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CUARENTA AÑOS HAN PASADO DESDE LA MUERTE DE ERNESTO CHE GUEVARA EN BOLIVIA

Y, TODAVÍA HOY, HAY VARIOS CABOS SUELTOS SOBRE LAS CIRCUNSTANCIAS DE SU FINAL.

UN REPORTERO BRASILERO SE PUSO EN LA TAREA DE DESCUBRIR QUÉ PASÓ DESPUÉS DEL

9 DE OCTUBRE 1967: VIAJÓ POR MEDIO MUNDO Y SE ENTREVISTÓ CON VARIOS DE LOS

IMPLICADOS. AL FINAL QUEDÓ ESTA FASCINANTE CRÓNICA SOBRE ESTOS HOMBRES

QUE QUEDARON ATRAPADOS EN EL MITO QUE AYUDARON A CREAR.

POR DOUGLAS DUARTE

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n 2004, yo y la documentalista colombiana Adriana Mariño empezamos a investigar la leyenda del Che. Lo encontramos santo en Bolivia, héroe en Cuba, villano en Esta-dos Unidos, tema de una ópera en Líbano o admirado por neonazis en Alemania.

Al mismo tiempo que nos topába-mos con esas interpretaciones persona-les del Che, prueba de su importancia histórica, me sentía cada vez más atraído por las pequeñas historias que rodearon su muerte. Uno de los mitos más grandes del siglo XX tuvo probablemente una de las muertes más raras.

¿Qué decir de sus manos, que siguie-ron caminando por el mundo como si estuvieran animadas por la inquietud del dueño? ¿Y del cadáver que seguía con los ojos a la enfermera que lo limpió y lo puso tranquilo y aseado en un pijama? ¿O de la supuesta maldición del Che, un rastro de sangre que tocó al menos a sie-te personas involucradas en la ejecución del argentino?

De todas esas historias, la más inte-resante para mí es, de lejos, la del sargen-to Mario Terán Salazar, que el día nueve de octubre de 1967 ejecutó al guerrillero. Él es de los pocos que puede aclarar quién ordenó, en última instancia, la muerte de Guevara, uno de los temas que obsesionan a sus biógrafos. Pero tam-bién, Terán es el ejemplo perfecto del hombre común y corriente que se queda atrapado sin saber cómo en las redes de la historia grande, como los otros hom-bres involucrados en la ejecución.

Y es de esos hombres de lo que se trata esta historia.

E l 8 de octubre de 1967, el ejército boliviano había por fin logrado acorralar al grupo guerrillero. Un

campesino de la región, Honorato Ro-jas, los había denunciado. Un destaca-mento entró disparando al refugio gue-rrillero, mientras otro se quedó en la salida superior, esperando a que esca-paran.

Fue un rudo enfrentamiento. Casi todos los guerrilleros murieron y mu-chos soldados también. Cuando el Che empezó a escalar un paredón para esca-par, junto al guerrillero boliviano Simón Cuba, tenía únicamente una mochila, un fusil con una bala y una pistola car-gada. Tan pronto despuntaron las ca-bezas de los dos guerrilleros, un grupo de soldados les ordenó parar. El Che ja-deaba por el asma. Decidió no usar el arma y se rindió como un soldado regu-lar, identificándose y añadiendo, según dicen muchos (aunque no sea posible corroborarlo) que “valía más vivo que muerto”.

Guevara caminó algunos kilómetros bajo guardia hasta el pueblito cercano de La Higuera y allí fue encarcelado en una escuela de paredes de adobe. Por la no-che, una docena militares se entrevista-ron con él buscando información. Hi-cieron incluso planes de cambiarlo por tractores y aviones con los americanos. Pero por la mañana llegaron las órdenes y no habría más discusión: el Che valía más muerto que vivo.

Fue así como el sargento Mario Te-rán Salazar se transformó en el verdugo del Che Guevara.

Nada de disparos en la frente: debe-ría dar la impresión de que había muer-to en combate, y era importante dejar intacto el rostro. Como no tenía un arma automática, Terán tomó prestado el fusil de repetición M–2 de uno de los suboficiales.

Aunque Guevara no fuese especial-mente alto —tenía un poco más de me-tro setenta— su aspecto insolente, el ceño fruncido y el vigor al ponerse de pie cuando Terán entró a la pequeña es-cuela asustaron al sargento. Terán dudó, regresó pasados algunos momentos (o

algunas cervezas, dicen unos), engatilló el arma y disparó una corta ráfaga. Ocho tiros. Tres traspasan los pulmones de Guevara. Tras chocar contra la pared, el Che se derrumbó en el piso. Tardó en morirse. Entonces entró un militar y tomó algunas fotos de su agonía. En la primera, los estertores parecen todavía sacudirle el cuerpo. En la segunda, tiene los ojos revirados, y la sangre le escurre de la boca. Minutos más tarde, otros soldados posaron al lado del cuerpo, como cazadores con su presa.

E l agente de la CIA Félix Rodríguez había llegado al lugar por la ma-ñana. Ya había interrogado al Che

y, en aquel momento, fotografiaba el dia-rio de campaña del argentino. Cuando escuchó los disparos, apuntó en su pro-

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El Che posa en esta fotografía con

dos NIÑOS CAMPESINOS durante

su estancia en Bolivia, misma que

terminaría con su trágica muerte.

Abajo, cerca de NANCAHUAZU

mientras organizaba la revolución

en Bolivia.

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guida, lo lavó con una manguera y ja-bón, volteándolo de un lado a otro y quitándole parte de la tierra y de la san-gre seca. Le pareció extraño tener que lavar a uno de los guerrilleros. No lo hizo con ninguno de los otros. Y tam-bién tuvo la impresión incómoda de que aquél la seguía con los ojos. “Él me seguía —cuenta—. Me seguía con la mi-

a las paredes pintadas de azul pálido. Primero se le veían los pies muy fi nos, después el tronco acribillado y, enton-ces, la melena castaña. Pero era en ver-dad la mirada, la misma mirada que ha-bía impresionado a Susana, el centro de las atenciones. La mirada y los labios, que parecían haber sido detenidos en medio a alguna idea.

LA PREOCUPACIÓN ERA QUÉ HACER CON EL CUERPO. LOS DEMÁS GUERRILLEROS HABÍAN SIDO ENTERRADOS EN FOSAS COMUNES: ¿QUÉ HACER SI SE CUESTIONABA LA IDENTIDAD DEL CADÁVER?

LA PREOCUPACIÓN ERA QUÉ HACER CON EL CUERPO. LOS DEMÁS GUERRILLEROS HABÍAN SIDO ENTERRADOS EN FOSAS COMUNES: ¿QUÉ HACER SI SE CUESTIONABALA IDENTIDAD DEL CADÁVER?

pio diario: “una con diez de la tarde: hora de la muerte de Guevara”.

El cadáver fue puesto en una cami-lla y atado a los patines del helicóptero que lo llevaría a Vallegrande, donde se encontraba el centro de comando mili-tar. Fue cuando el capitán Gary Prado, comandante de la operación, se acercó y miró el rostro de Guevara: tenía la mandíbula abierta. Sacó entonces el pañuelo que traía al cuello y amarró fi r-memente la quijada del Che a su crá-neo. El gesto parecía, en ese momento, insignifi cante.

El Che, a esa altura, tenía los ojos ce-rrados. Sin embargo, durante los veinte minutos que duró el vuelo, el viento se encargó de abrirlos. Cuando tocó la pista de aterrizaje de Vallegrande, tenía los ojos más grandes que nunca en la vida.

Una turba de gente esperaba su lle-gada en la pista de aterrizaje de la ciu-dad. Los soldados lo desamarraron del helicóptero y lo pusieron en una camio-neta que lo llevó deprisa al Hospital Nuestro Señor de Malta. Allí dejaron la camilla, detrás de los dos fregaderos de cemento de la lavandería, que quedaba en un descampado atrás del edifi cio principal.

Era difícil reconocer en aquel hom-bre harapiento al Guevara regor-dete y cachetón que se había vis-

to públicamente por última vez en 1965. Durante su ausencia, no habían faltado las falsas alarmas de personas que su-puestamente lo habían visto, captura-do o matado. Había que probar que era realmen te él.

El director del hospital, Moisés Abra-ham Baptista, y el médico en jefe, José Martínez Casso, fueron informados por los militares sobre el problema y proce-dieron según requerían las circunstan-cias. Llamaron a tres enfermeros para dejar presentable al Che. Susana Ocina-ga, la única que hoy todavía vive, recuer-da el susto al entrar a la lavandería. El ri-gor mortis había conservado abiertos los ojos y la mandíbula cerrada en la posi-ción en la que el capitán Gary Prado la había puesto.

Susana lo desnudó, se rió de los tres pares de calcetines que llevaba puestos y amontonó la ropa en un rincón. En se-

rada. Unos ojos grandes, vivos. Yo iba para un lado y me miraban, iba para el otro lado y me miraban”.

Después, le rasuraron los cachetes, le peinaron el cabello hacia atrás y lo enfun-daron en un pijama limpio. Había un contraste notable entre ese hombre recién sa lido del baño, peinado, con cara de sies-ta, y dos de sus compañeros de lucha, a-mon tonados en el piso a los pies de los fregaderos de la lavandería, inmundos y con expresión de fi eras vencidas.

El teniente coronel Andrés Selich, jefe de un regimiento de ingeniería que brindaba apoyo a las operaciones, entró poco después para ver la escena. Miró a los dos guerrilleros arrejuntados en el piso, pudriéndose; luego al Che, con su aire casi burgués. Y decidió que la prue-ba mayor del triunfo de la (poco triun-fal) historia militar boliviana no podría salir en la prensa vistiendo pijama. En-tonces le pusieron de nuevo sus ropas ensangrentadas y, según Susana, se le añadió una chamarra militar que no era suya para ponerlo más parecido a un guerrillero.

Más de un millar de personas visitó la lavandería en aquel 10 de octubre. Ha-bía de todo un poco: indias con sus hijos en el regazo, amas de casa, campesinos con sombreros de fi eltro, señores en tra-je y corbata. El cordón de seguridad alre-dedor de los fregaderos no dejaba ver al cadáver desde lejos. Pasados los guar-dias, ya se encontraba uno muy cerca del Che, a no más de medio metro. Una luz tibia de sol bajo bañaba al cadáver y

El mejor de los fotógrafos allí, Freddy Alborta, hizo una serie impresio-nante. La composición hace pensar en La lección de anatomía del doctor Tulp de Rembrandt, aunque con expresiones menos solemnes. La mayoría de los mili-tares en la foto miran fuera de cuadro, como si estuvieran concientes de que habían hecho algo que tendría conse-cuencias. Uno de los hombres levanta la cabeza del Che para que “mire” directa-mente a la cámara.

La preocupación más inmediata del gobierno boliviano era cómo ex-plicar las circunstancias de la

muerte. La primera versión decía que Guevara había muerto “durante una confrontación con las fuerzas regulares”. Apenas se sostuvo por un día, en espe-cial después de que llegaron las noticias de los campesinos que vieron al argenti-no caminando desde donde se le había apresado hasta La Higuera. Pasaron dos semanas de versiones aún más inverosí-miles hasta que el presidente del país, general René Barrientos, anunció públi-camente que sí, que él había ordenado la ejecución.

La segunda preocupación era qué hacer con el cuerpo. Todos los demás guerrilleros habían sido enterrados en fosas comunes alrededor de la pista de aterrizaje. Pero ¿qué hacer si se cuestio-naba la identidad del cadáver?

En una tensa junta, el jefe de las Fuerzas Armadas, general Alfredo Ovan-do Candía, remitió la cuestión vía radio

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hacia La Paz, desde donde Barrientos seguía la situación. La respuesta no tar-dó en llegar: “Córtense cabeza y manos. Que se queme lo demás”. Después de ser presionado por dos agentes de la CIA presentes, quienes temían las repercu-siones del gesto en la prensa, y por los médicos del Hospital Nuestro Señor de Malta, quienes dijeron que una hoguera llevaría horas para reducir a cenizas el cadáver, Ovando logró hacer que Ba-rrientos cediera. “Tráigame las manos”, fue la sucinta respuesta.

Martínez Casso y Abraham Baptis-ta siguieron para el hospital a fin de am-putar quirúrgicamente las manos. El resto del cuerpo se llevó a la pista de aterrizaje. Lo tiraron, todavía acostado en la camilla, en una fosa a unos treinta metros del cementerio local. Militares y conductor del tractor prometieron en-terrar también al secreto. A partir de aquel momento, se adoptó la versión de

que el cadáver había sido quemado y sus cenizas esparcidas. El asunto pare-cía terminado.

E l 13 de octubre, apenas cuatro días después de la ejecución, un artefacto explosivo de baja po-

tencia fue detonado por estudiantes universitarios en frente de la embajada boliviana en Ciudad de México. El blan-co era algo inesperado, pero las explo-siones no eran raras en aquel momento. Dos días después, lo mismo pasó en la embajada americana en Caracas. Los próximos años comprobarían que Gue-vara seguía teniendo una relación ínti-ma con la pólvora.

Mario Terán Salazar, el ejecutor material del Che, probablemente nunca

leyó la noticia sobre las bombas. Si la leyó, es poco probable que haya hecho el vínculo entre el incidente y él mismo. A esa altura, se encontraba rodeado de gloria: había matado al Che.

Pero el viento empezó a cambiar de dirección con el flirteo entre una perio-dista francesa y un bello paracaidista cochabambino de metro y ochenta que trabajaba en el palacio presidencial, en La Paz, y tenía aceso a Barrientos y a mucha información confidencial. Mi-chelle Ray sabía que alguien había eje-cutado a Guevara, que ese alguien tenía un rostro y que ese rostro era noticia. Y que Eduardo Torrico era la persona con los atributos correctos —entendidos acá de manera amplia— para encon-trarlo. “Fui al cuartel donde Terán se

Esta fotografía fue tomada EN BOLIVIA EN 1967, el mismo año que Ernesto Guevara fue

capturado por el ejército y luego ejecutado sin que se supiera de dónde había venido la orden.

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ubicaba y le dije que era del departa-mento de relaciones públicas del Ejérci-to —cuenta Torrico, hoy un bonachón servidor público de la alcaldía de Santa Cruz—. Había un partido de futbol en curso y le dije que íbamos a hacer un re-portaje sobre deporte. Él posó pronta-mente para la foto”.

A juzgar por la luz, era alrededor de mediodía; el sol casi alcanzaba el cenit.

Terán tiene los brazos hacia tras, parece un poco tenso al mirar la cámara —algo que no cambiará con el paso de los años—. El quepis ligeramente inclinado hacia la izquierda cubre los ojos con una espesa sombra.

Si sacar la foto fue sencillo, todo lo que vino después no. Denunciar la ejecu-ción del Che y quedarse en la Bolivia de Barrientos era como firmar una senten-

cia de muerte. Torrico y Michelle deci-den huir. En el día de la salida, Torrico entró por separado al avión teniendo el rollo de película en una bolsa cercana a él. Michelle casi no embarca. Torrico expli-ca que la rubia de minifaldas inolvidables se había tornado en una de las amantes de Barrientos y el dictador luego percibió su ausencia, enviando su guarda personal al

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aeropuerto. Pero luego de una requisa que deja a la francesa casi desnuda en la pista de despegue del aeropuerto de La Paz, los dos finalmente consiguen dejar el país en

asientos separados. En Lima escriben el petardo que va a explotar el 30 de diciem-bre en las páginas de Paris Match: un artí-culo donde denuncian que el Che fue eje-

cutado a sangre fría. Terán es identificado como el verdugo. Tiene la foto más gran-de del reportaje.

A partir de aquel momento, el sar-gento se volvió amado en Bolivia y odia-do por miles de izquierdistas en todo el mundo. Pero el riesgo todavía era teórico.

No había razón, por ejemplo, para creer que la muerte de Barrientos, en abril de

Izquierda, abajo: LAVANDERÍA DEL HOSPITAL Nuestro Señor de Malta en Vallegrande, donde

SUSANA OCINAGA (arriba) lavó el cadáver sonriente y tranquilo del Che. A la derecha, el grupo

de soldados bolivianos que posaron junto al cuerpo inerme del héroe.

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1969, era el comienzo de algo más grande. La caída de su helicóptero no sorprendió. Era sabido su gusto por pilotear borracho y, en todo caso, el incidente podría ser un complot del general Alfredo Ovando —tan involucrado como el mismo Barrientos en la muerte del Che— para ganar el poder, como efectivamente sucedería meses después.

No. En el calendario mental de Te-rán, el día en que el miedo dejó de ser teórico fue el 15 de julio de 1969.

se encargó de las manos de Che y era, a esa altura, cónsul en Hamburgo, estalló con tres tiros. La asesina metió, en el bolsillo de su saco, una pequeña tarjeta que decía: “¡Victoria o muerte!”. Horas después, un telegrama enviado a diversas redacciones de periódicos bolivianos afi rmaba que el ELN había matado al coronel.

En 1973, Andrés Selich, quien había organizado la desaparición del cadáver de Guevara, fue golpeado hasta la muer-

automovilístico, su hijo no. En ma-yo de 1976, Joaquín Zen teno Anaya, je-fe de la división que cazó al Che, fue a -sesinado en París por una “Brigada Che Guevara” que ja más volvería a reivindicar aten-tado alguno. Sema-nas después, en el mes de junio, le lle-gó el turno a Juan José Torres, ex jefe del Estado Mayor boliviano y ex pre-sidente del país, de ser secuestrado y asesinado en Bue-nos Aires. En 1982 mientras contro-laba una manifes-tación popular en contra del gobier-no, el capitán Gary Prado, el coman-dante de la ope-ración de captura

Ese día militantes del “segundo” Ejército de Liberación Nacional boliviano, integrado por algunos

sobrevivientes del “primero” (el del Che), invadieron la casa de Honorato Rojas, el campesino que informó al ejército boliviano sobre la localización del Che, y lo mataron con varios dispa-ros en la cabeza.

Honorato Rojas no había hecho nada muy relevante en la vida. Tenía una plantación de papas, algunos hijos, pocos estudios. Después de ayudar al ejército boliviano a encontrar a los gue-rrilleros en 1967, disfrazado —para evi-tar que lo matara un francotirador— con un uniforme militar que le quedaba grande, dio algunas entrevistas y, cuan-do la prensa se encontró otro asunto, regresó a su vida cotidiana.

Después de unos meses, empezaron las amenazas. Pidió a los militares que le ayudaran a mudarse a un lugar más seguro. Construyó una casa y siguió plantando las papas que cultivaba cerca de La Higuera, hasta que lo encontraron los vengadores del Che.

Poco más de un año después, el 10 de octubre de 1970, el teniente coronel Eduar-do Huerta, el superior inmediato de Terán, murió decapitado en un choque con un camión, en la carretera que liga Oruro a La Paz. Sus amigos no tienen dudas de que la cosa fue planeada en detalle.

Pasados unos meses, el 1 de abril de 1971, el pecho de Roberto Quintanilla, quien

te en Bolivia por gente del propio go-bierno boliviano, que para entonces ya había cambiado de manos tres veces. El mismo año, el general Ovando, jefe de las Fuerzas Armadas bolivianas que cap-turaron al Che, escapó de un accidente

recibió un balazo —perdido, según él— que partió su columna y lo condenó a una silla de ruedas. Desde entonces, Terán re-húye a los extraños, en especial, periodis-tas. Pocos saben por dónde anda y los que saben mienten. En 1997, la “Chemanía” alimentada por el trigésimo aniversa rio de la muerte de Guevara, por un montón de biografías y, principalmente, por el des-cubrimiento de sus restos mortales en la pista de aterrizaje de Vallegrande, hizo ver que, a fi n de cuentas, el hombre que lo había matado en 1967 seguía vivo. La si-tuación se puso aún más tensa cuando en 2005 Evo Morales conquistó la presiden-cia y colgó en la pared de su gabinete un retrato del Che hecho con hojas de coca meticulosamente sobrepuestas. Terán ha-bía terminado del lado errado de la histo-ria; intenta hacerse invisible.

El único que había tenido una con-versación con él era Jon Lee Anderson, el biógrafo americano que, en sus cinco años de investigación, parece haber en-trevistado hasta al mismo diablo en bus-ca de noticias del Che. Su aparición en las

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EN 1997 LA “CHEMANÍA”, ALIMENTADA POR EL DESCUBRIMIENTO DE SUS RESTOS MORTALES EN VALLEGRANDE, HIZO VER QUE EL HOMBRE QUE LO HABÍA MATADO SEGUÍA VIVO.

EN 1997 LA “CHEMANÍA”, ALIMENTADA POR EL DESCUBRIMIENTO DE SUS RESTOS MORTALES EN VALLEGRANDE, HIZO VERQUE EL HOMBRE QUE LO HABÍA MATADOSEGUÍA VIVO.

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más de 800 páginas suma dos párrafos donde no aporta ninguna información acerca del día que terminó la vida del Che y cambió la suya.

E l camino recorrido por la orden de matar al Che fastidia hasta a los biógrafos más detallistas. Demues-

tra, además, cuánto orgullo, vergüenza y miedo envuelve a la muerte del argentino hasta el día de hoy. Muchos, como Terán, intentan distanciarse lo más posible. Pero incluso entre los que hablan y dan su tes-timonio de la historia, la telaraña de mie-dos e intereses personales es tan gruesa que termina por estrangular la verdad. Algunos buscan ser promovidos de ex-tras a protagonistas, otros arman un me-ticuloso rompecabezas donde la gloria de haber capturado al invasor golpista no se mezcla con la molestia de haber colabo-

rado en la ejecución a quemarropa del mito revolucionario.

Félix Rodríguez no es exactamente un tipo raro en Miami: exiliado cubano, grue-sas cadenas de plata, guayabera made in Indonesia, republicano de hueso colorado. Es difícil ver en este hombre rechoncho y con cara de niño a un soldado de la CIA en lucha contra el comunismo y uno de los res-ponsables directos de la muerte del Che.

Al entrar a su salón se hace eviden-te de que realmente estuvo trabajando en muchos lugares. La duda pasa a ser cómo logró mantener la identidad se-creta. Incluso para su familia, según dice. En las paredes hay granadas, cu-chillos, rifles, pistolas, banderas estadouni-denses ensangrentadas, banderas rebeldes salvadoreñas (boca abajo), adhesivos que dicen “Maten a Fidel”, cartas personales de George Bush padre (enmarcadas), soste-

ban frente a frente, como demuestra una foto cerca de las botellas de whisky.

Rodríguez insiste en que fue él quien dio la orden de matar al Che. Sin embar-go, no hay ni de lejos acuerdo acerca de que las cosas se hayan dado así. Hay dos partes que pueden hablar en primera per-sona acerca de la ejecución del Che: Ro-dríguez y los militares bolivianos. El agente de la CIA dice que él dio la orden a Terán. Los bolivianos garantizan que la cadena de mando nunca salió de manos bo-livianas, pero igual nadie quiere decir: “yo ordené la ejecución de Che”.

Gary Prado, el general que hace 40 años, como capitán, comandó una embestida contra el grupo

del Che, muestra el delicado equilibrio que buscan algunos cuando se habla de la muerte del Che. Un atentado fracasa-do en Río de Janeiro en 1968 y el disparo supuestamente accidental que le partió la columna en 1982, dejándolo prisione-ro de una silla de ruedas, son recordato-rios concretos de que haber cazado al Che puede ocasionar problemas. Desde los años ochenta, cuando se tornó una personalidad de mediana importancia en la política nacional, ministro de la Planeamiento por breve tiempo, emba-jador en Londres y México, el pasado se tornó un mérito ambiguo. Le daba auto-ridad moral para presionar a los milita-res por la democratización en la década de los ochenta, pero lo expuso a la con-dición de blanco al final de los noventa, cuando el país empezó a inclinarse ha-cia la izquierda.

En 1987, Prado publicó un extenso relato sobre la campaña en contra del Che, La guerrilla inmolada, libro consi-derado como lectura obligada por casi cualquier estudioso de Guevara. Cara a cara, tiene una manera quieta de contar historias, restringiéndose a los hechos esenciales, un tono que rehúye las bra-vatas militares. Parpadea mucho, como un niño tenso.

Prado garantiza que no tuvo ningu-na responsabilidad por la muerte, aun siendo el comandante de la operación que capturó al Che. Ni siquiera transmi-tió órdenes —porque, afirma, no las ha-bía—. “Si nos hubiesen dicho ‘sin prisio-neros’, cada jefe de pelotón actuaría

RENÉ CADIMA, un zapatero del pueblo, sacó del cajón su cámara fotográfica y fue hasta el

hospital a sacarle una foto al guerrillero muerto, un acto que recordaría toda su vida. Abajo, la

tumba donde fue sepultado Guevara en VALLEGRANDE.

nes de guerrilleras, extinguidores aguje-reados por las balas, hasta el patín des-trozado de un heli-cóptero. Parece que en cada misión —Ba-hía de Cochinos, Bo-livia, Líbano, El Sal-vador, Vietnam, Ni-caragua, además de todas las que no me menciona— Rodrí-guez coleccionó sou-venires del tiempo en el que ayudaba a Washington a man-tener al comunismo lejos de su territorio.

Contactado por la CIA en 1967, llegó pocas semanas des-pués a Bolivia y ex-trajo de guerrilleros capturados informa-ciones decisivas para encontrar al Che. Y horas después de la captura, ambos esta-

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De izquierda a derecha, según las manecillas del

reloj, el general René BARRIENTOS con Jaime

NINO DE GUZMÁN, quien dice haber trasladado

el cuerpo del Che hasta Vallegrande; Barrientos

con el capitán Gary PRADO y el teniente coronel

Raúl ESPINOZA; el ex presidente Juan José

TORRES; Mario TERÁN SALAZAR; Eduardo

HUERTA (izq.) con Espinoza; Gary Prado después

del accidente que lo dejó inválido.

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como le pareciera correcto. No nos dije-ron eso. Por eso lo capturé y lo entregué a mis superiores. Nada tengo que ver con la ejecución”.

La versión de Prado es que la or-den llegó por la mañana, junto con el coronel Joaquín Zenteno Anaya, jefe de la división que cazaba al Che. Prado dice que ni siquiera estaba en La Higue-ra: hacía un rastrillaje en el área del combate del día anterior buscando gue-rrilleros.

Pero el jefe de operaciones de Prado, Miguel Ayoroa, cuenta una versión dis-tinta: Zenteno llegó a La Higuera, recibió la orden, pero no la repasó. Se fue con Ayoroa a supervisar la operación de Pra-do. Cuando los tres volvieron, el Che ya estaba muerto.

En verdad, cuanto más se pregunta, más versiones se obtienen: lo que cuen-

tan subofi ciales y soldados —el único que pone cara a lo que dice es el enton-ces teniente coronel Raúl Espinoza Lora— es que la orden de matar llegó por la noche y Prado escogió al pelotón de Eduardo Huerta, donde estaba Te-rán, para la ejecución.

Incluso en documentos secretos del Pentágono, cuyos funcionarios entrevis-taron a muchos militares bolivianos acer-ca de esa operación, el sentido de caos es notable. En un documento de 28 de no-viembre de 1967 hecho público treinta años después se lee: “Temprano en la ma-ñana del nueve de octubre, la unidad reci-bió la orden de ejecutar a Guevara y los otros prisioneros. Antes, el coronel Santa-na [como el documento llama a Zenteno] había repartido órdenes expresas de que los mantuvieran vivos. Los ofi ciales invo-lucrados no sabían el origen de la orden,

con preguntas son tantos que es posible recorrer el territorio boliviano buscán-dolo. Y durante dos años, eso es lo que pasó a mí. Meses de evasivas, mentiras y algunas hostilidades también, sin con-tar las historias de colegas periodistas que fueron expulsados de la casa por pe-rros, mujeres y escobazos. Pero al fi n de la pelea, resta un papelucho donde está la dirección que puede ser del verdugo del Che.

La calle donde vive en Santa Cruz no está mal. Pocos coches. Vigilancia. Algunas casas mejores que otras. Fren-te al número 2395, un perro callejero grande, mezcla de pastor alemán, se ca-lienta bajo el sol de la tarde. Está a los pies de un señor de unos setenta y pico de años, que abre con las uñas una mandarina. Tiene la cabeza canosa en-fundada en una cachucha, viste sanda-lias, bermudas y una chamarra militar gastada que deja entrever su pecho desnudo.

El hombre saluda, desconfi ado, a través de la reja. Dice ser un conocido de Terán.

—¿Lo conoce del Ejército?—No, de otros trabajos.—¿Pero él vivió acá?—Que yo sepa no, ésta es la casa de

mi familia.—¿Qué hace él hoy en día?—No sé, hace mucho que no sé de él.—¿Y las entrevistas?—Ah, dicen que ésas las cobra caro.—Pero nadie ha pagado hasta hoy,

¿no?—Pues sí, nadie pagó.—¿Y usted cómo se llama?—Pedro Salazar.—Con este apellido, ¿es hermano

suyo por el lado materno?—No, es nada más una coincidencia.Pasamos media hora hablando so-

bre banalidades y la posibilidad de en-contrar a Terán. Cuando la noche se acerca, un hombre corpulento, con al-gunas manchas de vitiligo, llega a la casa y se sienta con nosotros. Saluda al señor con un “buenas noches” corto, cruceño, y sonríe a cada mención del nombre de Terán. Parece ser una histo-ria ya recorrida otras veces. Unas cuan-tas evasivas más y el viejo nos da el nú-mero de celular de su hijo, Hugo. Dice

Sobre estas líneas, una de las páginas del relatorio del archivo del

PENTÁGONO acerca de la muerte del Che, que fue clasifi cado como

secreto por el gobierno de Estados Unidos.

pero sintieron que venía del alto rango. El capitán Prado dio la orden de ejecutar Guevara”.

Al fi nal, ¿cómo saber qué pasó? Zen-teno murió en 1976. Huerta en 1970. Y Mario Terán Salazar no habla.

El hombre que mató al Che vive en el cen-

tro de Santa Cruz de la Sierra, en un pue-blo cercano a Santa Cruz de la Sierra y también en Oruro, a 15 horas en coche de Santa Cruz de la Sie-rra. Administra tie-rras (en Oruro), es barman del Club de Ofi ciales (de Santa Cruz) y taxista. A ve-ces usa una peluca.

O ninguna de esas cosas.

Los despistes y muros que Terán erigió en su entor-no para mantener-se lejos de gente

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AUNQUE TODOS PARECÍAN CREÍBLES, EL ÚNICO RUMOR QUE REALMENTE ME SEGUÍA SORPRENDIENDO FUE EL QUE ÉL MISMO DEJÓ ESCAPAR DURANTE NUESTRO ÚLTIMO ENCUENTRO.

AUNQUE TODOS PARECEL SEGUÉNUESTRO

que va a tratar de encontrar a Terán, pero no promete nada.

Regreso a la casa de Pedro Salazar dos días después de la primera embestida. Tengo sospechas de

que él es, en realidad, Mario Terán. Voy a su casa, no está. Le llamo al celular desde un locutorio cercano y me dice que está haciendo algunos encargos en el centro de Santa Cruz. En ese momento veo que viene llegando a la casa con su hijo en una camioneta. Decido arriesgarme. Ca-mino a paso rápido hacia la camioneta. Terán se mete, el motor está prendido. Casi grito, pidiéndole dos minutos. Él cierra la puerta. Se ve contrariado. Su hijo parece a punto de bajarse y darme una golpiza. Terán le detiene el brazo y lo tranquiliza. Dice que entremos a la camioneta. Entonces el coche con vi-drios polarizados empieza a dar vueltas por las calles desiertas. Intento romper el silencio, forzando una nueva presen-tación:

—Pues intentemos nuevamente: yo soy Douglas...

—Sí, hijo, efectivamente soy yo. Yo soy Mario Terán y yo maté al Che Guevara.

La claridad de la frase es paralizante, aun después de toda la desconfi anza.

—Es inútil que me pregunte nada, porque no puedo ni quiero hablar.

—¿No puede? ¿Teme por su segu-ridad?

—Quiero estar en paz. Mi familia no quiere que hable. Yo no quiero ha-blar. Esa historia hay que olvidarla.

—Terán, no hay cómo saber qué pasó el día de la ejecución si usted no habla.

—A mí me da igual. Ese hombre ya está muerto desde hace 40 años y hace 40 años que tengo que convivir con eso. Sólo yo sé cómo es vivir con eso.

A Terán le fastidia profundamente mi presencia. Parece especialmente con-trariado cuando ignoro sus negativas y le pregunto acerca de los rumores de que estaba borracho cuando ejecutó al Che y que sale a las calles de Santa Cruz con una peluca.

—Yo no soy un vagabundo, ¿acaso no vio mi carro y mi casa? Incluso he viajado al extranjero, a España y a Washington.

—¿A Washington?

—Sí, a Virginia —dice él, arrepin-tiéndose tan pronto las palabras dejan su boca.

El viejo respira pesado. Se voltea para mirarme firme.

—Es mejor que desista, yo no pue-do hablar.

Nunca podría decir que los en-cuentros con Mario Terán ha-yan sido amigables. Ninguno,

sin embargo, terminó a escobazos. Siempre nos hemos despedido apre-tándonos la mano. Y desde la última vez que nos vimos, hace ya siete meses, la montaña de rumores aumentó.

Aunque todos parecían creíbles, el único que realmente me seguía sor-prendiendo fue el que él mismo dejó escapar durante nuestro último en-cuentro, cuando dijo que había ido a Virginia, estado vecino a Washington. El lugar reúne dos particularidades in-teresantes: tiene poquísimos atractivos turísticos y es donde se ubica, en la ciu-dad de Langley, la sede de la CIA. Así que decidí regresar a preguntarle por este viaje.

La calle no ha cambiado mucho en los últimos siete meses. El vigilante si-gue dormido en la misma silla. Doy al-gunas palmadas, y un niño aparece. Pregunto por su abuelo. Él sale y vuelve con la abuela. Digo que ya me he entre-vistado dos veces con Terán y, estando de pasaje por Santa Cruz, había pensa-do en verlo. Mientras vamos entrando, ella me explica que él no está. Nos sen-tamos, me ofrece un plato con manda-rinas y pide a otro niño que vaya a bus-carlo.

Intento encontrar pistas de viajes en el ambiente. Nada, aparte de un enorme caparazón de tortuga, donde se lee “Recuerdo de la Amazonia”. Mientras pelo una mandarina, la mujer de Terán me estudia. También lo espe-

ra. Va a ir con él a Montero, ciudad ve-cina a Santa Cruz, por unas medicinas naturalistas para su diabetes. Como suele ser, en casa de los Terán no faltan asuntos para esquivar “el asunto”. Char-lamos sobre Evo Morales, la autonomía de Santa Cruz, el cambio del clima.

Pregunto en tres ocasiones cómo va todo, dos veces cómo fueron los viajes. Nada.

El nieto regresa. Dice que no encon-tró al abuelo. La señora me sugiere que hable más tarde y caminamos hacia la puerta. Dejo la casa con media manda-rina en la mano, piel y semillas.

Ya me alejaba de la calle cuando diviso a Terán acercándose por una ca-lle transversal. Intento aparentar que estoy tranquilo y caminar despacio, pero no lo logro. Me presento una vez más. Terán suspira pesado mientras examina todas las esquinas con una ra-pidez de pájaro. Vuelvo a pedirle una entrevista.

—No hijo, me vas a perdonar, pero ya te he dicho como mil veces que no puedo hablar.

Ya no es tan incisivo. Parece harto de tener la vida secuestrada a lo largo de cuatro décadas por un argentino que escogió a su país para una revolución socialista y a quien mató siguiendo ór-denes. Suspira de nuevo. Arriesgo una última pregunta:

—¿Qué fue a hacer en Virginia?—Jardinería. Me fui a trabajar un

poco de jardinero.Miro hacia el frente de su casa. Él

sigue mi mirada. Hay apenas un culan-trillo castigado por el sol, en un bote de plástico que un día fue blanco. Nos mi-ramos, sonrío con alguna pena. Él me tiende la mano y dice que le puedo de-jar la piel y las semillas de la mandari-na, que él las tira. Le agradezco y me despido.