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AKIKO Y EL LOBO Cuento extraído de Cuentos y tradiciones japoneses. II. El mundo animal. Recopilado por Luis Caeiro. Ediciones Hiperión S. L. Madrid, 2001, p. 157-171. SIGUIENDO con los relatos en los que intervienen los animales como presencia benéfica, recojo ahora uno en el que el animal elegido es uno que no goza de muy buena fama en Occidente: el lobo 1 . Hace mucho tiempo vivía en un pueblo un rico herrero 2 viudo que tenía una sola hija, una encantadora muchacha llamada Akiko que, además, era sumamente bella. Desgraciadamente, el hombre había creído conveniente volver a casarse para que alguien llevase la casa, pues creía que la chiquilla era demasiado pequeña para hacerse cargo de semejante responsabilidad. Y digo desgraciadamente porque la elección de esposa para sus segundas nupcias fue desafortunada en extremo. Eligió para madrastra de su hija a una mujer avara y de malos instintos, pero eso no era lo peor; lo peor era que sentía unos celos terribles de la belleza de Akiko, cada día más pujante y floreciente. Desde que entró en la casa del herrero como esposa se dedicó a hacer la vida imposible a Akiko, a quien hacía trabajar constantemente, cubriéndola de insultos y humillaciones mientras ella vagueaba todo el día. Pero eso era sólo al principio; como vio que, por más maldades que la hiciera, la joven jamás perdía su sonrisa y su alegría, decidió hacer lo posible para poner a su padre en contra de ella. Así, cuando el herrero volvía de su durísima jornada de trabajo no encontraba en su casa más que acusaciones contra su hija; ella no se defendía y tan sólo lloraba por lo incomprensible que le resultaba la injusticia que sufría. Recibía con paciencia las regañinas de su padre, cada vez más duras, y lloraba sin descanso hasta bien entrada la noche. 1 También en la cultura china tiene el lobo fama de criatura feroz y cruel, aunque existen igualmente historias de niños criados amorosamente por los lobos, que de mayores les aconsejan sabiamente. 2 La profesión de herrero y forjador era en la cultura tradicional japonesa una de las más respetadas, llegando en el caso de los forjadores de salves a considerárseles en un plano cercano al sacerdote.

AKIKO Y EL LOBO

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Cuento japonés.

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AKIKO Y EL LOBO

Cuento extraído de Cuentos y tradiciones japoneses. II. El mundo animal. Recopilado por Luis Caeiro. Ediciones Hiperión S. L. Madrid, 2001, p. 157-171.

SIGUIENDO con los relatos en los que intervienen los animales como presencia benéfica, recojo ahora uno en el que el animal elegido es uno que no goza de muy buena fama en Occidente: el lobo1.

Hace mucho tiempo vivía en un pueblo un rico herrero2 viudo que tenía una sola hija, una encantadora muchacha llamada Akiko que, además, era sumamente bella. Desgraciadamente, el hombre había creído conveniente volver a casarse para que alguien llevase la casa, pues creía que la chiquilla era demasiado pequeña para hacerse cargo de semejante responsabilidad. Y digo desgraciadamente porque la elección de esposa para sus segundas nupcias fue desafortunada en extremo. Eligió para madrastra de su hija a una mujer avara y de malos instintos, pero eso no era lo peor; lo peor era que sentía unos celos terribles de la belleza de Akiko, cada día más pujante y floreciente.

Desde que entró en la casa del herrero como esposa se dedicó a hacer la vida imposible a Akiko, a quien hacía trabajar constantemente, cubriéndola de insultos y humillaciones mientras ella vagueaba todo el día. Pero eso era sólo al principio; como vio que, por más maldades que la hiciera, la joven jamás perdía su sonrisa y su alegría, decidió hacer lo posible para poner a su padre en contra de ella. Así, cuando el herrero volvía de su durísima jornada de trabajo no encontraba en su casa más que acusaciones contra su hija; ella no se defendía y tan sólo lloraba por lo incomprensible que le resultaba la injusticia que sufría. Recibía con paciencia las regañinas de su padre, cada vez más duras, y lloraba sin descanso hasta bien entrada la noche.

Sin embargo, cuando llegaba el sol, a Akiko se le había olvidado el disgusto y se esforzaba por poner en aquella casa un poco de amabilidad y cariño. Nunca oyeron de ella ni criados ni vecinos una queja o una palabra áspera; oían, eso sí, sus canciones, que llenaban la casa de alegría a pesar de que a la madrastra se la llevaban los demonios al verla tan feliz y cada día más hermosa. Era Akiko, además, compasiva y caritativa, nadie que llamara a su puerta se iba de la casa con las manos vacías, ya fuese mendigo, enfermo, sacerdote o novicio. Esta cualidad, que para cualquiera hubiese sido una gran virtud, en manos de la madrastra fue convertida en algo muy parecido a un crimen:

—Tu hija, que cada día tiene peores ideas, no hace más que despilfarrar tu dinero dándoselo al primero que llega, como si a ti no te costase ganarlo, esposo mío. ¡Claro, como eres tú el que suda en la fragua y no ella! Si tuviese que ganarse el dinero, no sería tan generosa, no. Anda que no es vaga la calamidad de tu hija —le decía al herrero noche tras noche mientras cenaban.

También convirtió la exquisita cortesía y amabilidad naturales en Akiko en vicios despreciables:

1 También en la cultura china tiene el lobo fama de criatura feroz y cruel, aunque existen igualmente historias de niños criados amorosamente por los lobos, que de mayores les aconsejan sabiamente.2 La profesión de herrero y forjador era en la cultura tradicional japonesa una de las más respetadas, llegando en el caso de los forjadores de salves a considerárseles en un plano cercano al sacerdote.

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—Esa hija tuya que habla con todo el mundo, un día nos va a dar un disgusto de mucho cuidado. Esas no son formas de comportarse una chica de una familia tan horada. Terminará por deshonrarnos y los clientes ya no te creerán digno de trabajar para ellos. Acabaremos mendigando por los caminos gracias a esa deslenguada descocada de tu hijita.

Estas quejas concluían siempre con una reprimenda del herrero a su hija, tan injusta como dura. Lo peor era que, cuando por las mañanas el herrero oía cantar a la muchacha, pensaba que no le tomaba en serio. Todo esto acabó por endurecerle tanto que, una víspera de Año Nuevo, estalló el drama.

La madrastra, con su habitual maña de calumniar a la joven, empezó a gritar como una loca diciendo que la muchacha se había empeñado en traer la mala suerte a casa haciendo la cena con restos de arroz y no con el buen arroz recién comprado, que eso era ofender a los dioses y que así se garantizaba la mala suerte para la familia. Unas cosas trajeron otras y, antes de darse cuenta, Akiko estaba en la calle sin más que lo puesto y con la orden expresa de su padre de no volver a su casa en lo que quedase de vida. Hacía frío y la pobre chica llevaba tan sólo un kimono ligero y una hermosa chaqueta3 que se había puesto para celebrar el Año Nuevo. En todas las casas reinaba una gran agitación por la fiesta y en ninguna se dieron cuenta de lo que pasaba con la hija del herrero. Akiko se alejó del pueblo sin saber a donde ir, pues no tenía nadie más en el mundo y tampoco le importaba mucho lo que fuera de ella.

Se alejó bastante del pueblo antes de notar el intenso frío y el hambre que se habían adueñado de ella. Necesitaba sentarse junto a un buen fuego y comer algo caliente, pero en las pocas casas que iba encontrando no le hacían caso, demasiado ocupados con la celebración de la fiesta. Se sintió aliviada cuando vio a lo lejos una posada junto al camino, pensando que allí no rechazaría a un cliente, aunque sólo pudiera pagar con la chaqueta que llevaba puesta.

—Buenas noches. ¿Podría darme un poco de té caliente? —preguntó la muchacha al posadero sarmentoso que la recibió—. No tengo dinero, pero podría pagarle con esta chaqueta.

—Ya —contestó el hombre sin tomarse la molestia de devolver el saludo a la jovencita, que apenas podía tenerse en pie—, eso dicen todos los vagos, luego uno se encuentra con que no vale nada lo que te han dado a cambio de un exquisito té. Ni hablar, guapa, tú me das la chaqueta, yo veo el valor que tiene y con lo que me digan te daré o no el té.

No tuvo más remedio Akiko que aceptar el trato y le dio la chaqueta, después tuvo que esperar acurrucada sin pasar del umbral a que uno de los criados de la posada fuera a vender la chaqueta. Entretanto la pobre muchacha se consolaba haciendo planes:

—Seguramente le darán un buen precio por la chaqueta, quedará un poco para seguir mi camino hasta que encuentre a alguien que me acoja para pasar la noche, y mañana sin duda encontraré trabajo. Pero esto no puede durar mucho tiempo, pues mi padre es muy bueno y se dará muy pronto cuenta de la injusticia que ha cometido conmigo y me mandará buscar.

3 La chaqueta a la que posiblemente se refiera la historia es la prenda llamada kirimon que, básicamente, es una bata amplia, más larga para las mujeres, con mangas muy anchas que cumplen la función de bolsillos. Se cruza sobre el pecho y se anuda a la espalda.

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En estos y otros pensamientos similares dejó pasar la niña mucho tiempo sin que apareciesen ni el posadero ni el criado con el dinero de la venta. Tanto tiempo pasó que, cuando ya no pudo soportar más ni el frío ni el hambre, entró y preguntó qué estaba ocurriendo y si es que no habían podido vender la chaqueta.

—¿Qué chaqueta? —contestó el posadero a gritos— ¿crees tú que yo me dedico a tratos con gente como tú? En la vida has visto ni de lejos una prenda como esa que dices, o no estarías aquí mendigando. Lárgate de mi establecimiento. ¿Han oído despropósito semejante? —Y organizó tal escándalo que todos los clientes que allí celebraban el fin de año salieron a divertirse a costa de ella.

Humillada, se alejó de las luces que se encendían en la posada, sin preocuparse de nada más que de marcharse de allí a la mayor velocidad posible. No dejó de correr hasta que llegó al lindero de un bosque que, con el crepúsculo, parecía mucho más terrible de lo que era de día, y de día era espantoso por lo frondoso y oscuro. Mientras caminaba, ya a paso tranquilo, por los estrechos caminos que se adentraban en él, iba meditando serenamente sobre todo lo que le había ocurrido en aquel día atroz.

—Está claro que ya nada bueno puedo esperar de la vida ni del mundo. A partir de ahora todo serán burlas y desgracias, pues nadie va a ayudar a una muchacha solitaria a quien su propio padre ha echado de casa. Sólo quedan para mí humillaciones y burlas, cuando no algo peor. Prefiero morir por mi propia mano a esa muerte lenta de la vergüenza que acabo de pasar y a la injusticia que, parece, reina en la tierra. Esta es una noche estupenda para conseguirlo, hay muchos lobos en este bosque y los pobres siempre pasan hambre en invierno. Buscaré un sitio donde me puedan encontrar con facilidad y en poco tiempo tendrán más compasión que los hombres, acabando con mis penas en un momento.

No se lo pensó dos veces y se encaminó hacia la zona más intrincada del bosque a toda prisa, deseando acabar de una vez por todas con el dolor que la llenaba. Era, en efecto, una buena noche para tan siniestros planes, pues al frío intenso se había unido una copiosísima nevada y un viento todavía más frío.

Al poco rato llegó Akiko aun claro del bosque y se sentó en un tronco caído a esperar que llegasen los lobos a devorarla. Pero tampoco esto le iba a ser fácil. Pasó mucho tiempo esperando que los lobos llegaran, aunque les oía aullar y merodear muy cerca. Tanta era la desesperación de Akiko que no pudo permanecer más en el claro y se adentró otra vez en el bosque, con la intención de encontrar ella misma un lobo y echarse ante él.

No tardó mucho en encontrarlo, y cuando lo hizo se le heló la sangre en las venas. Era un animal imponente, mucho más grande que ella y con unos ojos brillantes capaces de acobardar al más feroz cazador y al más aguerrido samurái. Sus dientes destellaban al reflejo de la nieve y su pelo negro se recortaba siniestro contra el manto blanco; era lo que nadie en aquel momento en todo el imperio japonés quería ver, sin embargo, se impuso al terror pensando que era mucho más terrible volver a pasar por lo que había pasado aquella tarde que la muerte rápida a manos de un lobo hambriento.

Al verla, el lobo se agazapó dispuesto a lanzar su mortífero ataque. Replegado sobre sí mismo quedó inmóvil, mirando fijamente a la jovencita, que esperaba el mordisco en el cuello que acabara para siempre con sus penas. Aquel momento fue interminable, tanto que la chica dijo:

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—Venga, cómeme ya.

Entonces el lobo se sentó sobre sus patas traseras tranquilamente y le contestó con voz recia, pero amable y cálida:

—No, no te voy a comer. Yo no como seres humanos, al menos cuando son seres humanos de verdad. No sé qué es lo que te ha pasado, pero ha debido de ser algo espantoso para que prefieras que te coma a seguir viviendo. Eres muy joven y mereces algo mejor, por eso te voy a ayudar. Sin dudad eres demasiado confiada con tus semejantes, les conoces poco, cuando les veas como nosotros les vemos te darás cuenta de que, aunque parezcan personas, no lo son —mientras decía esto se arrancó dos pestañas y se las dio a Akiko—. Toma estas pestañas, cuando quieras conocer a alguien de verdad o necesites confiar en alguien, mírale a través de ellas. Si encuentras un hombre que siga pareciendo un hombre después de hacerlo, no te separes de él, con él serás feliz. Muy pocos quedan que soporten el examen de las pestañas, y de los que no lo soporta, no te fíes aunque parezcan las mejores personas del mundo. Vé y que tengas mucha suerte, pequeña.

De un salto el lobo desapareció entre la espesura del bosque. Ya no nevaba y el amanecer había llegado sin frío y con un tibio sol que hacía parecer la nieve aún más hermosa de lo habitual. Akiko ya no sentía ni cansancio, ni hambre, ni desesperación; las palabras del lobo le había dado consuelo y esperanza, aunque no supiera muy bien cómo interpretarlas.

Llena de energía se puso en camino y muy pronto salió del bosque. Desde los últimos grupos de árboles se veía una populosa ciudad que estaba muy cercana y a ella se dirigió Akiko con toda su decisión de salir adelante. Claro que cuando llegó a un cruce de la ciudad todo su valor se habí8a esfumado. Tenía que pedir ayuda, casa y trabajo a alguien, a una de las muchas personas con aspecto de buena gente que iban de aquí para allá en el bullicio dela ciudad. ¿Qué mejor momento para probar las virtudes de la pestañas del lobo? Se las puso sobre las suyas y el espectáculo que vio le pareció mucho más espantoso que los ojos del lobo cuando creía que iba a ser devorada.

Las cabezas de las personas había desaparecido y en su lugar se veían cabezas de animales emergiendo de las ropas4: la madre de familia que lleva a sus hijos tiene la cabeza de mastín; el alto funcionario de kimono lujoso, de cerdo; el próspero comerciante con aspecto feliz, de zorro de afilado hocico y ojillos malignos; la noble dama que viste las más exquisitas sedas tiene la cabeza de víbora; su esposo, orgulloso de su apellido, de pavo real; algunas criadas poseían hermosas cabezas de gallina, y otras, de rata; el samurái apuesto y arrogante tenía cabeza de gallito peleón; la cortesana bella y elegante, de gata ladina y traidora; y hasta los propios sacerdotes poseían soberbias cabezas de buitres.

Espantada por lo que estaba viendo, pero sin quitarse las pestañas del lobo de los ojos, nuestra jovencita recorrió calle por calle buscando en vano una cabeza humana, pues hasta los niños tenían cabeza de polluelos o ratoncitos, cuando no de cerditos u oseznos. “Es inútil, no hay hombres en esta ciudad, quizá no los haya en ninguna ciudad de Japón, tal ven en ninguna ciudad del mundo”.

4 Esta es la forma habitual en que los ilustradores japoneses representan a los personajes de los cuentos y, además, posiblemente se relaciona con las pinturas satíricas del período Heian llamadas choju-giga, en las que los animales aparecen realizando actividades humanas. Existe también una tradición occidental en este tipo de representaciones que van desde las sillerías de coro de las catedrales góticas a los venenosos burros goyescos, pasando por la tradición de la pintura de género y de gabinete flamenca.

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Tales eran los pensamientos de la joven cuando, de repente, se cruzó con alguien cuya cabeza no identificó en un primer momento; curiosa, más que esperanzada, se volvió. Era una cabeza humana que no cambiaba de aspecto por más que la mirase con las pestañas del lobo. Se trataba de un joven y hermoso carbonero que cargaba un saco de carbón5 tan grande como él; parecía haber hecho un largo viaje con su carga. Recordó Akiko lo que le había dicho el lobo pero, aunque estaba dispuesta a hacerle caso, no se le ocurría cómo abordar al joven sin parecer en exceso descortés y atrevida. Lo cierto es que nunca en su vida había necesitado confiar en alguien tanto como entonces y, por lo visto, el joven era el único digno de confianza de toda la ciudad. No podía permitirse perderle de vista, así que empezó a seguirle pensando que tarde o temprano encontraría un modo de hablar con él.

El joven carbonero fue al mercado a cambiar su carga por víveres en la tienda de un comerciante gordo con cabeza de comadreja y su esposa con cabeza de urraca ladrona. Después, y sin detenerse un momento, salió de la ciudad camino de las montañas; y Akiko le siguió. No era empresa fácil quedarse atrás, pues el mozo andaba a grandes zancadas y era muy robusto, mientras que Akiko estaba agotada por el hambre y la debilidad. El carbonero, además, parecía ir cada vez más rápido, pero no por eso Akiko dejó de seguir sus pasos, aun en las pocas ocasiones en que le perdió de vista. Cruzaron la una detrás del otro entre unos enormes campos de arroz y después el muchacho se desvió por un camino silvestre casi invisible que se adentraba en una espesa arboleda. Y allí le perdió Akiko.

Claro que no iba a dejar que eso la asustase después de todo lo que había pasado últimamente. Miró a su alrededor y vio una columna de humo que se elevaba entre la arboleda.

—No creo que haya muchas casas en un sitio como éste, seguramente es de la suya de donde nace el humo.

Y allá se encaminó atravesando el campo, bien siguiendo los senderos casi ocultos por la nieve, bien cruzándolo directamente cuando ello era posible. Así, y después de una larga caminata que sólo pudo hacer gracias a su decisión, llegó a un claro del bosque en el que se levantaba una pequeña cabaña junto a una carbonera. No cabía duda, le había encontrado.

Se acercó impaciente a la cabaña, pero allí no había nadie, aunque en el hogar ardía un buen fuego y alguien había puesto algo a hervir hacía poco tiempo. Era una cabaña pequeña y pobre. Sin estar lo que se dice sucia, se notaba mucho que en ella vivía un hombre solo, quizás más que en la limpieza en los pequeños detalles que sólo una mano femenina sabe cuidar y que hacen la vida mucho más agradable. Ahora sí que no sabía dónde buscarle, y además ya no podía dar un paso, así que se sentó junto a la puerta y esperó.

No tuvo que esperar mucho, pues apenas lo hubo hecho apareció el carbonero y le gritó desde el límite del claro:

5 Japón tiene cuantiosas reservas de carbón en el Norte de las islas Kyushu y Hokaido, pero no es de muy buena calidad al ir sus vetas a gran profundidad y estar muy dispersas, siendo su extracción compleja, incluso hoy en día; aunque cubre la quinta parte del consumo energético japonés, es lógico que el consumo de carbón vegetal haya tenido gran importancia en tiempos pasados, sobre todo teniendo en cuenta la riqueza forestal del país.

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—¡Aléjate de aquí espíritu, fantasma o lo que seas!

—Yo no soy un espíritu ni nada de eso —contestó la jovencita, aunque no le fue fácil que el carbonero se lo creyera.

Por fin consiguió convencerle y, cuando lo hizo, el joven se acercó, deshaciéndose en disculpas:

—Te ruego me perdones, te he visto seguirme desde la ciudad y como las muchachas no suelen pasear por los caminos solas pensé que eras un fantasma que me perseguía. A propósito ¿quién eres?, no pareces ni campesina de estos contornos ni vagabunda.

—Es una larga historia —y le contó toda su historia desde el segundo matrimonio de su padre a la terrible noche que había pasado y su encuentro con el lobo, aunque las crónicas no cuentan si también le habló del extraño regalo que le había hecho.

Después de dudar mucho, Akiko se atrevió a preguntarle si le importaría que se quedase a vivir con él.

—Sé cocinar y llevar una casa —no estaba bien decir esas coas, lo sabía, pero no tenía más remedio—, creo que estarás contento cómo atenderé la casa y la cocina.

—De eso estoy convencido, pero esta casa no tiene comodidades ni se parece por más remoto a la casa a la que estás acostumbrada. Soy un humilde carbonero que se gana a duras penas la vida trabajando, y ya sabes que eso no da para mucho.

Evidentemente a Akiko le daban igual la riqueza y el lujo, lo único que le importaba era tener alguien en quien confiar, y un techo para pasar aquella noche. Así que acordaron que ella se quedaría en la casa. Ya iba a entrar en ella, cuando se dio cuenta de que llevaba los pies sumamente sucios. Por muy agobiante que fuera la situación, la descortesía nunca debía llegar al punto de entrar en casa ajena con los pies sucios6.

—¿Podrías decirme dónde puedo lavarme?

—Sí, detrás de la casa hay un manantial.

Allí había un manantial que nacía de una gruta apuntalada por vigas de madera muy viejas y gruesas, era un lugar de ambiente extraño, o eso le pareció a Akiko, hasta que se dio cuenta de la causa. Aunque apenas brillaban los últimos rayos de sol invernal en las ramas más altas de los árboles, las piedras del manantial brillaban de una forma especial. La joven las miró una y otra vez hasta que se convenció de lo que veía. Después se lavó y antes de volver a la casa echó un largo trago del manantial, quedándose tan asombrada como con las piedras.

—¿Sabes qué es eso? —le preguntó al carbonero enseñándole una de las piedras del manantial.

6 Es costumbre en las casas japonesas andar sin zapatos, que se quitan antes de entrar en ellas. Sin duda la costumbre viene de que, como se ha dicho muchas veces, se vive a nivel del suelo y los zapatos mancharían tanto los impecables suelos como los pulcros tatami o esteras sobre los que se desarrolla la vida cotidiana japonesa.

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—Claro, es una piedra de las que hay junto al manantial. Hay muchas. La verdad es que son bonitas ¿eh? —le contestó el muchacho.

—No es una piedra, es oro. Con las que tienes ahí detrás, si las vendes en la ciudad, tienes para vivir toda la vida.

—Mira —le dijo el carbonero—, lo mejor es que te vayas a descansar y ya verás cómo mañana las piedras son sólo piedras.

—Que no, ya verás como no. Además, ¿has probado el agua del manantial?

—Tú estás enferma, ¿cómo no voy a probarla si la he bebido toda mi vida?

—¡Pero si es sake, y muy bueno además!

El carbonero dijo que sí a todo lo que le decía Akiko, convencido de que el agotamiento le había afectado la cabeza; no tuvo valor para llevarle la contraria al ver cómo sonreía y la alegría que iluminaba su cara adorable. Otro asunto fue cuando, al día siguiente, descubrió que era cierto cuanto decía la jovencita y que le pagaban una fortuna por las piedras del manantial. Tanto le pagaron, que pudo dejar de ser carbonero y montar una posada junto al manantial, que muy pronto se hizo célebre por el exquisito sake que servía y por la buena comida que Akiko preparaba. Tanto creció la fama de “La carbonera apagada”, como había llamado a la posada, que hasta los grandes príncipes la visitaron y alguno hubo que pidió que le enviaran sake a su palacio.

Pero lo que más atraía a las gentes a “La carbonera apagada” no era ni el licor ni la comida sino la dueña; esa joven bellísima que se había sado con el carbonero, siempre cortés y alegre, a la que a veces se oía cantar en la cocina y que trataba a todos con suma amabilidad, ya fueran los más altos príncipes, los comerciantes menos educados, los monjes viajeros más agotados, o los más míseros mendigos y vagabundo. Nadie salía de la posada sin recibir su hospitalidad y cortesía, y si quien llegaba lo necesitaba, una ayuda, que Akiko sabía dar como nadie, sin que ni el más delicado pudiera ofenderse. En aquella posada, nuestra muchacha florecía y era sumamente feliz sin ambicionar nada más. Hubiera sido completamente feliz si no fuera por el recuerdo de su padre.

Volvamos ahora al pueblo donde quedaron el herrero y su esposa después de echar a la pobre Akiko. Al principio la mujer fue completamente feliz al perder de vista a su hijastra, pero cuando se fue haciendo cargo de todos los trabajos que hacía la joven cantando llena de alegría, se convirtió en la criatura más gruñona e intratable del mundo; pasaba el día de berrinche en disgusto y de disgusto en berrinche, hasta que en uno de ellos se murió, dejando al herrero tranquilo pero solo. Esto fue el principio del fin, pues la calidad del trabajo del herrero se resintió7 y las hoces8, que le había dado

7 La importancia casi espiritual que en Japón se daba al trabajo de la forja de las hojas, especialmente si se trata de las de sable, aunque también a las demás, hacía que se creyera que el estado de ánimo del forjador tuviera una radical importancia para determinar la calidad de la hoja y los resultados que diera en su función. Naturalmente, esto llegaba a su máxima expresión en todo lo relativo al mítico sable japonés.8 Estas hoces, llamadas kama o nicho o nicho-gama, no son exactamente iguales a las que estamos acostumbrados, pues son específicas para cortar el tallo de arroz. Algo más pequeñas que las accidentales y de hoja menos curvada, llegaron a convertirse en peligrosísimas armas. Su forja era muy cuidada y, por tanto, se comprende la importancia y consideración del personaje capaz de hacer buenas hojas para esta herramienta.

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fama y fortuna, se rompían nada más cogerlas, antes incluso de cortar el primer tallo; igual le ocurría con las hachas y con todo lo que hacía. Los clientes fueron desapareciendo, hasta que las cosas fueron tan mal que no le quedó más remedio que ir a mendigar por los caminos. En éstos se unió a un grupo de mendigos que iban de aquí para allá, siempre arrojados de los pueblos y de las posadas de malas maneras. Yendo en ese viaje sin rumbo, un día llegaron a “La carbonera apagada” y no encontraron la hostilidad con que se les recibía en las demás posadas de Japón; por el contrario, les acogieron con la misma cortesía que si fueran príncipes, ofreciéndoles, que no dándoles de limosna, una magnífica comida regada con abundante y exquisito sake. La propia dueña, una criatura de extraordinaria belleza, se acercaba una y otra vez a ellos sonriendo y preguntándoles si quería más de esto o aquello. Sólo entonces, el herrero, que no había reconocido a su hija, comprendió el bien que unas cuantas palabras amables, una sonrisa y un poco de comida podían hacer a quienes nada tienen. Recordó entonces cuántas veces había regañado a su hija por hacerlo y comprendió cuán injusto había sido actuando precipitadamente. Entonces empezó a llorar todas las lágrimas atrasadas.

Akiko tampoco había reconocido a su padre, al que recordaba como un hombretón con músculos de hierro y voz de trueno, en aquél hombre agotado por las penalidades y la tristeza. Sin embargo, algo hacía que se dirigiese a él una y otra vez, hasta que por fin le reconoció mientras le oía hablar de su hija Akiko a uno de sus compañeros entre sollozos.

—No sufras más, padre, yo soy Akiko.

Desde entonces, Akiko vivió feliz muchos años con su esposo, el único joven de la ciudad con cabeza de ser humano, y con su padre, todo gracias a las pestañas de un lobo que se encontró en el bosque.