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28.- "SUPERVIVIENTE" DE STEPHEN KING (E.E.U.U.). El doctor Pine, un individuo inescrupuloso e insensible que ha renegado de su pasado, llega —a causa de un naufragio— a un pequeño islote con solamente unas cerillas y dos quilos de droga de buena calidad. A partir de eso, el autor desarrolla un relato en estilo de diario personal sobre los intentos de este médico neoyorkino por intentar sobrevivir. Lo primero que el náufrago hace es cazar las pocas gaviotas que se paran sobre esa pequeñísima porción de tierra. También intenta armar con piedras un mensaje que pueda ser visto por algún avión que acierte a pasar sobre el lugar. Lamentablemente, ese sitio no parece quedar en la ruta de ningún aeroplano. Las gaviotas son pocas y en uno de los intentos, sufre un accidente que le cuesta una fractura en la pierna. Como era cirujano, realiza una amputación, a pesar de las malas condiciones de asepsia. Confía en que la heroína podrá ayudarlo a soportar el dolor. Ya que no tiene otra cosa que comer, decide comerse su propia pierna. Debido a que su estado le dificulta cazar y las gaviotas escasean más de lo deseado, corta su otra pierna, para poder tener algún alimento. Trata de esperar lo más posible con vida imaginando un rescate. Siempre habla de volver a su ciudad. Cuando la comida sigue faltando corta nuevamente sus piernas un poco más arriba, para tener un poco más de carne. Este sistema de autoantropofagia y el uso de la droga le permiten mantenerse con vida. Poco a poco el uso de la droga o la pérdida de razón le van llevando a elaborar un registro —en su diario personal— desarticulado, fragmentario, casi absurdo. En todo ese tiempo guarda conciencia de que debe cuidar sus manos por sobre todas las cosas, pues es con ellas con las que se operó a sí mismo. Finalmente come una de sus manos, con lo cual termina por cometer una forma de suicidio. Visto de esta manera, podemos pensar que el lector asiste a un continuo registro de intentos de sobreviviencia que terminan de manera frustrada. Es decir, todos sus ensayos por sobrevivir son inútiles en la medida en que termina por morirse allí, en ese islote donde había sido arrojado por las corrientes y los oleajes. Es, quizá, la forma más común de entender una experiencia como esa. De alguna manera parece que hay dos reflexiones que el lector puede hacer sobre el texto: por un lado, el hecho de llevar una vida que, a pesar de las apariencias, parece ser la de un potencial suicida, hace pensar su muerte como una consecuencia muy lógica; por otro lado, el lector podría pretender reflexionar sobre lo inútil y estéril que resulta todo intento por sobrevivir puesto que, a la larga, todos los

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  28.- "SUPERVIVIENTE" DE STEPHEN KING (E.E.U.U.).

El doctor Pine, un individuo inescrupuloso e insensible que ha renegado de su pasado, llega —a causa de un naufragio— a un pequeño islote con solamente unas cerillas y dos quilos de droga de buena calidad. A partir de eso, el autor desarrolla un relato en estilo de diario personal sobre los intentos de este médico neoyorkino por intentar sobrevivir. Lo primero que el náufrago hace es cazar las pocas gaviotas que se paran sobre esa pequeñísima porción de tierra. También intenta armar con piedras un mensaje que pueda ser visto por algún avión que acierte a pasar sobre el lugar. Lamentablemente, ese sitio no parece quedar en la ruta de ningún aeroplano. Las gaviotas son pocas y en uno de los intentos, sufre un accidente que le cuesta una fractura en la pierna. Como era cirujano, realiza una amputación, a pesar de las malas condiciones de asepsia. Confía en que la heroína podrá ayudarlo a soportar el dolor. Ya que no tiene otra cosa que comer, decide comerse su propia pierna. Debido a que su estado le dificulta cazar y las gaviotas escasean más de lo deseado, corta su otra pierna, para poder tener algún alimento. Trata de esperar lo más posible con vida imaginando un rescate. Siempre habla de volver a su ciudad. Cuando la comida sigue faltando corta nuevamente sus piernas un poco más arriba, para tener un poco más de carne. Este sistema de autoantropofagia y el uso de la droga le permiten mantenerse con vida. Poco a poco el uso de la droga o la pérdida de razón le van llevando a elaborar un registro —en su diario personal— desarticulado, fragmentario, casi absurdo. En todo ese tiempo guarda conciencia de que debe cuidar sus manos por sobre todas las cosas, pues es con ellas con las que se operó a sí mismo. Finalmente come una de sus manos, con lo cual termina por cometer una forma de suicidio.

Visto de esta manera, podemos pensar que el lector asiste a un continuo registro de intentos de sobreviviencia que terminan de manera frustrada. Es decir, todos sus ensayos por sobrevivir son inútiles en la medida en que termina por morirse allí, en ese islote donde había sido arrojado por las corrientes y los oleajes. Es, quizá, la forma más común de entender una experiencia como esa. De alguna manera parece que hay dos reflexiones que el lector puede hacer sobre el texto: por un lado, el hecho de llevar una vida que, a pesar de las apariencias, parece ser la de un potencial suicida, hace pensar su muerte como una consecuencia muy lógica; por otro lado, el lector podría pretender reflexionar sobre lo inútil y estéril que resulta todo intento por sobrevivir puesto que, a la larga, todos los intentos terminarán volviéndose inútiles cuando uno por fin muera, porque acabará perdiendo la vida por más intentos que haga por lograr lo contrario.

Creo, por cierto, que el autor trata de mostrar que ambas reflexiones son dramáticamente incorrectas. Comencemos por la primera. Es claro que el doctor Pine siempre ha vivido al borde del peligro. Tanto así que confiesa haber terminado perdiendo su empleo a causa de esas conductas delictivas que incluían asuntos tales como vender recetarios vacíos a alguien que vendía recetas falsas a los adictos. Y siguió con ello cuando ya no lo necesitaba. Lo hizo por costumbre. El doctor Pine se parece a esos que eligen deportes excesivamente peligrosos o que hacen pruebas donde la vida es puesta en riesgo permanentemente, más allá de todas las precauciones que toman. Por lo tanto, cuando una de esas arriesgadas personas termina muerta (un competidor de carreras de autos, por ejemplo) solemos pensar que era el fin más esperado y hasta inconscientemente buscado por la víctima. Por supuesto, muchas veces los accidentes ocurren porque otro es el responsable, pero de todas maneras pensamos que el sujeto en cuestión es un suicida en potencia que, respondiendo al peso de la socialización, no se ha atrevido a matarse directamente y, no pudiendo asumir la responsabilidad de ese acto, se contenta con meterse en un contexto peligroso donde resulte muerto de un momento a otro.

Puede pensarse eso, pero puede que haya algo equivocado en esa visión. Supongamos ahora que un sujeto sale en su auto rumbo a su trabajo en una oficina, un banco, o un estudio de radio (eso no importa, excepto que debe ser todo lo contrario a un lugar de riesgo). De pronto un auto a toda velocidad lo choca y nuestro tranquilo trabajador, buen conductor, prudente y hábil, pierde la vida. ¿Alguien piensa que esa persona es un

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potencial suicida? Parece normar no pensarlo. Sin embargo hay países donde la principal causa de mortalidad son los accidentes de tránsito y nadie piensa que el que compra un automóvil sea un suicida en potencia. Suponemos que quien toma todos los resguardos correspondientes no puede ser acusado de tal cosa. ¿Y por qué sí alguien como un piloto de carreras puede merecer esa consideración? ¿Podemos medir el riesgo sólo por el temor que a nosotros nos da enfrentar tales o cuales acciones?

Me parece que el autor pretende afirmar todo lo contrario a lo que se suele pensar en esos casos. El doctor Pine es un sobreviviente, y como tal disfruta el juego de sobrevivir en cualquier situación. Su impulso por vivir lo lleva a tratar de elaborar estrategias para sortear las situaciones en las que se ve envuelto. En ese sentido, su insensibilidad emocional corresponde a la de un jugador para quien ganar es el único evento importante de la vida. Y sobrevivir significa lograr una vez más llevar airosamente cualquier situación en la que uno esté envuelto. Aquí es donde llega el momento de hacer frente a la otra posible moraleja que uno puede pretender extraer del relato: la de que todo intento por sobrevivir es vano pues la muerte tornará todos nuestros intentos como ridículos, inútiles y desgraciados. Afirmar tal cosa sólo puede provenir de pensar que la muerte es una derrota. Pero entonces la lucha por la vida resulta ser una lucha extremadamente despareja y desigual. No ya entre un ser humano y otro, sino entre cualquier ser humano y sus reales posibilidades de vencer. ¿Hubiera sido mejor que el doctor Pine se salvara y hubiera muerto, feliz de haber sido rescatado, en el hospital a donde lo hubieran llevado? ¿Hubieramos considerado al doctor Pine un vencedor si hubiera muerto ocho años después? Supongo que alguien está tentado de pensar que sí, porque eso habría significado que sus esfuerzos de salir vivo de allí, se habrían cumplido. Suponer esto, implica algo así como suponer que se logra sobrevivir si uno lo logra hacer en las pocas ocasiones en las que puede pretender hacerlo. Y mejor que lo quiera pocas veces porque si reitera ese deseo, lleva grandes probabilidades de perder. Es que ni el mejor atleta logra ganar todas las competencias en las que participa ni estar siempre en la mejor forma.

Vistas así las cosas uno solo vence cuando vence a otro (sea una persona, el destino o lo que fuera). Y es claro que entonces, nunca será absolutamente un ganador. Y si piensa en vencer a la muerte, no lo será nunca. Es como considerar que si no se es Dios, no vale la pena ser nada. Puede ser que se piense así, después de todo uno es libre de pensar lo que quiera. Pero estoy convencido que no es la única manera en la que puede ser evaluado el doctor Pine. Y tiendo a pensar que la clave radica en el primer párrafo de todo el relato. "Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero, básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?"

Hay un momento en que sobrevivir es imposible, así como hay un umbral luego del cual es imposible soportar un shock traumático. Pero suponer que eso es una derrota no parece adecuado. Consideremos un juego donde nos está permitido hacer todos los tantos que podamos, pero al finalizar el juego, automáticamente, al otro jugador se le asignarán la misma cantidad de puntos que realizamos, más uno. Ese juego es imposible de ser ganado por nosotros. Así que el señor Pine parece pretender ser evaluado según sus deseos de sobrevivir. Deseos que deben ser llevados a la práctica, intentando todas las estrategias posibles para ello. Por tal motivo prefiere perder una gaviota a lastimar sus manos en el intento de atraparla. Y para poder sobrevivir aún sin alimento prefiere aumentar el consumo de heroína. Lo intenta todo una y otra vez. Desde escribir un mensaje de socorro con las piedras hasta utilizar el borde afilado de una madera para amputarse la pierna cuando ya no queda otra solución. Y todo lo hace con una gran dosis de humor, de cinismo, también. Pero en el fondo su cinismo no muestra otra cosa que ese impulso vital que lo hace seguir siempre adelante, traspasar todos los límites en pos de eso que pretende. El cinismo es una forma de seguir adelante sin importar lo que se deja atrás.

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¿Puede, entonces, adjudicarse la decisión de amputar una de sus manos para comérsela, a la resignación, a un intento solapado de suicidio? Sigo pensando que puede buscársele otra explicación. No es necesario caer tampoco en la consideración de que el doctor Pine había perdido el juicio y se había vuelto un loco de remate. Sin duda que ya su pensamiento no lograba mantener la claridad del comienzo, seguramente afectado por el dolor, la droga, y el tiempo transcurrido sin que lo rescataran. Pero es también posible que el mismo intento que lo llevó a la muerte fuera realizado como un último intento por sobrevivir. Es dable pensar que el doctor Pine realizara un último cálculo: mantener sus manos por sobre su vida significaba morir en pocos días más pero comiéndose una de sus manos es probable que pudiera extender un poco más ese plazo, esperando que llegara el ansiado rescate. Pareciera que para el doctor Pine, cuando la calidad de vida no se puede mantener, el mero hecho de luchar por sobrevivir es ya un valor importante y al intentarlo, ya se ha vencido, sean cuales fueran las consecuencias pues lo que depende de uno ya ha sido hecho. La derrota, entonces, no es la muerte sino no hacer todo lo que depende de uno para vivir.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de febrero de 2004

CLIC AQUÍ PARA LEER EL CUENTO  26.- "EL PAÍS DE LOS CIEGOS" DE HERBERT GEORGE WELLS (INGLATERRA).

Estamos tan acostumbrados a la configuración de nuestro mundo que ciertas palabras (como, por ejemplo, los pares de palabras: habilidad-torpeza; bien-mal; normalidad-locura; etc.) nos parecen provenir de las cosas mismas, sin ninguna mediación cultural. Estamos tan habituados a la rotulación, que más allá de ciertas zonas ambiguas y borrosas que todos —o casi todos— podemos admitir, solemos usar el lenguaje como si entre éste y el mundo no mediara ninguna organización cultural. Y no somos plenamente consciente de la manera en que nuestra cultura formatea nuestra manera de pensar hasta que nos encontramos con una estructura de razonamiento que es absoluta y radicalmente contraria a la nuestra.

El relato de H. G. Wells ensaya una aproximación a la experiencia del encuentro irreflexivo con aquello que constituye un "otro" respecto de un "nosotros". Es, en definitiva, el encuentro entre dos culturas totalmente diferentes, no en los resultados tomados en su aspecto funcional, sino diferentes en la organización de la cosmovisión que rige el ordenamiento cultural. En ambas culturas tenemos una organización familiar, laboral, productiva, etc. muy similar, excepto por detalles ínfimos que no hacen al asunto de la cuestión (como, podrían ser el color de las casas, las cantidades de ventanas en las mismas, el horario de trabajo, por no mencionar sino unos pocos casos). Sin embargo la fundamentación que da lugar al mantenimiento de tales o cuales acciones —consideradas como las acciones debidas dentro de una comunidad y generan, por lo tanto, los patrones de normalidad o corrección— son diametralmente opuestas. Tanto así que no tienen punto de contacto. Es ahí donde el papel de la visión, del ojo como órgano de la vista genera una distancia que se vuelve irreconciliable.

Entre la cultura del país de los ciegos y la cultura de Núñez (que proviene del mundo más allá de las montañas "de las comarcas distantes donde todos los hombres ven...") existe lo que algunos epistemólogos, en especial Thomas Kuhn, insisten en llamar inconmensurabilidad entre una cultura y otra. Cierto que Kuhn nunca fue tan lejos como para hablar de "cultura" y mantenía los alcances de su teoría dentro del ámbito de la ciencia, sin embargo su propia reflexión permitió toda una gama de interpretaciones sociológicas que pretendieron aplicar su obra —de manera más o menos literal— al ámbito general de las comunidades humanas. Así, dos culturas

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se considerarían inconmensurables cuando la distancia que separa la una de la otra se vuelve imposible de medición. De tal manera, que pese a todos los elementos comunes, la organización de esos elementos —más otros en los que difieren sin acuerdo posible— hace que las cosmovisiones que se desprenden de cada modelo cultural sean totalmente distintas.

Es decir, entonces, que pese a todas las similitudes estás no parecen estar en el plano de lo ontológico sino de lo lingüístico. Desde muy antiguo, el plano ontológico y el lingüístico comportan una gran unidad para nosotros. Ya los fragmentos que conservamos como atribuibles (las fuentes siempre son complicadas) al gran Heráclito muestran esta confusión de planos, que luego —a su manera— recogiera Platón e inundara nuestra cultura hasta bastante pasado el medioevo. Sin embargo, también es cierto que ya de antiguo —aunque sin demasiada consecuencia a nivel cultural— hay muchas menciones a la diferencia entre lo lingüístico y lo ontológico. Así Aristóteles señala —más bien al pasar— que una cosa puede ser cómo debe ser el mundo según nuestro entendimiento y otra cosa puede ser el mundo según tal cual es en realidad. Esta misma posibilidad se retoma en el medioevo respecto de las discusiones sobre la prueba de Dios. Hay una célebre discusión entre San Anselmo y un monje llamado Gaunilo respecto de la manera de probar la existencia de Dios. San Anselmo creía que si podía pensar en algo mayor que lo cual nada puede pensarse, entonces eso existía. Gaunilo simplemente puso algo de sentido común en el asunto: puedo pensar cosas que no existen, que yo tenga un concepto en mi mente no quiere decir que eso exista, así que esa no es una buena prueba ni de la existencia de Dios ni de nada.

Volvamos a al cuento de Wellls y a la relación que manifiestan las dos comunidades (en el relato se trata de una comunidad y Núñez) como similares más en el plano lingüístico que en el ontológico. Ambos poseen diccionarios que tienen una gran cantidad de palabras en común. Así es como pueden entrar en contacto. Ambos parecen llamar a las mismas cosas por los mismos nombres: hombre, hija, casa, camino, valle, cabra, cielo, caminar, agresión, etc. Y en tanto los lenguajes se mantengan en el plano de la referencialidad más grosera, entonces ambas culturas viven la ilusión de estarse comunicando. ¿Por qué ilusión? Porque en verdad no hay genuina comunicación. Tomemos uno de los casos más cruciales como entender qué significa en ambos el concepto de ser humano. Si solamente se trata de señalar (como quien señala con el dedo para decir "eso es un ser humano") parece que ambos diccionarios designan a la misma cosa con la misma palabra. Pero tal designación es una designación apelando a la globalidad. Es decir, puede que quien señala algo lo haga pensando en alguna característica en particular que le permite definir a la cosa como perteneciente a una clase, pero al no especificar su criterio de demarcación de la clase entonces para otra persona eso puede estar perteneciendo a la misma clase creyendo que se apela a otro código de asignación de pertenencia. Esto es claro en el contraste que existe entre el primer encuentro de Núñez con los habitantes del país de los ciegos y la relación que entre ellos se dará después. En el primer momento, cuando los dos ciegos que lo reciben preguntan si eso que llega es un hombre, él no sólo responde que sí sino que da una serie de señales adicionales sobre su procedencia. Pero para los ciegos no tiene sentido que un hombre provenga de un lugar llamado Bogotá o que pueda ver, pues para ellos esas palabras carecen de sentido.

Si las dos culturas sufren problemas de comunicación es porque entre ambas existe un hiato, un corte radical. Hay palabras que para Núñez integran el código de comunicación, es decir, que tienen sentido, que son entendibles y tienen un objeto al que referir fuera de ellas mismas mientras que para los ciegos no tienen sentido, son mejor sonidos vacíos, sin ninguna cosa a la que referir y por lo tanto, ni siquiera pueden formar parte de un diccionario, de un código lingüístico de comunicación. Es aquí donde el lector puede percibir que los diccionarios de ambas culturas son irreconciliables. Y lo son porque entre una y otra no hay posibilidad alguna de traducción. No se trata de un problema de lenguas diferentes, que usen palabras fonéticamente

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distintas para designar a lo mismo (rain-lluvia-pluie-regn-pioggia) o que usen expresiones diferentes para más o menos lo mismo (lluvia-agua que vuelve a la tierra desde el cielo). Se trata de que el concepto de "vista" y el de "provenir de más allá de esta región" son intraducibles en el lenguaje del mundo de los ciegos. Así, mientras esos conceptos forman parte de la noción de "ser humano" en el lenguaje de Núñez, no lo forman en el lenguaje de los ciegos.

Se podría pensar entonces que así como el lector puede percibir que cada lenguaje, cada cultura, conforma un sistema que es diferente del otro, lo mismo podría ser percibido por los involucrados (Núñez y los ciegos). Si lo hicieran, podrían admitir que la concepción de verdad queda restringida al interior de cada sistema. Pero no lo hacen y al no hacerlo se impiden la consideración de toda relatividad cultural. Véase la tozudez de Núñez en considerar que en el país de los ciegos el tuerto es rey y la incapacidad de los ciegos para comprender que la visión no genera ninguna alteración mental, que lo que está en juego es otra forma de construir sentido. Ambos manifiestan una incapacidad para dejar por un momento sus creencias y verlas sólo como eso como "sus creencias" y no lo que en todo lugar, tiempo y espacio debe ser creído por cualquiera que sea digno de ser considerado un ser humano.

Es cierto que el tema de radicalizar el discurso del relativismo cultural puede llevar a juegos peligrosos o difíciles de aceptar. Por ejemplo, considerar que si algo para una comunidad religiosa es una muerte santa y no un homicidio, no es posible de ser juzgado negativamente e impedido por el resto de la sociedad. Pero perder de vista la diferencia cultural lleva a lo que ha llevado siempre: culpar al otro por todos los desvíos de conducta, la ruptura de comunicación y la aparición de resultados no esperados. Así los ciegos son incapaces de comprender la torpeza y los pensamientos de Núñez y solo pueden observarlo como un ser inferior o enfermo al que hay que curar. Este ha sido, desde tiempos inmemoriales, la forma en que el más poderoso termina por someter al más débil. Los procesos de aculturación que han conllevado todas las conquistas y dominaciones no tiene en su base sino esta falta de respeto absoluto por el otro como un ser diferente que debe ser considerado de acuerdo a los patrones de su cultura y que, por lo tanto, no debe ser avasallado como si se tratara de un enfermo mental.

El cuento de Welles parece ser una reflexión sobre nuestras conductas colonialistas, lo cual va mucho más allá de los casos notorios y grotescos de un país invadiendo otro, o del exterminio cultural (e incluso físico) de comunidades indígenas. Eso que llamé "conductas colonialistas" también incluye las veces que no entendemos las razones de otra persona y simplemente queremos que piense lo que nosotros pensamos como si fuera una aberración pensar algo diferente, ya que parecemos tener la única verdad posible. El monopolio de la verdad es una enfermedad terminal para el entendimiento entre las culturas, que impide apreciar la riqueza de lo diferente, que impide aprender y pensar con claridad. El monopolio de la verdad nos convierte en seres petulantes, despiadados, sordos y ciegos.

 

 

25.- "EL CENTINELA" DE ARTHUR CLARKE (INGLATERRA).

El texto de Arthur Clarke vuelve, de una manera ciertamente novedosa, sobre un tema del cual mucho se ha dicho a lo largo de la historia de la humanidad. La idea de que no estamos solos en el universo sin duda que no es nueva. Desde épocas inmemoriales hemos asistido a

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numerosas versiones, algunas más creativas, algunas menos. Los primeros intentos trataron de mostrar que teníamos muy buena compañía, nada menos que la ayuda de los dioses.

Aquellas primeras explicaciones que trataban de evitar tener que asumir una infinita orfandad metafísica, ya nos ponían en la situación de ser una más de las entidades capaces de haber desarrollado la razón. Sin duda que en la mayoría de esas narraciones teníamos un destacado papel protagónico. Tanto así que muchas veces los dioses aparecían como lujosos personajes secundarios, siendo el centro de la trama el destino de ese bípedo tan singular que es el ser humano.

Pero ya en aquellos intentos por evitar la soledad ontológica se había construido un mundo homocéntrico. Todo parecía girar en torno nuestro. Con el tiempo ese homocentrismo llegó a grados superlativos. Poco a poco los problemas por la figuración en el cartel terminaron por crear profundas separaciones. Así fue como la obra se fue quedando sin actores y del diálogo pasamos al monólogo. Concebidos como reyes de la creación, del big-bang o lo que quiera que fuera, nos fuimos deslizando en el olvido de que tal vez no fuéramos los únicos seres racionales que han logrado desarrollarse en el conjunto de los seres vivos. No es menor el hecho de que podamos elegir Miss Universo, sin que nada nos rechine en el nombre del certamen. Podrían buscarse numerosos ejemplos de la manera en que nuestro lenguaje nos fue haciendo cotidiana la idea de que somos no sólo el centro del universo, sino la razón misma de la existencia.

Por supuesto que desde la ciencia, especialmente desde la astronomía, se han ensayado diversos ensayos de pensar que las condiciones que dieron origen a la vida en nuestro planeta posiblemente también ocurrieron en alguna otra galaxia. Incluso existe una ecuación que intenta establecer el número de posibles mundos similares al nuestro que seguramente existen. Un juego de probabilidad, nada más.

El cuento de Clarke retoma el tema de la posible existencia de otras civilizaciones de seres inteligentes, conteniendo elementos especialmente rescatables. En primer lugar, el choque que supone acceder al conocimiento no sólo de que existe alguna otra especie inteligente, sino mucho más inteligentes que nosotros. Y, precisamente, ocurre en un cuerpo celeste que forma una parte importante de nuestra vida cultural: la luna. No sólo ha estado ligado desde tiempos remotos con nuestra forma de medir el tiempo o con un elemento que pertenece al repertorio de nuestros símbolos más recurridos. La luna ha sido nuestro primer desembarco extraterrestre, con banderita incluida (resabio de nuestro instinto colonialista).

¿Cuál no sería, pues, la sorpresa si, de pronto, en ese territorio que sentimos que nos pertenece descubriéramos la huella de una presencia anterior y más poderosa? Sin duda nuestro ego de civilización avanzada y tecnificada quedaría un tanto maltrecho. Pero hasta aquí el cuento de Clarke se desenvuelve dentro de lo esperado. La originalidad del autor está en cómo juega la distancia interestelar en la comunicación entre civilizaciones en distintos planetas y en la postura adecuada respecto a ese rastro encontrado, a esa maquinaria de características ciertamente impresionantes.

Nosotros hemos enviado al espacio algún satélite conteniendo información sonora y visual sobre el planeta Tierra, esperando que en algún momento esa nave alcance, o sea

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interceptada, por entidades inteligentes. Hemos lanzado una mensaje dentro de una botella en el vasto mar del universo, esperando que alguien sepa de nosotros y con la esperanza de que pueda contactarnos, enviarnos al menos una señal, si pueden leer los mapas que permiten establecer nuestra localización. Es como una flecha lanzada a ciegas, para ver si podemos acertar en algún lugar que resulte interesante. Dadas nuestras condiciones tecnológicas, aún no podemos hacer otra cosa.

Sin embargo ese artilugio —llamado el centinela— que describe Clarke es por entero diferente. No sólo está lejos de la precariedad de nuestro intento de establecer comunicación, sino que muestra una intencionalidad de maximizar los resultados. La hipótesis es que miles de años antes las naves de esa civilización extraterrestre nos observaron y viendo que aún no habíamos alcanzado el desarrollo adecuado colocaron la máquina en la Luna, a sabiendas de que si habíamos llegado hasta ella habíamos ya logrado un desarrollo considerable en áreas tecnológicas de importancia. "Quizás ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre la vida y la muerte."

Así que la primera prueba de que hemos logrado un desarrollo inteligente es el haber logrado viajar fuera de nuestro planeta. El hecho de que esto muestre una vocación hacia la vida y no hacia la muerte es algo que, a la vista de los datos de nuestra convivencia planetaria, bien puede discutirse. Pero aún falta un paso decisivo para llamar realmente la atención a otra civilización más avanzada: hacer lo correcto con esa maquinaria para establecer contacto.

Luego de hablar sobre el encuentro con ese aparato extraño, el narrador señala "Hemos necesitado veinte años para conseguir romper aquel invisible escudo y alcanzar la máquina encerrada en aquellas paredes de cristal. Lo que no hemos podido comprender lo hemos destruido finalmente con la salvaje potencia de la energía atómica, y he podido ver los fragmentos de aquel hermoso y brillante objeto que descubriera allí, en la cima de la montaña. /No significaban absolutamente nada. Los mecanismos de la pirámide, suponiendo que lo sean, son fruto de una tecnología que se halla mucho más allá de nuestro horizonte, quizás una tecnología de fuerzas parafísicas." Pareciera que esa destrucción no representa la bestialidad humana, que termina por destruir aún aquello que no puede comprender incluso cuando no logre ninguna utilidad de ello. Pareciera, entonces, que se realiza una crítica hacia esa actitud casi infantil de destruir un aparato antes de poder saber realmente cómo funciona. Esto, por supuesto, podría habilitar una inveterada polémica entre los que creen que el ser humano debe intervenir lo menos posible en la modificación de su entorno y aquellos que no ven ningún problema en la intervención aún más desaforada. Una polémica que va desde el tema de la cacería hasta el manejo responsable de los recursos hídricos del planeta, pasando por el manejo de los deshechos nucleares, etc. Una polémica que, de manera moderna, rescata la dialéctica de lo crudo y lo cocido.

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Sin embargo, otra es la resolución. "Ahora, el centinela, ya no emite ninguna señal, y aquellos encargados de su escucha deben de haber vuelto su atención hacia la Tierra. Quizás acudan a ayudar a nuestra civilización, aún en su infancia." De haber dejado el objeto intacto, nunca se hubiera podido establecer contacto con esa otra civilización más avanzada. Por lo tanto la decisión de abrir ese objeto, a como diera lugar, terminó por ser la más razonable. Claro que, por tratarse de un acierto fortuito de una acción no premeditada cabalmente, el ejemplo no sirve como método de acción. Una muestra más, tal vez, de toda la distancia que nos falta recorrer como civilización.

JUAN CARLOS VALLEJO

24.- "LA NOCHE DE LOS FEOS" DE MARIO BENEDETTI (URUGUAY).

Hemos desarrollado, fundamentado y profundizado el sentido de la belleza. Las reflexiones estéticas son una constante desde muy antiguo, tratando de entender las reglas que hacen que algo se convierta, para nosotros, en algo bello. Así hemos extendido la búsqueda de la belleza en muy diversas áreas: la pintura, la escultura, la música y muchos etcéteras, que pueden incluir, también, hasta la elegancia de una prueba matemática. Tal vez este último ejemplo sea una de las clases más abstractas de bellezas que podemos llegar a sentir.

La mirada sobre el cuerpo humano ha sido, en definitiva, enmarcada dentro de la mirada general sobre los objetos. Por lo tanto el cuerpo también ha sido celebrado y constituido como un lugar de belleza. Y en particular el cuerpo amado. El amor ha estado ligado intensamente a la belleza. Pensemos en la poesía y veremos que el ser amado se transfigura en un ser bello por el solo hecho de la marca del amor. Y es en este sentido que todos los seres amados se convierten en uno solo, se asimilan unos a otros hasta perder toda individualidad en la abstracción de la belleza. En la poesía amatoria la individualidad no es de aquel que recibe el canto, sino de aquel que canta. La individualidad pertenece nítidamente al sujeto activo. El sujeto pasivo, por su parte, queda perdido en una suerte de uniformidad general dada por los atributos de la belleza. Quien ama está diferenciado por su capacidad de observar y sentir la vinculación del ser amado con la belleza. El ser amado, aquel que recibe el amor, permanece ya indiferenciado al menos en la enunciación explícita en cuanto ese discurso puede —en términos sustanciales— ser aplicado, mutatis mutandis, a cualquier otro ser amado por cualquier otro amante.

Bien vale la aclaración de que, tal vez, sea necesario redefinir el amor entonado en la poesía amatoria y considerarlo no amor sino enamoramiento. Así el enamoramiento es una suerte de estado de idealización del objeto amado de tal manera que logra reunir una serie de características que exceden lo real y que convierten a las distorsiones del objeto real en distorsiones minimizadas por la visualización de la belleza.

De alguna manera, en ese proceso de enamoramiento el ser amado pierde su cuerpo para ser dotado de otro cuerpo. Pierde el cuerpo real para poseer un cuerpo simbólico, deja de tener los atributos de una cosa para tener los atributos de un ser imaginario. No en vano algún filósofo afirmó que el amor es una suerte de cristal deformante que termina por hacernos ver las cosas como no son, que termina por hacernos creer que es lo que en verdad no tiene lugar. Pero es gracias a que los objetos no solo son sino que también representan, que es

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posible reinscribirlos dentro de un proceso de resignificación sin que se trate de una estructura delirante.

En cierta medida el enamoramiento cumple la función de encubrir para fijar el afecto, como si la realidad pudiera estropear esa ligazón. De alguna manera pareciera que el desarrollo del sentido de la belleza, implica el desarrollo de un lugar para lo desagradable, incluso para lo horrendo. Esta necesidad proviene de la manera dicotómica, de la estructura bipolar que poseen ciertos conceptos (cosa que ya Heráclito había sabido ver). Así, por un lado, tenemos que la fealdad queda siempre excluida del arte. No porque no aparezca tematizada, sino porque no aparece como forma estructurante de la obra de arte. Esto ha permitido que muchos supusieran que el concepto de arte es una suerte de abstracción, una entidad neoplatónica y que se ha definido y usado como un criterio meramente valorativo.

Por otro lado, de toda esta forma en que belleza, enamoramiento y cuerpo aparecen ligadas queda la fealdad no sólo excluida del arte sino del enamoramiento. Por lo tanto la fealdad física no suele aparecer como un elemento mencionado, por ejemplo, en la poesía amatoria. Pareciera como si la fealdad no pudiera ser amada sino a costa de pasar por debajo del velo del enamoramiento. Precisamente de esa soledad, presentada de una manera brutal, es que sufren los personajes de este cuento de Benedetti "Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos - de la mano o del brazo - tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas."

El narrador parece dejar entrever que cualquier persona que no lleve en sí misma la marca de esa fealdad extrema e insuperable (en cierta medida, de una mostruosidad) no puede enamorarse de una persona así. Por el contrario, lo que ocurre constantemente son una serie de actitudes que sólo tratan de poner distancia (el asombro, los cuchicheos, el desagrado). De esa manera los dos protagonistas se encuentran marginados de poder caer dentro de la categoría de seres amados para las demás personas. Su fealdad es un estigma absolutamente irreversible. En ellos no tiene la fealdad no tiene la propiedad de ser un detalle (algo que puede minimizarse o eliminarse fácilmente) sino que tiene una propiedad sustancial, es parte ineludible de la conformación de cada uno. Pero esto porque todavía se constituyen a partir de la mirada ajena sobre el cuerpo. Y de alguna manera sólo tomarse a sí mismo como nos construye la mirada ajena es una enajenación, pues nos impide estar en nuestro propio lugar, permaneciendo siempre en el lugar que nos es dado desde fuera.

Por lo tanto pareciera que un mundo donde la imagen no es un síntoma de un sujeto, sino la forma operante de un sujeto, la fealdad está irredimiblemente condenada a la marginalidad. Porque ¿cómo poder oficiar sobre esa marca monstruosa la ceguera necesaria para poder pronunciar el enamoramiento que lleve al amor? Los personajes poseen una fealdad absoluta. "Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos." No hay en ellos el menor rastro de delicadeza o de ternura que logre evitar que la mirada delate otra cosa que la fealdad.

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Sin embargo queda una posibilidad para que ambos puedan "quererse o congeniar". Sin duda que la posibilidad debe pasar por un estado de ceguera como el del enamoramiento. Por lo tanto la única solución es la de la oscuridad. Las marcas son demasiado evidentes como para que un intento de resignificación pueda operar por sí sólo. Por lo tanto hay que ocultarlas bajo el velo de la ausencia de toda luz. Pero no para borrarlas, sino para poder adentrarse en ellas, para poder partir de allí para reconstituirse como persona. Se trata de sobrepasarlas, de impedir que entorpezcan a los personajes llegar hasta el fondo de sí mismos, más allá de esos estigmas.

Sólo una vez que se ha hecho ese camino es posible acceder de nuevo a la luz, al reconocimiento de la inevitable realidad física. Sólo entonces la desgracia puede tener un más allá venturoso "Lloramos hasta el alba. Desgraciados , felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble." Sólo cuando los personajes cruzan las marcas con las que se ven representados y a partir de las cuales las miradas los cosifican, pueden darse la certeza de una dimensión sustancial diferente, que los vuelve humanos. Precisamente la pérdida de humanidad implica el corte de algunas de las dimensiones en las cuales el ser puede lograr concretarse como una entidad específica. La pérdida de humanidad —a la cual nos tiene tan habituada nuestra cotidianeidad— supone una parcelación del ser humano que ya no puede reconstituirse como una unidad y queda fijada en los fragmentos de sus imágenes. Es desarticulando esa fijación que el sujeto puede reconstituirse, liberarse de sus marcas más superficiales de tal manera que ellas se vuelvan condiciones de posibilidad de su construcción como sujeto, y no los límites últimos más allá de los cuales no hay nada. Decía El Principito que lo esencial es invisible a los ojos. Esto no supone un caer en la constitución del sujeto como entidad abstracta, sino como un regreso ida y vuelta que le permite recuperarse con cada una de sus determinaciones, incluidas aquellas que sólo pueden ser conceptualizadas abstractamente. De esta manera el sujeto puede pasar la etapa narcisista (de autoenamoramiento) la etapa del enamoramiento delirante, para pasar a una etapa de profunda aceptación de sí mismo como sujeto, en un sentido íntegro, constituyéndose con los rastros de la mirada ajena y con ese "más allá" de toda mirada, donde el deseo puede vivir sin enmascaramientos.

JUAN CARLOS VALLEJO  23.- "LA

METAMORFOSIS" DE FRANZ KAFKA

(CHECOSLOVAQUIA).

Cuenta un maestro chino que una vez hubo un hombre que, al dormirse, soñó que era una mariposa que soñaba que era un hombre. El sueño generó en él tal confusión que, al despertar, no supo si era un humano o una

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mariposa. Cierto es que a veces lo dudoso, lo difícil de resolver nos coloca en un contexto de angustia. El no saber, el no poder llegar a determinar la verdad de las cosas nos avecina a la fragilidad de la existencia y los límites de nuestro conocimiento. Sin embargo, a veces, la certeza contiene un caudal mayor de dolor y desolación. Precisamente, algo ambiguo y abierto a la posibilidad y la duda, hubiera sido una tranquilidad para Gregorio Samsa quien una mañana, apenas despertó, supo de manera inconfundible que se había convertido en un monstruoso insecto, de una vez y para siempre.

Estamos habituados a los cambios, a que la vida significa devenir. Estamos habituados a la evolución de la vida, de nuestro cuerpo. Con gusto o sin él, somos conscientes que ocurrirá. El drama no es el cambio, sino una transformación que nos va haciendo perder nuestro potencial, que nos coloca en un estadio de decrepitud y dependencia o una transformación que nos hace perder lo que

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consideramos mejor de nosotros mismos (sean estas cosas nuestra imagen o la familia o los amigos, o cualquier otro etcétera). Pero ese drama se ve aumentado cuando ocurren cambios imprevistos. Más aún si sucede que ese cambio no tiene explicación. Precisamente ambos elementos son los que impactan de ese primer párrafo donde queda asentada la nueva condición del protagonista. No se trata de un cambio natural, de alguien que atraviesa una situación diferente manteniendo su identidad, sino que se trata de un salto cualitativo, una mutación. Es la metamorfosis de un ser que se convierte en otro, de una especie diferente, tomando así su vida un curso absolutamente imposible en su evolución natural. Sin embargo todo eso parece aceptarse como algo natural ya que el personaje no cuestiona realmente su situación. Esta pasividad, esta suerte de resignación, es también un elemento llamativo y que compone uno de los elementos característicos del universo de los

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personajes kafkianos.

El cambio es asombroso, pero lo es en su aspecto exterior. En lo interior, Gregorio está acostumbrado a verse como un ser pusilánime, a no tener valor para nadie, ni para su familia ni para su jefe. El mismo se considera "un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio",situación de la que no logra liberarse a causa de tener que mantener a su familia. La tranquilidad económica de su núcleo familiar y el esfuerzo por no llevar una situación deshonrosa hacia su apellido, hacia su casa, ha sido antepuesta a su propia dignidad como persona. En el fondo, la extrema naturalidad con la que es mirada la situación, como si todo lo que ocurriera fuera posible, proviene de que el mundo exterior pasa a ser un reflejo oscuro del oscuro mundo interior, lo que es una constante de los personajes de kafka.

Nada realmente interesante parece haber en la vida de Gregorio, tal como se desprende de las palabras de su madre para disculparlo frente al apoderado de la empresa donde trabaja. ("—No se encuentra bien— dijo la

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madre al apoderado mientras el padre hablaba ante la puerta—, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.") Por lo tanto, aún para su familia es un ser sin interioridad, una mera superficie donde se

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depositan las miradas y donde los demás depositan sus consideraciones. Es, entonces, un ser objetivado desde fuera. Parece un ser abstracto, apenas configurado por el reflejo que obtiene de la mirada ajena. Es para los otros, pero no para sí mismo. Gregorio Samsa no es medido por los otros como persona sino por su rendimiento laboral. Así lo considera el dependiente, así parece considerarlo su familia porque necesita que él enfrente las deudas. No es otra la lectura que el protagonista hace del llanto de su hermana. Es precisamente por eso que, ya desde antes de convertirse definitivamente en un ser monstruoso, el protagonista no era considerado plenamente un ser humano.

Gregorio Samsa pertenece al silencio, a lo que se mantiene silenciado, encerrado, a oscuras. Y con esto no me refiero a esa monstruosidad de la cual la familia querrá deshacerse, sino que me refiero a él como identidad propia, como un yo, como un sujeto con una existencia única

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y valiosa por sí misma. La identidad de Gregorio Samsa es algo que permanece reconocido desde el interior del propio Gregorio, y que no logra manifestarse o que al menos no es reconocida plenamente por quienes lo tratan. Primero aparece considerado meramente el sustentador de la familia, lo que hace que no pueda dejar aflorar sus verdaderas ideas u opiniones, pues teme que eso haga que lo expulsen del trabajo. Y cuando ya no puede ser eso, ni pueda ser otra cosa que un estorbo que termina por causar asco, será físicamente escondido, silenciado, recluido. Por eso en ese proceso se vuelven importantes los muebles, que son el último testimonio de su pasado humano ("Nada debía retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.")

El joven Gregorio llevaba una vida apagada, sin resaltar,

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apenas entretenido en hacer unos marquitos de madera, no para colocar pinturas que él realizara, sino para poner imágenes de revistas. Su mundo, a pesar de sus viajes, es un mundo pequeño, reducido. Un ser sin importancia en un mundo sin importancia. Al parecer, todo el valor del personaje se estructura sobre el hecho de ser el que mantiene económicamente a su familia. Es decir, todo su valor se estructura sobre un elemento absolutamente circunstancial. Y, lo que es peor, sobrevalorado por el protagonista, a partir de las actitudes familiares.

Y lo que muestra la falsedad de la vida cotidiana de Gregorio Samsa es que la metamorfosis no es sólo un proceso de Gregorio Samsa, sino de toda la familia, no solo como conjunto, sino de cada uno en particular. Esa familia que antes parecía vivir a expensas de Gregorio, como si nadie más pudiera cuidar de su supervivencia, poco a poco comienza a suplirlo hasta volverlo absolutamente innecesario. Porque el único rol del protagonista

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parece ser el económico. Su padre, adquiere un trabajo y vuelve a transformarse —en su postura corporal y en su indumentaria— en el pater familiae, incluso aplicando la violencia física sobre su hijo, o sobre eso en lo que se ha convertido su hijo. La madre pasa del afecto y justificación del hijo, al cansancio y el hastío de esa desagradable presencia. La hermana también pasa del afecto al odio. Y toda la familia termina por fin sintiéndose liberada. No solo porque se han deshecho de ese ser monstruoso cuya presencia era una suerte de humillación, sino porque se han liberado de sí mismos, de los roles en los que estaban encasillados. Pueden ahora, entonces, sentirse orgullosos de lo que han logrado ser.

De alguna manera, Gregorio ha sido el chivo expiatorio. Era —precisamente por sobre-ocuparse de la familia— el signo resaltante de la decadencia de esa familia, hasta que termina por encarnar de manera evidente y visible todo el deterioro. De alguna manera pareciera que la existencia humana

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de Gregorio Samsa no era sino una virtualidad, una ilusión óptica. Ilusión que al desvanecerse pone en evidencia todo un entramado de valoraciones, una estructura de relaciones donde Gregorio —sin duda— no ocupa el mejor lugar. Por el contrario, representa todo lo que la familia quiere esconder de sí misma. Por ello la familia quiere recluirlo, eliminarlo, hasta pretender echar a la sirvienta, a la persona que puede aún molestarlos con el recuerdo de Gregorio Samsa, pues es la única persona que no pertenece a la familia, construida ahora sobre un tácito pacto de silencio y de olvido.

 

JUAN CARLOS VALLEJO

15 de noviembre de 2003

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   22.- "LA GALLINA DEGOLLADA" DE HORACIO QUIROGA (URUGUAY)

La muerte de Bertita, la hija menor del matrimonio Mazzini-Ferraz, es sólo el punto más alto de una larga tragedia familiar. Una tragedia que tiene como desencadenante inmediato la reiteración mecánica y ciega de un gesto, de una secuencia perfectamente reproducida y nunca bien aplicada. Es que la acción humana no es sólo un conjunto de movimientos, de desplazamientos corporales en el espacio, de elementos que pueden

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ser descritos como se describe una piedra o la fachada de un edifico. Es, ante todo, un sentido, un significado, involucra por lo tanto un componente no manifiesto, pero implícito. Para un actor social esto supone discriminar adecuadamente el contexto en el que una acción debe ser puesta en práctica o en el que debe evitarse. La inteligencia no sólo pasa por aprender el manejo de un conjunto de herramientas, por saber disponer de un conjunto de habilidades, sino también por saber cuándo es del caso hacerlo. Sin esto último todo se vuelve una reiteración vacua, errada, ridícula, fatal.

Muchas veces nos vemos enfrentados, en muy diversos ámbitos, a lo que podríamos calificar de un espíritu tecnocrático, donde lo importante es la reiteración ciega de la norma, la puesta en obra absurda del procedimiento, de la maquinaria. Se tiene tan sobredimensionada a la técnica que en un caso ha dado resultado, que se pierde de vista el contexto en el que ha dado resultado y sólo se celebra su aplicación indiscriminada. Tan equivocado está quien tomando un cuadro estadístico comienza a calcular coeficientes —matemáticamente calculables— sin darse cuenta si el tipo de variable involucradas permite que conceptualmente esos datos obtenidos tengan alguna lectura sensata, como quien prende fuego a una hormiga mojada para que se seque. Muchos funcionarios —citemos las empresas públicas y algunos funcionarios de los teleservicios de las tarjetas de crédito, por no poner sino sólo dos ejemplos groseramente visibles— participan de esta constancia en la respuesta iterativa, la frase obcecada, la incapacidad discriminatoria. Así se llega al extremo de confundir la justicia con la aplicación de la misma pauta para individuos en situaciones completamente diferentes. Por supuesto que cada uno puede hacer aportes para acrecentar este breve catálogo de parecidos con los cuatro idiotas que a la tarde se sentaban en su banco y "se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida" y que terminaron convirtiéndose en asesinos, tal vez sólo motivados por haber descubierto una forma nueva para poder ver la intensidad del color rojo.

A pesar de todo el dramatismo de esa escena final en el cual Bertita es tomada a la fuerza por sus hermanos y "Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo", creo que el verdadero drama de esa familia no está precisamente allí. Tampoco en ese pulmón enfermo de Berta o el triste final del padre de Mazzini, muriendo presa del delirio causado posiblemente —atendiendo a la época y a las consideraciones que se hacen al respecto— por una sífilis mal curada o sin cura. El verdadero horror de esta familia es el horror de la ilusión, una ilusión que nos hace recordar un verso de un poeta latinoamericano que decía: "maldita la esperanza que te pone en pie para matarte".

He ahí el drama de esa familia y que nos permite reflexionar sobre la historia de los seres humanos como una fatigosa aventura motivada tanto por la costumbre como por la ilusión. La mayoría de las personas viven sin decisión alguna al respecto, movidos por la idea de que la vida es natural, de que vivir es lo que naturalmente se hace porque ha sido hecho desde tiempos inmemoriales por el resto de la especie. Deben su vida a

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que la respiración es un acto reflejo. Muchos de ellos no buscan ni esperan nada, simplemente pasan entre los días como quien, a favor o en contra de su gusto, realiza constantemente una tarea mecánica, llevado más por la inercia que por la voluntad.

Pero están también los que buscan, los que anhelan, los que desean algo, los que tienen una meta, no como un objetivo momentáneo, sino aquellos que sienten que han nacido para ser o hacer tal o cual cosa y lo buscan llenos de ahínco y de esperanza. Y persisten tesoneramente sin importar todos los contratiempos, como si estuvieran convencidos que sólo son pruebas que el destino les impones, que los dioses observan atentos y silenciosos —cual jurados de una competencia gimnástica— y les retribuirán con el premio deseado si dan muestras de merecerlo. Y así pasan los días, los meses, los años y la vida se acrecienta y las heridas van quedando casi como cicatrices, pero el empeño continúa y la esperanza los impulsa a proseguir en el intento.

No es de extrañar que así sea. Sobran también ejemplos de personas que han logrado sus metas, que han logrado "realizarse" —como suele decirse, con la idea implícita de que la vida es un trayecto hacia algún logro, que nos realizamos si reafirmamos nuestra existencia en un éxito—. Y no es extraño que cada uno se pregunte ¿por qué ellos y no yo?

¿Es que acaso los Mazzini-Ferraz debieron abandonar el sueño de tener un hijo normal? ¿Cómo saber cuándo es demasiado tarde? Supongamos el caso de un joven que juega al fútbol en algún equipo y del cual se dice que es una gran promesa para el futuro. Es claro que si en varios años ese joven no logra avanzar, mejorar, concretar eso que se espera de él, llega un momento en que hay que asumir que es un fracaso. Si bien los límites son bastante difusos, es claro que hay una frontera más o menos precisa. ¿Pero qué hacer cuando se trata de cosas mucho menos precisas como ser un buen pintor o poder viajar en globo?

En este caso en concreto el sueño era poder tener un hijo normal, poder por fin poder ser padres como la mayoría de los demás padres. ¿Debieron detenerse en algún momento? ¿Debieron desistir? ¿Hacerlo no supondría que uno ya sabe que si no lo hace fracasará? ¿No es acaso, entre los humanos, más digna de alabanza la persistencia que la resignación? ¿No será esa costumbre el origen de una tragedia? ¿No será ése el motivo que ha hecho que mucha gente persistiera en un empeño inútil sin lograr nada de lo que ansiaba, haciendo de la humanidad una masa informe y sin fortuna, multitud de extras sin buena estrella y con mala paga?

Luego que los sucesos han ocurrido, es fácil leer los acontecimientos como signos de un mismo mensaje, como si todos estuvieran entrelazados como eslabones de una cadena. Es relativamente fácil, dependiendo de la visibilidad de la huella, leer el rastro del animal que ha pasado, lo difícil es poder saber hacia dónde irá cuando se lo ve andar. He ahí la presencia de nuestra libertad. Puede que como pensaban algunos medievales, nuestro libre albedrío no es más que el desconocimiento de lo que ya está pautado que ocurrirá. En todo caso, sea así o no, somos como jugadores de casino que de vez en cuando prestan un poco de atención a las probabilidades. Apostamos a

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ciegas, a tientas. Ese es nuestro oficio, el papel que nos toca representar. Apostadores que persiguen un gran golpe de suerte, a sabiendas de que un castillo demora mucho tiempo en levantarse y muy poco en destruirse. La felicidad humana es aún algo más difícil y tortuoso de lograr y mucho más sencillo de destruir.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de agosto de 2003

21.- "EL PUENTE SOBRE EL RÍO DEL BÚHO" DE AMBROSE BIERCE (E.E.U.U.)

Dicen varias religiones y escuelas de filosofía, principalmente con su origen en Oriente, que el tiempo no existe. Los sueños —los mismos que hicieron que Descartes dudara de los contenidos de la experiencia—, la certeza de aquello vivido en los sueños, sirve para acrecentar esa opinión. Occidente ha preferido hablar de tiempo subjetivo, para dar cuenta de la forma peculiar en que el individuo registra sus vivencias. ¿Y la verdad? Ese es otro de los gatos a los que es difícil ponerle el cascabel. De todas maneras uno no puede dejar de preguntarse cuál es la verdad sobre los últimos minutos de la vida de Peyton Farquhar. En todo caso, sean cuales sen las dificultades de esa pregunta, hay una doble tarea por delante. Por un lado tratar de saber lo que ha ocurrido. Por otro lado, tratar de saber qué significado tiene lo que ha ocurrido.

Asistimos primero a la preparación de una ejecución por la horca. Luego, a un deseo de liberación que se ve milagrosamente cumplido. Por último, nos topamos con el cadáver de este civil con alma de soldado. "Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del puente del Búho." La frase con la que Bierce da cuenta de la conclusión de la vida del personaje, se vuelve sumamente rica y expresiva. Por un lado es un juicio que denota una certeza inconmovible respecto de lo que le ha pasado a Farquhar. Pero inmediatamente la certeza absoluta pasa a quedar restringida a un determinado ámbito. Es como si la muerte quedara ahora definida en lo puramente físico, en lo tangible, en comprobable por cualquier observador.

Esto nos devuelve al territorio de la primer pregunta que planteamos. Ahora la podríamos reformular así: ¿Dónde estuvo Payton Farqhuar en los instantes que van desde que le colocan la soga al cuello hasta que su cuello se quiebra y su cuerpo queda balanceándose en el vacío, sobre el agua, visible desde lo lejos, tanto como un escudo o un estandarte? Podríamos, por supuesto, apelar a lo que todos los militares estuvieron observando: el cuerpo permaneció allí, sobre la improvisada tarima hasta que el peso del sargento hizo que la madera se balanceara y el reo cayera entre un hueco dejado por dos durmientes de la vía del tren. Esa posible respuesta tienta por su simpleza, por la linealidad en la que logra encadenar el orden anterior y el posterior a ese momento, explicando la huida como una disgreción alucinatoria.

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Pero el lector ha asistido a otra historia. Una historia donde este civil logra una proeza aún mayor que la que esperaba realizar: escapar a un grupo de militares armados que tenían por objetivo asesinarlo. De esta manera Payton desaparece como un héroe. O casi, porque ni siquiera logra vivirlo de esa manera. Registra, es cierto, una cierta incompatibilidad entre su escape y la posterior visión de su esposa en la escalinata de la galería de su casa. Pero eso no llega a incomodarlo demasiado. Todo termina al sentir un ligero golpe en la nuca. Por lo tanto ahora tenemos una doble versión de dónde estuvo Farquard. Por un parte, la visión de dónde estuvo para los soldados. Por otra, la versión de dónde fue que estuvo para él mismo. Es posible, entonces, que para sí mismo nunca muriera.

Farquhar fue ajusticiado sobre las vía de un tren para convertirse plenamente en al signo de una derrota. Pudo haber sido ajusticiado sobre alguno de los árboles cercanos; pero no, se eligió ese lugar seguramente para que su muerte fuera una metáfora, un mensaje, para mostrar que ese camino, el del arriesgado Payton, no conducía a ningún lugar. ¿Pudo escapar a eso? Difícilmente. Para todos fue un cuerpo muerto, ahorcado, moviéndose como un péndulo roto sobre las aguas. ¿Pudo escapar él mismo a asumir eso? Es posible. Aunque la no consciencia de que lo estaba haciendo plantea un problema extra. ¿Su huida es la de un último acto para burlar a sus asesinos, o es una traición a su proyecto heroico? Difícil considerarlo una burla, o al menos una burla efectiva. Esto debido a que queda en el ámbito de lo privado, de lo no comunicado, de lo silenciado, de lo no dicho, de lo que no es reconocible por nadie más. Por lo tanto es posible que en el último instante de su vida Payton Farquhar se traicionara a sí mismo, que la fuerza de su compromiso con su acto heroico sufriera un quebranto en su supuesta asunción de la muerte. ¿Es ese un instante de cobardía al no poder asumir la desgracia de su destino o es la fuerza incontenible del instinto de supervivencia que lanza al individuo siempre hacia la vida, aunque más no sea en la virtualidad de la alucinación? Imposible determinarlo sin ambigüedades. Y esa es una respuesta que Payton Farquhar no puede dar.

Sin embargo, a nosotros que asistimos a su muerte una y otra vez, todavía puede decirnos bastante. No ya sobre él, sino sobre nosotros mismos. Sobre la manera en que a veces nos concentramos tan intensamente en nuestras imágenes interiores que estas suelen superar la realidad de lo que nos circunda. El mundo que nos rodea se vuelve así un lugar que posibilita nuestra acción, nuestra forma de tender puentes más allá de nuestro entorno, de las limitaciones experienciales que nos impone nuestro cuerpo. Cotidianamente vivimos una serie de relaciones de este tipo. No sólo con nuestras fantasías, que a veces parecen tener una vida propia, como comúnmente ocurre con los artistas que viven su mundo interior de una manera más fuerte y hasta angustiante. También nos pasa —y sólo a modo de ejemplo— con la televisión, que nos suele conducir a una identificación con los personajes observados tal que por un momento, viendo a un televidente concentrado, parece que estamos asistiendo a una versión rudimentaria de un casco de realidad virtual.

Pero esa es todavía la visión agradable de este asunto. ¿No es acaso la certeza que conferimos a nuestra experiencia un elemento que dificulta los acuerdos y la comunicación con otras personas? Pensemos por ejemplo en la continua manía del ser humano de realizar juicios, aún cuando no sepa nada del asunto. Hemos almacenado bibliotecas repletas de esos ejemplos. Y asistimos cotidianamente a otros que no quedarán guardados sino en la fugacidad de nuestra memoria. Y muchas discusiones y desacuerdos comienzan

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precisamente por sobrestimar el valor de nuestras convicciones, de nuestras percepciones. Puede que Payton estuviera absolutamente convencido de la verdad de sus vivencias (haber caído al río, el dolor dejado por la cuerda que había apretado su carne y herido su piel, escapar a la metralla, los trozos de salva que se meten dentro de su ropa, etc.). También es cierto que esa convicción, por más profunda que fuera no modificó en nada lo que los demás hicieron, y en especial lo que hicieron con él. De la misma manera muchas veces nuestras convicciones internas, que configuran para nosotros un mundo sólido e irrevocable, puede no tener ningún punto de contacto con eso que —a pesar de toda su problemática definición— llamamos realidad.

De esta manera, las preguntas realizadas sobre el protagonista no tienen sólo un intento de investigar, sino plantear la duda sobre todo aquello que aparece al nivel más engañoso: el nivel de lo que parece evidente. Solemos desconfiar de lo que se nos presenta, pero no de que algo se nos ha presentado; solemos descubrir los prejuicios que orientan los pensamientos ajenos, pero no solemos ver que también los nuestros se basan en principios infundados que damos por sentado sin mayor prueba que nuestra convicción, que como prueba es muy endeble.

La capacidad imaginativa del ser humano —eso que nuestros antepasados conocían como fantasía y nosotros catalogamos de "imaginación" por un pudor lingüístico— es, como todas las herramientas, un arma de doble filo. No es el instrumento el que debe someternos, sino nosotros los que debemos disponer del instrumento. Nuestra imaginación puede servir como distracción, para escapar del mundo momentáneamente. Pero también podemos usarla para beneficiar el mundo real, numerosas actividades son ejemplos de ello. O para perdernos en profundidades sin retorno, acaso como último testimonio de nuestra derrota existencial.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de agosto de 2003

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20.- "EMMA ZUNZ" DE JORGE LUIS BORGES (ARGENTINA).

Una mujer recibe una carta donde se entera, de manera tan breve como irreversible, de la muerte de su padre. A partir de allí se desencadena una venganza, una serie de eventos minuciosamente ejecutados que culminarán con el asesinato —por parte de la joven— del jefe de la empresa, el verdadero culpable de un desfalco que le costara a su padre el oprobio y el exilio, incluso de su propio nombre.

Aparentemente es un fallecimiento por un error de medicación. Ella sabe que ha sido un suicidio. Lo sabe o lo intuye. No le importa la diferencia. O tal vez lo fuerza en su imaginación porque acaso lo necesita. De todas formas, no es increíble. Uno podría preguntarse por qué la muerte en esa pensión de Brasil no ocurrió antes. Pero no es descabellado que un hombre que se suicida cree siempre que ha debido hacerlo mucho

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antes y al matarse solo recupera el tiempo perdido. Por otro lado, parece que Ema necesita que sea un suicidio, que en cierta medida siempre ha estado esperando que ocurriera. Ella trabaja en la misma empresa que trabajaba su padre y de la que debió irse como un ladrón. Tal vez fue mantenida allí como un regalo de Loewenthal o como un gesto de condescendencia con la víctima, aunque el sujeto parece distante de actuar por esas motivaciones. Pero claro, no hay nadie que alguna vez no sufra una debilidad. Tal vez no mostrar más ensañamiento contra los Zunz significaba no revolver más el terreno fangoso y una ganancia para el ávaro Loewentahl, que puede vigilar a sus posibles enemigos. Tal vez Ema ya había tomado su decisión mucho antes y solo esperaba el momento de poder dedicarse a los detalles de su plan y permanecía ligada a la vida de ese hombre porque ya lo estaba por el odio, que une tanto o más que el amor.

Nada se aclara, pero tampoco nada de ello se prohíbe pensar. Quizá esa última posibilidad —la de creer que la decisión de Ema ya estaba tomada desde hacía mucho tiempo —cobre más fuerza al finalizar la historia, cuando uno ya está al tanto de lo que ella ha hecho, de los detalles que le permiten decir algo cierto, creíble y falso a la vez.

Es posible que Ema Zunz cayera en la tentación de presentar un mundo verosímil no sólo para los demás, sino también para sí misma. Es de suponer que la verdad fuera para esta muchacha simplemente una forma posible de encadenar los hechos, tan posible como cualquier otra que sea compatible con los datos. Acaso para Ema la verdad no es sino una manera en que el deseo reelabora la realidad. Por eso no importa tanto la verdad como lo verosímil. Eso lo sabe Ema y esa es su principal arma; el revólver y la rabia son solo ocasionales.

Pero no es el delicado arte de presentar los hechos de tal manera que sean creíbles lo que en verdad la motiva a la comisión de un asesinato. Tal vez se abocó decididamente a ese acto porque sintió que sólo entonces su vida cobraba verdadero valor. Nada parece importar de Ema antes o después de ese momento. Como si ese instante se convirtiera en eterno por una iteración infinita. Es que "la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin".

La víspera del asesinato, no parece ser una excepción en la vida de Ema Zunz. Días repletos de horas de trabajo y cosas triviales como conversaciones con amigas, planificaciones sin trescendencia, comidas frugales sin demasiado interés. Y aún así todo parece ocurrir para ocultar su intención. Ema es también muy eficaz en el oficio de ocultar. Oculta a los demás y se oculta a sí misma. De esa manera su memoria se fragmenta "Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman".

Pero Ema no necesita de la secuencia temporal del recuerdo, tampoco necesita que el relato de los hechos permita entender la manera en que sus pasos se mezclaron con otros pasos en el arrabal portuario; en que su perfume se llenó de un perfume masculino y grosero. Ema no necesita entenderlo ahora como tampoco necesitó entenderlo antes para llevar a cabo sus acciones. A Ema la guiaba la inexorabilidad del destino. Transformarse en un ciego instrumento de un destino ciego, de una ley de justicia inquebrantable, es lo que transforma su vida inocua en algo importante y decisivo. Ella siente ese destino que la convoca una y

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otra vez. Así ocurrió al terminar de leer la carta donde se le avisaba que su padre había muerto: "Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería". Así ocurrió cuando sintió que estaba cerca de lo que inevitablemente ocurriría: "El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos". Y sin duda debió de sentir como nunca la fuerza del destino arrastrándola cuando constató que en el vestíbulo de la casa a la que la llevaría el marinero extranjero "había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús". Su camino, entonces, se volvía tortuosamente circular. Como si haber vivido en aquella casa de Lanús la hubiera condenado a pasar luego aquella tarde en aquella casita cerca del puerto.

Supo no desviar sus actos del rumbo trazado. Por ello al elegir al marinero, decidió no tener contacto con uno joven, ya que "temió que le inspirara alguna ternura". Por ese mismo motivo, cuando seguramente "Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían", se refugió en su vértigo, huyó del temor de no soportar. Tampoco hizo la clásica perorata previa de los asesinos, aclarando sus motivaciones, mostrando el odio y la paciencia infinita con la que llevara acabo su plan. Prefirió dejarlo para después de los disparos, aunque la muerte de Aarón Loewenthal le impidiera seguir adelante y tuvieras dudas de que el muerto llegara a escucharla.

Ema Zunz estaba preocupada por hacer justicia. Ella representa la ley del diente por diente y el ojo por ojo. Así que no le importó que su víctima supiera o no las causas oscuras y secretas por las que moría. Seguramente sabía que un asesinato no es lo mismo que un suicidio. No es así, entonces, que se cumple la igualdad buscada. Ema no ejecuta esa muerte para que quede en la conciencia de su víctima. Lo hace para que quede en la conciencia de los demás. A la infame memoria que la comunidad guarda de su padre le corresponde ahora el infame juicio que se depara a un violador. La venganza de Ema Zunz —o la justicia, que a veces son lo mismo— no transcurre en la verdad sino en lo que la gente cree que es la realidad.

Su padre no fue juzgado por la verdad, sino porque un hombre manipulador hizo que los datos lo condenaran. El castigo de ese hombre, entonces, no puede ser otro que caer en la tupida red de mentiras que hace que las cosas se conviertan en lo que no son. Pero es eso mismo lo que hace que quizá Ema Zunz se haya vuelto consciente en algún punto de las terribles consecuencias que se derivan de ese juego de analogías. Es que su increíble historia puedo ser creída gracias a que en el fondo era verdad pues "Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios". La verdad de Ema Zunz tenía su fuente en su deseo y en que tal vez sólo se puede volver culpable lo que de alguna manera ya lo es o puede serlo. (Quizá recordó fugazmente las palabras que pudo haber escuchado en una calle, al azar, de alguien que hablaba sobre Aristóteles). Y entonces seguramente pensó, no pudo no pensar, que había alguna oscura e indescifrable razón por la cual su padre se volvía culpable inevitablemente. Tengo para mí que pensó esto y que aunque enunció que nadie podía castigarla supo que para ella resultaba suficiente castigo el haber dado con ese temor, con esa duda, con esa sombra.

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Quizá aquel "breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde" no son sólo los momentos en que un marinero de mal aspecto la somete a tener sexo por primera vez, sino tal vez toda esa secuencia de momentos, de fragmentos que comienzan con una carta y que para los demás puede culminar con una llamada de teléfono, pero que para ella seguramente termina en la posibilidad de que, en lo sustancial, su padre realmente fuera culpable. Porque entonces Ema tiene que haber sentido que vivió engañada y ni siquiera su vida fue suya. No fue ella la que asumió un destino. Fue simplemente un instrumento cegado —o ciego— en el ciego y torvo destino de dos hombres enlazados así en la vida como en la muerte.

Tal vez el caos en la memoria de Ema Zunz sea una manera de no querer ser parte de todo ello, un magro y desesperado intento de recuperarse así misma, de recuperar un destino que le sea propio y verosímil.

Con Ema Zunz nada es seguro, pero al menos hay mucho de posible.

 

JUAN CARLOS VALLEJO18 de mayo de 2003

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  19.- "LA PATA DEL MONO" DE W. W. JACOBS (INGLATERRA).

Bastante se ha reiterado en la literatura el tema del genio de la lámpara mágica. Hay, básicamente dos maneras en que ese asunto ha sido formulado y reformulado hasta el cansancio. La primera, ha sido transformarlo en una suerte de "deus ex machina". El truco, ya usado por los griegos —y que el cine y la telenovela han hecho suyo, a veces de ellas de manera absolutamente infantil y ridícula— es una suerte de salvataje para guionistas en apuros. Cuando la trama está tan compleja que no se puede resolver, entonces aparece un elemento absolutamente externo y desconocido que permite que todo se resuelva de la mejor forma posible. La segunda manera en que se ha utilizado el tema del genio de la lámpara mágica, ha sido como una reflexión sobre la relación del hombre con su destino y la posibilidad de cambiarlo caprichosamente.

Es decir, por un lado está la versión que dan los cuentos infantiles, donde todo termina bien y, por otro lado, está la versión para adultos donde se intenta recordarle a Descartes que tal vez sí hay un genio maligno que nos engaña constantemente. Por supuesto que no se necesita una verdadera lámpara mágica para que el tema quede perfectamente configurado. En este cuento de Jacobs se trata de una pata de mono. Sin duda el aspecto repulsivo que pueda presentar una pata moficada de simio como objeto mágico, es ya una señal de cómo el autor va a presentar el tratamiento de este asunto.

El cuento comienza con lo que aparentemente podría considerarse una escena familiar, una suerte de ambientación general tratando de introducir la narración. Sin duda que eso puede tomarse así. Sin embargo el hecho de que ambos hombres, padre e hijo, estén jugando al ajedrez también puede considerarse un detalle relevante en la interpretación del texto.

Muchas veces se suele pensar la vida como un juego. Considerarla de tal manera nos lleva a la consideración

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de los límites del juego. Es decir, no hay juego sin un conjunto de reglas que determinan los cursos de acción posible y que permiten dirimir lo que es parte del juego de lo que no lo es. La vida también tiene sus reglas. Hay en ese juego, como en todos, cosas que resultan imposibles. Decía Einstein que "Dios no juega a los dados". No hace falta una consideración muy comprometida en materia religiosa para asumir que la frase, sin pérdida de efectividad, puede interpretarse en el sentido de que no hay azar, sino sólo un sistema inexorable de causas y consecuencias.

Acaso eso que llamamos azar no es más que nuestra ignorancia de la cadena causal que permite explicar un evento. Ya Aristóteles creía algo de eso. No importan aquí las críticas desde el interaccionismo simbólico a una explicación mecanicista puesto que nada impide considerar que la complejidad del sistema de causas y consecuencias también se debe a que las causas y las consecuencias (que serán causas de otras consecuencias) pueden no ser puramente físicas. Es decir, podemos el sistema explicativo de causas y consecuencias es un sistema de acción y reacción.

El ajedrez es un complejo juego de estrategia donde cada jugada forma parte de ese complejo de causas y consecuencias. Cada movimiento, en relación con el resto de los movimientos planteados sobre el tablero, determina un conjunto de posibilidades. Puede que no todas sean explicitadas en la mente de los jugadores, puede que sean tantas que se vuelva difícil darse cuenta de todas, pero ello no hace que sean infinitas.

Sin embargo, así como este juego de ajedrez puede ser visto como una consideración simbólica sobre la causalidad que determina los sucesos de la vida, también puede ser visto como una razón por la cual los hombres suelen malinterpretar ese asunto. Es que en el ajedrez el jugador tiene un control total sobre las fichas, que pasan a ser pasibles de ser consideradas como detonantes de consecuencias en la medida en que los movimientos de cada una generan una serie de eventos posibles e imposibles. Pero tal simplicidad no pertenece a la vida real.

Cuando un sujeto pide un deseo, en verdad está haciendo algo demasiado abstracto. Porque lo importante no es sólo que se cumpla el pedido, sino la manera concreta en que será cumplido. Algo de eso deja entrever, no sin humor, Herbert White cuando a la pregunta de su madre acerca de qué mal pueden hacer doscientas libras que ha pedido a la pata de mono, responde "Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza". Generalmente, preocupados por la consecuencia nos olvidamos de la manera concreta que ella tomará, dadas las limitaciones de posibilidades planteadas por el estado de las cosas.

Hay varias maneras en que el pedido puede resultar satisfecho. Efectivamente una de ellas podría ser la que plantea burlonamente Herbert, pero también podría ocurrir que recibieran una herencia de un pariente rico y desconocido o que encontraran un billete de lotería que tuviera premio. Obviamente ese listado no pretende ser exhaustivo sino mostrar que cuando deseamos algo, generalmente, nos olvidamos de que no necesariamente todo ocurrirá como más nos conviene. Los personajes de este cuento deben darse cuenta de ello de una manera dramática: conseguirán los doscientos dólares como pago de la empresa a causa de que el hijo ha sido muerto en un accidente laboral.

El matrimonio no quiso hacer caso al consejo de destruir la pata de mono. El anterior dueño del talismán intentó convencerlos de que eso era lo mejor. No tuvo éxito al sugerirles el terror que se abría en satisfacer los deseos de esa manera. Les pidió incluso que de pedir algo sólo pidieran cosas razonables. Tampoco en esto lo escucharon. Y el segundo deseo fue que Herbert, el hijo muerto, volviera a la vida. Había en ello una monstruosidad que no pasaba desapercibido para el señor White. La mujer, cegada por su dolor y su deseo no

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logra ser capaz de ver la enseñanza que debían extraer de lo ocurrido con el primer pedido. Tanto no es capaz de ello que ante la vacilación de su esposo, dice "¿Crees que temo al niño que he criado?" Ella solo logra ver que el primer deseo fue complido y por lo tanto lo mismo ocurrirá con el segundo. Esto es precisamente lo que aterroriza a su esposo quien ve que el peligro radica en la particular forma en que las cosas se cumplen. Tanto así, que antes de que confirmen que esos golpes a la puerta son efectivamente de un muerto que ha regresado (vaya a saber en qué estado y con qué instintos) pide el tercer deseo, que no es enunciado pero resulta obvio.

Es así que se da la reconstitución del equilibrio eliminando las consecuencias del pedido anterior. Esto también forma parte de lo que parece una enseñanza sobre el talismán. De los dos hombres que han pedido deseos antes, uno ha pedido la muerte como último deseo, el otro ha intentado destruir el extraño talismán. De una forma u otra, ambos han intentado eliminar los poderes del talismán. En un caso sustrayéndose a sus efectos aunque ello significara morir, en el otro intentando que ya pudiera operar.

Hay un tema que parece omitido y es la responsabilidad que podríamos tener por realizar actos cuyas verdaderas consecuencias desconocemos. Digo aparentemente porque ese último deseo pedido por el sr. White puede ser tomado como un momento de terror ante lo que va a aparecer tras la puerta cuando se abra, pero también ante la responsabilidad de haber dado lugar a una monstruosidad.

En el fondo, sobrevuela la idea de que todo en la vida tiene un costo. Nada puede ser realizado sin alguna consecuencia. Ni siquiera el gesto o el pedido más inocente. Acaso un gran ejemplo de esa idea es el cuento de Bradbury en el que en un viaje al pasado un hombre aplasta, sin querer, una mariposa y al volver a su tiempo, todo ha cambiado espantosamente y para mal. Aquí un hombre pide algo de dinero para poder pagar la hipoteca de la casa. Por hacerlo pierde a su hijo de manera horrible.

La forma en que el destino rige nuestras vidas mediante la ley de acción y reacción escapa a nuestro control. Simplemente porque desconocemos todas las causas que resultan relevantes para un fenómeno. Es la famosa rueda de samsara, que tiene el número diez de los Arcanos Mayores en las cartas del Tarot. Es la frase piadosa que señala que los caminos del Señor son inescrutables.

Tal vez todo deseo, por más bello y bienintencionado, esconda una consecuncia que puede ser nefasta. No en vano Buda y sus seguidores tienen ese miedo. Algo similar parece indicar el Tao cuando señala que el hombre sabio es el que actúa sin actuar, el que vive sin buscar, pues desconoce qué es realmente lo bueno y qué no. En oriente este tipo de filosofías han prendido mejor. En occidente, a lo sumo, hemos podido acercarnos más al estoicismo, al hecho de tener que vivir con las consecuencias de cada uno de nuestros actos y deseos, asumiendo nuestra responsabilidad por ellos. Y sin duda nos vemos motivados a imaginar la carga del sr. Wahite por haber propiciado involuntariamente la muerte de su hijo y locura de su mujer.

Es acaso todo ello, es acaso la oscura reflexión sobre el deseo y la existencia en que se ampara este relato, lo que hace que pertenezca al género de suspenso y del terror más que esa alusión a un talismán hecho con una pata de mono, a un militar que aparece como si el destino no hubiera tenido otro propósito que hacerlo portador en un instrumento ominoso, o a un muerto que parece volver a la vida. Lo que en verdad espanta no son los detalles, la ornamentación literaria, sino las sombras que se mueven por detrás de las palabras.

 

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JUAN CARLOS VALLEJO18 de mayo de 2003

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de una persona, esperamos algo ceñido a los cánones del diario íntimo. Es decir, no esperamos el parte policial, la descripción de lo acontecido de manera objetiva. Pretendemos escuchar el sentimiento, las sensaciones e imágenes que pasaron por el corazón y la cabeza de la persona cuando los hechos ocurrían. Más aún si se trata asuntos en los cuales esa persona tuvo una participación directa. Creemos que alguien que todavía tiene sentimientos es alguien que todavía tiene salvación. Nuestra "humanidad" queda perfilada bajo el signo de la emoción. La caída, el deterioro de un ser humano que se vuelve una bestia, queda irremediablemente constituido cuando el sujeto ha olvidado sus emociones más humanas, esas que nos abren una reino especial apartándonos de lo animal.

El cuento de Poe es el cuento de la degradación de un hombre. Un lector desatento, esto es, que atienda solamente a lo que un escritor explicita como parte de la trama, se inclinará a afirmar que la causa de esa degradación moral es el alcohol. Por cierto que ese es, sin lugar a dudas, la excusa literaria para dar verosimilitud al comportamiento del personaje. Pero si algo hay de horror en este cuento es el relato impasible de los sucesos, el recuento de "una sucesión de causas y efectos naturales". El verdadero horror no está en lo que es hecho por el personaje, sino en la manera en que se asume lo que fue hecho. Lo que nos enfrenta a un monstruo en este caso es falta de sentimientos frente a lo que fue realizado. El drama profundo de este personaje no está directamente en el orden del hacer, sino en cómo el sujeto parece haber asistido a sus propios actos, como un observador, como algo sin control, como algo natural a la manera de un tick o un suceso totalmente justificable. La ausencia de un contenido moral en la descripción de las acciones constituye el drama moral de este cuento, y en general de los cuentos de Poe. Sí, claro que el personaje dice que se avergüenza, que se estremece al recordar como vació el ojo de su gato con un cortaplumas. Pero se trata de un estremecimiento sin consecuencias, tanto como era un "débil e inestable pensamiento" el que lo asaltó al otro día de cometer ese acto. Sus sentimientos de dolor son meramente conceptuales, abstractos, delgados, sin espesor moral.

Y lo que fascina, tanto como aterroriza, es que el sujeto es plenamente consciente de su tragedia. No en vano dice que no espera "ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar". Extraña y familiar, he ahí dos calificativos que muestran esa naturalidad horrorosa con que los crímenes serán cometidos y no podrán ser explicados cabalmente. Tanto así que el personaje debe dejar consignado que no está loco ni se trató de un sueño.

Por lo tanto esta confesión no tiene otra virtud que la de aliviar el alma. Pero cuidado, no estamos en la época de Platón. Los griegos, creyentes de una unidad sustancial en todo el género humano (y en cualquier otra forma individuada de una sustancia) podían pensar que la filosofía era un diálogo del alma consigo misma, como bellamente la definió el más recordado de los discípulos de Sócrates. Nosotros (y en esto somos contemporáneos de Poe) no vemos en el otro sino una alteridad radical. Por lo tanto al confesarnos públicamente no estamos descubriendo, sino haciendo público algo que ya se ha asumido.

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El personaje de este cuento no se vuelve consciente de sus actos y de su degradación moral al contarnos lo que nos va a contar, nos cuenta porque ya es consciente de la clase de monstruo en que se ha convertido. Y sólo cuando esa aceptación tuvo lugar ocurre el relato, como forma final de hacer que la imagen pública pueda coincidir con la imagen privada que se tiene de uno mismo.

La confesión no puede tener otra forma que un rosario de causas y efectos naturales puesto que el sujeto no puede realmente comprender cómo han llegado a ocurrir las cosas. Y su no comprensión es parte de ese horror de haber perdido lo que lo ligaba a las mejores tradiciones del género humano. La verdadera tortura que estos hechos le han causado deviene de que le han hecho tener que asumir que pertenecen al orden de lo animal. No hay nada más terrible que asistir a nuestra vida como quien asiste a una película, a algo que ocurre sin control ni reflexión ninguna. No en vano este ha sido un tópico que ha cruzado la literatura constantemente. Me vienen ahora a la mente Kafka y Arlt, por no citar más que dos bellos ejemplos de ese testimonio.

El personaje ha tenido una vida tranquila, sin sobresaltos. Una vida que podemos, sin dudar, considerar de dichosa. Desde niño ha sido tierno, seguramente con una bonita infancia. Su cariño se extendió también hacia los animales llegando a tenerlos de varias especies. No menor en su conteo de su vida afortunada es el de haber encontrado una esposa a la que también le gustaban las mascotas. ¿Por qué, entonces, el hombre persistirá en destruir todo eso? ¿Por qué su ira será mayor tanto con su esposa, a quien asesina, como hacia su gato negro, a quien vacía un ojo, siendo que aquella era la mujer que amaba y éste su amigo y camarada, como él mismo lo llama? Insisto aquí en que señalar el alcohol es solo señalar el mango del cuchillo, no la hoja.

¿Por qué un hombre intenta la aniquilación de aquello que ha sido lo principal de su vida en vez de aferrarse a ello para salir adelante? Esta pregunta pierde de vista lo principal: el sujeto ya no es el mismo. Sí, claro que tiene el mismo nombre, el mismo domicilio y algunos de sus hábitos se mantienen de manera tal que podamos asignar una identidad, poniendo el amor y la aniquilación como parte del mismo personaje. Pero en el fondo, la pregunta confunde identidad civil con identidad psicológica. Desde éste último punto de vista el sujeto no es el mismo y por lo tanto su mujer y su gato ya no son parte de su vida sino signos de una vida pasada, de una vida imposible.

Hay un momento en la degradación, en la caída, en que se siente no que se ha tocado fondo, sino que ya no se puede volver a subir. Ese es el momento en que se sabe que ya no hay marcha atrás, que ya no se puede ser el que se era antes. Y por lo tanto, se llega a odiar a todo lo que pertenece a esa vida anterior, en tanto nos comprueba diariamente que somos indignos de ellas. En definitiva nos obliga a asumir que estamos desheredados de nuestros sueños. Por lo tanto, sólo borrando esos signos podemos tener la esperanza de reconstituir nuestra historia, como una historia de posibilidades. Se trata de borrar la existencia de su mujer y su gato porque le recuerdan permanentemente que ellos son inocentes, que ellos no le han dado motivo alguna de ira o disgusto y en cambio sí él a ellos. Los elimina porque son el espejo inocente donde se refleja su barbarie.

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Sin embargo un hombre nunca logra desembarazarse de su pasado, de la identidad que hace que los hechos por él vividos tengan consecuencias que le pertenecen. Así es como el gato que mató deja un sobrenatural signo marcado sobre las paredes que quedaron en pie del incendio de la casa. Pero como no solo nos ligamos a las cosas por el amor, sino también por el odio, el sujeto consigue otro gato que tiene dos particularidades siniestras: le falta un ojo —tal como le faltaría al gato negro que antes mató— y tiene un dibujo blanco que con el tiempo descubre que es el de una horca —objeto con el que matara al primer gato.

Sin embargo aquello que él pretende eliminar se transformará en la causa de su perdición. Y sin duda el factor que mayor papel juega en ello es la soberbia del personaje. Una soberbia que lo había llevado a cometer un crimen atroz con su primer gato, Plutón, porque de esa manera "cometía un pecado mortal" que lo colocaba fuera del alcance "de la misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible". Para quien no puede causar la vida, dar la muerte es convertirse un poco en Dios, y convertirse en Dios es desplazar a Dios, desafiarlo. Tal vez eso ocurre así porque solemos atribuir más la vida a causas biológicas de seres reales, mientras dejamos la muerte como potestad divina.

Será esa misma soberbia la que lo llevará a delatar su crimen, al golpear con el bastón sobre el tabique en la pared tras la cual estaba el cadáver de su esposa. Creyéndose impune no ve ningún peligro en ello, tratando de dejar constancia de su inocencia en los investigadores. Pero ha cometido un descuido y ha emparedado a su mujer junto con el gato sin ojo, el cual al maullar frente al golpe de bastón dado contra la pared que los ocultaba, delata al criminal.

Pero al relatar este evento, el personaje hace que el calificativo de "monstruo" pase de sí mismo al animal. Este pasaje de la adjetivación nos muestra que el calificar de horrendo sus actos era algo sin consecuencias morales, era algo así como el discurso esperado, y por eso inocuo. Sin embargo al decir que el monstruo es el delator abre un complejo sentimiento metafísico de terror. Y ese segundo gato, parece cobrar la forma de ser el primero (al que le quitó un ojo) y el dibujo de la horca sobre su piel es el signo que el personaje dejó sobre el felino. Por lo tanto ahora los dos gatos cobran una identidad mucho mayor que la meramente descripta hasta el momento. Y de alguna manera tienen el valor de instrumento no únicamente de la venganza propia del animal, sino de una especie de venganza divina. No solo se ha descripto dos muertes y una serie de eventos violentos como un sistema de causa efecto, sino que el destino del sujeto se describe ahora en esos términos. Lo "monstruoso" de ese animal emparedado es que es la realización lógica de un destino que el propio individuo causó, inconscientemente. Es la ciega fatalidad del hombre que hace su destino, inconscientemente, de manera terrible, lo que da ese último toque de íntimo pavor que parece inundar al personaje. Nuevamente quien narra ve la persistencia de los signos del destino, y no la causación del destino como un tema de responsabilidad humana. Esa pérdida del personaje de la medida en que un sujeto es artífice de su propia vida es parte de lo terrible del cuento.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de mayo de 2003

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18.- "EL GATO NEGRO" DE EDGAR ALLAN POE (EEUU).

Cuando escuchamos el testimonio de una persona, esperamos algo ceñido a los cánones del diario íntimo. Es decir, no esperamos el parte policial, la descripción de lo acontecido de manera objetiva. Pretendemos escuchar el sentimiento, las sensaciones e imágenes que pasaron por el corazón y la cabeza de la persona cuando los hechos ocurrían. Más aún si se trata asuntos en los cuales esa persona tuvo una participación directa. Creemos que alguien que todavía tiene sentimientos es alguien que todavía tiene salvación. Nuestra "humanidad" queda perfilada bajo el signo de la emoción. La caída, el deterioro de un ser humano que se vuelve una bestia, queda irremediablemente constituido cuando el sujeto ha olvidado sus emociones más humanas, esas que nos abren una reino especial apartándonos de lo animal.

El cuento de Poe es el cuento de la degradación de un hombre. Un lector desatento, esto es, que atienda solamente a lo que un escritor explicita como parte de la trama, se inclinará a afirmar que la causa de esa degradación moral es el alcohol. Por cierto que ese es, sin lugar a dudas, la excusa literaria para dar verosimilitud al comportamiento del personaje. Pero si algo hay de horror en este cuento es el relato impasible de los sucesos, el recuento de "una sucesión de causas y efectos naturales". El verdadero horror no está en lo que es hecho por el personaje, sino en la manera en que se asume lo que fue hecho. Lo que nos enfrenta a un monstruo en este caso es falta de sentimientos frente a lo que fue realizado. El drama profundo de este personaje no está directamente en el orden del hacer, sino en cómo el sujeto parece haber asistido a sus propios actos, como un observador, como algo sin control, como algo natural a la manera de un tick o un suceso totalmente justificable. La ausencia de un contenido moral en la descripción de las acciones constituye el drama moral de este cuento, y en general de los cuentos de Poe. Sí, claro que el personaje dice que se avergüenza, que se estremece al recordar como vació el ojo de su gato con un cortaplumas. Pero se trata de un estremecimiento sin consecuencias, tanto como era un "débil e inestable pensamiento" el que lo asaltó al otro día de cometer ese acto. Sus sentimientos de dolor son meramente conceptuales, abstractos, delgados, sin espesor moral.

Y lo que fascina, tanto como aterroriza, es que el sujeto es plenamente consciente de su tragedia. No en vano dice que no espera "ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar". Extraña y familiar, he ahí dos calificativos que muestran esa naturalidad horrorosa con que los crímenes serán cometidos y no podrán ser explicados cabalmente. Tanto así que el personaje debe dejar consignado que no está loco ni se trató de un sueño.

Por lo tanto esta confesión no tiene otra virtud que la de aliviar el alma. Pero cuidado, no estamos en la época de Platón. Los griegos, creyentes de una unidad sustancial en todo el género humano (y en cualquier otra forma individuada de una sustancia) podían pensar que la filosofía era un diálogo del alma consigo misma, como bellamente la definió el más recordado de los discípulos de Sócrates. Nosotros (y en esto somos contemporáneos de Poe) no vemos en el otro sino una alteridad radical. Por lo tanto al confesarnos públicamente no estamos descubriendo, sino haciendo público algo que ya se ha asumido. El personaje de este cuento no se vuelve consciente de sus actos y de su degradación moral

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al contarnos lo que nos va a contar, nos cuenta porque ya es consciente de la clase de monstruo en que se ha convertido. Y sólo cuando esa aceptación tuvo lugar ocurre el relato, como forma final de hacer que la imagen pública pueda coincidir con la imagen privada que se tiene de uno mismo.

La confesión no puede tener otra forma que un rosario de causas y efectos naturales puesto que el sujeto no puede realmente comprender cómo han llegado a ocurrir las cosas. Y su no comprensión es parte de ese horror de haber perdido lo que lo ligaba a las mejores tradiciones del género humano. La verdadera tortura que estos hechos le han causado deviene de que le han hecho tener que asumir que pertenecen al orden de lo animal. No hay nada más terrible que asistir a nuestra vida como quien asiste a una película, a algo que ocurre sin control ni reflexión ninguna. No en vano este ha sido un tópico que ha cruzado la literatura constantemente. Me vienen ahora a la mente Kafka y Arlt, por no citar más que dos bellos ejemplos de ese testimonio.

El personaje ha tenido una vida tranquila, sin sobresaltos. Una vida que podemos, sin dudar, considerar de dichosa. Desde niño ha sido tierno, seguramente con una bonita infancia. Su cariño se extendió también hacia los animales llegando a tenerlos de varias especies. No menor en su conteo de su vida afortunada es el de haber encontrado una esposa a la que también le gustaban las mascotas. ¿Por qué, entonces, el hombre persistirá en destruir todo eso? ¿Por qué su ira será mayor tanto con su esposa, a quien asesina, como hacia su gato negro, a quien vacía un ojo, siendo que aquella era la mujer que amaba y éste su amigo y camarada, como él mismo lo llama? Insisto aquí en que señalar el alcohol es solo señalar el mango del cuchillo, no la hoja.

¿Por qué un hombre intenta la aniquilación de aquello que ha sido lo principal de su vida en vez de aferrarse a ello para salir adelante? Esta pregunta pierde de vista lo principal: el sujeto ya no es el mismo. Sí, claro que tiene el mismo nombre, el mismo domicilio y algunos de sus hábitos se mantienen de manera tal que podamos asignar una identidad, poniendo el amor y la aniquilación como parte del mismo personaje. Pero en el fondo, la pregunta confunde identidad civil con identidad psicológica. Desde éste último punto de vista el sujeto no es el mismo y por lo tanto su mujer y su gato ya no son parte de su vida sino signos de una vida pasada, de una vida imposible.

Hay un momento en la degradación, en la caída, en que se siente no que se ha tocado fondo, sino que ya no se puede volver a subir. Ese es el momento en que se sabe que ya no hay marcha atrás, que ya no se puede ser el que se era antes. Y por lo tanto, se llega a odiar a todo lo que pertenece a esa vida anterior, en tanto nos comprueba diariamente que somos indignos de ellas. En definitiva nos obliga a asumir que estamos desheredados de nuestros sueños. Por lo tanto, sólo borrando esos signos podemos tener la esperanza de reconstituir nuestra historia, como una historia de posibilidades. Se trata de borrar la existencia de su mujer y su gato porque le recuerdan permanentemente que ellos son inocentes, que ellos no le han dado motivo alguna de ira o disgusto y en cambio sí él a ellos. Los elimina porque son el espejo inocente donde se refleja su barbarie.

Sin embargo un hombre nunca logra desembarazarse de su pasado, de la identidad que hace que los hechos por él vividos tengan consecuencias que le pertenecen. Así es como el gato

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que mató deja un sobrenatural signo marcado sobre las paredes que quedaron en pie del incendio de la casa. Pero como no solo nos ligamos a las cosas por el amor, sino también por el odio, el sujeto consigue otro gato que tiene dos particularidades siniestras: le falta un ojo —tal como le faltaría al gato negro que antes mató— y tiene un dibujo blanco que con el tiempo descubre que es el de una horca —objeto con el que matara al primer gato.

Sin embargo aquello que él pretende eliminar se transformará en la causa de su perdición. Y sin duda el factor que mayor papel juega en ello es la soberbia del personaje. Una soberbia que lo había llevado a cometer un crimen atroz con su primer gato, Plutón, porque de esa manera "cometía un pecado mortal" que lo colocaba fuera del alcance "de la misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible". Para quien no puede causar la vida, dar la muerte es convertirse un poco en Dios, y convertirse en Dios es desplazar a Dios, desafiarlo. Tal vez eso ocurre así porque solemos atribuir más la vida a causas biológicas de seres reales, mientras dejamos la muerte como potestad divina.

Será esa misma soberbia la que lo llevará a delatar su crimen, al golpear con el bastón sobre el tabique en la pared tras la cual estaba el cadáver de su esposa. Creyéndose impune no ve ningún peligro en ello, tratando de dejar constancia de su inocencia en los investigadores. Pero ha cometido un descuido y ha emparedado a su mujer junto con el gato sin ojo, el cual al maullar frente al golpe de bastón dado contra la pared que los ocultaba, delata al criminal.

Pero al relatar este evento, el personaje hace que el calificativo de "monstruo" pase de sí mismo al animal. Este pasaje de la adjetivación nos muestra que el calificar de horrendo sus actos era algo sin consecuencias morales, era algo así como el discurso esperado, y por eso inocuo. Sin embargo al decir que el monstruo es el delator abre un complejo sentimiento metafísico de terror. Y ese segundo gato, parece cobrar la forma de ser el primero (al que le quitó un ojo) y el dibujo de la horca sobre su piel es el signo que el personaje dejó sobre el felino. Por lo tanto ahora los dos gatos cobran una identidad mucho mayor que la meramente descripta hasta el momento. Y de alguna manera tienen el valor de instrumento no únicamente de la venganza propia del animal, sino de una especie de venganza divina. No solo se ha descripto dos muertes y una serie de eventos violentos como un sistema de causa efecto, sino que el destino del sujeto se describe ahora en esos términos. Lo "monstruoso" de ese animal emparedado es que es la realización lógica de un destino que el propio individuo causó, inconscientemente. Es la ciega fatalidad del hombre que hace su destino, inconscientemente, de manera terrible, lo que da ese último toque de íntimo pavor que parece inundar al personaje. Nuevamente quien narra ve la persistencia de los signos del destino, y no la causación del destino como un tema de responsabilidad humana. Esa pérdida del personaje de la medida en que un sujeto es artífice de su propia vida es parte de lo terrible del cuento.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de mayo de 2003

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  17.- "SE ACABÓ LA RABIA" DE JOAN KUNZ (ESPAÑA).

Un hombre participa en la guerra. Su grupo es atrapado por el enemigo, que decide comenzar a ejecutar a los prisioneros. En uno de los grupos que fusilarán está su nombre. Sin embargo no muere, un compañero que ha sido malherido se ofrece a morir por él. Sólo hay una condición: el hombre al que salvará la vida deberá vivir la vida del muerto. El muerto se llamaba Dionisio Tudela, no sabemos con qué nombre vivió hasta ese momento quien salvará la vida cambiando destinos con su camarada, pero al fin y al cabo deberá ser considerado Dionisio Tudela.

Mediante esa breve anécdota, Joan Kunz compone una narración que explora el tema de la identidad: de la identidad del sujeto para sí mismo y de la identidad para el resto. El cuento sólo narra una forma particular donde este conflicto, donde este juego de relaciones se produce. Nunca escapamos a esa doble situación respecto de nuestra identidad. Siempre somos algo más que lo que somos o parecemos capaces de exponer, de mostrar, de hacer saber a los demás. No necesariamente nuestra percepción de nosotros mismos coincide con la percepción, con la descripción que hacen los demás de nosotros. Es, en definitiva, ese desfasaje un lugar lleno de dramatismo, pero también de libertad y de posibilidades.

El protagonista muere como persona pero sin morir como sí mismo. Muere porque su nombre pasa a ser el nombre de un muerto. Se convierte en una confusión, en un desvanecimiento. De alguna manera ese sujeto pasa a estar oficialmente muerto. En el saber de sus captores, en el saber oficial, ese sujeto deja de existir, no tiene lugar. Por supuesto luego él podría haber regresado a su historia, podría haber recompuesto su identidad. Pero sin embargo ese sujeto, esa identidad estaba acabada. No puede sobreponerse a la muerte, porque esa personalidad ha sido ocupada por un muerto. El protagonista se ve en la necesidad moral de cambiar de destino. Cambio que se produce porque ésa es la única manera de continuar con vida. Una vida que sin embargo es otra vida, una fractura respecto de la dirección anterior.

La vida del protagonista pasa a ser un camuflaje. No una parodia, sino un drama. No es el camuflaje de quien se esconde para sacar una ventaja, no es la mezquindad, sino una extraña mezcla de oportunismo y sacrificio. Oportunismo porque aprovechó la inesperada y aparentemente irracional oferta de un camarada que sabría que si se salvaba del fusilamiento igualmente no sobreviviría para sacar adelante a su familia. Y eso mismo, ese vivir la vida del otro marcará su sacrificio.

El Tudela original, el soldado malherido que se hace fusilar, va a la muerte por un cálculo de conveniencias: es el amor a su familia lo que le hace hacerse matar. Sabe que si vuelve a su hogar no servirá para ganar el sustento para ellos. Sus hijos son pequeños y volver junto a ellos por el sólo hecho de vivir junto a ellos, sería puro egoísmo. Y dado que ellos son tan pequeños que seguramente habrán olvidado su rostro, no hay inconveniente en darles un padre que pueda velar por ellos.

Por su parte, el Tudela sustituto, el soldado que acepta que su amigo malherido se haga fusilar por él, continúa con vida, muere como quien era para vivir como otro, también hay allí un cálculo de conveniencias. Sabe que su vida está acabada. De continuar siendo él mismo, será un muerto. Solemos aceptar ser nosotros mismos, aceptar nuestro propio destino cuando lo que aceptamos es una historia abierta, un final desconocido, una posibilidad de ser. Sin embargo de aceptar ser él mismo, ya no habrá nada de eso, porque la certeza de que será fusilado aniquila toda posibilidad. Pero este cambio de roles no debe ser visto meramente como egoísmo. De haber sido así hubiera tomado distancia de esa familia a la que acudió para cumplir el rol de un muerto. Pero no lo hizo, cumplió su cuota de sacrificio, respetando un pacto con un amigo muerto.

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Debe llevar adelante, entonces, esa nueva vida, que no es enteramente suya y a la que intentará hacer suya dejando su marca personal en esos destinos con los que pasa a interactuar. La violación de la que se habla en el cuento no es sino el intento de tomar un lugar que no tenía. Pero no basta esa simple situación, porque su intento, su gesto, su marca, no alcanza a dominar, a doblegar el orden de las cosas, un orden que sobrepasa cualquier intento particular de acción. Así termina por reconocer que ha perdido la posibilidad de hacer suya esa vida, que siempre será vivir la vida de otro. Por lo tanto esa historia solo puede finalizar cuando finalice su contrato: es decir, cuando muera esa mujer de quien hará de esposo hasta el final. Es ella el último vínculo con la palabra dada a su amigo, el último vínculo con su culpa. Sí, con su culpa, porque desde el momento del fusilamiento no puede dejar de sentir culpa por aceptar esa opción que le permite continuar con vida. Sólo luego podrá comprender que esa opción le permite continuar con vida pero no le permite sentirse vivo.

No es lo mismo respirar que ser plenamente un sujeto. Y no lo es porque respirar es meramente un ejercicio físico, producto de un mecanismo reflejo, inconsciente. Sin embargo, por lo general la noción de sujeto se entiende como vinculada a un proyecto, y por lo tanto supone una conciencia de sí, un conocimiento de una tendencia, de un deseo que es propio y que nos define como seres particulares. Estar constituidos como un sujeto supone una noción de unidad, una organización como unidad que brinde coherencia a la multiplicidad de roles, pensamientos y de acciones que un sujeto desarrolla. La idea de sujeto se suele entender como una idea ordenadora, como una forma de poner un orden en la masa caótica del acaecer personal.

Es en la muerte que el personaje se reencuentra a sí mismo. En "Edipo Rey", Sófocles nos advierte que nunca debemos llamar feliz a un ser humano hasta que no termine su vida. El retrato de una vida sólo puede hacerse al final, cuando ha concluido, pues mientras tanto es una posibilidad de ser abierta. De alguna forma en la conclusión de la vida es que nos reencontramos definitivamente con nosotros, en tanto de posibilidad pasamos al orden de lo terminado, de lo inamovible. Sin duda que el abuelo del narrador también se ve envuelto en esa experiencia. Pero de alguna manera lo que concluye es una puesta en escena, una obra, una representación. Y al concluir su vida apócrifa puede ahora morir recobrándose a sí mismo.

Sin embargo, esto no debe hacernos creer que se trata de un reinicio, de una conquista del tiempo perdido. Se trata sí, de la conquista de la muerte perdida. Pero entonces se plantea al lector, como a los personajes, el tener que resolver quién era en definitiva el abuelo del narrador. Y en esa búsqueda se pide un nombre. Solemos tranquilizarnos cuando nuestro deseo clasificatorio queda al fin satisfecho mediante un nombre, una distinción que permita diferenciar, pero que también permite establecer una clase, una especie. Pedir, en este caso un adjetivo, parece algo inútil. Las clasificaciones morales parecen mantener algo de impropias al ser aplicadas aquí. Eso a causa que siempre ha sido para todos Dionisio Tudela. No en el sentido de que bajo ese nombre lo conocieron todos sino en el sentido de que se ha relacionado con los demás siendo Dionisio Tudela.

Por eso mismo fijarle un nombre, pretendiendo descubrir otro nombre que el que se dio a sí mismo, que el que adquirió en la guerra, es una tarea imposible e innecesaria. Cuando el narrador pide que le digan quien fue su abuelo sólo recibe una respuesta tan breve como terminante: Dionisio Tudela.

Es que los seres humanos no somos meramente aquello que deseamos ser, aquello que permanece oculto en nuestros deseos, en nuestros pensamientos. Somos una representación y como tal quedamos fijados ante una mirada que nos permite representar. Suponemos que somos aquello que puede ser leído por muchos, somos aquello que es público. Lo que no aflora en el mundo de la acción, lo que no tiene consecuencias en el mundo, no nos define. De alguna manera no somos enteramente dueños de nuestra imagen pues ésta aparece ya significada por la mirada ajena. Por eso desde afuera se afirma que el personaje en cuestión no puede ser

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considerado como otra cosa que como Dionisio Tudela. Mientras interiormente él sabía que vivía la vida de otro, una vida que no era enteramente suya, desde fuera es esa vida de otro la que se ve como su vida. Es que los seres humanos no son aquello que tal vez podrían llegar a ser, sino que son lo que efectivamente han hecho con ellos mismos, son la historia que asumieron, son el personaje (o los personajes) que han llevado adelante y mediante los cuales se han expuesto a los demás como otro, como un yo.

 

JUAN CARLOS VALLEJO10 de agosto de 2002

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16.- "ADIÓS PARA SIEMPRE" DE JOSÉ ANTONIO MAYO (ESPAÑA).

Los estoicos, en la antigua Grecia, estaban preocupados -como muchas otras escuelas filosóficas de su tiempo- en la felicidad. Estaban convencidos que no existía nada que fuera tan nocivo para alcanzarla como el deseo. Suponían, aunque nunca lo dijeran de esa manera, que el deseo producía una identificación malsana. El pensamiento estoico seguía las líneas básicas de reflexión sobre la sustancia y el accidente. Para ellos la sustancia humana, lo propiamente humano, era algo interno, algo que tenía que ver con el control de los impulsos, con el autocontrol racional. Lo que correspondía al ser humano a título de cosa accidental era algo así como lo que podríamos llamar "la situación" del ser humano.

Siguiendo la línea divisoria que demarcaba entre sustancia y accidente, llegaron a la demarcación del territorio entre lo propio y lo añadido como situación. Lo propio era terreno de la potestad humana y, por ello, quedaba ligado a la libertad, al trabajo sobre la libertad. Lo ajeno, en cambio, no era afectado por ninguna decisión humana. Así, por ejemplo, era imposible que cada ser humano pudiera hacer que su deseo, que cualquier decisión suya, permitiera lograr que ninguna fatalidad lo alcanzara. La fatalidad, como situación que puede describirse objetivamente, era imposible de ser controlada por la voluntad del ser humano. En cambio, lo que sí era potestad humana, era la posibilidad de hacer que esa situación no nos afectara como una fatalidad. Para ello la persona debía conscientizarse que era algo más allá de toda circunstancia y que la realidad cotidiana no puede enturbiar.

El proyecto no era desestimable así como así. En un contexto social de desintegración política, de inestabilidades permanentes, la búsqueda de una moral que estuviera más allá de toda situación concreta, parecía el camino adecuado para una teoría que buscara ayudar al ser humano a lograr la felicidad. La búsqueda estoica corría varios peligros pues tendía a construir un sujeto donde materialidad y espiritualidad quedaran radicalmente separadas. Pero aquí me interesan destacar dos errores graves de la doctrina estoica en tanto se vinculan directamente con el cuento de Mayo. Esos dos errores son: una excesiva confianza

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en la razón y un desconocimiento absoluto de la génesis y el desarrollo psicológico del ser humano.

El consejo estoico, para quien preocupado por la felicidad quisiera saber cómo debía enfrentar la realidad de la vida cotidiana, era muy simple. Consistía en recomendar no identificarse con nada que no dependiera directa y absolutamente del sujeto y abandonar para siempre todas esas identificaciones equivocadas. Bastaba pues un trabajo reflexivo. Quien iniciara una autoobservación honesta podría distinguir casi enseguida esa diferencia y podría ponerse en camino de observar siempre la distancia de todo lo que no fuera propiamente humano. Luego era necesario un trabajo de control sobre el deseo para "amaestrarlo" según lo correcto. Es decir, bastaba con apelar a la razón, a la conciencia, para poner todo el dispositivo en marcha. Creían casi excesivamente en el poder luminoso de la razón. La razón aparece iluminando una verdad que se torna irresistible para quien se ha enfrentado con su contenido. Todo ser humano, en definitiva, parece guiado por la razón, o por el deseo de la razón correcta orientada hacia la felicidad. Pero esa misma concepción hace del estoicismo una moral para adultos que, de alguna manera, se "retractan" de su vida. Esto, unido a su confianza excesiva en la razón, les lleva a olvidarse de cómo es que el ser humano recibe, adopta las marcas psicológicas que lo guiarán por el resto de su vida. De alguna manera la moral estoica supone que todos los seres humanos son iguales, no prevé ninguna diferencia psicológica entre seres humanos. Y no la prevé porque la idea es que lo propiamente humano no queda determinado por ninguna situación particular, nada de lo que pasa en el plano físico puede afectar la relación del alma con lo correcto.

Sólo en la medida en que hemos ido acortando la distancia entre sustancia y accidente en la manera de definir al ser humano hemos podido ir comprendiendo que la situación particular forma parte de cada sujeto hasta el punto de que no podemos concebir que hemos comprendido a una persona si no damos cuenta del entramado de situaciones que conforman su personalidad. Cada sujeto no nace racional, puramente racional, sino que toda su estructura psicológica dependerá de la manera en que recibe el mundo y el afecto en su infancia. Esto, tan olvidado por los estoicos, hace que los sujetos no sean psicológicamente iguales ni puedan trabajar sobre la "racionalidad" de la misma manera. Ese olvido será una marca de nuestra cultura. Si pensamos en la historia de la humanidad, sólo muy recientemente la noción de infancia, con derechos, con prerrogativas, con necesidades propias, ha venido a tomar cuerpo entre nosotros. El texto de Mayo viene a poner el dedo en esa llaga.

Un ser humano acaba con la vida de otro ser humano. Por supuesto que no necesitaremos aguzar demasiado el oído para escuchar el clamor de todos los que repudian ese hecho. Seguramente, en lo medular, todos asegurarán que es terrible que un ser humano acabe, sin el debido consentimiento, con la vida de otro ser humano. Pongamos ahora el caso que está en las antípodas: dos seres humanos deciden dar vida a otro. Tampoco se hace muy difícil ver que nadie protesta por tal cosa, excepto en quien adopte la postura de control de natalidad. Esta asimetría en los dos casos es que seguimos siendo una cultura básicamente de adultos, donde los niños no se encuentran realmente con un lugar. ¿Por qué dar la vida nos parece más natural que quitarla? ¿Por qué somos capaces de conceder que toda persona

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tiene derecho a tener hijos por encima de la capacidad que puedan tener como padres de formar seres humanos felices?

Sin duda, no pensamos adecuadamente en la niñez. Parece que nos olvidáramos que es allí donde se deciden las marcas fundamentales de la felicidad de un ser humano. Por supuesto que un control sobre esto puede tener consecuencias no deseadas. La principal: que se vuelva una forma de control social, una nueva forma de abuso de poder. Sin embargo cabe la pena preguntarse si por el temor a caer en ese peligro debemos descuidar esa etapa tan importante en la formación de la felicidad humana. Si lo hacemos, si caemos en ese descuido, entonces estaremos hipotecando buena parte de los recursos humanos con los que deberemos lidiar luego.

Hay un punto en el cual los estoicos tenían razón: la felicidad es un aspecto fundamental en la vida humana y la filosofía, si de algo debiera servir, es para poder alcanzarla. La respuesta concreta que dieron puede haber estado repleta de zonas oscuras, de errores, de desatinos más o menos ingenuos o groseros. Pero el problema planteado nos afecta constantemente en nuestra cotidianeidad. Ahora, a partir de los avances pautados por el desarrollo de la psicología, tenemos noción de la importancia que tiene la crianza de los niños en su desarrollo psicológico posterior. Por ello se hace necesario educar para ser felices. Quizá no como querían los estoicos. Quizá es necesario educar para desligarnos de las pautas nocivas, para aprender a disolver lo que nos aleja de la felicidad. Pero también es necesario que aprendamos producir no sólo nuestra felicidad, sino a otros seres felices. Tenemos que aprender a hacer de los otros seres felices. Se hace necesario que quienes tienen hijos sean conscientes de la enorme y terrible responsabilidad que tienen. Porque ese hijo no es un apéndice, una propiedad más, es otro que merece ser tratado con el respeto infinito que nos merece cualquier otro adulto.

Lamentablemente los padres tienen hijos pensado en su satisfacción o en la satisfacción de alguien que no son los propios hijos. Así se busca tener al menos dos hijos buscando siempre tener al menos uno de cada sexo; o se tienen hijos porque la presión social así lo pide, pues aparecen las preguntas de "¿y para cuándo?"; o se tienen hijos porque alguien quiere ser padre; o porque se piensa que de esa manera se puede salvar una pareja; o porque los abuelos querían nietos. Escasísimos son los padres que deciden serlo luego de evaluar si están en condiciones de poder ayudar a ser feliz a esa vida que tendrán entre ellos. Claro que este recordatorio no es exclusivamente para padres, también para todos y cada uno de los que -sin ser padre- forman el entorno del niño, el mundo de donde el infante sacará, de manera primordial, todo el material que le permita o le impida ser feliz el día de mañana.

 

JUAN CARLOS VALLEJO10 de agosto de 2002

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15.- "POLICÍA DEL SUR" DE PRUDENCIO HERNÁNDEZ (URUGUAY).

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La anécdota es simple, pero no por ello menos brutal: un sujeto comete un robo y poco tiempo después se lo ve vistiendo un uniforme policial. El autor es suficientemente mesurado como para no mostrar la imagen romántica del individuo que se supera a sí mismo y logra abandonar el hurto para pasar a ser un defensor de la ley. Tampoco se pretende que el malhadado personaje se ha metido a policía para poder robar con la suficiente impunidad que no tuvo antes. Nada de eso aparece porque la narración se centra en el asombro, un asombro del cual el lector debe hacerse cargo.

Es mediante el asombro que somos puestos en la reflexión. No podemos conocer sin sorprendernos. Porque es entonces que somos puestos ante una ignorancia, ante una ruptura epistémica que se nos hace necesario salvar. Nos asombramos porque no conocemos. Precisamente lo asombroso en este cuento nace de no acertar a decir cómo ha sido el pasaje desde aquella situación de robo a la posterior situación de policía. Pero al contrario del asombro que vive un joven en un laboratorio ante una experiencia propuesta por su docente, este asombro no parece poder resolverse para bien. Es decir, es un asombro que nos coloca en el lado de lo irracional, que no puede salvarse porque no hay comprensión posible. No es éste el asombro que va al conocimiento sino a la desazón. El título ya de la obra nos marca una cierta iteración, una forma de operar, una costumbre, una situación dada y asentada. Queda así abierta la puerta a reflexionar sobre la situación de la policía en los países de América del Sur y, en términos generales, sobre la corrupción.

No se trata de la corrupción de los grandes capitales que compran jueces o ministros, que inventan negocios turbios con compañías fantasmas que tienen la supuesta casa matriz en paraísos bancarios, ni tampoco la corrupción de políticos deshonestos que amparan una cohorte de malhechores de diversa calaña para enriquecerse fácilmente. Nada de eso. Hay aquí un individuo casi insignificante que no pasará de ser un policía también insignificante. Se trata pues de una corrupción que de tan pequeña pasa a ser casi sin importancia. Pero a no confundirse, es un síntoma de un malestar terrible: el de una comunidad enferma, corroída, corrompida y desmembrada.

La gran y vistosa corrupción, esa que permite grandes titulares en los periódicos y sabrosas fotos en las revistas, sólo puede darse cuando hay un campo propicio para ello. No hay animal que habite donde no hay alimento para sobrevivir. Sociedades que permiten pequeñas corrupciones, pequeñas degradaciones cotidianas, son las que padecerán luego esas instancias terribles de la degradación colectiva. Muchas veces nos acostumbramos a pequeños sucesos como los de este policía del sur. Muchas veces tratamos de mirar hacia otro lado. Incluso justificamos tales hechos apelando a la pobreza, a la incultura, a la necesidad de gente que no tiene otra manera de ganarse la vida y conseguir un empleo que optar por la policía, el ejército o algún anodino puesto en la burocracia estatal. Se trata sin duda de una justificación peligrosa porque en el fondo es un suicidio colectivo. Permitimos que los que obtengan esos puestos sean seres que no tienen ni las cualidades intelectuales ni las cualidades morales suficientes para obtenerlos. De esta manera degradamos las funciones del Estado, los servicios, y todo un conjunto de actividades que en vez de resultar productivas resultan un último recurso captado por seres sin la autoestima suficiente para hacer de sí mismos algo de valor para los demás.

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Claro que puede caerse en el facilismo de suponer que todo ello acontece porque es necesario una mera reforma moral. Como si tres libros de texto en la escuela sirvieran para cambiar una nación. En ese sentido el cuento nos coloca entre la repulsión y la piedad. La narración evita una conclusión moral o política y por ello mismo posibilita al lector reflexionar sobre sus propias maneras morales y políticas de enfrentar día a día fenómenos como los que aquí se describen. En mi tierra se le llama "viveza criolla" al engaño que nos permite sacar una ventaja usando al límite las posibilidades de la ley, incluso más allá del límite siempre y cuando uno se las ingenie para no ser penado. Así que, dentro de un ilimitado catálogo siempre abierto a la creatividad, esto incluye la alteración de las pesas que usan los comerciantes de feria, así como la habilidad que se extendió entre los emigrantes a los países industrializados para hacer funcionar las lavarropas de los lavaderos públicos con monedas inservibles o pedazos de metal sin valor. Todo esto parece un mal menor, una suerte de estrategia de sobrevivencia que, realizada sin demasiado descaro, hasta puede ser tildada de inteligente.

Volvamos al caso de la narración. Podemos pensar que el sujeto evitó datos para poder conseguir un empleo que de otra manera le sería imposible conseguir. Una estrategia de sobrevivencia. Con esto parece entonces quedar legitimada la acción. Pero lo que hay que preguntarse es ¿dónde termina el engaño inocuo y comienza la tragedia social? Para aclarar lo que estoy diciendo creo que será mejor apelar a la ayuda de una película de Emir Kusturika, titulada "Underground". En dicha película hay un largo comienzo lleno de música, locura y alegría propia de la vida de los gitanos yugoslavos. El público, como es de esperar, ríe y se siente atraído por los personajes, ve con ojos simpáticos a esos seres caóticos y pasionales que buscan sobrevivir como pueden. Kusturika se las ingenia para mostrar que toda esa locura alegre, que toda esa alegría loca, termina por ocasionar los sucesos terribles de Sarajevo. Y entonces el espectador experimenta una frustración, un sentimiento de haberse apresurado a considerar con ojos tan simpáticos aquel ambiente casi carnavalesco.

Es que hay un momento en que ciertos rasgos culturales que parecen inocuos terminan por generar una perversa identidad colectiva. Permitir y ser condescendiente con casos como los de este policía nos obliga a permitir que el Estado no controle suficientemente los antecedentes de sus empleados. No podemos permitir ese lujo. Porque lo que está allí en juego es la vida en tanto que comunidad. Para acercarse a la tragedia basta ver lo numerosas y comunes que continúan siendo las denuncias en Latinoamérica sobre el abuso policial, lo que supone la existencia de un pueblo indefenso. Los rebaños tienen un destino sangriento si sus pastores son lobos.

Es cierto que muchos de los padecimientos de nuestros pueblos latinoamericanos provienen de una organización mundial desigual que ha ido expoliando nuestras riquezas desde la época en que Colón cometió una de las equivocaciones más comentadas de toda la historia. Pero también es cierto que todos los males no se pueden achacar a Pizarro y sus amigos. Como tampoco a los presidentes de los EEUU. Muchos intelectuales latinoamericanos se dejan arrastrar por esa tentación. Se hace necesario que reconozcamos que ciertas conductas ocurren en el seno de una sociedad porque su funcionamiento permite la aparición de tales conductas. Y los hechos pequeños suelen explicar a los grandes hechos, a

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esos que "rompen los ojos". También los grandes castillos están hechos de pequeños ladrillos.

La idea de que ciertas actividades (policía, ejército, política, etc.) requieren vidas intachables, no es una idea demasiado extendida en latinoamérica. Y no deja de ser una pena. Pero si ocurre lo contrario es porque es tolerado y permitido. La sociedad en su conjunto posee una dinámica perversa bajo el sobreentendido de que todos tenemos algo de qué perdonarnos unos a otros. Pero en el fondo lo que falla realmente es el sentimiento de comunidad. Lo que queda sin cumplirse es la idea de que sólo siendo cada uno el mejor en lo suyo se puede crear una sociedad realmente eficiente y mejor.

El cuento no pretende aportar soluciones, sería entonces un panfleto inútil, porque la solución debe ser tomada como comunidad puesto que se trata de un problema social. Pero el texto nos pone ante la evidencia de un problema social y nos hace tomar debida cuenta de que el mismo no es un problema político ni un problema económico sino, en un sentido crucial, un problema moral aunque con derivaciones en lo político y en lo económico. Y requiere, pues una reflexión ética sobre el funcionamiento de la sociedad, sobre lo que somos y lo que queremos ser. A sabiendas de que no existen soluciones mágicas ni fáciles y de que el problema debe ser abordado en toda su complejidad. Sin maquillajes ni ocultamientos.

 

JUAN CARLOS VALLEJO20 de marzo de 2002

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  14.- "SUPERNOVA" DE D. F. TORRENTS (COLOMBIA).

Hay un dicho popular que afirma que "en todas partes se cuecen habas" pretendiendo con ello que sin importar lugar o cultura, hay ciertas conductas que son propias de los seres humanos y por ello pueden, sin temor a error, suponerse como dadas en cualquier lado. Recuerdo que una vez, en cierta conversación, alguien extendió el refrán haciéndolo terminar en "y en los lugares más grandes las habas son más grandes". De alguna manera ambas afirmaciones son de nuevo invocadas por este relato mediante ese colosal proyecto secreto de la Iglesia Católica.

La sospecha de una conspiración ha movilizado buena parte de la historia de la humanidad, y no hablo sólo de la conspiración en términos políticos que han terminado con cárcel, muerte y destierros. Hablo de algo más profundo que nos ha llevado a pensar que hay un grupo de acciones que ocurren en la superficie, las acciones propiamente relatables, las que son de dominio público, y frente a estas hay otro grupo de acciones que permanecen en el nivel de lo oculto. Mientras que podemos conocer libremente los datos de lo que es de dominio público, aquello que está en el nivel de lo oculto requiere, para ser conocido, de una preparación iniciática. Por lo tanto, sospechamos que hay un grupo de seres humanos que posee un conocimiento vedado a los demás, posee un secreto, y quizá, una clave para entender la realidad, para entender el porqué de las cosas.

El gran escritor inglés Gilbert K. Chesterton abordó el tema por su veta más jocosa en su novela "El hombre

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que fue jueves". Allí cuenta la supuesta historia de un grupo anarquista. Esta asociación estaba formada por gente que eran espías encubiertos y que se habían infiltrado para conocer a los integrantes y poder desbaratarla. Lo divertido es que todos los que integraban la asociación son espías y por lo tanto se da una situación paradójica: por un lado la tan temida organización anarquista no existe pues está formada por espías que no son anarquistas, pero a la vez dicha organización existe puesto que al intentar mantener oculta su identidad y para desviar toda sospecha, cada integrante se comporta como un perfecto anarquista y conforman una identidad de grupo hacia fuera. Así que cada uno espía una organización que no existe sino en la medida en que cada uno la hace existir en tanto espía. No deja de hacerse sentir allí la advertencia hacia la locura que puede ocasionar la paranoia humana: nuestra creencia en una conspiración podría llevarnos a que ocurriera una donde no había ninguna. Pero si Chesterton, un maestro del cuento inglés, pudo abordar el tema desde su faceta más risible fue a causa de que, por sobre todas las cosas, era un optimista.

Nuestra época es la era de los "X-files". Esta serial televisiva ha encarnado el sentido que ha tomado para nosotros la teoría de la conspiración a la que antes mencioné. Hay allí un secreto profundo y oscuro que un grupo intenta mantener fuera del alcance del público en general, incluso valiéndose del asesinato si es necesario. Hay una serie de eventos que ocurren en el mundo y que quedan como incomprensibles, excepto sólo para aquellos que tienen cierto plus de información. Este relato, precisamente, puede leerse conectado con una visión pesimista de esa teoría de la conspiración. Pesimista porque, al contrario de la historia de Chesterton, aquí sí hay una organización que se dedica a mantener en secreto cierta información, lo cual supone una manipulación de la información y, por ello mismo, de los sujetos. (El mismo creador de los "X-files" daría luego una visión un poco más metafísica pero también profundamente pesimista de esa teoría conspirativa en la serie "Milenium").

Esta visión pesimista puede pensarse como una invención producto de nuestra fantasía, de un nuevo estado de la paranoia colectiva. Si se hace así podría decirse que es gracias a un optimismo recobrado, aunque también es probable que pueda atribuirse a una enorme y peligrosa inocencia. Pensemos en acontecimientos enormemente turbios como han sido, por ejemplo, el famoso "Caso Roswell" donde no ha faltado quien ha pretendido documentar la manipulación absoluta de la información o pensemos en la manera en que sabemos que compiten ciertas empresas por las patentes de ciertos productos. Todos sospechamos que el médico nazi Joseph Menguele pudo reunir una información que ha de estar oculta en algún lado. Por otra parte cada tanto aparecen nuevos casos de experimentos médicos mantenidos en secreto o de investigaciones cuya confidencialidad se ha mantenido por años y años. Sabemos que el saber es poder. Y sabemos también que buena parte de ese poder reside en el silencio, en el secreto. Somos conscientes de que por debajo de lo que conocemos hay un caudal enorme de información de la que permanecemos totalmente ignorantes.

Vivimos en la era de la sobreabundancia de información. Tenemos ahora la posibilidad de un acceso a un volumen y un caudal informativo como nunca antes hubo a disposición de las personas. Internet es un ejemplo de ello. Y sin embargo nunca como ahora hemos vivido temiendo la desinformación. No han faltado ejemplos en la historia de la manipulación informativa y de sus nefastas consecuencias. Es que la sobreabundancia de información nos hace padecer una trivialización de la misma. Tenemos accesos a muchos datos, pero seguimos creyendo, temiendo o sabiendo, que esos datos no son suficientes pues necesitamos alguna clave, alguna orientación con la cual armar el sentido que sirva para interpretar el mundo.

La teoría de la conspiración, como la he llamado, es también una forma de destrivializar nuestras vidas. Es, de alguna manera, reinsertar nuestras vidas llenas de datos banales en el curso de un sentido profundo y teleológico. Por ello tal postura se ha dado en todas las épocas, pues siempre hay la necesidad de una

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trascendencia, la necesidad de creer que existe un sentido último más allá de este continuo despertar todas las mañanas para realizar una sarta de cosas banales que van desde comprar un periódico hasta espantar una mosca o escribir un poema de amor. Desde Nietzsche, que declaró apasionadamente, la muerte de Dios (la necesidad de la muerte de Dios para la liberación de lo verdaderamente humano), hemos hecho recaer todo el peso de la conspiración en grupos de poder económicos y políticos. La desacralización del mundo ha significado una pérdida del territorio que la religión tenía en el imaginario social. Pero sin duda que las religiones han sido las primeras en mantener y elaborar esa teoría de la conspiración. Ya desde antiguo suponían la creación de un grupo en posesión de secretos que el resto no poseía y que les permitían afrontar el mundo, comprendiéndolo en su sentido último.

No es inverosímil, como propone el cuento, que la Iglesia Católica pueda haber renovado su espíritu de conspiración. Y no es inverosímil, menos creyendo que en los lugares grandes se cuecen habas grandes, por dos motivos. El primero es que el affaire Galileo costó demasiado a la Iglesia y un error como ese no debería permitirse. El segundo es que la polémica entre los creacionistas y evolucionistas (que en algunos lugares de EEUU tomó un aspecto incluso virulento) se ha zanjado de la manera más definitiva: se ha visto que se puede creer en la evolución y también en Dios. Al fin de cuentas los caminos del señor son inescrutables. Pero eso mismo nos coloca, como lateralmente lo hace la reflexión final del personaje frente al problema de que la clave para desentrañar el orden del universo y explicar el mundo como un escenario donde ciertas fuerzas actúan su papel prefijado, bien puede ser algo que esté más allá de nuestra comprensión racional o de nuestra vivencia ética. Por ello, como parece desprenderse de ese final del cuento, también es altamente probable que no seamos el centro de la historia y que algún día también, a pesar de todo nuestro desarrollo y toda nuestra evolución, desaparezcamos como desapareció esa civilización más adelantada que la nuestra y que desapareció para servir de efecto luminoso, pavoroso efecto especial, con el cual testificar un nacimiento.

 

JUAN CARLOS VALLEJO20 de marzo de 2002

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27.- "LOS INVÁLIDOS" DE BALDOMERO LILLO (CHILE).

Desde pequeños, solemos transformar el mundo. Así, de rígido y lejano, lo convertimos en algo maniobrable, comprensible y, por sobre todo, hacemos que pierda toda la carga de hostilidad. Construir una visión de las cosas como si fueran seres animados nos permite maniobrarlas. La visión animista que manifiestan los niños no es un mero juego sin sentido, un error pasajero. Es un intento por hacer explicable el mundo. Al dotar a los objetos de características humanas podemos hacernos la ilusión de "comprender" ese mundo. Un ejemplo claro de ello lo dan todas las culturas primitivas y sus diversas ceremonias para atraer la atención de la lluvia, la cosecha o lo que fuera. Claro que ciertos rasgos de esa visión animista siempre perduran y pueden rastrearse en toda cultura. Sería ocioso hacer aquí el recuento, pero sería sencillo para cualquiera que lo intentase. Tanto más científicamente inexplicable nos parezca el mundo, más tenderemos a elaborar una concepción animista.

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Lo que los humanos consideramos una visión adulta del mundo significa retornar a las cosas a su estado pasivo, a su existencia muda, a su comportamiento regular y mecánico. De esta manera nos devolvemos la responsabilidad sobre aquellos objetos que nada tienen que ver con la voluntad de los seres inanimados, sin alma. Al quitarles esos rasgos, el mundo deja de ser un campo de batalla entre la veleidosidad humana y la de las cosas que lo pueblan.

El problema serio comienza cuando el mundo no sólo no puede ser conquistado por una suerte de visión animista, sino que el hombre es conquistado por las cosas. El problema, en definitiva, no es una visión animista del mundo, sino una visión cosificada del hombre. El animismo supone la colonización de las cosas mediante la asignación de las características propias de nuestra especie. El mundo aparece "humanizado". Pero también existe la posibilidad de que el hombre aparece cosificado, es decir, desnaturalizado, deshumanizado.

Esto es, efectivamente lo que ocurre en ese contexto minero que retrata el autor. Los hombres han dejado de ser personas y han pasado a ser cosas. Y eso queda a la vista, y de manera desoladora, cuando se percibe la relación de similitud que existe entre el caballo a sacrificar y los hombres que trabajan agotadoramente en la mina. El autor no necesita hablarnos excesivamente de las características de los hombres del lugar para darnos a entender la pésima situación física en la que se encuentran. Le basta hacer que los mineros se identifiquen con ese jamelgo de mala traza que ha caído en la desgracia de ya no servir en un trabajo tan agobiante, para que todas las características que le sean asignadas a él pasen a ser asignadas, por el lector, al conjunto de agotados trabajadores. Así que los hombres pasan a quedar retratados por el caballo. Pero es esto algo más que un recurso literario, es también una forma de dar a entender la tragedia en la que están envueltos esos trabajadores. Es así que uno de los más viejos obreros, cobra fundamental importancia en tanto él es el que marca ese procedimiento empleado, tanto en sus actitudes como en su discurso. ("En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse refugiado la vida iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades.")

Es entonces que la cosificación de los hombres del lugar adquiere su mayor dimensión. No se habla de los sueños de los hombres, de las ilusiones que tenían. Nada de eso aparece, porque ya no hay lugar para asuntos como esos. El oscuro tizne de la mina ha teñido brutalmente sus vidas. Cuando se dice que el viejo caballo les recuerda días mejores sólo aparecen alusiones a cómo era la mina antes, hace diez años, cuando los brazos eran vigorosos para el trabajo. Pareciera que esos hombres sólo son humanos en un sentido formal de la palabra. Son cosas que pueden recambiarse cuando no sirven para su labor. Esto en sí, no es algo grave. Cada función que los humanos desempeñan necesitan una idoneidad para ser desempeñada. Idoneidad que puede necesitar del saber, la fuerza física o algún tipo de habilidad o destreza. Por lo tanto cuando esas características se pierden o empiezan a mermar, es lógico que quien desempeñaba una actividad ya no pueda seguir haciéndolo. Lo grave, es cuando las personas son deshumanizadas en la medida en que no se les valora en ninguna otra dimensión, en que toda su consideración queda restringida a un único y estrecho ámbito.

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El viejo minero ensayará un pequeño discurso en el cual expondrá no sólo el grado de deshumanización al que han llegado -en tanto sólo parecen tener la dimensión de objetos- sino también la única posibilidad que tienen para poder reconstituirse como sujetos para los otros, pero también para sí mismos pues sólo se puede terminar siendo un objeto para otro cuando uno ya lo es para sí mismo. El viejo intentará mencionar dos elementos que conspiran para dar ese resultado: el silencio y la desunión. En definitiva pueden considerarse uno sólo en la medida en que la unión implica la ruptura del silencio para buscar aquellos elementos comunes. Es claro que esa tragedia excede los límites de la mina y pasa a los ciudades y al campo, donde también la explotación de los hombres adquiere rasgos deshumanizantes.

Pero ese intento discursivo de abatir el silencio mediante un discurso se vuelve estéril en la medida en que no basta sólo la emisión de un discurso para que la palabra retome su poder. Es necesario, para que exista comunicación que además de un emisor, existan receptores para que la locución se transforme en mensaje. Pero al orador le falta público. "Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del apóstol. " Véase que al quedar comparado con el inspirado y el apóstol, su discurso pasa a tener rasgos incomprensibles. La inspiración y la iluminación son ambos procesos que colocan al ser humano en un estadio diferente al habitual y por lo tanto toda experiencia de ese tipo posee siempre un componente que no puede transmitirse, ya no sólo por la incapacidad de quien lo experimenta para dar debida cuenta de algo que está un poco más allá del lenguaje, sino también por la incapacidad de quien escucha ese relato para entender acabadamente lo que está en juego debido a no tener ninguna experiencia similar.

Por lo tanto, ni el viejo es capaz de poder plasmar el mundo diferente que sus palabras quieren hacer imaginar, ni los demás son capaces de sentir el mismo impulso. No podían porque habían sido formados en un cultura del servilismo. Para que exista un imperio no sólo se necesita un emperador, sino que los súbditos deben admitir serlo.

Hay dos rasgos que logran, en definitiva, generar ese servilismo entre los trabajadores y ambos tienen que ver con la educación. Uno de ellos está dicho expresamente: una concepción donde el que manda es el destino y no hay alternativa posible a lo que ocurre pues lo que ocurre es lo que debe ocurrir. De la frase "Dios sabe por qué" al más laico "por algo será", hay toda una gama de posibilidades para mantener la idea de que uno tiene la vida que tiene y no puede hacer nada, o casi nada, por cambiarla. La deshumanización del hombre es, sin duda, parte integral de esa reificación del destino, que pasa a obrar como una fuerza ciega, irracional, pero inexorable. Así el destino no es una construcción humana sino una situación dada que debe ser asumida sin pretender modificaciones.

El otro factor operante, pero no explicitado, es la idolatría de la respiración por sobre la felicidad. Nuestra cultura ha hecho todo lo posible, de millones de maneras, para enseñarnos que no venimos a lograr lo que queremos sino a soportar lo que nos es dado. La vida no es solo un valle de lágrimas, sino un lugar como esa mina, donde los hombres soportan lo que sea, porque así es el destino y éste no depende de ellos. La vida se transforma así en una competición de resistencia. La longevidad pasa a ser un valor en sí,

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sin importar la calidad de vida. Una cultura donde la respiración está por encima de la felicidad y por encima de la libertad, del derecho a ser, es una cultura deshumanizante.

Los personajes de esta mina de carbón son inválidos en un doble sentido de la palabra. Por un lado, porque no valen, no tienen valor como personas sino únicamente como objetos, engranajes, partes de una maquinaria. Es así que ellos valen en tanto mano de obra y nada más. Valen, pues, como un medio para un fin. Pero cuando el ser humano deja de ser un fin en sí mismo, cuando todas las actividades dejan de ser un medio para la realización de todas las personas, entonces estamos, sin duda, en un proceso de deshumanización. Por otro lado, los personajes son inválidos en la medida en que no pueden valerse por sí mismos. Nada pueden obtener de bueno o malo para sus vidas por su propia voluntad y su propio esfuerzo. De esta manera aparece una invalidez que no es meramente responsabilidad personal, sino que tiene una fundamentación cultural; se trata de una invalidez que no es la minusvalía física o intelectual, sino una mucho más sobrecogedora y lamentable.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de febrero de 2004

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13.- "EL MUNDO ES UN PAÑUELO" DE FRAN RODRÍGUEZ CRIADO (ESPAÑA).

Nuestra noción de conocimiento se vincula con la regularidad. Así se ha establecido la noción de conocimiento objetivo. Para que una observación alcance el status de saber es necesario no sólo que aparezca dentro de un sistema de observaciones e interpretaciones, sino que es necesario que refiera a algo que pueda ser observado por cualquiera. Por lo tanto es necesario que las condiciones de observación no dependan del sujeto. Así, cualquier otro observador podría dar cuenta del mismo resultado pues las condiciones que determinan la observación no dependen de él. Si bien esta versión simplista del conocimiento ha sido ampliamente criticada por los desarrollos teóricos de la filosofía de la ciencia, y las cosas son bastante más confusas de lo que ese modelo supone, también es cierto que es esta una visión ingenua de la ciencia y del conocimiento bastante extendida entre quienes no practican ni la ciencia ni la filosofía.

La búsqueda de regularidades en el mundo ha sido el eje sobre el cual los griegos estructuraron la investigación y la noción de conocimiento. Más allá de las amplias diferencias que puede haber en la forma de lo que ellos concebían una prueba y la forma en que dos mil años después nosotros aceptamos algo como una prueba, esa búsqueda de regularidades, entre otras cosas, forma un posible lazo de continuidad.

Encontrar regularidades es hacer que el acaecer del mundo esté dotado de sentido. Decía el sociólogo alemán Max Weber que es nuestro interés el que nos lleva a recortar de la masa de sucesos incontables que ocurren aquellos que a nuestro parecer destacan sobre los otros, de manera de hacer del caos primario al que se enfrentaría la sensación un orden sobre el cual puede trabajar el conocimiento, la razón.

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Los antiguos griegos hurgaron detrás de los sucesos, detrás de la apariencia de los fenómenos en busca de regularidades que pudieran ser consideradas leyes. El ser humano, ante esa masa incontrolable de sucesos, buscó la reiteración, la regularidad. He allí la manera de poder concebir el conocimiento como una fuente de poder sobre el mundo. Conocer regularidades permite establecer una distinción entre causas y efectos. Así, consideramos que ciertos fenómenos del mundo son capaces de producir ciertos otros fenómenos, a la vez que son incapaces de producir algunos otros. De esta manera la causa es causa de algo y no de cualquier cosa. Saber eso nos permite no sólo anticipar efectos, estados del mundo mediante experimentos puramente mentales, sino que nos permite también efectuar acciones para causar, o para evitar que sean causados, ciertos efectos. No otra cosa es la posibilidad de predicción que siempre suele enunciarse como una de las cualidades de la ciencia.

Si bien puede pensarse que la teoría habitual de la causalidad también es demasiado ingenua y que hay que apelar a lo que el francés Edgar Morin llama "teoría de la complejidad", que no es si no ver la teoría de la causa y el efecto como una secuencia no lineal y por lo tanto su descripción no se agota en la elucidación de una causa y un efecto ni en un manojo de causas pues los efectos también pueden ser a la vez causa de lo que se investiga. Este hecho que en las ciencias naturales parece quedar reducido al tema de la medición de la velocidad y la dirección de las partículas atómicas, cobra una relevancia fundamental en las ciencias sociales. A tal punto que muchos creen no sólo que el papel del observador determina efectos que no existirían sin su observación, sino que muchos abogan a favor de considerar que las ciencias sociales poseen un estatus diferente en el conjunto de lo que consideramos ciencia.

Esta polémica ha sido larga, ha causado múltiples derivaciones temáticas, ha tenido participantes de gran quilate intelectual y no tendría sentido reproducirla siquiera esquemáticamente aquí. Baste decir que se considera que lo propio de las ciencias formales y las ciencias naturales es el hallazgo y la explicación mediante leyes constantes e invariables, por lo menos dentro de determinados ámbitos. Sin embargo muchos son partidarios de que las ciencias sociales no pueden tener como modelo a las ciencias naturales y que por lo tanto conforman un sentido diferente de "ciencia". Ello se debe a que el objeto de las ciencias sociales (los seres humanos) involucran dos componentes que los hacen diferente de las partículas inertes: el libre albedrío y la cultura. Ambos componentes permiten visualizar la dificultad de establecer regularidades, de establecer constantes y que remitan siempre a la misma causa.

Una cosa es establecer una legalidad que explique que dos átomos de hidrógeno se unen a uno de oxígeno para producir agua, de manera constante. Y otra cosa es explicar ciertas regularidades en el comportamiento humano. La pregunta que uno puede hacerse es ¿cómo hacer para explicar una constante como la observada por el protagonista del cuento?, ¿pertenece esto al orden de las regularidades que suponen la acción de una ley? Por supuesto que este hecho difícilmente sea objeto de las ciencias sociales, pero sin duda involucra el comportamiento de sujetos humanos y por ello la explicación toma un camino diferente que en ciencias naturales: la interpretación. Se hace necesario suponer al otro como un sujeto intencional, es decir, suponer que su proceder obedece a algún tipo de

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racionalidad (más allá de sus posibles fallas) que puede ser enunciada y que puede comprenderse como un sistema de medios y fines.

¿Por qué ese hombre, ese lustrabotas aparece siempre en la misma ciudad que el actor? La pregunta sería innecesaria si tuviéramos de antemano un itinerario de ambos, de manera que pudiéramos calificar la coincidencia en una misma ciudad a la mera casualidad. Claro que eso podría ocurrir perfectamente si ambos sujetos se desconocieran. Pero aparece un dato que introduce un elemento de tensión: el vagabundo no parece conocer el itinerario del actor, motivado por problemas de producción de la película, y el actor una vez le negó al limpiabotas la posibilidad de ganarse unas monedas. Esto introduce la suposición de una posible perversidad en la intencionalidad del lustrabotas. Podría pensarse: el sujeto busca vengarse y por eso lo sigue ciudad tras ciudad.

Esta parece ser la manera en que el protagonista del cuento explica esa extraña regularidad: apelando a una explicación fantástica. Esto es, a una causalidad no contrastable, como la que pediría la ciencia. Claro que una explicación adecuada aún desde el punto de vista fantástico, o metafísico, debe poder incluir en algún momento un estado del mundo observable para que no se transforme en una verborrea desatinada, en una alucinación hilarante. Es decir, esa explicación debe permitir incluir algún tipo de contrastación aunque no sea la que pide la ciencia. Por ello el protagonista decide, antes de partir a Buenos Aires, irse a limpiar los zapatos con el lustrabotas. Esto parece tener dos intenciones: por un lado una intención ritual (dar al lustrabotas lo que antes le había negado, intentando de esa manera devolver el mundo al estado anterior al que se cometiera esa falta que el sujeto parece suponer como causante de una suerte de maldición, o al menos así se le permite suponer al lector); por otro lado la intención de extraer información, lo cual se hace mediante una breve pregunta que nos arroja al sombro del protagonista: la casualidad no tiene ninguna vinculación con una causa oculta o misteriosa. Nada de eso. Es una simple casualidad. Sin embargo, la posibilidad de una explicación sobrenatural no queda cancelada, y no queda cancelada porque la exigencia de explicar la regularidad nos lleva a pensar que la explicación depende de la selección de ciertos hechos como relevantes para la explicación de ciertos otros hechos. Y esta selección, personal, interesada, no queda cancelada por la mera explicación de la casualidad. Si bastara la explicación científica no existiría posibilidad para la explicación sobrenatural, religiosa o fantástica. Y no es eso lo que ocurre. Porque el conocimiento depende del interés; es ahí donde se dirime el sentido de la explicación y, por lo tanto, el sentido del mundo. Por eso el sentido de la coincidencia en este cuento, queda abierto a la elección del lector.

 

JUAN CARLOS VALLEJO20 de marzo de 2002

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  12.- "NOSFERATU" DE YVÁN SILÉN (PUERTO RICO).

En la antigüedad los latinos usaban la palabra furor para designar aquel estado en que el ser humano se

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encontraba gobernado por una pasión. Tanto era aplicable al amor, a la ira, o a la inspiración del artista. En cualquier caso se trata de un estado donde las cualidades racionales operan mínimamente, se trata de una descompensación, de un desequilibrio. El sujeto se encuentra descentrado, como si algo en todo su mecanismo se hubiera desacomodado, obligándolo a un funcionamiento errático, precario y hasta malsano. Bajo ese estado el sujeto no es dueño de sí, es como un inquilino cuya casa ha sido tomada por asalto. Bajo el influjo del furor, el individuo se haya fuera de sí, se encuentra alienado, pierde parte de sus mejores cualidades humanas -entendiendo, como se entendía entonces, que el hombre es esencialmente un animal racional- puesto que la pasión es la que dirige sus actos. Pero el furor no sólo da una manera de actuar, sino también una manera de ver. Se concebía como si un sobresalto en el sistema de navegación del sujeto produjera actos erráticos vistos desde fuera, pero plenamente coherentes desde ese estado casi alucinatorio.

Nietzche dice (cada página impresa cumple plenamente el mito del eterno retorno pues obliga a quien la escribió a decir nuevamente lo que ya ha dicho) que el amor es aquel estado en que el hombre ve las cosas como no son. Bastaría cambiar el término amor por el término furor para entender lo que quise decir más arriba. Ahora bien, estos delirios pasionales eran vistos como problemáticos en la medida en que alteraban el sistema perceptivo (tanto sensorial como conceptual) utilizado para describir la realidad. El mundo se encontraba así desvirtuado y la relación de conocimiento perdía toda posibilidad de ser objetiva, es decir, de describir fielmente el objeto. En ese sentido todavía solemos concebir que esos estados de violencia emotiva se vuelven indeseables, en la medida en que el sujeto pierde el dominio de sí mismo, su posibilidad de actuar toda su potencialidad sobre el entorno. Es, sin duda, un resabio racionalista en nuestra apreciación de la naturaleza humana. La crítica a ese resabio racionalista -que arranca con los sofistas y logra su momento de esplendor y de moda con la filosofía existencialista- nos ha enseñado -crítica del realismo mediante- a no preocuparnos tanto de la relación de objetividad como de atender a aquello que el sujeto cree como verdad. Hemos pasado de la verdad de la conciencia transcendental a la verdad psicológica.

El cuento de Silén trata de abordar el mundo psicológico de un hombre poseído por un estado de furor/furor, como es la fiebre. Y resulta ser un recurso interesantísimo y poderoso para abordar el imaginario del sujeto. Bajo el azote de la fiebre el mundo se desarticula y se recompone varias veces, se arma y se rearma. Pero bajo esa masa caótica de descripciones que se entrechocan, que mueven al protagonista a una constante pérdida de una posición fija desde la cual contemplar su entorno, aparecen ciertos significados, ciertos referentes que van configurando, por su reiteración, por su constancia, el universo en que se mueve el personaje. Así, los rasgos obsesivos van estructurando un marco de referencia en el que se comienzan a encuadrar las diferentes versiones, las diferentes narraciones que la voz del personaje arroja sobre el mundo.

La madre, la relación con la madre, comienza a tomar un peso determinante para entender al personaje, para entender su mundo, para entender esa fiebre que ya no es sólo un estado físico sino un símbolo de la situación psicológica de descentramiento que padece el personaje. La relación del varón con su madre es de vital importancia para configurar la identidad masculina. Mucho se ha criticado todo tipo de definición esencialista sobre el ser humano. La diferencia masculino/femenino se ha tematizado como una diferencia de orden social. La construcción social del género es lo que explica la teoría de la diferencia entre los sexos. Para algunos la objetividad material, corporal, de la binariedad sexual es un aspecto natural que permite el montaje de la diferencia de los géneros. Pero otros (como Foucault o Butler) critican eso y sostienen que, si bien hay diferencias innegables de performance entre los cuerpos humanos -fundamentalmente en el proceso de gestación- las diferencias de sexo (y a partir de ellas las diferencias entre lo que significa ser hombre y ser mujer) no son naturales sino que son creadas socialmente. Creo que aún para quienes sostengan esa posición debe ser admisible la afirmación de Badinter de que es más fácil producir una mujer que producir un hombre.

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Es decir, puede criticarse el aspecto esencialista de la sexualidad y de la diferenciación de los géneros, pero aceptada que la identidad personal tiene en nuestra cultura la referencia limítrofe de la binariedad sexual, la relación del varón con su madre se vuelve problemática en la medida en que la diferenciación se hace imprescindible y cualquier problema en la producción efectiva -psicológica-de esa diferenciación podría producir problemas en el producto final -la identidad sexual del sujeto.

El cuento de Silén se puede leer a partir de esa problemática de la diferenciación y de la construcción del sujeto masculino en términos de identidad. La fiebre marca una imposibilidad de ver con precisión, que no es sino la imposibilidad de configurar un mundo y una identidad estable. Esa imposibilidad viene marcada por cierta relación perversa que se entreteje entre madre e hijo. Perversión en el sentido latino de perversare, de un cambio de sentido, una desviación, un cambio en la articulación y el significado de los términos involucrados. Hay en este cuento un amplio despliegue de intensas sensaciones ligadas a los sentidos, a lo sensorial, a lo sensual. El cuerpo no es sólo un instrumento sino un lugar donde se acumulan los registros, las marcas de esa relación del sujeto con el mundo. El cuerpo no es sólo puesto como un instrumento para uso de una naturaleza subyacente, sino que el cuerpo es el lugar de lo humano, es el sitio en el que la identidad queda inscripta como un tatuaje, como un vestido. Así la identidad no es sólo la regularidad y permanencia con la que el yo se ve a sí mismo sino con la que se presenta, con la que es representado. La perversión supone una alteración en el relato de la identidad, supone un discurrir entrecortado entre la experiencia interna de sí mismo y la mirada que se expone a los ojos de los otros. Pero esto, dada la internalización de las pautas sociales a las que el sujeto se ve impelido desde diversos lados, supone una dificultad para verse a sí mismo, para ver, para estructurarse y estructurar.

De allí que la apelación a la figura del vampiro cobra un relieve simbólico que nos permite también abordar al sujeto en la compleja situación de su estado de descentramiento. El vampiro es primo hermano del zombie. El vampiro es un vestigio humano y sólo se lo puede emparentar con lo humano como mero formalismo. Su vida ya no pertenece al orden de lo humano, ni sus experiencias, ni sus potestades, ni sus deseos lo vinculan con la humanitas. Es una transgresión, una malformación, una mutación. El vampiro es también una perversión. He allí un deseo que ha ejercido un corrimiento, un desplazamiento, que ha ocupado una zona desnaturalizada. El vampiro y el zombie son el travestismo de la sustancia, un ser nuevo en un cuerpo que todavía se presenta confundido con un registro anterior, confundiendo y confundiéndose con una forma de operar que ya no le pertenece plenamente. En este sentido el vampiro se emparenta más con el travestismo. El zombie permanece así y, en algunas versiones, degenera aún más. El vampiro en cambio nunca tiene una forma estable sino que oscila, cambia, alterna. No tiene una vida sino dos, presentándose a veces bajo un aspecto y a veces bajo otro.

La identidad personal es un proceso. No porque después del proceso haya un punto final, una suerte de conclusión (como parece pensar Sófocles cuando sus personajes, luego de ver la tragedia de Edipo, señalan que ya no se atreverán a decir que un hombre es feliz hasta que sus días estén terminados y ya no pueda ocurrirle ninguna desgracia). La identidad es un proceso porque sólo es el proceso mismo. Por lo tanto no tiene final. Es ese proceso lo que es el ser humano. En especial, el tema de la identidad masculina en el contexto de la binariedad sexual, hace que su referencia a lo Otro, a lo que aparece como opuesto, no concluya nunca. Creo que el final del cuento puede leerse siguiendo esa interpretación. El personaje parece de pronto liberado de la fiebre. Hay un abandono de su encierro, hay un salir hacia el mundo lo que supone un contacto diferente de la relación opresiva y angustiante que vivía. Parece haber un centramiento que ya no es en relación al otro sino respecto de sí mismo. Pero la última línea, devuelve al personaje a la relación binaria, lo pone bajo la mirada, bajo la atención de la madre (debo confesar que por un momento recordé la figura de Norman Bates de la película Psicosis). No parece haber posibilidad de evitar esa relación, esa perversión ya presentada. Lo que

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cambian son los límites topográficos de la relación. Ahora el dominio se hace más sutil que el presentado bajo la figura del encierro. No parece haber, pues, plena escapatoria porque el otro no puede ser completamente omitido a riesgo de perderme a mí mismo, de perder mi lugar como yo. Cada uno es en tanto hay otro que lo significa. No es omitiendo al otro que se puede ser uno mismo, sino resignificando la relación con el otro, con lo Otro.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de febrero de 2002

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11.- "EL ÁNFORA" DE ANDRÉS MORENO GALINDO (ESPAÑA).

¿Qué cosa es la historia? Sin duda que la pregunta parece excesivamente oscura. La dificultad estriba en que puede responderse en una multiplicidad de niveles. Ante una pregunta así, uno no sabe si abordar primero lo individual o lo social. Pero es precisamente esta duda de cómo ponerse en marcha lo que nos muestra que esa diferenciación de nivel micro y macro, respecto de la historia, no puede dejar de aparecer como un intento de forzar lo que naturalmente se presenta indisolublemente unido. Entonces, ahora, luego de haber atravesado una penumbra podemos percibir que la oscuridad a la que nos arrojaba la pregunta inicial es una tiniebla que no depende sólo de nuestra perplejidad sino de la complicación que supone dar cuenta de un objeto tan tenazmente complejo. Tenazmente, porque la oscuridad persiste a pesar de nuestros mejores intentos.

Sin embargo, nuestro pensamiento persiste en separar, en clasificar, no para mantener un hiato sino para poder reunir, para hacer de la unidad una cosa comprensible, una unidad conformada por partes. La separación, pues, nos arroja hacia las costas del problema de la teleología y del determinismo. Problemas estos que han estimulado y atormentado la reflexión humana ya desde las antiguas tablillas de barro de los sumerios. Es que lo que se pone como problema es el papel del ser humano, el sentido de la vida, la responsabilidad humana sobre sus actos, la posibilidad de hacer historia, la capacidad para dar un sentido a nuestra vida.

Este cuento trabaja la posibilidad de concebir la historia a la manera de un eterno retorno. Pero del eterno retorno no como esa reiteración ciega e idéntica de todo momento donde la vida se reitera en su totalidad. Aquí sólo mutatis mutandis se puede pensar en que las cosas permanecen iguales. Aquí todo el tiempo queda atravesado por las mismas fuerzas, que apenas si cambian de decorado. La libertad humana queda restringida al ámbito delimitado por los movimientos primeros. Decía un escritor latino: "Los antiguos me robaron mis mejores ideas". Podría parafrasearse aquí: "Los antiguos me robaron la posibilidad de ser otra cosa".

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Es difícil no pensar entonces en un sentido prefijado de la historia. Y esa posibilidad de un discurso sobre el sentido de la historia nos conduce, inevitablemente, a concebir un ser que ha pensado tal discurso. De la ordenación pasamos al causante del orden. Eso ha hecho la metafísica. No son pocos los ejemplo de quienes suponen que el cosmos ha necesitado un ser que lo dotase de orden puesto que a nivel humano la ordenación de las cosas necesita un causante intencional. Este cuento no da ese paso, evita esa encrucijada teleológica. Y la evita separando actores de espectadores.

Esta separación permite suponer la existencia de grandes asuntos que se perpetúan en el tiempo, que actúan secretamente, ante desconocimiento de una gran mayoría que casi no juega sino el papel de extra en la historia. El muerto y sus asesinos no son sino una etapa posterior de aquel romano que logra destruir la fuente de poder de los germanos. Pero los investigadores no son sino espectadores, miran una historia que no producen. Claro que no todos los espectadores son concientes de asistir a una trama que no producen, sino que muchos son espectadores, ya que no son actores, pero que no logran reconocer su papel en la historia.

Esto abre el camino al pesimismo y a la irresponsabilidad. Frente a las versiones optimistas del papel del hombre como creador de la historia (como lo fue el marxismo, con su vertiente positivista) siempre ha habido una postura que se desentiende del mundo ocupándose entonces de la ética humana como un asunto referido a la virtud del alma y no a la acción del sujeto. Pienso por ejemplo en Plotino, donde lo importante es lograr ese estado individual en que nada del mundo nos afecta. Nuestra libertad queda entonces reducida a lo que permitimos o no que el mundo nos cause, a la medida en que somos o no capaces de vivir en el mundo sin pertenecer al mundo. No es el pesimismo que viniendo de los escépticos cree inútil toda acción en el mundo pues el hombre no es más que un títere de fuerzas que le son ingobernables. Pero sin duda que puede ser catalogado de pesimismo por las consecuencias que se abren desde allí en referencia a la noción de comunidad, de sociedad y la posibilidad de mantener un proyecto colectivo, una esperanza compartida como motor de la historia.

Es eso mismo lo que nos acerca al tema de la irresponsabilidad. Si el mundo es apenas el telón de fondo sobre el cual actúan fuerzas que superan la capacidad humana (tanto para quienes son actores como espectadores, pues esa no es una condición que se elija sino que se padece), entonces no somos verdaderamente responsable de nuestros actos, como bien sugiere el investigador acerca de los asesinos. El tema de la inocencia y la culpabilidad pasa entonces a quedar referido a dónde corta uno la cadena de las causalidades. ¿Es suficiente toparse con una conciencia individual para adjudicar allí una causa? La respuesta depende de cuánto estemos dispuestos a admitir algún grado de teleología o no admitamos ninguno.

Interpretar se vuelve entonces un problema fundamental en la vida humana. Hay, en el cuento, tres niveles en los que se presenta la interpretación: un nivel visible, un nivel a medias visible y un nivel invisible. El nivel visible es el del investigador que explícitamente trata de leer el curso de la historia, de entender las conexiones que doten de sentido el curso de las acciones. El nivel a medias visible es el del romano que justo antes de matar a ese extraño sacerdote de los germanos (lo fuera él o no) duda haciendo que su acción dure más de lo pensado, poniendo con ello en peligro su propia seguridad y el mundo tal como lo

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conoce. El nivel invisible es el del lector, en tanto su interpretación busca dotar de sentido la relación autor/texto/mundo.

En los tres niveles el problema es el mismo: encontrar la clave que dote de un significado plausible los hechos del mundo. Interpretar nos abre a un orden nuevo de cosas, la interpretación readministra significados, reconfigura el mundo. Así el investigador traspasa el orden de lo dado inmediatamente para percibir una relación de sentido que no sólo permite leer el hecho puntual del asesinato que procura resolver, sino que su propia vida queda ahora resignificada por el resultado de su interpretación. Lo mismo le pasa al romano cuando blande la espada. Las palabras del sacerdote de los ojos enigmáticos lo arrojan a una posibilidad nueva: la de que en verdad no esté cortando la historia sino cumpliendo con lo ya fijado y su determinación no sea algo realmente propio sino una pieza más del engranaje. Y el lector puede lograr ver en el cuento mucho más que una estupenda historia bien narrada: puede ver la posibilidad de que su cotidianeidad y toda su autodeterminación no sean sino un gag patético.

Siempre interpretar es atravesar el denso campo de lo obvio en busca de un signo no visto, de algo oculto. El sentido es siempre algo que ocurre en secreto, que hay que develar. Para quien conoce la cantidad de las metáforas que los griegos elaboraron sobre el conocimiento y que se vinculan con "ver", con la vista, el final que Edipo se da a sí mismo quitándose los ojos, cobra un profundo dramatismo. Interpretar es siempre sobrepasar lo inmediato, trascender lo dado en busca de algo más profundo. Es complementario a la visión del yo como algo que debe ser buscado, a lo que se le debe dejar camino. La verdad es algo que está oculta y que necesita de una clave para ser vista.

Entender qué es la historia es entender qué es uno mismo, qué papel juega en ese montón de seres que se agolpan en el mundo, que persisten en la existencia. Pero entender es interpretar. El sentido de la historia implica interpretar qué cosa es la historia. Interpretar es buscar, hurgar, escudriñar, pero también crear. ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestra interpretación es la correcta? Lo peor, es que no podemos. Si interpretar es dar una explicación plausible, entonces ¿cómo dirimir entre varias posibilidades? No podemos, a menos que apelemos a algún tipo de creencia (científica, religiosa, etc.) Por ello creo que este cuento es un ejercicio de manipulación del miedo: el miedo de que en verdad nuestra vida no sea completamente nuestra, de que seamos apenas sombras en un decorado. Por ello la dosis de terror de este cuento no está en el monstruoso asesinato, en los asesinos que aún no han sido atrapados, ni en esas terribles bestias que destrozaron a los romanos en la batalla, el terror realmente espeluznante aparece al final, cuando la mirada repara en los mismos seres que había visto antes (esos inocentes turistas) pero aparecen resignificados, aparecen dotados de un nuevo sentido y quien mira (que puede ser el propio lector) comprende que está a merced de fuerzas que sobrepasan su poder y su capacidad de entendimiento.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de febrero de 2002

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10.- "EL PUZZLE" DE ALEJANDRO V. BARRAU (ESPAÑA).

La vida puede considerarse como un absurdo. Es decir, la vida puede ser considerada un juego. Todo juego es absurdo en tanto no hay ninguna necesidad de que exista. Si el juego cobra sentido es porque uno ha aceptado las reglas que lo definen y lo hacen existir. ¿Pero, por qué las reglas de un juego deben ser esas y no otras? No hay ninguna razón última, ninguna razón que trascienda al juego. Son las reglas las que definen el juego y éste no existe fuera de esas reglas. En cierta medida, las reglas son necesarias porque sin ellas el juego sería otro. Pero también, a la vez, las reglas son innecesarias, porque el juego en sí mismo no es necesario.

Por supuesto que puede pensarse que esa comparación entre la vida y el juego, la cual implica la posibilidad de afirmar que la vida es un juego, ha sido realizada desde una perspectiva atea. De allí que se haya podido encontrar un nexo a partir de la idea de que ambos carecen de una razón que les trascienda. Ni la vida tiene un objetivo, una teleología, ni el juego tiene una necesidad ontológica de existir. Pero aún desde una postura creyente la metáfora puede ser mantenida. Podría pensarse que así como la vida fue creada por un motivo, con una finalidad que atañe a aquellos que participan de la vida (sea la autoconciencia, alcanzar el bien, etc.) también el juego tiene un sentido de ser, una finalidad que también se vincula con la producción de algo sobre los jugadores (destreza física, desarrollo de la noción de equipo, etc.).

Posiblemente, como afirmara Calderón, la vida sea sueño. Noción que ya un poeta latino expresara de manera hondamente dramática al decir que la vida tal vez fuera el sueño de una sombra. En todo caso, lo que se pone allí de manifiesto es la dificultad del ser humano para poder capturar el sentido último de la vida. Por ello que, mirada desde cierto ángulo, la vida se vuelvae inconsistente y absurda, como un juego. Puede que creamos que la vida tiene un sentido, pero esto se mantiene dentro del ámbito de la fe, porque no podremos demostrar nada, a ciencia cierta. El juego sólo define un lugar, un territorio habitable, un rol posible, para quien ya de antemano ha aceptado que jugar a eso vale la pena. Para quien, sea por el motivo que sea, no se siente atraído por ese juego, no verá allí más que una colección de gestos ridículos, una maniobra innecesaria e injustificable. La vida no es sino vivible para quien ya ha aceptado que, por algún motivo, puede ser importante persistir en ella. Para quien es desbordado por el absurdo, la vida no es más que una trampa, una pérdida de tiempo, un manojo de gestos innecesarios e inconducentes.

La vida es un juego. Ello no evita el aspecto letal que conlleva la vida. Es la condición de seres vivos lo que nos convierte en moribundos, lo que, al fin y al cabo, terminará por matarnos. Aunque por lo general esperamos que un juego nos ayude a disfrutar, a divertirnos, y que no ponga en peligro nuestras vidas, no son pocos los juegos que son un constante desafío a la muerte y no pocas personas han encontrado la muerte aún en juegos aparentemente inofensivos.

La vida es juego. La vida es un pasatiempo, aunque dramático. Posiblemente muchos juegos en particular puedan servir para analizar la vinculación entre la vida y el juego, pero tal vez el más acertado sea el puzzle, que también lleva el expresivo nombre de rompecabezas. Hay allí la idea de estrategia y la de suerte, tan comunes a nuestra vida

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cotidiana. Pero fundamentalmente está la idea de armar algo, de resolver una figura hecha de fragmentos. Y creo que eso se vincula muy bien con la forma en que nosotros solemos armar nuestra identidad, en que dotamos a nuestra historia de una unidad, a pesar de la distancia y la diferencia entre las diferentes porciones de nuestra vida.

Marshall McLuhan, teórico de los medios de comunicación, sostenía que el mensaje es el medio. Por lo tanto la incorporación de nuevos medios de comunicación, más allá de la palabra escrita, imponen a los mensajes nuevas formas de articulaciones. Es posible que la vistosidad de los mensajes tenga variantes, pero tal vez, como afirma Umberto Eco, seguimos pensando la vida en términos de una novela "bien escrita". Si pensamos que la identidad es también una narración que el sujeto construye sobre sí mismo nos daremos cuenta de la medida en que la afirmación de Eco es pertinente. Y seguramente ese proceso narrativo sería imposible sin la figura retórica de la elipsis. No recordamos cada segundo de nuestra vida, sino que naturalmente operamos una selección sobre el material vivido. De lo contrario estaríamos condenados a la tragedia que cuenta Borges en Funes el memorioso, para quien recordar no es sino repetir la vida y por lo tanto el impedimento de vivir. Para nosotros recordar es simplificar, recortar. Recordar también es olvidar, omitir.

Este cuento de Barrau se estructura como un puzzle. Un rompecabezas es el ensamble de una colección de piezas nítidamente diferenciadas por sus bordes que marcan un corte entre cada una y las demás. De la misma manera esta narración es un ensamble de voces diferentes (al estilo de las piezas del puzzle) cuya unidad queda dada por una diferenciación tipográfica. Pero así como en un rompecabezas la diferencia de las partes queda salvada por la extensión de una imagen que las vincula, así también esas diferentes voces, esos diferentes fragmentos narrados forman una unidad de sentido haciendo que cada parte sea un fragmento de una unidad. La narración de una identidad se emparenta con el armado de un rompecabezas, de allí que finalmente lo que la protagonista termina armando no es sino un espejo de la realidad, haciendo que entonces se acorte la distancia, se elimine la metáfora, entre el juego y la vida.

En una narración, si bien todas las líneas forman parte de la misma unidad y pueden leerse bajo el sentido operado por esa unidad, no son intercambiables. Es decir, no ocurre que cualquier línea pueda seguir a cualquier otra, hay un orden narrativo, una secuencia, una estructuración. De la misma manera al armar un puzzle no ocurre que las partes sean intercambiables. Cada parte se vincula con otras piezas, a la manera de una secuencia. Cuando intentamos narrar nuestra vida es posible que no logremos vincular cada uno de los fragmentos recordados con todos los demás. Es probable que persista en esa narración una situación de asombro y ajenidad, precisamente porque la selectividad operada por el recuerdo a veces nos impide ver los nexos que conectan las diferentes porciones de nuestra vida. Así es como nos sorprendemos de nosotros mismos. Quizá por eso la vivencia de nuestra propia identidad como sujetos sea acaso el puzzle más difícil que nos toca armar a cada uno. Tarea agotadora, pero infinitamente necesaria para no quedar perdidos en un caos de fragmentos, en una vida fragmentaria e incomprensible donde el yo se diluye irremediablemente.

Puede que a primera vista uno se sienta tentado de sospechar que el cuento de Barrau posee varios cabos sueltos. Y nos vemos impelidos a hacernos preguntas: ¿la mujer no fue presa

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por matar a su marido?, ¿quién era realmente el extraño ser que le entregó ese enigmático puzzle?, ¿era acaso humano?, ¿qué eran esos gritos que se escucharon en la casa de ese sujeto?, ¿dónde y cómo vivía la hija de la protagonista? Cada uno podrá aportar su propia lista de inquietudes que no pueden ser resueltas con los datos que aporta la narración. Pero si pensamos que la narración es ella misma un rompecabezas y que es a su vez una metáfora de la manera en que armamos nuestra identidad, en que narramos nuestra vida, entonces nos daremos cuenta que esos "cabos sueltos" son necesarios. ¿Acaso nuestra vida no está repleta de cabos sueltos?, ¿acaso cada uno de nosotros no puede citar una larga colección de personas que han aparecido y desaparecido misteriosamente en nuestras vidas?, ¿acaso no ocurre que son inexplicables numerosos comportamientos y sucesos llevados a cabo aún en el contexto de nuestras personas más cercanas?, ¿acaso no ocurre que muchas veces nos topamos con algunos objetos cuando más los andábamos buscando o necesitando, como si alguien los pusiera allí a propósito?, ¿acaso no ocurre que no tenemos una verdadera interpretación para muchos actos de nuestra vida?

Sin duda que armar el rompecabezas de nuestra vida es una tarea lenta, a veces desgastante y en la cual debemos recomenzar muchas veces, como si ocurriera que en la infinidad de piezas que la componen, muchas tuvieran la misma forma lo que nos hace creer que pueden ser colocadas en cierto lugar hasta que luego, con más perspectiva de conjunto, nos damos cuenta que nos hemos equivocado. La creación de nuestra identidad es una actividad permanente. Y que puede llevarnos a enormes sorpresas, tal vez tan impactantes como esa mezcla final entre el rompecabezas y la realidad a la que se ve sometida la protagonista. Y tal como queda sugerido allí, la última pieza de nuestro rompecabezas sólo puede ser la muerte. Mientras eso no ocurre, seguimos inmersos en el absurdo de un juego apasionante. Y al hacerlo es probable que corramos el peligro de quien arma puzzles (que acaso pueda considerarse una variante del juego de cartas llamado solitario): jugar para no ganar realmente nada. Pero eso es ya asunto de cada jugador.

 

JUAN CARLOS VALLEJO15 de febrero de 2002

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9.- "PERLA" DE ROCÍO TAME (MÉXICO).

Decía Sartre que algo que nos produce pánico en tanto que sujetos es la mirada del otro que nos cosifica, nos vuelve una cosa, nos hace perder nuestra condición de sujetos para dejarnos apenas la magra existencia de un objeto. Y esto, generalmente, a partir de un proceso de coagular algunos (o algún) instante de nuestra vida, siendo así descripta la extensión de nuestra vida por un punto. La mirada del otro, al cosificarnos nos quita nuestro lugar como sujetos. Perdemos, pues, el terreno de nuestra condición. Nuestra biografía no es ya algo por escribir, sino algo ya escrito. Pero no hay que olvidar que nosotros también somos otro para alguien. Así que ése es también el peligro que corre nuestra propia mirada

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al posarse sobre los demás cuando nos olvidamos de la profunda dimensión que tiene el otro en cuanto sujeto, en cuanto a existencia particular. Sartre, que había visto los horrores de la guerra y la demencia nazi tenía sus razones éticas para alertar sobre esos peligros. Oscar Wilde, que no tenía -ni podía tener- tales preocupaciones solía decir, en ese interminable juego de meramente molestar al prójimo y decir lo que en verdad pensaba, que es mejor que hablen mal de uno a que no hablen en absoluto. De todas maneras, creo que estas dos posturas no se contradicen totalmente como pudiera parecer.

Es cierto que nuestra libertad pide que podamos tener la posibilidad de llegar a ser lo que en nuestro fuero íntimo sentimos que podemos ser. Nuestra libertad nos pide que el ojo del otro no nos fije completamente y nos permita discurrir, devenir, desplegarnos, rescribirnos, crearnos una y mil veces si así fuera necesario dado que la identidad es un elemento inabarcable en la construcción de cada uno como sujetos. Nuestra condición de sujetos pide que se reconozca que nuestra biografía sólo culmina cuando ya se hace imposible continuar haciéndola, es decir, con la muerte. Y también es cierto que no podemos llegar a ser nosotros mismos si no podemos ser en un mundo con otros. Por lo tanto dependemos siempre de la mirada del otro, del lenguaje del otro, de la existencia del otro. Puede que como dice el poeta español Antonio Machado el ojo es ojo no porque lo vean como un ojo sino porque él puede ver como un ojo. Pero en el caso de la construcción de un sujeto la cosa es un poco más compleja y sin tener un lugar en una comunidad de sujetos es difícil que podamos sentir que siquiera somos. Así que, tal vez en ciertas circunstancias que no vayan contra mi vida ni la integridad de mi existencia, es preferible que el otro al menos me considere un objeto a que no me considere en absoluto. Pues eso al menos me hace tener un lugar para el otro, me da un sitio, un espacio propio desde el cual desenvolverme, me permite una individualidad. Bajo ciertas circunstancias eso puede resultar mejor que la indiferencia.

La protagonista de ese cuento se enfrenta a una de esas situaciones donde no puede constituirse como sujeto porque no logra valer lo suficiente para ser realmente algo para los demás, no logra que los demás aprecien la particularidad de su existencia. Su lugar ha sido perdido a causa de su hermana melliza. Conflictiva situación psicológica donde el individuo siempre puede perderse en creer que es sólo una repetición de ese otro que es su doble, o perderse en creer que es la mitad de ese otro nacido con él. (Desliz que todos estamos tentados de cometer en los fenómenos de masificación). Esta tentación perversa del espejo, del espejismo, no forma parte de la protagonista. Pero sí de quienes entran en relación con ella y su hermana. Y al mirarlas como en un espejo, como si una debiera ser reflejo de la otra para alcanzar su valor, no logran ver realmente lo que la protagonista es. No tan afortunada en belleza como su hermana, la protagonista debe padecer que sus propios rasgos se pierdan bajo el peso de la existencia de su hermana. Las miradas de los otros no le dan un lugar, la desplazan de su posibilidad de ser, es como si la hubieran vaciado de contenido y la miraran como el error de una copia, como algo que no alcanza a estar a la altura indicada.

Así que la protagonista vive la experiencia de un desplazamiento, de un destino que le es negado, de una verdad a la que se mantiene adherida en lo íntimo de su autoconciencia pero que no logra sacar fuera pues nadie acierta a verlo como una cualidad visible. Es que los demás no ven sus cualidades sino las de su hermana y es desde allí que establecen su

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medición. Pero además del desplazamiento tiene la certeza de la causa de ese desplazamiento: su hermana. Si la protagonista hubiera podido decidir culpar a los demás por no apreciarla, hubiera evitado el odio hacia su hermana. Y al hacerlo hubiera dejado de interesarse por el mundo del juicio ajeno. Pero sería resignarse al orden dado y recluirse en la esfera de su intimidad dejando que el mundo sea como está. La protagonista desea alguna vez poder probar de ocupar su lugar en el mundo de los otros, entre los otros, lo cual ya no puede ser cumplido sino ocupando el lugar de su hermana. La gente así se lo hace saber cuando mencionan que ni siquiera debería llevar el nombre que tiene a causa de que su hermana era una mejor candidata para ese nombre. La tragedia de la protagonista está en que dada cualquier categoría excelsa abierta a consideración, es más fácil que su hermana logre ser vista como una instancia de esa categoría a que lo sea la protagonista. Ya no puede tener para sí misma un lugar como sujeto si no es desplazando de ese lugar a la presencia de su hermana. La posibilidad de autoconstruirse ya no es una posibilidad a ser cumplida en un territorio abierto, sino en un espacio colonizado por otra figura. Así que si su lugar está ocupado por su hermana, entonces sólo lo puede rescatar desplazándola. Pero parece que ya no puede poner nada de sí para hacerlo ni para mostrar que ella es la legítima heredera de un espacio que le ha sido negada por error. No pude pues, ni maniobrar con el mundo real de los hechos reales, ni maniobrar con el mundo simbólico del imaginario ajeno. Se ha quedado sin acción posible y sin embargo presa de un deseo que la desborda. Y como su deseo ya no puede ser maniobrado por ella misma decide buscar apoyo en la magia, la cual se instaura como un orden de ruptura con el mundo (así como su inclusión en el cuento supone una ruptura con cierto orden "realista" de la narración).

La magia ha sido bastante maltratada en nuestra época. Ha sido colocada o bien como el inocuo producto para atraer la atención con engaños (como el caso de los prestidigitadores) o bien como la patraña sólo atendible como parte de una cultura primitiva o como muestra de un cerebro tosco y primitivo (como el caso de los que creen en los poderes mágicos de los amuletos y de las invocaciones). La ciencia se ha reservado el derecho tanto para hablar con justicia de la realidad como para poder actuar sobre ella eficientemente. Esto le ha permitido a la razón juzgar a la magia como una vanalidad cercana al error grosero o a la locura más o menos sutil. La razón ha criticado por igual a magia y religión olvidando que quizá no son necesariamente lo mismo. Lo propio de un espíritu religioso es la resignación. Sin embargo quienes apelan a la magia no se resignan a que el mundo sea como está, ni a que haya sido hecho de esa manera. Quienes apelan a la magia -y tal vez sea el caso también de quienes en sus oraciones piden que Dios los beneficie cambiando para su provecho alguna situación del mundo- no desean someterse a Dios y sus mandatos. Es decir, respecto del carácter negativo de la resignación la magia ha tenido un valor positivo de querer incidir sobre el mundo y su curso, quedando su uso para aquellas individualidades que desean mostrar su voluntad de poder. Voluntad desesperada, acaso, pero voluntad al fin.

Podríamos imaginar que estos procesos de desplazamientos, de impedimentos para permitir que el otro realmente sea un sujeto no son sólo pasibles de ser vistos desde el ángulo de la psicología individual sino también desde lo social. ¿Qué pasa cuando los grupos acaparan el espacio simbólico de la construcción de los sujetos en una sociedad e imponen a los demás una identidad que los transforma en objetos? ¿Qué ocurre cuando las maniobras sancionadas como legítimas para operar sobre lo real no dan ningún resultado respecto a la

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movilidad social, a la posibilidad de una redistribución de ciertos recursos que permiten autoconstruirse más libremente, dependiendo menos de la necesidad? Es probable que cierto reflotamiento de la "religiosidad", de formas alternativas de religiosidad, de manuales de autoayuda o de cómo atraer resultados benéficos con el poder de las piedras, por ejemplo, den cuenta de ese recurso de apelar a una estrategia mágica, cuando las estrategias reales parecen agotarse. ¿Y qué puede terminar por ocurrir cuando todas estas estrategias de la voluntad no logran resultados claros y evidentes? ¿Esa apelación a lo mágico, considerada en términos sociales, no será una forma para sublimar un rencor profundo hacia aquellos grupos que han desplazado de la vida a los demás, dejándolos apenas con la sobrevivencia? ¿Qué pasa cuando eso falla y sólo queda, pues, vivir el odio? La voluntad encuentra siempre la resistencia de un mundo que no se somete plenamente a sus requerimientos, a sus designios, a sus elucubraciones. Algo en el mundo permanece como una constancia insobornable al deseo. La maniobra mágica se agota en su acción parcial frente al mundo. La maniobra mágica ha olvidado la complejidad de la situación, la increíble densidad que tiene el fenómeno real. Nuestra protagonista comete el error de quien cree que para ganar un partido de ajedrez hay que evitar que el otro esté en posesión de su reina, cuando en verdad lo que hay que hacer es darle jaque mate al rey antes de que él nos lo de a nosotros. Así la hermana de la protagonista comienza a ocupar -literalmente- un lugar menor en el mundo. Pero lo que era tematizado como una idea espacial (a saber, el desplazamiento de un lugar, un espacio de realización personal, de relevancia para otros) pasa a verse necesariamente en su real dimensión cualitativa: la protagonista debe reconocer que aún en ese espacio menor que tiene la existencia de su hermana logra acaparar la atención de los demás. Por lo tanto la única opción es, finalmente, hacerla desaparecer bajo la huella de la protagonista, deformarla, desvirtuarla, haciéndola pasar de una presencia a una vaga señal que puede borrarse y ocultarse. La única opción es, pues, aniquilarla aceptando así vivir el deseo del odio. Eso cual no asegura no tener que vivir bajo el peso de la comparación con el paraíso perdido ni haber logrado el lugar que se quería. Pero asegura al menos, la momentánea satisfacción del cumplimiento de un deseo tan irracional como tal vez inútil. Pero a veces, para terror de nuestra racionalidad, la felicidad también se compone de cosas como ésas.

 

JUAN CARLOS VALLEJO12 de enero de 2002

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8.- "SUGESTIÓN" DE HUGO AQUEVEQUE (CHILE).

Desde hace mucho tiempo diversos pensadores han estado advirtiendo que la verdad no existe. Esto no significa que el mundo no exista, pero nuestro conocimiento sobre el mundo, dicen, no es el conocimiento de ninguna sustancia intrínseca sino de una producción, de un sentido que hemos producido. En este sentido, Rorty sostiene –y es una idea que me seduce- que las distintas manifestaciones artísticas y las distintas teorías científicas y toda la producción humana, desde la teología hasta los libros de ética no son más que formas de adaptarnos, formas de expresar, como sostendría Freud, algún síntoma,

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alguna conexión que nos resultó significativa, en términos personales, en virtud de nuestra experiencia infantil. Y acaso quienes se oponen a esta manera de entender la actividad humana se sienten espantados ante el hecho de que podamos estar encerrados para siempre en nuestras pesadillas, aunque sean las mejores pesadillas.

Lo terrible de la manera en que el personaje de este cuento lee el mundo, su mundo circundante, el ámbito de su experiencia, es que lee los signos de su entorno de tal manera que estos no le dejan casi lugar para habitar como sujeto. Su yo no se dibuja, así, como un proyecto, sino como un sometimiento. No puede controlar el mundo, sino que de alguna manera éste se le impone y de una manera tal en que no puede hacer nada. El protagonista termina haciendo abandono de su historia para pasar al padecimiento de su pesadilla. Historia y pesadilla no se escriben de la misma manera. Cuando Marx decide que es necesario cambiar la manera de concebir la filosofía para pasar a considerarla como transformadora de la historia, (más allá de sus aciertos o no) estaba devolviendo al hombre a la idea de proyecto, de praxis. La intervención en el mundo para ponerlo bajo dominio humano. Una idea que ya gente como Bacon y Galileo postulan muy bien. Precisamente, ellos ven el conocimiento como una forma de producir acción en el mundo de tal manera que todos los fantasmas de la imaginación pueden ser disipados. En la pesadilla, sin embargo el mundo ha dejado de ser pasible de ser dominado por el ser humano y este se somete a fuerzas sobreactuantes, que lo desbordan y descontrolan toda previsibilidad. He ahí el nudo desde el cual se edifica el terror en este texto; un terror que se construye en varios actos, con varios momentos donde el personaje parece volver a controlar la situación. Pero cuanto más seguro que sí, más se evidenciará que eso es una ilusión. Es que lo real ha cambiado de valor y de lugar. He ahí la pesadilla y el espanto.

La primera muestra de este movimiento hacia el desvanecimiento de los límites habituales con que construimos la realidad, es esa pregunta que, aunque retórica, se identifica con una negación del lector para continuar manteniendo su mundo racional como un mundo estable. Por lo tanto ante la incredulidad el lector, el protagonista no puede sino oponer una vivencia que sea propia. El personaje es así un interlocutor, alguien con quien uno conversa. Y excepto por algún motivo mórbido o científico no solemos conversar, dialogar con alguien a quien consideramos fuera de sus cabales. La respuesta pues, introduce la zozobra. Una leve fisura se dibuja en el orden del mundo y por esa fisura el personaje hace pasar su testimonio. Así los muertos hablan y habitan una casa, tienen un lugar, como lo tienen las cosas. Luego, para ampliar la carga de verosimilitud se citan unos testigos, aunque con gran vaguedad. Si bien se trata de una vivencia personal no se trata de una vivencia única. Otros sujetos podrían repetir esa vivencia.

Pero de pronto el sujeto cae en la cuenta de que este mundo compartido, este mundo que extrae toda su "realidad" de poder ser experimentado por otros, cambia de sentido. Y cambia por una suerte de decisión, de voluntad. De la voluntad de saber a la voluntad de autodeterminación. Hay un momento en que el sujeto cambia el valor de los signos que integran su mundo. En ese cambio de valor hay algunos signos que ya no existen, hay realidades de las cuales no puede decirse nada. Y ese no poder decir nada desde ese nuevo lenguaje es lo que hace pensar que esas cosas son falsas. Hay, entonces, algo que se ha perdido. Tal vez un mundo de asombro, un mundo abierto a posibilidades sorprendentes como el hecho de que los muertos hablen. Hay, también, algo que se ha ganado. Tal vez la

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posibilidad de mostrar que el mundo es producto de la voluntad. Triunfo de la voluntad que al resignificar el mundo resignifica el yo. Una serie de proezas imposibles de realizar en el anterior mundo tomado por espectros pueden ser hechas ahora sin ningún problema. No porque el problema se hubiera resuelto, sino porque el problema se diluyó, se disolvió. Cambiado el orden del mundo queda cambiado el orden del problema.

A un mundo nuevo corresponde un yo nuevo. Es el regreso del sujeto. Ha dejado la pesadilla por la historia. Ha dejado el mundo donde aparecía inevitablemente sometido a lo impensable para poder pensar esa vivencia como una cosa diferente, como un error. Es el regreso a un mundo más ampliamente afirmado por la experiencia intersubjetiva. Así, desde un nuevo ángulo desde el cual establecer el registro, lo que se registra ha variado en su significación. Entidades antes existentes ahora son inencontrables, sensaciones antes vividas ahora son inexperimentables. Por lo tanto el mundo anterior sólo puede ser visto como el producto de la sugestión. No ha sido más que el mantenimiento de la fe si es que ésta puede definirse, como alguien hiciera alguna vez, como la creencia ilógica en la aparición de lo improbable. Pero esa es una mirada de la fe desde fuera porque para quien cree en eso "improbable" es porque eso ha dejado de ser improbable y la creencia ha dejado de ser ilógica. Sólo desde fuera puede verse eso anterior como un mal sueño. Y el sueño sólo puede verse como tal desde la vigilia y la fantasía desde la realidad. Pero toda experiencia tiene sus propios límites de posibilidades. Una vez más el personaje es condenado a encontrarse con lo desconocido, con el temor a los desconocido. Es decir, con el temor del límite de su mundo: aquello que desde allí no puede ser dicho ni pensado siquiera.

De pronto en su mundo irrumpe un sujeto y un relato. El sujeto, Pablo, tiene su cuerpo magullado, arenilla en la ropa, marcas en la piel, junto al cuello y en el mentón. Expone un relato que da significado a los signos que porta y que los demás ven. El relato asegura que algo o alguien lo tomó violentamente para arrojarlo al suelo repetidas veces. El protagonista y sus amigos resisten a aceptar que esa explicación es la verdadera explicación de hechos ocurridos. No en virtud de que la conjunción entre los signos corporales (tomados como datos) y el relato que les da un significado esté desfasada, es decir que el relato no cubra los datos que pretende cubrir, o que los datos desborden la explicación. La negativa a aceptar ese relato proviene del hecho de que no es el único relato posible que se ajusta a la explicación satisfactoria de las descripciones a explicar. Y para mostrar esto apelan a otros elementos que no fueron puestos en juego por Pablo. Uno es el hecho de que no había nadie en quilómetros a la redonda, aunque esto no es algo que hayan comprobado sino de lo cual parecen tener. El segundo es que todos estaban demasiado ebrios y por lo tanto su percepción de la realidad podía verse alterada, más si se tiene en cuenta que provienen de una localidad con una de las más altas tasas de insanidad mental. Así que les queda la alternativa de pensar que Pablo se ha caído de pura borrachera.

Véase dos cosas. Primero, al hacer esto los sujetos no comparan entre enunciados aislados y hechos sino entre conjuntos de creencias, redes de enunciados, y hechos. Segundo, la nueva explicación no impide la anterior, pero la anterior no tiene mejores pruebas que la nueva que se propone. Y cuando uno tiene que decidir casos como estos, y suele ser en la mayoría de los acontecimientos de nuestra vida, lo que hacemos es considerar como válido lo que mejor se adapta a nuestro conjunto de creencias. No tomamos creencias aisladas, sino un

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entramado de creencias por lo cual siempre podemos mantener el conjunto general aunque algunos elementos puedan no ajustarse muy adecuadamente. En estos casos la explicación terminante se desplaza en función de falta de datos contundentes y se supone que nuestro conjunto de creencias permitiría explicar esos datos y mostrar la verdad.

Pablo y el protagonista tienen dos interpretaciones contrapuestas. Y deciden pues salir a comprobar si Martín tenía razón o no. Y esto a riesgo de no poder probar nada. Si no encontraran al que causó esos daños en Pablo, no significa que éste no tiene razón. Pero en medio de esa búsqueda el protagonista confiesa que ha comenzado a operar en él la sugestión. Esto no quiere decir sino que su creencia sobre el mundo ha comenzado a variar. Ha comenzado a abandonar sus relatos del mundo para adoptar otros relatos, relatos que otros le proponen (en este caso Martín). Pero no ha habido ninguna "razón" en el sentido fuerte del término. No ha mediado ningún "experimento crucial" que hiciera "necesaria" el abandono de sus creencias por otras mejores. Este paso sólo puede ser explicado por motivaciones personales, por la psicología propia del protagonista. ¿Acaso no es esto lo que hacemos comúnmente? ¿Acaso el cambio de creencias, incluso en ciencias, no tiene más que ver con la seducción de los discursos que con las pruebas? ¿Acaso lo que es una prueba no viene ya delimitado por el discurso? ¿Y no es acaso, luego de Freud y sus secuaces, pensable la idea de que nuestras creencias no se organizan en torno a "pruebas" sino en tornos a causalidades psicológicas, a experiencias personales, a síntomas que nos orientan en nuestra comprensión-creación del mundo? Este pasaje de una creencia a otra por parte del personaje, desde algo que se creía era la realidad y se tomaba como verdad a algo que se creía era una ficción y que se tomaba como falso, hace que ahora realidad y ficción se conviertan una en la otra. Y tal vez esto pueda leerse como la confesión de que la realidad no era sino una construcción y que es posible salir de ella hacia otra realidad porque esa construcción depende de nosotros, de nuestra creencia en su valor de realidad.

Es esa sugestión lo que le permite ahora "esperar" la aparición de algunas cosas, de ciertas realidades. Pensemos aquellos desafiantes paseos que el protagonista hacía de noche en un cementerio para mostrar que no temía a los fantasmas ni a los muertos vivientes. Por ese entonces, en su sistema de creencias, esas cosas no existían. En esas expediciones no podría haber encontrado más que lápidas, estatuillas, flores, árboles, algún animal y poco más. Es decir, ahora ha dejado que su nuevo sistema de creencias pueda leer algunos signos de manera que antes no lo hacía. Lo que vemos tiene que ver con un cierto sistema de creencias, en el sentido de saberes, de manera que los signos son signos de algo en tanto puedan serlo desde los saberes que sustentamos. Cuando un médico ve en un ecógrafo, al mes de cumplirse un embarazo, un punto de luz que titila en una pantalla y lo lee como la existencia de vida es porque hay una serie de creencias, de saberes, que le permite atribuir ese significado a ese signo. Si así no fuera no podría hacer tal atribución y lo que es más, no habría siquiera podido orientarse a buscar un cierto punto de luz titilante en una pantalla pues no tendría forma de saber qué era lo importante y significativo y qué no.

Por lo tanto ahora el protagonista ya no necesita de Pablo que le muestre porque él está en condiciones de ver por sí solo. Es así que puede ver a ese ser monstruoso y descomunal, desmesuradamente grotesco y sentir que él y "eso" forman parte del mismo mundo, es decir que su sistema de creencias le hace considerar como un dato relevante lo que antes no hubiera sido sino un mero error óptico. ¿Acaso Galileo no construyó una nueva teoría

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planetaria considerando como datos lo que veía por sus telescopios, datos que los escolásticos de la época no veían más que como errores ópticos ya que tales eventos no eran posibles en sus teorías de los astros como esferas perfectas?

Así el protagonista termina completamente dominado por su visión. Momentáneamente intenta tratarla como una alucinación pero finalmente se transforma en el eje de su vida, porque es en base a nuestras creencias más profundas (sobre lo correcto e incorrecto, sobre lo verdadero y falso, etc.) que los humanos organizamos nuestra vida, entendida como praxis. ¿Pero tiene sentido pensar que el sujeto fue "dominado" por su creencia? ¿Existen cosas como creencias por un lado y sujetos por otro? ¿No sería mejor decir que cada uno es también sus creencias? Y si estas tienen que ver con peculiaridades culturales y psicológicas ¿es pensable que como individuo realmente podamos salir de nuestras creencias? ¿Es pertinente dividir al ser humano en creencias irracionales y verdades objetivas? ¿Las verdades objetivas -es decir eso a lo que damos ese valor- no son acaso creencias como cualquier otra? ¿La verdades de la razón no son acaso una construcción como otra cualquiera? ¿Racionalismo e irracionalidad pueden servir como categorías para entender el mundo o habrá que abandonarlas para abandonar la epistemología y pasarnos al análisis de nuestras creencias en términos de adscripciones genealógicas, dejando de lado la idea de "razones" como algo ligado con la verdad y observar las conexiones causales de nuestras creencias?

 

JUAN CARLOS VALLEJO22 de diciembre de 2001

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7.- "LA MUERTE DE UN GUERRILLERO" DE ANTONIO HOGADO SABIO (ESPAÑA).

El cuento se abre hablando de un hombre que ha muerto. Pero lo que permite hablar, lo que permite comenzar un discurso, es el hecho de tener algo que decir, algo que vale la pena expresar. Por lo tanto, no es plenamente verdad que un hombre ha muerto porque al enunciarlo así se esconde el por qué hay algo para decir. No ha muerto un hombre cualquiera, ha muerto un tal Peregil, de actividad guerrillero. No ha muerto tampoco de cualquier manera sino de una muy específica: ha muerto de traición, baleado, destrozado. No ha muerto tampoco en cualquier sitio, sino en medio de una España fratricida. Son esos tres ejes los que organizan este relato que se puede leer casi como una elegía.

Peregil vive en la clandestinidad, fuera de la ciudad, entreverado con otros guerrilleros en la espesura del valle. Dice Aristóteles que la ciudad es una realidad natural y que el hombre, por naturaleza, está destinado a vivir en una ciudad. Las ciudades no son artificios sino que son la consecuencia del instinto gregario del hombre. Así lo entendía Aristóteles. Peregil tiene ciudad (no en vano la novia del traidor se refiere a los guerrilleros diciendo "Son los nuestros") pero no tiene lugar en ella. Los guerrilleros son, en la convivencia humana de la ciudad, lo que no tiene lugar. No pertenecen a lo marginal, porque el margen todavía está

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encuadrado en el espacio. Son lo que ha sido sacado de todo espacio. Ese no ocupar un lugar en el espacio los transforma en fantasmas. Aparición fantasmagórica que los convierte en una aparición de una realidad más allá de la realidad. Son, pues, la fisura en el discurso del poder que pretende existir sin ellos. El poder pretende convertirlos en fantasmas en cuanto falsedad, en cuanto imposible. El pueblo los convierte en fantasmas en tanto ampliación del campo de lo real. La existencia de un fantasma subvierte el valor de lo material como única realidad dada a la experiencia humana. La existencia de un guerrillero, en tanto que fantasma, subvierte el discurso del poder como único lugar donde la experiencia humana es posible y deseable. Porque se trata también del deseo: el deseo de ser. No es la destrucción lo que motiva, sino la construcción de una realidad diferente. El problema es que los proyectos bajo los que queda definido el ser humano, su libertad y su cultura aparecen como irreconciliables. Los términos de una contradicción no pueden convivir. Lo terrible de la guerra fratricida española, lo que apesadumbra, lo que acongoja es esa certeza de que esos proyectos antagónicos en disputa no pueden vivirse sino es desplegando la muerte.

Aristóteles afirmaba también que quien no vive en ciudades es porque por naturaleza era un ser degradado o un ser superior al ser humano. Es decir que vivir fuera de la convivencia, de la cultura, vivir fuera de la ciudad (en tanto que símbolo de la comunidad) no puede elegirse. Pero los únicos que pueden entonces no vivir en las ciudades son los seres sobrehumanos o los animales. Si algún ser humano decide sustraerse a la comunidad sólo puede ser por una naturaleza que lo aparta de lo que consideramos un ser humano pleno. Pensemos en la locura que termina por describir vagabundos o recluidos en hospitales psiquiátricos. Por lo tanto Peregil encarna a quienes han sido desplazados del lugar por una voluntad que les es ajena y a la que no pueden sino rechazar violentamente pues es una violencia contra la libre determinación de su identidad como ser humano. Y seguramente, mientras sigamos asistiendo en el mundo a este tipo de negación para el lugar de la construcción de identidades alternativas, a esta negativa para replantear lo real, a la mención de la democracia como una gimnasia retórica, entonces es posible que el fenómeno guerrillero no culmine nunca. (Tal vez, creo ahora que pensé lo anterior, sea necesaria una redefinición de la guerra entre EEUU y Bin Laden, no como un orden mundial contra una guerrilla múltiple, sino como una lucha entre totalitarismos, entre intentos de construir totalidades excluyentes donde en nada participa la idea de libertad, excepto, claro, porque en vez de a Bin Laden se ataca a un pueblo).

Esta narración clasifica a los seres humanos en buenos y malos, sólo que los malos se subdividen en malos y peores. Los buenos son el pueblo y los guerrilleros, que no son aquí sino una extensión del pueblo. Los malos son los militares, que someten a los buenos y se dedican a matar guerrilleros, destruyendo así toda alternativa al discurso del poder instaurado. Los peores son los que no tienen identidad ninguna, los que pueden ser cualquier cosa y al serlo se convierten en traidores. Kant mantenía un imperativo categórico contra la mentira. La traición sólo puede darse como un uso de la mentira. La traición no es más que una mentira redituable. Y oponerse a la traición es oponerse a lo que hace imposible el mundo. La primacía de la mentira abre un orden de relaciones humanas que vuelve imposible la existencia de relaciones humanas. Si imperara la mentira sólo habría un mundo caótico, un Leviatán, pero nunca una comunidad. Y la comunidad es, por antonomasia, el orden de lo humano. España ha vivido su guerra civil como una traición.

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Traición del hermano contra el hermano, traición del español contra el español. Si todas las guerras espantan, espantan más las que son al interior de una comunidad. Es como si de pronto uno se diera cuenta que está encerrado en un sótano con un caníbal.

La traición hace la guerra un ejercicio desparejo. El traidor vuelve imposible la identificación del enemigo. Cuando uno piensa en atacar o defenderse piensa en un enemigo, lo visualiza y en virtud de esa claridad representativa se organizan las estrategias. El traidor quita toda posibilidad de estrategia. De alguna manera los combatientes estructuran su acción bajo el signo de la franqueza. Pero el traidor transforma la vida en un espectáculo, en una representación en tanto que ocultamiento. El traidor transforma la vida en una vacuidad porque el traidor no tiene proyecto. El traidor hace estallar la idea de grupo, de comunidad. El traidor vuelve imposible la confianza y sin eso no puede haber grupo. Por ello es que el traidor es más execrable que cualquier enemigo declarado. Y por ello el traidor del cuento recibe tantas descripciones que lo convierten en el ser más detestable de la narración.

El relato se presenta como un ejercicio de la memoria. Y por lo tanto muestra, pero oculta. La memoria supone una selección, pero tal cosa no puede hacerse sino en detrimento de lo no seleccionado. Lo visto sólo tiene sentido como descripción respecto de lo no visto, de lo que quedó en el terreno de la invisibilidad. En esta selección operada por el recuerdo lo que se abre es una dicotomía: como dos bordes, uno a cada lado de la herida que significó la guerra. De un lado están los buenos, que sólo pueden tener atributos nobles y estupendos. Así es como a Peregil, a quien por otra parte no se le atribuye ningún acto heroico ni otra cosa que encargarse de los suministros de los guerrilleros, se le atribuye no sólo ser un hombre bello sino además ser deseado por las mujeres y por las madres de toda hija en edad de ser desposada. Nada se sabe de que esta situación y su constante ocultamiento lo predispongan a ser infiel a su novia. Por otra parte están los malos, es decir, los malos y los peores, que no pueden tener ningún atributo que no sea deleznable. Así le corresponde al cabo, al guardia y al traidor.

Hay un momento en que el hombre que recuerda no sólo recuerda sino que cae en la cuenta de que recuerda. Entonces la memoria toma conciencia de que es memoria. Es decir, de que no es el retrato puro e incontaminado de los sucesos, sino que es reconstrucción. Es entonces que se deja abierta la posibilidad de que hayan existido guerrilleros que en algún momento actuaron mal. Aunque no parece sino como quien por no resultar demasiado intolerable acepta que pueda existir vida en otro planeta. Y menciono este ejemplo porque efectivamente esa posibilidad no pertenece al territorio (planeta) del cuento. Sin embargo, por un momento, la distancia infinita entre el bien y el mal parece diluirse. Y los dos costados de la herida se conciben como una decisión extraña, como causados por algo ajeno a ellos. Es como si de pronto, en el cuento, pueblo y soldados hubieran sido colocados en esas posiciones a causa de una irracionalidad que no les pertenecía ni les era querida. Es como si se pretendiera que nadie tuvo realmente otra posibilidad de hacer lo que hizo y el soldado que ayudaba a someter y matar al pueblo sólo lo hacía por causas de fuerza mayor. Es posible hacer eso para explicar lo inexplicable: la violencia fratricida. El problema no es si es posible, sino si es razonable hacerlo. ¿Es creíble que nadie tiene otra opción que hacer lo que hace? ¿Es verosímil suponer que no estamos decidiendo lo que hacemos cuando lo hacemos en virtud de que eso que hacemos se vuelve solidario con otras creencias o

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actitudes que hemos sostenido? Y si aceptamos eso ¿no les estamos pidiendo que apelaran al suicidio o se dejaran matar antes que ser soldados en esa guerra? ¿Y qué derecho tenemos a hacer eso los que asistiendo un mundo pleno de guerras, violencia e irracionalidad no hacemos sino seguir nuestra vida cotidiana dando gracias de que estamos alejados de todo eso? ¿Es posible exigir que más importante que la vida es la dignidad de la vida? ¿Es posible exigir eso como proyecto colectivo dentro de la matriz cultural de occidente? ¿Quiere decir esto que estamos condenados todos a ser un poco inhumanos? La narración prefiere no aproximarse a esas preguntas y terminar con un llanto de quienes padecen la derrota, un llanto que se da entre la oscuridad y el silencio. Un llanto que no tiene lugar.

 

JUAN CARLOS VALLEJO11 de diciembre de 2001

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6.- "LOS LÍMITES DEL CASTILLO" DE JAVIER ÁLVAREZ MESA (ESPAÑA).

El tema de este texto es la identidad y el primer punto problemático es saber si se presentan uno o dos personajes. Por un lado aparece un tal Jaime Chamanes y, por otro, un tal Jaime Laruda. ¿Son el mismo o no? Pensar esto nos introduce en los problemas de la interpretación y de la reconstrucción biográfica.

Jaime Chamanes es un hombre sin futuro y Jaime Laruda es un hombre sin pasado. De alguna manera, ninguno de los dos tiene realmente historia. La interpretación en términos de reconstrucción biográfica necesita historizar al sujeto. Esto es, ponerlos en una secuencia de acontecimientos tal que la explicación de ser no quede trunca. No se trata, por supuesto, de lograr una descripción sin huecos, sin zonas oscuras. Puede no haber descripción continua, pero es necesario que exista una explicación continua, una remisión constante a la historicidad del sujeto, un permanente "ponerlo en situación".

Pero no basta tener dos partes distintas para recomponer una unidad. Es necesario tener dos partes de lo mismo. Es decir, se hace necesario que Jaime Chamanes sea el pasado de Jaime Laruda y que Jaime Laruda sea el futuro de Jaime Chamanes. Esto sólo es posible si se mantiene en uno la identidad del otro y viceversa. En este sentido, hay tres tipos de marcas que sirven de puente para unirlos bajo una misma identidad: una marca de discurso, una marca de contexto y una marca de acción.

La marca de discurso tiene que ver con el nombre de ambos. El hecho de que coincidan bajo el nombre "Jaime", parece dar la posibilidad de referir el nombre a una misma sustancia, como un intento del sujeto por guardar su identidad, debiéndose las divergencias a camuflajes lingüísticos para entorpecer la reconstrucción por parte de un observador. La marca de contexto corresponde a que en ambos casos el sujeto tiene como pareja a una mujer de nombre Alana. Sugiero que esto corresponde al contexto por cuanto es la mínima situación que Jaime Chamanes portaría en su supuesta vida como Jaime Laruda. Por último

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hay una marca de acción en ese darle nombre a un perro. Otra vez, la recomposición de identidad pretende reconocer allí una voluntad de permanencia, una voluntad de mantener la memoria, el origen, la identidad.

En este proceso de reintegración de esos dos sujetos en una misma identidad, notaremos que Jaime Laruda pertenece al orden de los sujetos reales y que Jaime Chamanes al orden de los sujetos míticos. Esto viene dado por la manera en que se construye la referencia a cada uno, por el ámbito donde cada uno queda fijado como una existencia. En el caso de Jaime Laruda los datos son pocos, escasos, escuetos. Pero es la brevedad de la referencia a una sustancia real. Así, el texto señala algo, un ser, sobre el cual no parecen necesarias demasiadas especificaciones por ser ampliamente reconocido. Si bien en cuanto sujeto carece de la suficiente historicidad, también es cierto que su presencia queda ubicada en el horizonte de la Historia, en tanto un cierto ámbito de experiencia empíricamente determinable.

En cambio, Jaime Chamanes es un ser sin sustancia concreta, un individuo que pertenece al orden de lo místico, un individuo que no está inscripto en la memoria de la Historia sino en el sueño de la narración. ¿De dónde sale Jaime Chamanes? Jaime Chamanes aparece generado por una narración. No es otra cosa que una trama narrativa, trama que se enmarca en lo borroso, en lo dudoso. Su presencia es encontrada en los restos de un antiguo manuscrito. Esta fragmentación es doble. Por un lado porque toda narración implica un trabajo de fragmentación sobre lo temporal. Por otro lado porque la narración de donde se extrae su nombre tiene un plus de fragmentación. Dicha fragmentación muestra el poder creativo de la narración. Para entenderlo me parece más claro observar cómo es que el poder creativo de la narración de un manuscrito se emparenta con el poder creativo de la narración televisiva.

Piénsese un momento en un noticiero. Es decir, en un marco de aporte de información. No sólo se emiten enunciados, es decir, oraciones (gramaticales o icónicas) que pueden ser verdaderas o falsas, sino que se pretende aportar enunciados verdaderos. Supóngase ahora una narración en imágenes de quince segundos donde se ve un plano lleno de gente, aparentemente en un espacio abierto de la ciudad, alzando sus manos y profiriendo algo que suena como gritos en un lenguaje incomprensible. A eso se superpone la voz del informativista que establece la lectura de esas imágenes: una manifestación antigubernamental, decenas de miles de personas gritando airadamente consignas contra la política económica, un cierto país del que poco o nada sabemos más allá de que la gente que lo compone tiene el fenotipo que aparece en pantalla. He ahí un acto narrativo que se construye como una referencia fuera del texto y que sin embargo sólo es textualidad. ¿Cómo controlar la veracidad de tal información? En principio, contrastando con otras narraciones que aludan al mismo tópico. ¿Qué hacer cuando la narración al respecto es única y no tenemos ningún control empírico posible sobre la referencia? En este punto el orden de la verificación queda supeditado a la verosimilitud. Tal es lo que acontece con este manuscrito antiguo donde queda asentada la presencia de Jaime Chamanes. Su presencia es una presencia textual.

Hay, entonces, un texto que se construye como una narración que alude a algo que está fuera del texto. Es decir, se presenta como una pretensión de verdad. No tenemos ninguna

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referencia sobre el manuscrito de tal manera que nos permita o bien tomarlo como una fuente histórica o bien tomarlo como pura fantasía. No tenemos ninguna forma de control que impliquen otro discurso sobre eso. Así que restarían dos tipos de controles. Por un lado el control empírico y por otro lado un control sobre lo verosímil. El control empírico queda cancelado porque el texto hace referencia a una situación que pertenece a otro tiempo y que parece quedar sin una ubicación precisa. El control sobre lo verosímil parece, pues, el único posible. Bien, pero ese "parece" es una ilusión. Podríamos pensar que ese castillo que parece un mundo denota una experiencia "imposible". Podríamos entonces pensar que hemos encontrado una manera de atacar la narración como falsa en tanto inverosímil. Pero el texto mismo cancela esa posibilidad. Lo hace cuando dice: "Claro que allí no encontrarían nada, pues los castillos ya hacían tiempo que dejaron de serlo y los hombres de la tierra los consideraban montañas más que obras humanas." Con esas líneas la narración se pone a resguardo de toda crítica tanto empírica como respecto de su verosimilitud. Es que se afirma que algo ha cambiado en el mundo, y ha cambiado de tal manera que la experiencia de esos castillos que cuenta el manuscrito, es una experiencia "inconmensurable" con la experiencia de las montañas. Por lo tanto, al ubicar la narración a Jaime Chamanes en un espacio inverificable, lo que coloca inverificable, lo coloca en un espacio posible y por lo canto permanece la posibilidad de situarlo en un espacio disponible y por lo tanto permanece la posibilidad de situarlo como antecedente, como fundamente de la identidad de Jaime Laruda.

Ahora el problema de la identidad, que sigue siendo el eje del texto, alcanza otro nivel. Ya no se trata de un asunto individual sino de un problema respecto de la identidad colectiva, o de la identidad de un sujeto transindividual. El problema ahora es entender de qué manera puede vincularse la América del orden, (la de los gobernadores, la de Jaime Laruda), la América posterior a la América Mítica, la América sin historia, la América aniquilada (la de Jaime Chamanes). ¿Son ambas o permanecen como dos lugares irreconciliables, imposibles de vivenciar como una unidad? ¿Son suficientes los rasgos geográficos o topográficos para unir dos formas diferentes de vivenciar el mundo? ¿Los indígenas sometidos al orden de la dominación son representativos de aquella América donde eran libres? ¿La América compendiada por los relatos históricos no es acaso la América sometida al fórceps de una racionalidad que no la entiende? ¿La América real es la América histórica o la América que se ha silenciado y ha sido condenada al terreno de lo mítico, de lo imposible? La América mítica corresponde a una estructura del mundo totalmente diferente o es la resistencia imaginaria a la violencia (ejemplificada constantemente en la historia de Javier Chamanes) sufrida por la intromisión de otras pautas culturales? ¿Acaso el texto analizado no nos sugiere admitir que la identidad, que la construcción de la identidad -sea individual o colectiva, sea como identidad propia o como identidad asignada a otros- es un problema político, entendido lo político en el sentido laxo de designar un proyecto vital, una intención, una voluntad de ser y que por lo tanto en dicho terreno no existe ni objetividad ni inocencia?

 

JUAN CARLOS VALLEJO06 de diciembre de 2001

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5.- "GIO" DE RAUL V. G. (ESPAÑA).

Un drama pasional. Un hombre mantiene relaciones con una mujer, se enamora, ella lo engaña y él la mata disparándole seis balazos. Pero esta sencillez y transparencia se ve opacada por un pequeño detalle: la mujer es la Giocconda y pertenece tanto a la esfera de las obras de arte como al mundo de los humanos. Un dato adicional: excepto el narrador y el otro amante de la mujer-obra de arte, nadie sabe que ella también pertenecía al plano de los humanos. Por lo tanto lo que la gente puede ver es un hombre que ha dado seis balazos sobre un cuadro.

Comencemos por el final. Supongamos que vemos esa escena, casi enajenada, de un hombre observando girar el tambor de un revólver donde el percutor continúa golpeando sobre los casquillos vacíos. ¿Por qué un individuo dispara contra un cuadro? Sin duda no tenemos buenas razones que nos permitan explicar esa conducta. El cuento se inscribe en una larga tradición de cuentos donde se intenta explicar una acción que en principio es absurda, o por lo menos que lo es desde una perspectiva racional, y que necesita una explicación de otro orden , más "existencial". Pienso por ejemplo en Gilbert K. Chesterton, cultor de ese género de cuentos, donde se intentan dar las peculiares razones que tienen los humanos para realizar sus actos.

Sin duda el interés de la narración no está sólo en intentar esa conexión de sentido, sino en componer una razón fantástica, pero estrictamente lógica a partir de asumir algunos postulados. Es esa rigurosidad lo que le confiere no solo plausibilidad sino también fuerza explicativa. La trama compuesta se estructura sobre una cierta concepción del hecho estético. No quiero decir con esto que el cuento deba leerse como una metáfora de la relación entre el observador y la obra de arte. Eso sería perder todo lo jugoso de la literatura, que está precisamente en su literalidad. Pero sí quiero sugerir aquí que la literalidad de esta prosa se construye desde una cierta consideración sobre el hecho estético, y que me parece que hace más inteligible lo que ocurre en el cuento.

La tarea de observar, tratando de captar el sentido —un sentido profundo— en aquello que se observa es una tarea lenta, continua y que requiere paciencia. El escritor francés Gustave Flaubert decía que antes de escribir sobre algo primero había que observarlo durante mucho tiempo, porque de alguna manera se supone que uno no "ve" algo sino luego de tener un largo contacto con el objeto, hasta que por fin uno logra por fin conocerlo.

Por lo tanto conocer una obra de arte —ya sea por acceder a una intencionalidad no explícita o por acceder a un conjunto de interrelaciones simbólicas del que participa la obra en su totalidad así como sus diferentes componentes— es un proceso. Un proceso puede tener estadios diferenciados por sus descripciones, pero no hay un corte abrupto en los diversos momentos. Así es que el personaje duda de decir cuándo es que comenzó a amarla. No puede saberlo, porque de alguna manera no hay un momento sino una sumatoria de instancias que de pronto logran crear un estado cualitativamente nuevo. Así es como, de pronto, no sólo el narrador percibe que su estado emocional es de amor sino que el retrato de una mujer se ha convertido en mujer.

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Luego de mucho frecuentar la obra de arte el observador se encuentra con una situación diferente. La obra ha dejado de ser una superficie, ha dejado de ser algo inerte, ha dejado de ser un sentido previsible para tornarse ya en otra cosa puesto que su sentido ha cambiado radicalmente. Y eso supone dos cosas. Lo primero es un cambio en lo real. Lo segundo, íntimamente conectado con lo anterior, es un cambio en la relación con la verdad.

Lo real ha cambiado porque al tener un sentido nuevo de la obra, el personaje tiene también un sentido nuevo de sí mismo. La obra ha dejado de ser algo externo, una mera presencia más, para pasar a ser algo interno, una presencia relevante. De esta manera el acceso a un nivel nuevo de cosas supone cambios en la vida del observador (aquí: cambio de horarios de trabajo, enamoramiento, relaciones carnales). Y el observador ya no puede ser el mismo porque ha descubierto un nuevo orden de verdades sobre la obra y sobre sí mismo. Es el momento en que el observador pasa a apropiarse de la obra, la hace suya por cuanto guarda con él una relación específica y única. El observador es alguien a quien la verdad le ha sido revelada.

Esto se sustenta en una visión ingenua de la observación. Esa visión ingenua supone que el sujeto puede acceder a la obra sin ninguna idea previa. De hecho el narrador sugiere haber dejado de lado, no prestar atención, a los artículos y opiniones que se hicieron sobre la obra. Y esto es ingenuo porque es imposible. Siempre que observamos, lo hacemos desde algún lugar. Y aquí el lenguaje espacial es una metáfora de las relaciones simbólicas. Cuando manejamos el lenguaje, manejamos algo que nos viene dado, y que en cuanto tal es el lenguaje del otro. Pero no tenemos palabras sueltas, tenemos universos de sentido. Por lo tanto lo que significa realidad, obra, arte, amor, etc., son cosas que ya se encuentran más o menos especificadas y sobre las cuales ya tenemos una idea. Así como participamos de un cierto imaginario respecto de qué significa la Giocconda y las posibles relaciones de Da Vinci con ella. Algún tipo de representación tenemos. Y si no de la obra concreta sí de posibles vinculaciones entre pintor y modelo. Es precisamente esa idea del sujeto como aséptico ideológicamente lo que permite que en él se refuerce la idea de que no ha puesto ningún significado en lo que observa, sino que accede a algo que pertenece a la obra misma, algo que es una verdad.

Antes de proseguir me gustaría observar que esa relación con la obra que permite conocer su sentido y que permite conocerla, conocer su "verdad" no significa quitarle todo misterio. Simplemente permite vivir ese misterio desde otro lugar, desde el lugar en el cual el observador se ve involucrado por el contenido de la obra. (La conversión de una pintura en cuerpo humano no deja de ser ni misteriosa ni fantástica, y ahora sin preguntar por eso, asumiéndolo, se vive una relación de unidad —en tanto pertenecen a la misma especie— entre el narrador y esa mujer).

Ahora bien, si observamos la manera en que el narrador se acerca a la obra de arte, veremos que el sujeto parece vacío de contenido. Por un lado porque no pone nada de sí en la lectura de la obra y por otro porque la obra está libre para expresar su verdadero sentido. De esta manera el espacio del sentido queda completado por la obra, el sujeto sólo descubre. Este estar vacío de contenido ante la obra supone que el sentido de la obra ingresa enteramente a su vida, a su propio sentido. De allí que el sujeto crea tener una relación única y específica con la obra. Sin embargo ese "estar vacío de contenido" frente a la obra convierte al sujeto,

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al observador, en una variable. Por ello la relación de preferencia en la relación observador-obra queda mostrada como una ilusión. Lo descubre cuando se da cuenta que la obra tiene además otro amante, que ella se entrega en su plenitud y en su verdad a la experiencia de otro.

Esto es lo que el narrador experimenta cuando ve que su amada mantiene relaciones con otro sujeto. Y aquí lo único importante es la relación de la obra con el mundo y del narrador con la obra. El otro, en verdad, no tiene lugar. Y no lo tiene porque en esa teoría ingenua del acercamiento a la obra, es un ser vacío de contenido. No es propiamente otro, sino más bien la puesta en evidencia de la innecesariedad de un sujeto indeterminado frente a un objeto poseedor de un sentido pleno y que puede concebirse como independiente de todo observador. (Por eso el narrador no siente animadversión contra ese otro con el cual ella lo engaña). Es decir, en la visión ingenua que ya he comentado la obra no necesita de los observadores para tener un significado, es que allí la verdad es parte del mundo y no sólo de los lenguajes. Y por tanto la obra, portadora de su significado, independiente del mundo, se entrega a todos por igual, porque esa es su verdad. No tiene nada que ocultar ni nada que pedir, pues no necesita al sujeto para tener su significado. (eso es lo que es vivido como una traición de parte de ella).

En la relación que mantienen aquí sujeto y objeto, no hay posibilidad de resignificar al objeto pues este posee un significado propio. Así que la única manera de quitar la obra de su vida es destruirla. Ese es el único modo de sacarla del mundo. No tiene otra manera de hacer que lo que era suyo ya no sea de nadie más. No concibe otro camino de recuperar su identidad y su particularidad. De alguna manera, el sujeto alienado en su amada (en la obra) sólo puede volverse un ser único en la medida en que pueda guardar con la obra una relación que nadie más pueda tener. Por eso la destruye. Quizá también por eso alguien alguna vez prendiera fuego la Biblioteca de Alejandría: porque bajo esa visión las ideas están vivas como si fueran una cosa, el sentido de las obras no se puede erradicar, a menos claro que no exista la obra y ya no haya sentido que transmitir.

 

JUAN CARLOS VALLEJO21 de noviembre de 2001

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4.- "EL ALBAÑILITO RODRÍGUEZ" DE GUSTAVO MASSO (MÉXICO).

Todos los grupos tienen sus hijos dilectos, gente que es colocada fuera del tiempo y el espacio, encarnando los valores más notables por los cuales esa colectividad se reconoce a sí misma. Son como estrellas por las que se guían los navegantes de ese grupo para llegar a donde creen debería estar la meta del colectivo, la tierra prometida. Los filósofos, los médicos, los políticos, las feministas, y todos los etcéteras que se pueda concebir, tienen su santoral propio. El barrio que se describe en este cuento tiene su iconografía particular y allí Albañilito Rodríguez, el personaje en torno al cual se construye el relato, tiene un lugar destacado.

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¿Pero quién es ese Albañilito Rodríguez? Quizá no fuera desmedido suponer que hay dos Albañilito Rodríguez. Uno es ése al que el barrio agasaja con una fiesta, con un banquete. El otro es aquél que se retira de la fiesta. El punto de inflexión, el punto en el que los dos se encuentran o, mejor dicho, el punto en el que los dos se separan es un puntapié en los testículos. Ese es el momento en que el Albañilito Rodríguez de carne y hueso deja en claro toda la infinita distancia que lo separa de ese otro Albañilito González que el barrio construyó como un signo imperecedero.

El barrio se prepara, se engalana y se emperifolla, para recibir no sólo a un boxeador importante, sino a un campeón de boxeo y que obtuvo su corona derrotando a un gringo y en los ángeles. En el imaginario machista mexicano pocas cosas pueden resultar tan estupendas para un boxeador. Y la pelea no duró ni tres raunds. Es que ese macho peleador es más macho y peleador que cualquier gringo macho y peleador. El campeón de los minimoscas Albalñilito Rodríguez representa la victoria del espíritu pendenciero de los gurises del barrio. No es poco razonable suponer que los muchachos de ese barrio lo admiran y lo envidian, porque desearían ser él. Desearían tener un espacio donde legitimar la violencia y lograr que además los aplaudan y volverse millonarios gracias a eso. Por si fuera poco el personaje idolatrado es un buen cantante de canciones populares, para gloria y enaltecimiento del nexo entre ese sujeto que ya forma parte de la historia y un barrio seguramente pobre y marginado, que seguramente no forma parte de la gran historia sino apenas de la sobrevivencia.

Hasta allí el ídolo. Hasta allí el hombre de carne y hueso haciéndose cargo del imaginario colectivo. La distancia entre el Albañilito Rodríguez hombre y ese otro Albañilito Rodríguez del imaginario colectivo es la distancia que va de lo mortal a lo inmortal. Y lo mortal está en medio de la mundanidad. Eso es lo que comienza a quedar en claro cuando el boxeador idolatrado se deja llevar por el deseo. Allí están las niñas, las tentadoras féminas que seguramente se vieron obligadas a desarrollarse antes de tiempo y a parecer mujeres fatales antes de siquiera poder ser mujeres. Y el ídolo se convierte en hombre, en carne, en un cuerpo que desea otro cuerpo. Pero comete la torpeza de desear un cuerpo que tenía dueño. Y así la escena del baile, esa no devolución de la muchacha al que la comunidad reconoce como su legítimo dueño, se convierte en un rapto.

En otro mundo ese gesto, o un gesto muy cercano, dio lugar a la guerra de Troya. En un barrio perdido de México —como podría haber ocurrido en un barrio perdido de cualquier lugar carnal del planeta— eso dio lugar a una pelea cuerpo a cuerpo y sin ninguna de las dilaciones homéricas. Y el barrio asistió gustoso, como gustosa parece haber asistido la Helena en cuestión. El barrio, porque no siempre se ve la obra de un Dios en vivo y en directo, y más cuando eso seguramente implicará la trituración del oponente. La muchacha, porque no todos los días dos hombres se pelean así por una mujer, y mucho menos se pelean por ella alguien de la talla del gran campeón.

Y de pronto lo inminente dejó de tener lugar y el campeón de carne y hueso no pudo hacerse cargo del imaginario colectivo, dejó de hacer pie en la expectativa ajena. Naufragó. Para el barrio él encarnaba esa violencia propia de los muchachos del lugar, había llevado esa violencia a un status de omnipotencia vital y estética, transformando la furia simple y llana en un jugueteo sobre el ring. Y de repente él se vio enfrentado a darse cuenta que toda

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su victoria en el pugilato lo había alejado de aquella fuerza que teóricamente él representaba. Sus pies se habían adaptado a otro terreno. Su pelea tenía una estrategia diferente a la que debió tener en esa oportunidad.

El perro que se entromete en la pelea, que nos recuerda que se trata de una pelea callejera, es el símbolo de su derrota. Porque el campeón no sabe cómo lidiar con eso. Está en un territorio que ya ha dejado de ser el suyo. De alguna manera, él mismo dejó de ser quien era antes de esa pelea. Y entonces todo termina, sin pena ni gloria. La fiesta dedicada al héroe termina no bien se constata que el héroe no está allí, que permanece en el imaginario. El campeón se retira, con la esperanza de algún día ser invitado nuevamente. No se sabe si eso es la pretensión de que se lo reconozca tal y como es, libre de la carga de la mirada ajena; o si es la pretensión de en algún momento poder hacer coincidir símbolo con sujeto, sin darse cuenta de lo desmedido del ser humano real y concreto de asemejarse a lo que ya no es un sujeto, ni es real ni concreto.

 

JUAN CARLOS VALLEJO17 de noviembre de 2001

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3.- "EL POBRE MILLONARIO" DE RUBÉN LÓPEZ (COLOMBIA).

El cuento aparentemente es sencillo. Un hombre encuentra un tesoro que lo hace millonario, sin embargo decide llevar una vida de mendigo. Otro hombre, sospechando de algunas actitudes del personaje, trata de sacar verdades diciendo mentiras para quedarse con el tesoro oculto. Diáfano y transparente, tanto como el lenguaje empleado por el autor, que decide no centrarse en la construcción de imágenes elaboradas y poner todo el peso del relato en la información, en la claridad.

Este texto extrae su verosimilitud de algunos contenidos que forman parte de nuestro imaginario. Mal que bien parece formar parte de nuestra cultura la existencia de mendigos que no son pobres sino que, por el contrario, son inmensamente ricos pero deciden no hacer uso de esa riqueza pues están interesados en el acopio. Son, en definitiva, coleccionistas de dinero como otros coleccionan estampillas postales. Se trata de una obsesión por acumular. La existencia de algún caso puntual al respecto, suele generalizarse, hacerse parte del colectivo. Las razones de tomar la parte por el todo en este caso pueden ser variadas: autodefensa para evitarnos el dolor ante un mendigo; autoexcusa para no darle nuestro dinero a alguien que no sólo es rico sino que además se vuelve un sujeto inmoral en tanto usa el engaño como forma de vinculación con el otro; etc., etc., etc. No me parece importante ahondar en este punto. Sólo señalar cómo el cuento saca su verosimilitud de una larga historia del mendigo visto como un bribón. Una historia donde el clásico "El lazarillo de Tormes" se convierte en una referencia ineludible para entender ese imaginario.

Pero es precisamente eso lo que hace que la historia cobre complejidad. ¿Cómo definir lo que somos? ¿Se puede decir que hay algo que en verdad somos? Y si lo hubiera ¿eso es una

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definición estable, permanente, o involucra una pluralidad de notas características que ponemos en escena alternativamente? ¿Son los roles lo que nos definen?

El mendigo Asepio es poseedor de una ambigüedad que permite cuestionarnos sobre la manera en que visualizamos al otro, en que convertimos al otro en un sujeto, en que nos autorepresentamos como una cosa determinada. ¿Debe decirse que el personaje es un mendigo o que era un pobre? Es que pareciera que la mendicidad refiere a una pauta de comportamiento en tanto la pobreza refiere a una situación en la cual el sujeto ocupa ciertos lugares en la medición de ciertas variables. De esta manera la mendicidad puede estar asociada estadísticamente a la pobreza, pero no necesariamente. Sin embargo uno espera que si alguien tiene dinero no se comporte como un mendigo. ¿Por qué? Separadamente de este caso en particular, ¿cuáles son las razones que nos legitiman a reclamar -obligar- que los demás se comporten de determinada manera sólo porque habitualmente eso ocurre? ¿Cuándo encasillamos de esa manera a un sujeto, no estamos atentando contra su posibilidad de autodeterminarse como sujeto?

Pero planteado así pareciera que el sujeto se autodetermina en la más absoluta y completa soledad. Casi como aquel experimento mental de Descartes de suponer que uno flota en el vacío (idea que tomó casi literalmente del filósofo árabe Avicena). ¿Pero acaso no somos lo que representamos, es decir lo que ponemos en escena? ¿Eso no debiera implicar que la representación ocurre en un espacio donde existe la posibilidad de que se sitúe al menos un espectador diferente de nosotros? De alguna manera, reconocemos que somos lo que causa un cierto efecto en el mundo. Si en este momento alguien dijera que es un astronauta y prosigue una vida donde haber dicho eso no tiene ningún efecto, ni siquiera sobre pequeños gestos, ¿diríamos que ese alguien es un astronauta, tan siquiera para él? Tratamos al mendigo como millonario pero no porque se nos ha dicho que hace acopio de dinero sino porque en su vida hay actos que lo ligan con la riqueza material. Son esos actos los que llevan a que alguien sospeche que aparenta ser mendigo para ocultar otra cosa.

Muchas veces ocultar nos une tanto con eso que queremos ocultar como cuando nos esforzamos en mostrar a todos que somos tal o cual cosa. Mantener oculto implica un esfuerzo psicológico enorme. De allí que cuando al personaje se le dice una mentira sobre un robo, él se delata a sí mismo, se pone en evidencia. El esfuerzo por reprimir algo que forma parte de nuestro deseo se vuelve demasiado costoso psicológicamente y siempre hay un rastro, un síntoma de ese ocultamiento. Siempre hay algún rastro de eso que somos -en tanto no podemos dejar de vivirlo- y de lo que pretendemos ocultar, quitar de la mirada.

Por otra parte pareciera que lo que nos hace pasible de un juicio ético no es sólo lo que hacemos con nosotros sino lo que hacemos con los otros al representarnos a nosotros mismos. Tal vez por eso lo que pueda molestar no es si el personaje decide ser un mendigo teniendo la riqueza suficiente para dejar de hacerlo. En última instancia lo que parece operar allí es una discrepancia entre lo que haríamos nosotros en esa situación y lo que hizo él. Lo que parece molestar es la pobreza a la que Asepio continúa sometiendo a su mujer, sin ninguna necesidad.

 

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JUAN CARLOS VALLEJO14 de noviembre de 2001

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  2.- "LA COHERENCIA NECESARIA" DE GUILLERMO PARODI (ARGENTINA).

La literatura política es, junto con la literatura amorosa, uno de los géneros más difíciles de cultivar. En la literatura amorosa, sea sentimental o erótica, el que escribe siempre está al borde de caer en la cursilería y el mal gusto. En la literatura política el que escribe siempre tiene como límite muy cercano el panfleto. Pocos han sido los que no han sucumbido a la tentación panfletaria. Sí lo supo lograr un poeta como Julio Huasi. No siempre lo logró Roque Dalton o el benemérito de don Pablo Neruda.

La mayoría de los que han escrito literatura política olvidan que no están escribiendo una columna en un diario, o haciendo una arenga en una plaza pública o dando cátedra en una clase. La mayoría de los que han escrito literatura política han olvidado que, ante todo, tienen el compromiso de hacer literatura, de usar el lenguaje de esa manera plástica, sugestiva, creadora.

Esta obra, que pertenece al género teatral tiene una trama muy sencilla : un sujeto humilde llamado Joaquín se entrevista con el Presidente su país, un país cualquiera de latinoamérica y le solicita coherencia. La coherencia consiste en vivir probremente si se es representante de un país pobre y en mantener una política transparente y honesta en lo económico. De esta manera el ejemplo de los gobernantes se traslada al pueblo y la sociedad se vuelve más justa y humanizada.

La obra podría situarse dentro de las obras utópicas, y como tal hace gala de una inocencia que se puede encontrar en las obras de Tomás Moro o de Campanella, con la salvedad de que estos autores hablaban de reinos lejanos, desconocidos, de lugares que no existían. En cambio aquí se trata de presentar un futuro posible, una práctica social que desemboque en un mundo diferente. La inocencia con la cual eso es planteado hace inviable la propuesta, como imposible era instaurar en un país medieval las tierras utópicas de Moro y Campanella. ¿Es esa inocencia un detrimento de la literatura utópica? Si se la mira como proyecto político, por supuesto que sí. ¿Significa esto que debe desatenderse la literatura utópica? No, porque puede verse como un test de distancia entre la realidad y las necesidades insatisfechas. Las utopías medievales, o cualquier otra, no sólo marcan un territorio de ensueño, sino que dejan a la vista la distancia que hay entre ese sueño y la realidad, sirven para ver qué es lo que le falta al mundo para ser un buen lugar.

El texto de Parodi permite visualizar algunos aspectos problemáticos de la política en los países de Latinoamérica: la falta de un discurso coherente y que despierte confianza en los ciudadanos; la falta de representación política de los sectores más pobres, que no aparecen en el discurso del poder; la ausencia de políticos que sean referentes morales de la sociedad; los excesos de credulidad en los discursos de los tecnócratas. También pueden leerse en la obra los peligros gatopardísticos de un populismo que use el discurso de las masas de necesitados, pero que quede sólo en lo superficial. Hay en este texto la confianza excesiva de que basta que los políticos cambien para que toda la sociedad se vuelva honesta y la confianza, también, en que la sociedad civil se comporta como un mero reflejo de la sociedad política. Una confianza débil de fundamentar. Una confianza que pone demasiado peso en la clase política. Una confianza que piensa que el ser humano es más parecido a lo que cuenta Rousseau en el "Emilio" que a lo que cuenta Locke en el "Leviatán". Sea como sea prosigue una larga serie de reflexiones sobre el contractualismo político y los sistemas representativos. Olvida, tal vez, consideraciones como las que Foucault y Derridá realizan acerca del sistema

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de representación y de generación de sujetos de la racionalidad occidental. En todo caso, tal vez esté bien ese olvido pues entonces sería oponer una nueva utopía a la que este texto propone. Y un escritor siempre tiene derecho, como toda persona, a proponer lo que quiera. Así como todo lector tiene derecho, como cualquier persona, a realizar las consideraciones que le parezcan pertinentes.

Este texto fue la primera obra teatral editada en estas páginas, y ha permitido que otros autores se vieran motivados a presentar otras obras teatrales y ha obligado a nuestro webmaster a abrir el acceso a un género que no era la prosa. Puede que alguno de vosotros considere que este texto de Parodi no debiera figurar en un sitio dedicado a la literatura de ficción. Creo que tal consideración sería un error. La literatura utópica es un género tan inmerso en la ficción como los mejores cuentos de Poe. Acaso lo que varíe sea la intención de moraleja o los contenidos que siguen perturbando al lector después de haber leído. Algunos escriben sobre monstruos para alertarnos de lo monstruosa que pudiera resultar la cotidianeidad a la que podríamos vernos enfrentados de un momento a otro, hay quienes escriben sobre lugares maravillosos para que se pueda percibir más nítidamente el aspecto monstruoso de la realidad con la que debemos enfrentarnos todos los días. Todo eso tal vez hable de la multiplicidad humana, pero no conforma ningún criterio para dividir aguas, ni literaturas.

 

JUAN CARLOS VALLEJO14 de noviembre de 2001

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"EL AMANTE" DE GONZALO HERNÁNDEZ SANJORGE; DE AMOR Y LOCURA.

Este brevísimo cuento es sencillamente precioso. Confirma todo lo dicho con anterioridad sobre el autor, y más. La pasión, los sueños y la soledad están magistralmente plasmados en sus líneas, el estilo romántico hace penetrar con sutileza en el pellejo de su protagonista, hace reflejarse en él, sentirse identificado en su regocijo y en su locura de amor, sentirse parte y partícipe de su romance. La narración es redonda, es el cuento más preciso que se haya publicado hasta el momento aquí, es destacable que en tan pocas palabras se pudo trasmitir tanto, los sentimientos describen por si solo todo lo demás, se puede imaginar, experimentar, el estado del alma del personaje, sus pensamientos y sus anhelos, la trayectoria de los acontecimientos, y el lugar donde suceden, que a pesar del feliz afair, a uno se le antoja obscuro. Más no podemos decir, sería anticipar el final de la historia, el que es inesperado y potente a la vez, y hace que la narración tome ribetes kafkianos. Es innegable la calidad de El Amante, el cual recomendamos a viva voz sin ninguna posibilidad de equivocación.

24 de agosto de 2001

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"RÓMPEME, MÁTAME" DE ANDRÉS MORENO GALINDO; TE AMARÉ HASTA LA MUERTE.

Un cuento excelente, relatado con una pasión desbordante, el monólogo de la protagonista, pensamientos, palabras, gritos -el lector es libre de elegirlo- agarran desde un principio, la angustia de una pesadilla eterna, un personaje atrapado por la costumbre, y torturado, ya no por golpes, sino por la monotonía y el tedio de su existencia. Una condena sin final, necesaria tal vez para su subsistencia. Lo mejor de este relato, y hay que recalcarlo con mayúsculas, es su magnífica redacción, golpea con fuerza a la primera palabra, y no suelta su vértiginoso viaje hasta la última, que con un garrotazo fuerte y certero, despierta al lector con espanto, con una figura terrible que es imposible no imaginar, mérito del clima desarrollado. Cómo el título de la obra, uno parece flotar en los sones de una canción, una canción violenta y punzante, un poema de Poe en continuo ascenso, de odio y miedo, de venganza, una historia de sangre acontecida en el seno de un hogar cualquiera, en el seno de la unión de los hombres ante Dios, el matrimonio a veces sobrepasa la muerte, y precisamente el amor no es la razón de que ocurra. Como referencia, este cuento nos hace rememorar el espléndido relato "Inercia" del mismo autor, que aunque muy diferente, trata sobre la inevitable fuerza de la costumbre marital.

24 de agosto de 2001

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"EL OLVIDO" DE GONZALO HERNÁNDEZ SANJORGE; VIVIR CONDENADO A PERDERLO TODO

El siglo XIX y el imperio romano otra vez presentes en estas páginas. El Olvido fusiona los dos tiempos con cohesión, y nos entrega un mensaje adicional, un mensaje sobre la vida y la muerte, y que es tarea del lector descubrir al final de la obra. Olvidar es una forma de morir, es una muerte en vida, que anuncia de alguna forma la otra, la que nuestro género consciente tanto teme... se desprende del texto.El Olvido, a pesar de ser un relato bastante breve para una idea algo más vasta, transmite la historia de forma perfecta, en sus frases y oraciones hay substancia, en cada una de ellas existe un aporte concreto al desarrollo del argumento, además de estar construidas con precisión y belleza. La lectura es entretenida, curiosa -excita la curiosidad- y también evocadora. El estilo narrativo, de tono romántico y directo, flota por las letras y la acción sin ninguna dificultad, sin soltar jamás el hilo conductor. Aunque el relato se ahorra algunas descripciones, deja entrever -como dice el protagonista del cuento- y provoca muy bien la fantasía de transportarnos a los lugares, estos, una biblioteca, un sótano y un barco, todos ambientes húmedos y oscuros, congruentes con la sensibilidad de las dos figuras principales, formando el clima ideal. Uno de los pocos detalles de El Olvido, es la escasa descripción de los personajes, el lector desearía poder conocerlos un poco más, tener una referencia para imaginarlos físicamente, por lo mismo, el ritmo narrativo se precipita en un par de pasajes del texto -especialmente en la historia que cuenta Publio Marcio-, quizás, estos pequeños saltos se deban a la ansiedad del autor por terminar su obra.El Olvido es un cuento atrapante, reflexivo,

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totalmente recomendable, de lenguaje abundante y ameno, se palpa una destreza innata para transmitir las ideas y los sentimientos, lo que augura muchos más momentos de deliciosa lectura. Hay que esperar al autor, darle el tiempo necesario para que perfeccione su arte en su máxima expresión. Sin lugar a dudas, va por buen camino.

12 de agosto de 2001

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"INOCENTE" DE ALEJANDRO MÁRMOL; EL PESO DE LA CONSCIENCIA

Inocente trata con destreza sobre el terrible sentimiento de culpa de una mujer, ante la muerte de su padre. Para ello el autor sumerge a los personajes en un mundo decadente y melancólico, sin luz, muy bien logrado, el ambiente lo llena con un sentimiento de arrepentimiento y pesimismo, no sólo de la protagonista, sino que general, la humanidad también lleva a sus espaldas los remordimientos de su actuar despreocupado. El hilo de la historia es fácilmente asimilado a consecuencia del buen trato del autor, que lo salpica de símbolos sin que ello distraiga ni entorpezca la lectura. El tema central del relato no es nuevo, pero no necesariamente quiere decir que no sea original, ya que las culpas en las relaciones padre-hijo nacieron con el hombre, y aquí están tratados de una forma distinta y atractiva. Cabe destacar el rico vocabulario utilizado, diverso y exacto, y los diálogos fluidos y líricamente certeros. La sensación onírica que se relata, que cuenta una historia del pasado, donde el lector puede encontrar algunas explicaciones a los acontecimientos presentes, es el toque preciso que le da al cuento el perfecto complemento a los símbolos planteados a lo largo de todo el desarrollo, incluso, el título del cuento es un símbolo paradojal. Inocente, es en resumen un relato que se queda en la retina y que no se olvidará en mucho tiempo.

05 de agosto de 2001

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"EL ÁNFORA" DE ANDRÉS MORENO GALINDO; VIAJE A TRAVÉS DEL TIEMPO.

Excelentemente bien redactado, posee agilidad y redondez, no deja cabos sueltos, historia bien construida que refleja el conocimiento que tiene el autor de escritores como Conan Doyle y algunos pasajes de Lovecraft. El argumento es algo predecible, aunque esto no le resta interés, el que surge desde el inicio. Maneja muy bien el tono de misterio y lo resuelve con mucha facilidad, se siente la búsqueda palpable de un estilo propio, que, en caso de seguir escribiendo, poco a poco se irá desarrollando.El Ánfora posee los ingredientes perfectos del buen thriller y del cuento de misterio, tiene

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algo de gótico, en el sentido que este estilo tiene para la literatura. La historia dentro de la historia, la conversación de los personajes centrales, nos lleva a otra historia, otro tiempo-espacio narrativos, lo que la enriquece, ya que el autor posee las referencias históricas necesarias y las enlaza excelentemente bien con el suceso actual.Cabe destacar que, el narrador comete algunos errores técnicos muy comunes y recurrentes, pero de fácil corrección. Cae con frecuencia en el uso de sangría después de un guión al inicio de los diálogos. Este procedimiento es incorrecto, debe ir el texto en absoluto pegado al guión. Sólo como dato informativo, indico cómo se obtiene el guión largo en un ordenador: control+alt+signo menos. También debe suprimir el uso de punto y seguido y punto y aparte después de los cierres de signo de interrogación y de exclamación, se entiende el punto ya incluido. Estos son sólo detalles que en ningún caso empañan el resultado narrativo, pero merecen ser revisados.Para terminar, en mi opinión, El Ánfora es un anticipo de un mundo que se desarrolla en la mente de su autor, rico, versátil y que promete llevarnos a todo un universo de personajes misteriosos en un futuro cercano.

10 de julio de 2001

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