308

Abelardo Eloisa - Cartas

Embed Size (px)

DESCRIPTION

cartas

Citation preview

  • Cartas de , ... i . f." vutovm*'' i

    [jm-m ,

    ^ y j H f t 1** !

  • Cartas de Abelardo y Elosa

  • Literatura

  • Cartas de Abelardo y Elosa

    Introduccin de Pedro R. Santidrin

    Traduccin y notas de Pedro R. Santidrin y Manuela Astruga

    El libro de bolsillo Literatura Alianza Editorial

  • Ttulo original: Historia Calamitatum. Petri Abaelardi et Heloissae Epistolae

    Primera edicin en El libro de bolsillo: 1993 Primera edicin en Area de conocimiento: Literatura: 2002

    Proyecto de coleccin: Alianza Editorial Ilustracin: Herr Hug von Werbenway del manessischen Liederhandschrift

    Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra est protegido por la Ley, que establece penas de prisin y/o multas, adems de las correspondientes indemnizaciones por daos y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comu-nicaren pblicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artstica o cientfica, o su transformacin, interpretacin o ejecucin artstica fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a travs de cualquier medio, sin la preceptiva autorizacin.

    De la introduccin, traduccin y notas: Pedro Rodrguez Santidrin y Manuela Astruga

    Alianza Editorial, S. ., Madrid, 1993,2002 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; telfono 91 393 88 88 www.alianzaeditorial.es ISBN: 84-206-7342-0 Depsito legal: M. 23.421-2002 Compuesto e impreso en Fernndez Ciudad, S. L. Catalina Surez, 19.28007 Madrid Printed in Spain

    Jesus VegaPara ustedes, de ustedes. ALmalditasonrisa

  • Introduccin

    La historia y la leyenda de Abelardo y Elosa -de tan fuerte im-pacto en la vida y poesa de la Edad Media- apenas si tiene hoy un breve espacio en la literatura. Tampoco el romanticismo ni la novela histrica han logrado popularizarla hasta convertirla en un mito eterno capaz de mover e impresionar a las nuevas generaciones. No obstante, del poema y tragedia de amor de Abelardo y Elosa sigue perenne la relacin apasionada de un profesor y su alumna, de la inteligencia y el corazn, cautiva-dos y lanzados hacia la aventura suprema del saber y de la ciencia. Quisieron vivir y amar juntos para aprender juntos la sabidura. Es aqu donde el mito de Abelardo y su alumna -amante y esposa- adquiere toda su originalidad y puede ofrecer a los de hoy la suprema aventura de la bsqueda de la sabidura en el amor.

    Pero lo ms nuevo que nos ofrece la leyenda y el mito es la base histrica de los personajes. Hacer de ellos los grandes lo-yers de la Edad Media y mitificarlos, ponindolos junto a Ro-meo y Julieta y otros, no sera hacerles justicia. Abelardo y Elosa tienen su vida propia, histrica, mucho ms real que cualquier personaje de novela o de la escena. Abelardo es, con mucho, el hombre ms brillante y completo de su siglo, perfec-tamente dotado para las luchas de la inteligencia: dialctica,

    7

  • 8 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    filosofa, teologa. Es un poeta, un trovador y un humanista. Y la figura de Elosa -guerrera de la mente y el corazn- est mereciendo una mirada de comprensin del feminismo y de la protesta actuales. Encarna lo ms caracterstico de la mujer: la belleza y el amor, la sutil ternura y la profunda sensibilidad reforzada por una aguda y superior inteligencia.

    Vale la pena encontrar de nuevo a estos dos personajes de fuego, verdaderos amantes, viajeros apasionados por los ca-minos del corazn y de la inteligencia. Esta su aventura -cono-cida y transmitida por distintas fuentes- nos la cuentan ellos mismos en las Cartas que aqu presentamos. La correspon-dencia epistolar mantenida entre Abelardo y Elosa es uno de los documentos literarios autobiogrficos ms impactantes y merecedores de un lugar entre los mejores del gnero.

    Como introduccin de las mismas vayan estas notas sobre la poca y escenario en que se desenvuelven los personajes. Es obligada la presentacin de los mismos: su vida, doctrina, esti-lo e influencia. Nuestra atencin recae sobre todo en las cartas.

    1. poca y escenario: el siglo xn

    La abundante bibliografa sobre Abelardo recala toda ella en el esclarecimiento de la poca. Ningn personaje se entiende sin el espacio y el tiempo en que vive. De la oscura Edad Media contamos hoy con estudios que nos permiten hacer una nue-va lectura de sus hombres e instituciones.

    La vida y la obra de Pedro Abelardo aparece sobre el fondo del siglo xn. Un siglo que ha merecido, desde el punto de vista cultural, el ttulo de primer renacimiento. Examinado en su conjunto -escribe tienne Gilson- el movimiento intelec-tual del siglo xn se presenta como la preparacin de una edad nueva dentro de la historia del pensamiento cristiano, pero tambin como la maduracin en Occidente y, principalmente en Francia, de la cultura patrstica latina que la Edad Media haba heredado del Bajo Imperio1.

  • I N T R O D U C C I N 9

    Casi todos los aspectos de esta poca inciden en la vida y obra de Abelardo y Elosa. Son personajes profundamente ori-ginales, pero que no se pueden trasplantar a otra poca y cul-tura. Vemoslo sealando sus caractersticas: ideas, movi-mientos, hombres e instituciones.

    No es difcil confirmar con ejemplos la afirmacin de E. Gilson. Apuntamos algunos datos de nombres, escuelas y co-rrientes del llamado perodo de formacin de la escols-tica.

    Los siglos xi-xn nos ofrecen una galera de hombres impor-tantes del pensamiento filosfico-teolgico. Citamos algunos: San Anselmo de Canterbury ( 1033-1109), Roscelino de Com-pigne (1050-1121), Guillermo de Champeaux (1070-1120), Abelardo de Bath (m. 1112), Anselmo de Lan (m. 1117), Pe-dro Abelardo ( 1079-1142), Pedro Lombardo (m. 1164) y Juan de Salisbury (1110-1180), entre otros. Son figuras seeras que centran su pensamiento en los problemas bsicos de la esco-lstica: el problema de los universales, relaciones entre fe y ra-zn, filosofa y teologa, relaciones iglesia-poder civil, la msti-ca, etc. Todas ellas desembocarn en las aulas y debates del siglo XIII.

    Igual auge encontramos en las escuelas. Del trivium (gra-mtica-retrica-dialctica) y del cuadrivium (geometra-aritmtica-astronoma y msica) se ha pasado al estudio de la teologa, del derecho y de la medicina. Las escuelas palatinas y episcopales primero, y despus las universidades cumplen ahora este progama superior exigido por el desarrollo y la de-manda social. Las dos escuelas ms destacadas de este pero-do y en relacin directa con Abelardo son la escuela de Char-tres y la de San Vctor (cerca de Pars). Fundada la primera en el siglo tiene ahora su apogeo con figuras como las de los hermanos Bernardo y Thierry de Chartres (m. 1115), Gilber-to de la Porre (1076-1154), Guillermo de Conches (1080-1145). La escuela de Chartres destaca por la especulacin fi-losfico-teolgica, basada en el rigor de la razn y en la fidelidad a la fe.

  • 10 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    Por su parte, la escuela de San Vctor -convento agustinia-no cerca de Pars- trata de conciliar la mstica con la dialcti-ca. Su mximo florecimiento tiene lugar ahora en el siglo xn. Sus principales maestros son: Hugo de San Vctor (1096-1141 ) y Ricardo de San Vctor (m. 1163), al lado de los cuales encontramos a otros maestros como Gualterio y Godofredo.

    Otra de las figuras de esta poca -un mstico y antidialcti-co que jug un papel importante en la vida y proceso de Abe-lardo- es San Bernardo de Claraval (1091-1153). Como ene-migo de la dialctica San Bernardo promovi una autntica cruzada contra la dialctica de Abelardo, hasta llegar a conde-narle. Los ltimos das de ste estuvieron amargados y reduci-dos al silencio por obra y manejos de Bernardo de Claraval.

    Pero, sin duda, el mrito mayor del siglo xn es haber alum-brado las universidades, sobre todo, la de Pars. Hacia finales del siglo xn -comenta E. Gilson- la superioridad escolar de Pars es un hecho umversalmente reconocido. Gentes de todas partes se apresuran por los caminos que conducen a esta ciu-dadela de la fe catlica. Todo anuncia la inminente creacin de ese incomparable centro de estudios que ser en el siglo xn la Universidad de Pars2.

    No es la menor gloria de Abelardo -profesor errante entre los maestros vagabundos- el haber elegido este lugar. A partir del siglo xn, Pars y sus escuelas gozan de celebridad universal, sobre todo en lo concerniente a la dialctica y a la teologa. Cuando Abelardo va a Pars para terminar all sus estudios fi-losficos encuentra la enseanza de la dialctica en pleno flo-recimiento. Perverti tandem Parisios, ubi iam maxime discipli-na haecflorer consueverat. El mismo Abelardo en su deseo de llegar a ser, por su parte, un maestro insigne se esfuerza por ensear siempre en la misma ciudad de Pars o -a causa de las oposiciones con que tropez- en la montaa de Santa Genove-va y lo ms cerca posible de Pars3. Fue tambin aqu en Pars donde con arrogancia se enfrent a sus maestros, sobre todo a Guillermo de Champeaux -y ms tarde a Anselmo de Lan-, de quienes nos ha dejado un retrato nada favorable. En efecto,

  • I N T R O D U C C I N 11

    la Historia Calamitatum\ nos presenta en sus primeras pgi-nas al joven Abelardo enfrentado a sus maestros, lleno de vani-dad y arrogancia hasta creerse el nico filsofo.

    Quiz debemos insistir todava en algo ms definitorio y caracterstico del siglo xn. Es, ciertamente, un perodo de for-macin y preparacin... pero tiene por s mismo una elegan-cia, una gracia y una desenvoltura en la aceptacin de la vida que no se mantuvo en el perodo siguiente, ms pedante y for-malista5.

    Son muchos, en efecto, los que ven en este siglo un anticipo del xv y xvi. Encontramos un movimiento humanista muy so-bresaliente y a humanistas como Juan de Salisbury, honda-mente penetrados de la lengua y cultura grecolatina. A pesar de la desconfianza hacia la literatura clsica por parte de telogos y msticos -y en general de la Iglesia- hay un cultivo fervoroso de la poesa y literatura clsica. Como veremos ms adelante, Abelardo y Elosa citan en sus cartas a autores como Platn, Ci-cern, Ovidio, Virgilio, Sneca, Juvenal, Lucano, etc., amn de otros hechos sacados de la historia clsica. Y es en este siglo tambin cuando surgen nuevos poetas en latn, dando lugar al florecimiento de una poesa rimada previa a las literaturas en romance6. Sobre la poesa de Abelardo -as como sus cantos juglarescos que lanzaron al viento de toda Bretaa el nombre de Elosa- volveremos en el apartado siguiente.

    No deja de ser tampoco original la cosmovisin que los hombres del siglo XII nos ofrecen. Esta ntima combinacin de fe cristiana y filosofa helenstica -observa Gilson- engen-dr en el siglo XII una concepcin del universo que nos asom-bra frecuentemente, pero que no carece de inters ni de belle-za. El aspecto en que los hombres de esta poca se distinguen radicalmente de nosotros es su ignorancia casi total de lo que puedan ser las ciencias de la naturaleza, pero ninguno piensa en observarla. Ciertamente, las cosas poseen para ellos una realidad propia en la medida en que sirven para nuestros usos cotidianos, pero pierden esa realidad tan pronto como inten-tan explicarlas7.

  • 12 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    Sin duda por eso la explicacin se convierte en smbolo. Las cosas son smbolos que anuncian o significan otra cosa. As entramos en el mundo de lo maravilloso. Conviene observar esto en la misma persona de Abelardo que nunca mostr mu-cho inters por la ciencia y su conocimiento de las matemti-cas fue elemental. Su mundo es el de la dialctica y el del sm-bolo8. Su invariable determinacin de aplicar las reglas de la lgica a todos los campos del pensamiento dominar toda su vida.

    Terminemos la descripcin de esta poca -en sus rasgos ms salientes del pensamiento- diciendo que es un perodo de fermentacin intelectual que presenci el extraordinario desarrollo de los cantares de gesta, la ornamentacin escult-rica de las abadas duniacenses o borgoonas, la construccin de las primeras bvedas gticas, el florecimiento de las escue-las y el tiempo de la dialctica. Una poca, en fin, de humanis-mo religioso9.

    2. La figura histrica de Abelardo (1079-1142)

    Dentro de este marco del siglo xn se desenvuelve la vida y la fi-gura de Pedro Abelardo. No conviene, sin embargo, reducirlo a un mero producto de su siglo. Ni menos identificarlo con una figura romntica por encima del tiempo. Abelardo escapa a estos dos esquemas con que se le presenta con frecuencia. Esta figura que ni siquiera la tradicin medieval ha podido reducir al esquema estereotipado del sabio o del santo; este hombre que ha pecado y sufrido y ha puesto todo el significa-do de su vida en la investigacin; este maestro genial que ha hecho durante siglos la fortuna y la fama de la Universidad de Pars, encarna por primera vez en la Edad Media la filosofa en su libertad y en su significado humano10.

    La primera originalidad que nos ofrece es su autobiografa, conocida como Historia Calamitatum, una larga carta a un amigo annimo o supuesto. Habra que remontarse a las Con-

  • I N T R O D U C C I N 13

    festones de San Agustn para encontrar un documento seme-jante en la literatura cristiana. La vida que Abelardo nos cuen-ta est rodeada desde el principio hasta el final de tragedia. Sus desgracias, desdichas o infortunios forman parte de un com-plejo o mana de persecucin -nacido del trauma de su castra-cin- que convierten al autor y su agitada peripecia en una novela de suspense. Ya no descarto la posibilidad de que Um-berto Eco lo haya puesto de alguna manera en la trama novela-da de El nombre de la rosa.

    Su azarosa vida -que el lector encuentra en el primer docu-mento de este volumen- nos ofrece este guin. Empieza en 1079, ao en que nace Abelardo en la aldea de Le Pallet, prxi-ma a Nantes. Muy pronto aora en l una decidida vocacin por las letras. Abandon -nos dice l en primera persona- el campamento de Marte para ser arrastrado hacia los seguido-res de Minerva. Antepuse la armadura de las razones dialcti-cas a todo otro tipo de argumentacin filosfica11. Emulaba as la gloria de su padre en las armas, trocndola por las letras, y en especial por la filosofa.

    Parece que fue iniciado en la filosofa y dialctica por dos grandes maestros: Roscelino de Compigne y Thierry de Chartres. Entre los 18-20 aos se sita su primera aparicin en Pars, centro de toda su experiencia humana y cientfica como alumno y como maestro. Su vida y su obra quedarn definiti-vamente vinculadas a esta capital, a sus escuelas y su universi-dad. De esta su estancia en el entorno de Pars nos habla con la frivolidad y jactancia de un joven alumno que quiere medirse con sus maestros ya reconocidos y aceptados. Nos da el nom-bre de dos: Guillermo de Champeaux y Anselmo de Lan. Con no disimulada vanidad nos dir que llegu a ser para l un gran peso, puesto que me vi obligado a rechazar algunas de sus proposiciones... Y, a veces, me pareca que era superipr a l en la disputa12. El juicio desfavorable de los dos maestros no responde del todo a la realidad.

    Dej a Guillermo para poder ensear por su cuenta, en Me-lum, ciudad importante cerca de Pars y plaza fuerte del rey.

  • 14 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    Alentado por sus primeros xitos -tena entonces veintids aos- traslad su ctedra a Corbeil, todava ms cercana a la capital, comenzando as a sitiar la ciudadela de Notre Dame. Retirado momentneamente de Pars, a causa de una enfer-medad, volvi a enfrentarse con sus maestros. Fue en su deba-te estrictamente dialctico con el viejo maestro Guillermo sobre el conocido problema de los universales, tema de constante polmica en la escolstica medieval. Abelardo obli-g a capitular a su maestro, quien abandon su teora de los universales como realidades subsistentes unidas por la no diferencia o ausencia de diferencia. Luego explicaremos un poco las distintas interpretaciones. Ahora nos basta con saber que Abelardo atac a fondo, arruinando la fama de Guillermo como profesor de dialctica y su escuela qued vaca en bene-ficio del discpulo'3.

    Estamos en el perodo ms brillante de Abelardo como maestro. Dotado de una gran prestancia fsica, de una elo-cuencia precisa y tajante, de una extraordinaria potencia dia-lctica que le haca invencible en las disputas, rodeado siempre de sus alumnos que le seguan y admiraban, estaba destinado al xito. ste no tard en llegar acarrendole alegras, envidias y persecuciones. A su condicin de profesor de dialctica aa-dir ahora la de alumno y maestro de teologa que le enfrenta-r tambin con su viejo maestro Anselmo de Lan. Le vemos explicando teologa con gran xito acompaado de polmica en la escuela catedral de Pars a partir de 1113.

    Pars convirti a Abelardo en el dolo de la sociedad estu-diantil: fama, dinero, estatus. Tanto que lleg a creerse el nico filsofo que quedaba en el mundo14. La Universidad de Pars era Abelardo: elegante, altivo, distante, la ciudad se detena a su paso. Aupado por la fama y el prestigio de un maestro no haba tenido tiempo para amar. Siempre -nos dice- me mantuve alejado de la inmundicia de prostitutas. Evit igualmente el trato y frecuencia de las mujeres nobles, en aras de mi entrega al estudio. Tampoco saba gran cosa de las conversaciones mundanasis.

  • I N T R O D U C C I N 15

    No conoci el amor hasta que cay en sus brazos de mano de una muchachita llamada Elosa que le segua con la mirada y el corazn de alumna tmida y deseosa de aprender. La mala fortuna -segn dicen- me depar una ocasin ms fcil para derribarme del pedestal de mi gloria16. Que sea el lector -me-jor que yo- el que lea la pgina que sigue del enamoramiento del profesor inexperto pero consciente de las armas con que cuenta para enamorar...

    Fue as como se inici lo que Abelardo llama historia de sus desdichas, una historia de amor apasionado, descrito sin fingimiento, que cambiar la vida de ambos. Un amor impre-visto e imprevisible -como todos- que les llevar donde no sospechan.

    Esta relacin de maestro y alumna -que por su cara y be-lleza no era la ltima- llega a su punto lgido cuando Elosa espera un hijo al que misteriosamente llamarn Astrolabio. Se casan en secreto temiendo que la boda daase la fama y carre-ra del maestro. Elosa es enviada a un convento, Argenteuil, cerca de Pars donde haba sido educada. Mientras tanto, Abe-lardo pretende ocultar lo que todos saban ya, manteniendo un prudente distanciamiento de su mujer. Esto es interpreta-do por su to como una forma de abandono. El asunto es zan-jado por el cannigo de la forma ms vil y cruel. Amparndose en la oscuridad de la noche, unos hombres pagados a sueldo sorprendieron a Abelardo durmiendo y le desvirilizaron. Consecuencia de todo esto fue el ingreso de Abelardo en la abada de San Dionisio de Pars, donde profes, no sin antes haber entregado el velo a Elosa como monja de Argenteuil.

    Cuando pareca que todo haba acabado de esta forma tr-gica, el desenlace se mantiene en suspense. Es ahora cuando Abelardo vuelve a la palestra. Y Elosa sigue jugando su papel de enamorada. El primero se retira a un lugar apartado de No-gent-sur-Seine donde le siguen sus discpulos y construye un oratorio que dedica al Espritu Santo, el Parclito. En 1136 vuelve a aparecer en Pars, reanudando sus lecciones en la montaa de Santa Genoveva. Han pasado veinte aos de vida

  • 16 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    agitada de monasterio en monasterio. La intriga y la conspira-cin contra l le sigue por todas partes. Donde l va suscita el entusiasmo y el odio. Nadie queda indiferente. Se pone en entredicho su fe y su doctrina como telogo. El concilio de Soissons conden su doctrina trinitaria y le oblig a quemar por su mano el libro De Unitate et Trinitate Divina (1121). No termina aqu su condena. En los ltimos aos de su vida fue ob-jeto de santa ira por parte de San Bernardo que movi contra l una condenacin en el snodo de Sens (1140). Abelardo apel al Papa, manifestando su deseo de dirigirse a Roma para soste-ner su causa. Pedro el Venerable, abad de Cluny, le convenci para que se quedara en esta abada y se reconciliara con la Igle-sia, el Papa y San Bernardo. De la sinceridad de esta reconcilia-cin y de la fe del maestro son los diversos textos que nos han quedado de la Apologa, que reproducimos en el Apndice.

    Los ltimos das de Abelardo discurren en la abada de San Marcel, donde muri el 20 de abril de 1142. Tena sesenta y tres aos. Sus restos mortales fueron sepultados en El Parclito. Y all fueron puestos tambin a su lado los restos mortales de Elosa veintin aos despus ( 1164).

    3. La obra del maestro Abelardo

    La obra hablada y escrita de Pedro Abelardo est bien defini-da en uno de los epitafios de su tumba, atribuido a Pedro el Ve-nerable:

    Est satis in tumulo: Petrus hic iacet cui solipatuit scibile quidquid erat.

    [Demasiado para un sepulcro: Aqu yace Pedro Abelardo, el nico a quien fue accesible todo lo que se poda saber. ]

    Lo mismo que su vida, la obra y el mensaje abelardiano han sido objeto de la desmesura. O se le ha negado o se le ha com-

  • I N T R O D U C C I N 17

    parado con Descartes, con Kant y otros grandes filsofos mo-dernos17. Se le ha llamado el padre del racionalismo moderno y se le ha hecho mrtir del pensamiento y de la razn.

    Para desmitificarlo o rehabilitarlo se ha procedido a una crtica desapasionada y objetiva. Se distinguen dos perodos en la produccin de Abelardo. En el primero predominan los escritos de carcter dialctico o lgico. En el segundo, los teo-lgicos. No obstante, su produccin desborda este esquema, pues encontramos los escritos poticos y miscelnea y, de ma-nera particular, su correspondencia de la que nos ocuparemos al final de esta introduccin.

    1." De entre la primera seccin de obras, la dialctica o fi-losfica, merece destacarse: a) La Lgica, llamada de Ingre-dientibus, descubierta en la Biblioteca Ambrosiana por B. Ge-yer a finales del siglo xix. b) Dialctica, conocida como Nostrorum petitioni Sociorum, por las palabras con que co-mienza. c) Suyas son tambin las Glosas a Porfirio, a las Cate-goras De Interpretatione de Boecio.

    Del segundo perodo de su vida son tambin obras filosfi-cas importantes: la Ethica o Scito te ipsum y el Dialogas inter iudaeum philosophum et christianum, esta ltima escrita entre 1141-1142, ltimo ao de su vida.

    2. De las obras teolgicas cabe distinguir: a) De Unitate et Trinitate Divina (hacia 1120, quemada en el concilio de Sois-sons). b) Sic et Non (1122-1123), Theologia Christiana (1123-1124) y la Introductio ad Theologiam (1124-1125, los dos pri-meros libros, el resto es posterior a 1136). c) Expositio ad Romanos, comentario a la epstola a los Romanos, d) A stas cabe aadir un comentario al Padrenuestro, Sermones, etctera.

    3. Para nuestro inters particular merece destacarse otra seccin que designamos bajo el ttulo genrico de literarias. Por la Historia CalamitatumI8, sabemos que las poesas y can-ciones de Abelardo corran por toda Bretaa y el nombre de Elosa era cantado y conocido en todos los hogares. De todo esto apenas si nos han quedado 133 poesas en latn rimado. Y nos queda, sobre todo, la correspondencia entre los dos

  • 18 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    amantes en forma epistolar que nos transmite lo ms humano de su vida.

    4. Doctrina-Mtodo-Juicio

    La vida y la obra de Abelardo que a grandes rasgos queda ex-puesta nos permite ya valorar su doctrina. Este filsofo apa-sionado, este luchador cuya carrera fue interrumpida brusca-mente por un episodio pasional de dramtico desenlace, es, posiblemente, ms grande por el atractivo de su personalidad que por la originalidad de sus especulaciones filosficas19. De ah que para Gilson sea exagerado ver en l al fundador de la filosofa medieval. Y equipararle a Descartes -que destru-y la escolstica del siglo xvn- es simplificar brillantemente la realidad. Y hacer de l un librepensador que defiende con-tra San Bernardo los derechos de la razn, el profeta y precur-sor del racionalismo moderno, precursor de Rousseau, Les-sing y Kant es exagerar hasta la caricatura algunos de sus rasgos.

    Cul es, entonces, su aportacin al pensamiento de la Edad Media? Reducida a sus puntos ms esenciales podra ser sta:

    1. El centro de su personalidad -para Abbagnano- es la exigencia de la investigacin, que explica de la siguiente ma-nera: La necesidad de resolver en motivos racionales toda verdad que sea o quiera ser tal para el hombre; de afrontar con armas dialcticas todos los problemas para llevarlos al plano de su comprensin humana efectiva. Para Abelardo, la fe en lo que no se puede entender es una fe puramente verbal, carente de contenido espiritual y humano. La fe que es un acto de vida es una inteligencia de lo que se cree. A entender deben, pues, ser dirigidas todas las fuerzas del hombre. En esta conviccin est la fuerza de su especulacin y la fascinacin como maes-tro20.

    2. La investigacin, dirigida por la inteligencia, ha de te-ner un mtodo. Consiste en una bsqueda racional que se

  • I N T R O D U C C I N 19

    ejercita sobre los textos tradicionales para encontrar en ellos li-bremente la verdad que contienen. Tal es el mtodo del Sic et Non que aplicar tanto a la filosofa como a la teologa. En-tiende la investigacin como una interrogacin incesante -assidua seufrecuens interrogado-. Comienza en la duda -cau-sa de la investigacin- que conduce a la verdad y consiste en partir de textos que dan soluciones opuestas al mismo proble-ma para de esta manera llegar a dilucidar por un camino pu-ramente lgico el problema mismo. Pasar despus en el siglo xiii a constituir la quaestio escolstica, que sustituye a la lectio.

    El mtodo le llevar a la comprensin, porque no se puede creer sino lo que se entiende. Fides no vi, sed ratione venit, dir. Porque incluso la verdad revelada no es verdad para el hombre, si no se apela a su racionalidad. Con ello daba un paso adelante anteponiendo la razn a la autoridad.

    3. Esta exigencia de investigacin y mtodo en filosofa y teologa la aplica a los tres problemas fundamentales de la disputa escolstica de entonces: el de los universales, el de la fe-razn, filosofa-teologa y el del misterio de la unidad-tri-nidad de Dios. Frente a Roscelino y a su maestro Guillermo de Champeaux, mantenedores del universal como vox o flatus vo-ris, Abelardo sostiene el universal como sermo. A diferencia de la vox, sermo supone predicabilidad, referencia a una realidad significada, que la escolstica posterior llamar intencionali-dad. En otras palabras, los universales no son ni realidades ni meros nombres, sino conceptos formados por el intelecto que abstrae las semejanzas entre las cosas individuales percibidas por los sentidos. Se acercaba as Abelardo a la interpretacin aristotlica y tomista por la que percibimos el particular y co-nocemos el universal, pero lo conocemos a travs del particu-lar y percibimos el particular en el universal.

    Un segundo tema de su investigacin es el probleifia de la relacin entre fe y razn. Para Abelardo la Verdad ha hablado igualmente por boca de los filsofos paganos y cristianos. Tfca-ta de demostrar el acuerdo sustancial entre la doctrina criltit-

  • 20 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    na y la filosofa pagana. La simple lectura de Historia Calami-tatum y dems cartas nos muestran tanto en l como en Elosa una tendencia a asimilar a los lsofos paganos -Scrates, S-neca- con los ascetas y profetas cristianos. Tambin en aque-llos se da una santidad digna de imitacin. La fe cristiana sera la culminacin del orden natural. De ah que se le acusara de racionalista. Nihil videtper spculum, dir de l San Ber-nardo.

    Finalmente, la exigencia de investigacin -lgica equivale en l a razn humana- le lleva a penetrar en el misterio de la unidad y trinidad divinas. No es posible definir la esencia de Dios, porque Dios es inefable. Dios est fuera del nmero de las cosas, porque no es ninguna de ellas. La naturaleza divi-na slo se puede expresar con parbolas o metforas.

    Para entender la unidad de las personas divinas acude a la distincin dlos atributos dentro de una misma sustancia. s-tos son Potencia, Sabidura y Caridad que identifica con el Pa-dre, el Hijo y el Espritu Santo. Son constitutivos de tres perso-nas distintas aun permaneciendo aquella sustancia una e idntica. Otro ejemplo, tomado de la gramtica. sta distin-gue tres personas: la que habla, aquella a quien se habla y aquella de quien se habla. Pero estas tres personas pueden ser atribuidas a un mismo sujeto... Adems la primera persona es el fundamento de las otras, porque donde no hay ninguno que hable, no hay tampoco a quien se hable, ni nadie de quien se hable. En fin, la tercera persona depende de las dos prece-dentes, porque solamente entre dos personas que hablan se puede hablar de una tercera persona21. La aplicacin a la di-vinidad es directa: en Dios la misma esencia puede ser las tres personas sin que las tres se identifiquen una con otra.

    Demasiado racionalismo. Dnde queda el misterio? Fue aqu en este intento de exploracin racional en el misterio ms intrincado del cristianismo donde los enemigos de Abelardo, los antidialcticos, se preguntaron: Entonces, dnde queda la fe? Qu es y qu funcin tiene? Su libro fue considerado grandemente pernicioso y sus doctrinas ... cuya hereja ha

  • I N T R O D U C C I N 21

    sido evidentfsimamente probada.... El resultado ya lo hemos visto.

    4. No termina aqu la aportacin de Abelardo al pensa-miento medieval. La lgica de su discurso le lleva a hablar de la relacin Dios-mundo, necesidad-libertad. Nos habla tam-hn del hombre cuya alma es una esencia simple y distinta del cuerpo. El alma -nos dir- es imagen de la Trinidad. Lo que en el alma es la sustancia en la Trinidad es la persona del Padre; lo que en el alma es virtud y sabidura es en la Trinidad el Hijo, que es virtud y sabidura de Dios; lo que en el alma es la pro-piedad de vivificar es en la Trinidad el Espritu Santo, al cual corresponde dar vida al mundo.

    Y el alma humana est dotada de libre albedro o libre juicio de la voluntad. Esta libertad de juicio y de eleccin se opone a la necesidad, que rige en la naturaleza y en los animales. El li-bre albedro pertenece a los hombres y a Dios.

    La libertad es precisamente el punto central de la tica de Abelardo. Distingue entre vicio y pecado y entre pecado y ac-cin mala. Distincin muy importante a la hora de valorar los actos humanos. Pero la originalidad de la tica abelardiana es su insistencia en la pura interioridad de las acciones morales. Dios tiene en cuenta -dice- no las cosas que hacemos, sino el nimo con que se hacen. La intencin, por tanto, es la clave para interpretar y juzgar las acciones. Y slo Dios puede ver la intencin. Las consecuencias de esto las saca el mismo Abelar-do cuando nos explica que los gentiles fueron tales slo por su nacionalidad, no por su fe. Gentiles fortasse natione, nonfide: omnesfueruntphilosophi.

    En su ltima obra Dialogus... llega a considerar la gracia como una maduracin de la naturaleza y a concebir el cristia-nismo como la verdad total que incluye a todas las dems. Acepta todas las verdades de judos y paganos, integrndolas e la verdad ms rica y comprensiva de la fe22. '

    Todo era claro para l, incluso el misterio. Demasiado para que se le pudiera perdonar -como hemos dicho- por personas como San Bernardo: Nihil videtper spculum, nihil in aenig-

  • 22 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    mate.... Salvadas las distancias de tiempo y cultura, Abelardo nos recuerda a Erasmo que quiere unir la sabidura antigua y la del evangelio.

    Resumimos este apartado sobre su doctrina diciendo con E. Gilson: A finales del siglo xn inaugur una aficin al rigor tcnico y a la explicacin exhaustiva -incluso en teologa- que encontrar su expresin completa en las sntesis doctrinales del siglo xiii. Se podra decir que Abelardo impuso un estn-dar intelectual, por debajo del cual ya no se querr descender en adelante23.

    5. Elosa

    Slo de manera indirecta -y siempre referida a Abelardo- he-mos hablado de Elosa. Tambin ella es protagonista de primer plano. Desgraciadamente no son muchos los datos y docu-mentos de que disponemos sobre su vida y personalidad. Su nacimiento y sus padres nos son desconocidos. Aparece en la Historia Calamitatum24 como hurfana y sin recursos, bajo la tutela de su to el cannigo Fulberto. La avaricia del cannigo no impidi darle una esmerada y costosa educacin.

    Su conocimiento del latn, del griego y del hebreo le hicie-ron pronto famosa entre todas las mujeres de Pars y de Fran-cia. Por otra parte, su rostro nada vulgar y su amor a la ciencia pronto despertaron la admiracin de Abelardo que consigui llegarse a ella como profesor. ste, en la plenitud de su edad descubri el amor por medio de esta muchachita de diecisiete aos. Lo que sigui es bien sabido y puede encontrarlo el lec-tor en la Historia Calamitatum25.

    Tambin sabemos cmo termin la aventura amorosa de los dos. Lo que quiz nos es menos conocido es la vivencia del amor y de la vida posterior como monja en el monasterio de Argenteuil y posteriormente como abadesa del Parclito. Del estudio de las cartas aparecen claros estos datos: a) la entrada en el monasterio fue para ella una forma de abandono por

  • I N T R O D U C C I N 23

    parte de Abelardo, quien sacrific a Elosa en aras de su nom-bre y prestigio como maestro de dialctica y teologa, b) Nun-ca, por tanto, acept el convento como una vocacin que lle-nara totalmente su vida. Elosa hubiera preferido que vivieran juntos buscando la sabidura de los filsofos y su santidad, li-bres de todo lazo legal, entregados a un amor desinteresado, donde el amor fsico quedara sublimado, c) En esta misma l-nea, el amor de Elosa por Abelardo es algo tan verdadero que seguira prefiriendo ser la amiga de Abelardo a la mujer de Augusto. Este amor queda patente a lo largo de todo el episto-lario. Se advierte de ua manera especial en el encabezamien-to de las cartas. A pesar del doble lenguaje, no podemos sus-traernos a ver el amor pasional de Elosa. El contraste con Abelardo en este plano es tremendo y desconcertante.

    Slo cuando entramos en las cartas de direccin y en los aos que siguen a la muerte de Abelardo aceptar ser la esposa de Jesucristo. Pero nunca olvidar al esposo terreno. Las per-secuciones de que ste es objeto por parte de sus enemigos, que terminarn en mana persecutoria por parte de Abelardo, son suficientes para mantener en vilo a Elosa y a toda la co-munidad de monjas. Si le matan, morirn ellas tambin. Ser mejor que mueran ellas antes que l.

    Con razn tambin se ha visto en Elosa el ejemplo de la mujer culta y sensible. Las citas de autores clsicos lo acredi-tan. Y cuando pide una regla propia para las mujeres dentro de la vida monstica, est reclamando la atencin del movimien-to feminista.

    6. La Historia Calamitatumy las cartas de Abelardo y Elosa

    El nombre y la gloria de Abelardo, sin embargo, trasciende el dintel de las escuelas. Podemos afirmar que el filsofo y te-logo sigue olvidado como tantos de su tiempo a los que se hace apenas una breve glosa o comentario en la ctedra. Pero Abelardo ha pasado a la literatura y a la leyenda. Por qu?

  • 24 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    Dos razones fundamentales acuden a la pluma. La primera, porque es sujeto y objeto de una aventura amorosa llena de pasin amorosa y de seduccin. Es la historia del profesor brillante y agresivo que se enamora de una alumna veintids aos menor que l. Una relacin amorosa que nace al calor de la ciencia y que se torna en pasin desaforada. Para que nada falte, este amor apasionado y fiel -amor fsico, carnal y espi-ritual- de dos almas que aprenden juntas el amor y el saber termina en tragedia. La castracin de Abelardo rompe brus-camente el ritmo de dos vidas, obligando a los amantes -ante s mismos y ante el numeroso pblico que sigue su asunto- a rehacer su vida y a dar un sentido nuevo al amor. Porque una de las cosas ms visibles que pone de manifiesto la vida de Abelardo y Elosa -y una de sus grandes lecciones- es la del amor.

    La segunda razn del mito Abelardo-Elosa creo que estriba precisamente en lo que sigue a la tragedia: la vivencia o vividu-ra que ellos mismos experimentan y transmiten. Lo novedoso en este caso es que los protagonistas y actores son los mismos que narran sus dichas y desdichas. Romeo y Julieta -para hablar de otro mito medieval- necesitaron a un Shakespeare para que nos dijera su amor cuatro siglos ms tarde. Aqu son ellos, los mismos hroes, los que interpretan y cuentan su aventura. Su tragedia hace de Abelardo-Elosa dos escritores del intimismo psicolgico nada despreciables. Estamos segu-ros de que estos dos amantes del siglo xu haran las delicias de las revistas del corazn de hoy.

    Aparte de estas dos razones, hay una tercera. El lector quie-re saber cmo termina el desenlace. Cmo viven el amor es-tos dos amantes, cuando la tragedia ya es evidente y cuando se han separado de por vida ella en un convento de monjas y l en un monasterio o apartado en la soledad? Esta vivencia del amor cuando la separacin es irremediable y cuando el ttulo de abadesa hace pensar que Elosa se ha olvidado de todo, puede darse por terminada o perdura? El lector lo ver en la correspondencia que sigue. Nosotros creemos que el amor es

  • I N I U I I H K X I N 25

    I protagonista hasta la tumba y forma la esencia de la origina-lliliul del mito Elosa-Abelardo.

    No es tampoco absurdo pensar que la fama del mito Abelar-d(i- Elosa nace en el caldo de cultivo de la Edad Media. Reyes y clrigos, seores feudales, guerreros, trovadores, juglares y goliardos parecen querer romper el cerco estrecho de una reli-gin y de una moral que va envolviendo da a da a la sociedad, lxiste un mundo real -un amor real- que no puede ignorar t'Nii sacralizacin total que se pretende imponer desde fuera. Aqu est el hombre con toda su realidad material, con todo su cuerpo y su alma.

    Comoquiera que sea, esta historia-mito deja en el aire mu-ilias preguntas y misterios que se resisten a ser desveladas. Tambin las lecciones que se desprenden de ella son varias. Todo ello la hace ms rica y atrayente. Y el lector har muy liien a la vista del texto en hacer su propia interpretacin.

    Decamos ms arriba que una gran parte del encanto, se-duccin y originalidad del drama Abelardo-Elosa, era que no slo eran protagonistas, sino narradores en primera persona de su misma aventura. Yo... Nosotros... Esta labor se realiza al-gunos aos despus, cuando ambos sufren todava las conse-cuencias. En efecto, entre los aos 1133-1136, se entabla una relacin epistolar entre ambos que nos permite entrever todo el fondo humano de estos dos personajes.

    La correspondencia comienza con la Historia Calamitatum. Una larga carta autobiogrfica de Abelardo a un amigo desco-nocido, en que cuenta sus infortunios, desdichas o desgracias. La situacin en que escribe es pattica: Toda la poblacin de la zona era salvaje, al margen de la ley y sin control. No tena ningn hombre en quien pudiera refugiarme, pues rechazaba las costumbres de todos ellos. Desde fuera del monasterio el t irano y sus satlites no cesaban de presionarme. Y desd den-tro eran incesantes los acosos de mis hermanos26.

    Por otra parte, hace mucho tiempo que se encuentra alejado de Pars, ciudad sin la que no puede vivir. Y Pars siguen siendo los alumnos, los profesores, las clases. La Historia Calamitatum

  • 26 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    contada por l mismo sera una manera de recordar lo que all sucedi. Una justificacin ante s mismo y los dems de todo lo que sucedi entre 1115-1133. Y tambin como el anuncio de su ultima y definitiva vuelta a Pars en 1136, en que repetir sus viejas hazaas dialcticas y se enfrentar con San Bernardo.

    El relato en primera persona -Ego igitur...- era como recor-dar a toda la ciudad lo que haba sucedido, la versin autntica y personal de los hechos, su alcance y dimensin.

    Esta carta a un amigo desconocido -que puede responder a un amigo real o a una forma literaria de comunicante supues-to- da pie a la correspondencia epistolar entre Abelardo y Elosa. Aparece ahora una nueva forma de relacin del ni-co para la que es su nica. La crtica ha estudiado con todo detalle estas cartas, desde su autenticidad hasta la formali-dad de las mismas. Parece que no hay lugar a dudar de su au-tenticidad27. En cuanto a la forma literaria, la historia del tex-to, su repercusin en los escritores de la Edad Media como Dante, Boccaccio, Chaucer, Villon, los autores aportan una gama distinta de opiniones. Donde se nota la presencia e in-fluencia de Abelardo y Elosa es en Petrarca, que pone notas marginales en latn a la Historia Calamitatum.

    Otro de los problemas que plantea la correspondencia para los crticos es el del amor. Por contraste con la cruel realidad de su tragedia, el "amor cortesano" o "amor corts" tal como se describe en los romances de caballera aparece amanerado y artificial. Abelardo y Elosa no se ajustan a la corriente ideal del amor corts con su nfasis en la devocin del amante a la casta e inalcanzable seora. Abelardo y Elosa -lo hemos di-cho ya- hablan un lenguaje diferente de franqueza sensual, de realismo pagano en el amor y de la fortaleza estoica clsica en la adversidad. Su relacin encontr una expresin fsica y Elosa no es fra ni ausente, sino enamorada y generosa, ms deseosa de dar que de pedir28.

    El estudio de las cartas pone de relieve sobre todo la actitud de los dos protagonistas ante el amor. Nos revelan el cambio operado al da siguiente despus de la tragedia. Creo que esto

  • I N T R O D U C C I N 27

    es lo ms nuevo y original que ofrecen las seis primeras cartas, lilosa no renunciar nunca a amar con un amor de amante y esposa a un Abelardo que cada vez busca ms la sublimacin ile su amor y que encauza el amor de Elosa hacia la figura de ( Iristo. Slo cuando Elosa ve perdida su posibilidad de amarle como marido sin renunciar a ninguna de las expresiones y for-mas del amor le pedir una direccin espiritual para ella y sus monjas.

    La materialidad de la correspondencia que se conserva en nueve manuscritos -todos ellos de la segunda mitad del siglo xiii est compuesta por un corpus de ocho cartas, nu-meradas en la edicin de Victor Cousin de esta forma: Epistula l-VIII. Van desde las pp. 3-213 del volumen I. Sigue a conti-nuacin un extracto de las Reglas del Monasterio del Parclito ( Excerpta e Regulis Paracletensis monasterii), pp. 213-224. Y tomo colofn, Magistri Petri Epistula ad virgines paracleten-SL'S de Studio Litterarum, pp. 225-236. Esta ltima nos viene I ransmitida en un cdice no anterior al siglo xiv, lo que hace que no sea admitida normalmente entre la correspondencia cruzada entre Abelardo y Elosa.

    7. Nuestra edicin

    Kn nuestra edicin espaola incluimos el bloque de las ocho cartas. Ofrecemos el texto completo segn la edicin latina de V. Cousin, ya sealado. Los estudiosos de las mismas han dis-tinguido dos tipos de cartas: las personales y las de direccin espiritual. Las cinco primeras seran cartas personales. En ollas se aborda fundamentalmente la relacin Abelardo-Elo-sa, tal como hemos expuesto en el prrafo anterior. Es una co-rrespondencia cruzada entre monje y monja, esposo-esposa, en que est siempre presente el amor fiel y total de Elosa y la desafeccin de Abelardo.

    Las tres ltimas cartas -las ms extensas- conocidas como cartas de direccin espiritual, son como un tratado o regla

  • 28 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    para las monjas del Parclito, a peticin de Elosa. Los proble-mas de relacin personal que aparecen en las cinco primeras desaparecen en stas. En la segunda (7) se habla del origen de la vida monstica femenina. Es una carta extensa y no bien concebida. De ah que en muchas ediciones slo se den extrac-tos de la misma. La ms importante es la tercera (8). Constitu-ye un verdadero documento sobre el ideal y organizacin de la vida monstica femenina.

    En el deseo de presentar una imagen lo ms completa posi-ble de los dos protagonistas de esta obra ofrecemos como tex-tos complementarios la correspondencia cruzada entre Pedro el Venerable, abad de Cluny, y Elosa. Iluminan y en cierto modo dan el desenlace a los ltimos aos y momentos del gran maestro. Nos presentan tambin la imagen ltima, dulce y venerable de Elosa, como abadesa del Parclito, que sobre-vive y guarda los secretos de Abelardo.

    Y como colofn, incluimos los textos de la Apologa que Abelardo dirige a Elosa, sobre sus ltimos sentimientos y doctrina. La lgica me ha convertido en blanco del odio del mundo, le dice29. Su otra Apologa ms extensa est dirigida a San Bernardo, a los obispos y al Papa que son quienes deben conocer lo que verdaderamente dijo el maestro. La dirige so-bre todo a los fieles de la Iglesia de la que l es uno, aunque m-nimo.

    Resulta obligada una palabra sobre la traduccin. El latn de Pedro y Elosa no es un latn clsico, esto es bien sabido. A veces, incluso, hay formas incorrectas de construccin. Pero lo manejan bien y expresan con l lo que quieren expre-sar. Al fin y al cabo era su lengua de comunicacin culta. Mi labor ha sido transmitir con fidelidad y soltura sus ideas y sentimientos. He tendido a hacer una lectura fcil y asequi-ble para el lector de hoy. Las notas complementarias al pie del texto ayudarn al lector a una mejor comprensin del mismo.

  • I N T R O D U C C I N 29

    H. Final

    Segn hemos podido ver, la vida y la obra de Abelardo ha te-nido una suerte diversa y desigual. Para nada hemos hablado ilcl Abelardo de la leyenda. Su pensamiento como dialctico y telogo ha merecido importantes estudios, sobre todo por purte de investigadores extranjeros. Llama la atencin que ninguna editorial de signo cristiano en Espaa incluya algu-na de sus obras teolgicas. Extraa, por ejemplo, que ni si-quiera la Biblioteca de Autores Cristianos incluya ninguna de sus obras, cuando se publican las obras de San Bernardo, San Antonio, San Pedro Damin, etc. Ser que Abelardo sigue siendo sospechoso y que, como para San Bernardo, todo lo ve sitie speculo?

    En cambio, el Abelardo como personaje de novela y de ti ventura -a medio camino entre la historia y la leyenda- pa-rece recobrar su fuerza entre un pblico cada vez ms vido de descubrir y conocer la Edad Media. Ediciones de bolsillo

    algunas muy bien cuidadas y respetuosas con el texto-olrecen al pblico medio versiones ajustadas y fidedignas de las cartas. Creemos adems que la nueva corriente de cono-cimiento y atraccin por la literatura de la Edad Media har que se conozca y se lea cada vez ms. La nostalgia del orden medieval que ya se ha producido en otros pases est aflo-rando en Espaa. Las muestras de la literatura medieval -escribe Azancot- hacen entrar en contacto al lector con un .mbito moral regido con una escala de valores, slido y co-herente, que no solamente no coarta el desarrollo de lo indi-vidual, sino que lo encauza y potencia en un sentido ascen-sional. [...] Y cmo no sentirse confortado y atrado por obras donde esa escala de valores es mostrada en su articu-lacin con la vida, cotidiana o no, padeciendo como padece-mos la falta de cualquier otro equivalente; viviendo coro vi-vimos, dentro de una sociedad que niega la diferencia entre el bien y el mal, que valora por igual todos los comporta-mientos?30.

  • 30 P E D R O R O D R I G U E Z S A N T I D R I AN|

    Mi agradecimiento especial al P. Clemente Fernndez, de la Universidad Pontificia de Comillas, tan buen conocedor de los textos de la Historia de la Filosofa. l ha sido quien me ha puesto en contacto con ellos. A mi mujer y a su hermana, Ma-nuela Astruga, profesora de Lengua, quienes han ledo deteni-damente el manuscrito. A la ltima se debe tambin parte del trabajo de redaccin y correccin del texto que la hace verda-dera coautora del texto en castellano.

    PEDRO RODRGUEZ SANTIDRIAN

    Notas

    1. E. Gilson, La filosofa en la Edad Media, 2.a ed., trad. espaola, Ma-drid, Gredos, 1982, pp. 314 ss.

    2. E. Gilson, op. cit., p. 316. 3. . Gilson, op. cit., pp. 315-316. 4. Historia Calamitatum, pp. 38 ss. 5. E. Gilson, op. cit., p. 317. 6. Ib., pp. 317-318. 7. Ib., p. 320. 8. Ib., p. 320. 9. Ib., p. 320.

    10. N. Abbagnano, Historia de lafilosofia, vol. I, p. 346. 11. Historia Calamitatum, p. 38. 12. Historia Calamitatum, pp. 38-39. 13. Ib., pp. 40-41. 14. Ib., p. 46. 15. Ib., p. 47. 16. Ib., p. 47. 17. E. Gilson, Lafilosofia en la Edad Media, p. 262. 18. Historia Calamitatum, p. 49. 19. E. Gilson, op. cit., p. 262. 20. N. Abbagnano, op. cit., p. 346. 21. N. Abbagnano, op. cit., pp. 352-353. 22. Ib pp. 354-356. 23. E. Gilson, pp. 261-273. 24. Historia Calamitatum, pp. 47-48.

  • INTRODUCCION 3 1

    25. Ib., p. 49. 26. Ib., p. 80. 27. E. Gilson, Abelard et Hloise, pp. 150-171. 28. The Letters of Abelard and Heloise, Penguin Classics, p. 49. 29. Declaracin de fe (Apndice), p. 279.

    30. El Pais, 21 de agosto de 1988.

  • Cartas de Abelardo y Elosa

  • Carta primera

    Historia Calamitatum Abelardo escribe a un amigo la historia

    de sus desdichas1

  • 1. Para la Historia Calamitatum, vase Introduccin, p. 23. El ttulo tra-dicional de esta breve autobiogra'a es el que sealamos en el epgrafe. En los mejores y ms antiguos manuscritos aparece con el ttulo de Abe-lardi ad amicum suum consolatoria epistula. Sea como quiera, este ami-go puede ser solamente inventado, presentndonos as un tipo de carta convencional y retrica, aunque llena de datos personales. El texto lati-no de V. Cousin aparece dividido en captulos que nosotros hemos res-petado.

  • Los ejemplos -mucho ms que las palabras- suscitan o mitigan con frecuencia las pasiones humanas. Esto fue lo que me decidi -despus de un leve intento de conversa-i ii'in en busca de un consuelo momentneo- a escribir una m ta de consolacin a un amigo ausente sobre la expe-riencia de mis propias calamidades. Estoy seguro de que, comparadas con las mas, tendrs a las tuyas como no existentes o como simples tentaciones y te sern ms lleva-deras2.

    I. NACIMIENTO DE PEDRO ABELARDO. SUS PADRES

    Nac en una localidad que se levanta en la raya misma de llretaa, a unos ocho kilmetros de la ciudad de Nantes. Su

    i.. No es tpico recalcar que Historia Calamitatum es uno de los docu-mentos autobiogrficos ms originales de la Edad Media. Ha sido estu-IIIKIO desde distintos puntos -psicologa, religin, literatura, medicina, rli.-. Algunos encuentran enfermiza la que denominan mana perse-i uloria de Abelardo, de algn modo comprensible despus del trauma de NU mutilacin y condenacin.

    37

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    verdadero nombre es Le Pallet3. Mi tierra y mis antepasados me dieron este gil temperamento que tengo, as como este talento para el estudio de las letras. Tuve un padre que, antes de ceir la espada, haba adquirido cierto conocimiento de las letras. Y ms tarde fue tal su pasin por aprender, que dis-puso que todos sus hijos antes de ejercitarse en las armas se instruyeran en las letras. Y as se hizo. A m, su primognito, cuid de educarme con tanto ms esmero cuanto mayor era su predileccin por m. Yo, por mi parte, cuanto mayores y ms fciles progresos haca en el estudio, con tanto mayor entusiasmo me entregaba a l. Fue tal mi pasin por apren-der que dej la pompa de la gloria militar a mis hermanos, juntamente con la herencia y la primogenitura. Abandon el campamento de Marte para postrarme a los pies de Minerva. Prefer la armadura de la dialctica a todo otro tipo de filoso-fa. Por estas armas cambi las dems cosas, prefiriendo los conflictos de las disputas a los trofeos de las guerras. As pues, recorr diversas provincias, disputando. Me hice mulo de los filsofos peripatticos, presentndome all donde sa-ba que haba inters por el arte de la dialctica.

    2. ES PERSEGUIDO POR SU MAESTRO GUILLERMO DE CHAMPEAUX4

    Llegu, por fin a Pars, donde desde antiguo floreca, de ma-nera eminente, esta disciplina. Y me dirig a mi maestro Guillermo de Champeaux, que descollaba en esta materia tanto por su competencia como por su fama. Permanec a su lado algn tiempo, siendo aceptado por l. Despus llegu a

    3. Le Pallet. Pequea aldea a unos 20 km al sureste de Nantes en direc-cin a Poitiers. 4. Sobre Guillermo de Champeaux y otros maestros contemporneos de Abelardo, vase Introduccin, p. 9.

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 39

    ser para l un gran peso, puesto que me vi obligado a recha-zar algunas de sus proposiciones y a arremeter a menudo en mis argumentaciones contra l. Y, a veces, me pareca que ora superior a l en la disputa. Los que ms sobresalan entre mis condiscpulos vean esto con tanto mayor indignacin cuanto menor era mi edad y mi estudio. De aqu arrancan mis desdichas que se prolongan hasta el da de hoy. Cuanto ms creca mi fama ms se cebaba en m la envidia ajena.

    Sucedi, pues, que, presumiendo de un talento superior a lo que permitan las posibilidades de mi edad, aspir, yo, un jovenzuelo, a dirigir una escuela. Busqu incluso el lugar donde establecerme: Melun, campamento entonces insigne y residencia real. Mi maestro presinti mis intenciones y, desde entonces, trat por todos los medios de alejar mi es-cuela lo ms posible de la suya, maquinando en secreto toda clase de obstculos. Tan a pecho lo tom que antes que yo dejara sus clases, impidi la preparacin de las mas, privn-dome de la plaza que me haba sido conferida. Con la ayuda

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    dicono de Pars, haba cambiado su hbito anterior y haba entrado en la orden de los clrigos regulares. Y lo hizo -se-gn deca- con el propsito de que, si era tenido por hom-bre de piedad, sera elevado a una mayor dignidad. Y as su-cedi, pues fue hecho obispo de Chlons. Pero el hbito de su conversin no fue capaz de sacarle de su ciudad de Pars ni de su acostumbrado estudio de la filosofa. En el mismo monasterio en que se haba refugiado por motivos religio-sos empez a impartir pblicamente sus clases, segn su costumbre. Volv entonces a escuchar de sus labios las lec-ciones de retrica. Y entre los diversos ejercicios de nuestro discurso filosfico me propuse echar por tierra e incluso destruir su teora de los universales con argumentos clarsi-mos. En su teora de los universales afirmaba que una mis-ma esencia estaba en todas y cada una de las cosas particula-res o individuos. En consecuencia, no haba lugar a una diferencia esencial entre los individuos, sino a una variedad debida a la multiplicidad o diversidad de los accidentes. Pas despus a corregir su afirmacin diciendo que las co-sas eran las mismas no esencialmente sino a travs de la no diferencia5.

    El tema de los universales siempre ha sido el problema principal de la dialctica. Tan importante que el mismo Por-firio en su Isagoge, al tratar de los universales, no se atrevi a pronunciarse, diciendo que era un asunto muy arriesga-do. Pues bien, cuando nuestro hombre corrigi, o mejor dicho, se vio obligado a abandonar su teora original, sus clases cayeron en tal desprestigio, que ya no se le daba ape-nas crdito en otros temas, como si todo su saber descansara solamente en la cuestin de los universales.

    5. Sobre los universales, la Disputa o Disputatio otros mtodos esco-lsticos medievales, vase Introduccin, p. 14. La Isagoge de Porfirio, filsofo neoplatnico, es una introduccin a las Categoras de Aristte-les, traducida esta ltima obra por Boecio y muy conocida en la Edad Media.

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 41

    A partir de este momento fue tal el auge y la autoridad que iidquirieron mis lecciones que, incluso aquellos que ante-riormente seguan con ms entusiasmo al maestro y aborre-can al mximo mi doctrina, volaron a mis clases. El mismo i|iie haba sucedido a mi maestro en la ctedra parisiense, me ofreca ahora su puesto y se una a los dems para seguir mi magisterio, all donde antes haba florecido su maestro y el mo. A los pocos das de tomar las riendas del estudio de la lgica, no es fcil expresar la envidia y el dolor que comen-z a atacar y roer a mi maestro. Sin poder aguantar la mor-dedura de la miseria que le devoraba, empez, ya entonces, a derribarme de una manera solapada. No teniendo nada abiertamente contra m, intent quitar las clases -alegando los ms bajos crmenes- a aqul que me haba concedido su magisterio, en beneficio de un antiguo rival mo que le haba sustituido en su puesto. Volv de nuevo a Melum y segu dan-do mis clases como lo haba hecho anteriormente. Cuanto ms me persegua su envidia ms creca mi autoridad, segn aquel verso:

    Summa petit livor, perflant altissima venti6.

    No mucho despus -cuando casi todos sus discpulos em-pezaban a poner en duda su piedad y a murmurar cada vez ms sobre su conversin al ver que no se marchaba de la ciu-dad- l y sus seguidores trasladaron sus clases a una locali-dad alejada de Pars. Yo, desde Melum, volv inmediatamen-le a Pars, esperando as hacer las paces con l. Pero -como ya dije ms arriba- estando mi plaza ocupada por uno de mis rivales, traslad mi escuela fuera de la ciudad, a la mon-taa de Santa Genoveva y coloqu all mi campamento, pen-sando un poco en asediar al que haba ocupado mi puesto.

    ti. La envidia busca las alturas, los vientos sacuden las cumbres, Ovi-dio, De Remedio Amoris, 1.369.

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    Odo lo cual, mi maestro volvi inmediata y descarada-mente a Pars. Las clases que poda dar -as como el peque-o grupo de seguidores-volvi a instalarlos en el antiguo monasterio, como queriendo liberar de mi asedio a aquel soldado suyo que haba desertado. Pero lo que l crea que le iba a favorecer se volvi en su dao. Los pocos e insignifi-cantes discpulos que le seguan fieles, lo hacan sobre todo por las lecciones que daba sobre Prisciano7, en el que se crea una autoridad. Pues bien, despus de llegar el maestro, per-di casi completamente a los alumnos, vindose obligado a suspender el rgimen de clases. No mucho despus -como desesperado de la gloria mundana- dirigi tambin l su ca-mino hacia la vida monstica.

    Despus de la vuelta de mi maestro a la ciudad, conoces bien los choques y disputas que mis discpulos tuvieron con l y sus seguidores. Conoces tambin el desenlace que esta contienda tuvo para ellos y de rechazo para m. Slo me que-da repetir con calma y ufana el verso de Ajax:

    Si quaeritis hujus Fortunampugnae, non sum superatus ab illo8.

    Si yo me callara, hablaran por s mismas las cosas y pon-dran fin a este asunto.

    Mientras suceda todo esto, mi queridsima madre Luca me estaba empujando a volver a Bretaa, mi patria. Despus de la profesin de mi padre Berengario en la vida monsti-ca, ella se dispona a hacer lo mismo. Cuando todo esto se re-solvi, volv a Francia con la intencin principal de aprender teologa. Para estas fechas ya mi maestro Guillermo se haba

    7. Prisciano. Famoso gramtico latino (s. vi d. C.) cuyo tratado de gra-mtica (Institutiones grammaticae) era muy apreciado en la Edad Media. 8. Si preguntas por el resultado de esta lucha, sbete que no fui venci-do por mi enemigo. Ovidio, Mtamorphoss, 13,89-90.

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 43

    instalado en el obispado de Chlons. En esta disciplina go-zaba de la mxima autoridad su propio maestro, Anselmo le Lan, por sus muchos aos.

    . LLEGA A LAN. EL MAESTRO ANSELMO

    Me present, pues, a este anciano a quien haban dado nom-bre ms sus largos aos que su talento y memoria. Si alguien se acercaba a l con nimo de salir de la incertidumbre en un lema determinado, sala ms incierto todava. Era maravi-lloso a los ojos de los que le vean, pero una nulidad para los que le preguntaban. Dominaba admirablemente la palabra, pero su contenido era despreciable y careca de razones. Al encender el fuego, llenaba de humo la casa, no la iluminaba con su luz. Su rbol cubierto de follaje apareca esplndido a los que lo contemplaban desde lejos, pero los que se acerca-ban y lo miraban con ms detenimiento, lo vean sin frutos. acercarme a l para obtener algn fruto, me di cuenta de que era la higuera que maldijo el Seor. O tambin aquella ieja encina que Lucano compara a Pompeyo, cuando dice:

    Stat magni nominis umbra Qualis frugfero quercus sublimis in agro9.

    Cuando llegu a descubrir esto, no me tumb ocioso durante muchos das a su sombra. Poco a poco me fui ausen-tando de sus clases, hasta presentarme en ellas muy de tarde en tarde. Sus discpulos lo llevaban muy mal, interpretndo-lo como desprecio a tan eminente maestro. Secretamente empezaron a indisponerlo contra m, hasta el punto de sus-

    '). Sobre Anselmo de Lan, vase Introduccin, p. 13. La comparacin on la higuera estril est tomada de Mt 21,18 ss. Queda la sombra de un nombre noble/como encina seera en un campo ubrrimo, Luca-no, Pharsalia, 1.135-1.136.

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    citar su envidia hacia mi persona. Cierto da nos encontr-bamos bromeando todos los estudiantes, despus de haber asistido a una de sus clases, sobre las Sentencias. No sin in-tencin se acerc a preguntarme qu me pareca el estudio de los Libros Sagrados, a m que slo haba estudiado la filo-sofa. Le respond que me pareca saludabilsimo el estudio de estos textos, ya que, en ellos, se aprende la salvacin del alma. Lo que no deja de asombrarme -prosegu- es ver que los que se tienen por doctos, para poder entender las glosas o escritos de los Padres, no se sirven de sus propios comen-tarios, sin necesidad de acudir a otro magisterio.

    Muchos de los presentes se echaron a rer y me retaron di-ciendo si yo era capaz de acometer tal empresa. Les respond que estaba dispuesto a ensayar la experiencia, si ellos queran. Entonces, gritando a una y riendo a carcajadas, dijeron:

    -S, de acuerdo. Buscaremos un comentarista de un texto raro de la Escritura. Te lo daremos y veremos qu es lo que nos prometes. -Todos convinieron en elegir la oscursima profeca de Ezequiel. Tom el comentarista y al instante les invit a la leccin para el da siguiente. Ellos me aconsejaban contra mi voluntad, diciendo que no haba que precipitarse en un asunto de tanta importancia. Haba que vigilar con ms tiempo a un inexperto como yo para que pensara y or-denara mi exposicin.

    Yo les contest indignado, diciendo que no era mi cos-tumbre sacar partido de mis prcticas, sino emplear a fondo mi propia inteligencia, aadiendo que desista de mi empe-o si ellos no estaban dispuestos a acudir a la leccin a la hora sealada por m.

    A mi primera leccin acudieron unos pocos, sin duda por parecerles ridculo que un hombre como yo, totalmente inexperto en la sagrada pgina10, acometiera el asunto con

    10. Sagrada pgina. Estudio de la Teologa cuya base principal es la Es-critura o textos sagrados.

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 45

    lanta precipitacin. Tan agradable result mi leccin a los (|ue asistieron, que la alabaron con extraordinario entusias-mo, animndome a seguir glosando a tenor de esta leccin. Odo lo cual, los que no haban asistido, comenzaron a pre-sentarse ordenadamente a una segunda y tercera leccin. Y lodos ellos estaban muy interesados en hacer copias de las glosas que haba hecho desde el primer da.

    . ES PERSEGUIDO POR SU MAESTRO ANSELMO

    111 susodicho anciano - Anselmo de Lan- rodo por la envi-dia y azuzado por las instituciones contra m mencionadas, empez a perseguirme en mis lecciones de Escritura no me-nos que lo hiciera antes mi maestro Guillermo en las de filo-sofa. En las clases de este anciano haba entonces dos estu-diantes que parecan destacar sobre los dems. Eran Alberico de Rheims y Lotulfo de Lombarda11, cuya hostili-dad hacia m era tanto ms intensa cuanto ms presuman de s mismos. Su insinuacin -como despus se comprob-hizo que el anciano, visiblemente trastornado, me impidiera continuar glosando la obra comenzada que yo desarrollaba en su ctedra, alegando que no quera que se le imputara a l ningn error que yo pudiera formular por mi falta de com-petencia. Cuando esto lleg a odos de los estudiantes, su in-dignacin no tuvo lmites. Evidentemente, era una calumnia fruto de la rabia y de la envidia, cosa que nunca haba suce-dido antes con ninguno. As pues, cuanto ms patente era la injusticia, ms honor me reportaba: la persecucin me dio ms renombre.

    11. Lotulfo de Lombarda y Alberico de Rheims. Dos telogos prct ica-mente desconocidos que aparecen como enemigos de Abelardo en el concilio de Soissons, en que fue condenado Abelardo.

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    5. CONTINA EN PARS LAS CLASES INICIADAS EN LAN

    A los pocos das de haber vuelto a Pars se me dieron en pro-piedad pacfica durante algunos aos las clases que haca tiempo que se me haban prometido y ofrecido y de las que fui apartado arbitrariamente. Y ya desde el mismo inicio, quise completar las glosas o comentarios de Ezequiel que ha-ba comenzado en Lan. Tal acogida tuvieron entre los oyen-tes, que creyeron que haba alcanzado yo no menor gloria en la Escritura que la que antes haban apreciado en las leccio-nes de filosofa. No se te ocultan la gloria y los beneficios eco-nmicos que la fama divulg debido a la multiplicacin re-pentina de alumnos a ambas clases de Escritura y filosofa.

    Has de recordar, sin embargo, que la prosperidad hincha a los necios y que la tranquilidad mundana enerva el vigor del espritu, que se disipa a travs de los placeres de la carne. Creyndome el nico filsofo que quedaba en el mundo y sin tener ya ninguna inquietud, comenc a soltar los frenos a la carne, que hasta entonces haba tenido a raya. Sucedi, pues, que cuantos ms progresos haca en la filosofa y en la teologa ms comenzaba ahora a apartarme de los filsofos y telogos por la inmundicia de mi vida. Sabido es que los fi-lsofos -no digamos los telogos, dedicados a captar las en-seanzas de las sagradas pginas- brillaron por el don de la continencia. Estando, pues, dominado por la soberbia y la lujuria, la gracia divina puso remedio, sin yo quererlo, a las dos enfermedades. Primero a la lujuria, despus a la so-berbia. A la lujuria, privndome de los rganos con que la ejercitaba. Y a la soberbia -que naca en m por el conoci-miento de las letras, segn aquello del Apstol la ciencia hincha(I)-, humillndome con la quema de aquel libro del que ms orgulloso estaba12.

    12. Se trata de su libro Sobre la Unidad y Trinidad de Dios, quemado por orden del concilio de Soissons. (1) 1 Cor 8,1.

  • l l l v m l t l A C A L A M I T A T U M 47

    De estas dos cosas quiero informarte puntualmente -an-ii-s de que lleguen a tus odos de otro modo- y en su debido orden. Siempre me mantuve alejado de la inmundicia de prostitutas. Evit igualmente el trato y frecuencia de las mu-jeres nobles en aras de mi entrega al estudio. Tampoco saba l',i';in cosa de las conversaciones mundanas. La mala fortuna

    segn dicen- me depar una ocasin ms fcil para derri-h.irme del pedestal de mi gloria. Fue la ocasin que hizo suya la divina piedad para atraer a s al humillado ms so-berbio, olvidado de la gracia recibida.

    (>. SE ENAMORA DE ELOSA. HERIDAS DEL CUERPO

    Y DEL ALMA

    I ;.s el caso que, en la misma ciudad de Pars, haba una joven-cita llamada Elosa13, sobrina de un cannigo, de nombre I ulberto. Su amor por ella era tal que le llevaba a procurarla en el conocimiento de las letras. Esta jovencita que, por su cara y belleza no era la ltima, las superaba a todas por la amplitud de sus conocimientos. Este don -es decir, el cono-cimiento de las letras- tan raro en las mujeres, distingua I anto a la nia, que la haba hecho celebrrima en todo el rei-no. Ponderando todos los detalles que suelen atraer a los amantes, pens que poda hacerla ma, enamorndola. Y me convenc de que lo poda hacer fcilmente.

    Era tal entonces mi renombre y tanto descollaba por mi juventud y belleza que no tema el rechazo de ninguna mu-jer a quien ofreciera mi amor. Cre que esta jovencita accede-ra tanto ms fcilmente a mis requerimientos cuanto mayor era mi seguridad de su amor y conocimiento por las letras. Me convenc, adems, de que, aun estando ausentes, poda-

    13. Sobre el nacimiento y vida de la joven Elosa, vase Introduccin, pp. 22-23.

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    mos estar presentes por medio de cartas mensajeras. Saba, tambin, que poda escribir con ms libertad que decir las cosas de viva voz y de este modo estar siempre en un dilogo dulcsimo.

    Enamorado locamente de esta jovencita, trat de acercar-me a ella en un trato diario y amistoso, para, de esta mane-ra, llegar ms fcilmente a que me aceptara. A este fin, logr de su to -no sin la intervencin de algunos amigos suyos-que ella me recibiera en su casa -prxima al lugar donde yo daba las clases-previo pago de una cantidad por el hospe-daje. Le di como pretexto que los cuidados de la casa me im-pedan estudiar y que los gastos eran superiores a lo que yo poda pagar. Nuestro hombre, tremendamente avaro, esta-ba siempre pendiente de su sobrina, sobre todo en lo refe-rente a sus estudios y conocimientos literarios. Consegu fcilmente mi doble intento: hacerle creer que tendra el di-nero y que su sobrina recibira algo de mi doctrina. Acce-di, pues, a mis deseos-ms de lo que yo poda esperar- ad-virtindome con vehemencia que tuviera cuidado con el amor.

    -Te la encomiendo a tu magisterio -me dijo- de tal ma-nera que cuando vuelvas de tus clases, has de entregarte da y noche a ensearle. Si la ves negligente, reprndela con energa.

    Qued admirado y confundido de su simpleza en este asunto, no menos que si entregase a una inocente cordera a un lobo famlico. Pues al entregrmela -no slo para que le ensease, sino tambin para que la corrigiese con fuerza-, qu otra cosa haca ms que dar rienda suelta a mis deseos y darme la ocasin, aun sin quererlo, para que si no poda atraerla hacia m con caricias lo hiciera ms fcilmente con las amenazas y azotes?

    Haba dos cosas, sin embargo, que le impedan pensar mal: el amor a su sobrina y la fama adquirida de mi conti-nencia. Puedo decir algo ms? Primero nos juntamos en

  • I II . I C C A L A M I T A T U M 49

    i usa; despus se juntaron nuestras almas. Con pretexto de la ciencia nos entregamos totalmente al amor. Y el estu-dio de la leccin nos ofreca los encuentros secretos que el a mor deseaba. Abramos los libros, pero pasaban ante no-Nitlros ms palabras de amor que de la leccin. Haba ms licsos que palabras. Mis manos se dirigan ms fcilmente a sus pechos que a los libros. Con mucha ms frecuencia el nnior diriga nuestras miradas hacia nosotros mismos que la lectura las fijaba en las pginas. Para infundir menos sos-pechas, el amor daba de vez en cuando azotes, pero no de ira. Era la gracia -no la ira- la que superaba toda la fragan-I ia de los ungentos. Puedo decirte algo ms? Ninguna Huma o grado del amor se nos pas por alto. Y hasta se aa-di cuanto de inslito puede crear el amor. Cuanto menos habamos gustado estas delicias, con ms ardor nos enfras-i amos en ellas, sin llegar nunca al hasto. Y cuanto ms do-minado estaba por la pasin, menos poda entregarme a la lilosofa y dedicarme a las clases. Me era un tormento ir a lase y permanecer en ella. Igualmente doloroso no me era pasar en vela la noche esperando el amor, dejando el estu-dio para el da. Tan descuidado y perezoso me tornaba la lase que todo lo haca por rutina, sin esfuerzo alguno de mi parle. Me haba reducido a mero repetidor de mi pensa-miento anterior. Y si, por casualidad, lograba hacer algunos versos eran de tipo amoroso, no secretos filosficos. Buena parte de esos poemas -como sabes- los siguen cantando y repitiendo todava en muchos lugares, esos a quienes sonre la vida.

    No es fcil imaginar la tristeza, gemidos y lamentos que II ulo esto provoc en los estudiantes, quienes ya haban pre-Ncnlido mi preocupacin, por no decir mi perturbacin. A nadie, segn creo, poda engaar cosa tan evidente, a no ser a aqul a quien ms afectaba la deshonra, es decir, al to de la jovencita. El cual no poda creer nada de esto, a pesar de las .sugerencias, que en este sentido, le haban hecho algunos.

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    Estaba cegado, sin duda -como dije ms arriba- por su cari-o a la sobrina y tambin por ser sabedor de la continencia que yo haba observado en mi vida pasada. Difcilmente sos-pechamos una torpeza de aquellos a quienes mucho ama-mos. Tampoco cabe en un amor vehemente la torpe sospe-cha de una mancha. As lo apuntaba San Jernimo en su carta a Sabiniano'): Solemos ser los ltimos en conocer los males de nuestra casa y los vicios de nuestros hijos y cnyu-ges, mientras los cantan los vecinos. Pero, aunque tarde, al fin termina sabindose. Y lo que todos saben no es fcil que quede oculto a uno. As sucedi con nosotros despus de pa-sados varios meses.

    Puedes imaginarte el dolor del to al descubrirlo. Y cul la amargura de los amantes al tener que separarse! Qu vergenza la ma y qu bochorno al ver el llanto y la aflic-cin de la muchacha! Qu tragos de amargura tuvo ella que aguantar por mi misma vergenza! Ninguno de los dos se quejaba de lo que le haba pasado al otro. Ninguno la-mentaba sus propias desdichas, sino las del otro. La separa-cin de los cuerpos haca ms estrecha la unin de las al-mas. Y la misma ausencia del cuerpo encenda ms el amor. Pasada ya la vergenza, ms nos abandonamos a nosotros mismos, de tal forma que aqulla disminua a medida que nos entregbamos al amor. Se realiz en nosotros lo que narra la leyenda potica cuando fueron sorprendidos Mar-te y Venus(2).

    No mucho despus la jovencita entendi que estaba en-cinta. Y con gran gozo me escribi comunicndome la noti-cia y pidindome al mismo tiempo consejo sobre lo que yo haba pensado hacer. As pues, cierta noche en que su to es-taba ausente, puestos previamente de acuerdo, la saqu fur-tivamente de la casa del to y la traje sin dilacin a mi patria.

    (1) San Jernimo, Cartas, 147,10. (2) Ovidio, Ars Amatoria, 2.561 ss.; Mtamorphoss, 4.169 ss.

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 5 1

    Aqu vivi en casa de mi hermana, hasta que dio a luz un va-rn a quien llam Astrolabium14.

    Slo el que lo haya experimentado podr comprender el dolor y la vergenza que sobrecogi al to despus de la fuga. Qued medio trastornado. No saba qu hacer contra m, ni qu trampas tenderme. Si me mataba o hera en algu-na parte de mi cuerpo, su queridsima sobrina corra el pe-ligro de ser castigada por parte de los de mi casa. No se atreva a secuestrarme ni obligarme a ir a otra parte contra mi voluntad, mxime sabiendo que yo estaba alertado y que haba tomado mis precauciones, y que, si se atreva a hacerlo, yo no dudara en agredirle. Por fin, compadecido de su enorme angustia y -acusndome a m mismo del en-gao o trampa que me haba tendido el amor, que yo consi-deraba como la mayor traicin- me dirig a nuestro hom-bre. Le supliqu y promet cualquier satisfaccin que l tuviera a bien sealarme. Le advert que nadie se deba ex-traar -si de verdad saba lo que es el amor- y que recorda-ra a cunta ruina haban llevado las mujeres a los ms en-cumbrados varones ya desde el inicio del mundo. Y para aplacarle ms d lo que l mismo poda esperar me ofrec a darle satisfaccin, unindome en matrimonio a la que ha-ba corrompido. Con tal de que se hiciera en secreto y mi fama no sufriera detrimento alguno. Asinti l, y bajo su palabra y sus besos sell conmigo la reconciliacin que yo haba solicitado. De esta manera me traicionara con ms facilidad.

    14. Astrolabio o Astralabio. Nombre bien extrao del hijo de Abelardo y Elosa. Parece que el nombre lo eligi su madre. Muy poco sabemos sobre su vida. En la correspondencia de Pedro el Venerable y Elosa apa-rece de nuevo Astrolabio como clrigo.

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    7. ELOSA SE OPONE AL MATRIMONIO

    Part para Bretaa y me traje a la amiga para hacerla mi es-posa. Ella no estaba absolutamente de acuerdo con mi pro-puesta y daba dos razones fundamentales: el peligro que yo corra con ello y la deshonra que se me vena encima. Juraba que su to nunca quedara aplacado con ninguna satisfac-cin, como despus se supo. Qu honor poda acarrearle un matrimonio -alegaba- que tanto me haba deshonrado a m y humillado a los dos? No deba castigarla a ella el mundo habindole privado de semejante lumbrera? Qu de maldiciones, qu desastres para la Iglesia y cuntas lgri-mas de los filsofos aguardaban a aquel matrimonio! Sera injusto y lamentable que aqul a quien la naturaleza haba creado para todos se entregase a una sola mujer como ella, sometindome a tanta bajeza. Le horrorizaba este matri-monio que ms que todo sera para m un oprobio y una carga. Pona ante mis ojos la deshonra y dificultades del matrimonio que el Apstol nos aconseja evitar: Ests sol-tero? No busques mujer, aunque si te casas no haces nada malo. Y si una mujer soltera se casa, tampoco. Es verdad que en lo humano pasarn sus apuros, pero yo os res-peto(1). Y tambin: Querra adems que os ahorraseis preocupaciones

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 53

    constantes sobresaltos- estima que el intelectual no debe tomar esposa. Y por razones del todo evidentes. A conti-nuacin se extiende en consideraciones de tipo filosfico, para terminar diciendo: "Qu cristiano no suscribir es-tas y otras cosas por el estilo que expone Teofrasto?" Y si-gue hablando del mismo tema. "Cicern -afirma- fue ins-tado por Hircio a que -despus de haber repudiado a Terencia- se casase con su hermana. Se neg rotundamen-te, alegando que no poda dedicarse igualmente a la mujer y a la filosofa. No dice simplemente dedicarse, sino que aade igualmente, no queriendo hacer nada que se igualara a la filosofa."

    Pasando ahora por alto el impedimento de la dedica-cin a la filosofa -sigui diciendo ella- espero que te con-venzan las razones de un estado de vida digno. Qu rela-cin puede haber entre los estudiantes y las criadas, entre los escritorios y las cunas, entre los libros, las mesas de es-tudio y la rueca, entre los punzones o plumas y los husos? Quin, finalmente, dedicado a las meditaciones sagradas o filosficas podra aguantar la llantina de los nios, los lamentos de las nieras que los calman y el trajn de la fa-milia tanto de los hombres como de las mujeres? Quin podra soportar la caca continua y escandalosa de los ni-os? Me dirs que slo los ricos pueden hacerlo. Tienen palacios y mansiones con grandes habitaciones y cuya opulencia no les hace sentir los gastos ni se atormentan por las preocupaciones diarias. Dir, adems, que no es la misma la situacin de los filsofos que la de los ricos. Tampoco los que buscan la riqueza y estn implicados en los negocios mundanos se dedican a la filosofa ni a la teo-loga. Por todo lo cual, los insignes filsofos de otros tiem-pos, despreciando el mundo -no tanto dejndolo, cuanto huyendo de l- se prohibieron a s mismos toda clase de placeres para descansar solamente en los brazos de la filo-sofa. Sneca, el mayor de los filsofos, aconseja as a Luci-

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    lo(1): "No hay que filosofar slo cuando se est libre. Hay que dejarlo todo para concentrarnos en esto nicamente, para lo cual todo tiempo es poco. No hay mucha diferen-cia entre suprimir o interrumpir la filosofa, pues no que-da donde ha sido interrumpida. Hay, por tanto, que hacer frente a las dificultades, no prolongndolas sino supri-mindolas."

    Esto es lo que hacen entre nosotros por el amor de Dios los que son verdaderos monjes. Lo mismo hicieron aquellos nobles filsofos que existieron entre los gentiles. Pues en toda clase de pueblos -sean gentiles, judos o cristianos-hubo siempre hombres que, por su fe u honestidad de vida, destacaron por encima de los dems y que se apartaron de la masa por una cierta singularidad en su castidad o austeri-dad. Entre los judos estn los antiguos nazireos, que se con-sagraban al Seor, segn la Ley; o los hijos de los profetas, seguidores de Elias y Elseo, que segn el testimonio de San Jernimo, los llamamos monjes del Antiguo Testamento12'. Y en tiempos ms recientes, Josefo distingue en sus Antige-dades(3), Libro XVIII, tres sectas de filosofa, la de los fari-seos, la de los saduceos y la de los esenios. Y entre nosotros estn los monjes que imitan o la vida comn de los apsto-les o la vida anterior y solitaria de Juan Bautista. Y entre los gentiles, como dije, estn los filsofos. El nombre de sabidu-ra o filosofa no se refiere tanto a la consecucin de la cien-cia cuanto a la perfeccin de la vida, tal como se entendi siempre, ya desde el principio.Y tal es tambin el sentir de los santos. A esto se refieren aquellas palabras de San Agus-tn en el Libro VIII de la Ciudad de Diosw en que se distin-gue las diversas clases de filsofos: "La clase itlica tuvo

    (1) Sneca, Cartas a Lucillo, 72,3. (2) Monje, del latn monachus: solo, solitario. Nm 6 ,21 : Jue 15,17; 2 Re 6, 1; San Jernimo, Cartas, 125,7. (3) Flavio Josefo, Antigedades, 18.1.11. (4) San Agustn, La Ciudad de Dios, 8.2.

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 5 5

    como autor a Pitgoras de Samos de quien se dice que pro-viene el mismo nombre de filosofa. Pues como se acostum-brara a llamar filsofos a los que parecan ofrecer una vida ejemplar a los dems, preguntado cul era su profesin, res-pondi: 'La de filsofo'. Es decir, la de buscador y amante de la sabidura, pues le pareca que era muy arrogante llamarse sabio".

    Cuando se dice en este lugar: "los que parecan ofrecer a los dems una vida ejemplar", se prueba claramente que los sabios de los pueblos, es decir, los filsofos, reciben este nombre ms por la bondad de su vida que por su cien-cia.

    No quiero traer ahora ejemplos para resaltar su sobrie-dad y continencia, pues parecera que quiero ensear a la misma Minerva. Pero, si los laicos y paganos vivieron de esta manera, sin estar vinculados a ninguna religin, qu has de hacer t, clrigo y cannigo, para no preferir los torpes pla-ceres a los divinos oficios y no te trague el torbellino de esta Caribdis, ni te enfangues sin hora y para siempre en estas obscenidades? Si no te preocupa la prerrogativa de clrigo, por lo menos defiende la dignidad de filsofo. Si se despre-cia la reverencia de Dios, que el amor a la honestidad con-tenga la desvergenza.

    Recuerda tambin que Scrates estuvo casado y cmo lav esta mancha de la filosofa de su vida personal a fin de que sus seguidores fueran despus ms cautos en seguirle. Cosa que no pas desapercibida al mismo San Jernimo, quien escribiendo sobre Scrates en el primer libro Contra }ovinianow, dice: "En cierta ocasin, cuando trataba de aguantar los infinitos insultos que desde una ventana le diri-ga su mujer Xantipa, calado de agua sucia, por toda res-puesta dijo, secndose la cabeza: 'Estaba seguro que a estos truenos seguira la lluvia'".

    ( 1 ) San Jernimo, Contra Jovinianum, 1.48.

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    Que sera para m -aadi finalmente Elosa- suma-mente peligroso trarmela conmigo. Sera ms de su agrado para ella -y para m ms honroso- que la llamara amiga me-jor que esposa, y que me mantuviera unido a ella slo por amor y no por vnculo alguno nupcial. Y que, si habamos de estar algn tiempo separados, gozaramos de unos goces tanto ms intensos cuanto ms espaciados.

    De esta y otras maneras trataba de persuadirme o disua-dirme sin que lograra doblegar mi insensatez ni siquiera molestarme por ello. Entre vehementes suspiros y lgrimas zanj as su perorata: Slo queda una cosa -di jo- para que suceda lo ltimo: que en la perdicin de los dos el dolor no sea menor que el amor que lo ha precedido. Tampoco en esto -como todo el mundo sabe- le falt el espritu de pro-feca.

    Nacido, pues, nuestro hijo, lo encomendamos al cuidado de mi hermana y volvimos clandestinamente a Pars. Des-pus de unos das -habiendo pasado la noche en vela y ora-cin secreta en una iglesia- muy de maana, all mismo, nos unimos en matrimonio en presencia de su to y de algu-nos amigos tanto nuestros como de l. Luego nos fuimos se-cretamente cada uno por su lado. Slo nos veamos raras veces y en secreto, tratando de disimular lo que habamos hecho.

    Pero su to y los criados -como buscando aliviar su des-honra- comenzaron a divulgar el matrimonio contrado y a romper la palabra que sobre este punto se me haba dado. Elosa, por su parte, anatematizaba y juraba que todo era falso. Fulberto, visiblemente exasperado, la molestaba con frecuentes insultos. Al enterarme yo, la traslad a cierta aba-da de monjas cercana a Pars, llamada Argenteuil, donde haba sido educada de nia y aprendido las primeras letras. Mand tambin que se le hiciera un hbito religioso, propio de las arrepentidas -a excepcin del velo- que yo mismo le vest.

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 5 7

    Cuando se enteraron su to, sus familiares y amigos, juz-garon que ahora mi engao era completo, pues, hecha ella monja, me quedaba libre. Por lo cual, sumamente enojados, se conjuraron contra m. Cierta noche, cuando yo me encontraba descansando y durmiendo en una habitacin se-creta de mi posada, me castigaron con una cruelsima e in-calificable venganza, no sin antes haber comprado con dine-ro a un criado que me serva. As me amputaron -con gran horror del mundo- aquellas partes de mi cuerpo con las que haba cometido el mal que lamentaba. Se dieron despus a la fuga. A dos de ellos que pudieron ser cogidos, se les arranca-ron los ojos y los genitales. Uno de ellos era el criado arriba mencionado que, estando a mi servicio, fue arrastrado a la traicin por codicia.

    8. CASTRACIN DE ABELARDO. INGRESO EN EL MONASTERIO DE SAINT DENYS

    Llegada la maana, es difcil -por no decir imposible- ex-presar la estupefaccin de toda la ciudad congregada en tor-no a m. Qu gritos de dolor los suyos! Y cmo me afligan y perturbaban sus voces y lamentos! Sobre todo los clrigos -y mayormente nuestros estudiantes- no dejaban de ator-mentarme con sus intolerables lamentos y gemidos. De tal forma que me hera ms la compasin que la herida misma, sintiendo ms la vergenza que el castigo, siendo ms vcti-ma del pudor que del dolor. No haca ms que pensar en la gloria de que gozaba -humillada y, tal vez, muerta- por un accidente tan fcil y tan desgraciado. No poda dejar de pen-sar en lo justo del juicio de Dios por haberme castigado en aquella parte del cuerpo con la que haba delinquido. Volva una y otra vez sobre la justa traicin de aqul a quien yo ha-ba traicionado primero. Ni poda quitar de encima las ala-banzas con que mis enemigos celebraran justicia tan mani-

  • 98 C A R T A S D E A B E L A R D O Y E L O I S A

    fiesta, ni la afrenta que supondra para mis parientes y ami-gos el azote de un dolor constante y cmo se extendera bien pronto esta deshonra por todo el mundo.

    Me preguntaba, sobre todo, qu nuevos caminos me que-daban abiertos para el futuro. Con qu cara poda presen-tarme en pblico si todos los dedos me sealaran? No se-ra la comidilla de todas las lenguas y me convertira en un espectculo monstruoso para todos? No sala de mi confu-sin al recordar que -segn la interpretacin literal de la Ley- Dios aborrece tanto a los eunucos que los hombres a quienes se han amputado o mutilado sus testculos no pue-den entrar en la iglesia, como si fueran malolientes o in-mundos, pues los mismos animales, en tales condiciones, son rechazados para el sacrificio. Se dice en el Levtico: No ofreceris al Seor reses con testculos machacados, aplas-tados, arrancados o cortados'0. Y en el Deuteronomio: No se admite en la asamblea del Seor a quien tenga los tes-tculos machacados o haya sido castrado, o se le hayan cor-tado los genitales'2'.

    Confieso que, en tanta postracin y miseria, fue la confu-sin y la vergenza ms que la sinceridad de la conversin las que me empujaron a buscar un refugio en los claustros de un monasterio. Para entonces, Elosa, siguiendo mi consejo, haba tomado ya el velo e ingresado espontneamente en el convento. As pues, ambos vestimos el hbito sagrado al mismo tiempo, yo en la abada de San Dionisio y ella en el convento de Argenteuil, que ya mencion15. Ella -lo recuer-do bien- al verse compadecida por muchsimos que queran alejar en vano su adolescencia del yugo de la regla monstica -cual si se tratara de una pena intolerable- prorrumpi

    15. Tanto el convento de Santa Mara de Argenteuil como la abada de Saint Denys estn vinculados a la historia religiosa y civil de Pars y de Francia. (1) Lv22,24. (2) D t 2 3 , l .

  • 1 1 1 S T 0 R I A C A L A M I T A T U M 5 9

    como pudo entre lgrimas y suspiros en aquella lamenta-cin de Lucrecia:

    O maxime conjux! O thalamis indigne meis! Hoc juris habebat In tantum fortuna caput? Cur impia nupsi, Si miserum factura fui? Nunc accipe poenas, Sedquasluam'6.

    Dichas estas palabras, corri al altar, tom el velo b