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45 I dZ Septiembre | Generación Hip-Hop. De la guerra de pandillas y el grafiti al gangsta rap, de Jeff Chang Bs. As., Caja Negra, 2014. Juan Duarte “El hip hop es un instrumento de lucha. A través de la música podemos denunciar muchas cosas”. Así habla Rolando Casas, de Wayna Rap, desde El Alto (Bolivia). Pero podría ser Buenos Aires, San Pablo, Comodoro Rivadavia, Valparaíso, París, y prácticamente cualquier ciudad del mundo. El hip hop constituye hoy una vía de expresión cultural popular, juvenil, de denuncia y lucha social globalmente extendida. Y es justamente de sus orígenes sociales, políticos y culturales, sobre lo que trata el libro del periodista y crítico musical Jeff Chang, director del Instituto para la diversidad de las Artes en la Universidad de Stanford y productor independiente de hip hop. Can’t Stop Won’t Stop. A History of the Hip-hop Ge- neration (editado originalmente en 2005) despliega una historia social de la “generación hip hop”, que se ubica entre 1965 y 1984, entre la aprobación de la Ley de los Derechos Civiles y el asesinato de Malcom X, y la do- minación mundial del hip hop al final de los gobiernos de Reagan y Bush. El desarrollo de la cultura del hip hop aparece en- raizado en, y como expresión refractada de, la histo- ria de la opresión racial de los negros (y también de las minorías étnicas) en Estados Unidos. Recorriéndo- la, encontramos un paisaje alucinante, destellante de personalidades, colores, sonidos, texturas y pliegues que constituyen el hip hop y sus componentes artís- ticos (básicamente: MC, maestro de ceremonias; DJ; el grafiti; y los b-boys, bailarines). Al mismo tiempo que describe con minuciosidad desarrollos artísticos, el autor los ubica en unidad con sus condicionamien- tos geográficos, políticos y sociales, la constante de la relación con la opresión racial, la violencia policial y la resistencia negra (en el libro los brutales asesina- tos de jóvenes negros se cuentan por decentas y mar- can al hip hop desde su origen). Voluminoso e informativamente abrumador (600 pá- ginas repletas de referencias) está estructurado en cua- tro grandes “loops”. El primero (1968-1977) sitúa los comienzos del hip hop en el South Bronx, un gueto ne- gro de Nueva York, arrasado por las políticas de urba- nización desde los ‘50, la pauperización y el desempleo (60 % entre los jóvenes), en el cual las pandillas ju- veniles ocupan el lugar social que previamente ocupa- ban organizaciones políticas como las Panteras Negras y figuras como Malcom X. De allí vamos a los subur- bios de Kingston para encontrar en el roots reggae ja- maiquino “lo que Missisippi fue para el blues, o Nueva Orleans para el jazz”. De allí proviene el fundador del hip hop, DJ Kool Herc y sus sound systems 1 , y la mú- sica como vía cultural de resistencia de los oprimidos. Afrika Bambaataa, dirigente juvenil pandillero y cantan- te (MC), referenciado en la lucha del pueblo zulú contra la opresión imperialista, será otra figura clave musical e ideológicamente. Grandmaster Flash y sus revolucio- narias técnicas de DJ, completa el cuadro. El segundo loop va de 1975 a 1986, se inicia con el asesinato del joven negro Soulski a manos de un policía y traza el recorrido musical e ideológico de Bambaataa y su propuesta de liberación afroamericana, así como la salida del hip hop hacia otros sectores de Nueva York. La Rock Steady Crew y el baile de los b-boys “como forma de agresión” así como el grafiti y el style “co- mo desafío” y “lógica de colonización inversa”, con sus personalidades destacadas (Basquiat, Lee Quiñones, etc) hacen su aparición. Chang registra aquí la “prime- ra muerte del hip hop”, su mercantilización masiva, y su apropiación por otros grupos sociales más amplios (baby boomers y excéntricos, bohemios blancos, es- tudiantes de arte rebeldes y post jazzistas negros), e incluso bandas como The Clash. Con la recesión y la llegada de Reagan (1982), la pauperización, discrimi- nación y persecución a los afroamericanos y latinos se acentúan. Asimismo, ligado a la política imperialista, el crack y la pasta base hacen estragos. Es el fin de la “old school”. El tercer loop va de 1984 a 1992, con el surgimiento de la “era post derechos civiles”, marcada por la críti- ca de la nueva generación del hip hop a la generación anterior. Momento de auge del movimiento antirracis- mo simbolizado en la lucha anti Apartheid, implica un ensanchamiento de las desigualdades sociales promo- vidas por el neoliberalismo reaganiano. Fragmentado el movimiento de lucha por derechos civiles, adquieren mayor peso ramas religiosas o espirituales, mientras nuevos asesinatos de jóvenes negros a manos de blan- cos y la policía detonaban nuevas revueltas. La cultu- ra del hip hop se orientó hacia el rap y reinventó sus raíces, predominando ahora los productores de dis- cos, munidos de las novedosas cajas de ritmos y sam- plers. Public Enemy, desde la clase media negra, será la banda emblemática del surgimiento de una nueva mi- litancia negra referenciada en el rap ante el vacío polí- tico del sector, junto a figuras como el director de cine Spike Lee y nuevos MC como Rakim (“el Coltrane del hip hop”). Al mismo tiempo, surge en la costa oeste (South Central Los Angeles, 50 % de desocupación ju- venil), geografía signada por la opresión y el racismo, y sede de los mayores levantamientos negros urbanos (Watts, 1965), el gangsta rap con artistas como Ice Cu- be y Eazy E, de rasgos más despolitizados y machistas. Chang muestra cómo las letras refractan la situación social de las comunidades más pobres, signadas por la desindustrialización, la descentralización, las políticas militares de la Guerra Fría, el tráfico de drogas y armas y la brutalidad policial, apoyado en los análisis del so- ciólogo Mike Davis. El tema “Boyz N the Hood” y “Fuck Tha Police”, con su estética de exceso y exaltación de lo local, signan el momento. Al igual que los Sex Pistols y el punk, señala el au- tor, el hip hop abre las puertas a cualquier persona de la calle que quisiera grabar música de gansta rap, so- lo con un micrófono, una mezcladora y un sampler, es “un nuevo punk rock”. El libro cierra con el período 1992-2001, marcado por el levantamiento en 1992 luego de la impunidad ante la golpiza policial a Rodney King (1991) y la guerra en- tre pandillas. Cypress Hill, banda compuesta por des- cendientes latinos e italianos, musicaliza esta situación social en la que las revueltas anti represivas de cen- troamericanos y mejicanos se destacan mientras los conservadores (demócratas y republicanos) apuntan ahora contra el hip hop y el rap. Chang pasa revista también a las revistas claves para el hip hop, como Vi- llage Voice, The Source y Vibe. Finalmente, Chang señala cómo el “Nuevo Orden Mundial” diseñado por el imperialismo norteamerica- no dio lugar a nuevos avasallamientos de las liberta- des civiles en EE. UU., con la juventud como blanco constante. Mientras los monopolios mediáticos coloni- zan el espíritu contracultural del hip hop, ahora conver- tido en una mina de oro, homogeneizándolo, surge un “feminismo hip hop” y un movimiento “neo soul” críti- co (Missy Elliot y otras). El rap político se convierte ca- da vez más en un anodino “rap consciente”, adaptado al marketing. Sin embargo, Chang registra su politiza- ción tanto fuera de EE. UU., como hacia adentro de la mano de un nuevo “activismo del hip hop” (Youth Task Force) que enfrenta a alcaldes como Rudolf Giulliani y sus policías, y participa del movimiento anticapitalista. No es de extrañar que las movilizaciones antirepresi- vas en Ferguson hayan tomado como canto de lucha “Fuck the Police”, del rapero Lil Boosie’s, ni que la anti- capitalista “La rage”, de la franco-argentina Keny Arka- na, sea estandarte de la juventud francesa. El libro de Chang hace justicia a los orígenes de lu- cha de la cultura hip hop, restituyéndolos y permitien- do comprender sus particularidades artísticas y su rol social actual. 1. Sistema de sonido para pasar música.

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Reseñas del Nro. 23 de Ideas de Izquierda

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Generación Hip-Hop. De la guerra de pandillas y el grafiti al gangsta rap, de Jeff Chang

Bs. As., Caja Negra, 2014.

Juan Duarte

“El hip hop es un instrumento de lucha. A través de la música podemos denunciar muchas cosas”. Así habla Rolando Casas, de Wayna Rap, desde El Alto (Bolivia). Pero podría ser Buenos Aires, San Pablo, Comodoro Rivadavia, Valparaíso, París, y prácticamente cualquier ciudad del mundo. El hip hop constituye hoy una vía de expresión cultural popular, juvenil, de denuncia y lucha social globalmente extendida. Y es justamente de sus orígenes sociales, políticos y culturales, sobre lo que trata el libro del periodista y crítico musical Jeff Chang, director del Instituto para la diversidad de las Artes en la Universidad de Stanford y productor independiente de hip hop.

Can’t Stop Won’t Stop. A History of the Hip-hop Ge-neration (editado originalmente en 2005) despliega una historia social de la “generación hip hop”, que se ubica entre 1965 y 1984, entre la aprobación de la Ley de los Derechos Civiles y el asesinato de Malcom X, y la do-minación mundial del hip hop al final de los gobiernos de Reagan y Bush.

El desarrollo de la cultura del hip hop aparece en-raizado en, y como expresión refractada de, la histo-ria de la opresión racial de los negros (y también de las minorías étnicas) en Estados Unidos. Recorriéndo-la, encontramos un paisaje alucinante, destellante de personalidades, colores, sonidos, texturas y pliegues que constituyen el hip hop y sus componentes artís-ticos (básicamente: MC, maestro de ceremonias; DJ; el grafiti; y los b-boys, bailarines). Al mismo tiempo que describe con minuciosidad desarrollos artísticos, el autor los ubica en unidad con sus condicionamien-tos geográficos, políticos y sociales, la constante de la relación con la opresión racial, la violencia policial y la resistencia negra (en el libro los brutales asesina-tos de jóvenes negros se cuentan por decentas y mar-can al hip hop desde su origen).

Voluminoso e informativamente abrumador (600 pá-ginas repletas de referencias) está estructurado en cua-tro grandes “loops”. El primero (1968-1977) sitúa los comienzos del hip hop en el South Bronx, un gueto ne-gro de Nueva York, arrasado por las políticas de urba-nización desde los ‘50, la pauperización y el desempleo (60 % entre los jóvenes), en el cual las pandillas ju-veniles ocupan el lugar social que previamente ocupa-ban organizaciones políticas como las Panteras Negras

y figuras como Malcom X. De allí vamos a los subur-bios de Kingston para encontrar en el roots reggae ja-maiquino “lo que Missisippi fue para el blues, o Nueva Orleans para el jazz”. De allí proviene el fundador del hip hop, DJ Kool Herc y sus sound systems1, y la mú-sica como vía cultural de resistencia de los oprimidos. Afrika Bambaataa, dirigente juvenil pandillero y cantan-te (MC), referenciado en la lucha del pueblo zulú contra la opresión imperialista, será otra figura clave musical e ideológicamente. Grandmaster Flash y sus revolucio-narias técnicas de DJ, completa el cuadro.

El segundo loop va de 1975 a 1986, se inicia con el asesinato del joven negro Soulski a manos de un policía y traza el recorrido musical e ideológico de Bambaataa y su propuesta de liberación afroamericana, así como la salida del hip hop hacia otros sectores de Nueva York. La Rock Steady Crew y el baile de los b-boys “como forma de agresión” así como el grafiti y el style “co-mo desafío” y “lógica de colonización inversa”, con sus personalidades destacadas (Basquiat, Lee Quiñones, etc) hacen su aparición. Chang registra aquí la “prime-ra muerte del hip hop”, su mercantilización masiva, y su apropiación por otros grupos sociales más amplios (baby boomers y excéntricos, bohemios blancos, es-tudiantes de arte rebeldes y post jazzistas negros), e incluso bandas como The Clash. Con la recesión y la llegada de Reagan (1982), la pauperización, discrimi-nación y persecución a los afroamericanos y latinos se acentúan. Asimismo, ligado a la política imperialista, el crack y la pasta base hacen estragos. Es el fin de la “old school”.

El tercer loop va de 1984 a 1992, con el surgimiento de la “era post derechos civiles”, marcada por la críti-ca de la nueva generación del hip hop a la generación anterior. Momento de auge del movimiento antirracis-mo simbolizado en la lucha anti Apartheid, implica un ensanchamiento de las desigualdades sociales promo-vidas por el neoliberalismo reaganiano. Fragmentado el movimiento de lucha por derechos civiles, adquieren mayor peso ramas religiosas o espirituales, mientras nuevos asesinatos de jóvenes negros a manos de blan-cos y la policía detonaban nuevas revueltas. La cultu-ra del hip hop se orientó hacia el rap y reinventó sus raíces, predominando ahora los productores de dis-cos, munidos de las novedosas cajas de ritmos y sam-plers. Public Enemy, desde la clase media negra, será la banda emblemática del surgimiento de una nueva mi-litancia negra referenciada en el rap ante el vacío polí-tico del sector, junto a figuras como el director de cine Spike Lee y nuevos MC como Rakim (“el Coltrane del hip hop”). Al mismo tiempo, surge en la costa oeste (South Central Los Angeles, 50 % de desocupación ju-venil), geografía signada por la opresión y el racismo,

y sede de los mayores levantamientos negros urbanos (Watts, 1965), el gangsta rap con artistas como Ice Cu-be y Eazy E, de rasgos más despolitizados y machistas. Chang muestra cómo las letras refractan la situación social de las comunidades más pobres, signadas por la desindustrialización, la descentralización, las políticas militares de la Guerra Fría, el tráfico de drogas y armas y la brutalidad policial, apoyado en los análisis del so-ciólogo Mike Davis. El tema “Boyz N the Hood” y “Fuck Tha Police”, con su estética de exceso y exaltación de lo local, signan el momento.

Al igual que los Sex Pistols y el punk, señala el au-tor, el hip hop abre las puertas a cualquier persona de la calle que quisiera grabar música de gansta rap, so-lo con un micrófono, una mezcladora y un sampler, es “un nuevo punk rock”.

El libro cierra con el período 1992-2001, marcado por el levantamiento en 1992 luego de la impunidad ante la golpiza policial a Rodney King (1991) y la guerra en-tre pandillas. Cypress Hill, banda compuesta por des-cendientes latinos e italianos, musicaliza esta situación social en la que las revueltas anti represivas de cen-troamericanos y mejicanos se destacan mientras los conservadores (demócratas y republicanos) apuntan ahora contra el hip hop y el rap. Chang pasa revista también a las revistas claves para el hip hop, como Vi-llage Voice, The Source y Vibe.

Finalmente, Chang señala cómo el “Nuevo Orden Mundial” diseñado por el imperialismo norteamerica-no dio lugar a nuevos avasallamientos de las liberta-des civiles en EE.  UU., con la juventud como blanco constante. Mientras los monopolios mediáticos coloni-zan el espíritu contracultural del hip hop, ahora conver-tido en una mina de oro, homogeneizándolo, surge un “feminismo hip hop” y un movimiento “neo soul” críti-co (Missy Elliot y otras). El rap político se convierte ca-da vez más en un anodino “rap consciente”, adaptado al marketing. Sin embargo, Chang registra su politiza-ción tanto fuera de EE. UU., como hacia adentro de la mano de un nuevo “activismo del hip hop” (Youth Task Force) que enfrenta a alcaldes como Rudolf Giulliani y sus policías, y participa del movimiento anticapitalista.

No es de extrañar que las movilizaciones antirepresi-vas en Ferguson hayan tomado como canto de lucha “Fuck the Police”, del rapero Lil Boosie’s, ni que la anti-capitalista “La rage”, de la franco-argentina Keny Arka-na, sea estandarte de la juventud francesa.

El libro de Chang hace justicia a los orígenes de lu-cha de la cultura hip hop, restituyéndolos y permitien-do comprender sus particularidades artísticas y su rol social actual.

1. Sistema de sonido para pasar música.

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46 | CULTURALecturas críticas

VOLVERSE PÚBLICO, de Boris Groys

Bs. As., Caja Negra, 2014.

Ariane Díaz

La visita reciente del autor a la Argentina dio pie a nu-merosas reseñas sobre la edición en castellano de esta compilación publicada en 2010 como uno de los anua-rios de la plataforma e-flux, dedicada a las actividades y discusiones que recorren al arte contemporáneo. For-mado en la URSS, Groys se inició escribiendo sobre el “conceptualismo de Moscú”, una corriente que, duran-te las décadas de 1970 y 1980, trabajó en una vertien-te del arte conceptual que en la época no podía llevarse bien con la estética soviética oficial. “Invitado a emi-grar”, según relata, desde entonces ha dedicado sus estudios y cátedras universitarias a las transformacio-nes culturales en que se inscriben las producciones ar-tísticas actuales, además de haber oficiado de curador.

Volverse público transita los cambios en las concep-ciones sobre el arte, sus tecnologías y sus institucio-nes desde el modernismo del siglo XX hasta el actual, de desarrollo y ampliación de internet, que sustentaría una nueva etapa. El abanico de temas en los que se en-foca es amplio (y a veces reiterativo, con párrafos casi literalmente calcados): desde la revitalización post pos-moderna de la religión, la estetización de la política, las concepciones de libertad en Occidente, las definiciones de qué es una obra de arte y qué un artista, hasta un análisis sobre las vanguardias soviéticas (sobre lo que ya había escrito y era mayormente conocido).

A lo largo de los artículos Groys hará algunas defini-ciones interesantes sobre la escena artística, que nun-ca deja de relacionar con su marco social más amplio: la comercialización del circuito, los cambios en los me-dios de producción y exhibición que lo condicionan y en los que, a su vez, ha intervenido la producción ar-tística, e incluso los cambios en la vida cotidiana de la que forman parte.

Las más destacadas por la crítica son aquellas re-lacionadas con los cambios de comportamiento que supone la extensión del uso de internet y las redes sociales, que para el autor tendrían como preceden-tes los cambios en la subjetividad que prefiguraron las experiencias vanguardistas, aunque lo que en ellas había de utópico se ha transformado en aspectos dis-tópicos. Por ejemplo, que el buscador de Google se-leccione la aparición de una palabra desligándola de su contexto, y la rankee bajo ese criterio sin distin-guir si viene asociada a contextos favorables o críti-cos, generaliza aquello ya descubierto por el futurista

Marinetti: que hasta la “mala publicidad” es benefi-ciosa. O que las redes sociales implican una exorbi-tante producción de imágenes mediante los cuales se construye una “autopoética”, una práctica iniciada por aquellos que en sus manifiestos y performances dise-ñaron sus propias narrativas públicas de sí mismos, experiencia que fue mercantilizada y que hoy constituye una omnipresente “monetización de la hermenéutica”, esto es, la traducción de nuestras búsquedas o posteos a intereses de consumo para una publicidad dirigida. Groys define entonces la escena cultural digital como un hardware capitalista –la red no dejan de estar en po-cas manos privadas– con un software comunista –una producción a la que la mayoría contribuye sin ganan-cias–. Lo que en un momento fue visto utópicamente como el “derecho” de todos a ser artistas, argumenta Groys, se ha convertido en una obligación, condenán-donos a ser nuestros propios diseñadores.

Pero en el marco teórico con que intenta sustentar sus definiciones es donde aparecen sus mayores defi-ciencias. Las abundantes referencias a Benjamin con-funden más de una vez definiciones centrales como “arte aurático” o “iluminación profana”, tratados co-mo sinónimos que no eran, o le atribuye definiciones que justamente había puesto en cuestión siguiendo los cambios producidos por la reproductibilidad técnica, como las de original y copia. Marx no tiene mejor suer-te: para Groys, en la medida en que, conceptualismo mediante, las obras ya no guardarían las marcas per-sonales del trabajo del artista, pero sí tienen un precio, serían el perfecto contraejemplo de la teoría del valor, anclada en un trabajo manual. Pero las obras de arte, preconcpetuales o no, nunca obtuvieron su precio del trabajo efectivo contenido en ellas medidos en térmi-nos de producción capitalista, sino que justamente han sido socialmente valoradas como su opuesto, aunque sean comercializadas de forma capitalista. Si esto ha cambiado y lo que está en juego es la subsunción de la producción artística al capital, es un problema central en la discusión sobre la cultura de masas, pero que no pasa por sus formas de comercialización1.

Por otro lado, la introducción de Groys insiste en su voluntad de no desarrollar una estética –en línea con un punto de vista de los espectadores–, para focalizarse en una poética –en línea con los productores de arte–. Pe-ro es la tradición de la estética alemana que cita Groys la que justamente desarrolló nociones como estilo, cuidado de sí o bildung, que funcionaron como vía de interiorización de pautas sociales en un período en que surgían Estados secularizados que no contaban ya con la religión como base sobre la cual construir su hegemonía2. Ello no ha evitado que se expresen allí también impulsos utópicos –dando cuenta del carácter

contradictorio que ha definido desde su origen a la es-tética–, pero resulta extraño que Groys la descarte jus-tamente para tratar el problema de la construcción de identidades sociales, de larga tradición en la disciplina.

Allí donde Groys está especializado, las vanguardias soviéticas, es donde más las definiciones que acom-pañan a algunos buenos desarrollos –en especial los intentos de Malevich–, suenan provocadoras pero se apartan poco de las lecturas dominantes. La hipóte-sis de Groys es que, a contramano de todos los es-tudios históricos, el stalinismo no fue la tumba de las experiencias de vanguardia soviéticas sino la consuma-ción de su intento de unir arte y vida, subsumiendo al arte al diseño, tal como Stalin subsumiera a la URSS en un “diseño total” de la sociedad. Aquí, sus defini-ciones sobre la dinámica de la revolución parecen ex-traídas del buscador de Google: la continuación de la revolución –la revolución permanente– puede verse co-mo su repetición o su traición, tanto como la estabili-zación posterior –el período stalinista– puede también ser una cosa o su contrario… Estas son las paradojas a las que, según Groys, sobrevivieron “solo unos po-cos revolucionarios”3. No fue precisamente a la para-doja a la que no sobrevivieron dirigentes y artistas en la URSS; los juegos de palabras difícilmente sirvan para dar cuenta de un proceso que precisamente no supone una trayectoria lineal entre la idea de sociedad comu-nista y los crímenes de Stalin, sino una ruptura.

Da la impresión de que Groys abona sus argumentos con referencias teóricas y políticas donde no se niegan la omnipresencia del mercado y las instituciones de la sociedad capitalista, pero de donde se han eliminado los aspectos ligados a una perspectiva que pueda pensar-se fuera de los condicionamientos de esta organización social. En esta falta de perspectiva por fuera del capita-lismo, pronto las críticas al funcionamiento del circuito artístico4 y aquellas destinadas a la sociedad contem-poránea son naturalizadas como efectos de decisiones particulares. Es difícil no ver en ello asomar el escepti-cismo posmoderno, a pesar de las críticas que en el li-bro les dedica a algunos de sus representantes.

1 Ver “Un mal caldo de cultivo”, IdZ 11.

2 Para un resumen ver el primer capítulo de Eagleton, La estética co-mo ideología, Madrid, Trotta, 2006.

3 Groys, p. 169.

4 Para un panorama ver Graw, ¿Cuánto vale el arte?, que reseñamos en IdZ 1.

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Perón y la Triple A, de Sergio Bufano y Lucrecia Teixidó

Bs. As., Sudamericana, 2015.

Eduardo Castilla

En mayo de este año se publicó Perón y la Triple A1, escrito por Sergio Bufano y Lucrecia Teixidó2. El libro es útil para volver a reflexionar sobre la dinámica del período estudiado aunque, desde una perspectiva de izquierda, resulta imposible acordar con sus conclusio-nes políticas.

20 advertencias

El libro da cuenta, exhaustivamente, del accionar de la Triple A así como de la responsabilidad de Perón en su formación, algo minimizado en la historiografía de-dicada al tema.

La narración recorre distintos momentos desde el re-torno de Perón a la Argentina hasta su muerte. En ca-da uno de ellos, los autores localizan una “advertencia” hacia la izquierda peronista, destinada a subordinarla a su política de pacificación del país.

La primera de las advertencias tronará el 21 de junio de 1973, al día siguiente de la Masacre de Ezeiza. En ca-dena nacional, escoltado por López Rega e Isabel, Pe-rón dirá, entre otras cosas:

… los peronistas tenemos que retornar a la con-ducción de nuestro movimiento (…) neutralizar a quienes pretenden deformarlo desde abajo o desde arriba (…) somos justicialistas (…) No hay nuevos rótulos que califiquen a nuestra doctrina y nuestra ideología (…) Somos lo que las veinte verdades pe-ronistas dicen (pp. 60/1).

Un mensaje directo a quienes pretendían luchar por la “patria socialista” desde el interior de ese movimiento.

La última advertencia se hará el 17 de junio de 1974, quince días antes de la muerte de Perón. Reunido con la cúpula de la CGT, dirá que:

… la descomposición del hombre argentino (…) nos ha llevado a esto (…) tenemos que erradicar-lo de una u otra manera. Intentamos hacerlo pacífi-camente con la ley. Pero si eso no fuera suficiente, tendríamos que emplear una represión un poco más fuerte y más violenta también (p. 362).

Hacía tiempo ya que las “advertencias” se cumplían rigurosamente. La Triple A, las bandas de la burocra-cia sindical y las fuerzas policiales actuaban en todo el país, atacando a las organizaciones combativas del movimiento obrero, la juventud y la izquierda, contan-do decenas de muertos. Las amenazas “a futuro” rea-firmaban una política en curso.

Mientras se intentaba contener al conjunto de la clase trabajadora mediante el Pacto Social3, desde el Estado se desplegaba una política que, globalmente, puede ser definida como de guerra civil acotada a la vanguardia obrera y popular surgida a partir del Cordobazo. Dentro de la misma, por su peso, Montoneros y la Tendencia revolucionaria del peronismo eran un objetivo central de los ataques.

Dos demoniosEl libro está orientado a demostrar que Perón “co-

metió un error” al apelar a grupos paramilitares; y que Montoneros, al continuar con las acciones armadas, contribuyó a la escalada de violencia y a convertir al Es-tado “en una banda” (p.19). Los autores afirman –men-cionando la última advertencia de Perón– que el pedido de mayor represión

… no lo hacía frente a los jefes de las fuerzas de seguridad, autorizados por la Constitución Nacional para reprimir (…) sino ante jefes de sindicatos que habían convertido sus sedes en verdaderos arsena-les (p.18).

Ilustrando más esta idea, Bufano y Teixidó se pregun-tan si Perón “¿podría haber hecho otra cosa?”. Res-ponden:

Claro que sí. Pero la elección de su sucesora, de sus funcionarios y la autorización implícita a la ac-tuación de la pandilla enquistada en su gobierno fue-ron determinantes para ese final de sangre (…) No fue una víctima (…) eligió un camino que no corres-pondía (…) más allá de sus propias decisiones equi-vocadas nadie lo ayudó. Ni los Montoneros que no acallaron sus armas, ni la izquierda armada marxis-ta que soñaba con ocupar la Casa Rosada (…) ni la dirigencia sindical con su recalcitrante macartismo que no toleraba perder la elección en ningún gre-mio. Tampoco el empresariado, siempre codicioso y de escasa conciencia democrática (p. 365).

Resulta ineludible emparentar esta definición con la teoría de los dos demonios4 que presenta a la violen-cia estatal como correspondida y alimentada por la que ejercieron las organizaciones armadas. Los auto-res afirman, explícitamente, que la violencia que “co-rrespondía” era la ejercida en un marco legal. Se trata, hay que decirlo, de las Fuerzas Armadas que ejecuta-rán el golpe genocida en marzo de 1976; o la policía que, con Villar y Margaride a la cabeza, era parte esen-cial de las Tres A.

Revolución y contrarrevoluciónLo que el peronismo en el poder se proponía era frenar

el ascenso revolucionario abierto en Argentina a partir del Cordobazo. Para eso se hacía imperioso liquidar a la vanguardia de ese proceso. El enorme desprestigio que padecían las Fuerzas Armadas impedía recurrir a ellas abiertamente. De allí la formación de organizaciones pa-ramilitares y la creciente violencia estatal.

Frente a esa escalada, la estrategia desplegada por Montoneros y la guerrilla de conjunto era impotente. Su política de presión sobre Perón –que se mantuvo hasta la muerte de éste– obturaba la posibilidad de un desarrollo político independiente de la vanguardia obre-ra y juvenil. En el terreno militar, su objetivo se reducía a una “guerra de bolsillo” entre su propio aparato y las fuerzas represivas5.

Perón y la Triple A ilustra claramente la política repre-siva del último gobierno del viejo líder. Sin embargo, sus conclusiones lejos están de permitir una prepara-ción estratégica para futuros escenarios convulsivos en la lucha de clases.

1. Las referencias a las páginas se harán entre paréntesis. Los resalta-dos en las citas pertenecen a los autores.

2. Bufano es codirector de la revista Lucha Armada en la Argentina. Ambos militaron en la izquierda en los años ‘70.

3. Ver Alejandro Schneider, “El Pacto Social de 1973”, IdZ 19.

4. Véase el prólogo a Insurgencia obrera en Argentina de Ruth Werner y Facundo Aguirre, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2007.

5. Para una discusión de conjunto sobre la estrategia de la izquier-da en los años ’70, véase Insurgencia obrera en la Argentina, ibídem, capítulo XIV.