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Cornélius Castoriadis Una sociedad a la deriva Entrevistas y debates [1974-1997] discusiones

6.2.a Castoriadis, C. (2006). Una Sociedad a La Deriva. Entrevistas y Debates

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Cornélius Castoriadis Una sociedad a la derivaEntrevistas y debates [1974-1997]

discusiones

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¡Este libro reúne las entrevistas y los debates en los que entre 1974 y 1997 par­ticipó Cornélius Castoriadis, el polifacético pensador que fue a la vez político,¡tíonomistar psicoanalista y filósofo.Defensor de lo que denominó "un proyecto de autonomía") en lo individual y en

|lo social, los temas "interminables" de su obra -el de la verdad y el de la vida teri sociedad- se encuentran en este volumen. Luego de entrevistas en las,que se ¿trazan las grandes etapas de su carrera, en particular la. experiencia:de |Socialismo o Barbarie, Castoriadis regresa incansablemente sobre la cuestión de m democracia -su carácter inacabado, su pasado y su futuro [si imkMUpapostarior]

isbn 987-1283-0S-9

www.katzeditores.com9 7 89871 2 8 3 0 5 7

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D e l m i s m o autor

La experiencia del movimiento obrero, Barcelona, 1979La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, 1983La sociedad burocrática, Barcelona, 1979Ante la guerra, Barcelona, 1986El avance de la insignificancia, Buenos Aires, 1997Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, 1988Figuras de lo pensable, Buenos Aires, 2001Sobre el "Político” de Platón, Buenos Aires, 2003Sujeto y verdad en el mundo histórico-social, Buenos Aires, 2004

Ce qui fa it la Grèce. Tome 1: D ’Homère à Héraclite. Séminaires 1982-1983, Paris, 2004

Capitalisme moderne et révolution. Tome 1: L'impérialisme et la guerre, Paris, 1979

Capitalisme moderne et révolution. Tome 2: Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne, Paris, 1979

La société française, Paris, 1979L’expérience du mouvement ouvrier. Tome 1: Comment lutter, Paris, 1974 L’expérience du mouvement ouvrier. Tome 2: Prolétariat et organisation,

Paris, 1974

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Cornélius Castoriadis Una sociedad a la derivaEntrevistas y debates (1974-1997]

Edición preparada por Enrique Escobar, Myrto Gondicas y Pascal VernayTraducido por Sandra Garzonio

discusiones

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Castoriadis, CornéliusUna sociedad a la deriva : entrevistas y debates, 1974-1997 - la ed. - Buenos Aires : Katz, 2006.352 p. ; 13x20 cm.

Traducido por: Sandra Garzonio

ISBN 987-1283-05-9

1. Filosofía Occidental. I. Sandra Garzonio, trad. II. Título CDD 190

Primera edición, 2006

© Katz Editores Sinclair 2949, 5» B 1428, Buenos Aires wvirw.katzeditores.com

Titulo de la edición original: Une société a la dérive. Entretiens et débats, 1974-1997

© Éditions du Seuil,Paris, 2005

ISBN: 987-1283-05-9 (rústica]ISBN: 84-609-8361-7 [tapa dura)

El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción íntegra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa del editor.

Diseño de colección: tholon kunstImpreso en la Argentina por Latingráfica S. R. L.

Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

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índice

Presentación

ITINERARIO

El proyecto de autonomía no es una utopía (1993)Por qué ya no soy marxista (1974)Las significaciones imaginarias (1981)Respuesta a Richard Rorty (1995)Guerras en Europa (1992)

INTERVENCIONES

“Si es posible crear una nueva forma de sociedad” (1977) Lo que no pueden hacer los partidos políticos (1979)Los envites actuales de la democracia (1986) “Atravesamos una mala época...” (1986)¿Hay vanguardias? (1987)Qué es una revolución (1988)Ni necesidad histórica, ni exigencia solamente “moral” : una exigencia política y humana (1988)Cuando el Este bascula al Oeste (1989)Mercado, capitalismo, democracia (1990)Una “democracia” sin la participación de los ciudadanos (1991)La guerra del Golfo reconsiderada (1991)Gorbachov: ni reforma ni vuelta atrás (1991)Guerra, religión y política (1991)Comunismo, fascismo, emancipación (1991)La ecología contra los mercaderes (1992)La fuerza revolucionaria de la ecología (1992)Una sociedad a la deriva (1993)Sobre el juicio político (1995)

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Ni resignación, ni arcaísmo (1995) Una trayectoria singular (1997)

Cronología y bio-bibliografía

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Presentación

Este volumen reúne entrevistas y debates en los que Cornélius Cas­toriadis, pensador proteiforme que fue con igual pasión militante político, economista, psicoanalista y filósofo, participó entre 1974 y 1997. Corresponden a la segunda parte de su carrera, esencialmente dedicada a la reflexión filosófica, después de la experiencia de la revista y del grupo Socialisme ou Barbarie (1948-1967). Debido a que esta última es estudiada en detalle en uno de los textos (1974), pode­mos afirmar que aquí se presenta al lector todo su itinerario intelec­tual.1 Esperamos que esta recopilación sea útil para todos aquellos que se acercan a este autor por primera vez, pues puede ofrecer un hilo conductor para orientarse en una obra a veces densa y compleja. Otros encontrarán en ella un resumen claro y cómodo de posiciones que -él mismo era muy consciente de ello- distan de ser evidentes para todos.

En este libro podrá verse en particular cómo dos cuestiones, la de la verdad y la de la vida en sociedad, eran para él en última instancia inseparables, y cómo ellas se encontraron unidas en su propia histo­ria. Como dice en uno de sus textos, son cuestiones propiamente “ interminables” -expresión que podría haber dado, además, título a esta recopilación-.

Preferimos comenzar, alterando el orden cronológico, con una entrevista de 1992, en la que Castoriadis presenta sucintamente lo que

1 Agregamos una cronología, también una bibliografía que no es exhaustiva, por cierto, pero que esperamos sea útil para aquellos que quieran profundizar.

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entendía en esa época -y encontraremos aquí posiciones que man­tuvo hasta el final de su'Vida- por “proyecto de autonomía” indivi­dual y colectiva. Luego, en esta primera parte, retomamos dos entre­vistas más extensas, también más trabajadas, que, como suele decirse, fueron sin duda muy atentamente “revisadas y corregidas por el autor”.2 La de 1974 contiene la presentación más completa que haya brindado sobre lo que fue el grupo y la revista Socialisme ou Barba­rie. Está hecha con la distancia suficiente (el grupo desapareció en 1967), pero también en un momento en que las cuestiones que se debaten están aún fuertemente presentes, tanto en el medio —restrin­gido, por cierto- que ha seguido o que descubre la revista, como en su propio trabajo. Encontramos resumidas aquí (así como en la entrevista de 1977 de la segunda parte de este volumen) las concep­ciones de Castoriadis sobre las grandes cuestiones estudiadas en la revista: la naturaleza económica y social de los países del antiguo blo­que “soviético”, la experiencia de la burocratización en la sociedad y en el movimiento obrero mismo, la ruptura con el marxismo, las posibilidades de una sociedad autónoma. En la entrevista sobre “Las significaciones imaginarias” (1982) presenta ideas que han estado en el centro de su reflexión desde La institución imaginaria de la socie­dad (1965-1975), en particular la naturaleza de las significaciones que

2 Lo mismo vale para otras largas entrevistas, retomadas luego en volumen, que también examinan el conjunto de sus posiciones políticas: “L’exigence révolutionnaire”, en Le Contenu du socialisme, París, uge, “ 10/18”, 1979, pp. 323- 366 [trad. esp.:“ La exigencia revolucionaria”, en La exigencia revolucionaria. Colección de escritos de Cornélius Castoriadis, Madrid, Acuarela, 2001]; “Une interrogation sans fin” (1979), en Domaines de l’homme, Paris, Seuil, 1986, pp. 241-260, reedición “Points Essais”, 1999, pp. 299-324. [trad. esp.: “ Una interrogación sin fin”, en Los dominios del hombre. Encrucijadas del laberinto u, Barcelona, Gedisa, 1995]; una de 1993 que da su título a la recopilación La montée de l’insignifiance, París, Seuil, 1996, pp. 82-102 [trad. esp.: E l avance de la insignificancia. Encrucijadas del laberinto rv, Buenos Aires, Eudeba, 1997]; y en el mismo volumen “ El deterioro de Occidente” (1991). Hay aquí tres excepciones: la respuesta a Richard Rorty, la conferencia de 1992 sobre las guerras en Europa y la última entrevista (1997) con Lilia Moglia, a la cual los responsables de esta edición dieron su forma definitiva.

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hacen que las sociedades “tengan cohesión”, significaciones que ha llamado “imaginarias”, pues no podría reducírselas a lo “real” ni a una dimensión “ racional-funcional”. Estas cuestiones fueron tam­bién el principal objeto de su enseñanza en L’École des Hautes Étu­des en Sciences Sociales (e h e s s) (1980-1995), que debía dar el material para una obra en varios volúmenes titulada La creación humana -un proyecto que no pudo concluir-.3 A pesar de que el debate con Richard Rorty no contiene una exposición de conjunto de las posi­ciones del autor, toca cuestiones lo suficientemente amplias como para que hayamos preferido incluirlo en esta parte. Lo mismo ocurre con la conferencia de 1992 sobre las guerras en Europa, que, además del interés intrínseco del tema, permite recordar la importancia que tuvo en la vida y en la obra de Castoriadis el análisis de la dimensión psíquica del ser humano.

Es sabido que los análisis más extensos que Castoriadis dedica a la realidad económica y social, ya sea en los textos de S. ou B. o en las actualizaciones de la reedición en “ 10/18”,4 se relacionan esencial­

3 Los seminarios de la e h e ss se están publicando con este título en las Éditions du Seuil. Han aparecido ya Sur Le Politique de Platon (publicación parcial del año 1985-1986) [trad. esp.: Sobre El Político de Platón, Buenos Aires, f c e ,

2003]; Sujet et vérité dans le monde social-historique (2002) (año 1986-1987) [trad. esp.: Sujeto y verdad en el mundo histérico-social, Buenos Aires, fc e ,

2004]; y Ce qui fa it la Grèce. 1. De Homero a Herâclito (2004) (publicación parcial del año 1982-1983) [trad. esp. en preparación].

4 En particular “Sur la dynamique du capitalisme”, S. ou B „ 12 (agosto- septiembre de 1953) y 13 (enero-marzo de 1954); los textos “Sur le contenu du socialisme” (1957-1958) son retomados en 1979 en Le contenu du socialisme; “ Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne” (1960-1961) (Capitalisme moderne et révolution, 2,1979) [trad. esp.: Capitalismo moderno y revolución, Madrid, Ruedo Ibérico, 1979], así como la “ Introducción ala edición inglesa...” (1974), en Capitalisme moderne... 2, donde dio su interpretación sobre el episodio inflacionario (1960-1970) de la posguerra. Pero también “ Technique” (1973) (en Les carrefours du labyrinthe, París, Seuil, 1978) [trad. esp.: Las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1986]; “Réflexions sur le ‘développement’ et la ‘rationalité’” (1974), en D om aines de l’homme, Paris, Seuil, 1986 [trad. esp.: “ Reflexiones sobre el ‘desarrollo’ y la ‘racionalidad’”, en Sobre el desarrollo, Kairos, 1980]; “Valeur, égalité, justice, politique...” (1975), en Les carrefours...

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mente con el mundo entre 1945 y 1975, cuyos dirigentes habían aprendido las lecciones (parcialmente) de la terrible experiencia del período situado entre las dos guerras. Este mundo, en su parte des­arrollada, se basaba en un equilibrio relativo entre la empresa capi­talista, el Estado y las diversas burocracias políticas y sindicales -los “ representantes” de los asalariados-. Criticando a aquellos que se aferraban a la idea de que existe uña dinámica de las contradiccio­nes objetivas del capitalismo descripta en lo esencial en El capital, afirmando que más de un siglo de luchas sociales había conducido a la transformación del capitalismo y a la aparición de una verda­dera política capitalista que toma en cuenta los intereses del sistema —globales y en el largo plazo-, Castoriadis se dedicó a demostrar que este universo sigue siendo labrado por las contradicciones y la irra­cionalidad propias de la organización burocrática de “una estructura social en la cual la dirección de las actividades colectivas está en manos de un aparato impersonal organizado de manera jerárquica, que actúa supuestamente según criterios y métodos ‘racionales’, que es privilegiado económicamente y reclutado según las reglas que de hecho él mismo dicta y aplica”.5 Por cierto, este universo no se encontraba al abrigo de las crisis, al contrario; pero estas crisis no dependían de los factores y de la dinámica que el análisis marxista había creído descubrir. El reverso -condición y consecuencia- de esta realidad es la destrucción de las significaciones, la irresponsa­

[trad. esp. en Las encrucijadas...¡.Véase también, parala etapa posterior, las páginas 128-212 de D evant la guerre, París, Fayard, 1981 [trad. esp.: Ante la guerra, Barcelona, Tusquets, 1986]; “ La crise des sociétés occidentales” (1982), en La montée de l'insignifiance, 1996 [trad. esp.: “La crisis de las sociedades occidentales”, en E l avance de la insignificancia, Buenos Aires, Eudeba, 1997]; y por último “ L a ‘rationalité’ du capitalisme” (1977), en el volumen póstumo Figures du pensable, París, Seuil, 1999 [trad. esp.: Figuras de lo pensable, Buenos Aires, fce, 2001].

5 “Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne” (1960-1961), en Capitalisme moderne... 2, p. 127 [trad. esp.: “ El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno”, en Capitalismo moderno y revolución, Madrid, Ruedo Ibérico, 1970].

6 Ibid., p. 48.

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bilidad de masa, y sobre todo lo que ha llamado la privatización, la retirada de la población de la esfera política: la población “se ocupa de sus asuntos, mientras que los asuntos de la sociedad le parecen escapar de su acción”.6 Ahora bien, esta evolución -esta ausencia de fuerzas capaces de oponerse a las tendencias destructoras del sis­tema- a la larga sólo podía abrir la puerta a un capitalismo librado a sus demonios: es lo que viene ocurriendo cada vez con más nitidez después de 1980. Castoriadis, ocupado cada vez más por su trabajo filosófico, no presentó análisis de conjunto7 de la sociedad posterior a 1980 y de la “contraofensiva” de las capas dirigentes, de esta fase caracterizada por el borramiento voluntario -y sin duda finalmente suicida para el sistema- de los actores estatales. De ahí el interés de las indicaciones que se encuentran en los textos reunidos en la segunda parte.

Se trata de entrevistas más cortas, de textos de circunstancia podría decirse, que, como tales, deberían alcanzar para desbaratar la leyenda de un Castoriadis indiferente a ia vida política a partir de cierto momento. Vuelve aquí incansablemente sobre la cuestión de la democracia: sobre su carácter inacabado, su pasado y su futuro en el mundo occidental. Se expresa con su vigor acostumbrado, sin pre­ocuparse demasiado por sutilezas (son textos de intervención y no de análisis, no lo olvidemos), con términos voluntariamente sim­ples pero que, sobre todo, no debemos creer simplificadores. Aque­llo que en Castoriadis es una afirmación brutal corresponde en general a un hecho brutal, cuyas características muy a menudo el tiempo no ha hecho más que revelar. El lector que tuviese alguna duda sobre este punto podría comparar la fecha de las entrevistas, el diagnóstico formulado en la época y lo que ocurrió después.

7 A pesar de que sólo en los últimos años -sabiendo que el tiempo le faltaría- abandonó sus esfuerzos por dar un análisis del “sistema mundial de dominación” y publicar el volumen sobre La dynamique du capitalisme previsto en la reedición de sus artículos en “ 10/18”. Sin embargo, en “La ‘rationalité’ du capitalisme” (1997) pueden encontrarse indicaciones sobre lo que habría sido la orientación de este trabajo.

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Dos ejemplos serán suficientes. Lo que se dice acerca de la retirada de los ciudadanos de los asuntos públicos podía parecer pesimista en los años 1970 o 1980. Hoy en los grandes países “democráticos”, e incluso en aquellos donde la democracia llamada representativa pare­cía más arraigada, a veces los gobernantes no “representan” más que a un elector entre cinco; y la mayoría de los miembros del cuerpo elec­toral a menudo se niegan a participar, de hecho, en la vida del sistema. Is verdad que desde 1995, y sobre todo desde 1999, en los países des­arrollados la pasividad ha dejado de ser total. Se crean movimientos, cuyos aspectos positivos sin duda habrían sido acogidos favorable­mente por Castoriadis. Pero tampoco nadie duda de que habría esti­mado que la condición indispensable para su éxito, aunque éste fuese parcial, es que sepan aprender todas las lecciones del siglo pasado, y en particular la de la experiencia totalitaria. Pues, con todo, la desecación del mar de Aral -que probablemente haya sido la catástrofe ecológica más grande del siglo-, o los millones de muertos de hambre en China, que fueron el precio del fracaso del “ Gran Salto hacia adelante”, no fueron los productos del reinado exclusivo de las relaciones “mercan­tiles”. Nada se hará, nada se obtendrá si no se entiende claramente que la impostura “liberal” no es la única forma de impostura, que el calle­jón sin salida “ liberal” no es el único callejón sin salida al que deba­mos temer para la humanidad de mañana.

Castoriadis se preguntaba también lo que podía ser el porvenir de una sociedad cuyo único freno es el miedo de la sanción penal. Hoy, después de Enron y tantos otros casos, cuando vemos desapa­recer como por arte de magia el equivalente del p b i anual de más de un Estado medianamente desarrollado, haría falta una tremenda ceguera para creer que sólo se trata de aspectos moralmente desagra­dables de la vida social, viejos como el mundo y sin relación con la estructura misma de nuestra sociedad; o para objetar que en los paí­ses no desarrollados la corrupción está desde siempre en todas par­tes; esto es indiscutible, pero muestra claramente lo que está en juego en nuestros países desarrollados. Nada, decía Castoriadis,8 “en

8 <Véase aquí, p. iu .>

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el discurso “liberal” o en los “valores” de la época explica por qué -excepto la amenaza del Código Penal- un juez no debería vender su juicio al mejor postor, o por qué un presidente no debería utili­zar su puesto para enriquecerse. Pero el Código Penal a su vez nece­sita jueces íntegros para funcionar”. Esto fue escrito hace quince años. Nos tentaría decir que aún no había visto nada (y sin embargo, los miles de millones de dólares volatilizados durante el escándalo de “Savings and Loans”, en los Estados Unidos, o el agu­jero en las cuentas del Crédit Lyonnais no fueron asuntos desdeña­bles). Hoy nadie lo duda: en eso estamos.

Durante más de treinta años, Castoriadis volvió sobre este pro­blema político esencial: la existencia de una “democracia” sin “demó­cratas”, tendiente a destruir continuamente el tipo humano que podría permitir su supervivencia, aun con la forma imperfecta que le es propia. Y sacó una conclusión de esto que hoy casi todo el mundo tiene que admitir: que nos encontramos frente a una “sociedad a la deriva”. Es verdad que cada uno intenta no sacar estrictamente nin­guna consecuencia de esta constatación. Cuando el problema se manifiesta en formas particularmente agudas, hablamos con grave­dad de catástrofe y afirmamos que nunca más será como antes; luego, pasado el pánico, nos apresuramos a olvidar. (Aquellos que creen que todo esto es una caricatura, pueden revisar la prensa de estos últimos cinco años.) Nuestra sociedad saturada de informacio­nes es también una sociedad amnésica; y aun cuando no lo fuese, se han desplegado los más grandes esfuerzos para que se concentren en buenas manos los medios de acallar toda función crítica y borrar eventualmente toda memoria, como pudimos ver recientemente en Francia. Sin embargo, todos aquellos que se preocupan por la cosa pública deberían prestar la atención necesaria a estos problemas, pues tarde o temprano harán sentir sus efectos de manera tal que será difícil escurrirse. La invocación ad nauseam del “socialismo” y de la “dictadura del proletariado” no evitó que un día explotase ante los ojos de todos lo que estas palabras escondían: en grados diversos, terror, opresión, desigualdad e ineficacia económica. La repetición mecánica de los términos “Estado de derecho” y “economía de mer­

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cado” no podría reemplazar indefinidamente la consideración ya no de lo que estas palabras podrían querer decir, sino de las realidades históricas concretas que abarcan actualmente: acumulación sin fin (en todos los sentidos de la palabra), destrucción del medio ambiente, retirada de la población de la esfera pública, descomposi­ción de los mecanismos de dirección de nuestras sociedades. Al res­pecto, las posiciones de Castoriadis -el proyecto de autonomía- sin duda merecen ser tomadas en cuenta verdaderamente; lo que hasta aquí, por lo que sabemos, no se ha hecho.

No hemos dudado en corregir algunos lapsus o errores evidentes en los textos publicados, ni en introducir modificaciones estilísticas menores. También hemos efectuado cortes (señalados) para evitar repeticiones inevitables en el momento, pero que corrían el riesgo de aburrir en un texto que puede leerse de un tirón, conservando según el caso tal versión más concentrada o más desarrollada de una misma idea. Va de suyo, sin embargo, que aquellos que están familiarizados con la obra, encontrarán aquí muchas formulacio­nes, pues Castoriadis, como otros buenos espíritus del pasado, esti­maba que una cosa justa puede decirse dos, tres e incluso cien veces. Decir que casi no se preocupaba por estas repeticiones o rea­nudaciones casi literales es poco: no habría querido perder un minuto tratando de evitarlas. Pero, más allá de que esta recopila­ción no está destinada de manera prioritaria a los lectores que tie­nen un conocimiento profundo de la obra, la evocación de cosas que van en contra de la corriente de lo que se lee o de lo que se escucha de manera cotidiana puede ser un ejercicio saludable, aun para éstos. Ojalá que esta obra, de todos modos, despierte en algu­nos las ganas de ir (o de volver) a textos donde las posiciones del autor se presentan de manera más extensa.

Por último, como todo se olvida, nos planteamos si era necesario introducir notas -aunque más no fuese para recordar, por ejemplo, a nuestros lectores más jóvenes lo que había sido la muy rimbau- diana “Unión de la izquierda”, que quería “cambiar la v ida-”. Des­pués de reflexionar, preferimos presentar una cronología que per­mite situar las diversas entrevistas en su contexto histórico. Salvo

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algunas excepciones debidamente señaladas en el texto, los diferen­tes títulos fueron elegidos por los responsables de esta edición. Sus notas a pie de página (esencialmente citas o remisiones a otros tex­tos del autor) fueron colocadas entre corchetes “oblicuos” o “que­brados” : O .

E. E., M. G. y P. V.

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El proyecto de autonomía no es una utopía1

¿Por qué no le gusta el término “utopía”?

No es que no me guste, es que respeto la significación exacta y origi­nal de las palabras. La utopía es algo que no tiene lugar y que no puede tenerlo. Lo que yo llamo proyecto revolucionario, el proyecto de autonomía individual y colectiva (ambos son inseparables) no es una utopía sino un proyecto histórico-social que puede realizarse, nada muestra que sea imposible. Su realización no depende más que de la actividad lúcida de los individuos y de los pueblos, de su com­prensión, de su voluntad, de su imaginación.

El término utopía volvió a estar de moda en los últimos tiempos, un poco por la influencia de Ernst Bloch, un marxista que, mal o bien, se había acomodado al régimen de la r d a , y nunca hizo la crí­tica del estalinismo y de los regímenes burocráticos totalitarios: encontraba así una suerte de pretexto, una palabra que le permitía diferenciarse del “socialismo realmente existente”. Más reciente­mente, el término fixe retomado por Habermas, porque después de la quiebra total del marxismo y del marxismo-leninismo, parece legiti­mar una vaga crítica al régimen actual mediante la evocación de una transformación socialista utópica, con perfume “premarxista”. De hecho es todo lo contrario, pues nadie puede comprender (salvo que

i <Entrevista del 28 de diciembre de 1992, con Jocelyn Wolff y Benjamin Quénelle, publicada en la revista Propos, N ° io, Estrasburgo, marzo de 1993,

pp. 34-40 .>

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sea filósofo neokantiano) como puede criticarse lo que es a partir de lo que no puede ser. El término utopía es mistificador.

¿Qué es el proyecto de autonomía individual y colectiva?

Es e\ proyecto de una sociedad en la cual todos los ciudadanos tienen una igual posibilidad efectiva de participar en la legislación, en el gobierno, en la jurisdicción y en definitiva en la institución de la socie­dad. Este estado de cosas presupone cambios radicales en las institu­ciones actuales. Aquí es donde puede llamárselo proyecto revoluciona­rio, entendiendo que revolución no significa matanzas, ríos de sangre, la exterminación de los chouans o la toma del Palacio de Invierno. Es claro que tal estado de cosas está muy lejos del sistema actual, cuyo funcionamiento es esencialmente no democrático. Llaman democráti­cos a nuestros regímenes falsamente, porque son oligarquías liberales.

¿Cómo funcionan estos regímenes?

Estos regímenes son liberales: no utilizan esencialmente la coacción, sino una suerte de semiadhesión blanda de la población. Esta última fue penetrada finalmente por el imaginario capitalista: la meta de la vida humana sería la expansión ilimitada de la producción y del con­sumo, el supuesto bienestar material, etc. Como consecuencia de ello la población está totalmente privatizada. El métro-boulot-dodo [“metro, trabajo y a dormir” ] de 1968 se volvió coche-trabajo-televi­sión. La población no participa de la vida política: no es participar el hecho de votar una vez cada cinco o siete años por una persona que no se conoce, sobre problemas que no se conocen y que el sistema hace todo para evitar que se conozcan. Pero para que-haya un cam­bio, para que haya de verdad autogobierno, es preciso cambiar las instituciones, claro está, para que la gente pueda participar en la dirección de los asuntos comunes; pero también es preciso, sobre todo, que cambie la actitud de los individuos hacia las instituciones y hacia la cosa pública, la res publica, eso que los griegos llamaban tá koiná (los asuntos comunes). Pues hoy, dominación de una oligar­

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quía y pasividad y privatización del pueblo no son más que las dos caras de la misma moneda.

Hagamos un paréntesis, un poco teórico. Siempre hay, de manera abstracta, tres esferas en la vida social considerada desde el punto de vista político. Una esfera privada, la de la vida estrictamente personal de la gente; una esfera pública en donde se toman las decisiones que se aplican obligatoriamente a todos, públicamente sancionadas; y una esfera que puede llamarse público-privada, abierta a todos, pero donde el poder político, aunque es ejercido por la colectividad, no debe intervenir: la esfera donde la gente discute, publica y compra libros, va al teatro, etc. En la jerga contemporánea se han mezclado la esfera privada y la esfera público-privada, sobre todo desde Hannah Arendt, y esta confusión aparece todo el tiempo en los intelectuales que hablan de “sociedad civil”. Pero la oposición sociedad civil/Estado (que es de fines del siglo xviii) no basta, no nos permite pensar una sociedad democrática. Para ello, debemos utilizar esta articulación en tres esferas. Retomando los términos griegos antiguos, debemos dis­tinguir entre el oikos (la casa, la esfera privada), la ekklesía (la asamblea del pueblo, la esfera pública) y el agorá (el “mercado” y el lugar de encuentro, la esfera público-privada). Bajo el totalitarismo, las tres esferas están totalmente confundidas. Bajo la oligarquía liberal, hay a la vez dominación más o menos clara de la esfera pública por una parte de la esfera público-privada (“el mercado”, la economía) y supresión del carácter efectivamente público de la esfera pública (carácter privado y secreto del Estado contemporáneo). La democra­cia es la articulación correcta de las tres esferas, y el devenir verdade­ramente público de la esfera pública. Esto exige la participación de todos en la dirección de los asuntos comunes, y exige a su vez institu­ciones que permitan que la gente participe y que la inciten a hacerlo. A su vez, esto es imposible sin igualdad política efectiva. Es éste el ver­dadero sentido de la igualdad: una sociedad no puede volver a la gente igual en el sentido de que todo el mundo sería capaz de correr cien metros en diez segundos, o de tocar admirablemente hAppassíonata. Pero puede volverlos iguales en cuanto a su participación efectiva en todo poder instituido que exista en la sociedad.

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Es esto el proyecto de autonomía, cuya realización, evidentemente, aire problemas considerables. Nadie, solo y de antemano, puede tener la solución de los mismos; solamente la sociedad, si se pone en movi­miento, podrá resolverlos. Por ejemplo, es claro que una sociedad democrática es incompatible con la enorme concentración del poder económico que existe hoy. Es igualmente claro que también es incom­patible con una seudoplanificación burocrática. También está la cues­tión de la libertad en el trabajo. Los ciudadanos no pueden ser escla­vos en sus trabajos cinco o seis días por semana, y libres los domingos políticos. Hay entonces un objetivo de autogobierno en la esfera del trabajo: es lo que llamo desde hace más de cuarenta años la gestión de la producción por los productores; por cierto, esto también plan­tea problemas, por ejemplo, la participación de los técnicos y de los especialistas. Implica también un mercado que sea un verdadero mer­cado, no como el de hoy, un mercado dominado por los monopolios y los oligopolios, o por las intervenciones del Estado. Todas estas transformaciones presuponen -y van a la par de- una transformación antropológica de los individuos contemporáneos.

¿La cultura de los individuos, en definitiva?

Podemos llamar a esto cultura. Se trata de la relación estrecha y pro­funda que existe entre la estructura de los individuos y la del sistema. Hoy los individuos son conformes al sistema y el sistema a los indi­viduos. Para que la sociedad cambie, hace falta un cambio radical en los intereses y en las actitudes de los seres humanos. La pasión por los objetos de consumo debe ser reemplazada por la pasión por los asun­tos comunes.

¿Cómo puede crearse esta pasión por los asuntos políticos? ¿Cómo esti­mularla?

No lo sé. Pero sé que ha existido en la historia. Hubo momentos, e incluso épocas, en que los individuos se interesaron apasionadamente por los asuntos comunes. Salieron a la calle, pidieron cosas, impusie­

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ron cierto número de ellas. Si vivimos hoy en un régimen liberal, no es porque este régimen nos haya sido otorgado por las clases domi­nantes. Los elementos liberales en las instituciones contemporáneas son los sedimentos de las luchas populares en Occidente desde hace siglos, luchas que comienzan con los combates llevados a cabo a par­tir del siglo X por las comunas para obtener un relativo autogobierno. Si hoy constatamos una atonía, incluso una atrofia de las luchas, nadie puede decir que sea éste el estado definitivo de la sociedad. De todos modos, no hay y no habrá jamás estado definitivo de la sociedad. Ape­nas se había secado la tinta de los textos de Fukuyama cuando su idio­tez quedaba ruidosamente demostrada por la historia.

Si se perpetuase el estado de apatía, de despolitización, de privati­zación actual, asistiríamos ciertamente a crisis mayores. Volverían a la superficie con una acuidad hoy insospechada el problema del medio ambiente, por el cual nada se ha hecho; el problema de lo que se llama el tercer mundo, de hecho, las tres cuartas partes de la huma­nidad; el problema de la descomposición de las mismas sociedades ricas. Es la retirada de los pueblos de la esfera política, la desaparición del conflicto político y social lo que permite que la oligarquía eco­nómica, política y mediática escape de cualquier control. Y esto, de aquí en más, produce regímenes de irracionalidad llevada al extremo y de corrupción estructural.

¿No choca el proyecto de autonomía, fundado en la participación de los individuos en los asuntos de la colectividad, con los efectos letárgicos de la televisión y de los medios de comunicación?

La televisión actual es un medio de embrutecimiento colectivo. Y en Francia aún no hemos visto nada. Aquí una película se corta dos o tres veces con la publicidad, mientras que en los Estados Unidos o en Australia, por ejemplo, los cortes publicitarios duplican o tripli­can la duración de la película. Esto, además, no es una maldición “norteamericana” Es el molde capitalista, la publicidad -por lo tanto, los sponsors- dominan los medios de comunicación. En Le Monde Frappat y Schneidermann lo señalan todas las semanas: los

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programas más o menos interesantes están a la una de la mañana. Si quisiera ponerse la televisión, la radio y los demás medios modernos de comunicación al servicio de la democracia, esto exigiría cambios enormes, no sólo en el contenido de los programas sino también en la estructura misma de los medios de comunicación. Éstos, tales como son hoy, encarnan una sociedad de dominación en su estructura tanto material como social: un polo emisor, una cantidad indefinida de re­ceptores anónimos, aislados y pasivos. El papel de los medios de corriunicación es totalmente conforme al espíritu del sistema y con­tribuye poderosamente con el embrutecimiento general. No tenemos más que recordar cómo fue “cubierta” la guerra del Golfo.

¿Cret que el sistema que critica es un sistema moderno? ¿Vivimos en una era posmoderna, o rechaza usted esta noción?

Ya critiqué el término “posmoderno” en El mundo fragmentado. La modernidad duró aproximadamente dos siglos, de 1750 a 1950. Des­pués entramos en lo que yo llamo la época del conformismo genera­lizado. La modernidad era el cuestionamiento permanente de lo que estaba establecido, tanto en filosofía como en política y en arte. Desde 1950 aproximadamente, este fenómeno casi ha desaparecido. Fecha arbitraria y esquemática, por cierto, pero fue alrededor de ella cuando el inmenso soplo creador que había animado a Occidente durante dos siglos empezó a debilitarse hasta desaparecer casi por completo.

¿Piensa usted que la idea de progreso ya no existe?

La idea de progreso sigue existiendo, es claro, aunque esté cada vez más apolillada. Es una significación imaginaria que ha durado lo que ha durado, y que durará mientras pueda durar. Pero como idea es falaz. No podemos hablar de progreso en la historia de la huma­nidad, salvo en un ámbito, en el dominio de lo conjuntista-identita- rio (es lo que yo llamo lo ensídico), digamos el dominio de lo lógico- instrumental. Hay un progreso, por ejemplo, en la bomba H con

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relación al sílex, puesto que la primera puede matar mucho más y mejor que el segundo. Pero en las cosas fundamentales, no podemos hablar de progreso. No hay progreso ni regresión entre el Partenón y Notre-Dame de París, entre Platón y Kant, entre Bach y Wagner, entre Altamira y Picasso. Pero hay rupturas: en la antigua Grecia, entre el siglo vin y el siglo v, con la creación de la democracia y de la filosofía; o en Europa occidental, empezando por los siglos x y xi, acompañada por una cantidad enorme de creaciones nuevas, que culmina en el período moderno.

Pero, con todo, en la noción de progreso está la idea según la cual la suerte de la generación siguiente ha de mejorarse con respecto a la de la generación precedente. ¿No fue esto mismo lo que suscitó la adhesión del proletariado durante la industrialización?

¿Ha de mejorarse con respecto a qué criterio? El capitalismo ha basado toda la vida social en la idea de que la “mejora” económica era la única cosa que contaba -o la cosa que, una vez realizada, daría el resto por añadidura- Marx y el marxismo lo siguieron en esta vía. Durante mucho tiempo, mientras el proletariado luchaba contra su explotación, no tenía como único objetivo la “mejora” de su nivel de vida; pero evidentemente, a la larga, este imaginario esencialmente capitalista, compartido con el marxismo, también penetró en la clase obrera. Es cierto que hubo con el capitalismo una expansión econó­mica fantástica (que, mirando hacia atrás, habría sido inimaginable incluso para Marx). Pero, como vemos hoy, ha sido a costa de des­trucciones irremediables infligidas a la biosfera. Y su condición tam­bién ha sido la lucha de los obreros por el aumento de la remunera­ción de su trabajo y por la reducción de la duración del tiempo de éste. Así fue como se crearon los mercados internos, agrandados constantemente, sin los cuales el capitalismo se habría desmoronado por crisis de sobreproducción; así fue como también se reabsorbió el desempleo potencial engendrado por el crecimiento de la produc­tividad. El desempleo actual se debe al hecho de que el aumento ace­lerado de la productividad del trabajo desde 1940 fue acompañado

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por una reducción muy débil de la duración del tiempo de trabajo, lo opuesto de lo que había sucedido de 1840 a 1940, donde la duración del tiempo de trabajo semanal se redujo de 72 a 40 horas. Esta obse­sión por el aumento de la producción y del consumo está práctica­mente ausente en las otras fases de la historia. Como ha mostrado -entre otros- Marshall Sahlins (en Edad de piedra, edad de abundan­cia), la duración del tiempo de trabajo en las sociedades paleolíticas era de dos a tres horas diarias; y ni siquiera puede llamarse a esto tra­bajo en el sentido contemporáneo: la caza, por ejemplo, era también una fiesta colectiva. El resto del tiempo la gente jugaba, charlaba, hacía el amor. Lo que se llama “progreso económico” se obtuvo mediante la transformación de los humanos en máquinas de produ­cir y de consumir.

¿Es posible encontrar placer trabajando?

Por supuesto, con la condición de que el trabajo tenga un sentido para quien lo hace; y esto depende tanto de los objetos producidos como de la organización de la producción y del papel del trabajador en ésta.

En Francia hay tres millones de desempleados. ¿Cómo explicar que el sistema social no estalle?

Muy buena pregunta. En primer lugar, no es seguro que el statu quo dure indefinidamente. Luego, el peso del desempleó está limitado, en parte, por la existencia de una red social de protección que no es des­deñable. Y sobre todo, este desempleo alcanza de manera desigual a las diferentes capas y secciones de la población. La miseria apunta particularmente a ciertas categorías —locales, étnicas, etc.- cuya fuerza de protesta es reducida y cuya marginalización a menudo des­emboca en la transgresión y en la desviación, pues su reacción no toma una forma colectiva. Hablamos antes de la condición principal para el crecimiento del desempleo: el mantenimiento de una dura­ción del tiempo de trabajo constante a pesar del alza de la producti­

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vidad. También hay otra: el abandono de las políticas keynesianas de mantenimiento de la demanda global -hecho que, en gran medida, había condicionado a los “treinta gloriosos” de la posguerra- en pro­vecho de un neoliberalismo estúpido: Thatcher, Reagan, Friedman, los Chicago Boys, etc. Asistimos a cosas absolutamente increíbles. Por ejemplo, comienza a observarse ahora en Suiza cierto aumento del desempleo; en respuesta a ello el gobierno federal reduce los gastos públicos. Es exactamente la política de Hoover en los Estados Unidos a principios de la Gran Depresión de 1929 a 1933, la política de Laval en Francia (aconsejada por Jacques Rueíf ) de 1932 a 1933. Se responde a la deflación con más deflación. La realidad de la descomposición mental de las capas dirigentes supera lo que podía prever la teoría de manera razonable.

¿Piensa usted que los ecologistas o los partidos alternativos pueden encarnar esa renovación que estaría necesitando tanto la sociedad?

La corriente ecológica es positiva como tal, pero los partidos ecolo­gistas existentes son totalmente miopes desde el punto de vista polí­tico. No ven el lazo indisoluble de los problemas ecológicos con los problemas generales de la sociedad y tienden a convertirse en un lobby ambientalista.

Para concluir: usted que señala la importancia del reconocimiento de la alteridad del otro a nivel individual en su proyecto de autonomía, ¿podría darnos su opinión sobre el “derecho de injerencia”?

El problema es muy complejo. Usted conoce la famosa frase de Robespierre: “A los pueblos no les gustan los misioneros armados”. Nadie puede dejar de observar que la situación es terrible en muchos países del tercer mundo, donde las tentativas de implanta­ción, ya sea del “socialismo”, ya sea del capitalismo liberal, han fra­casado. En Somalia y en Etiopía reaparecen los enfrentamientos tri­bales, sin límites; en la India, las matanzas recíprocas entre hindúes y musulmanes; en Sudán, la tentativa del gobierno islamista de

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imponer por la fuerza la ley islámica a las poblaciones cristianas y animistas del sur; el caos sangriento en Afganistán; en algunas repú­blicas de la antigua Unión Soviética, la vuelta al poder de los comu­nistas después de asesinar a los opositores; las despiadadas guerras étnicas en el Cáucaso, o, sobre todo, en la antigua Yugoslavia, etc. Nadie puede permanecer indiferente ante estas monstruosidades. Pensamos, y con razón, que algunas significaciones creadas en y por nuestra sociedad y nuestra historia -respecto a la vida y a la integri­dad corporal, a los derechos humanos, a la separación de lo político y lo religioso, etc.- tienen, en derecho, una validez universal. Pero es trágicamente claro que estas significaciones son rechazadas por sociedades -o estados- que corresponden quizás a los cuatro quin­tos de la población mundial, y que las ilusiones liberales y marxis- tas acerca de la difusión universal “espontánea” de estos valores están por el suelo. ¿Se puede, se debe imponerlos por la fuerza? ¿Quién ha de imponerlos y cómo? ¿Y quién tiene el derecho moral de imponerlos? La hipocresía de los gobiernos occidentales a este respecto es flagrante. Los Estados Unidos intervinieron militar­mente en Panamá o contra Irak porque había intereses específicos en juego -poco importa su naturaleza- pero se oponen a cualquier intervención en Haití. El caso de la ex Yugoslavia es horrible, y está muy cerca de nosotros, desde hace un año no se hace más que par­lotear sobre el tema. Y por lo menos, en este caso, se parlotea y se envía “ ayuda humanitaria”. Pero si una crisis comparable estallase entre Rusia y Ucrania, ¿se hablaría de injerencia? Mientras nosotros hablamos, en Sudán continúa la guerra que lleva a cabo el gobierno islamista del norte para imponer la charia a las poblaciones no musulmanas del sur. Gran parte de esta guerra es financiada por Irán (que financia también a los integristas egipcios y magrebíes). ¿Por qué ese desinterés por las atrocidades del gobierno sudanés? Porque el Islam es un problema demasiado difícil de resolver, por­que está el polvorín de Medio Oriente y el petróleo. Los derechos humanos se violan sistemática y cínicamente en China, Vietnam, Indonesia (exterminación de una buena parte de la población del Timor), Birmania. ¿Se va a “injerir” allí? ¿Qué sería este derecho que

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castigaría a algunos pequeños ladrones y dejaría en paz a los gran­des gángsters? Yo creo que el “derecho de injerencia” es un eslogan típicamente kouchneriano.*

¿En el sentido bueno o malo del término?

En el sentido kouchneriano del término.

* Alusión a Bernard Kouchner, uno de los fundadores de la organización humanitaria Médicos del mundo; secretario de Estado, ministro de Salud y diputado europeo, fue también uno de los principales creadores del concepto “deber de injerencia”. [N. de la T.]

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tanto más cuanto que el campo de actividad de una organización revolucionaria no presenta los apremios “objetivos” que presentan otros tipos de actividad colectiva. Cuando se trata de trabajo produc­tivo, por ejemplo -sea alienado o no-, existe un apremio “objetivo” que tiende a minimizar los efectos de los factores mencionados ante­riormente. No ocurre lo mismo cuando se trata de una colectividad que, en un sentido, flota un poco en el aire, y que debe extraer de sí misma lo esencial de lo que piensa, de lo que quiere hacer y cómo quiere y debe hacerlo.

Ahora, si su pregunta significa: supongamos que esta organiza­ción existe, ¿cuáles deben ser sus tareas?, responderé, evidentemente, que a ella le corresponde definirlas, y que dependen en buena parte de factores coyunturales. Por mi parte, considero que deben cum­plirse tareas inmensas en el plano de la elucidación de la problemá­tica revolucionaria, de la denuncia de lo falso y de las mistificacio­nes, de la difusión de ideas justas y justificables, y de informaciones pertinentes, significativas y exactas; como también de la propaga­ción de una nueva actitud con respecto a las ideas y a la teoría. Pues hace falta a la vez romper el tipo de relación que la gente mantiene actualmente con las ideas y la teoría, tipo que siempre es esencial­mente religioso, y mostrar por lo tanto que no podemos permitir­nos decir cualquier cosa. Evidentemente, me parece igualmente esencial que la organización participe en las luchas en el lugar donde éstas se desarrollan y se vuelva su instrumento, con la condición de que esta participación no sea fabricada u orquestada. Establecer una nueva relación entre los revolucionarios -en el sentido que quere­mos dar a esta palabra- y el medio social comienza con la convic­ción de que la organización tiene tanto para aprender de la gente en la calle como ésta tiene de ella. Pero esto no quiere decir nada si no se concreta, y aquí otra vez se abre un enorme campo de invención para la actividad de los revolucionarios.

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Las significaciones imaginarias1

A continuación, dos de ¡as preguntas que han orientado su reflexión: ¿qué es lo que hace que los hombres permanezcan juntos para consti­tuir sociedades?, y ¿qué es lo que hace que estas sociedades evolucionen, que emerjan nuevas formas?

No se trata sólo de que los hombres “permanezcan” en sociedad. Los hombres no pueden existir más que en la sociedad y por la sociedad. Aquello que en el hombre, en lo que habitualmente llamamos el indi­viduo humano, no es social, es, por una parte, el sustrato biológico, el hombre animal; por otra parte, infinitamente más importante y que nos diferencia radicalmente del simple viviente, es la psique, ese núcleo oscuro, insondable, «-social. Núcleo que es fuente de un flujo perpetuo de representaciones que no obedecen a la lógica ordinaria, asiento de deseos ilimitados e irrealizables -y, por estas dos razones,

i <Entrevista con Michel Tréguer, difundida en France-Culture el 30 de enero de 1982, y publicada en Création et désordre. Recherches et pensées contemporaines, París, Ediciones L’Originel, 1987, pp. 65-99. Este volumen retoma charlas realizadas en el coloquio internacional “ Desorden y orden” que tuvo lugar en Stanford, del 14 al 16 de septiembre de 1981; la conferencia de Castoriadis “ El imaginario: la creación en el dominio histórico-social”, fue publicada en Domaines de l'homme, París, Seuil, 1986, pp. 219-237, reed. “Points Essais”, pp. 272-295 [trad. esp.: Los dominios del hombre, Barcelona, Gedisa, 1995]. Este coloquio estuvo precedido por otro sobre temas similares, en Cerisy, cuyos textos han sido retomados con el título de L’auto- organisation. De la physique au politique, bajo la dirección de Paul Dumouchel y Jean-Pierre Dupuy, Paris, Seuil, 1983.>

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incapaz de vivir en sí mismo en tanto tal-. Este núcleo debe ser puesto en razón, en todos los sentidos del término, por la imposición violenta de todo lo que pensamos habitualmente como “pertenecién- dcnos” : un lenguaje, una lógica bien o mal organizada, maneras de hacer, incluso maneras de moverse, normas, valores, etc. Imposición violenta no físicamente: es violenta porque violenta -y debe violen­tar- las tendencias inmanentes, propias de la psique. ¿Por qué nos­otros, europeos, no podemos bailar ciertas danzas como las bailan los africanos? No es “racial” : es social. Habitualmente se dice “cultural” : esto quiere decir social.

¿ Usted quiere decir que esta puesta en razón de la psique es lo que está en ju£go en el hecho de que los hombres constituyan comunidades sociales?

Sí. Yo pienso que eso que llamamos especie humana es un mons­truoso accidente de la evolución biológica. Esta evolución -la crea­ción de nuevas especies- ha desembocado “en cierto momento”, como se dice, en la creación de un ser que es inepto para la vida. Somos el único ser viviente que no sabe qué cosa es para él alimento, y qué cosa no lo es, qué cosa es veneno. Un perro enfermo va a bus­car las plantas que le hacen bien, nosotros cosechamos y comemos hongos venenosos. Un perro no tropieza, un hombre tropieza y se fractura. Un ser humano se suicida, mata a sus congéneres -por pla­cer o por nada-. Este ser, esta especie radicalmente inepta para la vida, sin duda habría desaparecido si no hubiese podido crear —no sabemos cómo- una forma nueva, una forma inédita en la escala de los seres, que es la sociedad: la sociedad como institución, que encarna significaciones y es capaz de adiestrar especímenes singula­res de la especie Homo sapiens de tal manera que pueden vivir, y, bien o mal, vivir juntos.

Está entonces la pregunta que yo planteaba: ¿qué es lo que da cohesión a una sociedad? Pero no debe tomársela en el sentido de un “contrato social” o de una “puesta en conjunto” de “individuos” que preexistirían a él. La mirada mítica e irreal de seres humanos tal como los describe Rousseau, que habrían vivido solos y libres en los

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bosques, cada uno muy lejos de los demás, y que deben “inventar” el lenguaje y la existencia en común, es completamente insostenible. Estos seres no habrían podido sobrevivir un solo instante. El sentido de mi pregunta es más bien el siguiente: ¿cómo puede ser que a tra­vés de esta extraordinaria cantidad de instituciones particulares, de instrumentos, de maneras de hacer, de particularidades del lenguaje, de significaciones portadas por este lenguaje como por todos los actos de los humanos socializados, cómo puede ser que a través de todo esto se fabrique de manera coherente esta fantástica unidad de los diferentes mundos sociales -ya se trate del mundo social francés con­temporáneo, o del mundo de los romanos, de los antiguos griegos, de los asirios, de los aranda o de cualquier otra tribu-? Cuando digo ins­titución, tomo la palabra en su sentido más profundo y más vasto, es decir, el conjunto de las herramientas, del lenguaje, de las maneras de hacer, de las normas y de los valores, etcétera.

¿De todo lo que es coherente en la sociedad?

De todo lo que impone -con o sin sanción formal- maneras de actuar y de pensar. De pensar, es preciso subrayar esto siempre. La gente cree que tiene un “pensamiento personal”; en verdad, en el pensador más original sólo hay una ínfima parte de lo que dice que no proviene de la sociedad, de lo que ha aprendido, de cuanto lo rodea, de las opinio­nes, de la atmósfera reinante o de una elaboración trivial de todo esto, es decir, de las conclusiones que pueden sacarse de ello o de las pre­suposiciones que pueden descubrirse ahí. Si quisiéramos cuantificar metafóricamente el núcleo nuevo de verdad en un Platón, en un Aris­tóteles, en un Kant, en un Hegel, en un Marx, o en un Freud, éste representa tal vez el 1% de cuanto han dicho o escrito.

Hay pues este extraordinario conjunto de instituciones que hacen que hablemos una lengua y no otra, que haya automóviles, que ellos nos sean familiares y podamos aprender a conducirlos, etc. ¿Por qué hay automóviles? Para que los haya, hacen falta fábricas; para ello hace falta que haya capital y obreros, y así sucesivamente. ¿Qué da cohesión a todo esto? ¿Cómo puede ser que todo esto posea una uni-

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<lad? Unidad que, observemos de paso, sigue siendo unidad incluso en condiciones de crisis" o de revolución, incluso cuando dos clases Luchan a muerte en una sociedad. Para luchar a muerte con alguien, hace falta un terreno común -aunque más no fuera el suelo-. En el caso de las clases, o de grupos sociales, no se trata del suelo físico, pero debe de haber envites que sean comunes en cierta manera, y tales envites no existen más que en un mundo común construido por la institución. ¿Cuál es entonces el origen de esta unidad? No puede responderse a esta pregunta verdaderamente; pero podemos profun­dizarla, confirmando que esta unidad deriva a su vez de la cohesión interna de un entretejido de sentidos, o de significaciones, que pene­tran toda la vida de la sociedad, la dirigen y la orientan: es lo que yo llamo las significaciones imaginarías sociales. Son ellas las que están encarnadas en las instituciones particulares y las animan; evidente­mente, utilizo metafóricamente los términos “encarnar”, “animar”, puesto que las significaciones imaginarias sociales no son espíritus, no son djinns/ Tomemos, precisamente, el ejemplo de los espíritus: para los pueblos que creen en ellos, es una significación imaginaria social -como lo son los dioses o Dios con D mayúscula, o la polis de los antiguos griegos, o el ciudadano o la nación-. Nadie pudo poner nunca una nación bajo el microscopio; es algo que no existe más que como una significación imaginaria que tiene cohesión, por ejemplo, todos los franceses que dicen: somos franceses. Y más allá del hecho de que se lo digan explícitamente, está el hecho de que participan, en algunos aspectos, de la misma manera de vivir, viven bajo las mismas instituciones particulares, etc. Asimismo, el Estado, o el partido -o la mercancía, el capital, el dinero, la tasa de interés-, o el tabú, la vir­tud, el pecado, son significaciones imaginarias sociales. Asimismo: hombre, mujer, niño, cuando se los toma no como categorías bioló­gicas sino en tanto seres sociales, son instituciones sociales. Y, cada vez, en su contenido concreto, ellas son específicas de cada sociedad y están formadas con respecto al conjunto de sus significaciones ima-

* Djinn: en las creencias árabes, espíritu del aire, genio bueno, o demonio.[N.delaT.)

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ginarias sociales. Para tomar un ejemplo banal: el componente macho en ciertas culturas no cae del cielo, tampoco está determinado por la geografía o el clima, ni tampoco por el estado de las fuerzas productivas; es una cierta posición imaginaria social del ser-hombre y del ser-mujer (que son complementarios, claro está). Asimismo, en lo que se refiere al “niño” -cuya enorme evolución histórica conoce­mos, por ejemplo, gracias a los trabajos de Ariés- Un niño polinesio, un niño estadounidense, un niño francés de hoy, son seres completa­mente diferentes, y el código genético no es el responsable de estas diferencias.

¿Por qué llamamos “imaginarias” a estas significaciones? Porque no son ni racionales (no podemos “construirlas lógicamente”) ni reales (no podemos derivarlas de las cosas); no corresponden a “ideas racio­nales” y tampoco a objetos naturales. Y porque proceden de aquello que todos consideramos como habiéndoselas con la creación, a saber, la imaginación, que no es aquí la imaginación individual, claro está, sino lo que yo llamo el imaginario social. También es la razón por la cual las llamo sociales: creación del imaginario social, no son nada si no son compartidas, participadas, por ese colectivo anónimo, imper­sonal, que es también cada vez la sociedad. Y lo que la sociedad es, no ha sido formulado por nadie de manera tan fuerte y tan clara como por Balzac, cuando dice, al comienzo de La muchacha de los ojos de oro, hablando de París: usted siempre le conviene, usted nunca le falla. Eso es la sociedad. Es usted un genio o un mediocre, un héroe o un criminal: usted le conviene siempre, usted nunca le falla. Unos segun­dos después de la muerte del hombre más importante, prosigue la vida de la sociedad, imperturbable. Como decía Clemenceau, los cementerios están llenos de hombres irremplazables.

Y al mismo tiempo, cada hombre, cada individuo, es casi la sociedad entera, en la medida en que refleja todo ese entretejido de significacio­nes imaginarias.

Absolutamente, lo incorpora. Es -como digo utilizando una metá­fora matemática- una parte total de la sociedad. Es decir, que si se

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pudiese analizar plenamente, desde este punto de vista, usted, yo, un polinesio, etc., de alguna manera se podría reconstituir la sociedad a la cual cada uno de nosotros pertenece: la porta con él, por así decir.

Creo que esto se vincula con algunas maneras de considerar el cerebro que tienen los biólogos o los neurofisiólogos actuales como holograma, es decir, una estructura donde una pequeña parte devuelve el conjunto y el conjunto se encuentra en cada parte.

Sí, hay algo de eso; podemos ver al individuo como un microcosmos social. ¿Puede haber una correspondencia entre esta organización de la sociedad y la organización biológica? Sí, hay una, y muy importante, es la clausura: en ambos casos hay clausura organizacional, una clausura informacional, una clausura cognitiva. Es claro que lo viviente, el orga­nismo biológico, no está clausurado en sentido energético o material, está en constante intercambio con su medio. Pero, en otro sentido, está cerrado sobre sí mismo: todo cuanto “aparece” no existe nunca para el organismo más que siendo retomado, refabricado, reelaborado a su manera. Podemos ver el organismo como una entidad sometida a per­turbaciones. Una clase entre estas perturbaciones no es “captada” por el organismo -no es interesante para él-. Las que son captadas son transformadas por el organismo en informaciones. El punto esencial es que no /za/“información” a granel fuera del organismo que espera para ser recogida; si algunas perturbaciones se vuelven informaciones, es porque la frontera del organismo es transformadora, no “refleja”, no sufre influencias pasivamente, es activa, y transforma estos “movi­mientos” del medio en informaciones, en algo -podríamos decir con un leve abuso de lenguaje- que tiene un sentido para el organismo.

¿Es decir que un mensaje sólo toma su significación para el organismo pasando por sus horcas caudinas, entrando en sus moldes?

Exactamente. Ejemplo trivial: las ondas radio no existían para los animales terrestres, y no existían para el hombre hasta que éste fabricó una prótesis específica para captarlas. De la misma manera,

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nosotros creamos el color. Se dirá: pero no lo creamos a partir de la nada. Por cierto, hay algo out there, como se dice en inglés, “allá”, “afuera”: radiaciones, ondas electromagnéticas. Pero estas ondas no “tienen” color: el estímulo se vuelve color por la acción creadora del organismo -la cual, además, no es verdaderamente localizable- No podemos ver sin ojos, claro está; pero la totalidad del sistema ner­vioso coopera en la visión. Y, al menos en el caso del ser humano, no es sólo la totalidad del sistema nervioso en sentido “electromagné­tico”, es todo su psiquismo y todo su pensamiento. Cuando vemos, pensamos, aunque no pensemos en ello. Por eso podemos ver mal: ver mal en el sentido material del término -porque el pensamiento interviene-. Mientras que, por lo general, nuestro pensamiento no perturba otras funciones, como la digestión, por ejemplo. ¿Dónde está la analogía con la sociedad? La sociedad, como cada especie viviente, como cada ser viviente, establece su propio mundo, en el cual, evidentemente, también está incluida una representación de sí misma. Entonces, la organización propia de la sociedad -es decir, sus instituciones, y las significaciones imaginarias que portan estas insti­tuciones— es la que plantea y define cada vez lo que es considerado información para la sociedad, lo que es simple ruido y lo que no es nada en absoluto, o cuál es el peso, la pertinencia, el valor de una información determinada, o cuáles son los programas -si queremos seguir usando el lenguaje cibernético- de elaboración de una infor­mación y de respuesta a ésta. Para resumir, es la institución de la sociedad la que determina cada vez qué es real para esta sociedad y qué no lo es. El ejemplo que mencioné en el coloquio: en Salem, hace tres siglos, la brujería era real, hoy ya no lo es. O bien esta frase sor­prendente de Karl Marx: “El Apolo de Delfos era en Grecia una fuerza tan real como cualquier otra”.

Para comenzar podríamos decir que cada sociedad contiene un sistema de interpretación del mundo -pero sería insuficiente: cada sociedad es un sistema de interpretación del mundo-. E incluso, de manera más rigurosa, cada sociedad es constitución, de hecho crea­ción, del mundo que vale para ella, de su propio mundo. Y su identi­dad no es otra cosa que este sistema de interpretación, o mejor, de

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donación de sentido. Por esta razón, si usted ataca este sistema de interpretación, de donación de sentido, la ataca más mortalmente que si atacase su existencia física, y, por lo general, ella se defenderá de manera mucho más salvaje.

Evidentemente, hay también diferencias radicales entre la clausura de una sociedad y la clausura de lo viviente, que son muy instructi­vas. Para lo viviente, su organización del mundo tiene una base física, material, que hoy pretendemos conocer más o menos: es su herencia genética, se relaciona con sus genes, con el a d n . Pero en la sociedad observamos que la transmisión de rasgos que se conservan se hace sin ninguna base genética. Ni el francés como lengua, ni las leyes vigentes en Francia se transmiten de generación en generación en función del a d n específico de los franceses. Otra diferencia, muy importante para mí, es que para la sociedad no hay eso que en teoría de la información se llamaría ruido. Todo cuanto aparece debe sig­nificar algo. Hay para la sociedad un imperialismo de la significación que no sufre excepción, por así decir. O bien, hace falta que el dispo­sitivo social decida explícitamente que tal cosa no tiene ninguna sig­nificación. Además, hay en el ser vivo una redundancia considerable de los procesos que fabrican información: la fabricación o la creación de la información por y para el ser viviente nunca es “económica”, hay una sobreproducción considerable (la cual, además, tiene una funcionalidad como tal: la redundancia es una garantía contra los errores y los malos funcionamientos). Pero en la sociedad se trata de algo diferente: aquí, fabricación y elaboración de la información lle­gan muy lejos, más allá de toda caracterización funcional posible, y aparecen como extendiéndose virtualmente, sin límites.

No voy a detenerme en el hecho de que no puede atribuirse una finalidad cualquiera a la sociedad fuera de la conservación de su propia institución, que, como hemos visto, es cada vez correlativa a significaciones imaginarias arbitrarias desde el punto de vista “racional” o “real”. Llego a un último rasgo diferencial importante, que es relativo a lo que en epistemología se denomina la cuestión del metaobservador. Cuando hablamos de lo viviente, ¿quién habla? Evidentemente, no es lo viviente mismo, ni su “medio”. Es una ter-

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cera instancia, el metaobservador, quien ve, o trata de ver, a la vez lo que ocurre (o lo que existe) para el ser viviente, desde el punto de vista del ser viviente, y “aquello a lo que corresponde” en el medio de este ser, más allá de la frontera del organismo; este metaobserva­dor trata entonces de establecer una correlación entre estas dos series, mientras que él mismo, estrictamente hablando, no está incluido en ninguna. Es así independientemente del hecho de que, como dijimos antes, no hay “determinación” por la experiencia de lo que es para el viviente, puesto que éste, a partir de las perturbaciones exteriores, crea un mundo para él. Esto no impide que -al menos idealmente- el metaobservador pueda asignar a cada elemento de este mundo de lo viviente una correlación con un elemento “exte­rior” : a la sensación del color, por ejemplo, hará corresponder vibra­ciones electromagnéticas de tal o cual amplitud de onda. Ahora, en el caso de la sociedad, no podemos hablar de metaobservador: los observadores de la sociedad no pueden “extraerse de ella”, pertene­cen a la sociedad. La sociedad -ciertas sociedades- produce sus pro­pios metaobservadores, y los produce a su manera. Por esta razón, siempre hacemos esta tentativa, a la vez inevitable e imposible, de estar en nuestra sociedad y de salir de ella para preguntarnos, por ejemplo: ¿que hay con la realidad fuera de nuestra institución del mundo? ¿Cómo vería el mundo a un hombre que no perteneciese a nuestra sociedad, ni a ninguna otra? Pregunta a la vez inevitable e irresoluble. Y, por otra parte, en la medida en que este trabajo de metaobservador puede hacerse, comprobamos que para esta socie­dad hay seres que existen macizamente para ella sin que posean correlato exterior: a escala gigantesca, una sociedad crea entidades que son para ella las más importantes, y para las cuales no tiene sen­tido buscar un correlato físico. Ejemplo: los espíritus, los dioses, Dios, las normas, las leyes, el pecado, las virtudes, los derechos humanos, etcétera.

Llego ahora a lo que considero un punto totalmente central: las dos dimensiones de la institución de cada sociedad. Brevemente: no hay sociedad sin aritmética; y no hay sociedad sin mitos. Paréntesis: en la sociedad contemporánea, la aritmética misma se ha vuelto un

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mito, puesto que esta sociedad, en gran parte, vive en la pura ficción de que todo es calculable y que sólo cuenta lo que puede ser contado. Pelo hay más, y mucho más importante. No hay mito sin aritmética; todo mito está obligado a apelar a los mismos esquemas que son la base de la aritmética, e incluso, explícitamente, a los números: Dios es Uno en Tres personas; hay doce dioses; Buda tiene mil caras, etc. Inversamente, no hay aritmética sin mito, puesto que siempre hay, en la base de la aritmética, una representación imaginaria de lo que son los números, de lo que es el universo de la cantidad, etcétera.

Aritmética y mito son dos ilustraciones claras de las dos dimen­siones en las cuales se despliega la institución de la sociedad: por una parte, lo que yo llamo la dimensión conjuntista-identitaria, por la otra, la dimensión propiamente imaginaria. En la dimensión con- juntista-identitaria, la institución de la sociedad opera (actúa y piensa) según los mismos esquemas que están activos en la teoría lógico-matemática de los conjuntos: elementos, clases, propieda­des, relaciones, todo lo cual es establecido de manera bien distinta y bien definida. El esquema operador fundamental aquí es el es­quema de la determinidad: en este dominio, la existencia es la deter- minidad; para que algo exista, debe estar bien definido o determi­nado; en cambio, en la dimensión imaginaria, la existencia es la significación. Las significaciones pueden ser localizadas, pero no están plenamente determinadas. Están indefinidamente vinculadas unas con otras mediante un modo de relación que es la remisión. La significación “sacerdote” me remite a la significación “religión”, que me remite a Dios, que me remite no sé a qué, pero en todo caso, ciertamente también al mundo como a su creación -por lo tanto también, por ejemplo, al pecado-. Las significaciones no son bien distintas y bien definidas, no están vinculadas entre sí por condi­ciones necesarias y suficientes, y no pueden ser construidas de manera “analítica”. Es vano tratar de descubrir “átomos de signifi­cación” a partir de los .cuales -volviéndolos a combinar, elaborán­dolos, etc.- se podría reconstituir el mundo de significaciones de nuestra sociedad o de una sociedad primitiva: estos edificios de sig­nificación no se pueden reconstruir por operaciones lógicas. Es

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también la razón por la cual organización y orden social no son réductibles a las nociones de orden o de organización matemáticas, físicas o biológicas. Pero lo que importa no es esta negación, sino la afirmación positiva: lo histórico-social crea un nuevo tipo de orden, se trata de una creación ontológica.

Hemos llegado así a la segunda pregunta, sobre la emergencia de lo nuevo en el campo social. Usted reconoce, evidentemente, que a pesar del principio de clausura que establece la especificidad absoluta de cada cultura, puede existir, sin embargo, una comunicación entre ellas, que nos permite, por ejemplo, hablar de nuestros vecinos o de nuestros pre­decesores. Pero no le parece que se pueda encontrar un principio de explicación a la evolución de las cosas sociales. Acaba de decirlo usted, cada estado nuevo de una sociedad es una creación ontológica.

La cuestión es muy compleja y hay que proceder por orden. En pri­mer lugar, toda tentativa de derivar las formas de la sociedad a partir de las condiciones físicas o de las características permanentes del ser humano, por ejemplo, el deseo, ya se trate del deseo freudiano, o de otras versiones del deseo...

...¿el deseo mimético, por ejemplo?

... por ejemplo. Sí, esas tentativas son estériles o incluso carentes de sentido. Si se habla de un deseo permanente en el ser humano, poco importa cómo se lo defina, y si se quiere hacer de él una “explica­ción” de la sociedad y de la historia, se llega a lo que científicamente es una monstruosidad: una causa constante que produce efectos variables. Por cierto, el deseo estaba allá, en Australia central o en Polinesia, tanto como está en París o en California. ¿Por qué, enton­ces, Ile-de-France o California no están habitados hoy por socieda­des primitivas?

Evidentemente, las diferentes creaciones históricas nunca se hacen sobre una tabla rasa -volveré sobre esto en un momento-. Antes, algunas palabras relativas a una observación de René Thom, que

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decía, a grandes rasgos, que criticar el determinismo equivalía a eri­girse en abogado de la pereza. Me parece evidente que si hay una acti­tud fundamentalmente perezosa es el determinismo; pues, ¿cuál es el programa, el anhelo, que sostiene todo el trabajo del determinista? Encontremos la única ecuación del universo (establezcamos una teo­ría de la gran-gran unificación), después de lo cual por fin podría­mos dormir felices por toda la eternidad. Si esto no traduce una pereza metafísica incoercible, no sé qué es la pereza. Por el contra­rio, en mi óptica, hay siempre una búsqueda muy importante en las condiciones de la creación histórico-social que resultan de lo conjun- tista-identitario (por lo tanto de cierto determinismo), y que son, en parte -pero siempre de manera fragmentada y lacunar- determina- bles, búsqueda que, a decir verdad, nunca puede agotarse; pues estas condiciones siempre están inmersas en otra cosa, que altera total­mente su manera de operar. ¿Qué hay en cualquier sociedad que sea aparentemente más simple, claro, transparente, que una herra­mienta? Y sin embargo: esta simplicidad, la aparente “herramentabi- lidad” desnuda de la herramienta, es una concepción occidental muy reciente. Para un salvaje, o para un hombre de una sociedad tradicio­nal, una herramienta es algo fantásticamente cargado: recuerden a Sigfrido y su espada, a Ulises y su arco.

Y, repitamos, a partir de las significaciones y de las representaciones imaginarias vinculadas con una herramienta, la manera de utilizarla, su forma, etc., podríamos reconstruir todo el imaginario social...

Absolutamente. Retomemos, por ejemplo, la fabricación de las nue­vas armas de Aquiles, en La Ilíada, por parte de Hefaistos (Vul- cano). Toma usted ese pedacito, esas armas de Aquiles, y todo el mundo de La Ilíada viene con él. Otro ejemplo, en otro orden de ideas: la economía contemporánea. Podría pensarse que en este ámbito -ámbito de lo cuantificable y de lo calculable por excelen­cia- sería fácil establecer relaciones deterministas que vinculen los fenómenos entre sí. Ahora bien, sabemos que está lejos de ser así, que los economistas nunca lograron constituir la “ciencia rigurosa”

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que querían constituir, y que se equivocan regularmente en sus pre­visiones. Si mañana el precio de la nafta fuera del doble, casi con certeza el consumo bajaría, ¿pero cuánto? Y si el salario real de los obreros disminuyese sensiblemente porque los precios aumentan mucho más rápido que los salarios, ¿qué pasaría? ¿Habría huelgas, otra cosa, o nada? La economía política no puede responder a esta pregunta, que remite directamente a la actividad de los hombres en la sociedad. Pero si no puede responder a ella, todo lo que dice de la determinación de las tasas de los salarios se vuelve secundario, y casi irrisorio. Todas estas bellas ecuaciones aparecen como lo que son: un edificio formal y vacío.

Creo que Kenneth Arrow, el Premio Nobel de economía, dice algo simi­lar; es muy modesto acerca de las posibilidades de previsión de los eco­nomistas.

Sí, Arrow tiene los pies sobre la tierra y ha formulado claramente esta constatación diciendo: no comprendemos, porque todo esto está inmerso en condiciones sociales y políticas. Pero también está inmerso en mucho más, en el magma de las significaciones imagina­rias sociales. Para volver al problema general: cada vez que reflexio­namos sobre la creación de una nueva forma de sociedad, o simple­mente sobre una alteración importante en nuestra sociedad, evidentemente, debemos preguntarnos: ¿qué es aquello que, de una u otra manera, en lo viejo preparaba lo nuevo, o estaba vinculado con él? Pero aquí, otra vez, hay que recordar el principio de clausura. Esto significa concretamente que lo antiguo entra en lo nuevo con la significación que le confiere lo nuevo -y no podría entrar ahí de otro modo-. Sólo hay que recordar, por ejemplo, cómo, desde hace siglos, los elementos y las ideas -ya sean griegos antiguos o cristianos- han sido redescubiertos, remodelados, reinterpretados constantemente en el mundo occidental, para ser adaptados a lo que tontamente se llama, de manera habitual, las “necesidades” del presente, es decir, en verdad, a los esquemas imaginarios del presente. Antes simplemente había disciplinas que se ocupaban de la Antigüedad clásica, como la

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historia y la filología; hoy se desarrolla una nueva disciplina muy importante, denominada a menudo historiografía, que es una inves­tigación sobre la historia de la historia y de la filología y su interpre­tación. Dicho de otro modo, se hace la pregunta de cómo y por qué se imputaban a los antiguos griegos tales ideas en el siglo x v ii , tales otras en el siglo xvm (véase, por ejemplo, la representación que se tenía de la democracia antigua en la época de la Revolución Fran­cesa), tales otras en el siglo xix, tales otras en la actualidad. Debemos 1 comprender cada vez lo nuevo para comprender la mirada de lo antiguo que esto nuevo se fabricaba (y recíprocamente, además: comprender, por ejemplo, la mirada de la Inglaterra victoriana hacia la Grecia clásica es especialmente esclarecedor sobre la Inglaterra victoriana).

"Vuelvo a la cuestión del pasaje de una forma de sociedad a otra. Es fácil constatar la pobreza y el vacío de todo aquello que ha sido propuesto como esquemas “explicativos”. Por ejemplo, y puesto que se ha hablado de la ayuda que los esquemas biológicos podrían aportar a la inteligibilidad de la historia, es claro que es Imposible aplicar -incluso vagamente- un esquema neodarwiniano a la evo­lución de las sociedades. ¿Qué se ve en Europa occidental, entre el fin de la Edad Media y los tiempos modernos? No una gran canti­dad de formas de sociedades que comenzarían a aparecer, y en que todas, menos una, resultarían ineptas para sobrevivir, y entonces dejarían el lugar a esta única apta. Vemos nacer una nueva forma de sociedad -la sociedad que finalmente se volverá la sociedad capita­lista- sin ninguna “variación aleatoria” ni “selección” que opere sobre los productos de estas variaciones aleatorias.

Asimismo, los nuevos principios sobre los cuales se ha discutido en este coloquio -el orden a partir del ruido o la organización a par­tir del ruido, que sin duda son importantes para la biología, incluso quizá para la física y la cosmología, como ha insinuado Prigogine- no me parece que puedan elucidar la emergencia de formas sociales nuevas. Por cierto, hay que ser muy prudente aquí, pues se trata de modos de pensamiento, de ideas, de maneras de encarar las cosas, que son muy recientes, y cuyas potencialidades no hemos explorado

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aún, lejos de ello. Acaso ellos podrán dar mucho más de lo que vemos actualmente; y en todo caso, debemos esperarlo. Pero, con todo, pienso que hay razones de principio por las cuales no podría llegarse muy lejos con estas ideas hacia una “explicación” o incluso hacia una inteligibilidad mayor de la emergencia de nuevas formas sociales. En primer lugar, ya lo he dicho, no puede hablarse verdaderamente de ruido en una sociedad; incluso no creo que pueda aplicarse aquí el término de desorden, en el sentido, por supuesto, que tiene este tér­mino en teoría de la información y en estas nuevas concepciones. Lo que aparece cada vez como desorden en una sociedad es desorden desde el punto de vista de su propia institución, pero no es “desor­den” en el sentido de estas nuevas teorías. Es algo que tiene su orden, y que es negativamente valorizado desde el punto de vista de la ins­titución existente. Cuando en la Revolución las multitudes con ham­bre avanzan sobre Versalles; o cuando se reúnen hoy diez mil jóve­nes motociclistas en la Plaza de la Bastilla y salen luego a recorrer París por todos sus rincones haciendo mucho ruido, y bien, precisa­mente, esto no es ruido, esto no es desorden. Son cosas ordenadas en sí mismas -y negativas desde el punto de vista del orden existente-. Asimismo, en los siglos xi, xii y xm, cuando emerge la primera bur­guesía -la protoburguesía- y forma las primeras ciudades libres -Villafranca, Freiburg, o Friburgo, etc-, ciudades que, en parte, esca­pan al dominio del orden existente, en particular señorial o feudal, tampoco este fenómeno puede tratarse como ruido o desorden -si no se trata desde el punto de vista de la sociedad feudal-, Pero para que adquiera la consistencia y la amplitud que pueden hacer de él desorden para la sociedad feudal, hace falta que sea orden en y por sí mismo: y en efecto, lo que observamos ahí es un nuevo orden, nue­vas significaciones imaginarias sociales. La burguesía sólo es burgue­sía en tanto que, en las primeras ciudades que funda, ya crea otra organización que no es la organización feudal. Con todo, esta bur­guesía tan desprestigiada -cuya apología no tengo la intención de hacer- no debe confundirse con el capitalismo. La protoburguesía es la primera capa social que reconstituye en Europa occidental una comuna política, una colectividad política. Por primera vez desde el

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fin de las ciudades antiguas. Esta colectividad política es radical­mente diferente del imperio, de la realeza o del papado, o del orden feudal; esta significación imaginaria, la colectividad como sujeto político, debe ser recreada, y porque ella es creada (re-creada) la bur­guesía puede existir como burguesía.

La diferencia radical entré el mundo biológico y el mundo histó- rico-social es que en este último emerge la autonomía. Podemos hablar, como Varela, de “autonomía” de lo viviente, pero esto es pre­cisamente lo que llamamos -también con Varela— la “clausura” : lo viviente tiene sus propias leyes, y nada puede aparecer en su mundo que, de una manera u otra, no sea conforme a estas leyes desde el punto de vista cognitivo. La clausura implica entonces que el funcio­namiento de este viviente, de este sujeto, de este sí mismo, y su correspondencia con lo que puede haber “afuera”, están gobernados por reglas, principios, leyes, que son dados de una vez por todas. Con la estructura de un conejo, o de una bacteria, todo está dado de una vez por todas para la especie considerada; esto cambia, por cierto, pero de una manera que sólo podemos concebir como aleatoria. Pero este fenómeno que acabamos de describir, y sus características esen­ciales, definen muy precisamente eso que llamábamos —en todo caso, eso que yo llamo- heteronomía en el campo histórico-social. Por ejemplo, es típicamente el caso de las sociedades primitivas, o incluso de las sociedades religiosas tradicionales, donde principios, reglas, leyes, significaciones, son establecidas como dadas de una vez por todas, como intangibles, no cuestionadas y no cuestionables. Este carácter no cuestionable está garantizado por representaciones ins­tituidas, que a su vez forman parte de la institución de la sociedad: todas las representaciones que aseguran que esta institución tiene una fuente extra social, fuente que es para ella origen, fundamento y garantía. Por ejemplo, como Dios ha dado la Ley a Moisés, en el pue­blo hebreo nadie puede levantarse para decir: la Ley es mala e injusta. Si lo dice, deja de ser hebreo -poco importa si lo lapidan o no, sale de esta sociedad, rompe algo absolutamente fundamental en la sociedad hebraica-, (De hecho, además, este alguien no se presenta.) Esta situación, precisamente, es, en sentido literal, una situación de hete-

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ronomía -es alguien diferente de nosotros quien nos dio la Ley, no es la sociedad la que crea su institución, ésta nos es dada o impuesta, poco importa, además: por nuestros ancestros, por los dioses, por Dios, por las Leyes de la Historia (véase el prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, del mismo Karl Marx, que citába­mos antes)-. Esta heteronomía es incorporada en las instituciones heterónomas de la sociedad, y en primer lugar en la estructura psico- social del individuo mismo, para quien la idea de un cuestiona- miento de la Ley es una idea inconcebible. Es evidente que esto posee una potencia fantástica al servicio de la conservación, de la preser­vación de la institución; de ahí el discurso que algunos redescubren hoy, y que de hecho existe desde hace por lo menos veinticinco siglos, según el cual el mejor, y, finalmente, el único anclaje confiable de toda institución de la sociedad es la religión. En efecto, tenemos entonces instituciones sagradas, que casi equivale a lo mismo.

Tal es el estado de la casi totalidad de las sociedades humanas en la casi totalidad de los períodos históricos, hasta donde estamos informados. Sobreviene entonces una creación histórica extraordi­naria que, hasta donde sabemos, tiene lugar por primera vez en la antigua Grecia, y que luego se re-toma, con rasgos completamente nuevos, en Europa occidental a partir del fin de la Edad Media. Es la creación histórica que hace ser la autonomía no como clausura, sino como apertura. ¿Qué quiere decir esto? Que en estas socieda­des, tanto en la antigua Grecia como en la Europa moderna, emerge una nueva forma de lo existente, del ser histórico-social, e incluso del ser a secas: estas sociedades cuestionan ellas mismas su institu­ción, es decir, cuestionan la ley de su existencia. Es la primera vez que vemos un ser cualquiera que cuestiona explícitamente, y cambia por una acción explícita, la ley de su existencia. Alteraciones de la institución de la sociedad puede haber en cualquier sociedad, pero no de esta manera: tal monarca absoluto sucedió a tal otro y cam­bió algunas leyes; o bien, con el tiempo, la sociedad alteró lenta­mente sus usos y costumbres. Pero en los dos casos que yo evocaba, la situación es totalmente diferente: aquí, el cambio de las leyes se hace conscientemente, las cuestiones se plantean abiertamente:

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¿nuestras leyes son justas? ¿Nuestros dioses son verdaderos? ¿Nues­tra representación del mundo es verdadera? Dicho de otra manera, se establecen las preguntas políticas radicales, como las preguntas filo­sóficas radicales. La pregunta filosófica: podemos re-formularla en el lenguaje que utilizamos más arriba. ¿Nos da la verdad nuestro sis­tema de crear información a partir de lo que “recibimos” - y esto incluye tanto los “filtros externos”, si puedo decir así, lo que ocurre “en la frontera”, como los procedimientos internos, las categorías, etc.-? Podemos hacer la pregunta de diferentes maneras: ¿es eficaz este sistema? ¿Corresponde a lo que es, de la manera más llana hasta la más profunda?

No comprendo cómo puede plantearse esta pregunta, puesto que dijimos antes que incluso la noción de lo real, y la noción de lo verdadero, eran internas a la clausura.

Usted tiene mucha razón al plantear esto; pues lo que usted plantea es la cuestión misma de la verdad y de la realidad, como la plantean estas sociedades; mientras que para un primitivo, la realidad y la ver­dad de su representación no plantean preguntas; puede pensar, por ejemplo, que aquello que le presenta su sueño ocurre realmente -es una idea muy difundida-, y decir entonces: esta noche estuve en tal lugar; o bien que tal árbol de la jungla está habitado por tal espíritu, por lo tanto hay que hacer o evitar tales cosas, etc. -para él, todas estas representaciones heredadas corresponden a la verdad y a la rea­lidad, y nunca son cuestionadas-. La ruptura que ve la luz en Grecia y resurge luego en Europa occidental consiste en que las representa­ciones heredadas son cuestionadas, y, finalmente, las ideas mismas de verdad y de realidad. Comienzan por serlo concretamente: por ejem­plo, Tales, al preguntarse: ¿es verdad todo lo que se dice en los mitos, o en la Teogonia de Hesíodo, o bien habría un elemento único a par­tir del cual estaría formado el mundo? Pero también, inmediata­mente, esta pregunta se duplica, se pliega sobre sí misma, y -e s éste el verdadero comienzo de la filosofía como reflexividad- surge la otra pregunta: ¿qué es entonces la verdad y la realidad? Ahora bien, estas

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preguntas no existen, no se plantean antes, no así: en las sociedades heterónomas es verdadero aquello que es conforme a los modos de representación establecidos.

Por lo tanto estas sociedades, entre ellas la nuestra, se caracterizan por la rotura de esta clausura; pero lo exterior de la clausura, que está por definición fuera del campo del lenguaje, se vuelve un frente afrente con algo que ya no se puede nombrar.

Esto se vuelve la abertura de algo que puede llamarse la interroga­ción infinita, ilimitada. Hay por lo tanto cuestionamiento de las representaciones de la sociedad; y hay cuestionamiento de la ley misma -es decir, hay surgimiento de la cuestión de la justicia-. Y esta pregunta es también de aquellas para las cuales no puede haber respuesta de una vez por todas. Decir que podríamos encontrar el sistema de leyes que haría que nunca más tuviéramos que plantear­nos la cuestión política profunda sería, evidentemente, una ilusión y una mistificación.

Voy un poco hacia atrás, a esta cuestión interminable de la ver­dad. Hay que comprender esta cosa tan simple: la cuestión de saber, en lo que pensamos, qué es lo que proviene de “nosotros” y qué es lo que proviene del “objeto”, desde un punto de vista último es indeci- dible. Digo: desde un punto de vista último, porque evidentemente hay una infinidad de dominios más o menos triviales en los cuales ella se deja decidir. Puedo decir, por ejemplo, a propósito de un dal- tónico, que si invierte el verde y el rojo, o si no ve más que gris, la causa es su estructura “subjetiva” particular, su estructura propia, su retina u otra cosa, y que esto no se debe a lo que ve. En un nivel menos elemental, a menudo podemos afirmar con razón que tal construcción teórica no se debe más que a los prejuicios ideológicos, o, más abstractamente, a los marcos mentales de su constructor. Todas estas limpiezas deben hacerse siempre; hecho que -obsérvelo porque es bastante paradójico- no sólo no suprime la cuestión de la verdad, sino que presupone que ella es soluble y resoluble, y esto no sólo una sino dos veces. En primer lugar, claro está, la aserción:

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la teoría T es un puro producto ideológico, esta aserción pretende ser verdadera, y no depender, a su vez, de la ideología; luego, para que ella sea verdadera es preciso que proceda de la comparación entre T y el “estado verdadero de las cosas”, que entonces se supone accesible aparte de toda teoría o en virtud de la “única teoría verdadera”. Pero después de haber hecho estas limpiezas siempre queda una última cuestión, que no se puede evacuar de buena fe: ¿estamos imponiendo nuestros esquemas de pensamiento-o nuevos esquemas de pensa­miento- a una nueva capa de la realidad; o bien hemos encontrado algo que muestra que algunos esquemas de pensamiento correspon­den efectivamente a algo que nos supera? Siempre están estas dos cosas. Si no fuera así, o bien nos encontraríamos en una aporía solip- sista interminable: todo lo que decimos sólo es, en última instancia, la elaboración de nuestras “estructuras subjetivas” -o sea un puro delirio colectivo coherente-; o bien pretenderíamos ser puros espe­jos e incluso menos que espejos, pues incluso un espejo contribuye por su estructura propia al aparecer-así de la imagen (por ejemplo, los partidarios de la denominada teoría del “ reflejo” nunca explica­ron cómo saben que no somos espejos esféricos...). Por lo tanto, la cuestión del origen último de nuestro saber es por siempre indecidi- ble -es el principio de la indecidibilidad del origen—.

Retomemos la discusión sobre la creación de la autonomía. El cuestionamiento de la institución de la sociedad, de la representación del mundo y de las significaciones imaginarias sociales que éste porta, es equivalente a la creación de lo que llamamos la democracia y la filo­sofía. A partir de esta ruptura con la clausura absoluta que prevalecía hasta entonces, aparece una sociedad que contiene los gérmenes de la autonomía, a saber, de una autoinstitución explícita de la sociedad. Y esto va a la par de la creación de individuos capaces también de cierta autonomía, es decir, capaces a la vez de cuestionar la ley social, pero también de cuestionarse a sí mismos, de cuestionar sus propias nor­mas. Este cuestionamiento se hace en una lucha con y contra el viejo orden, el orden heterónomo. Lucha que hoy está lejos de haber ter­minado -ésta es otra historia-. Pero hay que recordar, con todo, que la emergencia de sociedades y de individuos que contienen gérmenes

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efectivos de autonomía, es una creación histórica, que condiciona para nosotros, por ejemplo, la posibilidad de esta discusión teórica que estamos manteniendo, inconcebible en otro universo histórico, como condiciona también y sobre todo la posibilidad de una acción política verdadera, de una acción para la instauración de una socie­dad que se autoinstituye explícitamente de una manera mucho más amplia que la sociedad griega antigua o las sociedades europeas, que representaría, por lo tanto, una nueva ruptura en la historia, ruptura tan importante como las dos que acabamos de mencionar.

Algunas preguntas para aclarar. ¿Puede decirse que en la emergencia de formas de sociedad nuevas hay en obra mecanismos de creación que estarán siempre fuera del alcance de toda explicación ?

Sí. Si hay creación, esto significa que puedo abordar sus condiciones, discernir ciertas dimensiones donde se ha desarrollado, pero no puedo explicarla en el sentido tradicional del término. Sería una con­tradicción en los términos.

¿Esto significa que hay finalmente una irreductibilidad de la historia, que se burla de todo cuanto se pueda decir sobre las leyes de la historia?

Absolutamente. Por cierto, hay leyes de la historia -o imposibilidades para la historia-; son numerosas y triviales. Podemos dar muchos ejemplos de esto. Ninguna sociedad debe instituirse de manera tal que todos sus participantes estén obligados a ayunar 365 días al año, o dos meses seguidos. O: ninguna sociedad puede instituirse de manera tal que inhiba totalmente el deseo heterosexual -si tal socie­dad se instituyese, sería inobservable al cabo de una generación-, Pero se trata de truismos. Si quiero ir más al fondo de las cosas, confirmo que existen algunas regularidades, pero que no son “ leyes” en el sen­tido digno y honesto que tiene el término ley en las ciencias.

Segunda pregunta: volvamos a lo que decíamos sobre Grecia, sobre el nacimiento de la democracia, y luego, sobre su renacimiento en Europa.

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¿Qué fue lo que hizo que, en ambos casos, nacieran sociedades que no se comportaron completamente como las demás, y que, en particular, devoraron una buena cantidad de otras sociedades de manera muy vio­lenta, a través del cristianismo y la conversión, luego de las conquistas coloniales, y finalmente de todo cuanto vemos hoy?

En primer lugar, no olvidemos la respuesta a la pregunta anterior: podemos elucidar un buen número de cosas, pero no buscamos una explicación para ellas. Segunda observación: la sociedad griega no se distinguió tanto de las otras sociedades conocidas por su violencia; e incluso la sociedad europea está lejos de tener el monopolio de la violencia ejercido sobre las otras sociedades (véase, por ejemplo, el Islam). Pero el hecho nuevo, y fascinante, es que esta sociedad, este mundo histórico-social, logró imponerse en todo el planeta, es decir, logró crear la primera universalización efectiva de la historia —crear la historia como efectivamente universal-. Antes había pue­blos que extendían más o menos sus imperios, pero nunca ejercie­ron una influencia verdaderamente mundial. El universo europeo, sí. ¿Por qué?

Pregunta enorme, a la cual no pretendo responder; pero algunos elementos permiten tener una visión más clara de ella. El primero: mediante esta ruptura con las representaciones heredadas que tuvo lugar en Grecia, por lo tanto mediante eso que llamamos el naci­miento del pensamiento racional, hubo un enorme desarrollo, un despliegue inédito y desconocido en la historia anterior, de la dimen­sión conjuntista-identitaria, es decir, de la lógica, de la matemática, de la ciencia, de la aplicación de todo saber a la técnica. Esto ha otor­gado un conjunto de instrumentos de potencia que nunca habían existido antes. En segundo lugar, la Europa moderna es cristiana o pasa por el cristianismo. Con el cristianismo aparece en la historia la idea de un ser (de un sujeto) todopoderoso, y de esta potencia como un polo. Para los griegos (y en mi opinión es una de las razones por las cuales pudieron crear lo que crearon), el ser humano es un ser mortal en un sentido muy profundo: no hay nada que esperar de otra vida (y si existe, es peor que ésta). Por otra parte, los dioses mismos

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están sometidos a leyes impersonales, y en particular a un ser-así último del ser absolutamente irreductible. El mismo Dios de Platón, por ejemplo en El Timeo, no crea la materia y no puede crear un mundo racional más que “en la medida de lo posible” -de lo que per­mite el ser-así de la materia- No voy a hablar del Dios de los hebreos, pero podemos observar que no es verdaderamente creador (o todo­poderoso, es casi lo mismo) sino formador, y que de todas maneras no dispone del instrumento racional fabricado por los griegos. Cuando se crea el Dios cristiano (como significación imaginaria social), parece teóricamente todopoderoso y creador (en todo caso, es presentado como tal en el Símbolo de Nicea). Por lo tanto, tene­mos aquí un polo subjetivo de potencia (personal) absoluta. Y, al menos en la hoja de papel (considerando el pillaje de la filosofía griega por parte de los Padres de la Iglesia, griegos y latinos) este polo debía disponer de la racionalidad (hecho que crea otros problemas, pero no podemos detenernos aquí). El hecho es que, desde el punto de vista que nos importa, este Dios permanece inactivo durante casi diez siglos, y más. En un sentido, no es reactividad más que en el momento en que van a darle (¿definitivamente?) la jubilación -cuando, no con la burguesía de la que hablamos antes, sino con el capitalismo, digamos alrededor del siglo xvn, emerge una nueva sig­nificación imaginaria social, que es la característica fundamental y el alma del capitalismo: la expansión ilimitada del control “racio­nal”- . Esto aparece al principio como expansión o tendencia a la expansión ilimitada de las fuerzas productivas -es lo que Marx vio tan bien-, y se vuelve rápidamente “racionalización” de toda la vida social -lo que también Max Weber vio muy bien-. Pues no están sólo las fuerzas productivas; también hay que establecer un control “racional” en la vida de los ciudadanos, en la vida familiar, en la edu­cación de los niños, en la comunicación y la información, etc. Y es esta Europa, la Europa del capitalismo, la que se apodera verdade­ramente del planeta.

El deseo o la sed de potencia -o el deseo de una extensión ilimi­tada del poder-, por cierto, están presentes desde mucho antes. Hubo también conquistadores que querían dominar el mundo, y que efec­

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tivamente habían logrado dominar cierta parte de él durante algún tiempo. Pero con el capitalismo, por primera vez, esta tendencia a la extensión ilimitada de la potencia o del control encuentra sus ins­trumentos apropiados y adecuados: instrumentos “racionales”. El capitalismo encuentra frente a sí, disponible -y lo desarrolla a su vez fantásticamente-, este instrumento de potencia incalculable que es el enorme desarrollo de la lógica conjuntista-identitaria como “razón racional”, como ciencia, como aplicación productiva, mani- p ulatoria o militar de la ciencia (es éste, en cierto modo, el préstamo que hace a los griegos). Y hereda al mismo tiempo esos otros fan­tasmas (cristianos esta vez): de un sujeto todopoderoso, y de un mundo de parte a parte “racional” por estar fabricado por un sujeto racional todopoderoso, y por lo tanto también re-controlable asin- tóticamente por sujetos que aumentan asintóticamente también su racionalidad y su potencia. Y también al mismo tiempo, hace pade­cer torsiones decisivas a estas significaciones -ilustración de lo que decíamos antes, que lo antiguo entra en lo nuevo pero con la sig­nificación que lo nuevo le da-. Es inútil insistir en la torsión que hace padecer a su herencia cristiana. Pero consideremos el otro aspecto, menos evidente a primera vista, que es la herencia de la razón griega. Las matemáticas, por ejemplo: no sólo para Pitágoras los números traducen algo del orden sagrado del ser, para todos los matemáticos griegos las matemáticas corresponden, en cierto sen­tido, a la phúsis, a una “naturaleza” de lo que es. Ahora bien, en un nivel “noble” esto se ha abolido en la ciencia matemática moderna; y en un nivel “vulgar”, los números como las figuras geométricas toman un carácter fuertemente instrumental -véanse las frases muy justas de Marx acerca de la aplicación razonada de la ciencia en la industria-. Así se constituye una potencia material sin precedentes; y no solamente material, por donde abordamos aun otro problema, todavía más difícil. Potencia de fascinación ejercida incluso sobre los pueblos no colonizados y no conquistados, a la que muy bien se vio en obra después de la Segunda Guerra Mundial e incluso -y sobre todo- después de la descolonización. Se ha visto a todos los pueblos de la tierra, o a casi todos, ponerse a imitar -y a los pobres, ponerse

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a imitar en la miseria- el modo de vida y la organización capitalis­tas. Para el capitalismo hubo entonces la posibilidad de ejercer una violencia directa, basada en el desarrollo técnico y económico, lo que relativamente presenta poco misterio; pero también esta otra violen­cia ejercida por la fascinación, por la representación pura y simple de esta sociedad capitalista avanzada que desempeña el papel de modelo universal. Ambas cosas combinadas conducen a esta victoria por ahora universal del capitalismo; victoria pírrica, en un sentido, sin hablar siquiera de la gente que se muere de hambre en el tercer mundo, porque este tercer mundo es tercer mundo en la medida en que, precisamente, no ha asimilado el capitalismo.

Antes de terminar quisiera volver sobre el proyecto político de una sociedad autónoma, y decir algunas palabras sobre una cuestión vin­culada con lo anterior, que me preocupa desde hace muchos años. Yo no creo que los hombres se movilicen alguna vez para transfor­mar la sociedad -sobre todo en las condiciones del capitalismo mo­derno-, y para establecer una sociedad autónoma, únicamente con la meta de tener una sociedad autónoma. Querrán verdadera y efec­tivamente la autonomía cuando ella se manifieste como la porta­dora, la condición, casi como el acompañamiento -pero indispensa­ble- de algo sustantivo que quieren realizar de verdad, que tendrá para ellos valor, y que no logran hacer en el mundo áctual. Pero esto querrá decir que hará falta que emerjan nuevos valores en la vida histórico-social.

Sí, de lo contrario, se combatirá siempre por valores que pertenecen al estado anterior. No habrá novedad más que cuando algo diferente aparezca.

Es muy justa su formulación. Es lo que ocurrió con la deformación marxista del movimiento obrero, que llegó a significar: luchemos, para poder al fin consumir lo suficiente, ya sea por salarios más altos en la sociedad capitalista, ya sea en sociedades futuras que serían sociedades de abundancia material. Por cierto, decíamos que esta abundancia estaría presente como condición de otra cosa, pero final­

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mente nos habíamos fijado en la significación imaginaria central del capitalismo, según la cual el Bien es más producción, más objetos, más programación, más control “racional” (en realidad, evidente­mente, seudorracional).

Queda la cuestión de la acción política. En efecto, si una nueva socie­dad por nacer desarrolla un nuevo sistema de significaciones imagina­rias sociales irreductible al anterior, no podemos pensar, con el sistema de pensamiento del que disponemos hoy, esta sociedad futura por nacer; y por el contrario, una vez nacida, ya no podemos pensar el estado en el que estábamos hoy más que con este nuevo sistema de sig­nificaciones imaginarias. En Ante la guerra usted describe la emergen­cia de algo nuevo, de una nueva sociedad que nace ante nuestros ojos, en Unión Soviética, y la describe en términos bastante aterradores, como la emergencia de un sistema enteramente organizado en torno de la fuerza militar y de la idea de conquista. Entonces, ¿hay que aban­donarse a un pesimismo total, o, con todo, es posible despejar algunos principios de acción?

Son preguntas vastas, desde luego. Escribí Ante la guerra a la vez por­que pienso profundamente que las cosas son como las analizo, y para movilizar a la gente en consecuencia. Usted lo sabe, durante mucho tiempo estuve preocupado por el problema de Rusia, por la burocra- tización que siguió a la revolución de 1917, por lo que se ha llamado el totalitarismo. Ocurrió que, después de resolver más o menos estas preguntas para mí, y después de haber escrito sobre ellas abundan­temente, retomé mi trabajo filosófico, luego psicoanalítico, y no me ocupé más de eso durante diez o quince años. De manera que la inva­sión a Afganistán, que no me sorprendió en sí misma -desde siempre me esperaba acciones de ese tipo por parte de Rusia-, con todo des­empeñó un papel de catalizador, hizo precipitar una gran cantidad de elementos que se acumulaban en silencio en mi pensamiento, y para comenzar, esta interrogación: ¿cómo es posible que una socie­dad tan venida abajo en todo lo que no es militar haya podido poner en pie una potencia militar tan considerable? Esto me condujo a los

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análisis que usted pudo leer en Ante la guerra, especialmente en el capítulo iv de este libro, que pueden resumirse en esta comproba­ción: el totalitarismo, o lo que yo había llamado el capitalismo buro­crático total y totalitario, cuando permanece en el poder durante sesenta años, deja de ser el totalitarismo clásico tal como lo había escrito, por ejemplo, Hannah Arendt en el caso del nazismo o del estalinismo del período, si puede decirse, heroico, más exactamente delirante, de las grandes matanzas y de las grandes purgas. Evolu­cionó, con toda evidencia, y en Rusia se transformó en algo radical­mente nuevo, que yo llamo “estratocracia”. La gente tiene cierta difi­cultad para aceptar esta idea -lo veo en las críticas de mi libro- pues, lo repito, no pueden enfrentar lo nuevo y aceptarlo. En cuanto apa­rece algo nuevo, tratan de reducirlo a las categorías conocidas. Si usted dice estratocracia, ellos preguntan: ¿pero por qué no dirigen los mariscales? Piensan en Bonaparte, en los generales latinoamericanos, en los pretores, etc. Ahora bien, de hecho, hay un nuevo tipo de régi­men que se ha creado allí, un nuevo tipo de sociedad que es, efectiva­mente, aterrador. Diría, por mi parte, que es monstruoso, pues es destructor de significaciones. Ésta es su punta fina, y también el gan­cho de su cohesión. Parece paradójico, pero es así.

En el último capítulo de su libro usted muestra justamente cómo el len­guaje ya no funciona y cómo aun algo como la belleza se ve afectada por esto.

Sí. Para mí ésos son quizá los puntos más importantes. El lenguaje es reducido a una función de puro código de comunicación, redu­cido a transmitir órdenes, consignas, señales. Y la belleza, es decir, el arte, otorga un discriminante fantástico: he aquí, en efecto, la pri­mera sociedad en la historia que no sólo no crea belleza sino en la que domina lo que yo llamo el odio afirmativo de lo bello. La belleza les es insoportable, por las razones que trato de esbozar en el capítulo iv del libro, y esto no sólo es verdadero para Rusia, se lo puede obser­var en todos los países comunistas del mundo. Hay ahí una creación monstruosa -mientras que nosotros esperábamos que de la sociedad

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mundial de este siglo xx salieran creaciones de otro tipo-. Esperába­mos una evolución que sucedería al movimiento obrero revoluciona­rio -como lo fueron en un sentido el movimiento de las mujeres, el movimiento de los jóvenes, el movimiento ecológico- para llevar la transformación de la sociedad hacia lo que yo llamo una sociedad autónoma.

El problema político hoy: está el ángulo general desde el cual, con razón, lo enfocaba usted hace un momento, y el ángulo específico desde donde estamos obligados a enfrentarlo hoy. Una nueva socie­dad no puede nacer, efectivamente, más que si al mismo tiempo y en el mismo movimiento aparecen nuevas significaciones -quiero decir, nuevos valores, nuevas normas, nuevas maneras de dar sen­tido a las cosas, a las relaciones entre seres humanos, a nuestra vida en general-. ¿Qué pasa, con respecto a esto, en la sociedad contem­poránea? Por ahora dejemos de lado a Rusia y la pesadilla de una tercera guerra mundial suspendida sobre nuestras cabezas, sin olvi­darlas en la discusión. La situación es contradictoria. Por un lado, vemos una serie de tentativas que apuntan a poner en pie nuevas formas de vida. Estas tentativas comenzaron siempre por el cuestio- namiento de lo que existía. Éste ha sido el caso del movimiento obrero y sigue siéndolo; cuando en una fábrica los obreros luchan contra los ritmos, contra las condiciones de trabajo en una cadena de montaje o de fabricación, luchan contra una lógica capitalista de la producción para la cual el hombre debe ser simplemente una tuerca de la máquina, un objeto que funciona en la producción y que no interesa en ningún otro aspecto. Pero fue también la signifi­cación del movimiento de las mujeres. Este movimiento es mucho más amplio y más profundo que los movimientos explícitos y orga­nizados a los que hemos asistido desde hace diez o veinte años. El movimiento de las mujeres es aquel que comienza en el último ter­cio del siglo xix, mediante el cual las mujeres empiezan a poder entrar en la educación superior, modifican su relación con el marido y con los hijos, adquieren derechos políticos, etc. Movimiento colec­tivo muy importante, muy dilatado; los nombres que pueden vincu­larse con él, nombres de personas o nombres de movimientos apa­

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rentes, localizados y fechados, son la pequeña parte del asunto. La parte verdaderamente importante, la que cambió de verdad la sociedad en Ja que vivimos, fue la parte anónima. Lo mismo ocu­rrió con los jóvenes. ¿Qué traducían, qué traducen aún todos estos movimientos, ya se trate del movimiento obrero, del movimiento de las mujeres, de los jóvenes o de los ecologistas? En mi opinión, pueden agruparse bajo la égida de la misma significación: movi­mientos hacia y por la autonomía. Se trata de tentativas de diferen­tes categorías de gente que apuntan a no padecer ya la institución de la sociedad tal como les es impuesta, sino a modificarla. La ins­titución familiar ya está modificada en su realidad, por el efecto conjunto del movimiento de las mujeres y del movimiento de los jóvenes (estrechamente ligados, además, de manera no consciente y subterránea). Por último, al cabo de cincuenta años, hubo tam­bién modificaciones formales en las leyes escritas, en el Código Civil, etc. Pero éste es un efecto, y un efecto secundario. Por ejem­plo, si comparamos la realidad efectiva de la institución familiar tal como es hoy con lo que era en 1880 en Francia o en la Inglate­rra victoriana, no hay tanta diferencia entre ambos casos -quizás había en Francia más adulterios mantenidos en secreto-, esta rea­lidad ha sido profundamente modificada. Modificación que está lejos de haber acabado, además. ¿Pero en qué sentido va? Evidente­mente, en el sentido de una autonomía más grande de las mujeres, pero también de las nuevas generaciones, de los niños incluso. Ahora bien, estas modificaciones no sólo no están acabadas sino que también han creado nuevos problemas, y, desde luego, no podían más que crearlos, nunca podían quedarse simplemente como mo­dificaciones de la institución familiar. Y vemos esto con facilidad, puesto que estas modificaciones de la institución familiar cuestio­nan rápidamente una multitud de otros aspectos de la vida de la ins­titución de la sociedad: por ejemplo, el trabajo de las mujeres, la educación, el hábitat, etc. Hay, pues, este movimiento de creación de nuevas normas, o en todo caso de cuestionamiento y de des­trucción de las antiguas normas, que tiende al mismo tiempo hacia una creación positiva.

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Pero también observamos -es lo trágico de la época contemporá­nea- el movimiento contrario. Esto contrario no es, como había podido pensárselo tradicionalmente, un movimiento fascista. No hay fascismo en las sociedades occidentales (quiero decir, movimiento fascista importante, o posibilidades históricas de tal movimiento). Ni siquiera hay “reaccionarios”: nadie osa ni quiere llamarse reacciona­rio, todo el mundo es partidario del progreso, por lo tanto progre­sista, y puesto que este progreso es siempre lo mismo, en el nivel más profundo, es la simple conservación de lo que es. El verdadero aspecto negativo es lo que yo llamo desde hace más de veinte años la privatización de los individuos. Se abandonan todos los terrenos colectivos, hay un repliegue en la existencia individual o microfami- liar, no hay preocupación por nada que supere el círculo muy estre­cho de los intereses personales. Este movimiento es estimulado por las capas dominantes; desde luego, no es que haya una conspiración, pero está toda la dinámica del sistema. La sociedad de consumo es eso: cómprese un nuevo televisor y cállese la boca; cómprese un nuevo modelo de auto y cállese la boca. Incluso la pretendida libera­ción de la sexualidad va en este sentido. ¿Quiere usted sexo? Y bien, aquí tiene, le damos sexo, le damos mucha pornografía y se terminó. Lo mismo ocurre en el plano económico, pero también en el plano político: es lo que expresa la burocratización de todas las instancias de la vida colectiva. Ténganos confianza, somos los expertos, somos los técnicos, somos el partido que defiende sus intereses. Somos el presidente que usted eligió, somos el gobierno que usted llevó al poder; por lo tanto ténganos confianza y déjenos actuar; ya verá al cabo de cuatro o de siete años. Todo esto alienta la apatía de los individuos, todo esto destruye el espacio público como espacio de actividad colectiva por la cual la gente trata de hacerse cargo de su propio destino. Lo observamos en Francia, en los Estados Unidos, en todos los países occidentales (y en otros, además). Ahora, si tomamos únicamente esta tendencia, haciendo abstracción del riesgo de gue­rra y construyendo una suerte de tipo ideal de la evolución posible e incluso probable, ¿en qué desembocamos? En una generalización de la burocratización de la sociedad, pero burocratización blanda, sin

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terror, sin Gulag. Simplemente, se llevaría a la gente a hacer lo que el régimen, el poder, las capas dominantes, exigen que haga, siendo manipulada simplemente por la dinámica de la conservación y del consumo, por los medios de comunicación, por los organismos burocráticos que se ocupan de la gestión de los diferentes ámbitos de la vida social, etcétera.

Hay, pues, estas dos tendencias contradictorias. Ante esta situa­ción, no se trata de hacer alarde de optimismo o de pesimismo; se trata de poner las cosas claras, de tratar de ayudar a la gente a actuar, a luchar, a ir más allá de esta apatía. Ahora bien, esta apatía, o más bien este desinterés por la cosa pública verdadera, por la cosa polí­tica, se manifiesta a veces de manera muy inesperada, tomando las apariencias de su contrario. Por ejemplo, estamos en esta perspectiva de un enfrentamiento entre las dos superpotencias y el riesgo de una guerra nuclear. Esto ha originado todos esos movimientos pacifistas, neutralistas, en particular en Alemania. Pero la mayoría de los eslo- gans, las orientaciones, las actitudes profundas relacionadas con estos movimientos, parecen desconocer totalmente lo que está en juego y desembocan en conclusiones políticas insostenibles. El eslogan es: una Europa desnuclearizada, de Polonia a Portugal. Independiente­mente de los otros múltiples absurdos que implica, este eslogan es un eslogan biológico, no político. Significa claramente: viva nuestra supervivencia, para nosotros europeos; y si los estadounidenses y los rusos quieren nuclearizarse entre sí, que les vaya bien. No hay aquí un gramo de política -n i, además, un gramo de humanidad o de internacionalismo, ni un miligramo de realismo-. También es, por cierto, un eslogan ahuyentador tanto para la población estadouni­dense como para la población rusa. Es un eslogan que a pesar de las retóricas grandilocuentes que lo acompañan, significa: yo, pequeño europeo, quiero sobrevivir, y que los demás revienten si eso les divierte. Es aun un eslogan de “privatización en escala internacional”.

Es cierto, sin embargo, que la amenaza de la guerra crea un sacu­dimiento psicológico y político. La gente toma conciencia de que su destino, su destino en el sentido más material y más directo, su supervivencia, está en manos de aparatos burocráticos, en el Kremlin

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como en Washington, aparatos profundamente irracionales, cada uno de los cuales persigue sus propios intereses y sus planes de domi­nación (o de defensa de la dominación existente), planes que no tie­nen nada que ver con los intereses de la humanidad. Esta amenaza crea un sacudimiento en las sociedades occidentales. A partir de este sacudimiento, ¿podría desarrollarse otra cosa que reacciones de sim­ple supervivencia? Un verdadero movimiento contra la guerra, por lo tanto también contra las condiciones de la guerra, ¿podría encontrar en esta situación una incitación, un punto de partida?

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Respuesta a Richard Rorty1

Quisiera decir, para comenzar, que responder a la ponencia de Richard Rorty2 me pone en un aprieto. En primer lugar, porque tengo mucho afecto por él, a pesar de que estoy en total desacuerdo con lo que dice, lo que no es una posición fácil. Por otra parte, no me reconozco de ninguna manera en ese “nosotros” mayestático o en ese “nosotros” de autoflagelación que utiliza en su ponencia para califi­car a los intelectuales - y aquellos que conocen un poco lo que he escrito comprenderán lo que quiero decir-. En tercer lugar, y sobre todo, porque detrás de un aparente aspecto bonachón, su ponencia cuestiona todo, plantea una multitud de preguntas, con presupuestos sobre lo que es la filosofía o la historia de la humanidad que, con toda evidencia, no puede ponerse a argumentar seriamente en tres cuar­tos de hora -además, no hay piso posible en este tipo de discusión-

1 «Conferencia dictada el 31 de mayo de 1995 en el Collège International de Philosophie, respondiendo a una ponencia de Richard Rorty.>

2 <Una bibliografía de los trabajos de Richard Rorty hasta 1992 se encuentra en Jean-Pierre Cometti (éd.), Lire Rorty, París, Éditions de l’Éclat, 1992. Entre las traducciones en francés, citemos L’Homme spéculaire (trad. Thierry Marchaise), París, Seuil, i960 [trad. esp.: La filosofía y el espejo de la naturaleza, 2a ed„ Madrid, Cátedra, 1989]; Conséquences du pragmatisme: essais 1972-1980 (trad. J.-P. Cometti), Paris, Seuil, 1993 [trad. esp.: Consecuencias del pragmatismo, Madrid, Tecnos, 1996]; Essais sur Heidegger et autres écrits (trad. J.-P. Cometti), Paris, PUF, 1995 (que contiene un estudio sobre Castoriadis: “Unger, Castoriadis y la romanza de un porvenir nacional”, pp. 251-256) [trad. esp.: Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, escritos filosóficos 2, Barcelona, Paidós, 1993].>