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ALEGORÍAS DE SAN MARTÍN Y MARTÍ ENTRE LAS GENERACIONES DEL CHE Y LOS DERRUMBES LIBERALES. Eduardo Rosenzvaig Llamaré generación intelectual no a un conjunto de los que viven en una misma época y con edades aproximadas, sino a los productores de discursos próximos y de su generatriz epocal que, pudiendo tener edades disímiles, sufren, reproducen o impugnan la época. La generación intelectual sudamericana del Che estuvo ganada por la preocupación de que sus ideas se adhirieran a los actos. Es decir, en el núcleo de sus preocupaciones estuvo la moral. Esto es lo que absorben de los héroes de la emancipación. Sus ideas pudieron ser frágiles, quiméricas, mecánicas y hasta cargadas de ortodoxia inverosímil, pudo sufrir de excesivo brillo, pero el corazón estaba en otra cosa, la moral. No se trata de la única moral, fue la suya. Trató de repetir las condiciones de producción de los textos emancipatorios. Martí subrayando los asertos de San Martín en su campaña liberadora: “existir es lo primero, y después ver cómo existimos” y para existir viajes de extensión americana, lecturas con luz de velas, agua donde hubiera ríos, dormir añares sobre un cuero, la pesada casaca 1

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ALEGORÍAS DE SAN MARTÍN Y MARTÍ ENTRE LAS

GENERACIONES DEL CHE Y LOS DERRUMBES

LIBERALES.

Eduardo Rosenzvaig

Llamaré generación intelectual no a un conjunto de los que

viven en una misma época y con edades aproximadas, sino a los

productores de discursos próximos y de su generatriz epocal que,

pudiendo tener edades disímiles, sufren, reproducen o impugnan

la época.

La generación intelectual sudamericana del Che estuvo

ganada por la preocupación de que sus ideas se adhirieran a los

actos. Es decir, en el núcleo de sus preocupaciones estuvo la

moral.

Esto es lo que absorben de los héroes de la emancipación.

Sus ideas pudieron ser frágiles, quiméricas, mecánicas y hasta

cargadas de ortodoxia inverosímil, pudo sufrir de excesivo brillo,

pero el corazón estaba en otra cosa, la moral. No se trata de la

única moral, fue la suya. Trató de repetir las condiciones de

producción de los textos emancipatorios. Martí subrayando los

asertos de San Martín en su campaña liberadora: “existir es lo

primero, y después ver cómo existimos” y para existir viajes de

extensión americana, lecturas con luz de velas, agua donde

hubiera ríos, dormir añares sobre un cuero, la pesada casaca

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militar, el esfuerzo físico descomunal, sin antibióticos las heridas,

sin calmantes las heridas, sin antidepresivos las heridas y sin

siquiera la existencia del papel de la higiene. Esa era la forma del

existir primero, después sería igual o peor antes de pronunciar

alguna palabra emancipadora. San Martín que renunciaba a su

prometedora carrera militar fogueada en Orán y Bailén, y que en

1810 llegaba a ayudante del marqués de Compigni, para entrar en

contacto con los emisarios de la revolución americana, porque los

viejos imperios se caían o parecían caerse, y la fuerza de naciones

jóvenes estimulaba los más altos principios humanos. Para

pronunciar la primera palabra, sorbía Martí del argentino, que el

otro se afiliara a la “Sociedad Lautaro o caballeros racionales” y

en 1811 embarcó clandestino a Londres para entrar en las filas de

la “Gran Reunión Americana” fundada por Miranda y, al ponerse

a las órdenes del gobierno revolucionario de Buenos Aires, antes

de pronunciar la primera palabra iniciar la dirección de un ciclo

de guerras emancipadoras que durará más de diez años.

El “hombre nuevo” era, ciertamente, una angustia. Era el

oxígeno boqueado con el asma. Un acceso asfixiante de

cristianismo elemental. El cruce a pie de los Andes. La prueba

rastrera y más alta de un trayecto moral. El “hombre nuevo” daba

cuenta de todo lo ignorado aún en los héroes emancipadores.

Había que emanciparlos.

Para nacer, el “hombre nuevo” debía ser crucificado con una

entrega en profundidad. Si se viaja en avión sobre la zona

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boliviana de Camiri donde terminó el guerrillero, uno comprende

que no había dónde esconderse.

La primera generación intelectual recibió el plomo suave y

absurdo alojado en el cuerpo de Martí.

Pero en general no logró substraerse de la violencia que

generaban los contradictorios a los que se combatía. Y no pudo

ser amable. Revirtiendo a Goya, con el que se cerraba el

coloquio, el sueño de la violencia creaba razones.

La segunda generación intelectual sudamericana, la que

correspondió a las dictaduras, estuvo ganada por el silencio. Su

preocupación fue sobrevivir. No la moral. Los héroes de la

emancipación adquirieron de pronto un regusto a galones

militares. Para sobrevivir, de todos modos, había que dejar de

pensar. Había tal vez que soñar. Se podía mentir y era lícito que

la palabra no correspondiera a la acción. ¿Qué era la palabra sino

silencio coagulado? Lo que quedaba intacto y sangrante eran el

sueño y la pesadilla. El núcleo no era la vigilia, sino el estado de

duermevela. Por la noche a los asesinos silbaban las almas en

pena. El asunto era terminar de despertarse para ver que esto no

estaba ocurriendo. Las almas en pena silbaban nocturnas, cuando

siquiera enterradas, siquiera en ninguna parte, masacraban la

noche de los asesinos.

A veces, los héroes despertaban a los náufragos, con alguna

sobria indicación. Los héroes que eran como primos hermanos de

las almas en pena, y decían: “Lo hicisteis mal, sí, lo habéis hecho

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mal, pero no os olvidéis de nosotros. Despertaos, o no!, seguid

ensoñados para siempre”.

La tercera generación intelectual sudamericana fue la de las

victorias liberales. El neo sobra. No victorias, sino éxitos.

Creadores de una refundación cultural. Las burguesías nacionales

se habían suicidado a todo esto, y la generación pasó a técnicos y

voceros de la recolonización. La frenética tensión entre lo global

y el localismo, entre la palabra y el acto, la invadió, se alojó como

un cáncer en el vientre del arquitecto, tal y como lo problematiza

el filme emblemático y antiprometeico de Peter Greenway, en

esos días.

El núcleo de las preocupaciones de la tercera generación fue

la satisfacción individual. Desbordó los diques y estuvo bien. Se

necesitaba del goce privado. La generación del Che no alcanzó a

planteárselo siquiera; la generación del silencio no alcanzaba a

despertarse del todo. Una parte de la tercera generación vivía la

satisfacción individual como un pecado bíblico. Una transgresión

hermosa y se escondía. Otra parte, ejerció como un mandamiento

el olvido de la moral tal y como la ejercitó la primera generación.

En general asumió que el mundo está hecho de palabras. A más,

hecho de publicidad, de imágenes electrónicas y analógicas.

Separó las palabras de las cosas. Hizo de las palabras una

metafísica, para esconder la deuda consigo misma: ¿Cómo

explicar después de las armas la satisfacción individual a costa de

beber agua en el estanque de la corrupción liberal?

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Pateaba y se divertía. A los héroes de emancipación los llenó

de riqueza y fama, de rencores y estupideces, los volvió héroes de

un reality show.

El ex jefe guerrillero Rodolfo Galimberti terminaba sus días

con una agencia de seguridad para ricos asociada a la Cia. Juan

Gelman no, iba detrás de la poesía y de los dedos perfumados de

un hijo volatilizado en el aire de un campo de concentración. De

golpe, algunos reintegrados asumían un racismo colonial de

cabildantes, de oligarquías patriarcales, exteriorizado en la fobia a

los invisibles. Ayudaban a parir el prototipo de la seguridad. Un

odio a los indios como agoreros del peligro. De pronto sobre todo

a los indios, porque estos parecían despertar en la selva

Lacandona, en el Alto de la Paz o en las callejuelas empedradas

de Quito. Empezaron a hacer chistes con el proyecto de

liberación continental, con el culto a la razón y la valorización de

los hombres dignos. Sentenciaron que el pronunciador de la

palabra imperialismo era un viejo, más descerebrado que viejo

todavía.

Apostaron a un sujeto maximizador de beneficios

subordinado a los deseos crecientes de la tecnología, más una

memoria colectiva despojada y un presente tenue, lábil, perpetuo

donde el concepto seguridad fue la piedra basal. Todo lo que la

pusiera en duda es terrorismo.

Los pobres son terroristas.

Los rebeldes son terroristas.

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Los indios son terroristas.

Los héroes de emancipación sino lo son, es porque se necesita

de becas para estudiarlos terroristas.

(En el hotel Sheraton de aquí, en Ottawa, cuando me pidieron

tarjeta de crédito y dije que no tengo, me miraron como a un

terrorista y llamaron a un inspector).

El intelectual sudamericano de la tercera generación se llenó

de rituales y de impugnaciones al pasado actoral de las palabras

políticas. Cualquier idea es posmoderna siempre y cuando no

eczematice la piel de la satisfacción individual. Se cubrió de tics.

Pasó a la verdadera generación enajenada en el sentido de que las

palabras perdieron el nexo con las cosas profundas. Cualquier

hijo muerto es bueno para hacer dinero con una novela.

Empezaron a tomar a chacota la moral. No porque no pudiera

hacerse, sino porque no sabían cómo presentarse serios. La

satisfacción había ido demasiado lejos. Y no porque la propia

generación lo quisiera así. Es que el capitalismo tardío se lo

ordenaba así.

En Sudamérica se le sugirió no hablar más de revolución. Ni

siquiera en la historia. Las sugerencias para el presente y futuro

es que negociaciones y representaciones harán que el capitalismo

cambie la desigualdad por la equidad cuando sea oportuno. Los

planetas y el sol giran alrededor de la Tierra, inmóvil y oscura allí

en el centro del universo. Galileo nunca dijo avergonzado e pur

si muove. Se apaciguarán las contradicciones, sobre todo cuando

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Bush decida aliviar la crisis de las ganancias bancarias con la

inyección de dinero arrebatado a las sociedades del mundo, sin

precedentes en la historia del capitalismo por su magnitud.

Las revoluciones serán. No como las que vimos. Serán de

mil formas nuevas. No porque nosotros las querramos, sino

porque negarlas es como cubrir con un pijamita de niño al gesto

de Bush para con los bancos.

Apareció una cuarta generación intelectual sudamericana,

que no me incluye, a la que llamo de los Derechos Humanos. No

se reconoce en ninguna de las tres anteriores. Es menos ilustrada

que cualquiera, pero más abierta que cualquiera. Borrosamente

reconoce en los héroes emancipadores el fuego, una asamblea de

pasiones. No va a los shoppings porque se aburre. Además no

tendría qué comprar. Borrosamente reconoce en el Che a la

moral.

Asume que las armas generaron mayores males que la razón

de su convocatoria. Esto lo tiene claro.

La generación del silencio le parece casi imposible. Por

momentos se conduele. Quiere saber de ella sin involucrarse

demasiado en la oscuridad.

A la generación de la satisfacción simplemente la huele. La

advierte en Sudamérica tan lejana, tan esquizofrénica entre las

palabras y los actos, que huye de su presencia. Mientras la

generación de la satisfacción le señala los intertextos de los

héroes políticos, ella, la cuarta, recorre los interactos. Es una

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generación algo primitiva y algo sublime. Es esencialmente una

generación desocupada. Si está ocupada tiene los peores puestos.

Confía en las organizaciones sociales, a veces confía demasiado.

Es mejor que confíe demasiado. Confía en las tribus. La tribu es

una marca de la sangre. Sus profesores desconfían de la tribu.

Ellos, la cuarta, no tienen más que la sangre. Desconfían de un

Estado descompuesto. Los más puros y nobles entre ellos,

desconfían de cualquier partido político. Son, en cierto sentido,

gandhianos sin serlo. Como Gandhi tienen un poquito de sangre.

Aquí, en Ottawa, descubrí hace unos años, la sangre. Fue en

el museo de la moneda. Vi en este museo cómo en los momentos

más dramáticos de las crisis económicas, desaparece la moneda,

desaparece su valor, y aparecen otros valores. Panes de trigo,

naipes en la Revolución Francesa. Y recordé entonces una

denuncia mía sobre cómo a los jóvenes de esta generación de los

derechos humanos, jóvenes rurales en mi provincia, cuando

volvían de los bailes a la noche, la policía los apresaba. Como los

jóvenes no tenían con qué pagar la multa o rescate, los policías le

quitaban sangre. Luego vendían la sangre a los sanatorios. Se las

quitaban, por lo general, con una misma jeringa y aguja a todos,

para economizar. Pagaban, los de la cuarta generación, con

sangre tribal. Lo único que tienen.

Los héroes se hubieran levantado de las tumbas. El Che

hubiera vuelto a morir en el mismo lugar con la misma bala

querible y transparente e inútil. Mitológicamente útil. La

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generación de la satisfacción no los vio, porque navegaba en los

intertextos políticos, los más lejanos, casi metafísicamente

alejados de los interactos. Una generación religiosa. La religión

de las palabras sin los actos.

La cuarta generación, la de los derechos humanos, simpatiza

con Chávez y Evo, con Marcos y el Movimiento apostólico de los

Sin Tierra. Entre otros muchos. De Marcos le gusta los cuentos.

De Chávez le gusta que su idea de patria no sea la clásica

nacionalista de nación, sino la de un continente. Y que haga en

esa dirección. Que haga rutas en Bolivia, que haga cooperativas

en argentina. Le gusta que no se calle. Que sea bocón. Es más,

lo ve como el primer indio bocón de la historia. Después de cinco

siglos de silencio. Del “cállate porque sólo hablan los reyes”.

Aunque no sea indio pero sí mestizo, de todos modos es casi un

indio vestido con una ridícula guayabera colorada como la sandía,

no como una bandera roja. A la cuarta generación le gusta que

Chávez simule ser ridículo, carnavalesco, después de tanta

seriedad vacía. ¿O no son serias las facturas de la luz?

Le encanta que no lo deje hablar al rey de España ni a

Zapatero. ¿Acaso no era la españa corporativa la que hablaba

sola en los noventa por boca de santander, iberia, repsol, los

políticos locales, vaciando por segunda vez de hecho al

continente? Vaciaban y hablaban de inversiones. El “Corralito”

en argentina fue el acto de la palabra publicitada como

“inversiones”.

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Algo que nos une a la generación de los Derechos Humanos,

es la posibilidad estética de arañar entre las tumbas podridas de

los héroes emancipadores como en el diálogo que Gastón Lillo

mencionó del Inca con Fernando VII en el drama de Monteagudo,

y en las tumbas podridas de internet donde también están los

héroes recortados a pedazos, y en los actos sociales cotidianos y

en los podridos por el tiempo, algo parecido al corazón de los

actos cubriendo el cuerpo de la idea.

Arañar una estética que fusione la ética de los tiempos

aplazados.

En los escenarios juveniles que levantaron en Sudamérica la

imagen del Che, el pensamiento liberador intentó integrar ciencia

revolucionaria con mito revolucionario. Integrar la verdad con la

fe, San Martín con Jesús leyéndose en Marx. El revulsivo fue

prometeico, triunfó y fracasó de inmediato. El Che ponía de

manifiesto a una generación que los grandes relatos explicativos

construidos en contradictorios y esperanzadores procesos

históricos, particularmente durante el siglo del vapor, se llevaban

ahora a la práctica en el siglo de los átomos y el hambre. Los

caminos se clausuraron y el hambre es mayor.

Las derrotas setentistas de la continuidad del proyecto

emancipador de 1810, sólo pudieron ser visualizadas por pocos.

La percepción de la era del pinochetismo no tenía precedentes en

la historia latinoamericana, porque la fuerza del capitalismo

global para usar de la periferia hacia un salto de concentración,

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bajo una filosofía nueva de desigualdad, tampoco tenía

precedentes. Lo que siguió fue la muerte de los héroes de 1810,

sepultados por los desaparecidos en el estadio Nacional de

Santiago o la Esma de Buenos Aires. El estadio de concentración

se llamaba Nacional y la Esma estaba presidida en el frontispicio

por un viejo y enorme escudo Nacional en cemento pintado. Los

desaparecidos se llevaban a los héroes nacionales a alguna parte.

El mercado arrastraba a Bolívar a las góndolas globales. De él no

se necesitaban más programas ni proclamas, en todo caso

intimidades posibles de presentar en el colorido de una telenovela

venezolana.

El hombre sin referencias históricas, sin los marcos

contenedores tradicionales, se replegó sobre la cotidianeidad de

los ochenta y noventa del siglo de la televisión, para desvincularse

de las redes solidarias, y, desde la fragmentación de los antiguos

espacios, se irguió escéptico, desencantado, perplejo,

autorepresentándose sin pasado y sin futuro y sin generación.

El “fin de la historia” implantado con genocidios seguidos de

los shoppings en argentina o moles en chile, no fue solo la

impactante fórmula del filósofo del Departamento de Estado de

los estados unidos, también la percepción de multitudes

impregnadas de una refundación cultural con núcleo de ideología

conservadora. La historia emancipadora había dejado de servir

para abarcar las catástrofes sociales que el colonialismo tardío

imponía en la periferia. La tercera generación privatizaba hasta la

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subjetividad, en el sentido de privación. La refundación cultural

se hacía con y sobre los héroes del reality show. Las tumbas de

San Martín y Bolívar lanzaban olor a humedad. Del Che lo

importante era el dinero que había perdido el fotógrafo cubano al

regalarle la foto de la boina y la estrella al italiano Feltrinelli. A

cincuenta centavos de dólar por derechos en mil millones de

posters, el cálculo era sencillo. El escenario social se

desvinculaba de las antiguas esferas políticas, sociales, culturales.

Un héroe es por el espacio en la tevé y las apariciones cotidianas

en los informativos.

Si hasta la década del 70, los proyectos latinoamericanistas

del siglo de San Martín, Bolívar o Martí, formaban parte de la

inconsecuente perspectiva ideográfica de las burguesías nativas,

prefiriendo éstas amurallarse entre las fronteras nacionales para

levantar un espacio de acumulación, fortaleciendo los relatos

históricos que otorgasen credibilidad a su papel rector, lo

latinoamericano por ello pasaba a síntesis de la apropiación

territorial primero y exportaciones más tarde. El imperialismo

inglés toleró la pervivencia del relato revolucionario de

emancipación como curiosidad colonial; el yanqui, a su turno,

trató de suplantarlo por relatos donde la democracia venía a ser en

el norte, una estatua formidable en la desembocadura de un río, y

en el sur lo que el poeta argentino Lugones bautizó como “La

hora de la espada”.

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Los nuevos escolares, algunos de los cuales formarían la

cuarta generación, no pudiendo abstraerse de las estrategias

fondomonetaristas de desaparición efectiva de naciones, miraban

a sus padres rendir culto a los protagonistas políticos y mediáticos

de procesos revolucionarios desde “arriba”, de la uniformación

continental como un gigantesco enclave abierto, sin fronteras para

el capitalismo de los centros, y sin espacio para millones de

hombres “sobrantes”, entre ellos sus padres. Esos escolares se

integraban al mercado que regía la conducta y psicología de sus

padres ambiguamente. Con karatekas, superhéroes, terminadores,

exterminadores y una gama fluida tecnológicamente versátil y

psíquicamente primitiva, con hombres que vencían a sus padres

vencidos. Para ellos, el San Martín del cuadro “La Bandera”

(Mercedes San Martín de Balcarce, Bélgica, 1827), representando

al héroe envuelto por una gran bandera, al estilo de una cinta de

Moebius, con la vista un poco inclinada hacia arriba y una rama

de olivo cayendo desde el extremo superior derecho, pasó a

estampas de abuelitos. El bloque hegemónico de la tercera

generación, en argentina, fue eficiente en arrojar toda esta

iconografía simbólica a los inodoros del globalitarismo. Pero en

los escolarizados por la “ley federal de educación” menemista

donde lo “federal” resultaba excusa para la refeudalización o en

los escolarizados por los créditos pancapitalistas chilenos, en

cuanto todos ellos salían a la vereda se mezclaban con las

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manifestaciones por la sobrevivencia de la educación pública o

los combates callejeros contra el endeudamiento privado como

única forma de los de abajo de sufrir la licuación de la deuda de

los de arriba.

Cada época revolucionaria hace que las generaciones

intelectuales busquen en el pasado un ideal. En el caso de la

generación emancipadora, casi protohistórica, casi fuera del

tiempo, en San Martín debió ser el hallazgo del orador Arístides,

comentado por Plutarco. Llamado el Justo, también con ese

nombre se lo reconocía conspirativamente a San Martín en la

Logia Lautaro. Arístides era el hombre que renunciaba al mando

del ejército griego para asegurar la jefatura de Milcíades, el que

derrota a los persas en Maratón, salvando ambos la patria. Por

eso el militar fogueado en la forma astuta de pelear de los moros,

de la aparatosidad portuguesa, en el inicio de las guerras

dislocadas y de guerrillas españolas, y en la manera del inglés que

moría saludando, o según se decía entonces con todos los botones

en el casaquín, de manera que no rompiese el cadáver la línea de

batalla, regresaba al lugar de nacimiento, la patria. Renunciaba a

una carrera de élite para integrarse a la marejada revolucionaria

con destino incierto. En su segunda gran renuncia ante Bolívar en

Guayaquil, ofrecida para elevar a un solo director de la guerra de

emancipación, se autoelimina para evitar conflictos entre las dos

fuerzas americanas y al mismo tiempo abrevia la búsqueda de

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identidad con los modelos del pasado. La renuncia era tan de esa

protogeneración como si se tratara de su “llave” moral. Para la

tercera generación con el mercado internalizado como eficiencia,

toda renuncia era el fracaso. El pasado desequilibraba, cortaba la

imagen del sentido del ser, es decir, del tener y consumir. La

resaca de ello se advirtió como la presunción de que estudiar

historia de los pueblos del Sur era inútil, como si de todas formas

estuviesen condenados a desaparecer.

José Martí, que representaba la línea inacabada, inconclusa

del pensamiento y acción liberadora americana, reflexionó sobre

San Martín en un artículo escrito para el álbum “El Porvenir”. El

porvenir, epígrafe imposibilitado de figurar en el discurso gozoso

de la tercera generación. ¿Para qué porvenir si todo lo estamos

gozando ahora?

Martí observaba cuan formidable es el choque de los

hombres, en acción política, con la obra acumulada de los siglos.

San Martín, que veía a los pueblos en devenir, como un patriarca

dispone de sus hijos, no era un político profundo, no se daba

cuenta que los pueblos estaban “hechos”, y entonces entraba en

continuas angustias cuando, en su cabeza, no se correspondían los

deseos bullentes con la realidad acumulada por esos siglos.

Para Martí no era accesorio que el Libertador fuese un

hombre que se hiciera el desayuno con sus manos; se sentara al

lado de un trabajador; diera audiencia en la cocina entre el

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puchero y el cigarrillo negro, y durmiera al aire sobre un cuero

tendido. Esas son o deberían ser las condiciones de producción

de un discurso político. Lo retoma como matriz la generación del

Che, y ese impresionarse el cubano de los momentos del

derrumbe de la revolución americana, cuando todos perdían el

sentido, la fe, y eran acometidos por el pánico, la venida de

Morillo, la caída del Cuzco, Chile en huida, las catedrales de

México a Santiago anunciando el Te Deum de la victoria española

mientras que “por los barrancos asomaban los regimientos

deshechos como jirones”. Le emociona que, en medio de esta

catástrofe continental, sea San Martín quien convide a sus

oficiales con un banquete, brindando “¡por la primera bala que se

dispare contra los opresores de Chile del otro lado de los Andes!”

El Che convierte el estímulo histórico en voluntad. Aunque la

voluntad se estrelle contra una pared siempre será mejor que una

pared levantada sobre el inmovilismo. Finalmente la revolución

no es más que un acto moral desprendido de la voluntad.

El político cubano de la independencia aprende de San Martín

el valor de la región, no del país: “Cuyo salvará a América”. No

dice el argentino los pueblos Unidos del Río de la Plata, sino:

“¡Denme Cuyo y con él voy a Lima!” La primera generación no

abandonó los cepos nacionales. La tercera generación empezó

mutilando los espacios regionales, recolonizándolos hacia los

centros, los desintegró y desnaturalizó. Mientras servían a la

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acumulación se usaban y conservaban apagadamente, cuando no,

desaparecían. Se oía por doquier la frase abracadábrica y

fondomonetarista de las “regiones inviables”.

En el filo de los siglos XIX y XX, Martí asumía el

romanticismo revolucionario modernista, desentrañando en la

gesta sanmartiniana, su núcleo ideológico. Después de un

sorprendente esfuerzo de organización y creación de la armería,

laboratorio de salitre y fábrica de pólvora, código militar, cuerpo

médico, academia de oficiales, y de reunir armas de la nada,

preparar espías, acumular alimentos y alimentar a miles de

hombres en prácticas militares, el cubano escribe sobre esta

epopeya:

“En cuatro columnas se echan sobre los Andes los cuatro mil

soldados de peleas, en piaras montadas, con un peón por cada

veinte; los mil doscientos milicianos; los doscientos cincuenta de

artillería, con las dos mil balas de cañón, con los novecientos mil

tiros de fusil. Dos columnas van por el medio y dos, de alas, a los

flancos. Delante va Fray Beltrán, con sus ciento veinte barreteros,

palanca al hombro; sus zorras y perchas, para que los veintiún

cañones no se lastimen; sus puentes de cuerda, para pasar los ríos;

sus anclas y cables, para rescatar a los que se derrisquen.

Ladeados van unas veces por el borde del antro; otras van

escalando pecho a tierra. Cerca del rayo han de vivir lo que van a

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caer, juntos todos, sobre el valle de Chacabuco, como el rayo (…)

A los pies, en las nubes, vuelan los cóndores (…) San Martín se

apea de su mula, y duerme en el capote, con una piedra de

cabecera, rodeado de los Andes”.

Suena a Byron. Suena al discurso romántico. ¿A destiempo?

¿Cuántos tiempos coaligados y apretados se necesitaban forzar

para la emancipación de la Cuba colonial cuando amanecía ya el

siglo del cine?

De la autocracia de las finanzas, la tercera generación tomó el

agotamiento de las certezas de la pasión. No envilecerla siempre,

secarla sí en profundidad. La velocidad de rotación del capital,

con sus nuevos modelos científicos-tecnológicos, un ritmo de

acumulación flexible, y sin proyecto alguno para resolver el

hiperconsumo y la pobreza, dos factores de una ecología terminal,

hizo que el prototipo no pudiera sino renegar de los antiguos

sistemas de valores, si pretendía ser superior y distinto a sí

mismo. La ética pasó a un obstáculo teórico del mercado y su

publicidad. Los antiguos héroes funcionaban como una piedra en

el corazón. La estética pasó a la publicidad. Careciendo la

historia de sentido –como interpretación- ya no jugaba un papel

preponderante en la conciencia pública. A su turno, la

racionalidad tecnológica conducía a la pérdida de imaginación

social y al paradigma del desencanto del mundo. La cuarta

generación abrevaba en todos los líquidos turbios, fosforescentes

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como en Pulp Fiction, pútridos, atravesados por láseres y envases

plásticos, y, a veces, hasta puros. Mientras la tercera generación

creaba un sujeto de consumo huérfano de proyectos sociales,

subordinado a los deseos crecientes de la tecnología más una

memoria colectiva despojada, pero con un presente instalado en la

televisión, la cuarta se levantaba de mirar el aparato y salía a la

calle a toparse otra vez con las marchas.

En un decreto de agosto de 1820, desde las costas del Perú,

San Martín proclamaba:

“Cuando la humanidad ha sido altamente ultrajada y por largo

tiempo violados sus derechos, es un grande acto de justicia, si no

resarcirlos enteramente, al menos dar los primeros pasos al

cumplimiento del más santo de todos los deberes. Una porción

numerosa de nuestra especie ha sido hasta hoy mirada como un

efecto permutable y sujeta a los cálculos de un tráfico criminal.

Los hombres han comprado a los hombres y no se han

avergonzado de degradar la familia a que pertenecen vendiéndose

unos a otros”.

La tercera generación, la noventista en el aserto del escritor

Jorge Asís que la beatifica hasta llorar, porque en la venta de unos

a los otros empieza a balbucear el mercado, empieza a

autopresentar como moral a una estética omnímoda, fluyente,

zappinera, disparada, autoorganizada analógicamente mientras, se

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dispone a ultrajar por largo tiempo a los valores modernos, a

violar los derechos totales de las generaciones derrotadas y

fracasadas, incluso a matarlas, o permitir que se maten entre sí.

En 2001, el presidente argentino huyendo en helicóptero y su

ministro fugado con papeles falsos a estados unidos, adonde

también fugaba Sánchez de Lozada, el presidente de la bolivia

india que hablaba el español como “gringo”, y Fujimori huía al

japón de las trasnacionales y Andrés Pérez a alguna parte y

Bucaran dejaba la guitarra eléctrica tirada en cualquier circo del

ecuador etcétera. En la periferia este capitalismo había

demostrado ser posmoderno en lo colonial; tal vez incluso con

variopintas formas de lo colonial. La humanidad podía seguir

ultrajada por una larga época, si no se daban los primeros pasos

de lo que San Martín llamaba y Martí anotaba en sus escritos

como el más santo de los deberes, esto es el de la reiniciación a

escala continental y de maneras disímiles, amplias y flexibles, de

la lucha por el fin del tráfico criminal de la venta de unos hombres

a otros, reeditado de manera consciente, alegre, y publicitada

como sin alternativas, ahora, en las postrimerías del milenio, por

la tercera generación. Se abrieron las costuras del continente y la

cuarta generación puso los muertos pacíficos en las calles y

plazas.

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Para la generación del Che los héroes protohistóricos se

ponían en los cargadores de la metralla. El caño del arma

reventaba.

Para la generación de Hayek y Friedman los héroes se

escaneaban en las góndolas. Se podía incluso obtener ganancias

con ellos.

Para la generación actual de la Posguerra, es decir la que

recibió un continente en ruinas y camina sobre las ruinas, la

generación de los derechos humanos abarcadores de lo social, lo

cultural, lo económico, digamos que para ellos los héroes se

ponen como columnas escondidas de un edificio de arquitectura

ecléctica.

No es fácil salir de un prototipo que no sólo depreda la

Naturaleza, depreda ante todo las relaciones humanas y depredó

en particular la memoria.

Con los fragmentos dejados por la guerra parece necesario

reunir el mundo latinoamericano de manera nueva. Algunos

héroes buscan su lugar a los codazos. No es fortuito que en estos

días, el primer presidente indio de una bolivia india, bolivariana

en el mestizaje de ideas, un presidente ungido por las

organizaciones sociales y el sufragio, sea llamado por los

planificadores de la balcanización hacia una bolivia racista, como

el “macaco”.

Las guerras contra los posibles migrantes futuros vienen a

calmar la histeria bursátil de los países ricos. Las guerras en Irak

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o Afganistán complementan a la ley de retención europea de

migrantes (detención más regreso), demasiado parecida a las leyes

de Nuremberg contra los judíos. Pero estas nuevas leyes racistas

no podrán frenar a los mil millones de personas que en los

próximos años, se calcula, intentarán alcanzar las playas del

trabajo en los países ricos, el agua, el pan, la educación, la salud

en los países ricos.

El prototipo económico de la desigualdad no sólo está

depredando la Naturaleza, depreda las relaciones humanas. La

eliminación del neoliberalismo no significa necesariamente la

eliminación del capitalismo que es, en palabras del economista

Schumpeter, un sistema de valores, un modelo de vida, una

civilización montada sobre la desigualdad.

La generación de los derechos humanos es la imagen actual

de la emancipación del siglo XIX. Pobre, pero rica en la apertura.

La primera violación a estos derechos en el mundo es la

civilización de la desigualdad.

La segunda violación es la precarización del trabajo, lo que

supone la precarización del pan y la cultura.

Vivimos una situación latinoamericana extraordinaria, efecto

de lo que el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente de

ecuador, Alberto Acosta, llamaba el resultado de la acumulación

de luchas históricas. Luchas plurales con sujetos plurales. No

hay una vanguardia que lidere la época sino muchos actores

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sumados contradictoria y positivamente. Luchas todavía no

suficientemente unitarias y compartidas.

La tercera violación a los derechos humanos es la inequidad

ambiental. La depredación de la riqueza biológica extendida

también a la depredación de la riqueza cultural.

De la avalancha de resistencias estamos transitando a

revoluciones plurales, libres y democráticas. Pero revoluciones.

La cuarta violación a los derechos humanos es la de vernos a

nosotros mismos colonizados, imposibilitados de pensar sin la

colonialidad y la propuesta única de los colonizadores.

De la avalancha de resistencias vamos entrando al “buen

vivir”. No al concepto de “bienestar” de los países ricos, sino a la

búsqueda de la experiencia de la vida colectiva de los pueblos y

de las naciones originarias, un intercambio retributivo entre

humanidad y naturaleza. El “buen vivir” dice Acosta como

respuesta antisistémica al concepto individualista de bienestar. El

“buen vivir” superador del dilema Estado o Mercado. La

maximización del Estado condujo a los autoritarismos. La

maximización del Mercado a la lógica de la destrucción de

sociedad. Pensar un Estado que sea capaz de planificar e

intervenir junto a las organizaciones sociales y un Mercado que

no sea sinónimo de capitalismo, sino una construcción social. El

poder público puede controlar al binomio contradictorio Estado

Mercado. La explosión de positividad que tuvieron los derechos

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humanos en el continente en las últimas décadas, habla de estos

nuevos poderosos controladores públicos.

Empezamos a dar vuelta el mundo en el continente y, en la

idea de Martí, estamos aprendiendo a mirarlo por el lado oscuro

también. Las muchas formas de hacer economía, de reinventar la

Naturaleza, de reinventar las relaciones sociales, de evitar los

cataclismos de las huidas. Están locos los que creen que con la

Otan y las leyes de Nuremberg pueden hacerlo. Están locos y

condenados por la Tierra y la memoria repetida.

Podemos pensar en una nueva etapa de la soberanía, ya no

nacional como en el siglo XX, sino continental: soberanías

alimentarias, soberanías energéticas, soberanías jurídicas,

soberanías del cuerpo. Un proceso de reconstrucción bolivariano,

sanmartiniano, martiano por sus cimientos. Y tomando la palabra

de Boaventura de Sousa Santos: Si hablamos de socialismo,

definitivamente aceptarlo como un proceso de democracia sin fin.

No importa que para los jóvenes actuales los Andes siempre

se cruzaron en avión. Tampoco hay cómo contradecir a una

“historia” que fue desaparecida. El nuevo momento es extraño.

La historia no sirve como en los setenta. Se la inventa en

base a blogs y páginas sacadas de Internet, pasadas por las

pancartas y los bloqueos de las rutas y los actos electorales.

Habla en otras lenguas. Es otra lengua. Otro discurso y nuevas

alegorías. Son actos. Hay un intento de sorprender con la

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imaginación. Por primera vez, luego de tantas generaciones, la

ciencia es menos importante que la fantasía.

El prototipo de colonialismo retardado convirtió al continente

en productor y reproductor de hiperprosa atosigada de fealdad y

ruidos. Todavía no alcanzamos los tiempos de la hiperpoesía.

Tal vez estemos yendo a ciegas, como Víctor Rivas aquí al lado,

como yo un poco menos perfecto que él, como nosotros,

tanteando con la punta de los dedos algo que está adelante, y

sospechamos qué cosa no es.

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