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A los doscientos años del nacimiento de Carlos Marx:
El pasado de una desilusión
Humberto García Larralde, presidente, Academia Nacional de Ciencias Económicas.
Hace doscientos años nacía en Tréveris, Alemania, Carlos Marx. Quizás no haya otro personaje
en el campo de la filosofía, la política y las ciencias sociales que, en el transcurso de estas dos
centurias, haya tenido tanta influencia. Sus escritos y proclamas incidieron significativamente
en las luchas sociales de las clases trabajadoras desde la segunda mitad del siglo XIX en
adelante y, sin duda, contribuyeron a moldear también el desarrollo de la democracia occidental
e, incluso, el comportamiento de la clase empresarial. Su influencia en la academia no fue
menor y podría afirmarse sin temor a equivocarnos que entre las universidades más importantes
del mundo no hubo ninguna en que no se cursaran estudios sobre sus escritos.
Pero es en la inspiración de regímenes autocalificados de socialistas, bajo la égida de partidos
comunistas, donde sus teorías dejaron mayor marca. En los momentos de máxima expansión
estos regímenes cubrían más de la cuarta parte del territorio habitable del globo, ejerciendo su
poder sobre una población aún mayor en proporción. El comunismo llegó a ser un peligroso
rival de Estados Unidos, Japón y de las naciones de Europa occidental, disputándoles el
dominio del mundo. Con la caída de la Unión Soviética, la apertura y liberalización de los
países de Europa Oriental y las transformaciones internas de China y Vietnam, ese mundo
prácticamente dejó de existir. No obstante, sus ideas centrales se siguieron invocando por
partidos o movimientos autocalificados de izquierda y aún afectan decisiones de gobierno en
muchas partes. En el caso particular de Venezuela, el régimen gobernante esgrime desarrollar
un proyecto socialista inspirado en las enseñanzas del filósofo alemán.
Por las razones, expuestas, tiene sentido examinar el legado de Carlos Marx. En lo que sigue
se explorará este legado en relación con los lineamientos definitorios de lo que fue el
“socialismo realmente existente”. Ello permitirá algunas reflexiones a manera de un balance
de su obra. El artículo comienza señalando la impronta de la idea socialista, particularmente en
distintos países en vías desarrollo. Como punto de partida para abordar esta afición se resume
de seguidas la teoría de Marx referente a la mecánica del cambio social. De allí se sacan
inferencias pertinentes, que se afianzan al considerar luego algunas implicaciones filosóficas
del Marx joven, que arrojan luz sobre su propuesta de sociedad. No obstante, sus supuestos
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económicos mostraron ser inconsistentes, como se argumenta a continuación, comprometiendo
sus profecías revolucionarias. Estas fisuras del legado marxista, junto a la deriva totalitaria del
“socialismo realmente existente”, explican la transformación del marxismo en una ideología
legitimadora de poderes despóticos. El análisis cierra con unos breves comentarios sobre el
fracaso de estas experiencias y la naturaleza intrínsecamente totalitaria del socialismo
marxiano.
La atracción socialista
Existen variadas acepciones de lo que puede entenderse por “socialismo” en el mundo de hoy.
En este trabajo, el término se va a usar en referencia a los países de economía centralmente
planificada o comunistas, que también fueron conocidos como del “socialismo realmente
existente”. Éstos se caracterizaron por el predominio de la propiedad estatal sobre los medios
de producción, combinada con diversas formas de propiedad colectiva –cooperativas, por
ejemplo- y, en bastante menor grado, privada, sujetas al monopolio excluyente en la
conducción del Estado de los partidos comunistas. Las actividades económicas debían regirse
por un plan cuyos indicadores de cantidad y precio se divorciaban de los que resultarían de una
economía de mercado. Estos países alegaban como fuente de inspiración y base doctrinaria de
su gestión al marxismo-leninismo, es decir, las enseñanzas de Carlos Marx adaptadas por Lenin
para las realidades que enfrentó en la Rusia de principios del siglo XX y luego “codificadas”
por José Stalin como instrumento de legitimación del poder. Hoy solo Cuba y Corea del Norte
--languideciendo bajo un despotismo férreo, ultra-centralizado de control y de toma de
decisiones-- pregonan tal doctrina. Su pretensión “revolucionaria” ha devenido en sendas
dinastías conservadoras, fieles a un diseño rígido de sociedad prácticamente inconmovible,
inspirado en el estalinismo soviético. Si bien China y Vietnam siguen bajo el dominio político
de partidos comunistas, desde hace ya mucho han abrazado a la economía de mercado.
El señuelo revolucionario, de redención social con el cual se identificó el comunismo durante
mucho tiempo encontró gran acogida en países denominados del “tercer mundo” o “en vías de
desarrollo”, como nos lo recuerdan los casos de la República Cooperativa de Tanzania bajo
Julius Nyerere y de la República Árabe Libia Popular y Socialista de Muammar Il Gadaffi, de
fuerte presencia estatal y, bastante más recientemente, del llamado “socialismo del siglo XXI”
proseguido por Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, con influencia en Bolivia, Ecuador y
Nicaragua. Si bien la distinción “del siglo XXI” sugería en sus formulaciones iniciales una
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perspectiva “fresca” de socialismo, deslastrado de las aberraciones de la experiencia soviética,
terminó asemejando mucho al “socialismo realmente existente”.
Hoy estas experiencias –incluida la de Venezuela—están muy desacreditadas. Estudios como
El Libro Negro del Comunismo (Courtois, et. al. 1998) documentan los horrores cometidos en
nombre de una doctrina cuyo inspirador original pregonaba más bien la liberación definitiva
de la humanidad de la opresión y de la explotación. ¿Pero cuánto de lo sucedido es atribuible
directamente a la obra de Marx? Adentrarnos en esta reflexión es escudriñar sus escritos con
espíritu hermenéutico, buscando develar su “verdadero sentido” para explorar si ahí reside la
responsabilidad por la espantosa realidad que vivieron los países comunistas –y viven todavía
Cuba y Corea del Norte--. Tal perspectiva de análisis es esquiva y poco prometedora, en
opinión de quien escribe estas líneas, además de parecer muy pesada. Mucho más promisorio
sería indagar por qué, a partir de sus escritos, se impusieron unos regímenes que desvirtuaron
tan abiertamente las aspiraciones atribuibles por muchos a Marx y por qué continúa siendo
utilizado como pretexto para experiencias dictatoriales y retrógradas como las llevadas a cabo
en la Venezuela de estos años. Parafraseando a Francois Furet (1995), se propone en las líneas
siguientes explorar “el pasado de una desilusión”.
La mecánica del cambio social según Marx: Un resumen apretado
Asumiendo el riesgo de toda simplificación, comenzaremos con un resumen somero de algunos
postulados fundamentales de Marx para acotar el concepto de socialismo que nos interesa. Para
sus epígonos, fue el padre del “socialismo científico”, diferente del de sus predecesores –Saint
Simon, Fourier, Owen, entre otros--, caracterizado como “utópico”. Se excluye también, en
esta perspectiva, a los movimientos socialdemócratas. Cabe destacar que la pretensión
científica fue un elemento central al trabajo de Marx, como lo destaca uno de sus biógrafos
más respetados –precisamente por ser uno de sus críticos más sólidos—Isaiah Berlin (1988).
El Manifiesto Comunista (2000) declaraba que el motor de la historia era la lucha de clases.
Gracias a los esfuerzos de sistematización de Federico Engels, tal concepción se convirtió en
base de una pretendida ciencia sobre el devenir de las sociedades, bautizada luego como
materialismo histórico. Según ella, el cambio social sería irremediable, como resultado de las
contradicciones inherentes al modo de producción existente y su consecuente orden social,
concretamente por la creciente incompatibilidad de sus relaciones de producción y de
dominación con el desarrollo de las fuerzas productivas –incluyendo las sociales-- ocurridas
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en su seno. Así ocurrió con el derrumbe del sistema feudal ante el empuje del comercio y de
burgos cada vez más activos que achicaban el poder de los grandes señores de la tierra. Ello
alumbró al capitalismo, un sistema productivo inherentemente revolucionario, según Marx –a
diferencia de los modos de producción que le antecedieron-- ya que se veía obligado a mejorar
incesantemente la máquina, los insumos y la organización del proceso económico por presión
de la lucha competitiva entre empresas. De ahí emergían instalaciones fabriles de creciente
tamaño que agrupaban bajo un mismo techo a contingentes cada vez mayores de obreros. Esta
socialización de la actividad productiva era incongruente con su apropiación y usufructo
privado, y desembocaba en una insalvable contradicción entre una oferta in crescendo frente a
una demanda –representada por el poder de compra de las mayorías-- estancada o con escasa
mejora1. Pero las relaciones de propiedad sojuzgaban el aprovechamiento cabal de las
potencialidades productivas de la sociedad, privando a las mayorías laborales del control y
disfrute justo del producto social resultado de sus esfuerzos. La apropiación privada de los
frutos de una producción cada vez más prolífica generaba una estructura social polarizada entre
una vasta mayoría que no era dueña sino de su capacidad de trabajar, condenada a vivir en
condiciones de subsistencia en la Europa fabril de mediados del siglo XIX, y una minoría
opulenta que concentraba la propiedad y, por ende, la mayor parte del ingreso, en sus manos.
La revolución socialista aparecía como la superación inevitable de esta injusticia.
La Ley de la Tendencia Decreciente en la Tasa de la Ganancia, tan fustigada por críticos del
marxismo, llevaría irremediablemente a crisis económicas cada vez más agudas, con
destrucción de capital y de empleo, presionando la remuneración salarial a la baja y
pauperizando a las clases trabajadoras. Y el formidable desarrollo en la productividad que
abrigaba la lucha competitiva entre capitales tropezaba con unos derechos excluyentes sobre el
usufructo de la riqueza creada que limitaban –paradójicamente-- el alcance de sus aportes a la
sociedad, lo cual condenaba históricamente al modo de producción capitalista. Las crisis
servirían de fundamento “objetivo” a la revolución social, facilitada por la capacidad
organizativa y de lucha de obreros agrupados en grandes unidades productivas. En la medida
en que éstos pasaban de tener una conciencia de clase “en sí” que los impulsaba a la lucha
reivindicativa por mejores salarios a abrazar una conciencia “para sí”, en la que asumían su rol
1 Junto con los clásicos –incluyendo a Malthus-, Marx sostenía que al trabajador sólo se le remuneraba lo necesario
para reproducir su fuerza de trabajo, lo mínimo necesario para tenerlo trabajando día a día en la fábrica y para que
pudiese criar los hijos que algún día lo sustituirían en este empeño.
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protagónico como agentes del cambio político, se creaban las condiciones también propicias,
“subjetivas”, de la revolución.
La toma del poder por parte del proletariado cambiaría drásticamente la institucionalidad o
“superestructura política” sobre la cual descansaban los derechos de propiedad y demás
privilegios de la burguesía, y adelantaría la transformación del modo de producción imperante.
“Los expropiadores serían expropiados” para instaurar la propiedad social sobre los medios
productivos con base en la cual se permitiría el usufructo pleno y justo de sus potencialidades.
Con la revolución y la ruptura de las relaciones de producción capitalistas, la clase obrera
liberaría a las demás clases explotadas, como el campesinado y los pequeños productores y,
con ello, inauguraría una era sin explotadores ni explotados. La emancipación definitiva de la
humanidad –tan pregonada por profetas y rebeldes desde los albores de la civilización--
quedaría al fin plasmada en lo que Marx, consciente de la significación redentora que encerraba
su prédica, designó como “El reino de la libertad”.
Su concepción historicista (Popper, 1972) sostenía que la conciencia social era producto del
ser social, sobre todo de su relación con el proceso productivo. Al cambiar las relaciones de
producción se transformarían también las bases materiales de sustento de los trabajadores,
forjando una nueva conciencia social que facilitaría la emergencia de un hombre nuevo,
ciudadano de la sociedad comunista.
Según el pensador letón-británico Isaiah Berlin (2003), este ideario acerca del cumplimiento
inexorable de unas “leyes de la historia” terminó convirtiendo al materialismo histórico en una
especie de metafísica que despojaba al hombre de toda libertad individual para incidir en su
propia suerte. La marcha de fuerzas sociales sobre-determinantes obligaba a condenar a quienes
se le oponían y la vanguardia revolucionaria tenía como misión acelerar la materialización de
estos cambios. Comoquiera que las clases dominantes no abandonarían sus privilegios sin
apelar a la represión estatal, la violencia se convertía en ingrediente forzoso de las fuerzas del
cambio. Inspiraría, décadas más tarde, un voluntarismo jacobino de parte de Lenin --y de los
partidos comunistas que lo emularían posteriormente-- para implantar el socialismo, expresado
elocuentemente en la frase “tomar el cielo por asalto” que popularizó la toma del Palacio de
Invierno en San Petersburgo en octubre de 1917 por los insurrectos bolcheviques.
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Primeras aproximaciones
La breve reseña anterior permite enfatizar algunos elementos centrales a la visión marxista. En
primer lugar, la revolución liberaría a las fuerzas productivas de las limitaciones que imponía
las férulas de las relaciones capitalistas de producción, para colocarlas a disposición de la
humanidad entera y echar las bases materiales de la sociedad comunista. Una vez producidos
los cambios políticos e institucionales necesarios, lejos de limitarse a repartir una riqueza
existente, la capacidad productiva de la sociedad se incrementaría sin obstáculos, proveyendo
niveles crecientes de bienestar material a los trabajadores. Se universalizaría su provecho
social, sin los impedimentos que significaba el usufructo excluyente de parte importante de sus
frutos por una minoría propietaria. La prédica marxiana auguraba, en lenguaje moderno, un
juego “suma-positivo” que permitiría un incremento sostenido de la productividad de manera
que los integrantes de la sociedad pudieran satisfacer plenamente sus necesidades.
“En la fase superior de la sociedad comunista, después de que haya desaparecido la
subordinación tiránica de individuos conforme a la distribución del trabajo y, por ende,
también la distinción entre trabajo manual y trabajo intelectual, después de que el trabajo se
haya convertido no sólo en un medio de vida, sino en sí mismo en la primera necesidad de vivir,
después que los poderes de la producción también han crecido y todas las fuentes de la riqueza
cooperativa estén fluyendo más libremente con el desarrollo integral del individuo, entonces y
sólo entonces puede ser dejado atrás el horizonte estrecho del derecho burgués y la sociedad
inscribir en su bandera, ‘de cada quién según su capacidad, a cada quién según su
necesidad’”2. (Marx, 1972: 29-31 -traducción mía).
A pesar de que Marx nunca detalló su proyecto, de la anterior cita se desprende que, hasta que
se alcanzasen las condiciones para la sociedad comunista, bajo el socialismo privarían las
relaciones mercantiles de intercambio. A ello se refiere su acotación del “horizonte estrecho
del derecho burgués”, pues los objetos se transarían según su valor --trabajo “socialmente
necesario”-- incorporado en ella (“de cada quien su capacidad, a cada quien según su
trabajo”). Ello resalta la perspectiva racional conque abordaba el funcionamiento de la
economía, sujeto a leyes que él pretendía develar. Permite suponer que, para Marx, las fuerzas
productivas para la construcción de la sociedad comunista se impulsarían a través del
intercambio mercantil. Esto marca una diferencia importante con relación a las decisiones
2 Curiosamente, este enunciado sólo puede entenderse como un reconocimiento de las diferencias entre individuos,
propio de la ideología liberal. La igualdad de hecho pregonada por doctrinas colectivistas inspiradas en Marx, no
reconocerían las necesidades diferentes de cada uno de los miembros de una sociedad.
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tomadas en los regímenes comunistas, fundamentado en criterios políticos, ajenos a criterios
de racionalidad económica (Lewin, 1975). Contrasta, asimismo, con la prédica que
posteriormente formularon movimientos comunistas o filo-comunistas en países de escaso
desarrollo productivo (subdesarrollados) acerca de la necesidad de erradicar –por la fuerza de
la revolución-- la lógica mercantil, un planteamiento ajeno a la idea de racionalidad económica.
Hasta que se alcanzase la sociedad de la abundancia del comunismo, no se podía obviar las
“leyes de hierro” de la economía. Habría escasez y, por ende, necesidades insatisfechas. En un
plano menos abstracto, habría todavía pobreza e injusticia social. Como éstas son inaceptables
para la prédica revolucionaria, la tentación de tomar atajos mientras se materializase la
anhelada jauja comunista terminó por imponerse. Esto implicaba intervenir los procesos de
intercambio mercantil, sujetándolos a criterios políticos. Como las revoluciones comunistas
ocurrieron en países atrasados, donde las fuerzas productivas estaban poco desarrolladas, el
imperativo de afrontar el problema de la pobreza y de la injusticia social era apremiante. Se
enfrentó instaurando el reparto según las necesidades, no según el trabajo, obviando la relación
entre mercado y el desarrollo de las fuerzas productivas que estaba en la base del argumento
marxiano. Para instrumentar estos mecanismos “justos” de distribución del producto social
había que desmantelar las instituciones que sustentaban el intercambio mercantil; el “derecho
burgués” antes referido.
De la cita anterior se infiere, además, que la proyección de la sociedad comunista planteaba
problemas no desdeñables respecto a los incentivos que sostendrían su prodigalidad. En la
visión de Marx, los incentivos estaban históricamente determinados, por lo que el ansia de
lucro y la prosecución de intereses estrictamente privados no tenían por qué entenderse como
eternos o inherentes a la naturaleza humana, sino propios de un modo de producción
determinado, el capitalista. El cambio en las relaciones de producción a través de la
instauración de la propiedad social pondría al trabajador en control del proceso económico, con
lo que podía integrar su papel como productor con el de gerente, planificador y vendedor,
superando la división del trabajo que lo alienaba de los frutos de su trabajo3. la superación de
la división entre trabajo manual y trabajo intelectual que traería la sociedad comunista suponía
un desarrollo integral del individuo e implicaba niveles crecientes de educación y de cultura.
3 La mercancía producida materialmente por el trabajador pero no poseída por él, se le enfrentaba en el mercado,
convertida en instrumento de dominación del capitalista, su propietario. Ver Marx, Karl, El Capital, Tomo I.
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La abundancia que resultaría del desarrollo productivo sin restricciones permitiría que cada
quien disfrutara de mayor tiempo libre, amén de mayor bienestar material. Como plantearía
Marx en La ideología Alemana (1974: 34):
“En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve
en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le viene impuesto, y del que no puede
salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor, o crítico y no tiene más remedio que seguirlo
siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista,
donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede
desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad es la que se encarga de
regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme
hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por las
noches apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin
necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.”
La erradicación de las condiciones de alienación capitalistas supondría un poderoso estímulo a
la creatividad y al despliegue de esfuerzos productivos, ahora que el trabajador era dueño y
señor de lo que producía. De una manera nunca bien explicada, el hombre, liberado de la
necesidad de reproducir día tras día las condiciones de su propia existencia, sería ahora amo de
su destino y encontraría en la actividad productiva algo a la cual entregarse gustosamente. El
mayor desarrollo de las fuerzas productivas, disueltas las restricciones inherentes a las
relaciones capitalistas de producción, echaría las bases materiales para que eventualmente el
hombre pudiese saltar del “reino de la necesidad”, al “reino de la libertad”, permitiendo
asegurar sus bases materiales de existencia y liberándolo para que pudiera perseguir sus gustos
particulares4. Curiosamente, ello ocurriría subsumiendo el interés individual en el interés
colectivo, contrario a lo que preconiza la perspectiva liberal.
Por último y como recordará todo estudioso de Marx, con la superación de la sociedad de
clases, desaparecerían los antagonismos sociales, haciendo innecesario un Estado coercitivo.
Se reducirían así los órganos públicos progresivamente a “la administración de las cosas” –
frase de Saint-Simon--, base del bienestar material de la sociedad (Kolakowski, 1977): ésta se
entregaría a la prosecución de “bienes” de orden superior asociados al ejercicio pleno de la
4 Existe una diferencia epistemológica insuperable entre esta visión marxista y la que luego desarrollaría la escuela
neoclásica en economía, que sostendría que las necesidades humanas son insaciables, por lo que nunca se
alcanzaría ese umbral de la abundancia que superaría la escasez relativa de los bienes y servicios.
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democracia y a las actividades culturales. Una vez superada la necesidad de usar la fuerza para
doblegar la resistencia de la burguesía expropiada y una vez desarrollada la capacidad
productiva que haría irrelevante la Ley del Valor asociada a la escasez material de los
comienzos, el interés colectivo –ahora en posesión de las actividades de producción y
distribución de los medios de vida-- privaría para asegurar mecanismos de usufructo de la
riqueza social no coercitivos, que fuesen mutuamente beneficiosos para todos.
Mientras, era menester asumir la conducción de la cosa pública en función de adelantar los
fines históricos de la clase obrera, que no eran otros que la liberación de las demás clases
sociales y el desarrollo de las capacidades productivas de la humanidad. La “dictadura del
proletariado” devenía así en un instrumento, no para sojuzgar de manera permanente al resto
de la sociedad, sino para asegurar que, con la eliminación de los remanentes del sistema
capitalista, el Estado podía preparar su propia extinción, ya que dejaba de tener sentido como
instrumento de dominación de clase. Marx confiaba en que la revolución ocurriría en los países
capitalistas más avanzados, donde estaban más maduras las contradicciones del sistema y
donde estarían más desarrolladas las fuerzas productivas de la sociedad. Por lo tanto, el periodo
de transición --en el cual privarían todavía las leyes del mercado-- no tenía por qué ser largo.
Bajo Lenin y los bolcheviques la “dictadura del proletariado” se transformaría, empero, en una
forma de Estado permanente, con la misión de reprimir toda expresión social y política
contraria a los designios de quienes comandaban la “revolución”, racionalizada como
necesidad por el cerco contrarrevolucionario a que se vio sometida en sus primeros años la
novel experiencia socialista.
Algunas implicaciones filosóficas
Pero la idea revolucionaria no sólo se restringía al ámbito económico. En el joven Marx está
muy presente la idea de liberación, resultado de la superación de la división entre los ámbitos
privados del hombre, producto de la relación mercantil, con aquellos que se derivaban de su
rol de ciudadano, y su imbricación trascendente en el acontecer social y político que traería la
transformación revolucionaria. Se superaría así la escisión hegeliana entre sociedad civil,
espacio de transacciones privadas, y Estado, ámbito de la polis. Pero a diferencia de Hegel,
Marx no entendía al Estado como expresión de los intereses universales del hombre, de la
voluntad colectiva o “espíritu” de la Historia, sino como instrumento de intereses particulares,
los de la clase dominante. Bajo el capitalismo, sobre todo en las naciones más avanzadas en las
que existían modos de gobierno republicanos o monarquías constitucionales, este dominio era
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ocultado por una mistificación ideológica que hacía aparecer al Estado como representante de
la sociedad entera. Se producía una contradicción entre la existencia real, auto-centrada, del
individuo, dominado por sus intereses privados, y su existencia comunal pero abstracta como
ciudadano, vaciada de contenido efectivo. Las crecientes libertades políticas de las naciones
occidentales no debían confundirse, por ende, con una verdadera emancipación del ser humano,
pues no se superaría el reino de los intereses egoístas, propios del ámbito privado, subordinados
a la cultura del lucro. Era menester restaurar la “unicidad” entre lo político y lo privado
integrando “colectivamente” a la sociedad civil, para lo cual debía superarse la propiedad
privada. El hombre recobraría así su “esencia”, fundamento de su verdadera emancipación.
Sostiene Marx en el tercero de sus Manuscritos económicos filosóficos de 1844 (1980: 147-8):
“...la superación positiva de la propiedad privada, es decir la apropiación sensible por y para
el hombre de la esencia y de la vida humanas, de las obras humanas, no ha de ser concebida
sólo en el sentido del goce inmediato, exclusivo, en el sentido de la posesión, del tener. El
hombre se apropia su esencia universal de forma universal, es decir, como hombre total. Cada
una de sus relaciones humanas con el mundo (ver, oír, oler, gustar, sentir, pensar, observar,
percibir, desear, actuar, amar), en resumen, todos los órganos de su individualidad, como los
órganos que son inmediatamente comunitarios en su forma, son, en su comportamiento
objetivo, en su comportamiento hacia el objeto, la apropiación de éste.
(...) La abolición de la propiedad privada es por ello la emancipación plena de todos los
sentidos y cualidades humanos; pero es esta emancipación precisamente porque todos estos
sentidos y cualidades se han hecho humanos, tanto en sentido objetivo como subjetivo. El ojo
se ha hecho un ojo humano, así como su objeto se ha hecho un objeto social, humano, creado
por el hombre para el hombre. Los sentidos se han hecho así inmediatamente "teóricos" en su
práctica. Se relacionan con la cosa por amor de la cosa, pero la cosa misma es una relación
humana objetiva para sí y para el hombre y viceversa. Necesidad y goce han perdido así su
naturaleza egoísta y la naturaleza ha perdido su pura utilidad, al convertirse la utilidad en
utilidad humana.”
Pero la recuperación de la “unicidad” del hombre con la superación de esta escisión entre lo
abstracto-colectivo y lo concreto-privado --propia de la sociedad capitalista--, no implicaría la
eliminación forzada de ésta última esfera, sino sería el resultado natural de la eliminación del
motivo del lucro como principio organizador de la actividad económica y social. Con base en
esta prédica se fomentó el repudio al “individualismo burgués” que caracterizaría la
propaganda comunista. Se añadiría como objetivo de la Revolución Socialista la supresión de
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esta perversión capitalista en aras de que prevaleciera el interés colectivo y la solidaridad entre
los seres humanos, expresión de la elevada conciencia política del hombre nuevo propugnado.
Pero las dificultades de la teoría de Marx no se reducen sólo a las suposiciones –
cuestionables—sobre la “esencia” del ser humano y sobre el esperado devenir de las
sociedades. En lo que respecta a su análisis de las fuerzas motrices del cambio en la economía
capitalista pueden precisarse inconsistencias que, por su importancia e implicaciones,
desbancan buena parte de sus postulados.
Inconsistencias en la teoría económica de Marx
En las bases del enfoque determinista de Marx se encuentra su teoría del valor trabajo, heredada
del economista inglés, David Ricardo, y “perfeccionada” –según sus exégetas-- por el primero.
Conforme a esta teoría, el valor de cambio con base en el cual se transan las mercancías en el
sistema capitalista es expresión del trabajo incorporado en ellas, la fuente y “esencia” de su
verdadero valor. Éste no se determinaría, por ende, del intercambio de mercancías –la esfera
de la circulación-, sino detrás “de los portones de fábrica”, en el ámbito de los agobiantes
procesos laborales del siglo XIX descritos por Marx y por Engels. Era el tiempo de trabajo
requerido en la manufactura de un bien lo que le confería valor y no la puja entre compradores
y vendedores en el mercado. Para evitar la lógica objeción de que el fruto de la actividad
productiva de un operario flojo o inepto, en la medida en que requería más horas de trabajo
tuviese mayor valor, Marx precisó que su sustancia era el trabajo “socialmente necesario”, es
decir, aquel que expresara las condiciones promedias de aptitud, destreza, disponibilidad de
herramientas, máquinas, tecnología, etc., existentes en la sociedad en ese momento. Es decir,
el valor no podía entenderse sino como expresión de una relación social, ya que formaba parte
de un proceso productivo social e históricamente determinado. Por ende, la mensurabilidad de
este producto social no podía realizarse en un vacío a-histórico y requería necesariamente
enfrentar una mercancía con otra en el mercado. Esta confesión colocaba peligrosamente a la
teoría del valor trabajo al borde del abismo: si el trabajo “socialmente necesario” no podía
manifestarse sino a través de la relación social de intercambio, ¿no era ésta la que determinaba
el valor del producto y, por ende, el valor del trabajo? Dicho de otro modo, si no hay otra
manera de medir qué cosa puede entenderse por “trabajo socialmente necesario” que no fuesen
a través de transacciones de mercado, entonces el valor no podía constituirse previo al
intercambio, sino que sería necesariamente resultado de éste. A esta conclusión llegó el
economista soviético Isaac Rubin (1980) en los años 20 pero, como era de esperar, sus
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hallazgos fueron rápidamente silenciados por los guardianes de las “verdades revolucionarias”
sobre las cuales pretendía construirse la Patria del Proletariado.
Sin embargo, el mismo Marx ya apreciaba las dificultades de su teoría al intentar explicar la
relación entre valor y precio. El valor de cambio de una mercancía expresaría tanto el trabajo
“vivo” expendido por los que laboraban directamente en su manufactura, como el valor del
trabajo “muerto” incorporado en las maquinarias y demás insumos –cristalización de trabajos
anteriores-- que participaban o eran consumidas en su producción. Pero sólo el trabajo vivo era
fuente de plusvalía –el valor excedente que se apropiaba el capitalista como ganancia--, ya que
éste le pagaba al obrero un salario que sólo bastaba para reponer su capacidad de trabajo pero
que era inferior al valor que sus esfuerzos incorporaban a la mercancía. Comoquiera que en
distintas industrias la densidad del capital, es decir, la relación entre maquinaria e insumos, y
el número de trabajadores –lo que Marx llamó la composición orgánica del capital--, variaba
sustancialmente, la plusvalía incorporada a mercancías distintas de igual valor no tenía por qué
ser la misma, pues el valor de cambio incluía también trabajos “muertos” disímiles. Si la
plusvalía era la fuente del lucro, lo anterior contrariaba una ley básica de la competencia
capitalista, cual es la tendencia a la igualación de la tasa de ganancia.
Dicho de otra forma, si trabajos de igual calificación incorporaban el mismo valor a la
mercancía por hora trabajada y el valor de la fuerza de trabajo –el salario-- tendía a igualarse
por la competencia, el monto relativo del plusvalor, en comparación con el trabajo “muerto”
incorporado variaría según la densidad del capital de cada industria o proceso productivo. Una
producción muy capital intensiva resultaría en una mercancía con escasa incorporación relativa
de trabajo “vivo” y, por ende, la plusvalía generada sería baja en comparación con bienes de
fabricación más trabajo-intensivos, pero de igual precio. Consciente de que esta discrepancia
significaría que las tasas de ganancia tendrían que ser menores en las industrias capital
intensivas, Marx entendió que los precios a que se intercambiaban las mercancías en una
economía real en la que las composiciones orgánicas del capital en distintas actividades
productivas diferían, ¡no podían ser expresión fidedigna de su valor! Esta conclusión, que
hubiese llevado a cualquier investigador menos comprometido ideológicamente a abandonar
la teoría del valor trabajo, obligó al filósofo alemán a contorsiones argumentativas en el tomo
III de El Capital para explicar “la transformación de los valores en precios” con el fin de
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conservar sus postulados;5 de lo contrario, debía buscar otra fundamentación de su doctrina de
explotación.
La Navaja de Okham sugiere confiar en las explicaciones más sencillas para comprender un
fenómeno. ¿Por qué no desechar la teoría del valor-trabajo por una explicación mucho menos
complicada, la de que el valor de las mercancías se origina por la valoración que de ella hacen
los agentes económicos a través de las transacciones del mercado, es decir, de la interacción
entre oferta y demanda? Por demás --como hemos señalado--, Marx reconoció que, sin tomar
en cuenta a la demanda, no podía explicarse su concepto de “trabajo socialmente necesario”
como fuente del valor o la “relación” entre éste y los precios. Más aun, su teoría nunca pudo
explicar satisfactoriamente la renta de la tierra ni el valor de los objetos de arte –pinturas,
esculturas y otras--. Confiesa, en un obscuro pasaje poco conocido de El Capital, que no era
objetivo de su teoría indagar sobre el valor de objetos que no fueran “socialmente
reproducibles”6. ¿Cuál es el trabajo “socialmente necesario” en obras de creación individual?
Esta última reflexión lleva a lo que es probablemente el fallo más palmario de la teoría del
valor trabajo: su incapacidad para dar explicación del valor creado por la innovación
tecnológica, proceso cada vez más característico del modo de producción capitalista. En efecto,
¿Qué valor incorpora a la sociedad el trabajo de un innovador o de un grupo reducido de
técnicos / obreros / empresarios innovadores, que ahorra millones de dólares a través de
innovaciones de proceso o que aumentan sensiblemente el total de satisfacciones (¡valor!) de
innumerables consumidores por intermedio de novedosos productos? ¿Cómo se transmite el
valor del “trabajo muerto” de una innovación a los procesos productivos sucesivos a los cuales
ésta se difunde? ¿Cómo explicar las ganancias extraordinarias –seudo rentas innovativas-- que
percibe el innovador original? Si se trata simplemente de la apropiación de valor generado por
otros, como se deriva de su teoría de la renta, ¿ello significa que la propia innovación no crea
5 La explicación parte de la existencia de un fondo social de plusvalor, resultado del proceso social de producción,
del cual se servían los capitalistas individuales en su lucha competitiva y que resultaba en la igualación de la tasa
de la ganancia. 6“Finalmente, cuando se estudian las formas en que se manifiesta la renta del suelo, es decir, el canon en dinero
que se paga al terrateniente bajo el título de renta del suelo, ya sea para fines productivos o para fines de
consumo, debe tenerse en cuenta que el precio de cosas que no tienen de por sí un valor, es decir que no son
producto del trabajo, como acontece con la tierra, o que, por lo menos no pueden reproducirse mediante el
trabajo, como ocurre con las antigüedades, las obras de arte de determinados maestros, etc., pueden obedecer a
combinaciones muy fortuitas. Para poder vender una cosa, basta con que esta sea monopolizable y enajenable”,
El Capital, Tomo III, Décima tercera reimpresión, 1977, FCE, Colombia, pág. 590.
14
valor? Pero entonces, ¿Cómo explicar el valor contenido en mercancías que simplemente no
existían antes pero que satisfacen nuevos deseos?
Según la concepción marxista, el valor generado en una economía crece sólo en la medida en
que aumenta el número de trabajadores activos o porque se intensifique el proceso de su
explotación en la actividad productiva, aspecto que engloba el mayor valor que proporciona el
trabajo calificado y la imposición de ritmos de trabajo acelerados a través de la mecanización.
Si bien el valor producido por obrero podría disminuir al conquistar jornadas laborales de
menor duración, tendería a compensarse con la aceleración del trabajo que imprimían las
máquinas nuevas o con su mayor calificación. La diversificación de la producción y la
prodigiosa introducción de inéditos y mejorados productos del capitalismo moderno implicaría
que ese valor social –esa totalidad de “trabajo socialmente necesario”-- se repartiría entre un
número creciente de bienes, cuyo valor promedio tendería a ser cada vez menor. Esto tendría
que ser válido también para esa mercancía particular que es la fuerza de trabajo, definida
precisamente por el valor de los bienes y servicios que permiten su reproducción. Ahora bien,
es evidente que desde la época en que escribe Marx, a mediados del siglo XIX, el nivel de vida
del obrero se ha multiplicado significativamente en los países avanzados. ¿Qué sentido tiene,
en estas condiciones, afirmar que el valor de la fuerza de trabajo habría disminuido porque
disminuyó el valor de los bienes y servicios necesarios para su subsistencia? ¿Se abarata la
fuerza de trabajo ---menor valor-- a la par que el salario mejora significativamente su poder
adquisitivo? ¿Entonces, cuál es la relevancia del concepto de “valor”? Cabe señalar que los
marxistas saltan esta inconsistencia señalando que el valor para reproducir la fuerza de trabajo
está “históricamente” condicionado, por lo que un trabajador hoy en un país desarrollado no
iría a laborar sólo por condiciones materiales que resguardaran su subsistencia y la de sus
familiares.
La contradicción “insalvable” o antagónica entre trabajo y capital en Marx presuponía que la
distribución de los frutos de la producción, de su valor total, constituye un juego “suma-cero”:
lo que gana el capitalista es a expensas del obrero. Pero si se admite por abrumadora evidencia
que el progreso tecnológico puede proporcionar una suma creciente de valor, más allá del
crecimiento de la población y de la intensificación del proceso laboral, cabe perfectamente
postular una alianza entre trabajo y capital para impulsar innovaciones y mejoras en la
productividad, que resultaran en ganancias para ambos; un juego suma positivo. En este caso,
la relación no tenía por qué ser antagónica y, por ende, la caída inevitable del capitalismo no
15
sería tal. De hecho, ello constituyó uno de los pilares del exitoso desarrollo de la industria de
Japón y de otros países del lejano oriente en la segunda mitad del siglo XX, y es un elemento
central al paradigma tecnológico del capitalismo actual.
Si una teoría está incapacitada para dar una explicación convincente del fenómeno más
característico de su objeto de estudio, debe descartarse por otra u otras con mayor poder
explicativa, a menos que se asuma como artículo de fe. De hecho, muy pocos economistas hoy
en día dan crédito a la teoría del valor trabajo como explicación de la realidad. Incluso,
académicos marxistas debaten abiertamente su inutilidad y, por ende, su prescindencia con
relación a otros postulados del pensamiento de Marx.7
El socialismo realmente existente
Muerto Marx, la lucha de los trabajadores por conquistar mejoras laborales fue dando cada vez
más frutos. Para finales del siglo XIX y principios del XX, el mejoramiento progresivo en las
condiciones de vida del proletariado en los países europeos occidentales había amilanado su
ímpetu revolucionario. Sus luchas tendían a centrarse en lo reivindicativo y en mejorar su
representación en el entramado político existente. Señala al respecto Isaías Berlin (2017:230):
“Cuanto más eficaz era la organización política de los trabajadores occidentales, más
concesiones eran capaces de arrancar al Estado, más involucrados estaban en la vía de la
reforma pacífica, más solidaridad sentían, inevitablemente, hacia instituciones que
demostraban ser no el bastión de los reaccionarios de las predicciones marxistas, condenadas
por la historia a resistir, si bien ciegamente, inútilmente y de manera suicida, sino una entidad
mucho más flexible y propensa a las concesiones”.
En atención a ello, el líder y teórico del Partido Socialdemócrata Alemán, Eduard Bernstein,
postuló a finales del siglo XIX un camino evolutivo al socialismo, con base en reformas
sucesivas y la ocupación progresiva del Estado. Con ello auguraba la probabilidad de que el
socialismo en Alemania se lograría por medios pacíficos. A pesar de que contrariaba la idea
marxiana del Estado como instrumento de dominación de clase, Bernstein (1982) alegaba que
su visión correspondía a un marxismo maduro, propio del contexto de libertades que se iba
conquistando, muy diferente del entorno que motivó el Manifiesto Comunista, el cual suponía
7 Véase, por ejemplo, Roemer, John (1986), Analytical Marxism, Cambridge University Press,
16
la supresión violenta del Estado burgués a través de una revolución como única vía para
instaurar el socialismo. Otros marxistas criticaron duramente esta visión, pues abdicaba en la
práctica del papel predestinado de vanguardia revolucionaria de la clase obrera. Ello sembraba
dudas, además, sobre la inexorabilidad del socialismo.
La aparente predisposición a la lucha reivindicativa del proletariado planteaba un problema
para aquellos convencidos de los postulados revolucionarios de Carlos Marx. Vladimir I.
Ulianov (Lenin), en su famoso opúsculo, Que Hacer (1981), se adelantó a sustituir la
conciencia para sí de la clase obrera por la voluntad de un partido de cuadros que obraría en
nombre de los “intereses históricos” de esa clase. Es decir, si la mecánica del cambio social no
discurría de manera autónoma según las “leyes” descubiertas por Carlos Marx, correspondía al
partido forzar este cambio para asegurar que la Historia fluyese debidamente: una paradoja
para una concepción determinista del cambio histórico fundamentada en el desenvolvimiento
inevitable de fuerzas económicas y sociales. Como corolario, una vez conquistado el poder, la
Dictadura del Proletariado pregonada por el alemán no podía ser otra cosa que la Dictadura
del Partido y, por ende, de sus dirigentes. La flagrante contradicción que encerraba esta
propuesta –en el sentido de que las leyes “objetivas” del cambio social solo se materializarían
por obra de la voluntad revolucionaria-- en absoluto afectó el fervor de una militancia
ensimismada de saberse agente de un cambio bendecido por la Providencia. Asumir esta
postura significó, empero, el fin de la pretensión científica del materialismo histórico: las leyes
del cambio histórico no eran tales, por lo que sólo podía entenderse como ideología.
La primera experiencia pretendidamente socialista fue la de la revolución bolchevique en Rusia
en 1917, un país comparativamente atrasado en relación con las naciones europeas occidentales
que habían concentrado la atención de Marx. El cambio en las relaciones de producción tomó
la forma de una estatización –en nombre del proletariado-- de fábricas, comercios, bancos,
medios de transporte, animales de granja y tierras cultivables. Fiel al legado marxista, el estado
soviético desde sus comienzos entendió que su misión era superar la vía capitalista en el
desarrollo de las fuerzas productivas, concepción de progreso material que quedaría para
siempre plasmada en la famosa consigna de Lenin según la cual el socialismo se resumía en
“electrificación y soviets”. La apropiación por parte del Estado de los medios de producción
otrora privados –“la acumulación primitiva socialista”-- permitió concentrar ingentes recursos
para desarrollar la industria pesada y extender, de esta manera, las bases de la “reproducción
ampliada del capital” socialista. Pero muy a diferencia de lo que pronosticó Marx, ello no
17
ocurrió por “la liberación de sus fuerzas productivas” si no por la intensificación de la
explotación de la mano de obra para acumular en manos del Estado soviético enormes
excedentes para la inversión.
La revolución bolchevique provocó la reacción de las élites desplazadas, desatando una guerra
civil de terribles consecuencias. Se implantó inmediatamente una “economía de guerra” que,
dado el atraso industrial y productivo heredado de la Rusia zarista, recurrió al trabajo
compulsivo para afianzar las bases materiales del nuevo poder soviético, so pena de que éste
sucumbiera ante las graves amenazas que se cernían sobre él. La nueva sociedad nacía así
manchada por la imposición de relaciones laborales semi-esclavas, algo muy distinto del
entusiasmo por la actividad productiva y la creatividad que desplegarían obreros libres,
preconizada por Marx. Pero esto no se vislumbraba como una condición transitoria, previa a la
consolidación del bienestar material que haría posible el disfrute del socialismo. En palabras
de Trotsky, representaba un principio organizador, en el ámbito de lo económico, del poder
revolucionario:
“El principio mismo de servicios de trabajo compulsivo ha reemplazado tan radical y
permanentemente el principio de libre contratación como la socialización de los medios de
producción ha reemplazado a la propiedad privada... La única solución a las dificultades
económicas que es correcta desde el punto de vista tanto del principio como de la práctica es
la de tratar a la población, como a todo el país, como reservorio de la fuerza laboral
requerida... El fundamento de la militarización del trabajo son aquellas formas de compulsión
del Estado sin los cuales el reemplazo de la economía capitalista por una socialista se
mantendría para siempre como un sonido hueco. (...) Porque no tenemos ninguna vía al
socialismo salvo por la regulación autoritaria de las fuerzas y los recursos económicos del
país, y la distribución centralizada de la fuerza laboral en armonía con el plan general del
Estado. El Estado proletario se considera autorizado para enviar a todo trabajador adonde
sea necesario su trabajo”8.
Cabe señalar que concepción tan extrema no era exclusive de Trotsky. Nikolai Bujarin,
dirigente bolchevique que discrepaba de él en asuntos de importancia, expresó en un artículo
aparecido en 1920, lo siguiente:
8 Trotsky, L, The Defense of Terrorism: A Reply to Karl Kautsky, Labour Publishing Co., London, 1921, p. 126,
citado en Kolakowski, Op. cit., pag. 30. Traducción mía.
18
“La coacción proletaria en todas sus formas, desde las ejecuciones a los trabajos forzados, es,
aunque esto pueda sonar paradójico, el método de moldear la sociedad comunista a partir del
material humano del período capitalista”.9
Las penurias y severas hambrunas experimentadas por el estado de emergencia de la economía
de guerra en estos años iniciales llevaron a promover en 1921 la Nueva Política Económica,
una vez superada la amenaza de contrarrevolución. Ésta volvió a abrir oportunidades para la
actividad económica privada de pequeños y medianos negocios, tanto en el campo como en la
ciudad, en espera de tiempos mejores para avanzar en la “socialización” de los medios de
producción.
Según Mazower (2001:137), habrían perecido unos cinco millones de rusos en la hambruna de
1921-22 que siguió a la guerra civil. Una vez muerto Lenin se desata una polémica sobre el
camino a seguir entre una oposición de izquierda encabezada por Trotsky --cuyo vocero
económico más conocido fue Preobrazensky--, que pregonaba una radicalización del proceso
de socialización y un avance forzoso de la industrialización bajo formas colectivas y estatales
de producción, y otros miembros de la dirección del Partido Bolchevique agrupados en torno a
Stalin y Bujarin, quienes recomendaban un camino más pausado, que no rompiera con los
equilibrios entre campo y ciudad necesarios para asegurar los suministros de materia prima y
alimentos requeridos para el esfuerzo industrial y, con ello, aseguraran la paz y la estabilidad
del joven régimen.
Como se sabe, la alianza entre Stalin, Bujarin y otros liquidó a la llamada oposición de
izquierda y logró la expulsión de Trotsky de la URSS. Una vez superada esta amenaza a su
liderazgo, Stalin se volvió contra Bujarin acusándolo de derechista, para implantar de seguidas
la colectivización forzada del campo y la industrialización acelerada que había pregonado
Preobrazensky. Bajo la tesis de que la lucha de clases se agudizaba bajo el nuevo régimen,
emprendió en 1929 una feroz persecución contra los campesinos más acomodados, los
llamados kulaks, quienes fueron clasificados como contrarrevolucionarios. Muchos fueron
encarcelados, otros deportados a regiones remotas de la Unión Soviética, mientras los más
“afortunados” eran desplazados de sus hogares a otra zona de la región en que vivían. Se estima
9 Citado en Berlin, Isaiah, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editores, 2003, página 238-9 (pie de página).
19
que hayan podido ser deportados unos 10 millones de personas, mientras 30.000 habrían sido
fusiladas de inmediato (Mazower, op. cit,:140). La resistencia desplegada ante estos atropellos
dio fuerza a la idea de que se profundizaba la lucha de clases, por lo que se procedió a confiscar
tierras, animales y herramientas productivas, destruyendo así las bases materiales de vida del
campesinado. Su producción fue incautada masivamente para alimentar a los crecientes
contingentes de obreros incorporados al proceso de industrialización forzosa instrumentada
bajo Stalin. Muchos de éstos eran campesinos desplazados que migraban a la ciudad en busca
de medios de sustento. Su empleo fue regimentado y se les disuadía de cambiar de trabajo
mediante el control de sindicatos que habían perdido totalmente su autonomía para convertirse
en ejecutores de la política oficial. Se desató una hambruna pavorosa –holodomor-- en 1932 y
1933 que cobró millones de víctimas más. Como parte de este sometimiento se reimpuso el
sistema de pasaporte interno zarista que había sido abolido por la revolución, el cual servía
para impedir la salida de las víctimas de su territorio y/o la entrada de extranjeros al mismo.
Como advertía el historiador Tony Judt (2013), los kulaks liquidados a principios de los ’30
eran concebidos, no como víctimas de la represión estatal, sino como víctimas de la Historia.
Al oponerse a la colectivización forzosa del campo se habían colocado en su lado equivocado,
por lo que debían ser barridos. Recordaba un miembro del Partido:
“Se libra una pugna implacable entre el campesinado y nuestro régimen (…) Es una lucha a
muerte. Hizo falta el hambre para mostrarles quién manda. Cuesta millones de vidas, pero el
sistema de granjas colectivas está aquí para permanecer. Hemos ganado la guerra”.10
En esta vía hacia el poder absoluto Stalin aprovechó su posición de secretario general del
partido comunista para clamar por la observación de unos “principios leninistas” para legitimar
la supremacía indiscutible de la minoría dirigente y el sometimiento de la militancia a una
disciplina férrea, de naturaleza militar. La Dictadura del Proletariado se transformó en una
dictadura sobre el proletariado --crítica que le enrostraría Trotsky (1972)--, convertida en un
mecanismo de coerción social muy concreta que se amparaba en el ejercicio de la violencia de
Estado. El interés colectivo pasó a entenderse como lo que la vanguardia esclarecida
interpretaba que debía ser el interés colectivo, conforme a las circunstancias particulares que
se iban sucediendo. De tal forma se desvinculó de las necesidades y aspiraciones de personas
concretas, expresadas de manera individual o por medio de sindicatos, asociaciones y otras
10 Lewin, M., Making of the Soviet System, Londres, 1985, pp. 142-177, citado en Mazower, op. cit., p. 141.
20
organizaciones representativas, y pasó a ser el dictado exclusivo de cúpulas dirigentes en
nombre del devenir de la Historia. Contrario a lo que había pregonado el joven Marx, el cambio
de instituciones que resultaba de la revolución, lejos de permitir recuperar la “unicidad” entre
las esferas de lo político y de lo privado, terminaba suprimiendo a ambas bajo un régimen
totalitario que negaba la política e invadía cada rincón de la vida personal de los gobernados.
Esta usurpación del poder popular ya había llevado a la naciente república soviética a eliminar
a la llamada “oposición obrera” y a “nacionalizar” los sindicatos a comienzos de los años 20
(Hirszowics, M., 1977: 196) para convertirlos en correas de transmisión del Estado Proletario.
La justificación --en nombre de la Revolución-- de esta expropiación de los órganos de
representación por parte de la cúpula partidista sienta las bases para un ejercicio de poder, bajo
Stalin, análogo a las formas más extremas de nazi-fascismo.
En el plano político, todo fue subordinado a la voluntad personal de José Stalin, generando una
pirámide de poder vertical y obsecuente desde las bases hacia las jerarquías superiores,
fundamentada en última instancia en el uso de la fuerza contra cualquier disidencia. El aparato
político-partidista se constituyó en dominio de una clase privilegiada que decidía sobre los
recursos de la sociedad con apego a criterios de lealtad al partido y, en última instancia, al líder.
De hecho, las nuevas “relaciones de producción” consagraban el usufructo privilegiado de la
riqueza en manos de un grupo reducido de la sociedad –los apparatchiki-- que reforzaba su
dominio a través de una estructura de incentivos divorciada de la eficiencia económica y basada
en complacer al superior jerárquico, que fue lastrando el desarrollo productivo de la Unión
Soviética. Por su parte, la paranoia estalinista y los esfuerzos por defender y aumentar los
privilegios de la casta dirigente hacían del poder soviético una fuerza cada vez más
conservadora y negadora de lo que podría llamarse “progreso”, contrario a los fines
revolucionarios que le servían de inspiración. No obstante, seguía legitimándose
doctrinariamente a través de campañas propagandísticas en las cuales se auto-titulaba
campeona de los intereses de los pueblos oprimidos y enemiga del imperialismo.
De más está decir que el progreso tecnológico cada vez más complejo que alimentaba el
desarrollo de las fuerzas productivas presuponía necesariamente la creciente división del
trabajo y la especialización de las personas como agentes económicos –al contrario de las
aspiraciones de superar tal división profesadas Marx--, por lo que la edificación del socialismo
en la patria del proletariado obligatoriamente produjo diferenciaciones sociales dentro del
proceso productivo mismo, amén de la emergencia de una nueva clase dirigente resultado del
21
monopolio del poder por parte de la jerarquía comunista. La construcción del socialismo había
sido entendida como un proceso de industrialización forzosa bajo la égida central del Estado,
acompañada de la colectivización de la agricultura y la conculcación de libertades sindicales.
Fue impuesto por grupos minoritarios que se apoderaron de la maquinaria estatal, aplicando
métodos violentos contra quienes se interpusieran a la prosecución de sus propósitos. El
provecho sin restricciones de los recursos del Estado no tardó en prohijar una casta privilegiada,
amparada en un marxismo dogmático que legitimaba tal proceder por responder a las fuerzas
de la Historia, que engendró el apoyo incondicional de sus partidarios. El proletariado, supuesto
sujeto “liberado” por la revolución, pasó a ser explotado por esta nueva clase gracias al control
absoluto que ejercía sobre las palancas del poder. Ello le permitía comandar, para su usufructo
discrecional,11 porciones crecientes del producto social a expensas de la remuneración salarial.
Lo paradójico --señala Milovan Djilas en relación con la experiencia yugoeslava--, era que
muchos líderes y burócratas justificaban su provecho de las prebendas que les otorgaba el poder
como recompensa a sus responsabilidades en la conducción de la revolución:
“La nueva clase siente instintivamente que los bienes nacionales son, en realidad, propiedad
suya y que incluso los términos ‘socialista’, propiedad ‘social’ y ‘estatal’ denotan una ficción
legal general. La nueva clase también piensa que todo incumplimiento de su autoridad
totalitaria puede hacer peligrar su propiedad. En consecuencia, la nueva clase se opone a
cualquier tipo de libertad, ostensiblemente con el propósito de preservar la propiedad
‘socialista’. Toda crítica de la administración monopolística de la propiedad de la nueva clase
genera temores de una posible pérdida de poder”. (Djilas, M., 1957: 65)
Moshe Lewin (2007) cuenta cómo el mando personalista, omnímodo de Stalin dio paso, luego
de su muerte, a una creciente institucionalización del régimen en atención a los intereses de
una enorme burocracia que se había apoderado del Estado. Este estamento social vivía en
permanente zozobra por la paranoia del máximo jefe, pagando muchos de sus integrantes
“culpas” por los errores en la conducción de los asuntos de Estado con cárceles, destierro o
muerte. Una vez desaparecido Stalin, buscó seguridad y recompensa, generándose un vasto
aparato que se arrogó privilegios y que redundó en una “economía del despilfarro” que
contribuyó significativamente con el colapso del régimen.
11
“Ownership is nothing other than the right of profit and control. If оnе defines class benefits by tћis right, the
Communist states have seen, in the final analysis, the origin of а new form of ownership or of а new ruling and
exploiting class”. (Djilas, 1957: 35)
22
En el plano de lo privado, la estructura de complicidades y de vigilancia recíproca entre
ciudadanos anuló toda iniciativa individual que no coincidiera con el “interés colectivo” que,
para cada momento, dictaba el partido y, en última instancia, Stalin: la población sucumbió así
al totalitarismo. El filósofo polaco, Leslek Kolakowski argumenta la inevitabilidad del
totalitarismo también por razones económicas, incluso si la revolución hubiese ocurrido en un
país más avanzado:
“Si los motivos del lucro privado son erradicados, el cuerpo organizacional de la producción
–v.g., el Estado-- deviene en el único sujeto posible de actividad económica y la única fuente
de iniciativa económica que queda. Ello deberá, no por ambición burocrática sino por
necesidad, llevar a un incremento tremendo en las tareas del Estado y su burocracia. Eso es lo
que realmente sucedió. La sociedad civil –a diferencia del aparato estatal-- debe ser
económicamente pasiva y despojada de toda razón o posibilidad para tomar la iniciativa
económica. Sin impulsos desde el aparato estatal, ninguna actividad económica se genera en
la sociedad, excepto el margen insignificativo de pequeños productores, reliquias del pasado.
Lo que no es planificado por órganos del Estado simplemente no es producido, sean cuales
fuesen las necesidades de la sociedad” (Ibid., p. 31).
En su libro, El Gran Terror (1990), Robert Conquest narra el proceso que llevó a los juicios de
Moscú de los años 36-7. Señala que muchos dirigentes bolcheviques desistían de oponerse a
los designios de Stalin porque ello pondría en peligro la unidad del partido, instrumento
histórico de la revolución. Louis Fischer, intelectual británico que llegó a ser miembro del
partido comunista, señala que éste era la institución más formidable de la Rusia Soviética, por
sus requerimientos de austeridad, obediencia y dedicación impuesta a sus miembros, como
“una orden monástica”12. La disciplina y devoción del militante, y su lealtad absoluta a los
postulados de la dirigencia, desembocaron en su anuencia acrítica para con las barbaridades
cometidas por Stalin contra amplios sectores de la población en nombre de los fines superiores
de la revolución, así como contra la generación bolchevique que había acompañado a Lenin.
12
“The Communist's duties outnumbered his privileges. The Party expected him to be a model of antireligious
zeal, ideological loyalty, personal morality, and political devotion” (Koestler, et. al. 1949: 201)
23
El fracaso del socialismo
En realidad, lejos de “liberar a las fuerzas productivas”, la concentración de las decisiones
económicas en manos de los burócratas de la planificación centralizada y sujetas a dictados
emanados desde las alturas del poder creó un entramado sumamente rígido de directrices
detalladas, que ahogó por completo la iniciativa de las unidades productivas. La autonomía
para que pudieran optimizar su desempeño ante señales de precio fue reemplazada por dictados
formulados centralmente en forma de indicadores. A pesar del significativo esfuerzo soviético
por alcanzar y expandir las fronteras de la ciencia, fue poco lo que se filtró al campo del
quehacer económico. Rota la vinculación entre tasa de ganancia, competencia e innovación
tecnológica, había escaso incentivo para que la investigación científica y tecnológica se
materializara en mejoras de la eficiencia productiva.
Como bien lo reseña Moshe Lewin (1975), los estímulos a la producción quedaron plasmados
en las premiaciones otorgadas por cumplir (o superar) las metas establecidas en los planes
quinquenales. El abandono de criterios económicos para la asignación de los recursos
productivos y su reemplazo por decisiones políticas dio lugar a enormes despilfarros y grandes
ineficiencias. Un conocido ejemplo fue la meta de incrementar la producción de vidrio
expresada en toneladas, que llevó a los gerentes soviéticos a producir vidrios gruesos, pesados,
para uso habitacional y para automóviles. El intento de corregir esta distorsión especificando
más bien la meta en metros cuadrados de producción trajo como resultado el extremo contrario:
vidrios delgados para maximizar superficie.
No obstante, debido a la acumulación forzosa de excedentes y su disposición centralizada para
la inversión en la industria pesada, la economía pudo crecer significativamente durante los años
treinta --si bien a costa de enormes sacrificios--, mientras las potencias occidentales se hundían
en la más grave depresión del siglo13. Ello iría a nutrir durante mucho tiempo el mito de la
superioridad de la planificación centralizada frente a la acumulación irracional –“anárquica”--
del capitalismo, de la cual sacaría amplio provecho la propaganda de Stalin. Pero como
señalaría mucho más tarde el premio Nóbel de Economía, Paul Krugman (1999), el éxito
mostrado en el crecimiento de la producción soviética no se debió a incrementos en la
13 No obstante, la desclasificación de muchos archivos luego de la caída de la Unión Soviética reveló que las cifras
de crecimiento esgrimidas en la época estaban sobrestimadas. Ver, “The political economy of Stalinism in the
light of the archival revolution”, Ellman, Michael, Amsterdam Business School, University of Amsterdam.
24
productividad total de los factores14 derivada de mejoras en las fuerzas productivas, sino a la
sobreexplotación de la fuerza de trabajo.
La creciente ineficiencia soviética no fue mayormente percibida mientras prevalecía en el
mundo capitalista un estilo tecnológico fundamentado en la explotación extensiva de recursos
naturales, en particular de la energía. La capacidad del sistema soviético por acopiar
centralmente enormes recursos a expensas del consumo y canalizarlos a favor de grandiosos
proyectos le permitió competir con un patrón o estilo de producción basado en economías de
escala, propio de las grandes plantas manufactureras del mundo capitalista de la época. Prueba
de ello fue el formidable desarrollo de la industria espacial y militar soviética, áreas a las que,
por imperativos políticos, se concentraron enormes inversiones. En el plano de la producción
para usos civiles, el gigantesco complejo fabril Togliatti concentraba bajo un mismo techo la
producción de láminas de acero, partes y componentes, y el ensamblaje de los automóviles que
salían por el otro extremo.
Con la crisis energética de los 70 y el advenimiento de la informática, las condiciones de la
competencia en los mercados mundiales cambiaron dramáticamente. El nuevo estilo
tecnológico que comenzó a predominar a partir de entonces es intensivo en conocimientos y
requiere, por ende, de unidades productivas abiertas al intercambio de información, tanto hacia
adentro de la firma como hacia fuera. Al calor de la lucha competitiva en el mundo capitalista
las empresas tuvieron que abandonar sus estructuras jerárquicas a favor de organizaciones
mucho menos pesadas, más ágiles, planas, abiertas al conocimiento externo, y organizadas en
red con otros nodos generadores de información. La versatilidad, las economías de cobertura y
la capacidad de respuesta inmediata a las oportunidades y desafíos del mercado pasaron a
constituirse en los elementos determinantes del éxito económico, más que la capacidad por
concentrar enormes recursos en la prosecución de un fin específico uniforme. Todo ello
descansaba en el fortalecimiento de la creatividad y el aprovechamiento del talento humano
para intensificar los procesos de innovación y cambio tecnológico.
Paradójicamente, las relaciones de producción “socialistas” del modelo soviético terminaron
por ahogar el desarrollo de sus fuerzas productivas en la era de la llamada “tercera revolución
14 El incremento en la productividad total de los factores recoge el efecto del cambio tecnológico, de mejoras
cualitativas de los factores productivos, más allá de la intensificación de los procesos de trabajo que trae la
mecanización.
25
industrial” y precipitaron el colapso de su economía. La estructura descentralizada de toma de
decisiones de la economía de mercado fue, por el contrario, muy permeable a las adaptaciones
y cambios requeridos en las relaciones de producción para aprovechar plenamente las
potencialidades del nuevo estilo tecnológico. La inversión en capital humano –educación,
salud, asistencia social-- pasó a constituir la fuente del crecimiento económico (Romer, 1986).
Por una irónica treta de la historia, la herencia directa de la prédica marxista resultó ser su
propia negación en la forma de regímenes ultraconservadores, atrasados y dictatoriales.
Quizás la expresión más elocuente del atraso que busca hoy justificación en la retórica
marxiana lo constituya Cuba, país que ha padecido durante más tiempo que cualquier otro del
hemisferio occidental una férrea dictadura. La trágica conversión de una revolución libertaria
y popular, de múltiples actores y dispuesta a experimentar en la construcción de un sueño, en
la dictadura personalista de un líder indiscutible, amparada en la toma de la maquinaria estatal
por parte del Partido Comunista Cubano, puede encontrarse en la narración de un testigo
directo, Carlos Franqui (1982). Al cabo de 59 años en el poder el régimen mineralizado de los
Castro mantiene a su pueblo en un estado de pobreza extendida con base en libretas de
racionamiento y trabas severas a la realización de actividades productivas por iniciativa propia,
mientras que a los privilegiados del aparato político –la nomenklatura15- se les facilita una vida
sin mayores restricciones. Durante décadas rigió un odioso apartheid en contra del nativo, a
quien se le prohibía frecuentar hoteles, playas, restaurantes y tiendas reservadas para turistas y
jerarcas del Partido (Oppenheimer, 1992)16. Por otro lado, la penuria económica ha obligado a
reconocer las bondades de la inversión privada, siempre y cuando sea extranjera. Así, en cruel
paradoja, es permitida la inversión en la isla por parte de los expatriados, estigmatizados
cuando salieron como “gusanos” y “enemigos de la revolución”, pero al cubano que se quedó
le está vedado. Hoy se intenta imponer este modelo de atraso y oprobio en Venezuela, con
resultados similarmente desastrosos.
La conversión en ideología
A través de estas líneas se han examinado aspectos varios de la teoría de Marx que apuntan
claramente a descartar sus pretensiones de ciencia y a asignarle el carácter de ideología.
Siguiendo a Dijk (2006), entenderemos como ideología a una representación simplificada y
15 El término deriva de la ubicación jerárquica de los que ocupaban posiciones de poder en la antigua URSS. Ver,
Voslensky, M., 1981. 16 Esta discriminación fue abolida en 2008, como una de las reformas iniciales de Raúl Castro como presidente.
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sesgada del mundo que sirve para favorecer o promover los intereses y el dominio político de
determinado grupo o grupos social(es) o étnico(s). El sesgo ideológico de Marx se refleja tanto
en sus escritos originales, como en los desarrollos posteriores de sus seguidores, todo lo cual
contribuyó al cuerpo doctrinario de lo que hoy se conoce como marxismo. Quizás el criterio a
partir del cual sea más fácil o más didáctico abordar tal sesgo sea el de la verdad. En la acepción
positivista de ciencia, la verdad absoluta no existe, pero el método experimental, basada en la
falsabilidad de lo postulado por su contrastación con la realidad empírica y en su consistencia
lógica, permite aproximaciones cada vez más certeras acerca del fenómeno de estudio. En la
visión de Marx la verdad, por lo menos en lo que al campo de lo social se refiere, se definía en
función de su contribución con los fines ulteriores de la humanidad que, por antonomasia, era
la construcción de la sociedad sin clases que inaugurase el “reino de la libertad”. Lo que no se
prestaba para tales propósitos no podía considerarse verdadero.
Señala al respecto Isaíah Berlin (2017: 195-6):
“… lo que Marx condenaba en los valores burgueses no es que fueran objetivamente falsos …
en el sentido de ser refutables por criterios atemporales, sino que fueran burgueses; y, por
tanto, falsos en el sentido de que expresan o conducen a una visión de la vida y a una forma de
actuación que están en pugna con la pauta del progreso humano, y no pueden por ello, sino
distorsionar los hechos. La verdad en este sentido reside en la clarividencia de los hombres
más progresistas de la época: estos son, ipso facto, aquellos que identifican sus intereses con
los de las clases más progresistas de su tiempo.”
Emerge un criterio parcializado de verdad como los que alimentan los espíritus de secta: todo
lo que hace avanzar los propósitos de la revolución, es decir, con reemplazar al poder burgués
y asegurar la victoria del proletariado, cumple con el criterio de verdad. Tal identificación de
“verdad” y de la consecuente autoridad de quien la esgrimiese con los designios ulteriores de
un grupo identificable de personas era –en opinión de Berlin-- propio de las religiones.
…La jugada trascendental de Marx fue sustituir al Dios de las Iglesias … por el movimiento
de la historia: apostar todo a esto, identificar a sus intérpretes autorizados y redactar
demandas absolutas en su nombre y en el de ellos”. (ídem.,: 195-6)
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Esta noción tan comprometida de verdad cumplía el propósito de negar interpretaciones que
no estuviesen alineados con la teleología implícita en la prédica marxiana. Los valores e
intereses de quienes fuesen “objetivamente” contrarios a la revolución ---por su ubicación
respecto a los procesos productivos-- eran incompatibles con la providencia anunciada por su
“ciencia” de la historia, por lo que debían descartarse. Sus exponentes se convertían en seres
prescindibles, que deberían desaparecer. El burgués está condenado por esta incompatibilidad
y no tiene sentido intentar corregir sus posturas; irremediablemente sería liquidado.
Esto hace de la doctrina marxista un arma terrible, dice Berlin, “pues en verdad implica que
hay secciones enteras de la humanidad que son, literalmente, sacrificables” (Ibid.: 207)
Estaríamos en presencia, según este autor, de una división neo-calvinista de la humanidad,
representada por los que pueden salvarse y los que no. Marx proyectaba tal división contra el
marco inexorable del devenir histórico: aquellos que obraban para cumplir sus fines, y aquellos
que se habían colocado de su lado equivocado y objetivamente se le oponían. La fe en el
progreso, enraizada en las promesas de mejora continua de las condiciones de vida de la
humanidad, legadas por la supremacía de lo racional --pregonada por la Ilustración-- lograba
atraer las simpatías de muchos. Sobre todo, porque alegaba estar fundamentado en el análisis
científico de los hechos. Pero de plantearse esta división en términos raciales, étnicos o
religiosos --acota Berlin--, se retrata todo su horror intrínseco. Concluye:
“Una doctrina que identifica al enemigo y justifica una guerra santa contra hombres cuya
“liquidación” es un servicio a la humanidad desata las fuerzas de agresión y destrucción a
una escala sólo conseguida, hasta el momento, por movimientos religiosos fanáticos. Pero
éstos, al menos en teoría, predicaban la solidaridad humana: si el infiel aceptaba la fe
verdadera era bienvenido como un hermano. Pero el marxismo, al hablar de condiciones
objetivas y no de convicciones subjetivas, no podía permitir esto”. P. 208
Lo anterior se reflejó trágicamente en la primera experiencia de construcción del socialismo
que se conoció, la de los bolcheviques, como fue examinado arriba. La sensación de seguridad
que, para el militante comunista, causaba haber develado los secretos de la dinámica social e
histórica era sobrecogedora. Y siendo que el partido era depositario de los intereses históricos
del proletariado, era custodio de esas verdades, por lo que sus decisiones eran objetivamente
infalibles. En palabras de Arthur Koestler (1949: 34), quien fue ferveroso partidario a principio
de los ’30, ello era así,
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“...moralmente, porque sus fines eran los correctos, esto es, acordes con la Dialéctica
de la Historia, y estos fines justificaban cualquier medio; lógicamente, porque el
Partido era la vanguardia del Proletariado, y el Proletariado es la encarnación del
principio activo de la Historia”
En un mundo convulsionado por múltiples manifestaciones de injusticia, la matriz comunista,
forjada en la convicción de que era posible un mundo mejor si cada quien subsumía sus
intereses individuales en un esfuerzo común compartido, transmitía una sensación de seguridad
y de confianza en el porvenir, que sólo la fe puede otorgar. La veracidad o no de los hechos no
era importante ni era lo que determinaría la justeza de un planteamiento; lo real y, por ende, el
criterio revolucionario de verdad, dependería de su funcionalidad para con el ulterior fin
histórico. Todo lo que no encajaba con aquello era desestimado como distracciones o
interpretaciones equivocadas. Sigue Koestler (Idem.,: 49):
“Proletarios que no fuesen Comunistas no eran proletarios reales –pertenecían al
Lumpen-Proletariado o a la Aristocracia Trabajadora”.
Posturas como éstas llevaron a la aberración de evaluar las acciones políticas, no en función de
su valor intrínseco –si implicaban conquistas sociales específicas o no--, sino por sus
consecuencias para con los fines revolucionarios. Una iniciativa particular conducida con los
mejores propósitos y que alcanzara logros importantes podía ser “objetivamente” reaccionaria
si no avanzaba la causa del partido, ya que apuntalaría al capitalismo. Y tal apreciación le
correspondía hacerla el liderazgo partidista en atención a sus propósitos de lucha en un
momento determinado y en tanto que intérprete, por antonomasia, de los intereses históricos
del proletariado. Lo revolucionario hoy podría ser contrarrevolucionario mañana.
Recordemos que Lenin se apoyó en la distinción entre la conciencia de “clase en sí” y la
conciencia de “clase para sí” para concluir que la tarea del partido revolucionario fuese la
adjudicación de los intereses históricos que el proletariado no podía asumir por sí mismo,
limitado como estaba su horizonte a las reivindicaciones inmediatas. De esta manera emerge
una concepción de vanguardia separada y por encima de la masa obrera que, amparada en una
teoría revolucionaria, se arrogaría la potestad de señalarle al proletariado cuáles debían ser sus
posturas políticas. Esta usurpación de la representación de clase, criticada en su momento por
29
Trotsky17, demandaba una consagración a la “causa” y una fe irrestricta en la sabiduría del
liderazgo colectivo del partido bolchevique (comunista), cobijado eufemísticamente bajo el
principio del “centralismo democrático”. Fue alimentándose una mitología de lo épico y de lo
heroico en la lucha contra los opresores, y por la “liberación de la humanidad”, que llamaba a
sacrificios que reflejaran una mística revolucionaria. Por otro lado, la consabida afirmación de
que “la violencia es la partera de la Historia” –atribuida erróneamente al propio Marx18- resume
el criterio respecto a los medios de lucha esgrimidos para alcanzar el poder: el glorioso fin
justificaría siempre a los medios empleados en su prosecución. De esta prédica por el sacrificio
y su expresión en la disposición por arriesgar la vida a través de la lucha armada puede
entenderse, de paso, cómo se deriva en la prédica “socialista” un culto a la muerte –totalmente
ajeno a los ideales que pretendía profesar-- que lo asemejaría cada vez más al fascismo.
En su Miseria del historicismo, Karl Popper (1972) alerta sobre los peligros totalitarios que
encierra la pretensión de que el devenir de la humanidad está sujeto a leyes científicas,
propensas a ser instrumentadas por mentes esclarecidas en beneficio del progreso social.
Curiosamente, Popper, quien tuvo sus veleidades marxistas de joven, admitía que el marxismo
en principio tenía legitimidad en pretender constituirse en teoría científica del devenir histórico,
en tanto sus postulados podían someterse a la “falsabilidad” de la predicción. En la medida en
que fueron incorporándose argumentaciones ad hoc para explicar, ex post facto, los eventos
que la teoría fallaba en predecir, se transformó, según él, en ideología.
Posición similar asume Isaías Berlin (2017), quien denomina tal postura como “cientificismo”.
Sugiere que mentes entrenadas en metodologías científicas orientadas a precisar las leyes que
regulan su ámbito particular de estudio podrían pensar que la evolución social estuviese sujeta
a un ordenamiento similar. Un cuerpo doctrinario que aparentaba una consistencia interna a
prueba de críticas como el marxismo y que profesaba explicar el devenir de la historia conforme
a leyes que había descubierto, podría parecerles muy atractivo. Ello explicaría la fuerza que
adquirió el marxismo en muchos círculos intelectuales europeos. Pero la extracción
pequeñoburguesa de estos intelectuales era vista como un pecado de origen, que se intentaba
17 “Los métodos leninianos conducen a una situación donde la organización del proletariado sustituye al
proletariado, el Comité Central sustituye a la organización y finalmente el dictador sustituye al Comité Central.
Maximilian Lenin y los bolcheviques se representan una dictadura sobre el proletariado.” 18 Lo que sí se registra es la afirmación “Force is the midwife of every old society pregnant with a new one” (“La
fuerza es la partera de toda vieja sociedad preñada con una nueva”, traducción mía) Capital, Vol I, capítulo XXXI,
pág. 703, Progress Publishers, 1974.
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expiar acentuando el celo y la abnegación en el cumplimiento de las tareas encomendadas. La
militancia y la disciplina partidista le proporcionaban al pequeño-burgués los medios para
superar sus complejos de culpa. De ahí la ferocidad y crueldad de muchos intelectuales
comunistas.
Para aquellos militantes imbuidos en la doctrina comunista, oponerse a los designios de la
dirigencia equivalía a una suerte de blasfemia, pues desafiaba la teleología --heredada de la
Ilustración-- que confiaba en el dominio de la razón y en el progreso científico como fórmula
para acabar con las miserias que habían plagado a la humanidad desde sus orígenes. Rechazar
una filosofía de cambio asentada en las fuerzas inexorables de la Historia ofendía la moral de
aquellos que abrazaban esta convicción como artículo de fe. Quien no comulgaba con este
ideario era tildado de reaccionario, aun cuando no estuviese comprometido con la estructura
de poder existente. Ello alimentó una sensación de supremacía moral ante los detractores, que
legitimaba su descalificación ad-hominem.
Marxistas posteriores, perturbados por el perfil despótico de sociedad que emergía de la
experiencia estalinista, procuraron desarrollar una concepción diferente de los fundamentos a
partir de los cuales construir el socialismo. Argumentaban que la tecnología capitalista –es
decir, las fuerzas productivas desarrolladas bajo el capitalismo-- reproducían las relaciones
sociales de explotación y de dominio y, por tanto, no podían considerarse meros instrumentos
“neutros” para la construcción de un mundo diferente. Fundamentar el desarrollo del
socialismo con base en estos preceptos sería un contrasentido, pues reeditaría esos esquemas
de dominación y no implicaría ningún “salto cualitativo” a un nuevo orden superior,
emancipado19.
Cabe recoger, dentro de esta concepción, a un importante exponente de la Escuela de Frankfurt,
Herbert Marcuse (1968), a quien le inquietaban lo que, para él, constituían nuevas modalidades
de alienación que emergían de la sociedad de consumo en las economías opulentas, pletóricas
en bienes materiales y cultural-comerciales. Éstas alimentaban una sensación de bienestar en
la masa trabajadora que, como velo opaco, ocultaría la naturaleza explotadora de la sociedad
capitalista. Curiosamente, crítica una conquista –la mejora en el bienestar material de los
19 Quizás el exponente más conocido de esta vertiente crítica fue André Gorz. Véase, por ejemplo, su Crítica a la
razón productivista, La Catarata, Madrid, 2008.
31
trabajadores-- cuya insuficiencia en el pasado servía precisamente de fundamento de la
denuncia del capitalismo por parte del marxismo clásico. Ahora que la mejora en los niveles
de vida de la sociedad de consumo había desmentido el supuesto de la depauperación de las
masas, no quedaba más remedio que desarrollar la crítica con base en criterios ajenos a los de
las condiciones materiales de vida de una sociedad. Se apuntó entonces, como hace Marcuse,
a la “esencia” del ser humano, a sus potencialidades como ser multidimensional una vez
superadas las deformaciones a que se veía sometido por la civilización capitalista.
La idea de que la revolución debía implicar una ruptura con la linealidad del progreso
capitalista –un nuevo comenzar, cualitativamente distinto-- llevó a los neomarxistas a
reivindicar al “joven” Marx de los Manuscritos Económico-Filosóficos y La Ideología
Alemana, para reconstruir el concepto de alienación a partir de las premisas de la sociedad
capitalista avanzada. Podría argumentarse que, con ello, se abandonaban las pretensiones
“científicas” del Marx positivista de El Capital, por una visión mucho más ideológica que
exalta un deber ser propio de un estadio civilizatorio en el cual, superada la división y los
antagonismos de clases, el ser humano volvería a encontrarse con su “esencia
multidimensional” y la posibilidad de realizarse plenamente. Los neomarxistas reivindican este
filo de su crítica para enfatizar que la “verdadera” naturaleza del hombre --solidaria,
desprendida– sería otra muy distinta a la que pretende el sentido común burgués, con base en
la cual podría edificarse otra arquitectura social, nunca detallada en sus especificidades, que
consagraría la realización integral, “verdadera”, del ser humano.
La convicción de que la fundamentación ideológica de la revolución debería implicar una
ruptura trascendente con los valores de la sociedad burguesa ha llevado a la búsqueda de
referentes en el imaginario colectivo que, por fuerza, terminan apelando a recuerdos
mitificados de formaciones pre-existentes, idealizadas, de sociedad. Es a partir de ese
abrevadero, de sus anhelos postergados por restablecer una edad de oro alojada en algún lugar
del subconsciente colectivo, que los revolucionarios pretenden encauzar “las energías vitales
del pueblo” como fuerza capaz de derribar la institucionalidad del capitalismo moderno. En
apoyo a esta línea de argumentación cabe citar al antropólogo de origen rumano, Mircea Eliade:
“Hemos señalado … que Marx había vuelto a tomar uno de los grandes mitos escatológicos del
mundo asiático-mediterráneo, es decir, el papel redentor del Justo (en nuestros días, el
proletariado), cuyos sufrimientos están llamados a cambiar el estatuto ontológico del mundo.
32
En efecto, la sociedad sin clases de Marx y la consiguiente desaparición de las tensiones
históricas encuentran su más exacto precedente en el mito de la Edad de Oro, que, de acuerdo
con tradiciones múltiples, caracteriza el comienzo y el fin de la Historia. Marx ha enriquecido
este mito venerable con toda una ideología mesiánica judeocristiana: por una parte, el papel
profético y la función soteriológica que concede el proletariado; por otra, la lucha entre el
Bien y el Mal (…) Incluso, es significativo que Marx recoja en su doctrina la esperanza
escatológica judeocristiana de un fin absoluto de la Historia” (cursivas en Eliade, 1983: 191).
Evocar al comunismo como utopía encuadra en esta visión. Apela a sociedades primitivas
donde todo o casi todo se poseía en común o, en cualquier caso, era de usufructo común, como
referentes de la naturaleza humana que florecería de nuevo en la sociedad sin clases (Engels,
2017). Viene a la mente las sectas bíblicas, como la de los esenios o de las comunidades
cristianas primitivas, en las que había una clara proscripción del lucro, del afán por la riqueza,
hasta el punto de elevar la pobreza, la sencillez y la humildad a virtudes a ser emuladas. A los
ojos de sus epígonos bíblicos, era una manera de aproximarse al reino de Dios en la tierra. De
esta acepción perdura una especie de nostalgia romántica, una reverencia por una época de oro
de la humanidad en la que no existía la maldad ni el egoísmo, sino una comunidad hermanada
en torno a la noble prosecución del bien de todos. Asume, pues, la forma de un mito. Su prédica
legitimadora tiene carácter moralista, exaltando los deberes de la solidaridad, la cooperación y
del esfuerzo por el bien del colectivo, por sobre las apetencias individuales. Se justificó en la
antigüedad por la situación de pobreza, de baja y estancada productividad, que conformaba un
“juego suma-cero” en el plano económico, es decir, una situación en la cual la mejora en el
bienestar de una persona era necesariamente a expensas de la miseria de otros. Ello sustentaba
un criterio de justicia que abominaba de las diferencias de riqueza.
El comunismo pregonado por Marx, como fin ulterior de la humanidad, cerraría el círculo,
estableciendo –sobre bases cualitativamente superiores—los valores esenciales de esa edad de
oro. Pero pensar en tales términos evoca un estadio civilizatorio final estacionario, en el cual
la solución definitiva de los males de la sociedad establecería la felicidad eterna. El fin de la
Historia, como anunciara Huntington. Si las contradicciones y la lucha de clases son el motor
de la Historia, en una sociedad sin clases este motor se apagaría. Ello contrasta visiblemente
con la dinámica del mundo actual y plantea serios interrogantes referentes al papel y la
pertinencia del desarrollo científico y tecnológico como sustento de las mejoras en la
productividad sobre las que descansaría esa felicidad.
33
Comentarios finales
La creciente influencia del marxismo en las luchas obreras a finales del siglo XIX y principios
del XX, colonizó, con sus categorías, el pensamiento de izquierda. Como se sabe, tal
designación política se remonta a la Asamblea Nacional de la Revolución Francesa, en la cual
se sentaban a la derecha los Girondinos, propietarios de provincia, mientras que los Jacobinos,
de talante más radical, se ubicaban a la izquierda. La rivalidad entre estas dos facciones por el
control del poder llevó a estos últimos a apoyarse en “la calle” para imponerse. De ahí una
primera asociación entre “izquierda” y revolución, identificada con cambios extremos y con la
movilización popular. La derecha pasó a ser vista como defensora del status quo, conservadora,
que prioriza políticas atemperadas y opuesta a transformaciones profundas. De ahí la dicotomía
izquierda-derecha pasó a expresar la contraposición entre quienes buscan cambios radicales en
pro de la igualdad, la justicia y la libertad, y en contra de una estructura de privilegios que las
negaba, y aquellos que la defendían, protegiendo iniquidades y posiciones de poder. Con las
luchas por una mayor justicia social en los países avanzados, fue asentándose la “razón moral”
de la izquierda, en tanto fuerza impulsora del progreso y la justicia, enfrentada al usufructo
excluyente y opresivo del poder, encarnado en minorías privilegiadas y poderosas –de
“derecha”--, a quienes se identificaban con fuerzas del pasado.
En el imaginario de la izquierda marxista, la burguesía pasó a ser la clase explotadora, valida
de un Estado “burgués” como instrumento de opresión, que había que suprimir. Y los partidos
de izquierda en portadores de la “verdad” que rezumaba la doctrina “científica” del cambio
social, el materialismo histórico. Y, ciertamente, las luchas de los partidos socialdemócratas y
socialistas de inspiración marxista contribuyeron enormemente con la conquista de derechos
laborales y democráticos en los países de occidente. Ello cultivó aún más la noción de
supremacía moral en la contienda política contra las fuerzas del status quo y del atraso.
No obstante, con la toma del poder en Rusia por parte de los bolcheviques, las preocupaciones
de la izquierda revolucionaria pasaron a ser dominados por los imperativos de defensa del
nuevo régimen ante la contrarrevolución armada. La represión sin contemplaciones –el “terror
rojo” que esgrimiera desde la jefatura del ejército, Trotsky-- ocupó cada vez más el orden del
día, so pena que el frágil estado soviético sucumbiera. La razón de Estado pasó a ser un asunto
de sobrevivencia. Su evolución bajo Stalin desembocó en uno de los regímenes totalitarios más
oprobiosos de la historia moderna. La doctrina que había inspirado luchas sociales y libertarias
de los sectores oprimidos se utilizaba ahora para negarlas y eliminar todo vestigio de derecho
34
civil y democrático para cuestionar el control absoluto del poder por parte de los jerarcas del
partido. La izquierda marxista pasó de ser una fuerza consustanciada con las luchas contra la
opresión, por la justicia y la democracia, cuando estaba en la oposición, a defensora del poder
más excluyente, injusto y opresivo de libertades que ha conocido el siglo XX, una vez en
control de las palancas del Estado.
Pero siguieron vivas, bajo formas mitificadas, las nociones de justicia y libertad que servían de
fundamento a las categorías marxianas. La defensa de las dictaduras comunistas se planteaba
como parte de la lucha contra la explotación capitalista y contra las formas de opresión política
que lo sustentaban. Se reprimía salvajemente a los “enemigos del pueblo”, ¡nunca al pueblo!
La retórica revolucionaria pasó a sostener una ideología legitimadora de regímenes despóticos
que expoliaban la riqueza social en nombre de intereses colectivos. El fracaso del socialismo
en superar las insuficiencias e injusticias del capitalismo obligó a encerrarse en clichés y a
blindarse contra toda posibilidad de verse contrastado con la realidad que ocurría en los países
avanzados del mundo occidental. La prédica comunista terminó perdiendo toda pretensión de
ciencia: su legitimación se remitía a sus propios enunciados, a manera de un sistema cerrado,
inexpugnable a todo intento de contrastación con la realidad. Se convirtió en un “deber ser” de
carácter moralista que invocaba, en última instancia, virtudes de sociedades antiguas –
comunismo primitivo-- mitificadas. El propio Marx llamó esto una “falsa conciencia”, que
introyecta en la mente de los sometidos los argumentos que sustentan la dominación de élites.
Esta mutación, de pretendida ciencia a ideología legitimadora de injusticias, disolvió la
distinción con el fascismo --señalada en la historiografía de izquierda como polo opuesto al
comunismo--, sobre todo en cuanto a prácticas de gobierno. las enseñanzas de Marx
desembocarían, irremediablemente, al igual que el nacionalsocialismo, en totalitarismo. Esta
apreciación se pone de manifiesto en la experiencia de la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás
Maduro. De una prédica maniquea patriotera, de “pueblo” contra “oligarquía”, que invocaba
la épica de la insurgencia militar independentista, se pasó a esgrimir un “socialismo del siglo
XXI”, porque acomodaba mejor todavía la vocación absolutista de quienes ocupan hoy el
poder. El desmantelamiento del Estado de Derecho y la conculcación de libertades dio paso a
un Estado Patrimonialista (Weber, 1978), altamente militarizado, pero avalado por un ideario
que, al menos en sus expresiones primigenias, evocaba todo lo contrario. Y así, en nombre del
socialismo marxiano, una nueva oligarquía privatizó el poder político, aboliendo los derechos
civiles y libertarios que una vez sirvieron de inspiración a tantos marxistas.
35
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