14
RAPHIR Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499 Admiración y violencia en la losofía y en la religión. El místico y el teólogo Admiration and Violence in Philosophy and Religion. e mystic and the eologian Marcelo López Cambronero 1 Instituto de Filosofía “Edith Stein” – Academia Internacional de Filosofía (España) Recibido: 15-05-2014 Aceptado: 22-10-2014 RESUMEN: En este artículo se analiza la forma en la que el sujeto utiliza la razón para dirigirse a la realidad. Se constata que todo encuentro con el mundo exige tanto la admiración desde un punto de vista pasivo como el afán de manipular y esquematizar lo real para poder poseerlo y controlarlo. Desde esta perspectiva se intenta comprender en qué situación se encuentran el místico y el teólogo en su comprensión del fenómeno religioso, así como en su mutua dependencia y en su relación con la comunidad de los creyentes, tanto en el cristianismo como en el Islam y en el mundo judío. PALABRAS CLAVE: Teología – Mística – Religión – Cristianismo – Islam – judaísmo. ABSTRACT: In this article I analize the way in which the subject employs reason to address reality. It is armed that every encounter with reality demands admiration from a passive standpoint as much as the will to formalize reality in order to possess it and thereby control it. With this perspective in mind, I attempt to explain the situation of the mistic and the theologian in their understanding of the religions phenomenon, in their interdependence, and in their relation to the community of believers, in the Christian, Islamic and Jewish worlds. KEY WORDS: eology – Mysticism – Religion – Christianity – Islam – Judaism. 1. Religión y mitología. Quirón: místico y teólogo Lo religioso, y también lo teológico, tiene tanto que ver con lo mitológico como con lo lógico, con lo poético como con lo sistemático, con el rigor exhaustivo de la clari- cación fenomenológica como con la explosión de sentimientos que la metáfora provoca en nosotros cuando nos trae la realidad a las entrañas. Esta relación entre la religión y la mito- logía es más que obvia y, desde luego, no sitúa al hecho religioso en el nebuloso campo de 1 ([email protected]) Profesor Agregado de la International Academy of Philosophy y Director de su Campus en España. Sus últimos trabajos han versado sobre la vida y teología del Papa Francisco (Francisco, el Papa Manso. Planeta, Madrid, 2013) y sobre la hermenéutica realista en el mundo posmoderno: “Life (memory and hope) as a privileged perspective for understanding”, en Pensamiento 69 (2013), pp. 645-657.

Admiración y violencia en la losofía y en la religión. El ...institutoifes.es/pdfs/admiracion_violencia.pdf · recogen con la mayor amplitud y riqueza la relación del hombre con

Embed Size (px)

Citation preview

R A P H I RRevista de Antropología y Filosofía de las ReligionesReview of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

Admiración y violencia en la filosofía y en la religión. El místico y el teólogoAdmiration and Violence in Philosophy and Religion. The mystic and the Theologian

Marcelo López Cambronero1

Instituto de Filosofía “Edith Stein” – Academia Internacional de Filosofía (España)Recibido: 15-05-2014Aceptado: 22-10-2014

RESUMEN: En este artículo se analiza la forma en la que el sujeto utiliza la razón para dirigirse a la realidad. Se constata que todo encuentro con el mundo exige tanto la admiración desde un punto de vista pasivo como el afán de manipular y esquematizar lo real para poder poseerlo y controlarlo. Desde esta perspectiva se intenta comprender en qué situación se encuentran el místico y el teólogo en su comprensión del fenómeno religioso, así como en su mutua dependencia y en su relación con la comunidad de los creyentes, tanto en el cristianismo como en el Islam y en el mundo judío.PALABRAS CLAVE: Teología – Mística – Religión – Cristianismo – Islam – judaísmo.

ABSTRACT: In this article I analize the way in which the subject employs reason to address reality. It is affirmed that every encounter with reality demands admiration from a passive standpoint as much as the will to formalize reality in order to possess it and thereby control it. With this perspective in mind, I attempt to explain the situation of the mistic and the theologian in their understanding of the religions phenomenon, in their interdependence, and in their relation to the community of believers, in the Christian, Islamic and Jewish worlds.KEY WORDS: Theology – Mysticism – Religion – Christianity – Islam – Judaism.

1. Religión y mitología. Quirón: místico y teólogo

Lo religioso, y también lo teológico, tiene tanto que ver con lo mitológico como con lo lógico, con lo poético como con lo sistemático, con el rigor exhaustivo de la clarifi-cación fenomenológica como con la explosión de sentimientos que la metáfora provoca en nosotros cuando nos trae la realidad a las entrañas. Esta relación entre la religión y la mito-logía es más que obvia y, desde luego, no sitúa al hecho religioso en el nebuloso campo de

1 ([email protected]) Profesor Agregado de la International Academy of Philosophy y Director de su Campus en España. Sus últimos trabajos han versado sobre la vida y teología del Papa Francisco (Francisco, el Papa Manso. Planeta, Madrid, 2013) y sobre la hermenéutica realista en el mundo posmoderno: “Life (memory and hope) as a privileged perspective for understanding”, en Pensamiento 69 (2013), pp. 645-657.

30

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

Marcelo lópez caMbronero

lo irracional, o de lo meramente sentimental o arbitrario. Muy al contrario, que la religión tenga que ver con la mitología quiere decir que afecta a la totalidad de lo real de una manera que un discurso racionalista está lejos de poder comprender. La verdad es que el aconte-cimiento y el discurso religioso –no sólo él, pero él de forma paradigmática–, abordan y recogen con la mayor amplitud y riqueza la relación del hombre con el mundo y consigo mismo. Tanto que sin él no se puede aspirar a una comprensión adecuada de lo humano, ni a mirar el universo sin cercenarlo fatalmente.

Así pues, la afirmación de que la religión e, insisto, la teología, tienen y han de te-ner que ver con la mitología no las refuta, sino que las ensalza. Nada hay interesante que al buen poeta despreocupe. Si en la vasta sensibilidad de su alma no vibra una cuerda ante una determinada realidad posiblemente no sea ésta interesante, sea falsa o resulte prescindible. Aquello de lo que no se pueden elaborar relatos de hondo sentido no interesa. Seguramente sea una mentira, un constructo artificial que nos quiere enrejar, del que no se puede ir más allá, un crucigrama de perfecta coherencia cuyas casillas están contadas y terminadas. No hay nada más que decir. Así nunca es ni ha sido el mundo verdadero. Cuando aquel egregio obispo irlandés, George Berkeley, dijo en su De Motu que el filósofo debía de abstenerse de utilizar metáforas2 separó la filosofía de la realidad y la convirtió en un artificio académico y estéril, haciendo de ella un enjambre alienado de sentencias inútiles.

La mitología, como enjambre de metáforas que amplía y revela el sentido del mun-do, es una fuente inagotable de enseñanzas. Un ejemplo, que nos viene al caso, nos permi-tirá profundizar en el tema que ocupa a este trabajo.

La tradición griega siempre ha presentado a los centauros como seres superlativos, en todo punto dominados por una tensión hacia el exceso. Son rabiosos, furibundos, de en-conada venganza. Los artistas pintan y esculpen sus torsos humanos tan poderosos y fieros como sus equinos cuartos traseros. Resultan así una versión extrema del hombre, casi una perversión posible: el hombre monstruoso, vil, presto a la salvajada, el hombre en el que su latido animal, atávico, se impone y predomina.

Sin embargo nos sorprende Quirón, el buen centauro, un fornido sabio que entiende del arte de la guerra, pero también de la medicina, que es un cazador hábil y eficaz, pero que también es capaz de seguir el rastro de los matices más delicados de la filosofía moral. Quirón, en realidad, no proviene de la misma familia, de la misma genealogía, que el resto de sus compañeros centauros. Él no es hijo de las extrañas relaciones entre Kentauros y las yeguas magnesias. Aunque también vive en Tesalia su padre es nada menos que Cronos quien, transformado en caballo, violó a la bellísima oceánide Filira, que se había metamorfoseado a su vez en yegua para escapar de su di-vino amante.

La genealogía no es un elemento anecdótico o arbitrario en la mitología antigua, sino más bien decisivo. No existe mejor manera de describir quién es un sujeto que conocer

2 “A metaphoris autem abstinendum philosopho” De Motu, § 3

31

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

AdmirAción y violenciA en lA filosofíA y lA religión. el místico y el teólogo

el lugar que ocupa en su familia, pues en su origen ha de venir dado también su destino, lo que está llamado a ser. Quirón es hermano de padre de Zeus, nada menos, y su madre es conocida por enseñar la escritura a los hombres, así como por ser el origen de la medicina y, también, del perfume. Es hijo, entonces, de la rama central y más poderosa de los dioses, pero también de una oceánide sabia, tierna, sensible y atenta al mundo.

Este origen no le resta a Quirón ni un ápice de su feroz apariencia aunque, eso sí, le dota de una mirada tan afectuosa como solemne que anuncia gran paciencia y le otorga pose de librero viejo. Quirón es, sin duda, un evento en la mitología griega, más todavía si nos fijamos en la vocación que acompañó su vida, en el destino que los dioses, según su na-turaleza, le propusieron. Tal vez sea conocido fundamentalmente por ser el primer médico, cirujano y veterinario (las palabras “Quirón”, “cirujano” y “quirófano” provienen todas de la palabra griega Cheír, “mano”), pero lo que realmente destaca de su misión entre los hombres es su afán por cuidar de lo que crece, y dentro de lo que crece precisamente de lo más valioso y delicado: el alma de los mejores hijos de la excelsa Grecia. Quirón educó entre otros a Áyax “tronante”, a Aquiles, a Asclepio, dios de la Medicina, a Teseo –el gran héroe que forjará la tradición ateniense-, a Jasón, líder de los Argonautas, a Aristeo que, siendo en apariencia un dios menor, es el que trae al mundo la sabiduría que permitirá la mayor revolución de la his-toria de la humanidad, el paso al Neolítico, puesto que enseñó a los hombres la agricultura y la ganadería, además de la apicultura y otros conocimientos vitales. Nuestro centauro, al fin, también fue maestro de Acteón, el mejor cazador de Grecia, y de Heracles o Hércules. De su paternidad educativa nacen los grandes ríos que configurarán la enorme tradición griega: la furia de Áyax, la inteligencia de Teseo, la grandeza de Aquiles, el saber de Asclepio y Aristeo, el carácter intrépido de Jasón, etc. Quirón es quien está capacitado para hacer de un hombre lo que, por nacimiento, está llamado a ser. Un hacedor de hombres, el primer maestro, el primer educador, aquel que dio a los griegos la medida de su ser, el que formó los modelos de lo que después sería considerado el hombre por excelencia, el ágathos3.

Quirón es una imagen de la Filosofía y del saber mucho más apropiada que la co-nocida lechuza, demasiado unilateral. La lechuza, animal nocturno, duerme de día y obser-va de noche, su patria es el silencio, cuando otros yacen ella mantiene su mirada espantada y firme atenta a cada movimiento y matiz, dotada como está para acoger lo sorprendente

3 Quirón es, sin duda, uno de los personajes mitológicos más significativos de Grecia. Aparece citado en la Ilíada en cuatro ocasiones: dos como médico y maestro de médicos (IV, 219 y XI, 832), y dos como el fabricante de una excepcional lanza que sólo Aquiles es capaz de portar (XVI, 142 y XIX, 390). Sin embargo, su importancia en la poesía oral es muy anterior (vid. Henri Jeanmarie, Couroi et Courètes. Essai sur l’éducation spartiate et sur les rites ďadoles-cence dans ľantiquité hellénique. Bibliothèque Universitaire, Lille, 1939, p. 290 y ss; y Henri Jeanmarie, “Chiron”, en Annuaire de l’Institut de Philologie et d’Histoire Orientales et Slaves, IX (1949), pp. 255-265). Sufrió una interesante evolución dentro de la mitología. En la época arcaica era un maestro de héroes que les adiestraba en disciplinas físicas y militares, pero posteriormente fue considerado un sabio que transmitía una formación en cuestiones morales y espirituales (Se atribuye a Hesíodo un breve texto que lleva por título Consejos de Quirón y en el que se enfatiza este carácter de educador del alma). También era famoso por su piedad, como testimonian los Consejos citados y también la descripción de Eratóstenes en sus Catasterismos (el número 40 está dedicado al Centauro Quirón) que afirma que ésta, la piedad, fue la causa que sugirió a Zeus la idea de dejarlo en el cielo eternamente.

32

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

Marcelo lópez caMbronero

y lo nuevo como posibilidad. Es la lechuza el animal de la admiración, de una admiración que es extrañeza controlada y, en este sentido, conviene sobremanera a la Filosofía, cuya admiración no es banal curiosidad, sino atención a lo distinto y a sus causas.

Mas si el amor es hijo de la abundancia, también lo es de la pobreza, según nos cuentan textos venerables. De igual forma la Filosofía no puede ser sólo hija de la admira-ción, sino que ha de serlo también de la violencia. El filósofo, así como le sucede también al teólogo, no sólo mira, atiende, recoge, sino que también impone, maneja, predomina. La sabiduría es escudera de la realidad cuando busca en su consejo las leyes que le son propias pero, también, como un visir Iznogud, asume con traición la palabra que expresan esas leyes y, conociendo ahora las causas, las reproduce, sintetiza y usa para reformar el mundo a su imagen y semejanza. Pocos actos ha habido de violencia tan extrema, tan cosmológica, como cuando Tales irguió su talludo dedo para, señalando al mundo, sentenciar: “Todo es agua”. Aspira la filosofía a torturar a lo real para que éste le muestre en una sola palabra la totalidad de su ser y es así como, cual doctor Frankenstein, puede hacerlo suyo y disponer de él a su antojo.

La admiración es a la vez atención y recogimiento, es una postura a la postre hu-milde, es el punto de vista del pequeño. La grandeza inabarcable del mundo obliga al filó-sofo a plantarse ante la realidad para acogerla en su variedad infinita de perspectivas. Sin embargo, no olvidemos nunca que él quisiera tomarlas en una brazada y llevárselas en un cesto a casa para domesticarlo todo, para hacerlo parte de su propio hogar, incluirlo en su dominio, en su domus. El filósofo quiere que todo sea de alguna manera “su-yo” (“suyo”, “su yo”). La aspiración definitiva de este hombre del conocimiento es la comunión cósmica, pero que él entiende como comprensión definitiva, como asunción del todo en su propia subjetividad, que se transforma así en el gozne sobre el que gira el universo.

¡Qué gran paradoja hay en el hombre del saber, ya sea filósofo o teólogo! A poco que el eterno observador, el humilde investigador, se lanza al mundo henchido de realismo, se descubre trasunto del idealismo, lleno del pathos del poder. Los sentidos receptores, tan discretos, esconden la furia de una razón preñada del anhelo del poder. El mundo se hace sistema, se esquematiza en finos trazos, en líneas que talla sobre su desgastada piel el bisturí analítico del hombre sabio. Es naturaleza que, cuando la mata le avise del menor movimien-to, la lechuza se abalance feroz y hambrienta y que, si puede, domeñe.

Tendríamos entonces que cambiar el símbolo de la filosofía y dotar a la lechuza de esa fuerza oscura, tal vez proporcionándole las herramientas adecuadas, que represen-taríamos firmemente presas en sus patas. Esas herramientas habrían de ser atroces, claros referentes de lo que ella desea hacer con el mundo: serían una hoz y un martillo. Fíjense que entonces tendríamos que dar a la lechuza un gesto acorde con sus propósitos, que los en-tremostrase, y veríamos así una lechuza posmoderna, tal vez propia de una película de Tim Burton. Mejor entonces la sólida determinación, a la vez sabia, viril y clásica, de Quirón.

33

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

AdmirAción y violenciA en lA filosofíA y lA religión. el místico y el teólogo

Si la violencia, como vemos, es ansia de sistema, orden a toda costa (nada la repre-senta mejor que un jardín zen), la violencia intelectual extrema no es otra cosa que ideolo-gía. Si algo caracteriza a la ideología es que carece en todo punto de admiración. No se deja impresionar por ninguna buena y fresca verdad. Ningún hecho va a moverla un ápice de su sólido edificio, pensado y repensado para manufacturar todo residuo. El hombre subsumido por la ideología ya no mantiene afecto por los matices, por los pequeños destellos del mundo, por la diferencia. Prefiere su artefacto, en el que se siente seguro, su atalaya sin ventanas desde la que juzga y sojuzga el universo. Aquí no caben sensiblerías. Su razón lo ha previsto todo. Ya escribió el origen y determinó el futuro, y a su mandato habrá de supeditarse todo y muy especialmente el hombre de la admiración, el amante del sentido común, de lo que es dado por el mundo, ese filósofo que se debate con su poderoso instinto para mantener la violencia, su violencia, a raya. El ideólogo, sin embargo, se ha tornado el órgano soberbio y servil de la violencia. Él es el detritus del idealista, del que es también consumación.

Cuenta la leyenda que Quirón, espantado por la violencia de los dioses y de los hom-bres, ajado por el dolor de una herida que le había provocado accidentalmente Hércules, se volvió eremita en su cueva, a la espera de la muerte. Desgraciadamente ésta le era imposible por su carácter inmortal y así dejó pasar sus días, hundido en la melancolía y el estudio hasta que Prometeo, aquel que robó la razón a los dioses apiadándose de los hombres y que en su origen fue mortal, le cedió el derecho a morir. Fue pues la razón en un momento de exceso, en un arranque eutanásico, la que mató a la Filosofía. Tal vez lo hizo para que el sabio Quirón ya no pudiese contener la furia incontrolable que anidaba en ella y que la hace el principal ene-migo de sí misma, tal y como Dante nos habla del Capaneo convertido, por su orgullo e ira, en su propio castigo eterno. Puede ser que la razón, al matar al mito, arrastrase a la Filosofía hacia el ribazo de la ideología, del que tendremos que sacarla a campo abierto.

2. El místico y el teólogo. Admiración, violencia e ideología

El hombre, esa batalla, que diría Benedetti; y en el hombre que anhela el saber una de las batallas más importantes es la que se da entre la admiración y la violencia, en-tre el acoger con hospitalidad al mundo o atraerlo hacia sí como Polifemo, para devorar-lo. Esta tensión no sólo divide el corazón del filósofo, sino también el de todo hombre que quiera conocer, también el del científico, y entre estos hombres debemos contar sin lugar a dudas al teólogo y también a los hombres religiosos por excelencia, los hiperbóreos: el místico y el profeta.

Se trata de la tensión entre el templo y el profeta, entre el teólogo y el místico, entre la hospitalidad y la autenticidad. Es la tensión entre Baal Shem Tov (fundador del jansidis-mo, una línea mística dentro del judaísmo que floreció en el siglo XVIII)4 y Gaón de Vilna,

4 Vid., Yitzhak Buxbaum, The Light and Fire of the Baal Shem Tov. Continuum, New York, 2006; y David Sears, The Path of the Baam Shem Tov, Rowman and Littlefield, Lanham (Maryland), 2004.

34

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

Marcelo lópez caMbronero

reputado intérprete del Talmut que afirmó que Baal y sus seguidores habían dejado de ser expresión de la tradición común5; entre Ibn Masarra, gran místico musulmán nacido en Córdoba a finales del siglo IX6 y los faquíes o alfaquíes de la época, expertos en la ley.

El místico y el profeta se alimentan de la Palabra de Otro, de Aquel cuya existencia y voluntad constituye, en todo punto, su propio destino y vocación. Están entregados en cuerpo y alma a su papel de receptáculo, pero también de altavoz, de vehículo selecto de la Palabra divina. El místico acoge la Palabra en su seno, se le da para él, para que en él fermen-te y a él lo transforme, ya se verá en aras a qué, aunque no es lo más importante, puesto que como relación sagrada su fin no es en principio otro que ella misma. El profeta (del griego profétes, “locutor”) tiene una misión más específica, puesto que su designio le es marcado usualmente con mayor precisión. Así dice Yahvé a Jeremías: “Antes que te formaran en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta de los pueblos... He aquí que pongo en tu boca mis palabras” (Jer 1, 5 y 9).

Ambos, místico y profeta, radian una espiritualidad que siempre es de alguna ma-nera nueva, porque surge de una autenticidad radical. Se les pide un abandono de sí para ser fieles a lo que reciben, pero inevitablemente lo tienen que acoger en su subjetividad particular. Mantienen una relación personal con Dios y en ella cada uno está presente tal y como es, con su entrega inquebrantable o su desidia (acordémonos de Jonás), con sus de-fectos, con su propia personalidad. La novedad de su subjetividad genera una relación con Dios que no había existido antes y que, por lo tanto, tiene el signo de la autenticidad, de la novedad. Desbordan el manar de la Fe en la cultura secular de los pueblos y así, al abrirle nuevos horizontes y derribar viejos muros, al renovarla, también la ponen a prueba.

El teólogo tiene otro pathos. Él sistematiza, integra, organiza la Fe del pueblo, la somete, por así decir, a la rigidez de la norma y de la ley, que nunca son obstáculos ni para el místico ni, desde luego, para el profeta, que en nada tienen a la norma y a la ley ante la Palabra que les ha sido dada. Es el famoso “Non possum” de santo Tomás, ocurrido después de la revelación que tuvo en la misa del día de san Nicolás de 1273. Al gran doctor de la Iglesia, tras la visión, todo lo que había escrito, su monumental obra que es admirada por todas las generaciones, le parecía paja.

Sin embargo el teólogo también tiene su misión y ha de ser fiel a ella. Él ama la Pa-labra, la Palabra tal y como ha sido dicha, tal y como ha sido comprobada, sopesada, amada a lo largo del tiempo. Su apertura al presente nace de su asiento en el tiempo, de su conoci-miento de la tradición. Sabe, y si no lo sabe traicionará su condición, que no tiene derecho a imponer su criterio, su palabra de hombre, al devenir del Pueblo de Dios. En este sentido sólo le cabe proponer, pero con la atención puesta en el pueblo sencillo, en el pueblo fiel, que es quien, en definitiva, tiene la última palabra. Si abandona a ese pueblo y se embarca

5 Vid., Elijah J. Schochet, The Hasidic Movement and the Gaon of Vilna. Jason Aronson, New York, 1993; y Etkes Immanuel, The Gaon of Vilna. The Man and his Image. University of California Press, Los Angeles, 2002.6 Vid., Miguel Asín Palacios, Abinmasarra y su escuela: orígenes de la filosofía hispano-musulmana. (Discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas). Maestre, Madrid, 1914.

35

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

AdmirAción y violenciA en lA filosofíA y lA religión. el místico y el teólogo

en sus invenciones, sean éstas más o menos ideológicas, caerá en una unilateralidad que co-mete injusticia, que desea ser dios en lugar de Dios. Con estas bases mira al futuro y escucha al místico y al profeta e intenta discernir, desde la vida de la Iglesia, si sus almas mullidas y extensas caben en el celemín (siempre, inevitablemente hasta cierto punto objetivado) que mide el corazón del Pueblo.

Por su parte el profeta vive siempre en el futuro, pero es un error creer que su men-saje es un mensaje de futuro, de simple adivinación. El profeta no es aquel que dice lo que va a pasar, sino quien interpreta adecuadamente el presente. Así nos dice lo que somos ahora, lo que verdaderamente somos, aunque todavía no lo sepamos, incluso aunque la madurez de los tiempos no haya alcanzado ese punto de no retorno en el que ya se nos hace posible alcanzar a comprendernos a nosotros mismos. Sin embargo, eso sí, el presente en el que se asienta este hombre de fe es el extremo en el que ese “ahora” se va transformando en expec-tación, el punto radical en el que el presente se deja arrastrar por un futuro que anhela y que le da dirección y movimiento. Es ese momento justo en el que el tiempo asemeja una flecha en el arco tenso, esa cabeza de puente que sólo puede explicarse atendiendo a la tensión que anuncia su vuelo. Místico y profeta son hombres, y también mujeres7, que viven en tensión escatológica, sin duda, pero en el presente. De tal forma aúnan en su ímpetu el presente y el futuro que podemos decir que viven en la esperanza.

La esperanza no es la fantasía de un futuro incierto sino la expectación que mana de una certeza presente. Sin embargo, ¿de dónde puede venir esa certeza que preña al pre-sente de futuro? De la Palabra de Otro. Fantasear sobre el futuro no da lugar a esperanza, sino a la evasión. La esperanza es un puente, una tensión, que ya nace en el presente. El mís-tico y el profeta son hombres de esperanza porque tienen experiencia actual de la Presencia de Otro. Es esa Presencia actual la que trae el futuro al hoy y se convierte en el hontanar de la libertad y del sentido de la acción. El profeta sabe del futuro porque le está siendo ya dado, no por obra de su imaginación, sino porque le está siendo ya dado en la Palabra de Otro que le ilumina el hoy aportando caudales a su razón que la elevan y sobredimensionan.

El teólogo contrasta con estas figuras porque es hombre de sistema. Su afán tam-bién es seguir la Palabra de Otro, pero una Palabra que para él, siendo también presente, le viene del pasado como memoria, como memoria viva, como tradición. Para él la Palabra no llega con la misma fuerza vital con la que llega al místico, que se sumerge en la metáfora y en el latir de la realidad y de la Presencia, ante la que toda sistematización parece algo ridícula. El teólogo recibe otra pulsión: la de sistematizar, comprender, ordenar, explicar y corroborar. Él organiza, estructura y matiza, mira su alambique y depura la experiencia

7 No sólo en el cristianismo (donde abundan) hay mujeres místicas. En el ámbito musulmán, sobre todo entre los sufíes, también encontramos, como por ejemplo la famosa Rabia Al-Adawiyya o Basri (Irak, 717-805. Vid., Farid al-Din Attar, Rabe’a al-Adawiya, from Muslim Saints and Mystics, trans. A.J. Arberry, London: Routledge & Kegan Paul, 1983). El judaísmo, sin embargo, ni siquiera en el jasidismo ha abundado en mujeres místicas, aunque haya ejemplos como Ana Rachel, “La doncella de Ludomir”, que vivió Volhnia en 1815 (Vid., Rappaport-Albert, Ada. Women in Jewish Mysticism. Sherman Lectures, 2006).

36

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

Marcelo lópez caMbronero

para dejar de ella lo que tiene de “objetivo” de pertenencia clara a la Palabra, de segura autenticidad. Debe saber, también, que su horizonte no es sólo la fidelidad al mensaje, sino también la hospitalidad, la capacidad de acoger lo nuevo, lo no previsto. Esta tensión está especialmente presente en los obispos cristianos como sucesores apostólicos. A ellos corres-ponde en modo sumo vivir la dialéctica entre el mensaje seguro, entre el depósito de la Fe, y las energías que suscita el Espíritu y que siempre surgen como riesgo y novedad.

La tensión señalada, que hace vivir al teólogo en una cuerda floja que se extiende entre la fidelidad y la hospitalidad, se ha vivido y se vive de forma especialmente dramática en el ámbito musulmán, desde sus orígenes.

Tras las dos grandes guerras civiles o fitna que tanto afectaron a la conciencia que de sí mismas tenía la Umma o comunidad de los creyentes, la consistencia de la religión islámica estaba en crisis. No se trataba sólo de la división entre los suníes y los chiíes, con todo lo que esto suponía desde el punto de vista religioso y político, era también que no se apreciaba una solidez en la misma religión, cuyas bases se tambaleaban8. En aquel momen-to los chiíes tenían ya una tradición mística importante. El que consideran como “cuarto imán”, Alí Zayn al-Abidin (m. 714), había compuesto bellas oraciones de clara inspiración mística. Esta corriente se profundizó con el quinto imán, Muhammad al-Baqir (m. 735), famoso por su sabiduría religiosa y por su método esotérico de lectura del Corán que, según él, cada imán transmitía a su sucesor. Esto permitía, a través de esta transmisión, clarificar la línea central de interpretación del Corán.

Sin embargo si el místico, el profeta o el teólogo son figuras religiosas, y si son tipos de hombre que se pueden dar en mayor o menor medida en cualquier creyente, la mayoría de los fieles requieren de una clarificación sistemática para su vida religiosa. He aquí, de nuevo, la importancia fundamental de la labor del teólogo, que nos es imprescin-dible. Todos necesitamos alguien a quien considerar autoridad: de autor, el que hace crecer, el que lleva el presente más allá de sí mismo sin romper con el pasado. En el caso de la religión musulmana, en su versión más habitual u ortodoxa, ésta fue evolucionando en una “religión del libro”. El Corán fue convertido en objeto de devoción puesto que, aunque el creyente musulmán “habitual” no consigue un acceso directo a Dios, sí que puede venerar su Palabra. Aunque a algunos, especialmente a los mutazilíes, esta divinización del Corán les resultaba aterradora, para la mayoría del pueblo fue la objetivación necesaria de su cre-do. Esta no fue la única objetivación que tuvo la religión islámica. El modelo de piedad y de vida religiosa era, indudablemente, el Profeta, y se tomaron como normas de vida religiosa los testimonios que indicaban las prácticas concretas que, en todos los órdenes de la vida (sunna), pero especialmente en materia religiosa, eran atribuidas a Muhammad.

Aparece así la doble vertiente, podríamos decir que subjetiva y objetiva, del mun-do musulmán. Cuando el Corán, por ejemplo, indica que Dios alaba a quien da sus bienes al prójimo “por amor” surge en las escuelas islámicas una doble interpretación de la expresión

8 Vid., Karen Amrmstrong, Islam. Weidenfeld & Nicolson, London, 2002, capítulo 2.

37

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

AdmirAción y violenciA en lA filosofíA y lA religión. el místico y el teólogo

árabe ala hubbi-hi: puede ser efectivamente “por amor”, y entonces Dios alaba al que da sus bienes al prójimo por amor a Él, es decir, a Dios; o puede ser, según otros intérpretes, “a pesar del amor”, es decir, que Dios alaba a quien da sus bienes al prójimo “a pesar del amor” que tiene, en este caso, a los bienes. Encontramos de esta manera dos mentalidades o tipos de creyentes: aquellos para los que la religión musulmana es algo interior ligado al amor a Dios, y aquellos para los que el hecho fundamental de la religión musulmana es la obe-diencia a la Ley, es decir, los que apuestan por una versión más objetivada y, en este sentido moralista, pero también más segura, estable y sistemática, de la religión.

Los ulemas o eruditos religiosos, llámense también teólogos, ejercieron esta fun-ción de objetivar la creencia. Para ello se basaron en cuatro fuentes: en primer lugar natu-ralmente en el Corán; en segundo lugar en la sunna del Profeta, es decir, en lo que se con-sideraron sus “prácticas” habituales –que se suponen debían ser verificadas por cadenas de testigos cuyo testimonio se remontase hasta el mismo Profeta; también, en tercer lugar, en la qiya o analogía, que sin embargo no ha sido aceptada como fuente del derecho religioso por todos los musulmanes. La qiya consiste en comparar el Corán, y otros criterios de índo-le religiosa como los hadiz o relatos sobre lo que el Profeta enseñó, y un supuesto concreto, con el objeto de encontrar solución por analogía respecto a una situación de la que no hay regla precisa que aplicar directamente. Por último, la cuarta fuente fue la ichma o consenso de la comunidad, que a la postre sería una de las vías principales para la modernización del mundo musulmán. A partir de estas fuentes se fue sedimentando una concepción de la ley que ha de regular la vida religiosa, que alcanza por supuesto a los criterios de vida moral, pero que en muchos sentidos trata sobre prácticamente todos los aspectos de la vida del creyente. El resultado fue una gran objetivación de la “ortodoxia” del buen musulmán.

No quiero decir con esto que el mundo musulmán consista en la Sharia, ni mucho menos. Cualquier definición estricta en el ámbito de lo religioso, en el que la creatividad y la libertad del hombre alcanzan su máxima expresión, es sumamente pretenciosa y únicamen-te acarrea violencia. Me interesa, sin embargo, mostrar una forma de concepción de la vida religiosa que no sólo se da en el Islam, sino que forma parte de la estructura vital de todo ser humano. Dentro de la siempre presente perspectiva religiosa del hombre la tendencia a la objetivación es uno de los riesgos con el que tenemos que contar. Es la tendencia a la segu-ridad, a la certeza, al pasado, al sistema, que puede llevar a una mecanización ideológica (de izquierdas o de derechas) que termina por ahogar la vida del espíritu. En el mundo católico está objetivación se ha realizado, en buena medida, abusando del concepto de “ley natural”.

El teólogo habla de Dios según lo que ha sido dicho. Sus conocimientos le sitúan ante la tentación de creerse organizador de Su Presencia, certificador e incluso adminis-trador de su Gracia. Él ha de ser la voz del Pueblo de Dios. Sin embargo, el pueblo es vida y según la dirección de su conciencia tiende hacia lo subjetivo o hacia lo objetivo, hacia la seguridad o hacia la libertad, puede amar más al místico, que está perplejo, encerrado en sí mismo, que al teólogo, que aspira a asegurar la fe del pueblo y, así, servirlo y de esta manera

38

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

Marcelo lópez caMbronero

servir a Dios. Por eso la posición del teólogo es especialmente difícil y la historia, más cuan-do la narran quienes están poseídos por el complejo contra la tradición, no suele tratarlo con justicia.

Desde el punto de vista del teólogo puede decirse que el místico sólo tiene una seguridad subjetiva; pero por eso, aunque resulte paradójico, es absoluta. Él está con Dios. Si lo que vive no es cierto nada importa. Si lo que vive es cierto eso, lo que vive, es lo que más importa en todo el universo. El teólogo, sin embargo, precisamente porque ha de juz-gar, teme. Tiene su fe y tiene sus conocimientos, pero se sabe limitado ante la grandeza de aquello que parece tener que comprender y validar. Además, es a él al que corresponde la generosidad, la hospitalidad, la capacidad de acogida de lo diferente, de las variaciones siempre novedosas que el Espíritu permite y alimenta. Sin la mística será juzgado como retrógrado, como antiguo, porque su sistemática, el carácter cerrado de su saber, se avie-ne mal al cambio, a la transformación. Corre el riesgo de oponerse sistemáticamente a la novedad, porque la novedad no estaba, claro está, prevista, y no es fácil comprender si es una maduración de la memoria o una desviación de la misma. Debe decidir antes de tener perspectiva histórica, debe prever, presumir, proyectar, pero eso es precisamente lo que más le cuesta, su dificultad suprema. Sin el místico el teólogo está en riesgo permanente de errar en la consecución de su vocación. Para comprender esto basta con atender a fenómenos para algunos tan sorprendentes como el de Hans Urs von Balthasar, el gran teólogo del siglo XX, que dedicó una parte importante de su vida a tomar al dictado las reflexiones, casi improvisaciones o incluso visiones, de la gran mística Adrianne von Speyr, como si fuese su secretario particular.

A la luz de la historia tenemos que afirmar que los teólogos, los místicos y los profe-tas en muy pocas ocasiones han comprendido la relación que existe entre ellos y lo necesarios que son para la comunidad de los creyentes. De estas situaciones han tenido la culpa todos, pero especialmente los teólogos, y no porque su actitud sea más o menos cerrada al diálogo, sino porque es a quienes corresponde en este caso aportar toda la generosidad. El místico y el profeta, como dijera el gran poeta ruso Ósip Mandelshtam definiendo la poesía, viven inevi-tablemente bajo la conciencia de tener razón. Es al teólogo al que corresponde la carga de la prueba, la acogida, la tensión entre la hospitalidad y la autenticidad, la fidelidad al mensaje.

Por ese motivo el teólogo tiene el deber, en ocasiones penoso, de certificar al místico. No puede dejarse llevar por los efluvios de la subjetividad porque él quiere cono-cer y es, por lo tanto, amante de la seguridad. Porque conoce la Palabra que ya fue dada, y sabe de su belleza, verdad y novedad radical, ha de encontrar el lugar de la nueva palabra que el místico afirma dentro del proceso de la revelación divina. Si no lo encontrara, si al fin y al cabo el místico fuese ajeno a la vida del Pueblo de Dios, habría de declararlo espurio, falso, hierba rala.

Que Dios exprese al hombre Su Palabra es, sin lugar a dudas, un verdadero acon-tecimiento. La Palabra de Dios una vez dada se convierte en la Palabra principal, en el

39

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

AdmirAción y violenciA en lA filosofíA y lA religión. el místico y el teólogo

mensaje a custodiar, en el Hecho fundamental de una cultura. Ante la Palabra de Dios dada a los hombres a estos no les queda más que el respeto, la obediencia... y la interpretación. La Palabra de Dios es una Palabra, y es dada como Palabra definitiva y recta, pero como toda palabra necesita ser entendida y asumida. Toda palabra requiere una respuesta, más en un diálogo como es el de Dios y los hombres. La respuesta no será una palabra definitiva sino contingente, no será Palabra de Dios sino del hombre, pero sí será el ornato, el jergón en el que la Palabra divina será acogida. Sin el hombre que escucha la Palabra de Dios ésta no tiene ningún sentido, sería un grito que cruzaría el cosmos sin recibir eco. La palabra del hombre, al responder a Dios, hace posible la propia Palabra de Dios que, en la medida en que requiere respuesta, se da completamente, asumiendo el riesgo de la incomprensión y de la interpretación.

La interpretación de la Palabra de Dios no es la Palabra de Dios pero es la manera en la que la Palabra de Dios nos es dada en un tiempo y en un lugar, en una cultura de-terminada. No tenemos Su Palabra sino en la forma concreta en la que llega a nosotros y es acogida. Así la Palabra divina requiere de la palabra humana que, ante la Revelación de Dios, puede dejarse llevar por la admiración o por la violencia, puede tender a la hospitali-dad, a acoger la Palabra de Otro que da sentido a lo que el hombre pueda decir, vivir y ser, o a rebelarse contra lo revelado y dictar él su propia palabra, su concepción y comprensión de la Palabra que juzga, justifica y corrige la Palabra recibida. Me refiero con esto a todos los que han enmendado la plana tanto a los teólogos como a los místicos, a los que han querido y quieren convertir en religión universal la contingente propuesta ética de su tiem-po, aquellos a los que con justicia se puede llamar los ideólogos de la religión, encabezados por Reimarus, Lessing, Kant, Thomasius o Jean Alphonse Turrentini o, por otra vía, a John Loche, Tholands o Matthew Tindal. La modernidad ha querido sustituir al profeta por el filósofo moral y así ha secado las fuentes ahogándolas en arena. Los filósofos morales del siglo XVIII pensaban en un Dios que llevaba peluca de caballeros, tanto como los griegos de los tiempos homéricos se lo imaginaban sentado sobre una montaña con el rayo en la mano. La supuesta universalidad de la Ilustración secularizada elimina a la vez el afecto a la tradición del teólogo y la autenticidad del místico y del profeta. Si algo tiene el cristianismo es que es más de lo que podemos medir con nuestras varas morales, con nuestras propues-tas ideológicas, con nuestras orgullosas pretensiones.

Esto no sólo ha sucedido en el cristianismo. El judaísmo ilustrado también en-contró en esta concepción de la religión universal y moral una especie de cumplimiento de su propia vocación, tanto en el Tractatus theologico-politicus de Spinoza, como en Moses Mendelssohn (al que Kant tanto admiraba y cuya figura inspiró a Lessing el protagonista de Nathán el sabio) o incluso en Henri Bergson. No sucedió así en el mundo musulmán en el que, como es bien sabido, no tuvo lugar el fenómeno de la Ilustración, al menos tal y como aconteció en Europa. Su particular objetivación responde a otro proceso con sus caracterís-ticas propias.

40

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

Marcelo lópez caMbronero

No debe de extrañarnos la variedad de formas en las que el cristianismo se vive, tanto en sus formas auténticas como en sus derivados moralistas o ideológicos. Es que al afirmar que la Palabra es un hombre, que se ha encarnado, la objetividad que podría otor-gar el ser “religión del libro” ha estallado en mil pedazos. Ahora la Palabra ha resucitado y nos acompaña en todo tiempo, haciéndose accesible, cercana, un hombre con quien se puede tener una relación personal y del que, en la carne del Pueblo, se hace experiencia. El cristianismo nace de la experiencia actual de Cristo, de su Presencia actual, que no puede ser radicalmente distinta a la Presencia en otro tiempo, puesto que Cristo es uno, pero que hace nuevo el mundo, todas las cosas, para cada creyente en las circunstancias y contexto histórico que le ha correspondido.

La Presencia de Cristo en la Iglesia, es decir, en y con todo el Pueblo de Dios (Mt 28, 19) nos indica que, al menos en cierto sentido fundamental, toda teología es mística porque manifiesta el misterio divino. La separación radical entre la teología y la mística es una postura sobremanera errónea que han sostenido algunos autores como, por ejemplo, Henri Bergson en su gran clásico Les deux sources de la morale et de la religion9. Bergson distingue entre una “religión estática”, a la que dedica el capítulo segundo, y una “religión dinámica”, explicada en el capítulo tercero. La primera sería la religión social del teólogo, un mecanismo institucional conservador cuya estructura interna habría sido denunciada por Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. La religión dinámica es “una gran corriente de energía”, una fuerza vital que penetra a través del extraño fenómeno que es el místico y que renueva la religión.

La división de Bergson es una típica y antropomórfica segmentación dialéctica que, si bien tiene una gran fuerza pedagógica presenta, como todas las divisiones dialécticas estrictas, una simplificación inadmisible. En aquellas religiones en las que la relación de Dios con los fieles no es actual, es decir, que no es, tal vez pueda pensarse que algunos son elegidos por Dios para tener un encuentro personal que está vedado al común de los mor-tales. Sin embargo, concebir en el cristianismo a la teología como radicalmente separada de la mística es, sencillamente, afirmar la imposibilidad del mismo. El cristianismo no es la objetivación de unas reglas morales, de un modo de vida o de unos criterios ideológicos, no consiste en quién tiene razón; el cristianismo afirma el encuentro con el Dios vivo, encuen-tro que renueva todas las esferas de la vida. Así, todo cristiano es de suyo místico o no es cristiano. El dogma es para el cristiano una objetivación, pero de su experiencia personal. Es la afirmación de la mística del Pueblo de Dios. Concebirlo fuera de la mística es carecer de la experiencia de vida en Cristo, lo que incapacita para la verdadera comprensión del misterio cristiano, aunque sí permita, tal vez, una descripción fenomenológica que se pare-cería a palpar con los ojos cerrados el lomo de las cosas

Al mismo tiempo, y precisamente porque todo cristiano tiene experiencia directa de Dios, ni es posible la distinción tajante entre teología y mística ni pueden solventarse

9 Paris, P.U.F., 1932.

41

Revista de Antropología y Filosofía de las Religiones Review of Anthopology and Philosophy of Religions

Año I. Nº 1, Enero-junio (2014) pp.: 29-41 ISSN: 2341-4499

AdmirAción y violenciA en lA filosofíA y lA religión. el místico y el teólogo

definitivamente las tensiones expresadas más arriba. El creyente siempre busca comprender su vida en Cristo a través de la vida del Pueblo y entender la vida del Pueblo y sus expresio-nes (morales, litúrgicas, etc.) a través de su vida de fe. Nadie le libera, a ningún cristiano, de estar sometido a esta tensión, precisamente porque su vida es una relación con Él y, por lo tanto, es dramática. La teología cristiana no es un núcleo de afirmaciones que se presentan al creyente para que las crea como fin último de su desarrollo, como sucede en el gnosticismo10. El fin último de la vida del cristiano, en todos los ámbitos –también en los que se han considerados en ocasiones como más “seculares”: economía, política, investiga-ción científica, etc.- es la unión con Dios (θέωσις: Theosis o “deificación”). De esta forma la teología cristiana, al expresar los misterios del Pueblo de Dios, es para quien vive la fe algo eminentemente práctico y es en él donde se transforma en mística y le ayuda en su camino hacia el fin de su vida, de la vida de todo hombre, que es también el fin de la teología, de la mística y de la propia filosofía: la unión con Dios.

10 Vid., “Introducción” en Vladimir Lossky, Teología Mística de la Iglesia de Oriente. Barcelona, Herder, 1982, pp. 7-18.