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Para citar: Pavón-Cuéllar, D. (2014). Últimas palabras de guillotinados: un análisis lacaniano de testimonios discursivos de víctimas de la Revolución Francesa. En M. Orozco Guzmán y J. Quiroz Bautista (coord.), Testimoniales de violencia. Acercamientos psicoanalíticos a su discurso y a su drama subjetivo (pp. 83-98). México: Kanankil. Últimas palabras de guillotinados: un análisis lacaniano de testimonios discursivos de víctimas de la Revolución Francesa David Pavón-Cuéllar * INTRODUCCIÓN Entre 1793 y 1794, durante la etapa conocida como El Terror en la Revolución Francesa, millares de personas fueron condenadas a muerte y murieron decapitadas en la guillotina. Horas o minutos antes de su muerte, muchos de los condenados, al saber ya lo que les esperaba, escribieron cartas a sus verdugos o a sus familiares, amigos, amantes, socios o compañeros de lucha. Estas últimas palabras de los guillotinados, que no solían llegar a sus destinatarios, se acumularon en los registros del Acusador Público del Tribunal Revolucionario de París y fueron a parar finalmente a las cajas 111 a 195 de la serie W de los Archivos Nacionales de Francia. Es aquí en donde las cartas fueron descubiertas por un historiador francés, Olivier Blanc, especialista en la Revolución Francesa, quien seleccionó varias decenas de misivas y las publicó hace unos treinta años, acompañándolas con detalladas informaciones biográficas sobre sus autores (Blanc, 1984). * Profesor-Investigador de la facultad de psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Miembro del SNI.

Analisis Lacaniano Revolución Francesa

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Analisis lacaniano de la Revolución Francesa

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Para citar: Pavón-Cuéllar, D. (2014). Últimas palabras de guillotinados: un análisis lacaniano de testimonios discursivos de

víctimas de la Revolución Francesa. En M. Orozco Guzmán y J. Quiroz Bautista (coord.), Testimoniales de violencia.

Acercamientos psicoanalíticos a su discurso y a su drama subjetivo (pp. 83-98). México: Kanankil.

Últimas palabras de guillotinados: un análisis lacaniano de testimonios discursivos de víctimas de la Revolución Francesa

David Pavón-Cuéllar*

INTRODUCCIÓN Entre 1793 y 1794, durante la etapa conocida como El Terror en la Revolución Francesa, millares de personas fueron condenadas a muerte y murieron decapitadas en la guillotina. Horas o minutos antes de su muerte, muchos de los condenados, al saber ya lo que les esperaba, escribieron cartas a sus verdugos o a sus familiares, amigos, amantes, socios o compañeros de lucha. Estas últimas palabras de los guillotinados, que no solían llegar a sus destinatarios, se acumularon en los registros del Acusador Público del Tribunal Revolucionario de París y fueron a parar finalmente a las cajas 111 a 195 de la serie W de los Archivos Nacionales de Francia. Es aquí en donde las cartas fueron descubiertas por un historiador francés, Olivier Blanc, especialista en la Revolución Francesa, quien seleccionó varias decenas de

misivas y las publicó hace unos treinta años, acompañándolas con detalladas informaciones biográficas sobre sus autores (Blanc, 1984).

* Profesor-Investigador de la facultad de psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

Miembro del SNI.

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Entre quienes escribieron las cartas publicadas por Blanc, había lo mismo grandes aristócratas que pequeños comerciantes, funcionarios de gobierno, líderes políticos, militantes revolucionarios, periodistas, banqueros, grandes burgueses, notarios y administradores de los patrimonios de la nobleza. El denominador común entre todas estas víctimas del Terror, aquello que las había llevado a la guillotina, era la circunstancia de que hubieran sido halladas culpables o sospechosas de acciones anti-republicanas o contrarrevolucionarias por el Tribunal Revolucionario y por los Comités de Vigilancia, de Salud Pública y de Seguridad General. Sin embargo, más allá de la justificación política manifiesta, la condena podía obedecer a factores tales como rumores y habladurías, caprichos de la voluble opinión pública, enemistades o rivalidades personales, intrigas y ambiciones en el seno del gobierno revolucionario, ciegos mecanismos en el engranaje burocrático, la necesidad estratégica de inmolación de chivos expiatorios o simplemente la ofuscación de las pasiones desencadenadas por la coyuntura histórica.

Los motivos de la condena alcanzan a vislumbrarse en algunas de las cartas de los condenados. También hay misivas en las que predominan la sorpresa, el desconcierto y la incomprensión, así como profundos e intensos sentimientos de miedo, ansiedad, abatimiento, desesperación, indignación o resignación que hacen desatender las razones de lo que ocurre para concentrarse en la experiencia inmediata, en la propia muerte, en la vida que se pierde y en aquellos de los que el ejecutado habrá de separarse. En todos los casos, las cartas muestran la manera en que diferentes sujetos atravesaban una situación histórica extrema e inédita, reaccionaban ante la inminencia de su propia muerte y respondían a la experiencia directa de una violencia revolucionaria particularmente despiadada. En sus últimas palabras, los guillotinados ofrecen testimonios discursivos excepcionales que merecen la mayor atención de quienes partimos de la teoría de lenguaje del psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) para cultivar el método que

venimos identificando como análisis lacaniano de discurso (Parker, 2005, 2010; Pavón-Cuéllar, 2006, 2010; Parker y Pavón-Cuéllar, 2014). Nuestra perspectiva metodológica se caracteriza por su interés, no sólo en la trama simbólica discursiva de lo enunciado, sino también en lo real del acontecimiento, de lo imprevisto y lo traumático, de lo inexplicable y lo incomprensible, todo lo cual encontraría una oportunidad óptima de manifestación en materiales discursivos tales como las cartas de los condenados a la guillotina. Veremos cómo estos discursos, emitidos en el breve intersticio entre la comunicación y la ejecución de la condena, enfrentan algo misteriosamente real que se anuncia de forma brutal, que sorprende y sobrecoge, que no puede concebirse con facilidad y que resiste de algún modo a los diversos intentos de simbolización. En la trama simbólica de las cartas de los condenados a la guillotina, la muerte inminente aparece como una desgarradura que no consigue zurcirse de ningún

modo. El agujero, de hecho, no deja de abrirse por el mismo gesto que inútilmente intenta cerrarlo en unos cuantos minutos, remendarlo con unos pocos renglones,

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mediante una desesperada movilización de todos los recursos discursivos disponibles en la cultura francesa ilustrada y revolucionaria de los últimos años del siglo XVIII. Es así como las últimas palabras de los guillotinados, que aún resuenan en el sótano de nuestra modernidad, contribuyen a crear el trascendente acontecimiento histórico del Terror al buscar digerirlo, desrealizarlo y simbolizarlo, aprehenderlo y darle sentido. Además de la creación retroactiva del acontecimiento que habrá ocurrido tal como se haya intentado elaborarlo en el discurso, las cartas de los condenados revelarán su propia verdad ante lo elaborado, una verdad en la que intentaremos rastrear la ruptura entre dos perspectivas contradictorias que hoy en día se expresan a través de la psicología y del psicoanálisis. Es así como nuestro análisis lacaniano de discurso, en lugar de proceder como otros instrumentos analíticos y limitarse a recurrir a la teoría para comprender el discurso analizado, mostrará su originalidad al aplicar este discurso a la teoría con el propósito de releerla y elucidarla,

expandirla y problematizarla (Pavón-Cuéllar y Parker, 2013). Esto es lo que aquí haremos al desentrañar algunas de las posibles raíces de nuestra perspectiva teórica en una intrincada red ideológica discursiva en la que analizaremos por separado tres importantes polaridades significantes: el recuerdo y el olvido, el honor y el deshonor, la inocencia y la culpa. EL RECUERDO Y EL OLVIDO Ante la inminencia de la muerte real en la guillotina, se plantea la disyuntiva de extinguirse o de sobrevivir simbólicamente en la memoria de los vivos. La última carta de los condenados puede pedir o lo uno o lo otro. Las dos opciones son mutuamente excluyentes. Lo más común es requerir el recuerdo, mientras que

solicitar el olvido, además de ser poco frecuente, parece presuponer el recuerdo. Al optar por el olvido, un hombre puede aconsejarle a su cónyuge que “olvide a su esposo” (Dufresne, 1793, p. 170) o que “olvide a su amigo para ser feliz” (Gattey, 1794, p. 219), así como también puede escribirle a su hermano que “lo olvide para no ocuparse más que de la Patria” (Rigaud, 1794, p. 173). En ambos casos, no se pide el olvido por el olvido, sino con un propósito, ya sea que la esposa sea feliz o que el hermano no se ocupe más que de la Patria. Es como si uno se inmolase a la Patria o a la felicidad de la esposa, anteponiéndolas a la propia subsistencia en la memoria. Esta supervivencia parece presuponerse como la opción por defecto, lo instintivamente anhelado, y es por eso que debe justificarse la decisión de renunciar a ella. Es en este sentido que la opción del recuerdo está presupuesta en la del olvido. Cuando la opción del condenado es la del recuerdo, la instintiva o presupuesta, puede pedir que su esposa “no lo olvide mientras viva” (Ogier de Baulny, 1794, p.

196), que sus parientes “se consuelen, pero no lo olviden” (Rutant, 1793, p. 143), o que sus hijos “no lo olviden jamás” y que “su última carta sea por siempre conservada

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por ellos” (Charras, 1794, p. 186). Al decirle adiós a su hermana, un príncipe le pide que “recuerde a su desdichado hermano” (Salm-Kyrbourg, 1794, p. 227), y al despedirse de la esposa, un funcionario de gobierno le escribe que “se siente aún con suficiente valor para suplicarle que se acuerde de él” (Rigaud, 1794, p. 174). En todos estos casos, a diferencia de aquellos en los que se pide ser olvidado, no hay necesidad de justificar el recuerdo. El deseo de ser recordado por los seres queridos parece justificarse por sí mismo, naturalmente, de modo automático. Es lo mismo que ocurre cuando el recuerdo que interesa no es el de los seres queridos, sino el de la humanidad en general. Entonces puede ser que se dediquen las últimas palabras a evocar algo considerado valioso para la posteridad, por ejemplo un invento como “el modelo en cartón de un aerostato”, y “se confiese que aún se piensa en lo que podría hacer que uno sea recordado cuando el tiempo de la cólera haya pasado” (Millin de Labrosse, 1794, p. 202).

Si se considera que las últimas palabras no influirán sobre la memoria de quienes lo sobreviven a uno, entonces puede ser que no se pida ni ser recordado ni ser olvidado. Quizás un hombre quiera que su esposa lo recuerde, pero al escribirle, decidirá que no es necesario “comprometerla a que lo recuerde”, pues “conocerá demasiado sus sentimientos como para tener dudas al respecto” (Maulnoir, 1794, p. 195). En la situación inversa, tal vez el hombre prefiera que su esposa lo olvide, pero al escribirle, decidirá que es inútil “decirle que lo olvide”, pues “conocerá su bella alma, su corazón tan tierno”, y sabrá que “no lo olvidará nunca” (Wormeselle, 1793, p. 155). En ambas situaciones, quiera o no que se le recuerde, el esposo está condenado a ser recordado por su mujer. El recuerdo es inevitable y aparece nuevamente como lo automático y natural, esta vez en la realidad, como reacción espontánea, y no sólo en el horizonte de los anhelos. En términos lacanianos, diremos que las cartas de guillotinados, ante la

inminencia de la destrucción en lo real, tienden a descartar de entrada la segunda muerte, la desaparición en lo simbólico, tanto en lo que sucede como en lo que se ansía (Lacan, 1959-1960). Esto no excluye, desde luego, que la segunda muerte siga rondando, acechando y amenazando a los condenados, y que pueda llegar a ser aceptada, temida o deseada. Pero estas diferentes actitudes parecen obedecer a un retorno reflexivo sobre el punto de partida, el de la negación espontánea de la segunda muerte, en el que vemos al condenado aferrarse a la consoladora esperanza de la memoria. La sucesión lógica del recuerdo al olvido se expresa elocuentemente en la carta que el notario Dufouleur de Courneuve (1794) escribe a una esposa con siete meses de embarazo: “Recuerda a veces a tu desdichado amigo. ¿Qué digo? Esfuérzate, por el contrario, en borrarlo de tu memoria, si te es posible” (p. 232). El olvido puede no ser posible y requiere un esfuerzo de parte de quien sobrevive, así como también

parece requerir un cierto esfuerzo del propio condenado, el cual, mientras escribe, debe sobreponerse a su primer impulso a pedir el recuerdo.

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El recuerdo parece darse y pedirse de modo espontáneo, sin esfuerzo alguno, como si formara parte del instinto natural de los guillotinados y de sus seres queridos. Tal como se produce y reproduce ideológicamente mediante las cartas de los condenados, la naturaleza humana que nos ocupa, como específico producto cultural ilustrado y revolucionario, parece caracterizarse por su buena memoria y por su instintiva propensión a recordar y a querer el recuerdo. Sin embargo, si es así, ¿entonces por qué hay tantas cartas que insisten en pedir explícitamente el recuerdo y en las que se transparenta una y otra vez el temor al olvido? ¿Por qué temer tanto un olvido que parece tan incompatible con la naturaleza humana? ¿Por qué pedir el recuerdo de manera tan insistente cuando tiende a presuponerse que surge espontáneamente? Quizá precisamente porque la espontaneidad es afectada, fingida, y porque la memoriosa naturaleza humana es tan artificial, tan poco natural como cualquier producto cultural, y no puede mantenerse viva sino a través de un trabajo como el realizado en las cartas de los condenados a la

guillotina. Dicho trabajo es la verdad a la que nos conduce nuestro análisis lacaniano de discurso: la verdad que se revela sintomáticamente en la “falla” del presupuesto saber de la memoria (Lacan, 1966, p. 231). La presuposición del proceso básico psicológico de la memoria no es entonces el simple reconocimiento descriptivo de una facultad instintiva de la naturaleza humana, sino trabajoso gesto performativo que asegura la reproducción misma de algo tan importante como esa memoria en la que se conserva la cultura humana. El hecho mismo de querer y esperar el recuerdo, considerándolo algo tan deseable como inevitable, podría no ser más que otro gesto performativo con el que se asegura que la memoria debida sea también deseada, y que la penosa ejecución del trabajo cultural sea experimentada como una simple satisfacción de un irreprimible impulso natural.

EL HONOR Y EL DESHONOR Uno esperaría descubrir la más íntima y profunda naturaleza humana, los más naturales impulsos del ser humano, en las últimas palabras de los condenados a la guillotina. ¿Cómo podrían seguir simulando su auténtica naturaleza en ese breve lapso que se abre entre el anuncio y el cumplimiento de la condena? Y sin embargo, si nuestro análisis es correcto, lo que aquí se revela es el artificioso trabajo performativo de fingimiento, afectación, desnaturalización misma en el seno de la cultura. Es la producción y reproducción de lo cultural en el vacío de lo natural, y no lo natural en sí mismo, lo que no consigue ocultarse en una situación desesperada como aquella en la que se encuentran los condenados a la guillotina. Si hay aquí efectivamente un momento de verdad, no es porque veamos desnudarse la

naturaleza humana, sino porque alcanzamos a contemplar cómo la cultura humana se viste, se maquilla, se acicala y se embellece para adquirir la naturaleza que le

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corresponde en cierto momento histórico. Tal vez atisbemos lo que ocurre tras bambalinas, pero no salimos del teatro de la época. La guillotina misma, rodeada por la muchedumbre de los espectadores, parece formar parte del tenebroso decorado teatral de la Revolución. Hay que tomar en serio al soldado Amable-Augustin Clément (1794) cuando le escribe a la posteridad, minutos antes de que le corten la cabeza, que “el patíbulo es el teatro del honor cuando se muere por la patria” (p. 179). Paradójicamente, al hablarse de un teatro del honor para describir el patíbulo, se está reconociendo el carácter actuado o afectado, teatral, no sólo de la muerte misma del guillotinado, sino de aquel honor en el que parece radicar, más allá de cualquier simulación, la esencia misma de la valía de la vida en el momento histórico revolucionario. Por más esencial que sea, el honor es fundamentalmente aparente. Debemos atribuirle entonces una apariencia esencial como la pensada por Hegel (1807). Esta condición esencialmente aparente del honor hace que uno sólo pueda conservarlo al

dar prueba de él, evidenciándolo y exteriorizándolo, mostrándolo y demostrándolo. Uno debe poder jactarse de lo mismo que lo honra. Enorgulleciéndose de su inmolación, un condenado quiere que sus hijos tengan claro que “les deja el honor, el más precioso bien, y que no solamente podrán llevar siempre alta la cabeza, sino aun vanagloriarse de la muerte de su padre, que lleva la cabeza al cadalso como víctima inocente de la Revolución” (Vincent, 1793, p. 129). Adivinamos aquí el peso de la cabeza como entidad corporal significante que parece ostentar y vehicular el honor, permitiendo su transmisión del padre a cada uno de sus hijos. La injusticia revolucionaria puede abatir la cabeza del padre, pero es él quien la lleva honorablemente al cadalso como víctima inocente, lo que permite que el hijo lleve siempre alta honorablemente la cabeza. La cabeza del hijo se levanta con honor porque la del padre se desplomó con honor. Aunque la Revolución le arranque la cabeza al padre y le confisque todos sus bienes, hay un bien que no puede quitarle, el

más precioso bien, el honor que el padre hereda a sus hijos y que les permite llevar siempre alta la cabeza. La cabeza alta es una apariencia esencial del honor que el Tribunal Revolucionario intenta en vano arrancar a los guillotinados. Si nos atenemos al testimonio de algunas víctimas de la guillotina, lo que está en juego es aquello que hará enorgullecerse o avergonzarse de lo que fueron, lo que debería depender tanto de la forma en que vivieron como de la forma en que murieron. De ahí la terrorífica efectividad simbólica de una guillotina que hace caer la cabeza que siempre se mantuvo alta, lo que aterroriza al sujeto, amenazándolo precisamente con aterrorizarlo hasta el punto de hacerle perder una compostura que se confunde con la apariencia esencial del honor. El Terror es también terror de que el terror de la muerte haga perder el honor que se conservó firmemente durante la vida entera. No basta con saber vivir, sino que hay que saber morir, pues tan sólo así uno

estará seguro de que su recuerdo sea motivo de orgullo y no de vergüenza. Una de las más precisas formulaciones de esta configuración puede hallarse paradójicamente

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en la despedida que un falsificador de dinero escribe a su esposa: “No enrojezcas al escribir mi muerte a mis parientes, supe vivir y sabré morir” (Leonard, 1793, p. 171). Cabe suponer que puede saberse vivir honorablemente de la falsificación así como puede saberse morir honorablemente en la guillotina. Pero quizá lo uno sea tan difícil como lo otro. Los condenados parecen aterrarse precisamente porque perciben una cierta incompatibilidad entre el espectáculo del guillotinado y la apariencia esencial del hombre honorable. Debemos considerar también esto al pensar en el valiente gesto del comunista Babeuf, quien prefiere suicidarse al enterarse de su condena, y que deja clara su postura en sus últimas palabras: “me parece que, hasta mi último minuto, no haré nada de lo que no pueda alabarse la memoria de un hombre honesto” (Babeuf, 1797, p. 244). Lo último que hace, como hombre honesto, es empuñar el cuchillo que le había dado su hijo y apuñalarse junto con su amigo Darthé. Pero el tribunal debía tener la última palabra para deshonrar a los héroes.

Por eso es que los cadáveres de Babeuf y Darthé serán guillotinados al día siguiente de su muerte. Al cortar el cadáver de Babeuf, la guillotina pierde todo su poder. No sólo no provoca la muerte en lo real, sino que no parece capaz de contribuir de ningún modo a la segunda muerte, la muerte en lo simbólico, la del deshonor y el olvido. Por el contrario, la saña de los verdugos, al querer matar lo que ya se ha matado por sí mismo, nos hace pensar que hay algo ahí, en la persona de Babeuf, que se resiste a morir y que atraviesa honorablemente la primera muerte. No se decapita el cadáver sino con el propósito de acabar con el nombre y con su honor. La guillotina muestra entonces que su propósito habrá sido también el de infligir la segunda muerte, la del olvido y el deshonor, lo que basta para justificar la obstinación de los condenados en pedir el recuerdo y en temer el olvido y el deshonor. En sus últimas palabras, haciendo contrapeso al efecto simbólico de la

guillotina, los condenados intentan convencernos de que merecen el honor y el recuerdo, así como la estima y la amistad de quienes les sobreviven. Es una cuestión de mérito y de dignidad. Se asevera que uno “merece la amistad y estima de todos los que lo conocen” (Groult de la Motte, N.-B., 1793, p. 123), que uno “morirá digno de la amistad” de la esposa (Vincent, 1793, p. 129), que uno “permanece digno de la estima y amistad” de toda la familia: “madre, hermana, tía” (Pontavice, 1793, p. 133). La Condesa de Villemain (1794) le escribe a su madre: “No llore a su hija, mi querida mamá, ella murió digna de usted” (p. 212). La indignidad con respecto a la madre, a la familia, es lo que justificaría el llanto. No hay por qué llorar a quienes consiguen sobrevivir a la segunda muerte. Como en Antígona, la vida en lo simbólico es la existencia que verdaderamente importa (Lacan, 1959-1960).

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CULPA E INOCENCIA Lo importante es que al morir, se muera injustamente, sin culpa, en la inocencia. Quizá es por esto que, significativamente, casi todos los condenados intentan persuadirnos de que mueren inocentes. El rico terrateniente Locquet de Grandville (1793), al que se le acusa de financiar la contrarrevolución, le asegura a su suegro que “muere inocente” (p. 135). El barquero Vincent (1793), quien habría ayudado a escapar a conspiradores, le escribe a su esposa que “muere inocente” y que es una “víctima inocente de la Revolución” (p. 129). El notario Fourcault de Pavant (1794), atacado por proteger el patrimonio de los nobles emigrados al extranjero, admite que aparece “culpable a los ojos de la ley”, pero advierte que no por ello deja de “morir inocente” (p. 204). El institutor Prunelle (1794), quien participa en una sublevación contra el gobierno revolucionario, lamenta “sufrir la muerte en

inocencia” (p. 209). La vendedora de ropa Charlotte Noirette Blancheton (1794), condenada a muerte por haber gritado “¡Viva el Rey y al diablo la República!”, le dirá a su marido que “no se conoce faltas, pero hay que saber morir” (p. 191). El falsificador de billetes Guillaume Leonard (1793) no duda en jurarle a su esposa que “morirá inocente, sin haber cometido ningún crimen” (p. 171). La solterona Marie-Madeleine Coutelet (1763), sentenciada por una correspondencia privada en la que describe con humor e ironía los excesos de la Revolución, terminará escribiendo que sus jueces “encontraron el crimen en la inocencia, y es así como la ley le ordena morir” (p. 160). En cuanto a la Condesa de Lamotte (1793), se incluirá entre las “cabezas inocentes conducidas al cadalso” (p. 131). ¿Acaso la ejecución de inocentes no es un rasgo característico del Terror? ¿Pero acaso el Terror no se caracteriza también por su redefinición de la inocencia y de la culpabilidad? Los inocentes dejan de serlo y es por eso que se les condena. Cuando

los vemos insistir en su inocencia, resulta evidente que su condición de inocentes ha sido puesta en tela de juicio y que no resulta ya evidente, indudable e indiscutible, a pesar de lo que se pretende en las últimas palabras. Las últimas palabras no son meramente constativas, sino performativas, y es quizá por eso que los condenados habrán de tomarse el tiempo de escribirlas a pesar del poco tiempo que les queda. Lo que está en juego es su inocencia y no sólo el conocimiento de su inocencia. De lo que se trata es de ser inocentes, de hacerse inocentes, y no simplemente de hacerse los inocentes o de recordar que son inocentes. Ante la radical redefinición revolucionaria de la inocencia, los condenados tan sólo pueden recordar que fueron inocentes, pero eso no significa de ningún modo que sigan siéndolo. Para ser aún inocentes, deben reactualizar su inocencia, lo que sólo es posible al manifestarla de modo performativo, actuándola e incluso encarnándola, personificándola. Es lo que hace el soldado Amable-Augustin Clément

(1794) al ver “morir la inocencia” en su propia muerte (p. 179). Es lo mismo que hace la famosa Olympe de Gouges (1793), precursora del feminismo

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contemporáneo, al recordar su juicio, en el que ella misma se defendió tan elocuentemente que la “inocencia hablaba a los ojos de todos los asistentes” (p. 158). Para que nadie ponga en duda su inocencia, Olympe no es tan sólo una inocente, sino la inocencia misma, sustantivada, encarnada y visible ante los ojos de sus verdugos. Es la misma encarnación visible del significante a la que se refiere el barquero Georges-Julien-Jean Vincent (1793) cuando escribe que, “en un mundo en el que las pasiones nos ciegan, la inocencia es castigada en lugar del culpable” (p. 130). Para no ver la inocencia misma personificada en Vincent, Olympe y Clément, es preciso estar ciego y carecer de la facultad sensible que posibilita esa experiencia que funda todo conocimiento en el empirismo ilustrado. Aquí el problema es que el Tribunal Revolucionario pretende proceder tan empíricamente como razonan sus víctimas. A partir de las evidencias empíricas en las que se fundamenta la sentencia de muerte, la inocencia es descartada y la guillotina se levanta empíricamente como un aterrador signo visible de culpa. ¿Y cómo explicar este signo cuando uno se

pretende empíricamente inocente? Son pocos los condenados que tienen el ánimo de conjeturar una explicación de su condena, y curiosamente, por una extraña y quizá reveladora coincidencia, son los mismos que se habían presentado como personificaciones de la inocencia. Ya sabemos que el barquero Vincent (1793) explica su condena por las “pasiones” que “nos ciegan” y que nos hacen caer en “el error” al hacernos castigar la inocencia misma “en lugar del culpable” (p. 130). Olympe de Gouges (1793), por su parte, prefiere explicar su condena por la “mala fe” de sus “verdugos” (p. 158). Por último, el soldado Amable-Augustin Clément (1794), quien será guillotinado por haber disparado sobre la multitud y haber provocado la muerte de mujeres y niños, reconoce el crimen que se le imputa, pero al mismo tiempo se considera la personificación misma de la inocencia, dice que “muere por haber obedecido” y explica su condena por la delación de uno de los miembros de su regimiento, lo que

le hace afirmar categóricamente que “se necesitan traidores para hacer morir la inocencia” (p. 179). En la aserción de Clément y en la profunda paradoja que expresa, el traidor no es el que descubre al culpable tras la máscara de su pretendida inocencia, sino el que provoca la muerte de la inocencia misma personificada por quien es inocente porque solamente obedecía órdenes, tal como Eichmann ciento cincuenta años después (Arendt, 1967). Lo intrigante del testimonio de Clément, y aquello en lo que radica su carácter profundamente paradójico, es que la inocencia muere por culpa de la traición que la delata. ¿Por qué la traidora delación debería provocar la muerte de la inocencia? La inocencia delatada no debería ser castigada con la muerte, sino recompensada como la inocencia que es. ¿Por qué la inocencia muere al ser delatada? Quizá porque sólo existía en su apariencia, y al ser delatada, lo que se delata es la culpabilidad tras la apariencia de la inocencia. Entonces la inocencia debe

morir, lo que ha de entenderse en dos sentidos complementarios: la apariencia de

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inocencia que muere al disiparse, y el culpable que personifica la inocencia y que muere guillotinado al ser reconocido como culpable. Si Clément disimula su culpabilidad y simula su inocencia, no es evidentemente porque sea culpable en realidad y desde cualquier punto de vista, de un modo intrínseco, universal y ahistórico. Tanto su culpabilidad como su apariencia de inocencia le vienen de afuera, obedecen a un contexto particular y están históricamente determinadas. Aunque el soldado haya disparado sobre mujeres y niños, habría podido ser verdaderamente inocente desde un punto de vista diferente del adoptado, promovido y difundido por el Tribunal Revolucionario. El valor histórico del Terror es también el de profundizar nuestras conciencias y encontrar la culpa más acá o más allá de ciertas inocencias que se veían así reducidas a puras apariencias. Pero antes de aparentar, fueron sinceras, y si dejaron de serlo, fue porque se descubrieron culpables. Detrás de su culpabilidad, quizá volvamos a encontrar una inocencia que ahora, como herederos del Terror, no podríamos

aceptar. Es quizá la herencia misma del Terror la que nos hace indignarnos hoy en día contra el Terror y contra las últimas palabras de su despiadado representante, el acusador público Fouquier-Tinville (1795), quien se atreve a declarar, justo antes de ser guillotinado, que “no tiene nada que reprocharse”, que “siempre actuó conforme a las reglas” y que “más adelante se reconocerá su inocencia”. (p. 240). Ya empezamos a reconocer esta inocencia de Fouquier-Tinville cuando aceptamos que es inocente quien actúa conforme a las reglas. Sin embargo, dado que las reglas no dejan de cambiar, debemos aceptar igualmente que es culpable quien actúa conforme a las reglas. Tan diversas y contradictorias son las reglas, y tan fatal y generalizada es la culpabilidad, que no podemos evitar la impresión, aceptada y justificada en el psicoanálisis, de que la culpabilidad es anterior a unas reglas que permiten explicarla “après-coup”, es decir, “nachträglich”, por “una causalidad

fundándose en su carácter retroactivo” (Houdebine, 1977, pp. 97-98). Todas las reglas, desde este punto de vista, no se fundamentan sino en una culpabilidad elemental y originaria que reviste la forma histórica de inculpación de quienes actúan conforme a otras reglas. Nuestra elección en la historia, como sujetos de la historia, es una elección política de conformidad con ciertas reglas y de inconformidad con otras reglas. Quizá una de las principales ventajas de los procesos revolucionarios sea re-politizar las opciones éticas al recordarnos que la conformidad con las reglas asegura lo mismo la culpa que la inocencia, y que nuestro dilema no es entre ser culpables o inocentes, sino entre ciertas reglas y otras reglas, entre cierta inocencia y otra inocencia, pero también entre cierta culpa y otra culpa. Ciertamente no podemos evitar ser culpables, pero sí que podemos decidir contra qué y contra quién seremos culpables.

Aunque resulte imposible no tener falta, al menos podemos no tener falta que reprocharnos. Es aparentemente el caso de la Condesa de Villemain, decapitada por su

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complicidad contrarrevolucionaria con su amante el Duque de Polignac, y que no sube al patíbulo sin escribirle antes a su esposo, estimado por los revolucionarios: “acabo mi camino protestando que no tengo ninguna falta que reprocharme, y que el voto de mi alma ha sido y sigue siendo saber que usted es feliz” (Villemain, 1794, p. 212). Más que cinismo e inconsecuencia, lo que adivinamos aquí es una escrupulosa conciencia de la propia culpa, de sus límites y de su reverso de inocencia irreprochable. Al no tener faltas que reprocharse, la mayoría de los condenados son inocentes. Lo son a pesar de su culpa. Lo son porque no se reprochan su culpa, no se quejan de ella, no les duele, no la sienten. Imposible sentirla cuando parece dominar aquella sensibilidad romántica bien descrita por Hegel (1807) a través de su Ley del Corazón. Los condenados “mueren con el corazón puro e inocente”, y “por qué quejarse” cuando “con inocentes” (Gattey, 1794, p. 218). Resulta revelador que la inocencia, lejos de justificar las quejas por ser guillotinado injustamente, haga que no exista

justificación alguna para quejarse. ¿Por qué se quejaría uno cuando su corazón es inocente? Un corazón inocente no sufre, no tiene motivos para quejarse, y es por eso que sabe que es inocente. La inocencia “consuela” al condenado (Gouy D’Arsy, 1794, p. 236) y hace que no haya razón para que “se compadezcan de él” (Pontavice, 1793, p. 133), ya que “no siente el peso incómodo del remordimiento” (Curtine, 1794, pp. 183-184). Además de morir sin remordimiento, el inocente muere sin vergüenza. Esta idea es primeramente expresada por un personaje de teatro, el Conde de Salsbury, al narrar la ejecución del Conde de Essex, en la tercera escena del cuarto acto de la tragedia del mismo nombre de Corneille (1678): el Conde “sube al patíbulo”, y “como se dice sin crimen, aparece sin vergüenza” (p. 316). Es aquí en donde la idea es recogida, en junio 1793, por el oficial militar Fontevieux (1793), quien evoca la obra de Corneille al escribir: “Es el crimen el que da vergüenza, y no el patíbulo” (p.

127). Un mes después de Fontevieux, Charlotte Corday, la asesina de Marat, le repite la misma frase a su padre y le pide que “no la olvide” (citada por Blanc, 1984, p. 30). Finalmente será la propia Reina María Antonieta, en octubre del mismo año, quien recurre a la misma idea para describir su situación: “acabo de ser condenada, no a una muerte vergonzosa, que no lo es más que para los criminales” (Marie-Antoinette, 1793, p. 152). A falta de un crimen que provoque vergüenza o remordimiento, “la inocencia está bien tranquila, incluso al pie del cadalso” (Groult de la Motte, 1793, p. 123). La muerte no puede perturbar a quien sólo siente la inocencia en su corazón. Esto es al menos lo que asegura el joven Gorneau (1793), de sólo veinte años de edad, y condenado a muerte por burlarse de la mala dicción francesa de los revolucionarios: “quien no ha cometido ningún crimen, quien no ha hecho mal a nadie, quien fue buen ser humano, sensible y generoso, muere con tranquilidad” (p. 167). Es la

misma tranquilidad que siente la Reina María Antonieta cuando confiesa, en sus últimas palabras, que “está tranquila como uno lo está cuando la conciencia no

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reprocha nada” (Marie-Antoinette, 1793, p. 152). En este caso, como en cualquier otro en el que vemos triunfar la romántica ley del corazón contra el ilustrado imperativo categórico, “la tranquilidad del corazón es garante de inocencia” (Rigaud, 1794, p. 173). Uno confirma su inocencia en su tranquilidad, al “esperar su fin con calma”, ya que “sólo el inocente puede verlo así” (Dietrich, 1794, p. 181). Entre los condenados, la inocencia comporta sentimientos de calma y tranquilidad, pero también de fuerza y de firmeza, de valor y orgullo. El girondino Lemoine (1793), “orgulloso de su inocencia, muere con el valor que no le ha abandonado” (p. 155). Por su parte, la reina María Antonieta, recordando a su difunto esposo Luis XVI, dice que “inocente como él, espera mostrar la misma firmeza que él en los últimos momentos” (Marie-Antoinette, 1793, p. 152). CONCLUSIÓN

Si la reina espera mostrarse firme al subir al cadalso, es quizá porque su inocencia no tiene un carácter sólo aparente, sino también esencial. María Antonieta es esencialmente inocente a los ojos del Antiguo Régimen. Desde este punto de vista prerrevolucionario, la reina es víctima de una brutal injusticia, debe mantenerse firme y no hay razón para que pierda su firmeza. Lo mismo que los demás sentimientos asociados a la inocencia, la firmeza vale como prueba empírica de que el condenado es esencialmente inocente. La inocencia es aquello de lo que se tiene una experiencia directa en la fuerza, en el valor y en el orgullo, en la calma y en una “tranquilidad del corazón” percibida como “garante de inocencia” (Rigaud, 1794, p. 173). Como ya lo hemos dicho, el corazón tiene aquí su propio criterio, su ley del corazón, para juzgar la inocencia, juzgándola empíricamente a través de la experiencia directa de la sensibilidad más íntima del

sujeto. El subjetivismo romántico podría estar profundizando y radicalizando el empirismo y el sensualismo de la ilustración, y aunque pueda surgir ya entre los últimos aristócratas del Antiguo Régimen, parece corresponder más bien a la eclosión de una conciencia burguesa moderna que resulta indisociable de la Revolución Francesa y del Terror, y que se formalizará y sistematizará posteriormente en algunos de los planteamientos del idealismo y el espiritualismo, de la fenomenología y la psicología. Incluso en la misma disciplina psicológica y psicoterapéutica, tan asombrosamente propagada y popularizada en los últimos doscientos años, alcanzamos a vislumbrar las operaciones ideológicas de aquella conciencia burguesa moderna constitutiva de la reinante subjetividad occidental. Quizá la más decisiva de estas operaciones sea la conciencia inmediata sentimental de la propia inocencia, pero hemos visto que este anverso, antecedente directo de la

disciplina psicológica, no surge sino como el anverso consciente de un reverso

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inconsciente de culpa, de incomprensible juicio por el Otro, en el que bien podría encontrarse el origen de aquello que justifica la aparición del psicoanálisis. Entre los principales hallazgos de nuestro análisis lacaniano de los testimonios discursivos de los condenados, hay que destacar el hecho manifiesto de que la conciencia burguesa moderna surge históricamente como una mala conciencia, una conciencia escindida en la conflagración revolucionaria, una conciencia quizá inocente para uno, pero culpable para el Otro, y por lo tanto afligida e incluso aterrorizada, y preocupada por demostrar su inocencia, la cual, por más que pudiera sentirse, había dejado ya de ser algo evidente, incuestionable e indiscutible. ¿Cómo demostrar que uno es inocente cuando ya no hay consenso en las reglas a las que uno debe conformarse para ser inocente? Cuando uno siempre será culpable según las reglas del enemigo, ¿cómo entender la presunción de inocencia establecida en el Noveno Derecho del Hombre y del Ciudadano de la Declaración de 1789? ¿Cómo pretenderse inocente cuando la inocencia ya no se funda en última

instancia, en el fuero interno del sujeto, sino en una mala conciencia burguesa que se caracteriza precisamente por saberse culpada por el Otro y no sólo disculpada por sí misma, y por lo tanto culpable además de inocente, inconsciente además de consciente? Si es verdad que este doble saber de la culpa y de su disculpa termina bifurcándose en el psicoanálisis y la psicología, entonces tendremos derecho de concluir que ambas perspectivas, la psicológica y la metapsicológica, son parciales, responden a formas de abstracción de un fenómeno total y sólo tienen sentido al pensarse en su mutua contradicción. Las reconfortantes certezas de la psicología sólo tienen sentido ante las inquietantes incertidumbres del psicoanálisis. Al ser interpelado por el Otro, el sentimiento inconsciente de culpabilidad sólo cobra sentido al perturbar el sentimiento consciente de inocencia. Para convencernos de nuestra propia inocencia, disponemos ahora de una psicología que nos permite objetivar, universalizar, naturalizar y así justificar

científicamente las experiencias inmediatas de nuestra conciencia burguesa, los sentimientos del corazón que llevamos en el bolsillo, las corazonadas que afirman, reafirman y confirman una inocencia re-conceptualizada científicamente como salud y normalidad. Pero esta inocencia, por más objetiva, natural y universal que se pretenda, no deja de estar determinada por un contexto histórico y cultural particular en el que legitima ideológicamente una posición hegemónica en su lucha política y social contra otra posición. Desde el punto de vista de la otra posición, el sujeto inocente, saludable y normal, es profundamente culpable, tan culpable que merece la guillotina o cualquier otra pena capital que lo deshonre, que lo hunda en el olvido, que lo borre de lo simbólico, haciéndolo morir de la segunda muerte. Es desde este punto de vista que la condición de inocencia, de salud o de normalidad, aparece como una simple apariencia en la que se delata un fondo insondable de culpabilidad, indignidad y deshonra, que hace irrupción a través de síntomas,

sueños, lapsus y actos fallidos, pero también pasajes al acto, crímenes,

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desfallecimientos y demás situaciones en las que vemos revelarse finalmente la verdad del sujeto. A través de nuestro análisis lacaniano de los testimonios discursivos de guillotinados, hemos intentado captar momentos de revelación de la verdad ante lo real del acontecimiento de la Revolución y del Terror, con todo lo que implica para sus víctimas, no solamente lo aterrador como tal, sino lo imprevisto y lo traumático, lo inexplicable y lo incomprensible. No hay aquí terror sino ante el desgarramiento de un tejido ideológico en el que encontramos todo aquello previsible, comprensible y explicable, que se ve amenazado en la revolución y que parece consistir en ciertas articulaciones discursivas del honor, el mérito y la dignidad, la inocencia y la memoria, y otros elementos significantes. El desgarramiento resiste a diversos intentos de simbolización que sin duda fracasarán al tratar de remendar el hoyo en lo real, pero que habrán creado retroactivamente el acontecimiento que sólo conocemos a través de su elaboración discursiva. El análisis de esta elaboración

secundaria es lo que nos ha permitido aproximarnos al acontecimiento revolucionario, pero también examinar la revelación de la verdad de sus víctimas, y a través de ella, remontar a los posibles orígenes de la contradicción entre lo que se valida en la psicología y lo que insiste en el psicoanálisis. CARTAS Babeuf, G. (1797). En Blanc (1984, pp. 241-244). Beaulieu de Surville, L. A. (1793). En Blanc (1984, pp. 116-118). Berger, C.-F. (1793). En Blanc (1984, pp. 139-141). Blancheton, C. (1794). En Blanc (1984, pp. 191-192). Charras, A.-J. (1794). En Blanc (1984, pp. 185-187).

Clément, A.-A. (1794). En Blanc (1984, pp. 178-179). Coutelet, M.-M. (1793). En Blanc (1984, pp. 159-160). Custine, A.-L.-P.-F. (1794). En Blanc (1984, pp. 182-184). Dietrich, F. (1794). En Blanc (1984, pp. 180-181). Dufouleur de Courneuve, J.-F. (1794). En Blanc (1984, pp. 231-232). Dufresne, A.-P.-L. (1793). En Blanc (1984, pp. 169-170). Fontevieux, J.-B.-G. (1793). En Blanc (1984, pp. 125-127). Fouquier-Tinville, A.-Q. (1795). En Blanc (1984, pp. 238-240). Fourcault de Pavant, R.-F. (1794). En Blanc (1984, pp. 203-205). Gattey, F.-C. (1794). En Blanc (1984, pp. 217-219). Gorneau, E. P. (1793). En Blanc (1984, pp. 166-168). Gouges, O. (1793). En Blanc (1984, pp. 156-158). Gouy D’Arsy, L.-H.-M. (1794). En Blanc (1984, pp. 235-237).

Groult de la Motte, N.-B. (1793). En Blanc (1984, pp. 123-124). Kolly, M.-F.-J. (1793). En Blanc (1984, pp. 161-165).

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La Fonchais, A.-F. (1793). En Blanc (1984, pp. 136-137). Lamotte, M.-J. (1793). En Blanc (1984, pp. 130-132). Lavoisier, A.-L. (1794). En Blanc (1984, pp. 220-221). Lemoine, G.-A. (1793). En Blanc (1984, pp. 134-135). Leonard, G. (1793). En Blanc (1984, pp. 171-172). Locquet de Grandville, F.-V. (1793). En Blanc (1984, pp. 134-135). Maulnoir, E.-F. (1794). En Blanc (1984, pp. 194-195). Maussion de Cande, E.-T. (1794). En Blanc (1984, pp. 206-207) Marie-Antoinette (1793). En Blanc (1984, pp. 151-153). Millin de Labrosse, C.-V. (1794). En Blanc (1984, pp. 201-202). Ogier de Baulny, E.-T. (1794). En Blanc (1984, pp. 195-196). Picot de Limoëlan, M.-A. (1793). En Blanc (1984, pp. 137-138). Poiré, L.-F. (1794). En Blanc (1984, pp. 214-216). Pontavice, L.-A. (1793). En Blanc (1984, pp. 132-134).

Prunelle, L. (1794). En Blanc (1984, pp. 208-210). Rigaud, P. (1794). En Blanc (1984, pp. 172-175). Rutant, J.-C. (1793). En Blanc (1984, pp. 142-144). Salm-Kyrbourg, F. (1794). En Blanc (1984, pp. 222-227). Trogoliff, T. M. (1793). En Blanc (1984, pp. 124-125). Troussebois, J. J. (1794). En Blanc (1984, pp. 197-200). Villemain, C.-M. (1794). En Blanc (1984, pp. 211-213). Vincent, G.-J.-J. (1793). En Blanc (1984, pp. 129-130). Wormeselle, G. (1793). En Blanc (1984, pp. 134-135).

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