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  EL PR IM ER  MAESTRO Y DZHAMILIÁ CHIN GUIZ A ITMATOV

Aitmatov Chinguiz - El Primer Maestro Y Dzhamilia

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EL PRIMER MAESTRO

Y

DZHAMILIÁ

CHINGUIZ AITMATOV

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Edición: Luis Rogelio NoguerasDiseño: Jesús PetazaIlustraciones: Alberto Cando

Primera edición, 1971.Segunda edición, 1976.

INSTITUTO CUBANO DEL LIBROEditorial Pueblo y EducaciónCalle 15 No. 604, entre B y C,Vedado, La Habana.

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 ÍNDICE

Al lector 2 

El primer maestro 6 Dzhamiliá 78 

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Al lector

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AL LECTOR

 En tiempos de Alejandro el Magno, tres núcleos de población

se repartían el territorio que ocupa hoy la gran Unión de  Repúblicas Socialistas Soviéticas: el núcleo eslavo, el núcleo

indoiranio del Cáucaso y el núcleo turanio del antiguo

Turquestán. De los habitantes del núcleo turanio, sólo los

tadchiks sobrevivieron a los asaltos de los ejércitos de

  Mongolia, refugiándose en los altos valles de Badakchan y

Pamir; el resto, fue barrido por los invasores, y las poblaciones

asiáticas que se formaron con las capas sucesivas aportadas por cada una de las oleadas de jinetes mongoles cuajaron en varias

comunidades étnicas: en los valles del Sir-Daria superior y del

  Zeravschán, al pie de las montañas del Tian-Chan, los

horticultores uzbekos; en las arenas de los kums meridionales,

en el límite entre Irán y Turquía, los turkemenos; y al norte, los

 pastores kazajos de las estepas y los pastores kirguises de las

montañas.   Al margen del atraso secular de toda Rusia, estas regiones

cercanas a China y a Mongolia tuvieron una cadencia del

desarrollo infinitamente más lenta; de tal modo, que cuando el

 proletariado ruso tomó él poder en 1917, uzbekos, turkemenos,

kazajos y kirguises vivían aún —casi sin excepción— en la

barbarie.  El territorio de Kirguisia se identifica con la parte soviética

del Tienshan, y la región está cubierta casi por entero de altas y

salvajes montañas y de pequeños valles, aptos sólo para el

 pastoreo itinerante. Cortando las montañas, serpentean algunos

ríos que corren, entre sauces y olmos, a regarse en las tierras

 parduscas de una estrecha franja de llanuras que se extiende al

norte.  Los habitantes de esa remota región del Asia Central vivían en

1917 como habían vivido sus antepasados seis o siete siglosantes. Eran pastores nómadas, que desconocían el arte de

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Al lector

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cultivar la tierra y que pasaban sus días con las yurtas (casas

 plegables) a cuestas, moviendo lentamente sus rebaños de ovejas

o sus manadas de pequeños pero resistentes caballos según las

estaciones: en invierno, bajando de las montañas a los valles; en  primavera, volviendo a tomar lentamente él camino de las

montañas. Hasta hace sesenta años, aquellos pastores no sabían

leer, ni escribir, ni siquiera tenían una grafía para su musical

dialecto. No conocían del mundo más que aquello que podían

ver sus ojos: montañas al sur, montañas al este, montañas al

oeste, y al norte, las Montañas Grandes («el reino del silencio y

de las estrellas») y, más allá, las vastas y solitarias estepaskazajas. Con la Revolución de Octubre, el pueblo kirguisio pudo

despertar del sopor que desde hacía siglos adormilaba la vida

en aquellas tierras marginales y castigadas. El viajero que llega

hoy a Kirguisia y conoce algo de su historia, no puede menos

que admirarse del desarrollo que ha alcanzado esta montañosa

república del Asia Central Soviética. Hoy Kirguisia posee unauniversidad, institutos politécnicos y otros centros superiores. Se

editan unas cien publicaciones periódicas y más de diez revistas.

 En la república se han montado grandes empresas industríales

equipadas con técnica moderna. Se extraen metales valiosos, se

  producen motores eléctricos, máquinas-herramienta, aparatos

de precisión... Sí, ya nada puede asombrar al viajero que llega a

Kirguisia después de haber visto fábricas, felicidad y desarrollo

cultural donde apenas medio siglo antes sólo había miseria e

ignorancia. Pero todavía queda tiempo para una nueva

sorpresa: en ese mismo reducido número de años, los kirguisios

han produ-cido una literatura revolucionaria rica y profunda, en

la cual cabe destacar la obra de un narrador conocido y

admirado mundialmente: Chinguiz Aitmatov.   Aitmatov nació el 12 de diciembre de 1928 en la aldea

kirguisia de Sheker, en el valle de Talask. Fue secretario delsoviet de su aldea durante la Gran Guerra Patria. En 1946 

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Al lector

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inició estudios de veterinaria en Djambul, ciudad próxima a

Kazajastan; los continuó en el Instituto Agrícola de Kirguisia,

donde se graduó en 1953. A partir de ese año hasta 1956 trabajó

en la granja experimental del Instituto de InvestigacionesCientíficas para la cría del ganado en Kirguisia. Entre 1956 y

1958 estudió literatura en el Instituto Gorki de Moscú; en 1957 

ingresó ya en la Unión de Escritores Soviéticos. En 1963 recibe

el premio Lenin por sus Relatos de la montaña y de la estepa. Esta edición recoge dos de sus relatos más famosos: El primer

maestro  y Dzhamiliá.  Ambos se desarrollan en los alrededores

del río Kurkureu (que en kirguisio quiere decir,aproximadamente, rugido), ambos están narrados en primera

 persona por un pintor, y ambos son, a su modo, reflejo fiel de

dos etapas particularmente difíciles y gloriosas de la historia de

la Unión Soviética: los años 1923-1924, y la Segunda Guerra

 Mundial. Dzhamiliá ha sido calificada, con razón, como una de las más

bellas historias de amor de la literatura contemporánea. Con suestilo poético y vigoroso, Aitmatov logra en este relato

conmovedor acercarnos sentimentalmente a dos jóvenes

amantes que, en el marco dramático del tercer año de la Gran

Guerra Patria, deciden asumir su destino, y desafían

valientemente las viejas y caducas tradiciones para iniciar una

nueva vida. El primer maestro (llevado al cine en 1965 por el realizador 

  Andrei-Mijailov Konchalovski) es la historia de un joven

soldado rojo que llega a su Kirguisia natal después de haber 

 participadoen la Guerra Civil. Lleva un viejo capote de soldado y

está ardientemente convencido de que, en los tiempos nuevos que

se avecinan, los hijos de los labriegos podrán hacer muy poco por 

el poder soviético si no saben leer y escribir. Se hace maestro y

—aún cuando él mismo es casi analfabeto— se decide a enseñar a

los niños aldeanos. Pero tendrá que luchar, casi solo, contra lanaturaleza, el oscurantismo de los aldeanos y las supervivencias

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Al lector

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de un régimen de explotación feudal. El joven Diuishen tiene tal

  fe en su obra, que nada lo detiene. ¡Y qué puro y arrebatado

amor el que le inspira a la joven Al-tinái su quijotesco maestral

¡Y de qué hermosa manera intuye ella el cálido mensaje desolidaridad comunista que trae aquel joven representante del

 poder soviético!   Los lectores cubanos que participaron en nuestra magna

campaña de alfabetización, en 1961, se sentirán muy cerca del

  joven protagonista, Diuisten, y compartirán con él alegrías y

esperanzas. 

LUIS ROGELIO NOGUERAS

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EL PRIMER MAESTRO

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El Primer Maestro

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Abro la ventana de par en par. En el cuarto penetra un torrentede aire fresco. A la difusa claridad de las azuladas tinieblas,contemplo los estudios y esbozos del cuadro que he empezado apintar. Hay muchos. Repetidas veces lo he comenzado todo de

nuevo. Pero no es posible juzgar aún el cuadro en su conjunto.No he hallado todavía lo principal, aquello que llega de pronto,tan irresistiblemente, con la misma claridad creciente y la sutil einexplicable sonoridad en el alma con que llegan las tempranasauroras estivales. Ando en medio del silencio que precede alamanecer y no hago más que pensar, pensar y pensar. Así, cadadía. Y cada día me convenzo más de que mi cuadro no pasa de

ser un proyecto.No hay partidario de hablar de antemano a nadie, ni siquiera alos amigos más allegados, de cosas inacabadas. Y no porque seaexcesivamente celoso de mi trabajo, sino porque, según creo, sidifícil es adivinar cómo será el niño que hoy está en la cuna, nolo es menos juzgar una obra todavía inconclusa. Pero esta vezvoy a cambiar mi norma de conducta: quiero declarar en alta

voz, mejor dicho, quiero comunicar a todos, mis pensamientos,mis ideas referentes al cuadro aún no pintado.No es un capricho. No puedo obrar de otro modo, pues siento

que, solo, no podré cumplir esta tarea. La historia que haconmovido mi alma, la historia que me ha obligado a tomar elpincel me parece tan grandiosa, que no la puedo abarcar yo solo.Temo no poder expresarla, temo derramar la copa rebosante derecuerdos. Quiero que me ayuden todos con sus consejos, queme sugieran la solución, que, aunque mentalmente, estén a milado, junto al caballete, para compartir mí emoción.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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No me nieguen el calor de sus corazones. Acérquense. Debocontarles esta historia...

Nuestro aíl1

 Kurkureu está situado en las estribaciones de lasaltas montañas, sobre una amplia meseta, a la que, pornumerosas gargantas, descienden las ruidosas aguas de losriachuelos montañeses. Al pie del aíl se extiende el ValleAmarillo, inmensa estepa kazaja, bordeada por los contrafuertesde las Montañas Negras y la oscura línea del ferrocarril, que sealeja en el horizonte, hacia occidente, a través de la llanura.

Encima del aíl, sobre un cerro, se yerguen dos altos álamos.Los tengo grabados en mi mente desde que tengo noción de mí mismo. De cualquier parte que llegues a nuestro Kurkureu, loprimero que distingues son estos dos álamos; están siempre antela vista, como si fueran los faros de la montaña. No sé cómoaclararlo siquiera, quizá porque las impresiones de la niñez seanparticularmente estimadas por el hombre, o porque ello esté

relacionado con mi profesión de pintor; lo cierto es que siempre,cuando habiéndome apeado del tren atravieso la estepa endirección a mi aíl, lo primero que obligatoriamente buscan misojos son mis entrañables álamos. Por muy altos que sean,difícilmente se los podría ver enseguida a tal distancia: pero yosiempre los veo, siempre los percibo.

¡Cuántas veces he regresado a Kurkureu desde lejanasregiones! Y cada vez, con el corazón oprimido de añoranza,pensaba: «¿Cuándo los veré? ¿Cuándo veré los álamosgemelos?» Me decía: «Debo regresar cuanto antes al aíl, subirpronto al cerro, correr hacia mis álamos y, luego, descansar a susombra y deleitarme largamente hasta la embriaguez oyendo elrumoreo de su follaje.»

1   Aíl o Aúl: aldea kirguisa.

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El Primer Maestro

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Tenemos en nuestro aíl infinidad de árboles; pero estos álamosson excepcionales: tienen su propia idioma y, al parecer, supropia alma cantante. A cualquier hora que llegues, de día o de

noche, se balancean entrechocando sus ramas y, entrelazando sushojas, susurran sin cesar en multiforme gama de inefable ar-monía.

Luego, muchos años después, comprendí el misterio de los dosálamos. Están sobre una elevación abierta a todos los vientos yresponden al menor movimiento del aire; cada hoja recoge, sutil,el más mínimo soplo.

Pero el descubrimiento de esta sencilla verdad no medesencantó en absoluto, no me ha hecho perder aquellapercepción infantil que conservo hasta hoy. Y aun ahora, los dosálamos, erguidos sobre el cerro, me parecen extraordinarios, convida propia. Allá, junto a ellos, ha quedado mi infancia, como unmaravilloso fragmento de cristal verde...

El último día de clase, antes de las vacaciones veraniegas, los

chiquillos veníamos aquí corriendo a buscar nidos de pájaros.Cada vez, que, gritando y silbando, subíamos al cerro, los álamosgigantes, balanceándose de un lado al otro, parecían saludarnoscon su fresca sombra y el susurro acariciador de su follaje. Ynosotros, descalzos, ayudándonos mutuamente, nos enca-ramábamos por troncos y ramas, provocando la alarma de lospájaros, que revoloteaban en bandadas piando sobre nuestrascabezas. ¡Pero qué nos importaba! Trepábamos más y más alto:¡a ver quién era el más valiente, el más diestro! Y, súbitamente,desde una enorme altura, a vista de pájaro, se abría ante nosotros,como por arte de magia, un mundo maravilloso de espacio y deluz. La magnificencia de la tierra nos sorprendía. Conteniendo larespiración, fascinados, cada uno en su rama, nos

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CHINGUIZ AITMATOV 

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olvidábamos de nidos y de pájaros. La caballeriza del koljósconsiderada por nosotros el mayor edificio del mundo, parecía

desde allí un pequeño cobertizo. Y detrás del aíl, en confusoespejismo, se perdía la inmensidad de la estepa virginal.Contemplábamos sus lejanías, de un gris azulado, que seextendían hasta perderse de vista, y veíamos otras muchastierras, antes ignotas, ríos desconocidos, que parecían finos hilosplateados en el horizonte. Escondido entre las ramaspensábamos: ¿será esto el fin del mundo, o hay también más allá

este mismo cielo, estas mismas nubes y estepas, estos mismosríos? Agazapados, suspensos, oíamos los sobrenaturales gemidosdel viento y cómo las hojas, a modo de respuesta, susurraban acoro, cual si nos hablaran de regiones atrayentes y enigmáticas,escondidas allende las lejanías de un gris azulado.

Oía el murmullo de los álamos y mi corazón palpitaba confuerza, lleno a la vez de pavor y de gozo; y envuelto en el

embrujo de este suave e incesante susurro, me esforzaba enimaginar cómo serían aquellas distantes lejanías. Sólo había unacosa en la que yo no pensaba por aquel entonces: ¿quién habíaplantado aquí estos árboles? ¿En qué soñaba, de qué hablaba eseser desconocido al asentar en la tierra las raíces de los arbolitos?¿Con qué esperanza los plantó aquí, en el altozano?Este cerro, donde se erguían los álamos, era llamado, no sé porqué, «la escuela de Diuishen». Me acuerdo de que si alguientenía que buscar un caballo perdido y se dirigía a la primerapersona que le salía al encuentro, diciéndole: «Oye, ¿no has vistomi bayo?», casi siempre le contestaban: «Allá arriba, junto a laescuela de Diuishen, pacían por la noche caballos; ve, puede serque encuentres aun el tuyo.» Imitando a los mayores, los

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El Primer Maestro

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muchachos, sin reflexionar, repetíamos: «¡Vengan, muchachos,vamos a la escuela de Diuishen, a los álamos, a ahuyentar a losgorriones!»

Contaban que en cierto tiempo hubo una escuela en este cerro.Pero nosotros no hallamos el menor rastro. En mi infanciaintenté varias veces encontrar por lo menos sus ruinas, pero pormás que busqué y anduve, no pude descubrir nada. Luego,empezó a parecerme extraño que a un cerro pelado lo llamasen la«escuela de Diuishen», y en cierta ocasión pregunté a unosancianos quien era ese Diuishen. Uno de ellos, haciendo un gesto

desdeñoso con la mano, me dijo: «¿Quién es Diuishen? Pues esemismo que vive ahora aquí, de la familia de la Oveja Coja. Esofue hace mucho tiempo; entonces Diuishen era komsomol. En elcerro había una caballeriza abandonada. Y Diuishen abrió allí una escuela y enseñaba a los niños. Pero, ¡acaso era aquello unaescuela!; lo único que tenía de escuela era el nombre. ¡Ah, quétiempos aquellos! Entonces todo aquel que podía agarrarse a las

crines de un caballo y poner el pie en el estribo obraba como sele antojaba. Así era Diuishen. Hacía lo que le daba la gana. Yahora, de aquella caballeriza no ha quedado piedra sobre piedra;ha desaparecido por completo; lo único que ha quedado es elnombre...»

Apenas conocía a Diuishen. Me acuerdo que era un hombreentrado en años, alto, anguloso, con espesas y fruncidas cejas. Sucasa estaba en la otra orilla del río, en la calle de la segundabrigada. Cuando yo vivía aún en el aíl, Diuishen trabajaba dedistribuidor de agua de riego en el koljós y se pasaba la vida enlos campos. Una que otra vez pasaba por nuestra calle llevandoun gran pico atado a la silla, y su caballo, también huesudo y deflacas patas, se parecía en algo a su dueño. Después Diuishenenvejeció y, según decían, empezó a trabajar de cartero. Peroesto es lo de menos. La cuestión es otra. En aquel entonces, yo

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CHINGUIZ AITMATOV 

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creía que un komsomol tenía que ser un buen jinete, entusiastaen el trabajo, ardiente orador, el más combativo de todos los  jóvenes del aíl, el que pronunciaba discursos en las reuniones y

escribía en el periódico contra vagos y malversadores. Y, pormás que me esforzaba, no podía imaginarme que este hombrebarbudo y pacífico hubiera sido algún día komsomol, y, lo queera más sorprendente todavía, hubiera enseñado a los niños,cuando él mismo apenas sabía leer y escribir. ¡No, yo no podíacomprender esto de ninguna manera! Hablando con franqueza,pensaba que esta era una de las muchas leyendas que relataban

en nuestro aíl. Pero resultó que no había nada de eso...El otoño pasado recibí un telegrama del aíl. Mis paisanos meinvitaban a la solemne inauguración de una nueva escuela que elkoljós había construido con sus propios medios. Inmediatamentedecidí ir, pues, como es lógico, en un día tan feliz para nuestroaíl no podía quedarme sentadito en mi casa. Incluso partí haciaallá unos días antes. Vagabundearé —pensaba—, echaré un

vistazo, haré dibujos. Resultó que entre los invitados queesperaban, figuraba también la academia Sulaimánovna. Medijeron que estaría un par de días y luego partiría a Moscú.

Sabía que esta mujer, hoy famosa, se marchó de nuestro aíl ala ciudad cuando era todavía una niña. Viviendo en la ciudad laconocí. Era ya de edad avanzada, gruesa, con muchas canas ensu liso pelo cuidadosamente peinado. Nuestra ilustre paisana eraprofesora de la Universidad, daba conferencias de filosofía,trabajaba en la Academia y viajaba con frecuencia al extranjero.Estaba siempre muy ocupada, y por eso no logré conocerla más afondo; pero cada vez que nos encontrábamos, dondequiera quefuese, siempre se interesaba por la vida de nuestro aíl, e

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El Primer Maestro

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infaliblemente, aunque fuese de manera escueta, me daba suopinión sobre mis cuadros. Un día me decidí a decirle:

—Altinái Sulaimánovna, bien le vendría ir al aíl a ver a los

paisanos. Allí todos la conocen, se sienten orgullosos de usted;pero más que nada la conocen de oída y a veces, conversando,dicen que nuestra renombrada científica se aparta de nosotros,que ha olvidado por lo visto su Kurkureu.

—Habrá que ir, desde luego —dijo Altinái Sulaimánovnasonriendo con tristeza—. Yo misma sueño, desde hace muchotiempo, con ir; hace un siglo que falto de allí. La verdad es que

no tengo en Kurkureu ningún pariente. Pero no importa. Iré sinfalta: debo ir, pues siento mucha nostalgia por mi tierra natal.La académica Sulaimánovna llegó al aíl cuando en la escuela

estaba a punto de comenzar la reunión solemne. Los koljosianosvieron por la ventana su coche y se lanzaron a la calle. Todos,conocidos y desconocidos, viejos y jóvenes, querían estrechar sumano. Altinái Sulaimánovna no esperaba probablemente tal

acogida y, según me pareció, hasta se sentía algo turbada. Conlas manos en el pecho saludaba a la gente y, con mucho trabajo,se abrió camino hacia la presidencia, situada en el escenario.

Sin duda, Altinái Sulaimánovna había estado ya muchas vecesen reuniones solemnes y, seguramente, la recibían siempre concordialidad y con honores; pero aquí, en esta sencilla escuela dealdea, la cordial simpatía de sus paisanos hizo que se sintieraconmovida, emocionada, pues trataba en vano de esconder unaslágrimas inoportunas.

Al terminar el acto, los niños anudaron al cuello del amadohuésped el rojo pañuelo distintivo de los pioneros, le entregaronflores y encabezaron con su nombre el libro de honor de la nuevaescuela. Luego hubo un interesante y alegre concierto,

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CHINGUIZ AITMATOV 

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ofrecido por el conjunto de aficionados de la escuela, después delo cual, el director de la misma invitó a su casa a los huéspedes,maestros y activistas del koljós.

Allí continuaron los agasajos; a Altinái Sulaimánovna conmotivo de su llegada la instalaron en el sitio de honor, adornadocon tapices, esforzándose en testimoniarle por todos los mediossu respeto. Como siempre sucede en tales casos, había muchoruido, y los invitados conversaban animadamente, brindando.Pero he aquí que entró en la sala un muchacho de la aldea yentregó al amo de la casa un paquete de telegramas. Éstos

pasaron de mano en mano: antiguos alumnos felicitaban a suspaisanos con motivo de la inauguración de la escuela.—Oye, ¿los telegramas los ha traído el viejo Diuishen? —

preguntó el director.—Sí —contestó el muchacho—. Dice que ha venido todo el

camino fustigando al caballo para llegar a tiempo a la reunión, afin de que fueran leídos públicamente. Nuestro honorable

anciano se ha retrasado un poco y el hombre está apenado.—Entonces, ¿a qué espera? ¡Llámalo, que se apee y vengaaquí.

El muchacho salió a llamar a Diuishen. Altinái Sulaimánovna,que estaba sentada a mi lado, se animó no sé por qué, y de unamanera extraña, como si de pronto se acordara de algo, mepreguntó de qué Diuishen estaba hablando.

—Es el cartero del koljós, Altinái Sulaimánovna. ¿Conoceusted al viejo Diuishen?

Asintió vagamente con la cabeza; luego intentó ponerse de pie,pero en ese momento se oyó un ruido de cascos, alguien pasómontado a caballo, junto a la ventana, y el muchacho, entrandode nuevo, le dijo al anfitrión:

—Lo he llamado, pero se ha marchado; aún tiene que repartircartas.

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El Primer Maestro

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—Bueno, que las reparta; no hay por qué retenerlo. Luego estaráun rato con los viejos —masculló alguien en tono descontento.

—¡Oh! ¡Ustedes no conocen a nuestro Diuishen! Es un esclavo

del deber. Siempre cumple su servicio puntualmente.—Justamente, es una persona rara. Después de la guerra saliódel hospital —esto era en Ucrania— y se quedó a vivir allí; hacesólo unos cinco años que regresó. «He regresado para morir enmi patria chica», dice. Toda la vida sin familia.

—De todos modos, lamento que no haya entrado... Bueno,dejémoslo —y el amo de la casa hizo un gesto con la mano como

queriendo decir: no tiene importancia.—Camaradas, no sé si alguno de ustedes se acordará de quehubo un tiempo en que estudiamos en la escuela de Diuishen —una de las personas más honorables del aíl levantó la copa—. Y,seguramente, él mismo no conocía todas las letras del alfabeto —el que hablaba entornó los ojos y meneó la cabeza. Todo suaspecto expresaba asombro y burla.

—Pues mira, es verdad —replicaron varias voces.Hubo un coro de risas.—¡No me digan! ¡Qué no haría entonces Diuishen! Y

nosotros, nosotros le tomábamos en serio por un maestro.Cuando se acabaron las risas, el hombre que había levantado

su copa prosiguió:—Y bien, ahora la gente ha crecido a ojos vistas. La

académica Altinái es conocida en todo el país. Casi todos hemosterminado la enseñanza secundaria y muchos la superior. Hoyinauguramos en nuestro aíl una nueva escuela secundaria y estesolo hecho muestra elocuentemente cómo ha cambiado nuestravida. Así que ¡vengan, paisanos!, ¡brindemos porque los hijos ehijas de Kurkureu sean también en el futuro personas avanzadasde su época!

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Todos hablaron de nuevo, apoyando unánimes el brindis, y soloAltinái Sulaimánovna enrojeció, llena de turbación, no sé porqué, apenas acercó la copa a los labios. Pero como todos estaban

animados por la fiesta y ocupados en sus conversaciones, nadiese dio cuenta de su estado de ánimo.Altinái Sulaimánovna miró varias veces su reloj. Y luego,

cuando los invitados salieron a la calle, vi que ella estaba junto auna acequia, apartada de todos, mirando fijamente hacia el cerro,hacia el punto donde se balanceaban al viento los rojizos álamosotoñales. El sol estaba en el ocaso junto a la raya liliácea de la

lejana estepa, envuelta ya en las primeras sombras delcrepúsculo. Desde allí lucían sus postreros destellos, tiñendo lascopas de los álamos con su púrpura apagada y triste.Me acerqué a Altinái Sulaimánovna.

—Ahora se están deshojando, pero si viera usted estos álamosen primavera, cuando están en flor —le dije.

—En eso estaba yo precisamente pensando —contestó

exhalando un suspiro; y, después de un momento de silencio,añadió como quien habla consigo mismo:—Sí, todo cuanto vive tiene su primavera y su otoño.Por su rostro ajado, surcado de finas arrugas junto a los ojos,

se deslizó una sombra triste y pensativa. Miraba los álamos conuna pena puramente femenina. Y, de pronto, vi que ante mí tenía,no a la académica Sulaimánovna, sino a la más sencilla mujerkirguisa, sin la menor picardía, tanto en sus penas como en susalegrías. Esta mujer tan erudita recordaba ahora, al parecer, laépoca de su juventud, a la que, como se dice en nuestrascanciones, no alcanzas con tus gritos desde la más alta cumbrede las montañas. Era como si, mirando los álamos,

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El Primer Maestro

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quisiera decir algo; pero después cambió, por lo visto, deparecer, y bruscamente se puso las gafas que tenía en la mano.

—¿El tren de Moscú pasa por aquí a las once?

—Sí, a las once de la noche.—Entonces, tengo que prepararme.—¿Por qué tan súbitamente? Altinái Sulaimánovna, usted

había prometido quedarse aquí unos cuantos días. El pueblo nola dejará irse.

—No, tengo asuntos urgentes. Debo marcharmeinmediatamente.

A pesar de las súplicas de los paisanos, no obstante susexpresiones, Altinái Sulaimánovna se mantuvo inflexible.Empezaba a oscurecer. Los paisanos, entristecidos, la

acompañaron hasta el coche después de obligarla a dar palabrade volver para pasar allí una semana, o más. Fui a acompañarlaa la estación.

¿Por qué Altinái Sulimánovna se apresuraba tan

inesperadamente? Agraviar a los paisanos, sobre todo en este día,me parecía sencillamente irrazonable. Por el camino pensé variasveces preguntárselo, pero no me atreví. Y no porque temieracometer una falta de tacto, sino porque comprendía que, de todasmaneras, no me diría nada. Durante todo el viaje guardó absolutosilencio, pensando obstinadamente en alguna cosa.A pesar de todo, en la estación le pregunté:

—Altinái Sulaimánovna, usted está disgustado por algo.¿Acaso la hemos ofendido?

—¡Qué dice usted! ¡No piense siquiera en semejante cosa!¡Nadie me ha ofendido en lo más mínimo! Como no me hayaenfadado conmigo misma... Sí, conmigo misma hubiera podidoenfadarme.

Así partió Altinái Sulaimánovna. Regresé a la ciudad yalgunos días después recibí inesperadamente carta suya.

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Comunicándome que se detendría en Moscú más de lo quesuponía, Altinái Sulaimánovna escribía:

«Aunque tengo pendientes muchos asuntos importantes y

urgentes, he decidido aplazarlos todos y escribirle esta carta... Silo que aquí escribo le parece interesante, le ruegoencarecidamente que piense cómo puede ser utilizado para dar aconocer a todo el mundo lo que le voy a relatar. Considero queello es necesario no sólo a nuestros paisanos, sino a todo elmundo y, particularmente, a la juventud. He llegado a esta con-clusión después de prolongadas meditaciones. Esta es mi

confesión ante el mundo. Debo cumplir mi deber. Cuantas máspersonas lo sepan menos me torturarán los remordimientos. Notema ponerme en situación desairada. No oculte usted nada...»

Durante varios días he estado bajo la impresión que me hacausado su carta. Y nada mejor he podido idear que relatarlotodo en nombre de la propia Altinái Sulaimánovna.Sucedió en 1924. Sí, precisamente en ese año...

Allí donde ahora está nuestro koljós, había entonces unpequeño aíl habitado por campesinos pobres. Tenía catorce añosy vivía en casa de un primo hermano de mi difunto padre.Tampoco tenía madre.

En otoño, poco después de que las familias más acomodadasse marcharon al monte para invernar, llegó a nuestro aíl un jovendesconocido que vestía capote de soldado. Me acuerdo de sucapote a causa de que, no sé por qué motivo, era de paño negro.La aparición de una persona con capote militar fue para nuestroaíl, alejado de los caminos y escondido al pie de las montañas,un verdadero acontecimiento.Al principio afirmaban que había sido jefe en el ejército, y quepor eso iba a ser dirigente del aíl; después resultó que no había

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sido en absoluto jefe, sino que era el hijo de aquel mismoTashtanbek que se marchó del aíl, muchos años atrás, en lostiempos del hambre, a trabajar en el ferrocarril, y del cual no se

habían tenido más noticias. Y su hijo, Diuishen, según decían,había sido enviado al aíl para organizar allí una escuela y enseñara los niños las primeras letras.

En aquellos tiempos, palabras como «escuela» y «estudio»eran cosa nueva, y la gente no las entendía mucho que digamos.Algunos creían estos rumores, otros los consideraban cuentos deviejas y es posible que, en general, hubieran sido pronto

olvidados, si a los pocos días, no hubiesen llamado a la gente areunirse. Mi tío estuvo largo rato refunfuñando: «Qué clase dereunión será ésta; siempre igual, por cualquier tontería no tedejan trabajar tranquilo», pero después, a pesar de todo, ensillósu caballejo2 y se fue a la reunión montado a caballo, como debehacer cada hombre que se respete a sí mismo. Junto con losmuchachos vecinos, lo seguí.

Cuando llegamos corriendo, jadeantes, a la elevación delterreno donde habitualmente se celebraban las reuniones, allí,ante un grupo de gente a pie y a caballo, estaba ya hablando esemismo joven de rostro pálido y negro capote. No podíamos oírsus palabras e íbamos a acercarnos cuando, en ese momento, unviejo que vestía una pelliza rota lo interrumpió apresuradamente,como si se hubiera despertado de pronto:

—Escucha, hijito —empezó a decir hablando de prisa ytartamudeando—, antes a los niños les enseñaban los mulha; y atu padre lo conocíamos, era tan descamisado como nosotros.Dime pues, por favor, ¿cuándo has podido hacerte mulha?

—No soy mulha, respetable anciano; soy komsomol —contestó rápidamente Diuishen—. Y ahora, a los niños, ya no lesvan a enseñar los mulha, sino maestros. He aprendido a leer y

2 La silla de montar kirguisa está formada por una armazón de madera cubiertacon una almohada de cuero.

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escribir en el ejército, y antes de esto estudié un poquito. Ya venlo mulha que soy yo...—Eso ya es otra cosa...

—¡Bravo! —exclamaron algunos.—Así pues, el Komsomol me ha enviado a enseñar a vuestroshijos. Mas para ello hace falta un local. Pienso instalar laescuela, con vuestra ayuda, naturalmente, en la vieja caballerizaque hay en el cerro. ¿Cuál es vuestra opinión, paisanos?

Los presentes callaban como si estuvieran pensando: ¿adondeapuntará este forastero? Rompió el silencio Satimkul «el

disputador», así apodado por lo intratable que era. Hacía ya ratoque escuchaba las conversaciones, apoyados los codos en la sillade su caballo, y escupiendo, de cuando en cuando, entre dientes.

—Espera un poco, joven —masculló Satimkul entornando losojos como si estuviera apuntando—. Mejor será que nos digasuna cosa: ¿para qué necesitamos nosotros la escuela?

—¿Cómo para qué? —preguntó Diuishen turbado.

—¡Pues es verdad, mira! —apoyó alguien.Y todos, removiéndose, empezaron a alborotar.—Siempre hemos vivido de nuestro trabajo campesino, así nos

alimentamos. Y nuestros hijos vivirán también así; para quédiablos necesitan estudiar. Los jefes necesitan saber leer yescribir, pero nosotros somos gente sencilla. ¡No nos mareesmás!

Las voces se acallaron.—¿Cómo? ¿Será posible que no quieran que sus hijos

estudien? —preguntó Diuishen sorprendido, mirando con fijeza ala gente que lo rodeaba.

—Y si estamos en contra, qué, ¿nos vas a obligar por lafuerza? Aquellos tiempos pasaron. ¡Ahora somos libres yviviremos como nos dé la gana!Diuishen palideció. Rompiendo con dedos temblorosos los

ganchillos de su capote, sacó del bolsillo de la guerrera una hoja

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de papel doblada en cuatro, y desplegándola apresuradamente, lalevantó sobre su cabeza:

—¿Significa esto que están en contra de este documento, en el

que se habla del estudio de los niños, en el que está puesto elsello del poder soviético? ¿Y quién les ha dado la tierra y elagua, quién les ha dado la libertad? ¡Veamos...! ¿Quién está encontra de las leyes del poder soviético, quién? ¡Respondan!

Pronunció la palabra «respondan» con fuerza tan resonante ycolérica, que su sonido cortó como una bala el tibio silenciootoñal y su eco resonó en las rocas como un disparo. Nadie dijo

esta boca es mía. Todos callaban, con la cabeza gacha.—Somos pobres —dijo bajando la voz Diuishen—. Nos hanpisoteado y humillado toda la vida. Vivíamos en las tinieblas.Pero ahora el poder soviético quiere que veamos la luz, queaprendamos a leer y escribir. Y para esto, hay que enseñar a losniños...

Diuishen calló expectante. Entonces, aquel mismo de la pelliza

rota que le preguntara cómo se había hecho mulha, farfulló entono apaciguador:—Bueno, bueno, enséñales si quieres, a nosotros; qué...—Pero les pido que me ayuden. Tenemos que reparar esa

caballeriza del bey que está en el cerro, hay que tender un puentesobre el riachuelo, la escuela necesita leña...

—¡Espera, joven, espera, vas muy de prisa! —interrumpió aDiuishen el intratable Satimkul.

Escupiendo entre dientes, entornó nuevamente sus. ojos comosi apuntara:

—Mira, tú gritas por todo el aíl: «¡Voy a abrir una escuela!»¡Y si nos fijamos en ti resulta que no tienes-ni pelliza paraabrigarte, ni caballo que montar, ni un palmo de tierra de laboren el campo, ni una sola bestia en tu corral! ¿De qué piensasvivir, querido amigo? ¿Acaso piensas arrear con los rebaños de

otros?...

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El Primer Maestro

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—Ya me arreglaré como sea. Recibiré un sueldo,—¡Ah...! ¡Ya era hora de que lo dijeras! —Y Satimkul, muy

contento de sí mismo, se enderezó en la silla con aire

satisfecho—. Ahora ya está todo claro. Tú, joven, haz tú mismotus cosas y con tu sueldo enseña a los niños. En el fisco haybastante dinero. Y a nosotros déjanos tranquilos, que, gracias aDios, con nuestros quehaceres y preocupaciones tenemos desobra...

Con estas palabras, Satimkul hizo volver grupas a su caballo yse fue hacia su casa. Los demás lo siguieron. Y Diuishen quedó

allí, de pie, con su documento en la mano. El pobre no sabía quéhacer ni adonde ir... Tuve lástima de Diuishen. Estuvecontemplándolo, sin quitarle la vista de encima hasta que mellamó mi tío, que pasaba junto a mí montado a caballo:

—¡En, tú, mocosa! ¿Qué haces aquí con la boca abierta?¡Vamos, vete corriendo a casa! —Y yo eché a correr paraalcanzar a los muchachos—. Míralos: ¡también se han

acostumbrado ya a las reuniones!Al día siguiente, cuando las muchachas fuimos por agua,encontramos junto al río a Diuishen. Vadeaba el río para pasar ala otra orilla con una pala, un pico, un hacha y un viejo cubo enlas manos.

Cada mañana a partir de este día, la figura solitaria deDiuishen, con su negro capote, subía por el sendero del cerro endirección a la abandonada caballeriza; y hasta muy entrada lanoche no bajaba al aíl. A menudo lo veíamos con un enorme hazde maleza o de paja a las espaldas. Al verlo desde lejos, los hom-bres se erguían sobre los estribos y, llevándose la mano a losojos, decían sorprendidos:

—Escucha, ¿es acaso el maestro Diuishen quien lleva ese haz?—El mismo que viste y calza.—¡Ah, pobrecito! Se ve que el trabajo de maestro no es

tampoco muy descansado que digamos.

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—¿Y qué te creías? Mira la carga que lleva:  no menos que unsirviente del bey.

—Pero, si lo oyes hablar... ¡cualquiera se mete con él!

—Bueno, eso es porque tiene el documento con el sello: ahí está toda su fuerza.Un día, cuando regresábamos a casa con sacos llenos de

estiércol,3 que de ordinario recogíamos en las estribaciones de lamontaña situada sobre el aíl, torcimos hacia la escuela: teníamosganas de ver lo que hacía el maestro. El viejo cobertizo de barrohabía sido antes una caballeriza del bey. En invierno, se cobija-

ban allí las yeguas que habían parido a la intemperie. Después dela llegada del poder soviético, el bey se marchó y la caballerizaquedó abandonada. Nadie iba por allí y los alrededores sellenaron de maleza y aliagas. Ahora la mala hierba, arrancada deraíz, estaba aparte, en un montón, y el patio había sido limpiado.Las paredes derruidas y erosionadas por las lluvias, habían sidoreparadas y revestidas con barro y la puerta,  torcida y agrietada

de puro reseca y pendiente siempre de un solo gozne, estaba yaarreglada y puesta en su sitio.Cuando pusimos nuestras bolsas en el suelo para descansar un

poco, salió por la puerta Diuishen, todo manchado de barro. Alvernos quedó sorprendido, pero luego sonrió afablementemientras se secaba el sudor de la cara.—¿De dónde vienen, niñas?

Estábamos sentadas en el suelo, junto a los sacos, y nosmirábamos unas a otras, llenas de turbación. Diuishencomprendió que callábamos a causa de nuestra timidez y noshizo un guiño para animarnos:

—Estos sacos son más altos que ustedes. Está muy bien quehayan venido a echar un vistazo, niñas, pues al fin y al caboquienes van a estudiar aquí son ustedes. Y se puede decir que la

3

La boñiga seca, que los kirguises llaman kiziak, sirve como combustible paralas hogueras.

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escuela ya está terminada. ¡Hace un momento que he acabado dehacer una especie de estufa y hasta he montado la chimenea en-cima del tejado! ¿Ven cómo es? Ahora sólo hay que hacer

acopio de leña para el invierno; pero esto no tiene importancia,hay mucha maleza en los alrededores. Echaremos en el suelouna buena capa de paja y empezaremos las clases. ¿Quierenestudiar? ¿Vendrán a la escuela?

Yo era mayor que mis amigas y por eso me decidí a contestar:—Si mi tía me deja, vendré —le dije.—¿Por qué no te va a dejar? Te dejará, no lo dudes. ¿Cómo te

llamas?—Altinái —contesté tapándome con la palma de la mano larodilla, que se me veía por una rotura de la falda.

—Altinái es un buen nombre. Y tú misma debes ser buena,¿eh? —Sonrió de tal forma que una dulce oleada de calorirrumpió en mi corazón—. Así que. Altinái, tráete también a losotros muchachos a la escuela. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, tiíto.—Llámenme maestro. ¿Quieren ver la escuela? Entren sinpena.

—No; nos vamos, tenemos que ir a casa —dijimos,intimidadas.

—Bueno, está bien; váyanse a casa corriendo. La verándespués, cuando vengan a estudiar. Y yo voy otra vez a buscarmaleza, antes de que oscurezca.

Tomando la cuerda y una hoz, Diuishen se marchó al campo.Nos levantamos, nos echamos las bolsas al hombro y, a pasoscortos, nos dirigimos hacia el aíl. Súbitamente se me vino a lacabeza una idea inesperada.

—Esperen, chicas —les grité a mis amigas—. Vamos a vaciarlos sacos en la escuela; así habrá más combustible para elinvierno.

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—¿Y vamos a llegar a casa con las manos vacías? ¡Miren quéocurrencia!

—Volvemos y recogemos más.

—No; será tarde y en casa nos regañarán.Y, sin esperarme ya, las niñas se fueron apresuradamente haciasus casas.

Hasta ahora no puedo comprender qué fuerza me hizodecidirme aquel día a semejante cosa. Sea que estaba enojadacon mis amigas porque no me obedecieron y, por ello, decidí mantenerme en mis trece; sea que desde la infancia mi voluntad,

mis deseos, fueron desatendidos entre golpes y gritos de gentesgroseras, y en mí surgió el deseo de agradecer de alguna maneraa una persona, desconocida en realidad, esa sonrisa suya queinundó mi corazón de dulce calor, la pequeña confianza quehabía depositado en mí, por sus parcas palabras cariñosas. Y sébien, estoy convencida de ello, que mi verdadera suerte, toda mivida, con todas sus felicidades y sufrimientos, empezó preci-

samente aquel día, a causa de aquel saco de estiércol. Digo esto,porque justamente aquel día, por primera vez en toda mi vida, sinpararme a reflexionar, sin temor al castigo, decidí y realicéaquello que consideraba necesario. Cuando las amigas medejaron sola regresé a toda prisa a la escuela de Diuishen, vaciémi saco junto a la puerta y enseguida salí corriendo a más nopoder por valles y barrancos a recoger estiércol.

Corrí sin pensar adonde me dirigía, como si me sobraran lasfuerzas; el corazón me latía en el pecho, lleno de dicha, cual siestuviera realizando una gran hazaña. Y el sol parecíacomprender por qué me sentía tan feliz. Sí, creo que él sabía lacausa de la ligereza y libertad de mi carrera: es que yo habíahecho una pequeña buena acción.El sol declinaba ya sobre las colinas, pero a mí me parecía queretardaba su marcha, sin llegar al ocaso, porque quería

contemplarme aún. Él embellecía mi camino; la tierra

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otoñal se extendía a mis pies formando un manto de colores: lila,púrpura, rosa. Como fulgurantes llamaradas pasaban junto a mí las panículas que el viento arrancaba de los cardos secos. El sol

ardía vivamente en los plateados botones de mi chaquetóncubierto de remiendos. Corría y corría hacia adelante, y, loca de  júbilo, me dirigía mentalmente a la tierra, al cielo, al viento:«¡Miradme! ¡Mirad qué orgullosa estoy! ¡Estudiaré, iré a laescuela y llevaré allí a los demás...!

No sé cuánto tiempo corrí así, mas luego me recobré depronto, ya que tenía que recoger el estiércol. Y, qué cosa tan

extraña, todo el verano había vagado por allí el ganado y a cadapaso se encontraba siempre mucho estiércol; sin embargo, ahora¡como si se lo hubiera tragado la tierra! ¿Quizás esto se debiera aque no buscaba? Corría de un sitio a otro. Pero cuanto más lejosiba, menos estiércol encontraba. Entonces pensé que no podríallenar el saco antes del anochecer y me asusté; corría por lasmatas de cardo, me apresuraba. Como pude, recogí medio saco.

Entretanto el sol se puso; por los valles empezaron a extendersevelozmente las tinieblas.Jamás me había quedado sola en el campo hasta tan tarde.

Sobre las desiertas y silenciosas colinas se cernieron las negrasalas de la noche otoñal. Loca de espanto, me cargué el saco alhombro y eché a correr hacia el aíl. Empavorecida, es posibleque hubiese empezado a gritar y a llorar, pero, aunque puedaparecer extraño, me contenía un inconciente pensamiento: ¿quéhubiera dicho el maestro Diuishen si me hubiese visto tandesvalida? Y me fortalecía prohibiéndome mirar otra vez entorno a mí, como si el maestro estuviera en realidadobservándome desde algún sitio.Llegué a casa corriendo, cubierta de sudor y de polvo.Respirando con dificultad traspasé el umbral. Mi tía, sentada  junto al hogar, se levantó y vino a mi encuentro amenazadora.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Era una mujer mala y grosera.—¿Dónde has estado? —se me echó encima y antes de que yo

tuviera tiempo de decir esta boca es mía me arrebató el saco y lo

tiró a un rincón—. ¿Y esto es cuanto has recogido en todo el día?Por lo visto, mis amigas ya le habían ido con el chisme.—¡Morenucha maldita! ¿Quién te mandó ir a la escuela?

¡Ojalá te hubieras muerto allá, en esa caballeriza! —mi tía meagarró por una oreja y empezó a darme golpes en la cabeza—.¡Huérfana inservible! La cabra siempre tira al monte. Las demásniñas siempre traen algo a casa y ella al contrario: se lo lleva de

casa. Yo te voy a dar escuela; si intentas acercarte a ella terompo las piernas. Te vas a acordar de la escuela esa...Yo callaba, y mi única preocupación era no gritar. Pero

después, cuidando del fuego en el hogar, lloraba en silencio, aescondidas, acariciando dulcemente a nuestra gata gris; y la gata,dicho sea de paso, siempre sabía cuando lloraba, y venía de unsalto a sentárseme en el regazo. Ahora, el motivo de mi llanto no

era la paliza de mi tía —hacía ya tiempo que me habíaacostumbrado a ellas—, lloraba porque comprendía que mi tía nome dejaría ir a la escuela por nada del mundo...Unos dos días después de esto, por la mañana temprano, en el aílempezaron a ladrar con inquietud los perros y se oyeron fuertesvoces. Resultó que Diuishen iba por las casas buscando a losniños para llevarlos a la escuela. Entonces no había todavíacalles, y nuestras grises chozas de barro, con diminutas ventanas,estaban diseminadas en desorden por el aíl, pues cada unoedificaba la suya donde mejor le parecía. Diuishen, y con él lachiquillería en ruidoso tropel, pasaban de casa en casa. Lanuestra estaba a la salida del aíl. Mi tía y yo molíamos mijo enun mortero de madera y mi tío desenterraba el trigo

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guardado en un hoyo cerca del cobertizo; quería llevar el granoal mercado. Como martilladores, golpeábamos alternativamentecon las pesadas mazas, pero entre mazazo y mazazo me daba

tiempo de mirar a hurtadillas si estaba lejos el maestro. Teníamiedo de que no llegara a nuestro patio. Y aunque sabía que mitía no me iba a dejar ir a la escuela, deseaba, a pesar de ello, queDiuishen llegara aquí para que, por lo menos, viera donde vi-vía. Interiormente suplicaba al maestro que no diera la vueltaantes de llegar hasta nosotros.

—¡Salud, ama, que Dios la ayude! ¡Y si Dios no la ayuda, la

ayudaremos nosotros, todo el grupo, mire cuántos somos! —Diuishen, al llegar, seguido de sus futuros discípulos, saludóbromeando a mi tía.

Ella mugió como respuesta algo ininteligible y el tío nolevantó siquiera la cabeza del hoyo.

Esto no alteró a Diuishen. Se sentó diligente en un tronco quehabía en medio del patio y sacó papel y lápiz.

—Hoy empezamos las clases en la escuela. ¿Qué edad tiene suhija?Sin contestar ni una palabra, mi tía dejó caer con enojo la maza

en el mortero. Se veía a las claras que no quería continuar laconversación. Mi alma se encogió: ¿qué va a ocurrir ahora? —pensé. Diuishen me miró y sonrió. Y, como aquella vez, unaoleada de calor irrumpió dulcemente en mí corazón.

—¡Altinái! ¿Cuántos años tienes? —me preguntó.No me atreví a contestarle.

—¿Para qué quieres saberlo? ¿Qué clase de revisor eres tú? —soltó irritada mi tía—. Ella no está para estudios. Si los quetienen padre y madre no estudian, ¿por qué va a estudiar estamocosa huérfana. Has reunido a toda esa caterva, pues llévatelosenhoramala a la escuela, si quieres; aquí no tienes nada quehacer.

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Diuishen saltó de su sitio.—¡Piense en lo que dice! ¿Acaso tiene ella la culpa de su

orfandad? ¿O es que hay alguna ley que prohíba a los huérfanos

estudiar?—A mí no me interesan tus leyes. Tengo las mías propias y...¡no me vengas con imposiciones!

—No hay más que una ley para todos. Y si a ustedes no leshace falta esta niña, nosotros, en cambio, la necesitamos, lanecesita el poder soviético. Y si se ponen contra nosotros, ¡yaverán!

—¡Vaya un jefe que nos ha salido! —exclamó mi tíaponiéndose en jarras, desafiante—. Según tú, ¿quién debedisponer de ella? ¿Quién le da de comer y de beber, yo o tú,vagabundo, hijo de vagabundo?

No se sabe cómo hubiera terminado todo si en ese momento nohubiera aparecido en el hoyo mi tío, desnudo hasta la cintura. Nopodía sufrir que su mujer se metiera en asuntos que no eran de su

incumbencia, olvidándose de que en casa estaba el marido, elamo. Le pegaba sin piedad por estas cosas. Y, por lo visto,también ahora lo dominaba la rabia.

—¡Eh, comadre! —gritó saliendo del hoyo—. ¿Desde cuándoeres tú el cabeza de familia, desde cuándo has empezado adisponer? Charla menos y trabaja más. Y tú, hijo de Tashtanbek,toma a la chiquilla, enséñale o ásala viva, haz con ella lo que tedé en gana. ¡Vamos, lárgate del patio!

—¡Ah, sí! ¿Ella correteará por la escuela? ¿Y quién se vaocupar de los quehaceres domésticos? ¿Yo voy a hacerlo todo?—empezó a chillar mi tía; pero el marido la hizo callar:—Ya te lo he dicho. ¡Se acabó!

No hay mal que por bien no venga. He aquí cómo tuve lasuerte de ir, por primera vez en mi vida, a la escuela.

A partir de este día, Diuishen venía cada mañana a recogernos

casa por casa.

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Cuando llegamos por primera vez a la escuela, el maestro noshizo sentar sobre la paja esparcida por el suelo y dio a cada unoun cuaderno, un lápiz y una tablilla.

—Pongan la tablilla sobre las rodillas para escribir máscómodamente —aclaró Diuishen.Después mostró el retrato de un ruso, pegado a la pared.—Este es Lenin —nos dijo.El retrato quedó grabado en mi mente para toda  la vida.

Posteriormente, no sé por qué, no lo he vuelto a ver, y para mí lollamo «el retrato de Diuishen». En él aparecía Lenin con una

guerrera algo holgada, la barba crecida y el brazo en cabestrillo;bajo la gorra, algo echada hacia atrás, miraban tranquilos susatentos ojos. Su mirada cariñosa y confortante parecía decirnos:«¡Si supieran, niños, el hermoso futuro que les espera!» En aquelinstante de quietud me parecía que él, verdaderamente, pensabaen mi porvenir.

A juzgar por todo, hacía ya tiempo que Diuishen guardaba este

retrato, impreso en sencillo papel: estaba rozado en los doblecesy sus bordes se habían desgastado. Pero, a excepción de esteretrato, las cuatro paredes de la escuela estaban desnudas.

—Les enseñaré a leer y a contar; les mostraré como seescriben las letras y las cifras —decía Diuishen—. Les enseñarétodo lo que yo sé...

Y efectivamente nos enseñaba todo cuanto sabía, mostrandouna paciencia sorprendente. Inclinándose junto a cada alumno,nos enseñaba cómo debíamos sujetar el lápiz y luego nosaclaraba con entusiasmo las palabras incomprensibles.Pienso ahora en esto y me maravillo. ¿Cómo este jovensemianalfabeto, que silabeaba trabajosamente, sin disponersiquiera del alfabeto más corriente, pudo atreverse a emprenderuna obra de tal envergadura? ¿Acaso era una broma enseñar aniños cuyos abuelos y bisabuelos, hasta la séptima generación,

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CHINGUIZ AITMATOV 

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habían sido analfabetos? Y, como era lógico, Diuishen no teníala más remota idea ni del programa ni de los métodos deenseñanza. Lo más seguro es que ni siquiera sospechara que tales

cosas existían en el mundo.Diuishen nos enseñaba como sabía, como podía, como leparecía necesario; como se dice, por intuición. Pero estoy másque segura de que el sincero entusiasmo que puso en su obra diosus frutos.

Sin darse cuenta realizó una hazaña. Sí, lo que hizo fue unaproeza, porque en aquellos días, ante nosotros, niños kirguises

que no habíamos salido de los límites del aíl, se abrió en laescuela (si se puede llamar así a aquella choza con rendijas através de las cuales se veían siempre las nevadas cumbres de lasmontañas), de pronto, un nuevo mundo, inaudito, inusitado.

Precisamente entonces nos enteramos de que 3 a ciudad deMoscú, donde vivía Lenin, es muchísimo más grande queAulieata, incluso que Tashkent; de que en el mundo hay mares

grandes, muy grandes, tanto como el valle de Talas, y que porestos mares navegan barcos enormes como montañas. Supimosque el petróleo que se trae del mercado es extraído del subsuelo.Y ya entonces estábamos convencidos de que, cuando nuestropueblo fuera más rico, nuestra escuela ocuparía un gran edificiopintado de blanco con amplias ventanas, en el que los alumnosestarían sentados en pupitres.

Habiendo aprendido mal que bien la cartilla, antes de saberescribir «mamá» y «papá» ya escribíamos en el papel: «Lenin».Nuestro vocabulario político se componía de vocablos talescomo «bey», «bracero», «soviet». Diuishen nos prometió quedentro de un año nos enseñaría a escribir  la palabra«revolución».Escuchándolo combatíamos mentalmente a su lado contra losguardias blancos. Y de Lenin nos hablaba con tanta emoción

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como si lo hubiera visto con sus propios ojos. Mucho de lo quenos contaba, como ahora comprendo, eran leyendas de la vidadel gran jefe, creada por la fantasía popular, pero para nosotros,

escolares de Diuishen, constituían verdades tan indiscutiblescomo la de que la leche es blanca.Un día sin la menor malicia, le preguntamos:

—Maestro, ¿ha estrechado usted la mano de Lenin?Nuestro maestro, compungido, negó con la cabeza:

—No, niños, yo jamás he visto a Lenin.Suspiró con aire culpable: se sentía avergonzado ante nosotros.

A fines de cada mes, Diuishen se marchaba al distrito aresolver sus asuntos. Iba a pie y regresaba a los dos o tres días.Durante ese tiempo lo añorábamos de todo corazón. Si yo

hubiera tenido un hermano es posible que no lo hubiese esperadocon tanta impaciencia como esperaba a Diuishen. Corría al patiofurtivamente para que mi tía no me viera, y durante largo ratomiraba hacia la estepa, hacía el camino: ¿cuándo veré aparecer al

maestro con su hatillo al hombro? ¿Cuándo contemplaré susonrisa que llena de dulce calor el corazón? ¿Cuándo oiré suspalabras que nos traen el saber?Entre los alumnos de Diuishen yo era la mayor. Es posible quefuera esta la causa de que estudiara mejor que los demás, aunqueme parece que no era sólo por eso. Cada palabra del maestro,cada letra que nos enseñaba, eran para mí cosas sagradas. Lo másimportante del mundo era, a mi juicio, aprender todo lo que nosenseñaba Diuishen. Guardaba el cuaderno que él me había dadoy, por eso, dibujaba las letras en el suelo con la punta de la hoz,las escribía con carbón en los muros de arcilla, con una varilla enla nieve y en el polvo del camino. Y no había para mí en elmundo nadie más sabio ni más inteligente que Diuishen.

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Se acercaba el invierno.Hasta que empezaron las primeras nieves íbamos a la escuela

vadeando el pedregoso riachuelo que se deslizaba ruidoso al pie

del cerro. Pero después se hizo imposible pasar por el aguahelada; nos quemaba las piernas. Sobre todo sufrían los niñospequeños, cuyos ojos se llenaban de lágrimas. Entonces,Diuishen empezó a llevarlos en brazos a través del riachuelo. Su-bía a uno a la espalda y a otro en brazos, y así, por turno, pasabaa todos sus discípulos.

Ahora, cuando lo recuerdo, me parece increíble. Pero

entonces, por ignorancia o por incomprensión, la gente se reía deDiuishen. Particularmente se reían los ricos, que invernaban en lamontaña y venían aquí sólo para ir al molino. ¡Cuántas veces, alllegar adonde estábamos, en el vado, miraban a Diuishen conojos desmesuradamente abiertos; pasaban de largo frente anosotros con sus gorros rojos de piel de zorro y sus buenaspellizas de piel de carnero, montados en sus caballos salvajes

bien cebados! Alguno de ellos, riéndose a carcajada, le daba conel codo al vecino:—¡Fíjate, lleva a uno a cuesta y a otro en brazos!

Y entonces otro, fustigando al jadeante caballo, agregaba:—¡Ah, la tierra me trague por no saberlo antes! ¡Mira a quien

tenía que haber tomado por segunda mujer!Y, salpicándonos de agua y fango con los cascos de sus

caballos, se alejaban riendo a mandíbula batiente.Qué deseo sentía entonces de alcanzar a esos brutos, sujetar

sus caballos por las riendas y gritarles en sus carotas burlonas:«¡No se les ocurra hablar así de nuestro maestro! ¡Son ustedestontos y malos!»

Pero, ¿quién hubiera hecho caso de una pobre chiquilla? Notenía más remedio que tragarme las ardientes lágrimasprovocadas por la ofensa. Pero Diuishen parecía no darse

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El Primer Maestro

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cuenta de las ofensas que le inferían, como si no hubiera oídonada de particular. A veces ideaba algún dicho jocoso y noshacía reír a carcajadas olvidándonos de todo.

A pesar de sus esfuerzos, Diuishen no podía conseguir lamadera necesaria para construir un puente-cito sobre elriachuelo. Un día, cuando regresábamos de la escuela, despuésde pasar a los pequeños, Diuishen y yo nos quedamos en laorilla. Habíamos decidido hacer una pasarela con piedra y céspedpara no mojarnos más los pies.

Si se piensa con justicia, a los habitantes de nuestro aíl no les

hubiera costado nada reunirse y, en común, tender dos o trestroncos a través del torrente: el puente para los escolares hubieraestado terminado en un abrir y cerrar de ojos. Pero la cuestiónestaba en que entonces la gente, por su ignorancia, no le dabaimportancia al estudio y, en el mejor de los casos, consideraba aDiuishen como un ser estrafalario que, para no aburrirse, seentretenía con los chiquillos. Si quieres, enséñales, y si no

quieres, envíalos a sus casas. Ellos iban montados a caballo y nonecesitaban ni puentes ni pasarelas. Pero a pesar de todo, nuestropueblo hubiera tenido, naturalmente, que pensar: ¿por qué este joven, que no era ni peor ni más tonto que los demás, por qué él,sufriendo dificultades y privaciones, soportando las mofas y losescarnios, enseñaba a sus hijos con extraordinaria tenacidad, contan sobrehumana perseverancia...?

Aquel día en que colocábamos las piedras a lo ancho deltorrente, la tierra estaba ya cubierta de nieve y el agua era tan fríaque se le cortaba a uno la respiración. No puedo comprendercómo pudo resistirlo Diuishen, que trabajaba descalzo y sindescanzar un momento. Yo andaba dificultosamente por el lechodel torrente, que parecía estar sembrado de carbones ardientes.Y he aquí que, en el centro del riachuelo, me dio un calambre

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en las pantorrillas que me puso en un tris de perecer. No podía nigritar ni enderezarme y empecé a caer lentamente en el agua.

Diuishen soltó la piedra que llevaba, y, dando un salto, me alzóen brazos, me llevó corriendo a la orilla y me sentó encima de sucapote. Ora friccionaba mis pies morados, entumecidos, oraapretaba entre sus manos la mías heladas, ora las llevaba a suboca calentándolas con su aliento.

—No hace falta, Altinái, quédate aquí sentada, entra en calor—me decía Diuishen—. Me las arreglaré solo...

Cuando por fin estuvo lista la pasarela, Diuishen, poniéndoselas botas, me miró, me vio encogida de frío y sonrió.—¿Qué tal, ayudante? ¿Has entrado en calor? ¡Tápate con el

capote, así! —Y después de un momento de silencio preguntó—.¿Fuiste tú, Altinái, quien dejó aquel día el estiércol en laescuelo?—Sí —contesté.

Sonrió casi imperceptiblemente con las comisuras de los labioscomo diciendo para sí: «Lo que yo pensaba.»Recuerdo que en ese instante una oleada de fuego arreboló mis

mejillas, poniéndomelas rojas como la grana: es decir, el maestrosabía esto y no olvidaba una cosa al parecer sin importancia.Estaba en el séptimo cielo y Diuishen comprendió mí felicidad.

—Lúcido arroyuelo mío —exclamó mirándome con dulzura—. Con lo inteligente que eres... ¡Ah, qué talento saldría de ti si tepudiera enviar a la ciudad!

Diuishen, impetuosamente, dio unos pasos hacia la orilla.Me parece tenerlo ahora ante mis ojos como estaba entonces,

de pie junto al ruidoso riachuelo pedregoso, con las manos en lanuca y mirando a lo lejos, con ojos resplandecientes, las blancasnubes que pasaban empujadas por el viento sobre

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 las altas montañas.

¿En qué pensaba entonces él? ¿Puede ser que, ver-

daderamente, en sus sueños, me enviara a estudiar a una granciudad? Pero en este momento, yo, envolviéndome en el capotede Diuishen, pensaba: «¡Si mi maestro fuera mi hermanoquerido! ¡Sí pudiera arrojarme a su cuello, abrazarloestrechamente, y, entornando los ojos, decirle al oído laspalabras más dulces del mundo! ¡Dios mío, haz que sea mihermano!»

Seguramente, entonces todos amábamos a nuestro maestro porsu humanismo, por sus buenas acciones y sentimientos, por sussueños puestos en nuestro futuro. Aunque éramos niños, creo quecomprendíamos ya esto. ¿Qué otra cosa hubiera podidoobligarnos a ir cada día a tal distancia y trepar por la empinadavertiente del cerro sofocándonos a causa del viento,hundiéndonos en los montones de nieve? íbamos a la escuela

porque queríamos. Nadie nos forzaba a hacerlo. Nadie nosmandaba helarnos en ese frío cobertizo donde el vaho de larespiración se posaba, cual manto de escarcha, en nuestrosrostros, manos y ropas. Lo único que nos permitíamos era ir porturno a calentarnos junto a la estufa, mientras todos los demásestábamos sentados en nuestro sitio, escuchando a Diuishen.

Uno de esos días glaciales —esto fue, según ahora comprendo,a fines de enero—, Diuishen nos reunió, recorriendo todas lascasas y, como de ordinario, nos llevó a la escuela. Iba ensilencio, severo, con las cejas fruncidas como las alas del águilareal, y su cara parecía forjada en hierro calentado al rojo. Jamáshabíamos visto a nuestro maestro en tal estado de ánimo.Mirándolo, nos quedamos silenciosos; presentíamos que algomalo se cernía en el aire.

Cuando encontrábamos en el camino grandes montones de

nieve era Diuishen quien, habitualmente, abría la marcha;después iba yo, y tras de mi todos los demás. También este día,

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al pie del cerro, donde por la noche se había acumulado muchanieve, Diuishen pasó primero. A veces miras a una persona por

la espalda y enseguida comprendes su estado de ánimo, lo quepasa en su alma. Y entonces puede ver que nuestro maestroestaba muerto de pena. Caminaba con la cabeza baja, arrastrandotrabajosamente los pies. Hasta ahora recuerdo la pavorosaalternación de lo blanco y lo negro ante mis ojos; trepábamos elcerro en fila india; bajo el negro capote, ante mis ojos, se encor-vaba la espalda de Diuishen; arriba, por la cuesta, se dibujaban

como jibas de camello, blancos montones de nieve de los que elviento arrancaba un fino polvillo blanco, y más arriba, en elblanco y turbio cielo, sombreaba una negra nube solitaria.

Cuando llegamos, Diuishen no encendió la estufa.—¡De pie! —ordenó.Nos levantamos.—Quítense los gorros.

Obedecimos. Él también se quitó su gorro de la caballería rojade Budionni. No comprendíamos de qué se trataba. El maestrodijo entonces con voz ronca y entrecortada:

—Ha muerto Lenin. En toda la tierra la gente está de luto.Permanezcan de pie en su sitio, inmóviles y en silencio. Mirenaquí, al retrato. Que este día quede bien grabado en sus mentes.

En nuestra escuela se hizo un silencio como si hubiera sidosepultada por un alud. Se oía el silbido del viento al colarse porlas rendijas y el blanco susurro con que los copos de nieve caíansobre la paja.

En aquella hora en que quedaron mudas las bulliciosasciudades y en silencio las fábricas, cuyo fragor hacía temblar latierra, cuando se inmovilizaron en las vías los estruendosostrenes, cuando el mundo entero se cubrió de luto, en aquella horade dolor, nosotros, diminuta partícula de una parte del pueblo,

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 conteniendo la respiración, estábamos también solemnemente depie, en compañía de nuestro maestro, allá, en aquel ignoto

cobertizo helado que llamábamos escuela, y nos despedíamos deLenin, considerándonos mentalmente los seres más cercanos a él,los que más sufríamos por él. Y nuestro Lenin, en su guerreramilitar algo holgada, con el brazo en cabestrillo, nos mirabacomo siempre desde la pared. Y como de costumbre, nos decíacon su mirada clara y límpida: «¡Si supieran, niños, el hermosofuturo que les espera!» Y en aquel instante de quietud me parecía

que él, verdaderamente, pensaba en mi porvenir.Después, Diuishen se secó los ojos con la manga y dijo:—Hoy viajo a la cabeza de distrito. Voy a ingresar en el

Partido. Volveré dentro de tres días...Aquellos tres días me han parecido siempre los más duros de

todos los días de invierno que he tenido que sufrir. Parecía quealguna fuerza poderosa de la naturaleza intentaba llenar en la

tierra el vacío dejado por aquel gran hombre que se había ido denuestro mundo: ululaba sin cesar el viento en la barranquera,giraba en remolinos la ventisca, la helada había atenazado latierra con mano de hierro... Los elementos desencadenados no sepodían calmar: se revolvían contra la tierra llorandoamargamente...

Quedó en silencio nuestro aíl, se calló bajo los montes,borrosamente ensombrecidos en la envoltura de los nubarrones.De las chimeneas, entre los copos de nieve que revoloteaban alviento, surgían finas columnas de humo; la gente no salía decasa. Y por si fuera poco de pronto se enfurecieron los lobos. Seinsolentaron; de día aparecían en los caminos y por las nochesvagaban cerca del aíl; sus famélicos aullidos resonabanimportunos hasta el mismo amanecer.

Temía, no sé por qué, por nuestro maestro: ¿qué haría con

estos fríos, sin pelliza, sin otro abrigo que su capote?

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Y el día en que Diuishen tenía que regresar no sabía lo qué mepasaba: mi corazón presentía alguna desgracia. De cuando en

cuando salía de casa y escudriñaba la nevada y desierta estepa:¿no aparece aún el maestro en el camino? No se veía ni un alma.«¿Dónde estás, querido maestro? Te suplico que no teentretengas hasta muy tarde. ¡Te esperamos! ¿Me oyes maestro?¡Te esperamos!»

Pero la estepa no respondía a mi grito silencioso, y yo llorabasin saber por qué.

Mis idas y venidas acabaron por cansar a mi tía.—¿Dejarás hoy la puerta en paz? Ven, siéntate en tu sitio yempieza a hilar. Por tu culpa los niños están helados. ¡Prueba asalir de nuevo! —me dijo amenazándome con el dedo, y ya nome dejó salir más de casa.

Anochecía ya y seguía sin saber si el maestro había vuelto ono. Por eso estaba inquieta, unas veces me consolaba el

pensamiento de que Diuishen quizás estaba ya en el aíl, pues niuna sola vez se había dado el caso de que no volviera el díaprometido. Luego, de pronto, me parecía que había enfermado yque por eso iba despacio; si empezaba la ventisca, no sería difícilperderse de noche en la estepa. El trabajo no me salía, las manosno me obedecían, el hilo se rompía con frecuencia, y eso ponía ami tía frenética:

—Pero ¿qué te pasa hoy? ¿Tienes las manos de madera o qué?—me decía, mirándome de reojo, cada vez más enfurecida. Alfin se le acabó la paciencia:

—¡Uf, así revientes! Mejor será que vayas a llevar su saco a laabuela Saikal.

Estuve a punto de saltar de contenta. Diuishen vivíaprecisamente en casa de la abuela Saikal. Ésta y el viejoKartanbái eran parientes lejanos míos por parte de mi madre.

Antes iba frecuentemente a su casa, y a veces hasta me quedabaa pasar la noche allí. Sea porque mi tía se acordara de esto o

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 porque Dios la inspirara, el caso es que, entregándome el saco,añadió:

—Hoy estoy tan harta de ti como de la harina de avena en unaño de hambre. Vete, y si los abuelos te dejan, quédate a dormirallí. Márchate adonde no te vean mis ojos...

Salí al patio corriendo. El viento estaba furioso como unhechicero: amainaba y luego, inesperadamente, soplaba confuria, lanzándome a la arrebolada cara puñados de punzantenieve. Me puse la bolsa bajo el brazo y eché a correr hasta el otro

extremo del aíl cruzando el rastro fresco abierto por los cascos delos caballos. Una sola idea estaba fija en mi mente: «¿Habráregresado, habrá vuelto ya el maestro?»

Llegué corriendo. No estaba en casa. Saikal se asustó cuandome quedé inmóvil en el umbral, casi sin respiración.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué corrías así? ¿Alguna desgracia?—No, no era por nada. Le traigo el saco. ¿Puedo quedarme a

dormir hoy en su casa?—Quédate, querida mía. Uf, tunante, me has asustado. ¿Porqué desde el otoño no vienes nunca por casa? Siéntate al fuego,caliéntate.

—Y tú abuela, pon carne en el caldero, invita a la hija. Creoque Diuishen no tardará mucho en llegar —intervino Kartanbáisque, sentado junto a la ventana, reparaba unas viejas botas defieltro—. Hace ya tiempo que debiera estar en casa... Pero, noimporta, vendrá antes de que anochezca. Nuestro caballejo ca-mina de prisa cuando regresa a casa.

Imperceptiblemente, la noche se acercó a las ventanas. Micorazón parecía estar de guardia: se inmovilizaba lleno detensión cuando ladraban los perros o nos llegaba algún rumor devoces. Pero Diuishen no llegaba. Menos mal que Saikal acortabala espera con su conversación.

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Así estuvimos esperando una hora tras otra, pero a medianoche, Kartanbái se cansó:

—Ven, abuela, haz la cama. Hoy ya no va a venir. Ya es tarde.Los jefes tienen muchos asuntos que resolver y le habránretenido, por lo visto; porque, si no, hace ya tiempo que estaríaen casa.

El abuelo se acostó.Me prepararon la cama en el rincón, detrás de la estufa. Pero

no podía conciliar el sueño. El abuelo tosía continuamente, se

revolvía en la cama, rezaba; luego, murmuró inquieto:—¿Cómo estará por allá mi caballejo? Sin pagar  no dan unabrazada de heno y en cuanto a la avena ni pagando la encuentras.

Kartanbáis se durmió pronto, pero entonces no me dejaba enpaz el viento: rebuscaba en el tejado, escarbaba el techo de pajacon sus rugosas garras, rascaba en los cristales. Se oía como,desde el exterior, la nieve levantada por él golpeaba en las

paredes.Las palabras del abuelo no me tranquilizaron. Me parecía queel maestro venía; y pensaba en él imaginándomelo en el camino,en medio de las desiertas y nevadas estepas. No sé si dormí mucho rato; pero, de pronto, algo me obligó a levantar la cabezade la almohada. Un aullido gangoso, bronco, se extendió sobre latierra, difundiéndose en los aires. ¡Un lobo! Y no uno, muchos.Llamándose desde distintos lados los lobos se aproximabanrápidamente. Después sus llamadas se unieron en un aullidogeneral y prolongado que vagaba con el viento por la estepa, oraalejándose, ora acercándose de nuevo. A veces parecía queestaban en algún sitio muy cercano, a la misma salida del aíl.—¡Atraen la ventisca! —susurró la abuela,

El abuelo escuchaba en silencio; luego saltó de la cama.

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 —¡No abuela, aquí hay gato encerrado! Acosan a alguien.

Quizás están rodeando a un hombre, quizás a un caballo. ¿Oyes?

No quiera Dios que sea Diuishen. Es capaz de todo. ¡Habrasevisto semejante tonto! —Kartanbái se apresuraba, buscando aoscuras la pelliza—. ¡Luz, dame luz, abuela! ¡Apúrate, por Dios!

Temblando de miedo saltamos de la cama, y mientras Saikalencontró la lámpara y la encendió, cesaron de pronto, como porencanto, los furiosos aullidos de los lobos.

—¡Lo alcanzaron los malditos! —gritó Kartanbái, y tomando

el bastón se precipitó hacia la puerta; mas en este instanteempezaron a ladrar los perros. Alguien pasó corriendo bajo lasventanas, haciendo crujir la nieve bajo sus pisadas, yfuertemente, con impaciencia, llamó a la puerta.

En la habitación irrumpió una nube helada. Cuando se disipóvimos a Diuishen. Pálido, jadeante, atravesó el umbraltambaleándose, y se apoyó en la pared.

—¡La escopeta! —dijo Diuishen en un suspiro.Pero parecía que no lo habíamos comprendido. Mis ojos senublaron y sólo pude oír cómo gritaban los abuelos:

—¡Sacrificaremos un cordero negro y uno blanco! ¡Que SanBaubedin te guarde! ¿Eres tú?

—¡La escopeta, denme la escopeta! —repitió Diuishen.—No tenemos: ¿a dónde vas?Los abuelos se colgaron de los hombros de Diuishen para

detenerlo.—¡Denme un garrote!

Pero ellos imploraban:—Mientras estemos vivos no te dejaremos salir a ningún sitio.

¡Tendrás que matarnos antes!Sentí de pronto una extraña debilidad en todo mi ser, y, sin

decir palabra, me tendí en la cama.

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—No pude llegar, me alcanzaron al lado mismo de casa —Diuishen respiró ruidosamente y tiró a un rincón el látigo—. El

caballo ya se había cansado en el camino; luego, cuando nosperseguían los lobos, galopó hasta el aíl y cayó desplomadocomo una gavilla. Allí ha sido donde los lobos se han arrojadosobre él.

—Allá se las arregle el caballo; lo esencial es que has salvadola vida, ¡pero si no hubiese caído el caballo tú no te hubierassalvado! Gracias al ángel de la guarda Boubedin todo ha

terminado así. Ahora quítate el capote, siéntate al fuego. A ver,te voy a quitar las botas —se apresuró Kartanbái—. Y tú, abuela,pon a calentar lo que tengas por ahí...

Se sentaron junto a la lumbre y Kartanbái lanzó un suspiro dealivio.

—Bueno, se cumplirá su sino. Pero ¿por qué has salido tantarde?

—La reunión del Comité del distrito se ha prolongado más dela cuenta, Karaké. He ingresado en el Partido.—Eso está bien. Pero hubieras podido salir al día siguiente por

la mañana. Creo que nadie te obligaba a culatazos a regresar.—Había prometido a los niños que volvería hoy —contestó

Diuishen—. Desde mañana por la mañana empezaremos lasclases.

—¡Ah, tonto! —Kartanbái estuvo a punto de dar un salto ymeneó la cabeza indignado—. Escucha lo que dice, abuela, ¿tedas cuenta? ¡Se lo prometió a los niños, a esos mocosos! ¿Y si tehubieran comido los lobos? ¿Pero acaso tu cabeza piensa lo quedices?

—Este es mi deber, mi trabajo, Karaké. Diga otra cosa:habitualmente iba a pie, pero esta vez e! diablo me tentó: le pedí el caballo y se lo he entregado a los lobos para que lo devoren...

—No es esta la cuestión. Que se muera cien veces ese rocín.¡Que sea una víctima inmolada en tu honor! —exclamó

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 Kartanbái enojado—. He vivido muchos años sin caballo y ahoratampoco voy a perderme. Y si el poder soviético se mantiene

reuniré dinero...—Dices la verdad, abuelo —lo apoyó Saikal con la vozempañada por las lágrimas—. Lo ganaremos aún... Vamos,hijito, come ante de que se enfríe.

Callaron. Un momento después, avivando la lumbre, Kartanbáidijo pensativo:

—Te miro, Diuishen, y al parecer no eres un muchacho tonto,

sino más bien listo. Y no comprendo de ningún modo por quémotivos pierdes el tiempo con esa escuela, con esos chiquillosque nada entienden. ¿Acaso no encuentras ninguna otraocupación...? Ponte a trabajar para alguien de pastor y tendrásabrigo y alimento...

—Comprendo, Karaké, que usted me aprecia. Pero si estos quenada entienden, cuando sean mayores, van a decir como usted:

«¿para qué necesitamos escuela, para qué estudiar?», los asuntosdel poder soviético no van a ir muy lejos. Sin embargo, usteddesea que este poder se mantenga, que viva. Por eso ¡a escuelano significa para mí ninguna carga, Karaké. ¡Si pudiera enseñarmejor a los muchachos! No quisiera otra cosa. El mismo Lenindecía...

—Sí, interrumpió Kartanbái, y después de un corto silencioañadió—: te consumes de pena. ¡Pero con tus lágrimas no vas aresucitar a Lenin! ¡Ah, si hubiera en el mundo una fuerza capazde hacerlo! ¿O es que piensas que los demás no sienten nisufren...? Mírame debajo de las costillas: mi corazón humea conacre humo. No sé si esto estará de acuerdo con tu política, pero,aunque Lenin profesaba otra religión, rezo por él cinco veces aldía. Y algunas veces pienso que, por mucho que tú y yo lolloremos, nada lograremos con ello. A mi manera, como viejo

que soy, he pensado que Lenin ha quedado vivo en el pueblo,Diuishen, y pasará, con la sangre, de padres a hijos...

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—Gracias por sus palabras, Karaké, gracias. Lo que dice es justo. Lenín ha muerto, pero viviremos tal como él quería...

Escuchando su conversación sentía como si desde muy lejosretornara a mí misma. Al principio todo me parecía un sueño.Durante largo rato no podía creer que Diuishen hubieraregresado sano y salvo. Después, cual torrente primaveral,irrumpió en mi alma liberada una inmensa e irresistible felicidad,y, ahogándome en ese ardiente torrente estalló en sollozos. Esposible que nadie se haya alegrado tanto en su vida como yo

entonces. En ese instante nada existía para mí: ni esta choza, nila noche de ventisca en la calle, ni las manadas de lobos quedespedazaban a la salida del aíl el único caballo de Kantanbái...¡Nada! En el corazón, en la mente, en todo mi ser sentía unafelicidad infinita, extraordinaria, inconmensurable como la luz.Me tapé la cabeza y todo, cerrando la boca para que nadie meoyera. Pero Diuishen preguntó:

—¿Quién solloza detrás de la estufa?—Es Altinái, la pobrecita se ha asustado y ahora llora —explicó Saikal.

—¿Altinái? ¿De dónde ha venido? —Diuishen saltó de la sillay arrodillándose a la cabecera de mi cama me tocó en elhombro—: ¿qué te ocurre Altinái? ¿Por qué lloras?

Yo me di vuelta hacia la pared y seguí llorando más que antes.—Pero, querida, ¿por qué te has asustado así? Acaso está bien

esto, tú ya eres mayor... Bueno, bueno, mírame...Lo abracé con fuerza, y hundiendo en su pecho mi rostro

mojado y ardiente, sollocé convulsa sin poderme contener.Embargada de inmensa felicidad, me estremecía como siestuviera presa de intensa fiebre; me sentía impotente parareprimirme.

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 .—¡Será posible que se le haya desplazado el corazón! —

exclamó Kartanbái inquieto, y se levantó—. A ver, abuela,

muévete, di algún exorcismo, pero date prisa...Y de pronto todos se alarmaron. Saikal murmuraba conjuras yexorcismos, me salpicaba la cara con agua fría, con aguacaliente, me rociaba con vapor y lloraba conmigo.

¡Ah!, si ellos supieran que mi corazón «se había desplazado» acausa de una inmensa felicidad, para explicar la cual yo no teníani fuerzas ni capacidad.

Hasta que me tranquilicé y me quedé dormida, Diuishenestuvo sentado junto a mí acariciando suavemente con su frescamano mi frente que ardía.

...El invierno se retiraba más allá del puerto. Soltaba ya susazules rebaños la primavera. De las desheladas e hinchadasllanuras fluían a los montes cálidas corrientes de aire. Traíanconsigo el espíritu primaveral de la tierra, el olor a leche fresca.

Ya disminuían de tamaño los montones de nieve, se movían loshielos en las montañas y rumoreaban los arroyuelos; luego, saltando impetuosamente en su camino, formaron agitados yarrolladores torrentes que se precipitaban ruidosos por loserosionados barrancos.

Es posible que esta fuera la primera primavera de mi juventud.En todo caso, me parecía más bella que las primaverasanteriores. Desde el cerro en que se erguía nuestra escuela seabría ante nuestros ojos el hermoso mundo primaveral. La tierra,como si abriera sus brazos, descendía de las montañas y seextendía, sin fuerza para detenerse, por las plateadas y cente-lleantes lejanías de la estepa, cubiertas de sol y de una sutil yfantástica bruma. En algún punto, allá en el fin del mundo,azulaban las lagunas de nieve derretida, relinchaban los caballos,volaban en el cielo las cigüeñas llevando en sus alas blancas

nubecillas. ¿De dónde volaban las cigüeñas y a dónde

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llamaban al corazón con tan atribuladas y sonoras voces...?Con la llegada de la primavera empezamos a vivir más

alegremente. Ideábamos distintos juegos, reíamos sin motivo, y,después de las clases, corríamos por todo el camino desde laescuela hasta el aíl, llamándonos a grandes voces. A mi tía no legustaba eso, y no desaprovechaba la menor ocasión pararegañarme:

—¿Por qué retozas así, tonta? Por lo visto no te preocupahaberte quedado solterona. En familias honorables, las

muchachas de tu edad hace ya tiempo, que se han casado y hanaumentado la familia, mientras que tú... Encontró distracción: ira la escuela... Pero espera, yo te voy a dar...

A decir verdad, las amenazas de mi tía no me preocupabanmucho. No eran ninguna novedad: toda la vida se la pasabaregañándome. Y decir de mí que me había quedado para vestirsantos era totalmente injusto. Sencillamente, yo crecía mucho

esta primavera.—Eres aún una chicuela despeinada —se reía Diuishen—.¡Me parece, además, que eres pelirroja!

Sus palabras no me ofendían en lo más mínimo. «Claro —pensaba—, tengo el pelo revuelto, pero, a pesar de todo, no soytan pelirroja. Y verás, cuando crezca seré una buena moza.¿Acaso voy a quedarme así? Ya verá entonces mi tía lo hermosaque me voy a poner. Diuishen dice que los ojos me brillan comoluceros y que tengo la cara abierta y sincera.»

Un día, cuando llegué corriendo de la escuela, vi en nuestropatio dos caballos ajenos. A juzgar por las sillas y los arneses,sus amos habían venido de las montañas. También anteriormentevenían algunas veces a casa cuando regresaban del mercado oiban al molino.

Ya en el umbral, me sorprendió la risa afectada de mi tía:

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El Primer Maestro

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—No te aflijas mucho, sobrinito, que no te vas a arruinar. Encambio, cuando tengas en tus manos la palomita me recordarásagradecido. ¡Ji, ji, ji!

Como respuesta resonó un coro de carcajadas, pero cuandoaparecí en la puerta callaron todos inmediatamente. Ante untapete extendido sobre una alfombra estaba sentado, como untronco, un hombre grueso, de cara roja. Me lanzó una mirada dereojo por debajo de su gorro de piel de zorro, echado sobre losojos, y después de una tosesita bajó la vista.

—Ah, hijita, ¿has regresado? ¡Pasa, querida! —me acogió mi

tía sonriendo cariñosamente.Mi tío estaba sentado en el borde de la alfombra en compañíade otra persona que yo no conocía. Jugaban a las cartas, bebíanvodka y comían beshbar-mak.4 Ambos estaban borrachos y suscabezas se balanceaban de un modo extraño cuando echaban lascartas.

Nuestra gata gris se arrimó al tapete, pero el de carota roja la

golpeó de tal forma en la cabeza con sus dedos huesudos, queella saltó hacia un lado y se acurrucó en un rincón, lanzandoterribles maullidos. ¡Oh, qué dolor sentiría la pobre! Deseabairme, pero no sabía cómo hacerlo. Me salvó mi tía.

—Hijita —me dijo—, allá dentro, en el caldero, hay comida;come antes de que se enfríe.

Salí, pero la conducta de mi tía no me gustó en lo absoluto. Mialma se llenó de inquietud. Instintivamente me puse en guardia.

Un par de horas más tarde los dos forasteros montaron acaballo y se fueron a la montaña. Mi tía empezó inmediatamentea insultarme como de costumbre, y a mí se me quitó un peso deencima. «Esto significa que ella era cariñosa sólo porque estababorracha» —decidí.

Poco después vino a casa la abuela Saikal. Yo estaba en elpatio, pero oí que decía:

4  Plato nacional kirguiso.

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—¡Pero qué quieres hacer, Dios mío! La vas a perder.Interrumpiéndose mutuamente mi tía y Saikal discutían con

calor alguna cosa; después, la abuela salió de casa muy molesta.Me lanzó una mirada de enojo y al propio tiempo llena decompasión, y se fue sin decir una palabra. Me sentí incómoda.¿Por qué me había mirado así? ¿Qué había hecho yo que pudierahaberla disgustado?

Al día siguiente, en la escuela, observé enseguida queDiuishen, aunque procuraba disimularlo ante nosotros, estaba

sombrío y preocupado por algo. Noté también que no me miraba.Después de las clases, cuando todos salíamos en grupo de laescuela, me llamó:

—Espérate, Altinái —el maestro se acercó a mí, me mirófijamente a los ojos y me puso la mano en el hombro—. Novayas a casa. ¿Me has entendido, Altinái?

Me quedé helada de espanto. Sólo entonces comprendí lo que

quería hacer conmigo mi tía.—Yo responderé por ti —dijo Diuishen—. Pero por ahora túvivirás con nosotros. Y no te apartes mucho de mí.

Seguramente me puse pálida. Diuishen me levantó la barbillacon su mano y mirándome en los ojos sonrió con su habitualsonrisa.

—¡No tengas miedo, Altinái! —me dijo riendo—. Cuando yoesté contigo no temas a nadie. Estudia, ven a la escuela como decostumbre y no te preocupes por nada... Mira que sé lo miedosaque eres... A propósito, hace tiempo que te lo quiero contar —recordando por lo visto algo jocoso se echó a reír—: ¿Te acuer-das? Aquel día Karaké se levantó muy tempranito y desapareció.Miro y veo que trae, ¿adivina a quien?, a la vieja curanderaDzhainakova. «¿Para qué?», le pregunto. «Que haga algunahechicería», dice, «pues a Altinái se le ha desplazado de

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 sitio el corazón a causa del espanto.» Pero le dije: «Échela ahoramismo de casa porque, si no, por menos de una oveja no se la

podrá quitar de encima. Y no somos tan ricos. Tampoco po-demos regalarle el caballo: se lo entregamos a los lobos...» Túaún dormías. Así logré que se fuera. Pero luego Karaké estuvouna semana sin habíanme: se ofendió. «Tú», decía, «me hashecho una mala pasada a mí, a un abuelo.» Pero, a pesar de todo,son unos abuelos muy buenos, raramente se encuentra a tanexcelentes personas. Bueno, ahora vámonos a casa; vamos,

Altinái...No obstante mis esfuerzos por mantenerme serena a fin de noamargar en vano a mi maestro, los pensamientos alarmantes nome dejaban tranquila. En cualquier momento podía presentarsemi tía y llevarme por la fuerza. Y, una vez allá, podrían hacerconmigo lo que quisieran, sin que se lo pudiera prohibir nadie enel aíl. No pude conciliar el sueño en toda la noche temiendo que

arribara tal desgracia.Como es natural, Diuishen comprendía mi estado de ánimo.Posiblemente por esto, a fin de apartarme como fuera de mistristes pensamientos, al día siguiente trajo a la escuela dosarbolitos. Y, después de las clases, me tomó el brazo y me apartóhacia un lado.

—Ahora tú y yo, Altinái, vamos a hacer una cosa —me dijosonriendo enigmáticamente—. He aquí estos dos pequeñosálamos que he traído para ti. Entre los dos vamos a plantarlos. Yhasta que ellos crezcan, hasta que tomen fuerza, tú tambiéncrecerás y serás una persona buena. Tienes buen corazón y agudainteligencia. Siempre me ha parecido que llegarás a ser unapersona erudita. Estoy convencido de ello, y verás cómo ese serátu destino. Ahora eres jovencita y espigada igual que estosarbolitos. Vamos, pues, a plantarlos con nuestras propias manos,

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Altinái. Que encuentres tu felicidad en el estudio, radiante luce-rito de mi vida...

Los arbolitos, jóvenes álamos con sus troncos de un grisazulado, eran tan altos como yo. Y cuando, no lejos de laescuela, los plantamos, sopló desde las estribaciones una ligerabrisa que rozó por primera vez sus diminutas hojas, cual si lesinfundiera vida. Las hojitas se agitaron temblorosas y los tiernosálamos se movieron balanceándose suavemente...

—¡Mira qué bien! —dijo Diuishen, riendo y retrocediendo un

poco—. Ahora haremos aquí una acequia para traer el aguadesde aquel manantial. ¡Ya verás luego qué hermosos álamosvan a ser éstos! Se erguirán aquí, en el cerro, juntitos como doshermanos. Estarán siempre a la vista y las personas buenas sesentirán dichosas al verlos. Entonces la vida habrá cambiadomucho, Altinái, todo lo mejor está todavía ante nosotros...

Ni siquiera ahora puedo hallar palabras para expresar, siquiera

en parte, cuán emocionada me sentía por la nobleza de Diuishen.Entonces me quedé simplemente de pie, contemplándolo. Lomiraba como si fuera la primera vez que viera la luminosabelleza de su rostro, la ternura y bondad de su mirada, como sihubiera descubierto recién cuán fuertes y hábiles eran en eltrabajo sus manos y cuán pura la radiante sonrisa que caldeabasuavemente el corazón. Como ardiente oleada, surgía en mipecho un sentimiento nuevo y desconocido, procedente de unmundo todavía ignoto para mí. Ardía interiormente en deseos delanzarme hacia él y decirle: «¡Maestro, gracias por haber nacidoasí...! ¡Quiero abrazarlo, besarlo!». Pero no_ me atrevía, me dabavergüenza pronunciar estas palabras. Y puede ser que hubieradebido...

Pero entonces estábamos en el cerro, bajo el cielo claro, entrelas verdeantes laderas primaverales, soñando cada uno en sus

cosas. En ese momento me había olvidado por completo

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El Primer Maestro

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 del peligro que se cernía sobre mí. Y no pensaba en lo que meesperaba mañana, no pensaba en por qué este era ya el segundo

día que mi tía no me buscaba. ¿Podía ser que ellos se hubieranolvidado de mí? ¿Podía ser que hubieran decidido dejarme enpaz? Pero, por lo visto, Diuishen pensaba en esto.

—Tú no te pongas muy triste, Altinái, ya encontraremos salida—me dijo cuando regresábamos al aíl—. Pasado mañana voy aldistrito. Hablaré allí de ti. Es posible que consiga que te envíen ala ciudad a estudiar. ¿Deseas ir?

—Lo que usted diga, maestro, eso haré —le contesté.Aunque no me imaginaba cómo podía ser la ciudad, bastaronlas palabras de Diuishen para que empezara a soñar con la vidaen ella. Ora temía lo desconocido que me esperaba en tierrasextrañas, ora me decidía de nuevo a ponerme en camino: en unapalabra, ahora tenía ya la ciudad metida en la cabeza.

También al día siguiente, en la escuela, pensaba en Jo mismo:

¿cómo y en que casa viviría en la ciudad? Si alguien me cobijapartiré leña, traeré agua, lavaré la ropa, haré todo cuanto memanden. Así pensaba durante la clase y me estremecí sorprendida cuando tras las paredes de nuestra vieja escuela sonóun ruido de cascos de caballos. Fue tan inesperado y los caballosgalopaban tan veloces, que parecía que iban a pisotear nuestraescuela. Nos quedamos pasmados, llenos de alarma.

—No se detengan, sigan estudiando —nos dijo rápidamenteDiuishen.

Pero en este mismo instante la puerta se abrió ruidosamente depar en par y vimos en el umbral a mi tía. Estaba de pie y en sucara había una sonrisa malévola y provocativa. Diuishen seaproximó a la puerta:

—¿Qué desea usted?

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—Lo que a ti no te importa. Voy a casar a mi moza. ¡Eh, tu,vagabunda! —la tía se lanzó hacia mí, pero Diuishen le cerró el

paso.—Aquí sólo hay escolares y ninguna de ellas debe casarsetodavía —dijo tranquilo y con firmeza Diuishen.

—Eso lo veremos. ¡Eh, hombres! ¡Agárrenla, llévense a rastraa esa perra!

Mi tía llamó con la mano a uno de los jinetes. Era el de lacarota roja y gorro de piel de zorro. Tras él echaron pie a tierra

otros dos, armados de pesados garrotes.El maestro no se movió de su sitio.—¿Tú qué, perro descastado, dispones de las mozas de otros

como si fueran tus mujeres? ¡Lárgate de aquí!Y el de la carota roja avanzó como un oso hacia Diuishen.—¡Ustedes no tienen derecho a entrar aquí! ¡Esto es una

escuela! —exclamó Diuishen sujetándose con fuerza al marco de

la puerta.—¡Ya lo dije! —chilló mi tía—. Hace tiempo que él seentiende con ella. ¡Engolosinó a la perra esa sin pagar uncentavo!

—¡Maldito el caso que le hago yo a tu escuela! —rugió el dela carota roja blandiendo el látigo.

Pero Diuishen le tomó la delantera. Le dio un fuerte puntapiéen el vientre y aquel se derrumbó lanzando un ¡ay! Al instante,los otros dos se abalanzaron con sus garrotes sobre el maestro.Los muchachos se lanzaron hacia mí llorando. A consecuenciade los golpes la puerta se rompió en pedazos. Yo corría detrás delos que se pegaban, arrastrando a los pequeños que se habíanaferrado a mí.

—¡Suelten al maestro! ¡No le peguen! ¡Aquí estoy, tómenme,no le peguen al maestro!

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 Diuishen echó una mirada en torno. Estaba todo

ensangrentado, terrible, exasperado. Recogiendo del suelo una

tabla y agitándola, gritó:—¡Escapen corriendo, niños, corran al aíl! ¡Huye, Altinái! —gritó con voz entrecortada.

Le quebraron un brazo. Diuishen retrocedió apretando el brazoroto contra el pecho, y los otros mugiendo como toros salvajes,empezaron a golpearlo ahora que ya no podía defenderse.

—¡Dale! ¡Dale! ¡Pégale en la cabeza! ¡Métele fuerte!

Me saltaron encima mi enfurecida tía y el de la carota roja. Meecharon al cuello la trenza y me llevaron a rastras hasta el patio.Tiraba con todas mis fuerzas, tratando de librarme, y, por unmomento, pude ver a los aterrados niños que gritaban y a Diui-shen junto a la pared, toda manchada de oscura sangre.

—¡Maestro!Pero Diuishen ya no me podía ayudar en nada. Aún se

mantenía en pie, tambaleándose como borracho bajo los golpesde aquellos monstruos; intentaba levantar su vacilante cabeza yellos le golpeaban sin cesar. Me arrojaron al suelo y me ataronlas manos. En este momento Diuishen cayó a tierra.

—¡Maestro!Me amordazaron y me tiraron atravesada sobre la silla.El de la carota roja estaba ya montado a caballo  y me

apretujaba con sus manazas y con su pecho. Los-dos quegolpeaban a Diuishen montaron también a caballo y mi tía corría junto a mí, moliéndome la cabeza a golpes.

—¡Recibes lo que te mereces! ¡Mira qué despedida te hepreparado! Y a tu maestro ya le ha llegado» el fin...

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Pero esto no era aún el fin. A nuestra espalda resonó un alaridodesesperado:

—¡Al-ti-nái!Levanté trabajosamente la cabeza, que pendía del caballo, ymiré. Detrás de nosotros corría Diuishen. Medio muerto a causade los golpes, bañado en sangre, venía corriendo con una piedraen la mano. Tras él, gritando y llorando corrían todos lospequeños.

—¡Deténganse, fieras! ¡Deténganse! ¡Déjenla, suéltenla!

¡Altinái! —gritó al alcanzarnos.Los raptores se detuvieron, y aquellos dos empezaron a darvueltas, a caballo, en torno de Diuishen. Sujetando la manga conlos dientes, para que no le molestara el brazo roto Diuishen lestiró la piedra, pero no acertó. Entonces ellos, asestándole dosgarrotazos, lo derribaron sobre un charco. Se me nublaron losojos y sólo pude ver cómo nuestros muchachos corrían hacia el

maestro y se detenían ante él sobrecogidos de espanto.No recuerdo cómo ni adónde me llevaron. Recobré elconocimiento en una choza. Por la cúpula abierta se miraban lasestrellas tempranas, tranquilas, sin inquietudes. En algún sitiocercano rumoreaba un río y se oían las voces de los pastores queguardaban los rebaños durante la noche. Junto a la lumbre extin-guida, estaba sentada una mujer vieja, sombría, seca como unacorteza. Su rostro era oscuro como la tierra. Volví la cabeza enotra dirección. ¡Oh, si hubiera podido matarla con la mirada!

—Negra, levántala —ordenó el de la carota roja.La mujer se acercó a mí y me zarandeó por el hombro con su

mano áspera y curtida.—Apacigua a tu compañera. Aclárale las cosas. Y si no quiere

entender, da lo mismo: no voy a tener contemplaciones con ella.Salió de la yurta.5 Pero la mujer ni se movió de su sitio ni

5  Yurtas: casa plegable, que los pastores kirguises llevan consigo. Su esqueleto esredondo, de palos entrelazados, y está revestido de fieltro.

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El Primer Maestro

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 pronunció una palabra. ¿Quizás fuera muda? Sus ojosapagados que parecían de ceniza fría, miraban sin expresión

alguna. Hay perros aturdidos ya desde que son cachorros. Lasmalas gentes les pegan en la cabeza con lo primero que pillan y,paulatinamente, los perros se acostumbran a ello. Pero en sumirada hay una indiferencia vacía tan lúgubre que sobrecoge deespanto. Miraba los ojos muertos de aquella mujer y me parecíaque yo misma estaba ya muerta, en la tumba. Lo hubiera creído apie juntillas a no ser por el ruido del río. El agua, chapoteante y

rumorosa, fluía saltarina: ella estaba libre...¡Tía, alma negra la tuya, maldita seas por los siglos de lossiglos! ¡Que mi sangre y mis lágrimas te ahoguen!... ¡Aquellanoche, a los quince años, quedé convertida en mujer!... Era más joven que los hijos del monstruo que me violó...

A la tercera noche decidí huir aunque muriera en el camino,aunque me volvieran a apresar; lucharía hasta el último aliento,

igual que mi maestro Diuishen.En la oscuridad, me acerqué silenciosamente a la salida; palpélas puertas; estaban fuertemente atadas con lazos de crin. Sin luzera imposible desatar la cuerda de ingeniosos y apretados nudos.Entonces intenté levantar la yurta para escapar a rastras, comofuera. Sin embargo, a pesar de lo mucho que bregué no pudeconseguir nada: por el exterior la choza estaba también atada alsuelo por medio de lazos.

La única salida que me quedaba era encontrar algún objetocortante y romper las cuerdas de las puertas. Empecé a buscarpor todas partes, mas no pude encontrar nada, sólo una estacapequeña de madera. Desesperada, empecé a cavar con ella latierra, debajo de la yurta. La empresa, naturalmente, no tenía nin-guna probabilidad de éxito, pero yo ya no me daba cuenta deello. Sólo tenía una obsesión: huir o morir con tal de no oír más

sus resoplidos, sus insoportables ronquidos; cualquier cosa

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sería preferible a seguir aquí. ¡Si había que morir valía más morirlibre, combatiendo, pero sin rendirse, sin someterse!

Tokol significa segunda mujer. ¡Oh, como odio esta palabra!¿Quién la inventó? ¿En qué tiempos fenecidos fue ideada? ¿Quépuede ser más humillante que la inicua situación de la segundamujer, esclava en cuerpo y alma? ¡Levántense de las tumbas,infelices, levántense, fantasmas de mujeres perdidas, es-carnecidas, despojadas de dignidad humana! ¡Levántense,mártires! ¡Que tiemble la siniestra sombra de aquellos tiempos!

¡Lo digo yo, la última que ha sufrido la muerte de ustedes!Aquella noche no sabía que aún pronunciaría estas palabras.Frenética, exasperada, excavaba la tierra debajo de la choza. Elsuelo era pedregoso, no cedía. Escarbaba con las uñas y tenía losdedos desollados, cubiertos de sangre. Cuando al fin pude pasaruna mano por debajo de la choza había amanecido ya. Em-pezaron a ladrar los perros, se despertaron los vecinos. La

caballada pasó tronando, con gran ruido de cascos, en direcciónal abrevadero. Pasaron bufando soñolientos rebaños. Luego,alguien se acercó a la choza, desató los lazos que la estirabanexteriormente y empezó a retirar las alfombras. Era la silenciosamujer negra.

Es decir, el aíl se preparaba para trasladarse a otro sitio.Entonces recordé que, el día anterior, había oído decir quedebíamos partir por la mañana para trasladarnos primeramente alpuerto, a un nuevo campamento, y luego, para todo el verano, alo profundo de Jas montañas, más allá del puerto. Sentí en mialma un peso mucho más agobiador: huir de allí sería cien vecesmás difícil.

Seguí sentada junto al sitio cavado, sin moverme siquiera. Notenía nada que ocultar ni por qué ocultarlo... La mujer vio quela tierra estaba removida pero, sin decir una palabra,

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 continuó haciendo sus cosas. Ella se portaba en todo como unapersona a quien esto no le importara, como si nada del mundo

pudiera sacarla de su ensimismamiento. No despertó siquiera almarido, no atreviéndose a pedirle que la ayudara a preparar lascosas para el viaje. Él, cubierto de mantas y de pellizas, roncabacomo un oso.

Todas las alfombras estaban ya enrolladas, la choza habíaquedado desnuda y yo seguía sentada en su interior como siestuviera en un jaula y veía que, cerca de allí, a la otra parte del

río, la gente aparejaba bueyes y caballos. Luego vi que seacercaron a ellos tres jinetes, y, después de preguntarles algunacosa, se dirigieron hacia nosotros. Al principio pensé que iban areunir a la gente para el viaje, pero luego miré más atentamente yme quedé muda de sorpresa. Eran Diuishen y otros dos hombrescon gorros de milicianos y presillas rojas en sus capotes.

Continué sentada sin saber qué hacer, ni siquiera pude dar un

grito. Me embargaba una inmensa felicidad: ¡mi maestro vivía!Pero al propio tiempo un gran vacío llenó mi alma: estabaperdida, deshonrada...

Diuishen tenía toda la cabeza vendada y su brazo encabestrillo. De un salto bajó del caballo. Rompiendo de unpuntapié la puerta, penetró como una tromba en la choza y tiróde las mantas que cubrían al de la carota roja.

—¡Levántate! —gritó amenazador .Aquél levantó la cabeza, se frotó los ojos, y trató de lanzarse

sobre Diuishen, pero se quedó parado en seco viendo que losmilicianos lo tenían encañonado con sus revólveres. Diuishen loagarró por la solapas, la sacudió y de un tirón acercó su carotahacia sí.

—¡Canalla! —murmuró con labios lívidos—. ¡Ahora vas atener tu merecido! ¡Vamos!

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 Aquél echó a andar sumisamente, pero Diuishen le tiró

nuevamente del hombro y, mirándolo de hito en hito, le dijo

con voz entrecortada:—¿Crees que la has pisoteado como hierba, que ya estáperdida...? ¡Te equivocas, tus tiempos ya han pasado, ahora sonlos suyos, y este es el fin de tus infamias!

Le permitieron ponerse las botas, y luego le ataron las manosy lo montaron a caballo. Uno de los milicianos conducía elcaballo de la brida; los seguía el segundo miliciano. Yo iba

montada en el caballo de Diuishen y él iba a mi lado.Al ponerse en marcha resonó a nuestra espalda un alaridosalvaje, inhumano. Detrás de nosotros corría la mujer negra.Como una loca, saltó hacia su marido y con una piedra lederribó el gorro de piel de zorro.

—¡Por la sangre que me has chupado, vampiro! —chillabacon voz estridente—. ¡Por los negros días que me has hecho

sufrir, asesino! No te dejaré escapar con vida!Seguro que llevaba cuarenta años sin poder erguir la cabeza.Y ahora estallaba todo el odio acumulado en su alma. Susestridentes gritos, multiplicados por el eco, resonaban en lasparedes rocosas de los desfiladeros. Se acercaba corriendo, orade un lado, ora de otro, y arrojaba a su marido, acurrucado demiedo, estiércol, piedras, pegotes de tierra arcillosa, todocuanto encontraba a mano, lanzándole, al propio tiempo, todogénero de maldiciones:

—¡Así no crezca más la hierba donde pise tu pie! ¡Que tushuesos queden insepultos y los cuervos te saquen los ojos! ¡Nopermita el Señor que te vea de nuevo! ¡Apártate de mi vista,apártate, monstruo, vete, vete, vete! —gritaba. Luego quedócallada, y, después echó a correr clamando, como alma quelleva el diablo. Parecía huir de sus propios cabellos ondeantes

al viento.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Algunos vecinos suyos que llegaron a tiempo se lanzaron acaballo en su persecución. La cabeza me zumbaba comodespués de una pesadilla. Cabalgaba abatida, deprimida.

Diuishen iba delante llevando el caballo de la rienda.Inclinando profundamente la cabeza cubierta de vendas,callaba.

Pasó bastante rato antes de que la maldita garganta quedaraatrás. Los milicianos se habían adelantado mucho. Diuishendetuvo el caballo y me miró por primera vez con ojosatormentados.

—Perdóname, Altinái, no te supe proteger —dijo. Luegotomó mi mano y la llevó a su mejilla—. Aunque tú meperdones yo jamás me lo perdonaré...

Rompí en sollozos, abrazándome a la crin del caballo.Diuishen, a mi lado, acariciaba en silencio mis cabellos,esperando que terminara de llorar.

—Tranquilízate, Altinái; ahora nos vamos —me dijo por

fin—. Escucha lo que te voy a decir: al tercer día estuve en eldistrito. Vas a ir a la ciudad a estudiar. ¿Me oyes?Cuando nos detuvimos junto a un cantarino y luminoso

riachuelo, Diuishen me dijo:—Echa pie a tierra y lávate, Altinái —sacó del bolsillo un

pedazo de jabón. Toma, Altinái, no lo escatimes. Si quieres meapartaré un poco, llevaré el caballo a pastar y tú desnúdate ybáñate en el río. Y olvídate de todo lo que ha ocurrido, no teacuerdes nunca más de ello. Báñate, Altinái, te sentirás mejor.¿De acuerdo?

Hice una señal afirmativa con la cabeza. Y, cuando Diuishense hubo apartado, me desnudé y entré con precaución en elagua. Desde el fondo me miraban piedras multicolores: rojas,verdes, azules. El rápido torrente azul rodeó rumoroso mistobillos. Recogí agua con mis manos y me la eché en el pecho.

Fríos regueros corrieron por mi cuerpo e involuntariamente me

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El Primer Maestro

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eché a reír, por vez primera en esos días. ¡Qué bueno erareírse! Una y otra vez me salpiqué con agua; luego me lancé alo profundo del torrente. La corriente me arrastró impetuosa

hasta un bajío, pero me levanté y me arrojé de nuevo alrevuelto y alborotado torrente.—¡Agua, llévate toda la suciedad y hediondez de estos días!

¡Hazme tan limpia como tú eres, agua! —susurraba, y alhacerlo me reía sin saber por qué.

¿Por qué las huellas de las personas no quedan grabadas parasiempre en los sitios recordados y amados por ellas? Si yo

ahora encontrara aquella senda, por la que regresé de lasmontañas en compañía de Diuishen, caería al suelo y besaríalas huellas del maestro. Ella fue para mí el camino de todos loscaminos. Benditos sean aquel día, aquella senda, aquel caminode mi regreso a la vida, a la nueva fe en mí misma, a las nuevasesperanzas y a la luz... Gracias a aquel sol, gracias a aquellatierra...

A los dos días, Diuishen me llevaba a la estación.Después de todo lo ocurrido, no quería quedarme en el aíl.Había que empezar la nueva vida en un sitio nuevo. A todos lespareció acertada mi decisión. Me despidieron Saikal y Karaké;se afanaban, lloraban como niños, me cargaban de bolsas yenvoltorios para el viaje. Vinieron a despedirse de mí otrosmuchos vecinos, incluso el discutidor Satimkul.

—Anda con Dios, niña —dijo—, que el camino de tu vidasea luminoso. No te amilanes. Vive como te ha enseñado elmaestro Diuishen y no te perderás. Qué decirte, nosotrostambién hemos empezado a comprender algo.

Los alumnos de nuestra escuela corrieron largo rato tras lacarreta, agitando la mano en señal de saludo...

Marchaban en compañía de unos muchachos enviadostambién a la casa de niños de Tashkent. En la estación nos

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CHINGUIZ AITMATOV 

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esperaba una mujer rusa que vestía una chaqueta de cuero.¡Cuántas veces he pasado después por esta pequeña estación

montañosa, sombreada de álamos! Creo que la mitad de mi

corazón se quedó allí para siempre.En la vacilante luz liliácea de la tarde primaveral flotaba unalgo triste y opresivo, como si las sombras supieran que nosseparábamos. Diuishen se esforzaba por no mostrar lo quesufría, la inmensa tristeza que le oprimía el corazón, pero yo losabía, pues el mismo dolor oprimía mi pecho y como una bolade fuego rodaba hasta mi garganta. Diuishen me miraba

fijamente a los ojos, sus manos acariciaban mi pelo, mi rostro,los botones de mi vestido.—Yo no te dejaría jamás apartarte de mí ni siquiera un paso

—me dijo—. Pero no tengo derecho a estorbarte. Debesestudiar. Y yo no soy muy letrado que digamos. Vete, así serámejor... Puede que llegues a ser un verdadero maestro yentonces, si te acuerdas de nuestra escuela, te reirás. Puede que

así suceda...Haciendo resonar con su eco el desfiladero de la estación,silbó a lo lejos la locomotora, aparecieron las luces del tren. Lagente que había en la estación se puso en movimiento.

—Bueno, ahora te vas a marchar —susurró con voztemblorosa Diuishen apretándome la mano—. Que seas muyfeliz, Altinái. Y lo principal: estudia, estudia...Ahogada por las lágrimas no pude contestarle.

—No llores, Altinái —Diuishen me secó los ojos. Yacordándose de pronto añadió—: Y aquellos álamos que tú y yoplantamos, los cuidaré yo solo. Y cuando regreses convertidaen un gran personaje ya verás lo hermosos que estarán.

En ese momento llegó el tren. Chirriando ruidosamente sedetuvieron los vagones.

—¡Bueno, vamos a despedirnos! —Diuishen me abrazó y me

besó fuertemente en la frente. Que tengas salud, buen viaje,

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El Primer Maestro

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adiós, querida... No temas nada, ten valor. Salté al estribo y miré por encima del hombro. Jamás podré

olvidar cómo Diuishen, con el brazo en cabestrillo, estaba de

pie, mirándome con los ojos llenos de lágrimas. Después hizoun movimiento como si quisiera acercarse a mí, pero en estemomento, el tren se puso en marcha.

—¡Adiós, Altinái! ¡Adiós, lucero mío! —gritó.—¡Adiós, maestro! ¡Adiós, mi querido maestro!Diuishen corría junto al vagón; luego quedó reza

gado, pero de pronto, se abalanzó hacia adelante

gritando: —¡Al-ti-na-a-ái! Gritó como si hubiera olvidado decirme algo muy

importante y súbitamente se hubiera acordado, aun sa-biendo que ya era tarde... Hasta ahora resuena en misoídos este grito desgarrador salido del corazón, de lomás profundo del alma... 

El tren atravesó el túnel, salió a una recta y aumentando suvelocidad, me condujo, por las inmensas llanuras de la estepakazaja, hacia la nueva vida...

¡Adiós, maestro! ¡Adiós, mi primera escuela! ¡Adiós,infancia mía! ¡Adiós, mi primer amor inconfesado, ignoradopor todos...!

Sí, estudié en la gran ciudad como soñaba Diuishen, en lasgrandes escuelas con amplias ventanas de que él nos hablaba.Después terminé mis estudios en la Facultad Obrera y meenviaron a Moscú para cursar estudios superiores en elInstituto.

¡Cuántas dificultades tuve que vencer durante los largos añosde estudio! ¡Cuántas veces pensaba desesperada que no seríacapaz de superar las «sabidurías» de la ciencia! Pero cada vez,en los momentos más difíciles, rendía mentalmente cuenta de

mis actos a mi primer maestro y jamás me atrevía a darme porvencida. Lo que para otros era cosa fácil resultaba para mí 

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CHINGUIZ AITMATOV 

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muy difícil, y lo aprendía a costa de grandes esfuerzos, porquetuve que empezarlo todo desde el abecé.

Cuando estudiaba en la Facultad Obrera escribí al maestro unacarta en la que le confesaba mi amor. No me contestó. Con elloquedó interrumpida nuestra correspondencia. Creo que lo hizoporque no quería estorbarme en mis estudios. Es posible quetuviera razón. Pero... ¿quizás fue por otros motivos? ¡Cuántopensé y sufrí por esto en aquellos tiempos...!

Defendí mi primera tesis en Moscú. Esto fue para mí una

seria e importante victoria. En todos estos años no pude ir al aíl.Entonces empezó la guerra. A fines de otoño, cuando meevacuaban de Moscú a Frunze, me bajé del tren en la mismaestación en que me había despedido de mi maestro. Tuve suerte:encontré enseguida una carretela que iba hacia el sovjóspasando por nuestro aíl.

¡Oh, amada tierra natal!, sólo pude venir a visitarte en los

duros tiempos de la guerra. Mucha era mi dicha al ver la tierratransformada. —habían surgido nuevos aíles, muchos camposestaban cultivados, nuevas carreteras y puentes aparecían antemis ojos—, pero la guerra ensombrecía el encuentro.

Al acercarme al aíl me sentía emocionada. Examinaba desdelejos las nuevas calles desconocidas, las nuevas casas y jardines;luego miré hacia el cerro donde estaba nuestra escuela y se mecortó la respiración: sobre el cerro se erguían dos grandesálamos. El viento los balanceaba. Y, por primera vez, llamésencillamente por su nombre a la persona que toda mi vidahabía llamado «maestro».

—¡Diuishen! —dije en un susurro—. ¡Gracias, Diuishen, portodo cuanto has hecho por mí! No me has olvidado, pensabas enmí... ¡Así has sido siempre...!

Al ver mi rostro cubierto de lágrimas, el muchacho que

conducía la carretela me preguntó alarmado:—¿Qué le ocurre?

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El Primer Maestro

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 —No es nada. ¿Conoces a alguien de este koljós?—Naturalmente. Aquí todos nos conocemos.

—¿Conoce a Diuishen? Aquel que era maestro.—¿Diuishen? Se fue al ejército. Yo mismo lo llevé del koljósal comisionado militar en esta carretela.

A la entrada del aíl pedí al muchacho que se detuviera y meapeé de la carretela. Al descender, me quedé pensativa. No medecidía a ir por las casas, en aquel tiempo de zozobra,preguntando si se acordaban de mí, de su paisana. Y Diuishen

estaba ya en el ejército. Además, había jurado no ir jamás allá,donde vivían mis tíos. A las personas se les pueden perdonarmuchas cosas, pero tal crimen no creo que haya quien se loperdone a nadie. No quería que supieran siquiera que había idoal aíl. Torcí el camino y me fui hacia los álamos, al cerro.

¡Ay, álamos, álamos! ¡Cuánta agua ha corrido desde que eranunos arbolitos muy jóvenes de azulados troncos! Todo cuanto

soñaba, todo lo que auguró el hombre que los plantó y crió se haconvertido en realidad. ¿Por qué susurran tan tristemente? ¿Quéles apena? ¿Es que se quejan de que se aproxima el invierno, deque los fríos vientos les arrancan el follaje? ¿O quizás es el dolory la aflicción del pueblo lo que resuena en sus troncos?

Sí, aún vendrá el invierno, y las heladas, y las cruelesventiscas; pero llegará también la primavera...

Estuve allí largo rato escuchando el rumoreo del follajeotoñal. La acequia que llegaba al pie de los árboles había sidolimpiada recientemente: en la tierra se conservaban lasprofundas, casi frescas huellas del pico. El agua pura ycristalina que llenaba la acequia se rizaba levemente, y en ellase mecían las amarillentas hojas de los álamos.

Desde el cerro se divisaba el techo pintado de la nuevaescuela, pero de la nuestra no había quedado ni rastro.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Después descendí a la carretera, me subí a una carretela queiba por mi camino y me fui a la estación.

Hubo guerra. Después llegó la victoria. ¡Cuánta amarga dicha

tuvo nuestro pueblo! Los chiquillos corrían a la escuela con lasbolsas de campaña de sus padres, volvieron al trabajo losbrazos varoniles, las esposas de los soldados muertosconsumieron sus lágrimas y se conformaron en silencio a ladesgracia de su viudez. Y los había que seguían esperando a susseres queridos, pues no todos volvieron enseguida a sus casas.

Yo tampoco sabía la suerte de Diuishen. Los paisanos que

venían a la ciudad decían que había sido dado comodesaparecido; era lo que se comunicaba en la notificaciónoficial recibida en el soviet rural.

—Y puede ser que haya muerto —conjeturaban—. El tiempopasa y nada se sabe de él, como si se lo hubiera tragado latierra.

«Así que mi maestro ya no volverá —pensaba yo a veces—.

Ya no hemos podido vernos más desde el día memorable enque nos despedimos en la estación...»Evocando a veces el pasado, no sospechaba siquiera cuánto

dolor se había acumulado en mi corazón.A fines de otoño de 1946, me dirigí a la universidad de

Tomsk, en comisión de servicio.Era la primera vez que viajaba por Siberia. Severo y sombrío

era este país en aquella época preinvernal. Como una negramuralla pasaban ante las ventanillas del vagón los bosquesmilenarios. En los claros aparecían, por un instante los negrostechos de las aldeas y las blancas columnas de humo queemergían de sus chimeneas. Los helados campos estabancubiertos ya por la primera nieve, sobre ellos volaban cuervosateridos. El cielo estaba cada vez más encapotado.

Pero en el tren lo pasaba alegremente. Mi vecino, un

excombatiente inválido que andaba con muletas, nos hacía reírcon divertidas historietas y anécdotas de la vida de campaña.

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El Primer Maestro

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Me sorprendía de su inagotable inventiva, tras cuya llaneza y, alparecer, inofensiva risa, se percibía siempre la pura verdad.Todos los pasajeros del vagón le tomamos cariño. Pues bien,

algo más allá de Novosibirsk, nuestro tren se" detuvo por uninstante en un pequeño apartadero. Yo estaba de pie junto a laventanilla y, mirando por ella, me reía de la broma de turno demi vecino.

El tren se puso en marcha, aumentando gradualmente suvelocidad: ante la ventanilla pasó fugazmente la casilla solitariade la estación; me aparté de un salto de la ventanilla para caer

de nuevo sobre el cristal.Allí estaba él. ¡Diuishen! Estaba junto a la casilla con labanderita en la mano. No sé lo que sentí en mí.

—¡Alto! —grité, con voz tan fuerte que se oyó en todo elvagón. Y me lancé hacia la salida sin saber qué hacer, pero al verel freno de emergencia lo arranqué con fuerza del precinto.

Se tambalearon los vagones, el tren frenó bruscamente y, con

la misma brusquedad, dio marcha atrás. Los bultos y maletascayeron estruendosamente al suelo, la valija salió disparada, lasmujeres y los niños empezaron a chillar. Alguien gritó con vozalterada:

—¡Alguien ha caído bajo el tren!Yo estaba ya en el estribo; salté sin ver la tierra bajo mis pies,

como quien salta al abismo, y, sin Ver nada ante mí, sincomprender nada, eché a correr hacía la casilla del señalero,hacia Diuishen. Detrás de mí resonaron los silbatos de losconductores. De los vagones saltaban los pasajeros y veníancorriendo tras de mí.

Sin tomar aliento corría a lo largo del convoy y  Diuishencorría ya a mi encuentro.

—¡Diuishen, maestro! —grité lanzándome hacia él.El señalero se detuvo, mirándome sin comprender. Era él,

Diuishen, su cara, sus ojos, sólo que antes no llevaba bigotes yahora estaba algo envejecido.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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—¿Qué le pasa, hermanita? —me dijo compasivamente enkazajo—. Usted se ha confundido, por lo visto. Soy el

señalero Dzhangazín, me llamo Beineu.—¿Beineu?No sé cómo pude apretar la boca para no gritar de pena, de

dolor, de vergüenza. ¿Qué había hecho? Me tapé la cara con lasmanos y abatí la cabeza. ¿Por qué no me tragaba la tierra?Debía disculparme ante el señalero, pedir perdón a la gente; yen vez de hacerlo, me quedaba inmóvil y silenciosa como una

piedra. La muchedumbre de pasajeros que se había agolpado allí callaba también. Esperaba que empezaran a gritarme, aincreparme. Pero todos guardaban silencio. Y en medio de estehorrible silencio una mujer exclamó entre sollozos:

—Desdichada, ha creído reconocer al marido o al hermano,pero resulta que no era él, se ha equivocado, la pobre.

La gente empezó a moverse.

—¡Qué cosas pasan en el mundo...! —dijo uno con voz debajo.—Suceden tantas cosas; tantas hemos sufrido en la guerra... —

contestó una cascada voz de mujer.El señalero me apartó las manos del rostro y dijo:—Vamos, la acompañaré hasta el vagón, hace frío.Me tomó de un brazo. Un oficial me tomó del otro.—Vamos, ciudadana, lo comprendemos todo —dijo.La gente abrió paso; me llevaron como si se tratara de un

entierro. Íbamos delante con lentitud y detras de nosotrosseguían todos los demás; los pasajeros que encontrábamos seiban uniendo silenciosamente al cortejo. Alguien puso sobre mishombros una pañoleta de lana de angora. Mi vecino de viaje ibacojeando a nuestro lado, apoyado en las muletas. A veces se ad-lantaba un poco para verme la cara. Persona alegre  y bromista,

buena y valerosa, andaba, no sé por qué descubierto, y creo quelloraba. Yo también lloraba. Y durante esta marcha mesurada

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El Primer Maestro

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 a lo largo del convoy, en los silbidos y bramidos del vientoentre los cables telegráficos creía percibir los sonidos de una

marcha fúnebre. «No, ya no lo veré jamás.»Junto al vagón nos detuvo el jefe del tren. No sé qué gritabaamenazándome con el dedo, hablaba de responsabilidad judicial,de una multa... Yo no le contestaba. Todo me era indiferente.Me entregó el acta, exigiendo que la firmase, pero me faltaronfuerzas para sujetar el lápiz.

Entonces mi vecino de viaje le arrebató el papel, e

inclinándose hacia él, apoyado en sus, muletas, le gritó a lacara:—¡Déjala en paz! ¡Firmaré que he arrancado el freno de

emergencia, yo responderé...!Por las tierras siberianas, por estas regiones genui-namente

rusas, se apresuraba el tren en retraso. En la noche otoñalsonaba tristemente la guitarra de mi vecino. Cual prolongada

canción de las ciudades rusas llevaba a mi corazón el ecodolorido del encuentro con la reciente guerra.Pasaron los años. Se alejó el pasado; constantemente me

atraía el futuro con sus pequeñas grandes preocupaciones. Tardémucho en casarme. Pero encontré a un hombre bueno. Tenemoshijos, familia; vivimos en paz y armonía. Soy actualmentedoctora en filosofía. Debo viajar con frecuencia. He visitadomuchos países. Pero ya no fui más al aíl. Para ello tenía muchosmotivos. No voy a intentar justificarme. El hecho de querompiera toda relación con mis paisanos estuvo muy mal y esalgo imperdonable. Pero tal fue mi destino. No es que meolvidara del pasado, no, yo no lo podía olvidar; lo que ocurriófue que me aparté de él.

En las montañas hay manantiales: se abre un nuevo camino, elsendero que lleva hasta el manantial se olvida, los caminantes

van cada vez menos a beber allí, y esos manantiales acaban

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CHINGUIZ AITMATOV 

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por cubrirse de menta y de zarzas. Así, llega el día en que,estando algo apartado, ya no se les ve. Y es raro que alguien se

acuerde de tal manantial y se aparte del camino para ir allá a sa-ciar su sed algún día caluroso. Y, cuando llega alguien, buscaaquel sitio abandonado, aparta la maleza, queda mudo deadmiración: el agua clara, fresca y extraordinariamente límpidasorprende por su serena y profunda belleza. Y en aquelmanantial ve reflejada su persona, el sol, el cielo, lasmontañas... Y piensa que no conocer tales sitios es un pecado y

que debe contar esto a sus camaradas. Lo piensa y... lo olvidahasta la siguiente vez...Así acontece también algunas veces en la vida. Mas,

probablemente por eso, ella se llama vida.Recordé tales manantiales recientemente, después de mi visita

al aíl.Usted, naturalmente, se quedó entonces perplejo sin

comprender por qué me marché tan inopinadamente deKurkureu. ¿Acaso lo que le acabo de relatar no lo hubierapodido explicar allí, delante de todos? No. Estaba tanconsternada, me sentía tan avergonzada de mí misma, que decidí marcharme inmediatamente. Comprendí que me faltaba valorpara encontrarme con Diui-shen, pues no me atrevería a mirarloa los ojos. Necesitaba tranquilizarme, poner en orden mispensamientos, reflexionar durante el viaje sobre todo lo quehubiera querido decir no sólo a nuestros paisanos, sino a otrasmuchas personas.

Me sentía también culpable porque no era a mí a quien sedebían rendir toda clase de honores, no era yo quien debíahaberse sentado en el sitio de honor al ser inaugurada la nuevaescuela. Este honor le correspondía por derecho propio a nuestroprimer maestro, al primer comunista de nuestro aíl: al anciano

Diuishen. Y resultó todo lo contrario. Mientras nosotrosestábamos sentados a la mesa de fiesta, este hombre admirable

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El Primer Maestro

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 corría presuroso a repartir el correo, se apresuraba para traer, ala inauguración de la escuela, los telegramas de felicitación de

sus antiguos alumnos.Y este no es el único caso. Más de una vez he observado cosasimilares. Por ello me pregunto ¿cuándo perdimos la capacidadde amar y respetar a los seres modestos como Lenin los amabay respetaba...? Y, afortunadamente, hoy podemos hablar  deestas cosas sin pecar de mojigatos ni de hipócritas. Está muybien que, también en esto, nos hayamos acercado más a Lenin.

La juventud no sabe qué clase de maestro fue Diuishen ensus tiempos. Y de la vieja generación faltan ya muchos.Numerosos discípulos de Diuishen murieron en la guerra;fueron verdaderos combatientes soviéticos. Tenían el deber derelatar a la juventud quién era mi maestro Diuishen. Cualquieraque estuviese en mi lugar también hubiera debido hacerlo. Perono iba al aíl, no sabía nada de Diuishen, y, con el tiempo, su

imagen se fue convirtiendo en una especie de preciosa reliquiaguardada en una paz de museo.Aun iré a visitar a mi maestro y le rendiré cuentas. Le pediré

perdón.Cuando regrese de Moscú quiero ir a Kurkureu y proponer a

todos que a la nueva escuela-internado se le dé el nombre de«Escuela Diuishen». Sí, el nombre de este simple koljosianoque hoy es cartero. Espero que usted, como paisano, apoyetambién mi proposición. Se lo ruego.

Ahora, en Moscú es más de la una de la madrugada. Estoy depie en el balcón del hotel, contemplo este mar de luces, y sueñoen cómo llegaré al aíl, me entrevistaré con el Maestro y lobesaré en su plateada barba...

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Abro las ventanas de par en par. En el cuarto penetra untorrente de aire fresco. A la difusa claridad de las azules

tinieblas contemplo los estudios y esbozos del cuadro que heempezado a pintar. Hay muchos. Repetidas veces lo hecomenzado de nuevo. Pero no es posible juzgar aún el cuadroen su conjunto. No he hallado todavía lo principal... Ando enmedio del silencio que precede al amanecer y no hago más quepensar, pensar y pensar. Así, cada día. Y cada día me convenzode que mi cuadro no pasa de ser un proyecto.

Pero, a pesar de ello, quiero hablar con ustedes de mi cuadroinconcluso. Quiero que me aconsejen; como es natural, adivinanque mi cuadro estará dedicado al primer maestro de nuestro aíl,al primer comunista: al anciano Diuishen.

Pero no puedo aún imaginarme si seré capaz de expresar conmi pintura esta vida compleja, saturada de lucha, estosmultiformes destinos y pasiones humanos. ¿Qué hacer para no

derramar el precioso contenido de esta copa, para poderla llevarhasta ustedes, hasta mis contemporáneos? ¿Qué hacer para quemi proyecto no sólo llegue a ustedes sino que se convierta ennuestra obra común?

No puedo dejar de pintar este cuadro, pero ¡cuántasmeditaciones y angustias embargan mi ser! A veces me pareceque no me va a salir nada. Y entonces pienso: ¿por qué eldestino puso en mis manos el pincel? ¡Qué vida de martirio esta!En otras ocasiones me siento tan fuerte que me parece que soycapaz de derribar montañas. Y entonces pienso: mira, estudia,escoge. Pinta los álamos de Diuishen y Altinái, aquellos álamosque, en la infancia, aunque no conocías su historia, te depararontantos instantes de gozo inefable. Pinta a un muchachobronceado y descalzo. Ha subido, trepando, hasta muy alto,muy alto, y está sentado en una rama del árbol

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El Primer Maestro

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 contemplando con ojos maravillados la ignota lejanía.

O pinta un lienzo y titúlalo   El primer maestro. Puede

representar el momento en que Diuishen lleva en brazos a losmuchachos a través del riachuelo, y, a su lado, jinetes en suscebados caballos, pasan aquellos hombres obtusos, con rojosgorros de piel de zorro, que se mofaban de él...

Y si no, pinta cómo el maestro se despedía de Altinái cuandoella se iba a la ciudad. ¿Te acuerdas del grito que dio en elúltimo momento? Pinta este cuadro, para que él, como el grito

de Diuishen, que Altinái continúa oyendo, encuentre un eco encada corazón humano.Eso es lo que me digo. Son muchas las cosas que pienso, pero

no siempre resulta lo que uno quiere... Y ahora, aún no sé quélienzo voy a pintar. Pero, en cambio, sé firmemente una cosa:buscaré.

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DZHAMILIÁ

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Dzhamiliá

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Contemplo de nuevo este pequeño cuadro, de marco sencillo.Mañana por la mañana salgo para el aíl, y considero el cuadrocon larga mirada fija, como si pudiese brindarme una buenapalabra de despedida.

Es un cuadro que no he presentado nunca a ningunaexposición. Más aún, procuro ponerlo a buen recaudo cuando

viene a visitarme algún familiar del aíl. No es que tenga nadavergonzoso, pero está lejos de ser un modelo de arte. Essencillo, tan sencillo como la tierra representada en él.

Al fondo del cuadro hay un retazo de cielo otoñal, desvaído.El viento persigue rápidas nubes grises sobre una sierra lejana.En primer plano está la estepa, revestida de ajenjo, de colorrojo parduzco. Y un camino negro, que no se ha secado todavía

después de las lluvias recientes. Al borde se alzan, apretados,unos arbustos de estípite con las ramas secas partidas. Si-guiendo una fangosa rodada, han dejado impresas sus huellaslos pasos de dos caminantes. Cuanto más se alejan más seesfuman, y se diría que sólo les falta a ellos dar otro paso parasalirse del marco. Uno es... Aunque, ¿para qué adelantarme alos sucesos?

Ocurrió esto en la época de mi primera juventud. Corría eltercer año de la guerra. En los lejanos frentes, allá por Kursk yOriol, combatían nuestros padres y nuestros hermanos,mientras que nosotros, adolescentes de quince años entonces,trabajábamos en el koljós. Sobre nuestros hombros, aúnendebles, había recaído el fatigoso trabajo cotidiano de latierra. Las jornadas más duras eran las de la cosecha.

Estábamos semanas enteras sin aparecer por nuestras casas, ynos pasábamos los días y las noches en el campo, en las eras o camino de la estación, adonde llevábamos el grano.

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Dzhamiliá

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Unos de esos días tórridos en que las hoces parecen ponerseal rojo blanco de tanto segar, volvía yo de la estación en mi

carro vacío y decidí acercarme a casa.Al lado mismo del vado, en el altozano donde termina lacalle, se levantan dos casas rodeadas de una recia cerca deadobes. En torno de ellas se alzan unos álamos. Esas sonnuestras casas. Nuestras dos familias viven vecinas la una de laotra desde tiempo inmemorial. Yo soy de la Casa Grande.Tengo dos hermanos, ambos mayores que yo, y solteros. Losdos marcharon al frente y hace mucho que no recibimosnoticias suyas.

Mi padre, viejo carpintero, se marchaba a su taller, enclavadoen la hacienda central, después de rezar sus oraciones apenasdespuntaba el día, y no regresaba hasta muy entrada la noche.En casa quedaban mi madre y mi hermanita.

En la casa contigua —o la Casa Pequeña, como la llaman enel pueblo— viven unos parientes cercanos. Nuestros bisabueloso tatarabuelos fueron hermanos; pero yo los llamo parientescercanos porque constituíamos una sola familia. Era costumbreque remontaba a los tiempos de la vida trashumante quenuestros abuelos acamparan juntos y juntos pastaran el ganado.Nosotros conservamos esa tradición. Cuando llegó lacolectivización al aíl, nuestros padres hicieron sus casas la una junto a la otra. Además, no solamente en estas dos casas, sino

también en todas las de la calle de Aral, que atraviesa el aíl,entre los dos ríos, habitan parientes nuestros: todos somos de lamisma tribu.

Poco después de la colectivización murió el amo de la CasaPequeña. Dejaba mujer y dos hijos de corta edad. Según lasantiguas leyes tácitas del adat, que todavía se observabanentonces en el aíl, no se debía dejar sola a la viuda con sus

hijos, y nuestros paisanos la casaron con mi padre. Era una

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obligación impuesta por el respeto al espíritu de los

Así surgió nuestra segunda familia. La Casa Pequeña era

considerada como una hacienda independiente, con su huerto ysu ganado; pero, en realidad, constituíamos una sola familia.De la Casa Pequeña también habían partido los dos hijos para

el frente. El mayor, Sadik, marchó al poco tiempo de casarse.De ellos sí recibíamos cartas, aunque muy espaciadas.

En la Casa Pequeña había quedado la madre —a la que yollamaba kichi apa o madre menor— y su nuera, la mujer de

Sadik. Ambas trabajaban en el koljós de sol a sol. Mi kichi apa,mujer bondadosa, dúctil e inofensiva, no quedaba a la zaga delas jóvenes, ya se tratara de cavar acequias o de regar los cam-pos. En una palabra, que sabía manejar la azada. Como sideseara recompensarla, el destino le había enviado una nueralaboriosa, Dzhamiliá hacía buena pareja con su suegra por loinfatigable y lo hacendosa; pero era algo distinta de carácter.

Yo quería mucho a Dzhamiliá. Y ella a mí. Aunque muyamigos, no nos atrevíamos a llamarnos el uno al otro por elnombre. Si hubiéramos sido de familias distintas, yo la habríallamado, naturalmente, Dzhamiliá. Pero la llamaba dzene,

apelación que corresponde a la esposa del hermano mayor, yella a mí kichine bala, que quiere decir niño pequeño, aunqueyo no era pequeño ni mucho menos, y nos separaba una

diferencia insignificante de edad. Pero es una costumbre denuestros pueblos: las cuñadas llaman kichine bala o moi kaini alos hermanos menores del marido.

La administración de las dos casas corría a cargo de mimadre. La ayudaba mi hermana, graciosa chiquilla de trenzas.No olvidaré nunca el afán con que trabajaba en aquella épocadifícil. Unas veces sacaba a pastar los corderos y terneros delas dos

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Dzhamiliá

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casas, otras recogía estiércol y leña seca para que no faltara elfuego. Y era esta chiquilla de nariz respingona la que distraía lasoledad de mi madre, ahuyentando el triste recuerdo de los

hijos desaparecidos.Nuestra numerosa familia debía a mi madre la concordia y laabundancia de que disfrutábamos. Ella era la dueña absoluta deambas casas, la guardiana del hogar. Había entrado muy jovenen la familia de nuestros abuelos nómadas y desde entonceshonraba religiosamente su memoria, gobernando las familiascon toda equidad. En el pueblo era respetada como el ama de

casa más honorable, más íntegra y experimentada. La verdad esque mi padre no era reconocido como jefe de la familia en elaíl. Más de una vez oí decir a la gente con cualquier motivo:«Deja al ustaka (ustaka es el nombre honroso que se da entrenosotros a les maestros de algún oficio). Él no conoce más quesu hacha. Quien rige todo en la familia es la madre mayor. Túve a ella, y será lo más acertado...»

Debe decirse que yo, pese a mi juventud, intervenía muchasveces en los asuntos de la casa. Desde luego, esto sólo eraposible por haberse marchado mis hermanos mayores al frente.Por eso me llamaban con frecuencia, en broma —y a vecestambién en serio— el dzhiguit, es decir, el amparo y el sustentode las dos familias. Orgulloso de este apelativo, nunca meabandonaba el sentimiento de la responsabilidad. Además, mi

madre estimulaba esta independencia mía. Quería que yo fueseun hombre entendido y hábil para la hacienda y no como mipadre, que se pasaba el día entero serrando y cepillando maderaen silencio.

Así pues, detuve mi carro junto a la casa, a la sombra de unsauce, aflojé los tiros y cuando me dirigía hacia la puerta de lacerca, vi en el patio a Orozmat, nuestro jefe de equipo. Estaba,como siempre, a caballo, atada la muleta a la silla, y discutía

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 con mi madre, de pie frente a él. Mientras me acercaba escuchédecir a mi madre:

—¡Nunca en mi vida! ¡Tú no tienes perdón de Dios! ¿Dóndese ha visto que una mujer lleve sacos en un carro? ¡Vamos!Deja a mi nuera en paz, y que trabaje como ha estadotrabajando hasta ahora. ¡Pero si yo no tengo ni un momento derespiro con dos casas a mi cargo! Y menos mal que vacreciendo mi hija... Llevo ya una semana sin poder enderezar laespalda, me duele la cintura como si hubiera estado haciendo

fieltro, ¡y mira el maíz, secándose sin agua! —pronunciabaimpetuosamente, metiendo a cada instante el pico del turbantepor el cuello del vestido, gesto habitual en ella cuando estabaenojada.

—¿Qué hago yo con esta mujer? —profirió desesperadoOrozmat, balanceándose en su silla—. ¿Cree usted que vendríayo con este encargo si tuviera mi pierna en lugar de este

muñón? Haría lo que hacía antes: cargar los sacos en el carro yarrear los caballos yo mismo... Ya sé que no es trabajo paramujeres, pero ¿dónde encuentro hombres...? Por eso hemos de-cidido recurrir a las mujeres de los soldados. Usted le prohibe asu nuera que haga este trabajo, y a nosotros nos ponen devuelta y media... Hay que entregar el grano para los soldados, ynosotros echamos abajo el plan. ¿Qué es esto? ¿Adonde

vamos a parar?Yo me acercaba a ellos, arrastrando el látigo por el suelo, yel jefe de equipo se llevó una gran alegría al verme: mipresencia le había sugerido alguna idea.

—Bueno, y si tanto quiere usted cuidar a Dzhamilíá, ahí tieneusted a su kaini, que no consentirá que se le acerque nadie —dijo señalándome con alegría—. ¡De eso puede estar segura!

Seit es un buen muchacho. Estos chicos son nuestra salvación,los que nos sacan adelante...Mi madre no dejó terminar a Orozmat.

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Dzhamiliá

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—¡Miren cómo viene este hijo mío! ¡Si parece un vagabundo!—comenzó a lamentarse—. ¡Y qué greñas! ¡Hay que ver elpadre, también!... No encuentra tiempo ni para cortarle el pelo

a su hijo...—En fin, ya está: Seit se queda aquí hoy con sus padres, secorta el pelo —corroboró Orozmat siguiéndole el aire a mimadre—. Quédate hoy en casa, Seit, échales pienso a loscaballos y mañana por la mañana vienes con Dzhamiliá. Lesdaremos un carro y trabajarán juntos. Y tú me respondes deella, ¿eh? No se preocupe usted, que Seit estará a su lado.

Además, para mayor seguridad, pondré con ellos a Daniar. Yalo conoce usted: un muchacho incapaz de faltarle a nadie; eseque ha vuelto hace poco del frente. Los tres estarán dedicados allevar el grano a la estación. ¿Quién va a atreverse a molestar asu nuera? ¿No es cierto, Seit? ¿Tú qué piensas, vamos a ver?Yo quiero poner a Dzhamiliá a conducir un carro, pero tumadre no lo permite. Procura convencerla.

Yo me sentí orgulloso del elogio de Orozmat y de ver quesolicitaba mi consejo como el de un hombre hecho. Además,enseguida me imaginé lo agradable que sería ir con Dzhamiliáa llevar el grano a la estación, Y, poniendo cara grave, le dije ami madre:

—¿Qué le va a pasar? ¡Ni que se la fueran a comer los lobos!Luego, como un jinete consumado, escupí por entre los

dientes y eché a andar arrastrando el látigo y moviendogravemente los hombros.

—¡Pero, vamos! —exclamó mi madre, sorprendida y comosatisfecha, aunque enseguida gritó mostrando enojo—: ¡Ya tevoy a dar yo a ti lobos! ¿Han visto ustedes cuánto sabe?

—¿Y quién va a saber las cosas sino él, que es el dzhiguit dedos familias? ¡Ya puede estar orgullosa! —intervino Orozmaten mi defensa mirando temeroso a mi madre por si volvía aencerrarse en su negativa.

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Pero, sin levantar más objeciones, mi madre se limitó a decir,abatida de pronto y exhalando un profundo suspiro:

—¡Qué ha de ser un dzhiguit! No es más que una criatura y

se pasa el día y la noche trabajando... Nuestros dzhiguits, tangallardos, están sabe Dios dónde. Nuestras casas han quedadovacías como un campamento abandonado...

Me había alejado ya bastante, y no oí lo que seguía diciendomi madre. De pasada, pegué contra una esquina de la casa unlatigazo que levantó una nube de polvo y, sin contestar siquieraa la sonrisa de mi hermana, que hacía briquetas de estiércol y

paja en el patio, me dirigí gravemente hacia el cobertizo. Unavez allí, me lavé las manos sin apuro, acurrucado, echandoagua de un jarro. Luego entré en casa, me bebí una taza deleche cuajada y llevé otra hacia el apoyo de la ventana paramigar pan en ella.

Mi madre y Orozmat continuaban en el patio. Pero ya nodiscutían, sino que hablaban con calma, a media voz. Debían

de tratar de mis hermanos, porque mi madre se enjugaba a cadamomento los ojos cargados con las mangas del vestido y,asintiendo ensimismada a las palabras de Orozmat, que sinduda trataba de consolarla, dejaba vagar su mirada nebulosa alo lejos, por encima de los árboles, como si esperase ver allí asus hijos.

Absorta en su dolor, mi madre, al parecer, había aceptado lapropuesta de Orozmat. Y él, encantado de haber conseguido supropósito, arreó el caballo, que salió del patio a rápido paso deambladura.

Ni mi madre ni yo sospechábamos entonces, naturalmente,en lo que iba a terminar todo aquello.

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Dzhamiliá

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Yo no tenía la menor duda de que Dzhamiliá supiera conducir

un carro de dos caballos, a los que conocía muy bien por ser hijade un pastor de caballadas del aíl montañoso de Bakair. NuestroSadik había hecho el mismo oficio. Parece ser que una vez, enlas carreras que suelen celebrarse en primavera, no había logradodar alcance a Dzhamiliá. Ignoro si será verdad, pero se decía que,después de tamaña afrenta, Sadik la había raptado. Aunque otrosaseguraban que se había casado por amor. Sea como fuere, elcaso es que habían vivido solamente cuatro meses juntos.Luego estalló la guerra y Sadik fue llamado a filas.

No sé porqué Dzhamiliá había cuidado desde pe-queña lacaballada junto a su padre y, por ser única, había hecho lasveces de hija y de hijo, pero el caso es que aparecían en sucarácter ciertos rasgos varoniles, un algo de rudeza y hasta debrusquedad. Dzhamiliá trabajaba con tesón, a la par de loshombres. Era capaz de llevarse bien con las vecinas, pero si laherían sin razón, no le iba a nadie a la zaga en los insultos, yhasta se dieron casos de echarle mano al pelo de alguna.

Más de una vez habían venido los vecinos a quejarse:—Pero, ¿qué nuera es esta que tienen ustedes? Hace dos días

que ha entrado en la casa y no sabe parar la lengua. Para ella nohay respeto ni comedimiento.

—Más vale que sea así —contestaba mi madre—. A nuestra

nuera la gusta decir las cosas claras. Eso es mejor que andar contapujos y clavar el aguijón por la espalda. Las de ustedesparecen mansitas, pero las mansitas son como los huevospodridos: muy limpios y muy lisos por fuera y hay que taparsela nariz en cuanto se parten.

El padre y la madre menor no empleaban nunca conDzhamiliá la severidad y la exigencia que cuadran al suegro y a

la suegra. La trataban con bondad, la querían, y solo deseaban

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una cosa: que no traicionara su fe en Dios, que no traicionará la

fe que había depositado en ella su marido.Yo los comprendía. Después de haber visto partir a cuatrohijos al frente, encontraban un consuelo en Dzhamíliá, la únicanuera de las dos casas, y por eso la trataban así. Pero a quien nocomprendía yo era a mi madre, persona incapaz de entregar suafecto nada más que porque sí. Mi madre tenía un carácterautoritario y exigente. Vivía según sus propias normas, quenunca traicionaba. Todos los años, al llegar la primaveramontaba en el patio la choza fabricada por mi padre en su  juventud, cuando hacían vida trashumante, y la sahumaba conenebro. A nosotros nos había educado también rigurosamenteen el amor al trabajo y el respeto a los mayores. Exigía unaobediencia incondicional de todos los miembros de la familia.

Mas Dzhamiliá, desde su llegada a nuestra casa, se mostródistinta de como debía ser una nuera. Cierto que hacía caso delos mayores y los obedecía, pero nunca inclinaba la cabeza anteellos; en cambio, tampoco murmuraba en voz baja como hacíanotras. Decía siempre francamente lo que pensaba y no temía ex-poner sus opiniones. Mi madre la apoyaba muchas veces, semostraba de acuerdo con ella, pero siempre era la suya lapalabra decisiva.

Pienso que mi madre veía en Dzhamiliá, en su franqueza y su

equidad, a una persona de su misma pasta, y, en el fondo,soñaba con cederle algún día su puesto y hacerla un ama de casarevestida de autoridad, una mujer respetada, guardiana delhogar, como había sido ella.

—Dale las gracias a Alá, hija mía —le recomendaba mimadre—, por haberte traído a una casa incólume, que vivebendecida por él. Ha sido una dicha para ti. La dicha de la

mujer consiste en traer hijos al mundo y lograr que reine laabundancia en la casa.

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Dzhamiliá

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A ti te quedará, gracias a Dios, todo lo que hemos idoacopiando nosotros los viejos, porque a la tumba no se llevauno nada. Pero la dicha gusta de vivir con quien sabe guardar

su honor y su dignidad. No olvides esto, y obsérvate...Sin embargo, algo había en Dzhamiliá que ofuscaba a sussuegras: era alegre con excesiva franqueza, como un niñopequeño. A veces, aparentemente sin ninguna razón, empezabaa reírse a carcajadas, dichosa. Y cuando volvía del trabajo nopenetraba pausadamente en el patio, sino que entraba de unacarrera, saltando la acequia. Y, sin motivo alguno, se ponía a

besar y abrazar a una u otra suegra.También le gustaba a Dzhamiliá cantar, y siempre andabatarareando algo, sin importarle la presencia de los mayores.Desde luego, nada de esto compaginaba con la idea establecidaen el aíl acerca de la conducta de la nuera en la casa de sussuegros; pero las madres se calmaban diciéndose queDzhamiliá cambiaría con el tiempo: de jóvenes toda son

iguales. Para mí, no había en el mundo nadie mejor queDzhamiliá. Nos divertíamos mucho juntos, podíamos reír acarcajadas sin ninguna razón y perseguirnos por el patio.

Dzhamiliá era linda. Alta, esbelta, con el cabello liso yáspero recogido en dos prietas y pesadas trenzas, cubríagraciosamente la cabeza con un pañuelo blanco que inclinaba,algo torcido, sobre la frente, lo que le sentaba muy bien y dabaun bello matiz a la piel morena y tersa de su rostro. CuandoDzhamiliá reía, sus ojos rasgados, negros como la mora,chispeaban con viveza juvenil, y cuando entonaba de pronto lascoplas traviesas del aíl, asomaba a sus pupilas un brillo demujer.

Yo había advertido muchas veces que los dzhiguits, sobretodo los que regresaban del frente, se la comían con los ojos. ADzhamiliá también le gustaban las bromas; pero la verdad es

que sabía parar en seco a los que se propasaban. Sin embargo,

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esto era una cosa que siempre me dolía. Yo celaba a Dzhamiliá

como suelen celar los hermanos menores a sus hermanas y, siadvertía a algún muchacho junto a ella, procuraba espantarlo dealguna manera. Me engallaba y los miraba con tanta furia comosi hubiese querido que se interpretara así mi actitud: «¡Menosrisas! Es la mujer de mi hermano, y no vayan a pensar que notiene quien la defienda».

En esos momentos, con motivo o sin él, me metía en la

conversación con deliberado desenfado, trataba de poner enridículo a los admiradores y, cuando me fallaba ese plan, perdíael dominio de mi mismo y resoplaba con la cabeza gacha.Los muchachos soltaban la risa:

—¡Pero mírenlo! ¡Si resulta que es su dzhene! ¡Qué gracia!¡Y nosotros sin saberlo!

Yo hacía de tripas corazón, pero notaba que me traicionaba el

rubor invadiéndome las orejas, y de rabia me subían lágrimas alos ojos. Pero Dzhamiliá, mi dzhene, me comprendía. Poníacara seria, conteniendo a duras penas la risa que se le escapaba.

—¿Ustedes se creen que una dzhene se encuentra a la vueltade la esquina? —decía con desplante a los ¿zhiguits—. Eso seránlas de ustedes, pero yo no. Vámonos de aquí Kaini. ¡No leshagas caso!— y, muy erguida la cabeza, presumiendo ante ellos,alzaba desdeñosamente los hombros y se alejaba conmigo, son-riendo en silencio.

En aquella sonrisa veía yo contrariedad y alegría. Es posibleque pensara: «¡Qué tonto! Si quisiera yo portarme mal, ¿quiéniba a impedirlo? Aunque se pusiera toda la familia a vigilarme,sería como si nada». En estas ocasiones yo guardaba un silenciocohibido. Sí, yo celaba a Dzhamiliá, la admiraba, estaba orgu-lloso de que fuera mi dzhene, estaba orgulloso de su

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Dzhamiliá

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belleza y de su carácter independiente. Éramos los mejoresamigos y no había secretos entre nosotros.

Por aquellos días había pocos hombres en el pueblo.

Aprovechando esa circunstancia, algunos muchachosmostraban poco respeto por las mujeres y las trataban condesdén como queriendo decir: buenas ganas de perder eltiempo si cualquiera le hace a uno caso en cuanto se fije enella.

Una vez, durante la siega, empezó a importunar a Dzhamiliáun pariente nuestro lejano llamado Osmon. También era él de

los que pensaban que ninguna podría resistírsele. Dzhamiliáapartó contrariada su mano y se levantó de junto al almiar acuya sombra descansaba.

—¡Déjame! —pronunció con acento dolido, y le volvió laespalda—. Aunque, ¿qué otra cosa se puede esperar de ustedes,potros salvajes?

Osmon, tendido al pie del almiar, entreabrió en una sonrisa

desdeñosa sus labios húmedos.—A la gata siempre le parece mala la carne cuando estácolgada muy alto... ¿A qué vienen tantos arrumacos? Seguroque tienes tantas ganas como cualquiera, aunque lo disimules.Dzhamiliá se volvió bruscamente.

—¿Y si fuera así? A nosotros nos ha tocado esta suerte y tú,imbécil, te ríes. Pero, mira: aunque estuviera cien años mimarido en la guerra, no me rebajaría a mirar siquiera a nadiecomo tú. Me das asco. Si no fuera por la guerra, noencontrarías siquiera quien hablase contigo.

—Eso mismo digo yo. Como ha venido la guerra, estásrabiosa sin tu marido. Otra cosa dirías si fueras mi mujer —terminó Osmon con una risita.

Dzhamiliá hizo intención de abalanzarse a él, de decirle algopeor, pero se contuvo: comprendió que no merecía la pena.

Posó en él una larga mirada de odio. Luego escupió con gestode asco, levantó del suelo su horquilla y se alejó.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Yo estaba montado en un carro, detrás del almiar. Al verme,Dzhamiliá echó a andar resueltamente hacia otro lado. Se dabacuenta de mi estado de ánimo. Yo experimentaba la misma

sensación que si me hubiesen agraviado a mí y no a ella.Dolorido, le pregunté:—¿Por qué tratas con gente así? ¿Por qué le hablas?Dzhamiliá estuvo hasta por la noche sombría y triste, no

intercambió una sola palabra conmigo ni rió como solía hacer.Para no dejarme hablar del horrible agravio que encerraba supecho, Dzhamiliá clavaba briosamente la horquilla en un

montón de heno en cuanto me acercaba a ella en mi carro y,levantándolo a pulso de golpe, lo llevaba de manera que leocultara el rostro. Llegaba, soltaba su fardo, y enseguida corríaa otro montón. Pronto estaba lleno el carro. Al alejarme volvíala cabeza y la veía permanecer unos instantes abatidas ypensativa, apoyada en el mango de la horquilla, hasta que,rehaciéndose, se ponía nuevamente al trabajo.

Cuando cargamos el último carro Dzhamiliá se quedó largorato como ajena a todo, contemplando el poniente. Allá, detrásdel río, en el extremo de la estepa kazaja, llameaba como laboca de un tandir 1  ardiente el sol vespertino desfallecido. Sesumergía poco a poco detrás del horizonte, tiñendo de púrpuracon su resplandor las blandas nubecitas del cielo y lanzando losúltimos destellos sobre la estepa liliácea, en cuyas depresionesponía ya un velo azul el crepúsculo. Dzhamiliá contemplaba lapuesta del sol con el mismo arrobo que si se tratara de unavisión fabulosa. Su rostro irradiaba dulzura y los labiosentreabiertos tenían una sonrisa suave y pueril. Y entonces fuecuando Dzhamiliá, como si respondiera a los reproches noformulados que todavía querían escaparse de mi boca, sevolvió hacia mí y dijo con el tono de quien prosigue unaconversación.

1  Hogar excavado en la tierra cerca de la vivienda con un orificio redondodonde se cuecen las tortas.

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Dzhamiliá

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—¡Deja ya de pensar en él, kichine bala! ¿Se le puede llamar aeso persona...? —Dzhamiliá calló, acompañando con la miradael filo del sol que se extinguía y, después de exhalar un

suspiro, prosiguió pensativa—: ¿Cómo puede saber la gentepor el estilo de Osmon lo que lleva uno en el alma? Nadie losabe... Es posible que no haya en el mundo ningún hombreasí...

Mientras yo hacía volver grupas a los caballos, Dzhamiliácorrió hasta unas mujeres que trabajaban algo apartadas denosotros y al poco tiempo oí sus voces sonoras y alegres. Yo

no hubiera podido decir lo que le había ocurrido, si notó que sele iluminaba el alma al contemplar la puesta del sol o siexperimentaba simplemente la alegría de haber trabajado bien.Miré a Dzhamiliá desde lo alto del heno que llenaba mi carro.Se había quitado el pañuelo blanco que le cubría la cabeza y,con los brazos muy abiertos, corría detrás de una amiga por elprado segado que ya invadían las tinieblas. El vuelo de su

vestido aleteaba al viento. Y también mi pesar huyó de pronto:«¿Para qué pensar en las tonterías de Osmon?»—¡Arre! —grité de pronto a los caballos estimulándolos con

el látigo.

Aquel día, según me había dicho Orozmat, decidí aguardar ami padre para que me afeitara la cabeza y, entretanto, me pusea contestar a una carta de Sadik. También para esto existían enla familia normas establecidas: los hermanos escribían lascartas a nombre de mi padre, el cartero del aíl se las entregabaa mi madre y era obligación mía leerlas y contestarlas. Aunantes de comenzar la lectura sabía de antemano lo que escribíaSadik. Todas sus cartas se parecían como los corderos de unrebaño. Sadik empezaba invariablemente con estas palabras:«Salud les

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deseo», a lo que seguía sin falta: «envío esta carta por correo amis familiares que viven en el fragante y próspero Talas; a miamadísimo y querido padre Dzholchubái...» Luego seguía mi

madre, luego la madre de él y todos nosotros por ordenriguroso. A continuación venían las inevitables preguntasacerca de la salud y el bienestar de los aksakales de la familia,de los parientes próximos, y únicamente al final, comoapremiado, añadía Sadik: «Y también mando recuerdos a miesposa Dzhamiliá...»

Naturalmente, cuando el padre y la madre viven, cuando se

tiene en el aíl aksakales y parientes próximos, es violento,incluso indecoroso, citar a la mujer en primer término y, másaún, dirigirle las cartas a ella. Ésta es una opinión, nosolamente de Sadik, sino también de todo hombre que serespete, una cosa a la que no debía dársele vueltas: lacostumbre estaba así establecida en el aíl y no parábamosmientes en ella. Menos se nos podía ocurrir todavía criticarla.

Además, cada carta era un acontecimiento tan ansiado y feliz...Mi madre me hacía releer varias veces las cartas, luego lastomaba fervorosamente en sus manos cuarteadas y sostenía elpapel con el mismo cuidado que si se tratara de un avecita quepudiese echar a volar de un momento a otro. Moviendopenosamente sus dedos rebeldes, doblaba al fin la carta enforma de triángulo.

—¡Hijos de mi alma! Como un talismán hemos de conservarlas cartas —murmuraba con voz empañada por las lágrimas—.Pregunta por el padre, y la madre, y por los demás familiares...¿Qué puede pasarnos a nosotros, estando aquí, en nuestro aíl?Pero, ¿y allá? Con unas cartas que nos pongan diciendo queestán bien, nos basta. No necesitamos nada más...

La madre contemplaba largo rato el triángulo, luego lo

guardaba en una bolsita de piel donde se conservaban todas lascartas, y la encerraba con llave en el baúl.

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Dzhamiliá

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Aquella vez, la carta de Sadik venía de Sarátov, donde estabahospitalizado. Sadik decía que para el otoño, si quería Dios,vendría a casa. Lo mismo nos había dicho antes, y todos

pensábamos con alegría en que pronto lo veríamos.Dzhamiliá estaba en casa aquel día y se le dio a leer la carta.Advertí que se sonrojó cuando tomó el triángulo de papel ensus manos. Leía para sí, ávidamente, saltándose las líneas conlos ojos. Mas, a medida que llegaba al final, se notaba un airede lasitud en sus hombros y se extinguía poco a poco el fuegode sus mejillas. Frunció sus cejas altivas y, sin terminar de leer

las últimas líneas, devolvió la carta a la madre con la mismaindiferencia que si hubiera devuelto una cosa prestada.La madre debió comprender a su manera el estado de ánimo

de su nuera y quiso reconfortarla.—¿Qué es eso? —decía mientras echaba la llave al baúl—.

En vez de alegrarte, te has quedado toda triste. ¿Eres tú la únicaque tiene al marido en el frente? Ese dolor no es sólo tuyo, es

de todo el pueblo, y con el pueblo debes soportarlo. ¿Te hascreído que hay quien no siente la pena y la nostalgia de tenerlejos al marido...? Tú siéntelas también, pero sin que lo notenadie, guardándolas en tu pecho.

Dzhamiliá callaba, pero su mirada fija y angustiosa  parecíadecir: «¡Qué poco comprende usted las cosas, madre!»

De todas maneras, aquel día no me quedé en casa, sino quefui a la era. Allí solía pasar la noche. Llevé los caballos hastaun campo de alfalfa. El presidente no permitía pastar al ganadoen la alfalfa; pero yo, para tener los caballos en buenascondiciones, infringía la prohibición. Había descubierto unlugar recóndito, en una hondonada. Además, de noche, nadiepodía advertir nada. Pero esta vez, cuando desenganché loscaballos y los llevé hacia el campo de alfalfa, me encontré con

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CHINGUIZ AITMATOV 

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que alguien había soltado allí otros cuatro. Aquello me indignó.

No olvidemos que yo tenía a mi cargo un carro con doscaballos, lo que me daba el derecho de indignarme. Sinpensarlo iba a echar de allí a los caballos para dar una lecciónal intruso que había irrumpido en mis dominios, cuandoreconocí a dos de ellos: eran los de Daniar, el mismo de quienhabía hablado aquella tarde Orozmat. Al recordar que, desde eldía siguiente, debíamos trabajar juntos en el acarreo de grano a

la estación, dejé los caballos en paz y volví a la era.Allí me encontré a Daniar que, después de engrasar lasruedas de su carro, ajustaba ahora las tuercas de los ejes.

—¿Son tuyos los caballos que hay en la hondonada, Daniar?—le pregunté.Daniar volvió lentamente la cabeza:—Dos son míos.—¿Y los otros?

—De Dzhamiliá. Creo que se llama así. ¿No es tu dzhene? —Sí.

—Los ha dejado aquí el jefe del equipo y me ha dicho quelos cuide.

¡Cómo me alegraba ahora de no haber espantado loscaballos!

Llegó la noche y cesó la brisa que soplaba de las montañas.En la era reinaba el silencio. Daniar se acostó cerca de mí, alpie de un almiar, pero al poco tiempo se levantó y fue hacia elrío. Se detuvo cerca de allí, en lo alto de la orilla, y permaneciólargo rato con las manos atrás y la cabeza un poco inclinadasobre el hombro. Estaba de espaldas a mí. Su larga siluetaangulosa, como tallada a hachazos, resaltaba crudamente sobreel fondo suave del resplandor de la luna. Parecía prestar oído al

rumor del río que, de noche, resonaba más distintamente en los

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Dzhamiliá

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rápidos. O quizás escuchara otros ruidos y susurros nocturnos,

imperceptibles para mí. «Otra noche que va a pasar junto al río.¡Tiene unas rarezas!», me dije.Daniar llevaba poco tiempo en nuestro aíl. Una vez acudió

un chiquillo donde estábamos segando y dijo que había llegadoal aíl un soldado herido, pero que no sabía quién era. ¡Labarahúnda que se armó! Porque en el afl, ya se sabe: en cuantovolvía alguien del frente, todos corrían en tropel, del primero al

último, para verlo, estrecharle la mano, preguntarle si no sehabía encontrado con algún familiar, y enterarse de lasnovedades que traía. Así pues, se armó una gritería increíble.Todos se preguntaban: ¿habrá vuelto mi hermano, o micompadre? Y, claro, los segadores corrieron a ver quién era.

Resultó que Daniar era paisano nuestro, que había nacido enel aíl. Contaban que se quedó huérfano de muy pequeño,anduvo unos tres años de casa en casa hasta que se fue a laestepa de Chakmak, a vivir con unos kazajos parientes suyospor línea materna. Como no había en el aíl familiares próximosque lo hicieran volver, la gente acabó por olvidarse de él.Cuando alguien le preguntaba cómo había vivido después demarcharse del aíl, Daniar contestaba de manera evasiva. Detodas formas, era evidente que había padecido de sobra y eldestino se había cebado en él. La vida lo había hecho rodar porvarias regiones. Estuvo mucho tiempo de pastor de ovejas enlas tierras saladas de Chakmak y, cuando se hizo mayor, fue acavar canales en los desiertos, trabajó en nuevos sovjoses algo-doneros y luego en las minas de Angren, cerca de Tashkent,desde donde salió para el ejército.

La gente vio con muy buenos ojos la vuelta de Daniar a suaíl. «Con todo lo que ha tenido que rodar por tierras extrañas,

ha vuelto. Quiere el destino que beba agua de la acequia que loha

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visto nacer. Y no ha olvidado la lengua. Salvo algunaspalabras kazajas que confunde, habla perfectamente.»

«El tulpar 2 encuentra su yeguada hasta en el fin del mundo.

¿Quién no ama a su patria y a su pueblo? Has hecho bien envolver. Es una satisfacción para nosotros y para los espíritus detus antepasados. Si Dios quiere, cuando venzamos a losalemanes y volvamos a la vida de paz, también tú crearás unafamilia como los demás y verás subir el humo sobre tu hogar»,decían los viejos aksakales. 

Recordando sus antepasados quedó establecido con exactitud

la familia a que pertenecía. Así apareció en nuestro aíl un«nuevo pariente»: Daniar.Orozmat, el jefe del equipo, llegó una vez al prado donde

estábamos segando acompañado de aquel soldado alto y algoencorvado, que cojeaba de la pierna izquierda. Con el capote alhombro andaba precipitadamente, procurando no quedar a lazaga del caballo achaparrado de Orozmat. Junto al largo

Daniar, el jefe de la brigada, tan escaso de estatura y vivaracho,recordaba una inquieta zancuda. Los muchachos no pudieroncontener la risa al verlos.

La pierna herida de Daniar, sin cicatrizar todavíaenteramente, no había recuperado el juego de la rodilla. Esto leimpedía manejar la guadaña, por lo cual lo pusieron connosotros los jóvenes en las máquinas segadoras. La verdad esque no nos gustó mucho. Lo que más nos desagradaba era sureserva. Daniar hablaba poco y, cuando lo hacía, se notaba queestaba pensando en otra cosa distinta; que le trabajaban ciertasideas propias y hubiera sido difícil decir si lo veía a uno o no,aunque estuviera contemplándolo fijamente con sus ojospensativos y soñadores.

—Se conoce que el pobre muchacho no ha logradorecobrarse todavía después del frente —decían.

2  Corcel fabuloso.

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Dzhamiliá

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Lo curioso era, sin embargo, que pese a este ensi-mismamiento constante, Daniar trabajaba con rapidez yprecisión y, para quien no lo conociera, hubiese podido parecer

un hombre comunicativo y abierto. ¿Le habría enseñado supenosa infancia huérfana a ocultar sus sentimientos y sus ideaseducando en él esa reserva? Quizá fuera eso.

Los finos labios de Daniar, marcados por breves y profundasarrugas en las comisuras, estaban siempre oscuros; los ojostenían una mirada plácida y triste, y únicamente las cejas ágilese inquietas animaban su rostro enjuto, siempre cansino. A

veces se le veía quedar absorto, como si escuchara algoimperceptible para los demás; entonces aleteaban sus cejas y enlos ojos prendía un entusiasmo irrazonado. Luego le durabanmucho rato la sonrisa y la alegría interior. A nosotros todoaquello se nos antojaba extraño. Además, también tenía otrasrarezas. Al terminar la jornada desenganchábamos los caballosy nos reuníamos en torno de una cabaña esperando a que la

cocinera hiciese la cena. Daniar, en cambio, se subía al montede vigía, y allí  se estaba hasta que era de noche.—¿Qué hará allá arriba? ¡Ni que lo hubieran puesto de

centinela! —decíamos riendo.Una vez, por curiosidad, subí detrás de Daniar al monte. A

mi entender, no tenía nada de particular. Sumida en elcrepúsculo morado, se extendía en torno la vasta estepa quellegaba hasta las montañas. Los campos oscurecidos, confusos,parecían diluirse lentamente en el silencio.

Daniar no hizo caso de mi llegada; estaba sentado rodeandouna rodilla con los brazos, y tenía perdida a lo lejos la mirada,ausente, pero luminosa. Y volvió a darme la impresión de queescuchaba, suspenso, sonidos que no llegaban hasta mi oído. Aveces quedaba absorto, con los ojos muy abiertos. Algo loangustiaba, y yo esperaba verlo levantarse de un momento a

otro y abrir su alma, pero no ante mí —a mí no me veía

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siquiera—, sino ante algo inmenso, inabarcable, que yodesconocía. Y poco después, al mirarlo, no lo reconocí: tenía unaspecto abatido y desmadejado, como si estuviera simplemente

descansando después del trabajo.Los prados de nuestro koljós están dispersos en la margenanegadiza del Kurkureu. Allí cerca desemboca el río de undesfiladero y echa a galopar por el valle, indómito y furioso. Laépoca de la siega es la época de la crecida de los ríos demontaña. Por la tarde empezaba a subir el agua, turbia yespumosa. Hacia medianoche me despertaba el imponente

estremecimiento del río. La noche azul, quietarse asomaba consus estrellas a la cabaña. Un viento frío soplaba a bocanadas.La tierra dormía, y sólo el río rugiente daba la impresión deavanzar terrible sobre nosotros. Por la noche, aunque noshallábamos a cierta distancia de la orilla, el agua parecía estartan palpablemente cerca que me asaltaba un temor: ¿y si nosarrastra y se lleva la cabaña? Mis compañeros seguían

entregados al profundo sueño del segador, pero yo no podíaquedarme dormido, y salía de la cabaña.En la margen del Kurkureu, la noche es hermosa y terrible.

Los caballos maniatados ponen manchas oscuras aquí y allá enla pradera. Ahitos de pastar en la hierba perlada de rocío, ahoradormitan, alertas, resoplando a ratos. Y allí cerca, inclinandolos húmedos sauces que azota, el Kurkureu asalta la orilla conun rumor sordo de piedras arrastradas. El río no enmudece yllena la noche de un ruido imponente, furioso. Da miedo. Esterrible.

En esas noches me acordaba siempre de Daniar. Solía dormiren algún montón de heno al lado mismo del río. ¿No le darámiedo? ¿Cómo no lo deja sordo el estruendo del río? ¿Dormiráo no? ¿Por qué pasará la noche solo al lado del río? ¿Qué placerencontrará en eso? Es un hombre extraño, de otro mundo.

¿Dónde estará ahora? Miro a un lado y otro, pero no se ve anadie. Las orillas se alejan formando suaves ondulaciones,

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Dzhamiliá

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y en la oscuridad se divisa la cresta de las montañas. Alláarriba es el reino del silencio y de las estrellas.

Desde luego, era ya hora de que Daniar se hubiera hecho de

amigos en el aíl. Pero continuaba solitario, como si noconociera la amistad ni la animadversión, la simpatía ni el odio.Y en el aíl, ya se sabe: resalta el dzihiguit  que es capaz devalerse y de valer a los demás, de hacer el bien y, a veces, decausar daño; el que no les cede a los aksakales para ordenar unfestín o un funeral. A esos, hasta los distinguen las mujeres.

Pero si una persona se mantiene apartada y no interviene en

los asuntos cotidianos del aíl, como le sucedía a Daniar, ocurreque unos no advierten siquiera su presencia y otros dicencondescendientes:

—A nadie le hace bien ni mal. El pobre sale adelante comopuede. Menos mal...

Un hombre así, por regla general, es objeto de burlas o decompasión. Y nosotros, los adolescentes, que siempre

queríamos parecer mayores para alternar en plano de igualdadcon los dzbiguits verdaderos, nos burlábamos constantementede Daniar, si no delante de él, por lo menos entre nosotros. Nosburlábamos hasta de que se lavara él mismo la guerrera en elrío. La lavaba y volvía a ponérsela todavía húmeda, porque notenía más que una.

Sin embargo, cosa extraña, aunque Daniar parecía tan

apacible e inofensivo, no nos atrevíamos a tratarlo de igual aigual. Y no porque fuese mayor que nosotros —tres o cuatroaños de diferencia no significaban nada y a otros de su mismaedad los tuteábamos sin miramientos—, ni tampoco porquefuera hosco o se diese importancia, cosa que a veces inspiraalgo parecido al respeto. No; es que su ensimismamiento ta-citurno y sombrío encerraba algo inaccesible, y esto

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nos contenía, aunque éramos capaces de burlarnos decualquiera.

Quizá diera lugar a nuestra reserva un caso que me ocurrió a

mí. Yo era un chico muy curioso, que muchas veces mareaba ala gente a fuerza de preguntas. Y tenía verdadera pasión porinterrogar a los que habían estado en el frente. Cuando Daniarapareció en la pradera donde estábamos segando, me puse abuscar una ocasión para sonsacarle algo.

Una noche, después del trabajo, habíamos cenado ydescansábamos tranquilamente en torno de la hoguera.

—Daniar, cuéntanos algo de la guerra antes de que vayamosa acostarnos —le pedí.Daniar guardó silencio al principio, y hasta pareció ofendido.

Estuvo un buen rato contemplando el fuego. Luego levantó lacabeza y nos miró a nosotros.

—¿De la guerra, dices? —exclamó, y como respondiendo asus propios pensamientos, añadió sordamente—: No; más vale

que no sepan nada de la guerra.Luego dio media vuelta, tomó una brazada de ramas, laarrojó a la lumbre y se puso a avivar el fuego sin mirar a nadie.

Daniar no dijo nada más. Pero la breve frase que habíapronunciado dejaba bien sentado que no es posible hablar de laguerra porque sí, que ese no puede ser nunca un relato parahacer tiempo hasta la hora de acostarse. La guerra ha impresosu huella sangrienta en lo más hondo del corazón humano y esdoloroso hablar de ella. Yo sentía vergüenza de mí mismo. Ynunca volví a hacerle preguntas a Daniar acerca de la guerra.

Sin embargo, esto no fue lo único que le conquistó elrespeto. Aquella velada se olvidó con la misma rapidez que seextinguió en el aíl el interés por el propio Daniar. Suretraimiento y su reserva causaban indiferencia o simplementecompasión.

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Dzhamiliá

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—Infeliz muchacho, ni siquiera tiene donde cobijarse —decían de él—. Y menos mal que lo sostiene el koljós. Si no,hubiera sido cosa de ponerse a pedir limosna... Es callado e

inofensivo como un cordero.La gente fue acostumbrándose poco a poco al extrañocarácter de Daniar y luego dejaron de prestarle atención porcompleto. Y así debe ser seguramente: si una persona no sedistingue de alguna manera, acaba por pasar inadvertida.

Al día siguiente, Daniar y yo llevamos los caballos a la era a

primera hora. Dzhamiliá había llegado ya. Apenas nos viodesde lejos, gritó:

—¡Eh, kichime bala, trae acá mis caballos! ¿Dónde están miscolleras? —Y, lo mismo que si hubiera estado toda su vidadedicada a ese trabajo, se puso a inspeccionar los carrosatentamente, probando con el pie si estaban bien encajados loscubos, de las ruedas.

Cuando Daniar y yo nos acercamos, nuestro aspecto le causórisa. Las largas y delgadas piernas de Daniar nadaban en unasbotas altas, de anchísima caña, que parecían dispuestas aescapársele de un momento a otro. Y yo arreaba el caballo conlos talones desnudos, como cuero curtido.

—¡Qué pareja! —exclamó Dzhamiliá con un alegremovimiento de cabeza, y al instante se puso a darnos

órdenes—: ¡Vamos, vamos, apúrense para que crucemos laestepa antes de que apriete el calor!

Agarró los caballos por la brida, los condujo con manosegura hacia el carro y se puso a engancharlos. Y los enganchóella sola, preguntándome una vez únicamente cómo debíacolocar las riendas. A Daniar no le hacía el menor caso, lomismo que si no hubiera estado allí.

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La decisión y la retadora seguridad de Dzhamiliá parecieronsorprender a Daniar. La mirada, hostil, y al mismo tiempoíntimamente entusiasmado, apretando los labios con aire

ausente. Cuando levantó de la balanza un saco lleno de granopara llevarlo al carro, Dzhamiliá arremetió contra él:—¿Es que vamos a trabajar sin ayudarnos? ¡Eh, amigo, así 

no vale! Trae acá la mano. ¡Tú, kichine bala! ¿Qué esperas?Sube al carro para colocar los sacos.

Dzhamiliá misma tomó la mano de Daniar, y cuandolevantaron juntos un saco sobre las manos cruzadas, el pobre

muchacho se sonrojó cohibido. Luego, cada vez que traían unsaco con las manos firmemente entrelazadas y las cabezas casi  juntas, veía yo la violencia que le costaba a Daniar, cómo semordía los labios y procuraba no mirar a la cara a Dzhamiliá.Ella, en cambio, no parecía advertir siquiera la presencia de sucompañero y le gastaba bromas a la encargada de pesar.Cuando estuvieron cargados los carros y empuñamos las

riendas, Dzhamiliá dijo riendo, con un guiño picaresco:—¡Eh, tú, Daniar, o como te llames! Abre la marcha ya, queeres un hombre al fin y al cabo.

Siempre callado, Daniar se apresuró a poner en marcha elcarro. «¡Desgraciado, si además eres tímido!», pensé yo.

Nos aguardaba un largo recorrido de unos veinte kilómetrosa través de la estepa y luego por un desfiladero para llegar a laestación. Una cosa había buena: desde que partíamos de la erahasta nuestro lugar de destino, el camino iba todo el tiempocuesta abajo, de manera que no se cansaban mucho loscaballos.

Nuestro aíl de Kurkureu se extiende al borde del río, en lafalda de las Montañas Grandes, y no se le pierde de vista,envuelto en las copas oscuras de los árboles, hasta que sepenetra en el desfiladero.

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Dzhamiliá

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En un día sólo nos daba tiempo de hacer un viaje. Salíamospor la mañana temprano y llegábamos a la estación pasado elmediodía.

Hacía un sol implacable, y en la estación había unasapreturas tremendas: carretas y carros llenos de sacos venidosde todo el valle, asnos y bueyes de los lejanos koljosesmontañeses. Los conducían chiquillos o mujeres de soldados,bronceados por el sol, con la ropa desteñida, los pies descalzosheridos por las piedras y los labios agrietados del calor y delpolvo.

En el portón del lugar de acopio de grano hay un cartel conestas palabras: «¡Hasta la última espiga para el frente!» En elpatio todo es ajetreo, empujones y gritos de los carreros. Allí allado, detrás de una tapia baja, maniobra una locomotora quedespide olor a carbonilla entre espesos remolinos de vapor. Lostrenes pasan con un rugido ensordecedor. Abriendo sus faucesbabosas, gritan rabiosa y desesperadamente los camellos, que

no quieren levantarse del suelo.En el punto de acopio se alzan montañas de grano bajo eltejado de chapa, recalentado por el sol. Hay que subir los sacospor una escala de tablas casi hasta el techo. El polvo y el olordel grano caliente cortan la respiración.

—¡Eh, tú, muchacho, a ver lo que haces! —grita desde abajoel encargado de recibir el grano, con los ojos irritados por elinsomnio—. ¡Sube más, arriba del todo! —añade mostrando elpuño en señal de amenaza, y suelta un juramento.

¿Por qué hará eso? Demasiado sabemos a dónde hay quesubir los sacos. Y los subimos. Si nosotros traemos este granosobre nuestros hombros desde el campo donde lo han cultivadoy lo han recogido grano a grano mujeres, ancianos y niños,donde ahora, en el momento más intenso de las labores, elmecánico se empeña en hacer marchar la cosechadoracombinada que ya está inservible hace tiempo, donde las

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espaldas de las mujeres se hallan eternamente inclinadas sobrelas hoces al rojo blanco, donde pequeñas manos pueriles vanrecogiendo con afán cada espiga caída.

Todavía me parece sentir el peso de los sacos que cargabasobre los hombros. Ese es un trabajo para hombres fuertes.Haciendo equilibrio, subía por las tablas crujientes y elásticas,apretando con los dientes cuanto podía el pico del saco pararetenerlo, para que no se me escapara. El polvo me escocía enla garganta, el peso me oprimía las costillas, y unos círculosluminosos me bailaban ante los ojos. Cuántas veces, agotadas

las fuerzas a mitad de camino, notando que el saco se deslizabaincontenible de mi espalda, sentí deseos de arrojarlo y dejarmecaer con él hacia abajo. Pero detrás de mí subía más gente.También llevaban bolsas. Eran muchachos de mi edad omujeres de soldados, con hijos como yo. De no ser por laguerra, ¿cómo les iban a permitir cargar con aquel peso? No,yo no tenía derecho a rendirme cuando las mujeres estaban

haciendo el mismo trabajo.Delante de mí sube Dzhamiliá, con el vestido remangado porencima de las rodillas, y veo cómo se tensan los reciosmúsculos de sus lindas piernas morenas; veo el esfuerzo conque sostiene su cuerpo ágil, que cede elásticamente bajo labolsa. A veces se detiene Dzhamiliá, como si notara que yo medebilito a cada paso.

—¡Aguanta, kichine bala, que ya queda poco!Y ella pronuncia esas palabras con voz apagada y sorda.Cuando descendíamos, después de vaciar los sacos, noscruzábamos con Daniar. Subía cojeando ligeramente, con pasorecio y rítmico, solitario y taciturno como siempre. Al llegar anuestra altura, Daniar envolvía a Dzhamiliá en mirada sombríay ardiente mientras ella, enderezando la espalda fatigada,

sacudía las arrugas del vestido. Todas las veces la miraba dela

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Dzhamiliá

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misma manera, como si la viera por primera vez, peroDzhamiliá ni reparaba en él.

Era ya una costumbre: Dzhamiliá se reía de él o no le hacía

el menor caso. Dependía del humor que tuviera. Por ejemplo,me gritaba de pronto: «¡Aprieta el paso!» y, arreando a loscaballos y agitando el látigo sobre su cabeza, los lanzaba algalope. Yo la seguía. Nos adelantábamos a Daniar, dejándoloenvuelto por mucho rato en densas nubes de polvo. Aunque erauna broma, no todo el mundo la hubiera soportado. Daniar, encambio, no parecía ofenderse. Pasábamos por delante de él a la

carrera, y él contemplaba con sombría admiración a Dzhamiliá,que reía a carcajadas, de pie en el carro. Yo volvía la cabeza.Daniar continuaba mirándola incluso a través del polvo. En sumirada había algo bondadoso que todo lo perdonaba; pero yoadivinaba además en ella una nostalgia acendrada y oculta.

Ni la burla ni la total indiferencia de Dzhamiliá habíansacado una sola vez de quicio a Daniar. Parecía haberse jurado

soportarlo todo. Al principio me daba lástima de él y variasveces le dije a Dzhamiliá:—¿Por qué te ríes así de él, dzhene? ¡Es un muchacho tan

inofensivo!—¡Bah! —contestaba Dzhamiliá riendo despreocu-

padamente—. Si lo hago en broma. No te apures que no le pasanada.

Luego, también yo empecé a gastarle bromas y a burlarme deDaniar tanto como Dzhamiliá. Comenzaban a desasosegarmesus extrañas miradas intensas. ¡Con qué ojos la contemplabacuando se echaba un saco a la espalda! Y es que, en efecto,Dzhamiliá atraía las miradas en aquella barahúnda, en aquellasapreturas del patio semejante a un mercado, entre la genteronca: sus ademanes eran ligeros y precisos y su andar liviano

entre aquel desconcierto.

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No se podía dejar de admirarla. Para tomar un saco puestosobre el borde del carro, Dzhamiliá se estiraba en un escorzo,adelantaba un hombro y echaba la cabeza hacia atrás,

descubriendo el lindo cuello y arrastrando casi por el suelo lastrenzas quemadas por el sol. Como el que no quiere la cosa,Daniar se detenía un instante y luego la seguía con la miradahasta la puerta. Pensaría sin duda que lo hacía de manera inad-vertida, pero yo me daba cuenta de todo, y aquello empezaba amolestarme, a herir mis sentimientos, porque lo que yo nopodía de ninguna manera era considerar a Daniar digno de

Dzhamiliá.«¡Pero si se la come con los ojos! ¡Y no digamos losdemás!», pensaba, indignado con todo mi ser. Y el egoísmopueril del que no me había desprendido todavía, hablaba en mí con más fuego que los celos. Los niños celan siempre a susfamiliares respecto de los demás. Y en lugar de sentircompasión de Daniar, experimentaba por él tal sentimiento de

animadversión que me alegraba cuando era objeto de burlas.Sin embargo, nuestras travesuras terminaron una vez demanera muy lamentable. Entre los sacos que utilizábamos paraacarrear el grano había uno enorme hecho de lienzo de lana.Generalmente lo cargábamos entre dos porque era demasiadopesado para uno solo. Pero una vez quisimos gastarle unabroma a Daniar. Cargamos aquel enorme saco en su carro y lorecubrimos con otros. Por el camino, Dzhamiliá y yo entramosen un huerto de una aldea rusa, cortamos una buena cantidad demanzanas y nos pasamos todo el camino riendo: Dzhamiliá nohacía más que tirarle manzanas a Daniar. Luego, como decostumbre, nos adelantamos a él, levantando una nube depolvo. Nos dio alcance ya fuera del desfiladero, junto al paso anivel, que estaba cerrado. Desde allí fuimos ya juntos hasta laestación, y no sé cómo llegamos a olvidarnos por completo deaquel desdichado saco hasta que terminábamos ya la descarga.

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Dzhamiliá

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Dzhamiliá me dio un codazo, señalando a Daníar con unmovimiento de cabeza. De pie en el carro parecía preguntarsequé hacer con aquel saco enorme. Luego miró, y viendo que

Dzhamiliá sofocaba la risa, se puso muy colorado: habíacomprendido de lo que se trataba.—¡Sujétate los pantalones, no vayas a perderlos a mitad de

camino! —le gritó Dzhamiliá.Daniar nos lanzó una mirada rabiosa, y antes de que

pudiéramos adivinar su intención, arrastró el saco por el fondodel carro, lo puso sobre el borde, saltó al suelo sujetándolo con

una mano y echó a andar después de cargárselo a la espalda. Alprincipio hicimos como si eso no tuviera nada de particular. Encuanto a los demás, ¿quién iba a darse cuenta de nada? ¿Queiba con un saco al hombro? Pues como iban todos allí. Perocuando Daniar se acercaba a la escala corrió Dzhamiliá hastaél.

—Deja ese saco, que ha sido una broma.

—¡Fuera de aquí! —gritó Daniar, y empezó a subir por laescala.—¡Míralo, puede con él! —dijo Dzhamiliá, como

disculpándose.No había dejado de reír, pero su risa se hacía artificial, como

forzada.Nos dimos cuenta de que Daniar iba inclinándose más del

lado de la pierna herida. ¿Cómo no habíamos pensado en eso?Hoy, no puedo aún perdonarme esta broma estúpida. Porquefui yo quien la ideó.

—¡Vuelve para atrás! —gritó Dzhamiliá en medio de su risaextraña.

Pero Daniar no podía ya retroceder porque lo seguía muchagente.

No recuerdo con exactitud lo que ocurrió luego. Veía a

Daniar, inclinado bajo el enorme saco, con la cabeza caída,mordiéndose los labios. Avanzaba lentamente, adelantando con

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CHINGUIZ AITMATOV 

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cuidado la pierna herida. Cada paso debía causarle un dolormuy fuerte, porque sacudía la cabeza y se paraba un instante.Cuanto más subía, más vacilaba de un lado a otro. La bolsa le

hacía perder el equilibrio. En cuanto a mí, eran tales mi terror ymi vergüenza, que notaba la garganta seca. Sobrecogido deespanto, experimentaba en todo mi ser el peso de su carga y eldolor insoportable de su pierna herida. Otra vez osciló, sacudióla cabeza, y yo noté que todo a mi alrededor empezaba a darvueltas, oscurecido, y que la tierra se aflojaba bajo mis pies.

Volví de aquella especie de desfallecimiento porque alguien

me apretaba el brazo con tanta fuerza que crujían los huesos.Me costó trabajo reconocer a Dzhamiliá. Estaba blanca como lacera, con unas pupilas inmensas en los ojos muy abiertos y loslabios estremecidos todavía por la risa reciente. No sólonosotros: todos los que estaban allí, incluso el encargado dellugar de acopio, corrimos hacia el pie de la escala. Da-niar diodos pasos más, quiso acomodar el saco sobre su espalda y

empezó a desfallecer lentamente: su rodilla aflojaba. Dzhamiliáse cubrió el rostro con las manos:—¡Tira el saco! ¡Tíralo! —gritó.Sin embargo, no sé por qué, Daniar no arrojaba el saco,

aunque hubiera podido tirarlo a un lado de la escala sin temor aaplastar a los que le seguían. Al escuchar la voz de Dzhamiliáhizo un brusco esfuerzo, enderezó la pierna, dio otro paso yvolvió a vacilar.

—¡Pero tíralo, maldito! —rugió el encargado.—¡Tíralo! —gritaba la gente.

Daniar aguantó también aquella vez.—¡No lo tirará! —murmuró alguien con tono seguro.Y me parece que todos —tanto los que subían por la escala

como los que estábamos abajo— comprendimos que noarrojaría el saco si no se desplomaba junto con él. Reinaba un

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Dzhamiliá

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silencio mortal. Fuera, una locomotora lanzó un silbidoentrecortado.

Vacilante, como ensordecido, Daniar seguía trepando por las

tablas elásticas de la escala hacia el tejado de chaparecalentada. A cada dos pasos se detenía, perdido el equilibrio,pero recobraba fuerzas y seguía adelante. Los que iban detrásprocuraban amoldarse a su marcha y también se detenían. Estasparadas extenuaban a la gente, que perdía fuerzas, pero-nadiese indignaba ni lo insultó. Como sujeta por una cuerdainvisible, la gente iba con su carga como por un sendero

peligroso y resbaladizo donde la vida de cada uno depende dela vida de los demás. Su tácita conformidad y su balanceomonótono tenían un mismo» ritmo angustioso. Un paso, otropaso detrás de Daniar, otro paso más. ¡Con qué compasión, conqué aire de súplica lo miraba la mujer que lo seguía apretandolos dientes! También a ella le fallaban las piernas y, sinembargo, rezaba por él.

Ya faltaba poco, pronto terminaría el plano inclinado de laescala. Pero Daniar volvió a vacilar: la pierna herida no leobedecía ya. Si no soltaba el saco, podía desplomarse de unmomento a otro.

—¡Corre! ¡Sujétalo! —me gritó Dzhamiliá, mientrasadelantaba los brazos desconcertada, como si hubiera podidoayudar así a Daniar.

Me lancé por la escala arriba. Deslizándome entre la gente ylos sacos, llegué corriendo hasta Daniar. Me miró por debajodel codo. En su frente sudorosa, ensombrecida, se veían lasvenas hinchadas. Los ojos, inyectados en sangre, me abrasaroncon su mirada de ira. Quise sujetar el saco.

—¡Fuera! —profirió Daniar con un ronquido terrible, ysiguió avanzando.

Cuando descendió Daniar, acentuada la cojera y entrecortadala respiración, sus brazos pendían flácidos. Todos le abrieron

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CHINGUIZ AITMATOV 

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paso en silencio, pero el encargado del acopio le gritó sinpoderse contener:

—¿Te has vuelto loco, muchacho? ¿O no iba yo a dejarte que

lo vaciaras abajo? ¡Ni que fuera un salvaje! ¿Para qué cargascon sacos así?—Eso es cosa mía —contestó Daniar a media voz.Escupió hacia un lado y se dirigió a su carro. En cuanto a

nosotros, no nos atrevíamos ni a levantar los ojos. Nos dabavergüenza y rabia que Daniar hubiese tomado tan a pechonuestra absurda broma.

Por la noche hicimos el camino de vuelta en silencio. ParaDaniar era cosa natural, de manera que no hubiéramos podidodecir si estaba enojado con nosotros o si lo había olvidado yatodo. Pero a nosotros nos remordía la conciencia, íbamospesarosos.

A la mañana siguiente, cuando cargábamos los carros en laera, Dzhamiliá agarró el famoso saco, puso un pie en el borde y

tiró del otro, desgarrándolo ruidosamente.—¡Toma tu arpillera! —exclamó arrojando el saco a los piesde la encargada del peso, toda sorprendida—. Y le dices al jefedel equipo que no se le ocurra darnos otro igual.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre?—¡Nada!Daniar no dio ninguna prueba del agravio en todo «el día

siguiente. Tenía su aire equilibrado y taciturno de siempre, ysólo cojeaba más que de costumbre, sobre todo cuando llevabalos sacos a cuestas. Se había irritado mucho su herida el díaanterior. Y eso nos recordaba constantemente nuestra culpa. Detodas maneras, si hubiera reído, si hubiera gastado alguna bro-ma, nos hubiésemos sentido aliviados: nuestro enojo habríaterminado allí.

Dzhamiliá también procuraba comportarse como si no

hubiese ocurrido nada de particular. A pesar de su aire altivo,

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Dzhamiliá

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a pesar de su risa, la noté desazonada durante todo el día.Volvíamos de la estación ya de noche. Daniar iba delante.

Era una noche magnífica. ¿Quién no conoce esas noches de

agosto, con sus estrellas tan brillantes, lejanas y al mismotiempo tan próximas? Cada una se distingue. Una, por ejemplo,con los bordes como escarchados, rodeada por el parpadeo desus breves rayos fríos, escudriña la tierra con ingenuo asombrodesde el cielo oscuro. Mientras fuimos por el desfiladero estuvecontemplándola largamente. Los caballos trotabananimosamente, a la querencia del pueblo, y la grava crujía bajo

las ruedas. El viento traía de la estepa el amargo polen delajenjo en flor, el aroma apenas perceptible de la mies madura,y todo, mezclado al olor de la brea y de los arreos sudorosos delos caballos, causaba un ligero mareo.

A un lado del camino se alzaban rocas envueltas en sombras,algunos rosales silvestres, y al otro, muy abajo, corríaatropelladamente el incansable Kurkureu, entre sauces y olmos.

De vez en cuando, detrás de nosotros, cruzaban los trenes elpuente con un estrépito que iba de un confín al otro de loscampos y, al alejarse, dejaba mucho tiempo en el aire eltraqueteo de las ruedas.

Era un placer caminar con el aire fresco, ver las grupasondulantes de los caballos, escuchar los rumores de la noche deagosto y aspirar sus emanaciones. Dzhamiliá iba delante de mí.

Había abandonado las riendas y miraba a los lados, cantando amedia voz. Yo comprendía que le pesaba nuestro silencio. Enuna noche así no es posible callar. ¡En una noche así, hay quecantar!

Y Dzhamiliá se puso a cantar. Quizá lo hiciera tambiéndeseosa de devolver su anterior espontaneidad a nuestras

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relaciones con Daniar, deseosa de ahuyentar el sentimiento desu culpa ante él. Tenía una voz sonora, briosa, y solía cantartonadas del país como Te despediré con mi pañuelo de seda o

 Mi amor se ha ido muy lejos. Conocía muchas, y las cantabatan sencilla y agradablemente, que daba gusto oírla. Pero depronto se interrumpió y gritó a Daniar:

—Oye, Daniar, ¿por qué no cantas algo? ¿Eres un dziguit ono...?

—Canta tú, Dzhamiliá, canta —replicó confuso Daniar,reteniendo los caballos—. Estoy escuchando con todos mis

oídos.—¿Te has creído que nosotros no tenemos oídos? En fin, sino quieres, no cantes —concluyó Dzhamiliá, y volvió a cantar.

¿Por qué le pediría a Daniar que cantara? ¿Sería por uncapricho o para hacerle hablar? Lo más probable era quequisiera sacarlo de su mutismo, porque, al poco rato, volvió agritar:

—¿Tú has tenido algún amor, Daniar? —y se echó a reír.Daniar no contestó. Dzhamiliá también guardó silencio.«¡Hace falta tener humor para pedirle a Daniar que cante!»,

pensé yo con ironía.Al llegar al río que cruzaba el camino, los caballos aflojaron

el paso, haciendo resonar sus cascos sobre las húmedas piedrasplateadas. Cuando pasamos el vado, Daniar arreó a sus caballos

y se puso a cantar de pronto con voz sorda, entrecortada en losbaches:

¡Montañas blancas y azules, montañas mías!

¡Tierra de mis abuelos y de mis padres! 

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Dzhamiliá

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Se interrumpió súbitamente, carraspeó, pero cantó ya la estrofasiguiente con una voz de pecho, profunda, aunque algo ronca:

¡Montañas blancas y azules, montañas mías!

Cuna de mi infancia... 

Aquí volvió a interrumpirse, como asustado de algo, yenmudeció.

Comprendí perfectamente su confusión. Sin embargo, en esecantar tímido y entrecortado palpitaba cierta emociónextraordinaria. Además, debía de tener buena voz. Parecía

mentira que fuese Daniar.Y hasta Dzhamiliá exclamó:—¿Qué estabas esperando? ¡Canta, vamos, pero bien

cantado!Delante de nosotros se divisaba cierta claridad: la

desembocadura del desfiladero en el valle. La brisa soplaba deallí. Daniar volvió a cantar. Comenzó con la misma timidez y

la misma inseguridad; pero su voz cobró poco a poco fuerza,llenó el desfiladero y despertó el eco de las rocas lejanas.Lo que más me sorprendió fue la pasión y el fuego que

saturaban la melodía. Yo no sabía que nombre darle, nitampoco si se trataba solamente de la voz o de alguna otra cosamás importante, que sale del alma, algo capaz de despertar lospensamientos más recónditos.

¡Si pudiera reproducir la canción de Daniar, aunque fueraaproximadamente! Apenas había palabras en ella; pero, aun sinpalabras, descubría una gran alma humana. Nunca he vuelto aescuchar una canción semejante: no se parecía a las melodíaskirguisas ni a las kazajas, aunque tenía de unas y de otras. Lamúsica de Daniar había recogido las mejores melodías de esosdos pueblos, uniéndolas de manera original en una cancióninimitable. Era la canción de las montañas y de las estepas, quetan pronto remontaba el vuelo sonoramente, semejante

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a las montañas kirguisas, como se extendía en amplitud, igualque las estepas kazajas.

Yo escuchaba y no volvía de mi asombro: «¿Es Daniar?

¡Quién lo hubiera dicho!»Caminábamos ya a través de la estepa por el blanco caminoapisonado, y el canto de Daniar cobraba ahora amplitud,nuevas y nuevas melodías se sucedían con prodigiosa agilidad.¿De dónde habría sacado ese tesoro? ¿Qué le habría sucedido?¡Era como si hubiese estado esperando su día, su hora!

Y comprendí de pronto esas rarezas suyas que chocaban a la

gente y la hacían burlarse: su naturaleza soñadora, su amor a lasoledad y su carácter taciturno. Comprendí por qué se pasabalas veladas en el monte de vigía y por qué se quedaba solo porla noche junto al río; por qué prestaba siempre oído a ciertosrumores imperceptibles para los demás y por qué se leencendían de pronto los ojos y aleteaban sus cejas siempre con-traídas. Era un hombre profundamente enamorado. Pero yo

notaba que no estaba enamorado simplemente de otra persona;era un amor distinto, inmenso, el amor a la vida, a la tierra.Guardaba su amor dentro de sí mismo, en su música, y vivíainspirado por él. Una persona indiferente no habría podidocantar así por muy hermosa voz que tuviera.

Cuando parecía extinguirse la última nota de la canción, unnuevo aleteo poderoso despertaba la estepa dormida, queescuchaba agradecida al cantor, acariciada por su entrañablemelodía. Las mieses maduras, azuladas, que esperaban la siega,ondulaban en vasta marejada, y unas manchas de claridadcorrían por el campo, anunciando el amanecer. Junto al molinohacía susurrar sus hojas la imponente multitud de los viejossauces; del otro lado del río se consumían las hogueras de loscampamentos de segadores y alguien galopaba sin ruido, comouna sombra, por lo alto de la orilla hacia el aíl,

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Dzhamiliá

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desapareciendo unas veces en los jardines y resurgiendo otras.El viento traía desde allí el aroma de las manzanas, el melosoefluvio del maíz florecido y el cálido olor de los adobes de

estiércol puestos a secar.Daniar cantó largamente, ajeno a todo. Sobrecogida, la nocheestival lo escuchaba con deleite. Hasta los caballos marchabanal paso, como temerosos de romper aquel encanto.

Mas, súbitamente, al llegar a la nota más aguda y sonora,Daniar interrumpió la canción y lanzó los caballos al galope,animándolos con la voz. Yo pensaba que Dzhamiliá correría

tras él y me disponía también a seguirla, pero no hizo ni unmovimiento. Siguió quieta, con la cabeza inclinada sobre elhombro, como si escuchara aún flotar las notas en el aire.Daniar se alejó, y nosotros no pronunciamos ni una palabrahasta el aíl. Además, ¿hacía falta hablar? Porque no siemprepuede decirse todo con palabras...

Desde aquel día, algo pareció haber cambiado en nuestra

vida. Yo esperaba ahora alguna cosa buena, ansiada. Por lamañana cargábamos los carros en la era, luego llegábamos a laestación y estábamos deseando marcharnos cuanto antes paraescuchar las canciones de Daniar en el camino de vuelta. Suvoz había penetrado en mí, me perseguía a cada paso; con ellaen los oídos corría por las mañanas a través de la alfalfahúmeda de rocío hacia los caballos y el sol; riendo, salía a miencuentro por encima de las montañas. Yo oía aquella voz en elsuave susurro de la lluvia dorada del trigo arrojado al aire porlos viejos aventadores y en el vuelo deslizado de algún halcónsolitario que giraba sobre la estepa; en todo lo que veía yescuchaba me parecía oír la música de Daniar.

Y a la noche, cuando pasábamos por el desfiladero, tenía laimpresión de haberme trasladado a otro mundo. Escuchaba aDaniar entornando los ojos, y veía alzarse ante mí cuadros

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familiares de mi infancia, prodigiosamente conocidos: allá enlo alto, sobre las chozas, comenzaba el trashumante desfileprimaveral de unas nubes delicadas de color azul grisáceo;

entre ruidos de cascos y relinchos galopaban las yeguadas ha-cia los pastos estivales por la tierra retumbante, y los potroscon las crines al aire y un salvaje fuego negro en los ojos, seadelantaban a sus madres, altivos y embravecidos; los rebañosde ovejas se desplegaban sobre los montes como una quietaavalancha; una cascada caía por las rocas, deslumbrando con lablancura de su espuma rizada; detrás del río, de la estepa, des-

cendía blandamente el sol entre las matas de estípite y unlejano jinete solitario parecía galopar tras él por la cenefa ígneadel horizonte y, cuando ya casi lo tocaba, se sumergía tambiénen la maleza y las tinieblas...

Al otro lado del río, la estepa kazaja se extiende, austera ydesierta, rechazando a un lado y otro nuestras montañas.

Pero aquel memorable verano en que estalló la guerra seencendieron fuegos en la estepa, envuelta en el polvo ardorosoque levantaban los rebaños de caballos guerreros, y partieron  jinetes en todas las direcciones. Recuerdo todavía la vozgutural del pastor kazajo, que galopaba, gritando desde la otraorilla:

—¡A caballo, kirguises, que ha llegado el enemigo! —Ycontinuó su camino, entre los remolinos de polvo y elespejismo producido por el sol.

La estepa puso a todos en pie y nuestros primerosregimientos de caballería emprendieron la marcha por losmontes y los valles con un rumor riguroso y solemne.Tintineaban millares de estribos. Millares de dzhiguits teníanlos ojos en la estepa. Delante ondeaban las banderas rojas ydetrás, sobre el polvo que levantaban los cascos, extendíase porla tierra el patético lamento de las mujeres

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Dzhamiliá

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y las madres: «¡Que la estepa los ampare, que los ampare elespíritu de nuestro paladín Manas!»

Por donde había marchado la gente a la guerra quedaban

dolorosos senderos...Ahora descubría Daniar ante mí todo este mundo de bellezaterrenal y de inquietudes, con su canción. ¿Dónde habráaprendido todo aquello, a quién lo habría escuchado? Yocomprendía que únicamente podía amar así su tierra quienhubiera sentido por ella nostalgia durante largos años, quienhubiera sustentado este amor en el sufrimiento. Cuando Daniar

cantaba, lo veía yo a él, de pequeño vagando por los caminosesteparios. ¿Habría nacido entonces dentro de su alma esacanción de la patria? ¿O habría nacido mientras cruzaba por elfuego de la guerra?

Al escuchar a Daniar sentía yo el deseo de caer de brucessobre la tierra y abrazarla estrechamente, filialmente, sólo porel hecho de que un hombre pudiera amarla de aquella manera.

Entonces sentí por primera vez que despertaba en mí algonuevo, que yo no podía calificar todavía, pero que erainsuperable: la imperiosa necesidad de expresarme; sí, eso es:no solamente de ver y sentir el mundo, sino también de llevar alos demás lo que había visto, mis pensamientos y missensaciones, de hablarles de la belleza de nuestra tierra contanta inspiración como sabía hacerlo Daniar. Y yo quedabasuspenso de ignorado temor y alegría ante algo desconocido.Sin embargo, no comprendía aún que necesitaba empuñar lospinceles.

A mi me gustaba dibujar desde niño. Copiaba las láminas delos libros de texto, y los chicos me decían que quedaba«igualito». Los maestros me elogiaban también cuando llevabadibujos para el periódico mural de la escuela. Pero luegoestalló la guerra, mis hermanos se marcharon al frente, y yo

abandoné la escuela para trabajar en el koljós como todos los

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chicos de mi edad. Olvidé las pinturas y los pinceles y nopensaba que volviese a acordarme de ellos. Pero las cancionesde Daniar habían estremecido mi alma. Andaba como entre

sueños y contemplaba el mundo con ojos admirados, como silo viera por primera vez.¡Y cómo había cambiado de pronto Dzhamiliá! Era igual que

si no hubiera existido nunca la muchacha vivaracha, reidora yocurrente que había sido antes. Una luminosa melancolíaprimaveral empañaba sus ojos apagados. Por el camino,siempre iba ensimismada. Una sonrisa confusa y soñadora

flotaba sobre sus labios, traicionando la dulce alegría que lecausaba algo maravilloso que sólo ella conocía. A veces, conun saco al hombro, se detenía embargada por una timidez in-comprensible como si corriera ante ella un impetuoso torrentey no supiera si cruzarlo o no. Rehuía a Daniar y evitaba mirarloa los ojos.

Una vez, en la era, Dzhamiliá le dijo con una pena honda e

impotente:—Quítate la guerrera, que te la voy a lavar.Después de lavarla en el río, la extendió sobre la tierra para

que se secara, se sentó al lado y allí estuvo mucho rato: laestiraba cuidadosamente con las manos, observaba al trasluzlos hombros gastados, sacudía la cabeza y otra vez se ponía aestirarla, suave y tristemente.

En todo ese tiempo, sólo una vez rió Dzhamiliá a carcajadassonoras y contagiosas, con el brillo de antes en sus ojos. Sehabía acercado a la era, de pasada, en gracioso tropel, un grupode mujeres jóvenes, muchachas y dzhiguits, soldados vueltosdel frente, que trabajaban en hacinar la alfalfa.

—¡Eh, mujeres, basta ya de comerse solas el pan de trigo!Dennos a nosotros también, si no quieren que las echemos al

río —dijeron los muchachos, amenazándolas en broma con lashorquillas.

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Dzhamiliá

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—¡Ni que nos fuéramos a asustar de las horquillas! Paraobsequiar a mis amigas, siempre encontraré algo. Pero ustedes,los hombres, búsquenlo donde quieran —replicó Dzhamiliá.

—¡Ah, sí! ¡Pues todas al agua!Y empezaron a luchar las muchachas y los chicos. Entre risas

y gritos se tiraban los unos a los otros al río.—¡Al agua con ellos, al agua! —gritaba Dzhamiliá, riendo

más que nadie, al mismo tiempo que huía rápida y ágil de losque la acometían.

Pero, cosa extraña, los muchachos no parecían ver más que a

Dzhamiliá. Todos procuraban alcanzarla y abrazarla. Tresmuchachos se apoderaron de ella al mismo tiempo y lasuspendieron sobre el agua.

—¡Danos un beso, o te zambullimos!—¡A la una, a las dos...!Dzhamiliá se debatía, echaba la cabeza hacia atrás, y entre

carcajadas pedía auxilio a sus amigas. Pero las otras corrían por

la orilla tratando de alcanzar los pañuelos caídos al río. Entrelas risas de los dzhiguits, Dzhamiliá cayó al agua. Saliódespeinada, con el pelo mojado, pero aún más bella que antes.El vestido de percal mojado se había pegado a su cuerpo,moldeando las firmes caderas redondas y el pecho virginal.Ella reía, sin darse cuenta de nada, y por su rostro enardecidocorrían alegres hilitos de agua.

—¡Danos un beso! —insistían los muchachos.Dzhamiliá obedecía, pero iba a parar al agua de nuevo, y otravez salía riendo y echando hacia atrás con un movimiento decabeza los pesados mechones de pelo mojado. Todos los queestaban en la era reían de ver el juego de los jóvenes. Losviejos aventadores habían abandonado sus palas y se enjugabanlos ojos: las arrugas de sus rostros terrosos irradiaban alegría y

  juventud recobrada por un instante. También yo reía con

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toda mi alma, olvidando aquella vez mi celoso deber de alejarde Dzhamiliá a los dzhiguits. 

El único que no reía era Daniar. Fijé los ojos en él por

casualidad, y enmudecí. Estaba solo, en un extremo de la era,con las piernas muy abiertas. Me dio la impresión de que iba aechar a correr en un arranque para arrebatar a Dzhamiliá demanos de los dzhiguits. Clavaba en ella, sin parpadear, unamirada triste y arrobada donde se traslucía la alegría y el dolor.Efectivamente, la belleza de Dzhamiliá era su dicha y suamargura. Cuando los muchachos la estrechaban entre sus

brazos obligándola a besarlos, Daniar agachaba la cabeza,hacía un movimiento como para marcharse, pero no se iba.En esto, se fijó también en él Dzhamiliá. Cortó la risa en seco

y bajó la mirada.—¡Bueno, basta ya de juegos! —profirió de pronto,

poniendo coto a la algarabía de los muchachos.Alguno trató todavía de abrazarla.

—¡Déjame! —Dzhamiliá rechazó al muchacho, levantó lacabeza, lanzó de reojo una mirada culpable a Daniar y corrió aescurrir el vestido detrás de unos marrales.

Las relaciones que había entre ellos no me parecían muyclaras aún, y confieso que me daba miedo pensar en ellas. Sinembargo, me contrariaba advertir que Dzhamiliá se ponía tristepor rehuir ella misma a Da-miar. Hubiera preferido que se riesey se burlara de él como antes. Pero, al mismo tiempo, unaalegría inexplicable me embargaba pensando en ellos cuandoregresábamos por las noches al aíl y escuchábamos el canto deDaniar.

Por el desfiladero iba Dzhamiliá montada en el carro; pero,al llegar a la estepa, se apeaba y echaba a andar a pie. Yo laimitaba, porque era más agradable escuchar caminando. Alprincipio marchábamos cada uno al lado de nuestro carro; pero

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Dzhamiliá

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paso a paso, sin darnos cuenta, nos acercábamos a Daniar. Unafuerza desconocida nos empujaba hacia él. Hubiéramos queridodistinguir en la oscuridad la expresión de su rostro y de sus

ojos. Parecía mentira que fuese Daniar, tan taciturno y sombrío,quien cantaba.Y todas las veces advertía yo que Dzhamiliá, conmovida y

emocionada, adelantaba una mano hacia él. Pero Daniar no sedaba cuenta. Miraba hacia arriba, a lo lejos, meciéndose de unlado a otro con la nuca apoyada en la palma de la mano, yDzhamiliá dejaba caer la suya, sin hablar, sobre el borde del

carro. Estremecida por aquel contacto retiraba bruscamente lamano y se detenía. Luego quedaba largo rato en medio delcamino, abatida, asombrada, viendo alejarse a Daniar, hastaque reanudaba su marcha.

En ocasiones me parecía que un mismo sentimientoincomprensible nos agitaba a Dzhamiliá y a mí. Quizá hubieraestado mucho tiempo oculto en nuestras almas y le hubiese

llegado la hora de salir a la luz.Mientras trabajábamos, Dzhamiliá conseguía distraerse peroen nuestros escasos minutos de descanso, cuando algo nosretenía en la era, estaba disgustada. Rondaba alrededor de losaventadores, se ponía a ayudarles y, después de arrojar confuerza unas cuantas paletas de trigo al aire, dejaba de pronto lapala y se apartaba hacia los almiares. Allí se sentaba a la som-bra y, lo mismo que si le hubiera tenido miedo a la soledad, mellamaba:

—¡Ven aquí conmigo, kichine bala! Yo esperaba siempre que me dijera algo importante, que me

explicara lo que la inquietaba. Pero ella no hablaba. Silenciosa,apoyaba mi cabeza sobre sus rodillas y, perdida la mirada a lolejos, alborotaba mis cabellos ásperos y me acariciabatiernamente la cara con dedos trémulos y febriles. Yo la miraba

de abajo arriba, y en aquel rostro lleno de confusa inquietud yde nostalgia, me parecía reconocerme a mí mismo.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Algo la angustiaba a ella también, algo que se habíaacumulado y cuajaba en su alma pidiendo salida. Y ella sentíatemor. Quería y al mismo tiempo no quería confesarse que

estaba enamorada, igual que yo deseaba y no deseaba queamara a Daniar. ¡Al fin y al cabo, era la nuera de mis padres, lamujer de mi hermano!

No obstante, estos pensamientos sólo pasaban fugazmentepor mi imaginación. Yo los ahuyentaba. Para mí era entoncesun verdadero deleite ver sus labios sensibles, puerilmenteentreabiertos, y sus ojos empañados por las lágrimas. ¡Qué

bella, qué hermosa estaba! ¡Qué luminosa inspiración y quéfuego respiraba su rostro! En aquella época yo veía todo esto,pero no lo comprendía. Es más, incluso ahora me pregunto confrecuencia si no será el amor una inspiración parecida a lainspiración del pintor o del poeta. Contemplando a Dzhamiliásentía yo el deseo de huir a la estepa y preguntarle a gritos a latierra y al cielo lo que debía hacer, preguntarle cómo sofocar

dentro de mi ser aquel desasosiego incomprensible y aquellaincomprensible alegría. Creo que una vez hallé la respuesta.Volvíamos como siempre de la estación. Era ya noche

cerrada. Las estrellas formaban enjambres en el cielo, la estepaiba adormeciéndose y sólo desgarraba el silencio la canción deDaniar, que vibraba y se extendía en la suave lejanía oscura.Dzhamiliá y yo lo seguíamos.

Pero, ¿qué le habría sucedido a Daniar? En su melodía senotaba tanta angustia dulce y sentida, tanta soledad, que laslágrimas subían a la garganta, de compasión por él.

Dzhamiliá caminaba con la cabeza gacha, agarradafirmemente al borde del carro. Y cuando la voz de Daniarcomenzó a cobrar amplitud nuevamente, Dzhamiliá levantó lacabeza, subió al carro en marcha y se sentó junto a él.

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Dzhamiliá

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Así fue, petrificada, con los brazos cruzados sobre el pecho. Yocaminaba al lado, adelantándome un poco, y los veía de perfil.Daniar cantaba sin que pareciera advertir la presencia de

Dzhamiliá. Vi que sus brazos caían sin fuerza y, acercándosemás a Daniar, apoyó ligeramente la cabeza sobre su hombro.Su voz se estremeció sólo por un instante, como se estremeceel caballo espoleado, y resonó con mayor fuerza. ¡Su canciónera una canción de amor!

Yo estaba sobrecogido. La estepa iluminada, estremecida,parecía haber hecho retroceder a la oscuridad, y yo descubría a

dos enamorados en aquella amplia estepa. Ellos no advertíanmi presencia. Mientras caminaba, los veía mecerse al compásde la canción, ajenos a todo lo que ocurría en el mundo. Y nolos reconocía. Era el Daniar de siempre, con su guerrera desoldada desabrochada, pero sus ojos parecían arder en la oscu-ridad. Y era mi Dzhamiliá la que iba estrechada contra él,quieta y tímida, con las pestañas brillantes de lágrimas.

Aquellos eran seres nuevos, increíblemente dichosos. ¿No erauna felicidad oír cantar a Daniar para Dzhamiliá, cantarle aella, entregándole todo el inmenso amor a la tierra patria quehabía engendrada en él esa música inspirada?

Volvió a dominarme la incomprensible emoción quedespertaba siempre en mí las canciones de Daniar. Y de prontocomprendí claramente lo que quería. Quería hacer un dibujo deellos.Me asusté de mis propios pensamientos. Pero el deseo era másfuerte que el temor. Los pintaré felices, así como ahora, medecía. Pero, ¿seré capaz? El temor y la alegría me oprimían elcorazón. Caminaba presa de una dulce embriaguez. Tambiényo era feliz, porque aún ignoraba todas las dificultades quehabía de ofrecer en el porvenir este deseo audaz. Me decía quedebía ver la tierra como la veía Daniar, relatar la canción de

Daniar con el lenguaje de los colores: también yo pintaría lasmontañas,la estepa, las personas, la hierba, las nubes, los ríos.

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CHINGUIZ AITMATOV 

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Incluso me pregunté entonces: «¿Y de dónde voy a sacar laspinturas? En la escuela no me la van a dar, porque les hacenfalta a ellos.» Como si toda la dificultad hubiera consistido en

encontrar las pinturas.La canción de Daniar se interrumpió inesperadamente.Dzhamiliá lo había abrazado impetuosamente, pero enseguidase apartó de él, quedó quieta un instante, se echó a un lado ysaltó del carro. Daniar tiró indeciso de las riendas, y loscaballos se detuvieron. Dzhamiliá estaba de pie en el camino,vuelta de espaldas a él. Luego alzó bruscamente la cabeza, lo

miró de costado y profirió sin poder apenas contener las lá-grimas.—¿Qué me miras? —Hizo una pausa y añadió con dureza—:

¡No me mires, y sigue tu camino! ¿Y tú, qué haces como untonto? —arremetió contra mí mientras se acercaba a su carro—¡Agarra esas riendas! ¡Buena me ha caído con ustedes!

«¿Qué le habrá pasado de pronto?», me preguntaba yo

intrigado, al mismo tiempo que arreaba a los caballos. Aunqueno costaba nada adivinarlo; sufría pensando que estaba casada,que su marido se encontraba en Sarátov, en un hospital. Peroyo no quería pensar absolutamente en nada. Estaba disgustadocon ella y conmigo mismo, y quizá hubiera odiado a Dzha-miliá, de haber sabido que Daniar no volvería a cantar, quenunca escucharía ya su voz.

Un mortal cansancio quebrantaba mi cuerpo. Sentía el deseode llegar cuanto antes al aíl y dejarme caer sobre la paja. En laobscuridad andulaban los grupos de los caballos al trote; eltraqueteo del carro era insoportable; las riendas se escapabande las manos.

Cuando llegamos a la era quité las colleras de los caballos decualquier manera, las arrojé debajo del carro y me desplomésobre un montón de paja. Aquella noche fue Daniar quien

condujo los caballos hasta el prado.

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Dzhamiliá

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Sin embargo, a la mañana siguiente me desperté con unasensación de alegría en el alma. ¡Iba a pintar a Dzhamiliá yDaniar! Cerraba los ojos, y se me aparecían con toda precisión,

tal como pensaba retratarlos. No tenía más que empuñar lospinceles, pensaba yo.Fui presuroso hasta el río, me lavé y luego corrí hacia los

caballos. La alfalfa húmeda y fría me fustigaba blandamentelas piernas desnudas, me escocía en las plantas de los piesagrietados, pero yo me encontraba a gusto. En mi carrera, nodejaba de advertir lo que ocurría a mi alrededor. El sol ascendía

detrás de las montañas y hacia él se izaba un girasol crecidopor casualidad al borde de la acequia. Los amargones de blancacabeza lo acosaban, pero él no cedía: arrebatándoselos a elloscon sus pétalos amarillos, capturaba los rayos matutinos paraalimentar el recio y prieto redondel de semillas. Luego estabael vado de la acequia, que los carros habían removido al pasar,donde el agua fluía por las rodadas. Más allá, una pequeña isla

de fragante menta, que llegaba hasta la cintura. Yo corría pormi tierra natal y sobre mi cabeza se perseguían las golondrinas.¡Si hubiera tenido pinturas para dibujar el sol matutino, y lasmontañas blancas y azules, y la alfalfa perlada de rocío, y elgirasol solitario que crecía junto a la acequia...!

Cuando volví a la era, quedó apagada de pronto mi euforia.Vi a Dzhamiliá cejijunta y demacrada. No debía haber dormido

aquella noche, porque unos círculos negros sombreaban susojos. No me sonrió ni me dirigió la palabra. Pero cuandoapareció Orozmat, el jefe del equipo, se acercó a él y le dijo sinsaludarlo:

—¡Ahí tiene usted su carro! Póngame a trabajar en lo quequiera, pero yo no vuelvo a la estación.—¿Qué es eso,

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Dzhamiliá? ¿Te ha picado algún tábano? —preguntó Orozmatsorprendido, sin maldad.

—¡Los tábanos los tienen los becerros debajo del rabo! ¡He

dicho que no quiero ir, y se acabó!La sonrisa huyó del rostro de Orozmat.—¡Quieras o no quieras, has de acarrear el grano! —replicó

pegando con la muleta en el suelo—. Si alguien te ha ofendido,dímelo y le parto la muleta en la nuca. Si no es eso, déjate detonterías. El trigo que llevas es para los soldados, y para tupropio marido también —añadió y, volviéndole bruscamente la

espalda, echó a andar a saltos, apoyado en su muleta.Avergonzada, Dzhamiliá se ruborizó, exhaló un leve suspiroy miró hacia donde estaba Daniar, algo apartado, de espaldas aella, dedicado a ajustar una collera. Había escuchado toda laconversación Dzhamiliá permaneció todavía unos instantesinmóvil, manoseando el látigo, y luego, como quien adopta unadecisión extrema, se dirigió hacia el carro.

Aquel día volvimos antes que de costumbre. Daniar fue todoel camino arreando a los caballos. Dzhamiliá estaba sombría ytaciturna. Y a mí me parecía mentira tener delante la estepaagostada y renegrida. ¡Si el día anterior era enteramentedistinta! Como si hubiera oído hablar de él en una fábula, no seme iba de la imaginación el cuadro de dicha que había estre-mecido mi conciencia. Era igual que si hubiese descubierto untrozo de la vida, el más brillante. Me lo imaginaba en todos susdetalles, y este solo hecho me agitaba ya. No recobré la calmahasta que le sustraje a la encargada del peso una hoja de papelblanco fuerte. Con el corazón palpitante corrí a esconderme de-trás de un almiar y extendí el papel sobre una pulida pala demadera que les había quitado a los aventadores.

—¡Alá, voluntad de Alá! —murmuré, como en tiemposhiciera mi padre al montarme por primera vez en un caballo y

posé el lápiz sobre el papel. Eran mis trazos primeros,inseguros.

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Dzhamiliá

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Pero cuando los rasgos de Daniar surgieron en el papel, meolvidé de todo. Me daba ya la impresión de que se habíaextendido sobre el papel aquella estepa nocturna de agosto, me

daba la impresión de escuchar la canción de Daniar y de verlocon la cabeza echada hacia atrás y el pecho descubierto, yDzhamiliá pegada a su hombro. Aquel era el primer dibujo quehacía por mi cuenta: el carro, Dzhamiliá y Daniar, las riendasabandonadas, las grupas de los caballos ondulantes en laoscuridad y luego la estepa y las estrellas lejanas.

Tan embelesado estaba en mi dibujo, que no advertía nada a

mi alrededor, y sólo me recobré al escuchar una voz que decía,pegada a mí:—¿Te has vuelto sordo?Era Dzhamiliá. Desconcertado, me ruboricé y no tuve tiempo

de ocultar el dibujo.—Los carros están cargados hace un montón de tiempo,

llevamos una hora llamándote a gritos, y tú como si tal cosa.

¿Qué estás haciendo...? ¿Y esto qué es? —Preguntó, y tomó eldibujo—. ¡Mira en lo que se entretiene! —Dzhamiliá seencogió de hombros, disgustada.

Yo hubiera querido que me tragase la tierra, Dzhamiliácontempló largamente el dibujo, luego levantó hacia mí susojos entristecidos, húmedos, y murmuró:

—Dámelo, kichine bala... Lo guardaré como recuerdo... —Ydoblando la hoja en dos, se la guardó en el pecho.

Habíamos salido ya al camino sin que yo pudierarecobrarme. Todo aquello había ocurrido como en sueños. Meparecía mentira haber dibujado algo parecido a lo que habíavisto. Pero, allá en el fondo del alma, nacía un júbilo ingenuo,una sensación de orgullo, y los sueños me embriagaban, a cualmás audaz y atractivo. Me proponía hacer multitud de cuadros,y no a lápiz, sino con pinturas. No me daba cuenta de que

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caminábamos muy aprisa. Era Daniar quien arreaba a suscaballos. Dzhamiliá no se quedaba atrás. Iba mirando a unlado, a otro, y a veces, algo hacía subir a sus labios una sonrisa

tímida y conmovedora. También yo sonreía y pensaba: no estáenojada ya conmigo y con Daniar, y si se lo pido, Daniarvolverá a cantar hoy...

Aquel día llegamos a la estación mucho antes que decostumbre; pero los caballos estaban sudorosos. Sin perder uninstante, Daniar se puso a descargar los sacos. Hubiera sidodifícil decir qué apuro era el suyo ni lo que le ocurría. Cuando

pasaba algún tren, se detenía para seguirlo con una largamirada pensativa. Dzhamiliá miraba también hacia el mismolado, como si tratara de adivinar sus pensamientos.

—Ven y ayúdame a arrancar esta herradura que se mueve —le dijo a Daniar.

Cuando Daniar volvió a erguirse, después de arrancar laherradura del casco sujeto entre las rodillas. Dzhamiliá

murmuró mirándolo fijamente:—¿Es que no comprendes las cosas...? ¡O no hay más mujerque yo...?

Daniar apartó los ojos sin decir nada.—¿Te has creído que yo no sufro? —suspiró Dzhamiliá,Las cejas de Daniar se enarcaron, contempló a Dzhamiliá

con cariño y dolor, replicó algo en voz tan baja que no llegó amis oídos y luego se dirigió rápidamente hacia su carro, inclusosatisfecho de algo, al parecer. Mientras iba andando, acariciabala herradura. Yo lo observaba extrañado: ¿por qué razón lohabrían consolado las palabras de Dzhamiliá? Qué consuelopuede encontrar un hombre en que le digan con un profundosuspiro: «¿Te has creído que yo no sufro?»...

Habíamos terminado nuestra labor y nos disponíamos amarcharnos, cuando penetró en el patio un soldado

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Dzhamiliá

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herido,enjuto, con el capote arrugado y la mochila a la espalda.Pocos minutos antes se había detenido un tren en la estación.El soldado miró y gritó:

—¿Hay aquí alguien del aíl de Kurkureu?—¡Yo! —-contesté, pensando quién podría ser el soldado.—¿Y de qué familia eres, amigo? —El soldado iba a

dirigirse hacia mí, cuando vio a Dzhamiliá y sonrió,sorprendido y dichoso.

—¿Eres tú, Kerim? —exclamó Dzhamiliá.—¡Oh, Dzhamiliá, hermanita! —El soldado corrió hacia ella

y le estrechó una mano entre las suyas.Resultó que era un paisano de Dzhamiliá.—¡Mira qué suerte! ¡Ni que me hubieran traído de la mano!

—decía animadamente—. Me he separado hace poco de Sadik.Hemos estado juntos en el mismo hospital, y si Dios quiere,también vendrá él dentro de un mes o dos. Al despedirnos ledije: escribe una carta a tu mujer, y se la llevaré... Aquí la

tienes, tal como me la dio. —El soldado presentó a Dzhamiliáuna carta doblada en forma de triángulo.Dzhamiliá tomó la carta. Primero se puso colorada, luego

palideció y lanzó una temerosa mirada de soslayo hacia Daniar.Solitario junto a su carro, con las piernas abiertas como aquellavez en la era, posaba en Dzhamiliá unos ojos llenos dedesesperación.

La gente acudió de todas partes; enseguida surgieronconocidos y parientes del soldado y llovieron las preguntas.Dzhamiliá no había podido siquiera darle las gracias por lacarta, cuando el carro de Daniar pasó estrepitosamente junto aella, salió del patio como una exhalación y se alejó por elcamino, entre remolinos de polvo, rebotando en los baches.

—¡Ni que estuviera loco! —gritaron varias voces.El soldado estaba ya aparte, rodeado de un grupo de gente.

Dzhamiliá y yo continuábamos en el centro del patio

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viendo cómo se alejaban los remolinos de polvo.—Vámonos, dzhene —dije.—Vete tú, déjame sola —contestó Dzhamiliá tristemente.

Fue la primera vez que volvimos al aíl por separado. Elbochorno abrasaba los labios resecos. La tierra calcinada,cubierta de grietas, recalentada hasta el rojo blanco durante eldía, se enfriaba ahora, revistiéndose de un velo salado. Y, através de aquel vaho blanquecino, el sol se estremecía en elponiente, blando y desvaído. Allá, en el horizonte difuso, ibanacumulándose anaranjadas nubes de tormenta. De vez en

cuando soplaba un viento cálido y seco que dejaba como unacostra blanca sobre los hocicos de los caballos, agitaba suscrines y seguía campo adelante, estremeciendo las ramas deajenjo en los montículos.

«¿Irá a llover?», pensé.¡Qué desamparado me encontraba! ¡Qué inquietud me

acometía! Yo arreaba a los caballos, empeñados en marchar al

paso. Avutardas de piernas altas y delgadas corrieron inquietashacia un barranco. El viento barría por el camino hojas secas debardana del desierto. Por allí no crecían: las había traído elviento de las estepas kazajas. Se puso el sol. No había ni unalma alrededor: solamente la estepa, agobiada del día tórrido.

Era ya de noche cuando llegué a la era. Ni un ruido, ni unsoplo de viento. Llamé a Daniar

—Ha ido hacia el río —contestó el guarda—. Con estebochorno, todos se han marchado a sus casas. No soplandoaire, no hay nada que hacer en la era.

Solté los caballos para que pastaran y fui hacia el río:conocía el lugar predilecto de Daniar, en lo alto de la orilla.Allí estaba, encorvado, con la cabeza apoyada en las rodillas,escuchando al río que bramaba abajo. Hubiera queridoacercarme a él, abrazarlo y decirle alguna buena palabra. Pero,¿qué podía decirle? Permanecí un rato a un lado y volví a laera.

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Dzhamiliá

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Luego, acostado sobre la paja, estuve mucho tiempo mirando alcielo oscurecido por las nubes y pensando: «¿Por qué será lavida tan incomprensible y complicada?»

Dzhamiliá no regresaba. ¿Dónde estaría? Aunque rendido decansancio, yo no podía conciliar el sueño. Sobre las montañas,entre los nubarrones, se encendían lejanos relámpagos.

Cuando volvió Daniar, yo aún no dormía. Vagó un rato porla era, escrutando a cada instante el camino. Luego se tendió enla paja, detrás del almiar, no lejos de mí. «Ahora se marchará acualquier sitio, no se quedará en el aíl. ¿Y dónde va a ir, solo,

desamparado?» Ya entre sueños oí el lento traqueteo de uncarro que se acercaba. Debía ser Dzhamiliá...No sé el tiempo que llevaría dormido cuando unos pasos

hicieron susurrar de pronto la paja junto a mi oído, y algo comoun ala mojada acarició mi hombro. Abrí los ojos. EraDzhamiliá. Volvía del río con el vestido húmedo. Dzhamiliá sedetuvo, miró inquieta a un lado y otro y sentóse junto a Daniar.

—Daniar, he venido a ti, he venido yo sola —murmuró.No se escuchaba ni un ruido. Un relámpago se deslizósilencioso por el cielo.

—¿Te has disgustado? ¿Te has disgustado mucho?Volvió a reinar el silencio, y sólo un terrón de greda,

socavada por el agua, se desplomó en el río con blandochapoteo.

—¿Tengo yo la culpa? Tú tampoco...Un trueno estremeció las montañas a lo lejos. El perfil de

Dzhamiliá quedó iluminado por un relámpago. Miró a los ladosy se estrechó contra Daniar. Un temblor convulsivo sacudía sushombros bajo las manos de Daniar. Luego se tendió en la paja, junto a él.

Un viento ardoroso llegó de la estepa, levantó remolinos depaja, pegó, estremeciéndola, contra la choza montada en un

extremo de la era, y echó a rodar como un trombo por el

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camino. Otra vez zigzaguearon los latigazos azules entre lasnubes y un trueno restalló con seco estrépito en lo alto. Dabamiedo y alegría: se aproximaba una tormenta, la última

tormenta del verano.—¿Cómo has podido pensar que lo preferiría a ti? —murmuró vehementemente Dzhamiliá—. ¡De ninguna manera!Él no me ha querido nunca. Hasta los recuerdos para mí, losmandaba al final de la carta. ¿A qué viene ahora con su amortardío? ¡Que diga la gente lo que quiera! Amor mío, siempretan solo... No permitiré que nadie te arranque de mí. Hace

mucho tiempo que te quiero. Sin conocerte, te quería y teesperaba. Y viniste, como si supieras que yo te estabaesperando.

Claros relámpagos se sucedían, quebrándose, y se hundían enel río al pie del barranco. Gotas de agua, frías y oblicuas,empezaron a repiquetear sobre la paja.

—¡Dzhamiliá, amada mía, querida Dzhamaltái! —susurraba

Daniar, dándole los más dulces nombres kazajos y kirguises—.También yo te quiero hace mucho tiempo. En las trincherassoñaba contigo. Sabía que mi amor estaba en mi tierra, que erastú, mi Dzhamiliá.

—Vuelve la cara hacia mí, que quiero verte los ojos.La tormenta se desencadenó.Un trozo de fieltro arrancado de la choza aleteó, semejante a

un ave herida. Azotado abajo por el viento el aguacero caía agolpes impetuosos como si besara la tierra. Un trueno rodó enpoderoso alud por todo el cielo, oblicuamente. Las chispasbrillantes de las centellas encendían en las montañas un ramoprimaveral de tulipanes. El viento rugía y se agitaba en elbarranco.

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Dzhamiliá

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Caía la lluvia y yo notaba, sepultado en la paja, los latidos demi corazón bajo la mano. Era feliz. Experimentaba la mismasensación que si contemplara el sol al salir a la calle por

primera vez después de una enfermedad. La lluvia y elresplandor de los relámpagos llegaban hasta mí a través de lapaja; pero me encontraba a gusto y sonreía al quedarmedormido, sin comprender si me acunaba el susurro de Daniar yDzhamiliá o el rumor de la lluvia, más calmada, sobre la paja.

Ahora empezarían las lluvias, pronto llegaría el otoño. Elaire se impregnaba ya del húmedo aroma otoñal del ajenjo y de

la paja mojada. ¿Qué nos traería el otoño? No me paraba apensar.Aquel otoño volví a la escuela después de dos años de

interrupción. Cuando terminaban las lecciones, me iba muchasveces al río, a la parte alta de la orilla donde había estado laera, abandonada y desierta ahora. Allí hice mis primerosbocetos con pinturas escolares. Yo notaba, con lo poco que

entendía entonces, que no lograba todo lo que me proponía.«¡Es que las pinturas son malas! ¡Si tuviera pinturas deverdad!», me decía, aunque no me imaginaba cómo eran.

Sólo al cabo de bastante tiempo logré ver pinturas de verdad,en tubitos metálicos.

Fueran como fuesen las pinturas, yo notaba que los maestrostenían razón: se necesitaba un aprendizaje. Pero marcharse aestudiar era un sueño irrealizable. Si no teníamos ningunanoticia de mis hermanos, ¿cómo iba a consentir mi madre queme marchase yo, el único, el «dzhiguit  y el amparo de dosfamilias»? No me atrevía siquiera a hablar de ello. Y el otoño,como si fuera a propósito, parecía estar pidiendo que lopintaran.

El Kurkureu, frío y menos caudaloso, dejaba al descubiertoen los rápidos, piedras tapizadas de musgo de color verde

oscuro

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CHINGUIZ AITMATOV 

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y naranja. Las heladas tempranas daban un matiz rojizo a lossauces delicados, ya desnudos; pero los álamos conservabantodavía las hojas amarillas y recias.

Las chozas de los guardianes de las caballadas, oscurecidaspor el humo, relavadas por las lluvias, negreaban en la margen,sobre la hierba amarilla, y olorosas nubecitas grises ascendíanencima de ellas. Los finos potros relinchaban sonoramente; lasyeguas se dispersaban, y hasta la primavera sería difícil yaretenerlas en las caballadas. El ganado había bajado de lasmontañas y ahora andaba en rebaños por las rastrojeras.

Trochas abiertas por los cascos atravesaban en todasdirecciones la estepa, a la que ponía un manto parduzco lavegetación agostada.

Pronto sopló el viento frío de la estepa, el cielo se tornóopaco, y comenzaron las lluvias frías, precursoras de la nieve.Un día más apacible que los otros fui hacia el río: me habíallamado la atención, en un banco de arena, un serbal de

montaña, rojo como una llamarada. Me instalé cerca del vado,entre unos sauces. Caía la tarde. Y de pronto descubrí a dospersonas que, según todas las trazas, acababan de cruzar elvado. Eran Daniar y Dzhamiliá. No podía apartar los ojos desus rostros, graves e inquietos. Daniar caminabaimpetuosamente, con la mochila a la espalda. Los faldones desu capote abierto pegaban contra las cañas de las botasdesgastadas. Dzhamiliá llevaba la cabeza envuelta en unatoquita blanca, caída ahora sobre la nuca, un vestido de colores,el mejor que tenía y que gustaba ponerse para presumir en elmercado, y una chaqueta guateada de pana. De una de susmanos pendía un hatillo y con la otra se retenía a la correa de lamochila de Daniar. Iban hablando mientras caminaban.

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Dzhamiliá

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Habían echado a andar por un sendero que atravesaba unerial cubierto de estípite, y yo, indeciso, los seguía con lamirada.¿Llamarlos? Pero tenía la lengua como pegada al

paladar.Los últimos rayos purpúreos se deslizaron por una largahilera de nubecitas grises a lo largo de las montañas, yenseguida comenzó a oscurecer. Sin volver la cabeza, Daniar yDzhamiliá se dirigían hacia el apeadero. Sus cabezas sedivisaron un par de veces entre las matas de estípite y luegodejaron de verse.

—¡Dzhamiliá!—¡A-a-a-a-! —replicó destempladamente el eco.—¡Dzhamiliá! —grité con todas mis fuerzas.Nubes de chispas frías me salpicaban la cara; tenía la ropa

empapada, pero seguía corriendo, sin mirar donde ponía lospies, hasta que de pronto tropecé con algo y me desplomé alsuelo. Allí me quedé sin levantar la cabeza, mientras las

lágrimas me inundaban el rostro. Era como si la oscuridadpesara sobre mis hombros. Los finos tallos de estípitesusurraban, débil y tristemente.

—¡Dzhamiliá! ¡Dzhamiliá! —sollozaba, ahogado por laslágrimas.

Me separaba de los seres más queridos y entrañables. Y sóloentonces, tendido en el suelo, comprendí que amaba a

Dzhamiliá.Sí, aquel era mi amor primero, un amor todavía pueril.Estuve mucho rato tendido allí con el rostro hundido en el

codo húmedo. No me separaba solamente de Dzhamiliá y deDaniar, sino también de mi infancia.

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Dzhamiliá

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Cuando llegué a mi casa, casi a tientas, noté un gran ajetreoen el patio; se oía mido de estribos: alguien ensillaba caballos yOsmon, ebrio, haciendo encabritarse a su corcel, gritaba a voz

en cuello: —¡Hace tiempo que debíamos haber echado del aíl a ese

perro vagabundo! ¡Qué vergüenza para todos! Como caiganen mis manos lo dejo en el sitio, aunque vaya luego a la cárcel.¡Pero no consentiré que un pillo cualquiera se lleva a nuestrasmujeres! ¡A caballo, muchachos, que no se nos escape! En laestación lo cazamos.

Yo me quedé sobrecogido: ¿adonde irían? Pero, en cuantome convencí de que tiraban hacia la estación por el caminoprincipal y no hacia el apeadero, me deslicé inadvertidamenteen casa y me acosté, tapándome cabeza y todo con el capotónde pieles de mi padre para que nadie viese mis lágrimas.

¡Cuánto se habló de aquello en el aíl! Las mujerescondenaban a Dzhamiliá:

—¡Valiente estúpida! ¿A quién se le ocurre abandonar unafamilia como ésta, pisotear así su propia felicidad...?—¿Qué le habrá gustado en él?—Algún día le pesara, pero ya será tarde.—¡Eso mismo, eso mismo! ¿No es un buen marido Sadik?

¿No es un hombre trabajador? ¿El primer dzhiguit del aíl!—¿Y la suegra? No le da Dios a todas una suegra como ella.

¿Dónde hay otra igual? Se ha buscado su perdición la muytonta, y nada más.Quizá fuera yo el único que no condenaba a Dzhamiliá, mi

antigua dzhene. Pero yo sabía que, espiritualmente, Daniarvalía más que todos nosotros. No, no creía yo que Dzhamiliáfuera a

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CHINGUIZ AITMATOV 

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ser desgraciada con él. Únicamente me daba pena de mi madre.Me parecía que, con Dzhamiliá, se habían escapado sus ener-gías. Estaba abatida, demacrada, y ahora comprendo que no

podía avenirse a que la vida rompiera a veces con tanta rudezalas viejas costumbres. Si la tormenta abate un árbol poderoso,ya no vuelve a levantarse. Hasta entonces, mi madre no lepedía a nadie que le enhebrara una aguja porque no se lopermitía el amor propio. Pero una tarde que volvía yo de laescuela meencontré a mi madre llorando, con las manostrémulas, porque no veía el ojo de la aguja.

—Toma, enhébrala —me pidió con un profundo suspiro—.Dzhamiliá se ha buscado su perdición... ¡Con el ama de casatan buena que hubiera sido! Se ha marchado... Nos harepudiado... ¿Por qué? ¿Le iba mal con nosotros...?

Yo hubiese querido abrazar a mi madre, consolarla,explicarle qué tipo de persona era Daniar: pero no me atrevía,porque la habría agraviado para toda la vida.

Sin embargo, mi inocente participación en esta historia dejóde ser un secreto.Pronto regresó Sadik. Sintió lo ocurrido, naturalmente,

aunque le dijo a Osmon después de haber bebido:—Buen viento lleve. En cualquier rincón reventará. Mujeres

no nos han de faltar. Ni envuelta en oro vale ninguna mujer loque el peor de los muchachos.

—¡Eso es verdad! —contestaba Osmon—. Lo que siento esno haber dado con él entonces. Lo habría matado, sin más. Encuanto a ella, la habría traído atada de los pelos a la cola de mí caballo. Habrán tirado para el sur, a trabajar en las plantacionesde algodón. O se habrán marchado con los kazajos. ¡Eso deandar como vagabundos no es nuevo para él! Lo que no llego acomprender es cómo lo hicieron todo sin que nadie se enterase,sin que le pasara a nadie por la imaginación. Fue ella la que lo

preparó todo, la muy miserable. ¡Si cayera en mis manos...!

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Dzhamiliá

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Al oírle decir esas cosas, sentía yo el deseo de replicarle aOsmon: «No puedes olvidar cómo te paró los pies en lapradera. ¡Qué alma tan ruin tienes!»

Una vez estaba yo en casa, haciendo un dibujo para elperiódico mural de la escuela. Mi madre cocinaba. De prontoentró corriendo Sadik en el cuarto. Lívido, con los ojosentornados de rabia, corrió a mí y me pegó casi en la cara conuna hoja de papel.

—¿Has dibujado tú esto?Me quedé sobrecogido. Era mi primer dibujo. Daniar y

Dzhamiliá me contemplaban en ese instante.—Sí.—¿Quién es este? —preguntó pegando con el dedo en el

papel.—Daniar.—¡Traidor! —me gritó en la cara Sadik.Hizo trizas el dibujo y salió dando un portazo.

Después de un silencio doloroso, me preguntó mi madre.—¿Tú lo sabías?—Sí.¡Qué mirada de reproche y de asombro me lanzó, recostada

contra el horno! Y cuando le dije: «Volveré a dibujarlos»,sacudió la cabeza con amargura y abatimiento.

Yo miraba los trozos de papel tirados en el suelo, y meahogaba la rabia. Que me tuvieran por traidor si querían. ¿Aquién había hecho traición? ¿A nuestra familia? ¿A nuestraraza? Pero lo que no había traicionado era la verdad de la vida,la verdad de aquellos dos seres. No podía contarle a nadie loque sentía. Ni mi madre me hubiera comprendido.

Todo se esfumaba ante mis ojos, y los trozos de papelparecían girar por el suelo, como animados. En mi imaginaciónse había grabado de tal manera el momento en que Daniar y

Dzhamiliá me contemplaron desde el papel, que tuve de prontola impresión de estar escuchando la canción de Daniar en

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CHINGUIZ AITMATOV 

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aquella memorable noche de agosto. Recordé su partida del aíly experimenté el deseo incontenible de partir yo también, departir igual que ellos, para emprender audaz y resueltamente el

camino difícil de la dicha.—Voy a marcharme a estudiar... Díselo al padre. ¡Quiero serpintor! —anuncié con firmeza a mi madre.Estaba seguro de que empezaría a hacerme reproches, de quese echaría a llorar recordando a los hermanos muertos en laguerra. Para gran asombro mío, no vertió ni una lágrima.Únicamente dijo con pesar, en voz baja:

—Márchate... les han crecido ya las alas y quieren volar a suantojo. ¿Qué sabemos nosotros si habrán de remontarse muyalto? Quizá tengan razón. Márchate... Quizá cambies allí deidea. Eso de dibujar y pintarrajear no es un oficio... Cuando tepongas a estudiar lo verás... Y no olvides nuestra casa...

A partir de aquel día, la Casa Pequeña se separó de lanuestra. Al poco tiempo, me marché yo a estudiar.

Esta es toda la historia.En la academia, adonde me enviaron después de salir de laEscuela de Bellas Artes, presenté como trabajo de fin deestudios, un cuadro con el que soñaba hacía tiempo.

Como es de suponer, en ese cuadro están Daniar yDzhamilíá. Van por un camino otoñal de la estepa, y ante ellosse extiende una lejanía amplia y luminosa.

Y por imperfecto que sea mi cuadro —la maestría no seadquiere de golpe—, tiene para mí un valor infinito: es miprimera inquietud creadora consciente.

También ahora sufro reveses; también ahora atraviesominutos en que pierdo la fe en mí mismo. Y entonces me sientoatraído por el cuadro querido, por Daniar y Dzhamíliá. Loscontemplo largamente, y siempre converso con ellos.

«¿Dónde están ahora? ¿Qué derroteros siguen sus pasos?Ahora hay muchos caminos nuevos en la estepa, a través detoda Kazajstán, hasta el Altai y Siberia. Muchos hombres

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Dzhamiliá

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audaces trabajan ahora allí. ¿Han marchado también ustedes aestas tierras? Tú partiste sin volver la cabeza, por la anchaestepa adelante, Dzhamiliá mía. ¿Estás fatigada, has perdido la

fe en ti misma? Apóyate en Daniar. Que entone para ti lacanción del habla del amor, de la tierra, de la vida. Que laestepa se estremezca, irisada por todos los colores. Recuerdaaquella noche da agosto. ¡Ve, Dzhamiliá, no te arrepientas,porque has encontrado tu felicidad, aunque sea duro elcamino!»

Los contemplo y escucho la voz de Daniar. Me invita a

ponerme en camino, y yo la obedezco. Iré por la estepa hastami aíl y encontraré allí nuevos colores.¡Ojalá resuene en cada una de mis pinceladas la canción de

Daniar! ¡Ojalá palpite en cada una de mis pinceladas el corazónde Dzhamiliá!

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Este título se terminóde imprimir en el mesde junio de 1976,en la UNIDAD PRODUCTORA 08,«Mario Reguera Gómez»,Benjumeda 407, La Habana.Instituto Cubano del Libro.

Escaneado y digitalizado por rubiera(www.Rebeldemule.org)