda sedesparramaba amplia, con múltiples salones, rinconesdonde nunca se acumulaba el polvo y pasillos quese cruzaban formando un dédalo en penumbras. Lacasa se extendía inmensa e intrincada como unmuseo nacional, de unas proporciones tanextraordinarias que Zacarías siempre había tenido laíntima seguridad de que ni siquiera su madre, quehabía invertido los primeros quince años dematrimonio y una parte de su fortuna en adornarla,la conocía en toda su extensión.

Durante aquellas primeras semanas desufrimiento Zacarías se recluyó en su habitación,unos cuantos metros cuadrados en lo más recónditode la vivienda donde tenía su particular refugio, eltesoro de su vida. Allí colgó, después de arrancarunas cuantas fotografías fedatarias de otrosmomentos felices de palabras, gritos y frasesmalgastadas, un espejo barato que había compradoen el mercado. Eligió la silla más cómoda, colocó elazogue frente a él y seleccionó, entre todos, suvocablo preferido: "cereza". Sólo pudo sentir, mientrasobservaba abatido el reflejo de su impotencia, cómolas letras resbalaban y caían hacia el estómago."Menos es más", pensó al optar por un monosílabo

que se adecuara a sus carencias, "por qué no sol,mar, si me esfuerzo un poco puede que hasta luna,un delicioso bisílabo". Elsilencio, apenas importunadopor unos ridículo silbiditos que surgieron de la boca,inundó la habitación, su reino de otro mundo, su vida.

Así transcurrieron los días, las semanas,varios meses. Un tiempo de infinito tormento, detripas abarrotadas de palabras fallidas que Zacaríasllenaba con más lecturas, sueños y cuentos. En sucallada soledad, esas fueron las únicas estrategiasque se le ocurrieron para vadear, por el lado menosprofundo, la condena del mutismo. Llegó el invierno,el frío en las calles y en el ánimo derruido de Zacarías.Fue precisamente en la comida del día de Navidadcuando su madre observó, antes de ordenar al servicioque sacara los aguamaniles con el agua de limón,"a Zacarías le pasa algo, lleva unos días algo mustio".Los hermanos y el padre, que siempre habíanconsiderado a doña Amalia una fina psicólogafrustrada, miraron a Zacarías, se miraron entre sí yasintieron complacientes mientras se bebían, sinhacer el más mínimo ruido, el contenido tibio de loslavamanos. "Con vosotros no se puede", dijocontrariada la madre de familia, "a ver, Concepción,saque el vol au vant del horno; y tú, Zacarías, mañanasin falta al médico conmigo, ya veremos si hablas ono".

De nada valieron los diplomas, los títulos,los solemnes certificados con que el doctor Mirandóntapizaba hasta el último centímetro de su consulta.Toda su ciencia se evidenció insuficiente para siquieracomprender el problema de Zacarías, la cruz de sucorazón. Le hizo pruebas, lo atiborró con cuestionariosridículos y le hizo sentirse un poco más extraño, unapizca más taciturno. Cuando salieron de la últimasesión, durante la cual el galeno miró a Zacarías conun rastro de odio por su primer diagnósticodesbaratado, su madre sintió un destello de victoriaaplazada. "No te creas que esto va a quedar así,mañana mismo te llevo al especialista, al, aL... al quesea".

El especialista se lo recomendó la viudaIriarte, doña Teresa, "sí hija, sí, tienes que Ilevarlo allogopeda, claro, seguro que él te puede ayudar, yalo verás".

Pero ni Zacarías ni su madre pudieron vernada, a no ser las exageradas facturas que el doctorenviaba a casa en unos elegantes sobres colorsalmón. Cada vez que el padre de Zacarías llegabaa la hora de la comida, miraba la bandeja de platadonde la criada le dejaba el correo. Durante una

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temporada, los dos meses largos que su hijo acudióa la consulta acompañado por la madre atosigante,al atisbar entre el resto de la correspondencia unabrizna del alarmante color de las minutas dellogopeda, el buen hombre se iba a comer al Círculo,arrastrando tras de sí una salmodia que nadie pudo,nunca, llegar a entender

Del especialista lo llevaron al cirujano, quetras una dolorosa operación certificó que las cuerdasbucal es de Zacarías estaban en perfecto estado. Deél, su madre lo hizo acudir a unas sesiones de hipnosisinducida, de la que sólo se sacó en claro de elmuchacho tenía enquistada en el subconsciente unamisteriosa atracción por las masas oscuras de agua.En un postrer intento, que ya no tenía otro fin quedejar a salvo la conciencia materna, Zacarías estuvoen la chabola de un curandero en los arrabales delrío. Bajo la tejavana, entre los frascos de mixturas, lamirada escrutadora de un búho disecado y elburbujeante hechizo de la marmita, sobreponiéndoseal ácido olor de Olegario, el curandero, el chico tuvoque aguantar durante horas unos emplastosnauseabundos que aquel médico apócrifo le colocababajo la lengua. "Esto te soltará las palabras, es unafórmula que me enseñó el mismísimo Merlín, en unakelarre en el que invocamos su espíritu, era cosade ver zagal, el mago de los magos". De las sesionescon Olegario, Zacarías sólo tuvo que lamentar unainfección en las encías y el recuerdo, que le acompañóunos meses, del desagradable olor de aquel farsantesin malicia perdido en su magia.

Entre las visitas a médicos, brujos y otracaterva imprecisa de buscavidas, Zacarías continuaba,cada noche, su particular terapia en busca de algúnvestigio, el más ínfimo recuerdo, de su antiguo donde la palabra. Después de cada cena evitaba sentirseculpable por las mal disimuladas lágrimas defrustración de su madre, y se recluía en la habitación,entre sus libros. Pero aun con la puerta cerrada y conel corazón poco a poco más encallecido, oía losahogados murmullos de indignación del resto de lafamilia. Una vez superados sin éxito los recursos dela ciencia, dejadas por imposibles las artes mágicas,a sus progenitores sólo les quedaba achacar laparquedad de palabra de Zacarías a su indómitavoluntad, a un nuevo y disparatado capricho del niño.

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El niño ya no lo era tanto. Cuando cumpliólos treinta, y como consecuencia ineludible de lasecreta fórmula con la que cada noche trataba devolver a oír el sonido de sus palabras, Zacarías sefue convirtiendo en un obeso deforme y repulsivo.Todas las palabras, absolutamente todos los versos,hasta el más diminuto signo de puntuación que nochetras noche trataba de volver hacer brotar de su bocaexánime, más allá de la marchita flaccidez de lalengua, se acumulaban entre vísceras y piel,dificultándole los andares, la respiración y el últimorescoldo de orgullo que aún conservaba intacto ensu corazón.

Los brazos se hincharon sin mesura, laspiernas ya eran una masa adiposa sin solución decontinuidad desde el muslo hasta el tobillo; bajo sumentón, una papada amplia y oscilante como lasubres de una vaca vieja, flameaba con cada vaivénde la cabeza. El abdomen, en concreto, comenzó atomar proporciones bestiales, casi proboscidiasAlgunos amigos que todavía conservaba lepropusieron que dejara de beber, durante un tiempo,las ingentes cantidades de cerveza con las que cadadía intentaba aliviar, en lo posible, la melancolía quele endurecía su silenciosa soledad.

Pero él sabía que la deforme figura, su vientreabultado, no eran sino palabras fallidas, millones devocablos impronunciados que se amontonaban sinorden bajo su piel. Cuando los amigos le palpabanla tripa, redondita y tibia, a Zacarías le atacaba consaña la tristeza, se terminaba de un trago su jarra delitro de cerveza y huía, a la velocidad que le permitíasu cuerpo colosal, hasta su refugio, hasta la habitaciónforrada de libros. Y allí esperaba el alba, cebando eltiempo y sus entrañas de historias sin historia, deversos que nunca conocieron la luz de la palabra, niel roce de los labios, de una esperanza sin fundamentoque le permitía sobrevivir, día a día.

Cuando cumplió los treinta y cinco, su padremurió de un ataque de miocardio, un descalabro quele azotó la víscera con un trallazo sigiloso y certero,en una hora de la noche que nadie conoció. Su madrese sumergió, tras respetar un luto liviano y teñido porlos hipócritas tintes del qué dirán, en una frenéticaperegrinación por los casinos de toda Europa. Loshermanos de Zacarías se hicieron cargo de losnegocios de su progenitor con una satisfacción muymal disimulada.

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Con el interesado consejo de un abogadoindocto, charlatán y vocinglero, con tan pocosescrúpulos como tino para elegir la indumentaria,liquidaron con prisa y sin pausa el patrimonio familiar.Zacarías mientras tanto lloró la ausencia de un

hombre con el que nunca había podido hablar, nisiquiera cuando aún podía gozar del sonido de suspalabras.

El día que, en el inexorable turno de la rapiña,fue la hora de mal vender la casa que durante décadashabía acogido a la familia en sus profundidadeslaberínticas, los hermanos de Zacarías se loencontraron, cómo no, en su habitación. "Anda, miraéste, ya sabía yo que se pasaba algo por alto".Tardaron no mucho más de un cuarto de hora ensolventar el problema que un débil pábilo deconciencia les imponía. A esas alturas de la liquidacióndel caudal relicto, cuando ya estaba dilapidado casien absoluto, se acordaron de una diminuta porciónque su padre poseía de la casona solariega del tíoVicente, en las frías soledades de la serranía, "allíestarás muy bien, Zacarías, con tus libros, lospodencos del tío y las copas de licor de avellana".

Hacia el pueblo partió el hombre informe abordo de una furgoneta que cargaba mucho,muchísimo más que su cuerpo abultado y los milesde volúmenes atesorados tras años de silencio ypalabras engullidas. El conductor no le dioconversación durante todo el viaje porque, aunqueél sí podía hablar, había decidido no hacerla un díaque se levantó con mal humor. Una mañana casiolvidada cuando, al ir a despertar a su hija paralIevarla a la escuela, comprobó con un amargor enel paladar de sospechas confirmadas, que se habíafugado con aquel mastuerzo de la banda de músicos.En el pueblo lo recibió el tío Vicente, con quien elZacarías se entendió casi desde el primer apretónde manos porque él tampoco hablaba, Solo fumabay silbaba a sus tres podencos canarios que le seguíancomo unas rémoras caninas. El pariente le mostrósu habitación, una alcoba inmensa y huérfana demuebles. Sólo una cama, inabarcable como la pampa,ocupaba el centro de la estancia. Sólo el lechobaldaquinado y un mar blanco de luz que entrabapor los ventanales horadados a sur y a poniente.Bajo la cama habían colocado gruesos refuerzos demadera de pino para que aguantara la mole que sele venía encima, Durante todo el día Zacarías dirigiólas labores de los dos hombres que llevaban la

mudanza, una estiba constante de cajas cebadasde libros que dejó maltrecho s los riñones de lostrabajadores.

Cuando terminaron la labor Zacarías tuvouna intuición. Eligió una caja al azar, desparramó sucontenido sobre el suelo ajedrezado y tomó el primervolumen que el capricho puso en sus manos. Acaricióel libro con la íntima sospecha de que quizá en sunuevo hogar, alejado ya de la casa familiar y susangustias, quizá pudiera volver a disfrutar el tanolvidado como añorado sonido de las palabraspronunciadas. Miró el título y sonrió al recordar lastardes de poesía bajo los árboles del río, más allá delos veranos, "una palabra, sólo una, papel". Laingratitud del destino se cumplió con rigor de cuartely la palabra, letra a letra, se abarrancó entre susvísceras junto a la constelación de vocablos quehinchaban el desmesurado corpachón delcondenado. No tuvo fuerzas ni para dejar caer unalágrima que él casi consideraba necesaria. Pasó unpar de semanas construyendo con maderas losanaqueles definitivos para su tesoro, sin tratar de leeruna sola línea, ni un miserable verso.En el pueblo, con el tiempo, los terminaron conociendopor Los Mudos, el uno porque le daba la gana, elotro porque no tenía otro remedio. A Zacarías, comopasa con todos los obesos desproporcionados, losvecinos lo trataban con un cariño cargado dearrumacos. Cuando paseaba su cuerpo bamboleantepor las calles de la villa y se sentaba en algún poyopara recuperar el aliento, las mujeres que trajinabanen las casas le ofrecían limonada y galletitas demantequilla. Los hombres, cuando recalaba en elbar, le convidaban entre saludos a embutido y jerezseco. Todos habían naufragado en la creencia deque la gordura del nuevo miembro de su comunidadera una consecuencia de la glotonería, o delcomprensible pecado de la gula, "dale, dale un pocode jamón, que disfrute por lo menos",

Pasaron los años durante los cuales Zacaríasperseveraba, cada noche, en su terapia para volvera pronunciar un ramillete, aunque fuera raquítico, depalabras. Entre tanto, con el tío Vicente sólo hablabapor señas o pintando en una tablilla de pizarra quele había regalado el cura. Al tío no le gustaba hablar,y hacerla con uno que él creía mudo le parecía unaestupidez, El tiempo pasaba y a Zacarías cada díale costaba más moverse, salir de casa, respirar.

Cuando llegaron las fiestas del pueblo lascalles se engalanaron de luces de colores, de

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candilejas, de bullicio de verano. Todo el mundo salióa la plaza a disfrutar de la verbena, a sentir en losdientes el frescor del vino bebido en porrón. El tío yZacarías también se acicalaron para salir la nochedel día del patrón a dar una vuelta y tomarse unascervezas.

Fue entonces, cuando el hombre con elcuerpo más desproporcionado de la región pidió unacaña, cuando un capricho de diosecillo le hizo darlas gracias a la chica que le sirvió. Ella no se percatódel milagro pero Zacarías, por la sorpresa, casi pierdeel equilibrio y cae sobre unos niños que jugaban ala sombra de su enorme figura. Salió del localderramando sin cuidado la cerveza, caminó hacia unrincón de la plaza vacío de gente y ganado por lassombras, y se dispuso a consumar el prodigio, "puedohablar, puedo hablar". Pensó que el momento merecíaque empleara algo de tiempo en elegir, entre todaslas que sabía de memoria, las palabras lustrosas queinauguraran su boca inútil, "volveré a intentarlo contúnica, o con lares , puede que hasta hecatombe",

Nadie pudo distinguir el estallido del cuerpode Zacarias porque en ese preciso momento Basilio,el alguacil, había prendido la mecha de las tracasque habían traído de Valencia, Entre las explosionesy los colores de la bóveda estrellada, entre los gritosde admiración y espanto de los vecinos, nadie sepercató de que cuando Zacarías trató de pronunciarla palabra rosa, su cuerpo reventó como un globoexhausto. Las últimas letras con las que pretendíarecuperar la palabra ya no encontraron lugar en elcuerpo abarrotado del fenómeno, y sólo sirvieronpara dar la paz a un espíritu atribulado. En el suelo,desparramadas como las hojas de la chopera,crujientes y amarillas por la oscuridad, todas laspalabras que durante años había engullido formabanuna alfombra increíble que pronto comenzaron apisar las parejas del baile.

Sólo una niña, con la curiosidad aún intacta,se agachó para recoger una de ellas, que se habíaquedado enhebrada en la sonrisa apaciguada deZacarías. "Miel" pronunció la niña con palabrassólidas, con esa adorable dificultad de los quecomienzan a internarse en la espesa maleza de laletra impresa. Luego tiró de otra letra, que arrastrócomo la cola de una cometa loca, un verso viejo,"nací en un día sin luna", La niña se lo llevó a casay lo guardó entre su colección de flores secas.

El tío Vicente no se extrañó mucho de laausencia del sobrino, atribuyéndola en el fondo desu indolencia a un amor fugaz, o a un capricho de

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la juventud, Sólo cuando pasaron dos años sin noticiasdel chico, se atrevió a entrar en la estancia que, porel desuso, se había encanecido de polvo, Y desdeese día el tío Vicente pasaba las tardes leyendo losinnumerables volúmenes de la biblioteca de Zacarías,en voz alta, ante la aburrida mirada de sus canes,Unos animales a los que la naturaleza, quién sabepor qué razones, no les ha otorgado el inestimabledon de la palabra,

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