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Agonía del bosque -Uarínguta-. Uribe Ruiz, Jesús. 1967

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JESÚS URIBE RUIZ

B. COSTA·AMIC, EDITOR MÉXICO, D. F.

LA AGONIA DEL BOSQUE ,

(VARINGUTA)

IMPRESO EN Mf:XICO / PRlNTED IN MEXICO TALLERES DE B. COSTA-AMIC, EDITOR / IIlESONES, 14

MÉXICO (1), D. 1'.

DERECHOS RESERVADOS © 1967 POR EL AUTOR

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PREAMBULO

Oíase por todo el Estado un sordo rumor de destruc­ción y muerte: una marejada maléfica que destruía los bosques avanzaba velozmente desde el norte, por el este y el oeste; solamente el sur defendíase sin lucha a cau­sa de su mayor lejanía de los centros de consumo y dis­tribución de los productos forestales.

Peor era esto que una epidemia que hubiese barri­do con los hombres ya que acababa con la economía de los pueblos indígenas indefensos ·que entraban en auge temporal, para luego quedar sumidos en la mayor de las miserias, divididos por rencillas sus habitantes, muer­tos algunos de sus hijos y con desiertos donde otrora se levantaran los ricos bosques de encinos y. pinares.

Como una bramadora tormenta incontenible y devas­tadora, así iba aumentando paulatinamente el sordo ru­mor de la guerra contra el bosque. .

Llegaban de lejos los explotadores, revisaban con ojos conocedores las floras forestales y, poco tiempo des­pués, en lugares estratégicos instalaban aserraderos; vo­races monstruos que·devoraban incansablemente los rolli­zos. Con halagos, promesas, cohechos y sobornos, prose­guía la explotación su obra vandálica; se fabricaba ta­bla 'aserrada, tracería para cajas de empaque, vigas la­bradas a hacha, durmientes para las vías del ferrocarril;

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PREÁMBULO

Oíase por todo el Estado un sordo rumor de destruc· ción y muerte: una marejada maléfica que destruía los bo~ques avanzaba velozmente desde el norte, por el este y el oeste; solamente el sur defendíase sin lucha a cau· sa de su mayor lejanía de los centros de consumo y dis­tribución de los productos· forestales.

Peor era esto que una epidemia que hubiese barrio do con los hombres ya que acababa con la economía de los pueblos indígenas indefensos que entraban en auge temporal, para luego quedar sumidos en la mayor de las miserias, divididos por rencillas sus habitantes, muer. tos algunos de sus hijos y con desiertos donde otrora se levantaran los ricos bosques de encinos y pinares.

Como una bramadora tormenta incontenible y devas· tadora, así iba aumentando paulatinamente el sordo ru· mor de la guerra contra el bosque.

Llegaban de lejos los explotadores, revisaban con ojos conocedores las floras forestales y, poco tiempo des­pués, en lugares estratégicos instalaban aserraderos; vo­races monstruos que devoraban incansablemente los rolli­zos. Con halagos, promesas, cohechos y sobornos, prose­guía la explotación su obra vandálica; se fabricaba tao bla aserrada, tracería para cajas de empaque, vigas la­bradas a hacha, durmientes para las vías del ferrocarril;

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sólo se salvaban de la saña destructora, los pequeños pi­nos que después medrarían como polluelos huérfanos sin la cobertura protectora de los grandes árboles, mientras los agentes erosivos, a despecho de la magra malla de los pastos, irían arrastrando el suelo delgado donde asenta­ban sus raíces.'

Como monstruos prehistóricos amasados por hombres, como un espeluznante rebaño de fieras destructoras, con cornacas que los aguijab(Ln tras el afán del lucro inmo­derado, cada vez más, cada vez más cerca, amenazaban el sur, región que antes no habían hallado.

La historia era casi siempre la misma: se estaciona­ban las maquinarias por algunos meses o años, destro­zaban los bosques sin obedecer ningún plan técnico, elu­diendo en todo lo posible las disposiciones legales; ex· pri'míase hasta la última gota del jugo en el '~negocio"

y finalmente, cuando ya era incosteable la explotación, es decir, cuando ya no obtenía ganancias fabulosas,. fe­brilmente, como habían llegado, se desmontaban las má­quinas, se embalaban las sierras, bandas, cuadros y cal­deras, y seguía caminando el monstruo hasta encontrar otro lugar propicio para saciar sus ansias devoradoras del bosque.

Por todo el Estado, rugían las sierras, sacando tablas de todas, las medidas; se ampliaban en los cementerios forestales de los patios las grandes tongas de madera fres­ca; se congestionaban las estaciones del ferrocarril con lrlS productos; y los indios, propietarios en su mayoría de los bosques, menores de edad intelectual, incapaces de comprender la magnitud del despojo de que eran víc­timas, hasta pasado mucho tiempo después del pillaje, contribuían inconscientemente a que se les destruyera el

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monte del cual sacaban. la leña, las maderas para sus trojes, los arados rudimentarios.

En oleadas gigantescas, arremetiendo en contra de los bosques de todo el Estado, la hermandad de los explota­dores lanzaba sus máquinas destrozadoras de montes, sin preocuparse de las Comunidades ni de los Ejidos, cohe­chando dirigentes, provocando dificultades, sonriendo, o enojándose ségún les conviniera, soltando o agarrando a su propia conveniencia, y dejando una estela de depre­daciones, intranquilidades, sangre y superficies desnudas, donde el viento detersivo aullaba canciones de destruc­ción.

Hubo montes' que resintieron el golpe demoledor de tres mil hacheros, montes que fueron quemados a propó. sito para justificar una explotación, montes que cambia­ron de dueño mediante triquiñuelas para poder ser tala­dos, montes que se arrebataron a las Comunidades y los Ejidos mediante engaños y pequeñas dádivas. ¡Montes del Estado que iban desapareciendo paulatinq,mente, tragados por la marea intensa, destructiva de las explotaciones!

El enorme precio que alcanzó la madera en los mero cados a causa de la guerra mundial, fue el aliciente que movió a emprender la explotación, en gran escala, de la noche a la mañana duplicóse, triplicóse el precio de ven­ta al no poder satisfacerse la demanda aumentativa. Or­ganizáronse sociedades al vapor, se hicieron madereros, de improviso, individuos que antesTw conocían la ma­dera sino en sus muebles domésticos. En los cónclaves de los "iniciados" en el secreto, brillaban de codicia los ojos, mientras ostentaban a la luz pública la desvergüen. za de sus rapiñas. Pagaban a las Comunidades una mí­nima parte por cad(L millar de pies de madera extraída y mientras sus ingresos crecían en forma desorbitada con

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sumas donde los ceros a la derecha se amontonaban como OJOS curiosos; las Comunidades propietarias -de los bos­ques, poseían sumas de tres y cuatro cifras como com­pensación total. Era; esta la limosna y así la pagaban para tener tranquila su poco escrupulosa conciencia. Mañana o pasado, cuando supieran que algún pueblo se encon­traba arruinado a causa de la pérdida de sus montes, ya tendrían argumentos con qué convencer a los legos en la materia: "les dimos lo que les correspondía, les paga­mos bastante bien, no han de de haber sabido manejar los dineros y por eso se encuentran en la miseria".

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Los montes se degradarían,. quedarían desnudas gran­des zonas del Estado, se comprometería gravemente el equilibrio del clima en perjuicio de la Agricultura, pero ¿importaba eso, alas explotadores? "¡Bah! -decían­ese es problema del gobierno y nosotros no somos polí­ticos: nosotros somos madereros mexicanos; nos preocu­pamos por la madera, que el gobierno se preocupe por lo demás ¡para eso es gobierno!".

Marejada de depredaciones que venía aumentando de volumen y. fuerza, aserraderos, que. trabajaban a toda ca­pacidad, en tres tumos diarios, para concluir más rápi. damente su destructiva tarea, peligro que amenaza la in­tegridad económica de generaciones enteras de indios ex­plotados e 'indefensos. . .Rugían los aserraderos, expeliendo aserrín, rabiosa­

mente.; comían madera y había que aplacar su insacia­ble hambre con las rosadas maderas de los pinos; cons­tantemente había que derribar árboles para no dejarlos ;¿ambrientos, que no -les faltara el sustento diario de tro­zas; que se acabara el' bosque, pero que el monstruo no

'estuviera quieto ni los días festivos.

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y las hachas de los hacheros r.esonab-an como cam­panadas tañendo a muerto en una cadencia elegíaca; caían los árboles y en desbandada huían las aves de sus nidos destrozados. El enorme equilibrio de la naturale­za se quebrantaba, rompía las delicadas relaciones entre sus elementos; las nubes de colores irisados se alejaban paulatinamente, los fríos se hacían inclementes y. secos mordiendo las carnes de los indígenas con mayor saña. Iban desapareciendo los ojos de agua que alimentaban a lps arroyuelos de nombre tarascas; como una cara arru­

o gada y sucia se presentaba la desnuda faz de las tierras donde otrora se alzara la gloria verde de los montes.

Aquella marejada de destrucción, como un huracán. despiadado, arrasaba la espesura forestal dejando mon­tañas desnudas mostrando sus hoscos perfiles negros, como esqueletos trágicos.

Saqueo moderno, tala inclemente que sumiría al Es­tado en un desequilibrio económico, que cebaríase en la carne de los indios; borrasca que arrebataba la riqueza de .las Comunidades, dejaTuio tan sólo amargura, triste­zas, miserias y muerte.

Madera que salió manchada con la sangre de los ex­plotados, con el hambre y el oprobio de los pueblos, ma· dera que llevó como sellos de mani,tfactura los meandri­nos arreglo~ del enjuage; muda madera que salió de los árboles monumentales ante la vista doliente del indio y se fue a los mercados del mundo a alcanzar precios fa­bulosos, para hinchar las bolsas de los explotadores; ta­blas que fueron los madereros simbólicos donde se cru­cificó al pobre Cristo indígena, hecho de carne prieta, de ignorancia secular, de músculo fuerte para resistir los tormentos de la miseria.

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Los indios veían las- explotaciones con la aesesperan. za y el fatalismo que les son propios, lamentándose sin ser escuchados.

Avanzaba el rebaño de los monstruos, dejando la es­coria del aserrín y las superficies desnudas: hambre, san· gre y rencillas entre Ejidos y Comunidades. De todas par­tes, convergía ahora hacia el sur, hacia el legendario sur de riqueza incalculable. Ya se oía el bramar hambrien· to de las sierras que se aproximaban,. ya se sentía el tro· pel de nubes huyendo en desbandadas a lugares. propi­cws.

Los ojos de los voraces se tendían avizorando el ha· -rízonte escudriñando nuevos sitios de rapiña.,

Las hachas de los hacheros resonaban como campa­nadas tañendo a muerto en una letanía elegíaca; caían los grandes árboles y, en su caída, sepultaban pequeños pinos. Gemía el bosque y, e!t desbandada, huían las aves de sus nidos destrozados. Los venados de ojos húmedos, contemplaban medrosos, desde los altozanos, la desapari. ción del monte, mientras a lo lejos se oía el tartajeo in­cansable de los aserraderos.

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POC·HUPICUA

CAMINABAN por el sendero desnudo el viejo y el niño. Sus pies, calzados con huaraches, iban dejando las hue­llas impresas en la arena que, desde la erupción del Pa. rícuti, cubría todas las cosas de la región: las casas de madera (trojes hechas con tablas rajadas a hacha), la fuente del pueblo dond~ se almacenaba el agua de la que se proveía la Comunidad de Puruarato para sus necesi. dades domésticas; los edificios públicos de paredes ce. nicientas: la Jefatura de Tenencia y el Templo (únicos de adobe), hasta los pastos resecos y las agud-as hojas de los pinos. ­

Por el camino iban los dos: el niño y el viejo. Era de madrugada, el alba prendíase como una ex­

plosión de luz, que fuera aumentando de intensidad cons. tantemente; cantaban los pájaros en los bosques y la ne­gra silueta de los cerros se iba dibujando más claramente.

Vestidos de la misma manera, el niño una reproduc­ción a menor escala del viejo: calzón de manta, sucio y remend~do, camisa de la misma tela, un sarape, de lana negra terciado al hombro izquierdo y, cubriendo la ca­

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beza, un sombrero de palma con anchas alas; una faja de algodón teñido de rojo, a manera de cinto, completa. ba la indumentaria. El viejo llevaba en la derecha una hacha y el niño, sobre la faja, arrollada una reata de cuero crudo. Caminaban uno tras otro y sólo quedaban las huellas de sus pies en las arenas del desierto cami­no, borrando a trechos la marca ondulada de los peque­-ños médanos. Iban en silencio, como obsesionados por una idea fija o perdidos en la laguna de la somnolen­cia. De pronto, preguntó el niño:

-Abuelo ¿a <1ónde vamos? Sin dejar de andar repuso el anciano:

" -A los mogotes de La Amapola. -¿Por qué tan lejos, tata Ubaldo? ¿Que no hay leña

más cerca? El viejo reconvino: -No está lejos hijo, nada en este mundo está lejos;

todo se encuentra aquí nomás: al alcance de la ·mano. Bostezó el niño y siguió caminando en silencio, viene

do los contornos de las huellas que iba dejando el abuelo. Se inundaba de claridades opalinas el ambiente, sur­

gía el Sol de entre las brumas y las últimas sombras co­bijaban en occidente a las estrellas· rezagadas; corr,ían los vientos, fríos, cristalinos, moviendo las frondas de los bosques. Empezaban a alumbrarse los diamantes del ro. cío dando la impresión de Un feérico tesoro volcado sobre las hojas de los vegetales.

Sintiendo una atracción irresistible, levantó el niño la vista hacia el gran cerro que, como un ave inmensa con sus alas abiertas, protegía las casitas del poblado lejano; se quedó inmóvil contemplándolo a la luz cada vez inás fuerte; al verlo, dentro de su alma vibraron sen. t~::J.:ientos y recuerdos en confusión. Los árboles se veían

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pequeñitós, con sus copas verdes de tonos suaves cubrien­do hasta -la cima. Adivinábanse las barrancas por donde las crecientes, en época de lluvia, bajaban bramadoras e incontenibles formando torrentes impetuosos. Oíase el ru­mor del viento cortado por las hojas filiformes 'y satu­rábase el ambiente con el olor del huinumo.

¡De buena gana' hubiérase quedado ahí mismo, con­templando cómo el sol pintaba y repintaba los detalles del cerro! Hubiérale gustad'o tenderse sobre el camino y, así recostado, mirar y remirar hasta cansarse, la polié­drica formación montañosa. Sólo pocas veces' habíase aventurado en él, llevado por su padre; recordaba muy bien que, cuando se perdió el buey pinto que soltaran' a pastar, fue al cerro y le enseñaron las veredas. Se 4abía fatigado muchísimo, tenía que llevarle el padre de la ma· no y, en muchas ocasiones, deteníase a descansar. Re­cordaba que desde lo. alto de una loma había visto un coyote que huía ...

Sacólo de su ensimismamiento el abuelo: -¿Qué te pasa? -Nada, abuelo; veía el cerro. -¡Hum! -gruñó el viejo: y luego, arrastrando la

palabra como si quisiera desmenuzada 'para él mismo arrancarle toda la entraña-: ¡el cerro!

. Detuvo su andar y, dando rienda suelta a las razo· nes que la experiencia de los afios en él d~jara, así como al sentido profético, desesperanzado de los míseros, que ' en todo pretenden encontrar símbolos y motivo de pesi. mismo, prosiguió:

-El cerro. .. ¡Poc.húpicua! ¡Míralo cómo está de negro y fel:?, míralo cómo se extiende sobre el pueblo como un enorme murciélago que quisiera abrazar las ca­sas! No te dejes engañar, hijo, por sus mañas de vieja

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que se pinta con colores nuevecitos cada albeada, no te dejes engañar por sus retozos de potro joven cuando caen las primeras lluvias y suelta los arroyitos mansos sobre las barrancas. Tú estás todavía muy niño para conocer que tras todos esos colores y jugueteos, se esconde el alma torva del cerro; yo lo he visto hosco y mal encachado mu­chas veces, sobre todo en las noches,. cuandQ al filo de las doce suelta los cantos de los tecolotes y las lechuzas y se oye el alarido de los naguales.

"El año pasado me tragó ese cerro a la yegua que 'había comprado. Ese cerro se llevó para siempre a tío Canor: un día el tío salió con rumbo a Patamba, lleva­va su dinerito para comprar ropa; a los seis días, viendo que no regresaba, fuimos a buscarlo por todo el camino y ahí nomás, en el puerto del agua, frente a un pino vie­jo lo encontramos muerto, comido ya por los zopilotes, desfigurado y horrible. Unos dijeron que podrja haber sido que lo hubieran asaltado, pero cuando lo esculca­mos, le encontramos en las ropas todo el dinero.

"¡y sé lo que le pasó a Canor! Le sorprendió la no­che en lo fuerte del monte y éste se 10 tragó, se lo co­mió con su hocico negro y, si no nubiéramo's llegado tan a tiempo, ni los huesos' deja.

El abuelo lanzó un profundo suspiro, estuvo pensan­do algún rato' y luego prosiguió:

,-Es mucho dinero el que tiene el cerro ese; ¡mu­cho! En la revolución, cuando huyeron las familias prin­cipales del pueblo, como no podían llevarse sus ahorros porque se los quitarían por el cam:in'o, se fueron a ente. rrarlos al monte; los pocos que regresaron después que se acabó la guerra, dicen que no encontraron ya el dine. ro que habían enterrado y que cuando estaban escaro

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bando, sonaba como burla el viento cortando el huinu· mo de los pinos.

"Nada bueno esperes' del monte; cuando fueron a repararle la cruz el año pasado, se tragó a los tres hom­bres, y hasta hoy no hemos tenido noticias de ellos. La otra vez para no ir más lejos, Antonio le metió una cu· chillada a Tomás, porque en el terreno de éste aparecie­ron unos árboles que antes no estaban. Antonio decía que Tomás había corrido la cerca para robarle un pedazo de tierra y éste alegaba que no era cierto; en el mismo lu· gar de los hechos, fue donde le pegaron al herido y di­cen que el cerro tenía un fuerte viento y que los árboles se movían como danzando y chillaba el viento en las ra­mas. ¡No cabe duda, fue el monte el que hizo la maldad para que riñeran los hombres!

"Y cosas peores tendremos que ver luego. No le tengas mucha confianza; cuando vayas por algo, anda siempre con cuidado y procura que nunca se te haga de noche, porque te asaltarían los fantasmas y no contarías el cuento.

Luego, frenético, con la mirada fija en el cerro, temo bloroso, como viendo visiones y apuntándolo con la mano siguió:

-¡Míralo como está ahora, todo llenito de colores! Nos está llamando, nos está atrayendo como si tuviera vaho; quiere que nos metamos hasta muy adentro, nos está poniendo una red para ver si caemos en ella; ¡mira las lomas cómo están de verdes y bonitas, mira cómo está de quieto engañándonos! -y después, bajando la mano y. pausadamente-: pero no le haremos caso, lo dejaremos que haga lo que quiera, nosotros vamos tan sólo por leña para la casa y no tenemos que ir más lejos de lo que necesitamos.

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"¡No olvides mi consejo: vélo siempre como a un

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enemigo, con recelo, porque algún día nos hará más daño que el que nos ha hecho hasta ahora!

Enmudeció el anciano,. La fuerza que le poseyera haciéndolo hablar tanto tiempo había desaparecido yen·. corvándose bajo el peso del recuerdo evocado, sin decir otra palabra al niño que le miraba asombrado y confu· so, siguió" por la senda cubierta con la arena del Parí· cuti y a grandes pasos se alejó del lugar dejando sobre la ceniza las grandes huellas de los huaraches. Siguiólo el niño, cejijunto, y triste, sin voltear la cara hacia la mole esmeralda del monte y con una profunda decepción oprimiéndole estrechamente el corazón, donde se ahoga. ban sus pequeñas ilusiones.

, Siguieron caminando. Por la senda enarenada que· daban las huellas, como símboÍos de' un eterno, peregri. naje por el,hosco destino, como bajo relieves de manos

'informes pidiendo clemencia. Rugía el volcán en la distancia su chorro de ceniza

,y fuego; como una lengua bramadora hacía estremecer los aires de la mañana que presentábase radiosa, el sol inundaba de luz dorada todos los espacios, las últimas estrellas habían desaparecido opacadas por la claridad; del monte bajaban vientecillos fríos, olorosos a tierra hú­meda, a huinumo y hojarasca.

Poc·húpicua, el bosue de la tierra, se cubría de es­plendor matinal, el rocío, se evaporaba en gasas tenues que ascendían como los velos de una danzarina, dejando

, al descubierto los cuerpos verdes de los árboles. El ru· mor de las hojas, mecidas por el viento suave, tenía un acento de oración dicha por millones de seres bajo las ojivas ilusiones de las ramas, como en una inmensa, in· creada catedral.

Poc·húpicua, el bosqJle que proporcionaba leña, ma· dera para trojes, tejamanil y arados a los indios, se mos·' traba aquella mañana como nunca: esplendente y fuerte, con la santa fuerza inocente de la naturaleza virgen; sus piéos parecían agujas de torres encant~das, su silueta de águila caudal abriendo las alas amorosas para cobijar el pueblo de.la Comunidad,' era un raso glauco, una al· fombra lejana tapizando las aristas agudas de las rocas. Quizá los indios le tuvieran miedo más bien a causa de aquella irreal belleza que por ningún otro motivo; aqueo lla fastuosidad despertaba en sus almas complejas sen· saciones irresolubles y trataban de sustraerse a ellas col· mando de maldiciones y leyendas de terror y muerte al bosque. Quizás esa desazón angustiosa que se experimen. ta ante las cosas hermosas que no pueden ser poseídas o dominadas, les inquietara los escondidos fondos de sus almas sensitivas y sencillas. Así era como todos habla· ban mal de él, a pesar de que les proporcionaba la ma· dera para sus necesidades y de que con el precio de sus productos, sacaban el auxilio para remediarse cuando los temporales no eran propicios al maíz.

El hondo sentimiento trágico que anida en los indios , hacíales comprender que aquella milagrosa riqueza del

monte, que no podrían tener para ellos en toda su pIe· nitud, sería utilizada por otros, por alguien que no fuera ellos y, al final, se quedarían aún sin sus bosques. Estos presentimientos los inducían a propalar por todos los ám· hitos razones falsas sobre la naturaleza:

-"El monte está feo" -decían cuando bajaqan a Uruapan a vender carnero ,o maíz.

-"Muy malo monte ¡muy malo monte!" -repe~'

tían como letanía angustiosa las guares que llegaban a la ciudad a vender corundas, toqueras, gallinas, ceñido·

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res, rebozos y hongos rojos; cuando alguien les pregun­taba aun cuando fuese sin intención alguna y solamente por el deseo de oírlas hablar en su media lengua.

Poc-húpica, bosque hermoso de árboles rendidos, ele­vados, gruesos, como venerables monumentos de vida. Montes donde vivían los animales silvestres sin que nadie los molestara; rincón donde el equilibrio de la naturale­za imperaba como única ley.

¡Monte de la Comunidad de Puruarato! No había en toda la zona bosque más hermoso ni

más rico: los árboles se elevaban majestuosos con sus grandes troncos rectos. Accesible la espesura desde cual­quier punto, sin grandes pendientes, con poco malpaís.

Desde que el monte era monte, sólo habíase escucha­do en sus profurididades, el sonido que arancaran los ru­dos instrumentos de corte de los purépechas y las mo­dernas hachas con que los descendientes, cotidianamen­te, llegaban a tomar una ínfima porción de madera para sus necesidades domésticas.

De sus verdes espesuras salían las tablas labradas para hacer trojes rústicas que después serían techadas con tejamanil y en las cuales no se utiliza clavo alguno: ma­dera y solamente madera.

Cuando los novios pensaban casarse dirigían mira­das tiernas al bosque del cual saldría la nueva vivienda; el mozo levantábase más temprano que de costumbre y, antes de dedicarse a las faenas diarias con los padres, iba a labrar las toscas tablas con su hacha; finalmente las acarreaba a lomo de burro, ayudado por sus parien­tes y amigos, quienes le daban una "mano" para levan-, tal' la troje, aconsejando cómo había que rebajar más las ranuras de los extremos para que la unión de las piezas diera mayor solidez a la construcción.

23LA AGONÍA DEL BOSQUE

. Poc-húpicua proveía al pueblo de combustible; leña que después ardería alegremente en las paranguas calen­tando el yantar modesto"de frijoles y tortillas; daba los arados que, con calza de fierro, hendían desde tiempo inmemorial, las tierras ligeras de los campos donde, en diciembre, lUcÍí:lll al sol brillante las mazorcas de granos dorados. El proporcionaba también las vigas y morillos para hacer ~os puentes que salvan las profundas barran­cas, que de otro modo no podrían cruzarse en la tempo­rada de "aguas", cuando los torrentes hacen imposible el tránsito por los vados de "secas". '

Un bello bosque, el mejor de toda la región, era el que pertenecía a la Comunidad del Puruarato. Desde la época de la Colonia, cuando los conquistadores pre­firieron pactar a base de concesiones con los bravos pu­répechas, antes que seguir teniéndolos como enemigos mortales, insumisos, la ,Comunidad estaba en posesión pacífica de sus montes y sus tierras.

Los antiguos documentos originales eran conservados por el más viejo de la localidad y, sobre los papeles des­haciéndose, en donde apenas podían leerse los caracte­res mánuscritos nombiados a algún Rey de España, los sellos de "un qaltillo" y similares, daban fe de auten­ticidad al arcaico documento.

No era muy rica la Comunidad, cierto, pero vivía en paz y tranquilidad, lejos ya de la legendaria época gue­rrera de la revolución, a la cual diera también la contri­bución apreciable de la sangr~ de sus mejores hijos, cu­yas hazañas eran relatadas por el viejo Ubaldo, en las noches de fiesta, a los jóvenes que absortos escuchaban:

-"AHá por el año del diez, se levantó Tata Maclo­vio y ... "

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Bosque de la Comunidad de Puruarato, Poc.húpicua, defensor de la Comunidad, regulador de la lluvia, pro. tector, de los manantiales, barrera contra los vientos fu. riosos, fertilizador de 'la delgada tierra ...

¡Te temían los indios!

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MATANDO VENADO

_¡OYE TÚ -.-llamó don Jaime Martínez a un indio ya viejo, que se e~contraba arpillando madera en el patio del aserradero-: ¡Ven acá! . '

El indio cesó su labor, acomodó la tabla que llevaba a cuestas y se aproximó al dueño:

.. -Mande usted, patrón. -¿Tú eres de Puruarato?

. -No, patrón, soy de Cuandutiro, al lado de Purua· rato.

-¿y no conoces Puruarato? -Pues verá usted, aunque nací donde le digo, des­

de muy chico fui a trabajar a Puruarato, porque ahí vi­vía un tío de mi mamá, que fue el único familiar que me reconoció cuando quedé huérfano. Le conozco la gente de esa Comunidad, las tierras de labor como a mis ma­nos y los montes ¿o no es eso lo que le interesa? -bri­llaron de alegría los ojos del explotador pero no dijo palabra; comprendió el indio y siguió hablando-o Los monte,s los conozco como si' fueran mis bebederos. ¡Con decirle que trabajé ,haciendo tejamaniles y sacando mo­rillos para venderlos en Uruapan!

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Después, como viera que aquello comenzaba a inte­resar al patrón y con el deseo de prolongar la charla, que le liberaba por instantes del pesado trabajo que realiza. ra momentos antes, prosiguió:

-Yo creo, patrón, que usted no ha visto hasta aho­ra montes que se parezcan a ésos: llanadas tan lisas como la palma de la mano, cubiertas por poco ¡no vale la pena! Fina madera en verdad la que debe sacarse de esos mono tes. -Se calló el indio y, mirando fijamente al patrón, como dándole un consejo, pero en realidad queriendo adelantar la respuesta a la pregunta que presentía se le' iba a, hacer, espetó-: ¿Por qué no quiere que vayamos a darle una vueltita? No se halla lejos; podemos salir c~ando quiera. Yo lo llevo comb nomás de paseo a como pral' lana o maíz, o a tirarle al venado; así puede ente­rarse de que es cierto, el "redibao" que le he dicho.

Se iluminó la cara de don Jaime, le brillaron más que de costumbre los ojos y asomaron los dientes blancos, grandes, en una amplia sonrisa de satisfacción. Antes de responder estuvo pensando: ¡No cabía duda, la suerte lo favorecía ! Ya se le' estaba acabando la madera en el lugar donde se hallaba con su aserradero. Desde hacía algúp. tiempo había pensado emigrar a otro sitio; le ha­bían hablado, de Puruarato, pero no había tenido oportu­nidad de encontrar a alguien de allí. Pero ahora estaba la ocasión favorable con este indio que mucho le servi­ría.

Con la sonrisa en los labios y, como pensando en voz alta, mientras, miraba al indígena con expresión socarro­na, arrastrando lentamente las palabras contestó:

-¡Hum! ¿Conque hay mucho venado por allá, eh? y con lo mucho que me gusta la tirada ¡lástima que no haya tenido tiempo antes para tomar unas vacacioncitas

27LA AGONÍA DEL BOSQUE

que necesito y descansar de todos estos meses de friega constante!

Después, variando el.,tema y ya un tanto más serio, como anepentido de haberse mostrado al descubierto ante el trabajador, le dijo:

-Mañana mismo iremos ya que, como dices, no que­da lejos. ¿Llegaremos?

-¡Oh, sí! -se apresuró a contestar su interlocu­tor-. A caballo y por los atajos que conozco, si salio mos antes de que alumbre el sol, estaremos allá al medio­día.

·-Bueno, entonces te preparas. Le dices al capataz que me vaya a ver para decirle que te quite del trabajo ., que tienes y que te ponga de mi mozo de estribo. Vete de una vez para que arregles tus cosas y toma diez pesos

, para que compres lo que necesites, mientras, le digo al pagador que te tenga lista la raya qUe te toca y que te la entregue hoy en la noche.

-Gracias ¡muchas gracias patrón, Dios le ha de con­ceder la gloria! Desde luego voy a hacer mis "tamba· ches" y' a mercar algo de "víveres" para el camino. -Todo sonriente, la cara que le resplandecía de conten­to, repitió Lorenzo-: Muchas gracias ¡el Señor le ha de dar la gloria!

Se alejó don Jaime del patio del aserradero y el in­dio conió a la cabaña de tejamanil donde guardaba sus "triques", para alistarse al viaje del día siguiente.

¡Qué suerte tenía el indio Lorenzo! ¿Quién iba a de· cirle que dejaría de hacer aquel trabajo de cargar ma­dera en el lomo, para transformarse en el consentido del patrón? A él le parecía que toda la vida iba a estar car­gando tablas y más tablas. Ya la espalda la tenía dura y cuerosa como piel de mula, las manos callosas frecuen­

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temente le sangraban con las astillas que se le encajaban . como puñales. En las noches, cuando el frío mordíale á despecho del sarape negro y lanudo, cuando la hume­dad del suelo le taladraba las articulaciones, a pesar d~l petate mugroso y roto, creía que para él había termina. do la suerte en la vida. 1

Sobre todo, llevaba. una íntima congoja que hasta aquel momento se disolvía sin dejar huellas: ¡cómo le pesaba no haber podido servir para otra cosa en el ase­r.radero! ¡Arpillar madera! El era muy bruto, pero com.. prendía' que aquel trabajo estaba destinado para los más zafios, para los que no precisan usar la cabeza sino las manos, sólo manos y músculos, el hombre en su más pre-' caria definición de oficio: bestia de carga, bestia peno sante, doliente, cargada de penas, enfermedades y triste. zas, pero pasiva, mansa, ejecutando el trabajo mecánica­mente.

-¡Ah! (suspira de contento) pero todo había ter. minádo, cambiando de ·improviso: ¡Mozo' de estribo! Las hartadas que se iba a dar con las sobras de la cocina del patrón, la vida regalada que llevaría, sin tener que estar con el ojo alerta viendo que el capataz se alejara un poco, para sobarse las articulaciones doloridas. y puede ser que hasta dejaran de llamarlo con aquel sobrenombre genérico a todos los indios: José, y ahora le nombraban con su propio apelativo.

¡Quién se lo iba a decir! Y. todo nada más porque conocía la Comunidad de Puruarato. Siempre le había parecido éste un pueblo destartalado y mísero, con su gran cerro, como mql'ciélago, y sus interminables tierras de labor, donde dejara los años mozos embarrados en los surcos cual semillas estériles. En estos instantes, la re­veía en la memoria como una visión. iluminada suave.

LA AGONÍA DEL BOSQUE

mente por ,el recuerdo, encontrábala colorida, risueña~. alegre y prometedora; acariciaba casi la evocación, como si fuese una sola cosa tangible y en el. pensamiento, di· rigíala palabras tierna~: f'¡ Comunidad de Puruarato, pue· blo bonito! casitas de colores, campos verdes". ¡Y vaya si la conocía! Podría aventurarse en los montes con los ojos cerrados y de noche; podría llevar a quien quisie­ra a los lugares donde el monte estaba mejor, a los pa­rajes donde los árboles parece!). columnas como las que hay en los templos: lisos, redonditos, sin nudos.

Terminó de hacer su "tambache'" con los triques que tenía, arrinconó el petate y sobre él se sentó, dando rien· da suelta a sus ilusiones: blandas masas de sentimientos irrealizados, movidas, hechas por el deseo.

Don Jaime entró a la casa de madera que servía de oficinas y despacho en el aserradero, se sentó frente a una mesa y empezó a escribir las instrucciones a que de· bía sujetarse el capataz durante su ausencia. Este sor· prendiólo en tal labor.

-.¿Que me llamaste coinpa~re? Me dijo el indio que me necesitabas; que ibas a salir mañana de aquí ¡o no sé qué cosa por el estilo! \ . , -Sí, es cierto, voy a salir mañana con rumbo a Pu­ruarato, con el indio. Quiero ver esos montes para salir de una vez por todas de las dudas; te estoy terminando las instruciones de lo que debes hacer mientras estoy fue­ra. No creo tardar más de tres días; en caso de que no regrese en ese tiempo, vayan tú y tu compadre Pantaleón a Puruarato a buscarme.

-¿Vas a ir solo? -Nada más con el indio ese que arpillaba la made·

ra. Ya sabes que mientras menos ruido le hagamos a la cosa es mejor; si voy con gran compañía los indios se ma­

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liciarían algo y, a la hora de la compra del monte (si es que se hace) se no~ pondrán caros. Lo mejor es lo que ya he dispuesto, saldremos el indio y yo muy de madru­gada; que nos ensillen dos caballos, para mí el retinto y tú te encargas de aceitar la retrocarga ahora mismo, me llevaré unos cincuenta cartuchos porque voy a llegar , con el cuento de que me dedicaré a matar venados. -Son­rió y por fin explotó en una alegre carcajada, mientras con doble sentido, maliciosO', decía.--: ¡Ojalá mate ve­nado!

Se carcajeó también el capataz, desentrañado el sen. tido y coreó con malicia:

-Sí, compadre, ¡ojalá mates venado! Interrumpióse la risa del maderero para explicar: -Dile al pagador que le tenga lista la raya al in.

dio, hoyes miércoles, pero que le pague, toda la semana como si la hubiera trabajado; desde la que entra pasa a ser mi mozo de estribo, con el mismo sueldo, dile tam­bién que ponga a otro menos bruto a substituirlo arpi. lIando.

Asintió el capataz y esperó en silen~io a que don Jaime terminara los apuntes de las "instrucciones". Cuan­do esto sucedió tomó la hoja escrita y se alejó con rumbo al aserradero, dejando solo al explotador. Este, sentado en el mismo lugar frente a la mesa, se' quedó pensan­do algún tiempo:

-"¡Qué negocio el de la madera, qué negocio! ¡Y todavía había quien dijera que la guerra era mala! ¡Oja­lá durara cien años!"

Después que dejara instalado y trabajado el nuevo aserradero, se iría a la capital del Estado, a correr una parranda de aquellas que le hacían famoso entre los ocio. sos y viciosos del lugar; se encerraría por su cuenta, jun.

LA AGONÍA DEL BOSQUE

, to con los amigos iquince días de parranda¡ (Al fin y al cabo para eso es el dinero: para que ruede puesto que es redondo; hoy está en nuestras manos, mañana ¿quién

sabe?) Con voluptuosidad veía en la pantalla de la mente

el mapa del Estado, fijaba los puntos explotados y lue­go hacía comparación con las enormes superficies del sur, aún sin explotación; se sentía como colocado en al· gún miraje elevadísimo, desde el cual poder admirar toda la ancha superficie boscosa a la que todavía podría ex­traérsele mucho provecho; luego aquella visión se le trans­formaba dentro de la mente en una gran alfombra donde estuvieran enclavados árboles extraños, formados con co­lumnas de pesos por cañas y veía a los hacheros, sus ha­cheros, cortar aquellas columnas metálicas en trozos don­de las monedas permanecían raramente pegadas unas a otras.,. Y veía los rollizos así cortados llegar a sus ase­rraderos, donde las sierras entraban como manos metáli­cas hurgando los discos de plata para finalmente, en de-­talle tentador contemplar las innumerables' tongas en sus patios, como montones de pesos: tablas hechas de pesos b,rillantes al sol que resplandecía.

Era como si todos sus trabajadores fueran ciegos y no vieran aquella riqueza, parecía como si los indios y ejidatarios que vendían sus montes, no tuvieran la fa­cultad de ver lo que él veía: tablas hechas con hileras de pesos que brillaban al sol. Por último, observaba to­car aquellas tablas que se le abrían raramente, como talegas de pesos, entre sus manos velludas y fuertes to­maba las monedas, aquella cascada de discos entre sus dedos, y a puñados, como si fuera confetti, las arrojaba a los lupanares, a las cantinas.

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32 JESÚS URIBE HUIZ'

Después cambiaba la escena mental, cpntemplaba las superficies desnudas que dejaran sus aserraderos, cubier. tas con árboles de cristal en forma de botellas vacías ("Extraña reforestación" pensó). Se rio a solas y siguió pensando dentro de aquel raro monólogo y sueño:

-Los montes de la Comunidad de Puruarato ... ¡Ojalá que fueran buenos! ¡Ojalá fuera cierto todo 10 que de ellos se contaba! De ser aSÍ, otra vida sería la suya: pondría sus aserraderos a trabajar, explotaría dos o tres años nada más y cuando ya hubiese tenido en sus arcas algún haber siquiera de seis ceros a la derecha, se retiraría a vivir como la gente en alguna ciudad: Méxi. co, Morelia; j en cualquier parte donde poder subsistir con comodidades y' sin problemas! Porque: ¡Ah cómo e'ran tercos y difíciles los indios! Jamás comprendían que el aserradero les daba un buen trabajo. Siempre rezon­gando, siempre de mal humor.

Se iría después de trabajar esos años, a vivir descan. sádamente a algún lugar quieto y pacífico, tranquilo, sin temor de estar expuesto a las mojadas en los cerros, sin tener que estar sujeto a privaciones. . ,

Pensaba con asco en la Comunidad de Puruarato: otros tres o cuatro días de trabajo como bestia, comiendo

'como los animales, en compañía de los indios sucios, aquellas tortillas prietas; junto a niños mugrosos y mo­cosos; debiendo sonreír a todos, acariciar los niños dán­doles algún dinero; durmiendo en alguna troje sucia, en petates llenos de pulgas y sobre el suelo duro. Y ni modo de llevar algo para estar cómodo, había que impresio. nar a los indígenas (eso lo sabía por experiencia pro­pia), había que demostrarles que él no se afrentaba de vivir en las condiciones en que ellos vivían. Con pensa­miento ,calculista comprendía que ese sacrificio no era

LA AGONÍA DEL BOSQUE 33

estéril (para él la vida se reducía a Peso~ y centavos); ya mañana, cuando tuviera problemas de aumento de sao larios, uno de sus arg~ntos favoritos sería:

-"¿Pero de qué te quejas? (dicho al empleado que solicitase le subiera el sueldo) ¿para qué quieres más di· nero? ¿No te' conformas con lo que tienes? No es cierto que vivas mal, yo mismo he estado entre ustedes: ¿te acuerdas? y créeme que pasé esós días encantado de la vida, como nunca había estado' de feliz y sano; ustedes debieran compadecernos a nosot'ros, los que tenemos que emprender negocios para poder sacar algo de dinero y te· ner para curarnos las enfermedades que nos han dejado las ciudades; ¿dices que no te alcanza el dinero? Pero si tú estás sano, tus hijos también ¡deberías dar gracias a Dios por eso, en lugar de venir a darme más proble. mas de' los que tengo!"

Se reía 'in-mente de todo aquello, se sentía fuerte, seguro, c0nfiado, un superhombre en comparación con los pobres indios con quienes trataba. Un ente superior en entendimiento, que jugaba con las ocasiones, con las vi­das y el dinero, como si fuese un semidiós que tuviera a su entero arbitrio el hacer y deshacer lo que a su vo­luntad plugiese. '

¡Ojalá fuera cierto lo que contaban de Puruarato! ... Pero, ¿que' estaba pensando? ¡Debía ser cierto! ¡Era cier· to! Y era verdad, puesto que a él se le presentaba la oca· sión de explotarlos. Esos enormes bosques inermes esta­ban ahí reposando en su riqueza virgen e intocada, desde hacía centenar~s de años, dormidos e improductivos, be· llos, majestuosos, en espera de que llegara algún osado que rompiera c,on las trabas de 'las dificultades, hacién­

. dolos producir riquezas fabulosas. Puesto que otro antes que él no había llegado, éstos serían suyos por fuerza;

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JESÚS URIBE RUIZ34

ya lo daba por hecho. Se sentía con. la misma gran seguri. dad y confianza en sí mismo que experimentaba cuando jugaba póker. ¡Póker! Sí, eso era para él la vida: un juego de póker, en el cual le había tocado la racha favo· rabIe. Enlazaba en su memoria el recuerdo del juego, repasaba con voluptuosidad los incidentes más notables de sus innúmeras. noches dedicadas a Birj~n, con la emo· ción bárbara del juego sin que le alterara un solo múscu­lo de la cara y apostando con alarde aun sin tener carta buena, confiado sólo en la pericia, en su suerte y en su complejo de superioridad. ¡Aquella mano de cinco mil pesos que le ganó a don Timoteo, el maderero de Zitá· cuaro ! (¡Qué bello recordar lentamente! ) Tenía un dos y un tres y su contrincante un as visto, al llegar a la ter· cera carta, tocóle un seis y al compañero un rey; de los cuatro que jugaban, sólo los dos se quedaron en el ma· no a mano decisivo; siguieron llegando las cartas, se su­cedieron los revires y, al final, ganÓ su corrida contra los dos pares mayores. .

Sí, ¡la vida no era más que juego de póker! Habíale tocado la racha favorable y tenía que aprovecharla lar­gamente.

¡Montes de la Comunidad de Puruarato ! Ya se creía contemplarlos, le parecía estar eligiendo el mejor sitio para instalar el aserradero; obsel~aba en las nubes co­loridas e irreales de la quimera, ir tomando cuerpo, per~ filándose claramente, las construcciones: las maquinarias enclavadas en el centro de un amplio patio, la casa de la oficina, donde sábado a sábado harían larga cola los tra­bajadores cobrando sus rayas, el camino por el cual transitarían incansables los vehículos acarreando el pro­ducto elaborado, el ruido amoroso de la sierra, coreado por el grito seco del hacha al herir los troncos verticales.

¡Montes de la Comunidad de Puruarato!

35U ACONÍA DEL BOSQUE

* * *

Declinaba el día, el sol iba desapareciendo tras los montes cercanos inundando de sombras el paisaje; apa­recían las estrellas por occidente, se oía el bramido de la sierra en su labor, encendíanse laslintern-as de petró­leo; y la luz eléctrica del aserradero, llovía la claridad amarillenta de los bombillos.

Don Jaime se quedó dormido sobre la mesa, pensaba en los rimeros de pesos que extraería de los bosques de la Comunidad de Puruarato.

Un débil resplandor comenzó a herir las tinieblas, des­garrando el manto cuajado de diamantes. Los primeros rayos del sol aparecieron tras las crestas elevadas de la serranía; el frío cortaba con sus cuchillos de hielo.

Despertóse don Jaime con los golpes que dieron a la puerta de su cuarto.

-¿Quién es? -'-gritó malhumorado y con la memo­ria perdida del que despierta..

-Yo, patrón -contestó el indio Lorenzo, agregan­do-: ya es honi.

Incorporóse el explotador vistiéndose rápidamente y salió, todavía fajándose, saludando al indio:

-Buenos días, ¿ya está todo listo? -Buenos días le dé Dios a usted. Ya está todo listo

y sólo lo estamos esperando. -iBueno, bueno! -refunfuñó el maderero, mientras

maldecía en su fuero interno aquel maldito negocio que l~ obligaba a levantarse tan temprano, cuando bien hu­bIera querido quedarse por algún tiempo más, reposando.

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JESÚS URIBE RUIZ36

según SU costumbre, hasta que saliera el sol calentando el ambiente.

Pasándose la mano derecha por el pelo, para alisár­selo antes de ponerse el sombrero texano, café y de al).­

. chas alas, dijo extrañado: -¿Por qué se habrá parado el aserradero? -Luego

gritó-: Rafael. ¡Rafaeeel! Presentóse el capataz: -¿Me hablabas, compadre? -Sí, ¿por qué no está trabajando el aserradero? -Es que ya no tenemos madera, s610 trabajamos me­

dio turno en la noche; los hacheros en el monte ya no encuentran árboles buenos y los pocos que hay están re­gados en todas partes: muy lejos unos de otros y como los boyeros pierden mucho el tiempo en juntarlos, no al­canzan a traer los trozos necesarios para todo el día.

-Bueno, bueno -.y después-: encárgate de todo, fíjate que no dejen de acarrear trozo de donde lo haya. -Habiéndosele disipado 'el malhum<?r continuó-: Voy a ver si mato venado.

Rióse el capataz y, juntos; se acercaron al lugar don­dé estaban los caballos amarrados. El indio Lorenzo daba los últimos arreglos .a la bestia que montaría el explota­dor: poníale freno y alisáb.ale la' crin.

-¿Listos, Lorenzo? -Listos, patrón. -Pues a montar y que Dios nos acompañe. -Así sea. -Así sea --coreó el capataz.· Montaron los dos jinetes y después de haberse' des­

pedido de Rafael, se alejaron por una vereda, rumbo al sur.

LA AGONÍA DEL BOSQUE 37

CaminaÍ"on una hora en medio del monte talado. Por doquier se advertía la huella de la explotación irracio­nal: troncones de árboles sin marcar asomaban de la tie­rra inclinada, como ínaices de esqueletos señalando las depredaciones, veíanse montones de ramas· secas de don­de salía de vez en cuand(:) algún conejo.

Dejaron luego el monte adentrándose en un plan que, extenso, se veía limitado. por una sierra lejana.

Don Jaime iba ensimismado y el indio Lorenzo, res­petuoso, no iniciaba conversación, temiendo disgustarlo.

Apretó el calor del sol por los caminos polvosos; las bestias se cubrieron de sudor, desapareció el plan y arri­baron a la serranía que antes había parecido tan lejana. Desde donde se encontraban don Jaime preguntó seña­lando:

-¿Esos son ya montes de Puruarato? -Sí, pero eso .es lo más malo, espérese hasta que

lleguemos a lo mero bueno. Vamos a meternos al monte por unos atajos para, que se dé cuenta de cómo está, ¿no le parece?

-Sí, cómo no, sirve que a' ver si nos encontramos con algún animal para tirarle.

·EI indio pensó para su coleto: "El patrón como que quiere engañarme o no me tiene confianza todavía."

Ascendieron la pendiente suave de los puertos, se in­ternaron en la masa. boscosa; el ojo conocedor de don Jaime iba inventariando mentalmente lo que contempla­ba; aqueHos bosques superaban toda imaginación y fan­tasía: árboles rendidos, lisos, elevados, limpios de ramas en casi todo el tronco, sin resinar. El terreno tenía de­clives suaves, pendientes ligeras que permitir.ían la ex­tracción de los rollizos en armones sobre vía Decauville.

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38 JESÚS URIBE RUIZ

La alegría le explotaba en el rostro al maderero, se le 'notaba en los ojos, en la sonrisa que le plegaba el ros­tro; en la forma en que se ladeaba el sombrero texano café, de anchas alas.

Lorenzo también estaba satisfecho, ya podría oontar con ser el mozo de estribo del patrón. Las pocas dudas que se le habían quedado como serpientes negras mor· diéndole las entrañas, alejábanse y ahora sí estaba segu­ro de que don Jaime recompensaría sus servicios con el cumplimiento exacto, se sentía hasta más joven y revol· víase en la silla de montar con una agilidad que le era agradablemente desconocida. Veía sonreir al maderero y se se.ntía satisfecho.

Después, caminaron por una vereda apenas visible entre los pastos. Las bestias andaban sin sentir la alegría de los jinetes: paso a paso. De pronto, un espectáculo mag­nífico' se ofreció a sus ojos. El indio rompió el silencio para decir:

-Aquí tiene, patrón: lo que hemos visto atrás nada vale comparado con esto: mire qué chulo monte, ¡mire los árboles! -y señalaba con los nudosos dedos el es­plendor del paraje. '

Se encontraban parados en una pequeña loma desde la cual podía dominarse un trecho de monte; a don Jai· me el estupor le paralizó por algunos instantes toda idea y la contemplación voluptuosa y embelesada le llenó la mente. ¡Tenían razón los que decían que aquel monte era el mejor del Estado! Toda la leyenda que aureolaba la existencia problemática de aquel lugar veíase compro. bada plenamente. Los dos hombres se habían quedado mudos contemplando el prodigio. El indio sentía un vago temor indescriptible que hacía temblar su alma con te· rrores primitivos, parecía como si el viejo dios del bos·

LA AGONÍA DEL BOSQUE 39

que estuviera viéndole fijamente, con sus mil ojos vagos; y sentía como, si l~ ,mirada de las cosas in~óviles estu­viera fija en el, VIgIlando sus actos, taladrandole el ce­rebro para adivinar hasta sus más íntimos pensamientos; con la vista baja negába-se ya a contemplar los árboles que, como grandes columnas, emergían de la tierra firme para elevarse sosteniendo las bóvedas verdes de las ra­mas, donde se entremezclaban el azul del cielo formando raros, aéreos vitrales.

Don Jaime admiraba el monte. Lentamente iba gi­rando su cabeza para descubrir aspectos nuevos, sin pa­labras en los labios, sin ideas en la mente: asombrado como el que ha descubierto incalculable tesoro. Nunca había visto antes cosa igual; aparte de la condición apro­vechable del monte, que era óptima, tenía éste una sal· vaje belleza que imponía.

La luz jugaba con los objetos llenándolos de matices ricos y raros; se tamizaba el sol descomponiéndose en gama multicolor al pasar por los prismas esmeráldicos; resplandores majestuosos iban dorando un polvillo fino que trascendía de los húmedos suelos vegetales. Como viejos eremitas silenciosos, así estaban fijos los grandes árboles de cortezas rojizas, escamosas; sus fustes colum­nares perfectos, sostenían la techumbre de las ramas, don· de el viento mecía y remecía un ritmo sonoro, un mur­mullo de oraciones infinitas. Los líquenes coloridos, le­chosos, trepaban sobre las cortezas, dando opalescencias luminosas; y sobre los brazos elevados, se prendían los inmóviles pavo reales de las orquídeas: Flores fantásti· cas, hechas de cera, de seda" de gasa, que flotan casi en el aire de las forestas. Hay blar¡.cas que simulan trozos de nube enredados en las hojas, las escarlata son rubíes perfumados qué quieren caer de lo alto. Hay otras que

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parecen insectos pequeños, retenidos por la gracia de los pecíolos y pedúnculos de jade. Es como si se hubiera vol­cado una catarata de joyas sobre los telamones del bos­que.

Los pájaros de plumas pintadas, volaban posándose en las delgadas puntas de los árboles y cuando arranca­ban el vuelo, parecía como si mil orquídeas hubiesen dejado su sitio.

Un viento frío, cristalino, húmedo, hacía mover las hojas de los helechos, vegetales pequeños, de grandes ho­jas recortadas, asaeteadas, desgarradas, rotas, paradas so­bre pecíolos leñosos, dando la impresión de aves zancu­das, extrañas, prendidas a tierra en sus delgadas patas café.

Siguieron caminando; el explotador iba contento, em­pezó a platicar al indio su vida; episodios de la niñez, hecha de estrecheces y amarguras: la atormentada vida del huérfano sin recursos. Tenía buen cuidado de contar sólo aquellos aspectos de su infancia en los que pudiera despertar simpatía y hasta compasión de su interlocutor; y se. guardaba en olvido de la mente, los rasgos que des­de aquella lejana edad, lo pintaban como lo que después sería: atrabancado, impulsivo, inmoral y bárbaro.

Pasaron por las rutas que caminantes ignorados han hecho, con sus pies o los de las cabalgaduras, desde tiem­pos remotísimos,¿quién se acuerda de los .nombres? Una vereda, vena abierta a flor. de tierra, surge lentamente: primero es un paso medroso el que las va dibujando sobre los pastos, salvando los riscos, rigiéndose por el instinto; después otro viene, encadena trazos y con alegría ye hue· llas antiguas; finalmente, llegan muchos que siguen los angostos límites de las sendas así abieltas. No han que­dado grabados los nombres. Pero las sendas se multipli-

LA AGONÍA DEL BOSQUE 41

can Y entrecruzan reproduciéndose; hay nudos vitales que conocen los. arrieros y los caminantes; unos son hollados por los pastores, otros por los "ancheteros" que venden sus mercancías, a lomo de burro transportadas. Los ca­minos son ríos petrificados que enlazan pueblos, villas, ciudades y ranchos, como una malla que los hombres han tendido.

Siguieron caminando hacia el pueblo; los pasos de los caballos resonaban rítmicamente, sumían los cascos herbezuelas húmedas al pasar por los barrancones, pas­tos pajizos y secos en las ribas, y desmoronaban terrone­ras cruzando las surcadas. El s~dor cubría los cuerpos de los animales en la fatigosa marcha; resoplaban, mo­vían ágilmente las finas y nerviosas orejas. Los jinetes llevaban esa conversación intrascendente y sabrosa que sólo puede sostenerse con compañeros de viaje a caballo, plática en la que cada trivialidad resalta, es desmenuza­da, comentada;' conversación en que la fatiga borra dife­rencias, se olvidan acaso. .proyectos y se humanizan todas las cosas.

Allá iejos, como casitas en ~iniatura de algún reta­blo, aparecieron en un recodo del camino las trojes de Puruarato y' el gran cerro que, cqmo águila, con sus alas abiertas cobijaba amorosamente el poblado.

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'-..

III

PURUARATO

LA COMUNIDAD indígena de Puruarato, es un pueblo pe­queño formado por cien casas, d~seminadas sin concierto sobre una pequeña planicie entre varios cerros; las ca­lles tortuosas y cerradas, laberínticas, carecen de contor­nos precisos.

Cuando l0s conquistadores españoles irrumpieron con la fuerza de sus codicias en tierras tarascas, expulsaron a los indígenas de los sitios mejores; en cada lugar don­de se asentaran veían llegar la amenaza despojadora de los hispanos, robándoles la tierra', aprovechándose del tra­bajo ya invertido, cometiendo tropelías sin cuento, amo parados en la ley brutal del más fuerte.

Por esto, huyendo de los mejores lugares, las tribus purépechas se refugiaron en los más inhóspitos sitios, en regiones donde la codicia de los conquistadores no encon­trara base para satistacerse: zonas en donde escaseara el agua, alturas donde ·los ríos mordieron las carnes como los perros de Nuño Guzmán. Y flindaron los pueblos es­condidos, jamás visitados, en agrestes puntos de las se· rranías, donde quedaran ignorados por mucho tiempo, hasta que la madera y la resina despertaron la codicia de los explotadores, quienes se lanzaron como antaño los

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ibéricos, a despojar de sus riquezas a las Comunidades Indígenas.

Este ha sido, sintéticamente, el víacrucis que han se­guido las generaciones indígenas al través del espacio y del tiempo. La inconsciente merced de los europeos de­jó al indio obligado a refugiarse en· las espesuras de los montes y hoy, hasta sus últimos reductos, llegan los mo­dernos saquead9res para hurtarlos, destruyendo los bos­ques que son básicos para su 'vida y para la conservación de los factores naturales que concurren a la agricultura. Antes huyeron a los montes; ahora los indio"s, ¿a dóndeirán? .

Puruarato es una de estas Comunidades Indígenas; no hay escuela: los niños indios, casi desde que saben andar, ayudan a sus padres en las pesadas faenas del campo, en la siembra del maíz y en su cultivo, preparan­do la tierra de temporal, delgada y poco productiva. Un poco más crecidos, se alquilan como pastores pa.ra cuidar los rebaños de ovejas, y se les ve por los sitios de los pastos, lejos de los núcleos poblados, con el guaje lleno de agua a sus espaldas, terciado el sarape de lana, so­plando en flautas de carrizo sones ingenuos, acompaña­dos por perros pequeños; mugrosos y ariscos, que les ayu­dan a conducir el hato.

Las niñas ayudan a la madte en las labores domés­ticas, aprenden a tejer los ceñidores coloridos, de algodón , y lana, llevan la comida al padre f1j los hermanos, que se hallan eq el campo; ya' mañana y tarde se encami­nan con grandes cántaros de barro, pintados de rojo y negro, en la cabeza, al manantial lejano·del cual obtie­nen el agua potable helada y dulzona, sápida, saturada con el olor de la resina y el huinumo.

LA AGONÍA DEL BOSQUE 45

Tata Vicente es el jefe de Tenencia, autoridad im· puesta por el gobierno, poseedor del sello de goma qu~ con grandes ceremonias es colocado al margen de los es­critos que hace Juan, el secretario.

Pero a quien la gente respeta es a Tata Toribio, un indio de noventa años de edad, el más viejo del lugar; faz arrugada, tez morena, casi negra; bigote asiático, ralo en las comisuras de la boca; rostro todavía enérgico, con ojos brillantes, ágiles, maliciosos, con una lucecilla bri­llando allá en el fondo, como una chispa pertinaz.

Así era, descrita a grandes rasgos, la comunidad a la cual arribaron don Jaime y el indio Lorenzo. Cuando llegaron a las primeras trojes del pueblo, varios perros sucios y pequeños salieron ladrando y mordiendo en las pezuñas a los caballos. Niños con caras cubiertas de tie­rra y sudor, asomaban tímidamente por sobre las cercas de piedra.

Anduvieron largo trecho, en el poblado. De pronto, Lorenzo parándose frente a una troje dijo:

-Aquí nomás, patrón. Desmontaron. A grandes voces llamó el indio, aden­

trándose en el solar. De cerca de la troje salió otro in­dio que, dando muestras de viva alegría, saludó a Lor,en­zo poniéndole ambas manos sobre los hombros y entablan­do animado diálogo en tarasco, que duró algunos ins­tantes.

Don Jaime se sacudía el polvo del camino. Con una varita de cerezo, flexible y delgada, golpeaba sobre el sombrero texano de anchas alas;- se acercaron a él los indios; Lorenzo inició la presentación: ..

-Don Jaime, aquí le represento a mi primo Antonio. -Mucho gusto -gruñó el explotador extendiendo la

Inano..

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46 JESÚS URIBE RUIZ

-Para servir a usted -fue la respuesta, mientras se saludaban tocándose los dedos, con ese gesto peculiar de los indios, que no aprietan con la mano,. sino simple­mente la abandonan.

-Pasen a su casa -dijo Antonio. Entraron a' la troje, se sentaron en sillas de madera,

labradas a hacha: don Jaime recorrió de una ojeada la habitación: igual que todas las trojes de los indios, un cuarto con paredes de tablas toscas, piso de tierra, ta­panco de tablas; arrinconadas, unas ollas de barro, ro­jas y panzudas, que solamente se utilizan para las fies­tas, bodas, santos, etc.; una cama de madera con un pe­tate encima, sin almohada; una mesa, varias sillas y, pendientes de las vigas del techo, mazorcas de maíz con totomoxtle, cuyas hojas estaban enlazadas con arte unas a otras. Sobre las paredes, retratos de santos y santas y, coronada por un rectángulo de paja tejida, del tiempo de la cosecha, una colección de postales francesas anti­guas, donde se observaban palomas sosteniendo en los pi­cos cartas con rojos corazones; niños limpios y bien ves­tidos llevados de la mano por ayas de miradas bobas; parejas que. se veían a los ojos, vestidas a la moda del novecientos.

El silencio fue roto por Antonio quien, carraspeando un poco, dijo: . -;.A qué se debe la visita?

-He venido de cacería, me dijo Lorenzo que en este tiempo es cuando abunda el venado por estos lugares, y tengo ganas de matar algunos, para desalmrrirme -con­testó el maderero cortando el ademán de Lorenzo que quiso responder antes que éL

-¡Ah, qué lástima! ¿.Qué no le dijo Lorenzo que es la época en que escasea el animal? Los pocos que se en-

LA AGONÍA DEL BOSQUE 47

cuentran ,están todos trasijado.s y flacos y las hembras están preñadas y son muy arIscas; no vale la pena ano dar tras el venado.

-jQué le vamos a hacer! Aprovecharé el tiempo en otras cosas.

Lorenzo, que había permanecido en silencio, cambió miradas de inteligencia con su primo y encarándose re­sueltamente con don Jaime dijo:

-Mi primo es de confianza, ya le dije a lo que he­mos venido: a ver el monte.

Sonrióse don Jaime y expuso a grandes rasgos su plan: El tenía un aserradero trabajando, pero ya se le estaba acabando la madera, no sacaba ni los gastos y pen­saba emigrar hacia otros lugares. Lorenzo le había ha­blado de Puruarato y quiso venir a ver la calidad del mon­te; éste en realidad no era tan bueno comp decían, pero había la ventaja de que estaba cerca de la instalación y el único motivo que podría inducirlo a trabajar con la Comunidad, era el no mover demasiado lejos la maqui­naria. En caso de que el pueblo quisiera, él vendría a trabajar.

Todo esto, con lujo de detalles lo explicó a sus inter­locutores; con gran calma y sangre fría, con las mismas Con que en el juego acostumbraba "petatear", lanzando gruesas sumas a la polla con el objeto de desmoralizar a los contrincantes, sin par y, en ocasiones sin carta que dominase, pero confiando solamente en su buena estrella.

Lorenzo dijo:

, -Antonio ha vivido en Uruapan, entre gente de ra­zon; sabe leer y lo estima mucho Tata Torihio. Yo creo que está de acuerdo ¿o no? -finalizó dirigiéndose a Antonio.

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48 JESÚS URIBE RUIZ

~Sí, estoy completamente de acuerdo -le respondió. y luego al maderero-: ¿Cuánto nos va a pagar por mi­llar de pies?

El explotador pareció hacer cálculos difíciles in-men­te. Cerró los ojos, se puso la mano en la frente y al final dijo mirando fijamente a Lorenzo: .

-Donde estoy, pagaba cuatro pesos, pero como quie­ro en realidad hacerles un favor para que me vean como un amigo y me ayuden, les pagaré a la Comunidad seis pesos por millar de pies. ¿Qué te parece?

Al indio Antonio ~quello no le significaba gran co­sa. La pregunta que había hecho la formuló porque ha­bía oído a los indios de Capacuaro, que la madera se vendía por millares de pies; aunque él no sabía ni cuán­to era un millar, ni si el precio dado era justo o injusto. Sin embargo, comprendió claramente la diferencia entre los cuatro y seis pesos y no supo sino contestar, después de rascarse la cabeza:

-Yo creo que está bien. -Bueno -dijo el explotador- por cada millar. de

pies que salgan, te vaya, dar a ti un peso, a Lorenzo le doy otro y otro a Tata Toribio. De esta manera yo te pro­meto que tan pronto ~mpiece a trabajar el aserradero, te saldrá la semana a noventa o cien pesos, sin que ten­gas que hacer otra cosa. que convencer a la gente, de vez en cuando y tenerla contenta con la explotación. ¿De acuerdo?

-¡De acuerdo! -dijeron a la vez Lorenzo y Antonio. Destaparon una botella de charanda y estuvieron too

mando. Poco tiempo después, Antonio salió a buscar a Tata Toribio, volviendo con ély entre trago y trago del aguardiente, obtuvieron su cooperación para el "negocio".

LA AGONÍA DEL BOSQUE

Dejando así "arreglada" la palie de la Comunidad, el maderero, hábil en parar su sistema, dirigióse a Urua­pan a busca~ a un empleado público. En esta ciudad pla­

ticaba con el.. ..-Le traigó una carta del ingeniero Pérez, lo entre­

vistó en Morelia y me indicó que usted era el delegado de Promoción Ejidal. Desde luego y antes de que lea la carta de que soy portador, vaya presentarme a sus finas atenCiones: Jaime Maliínez, para servirle.

-Pedro Rodríguez, a sus órdenes. El delegado leyó la carta detenidamente. En ella, el

ingeniero Pérez recomendaba -después de una larga cláusula explicatoria en que ibim anotados y citados re­cuerdos comunes- al maderero como persona de su amis­tad que tenía negocios con una comunidad cercana Y ne­cesitaba explotar los recursos forestales, de la misma; finalizaba la misiva recordando que se hallaba a sus ór­denes en la capital del Estado, para lo· que gustara man­dar. Una posdata agregaba en tono familiar: "Me saludas a tu señora, besos a los niños."

-Bueno, don Jaime, ¿quiere que salgamos esta mis­ma semana. a Puruarato?

-¡Naturalmertte! -fue la regocijada respuesta,. El maderero invitó al delegado a una cantina, estu-.

vieron tomando largo tiempo y entre copa y copa de,aguar­?ientes extranjeros, arreglaron el negocio. Con voz tarta­Josa pero el pensamiento claro, don Jaime dijo:

-Mira, delegado, cuando el contrato regrese firma­

do y aprobado, te doy dos mil pesos. En medio de la niebla de la embriaguez respondió

Rodríguez: -¡Ajá!

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50 JESÚS URIBE RUIZ

Como habían convenido, esa misma semana se enca. minaron a la Comunidad; llegaron a ella a las, siete de la mañana del día señalado; a tiempo que los labradores iban camino del campo rompiendo, la quieta capa de neo blina tenue. A todos los que hallaban, indicábanles vol. vieran, explicando brevemente los motivos. El' delegado conocía 8: unos y en tono familiqr decíales:

-Andale Juan (o Patricio, o Ruperto, según fuera el nombre del indio). Vamos a tener una sesión y quiero que todos estén juntos; regrésate, es para bien del pue. blo; ya tata Toribio está de acuerdo.

-jTá bueno! r-rezongaban los indígenas. Y volvían a sus trojes para dejar 10s aperos de labranza.

Llegaron a la casa de Toribio, se saludaron todos a tiempo que el jefe de Tenencia enviaba un muchacho a tocar la campana del templo para que la gente se reunie. ra. Como a la media hora, estaban casi todos los jefes de familia, esperando en las afueras de la casa para que se les explicara de qué se trataba.

Dentro de la troje estaban los recién llegados en como pañía de la mujer de Toribio. Este dijo:

-A ver tú, María, tráeles aquí a los señores algo de comer.

-Muchas gracias, no te molestes -indicó el dele­gado.

Don Jaime más perspicaz, agregó:

-No te queremos dar molestias a ti ni a tu señQra. Toribio, aunque aquí en confianza te digo que la mera verdad aceptamos, porque hambre nos sobra. .

Rieron todos y el indio comentó:

-¡No faltaba más, don Jaime! Esta es la casa de ustedes para lo que quieran mandar.

51LA AGONÍA DEL BOSQUE •

Interrumpió la conversación María, esposa de Tori­bio mujer de unos cuarenta años, de facciones agrada­ble;, con el cutis moreno fresco todavía; iba vestida con su huanengo de tela de seda, -bordado con motivos de gre­cas a colores entre los que dominaba el rojo, el negro y el amarillo, en tonos fuertes,; la nagua de jerga azul con SU característico "rollo", los pliegues de la misma tela, que sirve de apoyo a los niños pequeños, cuando se les. carga a la espalda: La calidad de la enagua de María denotaba la categoría social a que pertenecía, ya que so­lamente los indígenas más "acaudalados" pueden hacer el gasto de comprarles a sus mujeres los doce o quince metros de jerga que se requieren. Y usando las más de las guares la misma prenda pero de manta. Fajados a la cintura llevaban gran cantidad de ceñidores tejidos ama· no, de lana polícroma. En las orejas sendos pendientes de plata labrada, de Paracho.

Venía de la cocina y en sus manos llevaba unos ja­rros de champurrao.

-Aquí tienen ustedes -dijo toda cortada. Desayunaron champurrao con seI).1as, corundas reca·

lentadas y té nurite en lugar de café. Cuando salieron, ya la gente empezaba a impacien­

tarse; los más osados habían abandonado 'el lugar para dedicarse a sus trabajos. Con sumisión y humildad salu­daron de mano todos los concurrentes a los llegados, en­c~minándose luego al troje que con .letras de cal tenía pmtado un letrero: "Jefatura de Tenencia". .

Una vez dentro, el delegado ocupó el lugar central fre~te a una mesa, teniendo a su derecha a Toribio Y.. a la Izquierda al explotador. Quitó el estuche a la máqui. ~i de e~cribir, portátil, abrió el portafolio de cuero y de e extrajo papel oficial en blanco y algunas hojas de pa·

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pe! carbón. De un rollo envuelto en papel d~ estraza sacó unos pliegos grandes doblados en· cuadro.

Luego que estuvieron acomodados como mejor les con. vino, los visitantes y los indígenas, el delegado carras. peó un poco para decir:

-¡Se abre la sesión! -continuando_: Me traen con ustedes varios asuntos, en primer lugar, hablarles so. bre una exposición de flores que la Secretaría de Agri. cultura y Fomento está desarrollando en la ciudad de México y en la cual se quiere que concursen todos aqueo llos que tengan flores bonitas, para darles algún premio. Miren -y desdoblando los pliegos doblados en cuadro-: Aquí les voy. a dejar estas hojas de propaganda, el que se interese que me hable después que terminemos lasesión.

Hizo un momento de silencio, como para ver el efec. to que sus palabras habían causado en la asamblea, notó las caras impasibles de los indígenas y volteando un poco, con el rabo del ojo, contempló a don Jaime que sonreía como queriendo decir: "jA qué viene todo esto!" Se sin. tió un poco amoscado, pero inmediatamente reaccionó pensando que de alguna manera había que repartir aqueo llas hojas que le mandaron como propaganda.

Prosiguió:

-El segundo asunto es el de hablarles sobre las fa. cilidades que proporciona la misma Secretaría de Agri­cultura y Fomento para que ustedes adquieran abono quío mico y 10 empleen en los cultivos de maíz.

A continuación hizo un largo informe sobre las ven. tajas que reporta el uso de los abonos y fertilizantes quí~ micos 'en los campos, sobre todo, en aquellas tierras em. pobrecidas por el monocultivo; habló de nitrofosca, ni. tratos, sulfatos amoniacales, etc.; los indios lo veían co.

LA AGONÍA D~L BOSQUE 53

a un ser que describe. paraísos fantásticos y los ojos ~oles llenaban de curiosidad cuando, con las manos, da­~a énfasis a las palabras señalando el tamaño de las ma· zorcas que se obtendrían usando el abono indicado.

Cuando terminó, un tiej.o a media voz consultó: -¿Ese abono nos lo va a regalar el gobierno? -No, el gobierno sólo pagará la mitad. Comentaron largo rato los indígenas, en tarasco, sin

que nadie hiciese uso de la palabra. Los indios inal co­midos, empobrecidos y tristes, que despiertan casi a dia­rio sin saber cómo van a obtener el sustento del día, ha­blaban y hablaban en su lenguaje: "¡Quién pudiera como pral' abono!"

-La tercera cuestión que necesito exponerles es la siguiente: aquí les presento a don Jaim·e, maderero (se paró el interpelado y dijo un sonoro: ¡para servirles! Contestado por los indios con un: ¡muchas gracias!), el cual se interesa por trabajar los montes de esta Comuni. dad. Debo hacerles la aclaración de que ya es tiempo que vendan la madera del monte, para que de ahí saque la Comunidad algún ingreso, lo que hasta ahora no ha su­cedido; aquí don Jaime, dice que puede pagar $ 6.00 por millar de pies de madera aserrada, es el mejor precio que se puede conseguir por ahora; les informo también que desde hace mucho tiempo yo estaba preocupándome por ustedes, buscándoles un comprador y lo más que lle. garon a ofrecer .fue $ 3.00 por millar de pies. No quiero aquí contarles· todos los gastos que son necesarios para poder trabajar un aserradero, básteles saber que la sola movilización de la maquinaria cuesta miles de pesos. Los contratistas de madera, como don Jaime, son gentes que co~ocen el negocio y aunque no quieran, tienen que se­gUIr en él; es el mismo caso que ustedes con el maíz

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54 JESÚS URIBE RUIZ

(sintió alegría interna al encontrar un símil comprensible para el auditorio), hay muchos años que la labor no les da ni para comer, pero siguen cultivando la 'tierra en es. pera de mejores días, así están ahora los madereros, por culpa de la guerra tienen muchos gastos y están en la temo porada mala, pero no quieren dejar el negocio esperan. do, como ya dije, el empareje que les dé los gastos. Les digo todo esto en confianza, y aquÍ está pr~sente don Jaime que no me dejará mentir. Tienen ustedes la pala­bra para indicarme si están conformes en que se realice la venta. '

Los indio,S permanecían callados, ninguno se atrevía a hablar; percibieron que de lo que se trataba era de vender los árboles del monte de la Comunidad y un mie­do instintivo les amordazaba la lengua. Ninguno' quería sobrellevar la responsabilidad de soltar las fuerzas des. conocidas, de haber sido el primero en iniciar un acto que quizá después traería consecuencias graves para el equilibrio y tranquilidad de la Comunidad.

Tata Toribio se levantó y en tarasco comenzó a ha­blar; casi repitió las palabras del delegado, con esa asom­hrosa memoria que poseen los indios. y luego pasó a ex­poner las ventajas que según él se derivarían de la venta del monte: harían una escuela, pondrían una tubería pa­ra conducir el agua del manantial hasta el pueblo y como el aserradero, según sabía por pláticas con don Jaime, iba a ser movido por fuerza eléctrica, el pueblo contaría con luz.

A media exposición, se levantó Facundo Arévalos, mo­zo de veinticinco años, casado con una sobrina de' Tori­bio. En tarasco le gritó:

-Yo conozco a la Comunidad de Quinceo que ven­dió los árboles, como ahora se quiere que nosotros ven-

LA AGONÍA DEL BOSQUE

damos; estuvo el aserradero .trabajando: t:es años y ~a co­munidad sigue tan pobre; dIzque les hicIeron las mIsmas' promesas que ahora nos están haciendo: agua, luz, escuela. y a la hora de la hora ¡lO hubo nada. Por el mentado negocio hasta tuvieron muertos y quedó en pleito la Co­munidad con, Aranza, porque los trozadores tumbaron pa­los de un ecuaro en litigios. Ahora los de Quinceo están maldiciendo el momento en que se les ocurrió dejar que les cortaran los montes. Hasta dicen que la tierra da me· nos que antes y que se les están secando los ojos de agua.

Tata Toribio, enojado con la interrupcion, gritó: -Aquí, con la ayuda de Dios Nuestro Señor, todo

saldrá bien. Estamos muy pobres y no tenemos ni para reparar la iglesia que se nos está cayendo desde que el último temblor la cuarteó todita. ¿Qué es eso que en las fiestas del santo ya no tenemos ni para comprar cuetes? ¡Debería darnos vergüenza! Esto es asunto de machos y el que no qui€1 ra entrarle, que no le entre, ¡yo estoy por que se venda el monte!

El delegado y don Jaime se dieron cuenta del alter­cado entre los indios y antes de que Ubaldo, el viejo, ha­blara como trataba de hacerlo, pasaron a reforzar el pun­to de vista de Toribio, una vez advertidos por éste de lo que había dicho en tarasco. Expl.icaron que los bosques se renovan ellos mismos, que la explotación no tumbaría todo~ los árboles;, que eran amigos, que no vendrían a ocaSIOnar daños, que harían la escuela (con gesto teatral, d~n Jaime dijo llevándose 'la mano al pecho: "Les doy mI palabra de honor"), que darían luz al pueblo, etc. ' T ,:1provechando un momento en que hablaba don Jaime,

orIblO susurró al delegado:

-¡Pónlo a votación!

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56 JESÚS UmBE RUIZ

/

Se levantó el delegado y cortando la palabra a1 ma. derero dijo: /'

I -Considero suficientemente discutido el puntó. Va. mos a pasar a votación: los que estén por que s,e venda el monte, que levanten la mano.

Inmediatamente Toribio levantó la suya y se quedó viendo en actitud desafiante a los demás quienes con los ojos bajos, levantaron lentamente sus manos.

-¡Maypría! -apresuróse a decir el delegado. Y acto continuo ~e puso a elaborar el acta y los documentos que sellarían el destino de la Comunidad y de sus montes. Se leyeron las actas y los contratos y sin ninguna acla. ración (¡ qué podrían aclarar los indios!) fueron firma. dos y cuajados de huellas digitales los papeles.

Don Jaime estaba fuera de sí de alegría. A cada in. dio que salía de la Jefatura de Tenencia le estrechaba la mano y le palmeaba el hombro-; en un corrillo que se había formado, platicaba algunas "piezas" que hacían reir a, los circunstantes; al terminar el delegado, encami. nóse en su compañía y la de Toribio a la casa de éste, lugar desde donde encargaron una botella dé Charanda, que empezaron a ingerir con vivas muestras de alegría. Don Jaime, fingiendo estar más borracho de lo que real. mente estaba, abrazó a Toribio y le explicó:

-jLástima que no tengas chamacos para que te los bautice, Toribio!

Se rio el indio preguntando: -¿Es que quiere ser mi compadre? . -jSeguro! -'-afirmó su interlocutor. -'-Pues nomás bautíceme a la hija de mi nieto y ha­

cemos de cuenta que es cosa hecha. Ya tenía yo a esa niña mostrenca, porque como soy pariente y pa'drino de casi todos los del-pueblo, ya no sé qué nombre ponerles.

57LA AGONÍA DEL BOSQUE

Creo que agoté todos los santos del calendario y ya iba a empezar a ponerles nombres de flores o de piedras,

.Dios me perdone! I Entre bromas siguió la plática y de ella salieron dán­dose el título de: compadres.

Pasaron la noche en la Comunidad y salieron al día siguiente, muy de madrugada. Los vientos fríos mordían sus carnes, como perros rabiosos que quieren ahuyentar

malhechores.

Ya estaba dado el primer paso en la elaboración de aquel artificio de explotación. Empezaba a funcionar la maquinaria de engranajes hechos al antojo del maderero. y no era que los delegados no se dieran cuenta de lo que todo aquello representaba; ya lo decía el delegado a sus íntimos, en plan de confianza:

-"Esto (refiriéndose a las explotaciones madereras) es muy fuerte, no se puede con él. O colaboro o me des­truyen. ¿Qué podría hacer yo solo? Hasta mi vida peli­graría. Estoy colocado en la base de la gran pirámide, soy una piedra sobre la cual hay otra de mucho peso, no puedo moverme. Si no se hace lo que dicen los made­reros, al poco tiempo regresan con órdenes de la supe-non. ·d d , ' i tIenen pesos, eso es to . do. . 1'"a .

Es que, en verdad, el delegado, un delegado, o dos o tres, no contarían para nada en, contra del "sistema". ~aría falta una política general, mesurada, práctica, ejer­~lda desde arriba para terminar con él. Por otro lado, la Inmoralidad de los madereros contagiaba, forzaba, com~ praba a los empleados públicos que necesitaron y as.í es, tablecía poco a poco una maquinaria "propia". Solamen­te que estos empleados, defensores a última raya de los

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59L\ AGONÍA DEL BOSQUE58 JESÚS URIBE RUIZ

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intereses de sus protectores, pór ridículas sumas torcían la técnica, daban las interpretaciones oficiales provecho. sas y benéficas a los explotadores y, en este plano incli. nado de irresponsabilidades, eran obstáculo cada vez más fuerte, que impediría el progreso de las más sufridas cla­ses del pueblo.

y mientras los enemigos, los siempre ahitos "antirre­volucionarios" dirigían anatemas, frases inflamadas por la ira que proporciona la conveniencia amenazada, en contra de la propiedad ejidal, de las comunidades, de los derechos que ese mismo pueblo había adquirido con su sangre en los crueles campos de batalla; no saldrían a la defensa aquellos que tendrían la obligación de hacerlo, comprado ya su silencio por los misérrimos treinta dine. ros' de la complicidad y la traición. Las comunidades te­nían montes que, explotados científicamente, cortándose sólo aquellos árboles supermaduros ("de diámetros extra. cOltables" como dijeran algunos), proporcionarían los in. gresos suficientes para adquirir los modernos aperos de labranza, construir escuelas, hacer caminos; llevar la energía eléctrica a impulsar el bienestar de los pueblos, mover molinos de nixtamal que liberaran a la mujer in. dígena del inhumano trabajo del metate. Si'las explota­ciones de los montes se hicieran solamente con base a proporcioJ;lar las mayoreS' utilidades a sus legítimos due­ños, ya las comunidades indígenas estarían en franco ca. mino de superación. ¿Sería factible hacerlo? ¡Claro que era posible! Solamente que no convenía a los, intereses de los explotadores y sus "socios" y por eso se quedaba el proyecto arrumbado dentro de los archivos: cementerio de las ideas constructivas.

En mayor abundamiento: ¿A quién interesaría con. servar los montes? ¿Sacar solamente la madera que fuera

preciso? ¿A los explotadores que querían enriquecerse rápida y desorbitadamente? No, solamente los campesi. noS los comuneros, los ejidatarios, podrían interesarse en con~ervar sus propios montes, en no afectar el equilibrio de SU conservación; y esto~podría ejecutarlo con una há· bil Y responsable dirección.

Pero desgraciadamente, se estaba en la época de las improvisaciones. Personas sin conocimientos eran puestas a intervenir en asuntos de interés nacional. Y por una debilidad o descuido de las agrupaciones profesionales de la República, cuyas actividades estuvieran íntimamen· te ligadas con la vida del país, no se publicaban las listas oficiales de los profesionistas, de los individuos que por sus estudios, deberían acreditarse como responsables. Ca· so claro el del agrónomo: un empleado cualquiera, con sarako.ff y botas mineras, se decía y dejaba decirse: in­geniero. Y ya el gremio entero era arrastrado por la con· ducta de aquel "ingeniero"

.......... Una vez recabada la documentación del contrato me­

diante el cual la comunidad autorizaba aexplotar el mono te a don Jaime, era preciso contar con un estudio fores· tal. El maderero conocía en Morelia a un postulante fo· restal, perSOIJ.a de sus enteras confianzas y que ejecutaba . las cosas a toda satisfacción. Dirigióse a la capital del Estado y apersonóse con su amigo:

-Buenos días, ingeniero. . -Buenos, don Jaime. ¿Qué le trae por acá? -Nada, tengo un contrato con la Comunidad de Pu·

ruarato. -¿,De Puruarato? ¡Se sacó la lotería!

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61

1Ocutor.

JESÚS URIBE RUIZ

-¿La conoce usted? -Nada más de referencias; según parece es la me­

jor que hay en el Estado. -Ni tanto, ni tanto. , -No sea usted. .. Oriental don Jaime, no pretenda

ofender a los dioses diciendo la verdad seca, no sya mo­desto. .

Se rieron ambos; el postulante forestal invitó al ma­derero a sentarse y continuaron charlando por algunos instantes~

Enfocada la plática a los negocios, el explotador' in­dicaba:

-Cinco mil pesos en efectivo en el momento en que aparezca el Decreto levantando la veda, cinco pesos por millar de pies aserrados como gratificación para que sea el técnico del negocio. .

~No -replicaba el forestal-o Tres mil pesos cuan­do aparezca el Decreto y seis pesos por millar de pies como gratificación.

-No sea usted tan duro, ingeniero, vaya tener que hacer muchos gastos y no sé de dónde vaya a salir tanto dinero.

Sonrió el forestal socarronamente: -Yo sí sé. -Bueno, ingeniero, está bien, se aprovecha de los

amigos y abusa. Ya le sacaré el dinero en el póker. Se rieron a carcajadas palmeándose los brazos mU­

tuamente.

60

De esta suerte surgieron estudios forestales yeco­nómicos, sin obediencia a ningún plan de altura, constri­ñéndose la técnica a la conveniencia. El delegado elabo-

LA AGONÍA DEL BOSQUE

, un estudio económICO y social en el que demostraba ro . 1 C 'd d ' ,e el preCIO a pagar a a omUlll a era economIca y :nicamente correcto; en él hizo lujo de reglas y leyes y por quintuplicado ~~ ~emitió a la superioridad, junto. con el contrato respectIvo.

El postulante, a su vez, hizo el estudio forestal con abundancia también de aspectos técnicos y como conse­cuencia y síntesis de él, se afirmaba lo que al explota­dor era necesario para iniciar la tumba de los árboles: éstos eran viejos en su mayoría, representando por lo tanto un peligro para el normal desarrollo de la ma~a bos­cosa, etc. En medio del laberinto de nombres científicos y fórmulas, surgía una sola verdad positiva: era necesa­

rio trabajar el monte.Así se hicieron los papeles que fueron remitidos a

México para que las dependencias respectivas dieran su aprobación. El problema social ¿interesaba a alguien? No fue tocado en lo absoluto. Con aquellos papeles sellados y firmados, de una manera inconscieinte se decidía el futuro de todo un pueblo de indígenas.

Pasaron muchos meses antes de que fueran ilproba­dos el contrato y los estudios. Los documentos frecuente­mente perdíanse entre el mar de papeles de las oficinas públicas, pero ahí estaba don Jaime listo a rescatarlos mediante sus espléndidas dádivas. . . '

Un día llegaba a la oficina relativa y preguntaba: -¿Cómo va mi asunto? -Yana 10 tengo, pasó a la mesa X; Al empleado de la mesa X inquiría: _¿Tuviera usted la bondad de decirme si tiene el

COntrato de Puruarato? -No sé decirle -gruñía despectivamente su inter­

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63 62 JESÚS URIBE RUIZ

-¿Por qué no me hace favor de localizarlo? Rebuscaba el burócrata y naturalmente, no enContra.

ba lo solicitado.

-Ya ve usted -decía-: no lo tengo aquí; será cues_ tión de buscarlo con más calma.

-Muchas gracias --contestaba el explotador y aban. donaba la oficina.

Esperaba en la puerta a la hora de salida de los em. pleados y con actitud decidida y amistosa abordaba al em. pleado de' la mesa X:

-Oiga, compañero, quiero invitarlo a que se tome una copita conmigo; le suplico aceptar, vengo desde Mi. choacán y no tengo 'amigos aquí en la ciudad. ¿Qué dice?

-Bueno.

Se dirigían a alguna cantina y ya en ella, al calor de las copas de aguardiente con nombres extranjeros, don Jaime procuraha despertar la simpatía y confianza del empleado, para finalizar con la fórmula infalible:

-Le ~uplico no olvide mi asuntito de Puruarato, le aseguro que sabré agradecer sus servicios.

, Así marchaban las cosas. El explotador, acostumbra. do a todas las peripe-cias del asunto, no se impacientaba; de sus manos salía el dinero pródigamente. Con su más fuerte argumento: el dinero, decidía siempre a su favor las cuestiones. A los ojos de los empleados públicos con. taba y recontaba gruesos fajos de billetes y, solicitaba servicios tan nimios, tan aparentemente insignificantes, haciendo regalos, trabando amistad, en fin acorralando a todos los empleados que podrían serle útiles, que éstos casi siempre cedían a sus peticiones. Era lo que él lla­maba: "necesidad de engrasar la maquinaria". ¡y vaya que tenía muchas formas de hacerlo!

LA AGONÍA DEL BOSQUE .

En su fuero interno, y merced a su inveterada costum~

bre de jugador afortunado, creía estar en un juego de azar y 18.8 cantidades de qinero que soltaba, no las con· sideraba perdidas, veíalas como un incremento de la apuesta.

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IV

LOS NAGUALES

FACUNDO Arévalos se levantó muy de madrugada aquel día; empezaba la siembra y quería aprovechar el tiempo lo más posible.

Cargó un bulto de maíz de semilla y despertó a Cun­do, el hijo pequeño de seis años que se levantó del suelo restregándose los ojos y quitándose el pequeño sarape que lo cubriera:

-¡Tráigase los dos morrales! . El niño los tomó de un clavo donde estaban pendien:

tes y los colgó de su hombro pasándolos por el brazo. Cuando salieron· de la troje, Petra estaba en la coci·

na torteando la masa, haciendo tortillas de maíz. El cuer­po de la india se m0vía rítmicamente hincado sobre la tierra. Con sus dos manos movía la del metate y hábil· mente, separaba los tejos de blanca masa que después tomaba entre sus palmas hasta convertirla en un disco, colocándola finalmente en el comal.

Comieron algunas tortillas con sal y chile molido· y se e~caminaron al campo. Una neblina lechosa y espesa cuhna todo el horizonte; no se divisaba .el cerro, ni las harra!lcas; sólo de trecho en trecho distirtguíase la silue· ta gns de algún pino. .

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66 JESÚS URIBE RUIZ

Al acercarse al ecuaro, Facundo dio un grito de ra. bia: las cercas de morillos. que con tanto trabajo había levantado para proteger el barbecho, se encontraban des. truidas en un gran tramo: los largueros estaban en el sue. lo y los postes y piedras con que se sostenían hallábanse diseminados por doquier.

Parecía como si una manada de bueyes furiosos hu. biera irrumpido contra el cercado. Pero no, aquello no podría atribuirse a animal alguno, no había huellas de animal dentro de la surcada y de vez en cuando, sobre la tierra morena, desmenuzada y húmeda, dibujábase cla. ramente el contorno de pisadas con huaraches. El destro. zo había sido hecho por hombres, no cabía· la menor duo da, p~ro: ¿quién era el causante? ¿Por qué? Repasaba en la memoria por ver si algún recuerdo hacía luz. ¿Habría sido Nicanor? No, Nicanor no habría podido hacerlo, cier· to que no se hablaban, pero era imposible que el rencor de su primo hubiera llegado a tal extremo. ¿Sería la ven· ganza de Zenón, ofendido porque no quiso prestarle un peso el' día de San Juan? No, un secreto pensamiento de· dale que no había sido él. Entonces. . . ¿Quién?

No se acordó de. aquella .asamblea ocurrida en el pue· blo cuando vino el delegado y presentaron a don Jaime; cuando se atrevió a desafiar la autoridad y el criterio de Tata Toribio.

Ayudado escasamente por su hijo, dedicóse a repa· rar el daño. El sol estaba ya muy alto cuando terminaron.

Por doquiera se veían los sembradores indígenas efectuando su trabajo: en los montes, en el plan, hasta en los solares de sus casas. Se notaban sus blancas silue­tas moviéndose rítmicamente haciendo un hoyo en tierra, sacando los granos del morral, arrojándolos al pozo abit(r­

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to Y tapando con el pie. Otros seguían lentamente el can· .sino andar de los bueyes.b . , . f'Unos esta an cerca, caSI velanse sus accIOnes more·

has; distinguíanse sus manos activ.~s, sus pies. desnudos. En surcos paralelos, estaban los hIJOS, sus mUJeres, ayu­dándolos, encorvándose e irguiéndose casi simultáneamen­te como si estuvieran en algún rito de adoración. Había momentos en que· las fajas rojas y azules que sirven de cinto a los indios, con sus puntas colgantes perdíanse en el suelo oscuro, dando la rara impresión de un parto de la madre tierra, un parto interminable de indios atados al surco café por cordones umbilicales de algodón teñido.

Sobre el camino, andando con el peculiar trote de las indias, llegó la Petra con Rosario, la niña: lleva· ban en un morral las tortillas, sal, chile molido y en una olla de barro roja y brillosa los frijoles cocidos.

Los niños juntaron hierbas secas, astillas y encendie­ron la lumbre. Sobre sus ca:r;bones calentaron la comida.

Sentados en la tierra hicieron tacos que comían len· tamente.

-Petra -dijo en tarasco Facundo-, hoy me tum­baron todo este pedazo de cerca -y señaló con la mano el tramo que habían reparado.

-¡Ave María Purísima! ¿Y quién fue? -Quién sabe; pienso decirle a Tata Toribio para que

me ayude. .Con las. pupilas desorbitadas, temblándole la voz, la

mUjer murmuró persignándose. -¿.No. crees que serían los naguales?

. E~ ,mdlO no supo qué responder, una ola de terror le lDvadlO. Mirando fijamente a la guare dijo: .

-Ahora mismo vamos a San Juan de las Colchas a ver a Nuestro Señor; sácate unos pesos y espérame en la

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casa, dile a la comadre Chona que nos clJide de favor los triques y la troje, porque los hijos se van con nosotros a rezarle al Cristo de los Milagros: .

-¿No te ayudamos tantito en la siembra? -Nada más un rato.

Para San Juan Parangaricutiro, o de las Colchas, que de ambos modos se le nombra; lugar en donde está el templo del Cristo de los Milagros, hay veredas,' senderos y caminos desde todos los pueblos de la sierra.

De Nahuatzen, de Momachuén, de Arantepacua, Turí­cuaro, Urapicho,. Patamban, Paracho, Cherán, San Juan Tumbio, Capacuaro, Pomocuarán, Zirosto,. etc., arrancan las redes de estas comunicaciones. Rutas primitivas holla­das por los descalzos pies de las mujeres indígenas, des­de que fray Juan de San Miguel instaurara el culto del Cristo de los. Milagros en el pueblo a quien su celo mi­sionero dIera el oficio de hacer colchas.

Caminos hechos por los pies indígenas bordeados de tejocotes, manzanos y madroños; que se internan en las espesuras de los montes, dan vuelta a las alturas buscan­do los declives suaves, esquivando los extensos malpaíses de basaltos volcánicos con aristas cortantes, y van a con­fluir al mar de piedad religiosa: San Juan Parangari­cutiro.

En la fiesta de septiembre, llegan peregrinos de re­motos lugares, enfermos incurables, paralíticos, lisiados; turistas norteamericanos con anteojos oscuros y cámaras fotográficas que' despiertan la curiosidad de los niños in­dios; comerciantes y barilleros con sus cajas repletas de baratijas y espejos pequeños, de vidrio verde, con burbu· j:.:s; vendedo:res de triduos, de imágenes benditas e infa­

libIes contra el mal de ojo, y los tan solicitados de manta, SU borla de lana roja, rellenos de hojas de romero,

can h l' . l'ruda Y mejorana, que a uyentan a. os esplntus ma IgnOS evitando ser chupados por las brUJas.

Miles de gentes se apretujan en la pequeña plaza que está frente al templo, sobre el suelo polvoso tienden los petates de tule los vendedores de frutas: guayabas de Urua­pan cocos de Apatzingán, plátanos de Ziracuaretiro, na­ranJas de Zamora, cacahuates de Guanajuato.

En todas las casas del,pueblo hay regocijo y fiesta, se hace el churipo de carne seca y chile colorado, las corun­das amasadas con manteca y rellenas de carne de puerco, los nacatamales de distintos sabores, el champurrao y el atole blanco, sin faltar el mole de· gallina y las tortillas de maíz.

El patrimonio de San Juan Parangaricutiro es su fies­ta septembrina.

Dentro del templo de tres naves, con una torre sin terminar, está el Santo Cristo de los Milagros: un Naza­reno crucificado, de pequeñas dimensiones, tras el cual se hallan millal;es ·de ex votos (milagros) de oro y plata, prendidos en largas bandas de tela de seda: ojos,piernas, gallos, asnos, marranos, corazones, manos, etc.

Hay otros santos en el recinto sagradó, pero su aban­dono es notorio, el Cristo de los Milagros es el Rey de la Casa. . d ~urante la fiesta, el templo está constantemente lleno e fIeles que danzan. Todos bailan con un ritmo monóto­

no y cansino: hacia adelante y hacia atrás, como si trope­za~an a cada instante, como si obstáculos invisibles pero ~X1stentes les impidieran acercarse rápidamente al altar 1ande está el Cristo. Todos llevan cirios encendidos en as manos; unos rezan, los más bailan solamente (es fa­

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A la salida compraron escapularios benditos empren­d' do ya anochecido, el camino hacia su hogar. len

Todo era sombras en el bosque rodeado de caminos.

Ellos andaban sin miedo entre las oscuridades espesas Y IUJIloro sas . En el cielo las estrellas tintilaban y' a sus es­

aldas el volcán se cubría de fuego, como' una pira in­~ensa que lanzara a los espacios la blasfemia impía de' las piedras encendidas queriendo borrar las estrellas.

A la ma:ñana siguiente, muy temprano, antes de en· caminarse a la labor, Facundo· fue a realizar una idea que l? hullía en el cerebr9' Llam~ ~?' la ca~a de Tata Toriblo Y con mansedumbre y sumlSlOn, hablo:

-Buenos días, padrino. -Cómo te va, Facundo. -Sin novedad. -¿Cómo está la Petra? -Bien, gracias a Dios. -¡Vaya, vaya!-Padrino, vengo a verlo porque quiero contarle lo'

que me pasa. ~A ver hijo, ¿qué sucede? -Pues verá, padrino, hace varios días que iha para

la siembra con Cundito, cuando me encontré con la cerca toda deshecha, como si alguien lo tuviera de prqpósito; cuando llegó la Petra con el almuerzo le plá.tiqué y creí­m~s que se trataba de naguales, porque, alcancé a distin­gUir huellas de hombre y no de animal. Ese mismo día nos fuimos a San Juan para rezarle al Cristo, mercamos hapularios para toda la familia y nos regresamos; ha­

famos encargado a la comadre Chona el J'acal y los tri­qUe '1 s, pero cuando volvimos, hallamos que nos faltahan as enaguas de Petra, mi sombrero nuevo; y las ollas de a real estaban rotas.

JESÚS URIBE RUIZ70

ma que nadie puede entrar al templo y permanecer sin bailar) se aproximan a la balaustrada que separa el al.

. tal', dejan sobre extensos candeleros las velas y se hin. can a rezar, si' son gentes de razón, o bailan sin moverse del sitio, los indios gritando, gimiendo o llorando a gran. des voces. Una vez descargada la pena. y después de ha. berla gritado en tarasco al santo, los indios salen recon. fortados y toman sus respectivos caminos llevando esca· pulados, ceras benditas para las culebras de agua, caca· huates; pescados secos, de tierra caliente; imágenes ben. ditas del Cristo.

Regresan por los largos y polvosos camfnos hacia sus comunidades y v~n recogiendo flores de mirasol, de ano dán, de melón, con lasque se adornan los sombreros de palma.

Facundo y su familia habían salido tarde de Puma· rato, pero por fortuna, San Juan no se hallaba lejos y pudieron llegar sin contratiempo después de caminar cua­tro horas. No era día de fiesta y encontraron al pueblo un poco triste, con sus trojes de madera y algunas casas de adobe cubiertas con la arena del volcán, cuya mole rugiente y. siniestra se veía claramente con su columna de ceniza emergienQo del cráter, abriéndose como un eriorme hongo.

Atardecía ya y entre las sombras que cubrían la ci· ma del Parícuti, comenzaba a despertarse el fuego de las piedras, encendidas.

Compraron velas de cera de abeja para todos yen· traron bailando al templo. Cuando llegaron cerca del san­to, empezaron sus lamentos en tarasco; el hombre pla­ñía, la mujer coreaba un constante: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! y los niños, al oir a los padres, prorrumpían en llantoS desgarradores.

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"Eso no es ya la obra de ningún nagual; alguien qUe ' no me quiere en el pueblo es el autor y vengo a hacerlo de su conocimiento para que si después sucede alguna tanigada, no me vaya a echar la culpa; 10 que sí le di. go es que cuando dé con el que me hace las maloreadas la va a pasar muy mal. -y gesticulaba el indio, azotan: do el aire con las manós, como si quisiera castigar a al. gún culpable desconocido.

Lo calmó Tata Toribio: probablemente se trataría de algún borracho o de alguien que quisiera hacer una mal. dad, una travesura. O algún agraviado (las gentes son.' muy raras, uno no sabe cuándo les ha hecho daño) pero paráque la cosa no llegara a mayores, él se iba a eneal'. gar de saber quién era el maldoso.

-Vete tranquilo, hijo, y que la pases bien. -Gracias, padrino. Adiós. Y el indio se alejó, volviendo al campo. Toribio le vio ir, después de darle su mano a besar.

Apartóse también del sitio donde entablaran la conver. sación anterior y, a paso rápido, trotó, como caminan los indios se dirigió a la casa de Antonio.

Al encontrarlo le dijo: , -Oye Antonio, ya está bueno que le pares y dejes en paz a Facundo, se está dando cuenta que uno de aquí se lo trae de encargo y no vaya ser que logre averiguar que tú eres el que tumbó la cerca y le robó la troje.

-Tata Toribio, es que usted no se da cuenta de 10 que pasa; el tal Facundo, junto eón el viejo Ubaldo y otros, hizo un papel para el gobernador del Estado, diciendo que no estaban de acuerdo con que se hiciera la explotaciónde la m¡idera.

, Tata Toribio se puso lívido de rabia y explotó. -¿A poco selló Vicente el papel?

LA AGONÍA DEL BOSQUE

_El dice que no, pero yo vi los papeles, ¡no sé có­o lo convencerían! Le habrán metido miedo.

JI1 -¡Ah qué Vicente tan tarugo! Hay que hacer luego luego otro papel ~os~tro~, ¿por dónde andará Juan?

-Deje que mI hIJO vaya a buscarlo. Antonio gritó: -Manuel. ¡Manueeeel! Un niño de ocho años salió de la troje cercana al lu·

gar de la calle donde se encontraban los dos hombres; cuando llegó junto a ellos, Antonio ordenó:

-Anda a buscal;' a Juan, dile que venga aquí ahorita mismo; que se traiga papel y tinta y que se acompañe con Vicente. '

El niño salió disparado a cumplir con el encargo y se quedaron los indios conversando. Al poco tiempo, llega· ban Vicente y Juan, el secretario, muchacho de veinte años que, sonriendo, saludó después del jefe de Tenencia:

-Buenos días. . , -Buenos días -respondieron. Luego dijo Toribio: -Vamos a hacer un escrito diciendo que la Comuni·

dad está de acuerdo con la explotación y que los que hi· cieron el otro escrito son agentes de desorden. '

-Bueno --comentaron Vicente y Juan. De buena gana nq haría Juan aquel escrito, pero si

se oponía a lo que solicitara Tata Toribio, corría el ries­go de perder el tostón diario que le pasaba la Comuni· dad, por su conducto. (Tata Toribio era el que adminis­~aba los bienes del pueblo, desde hacía mucho tiempo, s~ que nadie se atreviera a pedirle cuenta de los gastos e Ingresos habidos.)

No es que tuviera noción de la trascendencia de lo que hiciera, simplemente, le repugnaba obedecer a Tata

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, Toribio. Guardaba rencor desde que, cuando niño, había. le quemado la boca con la lumbre del cigarro que a eSCon. didas había robado al padre y con la voluptuosidad pro. pia de los actos cometidos sin permiso, saboreaba lenta. mente el humillo tibio y oloroso. La boca le había que. dado ampollada! y dolorosa muchos días, "para que no fume delante de sus mayores", habíale dicho Tata To. ribio.

Pasaron a la Jefatura de Tenencia y sentado en una, silla empezó a escribir Juan, sobre la mesa, lo que To. ribio dictara:

-"Puruarato, a tantos de tantos. C. Gobernador del Estado, Morelia, Mich. Los abajo firmantes somos las au­toridades y miembros legales de la Comunidad de Pu. ruarato de este Estado, le venimos a decir que' sí estamos de acuerdo con que nuestros montes se trabajen y es nues­tra voluntad de mayoría y no como afirman unos hijos renegados de ~sta Comunidad. Creemos recibir un bene. ficio con la venta de nuestros motites, porque la Comuni. dad está muy pobre y hay años que no nos alcanza ni pa­ra cubrir los impuestos del Estado. No dudamos de que nos ayudará, a que nos den el permiso necesario para el trabajo, ya que somos gentes de orden, disCiplinadas y re. volucionarias y siempre hemos estado en el Supremo Go. bierno."

Con mano temblorosa firmó Toribio, Vicente puso la huella y con letra clara signó Antonio.

Juan estuvo todo el día recabando firmas y huellas de vecinos. Una vez terminada esta labor, metió en un so­bre los papeles y se encaminó a Paracho, a depositar la correspondencia en el correo. Iba contento porque cobra­ría un peso más, tarifa ya fijada cuando se trataba de hacer viaje especial para dejar en el correo los escritos de la Comunidad.'

V

EL MUERTO

REGRESARON aprobados los contratos y cumpliéronse las palabras del maderero, en lo que se refería al traslado de las maquinarias. Estas iniciaron el camino a terrenos de

la Comunidad. ¿Dónde instalarlas? He ahí un problema que era

necesario resolver de inmediato. El solar de Facundo era el más indicado, por su situación; pero el indio terco, no quería rentar la tierra.

Con las sierras y bandas y el motor eléctrico que com­prara, expuestos a la intemperie casi, bajo un cobertizo p~ovisional de tejamanil que mal los protegería de las Hu­Y!'as, don Jaime se enfurecía cada yez más, ante las nega­tivas del indio.

No quería buscar otro siti~, ya había tomado el asun­to como de amor propio y no iba a dar el espectáculo de ~troceder en sus propósitos ante la voluntad de aquel in­blgena testarudo. Sobre todo, presentía que si daba su /azo a torcer en esta ocasión, pronto el prestigio de su lrmeza vendríase por tierra y estaría después sujeto cons­

tantemente a la veleidosa voluntad de los indios. An El. explotador residía en Paracho y ahí fue al verlo

tomo, quien llegó a la casa y, sin tocar, abrió la puerta

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colándose al interior. Encontró a don Jaime desayunánd . se, rechazó la invitación que le hiciera, diciendo qUe Ya

o

había almorzado y preguntó cuándo comenzaba el trabajo del aserradero. El explotador, con estudiado gesto Com. pungido empezó a relatar todas sus dificultades: primero la Compañía de Luz que no quería darle fuerp .eléctrica luego las peripecias para encontrar el motor adecuado' después, las molestias para trasladar el aserradero a Pu: l'uarato y, finalmente, despllés de estar ya todos los obs. táculos vencidos, aquel maldito indio Facundo que no quería rentar la tierra para instalar las máquinas.

~"Te doy el maíz que cosechas anualmente como renta", había ofrecido; pero Facundo no' quería colabo. rar con la explotación y negábase obstinado y terco.

-A tal grado estamos -reafirmó- que me voy a ver precisado a cancelar el contrato y no trabajar en la Comunidad.

-¿Tan grave es el asunto don Jaime? --comentó in. crédulo Antonio. .

-Sí, así es de grave; tú comprenderás que aunque . éste es un detalle 'pequeño, por ahí voy conociendo cómo me tratarán más tarde. He ido con ustedes como amigo, arriesgando mi dinero, haciendo gestiones- costosas en Mé· xico y en Morelia para que estén las autorizaciones yem· pieza a recibir estos pagos. Lo mejor que puedo hacer es largarme con la música a otra parte. Nada menos ayer estuvo aquí Anselmo Pérez, el presidente de la Comuni­dad de Uricato, a informarme que estaban dispuestos a venderme el monte y según informes que tengo es mejo.r que el de Puruarato -luego añadió-: ¡Sí, es prefen­ble dejar este asunto por la paz!

Antonio, que había permanecido sentado, ocupando un extremo de la mesa, opuesto a donde .se hallaba el roa-

LA AGONÍA DEL BOSQUE

arrimó su silla hasta quedar muy cerca del ex· derero, . d l' 1 .d r Y recornen o con a VIsta a estancIa para cero p~ota .:... de que nadie más que ellos se encontraban ahí, Clora.."". .,

voz baJa dIJo:' . eD _Mire, don Jaime, ya hemos hablado con Toribio d esas cuestiones, él ha tratado de convencer a Facundo era que le rente, pero no ha adelantado nada; aquí no .

Pibe sino una solución: ¡desaparecerlo! ca Don Jaime se quedó pensando algún tiempo; luegq contestó, también en voz haja:

-Eso es cuento de ustedes; dile a Toribioque si me arreglan el asunto, les doy tres mil pesos, se los entrego tan pronto como me den seguridades para hacer la ins­talación.

No necesitaba más Antonio; al principio' receló de la fonna vaga en que se le respondía y luego comprendió plenamente: el maderero no quería dar la aparienciá de complicidad, pero poi: otra parte, ofrecía dinero para in­dicar con toda claridad, mejor y más ampliamente que si lo hubiera hecho con palabras, la completa conformidad con cualquier procedimiento que se empleara para Gon· seguir sus fines.'

Después de despedirse, salió Antonio con rumbo a Puxuarato.

.....

-¡Ya se te acabó la leña, Petra! -Está bueno que me trajeras algo.

. Tomó Facundo el hacha y se dirigió al cerro. Era do­~lngo, a mediodía. Después de haber ido a misa cam· lado de limpio, habíase dirigido a la tienda de Julián a

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tomar unas copas de Charanda para finalmente ir a la casa en donde hablaba con su mujer.

El cerro tiene sus mejores galas en el medio día es. plendoroso; claramente, como una minuciosa miniatura vénse todos los detalles: los pinos de la ~ima parecen es. meraldas engastadas en pedicelos de oro, las barrancas

. antójanse rojos labios abiertos. Como borregos inmóviles descansando, así se ven los árboles verdes. El cerro arranca del plan, va ascendiendo lentamente por las falo das hasta coronarse en las alturas con el filo cristaliza. do del pico; parece la ola congelada de una pétrea marea fantástica.

Facundo lentamente camina ascendiendo por la falo da, resbalándose sobre el aceitoso huinumo seco, con el hacha terciada y un lazo de cuero crudío. Asciende lenta. mente, deja vagar su mirada por el bosque que va espe. sándose más y más.

Es domingo y parece que los árboles lo saben, lucen sus colores brillantes y lustrosos y el viento al cortarse entre las hojas filiformes, parece que canta, parece que He.

El indio tiene un raro sentimiento de piedad opri. miéndole el pecho, observa con ternura los árboles vigo· rosos en los que la sierra y el hacha de los trozadores se in­crustarán con saña. Siente desaparecido el temor por el bosque, no lo ve como una inmensa bestia verde, como antaño 16 contemplara, vélo ahora como un niño gigante, ingenuo, juguetón, alegre y hermoso; un inocentt:) niño al cual quieren privar de su alegría, mutilarlo y desgai rrado. ¡No! Por ningún motivo rentará la tierra para e aserradero; prefiere irse a alquilar a Nahuatzen si es que las dificultades siguen con los comuneros, ¡pero no ren­tará la tierra ! Ya se da cuenta de que algunos indígenas

LA AGONÍA DEL BOSQUE

con ojos rencorosos, azuzados quizá por el padri­10 vT:ribio. ¿Cómo .sabría éste lo del p.a~l para el .g?"b: ador? ¿Sería VIcente el que se lo dUla? ¿O el VieJO tTh:ldo? ., En fin, a qué pensar en 'eso. .

Se paró en un altozano"para contemplar el magnífico pectáculo que desde ahí se dominaba: muy abajo esta­:D las casitas del poblado, como un nacimiento, agru­

pándose desordenadamente. Los sombreros de petate de algunos transeúnt~s aper::a~ distingu~anse y un~ que otra faja roja, como cmta movIl, apareCla y despues desapa­recía. Levantó los ojos para divisar los cerros azulencos de las otras comunidades: el de Urachén, lleno con, las cuadrículas cafés de los desmontes, el brumoso cerro elii·. no con sus profundas barrancas, el de Paracho dominan­do los agudos perfiles rocosos cortados. a pico. Y más lejos, el tropel inacabable de la serranía indígena se iba descorriendo como un interminable desfile de lomeríos te6idos en todos los tonos del verde y el azul hasta con· fundirse con la suave claridad de un cielo de turquesa.

Abstraído estaba, cuando percibió el crujido de ra- . mas, a sus espaldas. Saliendo de su ensimismamiento, vol· vió la cabeza en direceiónal ruido. ¡Nada! Probablemen­te alguna piña desprendida de un árbol.

d Sig~ó caminando, bordeó la barranca grande hacien­o alto Junto a un pino que se hallaba tirado. Comenzó

a hacer leña dando hachaiosque hacían ladrar a los pe­rros del eco. Con movimientos diestros iba separando del r~n tronco postrado gruesas astillas de madera seca, los enos, amontonándolos en un sitio determinado' cuando c~ , ,

yo tener bastante, dejó el hacha en el suelo y' con la ~i: de cuero crudío amarró el haz cargándolo a la es­a a. Sudoroso inició el descenso.

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Al pasar junto a la barranca grande_ percibió de reo. jo, una sombra que se deslizaba rápidamente sobre él surgiendo de detrás del tronco de un pino; quiso voltear pero sintió' un fuerte empellón, un tremendo empujón Fa~tó el suelo a sus pies, resbaló hacia la sima rebotan: do entre las tocas de los lados antes de caer al fondo, he. cho un guiñapo.

Su grito de muerte fue coreado por los aullidos pro. longados del eco.

El viento, tañedor de oficio, vibró enh'e las -hojas un canto fúnebre.

El muerto está dentro de la troje sobre una sábana lle. na de sangre. En estado de descomposición, putrefacto, fue hallado a los tres días por un pastor. Es la casa de Petra, la casa del difunto, y en ella está todo el pueblo; la mujer entre llantos y gemidos que aumentan de inten­sidad al recibir a cada nuevo visitante, prepara el café cargado con alcohol y las corundas para la gente que le da el pésame. Los hijos, con ojos espantados, entran y sao len de la troje.

Por la noche las plañideras gritan y lloran con la­mentos desgarradores. Aúllan los perros qfte las escuchan y rezan en voz baja las guares.

Los hombres están borrachos. Tata Toribio consuela a .la sobrina: '

-Vente a vivir a la casa, hasta que los niños trabajen. Al día siguiente, lo entierran en la fosa bendecida

por el c;ura, solicitado exprofeso. Las mujeres se' tapan los ojos llorosos con rebozos

azules.

LA AGONÍA DEL BOSQUE

L fosa se cierra, sobre el túmulo caen las dalias ro­o alos amarillos cempazúchiles; en un extremo coloca Jas y una tosca cruz de madera pintada de café en cuyos petra '. h b d . _..na Juan, el secretarIO, a gra a o con una navaJa en br......- . d "F dA' 1 " letras IDal almea as: acun o reva os .

De regreso del cementerio, Toribio ve a la Petra: -Don Jaime ya supo lo de Facundo y te quiere

8~aroLa sobrina lo contempla, con la mirada vaga. -Como tú no podrás trabajar la tierra ni darle a: me·

dias, porque abusarían de ti, él.te va a dar el maíz y el frijol para todo el año, sólo que debes poner la huella en estos papeles.

Una horrible sospecha. atraviesa como puñalada el corazón de la guare. El difundo le había platicado su ne­gativa a rentar el ·solar. ¿Sería posible que eso hubiera sido la causa de su muerte? Facundo no podría haber caí· do accidentalmente, sus huellas estaban todavía en el ca­mino y también estaba claro aquel resbalón tremendo ha· cia la profundidad, como si alguien lo hubiese aventado. Con los ojos desorbitados, miró Petra al tío, quien sopor­tó sin pestañear la mirada. Apagóse el fulgor en los ojos de la sobrina. ¿Qué podría hacer ella aun en el caso que la ~specha fuese cierta? Quedaban los hijos y era neceo sano velar por ellos. Dijo al tío:

-¿Dónde pongo el dedo? d Sacó Toribio el entintador y unos papeles de debajo e su camisa de manta.

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VI

LA ZONA EN LITIGIO

RÁPIDAMENTE se realizó la instalación del aserradero; en el lugar .indicado, surgieron los cobertizos, despejóse un gran tramo, nivelando y destruyendo las surcadas; las plantas de maíz, cloróticas y abandonadas, languidecían por el campo. Sobre pilares de madera, pusiéronse las estructuras de los techos; la línea eléctrica comunicó su flúido a los grandes motores que accionaban las sierras. Los carros portatrozos, vehículos que no van a ninguna parte, iniciaron su danza ruidosa. La sierra vertical, pén· dulo de reloj extraño, se aprestaba a contar el tiempo en trabajo. Tres unidades se instalaron; tres aserraderos iguales hasta en sus ménores detalles. Los bombillos para luz eléctrica pendían de las vigas de los techos como hon­gos de cristal. Las vías Decauville, ríos mansos, desapa. recían en el patio donde deberían acumularse los gran­des trozos. Dominando todo el conjunto, la casa de ma­dera de la oficina hallábase terminada. Ahí se rayaría a los peones las tardes de cada sábado, ahí habitaría don Jaime cuando viniese al aserradero, ahí permanecería Rafael, su compadre, vigilando el buen orden del n~ gocio.

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84 JESÚS URIBE RUIZ

Los trabajos de corte comenzaron. Al principio utili· zó el explotador trozadores de l~ Comunidad pero éstos, ignorantes del trabajo y de la prisa que el maderero lle· vaba de enriquecerse, no rendían el trabajo que el explo.

, tador deseaba. Un cuerpo de trozadores expertos, venid<,>s de fuera,

comenzó a desplazar a los comuneros quienes empezaron a murmurar contra la explotación.

Toribio y Antonio trataban de calmar los ánimos pe'ro ya la Comunidad no quería obedecerles.

En corrillos comentaban los indios: ¿no llevaba ya tirando don Jaime tres meses árboles del monte? ¿Y qué era de sus promesas? Habían pasado quince, meses des­de que hablaran y hablaran en aquella asamblea en que se dijera que se iba a hácer un~ Escuela, a introducir el agua potable, y por lo que veía todo estaba destinado a quedar en palabras, solamente dichas para engañar de momento y conseguir la conformidad del pueblo para robarle sus riquezas. Había tenido razón el difunto Aré­valos al decir que nada bueno podría esperarse de la tumbazón. Con odio, con temor, constataban los destro­zos ocasionados en el bosque.

Don Jaime había ordenado tumbar los árboles, la mayor cantidad posible de ellos, aun antes de que los tres aserraderos estuviesen en condiciones de trabajar: todavía no se paraban las estructuras y ya había milla­res de trozos derribados, en el monte.

Un detalle imprevisto, fortuito, vino a ayudar aTo­ribio y a Vicente a sostener el prestigio de su autoridad y de carambola a la explotación: Atanasio, un comune· ro de dieciocho años, tuvo un pleito' callejero con un bo­rracho en Uruapan, dio saldo de sangre la riña .y lo me· tieron en la cárcel. La Comunidad entera movilizóse para

LA AGONÍA DEL BOSQUE 85

salvarlo, dirigieron cartas al Procurador de Justicia del Estado, se valieron de licenciados conocidos por Toribio; pero quien logró arreglarlo todo, fue don Jaime al mo­ver sus influencias en la. Capital del Estado y Uruapan; abrió los cordones de su bolsa y regresó a la Comunidad Atanasio, agradecidísimo con el maderero.

Cuando se inauguró el aserradero, fue día de fiesta en Puruarato; un cura de Uruapan llegó a bendecir; en la casa de la administración, se puso una larga mesa, improvisada con las primeras tablas sacadas en las prue· bas de trabajo de la instalación; sirvióse sopa de arroz, barbacoa, mole y frijoles, con profusión de cerveza y botellas de Charanda.

Muchos indios, semiborrachos, esperaron en el ase· rradero hasta ver que se encendieran las luces eléctricas; cuando esto ocurrió, gritaban alborozados como niños.,

Todavía a las altas horas de la noche, venían grupos de indios borrachos,por ,el camino del aserradero a la Comunidad.

Tata Toribio, Lorenzo y Antonio, recibían puntual. mente sus regalías. Para despistar, al primero se le ,dio el cargo de vigilante y al último el de contador de tro· zos. Lorenzo conservaba su puesto de mozo de estribo" vestía de otra manera, lucía pistola de cilindro, n~que.

lada y brillante; llevaba un sombrero tejano, regalo del patrón, montaba los caballos de éste, guardándole una su· misión y obediencia perrunas.

Los demás le llamaban: don Lorenzo. Y su cara res· plandecía de satisfacción.

Los tres aserraderos, a trabajo pleno, laboraban no· ,che y día. Las tongas de madera se elevaban vertiginosa~ mente en el patio y los cortadores no se daban punto de reposo; las vías Decauville se adentraban más y más en

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la espesura y sobre ellas, en armones jalados por mu­las, fluían incesantemente hacia el aserradero los trozos.

El negocio prosperaba. Don Jaime cambió su residen­cia a Uruapan, compró solares para patios en la ciudad

.y pronto se hizo famoso en ella, como lo era ya en Zi· tácuaro y M01'elia: por sus juergas escandalosas, sus lar­gas sesiones dedicadas a Birján y su inmoderada afición al aguardiente de marcas extranjeras.

La Comunidad, manejada por Toribio, Antonio y Lo­renzo, estaba relativamente tranquila; cuando los ánimos se excitaban el maderero surgia' al quite: ora regalaba cien pesos para la iglesia, ya compraba imágenes del Cristo de los Milagros de Parangaricutiro, para repartir­las entre los indios; hacía dádivas de cinco y diez pesos a los necesitados, etc., etc.

El negocio iba en grandes, cielto que para hacerlo había invertido todos sus dineros y hasta había recurri· do a préstamos, pero ¿cómo no endrogarse para esto? No tendría otra oportunidad en la vida. Rápidamente sal­daría sus compromisos y luego todo sería ganancias. No había querido admitir socios ¿por qué compaltir las .uti­lidades con otros? Su sueño estaba por realizarse y ya que estaba en el camino, '10 ejecutaría costase lo que cos­tase y en la forma que fuera.

Manejando su coche por la brecha que abriera para que los camiones fleteros sacaran la madera transportán·· dola a Uruapan, viene don Jaime; si quisiera algún ar­tista pintar la cara de la felicidad y la satisfacción, la suya serviría como modelo. Estaba un poco más gordo, con su tejano de anchas alas, mascada 'de seda roja al cuello, chamarra café de gamuza, pantalones de montar y bota minera. Venía pensando en varios proyectos hala­güeños: en la oferta de quinientos pesos que le hicieron

87LA AGONÍA DEL BOSQUE

para cada millar de pies de madera. En poner otro ase· rradero a trabajar.

Castillos en el aire iba forjando. El coche corría por el camino, vibraba en la~ subidas al forzarse la maqui­naria del motor, descendía veloz en las suaves pendien. tes y en marcha de velocidad constante, arremetía en las rectas,' escoltado por la inmóvil valla de los árboles. Cuando llegó al aserradero, lo recibió Rafael, su com­padre y capataz: .

-Ayer vino Rosalío, el cabo de los armoneros, a in­formarme que la madera del malpaís no la pueden sao car, que s~ I necesita comprar unas yuntas. de bueyes.

-¡Qué yuntas ni qué bueyes! -Tronó su interlocu­tor-. ¡Dile a los troceros que se busquen otro sitio para tumbar, después sacaremos esa madera!

-Es que los troceros dicen que ya acabaron todo lo que está cerca y como no hay tendida nueva vía, no sao ben si deben tirar más adentro del monte.

-Los troceros han de estar ciegos, el lado éste que . queda a espaldas del aserradero no se ha tocado.

-Esa es la zona que está en litigio con la Comu­nidad de Corótiro, compadre.

-¡Qué litigio ni qué ojo de hacha! Que comiencen la tumba, si hay alguna dificultad ya sabré cómo arre­glarme; sería una tarugada parar el aserradero nada más porque sí.

. -Podríamos trabajar sólo un tumo al día y así nos alcanza la madera cOltada cerca de la vía hasta que se tienda más -insinuó Rafael.

-¡Que se haga lo que digo! -Está· bien.

......... , ..

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Desde épocas inmemoriales, el punto del Cerezo había sido considerado como zona en litigio por las dos Co­munidades; años atrás, había gestionado cada una por su cuenta, que se les reconociera el derecho que sobre el terreno boscoso creían tener. Los ingenieros designados al efecto por el gobierno,. después de descifrar los vie­jos títulos, habíanse quedado perplejos, ya que el men­cionado terreno en virtud de un error de los agrimen. sores hispánicos,' quedara incluido como perteneciente a ambos pueblos. Ya habían disputado mucho sobre aquel terreno, gastando dinero en gestiones costosas, 'y más de una vez habíase teñido de sangre el bosque del Cerezo; hasta q'ue llegaron a un acuerdo de amistad, sellado por comisiones de los más viejos de ambos pueblos, después de largos y ceremoniosos protocolos: el Cerezo pertene­cería a ambas Comunidades de ahí podrían sacar leña y pa~tar ganados, pero nadie podría tumhar un árbol para tejamanil o morillos o durmientes.

Hasta la fecha habían respetado escrupulosamente el acuerdo, sIn tener que lam,entar incidente alguno.

Ahora convenía a los intereses de don Jaime romper aquel equilibrio tradicional y con su ceguera de avora· zado, ni siquiera se puso a meditar sobre los nefandos resultados de su actitud.

Ese mismo día llamó a Toribio, Vicente y Antonio a su oficina del aserradero; llegaron los indios y habló el patrón:

'-Ordené que cortaran árboles en el Cerezo. Toribio ,arrugó las cejas, frunció el ceño Antonio y

replicó Vicente: ' ~Allí no puede cortar, porque se nos echan encima

los de Corótiro.

LA AGONÍA DEL BOSQUE 89

-¡Vaya con el Jefe de Tenencia! Valiente jefe eres tú ¿qué no sabes que ese terreno es de Puruarato? ¿No has visto los títulos de tu Comunidad? O te atienes a lo que dicen los de Corótirv. Miren muchachos, es tiempo de 'que regrese a ustedes lo que es suyo. Voy a trabajar en ese terreno porque es de la Comunidad, y les A.yudaré cori mis influencias para que se arregle todo en benefi· cio de Puruarato. '

-'No -insistió Vicente mientras los otros calla· ban-: nuestros padres hicieron trato con los de Coróti· ro y lo vamos a respetar, ¡usted no tira ni un palo de allí!

-Vamos, vamos, Vicente, no te pongas difícil; es cielto que los padres de ustedes hicieron el trato, pero si ahora tienes tú la oportunidad de dejar a los hijos de la Comunidad ese pedazo como herencia, ¿no crees que esté bien? Yo creo que tú quieres más bien decir que e.so va a originar gastos y tienes temor al pensar de dónde po­drán salir; por tu seguridad te repito que yo pagaré los gastos y para que no vayas a quedalte sin poder mover· te, te voy a dar sesenta pesos mensuales ¿qué dices?

-',-Está bueno, Vicente, al cabo don Jaime se encaro ga de que todo salga bien; ¡acuérdate de lo de Atanasio! -insinuaba Antonio.

-Bueno -respondió' convencido Vicente. -Aquí tienes el primer mes -agregó el maderero,

mientras alargaba un fajo de billetes ,que contenía cien pesos.

En los pueblos apartados, lejos de la civilización, ca· rentes de, diversiones, los hombres tienen un carácter apa· ' cible, son nobles, leales, desinteresados y virtuosos por na­turaleza, si es que no hay ninguna causa ajena que de­termine una alteración desfavorable para las condiciones

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normales de sus ambientes. Saben reconocer el valor de la amistad y la tienen como un compromiso fundamental e inquebrantable. Reaccionan noblemente con el que es noble, y un instinto de certero análisis psicológico les hace desconfiar de aquéllos que trataR de hacerles daño.

Sus tratos, negocios y compromisos, se realizan "a la palabra"; no suscriben documento alguno y tienen en ellos la palabra empeñada, fuerza de validez legal que obliga más que cualquiera otra prueba o garantía.

Transcurren sus existencias pacíficamente. Mas si acontecen sucesos imprevistos, su necesidad de encontrar diversiones, su angustiosa desazón de intranquilidad y vida amenazada, los conduce a extremos imprevistos. Son como mansos hilos de agua que se convirtieran en torren­tes impetuosos a causa de una brusca quebrazón del cau­ce que los conduce, y se lanzaran desbocados'a chocar contra los accidentes, destrozando y destrozándose.

Cuando Corótiro supo que se estaban cortando árbo­les en el Cerezo, la Comunidad entera ardió de indigna­ción.

Se habían burlado del pacto con los ancianos y aho­ra correspondía a los jóvenes tomar cartas en el asunto para defender la palabra de los queridos viejos muertos.

Un grupo de indios, acompañados de Anselmo, se presentó en Puruarato apersonándose con Toribio y Vi­

, cente. El viejo Anselmo, faz impenetrable, vivos ojillos mon­

goloides; varios pelos de barba, largos y canosos; mecho­nes de bigote -lacios- en la comisura de los labios, hapló:

-Se están tumbando, palos en el Cerezo, Puruarato faltó a la palabra, a la que dieron a nuestros padres muertos. Queremos que se suspendan los trabajos inme-

LA AGONÍA DEL BOSQUE 91

diatamente y se nos dé el pago de lo que nos correspon­da en esa madera.

Altanero, respondió Toribio: -Este te-rreno es nuestro, los padres de nosotros hi­

cieron eL trato desconociendo papeles que ahora tene­mos.

Un claro de indignación salió de los comisionados de Corótiro. y todos juntos: .

-¡Qué no se tumben má$ palos! -gritaron amena· zadores.

Vicente dijo: -Se seguirá trabajando, porque nuestros títulos dicen

que ese pedazo es nuestro. -¿Esa es la última palabra? -preguntó Anselmo

con la boca temblándole de coraje. , -¡Sí! -'-dijeron a una Toribio y Vicente. A pie, como habían venido, se alejaron. los de Co­

rótiro. Cuando estuvieron lejos del pueblo, en el bosque, se sentaron bajo unos encinos y pusiéronse a comentar:

-Mataremos a los que se metan a trabajar en el Ce­rezo -dijeron los mozos.

-¡No! ~ontradecía Anselmo-, así no ganamos nada.

-¿Entonces qué hacemos? Quedóse el indio pensativo algún rato y terminó: -¡Ya sé lo que tenemos que hacer! . Se levantaron y con paso rápido reiniciaron el inte­

rrumpido camino del regreso a Corótiro. La noche se les venía encima, con su 'manto de estrellas y su luna enor­me, llena, iluminando con lechosa claridad los paisajes. La noche indígena cubría los pueblos de la sierra con sus vientos fríos y sus aullidos de coyote que espantan a las borregas con cría. Por occidente surgía, como un lar­

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normales de sus ambientes. Saben reconocer el valor de la amistad y la tienen como un compromiso fundamental e inquebrantable. Reaccionan noblemente con el que es noble, y un instinto de certero análisis psicológico les hace desconfiar de aquéllos que tratan. de hacerles daño.

Sus tratos, negocios y compromisos, se realizan "a la palabra"; no suscriben documento alguno y tienen en ellos la palabra empeñada, fuerza de validez legal que obliga más que cualquiera otra prueba o garantía.

Transcurren sus existencias pacíficamente. Mas si acontecen sucesos imprevistos, su necesidad de encontrar diversiones, su angustiosa desazón de intranquilidad y vida amenazada, los conduce a extremos imprevistos. Son como mansos hilos de agua que se convirtieran en torren­tes impetuosos a causa de una brusca quebrazón del cau­ce que los conduce, y se lanzaran desbocados'a chocar contra los accidentes, destrozando y destrozándose.

Cuando Corótiro supo que se estaban cortando árbo­les en el Cerezo, la Comunidad entera ardió de indigna­ción.

Se habían burlado del pacto con los ancianos y aho­ra correspondía a los jóvenes tomar cartas en el asunto para defender la palabra de los queridos viejos muertos.

Un grupo de indios, acompañados de Anselmo, se presentó en Puruarato apersonándose con Toribio y Vi­cente.

El viejo Anselmo, faz impenetrable, vivos ojilIos ~on­goloides; varios pelos de barba, largos y canosos; mecho­nes de bigote -lacios- en la comisura de los labios, habló:

-Se están tumbando palos en el Cerezo, Puruarato faltó a la palabra, a la que dieron a nuestros padres muertos. Queremos que se suspendan los trabajos inme-

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diatamente y se nos dé el pago de lo que nos correspon· da en esa madera.

Altanero, respondió Toribio: -Este terreno es nuestro, los padres de nosotros hi­

cieron el trato desconociendo papeles que ahora tene­.. mos.

Un claro de indignación salió de los comisionados de Corótiro. y todos juntos: '

-¡Qué no se tumben má~ palos! -gritaron amena­zadores. '

Vicente dijo: -Se seguirá trabajando, porque nuestros títulos dicen

que ese pedazo es nuestro. -¿Esa es la última palabra? -preguntó Anselmo

con la boca temblándole de coraje. , -¡Sí! ~'-dijeron a una Toribio y Vicente. A pie, como habían venido, se alejaron los de Co­

rótiro. Cuando estuvieron lejos del pueblo, en el bosque, se sentaron bajo unos encinos y pusiéronse a comentar:

-Mataremos a los que se metan a trabajar en el Ce­rezo --dijeron los mozos.

-¡No! ~ontradecía Anselmo--, así no ganamos nada.

-¿Entonces qué hacemos? Quedóse el indio pensativo algún rato y terminó: -¡Ya sé lo que tenemos que hacer! Se levantaron y con paso rápido reiniciaron el inte­

rrumpido camino del regreso a Corótiro. La noche se les venía encima, con su 'manto de estrellas y su luna enor­me, llena, iluminando con lechosa claridad los paisajes. La noche indígena cubría los pueblos de la sierra con sus vientos fríos y sus aullidos de coyote que espantan a las borregas con cría. Por occidente surgía, como un lar­

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go rebozo de guare, con el que se tapara la sangrante derrota del sol muriente. Los ruidos nocturnos se encen­

I1I1I dían, y la sombra iba cobijando los rugosos fustes de los árboles venerables, como indios que se envolvieran en el negro zarape lanoso para descansar. Allá a lo le­jos, las luciérnagas incandescentes de los focos en el ase­rradero, hacían túneles de luz en la ,obscuridad.

Es la época de las quemazones. Los verdes cerros, antes cubiertos con espléndidos ma­

tices, tienen ahora culebras de fuego que cabrillean, gu­sanos' de luz que en las noches caminan voraces por sus faldas incendiando el pasto, convirtiendo en teas a los árboles resinados que con su madera· saturada de brea, tremendamente combustible, arden hasta carbonizarse, ca· yendo con gran estrépito y levantando millares de chis­pas que van a comunicar el fuego a los ,árboles vecinos.

¿Quién comienza las quemazones? Unos dicen que los fuertes rayos del sol, otros que lqs indios para tener pas­tos nuevos, para que el humo de las enormes piras im­pida las heladas que dañarían a las pequeñas plantas de maíz; aquéllos, que los durmienteros y tejamanileros para borrar el rastro de sus trabajos.

Empieza el incendio desde un punto cualquiera y, como si fuese una señal" paulatinamente aparecen. lla­mas rojizas, tizones en la noc~e, sobre las borrosas som­bras grises de los montes.

(Los indios creen que el fuego es propalado por los cuervos, que llevan en sus picos ramas ardiendo y, vo­lando, suéltanlas en sitios lejanos para después comerse las sabandijas quemadas). '

Inespe:radamente comenzó el incendio, desde varios puntos a la vez. Cuando los del aserradero se dieron cuenta, ya el fuego había hecho tremendos estragos. Era

LA AGONÍA DEL BOSQUE 93

domingo; día' en que se celebraba la fiesta de San Lo­renzo .en vecina Comunidad. El patrón había concedido licencia a los trapajadores para dejar los aserraderos por ese día solamente. Quedaron Rafael y cuatro veladores vigilando.

Rafael dormía cuando lo despertaron golpes bruscos, dados sobre la puerta del cuarto en la casa de adminis­tración donde pernoctaba. Rápidamente echó mano a la pistola que guardaba debajo de la almohada:

-¿Quién? -jSoy yo, don Rafael! -¿Qué demonios quieres a estas horas? -Se está quemando el Cerezo. -¡Me lleva la ... ! Se incorporó vistiéndose rápidamente. En efecto, el Cerezo ardía por vario¡¡ lados, oíase el

crepitar de la madera verde y, zumbaba el viento reca­lentado al elevarse.

¿Cómo atajar aquel incendio? . : -¡Llama a los demás veladores! -ordenó Rafael. En breves instantes se juntaron los serenos. -¿Qué haremos? -preguntaban en espera de ins­

trucciones. Apagar con agua, Lni pensarlo! El paraje era tan seco

como todos en el contorno; el aserradero tenía una pila a la cual acarreaban agua para las necesidades dornés­

.ticas de los trabajadores y sus familias, los camiones fleteras que transportaban la madera aserrada a Drua­pan.

-¡Tráiganse palas y hachas y vamos rápido! -man­dó el capataz.

Imposible contener al voraz elemento. Apagaban en un sitio, seguían a otro y cuando volvían la vista, ya el

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primero estaba en llamas otra vez, como si nada hubiera impedido la libre comunicación del fuego. Los trozos COl"

tados, diseminados sobre el suelo, ardían como si un fue­lle oculto los avivara nuevamente. Los hombres sudaban, el hum'o' cq.rrosivo y espeso se les prendía en la gargan· ta, les penetraba los puImones ocasionándoles una tos molesta que les quemaba la garganta dejando en los ojos llorosos una impresión deresequedad insoportable. Des­pués de luchar por varias horas comprendieron que era inútil pretender apagar.

Hicieron zanjas en sitios adecuados, para impedir que el fuego se propagara peligrosamente cerca del. aserra· dero, derribaron a hachazos varios árboles para dejar franjas desnudas protectoras y así' estuvieron trabajando hasta la madrugada. Sumába:pseles los trabajadores que volvían de la fiesta, atraídos por el incendio. .

El bosque del Cerezo ardió cuatro días y cuatro no­ches. .

Los rollizos carbonizados, cubiertos con una capa es­pesa de ceniza, humeaban todavía pasado ese tiempo.

Cuando don Jaime lo supo, mesábase de ira los ca· bellos, lanzando imprecaciones a diestra y siniestra. En compañía de Rafael inspeccionaba' aquella mañana los destrozos; al aplacarse un poco, el compadre dijo:

-Ese incendio no fue accidental, seguramente lo hi· cieron los de Corótiro.

Aquella frase fue un latigazo que embraveció el 01'·

gullo del explotador; se quedó mirando fijamente al ca· pataz con una mirada retadora:

-¿Conque los de Corótiro, eh? ¡Ajá! Está bueno. -y rápidamente, concibiendo un plan en su mente:

LA AGONÍA DEL BOSQUE

-Mándale decir a Anselmo, con Lorenzo, que lo es· pero en Uruapan mañana; que le den veinte pesos para gastoS: ¡Toma!

Ya de madrugada, el Vicente estaba en Corótiro pla.. ticando con Anselmo:

-No seas desconfiado~Anselmo, don Jaime te mano da llamar para arreglarse contigo. Los de Puruarato lo obligaron a trabajar en el Cerezo, y mira ahora los re­sultados.

El indio, receloso, contestó: -¿A poco don Jaime cree que' nosotros lo quema·

mos? -.No, hombre, no, él sabe que ésta es la temporada

de las quemazones- y cambiando de conversación-: para lo que te manda llamar es para ver si se arreglan y les vendes el monte de la Comunidad.

-¡No vendemos el monte! -gruñó disgustado An­selmo.

-Bueno, de cualquier manera, anda a decírselo tú mismo, no me hagas quedar mal, porque me cuesta mi chambita. Ya sabes que el que es mandado no es culo pado.

-Pues nada más V()y porque se trata de ti. -Está bueno ¡muchas gracias! Aquí están veinte pe­

sos que te manda para gastos. Los tomó el indio con recelo. Se despidieron y Lo­

renzo, se alejó por la vereda que comunica a Corótiro con Puruarato, metiendo espuelas en los ijares del caballo, hasta hacerlo caminar a medio galope.

Sus dolores reumáticos habían desaparecido, los cin· cuenta años que llevaba a cuestas; sentíalos como si fueran veinte y, en los jaripeos de los pueblos, se lucía con los caballos del patrón, entre la admirativa concu­

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rrencia de las guares y las mIradas envidiosas de los ml1.n­'cebos.

El aire fresco de la sierra, saturado con el agradable olor a pino, respirába19 a pleno pulmón.

Del p10rral suspendido en la cabeza de la silla de montar, .sacó la botella I de Charanda y empezó a darle grandes sorbos.

Semi.borr!1cho, con los ojos brillosos, iba cantando a gritos: .

"Cuando vayas al fandango ponte tus naguas azules p'a que salgas a bailar sábado, domingo y lunes."

De repente, sintió como si alguien lo observase. Atra­vesaba la espesura de un bosque.

Paró en seco el caballo, callóse y volteó la cabeza en todas direcciones. El viento, tamizado por el ayate de las ramas, resbalaba entre los troncos como un líquido espeso, embriagante y tangible: avanzaba deteníase, ob­servábasele como mirada de tentáculos coloridos por el sol, arañando las cortezas cafés; hurgaba las hojas caí­das volteándola's, elevándolas, dejándolas caer. y luego, como un rumor piano que fuese aumentando de intensi­dad gradualmente, como el balbuceo entrecortado y ape­nas perceptible de la voz de un moribundo, que fu~se re­cogida sucesivamente por la garganta del ruido potente y rematada por un estampido de truenos, venía con el vien­to una pl;llabra:

-¡Asesino! ... ¡Asesino! ... ¡Asesino!, .. El indio Lorenzo, con los ojos desorbitados y la pisto­

la de cilindro niquelada, en la diestra, volteaba nervio-

LA AGONÍA DEL BOSQUE 97

samente la cabeza tratando de averiguar de dónde proce­día aquella voz, sin poder descubrirlo.

"'Asesmo..... r 'A'sesmo.... 'A'sesmo....I "Lad- ¡ ¡ I ¡ ra­ban a lo lejos los mastines rencorosos del 'eco.

Lleno de espanto, obsehó un detalle que antes no contemplara: casi a los pies del caballo abría sus fauces la sima traidora. Allá en el fondo distinguíase un cuer­po sanguinolento cubierto con trozos de leño. El terI1o-r le inmovilizó; el caballo, con los remos fijos en tierra, temo bIaba echando espuma blanca por el hocico.

Una loca baraúndá de' ruidos horripilantes siguió des­pués; oíanse batir de alas de murciélagos, largos lamen· tos, ayes doloridos; como si estuvieran mil plañideras gritando a coro. Voces que en tarasco decían frases inin­teligibles.

.En el fondo del barranco erguíase la figura ensan· grentada trabajosamente y se elevaba flotando en el ai­re que, con sus tentáculos, sosteníale como un trágico pa· palote. A sus espaldas oía las palabras de Toribio y An· tonio, apagadas, lejanas:

-"Ven con nosotros y te daremos la tercera parte, ven. " ven... ven ... "

-y coreaban los rudos, los lamentos: "ven ... ven. .. ¡ven! ... "

Sin poder contener, vació la carga de la pistola sobre el trasgo. Uno, dos, tres, lQs cinco estampidos espacia­dos rompieron la calma del bosque.

El eco aulló largo tiempo como fiera herida., Aquello fue bastante, volvió a la realidad, un sudor

frío perlábale de gotas cristalinas la frente, estaba temo blando y los dientes le castañeteaban.

Cuando llegó al aserradéro, su semblante demudado asombró a Rafael.

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98 JESÚS URlBE RUIZ

-¿Qué te pasa? Con labios y voz temblorosa contestó ei indio persig­

nándose: -Me salieron ios naguales en el camino. Sonrió el capataz. El desensilló su caballo y a pie se encaminó a San-

Juan Parangaricutiro. VII

TíTULOS COMUNALES

EL INDIO había arribado a la ciudad, tal y como pro­metiera a Lorenzo. Llevaba los veinte pesos amarrados en un nudo hecho en el paliacate rojo que, como bola, cargan los indígenas entre la faja roja que les sirve de

. cinto y el calzón de manta. Cuando llegó atardecía: tras la burbuja rojiza del Xicalán iba ahogándose lentamen­te el sol entre sangre escarlata; el blanco algodón de las nubes pretendía absorber aquella lumínica sangría, con· siguiendo tan solo teñirse en todos los colores del iris, dando así un majestuoso espectáculo inenarrable: pare­cía como si hubiese descorrido el viento amplias vestes nacaradas, cambiantes, movibles, gigantescas. Bañábase el río, allá desde la Rodilla; del Diablo -lugar de su na· cimiento- en suaves tonos opalinos que festoneaban de oro sus linfas azules. La masa gris de las huertas ilumi· nábase fugazmente y, a lo lejos, en el centro de la po­blación las campanas centenarias, con su venerable voz de bronce, palpitaban la angustia del Angelus. .

Don Jaime recibió en su despacho privado a Ansel· mo; el indio, recelol¡o, extendióle la mano sudorosa, sin estrechar la suya. El calzón y la camisa pringosos del aborigen, desentonaban grandemente con las ropas del

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explotador, con los muebles limpios, de madera; con las paredes albas y el pintado y brillante linóleum del piso,

Las greñas hirsutas, 'sudorosas, en desorden, apare­cieron cuando quitóse el sombrero cónico, de p'a1ma, para

. saludar. Estuvieron conversando largo rato; las frases eran

salpicadas con fueites risas del maderero y con sonrisas del indio.

Don Jaime conocía que el incendio había .quemado árboles del Cerezo, pero todavía sobraban muchos intac­tos, ¿qué tal si Corótiro se los vendía?

-¿Nos lo pagará a nosotros? -Mitad a ustedes y mitad a Puruarato. Estaba reflexionando el indio, cuando a don Jaime

se le ocurrió una idea luminosa: .-¿Tú tienes los títulos de la Comunidad de Coró­

tiro? \ -Sí. ¿-No saben si el gobierno tenga copia? -No tiene; nosotros ya hemos investigado. -Bueno, te voy a proponer un trato, si me entregas

esos papeles te regalo tres mil pesos. La tentación era muy fuerte para Anselmo. Tres mil

pesos representa~an varias yuntas de bueyes (la emoción le hacía imposible indagar cuántas) que pondría a tra­bajar para que le pagaran renta los que carecieren de animales de trabajo.

Hasta podría alcanzar .para un changarro en la Co­munidad. Atendiéndolo personalmente y dedicándose al comercio, podría comprar y vender: maíz, lana, borregos, lo que cayera. ¡Tres mil pesos eran un áhorro en el que nunca soñó! ... ¡Tres mil pesos!

-¿Qué dices? -lo sacó de su ensimismamiento don Jaime.

El indio confuso, no sabía que responder. -No tengas ningún .pendiente. Me traes los papeles a

mi casa y, enfrente de ti los quemo, te doy los tres mil pesos y quedamos en paz. Si alguien te preguntara por los titulos, dices que los perdiste, o cosa parecída.

E~to era lo único que detenía a Anselmo; ¿cómo ex­pLicar a la Comunidad que habían desaparecido los títu­los que con tanto celo fueran transmitidos de padres a hijos, documentos por los cuales podrían exponerse todo, hasta la vida, ya que aseguraban un derecho antiguo y consagrado? .

-Nó, no les puedo decir eso -lamentóse comó para dar a entender que quizá si hallase explicación mejor podrían arreglarse.

-Mira .-dijo don Jaime-: yo sé cómo arreglar esos asuntos. Hoy estamos a diez, bueno, el día quince es sábado; por la noche haces una junta en tu pueblo con cuelquier pretexto llevas los papeles a la Jefatura de Te­nencia haces que todos se den cuenta de que dejas allí los papeles, luego lo que tienes que hacer es muy sencillo; a medianoche, procurando que nadie. te vea, los sacas, los guardas en tu casa y te los llevas para tu labor; en el camino te esperará Lorenzo, se los das a él. Suponte que te hallan cuando vas por los papeles, sencillamente dices que no podías dormir del pendiente y que los guardarás en tu casa, si eso sucede, le hablas a Lorenzo, esperándo­nos para otra ocasión. En cualquier forma, si algo sale mal, te vienes conmigo y yo te doy trabajo aquí en Uruapan.

Todo aquello era muy laborioso de entender para el indio, pero el aliciente que hacíale escuchar el' plan has­

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ta comprenderlo, después de explicado varias veces, eran los tres mil pesos ofrecidos. ¡Tres mil pesos! ¡Tres mil pesos! ¡Tres mil pesos! Era todo lo que escuchaba, era todo lo que entendía y ¡vaya si lo entendía!

Se arreglaron. Don Jaime sacó de una vitrina una botella de aguardiente con nombre extranjero y sirviendo dos medios vasos ofreció, uno al indio.

\ Tomaron ése y luego otro y Anselmo despidióse. En Uruapan las tinieblas disolvíanse con la luz de los

focos, arriba un horizonte negro e impenetrable. Ruido de coches y camiones que dejan estremecida el alma, pa­recen animales poderosos sin vida. Ruido de las gentes que caminan por las aceras. Bullicio de muchachos por las bocacalles. ' '

De regreso, a la Comunidad, bajo el cielo oscuro de la noche donde brillaba el rocío astral de las luces, el indio repasaba las instrucciones. Estaba decidido; había dado su palabra, y aunque quisiera volverse atrás, ya no podría. Ahora la fuerza de su honor empeñado lo obliga­ba. (Repetíase argumentos parecidos, para acallar una voz dolida que le salía de muy adentro de las ideas.)

Se frotaba de regocijó las manos don Jaime. ¡Había venCido! Cierto que le costaba tres mil pesos, pero lo im­portante era sólo una cosa: ¡había vencido! Estaba en la plenitud de su fuerza física y mental. ¡Qué maderero! (Dirigíase a sí mismo palabras de admiración y afecto y su orgullo, como una coqueta, crecíase con la autoadula­ción.) Por fin estaba resuelto el problema, allanado ,el ca­mino. Lo del Cerezo le preocupaba, no por la madera, sino por el ataque a su prestigio que aquello significaba, ¿qué dirían los de puruarato si diera su brazo a torcer? Quizá hasta le faltarían al respeto; no le harían caso en

lo sucesivo.

LA AGONÍA DEL BOSQUE 103

Pero sobre todo: ¿podría darse por vencido ante unos indios? ¿El, el maderero de más nombradía en el Esta­do, iba a declararse vencido por ese pequeño incidente?, ¡bah! Un detalle de tan poca monta no iba a ser motivo de estorbo en su carrera.•

Salió de su despacho privado, fue a su oficina, bro­meó con los empleados, pidió dos o tres informes sobre el movimiento de la madera, dictó algunas cartas y salió a la calle, campechano, alegre, con el rostro pleno de fe­licidad, abierto a la simpatía. Detúvose en la cantina, sa­ludó a unos amigos y con ellos estuvo hasta muy avan­zada la noche, ingiriendo licores de nombres extranjeros.

Al día siguiente, a socapa, con frases admirativas, repetíase la conseja:

-"Ayer estuvo don Jaime jugando al póker y ganó diez mil pesos."

No era cierto ¡que hubiese ganado. Al presentarse en la oficina, muy avanzada la mañana siguiente, recibía las felicitaciones discretas de sus empleados, con una son· ' risa estereotipada en el 'rostro y al dictar algunas cartas, ante el asombro de la taquígrafa, quedábase largo rato, como meditando, sin acordarse de lo dicho instantes atrás.

Racha de mala suerte en el juego -pensaba-o Pero el gusanito pequeño y molesto de la inquietud, le per­foraba lentamente el hígado: ¿a qué se debería? .. i Bueno, es que en el juego no siempre se gana! En fin, los negocios marchaban, para todo había ...

-,-¿En qué nos quedamos, señorita? La empleada repitió algunas frases usuales de una

carta ,comercial, el maderero continuó, tomando el curso del dictado:

-'Por lo tanto, no me es posible satisfacer los apre­ciables deseos de usted, en vista de que las actuales cir­

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104 JESÚS URIBE RUIZ

cunstancias de carestía y altos salarios, me fijan un costo superior al precio de $ 500.00 (quinientos pesos con nú· mero y letra, señorita) ofrecido por usted:"

La taquígrafa escribía rápidamente en el cuad,ernillo cuadrangular de renglones separados; de pronto, levantó el lápiz y con gesto de extrañeza exclamó:

-Don Jaime, el señor. Fernández no es el que le ofre· ció precio para la madera.

Recapacitó el ¡;naderero: "¡Ah, sí, no era ese cliente! En qué estaba pensando?" Tras un momento de silencio,

dijo a la joven: ' . -Mañana continuarem~s, estoy un poco distraído hoy.

Se quedó solo en el despacho de la oficina, tomó al azar unos papeles y poniéndolos en el escritorio sentóse teniéndolos bajo los ojos, hojeaba sin prestar atención. Lo que realmente estaba observando, era la jugada del día anterior que hoy se le aparecía con sus detalles, níti­damente, y ya fuera de la fiebre de la "picazón".

Estaban ahí: Gustavo, el hacendado de tierra caliente, Manuel, negociante en ganado y completaba el cuarto don Atenedoro, un viejo cincuentón, de bigotes a la káiseF que par~cía sacado de algún cromo de la era' porfiriana y cuya fortuna y forma de vida era ignorada por todos, conocidos y desconocidos por" igual. La jugada realizá· base fuera de la ciudad, en una casita de aspecto inocen· te, oculta en el bosque, ya donde se llegaba por una' des· viación de la carretera.

Antes de salir, habían comprado varios paquetes de barajas, que fueron desempacados sucesivamente según placiera a los jugadores y de acuerdo coI). lo "cansada" que estuviera con la que estaban dando.

LA AGONÍA DEL BOSQUE 105

Empezaron. Cerca de cada jugador estaban: una copa y una botella de coñac. La suerte favoreció al principio al maderero' y le estuvo dando y dando por espacio de varias horas, pero luego, inexplicablemente, cambió a fa· VOl' de don Atenodoro. •

Don Jaime, rabioso, ya no veía nada. Cuando lograba cuajar dos pares, su contrincaI).te hacía corrida; si le too caba tercia, don Atenodoro arramblaba con la polla mero ced a su fuI. El maderero sudaba, lanzaba petate tras pe· tate que invariablemente era pagado por su más duro oponente. Cosa de las düs de la madrugada quedáronse en el mano a mano que era la especialidad del explota. doro Ahí fue donde perdió la mayor cantidad. Al filo de las cuatro de la mañana separáronse. Don Atenodoro, con mucha calma, alisábase los arcaicos bigotes y con gesto amistoso sU~eI'ía al maderero:

-No se preocupe don Jaime, fue jugando; el día que quiera me tiene a sus órdenes para darle la revancha.

i"Revancha! -pensaba el explotador-, ¡reventada' era la que iba a darle la próxima vez! Recuperaría su buena estrella y después: ¡reventada, no revancha!"

En la semipenumbra mental ocasionada por el alco­hol, los cigarrillos fumados en cantidad enorme, la ten· sión nerviosa, el disgusto y la desvelada, asaltaba un te· mor implacable a don Jaime: para él la vida siempre era un juego de póker en el que le había tocado racha; ahora le cambiaba la suelie en el juego ¿sería esto un aviso del destino? Ese· pensamiento de temor era rápidamente des· echado por su voluntad, domin~ndolo rápidamente.

Nada tenía que ver su mala suerte del juego con los negocios. Pero supersticioso, como todo jugador, ya jamás podría callar aquella vocecita de la mala suerte, aquel

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gusano de intranquilidad que sin quererlo le roería cons­tantemente el hígado.

Como habían quedado, el día quince convocó Ansel­mo a la junta, poniéndose de acuerdo con el jefe de Te­nencia. A las ocho de la noche, reuniéronse la mayoría de los vecinos de Corótiro, en el local de la Jefatura de Tenencia. Era éste una troje de madera, construida como tantas otras casas de la sierra: tablas rajadas y pulidas a la hacha, empalmadas una sobre otra y afirmadas por ranuras en sus extremidades, a cuyo ensamble cobra fir· meza la construcción. Techo de tejamanil, piso de madera, sin tapanco o cielo raso y cubriendo las rendijas por las que se colaría el aire, papeles de periódicos y dos o tres pliegos de propaganda de diversos productos, mu­chos de ellos ya desaparecidos del mercado. . Anselmo comenzó a hablar en tarasco a los reunidos:

-Las contribuciones no las hemos pagado y las exi­ge el gobierno, voy a hacer una lista de todos y de lo que le toca dar a cada uno por concepto del 5ro de la cosecha.

Hízose la lista y hasta altas horas de la noche prolon­góse la sesión a causa de las discusiones:

-Yo nada más levanté tres anegas. -No es cierto, levantaste cuatro anegas y dos me·

didas. -Pero tuve que dar una anega y dos medidas a tío

Hipólito por la semilla que me prestó. -¿Es cierto, Hipólito? , -Sí, es cierto -respondía el interpelado. -¿Entonces cómo le hacemos? -preguntaba Ansel·

mo al jefe de Tenencia. -HGLY que cobrarle únicamente de tres anegas, Ti·

burcio está muy amolado.

LA AGONÍA DEL BOSQUE 107

-Te· vamos a cobrar tres anegas pues -gritaba An­selmo a Tiburcio.

-Está bueno -replicaba éste. Cuando hubieron term!nado, Anselmo de debajo del

sarape por cuyo agujero asomaba la cabeza y el cuello, extrajo un envase de· hojalata, largo, con tapa del mis­mo material y una agarradera, como esos botes que usan los campesinos para guardar los documentos de los pue· bIas y los oficios que se les giran; destapólo y de él sacó unos papeles al par que decía:

Para el asunto del Cerezo necesitamos una copia del título; el día diez fui a Uruapan a ver al licenciado y me dijo que para comenzar necesitaba una copia. Como mañana salgo temprano a la lapor, voy a dejar aquí los papeles para que el secretario haga el trabajo.

-jEstá bueno! -asintieron todos. Anselmo depositó los títulos en el cajoncillo de la

mesa de madera, que con una silla de paracho, constituía todo el mobiliario de la estancia. Salieron todos. El jefe de Tenencia, un indio pequeño y viejo, cerró la puerta con candado, guardándose la llave entre los pliegues de la faja roja y con el mechero de petróleo que alumbraba la asamblea, oscilando en la diestra, tomó el camino de su casa.'

Desde la suya y por una rendija, Anselmo contempló­lo pasar oyendo el chisporroteo del combustible. No dur­miq; agitado revolvíase en el petate.

Cuando creyó llegada la hora oportuna, levantóse, se puso el sarape y metió el puñal entre la faja y el calzón.

Ningún pe~ro ladró, olfateando sin duda que era co­nocido el transeúnte. La Jefatura de Tenencia no estaba lejos de su casa, dos cuadras solamente. Repegándose a

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las cercas de piedra que bordean los solares y esquivando las dos o tres trojes habitadas, arrimóse a la Jefatura.

Trepó por la pared exterior apoyándose, con los de· dos de los pies y de las manos, en las junturas de las ta­blas viejas. De un impulso salvó el borde y empezó a descender hacia el interior. Cayó en el suelo y a tientas buseó la mesa, encontrándola y orientándose por medio del tacto, nerviosamente, abrió el cajoncillo y tomó rápi­damente los papeles del lugar donde los dejai-a.

De pronto, una voz dejólo frío: -¿Quién anda por ahí? Pensamientos confusos se le arremolinaron en el ce·

rebro, rápidamente, venciendo el terror, echó mano al, puñal y con él en la diestra encaminóse decidido al lu· gar donde escuchara la voz:

-¿Quién anda ahí? -gritaron casi a sus pies. Sin reflexionar, inclinóse un pqeo y, velozmente, hun­

dió el arma varias veces en un cuerpo blando. Los golpes fueron certeros: ni un grito dio el agre­

dido; escuchó su estertor de agonía y, al desandar el ca· mino seguido, se reprochaba por no haberse fijado en que la puerta no tenía el candado puesto. Llegó a su casa, los papeles bajo la camisa quemáronle el pecho impidiéndo. le conciliar el sueño.

Muy de madrugada encontróse con Lorenzo,. notólo pálido, amarillo, nervioso y asustadizo. Claramente visi­ble, en su pecho, sobre la camisa, traía un gran escapu· lario de sarga café., El Lorenzo iba montado, como de costumbre, en un caballo de los del patrón.

-Aquí están los papeles -dijo Anselmo. -Toma este paquete que te manda don Jaime. Cambiaron de mano los objetos. Se despidieron. Mien­

tras Lorenzo tomaba una vereda para internarse en el

LA AGONÍA DEL BOSQUE 109

monte, Anselmo guardando ansioso en la faja colorada el paquet~ de bill~tes, envu~ltos cuidadosamente en ~apel de periódICO, cammaba haCIa el ecuaro. Hasta ese mstante, la tensión nerviosa del qu~ no finaliza un acto peligroso habíale dado arrojo y valor; pero cuando vio desaparecer a Lorenzo, como· tragado por el bosque, sintiÓ en su alma un vacío tremendo, un vacío sin ideas, sin palabras, sin recuerdos. Sentíase cansado, muy cansado; de buena ga. na 'se hubiera regresado a la troje a dormir un rato, pero temía echarlo todo a perder. Poco a poco en aquel blanco de su mente, fue definiéndose clara y terriblemente una sensación de· terror, de· miedo invencible, no hacia la muerte ni hacia el castigo. La dureza de la vida habíalo siempre acostumbrado a la idea de la muerte y veíala como un suceso natural, como un gran motivo de alegría: el fin de todos los trabajos. Al castigo no le tení~ pavor ¿qué podrían hacerle estando. don Jaime de su lado?

Aquel miedo que le embargaba,. era algo superior, era una terrible fuerza aniquiladora que con rapidez de conflagración le estuviera nulificando: terror de haber ·caído bajo las sanciones de un mandamiento, temor de haberse manchado con la sangre de los suyos, miedo a estar perdido por toda la etemidad. Decían que los ase. sinos se iban al infiemo. Ese sin duda sería el lugar re­servado para él: lejos de sus padres,' sin ver a sus hijos, atormentado hasta el juicio final, o quizás más allá de él.

¡No lo había querido, no! Un' involuntario acto' de qefensa animal habíale acometido de pronto, obligándole a hundir varias veces el puñal fratricida en aquel cuerpo desconocido que se inmovilizó en las tinieblas de la Je­fatura. ¿Quién sería el muerto?

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preparando los atoles, los nacatamales y el café; de cuan­do en cuando se separa de las faldas a un niño que ter­camente quiere permanecer asido a ellas.

Las lágrimas y el humo de la leña, le han enrojecido los ojos y de vez en vez, lanza alaridos que acompañan a los de las plañideras.

Viene la noche oscura, la oscura noche de la sierra tarasca. Una lluvia fina, menuda y fría cae sobre los mon­tes, sobre las casas.

Provistos de sus capotes de palma tejida, rústicos im­permeables que la lluvia cala., se amontonan los indios y las indias en el corredor de l,a troje. Dentro, envuelto ya en su manta, cubierto de flores rústicas, y con cuatro

lo protegiera. Metería después el dinero sobrante, en la caja de ma­

dera, con llave, que había comprado el año pasa4o. Con el cerebro repleto de ideas, estuvo todo el día'

trabajando en el ecuaro. Las matas de maíz, delgaduchas y verdes, lanzaban al viento el dardo tormentoso de sus hojas: La milpa estaba jiloteando, las hebras de oro de los elotes asomaban entre las espatas protectoras, como la cabellera irreal de diminutas hadas. Miles de insectos recorrían el viento en constante trajín e inocentemente, con sus patas y cuerpos impregnados de polen, .fecunda­ban los ávidos ovarios.

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110 JESÚS URIBE nUIZ

Estas ideas que en ráfaga le invadieron el cerebro cau­sándole desazón y vértigo, fueron suplidas inmediatamen­te por otras halagüeñas.

El mazo de billetes a través de los pliegues de la faja roja le oprimía la cintura. ¡Todo lo que podría hacer con aquellos tres mil pesos! Desde luego lo primero era comprar un burro, un animal para que le ayudara con la leña: por cincuenta pesos podría conseguirlo; en él iría muy temprano a la labor, en él traería al hogar los leños; él cargaría las mazorcas de la cosecha. .. j Ah, un burro! Ya parecía verlo, con sus enormes orejas, su es­tampa gris, su aparejo nuevecito.

¿Y después? Después le compraría a la mujer un mo­lino de fierro, de mano, de esos que había visto en Urua­pan; de esos que se atornillan en una tabla y nada más se les da vuelta con una manija para que empiecen acho­rrear masa, consumiendo nixtamal amarillento yagua­noso por la copa de entrada. A su hijo, pequeñuelo de cuatro años, le compraría una medalla de plata, labrada, con la imagen del Santo Angel de la Guarda para que

LA AGONÍA DEL BOSQUE 111

Cuando regresó, la mujer lo esperaba con la noticia: -¡Figúrate que mataron a Eulogio! -¿A Eulogio? No me lo digas, ¿quién fue? (Ahora

ya sabí~ quién era el difunto: ¡nada menos que Eulogio, el jefe de Tenencia!)

-No se sabe, pero como desaparecieron los títulos de la Comunidad, todos creen que fue alguno de Purua­rato. ¡Pobre Elogio! ¡Se había ido a dormir a la Jefa­tura porque quería cuidar los papeles y ¡ya ves con lo que pagó! -dijo la mujer limpiándose una lágrima que temblaba en sus ojos, con las barbas azules del rebozo teñido con añil.

En la casa de Eulogio está la fiesta fúnebre, las pla­ñideras lanzan gritos desgarradores y unos músicos, que al azar pasaban rumbo a Nahuatzen, fueron contratados para que le tocaran al muerto, a razón de tres pesos la hora. (Los gastos los sufragará Tata Ildefonso y después la Comunidad entera, por cooperación, reintegrará la suma.)

Chona, la mujer, una guare gorda, anda muy afanada

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113LA AGONÍA DEL BOSQUEJESÚS URIBE RUIZ112 .I1

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arrugas, estaba contemplando unos papeles antiguos:hijos casados.

cirios encendidos, lacrimosos, el muerto está tendido so­bre un petate en el suelo. Las manos atadas por una cin· ta, sobre el pecho, sostienen una tosca cruz de madera.

El café cargado ya ha hecho efecto sobre los con· currentes.

Hasta se esbozan sonrisas de irreverencia. Toda la noche se vela el cadáver y muy de madru­

gada, bajo la lluvia fina y fría que perfora' los ponchos, los rebozos y capotes; sobre los hombros de cuatro moce­tones, es llevado el cuerpo, envuelto en el petate cosido, por toda mortaja. La Chona se quedó sola en el cemen­terio arreglando la tumba. Recuerda todo el pasado, a su mente acude la evocación vívida. Cuando Eulogio la pre· tendía, de regreso del agua. Con su cántaro rojo, mor· diéndose el rebozo iba ella, él se acercaba a hablarle en· tregándole dalias" rosa té y flores de castilla. La fiesta del matrimonio, cuando los bendijo el cura y ella lucía sus collares de coral y papelillo, su camisa color de rosa, sus enaguas nuevas; recibiendo consejos de las amigas con el rostro sudoroso lleno de rubores. El primer hijo, el segundo, el tercero ... y ya en la senectud casi, el úl· timo: el zapicho, el que la acompañaba en su soledad de madre vieja abandonada por los hijos casados. .. ¡Ya se había muerto Eulogio! La evocación con piadosas ma­nos, ocultando los episodios amargos, salía del panteón mostrando la felicidad antigua.

. Cuando dejó el cementerio, un dolor profundo le ate· naceaba el corazón: ya no llOraba, quería saber quién habíale matado al Eulogio. Tendría que saberlo para arrancarle los ojos con las uñas, para pisarlo hasta que muriera, cobrando el dolor que le agarrotaba su alma.

Al llegar a la casa, con el niño mandó llamar a los

Llegaron éstos, temerosos de conocer alguna mala noticia:

-¡Aquí estamos, mamá! Con el sombrero de Retate en la diestra, besáronle

respetuosamente la mano. -¡Vengan para acá! -díjoles con gesto imperiO$<>,

conduciéndolos a la troje; una vez ahí, continuó---: Aquí, en el lugar donde velamos a su padre, quiero que juren que lo van a vengar. ¡Pónganse de rodillas!

Ceremoniosamente, todos se hincaron; la madre con· tinuó:

-Eulogio, Eulogio, aquí estoy con nuestros hijos. ¡Por la Virgen María juramos vengarte!

y los hijos respondieron, como en una letanía: -¡Juramos vengarte! , Con los ojos brillantes de odio y dolor, la Chona pro·

siguió: -El mal hijo que no cumpla con este juramento, es·

tará maldito hasta la cuarta generación· y no alcanzará sal ni para un aguacate. ¡Persínense!

Se persignaron todos. Después de besar otra vez la mano de la madre, salieron, graves y temerosos, con el fuego de la venganza quemándoles el corazón como una brasa ardiente. . ' .

Pedro, el mayor, se encaminó a su casa. Juan, el de en medio, volvió al ecuaro. y Pablo, el menor., se dirigió al monte por leña.

.............................................. , .

Don Jaime saboreaba un puro; estaba sentado frente a su esCritorio. Amplia sonrisa le plegaba el rostro con

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am¡:¡.rillentos y luídos, escritos: en lenguaje arcaico e in·

JESÚS URIBE RUIZ114

¡I"., comprensible.

Observólos largo rato, se recreó en la admiración de los sellos marginales, acarició con la mirada la filigra. nesca escritura y descifró al azar un pasaje de castellano antiguo:

"En llegando al punto del Cuécato ques como los na­turales dicen, de por aquí.' Yo, Pedro Montemayor, me· didor de tierras hice alto con la compaña que Don Juan Itzá, prencipal deste pueblo; y acompañantes. Fincados en tierra rezamos diez aves Marías y tres Padre-nuestros y levantados que fuimos, torciendo de ese punto a donde el sol nace, medimos tres mil y quinientas varas reales..."

¡Papeles viejos! ¡Papeles de a tres mil pesos! Con gesto displicente, don Jaime enciende un cerillo

y tomándolos de una esquina los sostiene en alto con la ' mano izquierda empezando a quemarlos. El papel viejo arde como si estuviera impregnado con alglma substan· cia inflamable. Las lengüillas azulosas de las llamas, in· cineran los viejos títulos y con ellas, rumbo al silencio, desaparecen las bases del antiguo derecho de un pueblo indígena.

Cuando los fragmentos carbonizados son arrojados al cesto de la basura, el maderero comprende que ha ~van­zado mucho en sus conquistas. De buena gana hubiera guardado los títulos, por curiosidad solamente; pero ya le informaron que 'para conseguirlos fue preCiso matar a Eulogio y teme verse comprometido.

Aspira deleitosamente el humillo del habano y como siempre: fuerte, confiado, sale de su despacho encaminán­dose a la oficina a contagiar a todo el mundo con su bonhomía.

'{

VIII

REPRESALIAS

DICIEMBRE. Las carretas tiradas por bueyes regresan de los ecuaros repletas de mazorcas. Los indios se han cam· biado de limpio y las guares lucen sus huanengos bor­dados. '

Es la fiesta de la cosecha: el combate. El Charanda pasa de mano en mano, alegra los ojos y los corazones; los .adolescentes lanzan cohetes al viento y sobre cada mon­tón de mazorcas colectadas, tirado en el campo esperan-, do el acarreo, se colocan cruces de caña seca adornadas con listones de colores chillantes, flores y mazorcas.

Este año fue bueno, gracias al santo patrón del pue­blo, que dio bastante agua de los cielos en forma de llu­via. A pesar de la arena del Parícuti, que se abatió en los sembraqíos ante el impotente espanto de los indios.

Las guares jóvenes, con sus trenzas negras, lustrosas, atadas con cintas coloridas, cantan pirecuas en tarasco. Los mancebos ayudan con las canastas de carrizo, donde aquéllas van recogiendo las mazorcas' que quedaron sin pepenar y, como en concurso, los niños elevan sus papa· lotes de cinchas soltándolos al aire enloquecido, que los eleva haciéndolos zumbar.

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119LA AGONÍA DEL BOSQUE _\ de la ~erte del padre y no habían logrado esclarecer la personaJidad del culpable.

Ya haB~an ido a conslfltar al "garino" de San· Juan Tumbio: un indio viejo que decía brujerías quemando hierbas en 1,1ll brasero de barro y que, sin verlos, con la mirada fija en el suelo, como viendo fantasmas irreales, habíales dicho:

-A Eulogio lo mató el monte. (Aquella frase vaga, sibilina, no fue comprensible

para los muchachos.) . .-¿Qué monte? -inquirieron. -El de Puruarato. -¿Quién de todos ellos fue? -objetivizaron la pre­

gunta tratando de indagar claramente, pero el zahorí só· lo contestó como en una letanía:

-El monte, el monte, el monte y los hombres del monte.

. Ambos interpretaron aquello en el sentido de que los dueños del monte de Puruarato habían asesinado a su padre. La sospecha que en Corótiro había, confirmábase ahora con lo dicho por el adivino; habían sido los de Puruarato, ¿quién entre todos ellos?.. i Quién sabe! Uno solo o varios. .

-Todos, cualquiera pagarían por ello. -Eso se ju­raron al regreso de San Juan Tumbio.

Ya que los de Puruarato habían encendido aquella hoguera de crímenes y odios entre los dos pueblos, el cas­tigo justo debería caer sobre sus hijos.

El día anterior, por la noche, a Juan se le había apa­recido en sueños el padre:· ensangrentado y horrible. El hijo habíalo tomado como un presagio que comunicó a Pedro (Pablo se encontraba ausente, vendiendo tejama­nil en Uruapan): .

JESÚS URIBE RUlZ118

mente canciones serranas. Los bueyes resoplaban de fa­tiga,. chorros de vapores expelidos con fuerza, salían de sus narices y sus miembros, nervudos y fuertes, se asen­taban en el suelo impulsando el rústico y primitivo ve­hículo. Ambos llevaban en la testuz, sendos ramilletes .de .mirasoles atados al.barzón, que sujetaba los cuernos al yugo de madera.

i Qué ojos tan bonitos tenía Remigia! Cada vez que los miraba, le recorría por la espalda una agradable sen­sación de frescura; le parecía que ·estaba tocando los ves­tidos de la virgen que se encontraba en el templo. ¿Cómo había empezado aquella fiebre que le devoraba agrada. blemente? No hacía mucho tiempo: cuando él regresaba del cerro y acertó a pasar casualmente por el ojo de agua; ahí estaba la guare llenando con líquido el rojo cántaro. Se vieron sonriéndose. El ya la conocía desde mucho ano tes, en realidad, todos se conocían en la Comunidad, pero en· aquel instante, le pareció a Patiicio que nunca la había visto. Le dio la impresión de que, por primera vez, habíala contemplado en ·la vida. ¿Cómo antes no se había -fijado en ella? La luz agradable de unos ojos neo grísimos le bañó como un resplandor. No se dijeron pa­

. labra alguna, pero ambos comprendieron aquella corrien­te de tierna simpatía que les inundaba el corazón. Desde entonces, cotidianamente se encontraban en el manantial y se regalaban flores silvestres, ~ientras la: mirada del indio, devoraba en silencio la figura de la muchacha: su cara juvenil, sus senos duros cubiertos por el huanengo; los brazos suaves, la garganta palpitante y el cuerpo temo bloroso bajo las rudas telas.

Pedro y Juan, al atardecer, habíanse' subido a una loma del cerro de Puruarato; desde ahí, contemplaron los últimos agasajos del oombate. Pasaban algunos meses

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/120 JESÚS URIBE RUIZ I

I -Se me apareció mi papá, yo creo que q~,fere que

cumplamos el juramento. / -Mañana es día de combate en Puruarato~ nos subi·

remos al cerro y desde ahí veremos a quién le caemos. Con toda sencillez e' ingenuidad salieron a cumplir

el acuerdo. Ahí estaban en el cerró --como habían di· cho- espiando el momento oportuno para cobrar ven· ganza en sangre.

Al ver la solitaria carreta que se arrastraba lentamen· te por el camino ya bañado en tinieblas nocturnas, ato· da prisa bajaron de su atalaya, escondiéndose en un re· codo a esperar.

Dos sombras subieron al vehículo, sigilosa y furti­vamente, por la parte posteri9r. Treparon y deslizándose con el vientre pegado al maíz, como reptiles se arras­traron en dirección al áuriga. Con rápido movimiento asie­ron Petronilo, cubriéronle la cabeza con un sarape y con saña, rabiosamente, con odio retenido que explota en un instante, hundieron varias veces el puñal en el cuerpo hasta sentirlo exánime. El cadáver cayó de bruces sobre los morillos de madera que servían de tirantes al carro y a los cuales estaba amarrado el yugo que sujetaba a los animales. La sangre a borbotones, salía por las heridas abiertas. Los bueyes al no sentir los aguijonazos del gor­guz de fierro· de la garrocha, caminaron más lentamente y siguieron el camino de la Comunidad, sin, esquivar las piedras ni los hoyancas y dando dolorosos mugidos. A cada salto, el muerto parecía querer incorporarse, tomar la pértiga, conducir la carreta y llevarla con mano segu, ra por la callejuela donde lo esperaba la guare, pararse -en la troje y vaciar los granos dorados de maíz, aprisio­nado todavía en la blanca malla del alote. .

LA AGONÍA DEL BOSQUE 121

En vano estuvo esperando Remigia el ruido de la carre tao El macabro vehículo' hizo un largo rodeo y paróse en la casa de Patricio, mientras los bueyes mugían.

Tata Toribio está desconcertado, la muerte de Patrio cio lo tenía lleno de asombro: ¿sería que don Jaime ya estaba campeando por stis fueros? ¿Sería que ya no le tenía confianza? Para terminar la zozobra que le domi· naba, en la primera oportunidad avisóle:

-Mataron a Patricio. -¿Quién? -No sé; por ahí andan diciendo que lo mataron por

instrucciones suyas. Aquello no era cierto, nadie afirmaba tal cosa, Tori­

bio lo había dicho pará ver qué reacción provocaba, era una rústica práctica de soltar anzuelo con carnada para sacar algo. Don Jaime no mordió el cebo y contestó rá· pidamente:

-No, tú sabes que yo no hago esas cosas -y luego soltando una idea que se le había venido a la cabeza-: han de haber sido los de Corótiro, Anselmo me dijo el otro día que habían matado a Eulogio en la Jefatura' de Tenencia y que les habían echado a ustedes la culpa de la muerte; también me 'contó que Pedro, Pablo y Juan, habían jurado vengar' la muerte de su padre.

Se quedó contemplando al indio observando el efec· to que le habíancausádo sus palabras. El no sabía si aquello era cierto en su totalidad, lo había inventado y parecíale lógico, eso era todo.

Toribio comprendió inmediatamente que bien podría. ser una mentira, pero le convenía no ponerse en mal con el explotador; estaba definitivamente en sus manos y sin· tió una gran intranquilidad dentro del alma. Pretendió creer lo dicho. Y así corrió la voz en Puruarato.

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Inicióse una era de represalias terribles entre ambas

Ya iba a continuar Toribio, cuando el abuelo Ubaldo sugirió:

-¿Cuándo vamos a ver algo del dinero de la ma· dera? Llevamos un año trabajando el aserradero y desde hace más de dos años nos prometieron muchas cosas que no nos han dado.

Molesto, replicó Toribio: -¿Creen que me estoy robando el dinero? ¿No les

doy cuenta, como ahorita, de los gastos? ¿Vamos a empe­zar otra vez con dificultades?

-No, Toribio -afirmó UbaldQ--: queremos saber cuánto dinero ha producido la madera. El "desplote" es­tá acabando con lo mejor del monte y la Comunidad si­gUe igual de pobre. ¿Dónde está la escuela que prometie­ron? ¿Y los arados de fierro? ¿Y la tubería para ~l agua?: ¿Y la luz?

JESÚS URIBE RUIZ122

Comunidades. A pedradas, a hachazos y puñaladas, se cobró la sangre con la sangre. Don Jaime auspiciaba a ambos bandos sin que éstos lo supieran.

Si caía preso uno de Puruarato, mandábalo sacar por mediación de sus influencias y su dinero, si por el contra· rio, el prisionero era de Corótiro, el indio Lorenzo, cada vez más acabado' y flaco, entregado por entero a la bebi­da y presa constante de delirios y visiones, hacía el viaje misterioso a Corótiro.

Naturalmente, el pago de sus "ayudas" fue laimpu­nidad para talar la zona litigiosa del Cerezo. En dos me­ses acabó con la riqueza forestal del lugar y todo hubie­ra sido felicidad para él, si no hubiese sido porque aqueo lla maldita racha de mala suerte en el póker no termi· naba.

IX

LA FUERZA DEL DINERO

-Los HE reunido en Asamblea -gritó Torihio-, para' informarles qu~ acaban de salir de la cárcel Eusebio y, José María; los' gastos fueron, de todo, tres mil pesos y nos los prestó don Jaime. ¿De acuerdo?

-De acuerdo -gruñeron todos. .

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125LA AGONÍA DEL BOSQUEJESÚS URIBE RUIZ124

-No seas terco, Ubaldo. ¿No te estoy diciendo que todo el dinero se ha ido en arreglar que los hijos de la . Comunidad no se queden presos? .¿En allanar todas las ,dificultades?

Ya Ubaldo había hablado y difícil sería disuadirlo c~m palabras. Desde hacía algún tiempo, el descontento -de la Comunidad estaba acumulándose, sin que hubiera surgido alguien que hablara, como Ubaldo. Unos no lo hacían por temor a oponerse a Toribio, otros, porque de·. bían un pequeño favor al maderero y creían deslealtad hacerlo. Sin embargo, ahora escuchaban con interés y, los más audaces coreaban con Ubaldo:

-jSí, queremos saber qué se ha hecho con el dinero! Ubaldo habló: ' -Desde que los tales trabajos empezar:on, comenzó

nuestra dificultad, antes, ¿por qué no la teníamos? Está· bamos en paz con todos los pueblos, éramos amigos; aho­ra: miren cómo andamos a la greña unos con otros. Todo

. eso debe ser el castigo de Dios por el desplate. ¿Por qué antes no· estábamos así? -insistió.

Aquella última pregunta cayó como un rayo de viví· sima luz en la tiniebla de los indios, dentro de sus meno tes .repetíanse: "¿por qué antes no estábamos así?" Y sospechas horribles tomaban cuerpo en sus almas.

Toribio sintió que la tierra faltaba a sus pies. En rea· lidad nunca se había puesto a considerar aquello; hoy veía claramente el juego de don Jaime y desde lo más hondo de su corazón sentía un asco profundo hacia él mismo: instrumento dócil en las manos del explotador. Pasaban por su memoria todos los muertos: Facundo des­cuartizado y putrefacto; Patricio, desangrándose horrible· mente en la carreta, Chabela, con la cabeza rota de un hachazo, saliéndole los sesos por la herida; Bernabé con

el corazón atravesado por una puñalada. Y los heridos> todos los heridos, apaleados, apedreados, pasaban en Cal" tejo fúnebre por su mente. Pero no era cuestión ahora de andar para atrás; aunque le pesaba todo aquello, hasta ese instante comprendía con claridad absoluta también, que estaba tan fuertemente unido a don Jaime, que sólo podría defenderse defendiéndolo a éL Así fue como dijo:

-Ubaldo no sabe lo que está diciendo. ¿No hemos dado dinero para e'l templo? ¿No se bendijo el aserrade­ro? Antes no estábamos así, cierto, pero sin el desplate o con él, lo que Dios disponía tenía que cumplirse de todos modos.

El abuelo no se convencía: -¿Qué ventajas nos ha traído la tumba? Las muje­

res dicen que ya no sale tanta agua del manantial; nos' hiela con más frecuencia y hay más vientos que nunca. Apolonio tiene su ecuaro en la loma del coyote y este año no levantó cosecha.

Enojado, cortó Toribio: -Estás hablando como mujer, no tienes valor. El

desplate sigue siendo cuestión de machos. La indignación de los indios subió de punto. Ya era

tiempo de que To.ribio supiera que no eran unos niños a los cuales podría manejárseles con regaños. Como si se hubieran puesto de acuerdo gritaron a una:

-jQue se acabe el desplote! Toribio protestó, quiso alegar, pero comprendió que

el asunto estaba perdido. En silenc'io, escuchó lo que acordaron' los demás: saldrían con sus hachas y cuchillos a parar los cuadrilleros del aserradero que se encontra· ban en el monte cortando árboles, para que así se parara· el aserradero mismo. Tumbarían los postes que sostienen la línea de energía eléctrica que conduce el flúido. Nada

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126 JESÚS URIBE RUIZ LA AGONÍA DEL BOSQUE 127

de avisos al gobierno. ¿Qué había hecho el gobierno por ellos? Encarcelarlos, cobrarles multas, estar en favor del explotador.

Con las hachas en la mano impedirían que continua. ra el trabajo. ¿De quién era el monte, de ellos o de don Jaime? No iban a permitir que se hiciera lo que quisie­sen con sus propias pertenencias. .

.Querían parar el trabajo, que el maderero se llevara sus fierros, que se fuera por donde había venido a enga· ñarlos y que no se presentara más. Seguirían como antes: en paz con los pueblos vecinos, sin que disminuyera el ca,udal de sus ojos de agua preservando aquella riqueza para sus descendientes. ,

Al día siguiente, el sol ya alto, a la cabeza de nutri· do grupo de ,mujeres, hombres y niños armados con ha­chas, cuchillos, palos piedras y escopetas de munición de las que usaban para matar tuzas, marcharon al aserrade· ro: Ubaldo, Jerónimo, Petronilo y Luciano.

Al llegar a la encrucijada dividióse el grupo en dos fracciones, una --{;on Ubaldo y Luciano- dirigióse al aserradero; la otra encaminóse al monte bajo la dirección de Jerónimo y Petronilo. A pie unos, a caballo otros y .algunos en burro.

El grupo de Ubaldo torció por una vereda antes de llegar al aserradero y ahí volvióse a fragmentar, los más se fueron con Ubaldo, otros -unos diez o quince- ca­minaron a tl1.mbar los postes. .

Cuando llegó Ubaldo al patio del aserradero, Rafael avistándolos desde lejos acercóse a su encuentro, con tran­quilidad fingida exclamó:

-Buenos días todos, ¿qué les trae por acá? _¡Venimos a parar el desplote porque es la volun­

tad del pueblo!

Todo se esperaba Rafael menos aquello, tuvo impul­sos de sacar de la funda la flamante tr~inta y ocho su· per con miras especiales, pero comprendió en el gesto de los indios, en la mirada hosca de las mujeres y los niños asiendo palos y piedras, ,que aquel grupo venía -decidido a jugarse el todo por el todo. Por ello calmadamente repuso:

-Esa no es la forma de que ustedes lo pidan. Va· ya una comisión a Uruapan, vean a don Jaime y háb~en. le; nosotros aquí somos empleados suyos y ya saben que no tenemos que obedecer sino sus órdenes.

-Esta.s tierras sonde nosotros -dijo Ubaldo- y en ellas mandamos y no don Jaime.

Siguieron discutiendo algún tiempo, de pronto, el ru~,

do aullador de las sirenas apagóse. De uno de los aserra· der<;ls salió un hombre que dirigiéndose al capataz ex­plicó:

-¡Se ac~bó la corriente! Sonrieron los indios y el mayordomo refunfuñó algu-.

nas imprecaciones.. Todavía siguió Rafael alegando con los indios que no

daban su brazo a torcer. Engolfado en la disputa, no ad· vi;rtió a la cuadrilla de troceros que regresaban del mono te sino cuando ya estaba casi a sus espaldas.

-.-¡Qué hacen ustedes aquí! -bramó, e iba: a conti· nuar hablando pero notó que tras ellos se encontraba otro grupo de indios.

¿Qué. ganaba con. enojarse? Lo mejor era dejar las Cosas en el estado en que se hallaban, hasta que viniera don Jaime; le era preciso demostrar amistad con los in· dios y sobre todo, introducir en sus mentes la idea de qUe él no era sino un simple empleado. AsLdijo:

!

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JESÚS URIBE RUIZ LA AGONÍA DEL BOSQUE 129128

~Ubaldo, quiero que entiendas que yo no soy más que un empleado de confianza de don Jaime, yo no pue· do hacer nada, él es el patrón. No creo que ustedes quie­ran perjudicarme; dejen que mande a Lorenzo a Uma­pan para que le avise a don Jaime y él venga personal. mente. .. ¿No creen?

Los indios. rezongaron, pero Luciano los convenció, hablándoles en tarasco:

~"Rafael es un empleado, no debemos buscarle di­ficultades, ¿qué nos ganamos con eso? El no es dueño del aserradero, ¡déjenlo que mande avisar a don Jaime!"

El indio Lorenzo llegó a Uruapan agitado y sudoroso a comunicar el recado al patrón.

~¿No está don Jaime? -preguntó en la casa. -Salió -le informaron. En la oficina no estaba y el indio lo buscó por las

cantinas. En una de ellas lo halló tomando, en rueda con varios amigos. Cortado, sudoros(i), entró Lorenzo y tocán· dole un hombro tímidamente le dijo:. '

-Necesito hablarle, me manda su compadre del ase­

rradero . _¡ Sí! ¡Espérame ,allá afuera! -respondió el made­

rero entre tufaradas de alcohol. -¡Pero patrón, la cosa es urgente! -apurado insis­

tía el indio. -¡Que me esperes afuera! ¿No me oíste? -,gritó. ¡Sólo eso faltaba: que el Lorenzo no acatara sus ins­

trucciones poniéndole en ridículo delante de sus amigos. La embriaguez llenábale de euforia y no quería ser mo­

lestado. Por tercera vez insistió con angustia Lorenzo:

~¡Patrón, por favor! Encendióse de coraje la cara del explotador, se levan­

tó bruscamente del asiento empujando la mesa y' hacien­do rodar las copas llenas, agarró al indio, por el cuello de la chamarra (prenda que habíale regalado) y a em. pujones saeólo de la cantina tirándolo sobre la banqueta a punta de golpes:

~j Espéreme ahí! Todos los amigos rieron bromeando y alabando al

maderero; éste sonriente y alegre, pidió otras copas mien· tras el mesero limpiaba el líquido derramado sobre la mesa.

Le gustaba dar la impresión de su fuerza física, so­bre todo en la cantina. Con dos dedos aplastaba las cor­cholatas, con los dientes abría las botellas de cerveza; pegaba puñetazos en la pared dejando grabados los nu­dillos. Sus amigos, la corte de viciosos y holgazanes que le seguía admirando sus hazañas, llenábanlo de halagos, como si hubiera descubierto un mundo. Y hasta el cantine­ro, hábil negociante y psicólogo por instinto, aplaudía las acciones. .

Se le había presentado la ocasión cori Lorenzo y lo hahía hecho. .. ¿Qué recado traería éste? ¿Probablemen­te alguna insignificancia!. " En voz alta, sonriendo, ex­temando sus pensamientos al círculo de amigos dijo:

-jQue nC) me dejen tomar ni una copa en paz! jEs el colmo! Tengo cincuenta mil empleados y no son capa­ces de resolver algo por sí solos.' La COS¡l más insignifi. cante los deja inactivos. Aquí tienen ustedes el caso: este' indio viene desde mis aserraderos en gran carrera con to­da seguridad para decirme "urgentemente" (y recalcó la palabra) le informe a un empleado. .. j!;Ji voy a mandar clavo y teja para las caballerizas!

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131 JESÚS URIBE RUlZ130

Se" rieron todos y siguieron tomando y celebrando en· tre carcajadas las ocurrencias del maderero.

Anochecía cuando salieron; el indio Lorenzo espera· ba, como perro fiel, en l~ puerta de la cantina.

Para lucirse de sus facultades proféticas y queriendo bromear a costa del indio delante de sus amigos, tomó a éste del brazo con esa soltura y olvido de la ofensa he· cha, característicos de todos los que se creen poderosos:

-¿Cuál es el recado urgente? -y cerró el ojo a los amigos.

El indio, cauto, quiso decirlo en voz baja, pero el pa· trón insistió:

-¡Háblame recio! -Bueno, patrón -explotó el indio-: le manda de·

cir su compadre que todos los indios de Puruarato, con las armas en la mano, pararon el aserradero, tumbaron los postes de luz y bajaron del monte a la cuadrilla de trozadores. '

A don Jaime se le cortó la borrachera de la impre· sión. Sus amigos pusiéronse serios y aquél, deseando des· cargar su ira y bochorno en alguien, la emprendió con­tra el indio a punta de golpes y blasfemias. Rodaba el indio por el suelo entre los golpes y las interjecciones. Calmado un tanto, echó pestes de sus empleados y des· pidiéndose, fuése con Lorenzo a sacar el automóvil del garage. "

, Llegando a su casa, tomó varios miles de pesos de su caja fuerte en billetes de bajas denominaciones, fajóse la cuarentaicin'co al cinto y, junto con el inseparable in­.dio, emprendió el camino de Puruarato.

El automóvil ra1,ldo devoraba kilómetros y kilómetros, 10s chorros de luz de los fanales iban iluminando las ti­nieblas entre nubes de insectos. Bufaba el motor en las

LA AGONÍA DEL BOSQUE

cunetas, derrapaban las ruedas en las curvas y como bó­lido lanzábase por las rectas. '

El explotador hacía preguntas que, al ser respondi-, das por el indio, aumentaban su coraje:

-¿Siguieron sacando, la madera los camiones? -Los indios no quisieron. -¡Me lleva la ... ! ¿Y por qué se dejaron? -Ya le dije que están armado~. Luego, después de un silencio, volvía a empezar: -¿También Toribio está con ellos? -No, al menos, no lo vi por ningún lado. Después se enfrascaba en grandes monólogos: "Indios ingratos, nada más causándome molestias,

¡como si fueran pocas las que tengo para sacarlos de la cárcel! Voy a dejal' que ~nos se pudran en ella, ¡para,,que aprendan!"

Luego, reflexionó: " "Conque tumba'ron los postes de la línea eléctrica .. ,

¡ajá! ¡Eso sí que estaba bueno! ¡No sabían los indios en la que se habían metido! ¡Tumbar una línea eléctrica! ... ¡Ya verían los de Puruarato la diferencia que había en­tre tenerlo como amigo o como enemigo!. " ¡Indios in­gratos!. " ¡Después de todo lo que había hecho porellos! (Con esa curiosa psicología del fuerte, olvidaba las ver­dades de todas las cosas y hasta él mismo quería conven­cerse de sus propias mentiras.) ¿Qué comunidad tenía esos aserraderos eléctricos? ¿Qué comunidad podría ufa­narse de tener un maderero con su experiencia trabajan­do los montes? " ¡Ingratos, malagradecidos! ¡Como pe­rros qUe muerden después de haber recibido la comi­da .. "! ¡Pero él iba a demostrarles quién era' don Jai­Jlle! Contra su poder nada se opondría con éxito impu­ne~ente ¡pesárale a quien le pesare!

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JESÚS URIBE RUlZ LA AGONÍA DEL BOSQUE 133

partido los madereros, sin acuerdo previo, respetando las

esferas de influencia de todos los demás. Así, él no po­dría explotar en las comunidades controladas por don Aristeo, ni por las de don Roque; éstos, a su vez, no podrían explotar en Puruarato. Lo contrario sería faltar a la "ética" comercial. , '

Finalmente, sumergíase dentro de la laguna de las es­peculaciones: " '" '

"El asunto -por otra parte-- no tIene ImportanCIa ... ¡no tiene importancia! Un' obstáculo más o menos ¿qué importa? iAh bonita vida! ¡Precioso negocio! ¡Ya verían los indios de lo que era capaz! Llevaba el arma más con. vincente: dinero. ¡Dinero! Palanca que abría o derriba­ba las más inaccesibles puertas, verdadero motor y alma del mundo. " ¡dinero'! Ruedas brillantes con las que jugaban la suerte y la fortuna en constante alternativa ... ¡dinero! ¿Habría otra cosa en el mundo? Con él conse­guiría todo lo que con las palabras o razonamientos no obtuviera. Con él surgían planes técnicos, merced a él aprobábanse estudios que se forjaban en los escritorios; a su poderosa influencia técnica, como hetaira, vendíase haciendo que apareciese blanco lo negro y viceversa. Recordaba como ejemplo aquel hecho que habí'ale lle­nado ya de fama en la región: Un estudio forestal no le hahía sido aprobado, quizá algún empleado honesto se hahía interpuesto o a causa de que era muy burda la forma de presentarlo, la situación era que se había aper­sonado en la Dirección Fo~estal a preguntar si su estudio estaba aprobado; un empleado casi le gritó: '

-"¡Ese estudio no se aprobará!" . .Pacientemente había esperado la hora de salida para InvItar a beber al empleado que se negó. . .. Investigó al día siguiente el domicilio y ahí lo fue a

VIsItar, pintóle con vivos colores su situación: era made.

132

A poco~ el recelo y la desconfianza sacaban ideas del pozo ipfinito ,de las suposiciones, haciendo estremecer de cólera su Cllerpo al vibrar por el cerebro éstas:

"¿No sería, aquella agitación producto de la envidia que le tenían los otros madereros? Ya muchas veces ha­bíanle dicho que contra él cOI}.spiraban en la sombra los demás del 'oficio'. .. ¡envidiosos! . ¡Ah! ¡Si eso fuera! No quedaría piedra sobre piedlia en los negocios de los demás. Si don Zenón tuviera culpa, propalaría la forma en que se aprovechó de la Comunidad de Urachén man­dando matar con Epifanio, su sirviente, al viejo Tata Ro­sario que se oponía a la venta y después, comprando va­rias autoridades locales, había registrado aquellos mon­tes comunales como propiedades particulares de dos o tres comuneros, mismos que misteriosamente desaparecieron del lugar sin dejar rastro alguno, después .de haber vendi­do el monte al maderero. . ,

"Si hubiera sido don Ausencio. .. ¡Ese estaba muer· to desde antes de cO,mbatir! ¡Ya sabría ante quién y dón­de denunciar la forma en que sacaba los durmientes, a qué hora de la noche yen qué sitio. podría fácilmente cogerse infraganti a los camiones que acarreaban el pro­

.ducto. Con toda seguridad no era tan ingenuo como para denunciarlo en Uruapan, iría más arriba, a las oficinas que el contrabandista, por la índole de su negocio, no hu­biese comprado todavía careciendo del dinero bastante para el 'precio'.

"Si fuese don Zacarías, él sabría denunciar quiénes eran sus socios. .. icon esto bastaba para matado!'"

Hervían en su mente las ideas, sabía' perfectamente' . que no había ningún maderero causante de aquel desa· guisado. Las zonas forestales, fácilmente habíanselas re­

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rero y la fuerza del negocio lo impelía, ya todo mundo estaba de acuerdo con la explotación y sólo faltaba la aprobación del estudio para empezar con el trabajo, has­ta los indios dueños de los montes estaban conformes, ¿por qué se negaba él? Su acento de sinceridad había hecho mella en el empleado. Ya al despedirse le ofreció

, considerar el asunto otra vez. Al irse había dejado el ma­derero doscientos pesos sobre la mesita de la sala donde platicaran, sin que se fijara el e¡.npleado. Maravillosa· mente, al día siguiente, encontróse coa la feliz nueva: ¡el estudio estaba aprobado!. " ¡Ah, el dinero! ... "¡No tiene importancia lo de hoy! -repetía hasta el cansan· cio de su mente-o ¡No tiene importancia".

Pero fuera de las ideas, algo secreto, intangible, le hacía sentirse débil, algo a manera de una destrucción interna de fuerzas a cuyo espectáculo su ánimo repitiera como evocación de pasadas grandezas las frases sin senti­do. Es que en lo íntimo, sentía que nuevas' energías lle­gaban al problema, que el curso de la vida misma iba tomando cauces más justos y precisos y, aunque no lo confesara (y ése era el gran secreto: el temor a descu­brir su propio sec:t;eto), sentíase como un criminal al que las evidencias condenan irremisiblemente ante un jurado que se le presenta. El gran jurado de los indios explota­dos se erguía y en él estaban los muertos .y, personifica­dos en las acusaciones implícitas: los latrocinios cometi­dos, el cinismo con que jugaba los destinos de los pue­blos y las vidas de los indios, dándose aires de, super­civilizado, de ente educado y eufórico, entre la pandilla de desocupados, ociosos y viciosos del Estado. Vivía en constante zozobra y supersticioso -como todo jugador­tenía ahora miedo porque la racha de buena suerte se le extinguía. Tenía miedo de que en un instante cualquiera, Formóse una algarabía, una confusión de voces; pa­

labras de niños, ~ritos de mujeres, interjecciones de mo­

toda la construcción de miseria y asco con que se rodea. ba cayera ante la venganza de la justicia. Tenía miedo de' que los indios despertaran, de que se irguieran gri. tándole a la cara las palabras de desaprobación que allá, muy hondo, sin hacerles caso, de vez 'en cuando trataban de insurgir incallables y terribles. '

Cuando llegó al aserradero, todos los naturales ar­mados y con ojos brillantes, fueron iluminados' por los cholTOS de luz que salían de los fanales del auto.

Al pararse el coche, hicieron una rueda en su tomo y con actitud resuelta encaráronse al explotador. Este, sonriente para quitar el gesto hosco de los indios, bajó saludando: '

-¿Cómo les va, muchachos? -¡Cómo le va! -'-murmuraron. -¿Qué pasa? Adelantóse Ubaldo:

-Don Jaime -le dijo sin mirarle losojos-, hemos tomado el acuerdo aquí los de la comunidad, de que no se trabaje más en nuestro monte.

-¿Yeso a qué viene muchachos?

Iba a responder el Yiejo, pero Luciano intervino con voz temblorosa pero resuelta, mientras sostenía fijamente la mirada que el patrón le dirigía en la semipenumbra formada por las lejanas lámparas de petróleo que' Rafael encendiera para alumbrar la oficina y el aserraderO a falta de flúido eléctrico:

, -El monte de la comunidad -dijo atropelladamen. te--, ¡no queremos que se trabaje más!

-Pero, .¿ qué razones tienen?

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zos; ·frases en tara~o. salpicadas de palabras en "cas­tilla".

Jerónimo habló: ,-'-No queremos darle razones aunque las tenemos:

sencillamente el monte es nuestro y ya no queremos que lo trabajen; ¡eso es todo!

Por un instante perdió la .paciencia don Jaime, des­barrando en cólera: .

-¿Pero ustedes qué se han creído? -gritó-o ¿Creen que los papeles que hicieron 'se pueden romper así~ nada más porque les da la gana? ¡Voy a solicitar que venga aquí el gobierno para que los meta al orden! ¡Y ya verán qaién pierde! , Petronilo, que había' permanecido en silencio,' calmo­

samente contestó: -',-Mire don, Jaime, a nosotros no nos grita en nues­

tros tm"renos, ni nos asusta porqlle ya estamos grandeci­tos y curados de espanto. Usted nos e~plota yeso es todo, ¡y mándenoscuando quiera al gobierno! -Luego prosi­guió variando el temar-: ¿Qué ha hecho el gobierno,o qué ha hecho usted pOr nosotros? ¿Dónde está la escuela que n,os pr0!Uetió~ ¿y la tubería para el agua? ¿Y todas aquellas palabras que no nos cumplió? Usted es rico y nos 'ha enseñado a nosotros los pobres a ser incumplidos.

Realmente no tenía nada qué :pacer ahí el maderero; por primera vez se sintió desconcertado, luego encontró una salida:' , , ' ,

-,'¿Y todo el dinero que les he d~do? ¿No me agra­decen que me preocupe por. los muchachos que les meten a la 'cárcel? '

-Le damos las gracias --cortóUbaldo-, pero .:ni los favores de nuestros padres nos hacen escfavos de ellos.

LA AGONÍA DEL BOSQUE 137

¡Había que hacer algo antes de que se agravara el asunto! Antes de que las palabras dichas fueran lo sufi· cientemente fuertes para impedir un arreglo posterior. Al meter nerviosamente la mano al bosillo, los dedos del explotador tropezaron con 10s billetes ;:i se calmó un po­co por más que ya empezaba a hacerle efecto la "cru,da".

-Vamos a platicar dentro, en mi cuarto; comisionen a unos !;res o cuatro.

Recelosos, estuvieron los iridios hablando entre sí; por fin, asintieron nombrando a Ubaldo, Luciano, Jeró­nimo y Petronilo en la comisión.

Los cinco se alejaron ,a la casa de madera donde el explotador tenía su cuarto. Entraron con don Jaime a la cabeza. '

La estancia es un cuarto ,con paredes cuyas tablas es· tán uni~as, machihembradas; a diferencia de las trojes indias el aire no encuentra rendija por donde colarse. En un rincón está una cama de tijera, donde reposa el ma· derero cuam!o suele visitar el aserradero y quedarse por la noche. Una mesa de madera y cinco sillas completan el mobiliario. 'rodo está fuertemente iluminado por una

. lámpara de kerosén. -¡Siéntense muchachos! -invita el maderero. -"-¡Gracias! -.responden todos tomando una silla. Los rostros sudorosos de los indios tienen perfiles se·

veros bañados por la claridad. El explotador los mira unos instantes y después habla:

-¿No habrá alguna manera de arreglarnos? Suelta la frase ambigua para que sus interlocutores'

la definan según la entiendan. , -¡El úhico arreglo es' que se lleve sus fierros de aquí!

--contestó agresivo y decidido Jerónimo.

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-¡Deja que hablen los mayores! -repuso enfadado don Jaime.

Indignados, respondieron los indios en diversos tonos de voz:

-¡El también tiene derecho a hablar! Carraspeó un poco y sonriente prosiguió el maderero: -¡Bueno, bueno! No se enojen, no es para tanto. Callaron los indios, sus caras labradas en carne y su~

frimiento tenían los músculos tensos y los ojos brillantes. "Después de todo, no era tan difícil hablar de tú a tú con el patrón. ¡Después de todo no era tan difícU soste­ner lo que se pide!", corroboraban los indios dentro de sus mentes. ,

-Lo que les dije afuera se los repito ahora -reanu­dó el explotador-, ustedes firmaron los contratos y ya no es tiempo de volverse atrás, ¿qué son ustedes mujeres para no sostener la palabra ni la firma?

-No siga por ese camino, ¡no siga! -amenazó Pe­tronilo mientras alisaba la carabina con sus manos.

-¡Bueno! -terminó don Jaime aventándose de una vez-o Estoy dispuesto a darles a cada uno de ustedes quinientos pesos para. que esto termine, ¿qué dicen?

Vacilaron los indios antes de responder. La indigna. ción cubría la cara de Ubaldo. Los demás, abrían los ojos de asombro y el estupor flotaba en todos sus sentimien­tos en confusión que hacíalos indecisos,. como esperando tomar la conducta del primero que se resolviera. Obser­vándolos, continuó el explotador:

·-Ustedes son ahora los cabezas de esto y de tontos se pasan si no sácan provecho. Vamos a ver: ¿qué venta· jas sacan con hacerme daño? ¿Ganas algo tú UQaldo o tú Jerónimo o tú Petronilo o tú Luciano? Mañana o pasado cambiará el gusto del pueblo y ·los mismos que ahora los

LA AGONÍA DEL BOSQUE 139

apoyan después hasta los insultarán, ¿con qué les paga el pueblo? ¡Con nada! Yo, en cambio, sé agradecer a los amigos y desde lllego se los puedo manifestar.

y acompañando la pa1'abra con la acción, sacó varios fajos de billetes de su bolsa. Brillaron de codicia los ojos de los indios: ¡nunca habían visto tanto dinero junto! Pe· tronilo, desconcertado y temeroso daba palmadas a su carabina. El maderero, de reojo, veíalos confundidos y silenciosos sin saber por qué decidirse.

"¡El dinero! ¡Oh tremenda fuerza que manejaba a su antojo! -decíase el explotador al vigilar a los in. dios-·. ¡Oh tremenda arma agresiva pero' amable, de?­tructora pero agradable!. " ¡El dinero! Aquí estaban es­tos indios, instantes antes agresivos y vociferantes, que se habían quedado mudos y sumisos como niñosen espe.. ra de premio a su olla visto! ¡El dinero!"

Al notar que los indios no se resolvían, contó cuatro montones de a quinientos y sin epcontrar resistencia algu­na, fue dejándolos respectivamente sobre las piernas de cada uno de los naturales.

El más decidido fue Petronilo: nerviosamente tomó los billetes como temiendo que se los arrebataran y los escondió en su faja, tras el gabán negro, al par que decía:

-¡Para mí está bien! Luciano no daba crédito a sus ojos, tímidamente, aci.

cateado por el ejemplo de Petronilo, agarró los billetes haciendo el mismo movimiento que aquél.

Jerónimo los imitó y Ubaldo, .con ojos llenos de des­precio, silencioso, tomó los billetes y parándose de la si. lla, trémulo de ira arrojólos sobre la mesa. Todo aquello sucedió rápidamente, sin que cruzara· palabra alguna. Ubaldo al fin dijo: .

-:-¡ Debería darles vergüenza!

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y se calló con los ojos relampagueantes, mientras ideas dolorosas llenábanle el cerebro: ¡conque esa era la calidad de los hombres de ahora! ¿Qué hubiera sucedi­do si los que se levantaron en contra de la dictadura de don Porfirio hubiesen dejado que se les convenciera con dinero? Los jóvenes de~conocían la historia" los sufrimien­tos antiguos, el respeto a la. sagrada voluntad del pue· blo. Por Unos miserables pesos de más, se habían olvida­do de todo. Un caos profundo le invadía las entrañas y una gran tristeza velábale poco a poco de lágrimas los ojos. Repasaba en la memoria épocas lejanas, extintas: los años viejos en que las haCiendas de los ricos comían la propiedad comunal saqueándola, destrozándola, valién­dose de triquiñuelas legales, de enjuagues y artimañas y pesos. " ¡malditos pesos!. .. Después, la guerra de la Revolución; los mueltos, los heridos; las palabras aqueo llas que, como semillas de fuego caían en 'la memoria de los .combatientes haciéndolos luchar para beneficio de la descendencia y pagando con su propia sangre, con su pro­pia tranquilidad el fruto de conquistas y derechos y paz para los descendientes de la Gran Patria.' ¡Todos los gran­des sacrificios del pueblo, toda la historia de sufrimien­tos, dolores, ayes de muerte y gritos de victoria, ¡todo el pasado estábase vendiendo ahí! ¡Por quinientos pesos!

,Haciendo estéril el fruto conseguido en la estéril pesadi­lla de la guerra intestina. ¡Nulos los muertos! ¡En vano los años de lucha con las armas en la mano, sosteniendo a duras penas las carabinas heladas por la noche de la sierra! ¡Y las soldaderas valientes que compartieron el peligro y estuvieron presentes en lds triunfos! ¡Y las fa­milias ausentes, los amigos desaparecidos; las noches en que la muelte y el sueño vagaron de la mano sobre los vivacS' y campamentos! ¡Y los torrentes de sangre ... la

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lucha! ... ¡Todo'en vano, todo inútil! Para que ahora, al cabo del tiempo" el de arriba siguiera explotando al de abajo, aprovechándose de su miseria, de su dolor, de su ignorancia secular ... ¡~iempre lo mismo! ... ¡Siempre lo mismo! Como antes, como mucho antes, todo estaba puesto a precio en el mercado: virtudes, sufrimientos" do­lores, honor, etc. y naturalmente, quien podía pagar, lle­vábase lo mejor. Y de este trágico mercado de la vida, los desposeídos, los desheredados, los parias, los simples de alma e inteligencia, los pobres, llevábanse los residuos, los desechos que dejaran los más afortunados, los que ren~gaban de la Revolución pero a sus. expensas vivían~ los que gritaban: ¡demagogia! C:uando hablaban del do­lor profundo, la necesidad urgente aún no satisfecha, la tragedia honda del pueblo que' aspiraba a la justa re­compensa de sus sacrificios constantes... iSiempre lo mismo! ¡Siempre lo mismo!. . . '

¡No! Ubaldo no recibiría aquel dinero. Como ,un pu­ñal en el corazón llevaría clavado 'el recuerdo de esa no­che. Presa de indignación, echó en cara su proceder a los demás; éstos, temerosos de que les delatara, trataron de convencerle, ya no de tomar el dinero que le correspon­día (sobre eso no habría poder humano capaz de persua­dirlo), si no de que los dejara a ellos tomar las suyas.

Argüían, alegaban y rezongaban en tarasco: -Este dinero servirá para llevar a mi mamá a Urua­

pan, cuando' vaya el obispo. La pobre está muy vieja y quiere verlo antes de morirse --decía Luciano.

-Somos tres contra uno -repiqueteaba Petronilo. -Eso me cayó del cielo -insinuaba Jerónimo. Por fin, viendo que no log'raban ponerse de acuerdo,.

Petronilo cortó amenazante:

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-jSomos tres contra uno, así es de que ya sabe lo que se le espera si se raja! -y le apuntó decidido en el pecho con su carabina. ~

Amargura sobre tristeza cayó en el alma de Ubaldo. Habíanlo respetado las balas de la revolución y hoy, aque­llos por quienes se había expuesto, aquellos por quienes había hichado, amenazaban matarlo. No era un enemi· go, no era don Jaime, era Petronilo, el mismo Petronilo que había visto crecer en Puruarato, a quien le amenazaba. (Con amargo vencimiento del alma comprobaha lo que veía. )jSí! Era Petronilo, aquel niño a quien enseñara a hacer cercas una tarde en el ecuaro . " el mismo Petro­nilo a quien mostrara las veredas viejas del cerro ... jsí, el mismo! Mozalbete aquel al que había abierto su corazón contándole historias de la vida, bajo las estrella­das noches, mientras salían a la caza de los dañinos co­yotes ... jPetronilo!

El corazón inundábasele de congoja y las lágrimas, francas, corrían por sus mejillas. EI"a realmente conmove­dor verle. Su cara permanecía impasible: ningún múscu­lo alterado, diríase que estaba sereno a no ser por las lágrimas que le corrían por las mejillas. Parecía una fi· gura irreal, un dios de piedra que estuviese llorando. ( ¡Roca de la raza' vencida por el sufrimiento!) Al cabo de unos instantes, derrotado doblo lentamente la cabeza en el pecho y dijo:

'-jEstá bueno! Iba a salir ~uando le atajó Petronilo buscón: -¿Qué pasó, se a va rajar? ¿Rajarse? No, él no se rajaba. No $e rajó cuando los

balazos, no se rajó cuando mataron a' su hermano. No se ra:jó cuando anduvo por los cerros meses enteros sin tener casi que comer. No, él no era de la clase de hom-

LA AGONÍA DEL BOSQUE 14.3

bres que se rajan. Limpióse las lágrimas de un manota· zo y salió. ' ,

Deshecho, derrumbado, contestó a los curiosos que 1'0'-'

deaban la construcción en espera de los acontecimientos: -¡Me está dando un J:etoltijón muy fuerte! Ahí se

quedan los demás, jtodo va bien! Dentro, seguía la discusión por otros terrenos: -¿Cómo le haremos para convencer a los demás?

-preguntó Petronilo. , ' -,Díganl~s que si no dejan que continúen los traba­

jos, los federales viehen a sacarlos de aquí y a meterlos a la cárcel por haber tumbado la línea eléctrica.

-¿y qué más? -Que sólo les pido que me dejen que termine el

contrato lo cual ocurrirá dentro de ocho meses y una vez esto, yo me iré sin que me echen.

Todos quedaron de acuerdo, ya iban a salir, cuando Petronilo resueltamente tomó el mazo de billetes que ha· bía despreciado Ubaldo, diciendo a manera de explica. ción: '

-¡Se los voy a dar a Ubaldo, estoy seguro de con­vencerlo!

Don Jaime no protestó. Desde el principio habíase resuelto a "invertir" aquellos dos mil pesos; aunque bien sabía que los quinientos que tomará el indio po· drían tener cualquier destino, excepto el de parar ama. nos de Ubaldo.

-Yo me voy a Uruapan, tengo urgencia de estar allá mañana, aquí les dirán lo que arreglaron -gritó el ma. derero a los indios que habíanse aglomerado a la puer­ta del cuarto apenas notaron que las puertas de éste se abrían. Después, se montó en su coche y al rato, el ru.

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gido del motor a,hogóse dentro de los ruidos de la noche. Peironilo alzó la voz diciendo: -Estuvimos hablando con don Jaime, dice que lo de.

jemos que termine el contrato y que él solo se va. Desconcertarlos quedaron los indígenas, confusos es­

tuvierop. escuchando la palabra de sus comisionados. Es­tos argumentaban demostrando que' era lo mejor aquello que habían logrado. .

La comitiva se fue, como apenada, cubierta de ridícu. lo. Empezó a desbandarse poco a poco. Los niños y las mujeres soltaban las piedras y los palos.

Por' el camino que conduce a la comunidad regresa. ron los indios caminando. La medianoche lucía, en me. dio del sarape negro del' delo, los esplendentes espejitos plateados de, los astros; luna en creciente asomaba su cuchilla segadora de estrellas. El aire frío, saturado de ceniza volcánica, azotaba inclemente los rostros silencio. sos; formaba pequeñas dunas en los arenales recientes, sacudía la melena verde de' los pinos, aullabll por los barrancos, acariciaba en la lejanía el enorme cerro si­lencioso y en impotente giro llegabá impetuoso a estre. lIarse contra la!, paredes de madera de las construcciones donde se encontraban los aserraderos. En éstos ya ,el da- \ ño habíase reparado: el flúido eléctrico con su inocente fuerza; movía vertiginosamente las grandes sierras.

Los rollizos al ser tajados aullaban, gemían, vibra­ban, como si hubiesen tenido vida y protestaran contra la injusticia, en el desconocido y trágico idioma de los seres inertes.

I

x

¡JUSTICIA!

PRESA indemne en las garras del maderero, la comuni­dad contempla el despojo impune de su :dqueza forestal. Después del último incidente, no se atreven los indios a protestar. Aquello es demasiado fuerte para poder opo­nérsele con éxito. '

Ya lo dijo Antonio, lo confirmaron Petronilo y Jeró­nimo y Luciano. Y hasta el abuelo Ubaldo esquiva el tra­to con Toribio, quien ha recobrado el primitivo favor del pueblo y siente más fuerte que nunca su autoridad pa­triarcal.

La vida, sigue en Puruarato: las mozas, con sus gran­des cántaros ventrudos -'de barro cocido y rojo- se en· , caminan a mañana y tarde alojo de agua y de regreso, con el recipiente equilibrado graciosamente sobre laca­beza o en el hombro, mordiéndose el rebozo y poniéndo­se coloradas, escuchan los requiebros de los mancebos que recargados en las aceras de piedra espéranlas pasar para darles flores.

Las mujeres trenzan hojas de palma -para sombre­ros que se elaborarán en Uruapan o Paracho---:- junto al

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tales haciendo alarde de eso que llaman "técnica", ce­bándose con los desheredados por el afán de poseer, les decomisan las pobres cargas' para "educar" a los indios, pa'ra "obligarlos a conservar el monte". ¡Mientras en se· creto a la sombra de las conversaciones de voz baja sos· tenidas con los grandes explotadores, permiten, auspician las explotaciones en gran escala que acaban con la rique­7.a y el porvenir de las comunidades indígenas, recibiendo los miles de moredas con que ahora se vende al pobre Cristo Purépecha!

Algunas mujeres, de tiempo en tiempo, por grupos bajan a Uruapan a vender gallinas, huevos, ceñidores de lana, teñida, huanengos de manta bordados, corundas re· llenas, hongos colorados, dulce de chilacayote, elotes ca· cidos. Llegan a la población los sábados por la tarde, se sientan en un sitio cualquiera de la plaza de mercado y descorriendo los ayates que cubren los tascales donde se alojan las mercancías, empiezan a media lengua sus pre· gones. ,

Así vive el ihdio de la sierra, sorprendido por todos los "inteligentes" que no cesan de explotarle, de vilipen. diarle, viéndolo como a un ser inferior, embriagándole en las cantinas de las ciudades cuando quieren obtener algo de él.

Desde hace muchos años los indios rehuyen el trato del hombre de "razón", desconfiado, refugiándose en sus comunidades temerosos, ¡como antaño lo hicieran para protegerse de los aporreamientos de Nuño de Guzmán, de las depredaciones de los hispanos!

¡Pobre indio de mi tierra, Cristo mísero de las comu­nidades de la sierra, de mirada esquiva, de rostro impe. netrable tallado a hachazos de sufrimiento en carne ano gustiada.

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Los hay también carboneros que se dedican a sacar varias cargas para venderlas y obtener algunos centavos con que ayudarse en sus más elementales necesidades. Parece mentira pero es cierto: algunos empleados fores.

fogón humoso que les escuece los ojos. En las cocinas, pequeñas trojes o jacales de tejamanil, el hogar formado con las tres paranguas hace hervir los frijoles dentro de ollas humeadas, prietas y semirotas, o los granos de maíz que junto con la cal formarán el nixtamal para hacer tortillas.

Los niños se alquilan como pastores. Los hombres, en las épocas en que la labor no los ocupa, tej~n trenzas de palma, se,van a alquilar a Uruapan, a Paracho, a Cherán, a Nahuatzen a las comunidades' vecinas; o se dedican a hacer durmientes labrados con hacha en la vertiente opues­ta del Poc.húpicua donde, por cincuenta centavos los ven­den al comprador, de contrabando y sin que nadie los proteja, aconseje u oriente en las transacciones leoninas hechas por el comprador, que saca la madera en conni. vencia con autoridades forestales poco escrupulosas, a, quienes da su "participación" porque le tengan y consi. gan documentos en regla para dar viso de legalidad al contrabando.

De vez en vez hacen tejamanil para cubrir los agujeros de los techos en sus trojes; y los que tienen bestias de carga van a vender las herépitas de este material, regadas con el constante sudor y la paciencia, a Uruapan, a Paracho, a Nahuatzen, a Charapan, a Los Reyes, a Tingambato.

Otros hacen morillos, vigas labradas a' hacha, cargán­dolas en la espalda, como raras cruces de prolongados brazos horizontales, recorriendo así el víacrucis de su mi. seria, de su abandono, hasta poner el producto en los mero cados domingueros de las ciudades cercanas.

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¡Pobre indio abandonado de mi tierra! Indio que te 'alimentas con corundas y tortillas y frijoles cócidos, mien· tras los que te denigran están bien nutridos. ¡Sólo para rebajarte te comparan a ellos! Sólo para hacer resaltar los vicios y defectos que ellos te inculcaron. Según. el maderero, el que te roba, te divide y asesina, eres pere· zoso, indol~nte, ingrato, ladino, incapaz de albergar en tu }Jecho sentimientos de confianza o amistad.

¿Quién de ellos te ayudó a hacer las escasas escue­las que con sudor y tiempo construiste en pocos sitios de la sierra? ¿Quién te ayudó a labrar los canales de ma· dera por los que corre el agua escasa desde los manan· tiales a los pozos de dcmde la recoges para tus necesida· des? ¿Quién te ayuda en la noche de tu miseria y de tu ignorancia para que entres al camino del progreso?

¡Oh pobre mexicano desarrapado que vives en las . comunidades indígenas de mi tierra! Los que te explotan ni el sarcasmo perdonan. Han hecho correr la versión de que eres rico, inmensamente rico pero avaro. Y a tal grao do llega la eficiencia de sus publicaciones que, cuando pasas por las calles asfaltadas de Uruapan con los mo· rillos atados, cuando pasas mugriento, mortalmente can·, sado y sudoroso, te ven con malicia, con pensamientos de indiferencia: '

-"¡Ese indio tiene mucho dinero. " y mírenlo có· mo va!"

-"Los indios son ricos pero agarrados." . -"Los indios son ingratos."

Los perros de la incomprensión te muerden y van des. gastándote la vida lentamente, hasta. que en los intervaJos de la embriaguez explota toda tu queja, todo el espan­toso sentimiento de dolor y amargura que te embarga. y al verte víctima de tus propios hermanos, olvidándote

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de tí mismo y de tu condición, gritas y lloras al calor de la Charanda, rematando tu dolor en las cárceles citadinas. Eso porque. te llamas: Lorenzo, Atanasio, Pancracio y porque vives allá en tus sierras, ¡qué otra cosa sería si te llamaras: don Pedro, don'Antonio, don Jaime, te em­briagaras con aguardientes de nombres extranjeros y vi· viendo en las ciudades explotaras inicuamente la ignoran­cia y el dolor de los mexicanos!

Indio mísero d~ la' ,serranía, .mexicano incomprendi­do, ¡no hay palabras ya para gritar tu dolor, no hay vo­ces para clamar tus sufrimientos! Tienes fuerza para elevar:te de tu propia miseria y a veces cantas en las in· genuas tardes que llenan de oro y nácar las trojes grises en la fiesta alegrando tu corazón bajo las ropas rotas y tienes una sonrisa al recog'er las flores silvestres de los caminos y las caña<,Ias.

¡Llegará un día en que te levantes iracundo contra los que te explotan. contra los que te envilecen y asepi­nan! Llegará para ti una alba en la que despertarás de tu letargo intelectual y exigirás lo que no quieren darte. Con mano poderosa tomarás y cuidarás lo tuyo, labrando el futuro feliz de México. Tu brazo fuerte de descendiente directo de nuestrqs padres, sab~á contener la marcha de todas· las depredaciones, saldrás de tu noche de miseria y en el porvenir hidalgueño las dormidas fuerzas natu­rales, hábilmente conducidas, te darán bieriestar, 'como­didad y holgura: los cerros, los elevados picachos, los 10­meríos bajos, ¡las serranías enteras! Se mostrarán a tus ojos como un cofre de perenne tesoro. No temerás la es· condida potencia de los montes. La energía eléctrica lle· vará de estrellas blancas las encrucijadas de las calles co· munales, moviendo molinos y tomos. Las escuelas abri­rán sus puertas de luz como faros de esperanza eterna y

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'.

LA AGONÍA.,i,

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~erás, indio de mi tierra, mexicano de mis sierras, una de las más brillantes promesas de la patria, por tus vir­tudes, por tu resistencia, por tu valor, por tu entereza, ¡por tu sublime abnegación!

La comunidad seguía el antiguo ritmo de vida. Antonio, Toribio, Lorenzo, cobraban sus utilidades

puntualmente. Ubaldo, con la fácil capacidad de olvido que tienen los viejos, ya no recordaba el incidente des­agradable.

Petronilo trabajaba en el aserradero; el patrón com­prendió que aquel indio atrabancado era útil para cui­dar sus intereses y lo tomó a su servicio.

Luciano, con los quinientos pesos, había al;>ierto un changarro y tras el mostrador pasaba la mayor parte del día.

A Jerónimo no le alcanzó el dinero para satisfacer sus deseos de embriagarse: "lo del agua al agua", decía a sus amigos, sin que nadie comprendiese el sentido exac­to de sus palabras. Cuando se le terminó el dinero había ido a ver a don JairÍle :

-"Necesito dinero." -"Trabaja." -"Deme trabajo en el aserradero." -"Para ti no tengo trabajo." -"Si no me da trabajo' le cuento a la Comunidad lo

que pasó aquella noche ... " -¡paf! sonó la bofetada en el rostro del indio.

A empellones lo expulsó el maderero de su casa de Uruapan a la .vez que iracundo aclaraba: .

-"¡Y no me molestes más o le digo a Petronilo quese encargue de ti!

DEL BOSQUE 151

Jerónimo había regresado a Puruarato a observar una conducta de embriaguez constante.

Toribio no hacía valer su autoridad con él, quería tenerlo como ejemplo de escarmiento vivo: "por haber tratado de meter en dificultades a la Comunidad".

Hasta los de Córotiro habían cesado un poco en su hostil actitud. Cuando accidentalmente se encontraban por los caminos y veredas, los de ambas comunidades, sin saludarse, pero ya sin aquellas miradas de odio, pasaban.

Chona había recibido juramento de Toribio (acompa~ ñado de cien pesos que para el efecto le entregara don Jaime) de que los de Puruarato no habían asesinado a Eulogio. Y la mujer ablandada por las dádivas constan­tes de don Jaime a través de Lorenzo, había dicho a los hijos que soñó al esposo que le decía que no le echaran más sangre encima, ique ya se sentía vengado!

Poco a poco fue creciendo el rumor; paulatinamente cobró fuerzas el movimiento saliendo de la: quietud de antes. Primero fue Paula, la esposa de Chon, ya que pla­ticó con Guadalupe su comadre y mujer de Vicente:

-Los del aserradero están sacando trocadas y troca­das de madera, trabajan de día y de noche, ¿qué les dan a la Comunidad? Estamos igual de pobres que antes.

Las mujeres fueron aumentando detalles, creció la bo­la de nieve de la indignación colectiva y lID día las gua­res en masa se presentaron ante Vicente, que estaba en la Jefatura de Tenencia haciendo la lista de los contribuyen­tes con el cinco por ciento para el gobierno del Estado:

-¡Vamos. a sesionar las mujeres para arreglar el neo gocio del aserradero! -le dijeron.

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Vicente pretendió negarse pero. lo llenaron de impro. perios. . . .

Reunidas en el lbcal de la Jefatura, de pie, las mu­jeres deliberaron:, ' . '

-¡Que. salga una comisión para ver a "Tata Gobe,r­nadere" en Morelül, para que nos ayude! -aprobaron.

Eligieron a diez guares para, qlie las representaran. Con media lengua, decididas y retadoras las indias hicie­ron su plan: las comisionadas saldrían de Puruarato al día siguiente, irían a casa de don Jaime a pedirle dinero para el pasaje a Morelia, una vez ahí verían al gober­nador e'xponiéndole sus quejas.

Con toda ingeniudad y buena "fe creían en el feliz resultado de sus gestiones. Creían que con sólo presen­tarse en Uruapan, el maderero abriría su bolsa para dar­le& graciosamente el dinero que neoesitaban.. .

Burlábanse de los hombres y éstos burlándose de ellas: -¿No nos darán nada de lo qq.e consigan? --decían­

les riendo los indios al verlas platicar misteriosamente en corrillos.

Ellas enojadas por la broma contestaban: -.-¡ Ustedes perdieron, ahora verán cómo, se hace! En serio o en broma los indios no se oponían defini­

tivamente a' la idea. Si las mujeres, arreglaban, ahí esta­rían ellos para apoyarlas; si· por el contrario nada obte­nían. .. ¡qué más daba: lo perdido perdido está!

Muy de madrugada las indias fueron al aserradero y entre las protestas de los choferes, montáronse arriba de los camiones, cargados con madera, que hacían el servicio a Untapan. "

Todas estaban vestidas de limpio, algunas llevaban en los hombros los zapatos que se pondrían al llegar a Urua­pan: botas de charol casi sin uso. Otras' iban descalzas;

153LA AGONÍA DEL BOSQUE

unas llevaban su morral repleto de tortillas. Paula, en la ,bolsa del delantal de seda traía dos billetes de a peso. Gua­dalupe venía mano sobre. mano. Ascensión, la mujer de Petronilo, traía una servilleta atada por las puntas reple­

ta de corundas. Riendo, hablando en tarasco, haciendo proyectos, trans­

currió el camino. ,Se apearon en Uruapan encaminándose a ver a don

Jaime. Recibiólas éste en su despacho de la maderería con

voz fuerte: , -¡Qué quieren!-¡Venimos a que nos dé dinero para ver al goberna­

dor en Morelia! -contestaron con arrogancia. _.¿Y para ,qué lo van a ver? -replicó en toho zumbÓn.

, _¡Para decirle que no. estamos de acuerdo con que se . sigan los trabajos del "desplote"!

Don Jaime sonrió, luego fingiendo enojo: >--¡Yo no les doy nada! ¡Váyanse a pie si quieren

verlo! -Desp:ués añadió-: (Sálganse de aquí! Derrotadas salieron las mujeres, llorando al ver sus

proyectos por tierra. Se sentaron sobre sus piernas cruza­d $, fuera .de la oficina, en la banqueta y hablaron por aalgún rato. Después, Guadalupe entró nuevamente al des­pacho, toda confusa; siPo valor, con la voz temblorosa y limpiándose las lágrimas dijo al patrón:

-¡Que dicen las mujeres que si no les presta aunque sea para que regresen y para comer!

Había tal acento de timidez en l~ frase,que el made­rero involuntariamente no pudo dominar un sentimiento de compasión hacia las pobres guares:

_t.Cuántas son? -,-inquirió. -,Diez. _¡ Aquí tienen treinta: pesos, toma!

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154 JESÚS URlBE RUIZ LA AGONÍA DEL BOSQU~ 155

-¡Dios le dé la gloria, patrón! -terminó Lupe arre. batando casi el dinero y echando a correr hacia afuera donde en apiñado grupo esperaban las otras.

Los maridos las sintieron regresar silenciosas, al ano­checer, con lágrimas de desengaño temblándoles en los ojos. Las vieron tan abatidas y tristes que no inquirieron absolutamente nada, no bromearon a su costa. Aquel re­greso de las diez guares que gozosas salieran recién en la mañana, era la más elocuente respuesta a todas las pre­guntas: quería decir que habían fallado. Nuevamente el poder del aserradero se mostraba avasallador y tremen. do, nuevamente 0stentaba y alardeaba su fuerza impe­tuosa e irrefrenable.

Los indios veían' ahora con temor las maquinarias sintiendo que un oculto espíritu demoníaco las animaba.

Caía otra noche cobijando todas las tristezas, el aserra­dero seguía trabajando voraz y destructlvo. Allá a lo le­jos, elevábase como un gigante convulso la enorme co­lumna de humo del Parícuti que rugía, bramaba y tro­naba por la noche hosca, como lanzando a los cielos im. pasibles, indiferentes" mudos, la blasfemia· pétrea de la maldición terrestre.

.,/

JI

El General es un padre para los indios de la sierra. Ellos, en la negrura desesperanzada y mesiánica de

sus dolores infinitos, lo adivinaron como un destino. No se buscaron: simplemente se encontraron.

Por un lado ellos estaban con sus tristezas enormes avizorando el' horizonte de los siglos, en actitud trágica' esperando, esperando. Y de pronto sobre la noche misma,

de la noche donde antaño insurgieran las luminiScencias de los libertadores, por el rumbo de los Morelos, los Ocampos y los Régules: El General.

El encuentro fue' g:r:ávido de futuro para el progreso de la patria; el indio explotado gritó su dolor secular inescuchado y el Hombre comprendió todas sus quejas, hasta sentir el dolor que desgarra el alrria del purépecha; . para convertirse en el brazo fuerte que los defendiera con· tra las injusticias de los voraces.

El General no es un caudillo d~ los indios. No les dice largos discursos ni frases incomprensibles. Cuando llega con ellos es simplemente: Tata General (el padre de los indios).

Al arribar al Estado, en cualquier punto que cruce la carretera con la serranía indígena, van a esperarlo gru· pos de indios. Detiénese la comitiva, uno' a uno páranse en las cunetas los vehículos. El General saluda de mano a todos, escucha con atención, 'les oye sus exposiciones interminables. Y es positivamente conmovedor contem· plarlo rodeado de serranos" acordándose de sus proble. mas y necesidades. Nunca declina las invitaciones que le hacen a visitar las comunidades: llega un indio de ros­tro sudoroso y, por toda invitación exclama:

-"Tata General, te están esperando en el pueblo". y camina a pie largos tre,chos por la sierra y las plani­cies, entre los indígenas de la tierra que le veneran. Lle· ga a los pueblos donde las guares, vestidas de fiesta, le arrojan confetti y, alojándolo en la mejor troje, llévanle canacuas las mujeres jóvenes. Come con los indios las corundas, las tortillas y los frijoles, el churipo colorado y caliente; .mientras escucha, escucha interminablemente el infinito dolor del indio.

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El General ha hecho obras que definen su persona. lidad a través del tiempo; su conducta revolucionaria es ya patrimonio de la Historia: escuelas, cooperativas, fá. bricas~ talleres, llevan su nombre. j Pero en ningún lugar tendrá mejor monUmento que en el corazón de los indios! Ellos le ven con orgullo, con admiración y respeto. Es que siempre se preocupó por ellos, siempre atendió sus peticiones: lo mismo cuando era solamente militar 'que cuando gobernador o presidente de la República. Su acen­drado amor por los indios fue incrementándose a medi­da que sobre él se acumulaban cargos, honores y digni­dades. Siempre visitó a las comunidades escondidas en medio de la fría sierra; siempre c0nvivió con ellos, ayu­dándoles en sus miserias, dictando medidas tendientes a beneficiarlos (por más que como es ya voz pública, los servidores a quienes en último término quedara la rea­lización de las obras, traicionando los deseos del Hombre, desvirtuaran la idea, transformándolo monstruosamente en motivo de beneficio propio).

.. .. .. .. .. .. .. .. .. ..

Puruarato está de fiesta: j El General ha llegado! Se vació el pueblo para: recibirlo. Acudieron a su encuentro las mujeres, los. hombres y los niños. Rodeado por todos ellos, a la cabeza del grupo, 'avanza por el camino abier­to con arena del Parícuti. . .

Al entrar a la Comunidad le volcaron bolsas de con­fetti las guares vestidas de limpio. Llegó al edificio de la Jefatura de Tenencia y sentóse en una banca a conversar con los indios quienes resumieron sus cuitas en una sola excalamación llena de matices dolientes:

-jEl aserradero!

y la palabra iba despertando ecos de queja en las bo­cas de los presentes, agrandándos~, agigantándose, como una piedra que de improviso hubiérase lanzado a un es­tanque agitando concéntricas·ondas, cada vez más aumen­tadas. El General escuchó en silencio las largas exposi­ciones de los indígenas, el llanto <lesgarrador de las mu­

. jeres. Interrumpió una vez: _,_¿ Cuánto les pagan por millar de pies? Comentaron entre sí largo rato y después Toribio:

-Nueve pesos. , -¿Tienen ustedes contrato? -Sí. .1

Preguntó después sobre otras muchas cosas, recorrió varios lugares: la casa de la Jefatura de Tenencia, las tro­jes del pueblo, el lejano lugar donde nacía el agua.

En la. casa de Tata. Toribio le' dieron canacuas. Las guares jóvenes cantáronle pirecuas, vestidas con sus ena· guas azules de lana, sus huanengos de manta bordados en rojo, los ceñidores coloridos y a pie descalzo; sobre sus cabezas, llevaban jícaras polícromas de Uruapan, re· pletas de frutas y flores y, al danzar, en giros graciosos vaciaban el contenido sobre la mesa, en el lugar que pre­sidía el General. Las chirimías ejecutaban interminables motes; en coro cantaban las guares:

"Flor de canela suspiro porque me acuerdo de ti

. " suspIro yo ...

. INdias diligentes servían en una mesa improvisada con tablas, las tazas de churipo, tortillas blancas, corundas·y pedazos de queso. .

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159 158 JESÚS URIBE RUIZ LA AGONÍA DEL BOSQUE

Cuando terminó de ~omer, dio otro recorrido a la comunidad y regresando pasó por el aserradero, por los tres aserraderos que a toda capacidad elaboraban tablas y más tablas.

Se despidió de los indios y llegó a la carr~tera asfal. tada donde lo esperaban los vehículos inmóviles.

¿Qué pensó de aquel saqueo? ¿Qué criterio se formó de aquel sistema de piratería que se aprovechaba de la ignorancia de los indios? ... ¡Nueve pesos por millar de pies! ¡El explotador ganaba el cuatrocientos por uno!

y. esto acontecía, no e.n la época colonial, ni en la era porfiriana sino en plena era revolucionaria, como un re­to y burla a ella, a sus postulados, a sus libeltades a sugran sentido de justicia.

Aquel descubrimiento fue pleno de utilidad para los indios: ¡La Justicia entraba en acción! Pero no era una Justicia cualquiera, no la vendada Themis incapaz de ver las escorias que ponen en los platillos de su balanza; no la de la diosa inaccesible y sin alma, sino la carente de venda: Justicia Revolucionaria. La que tiene sus ojos abier­tos, claros, parainc1inarse a dar la razón a los míseros, a los desheredados, a los que la otra, aristocrática y es­quiva no protege. .

¡La Justicia Revolucionaria humanista, la que vio los sacrificios de los muertos, de los heridos; la que creció durante los combates y se instauró en el triunfo, llegaba a proteger a sus hijos contra los desmanes de los pode­rosos!

III

Bramaba don Jaime,.encorajinado poníase rojo como queriendo ahogarse; sus palabras caían como disparos: penetrantes e inflamadas.

Se habían reunido los madereros a discutir, el pro­blema: ¡las fuerzas federales habían quitado las sierras, y bandas de los aserraderos!

-¡ Inaudito! ¡Anticonstitucional! ¡Violatorio! -se­guía hablando don Jaime a los madereros-o ¡Con qué de­recho se hace este acto que viola todas las garantías indi­viduales? ¿En qué país vivimos? ¡Somos mexicanos! ¡In­dustriales mexicanos! ¡Estamos cooperando al engrande. cimiento nacional! Se nos ha dicho: ¡Produzcan!, y cuan· do hemos invertido nuestro dinero, gastando nuestras vi· das (y daba énfasis a la palabra "nuestras") en clllI1pli­miento de la orden, llega arbitrariamente el gobierno a intervenir en nuestros asuntos y ¿en qué se basa? ¡En nada! ¡Porque se le antoja! ¡Porque quiere! ... ¿En qué país vivÍmos? Yo creo'que debemos enderezar una enér­gica campaña en contra de quien resulte responsable de este atropello: ¡votemos los miles de pesos que sean ne­<:esarios para defendernos en los periódicos, en los tribu­nales de justicia! . .. ¿Vamos a quedarnos con las manos <:l"uzadas ?

Largos aplausos cosechó el maderero, le estrecharon las manos los que estaban próximos a él. Don Atenor to­mó la palabra;

..--Ese no es el camino: ¡nada ganamos en luchar con· tra el gobierno! Es preferible ofrecer nuestra coopera­ción y buena voluntad para resolver el problema. Usemos

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L.

160 JESÚS URIBE RUIZ LA AGONÍA DEL BOSQUE 161

todas nuestras influencias, todos nuestros resortes. No nos embarquemos en una acción descabellada e impulsiva.

A don Atenor no le aplaudieron, pusiéronse a medi­tar sus palabras. En realidad había dos grandes conien. testes: urta, la de los afectos a luchar abiertamente y otra la de los que creían que aquello ,no era prudente. Habla­ban con palabras y frases sin sentido; al fin prevaleció la de don Atenor, mientras don Jaime se revolvía furioso.

Esta asamblea de los madereros se 'realizaba en la capital del Estado; cuando, las fuerzas federales entr~ron a los aserraderos a paralizar las maquinarias que des­truían el patrimonio de los indígenas, nadie opuso resis­tencia, en realidad era algo que ya esperaban todos los madereros. Vagamente percib¡an que algún día se haría justicia para los indios, que aquel negocio fraudulento, espantoso, terminaría. Hubo maderero's que tomaron lo hecho con calma, recogieron sus fierros, sus ganancias y emprendieron negocios nuevos; fueron un poco más hon­rados que éstos que buscahan nuevo arreglo para los en. juagues, encastillados' dentro de sus conveniencias y muy lejos de sentirse lo que decían ser: mexicanos. Buitres, ¡eso solamente eran! Buitres. Aves negras de rapiña que sólo atacan cara a cara cuando ven al enemigo muerto. Negociantes que iban soltando dádivas a quien convenía, l'ompiendo reglas morales; para después lamentarse a voz en cuello de lo que ellos mismos originaran. Para ellos los indios deberían ser sumisos, callados, obedientes, co. operar al despojo de sus riquezas, reir cuando' se les ex· plotaba, alegrarse cuando se les destruía y desunía.

Los más avorazados planearon esta asamblea, llegan­do a las conclusiones dichas: se incrustarían' dentro del medio en espera de la ocasión favorable para proseguir sus latrol;:inios. Mientras tanto, ¿qué hacer? Una labor

de zapa, de socavamiento, de aparente conformidad, pero explorando el terreno, tanteando la oportunidad, provo­cándola, soltando sus bolsas para pagar las opiniones fa· vorables o atacar a quien se les opusiera.

¿Son esos hombres los que quieren hacer que el país produzca? ¿Son ellos los que dicen amar a México? Sí, por raro que lo parezca, ¡son ellos! Hablan contra el go­bierno a pesar de que debido a sus favores viven; se atreven a hablar de inmoralidad, corrupción, mala fe, cuando son ellos lo~ supremos sacerdotes del engaño y la rapiña. ¡Y no les habléis de la revolución ni de sus hom-' .

, bres! Se enfurecen, braman, gritan; añorando tiempos mejores: de tranquilidad y calma, de protección abierta, oficial, 'para el pillaje y el latrocinio y de sumisión y servilismo de lo's de abajo. ¡Ah! Ellos son gente decente (¿entendéis?) . ¿Gente decente? Y todos los demás sólo deberíamos vivir para servirles. ,

¡Pobres negociantes de madera de mi tierra! ¡Tan miopes, tan torpes, tan inútiles!

IV

Camina sobre el sendero gris como sombra ,que se desliza; flotante, ágil, desleída.

Una aurora fantástica prende de luces los colores sa­cando a las cosas del antro nocturno. Comienzan las vo­ces de vida de los montes; el aire juguetón despierta sobre las montañas quitando cendales de niebla. Huye el frío por las barrancas rojas y se irisan los diamantes del rocío.

La luna pálida, mutante, sigue hacia el ocaso. Ape­nas brilla, como lámina de plata, rota.

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162 JESÚS URIBE RUIZ

Camina sobre el sendero sin pensar, vive porque vive, ¡eso es todo! Carne de donde insurgirán las generaciones en promesa del futuro: el indio avanza por el camino. Hay fuertes influjos sobre la razón; la venda de la ig­norancia cubre su cerebro. Hay que ambular por el ca­mino seco durante muchas horas, a pie descalzo, fuera de los tormentos espirituales de un mundo que descono­ce ¿qué es el mundo? El campo azul que ha visto, la co­munidad donde se alberga, el cielo profundo que tiene luminosidades diáfanas por la sierra; los amigos, las preo­cupaciones de la siembra, del trabajo, de las necesidades insatisfechas. La amargura de los días que van y' vienen e~contrándolo sin ningún centavo ... ¿Hay otro mundo fuera del que lo rodea? Se mueve dentro de un círculo a donde no llega el significado exacto de las palabras y tiene' que ir, a tanteos, sobre los' conocimientos, los sen­

, timientos y las necesidades. , El explotador vino acompañado de fuerza de alegría,

de optimismo; con voces raras que hicieron temblar al conocimiento allá en las oscuras grutas de la mente; le ofreció comodidades ("¡serás mi mozo de estribo!" le había dicho). Le alentó el orgullo' y el amor propio y so­bre la blanda masa de la confianza, lo, rehizo a su anto­jo. No solamente el hombre vigoroso es fuerte: la pala­bra es energía que derriba obstáculos, arma de lucha con la que es más fácil vencer.

Llegó el hombre de la ciudad -el explotador- que­brantó su recelo, su timidez, soplando en los vicios, hin­chando las velas del libertinaje: unos hombres son lo que otros quieren.

Para Lorenzo, el maderero había sido el padre, el jefe, el santo. Bendijo largamente sus favores y dio las gracias con su servilismo. Tomó lo que le dieron, hizo lo que le

LA AGONÍA DEL BOSQUE 163

mandaron, seguro de que todo estaba bien. Cuando alzó la mano en contra de los enemigos del maderero, destro­zando vidas de hermanos, lo hizo convencido de que es­taba destruyendo el mal (cuando' el indio mata por ór­denes, es el instrumento ciego de las voluntades).

Siempre había obedecido con servilismo sumiso, sin preguntar ni oponerse y encontrando, ya en la locura de la embriaguez constante, toda recompensa en la' mirada que el patrón le echara, mirada como la que se dirige a los perros para 'alentarlos. Pero la falta de frenos es un peligro de constantes y graves excesos.

El explotador estaba borracho, cierto; Fue entonces cuando lo había golpeado fuera de la cantina en Uruapan. ' Aquella vejación se quedó largamente dentro de su alma fermentando vapores trágicos incrementados con 'las alu­cinaciones del Delirium. ¡El maderero lo había abofetea~ do! El indio, dolido en el alma, rodaba sobre las piedras de las blasfemias. Se había levantado del suelo, maltre­cho, con una opresión de agonía ahogándole. Sin embar­go, no había protestado. ¡Algo debió ejecutarse mal! ¡Al. guna cosa quedó sin realizarse! Quizá su insistencia de que el patrón conociera los, hechos ante sus amigos ha­bría molestado a éste. Y surgían en su cerebro voces nue. vas, enloquecedoras, voces surgidas de la enseñanz~, del libertinaje sin freno, del instinto lastimado y por su amor propio herido, del orgullo quebrado por aquel que lo hahía descubierto. .

¿Cómo había surgido aquel terrible, pensamiento que ahora lo llenaba de sombras? Las ideas que no se meditan, las rB:zones que no se piensan, son como malos jugos, que despiden fermentos trágicos. Había hundido varias veces el puñal en la espalda del explotador. Torrentes desan­gre roja y tibia le inundaron los brazos y la cara.

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164 JESÚS URIBE RUIZ

Hoy va caminando por el sendero gris, ,Sin pensamien. tos, sin s\lber si existe siquiera. Algo se ha roto dentro de él mismo y no s&be qué es. Los puñales de su razón le han quebrado el conocimiento y camina, camina'por el largo sendero sin saber a dónde va, sin importarle. Qui. siera recibir una orden, descargar en rugidos, en llanto, sus dolores, pero ya no hay coordInación en sus actos.

Los remordimientos y el delirio, se mezclan en lianas espesas sobre sus nervios deshechos. Ha envejecido hasta convertirse en un despojo. Huye a los montes y siente que cada árbol le señala con sus ramas inmóviles, con dedos rígidos que lo acusan. En medio de sus vagas' lucideces oye voces fantásticas que lo llaman.

Al indio Lorenzo, al asesino del maderero nunca lo encontraron. Simplemente: desapareció. ¿Se lo comieron las fieras? ¿Cayó. en alguna barranca? ¡No se sabe! Des­apareció para siempre bajo el infinito ritornelo del bos­que. ,

Una leyenda más que quedaba flotante, imprecisa y ambigua en la sierra tarasca; otro nagual que iría por las noches, a escondidas, a hacer maldades a los indios: a destruirles sus cercas, a robar los nixtamales, a soltar los bueyes, a romper arados. ¡Y a aullar largamente por las lobregueces 'del monte! .

v (Ya están parados los aserraderos! Las voraces sierras permanecen inmóviles. Las ver.

des serranías inexplotadas lucen sus colores, como más seguras, desarrollándose y conservándose libremente.

-¡Ya están parados' los aserraderos!

LA AGONÍA DEL BOSQUE 165

Poc·húpicua lanza, cual mastín dolorido, oleadas de semillas: lenguas tratando de cubrir y curar las heridas desnudas de vegetación que el "desplote". dejara.

Puruarato .está en calma. La ceniza gris del ParÍcuti cubre las cosas con su

manto oscuro. -"La ceniza no es tan mala" -afil'll).an los in·

dios-: "En el ecuaro se m~ dieron las mazorcas más gran.des. que antes" "¡ algo bueno y algo malo tiene la arena!" "¡no hay mal que por bien no venga!"

¡Ya está' parado el aserradero! No se oyen los campanazos fúnebres de las hachas

percutiendo en el monte y tañendo a muerto. Los trabajadores venidos de lejanos lúgares, han des­

aparecido.. El "compadre" Rafael, también' se fue. Las golondrinas empiezan a construir sus· nidos de barro en

. los techos. ¡Por fin se paró ,el "desplote"! Los indios asombrados, incrédulos, vieron a las fuer­

zas fede~ales quitar las bandas y las sierras, ante las pro­testas inútiles del capataz. Los comuneros saludaban a los soldados ayudándolos, dándoles corundas y queso.

Ubaldo sentía recuerdos viejos dolorosamente agra­dables, saliéndole a flor de mente. Evocaba eras anti­guas: cuando fue soldado y defendió a los campesinos de los desmanes del capataz, cuando en los pueblos toma­dos a saco, la multitud emocionada reéibía a la soldades­ca revolucionaria con alimentos y canciones.

El ejército del pueblo venía a defender al· pueblo; COmo antaño, como siempre, en contra de l~)s abusos de l~s malos mexicanos. ¡Venía a defender al indefenso, ago­lllZante ya en. las garras del poderoso!

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EPíLOGO

contemplándole.

166

Un

En los ojos de Ubaldo temblaron lágrimas de gra­

JESÚS URIBE RUIZ

Los federales se llevaron en un camión las sierras y las bandas. Todo el pueblo los vio con gratitud hasta que se perdieron de vista en un recodo del camino. ,

sol radioso inundaba de alegría todas las cosas haciéndolas límpidas, luminosas, claras. brillaba el mono te, brillaban los árboles lejanos y el maizal, uniforme', se vestía de kaki como un diminuto ejército inmóvil.

titud. Después, todos, los comuneros alegres y sonrientes se

encaminaron a Puruarato. Caminaban por el sendero cubierto de arena del Pa:·

rícuti, que en aquel lugar cubriera grandes trechos, los dos: el niño y el.viejo.

Las huellas de sus pies quedaban' sobre el polvo como , bajorrelieves de manos empuñadas. El abuelo caminaba sonriente, viendo los objetos, gozando de la transparencia magnífica de aquella aurora. El niño observábalo, extra­

, fiado, pensativo, sudoroso. . A sus espaldas quedaba el monte: Poc·húpicua. De

pronto, el abuelo dijo al niño señalando el cerro y vol­teándose cara ,a él:

-¡Míralo, hijo, es Poc.húpicua! El niño medroso, no volvió la cabeza. Con los ojos

bajos, apenas musitó: -Le tengo miedo. La gran alegría de Tata Ubaldo no era empañada por

recuerdos lejanos y tristes y tomando la carita del niño en su. rugosa diestra, forzólo a volver la vista al monte enorme, que con sus alas abiertas, protegiera a Purua­rato y, con voz cálida, emocionada, fuerte, afirmó:

-¡Míralo hijo, es Poc.húpicua, nuestro amigo! El niño levantó entonces la vista y deslumbrado con

le feérica visión del cerro quedóse sonriendo, embobado,

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JESÚS URIBE RUIZ168

y así quedaron largo rato frente a aquel prodigio de alborada que renovaba a cada instante los colores de las cosas, disolviéndolos, afirmándolos, precisándolos. El viejo como una figura del pasado" el niño como una pro­mesa del porvenir: i libre, ilustrado, feliz, de las nUevas generaciones indígenas! íNDICE

FIN

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íNDICE

Preámbulo '............... 9

1 . Poc.húpica........ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

2 . Matando venado ;................. 25

3 . Puruarato 43

4. Los naguales 65

5. La zorra en litigio .. . . . . . . . .. . . . . . . . . . . 83

8. Represalias 115

9. La fuerza del dinero 123

10. ¡Justicia!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 145

Epílogo ' '. . . . . . . . . . .. 167

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