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Esto es más que un escrito, un libro, una novela; es el homenaje a un hombre que se caracterizó por su entrega a los demás y que para sus hijos significó un amigo, un confidente, pero sobre todas las cosas, un magnífico padre. A mis 50 años no había sufrido la muerte en primera persona, cuando ésta me arrebató a mi padre, me arrojó a un abismo, del que pude rehacerme escalando página a página en sus recuerdos.
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Guillermo García Castillo
veinte horas con
MANOLO
VEINTE HORAS CON MANOLO
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Veinte horas con MANOLO
Por: Guillermo García Castillo
Los hechos que a continuación se narran, nombres y fechas, son producto de la memoria de mi
padre, los que se han podido contrastar fueron corregidos; el resto, la mayoría, forma parte de su
recuerdo. Por mi parte, he intentado ser fiel a los hechos, si por acción u omisión, he faltado a
alguien –nada más lejos de mi intención– pido disculpas. La primera motivación que me ha llevado
a la escritura de este relato., es la de tributar un homenaje a mi padre y que este pequeño libro me
sirviera, como ha sido, de válvula de escape para superar su muerte. No se han incluido apellidos de
conocidos, amigos y algunos familiares, para preservar su intimidad.
© Guillermo García Castillo
I.S.B.N.: 978-84-15344-54-4
Depósito Legal: V-3820-2011
Edita:
Impreso en España
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.
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AGRADECIMIENTO
A Inma, a Yolanda y Carlos, a Miguel y Carmen, por ser más que
amigos…, más que familia. A la familia, por serlo. A Fran por portase
como un hijo. A Luis y Natalia por lo sufrido. A Esperanza, por aguantar
las neuras de esta familia. A Maruchi, Julián y Nieves por prestarme sus
recuerdos. A mi esposa por apoyarme siempre en todo. Al personal sanitario del ala 4300, por el formidable trato humano y el cariño
dispensado a mí padre durante su estancia en el Hospital Costa del Sol"
DEDICATORIA
A mi hijo Darío, para que esto que escribo, sirva para que existan en su
historia las menos lagunas posibles.
Gracias por hacerme tan fácil, la siempre incierta tarea de ser padre.
VEINTE HORAS CON MANOLO
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PRÓLOGO
Manuel García Rodríguez, vino al mundo en Tetuán un día entre
mayo y junio o julio del año 1926, la fecha exacta no se sabe ya que su
padre al igual que la mayoría de los varones de esta familia,
sobrellevan un “maleficio” que se presenta bajo dos síndromes, el
primero y más común, lo podríamos denominar: “mañana lo hago”, el
segundo recubre al sujeto de una pátina que se parece mucho a
“despiste”. Su padre que tenía el encargo de inscribirlo en el registro,
se le pasó el plazo para hacerlo y terminó por registrarlo en la fecha
que pudo. Al respecto diremos que durante su vida, Manuel cambió en
varias ocasiones su fecha de cumpleaños –según su DNI, la fecha de
nacimiento es el 25 de junio–.
Su padre se llamaba José García Madrid (1887-‐1947) natural de
Ronda, Málaga, y su madre Purificación Rodríguez Moreno (1892-‐
1986) nacida en La Línea de la Concepción, Cádiz. Los padres de
Manolo se conocieron y se casaron en Ceuta, después se
desplazaron a Tetuán –capital del protectorado español en Marruecos
entre 1913 y 1956– como colonos, sobre el año 1923, en busca de
fortuna; tuvieron tres hijos, el mencionado Manolo –que fue el tercero
en nacer–, Antonia (1918 Ceuta -‐1998 Sevilla) y Matilde (1921 Ceuta -‐
2010 Sevilla).
Manolo vivió una infancia dura, apenas fue a la escuela, ya que
empezó a trabajar con diez años, se fue tarde de casa y se casó mayor
para la época –35 años–, con María Dolores Castillo Juárez (1937-‐
Tetuán) que era 11 años menor que él, tuvieron 3 hijos: a mí –el que os
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novela esta historia Guillermo (Tetuán 1961), a Luis (San Pedro de
Alcántara 1963 ) y a Natalia (Málaga 1974).
En enero del año 1963, Manuel y su prole –mujer, un hijo, suegra
y Fia, una perra con ascendencia loba–, abandonan Tetuán, como han
hecho y harían en los siguientes años miles de compatriotas, tras la
pérdida del Protectorado. Se instalan en la localidad Costasoleña de
San Pedro de Alcántara en Málaga, donde nace su segundo hijo Luis.
Los albores son muy difíciles, la añoranza de la ciudad abandonada –a
tener en cuenta que en los mejores años del protectorado Tetuán tenía:
tres casinos, seis cines, dos teatros y seis cabarets. Encuentra pronto
trabajo y se dedica por completo a la familia y a sus tres aficiones
favoritas: la lectura, la pesca y la caza.
Manolo con Maruchi -‐como llamaba mí padre a su mujer-‐ junto
conmigo y mí hermano Luis, cambiamos varias veces de domicilio,
siempre de alquiler, de San Pedro de Alcántara a Fuengirola, tres veces
en Marbella: El Castillo, Plaza de Toros y Calle Málaga donde viene al
mundo la pequeña Natalia; en el año 74 mis padres adquieren un piso
en la populosa barriada de El Pilar en Marbella, lo que dota de
estabilidad a la familia.
En el año 1977, con 51 años tiene un accidente laboral, uno de
los varios que tuvo en su vida, pero el más importante y dañino;
fracturado de tres vértebras, permanece dos años postrado en la cama
y escayolado. Consigue la jubilación anticipada por la minusvalía que le
causa el siniestro; vende el piso que posee en Marbella y adquiere una
casita en el campo, cerca de Estepona. La vida en la naturaleza,
restituye a Manolo la felicidad, allí se consagra criando animales, con
ayuda de sus hijos construye una caballeriza y llegan a tener tres
caballos, también cría gallinas, conejos, una cabra y varios perros.
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Dedica mucho tiempo a cazar y en época de veda a la pesca. Los
espacios muertos, los emplea en ordenar la vida de los lugareños; estos
encuentran en mi padre: un electricista, un “manitas”, un compañero,
pero sobre todo, encuentran al Manolo que lo cuestiona todo e intenta
adaptar lo que le rodea a su comodidad.
Cuando cumple los 81 años Manuel decide –después de un
accidente con vuelco y alguna otra escaramuza con el coche–, que no
va a conducir más, estando tan distante de la ciudad y sin poder
desplazarse en coche, vende la casa y con su esposa, única “carga”
familiar que le queda, se van a vivir de alquiler a un piso en Estepona.
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Ésta es una batalla,
donde hay que intentar que no hayan mártires,
ni heridos,
tan sólo una víctima.
A SOLAS CON ÉL
Cuando entré en la habitación número 4302 del Hospital Costa
del Sol, mi padre dormitaba sobre la cama, eran las 17:10 del 8 de julio
de 2011 y era la primera vez que estaba a solas con él; normalmente
acompañaba a mi madre, a la que recogía en Estepona ciudad distante
a unos 25 kilómetros, para llevarla y ver como lo arropaba, le daba la
comida o lo recriminaba por no haber comido lo suficiente. Aquel día
me senté sobre el brazo del sillón, me apoyé con los codos en las
protecciones laterales de la cama y me quedé mirando su cara, era
como si lo viese por primera vez, su tez pálida, sus pómulos huesudos y
el pelo corto y cano, me presentaban un hombre casi consumido. Tan
sólo dos meses atrás Manuel García Rodríguez era otro hombre
totalmente distinto, su metro ochenta, su esbeltez, su pelo largo
recogido en una coleta, lo hacían parecer mucho más joven de los 85
años que entonces tenía.
Yo miraba a ese hombre esmirriado que dormía con la boca
entreabierta, obligándome a reconocer al Manolo de siempre; de
pronto abrió los ojos, en un gesto que había visto en personas
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borrachas o drogadas y recordé que entre su tratamiento recibía una
dosis de morfina, me miró con los párpados a medio abrir
reconociéndome y esbozando una sonrisa.
–¿Qué tal estás papá?
–Bien –me contesta manteniendo la sonrisa de satisfacción–.
Enseguida vuelve a cerrar los ojos. Yo no traigo un plan
predefinido, pero necesito saber su estado de consciencia y lucidez, por
ello decido motivarlo para que hable.
–¿Sabes que hoy durante el desayuno me encontré un hombre
que trabajaba para Parladé? –inventé –.
Mi padre abre los ojos completamente y me mira fijamente.
–¿Parladé?
–Sí papá, Don Jaime, el del coto en Al Cuz–Cuz.
Después de meditarlo unos segundos, descubre de lo que le
hablo y sus ojos se iluminan. –Claro…, yo estaba de encargado en la
finca y tenía una cuadrilla a mi cargo, nosotros le hicimos la
conducción del agua desde Benahavis hasta la finca. ¿Tú sabes lo que
es una válvula anti–ariete? –me pregunta–.
Aquella historia me la había contado docenas de veces y no
puedo por menos que sonreír para mis adentros, al descubrir cuán fácil
ha sido despertar su memoria.
–No, –le contesto–.
–Espera que te cuento, –los ojos bien abiertos sondean mi
disposición y parece como si hubiese descubierto mi estado de
curiosidad, se ayuda de los brazos y se acomoda con dificultad en el
respaldo de la cama, que se encuentra algo levantada–. Desde
Benahavis hasta el coto hay aproximadamente unos 5 kilómetros, todo
ello con sus correspondientes lomas y desniveles. Las tuberías que
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estábamos instalando eran de gran calibre, ¿te imaginas lo que hace
falta para abastecer toda la finca y las casas?, –yo asiento mostrando
total interés–. La cuestión es, que entre la cuadrilla había uno que se
las daba de entendido y cuando instalamos el primer tramo, éste que
me parece que se llamaba Pepe, empezó ha hacer una arqueta de obra
para instalar una válvula en una vaguada. Yo le dije: “¿tú crees que será
suficientemente fuerte el agarre de la arqueta?” –me mira, con cara de
enfado–. Aquello tenía una pendiente importante –me señala con el
brazo inclinado en unos 160º– y el tal Pepe me dice: “hombre claro,
que no es la primera que hago” –mi padre se encoge de hombros– “si
tú lo dices”, le dije yo –me guiña el ojo–, ¡sigue! –lo acompaña con un
gesto de la mano–. Cuando estaba terminada la arqueta, eso lleva una
plancha de hierro –me explica–, que cuando se corta la corriente, hace
que el agua que llega con gran potencia cuesta abajo, la retenga y no
llegue al motor destruyéndolo –yo continúo atento y asintiendo a cada
frase–. La cuestión es que arrancamos el motor y cuando llevaba unos
minutos, lo apagué, durante unos segundos no pasó nada, pero de
pronto –Manolo gesticula con las manos y se las lleva a los oídos–, un
ruido de agua en la tubería. Yo les grité: ¡retiraos!, ¡retiraos!. Salimos
todos corriendo y de pronto un estruendo. La arqueta hecha añicos
–mi padre pone cara de enfadado–, “conque no era la primera que
montabas” –ahora Manolo pone voz de asustado–, “¡joder, joder, qué
miedo!” –esta vez engrandecido y con la palma de la mano derecha
hacia arriba, acunándola sobre el regazo y con actitud amenazante–,
“¡una hostia te voy a dar inútil!”, “¡este motor te lo descuento del mes,
por listo”! –Vuelve la cara hacia mí y su gesto y voz en actitud de
profesor– esas cosas hay que hacerlas bien, se cava una buena zanja, se
le hace una buena base de hormigón, se ancla bien y no pasa nada. ¿Tú
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sabes la fuerza que tiene el agua cuando cae desde treinta metros de
altura?, ¡impresionante!.
Se mira las manos que tiene cruzadas sobre el regazo –no sé si
está reviviendo lo dicho o regresa a su convalecencia–. Decido
regresarlo al pasado.
–¿Te acuerdas del ciervo que había en el coto?
–¿El loco?
–Sí, ése –le digo apoyando la barbilla sobre los puños, en actitud
de atención–.
–Aquel bicho tenía una cabeza enorme y unos cuernos
grandiosos, estaba obsesionado con los coches y al que pillaba le
destrozaba la puerta del conductor. ¿Te acuerdas cómo estaba el Land
Rover del guarda?.
–Sí papá.
A mi padre le había oído contar aquella historia, cientos de veces,
con las mismas palabras, con las mismas preguntas, pero el hecho de
escucharle me hacía regresar al pasado, a reconocer en aquel frágil
cuerpo al hombre que aprovechando cualquier nueva visita, narraba
sus “batallitas”.
–Pues al ciervo me lo encontré varias veces en el centro de la
carretera, yo frenaba y él arañaba el suelo con las pezuñas, subía y
bajaba los cuernos y cuando se arrancaba hacia mi coche, yo aceleraba
fuerte derrapando hacia él. Entonces el ciervo –Manolo hace un gesto,
como una palmada, alargando su mano derecha hacia el frente,
acompañada de un silbido y con expresión de alegría–, ¡saltaba a la
cuneta!.
Queda callado mirando al frente, aún con la sonrisa en los labios.
No le interrumpo, sé que ahora sus recuerdos son gratos. Me siento
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bien, al contrario que estos últimos 10 días de inactiva espera –todo lo
más leer algún libro o periódico, mientras mi madre lo atendía–,
viéndolo sufrir, quejarse de la pierna, haciéndome gestos con la cabeza
cuando su mujer lo increpa o incomoda.
Diez días lleva Manolo “el Largo”, como lo conocían sus
compañeros de trabajo, postrado en una cama; antes de ello, un dolor
intermitente entre la pierna derecha y la espalda, le había ido
menguando sus facultades y capacidad de moverse. Cuando agudizaba
el dolor, una visita a urgencias, una inyección y de regreso a casa.
Diez, son los días en los que, tras una resonancia, le
diagnosticaron ganglios en los órganos vitales –seudónimo de cáncer–,
además de en los huesos y una lesión en la quinta vértebra –suponían
los doctores que producto de los ganglios– que le impedía andar.
–¿Y los faisanes, que cazábamos papa?.
Me mira por un instante, vuelve la cabeza de nuevo hacia el
frente y sonríe, de pronto cambia el gesto, se pone serio. –Tu madre no
sabía cocinarlos, al principio le salían duros. Tuve que comprar un
libro de cocina, ¿te acuerdas? –yo asiento con la cabeza– ¡qué buenos
salían con panceta y mostaza, al horno! –queda de nuevo pensativo–.
Yo recuerdo bien ese periodo, las anécdotas sobre cacerías eran
de las preferidas y más contadas por mi padre, además muchas de ellas
las había vivido en primera persona, por ello no me resulta difícil tirar
del hilo para que continúe con la narración, sólo tengo que
sentenciar: –¡Qué buena era la Tula! –la Tula era una perra mestiza,
blanca con un parche marrón sobre el ojo izquierdo, que mi padre
recogió cuando era una cría– sería sobre el año 1970, tenía algo de
podenco –según mi padre mezclada con zorro– , estoy casi seguro que
Maruchi no recibió al animal con excesiva alegría, pues conociendo
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como conozco a Manolo y su capacidad para eludir cualquier tarea
cotidiana, seguro que vio en ella un trabajo extra. Los hijos –por aquel
entonces mi hermano Luis y yo, mi hermana no nacería hasta algunos
años después–, por el contrario vimos en la perra un juguete, que
desde ese día y mientras fuimos niños, se convirtió en nuestra sombra,
salvo cuando íbamos al colegio, único lugar donde no nos acompañaba.
–¡Qué buena cazadora era la Tula! –con ánimo renovado, con la
expresión y el tono que adopta siempre cuando se dispone a contar
una de sus historias, mi padre continúa–, ¿te acuerdas el día que le
disparé al faisán y le di en el hombro, partiéndole el ala?, –ya no
necesito asentir ni hablar, mi padre está inmerso en la anécdota y no
necesita de estímulos–, la Tula se pasó más de media hora corriendo
detrás, hasta que lo alcanzó; nosotros la seguíamos en la distancia,
corriendo todo lo que podíamos y la Tula: jay, jay, –Manolo mueve las
manos, una detrás de otra en un gesto típico de persecución–, cuando
la alcanzamos, estaba reventadita. ¿Y la vez que enterró un faisán junto
al río?, la perra lo echó por alto, le disparé y con la inercia el pájaro
cayó al otro lado del río, no tardamos más de cinco minutos en cruzarlo
y cuando llegamos, no fuimos capaces de encontrarlo, ¡qué gamberra
era, cómo enterrara algo…! –me mira, con expresión de admiración–
removía con el hocico las hojas, las ramas y era imposible encontrarlo.
Todos los miembros de mi familia, además de amigos y allegados,
sabemos –incluso los que no conocieron a la Tula–, la debilidad y
admiración que mi padre procesaba por aquella perra, que permaneció
en casa hasta que Manolo tuvo que llevarla al veterinario, para
sacrificarla, motivado por una enfermedad quística en las mamas,
cuando ya pasaba de los catorce años de vida.
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Manolo queda absorto, mirando al infinito, mantiene una mueca
burlona, se toca la comisura de los labios con los dedos índice y pulgar,
es un tic, un gesto que le he visto hacer muy a menudo, cuando el
ambiente, el auditorio le son propicios. Sé que es mío, se ha tragado el
cebo y está a mi merced, no tengo necesidad de tensar el sedal, estoy
seguro de que la conexión es lo suficientemente fuerte, como para que
sólo tenga que esperar. Me relajo, no hago ningún gesto brusco, no
quiero sacarlo de su ensoñación; lo miro, está feliz. Sin darme apenas
cuenta y sin cerrar los ojos, aparece ante mí, vestido de cazador, con su
pantalón militar, su camisa de camuflaje, su canana, la escopeta al
ristre y su Tula, un par de metros delante de él, husmeando el
horizonte y abanicando constantemente el aire con su blanca cola.
En el mismo estado de éxtasis, Manolo cruza las manos sobre el
regazo y añade: –¡qué buena era para la pluma!, me acuerdo un día de
cacería, tú no estabas, eras muy pequeño, Moyano, el municipal, ¿te
acuerdas de Moyano? –le digo que sí con la cabeza–, él, dos
compañeros suyos y yo habíamos quedado un domingo para cazar,
sería las cinco de la mañana y estaba tomando café, ¿te acuerdas del
bar del Ingenio?.
Yo le contesto con una sonrisa burlona,–¿El de la bolsa de té?.
Me mira Manolo, los ojos le brillan y sentencia: –El hijo puta,
después de ésa no volví más por allí, –mi padre se refiere a una
anécdota que nos pasó en un bar del barrio del Ingenio en San Pedro
de Alcántara, sobre el año 1972, cuando antes de una cacería y no
encontrándose bien del estómago, mi padre pidió una manzanilla, los
otros tres cazadores pidieron café, todos estaban hablando y vi como el
camarero desenroscaba de un clavo, una bolsa de infusión, la colocaba
dentro de un vaso de agua caliente, la sacudía en el interior varias
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veces, para con mucho cuidado volver a enrollarla en el clavo. Todos se
tomaron su café y Manolo su manzanilla y todo hubiese quedado allí,
pero cuando nos habíamos marchado y tras unos kilómetros de
distancia, yo, un crío de doce años, narraba con extrañeza lo visto. Mi
padre empezó a maldecir al dueño del bar y solicitó insistente al
conductor que lo regresase al bar donde le haría comer la bolsa de
manzanilla, por suerte, el que conducía, apoyado por el resto, no
consintió en regresar y todo quedó en una anécdota.
Prosigue con su historia Manolo –estábamos tomando café –la
anécdota de la manzanilla fue posterior–, y Moyano se había comprado
tres perros de caza, que le habían costado un “pastón”, estaban dentro
de un remolque pequeño, de esos de dos ruedas, y no hacían más que
ladrar y moverse dentro del remolque. La Tula estaba sentada en el
asiento de mi coche mirando hacia el bar, desde la ventana se podían
ver los dos coches y el remolque, Moyano miraba de vez en cuando
para fuera y no hacía otra cosa que comentar lo buenos que eran sus
perros, y las buenas cacerías que hacían, de vez en cuando me
preguntaba por la Tula, si se le daba bien los conejos, si traía las piezas,
si hacía la muestra, yo le decía que no lo hacía mal y él volvía a contar
anécdotas de sus cacerías. El caso es que nos vamos todos en su coche,
yo sentado en el asiento del acompañante y la Tula a mis pies, durante
el camino los compañeros de Moyano empezaron a decir que la perra
parecía muy cobarde para ser cazadora, ya los tres empezaron a hacer
bromas con el animal, y yo… –mi padre gira la cabeza hacia mí y mueve
índice y pulgar ante la boca, en señal de silencio–. Cuando llegamos al
coto, un coto en las afueras de un pueblo serrano, en la provincia de
Málaga, no recuerdo si era Jubrique…, por allí. Salimos del coche, yo me
pongo en un lado y empiezo a montar la escopeta, la Tula a mi lado,
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esta gente abre el remolque y ¡fuuu! – mi padre gesticula con boca y
manos –, los perros salen disparados hacia el monte, con los cazadores
detrás, yo iba a unos quince metros más atrás, la Tula a mi derecha, no
habíamos andado más de cien metros y de pronto la perra pone las
orejas y el rabo tiesos, mirando hacia unos matorrales que había unos
tres metros al frente y a la derecha, le digo despacio a la perra: ¡vamos
Tula, vamos! –Manolo alza los brazos, como si llevara una escopeta –, la
perra empieza a andar muy despacio y agachada, casi tocando con la
barriga el suelo, cuando estaba a medio metro del matorral, la Tula
empieza a rodear el matorral y cuando estaba casi en la parte trasera,
salta sobre el rastrojo, el conejo me pasó por delante a menos de dos
metros –mi padre aún con las manos frente a su cara en actitud de
disparo–, ¡pum, pum! y muerto, la perra corre por la pieza y me la trae
a los pies, –Manolo estira el cuello y mirando al frente, mientras gira la
mano, se dirige a un grupo imaginario– ¿qué ha pasado? – se señala la
nariz con la punta del dedo índice y añade con sorna–, Moyano, cuando
quieras puedes tirar a los perros –se ríe, se tapa la cara con las manos,
gime de risa–, ¡el Moyano cogió un mosqueo!, pasó un perro por su
lado y le tiró una patada –me mira serio– , que si le agarra, ¡lo mata!.
Guarda silencio, y por su gesto y sonrisa sé que está reviviendo la
escena. Han pasado apenas dos minutos, él sigue en su mundo, cuando
la camarera hace su aparición con la bandeja de la cena. Lo lamento,
me hubiese gustado que permaneciese en ese estado unos minutos
más. Me acerco a la bandeja, cojo el ticket del menú y lo leo en voz alta:
–De primero, crema de verduras, de segundo, tortilla de verduras y
jamón y de postre, flan. Miro a mi padre, tiene los ojos cerrados, vuelvo
a mirar el papel con el menú, leo: Menú Diabético, justo al lado veo las
letras C y S, salgo al pasillo y hablo con la enfermera, para que me