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R aymond Williams M arxismo y literatura Traductor Guillermo David LAS CUARENTA

1. Williams. Marxismo y Literatura

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Raymond Williams

Marxismo y literatura

Traductor Guillermo David

LAS CUARENTA

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Williams, RaymondMarxismo y literatura. - la ed. - Buenos Aires:Las Cuarenta, 2009-300 p . ; 21x14 cm. - (Mitma; 10)

Traducido por: Guillermo David ISBN 978-987-1501-19-9

1. Ensayo Literario. I. Guillermo David, trad. II. Título.

CDD.824

Marxismo y literaturaRaymond Williams © Las cuarenta, 2009

Primera ediciónISBN 978-987-1501-19-9

Título original Marxism and literature Oxford University Press, 1977 ISBN 9780198760560

Esta publicación no puede ser reproducida en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de in­formación, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, foto químico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del editor.

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Derechos reservados

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I. Conceptos básicos

1. Cultura

En el centro mismo de la mayor parce de la práctica y el pensamiento moderno se encuentra un concepto, “cultura” habitualmente utilizado como descriptivo, que en sí mismo, a través de variaciones y complicaciones, encarna no sólo los pro­blemas sino las contradicciones a través de las cuales se ha ido desarrollando. El concepto a la vez funde y confunde experien­cias y tendencias de su formación radicalmente distintas. No es posible llevar a cabo ningún análisis cultural serio sin tomar conciencia del concepto mismo: una conciencia que debe ser, como veremos, histórica. Esta vacilación ante lo que parece la riqueza de un desarrollo teórico y la plenitud de una práctica acabada adolece de la incomodidad e incluso de la inepcia de cualquier duda radical. Es literalmente un momento de crisis: una conmoción de la experiencia, un quiebre en el sentido de la historia que nos fuerza a regresar de lo que nos parecía demasiado positivo y asequible -las intervenciones rápidas en un debate crucial, las entradas posibles a la práctica inmediata. Pero no se puede impedir el avance. Cuando los conceptos más básicos -aquellos, como se dice, de los cuales partimos- son súbitamente vistos no como conceptos sino como problemas; no como problemas analíticos sino como movimientos históri­cos aún irresolutos, pierde sentido escuchar sus sonoras invita-

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dones o sus resonantes estruendos. Sólo debemos recobrar, si podemos, la sustancia con la cual sus formas fueron moldeadas.

Sociedad, economía, cultura: cada una de estas “áreas”, tomadas ahora como concepto, es una formulación históricarelativamente reciente. “Sociedad” era una activa hermandad, .camaradería, un hacer común, antes de convertirse en la des- ¡ cripción de un orden o sistema general. “Economía” era el j manejo del hogar y, luego, el manejo de una comunidad, antes j de convertirse en la descripción de un determinado sistema de i producción, distribución e intercambio. “Cultura” antes de j estos recorridos era el cultivo y cuidado de cosechas y animales i y, por extensión, de las facultades humanas. En su desarrollo _ \ moderno aquellos tres conceptos no se han movido en escala, pero cada uno en algún punto crítico fue afectado por el movi­miento de los otros. Al menos así es como ahora podemos ver su historia, Pero en el apuro de los cambios reales, lo que estaba siendo emplazado en las nuevas ideas, y para algunos incorpo­rado totalmente a ellas, era una compleja y larga experiencia sin precedente alguno. “Sociedad”, con su énfasis puesto en las relaciones inmediatas, era una alternativa consciente a las rigideces formales heredadas y luego impuestas del orden: un “Estado”.

“Economía”, con el énfasis puesto en el gerenciamiento, era un intento consciente para comprender y controlar un conjun­to .de actividades que habían sido tomadas no sólo como nece­sarias, sino como dadas. Cada concepto, pues, interactuó con una historia y una experiencia cambiante. “Sociedad”, escogida por su substancia e inmediatez -la “sociedad civil” que podría haber sido distinguida de las rigideces formales del “Estado”-

‘ se convirtió a su vez en abstracta y sistemática. Fueron nece­sarias nuevas descripciones para la sustancia inmediata que la “Sociedad” eventualmente excluía. Por ejemplo, lo “indivi­dual”, que había significado alguna vez lo indivisible, miembro

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de un grupo, fue desarrollado para convertirse no sólo en un término separado, sino también opuesto - “lo individual” por un lado, “la sociedad” por el otro. En sí misma y en los térmi­nos calificativos derivados, “sociedad” es la formulación de la experiencia que en la actualidad resumimos en el concepto "sociedad burguesa”: su creación activa, contra las rigideces del “Estado” feudal, sus problemas y sus límites; sin este tipo de creación no existiría, aún siendo paradójicamente distinguida de sus propios impulsos iniciales, e incluso opuesta a los mis­mos. Similarmente, la racionalidad del término “Economía”, como modo de comprensión y control de un sistema de pro­ducción, distribución e intercambio, en relación directa con la actual conformación de un nuevo tipo de sistema económico, persistió, pero fue limitada por la cantidad de problemas que tuvo que afrontar. El mismo producto de una institución y control racionales fue proyectado como “natural” como una “economía natural”, con leyes como las leyes del (“inmutable”) mundo físico.

La mayoría de las doctrinas sociales modernas comienzan a partir de estos conceptos, con las marcas inherentes a su for­mación y sus problemas no resueltos, que son tomados como dados. Existen entonces pensamientos “políticos”, “sociales” o "sociológicos” y “económicos”, que se creen como descrip­tores de distintas “áreas”, distintas entidades determinadas. Usualmente se suele añadir de mala gana que hay, por supues­to, otras “áreas”: especialmente la "psicológica” y la “cultural”. Pero mientras es mejor admitirlas que negarlas, normalmente no se ve que sus formas proceden, en la práctica, de los no resueltos problemas iniciales de los conceptos anteriores. ¿Es la “Psicología” “individual” (“psicológica”) o “social” ? Ese pro­blema puede ser abandonado para ser discutido en la disciplina apropiada, hasta que sea advertido que es el problema de que es lo “social” lo que ha quedado sin resolver en el desarrollo do­

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minante de la “sociedad” ¿Somos capaces de entender “cultura” como “las artes” como “un sistema de significados y valores”, o como una “forma de vida”?; y ¿cómo estas definiciones se relacionan con la “sociedad” y la “economía”? Estas preguntas deben ser formuladas, pero somos incapaces de contestarlas a menos que logremos reconocer los problemas inherentes a los conceptos de “sociedad” y “economía”, los cuales han pasado a conceptos como “cultura” por la abstracción y limitación de aquellos términos.

El concepto de “cultura”, cuando es visto en el contexto de su desarrollo histórico, ejerce una fuerte presión sobre los limitados términos de todos los demás conceptos. Esa es siempre su principal ventaja, mas también es la fuente de sus dificultades, tanto de definición como de comprensión. Hasta el siglo dieciocho era todavía el objeto de un proceso: la cultura de algo -cosechas, animales, mentes. Los cambios decisivos en "sociedad” y en “economía” habían comenzado antes, en las úl­timas décadas del siglo dieciséis y en el siglo diecisiete; mucho de su esencial desarrollo fue completado antes de que “cultura” llegara para incluir sus nuevos y evasivos significados. Esto no puede ser comprendido a menos que nos demos cuenta de qué le había pasado a los términos “sociedad” y “economía”; pero de todos modos nada puede ser totalmente entendido hasta que examinemos un concepto moderno decisivo que para el siglo dieciocho necesitaba una nueva palabra: civilización.

La noción de “civilizar”, como la inclusión de los hombres en una organización social era, por supuesto, conocida; descansa­ba en civis y en civitas, y su objeto estaba expresado en el adjetivo “civil” como ordenado, educado o gentil. Posiblemente se ex­tendía, como hemos visto, al concepto de “sociedad civil” Pero “civilización” significaba más que esto. Expresaba dos sentidos que estaban históricamente vinculados: un estado adquirido, que podía ser contrastado con la “barbarie”, pero también un

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estado alcanzado de desarrollo, lo que implicaba un proceso y un progreso históricos. Esta era la nueva racionalidad histórica del Ilumínismo, combinada de hecho con la celebración auto-refe- rencial de las condiciones de refinamiento y orden alcanzadas. Era esta combinación la que sería problemática. La perspectiva del desarrollo paulatino de la Historia Universal característica del siglo dieciocho era, por supuesto, un avance significativo. Era el paso crucial en la superación de una concepción de la his­toria relativamente estática (‘atemporal”) que había dependido de supuestos religiosos o metafísicos. Los hombres habían he­cho su propia historia, pero en el sentido especial de que ellos (o algunos de ellos) alcanzaron la “civilización”. Este proceso fue secular y paulatino y, en ese sentido, histórico. Pero al mis­mo tiempo era una historia que culminaba en la adquisición de un cierto estadio: en la práctica, la civilización metropolitana de Inglaterra y Francia. La insistente racionalidad que exploró e informó todas las etapas y dificultades de este proceso llegó a una detención efectiva en el punto en el que podría decirse finalmente alcanzada la civilización. Ciertamente, todo lo que podía ser proyectado racionalmente era la extensión y el triun­fo de esos valores obtenidos.

Esta posición, nuevamente bajo el pesado ataque de los viejos sistemas religiosos y metafísicos y sus nociones de orden asociadas, se transformaron en vulnerables bajo una nueva forma. Las dos respuestas decisivas de tipo moderno fueron, primero, la idea de cultura, que ofrecía un sentido diferente del crecimiento y del desarrollo humano y, segundo, la idea del socialismo, que ofrecía una crítica social e histórica y una alternativa a “civilización” y “sociedad civil” como condiciones alcanzadas y resueltas. La extensiones, transferencias y super­posiciones entre todos estos nuevos conceptos modernos en formación, y entre ellos y los conceptos residuales mucho más viejos, han sido excepcionalmente complejas.

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“Civilización” y “cultura” (especialmente en su común y temprana forma de “cultivo”) eran, en efecto, términos inter­cambiables a fines del siglo dieciocho. Cada uno cargaba el doble sentido problemático de un estadio alcanzado y de un estadio alcanzado de desarrollo. Sus eventuales divergencias obedecían a varios motivos. Primero, se cuestionaba a la “ci­vilización” como' superficial; a lo “artificial” en contraste con un estadio “natural”; al cultivo de cualidades “exteriores” -lujo y cortesía- como contrario a las más “humanas” necesidades e impulsos. Este cuestionamiento, que parte de Rousseau y atraviesa todo el movimiento Romántico, echó las bases de una importante alternativa al sentido de “cultura”-como un proceso “interno” o “espiritual” distinto de un desarrollo “ex­terno”. El efecto primordial de esta alternativa era el de asociar la cultura con la religión, el arte, la vida personal y familiar, como algo distinto o, en realidad, opuesto a la “civilización” o a la "sociedad” en sus nuevos y abstractos sentidos. Fue desde ese sentido, aunque no siempre con todas sus implicaciones, que "cultura” como un proceso general de desarrollo interno, se fue extendiendo hasta incluir un sentido descriptivo de los significados y trabajos de tal desarrollo: es decir, “cultura” como una clasificación general de “las artes”, la religión y la institución y práctica de significados y valores. Su relación con “sociedad” fue, pues, problemática, ya que eran evidentemente instituciones y prácticas de lo “social”, pero eran vistas como algo distinto de lo que distingue a las instituciones y prácticas agregadas “externas”, ahora llamadas comúnmente “sociedad”. La dificultad fue ordinariamente negociada relacionando “cultura”, aún cuando era evidentemente social en la práctica, a la “vida interior” bajo sus formas más seculares y accesibles: “subjetividad”, “imaginación”, y en estos términos, “lo indivi­dual”. El acento religioso se debilitó, y fue reemplazado por lo que era, en efecto, una metafísica de la subjetividad y el

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proceso imaginario. “Cultura” o más específicamente "arte” y “literatura” (nuevamente generalizadas y abstraídas) eran vistas como el más profundo registro, el más profundo impulso, y el más profundo recurso del “espíritu humano”. “Cultura” era por entonces la secularización y la liberalización de las formas metafísicas precedentes. Sus medios y procesos eran distintiva­mente humanos, y fueron generalizados como subjetivos, pero ciertamente como formas cuasi-metafí sicas; "la imaginación”, "la creatividad”, “la inspiración”, "la estética”, y el nuevo y po­sitivo sentido de “mito” fueron, en efecto, compuestos en un nuevo panteón.

Este rompimiento original había sido con la “civilización” en su supuesto sentido “externo” Pero como la secularización y la liberalización continuaron, hubo una presión relativa sobre el término “civilización” en sí mismo. Este alcanzó un punto crítico durante el rápido desarrollo de la sociedad industrial y sus prolongados conflictos sociales y políticos. Desde cierto punto de vista este proceso era parte de un continuo desarrollo de la civilización: un nuevo y más alto orden social. Pero desde otro punto de vista la civilización era el estadio alcanzado que los nuevos desarrollos trataban de destruir. “Civilización”, en­tonces, se transformó en un término ambiguo, denotando por un lado un luminoso y progresivo desarrollo y, por el otro, un estado adquirido pero amenazado, volviéndose cada vez más un término retrospectivo y a menudo asociado en la práctica con las glorias obtenidas en el pasado. En este sentido “civi­lización” y “cultura” se superponían nuevamente, pero como estados consolidados más que como procesos continuos. Así, una nueva batería de fuerzas fue dirigida tanto en contra de cultura como de civilización: materialismo, mercantilismo, democracia, socialismo.

Mientras tanto, “cultura” iba, por lo bajo, tras un nuevo desarrollo que resulta especialmente difícil de trazar, pero que

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tiene una importancia central, ya que condujo a la “cultura” como un concepto social -de hecho, específicamente antropo­lógico y sociológico. La tensión e interacción entre este sentido en desarrollo y el otro sentido de proceso “interior” y “las artes”, continuaron siendo tan evidentes como importantes.

Había siempre, en la práctica, alguna conexión entre ambos desarrollos, aunque se hacía un énfasis muy diferente en uno y otro. El origen de aquel segundo sentido está enraizado en la ambigüedad de “civilización” como un estado alcanzado y como un estadio alcanzado de desarrollo. ¿Cuáles fueron las propiedades de este estado alcanzado y los medios correspon­dientes de su desarrollo? En la perspectiva de las Historias Universales la razón fue la propiedad y el medio central carac­terístico -una esclarecida comprensión de nosotros mismos y el mundo, que nos permite crear formas más altas de orden social y natural, venciendo a la ignorancia y la superstición y a las formas sociales y políticas a que habían conducido y susten­taban. La Historia, en este sentido, era el establecimiento pro­gresivo de sistemas más racionales, y por ende, más civilizados. La mayor parte de la confianza que suscitaba este movimiento provenía tanto del esclarecimiento encarnado en las nuevas ciencias físicas como del sentido de un orden social ya alcan­zado. Es muy difícil distinguir este nuevo secular sentido de “civilización” de un sentido comparable de “cultura”, como una interpretación del desarrollo humano. Cada uno era una idea moderna en el sentido de que colmaban la capacidad humana no sólo de entender sino de construir un orden social humano. Esta era la diferencia decisiva de ambas ideas ante la temprana derivación de conceptos y órdenes sociales de presuntos esta­dios religiosos o metafísicos. Pero al momento de identificar las verdaderas fuerzas motrices en este proceso secular del "hombre haciendo su propia historia” hubo puntos de vista radicalmente diferentes.

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Así, uno de los muy tempranos acentos puestos en.el “hom­bre haciendo su propia historia” fue el de Vico, en La Ciencia Nueva (1725).

Afirm aba:

“Una verdad más allá de toda cuestión: que el mundo de la sociedad civil ha sido hecho por el hombre con certeza, y que sus principios han de ser hallados dentro de las modificaciones de nuestra propia mente humana. Quienquiera que reflexione acerca de esto no puede sino maravillarse de que los filósofos hayan gastado sus energías en el estudio del mundo de la naturaleza, el cual, en tanto que fue creado por Dios, sólo Él conoce; y que hayan rechazado el estudio del mundo de las naciones o mundo civil, el cual, desde que fue creado por los hom­bres, ellos han renido el anhelo de conocer.”1

Aquí, contra el carácter del tiempo, las “ciencias naturales” son recusadas, pero a las “ciencias humanas” se les otorga un nuevo y reluctante énfasis. Podemos conocer aquello que he­mos hecho, ciertamente, por el hecho de haberlo hecho. Las interpretaciones específicas que ofreció Vico por entonces son ahora de poco interés, pero su descripción de un modo de desarrollo que era al mismo tiempo, e interactivamente, la configuración de las sociedades y de las mentes humanas es probablemente el origen efectivo del sentido social generaliza­do de “cultura”. El concepto fue desarrollado por Herder, en su libro Ideas sobre la Filosofía de la Historia de la Humanidad (1784-1791). Él aceptaba el énfasis puesto en el autodesarrollo histórico de la humanidad, pero argumentaba que era demasia­do complejo para ser reducido a la evolución de un principio singular y en especial a algo tan abstracto como la “razón”; y

‘ Pág. 331.

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además, que era demasiado variable para ser reducido a un de­sarrollo progresivo unilineal, que culminaría en la “civilización europea”. Era necesario, argüía, hablar de “culturas” más que de “cultura”, tanto como aceptar su variabilidad así como en el seno de cualquier cultura reconocer la complejidad y varia­bilidad de las fuerzas que la conforman. Las interpretaciones específicas que ofreció, en términos de pueblos y naciones or­gánicos, opuestos al "universalismo exterior” del Iluminismo, son elementos del movimiento Romántico y de escaso interés en la actualidad. Pero la idea de un proceso social fundamental que configura “modos de vida” específicos y distintos, es el origen efectivo del sentido social comparativo de "cultura” y sus ahora necesarias “culturas” plurales.

La complejidad del concepto de “cultura” es por lo tanto re­marcable. Se transformó en el nombre de un proceso “interior”, especializado en sus presuntos medios de acción en la “vida intelectual” y en las "artes” Asimismo, se convirtió también en el nombre de un proceso general especializado en las presun­tas configuraciones de la “totalidad de las formas de vida”. En primera instancia jugó un rol fundamental en las definiciones de “las artes” y “las humanidades” También jugó un rol igual­mente crucial en las definiciones de las "ciencias humanas” y las “ciencias sociales”. Cada tendencia está lista a negar cualquier uso apropiado del concepto a la otra, a pesar de los muchos intentos de reconciliación. En cualquier teoría moderna de la cultura, pero tal vez especialmente en la teoría marxista, esta complejidad es el origen de grandes dificultades. El problema de saber, desde el mismo comienzo, si sería una teoría de Tas artes y la vida intelectual” en sus relaciones con la “sociedad”, o una teoría del proceso social que crea “modos de vida” específi­cos y diferentes, es sólo el más obvio de los problemas.

El primer problema sustancial está en las actitudes hada la “civilización”. Aquí, la intervención decisiva del marxismo ra-

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díca en el análisis de la “sociedad civil” y en lo que en sus térmi­nos se conocía como “civilización” como una forma histórica específica: la sociedad burguesa creada por el modo capitalista de producción. Esto proveía una perspectiva crítica indispen­sable, pero era aún mayormente contenida en los presupuestos que habían producido el concepto: aquel del desarrollo secular progresivo, obviamente; pero también aquel de un amplio desarrollo unilineal. La sociedad burguesa y la producción capitalista fueron duramente atacadas y a la vez vistas como históricamente progresivas (la última en términos admisibles, como en: “...la burguesía... ha convertido a países bárbaros y semi-bárbaros en naciones dependientes de los civilizados”2). El socialismo los sustituiría como el próximo y más alto estadio de desarrollo.

Es importante comparar esta perspectiva heredada con otros elementos en el marxismo y en los movimientos radicales y socialistas que le precedieron. A menudo, en especial en los movimientos más tempranos, influenciados por una tradición alternativa, incluyendo la crítica radical a la “civilización”, no fue el carácter progresista sino el carácter fundamentalmente contradictorio de este desarrollo lo que resultó decisivo. La “Civilización” ha producido no sólo riqueza, orden y refina­miento, sino que como parte del mismo proceso produjo pobreza, desorden, y degradación. Fue atacada debido a su “artificialidad” -sus notorios contrastes con un orden “natu­ral” o “humano”. Los valores esgrimidos en su contra no fueron aquellos del próximo y más alto estadio de desarrollo, sino los de una hermandad humana esencial, a menudo expresada tanto como algo que debe ser recuperado como conquistado. Estas dos tendencias en el marxismo y en el más amplio movimiento socialista a menudo han surgido juntas, pero en la teoría y en especial en el análisis de la práctica histórica subsiguiente re­quieren ser radicalmente discriminadas.

2 Manifiesto comunista, pag. 53.

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La siguiente intervención decisiva del marxismo fue el re­chazo de lo que Marx llamó “historiografía idealista” y en ese sentido, de los procedimientos teóricos del Iluminismo. La Historia no era vista (o no lo era siempre ni primordialmente) como la superación de la ignorancia y la superstición por el conocimiento y la razón. Lo que esa declaración y aquella pers­pectiva excluían era la historia material, la historia del trabajo, la industria como el “libro abierto de las facultades humanas” La noción original del “hombre haciendo su propia historia” recibió un nuevo y radical contenido de este acento puesto en “el hombre haciéndose a sí mismo” a través de la producción de los propios medios de su vida. Por todas las dificultades de­talladas en la demostración, este era el más importante avance intelectual en todo el pensamiento social moderno. Ofrecía la posibilidad de superar la dicotomía entre “sociedad” y “natura­leza”, y de descubrir nuevas relaciones constitutivas entre “so­ciedad” y “economía” En tanto que especificación del elemento básico del proceso social de la cultura, era una recuperación de la totalidad de la historia. Inauguraba la inclusión decisiva de la historia material, que había sido excluida de “la así llamada historia de la civilización, que es la historia de las religiones y los Estados”. La propia historia del capitalismo elaborada por Marx es sólo el ejemplo más eminente.

Pero hay dificultades en este logro. Su hincapié en el progreso social de tipo constituyente fue informado por la persistencia de un tipo temprano de racionalismo vinculado a la asunción de un desarrollo progresivo unilineal, como una versión del descubrimiento de las “leyes científicas” de la sociedad. Esto debilitó la perspectiva constitutiva y fortaleció una perspectiva más instrumental. Nuevamente, el acento en la historia material, especialmente en la polémica necesaria para su establecimiento, fue comprometido de un modo especial. En lugar de hacer historia cultural material, que era el próxi-

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mo movimiento radical, se la hizo dependiente, secundaria, “superestructural”: un reino de “meras” ideas, creencias, artes, costumbres, determinadas por la historia material de la base. Lo que sucede aquí es no sólo el elemento de la reducción, en una forma alterada, de la separación de “cultura” de la vida social material, lo cual ha sido la tendencia dominante en el pensamiento cultural idealista. Aunque las plenas posibilida­des del concepto de cultura como un proceso constituyente de lo social, creador de diferentes y específicas “formas de vida” que podrían haber sido profundizadas notablemente por el énfasis puesto en el proceso social material, fueron perdidas por largo tiempo, y a menudo fueron sustituidas en la práctica por un universalismo unilineal abstracto. Al mismo tiempo, el significado del concepto alternativo de cultura que definía la “vida intelectual” y "las artes” fue comprometido por la apa­rente reducción a su status “superestructural”, y fue relegado al desarrollo de aquellos que, en el propio proceso de su idea­lización, rompían sus conexiones necesarias con la sociedad y la historia y, en las áreas de la psicología, el arte y la creencia, desarrollaban un poderoso sentido alternativo del proceso constitutivo de lo humano en sí mismo. Por ello no sorprende que en el siglo veinte este sentido alternativo haya llegado a cubrir e incluso a sofocar el marxismo, con cierta justificación asentada en sus errores más obvios, pero sin haber encarado el verdadero desafío implícito, y tan próximo a una clarificación, en la intervención marxista original.

En el complejo desarrollo del concepto de “cultura”, que tuvo un curso ahora incorporado a tantos sistemas y prácticas, hay una cuestión decisiva que ha retornado una y otra vez en el período formativo del siglo dieciocho y en los comienzos del diecinueve, pero que ha sido completamente olvidada, o al menos no desarrollada, en el primer estadio del marxismo. Es la cuestión del lenguaje humano, que era una comprensible

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preocupación de los historiadores de la "civilización”, y una tan central como decisiva cuestión para los teóricos del proceso constitutivo de la “cultura” de Vico a Herder y más allá tam­bién» Ciertamente, para comprender todas las implicancias de la idea de un “proceso constitutivo de lo humano” es preciso volvernos hacia los cambiantes conceptos del lenguaje.

2. Lenguaje

Una definición del lenguaje es siempre, implícita o explíci­tamente, una definición de los seres humanos en el mundo. Las principales categorías aceptadas - “mundo”, “realidad”, “natu­raleza”, “humano”- deben ser contrapuestas o vinculadas con la categoría “lenguaje”. Pero ahora es un lugar común observar que todas las categorías, incluyendo la categoría “lenguaje”, son en sí mismas construcciones del lenguaje, y por ende sólo con un esfuerzo y en el seno de un sistema particular de pensamien­to pueden ser separadas del lenguaje para una investigación de sus relaciones. Tales esfuerzos y sistemas, no obstante, consti­tuyen una parte fundamental en la historia del pensamiento. Muchos de los problemas que han surgido de esta historia son relevantes para el marxismo, y en ciertas áreas el marxismo ha contribuido a ellas, por extensión de la revaloración básica, en el materialismo histórico, de sus categorías fundamentales re­cibidas. Sin embargo resulta significativo que, en comparación, el marxismo haya contribuido muy poco a la reflexión sobre el lenguaje. El resultado ha sido o bien que aquellas limitadas y poco desarrolladas versiones del lenguaje considerado como un “reflejo” de la “realidad” han sido admitidas como verdaderas, o bien que las proposiciones acerca del lenguaje desarrolladas dentro o bajo las formas de otros sistemas de pensamiento, incluso antagónicos, han sido sintetizadas con proposiciones

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marxistas sobre otros tipos de actividad en formas que son no solo definitivamente insostenibles sino, en nuestro propia época, radicalmente limitantes del poderío de las proposicio­nes sociales. Los efectos en la teoría cultural, y en particular en el pensamiento sobre la literatura, han sido especialmente señalados.

Los momentos claves que deberían ser de interés para el marxismo en el desarrollo de su reflexión sobre el lenguaje, son, primero, el énfasis sobre el lenguaje como actividady, segundo, el acento puesto sobre la historia del lenguaje. Ninguna de estas posiciones, en sí mismas, es suficiente para restituir el problema en su totalidad; aún es necesaria la conjunción de cada posición con su consecuente revaloración. Pero de diferentes formas, y con resultados prácticos significativos, cada posición transfor­mó aquellas concepciones del lenguaje usuales que sostenían y de las que dependían modos de pensamiento relativamente estáticos acerca de los seres humanos en el mundo.

El acento principal puesto sobre el lenguaje considerado como actividad comenzó en el siglo dieciocho, en estrecha rela­ción con la idea de los hombres como constructores de su propia sociedad, que hemos visto como un elemento fundamental en el concepto de “cultura”. En la tradición previamente dominan­te, a través de todas sus variaciones, “lenguaje” y “realidad” ha­bían sido definitivamente separados, por lo que la investigación filosófica era desde el comienzo acerca de las conexiones entre estos órdenes en apariencia separados. La unidad presocrática del logos, en la cual el lenguaje era visto como una unidad con el orden del mundo y de la naturaleza, con la ley divina y humana, y con la razón, había sido definitivamente rota y, en los hechos, olvidada. La distinción radical entre “lenguaje” y “realidad”, así como entre “conciencia” y “mundo material”, que corresponde a las verdaderas divisiones prácticas entre actividad “mental” y “física”, se había convertido en algo tan habitual que la atención

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seria parecía naturalmente concentrada en sus consecuentes relaciones y conexiones, excepcionalmente complicadas. La investigación fundamental de Platón sobre el lenguaje, en el Cratilo, se centraba en el problema de la corrección en el nom­brar, en la que la interrelación de “mundo” y “cosa” puede ser vista como originada en la “naturaleza” o en la “convención”. La solución de Platón fue, en efecto, la fundación del pensa­miento idealista: hay un reino intermedio pero constitutivo, que no es ni “mundo” ni “cosa” sino “forma”, “esencia”, o “idea”. La investigación tanto de “lenguaje” como de “realidad” sería entonces, en su raíz, siempre una investigación de estas formas (metafísicas) constitutivas.

Sin embargo, dadas estas presunciones básicas, ciertas pes­quisas de mayor alcance acerca de los usos del lenguaje podrían ser llevadas a cabo por caminos peculiares. El lenguaje como un modo de indicar la realidad podría ser estudiado como lógica. El lenguaje como un segmento accesible de la realidad, especialmente en sus formas fijas mediante escritura, podría ser estudiado corno gramática, en el sentido de sus rasgos formales y “externos”. Finalmente, dentro de la distinción entre lenguaje y realidad, el lenguaje podría ser concebido como un instru­mento utilizado por los hombres para propósitos específicos y discernibles, y esto podría ser estudiado en la retórica y la poéti­ca asociada s ella. A lo largo de un prolongado desarrollo aca­démico y escolástico, estas tres ramas del estudio del lenguaje - lógica, gramática , y retórica- aunque formalmente asociadas con el Trivium medieval, se convirtieron en disciplinas espe­cíficas y eventualmente separadas. Aunque hicieron avances prácticos, fundamentales cancelaron el examen de la forma que asumía la distinción básica entre “lenguaje" y “realidad”, o bien determinaron los campos, y especialmente los términos, en los cuales tal examen debía ser realizado.

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Notoriamente, es el caso del importante concepto medieval de signo, el cual, sorprendentemente, ha sido readaptado por el pensamiento lingüístico moderno. “Signo”, del latín signum, marca o señal, es intrínsecamente un concepto basado en la distinción entre “lenguaje” y “realidad” Es una interposición entre “mundo” y “cosa” que replica la interposición platónica de “forma”, “esencia” o “idea” pero en términos lingüísticos actuales y accesibles. Por ende, en los “signos naturales” de Buridan están las contrapartes mentales universales de la realidad, que coinciden, por convención, con los “signos artificiales” qué son los sonidos físicos y las letras. Dado este punto de partida, importantes investigaciones acerca de la ac­tividad del lenguaje (aunque no del lenguaje como actividad) pudieron ser llevadas a cabo: por ejemplo, la considerable gramática especulativa del pensamiento medieval, en la cual eran descritos e investigados el poder de las sentencias y de los modos de construcción subyacentes así como las complicada­mente simples nociones empíricas del nombrar. Entretanto, no obstante, el Trivium mismo, y especialmente la gramática y la retórica, se convirtieron en demostraciones de las propiedades, relativamente formales, aunque inmensamente extendidas, de un corpus determinado de material clásico escrito. Lo que sería luego conocido como “estudios literarios” y desde comienzos del siglo diecisiete como “crítica”, se desarrolló a partir de este poderoso, prestigioso y limitado modo.

Aunque toda la cuestión de la distinción entre “lenguaje” y “realidad” fue eventualmente traída a colación en forma forzada, al principio, de un modo sorprendente. Descartes, al reforzar la distinción y hacerla más precisa, y requiriendo que el criterio de conexión no fuera metafísico ni convencional sino fundamentado en el conocimiento científico, provocó nuevas preguntas debido a su escepticismo con respecto a las viejas respuestas. Fue en respuesta a Descartes que Vico pro­

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puso su criterio de que sólo podemos tener un conocimiento exhaustivo de aquello que podemos hacer o producir por no­sotros mismos. Esta respuesta era reaccionaria en un aspecto decisivo. Desde que los hombres obviamente no han fabricado de ningún modo el mundo físico, una nueva y poderosa con­cepción del conocimiento científico era descartada a prior i, y la creación era, como antes, reservada a Dios. Pero por otro lado, al insistir que podemos comprender la sociedad en tanto que la creamos, y ciertamente la comprendemos no de un modo abstracto sino en el mismo proceso de su producción, y siendo la actividad del lenguaje central en este proceso, Vico abrió una dimensión completamente nueva.

Fue y es aún difícil de comprender esta dimensión, en princi­pio porque Vico la emplazó en lo que puede ser leído como un relato esquemático de los estadios de desarrollo del lenguaje: los notorios tres estadios de lo divino, lo heroico y lo humano. Rousseau, repitiendo estos tres estadios como “históricos” e in­terpretándolos como escalas de un vigor declinante, concedió al Movimiento Romántico un modo de argumentación -el resurgimiento de la literatura como la actualización del poder “original” “primario”, del lenguaje. Pero a su vez, esto oscureció el nuevamente activo sentido de la historia (concentrándolo en la regeneración y, finalmente, ante su fracaso, en la reacción) y el nuevamente activo sentido del lenguaje, el cual al haberse especializado en la literatura podría ser considerado como un caso especial, una entidad especial, una función especial, de­jando las relaciones no-literarias del lenguaje con la realidad por considerarlas convencionales y tan alienadas como antes. Asumir en forma literal los tres estadios de Vico, o incluso to­marlos como tales “estadios”, es perder de vista, como él lo había hecho, la dimensión que había abierto. Puesto que lo crucial, en este relevo del lenguaje, es que había surgido sólo en el esta­dio humano, siendo lo divino aquel estadio de las ceremonias

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y rituales mudos y lo heroico el de los gestos y signos. El len­guaje verbal es entonces distintivamente humano; por cierto, constitutivamente humano. Este es el punto reivindicado por Herder, quien opuso cualquier noción del lenguaje como dado al hombre (aún por Dios) y, en efecto, a la noción del lenguaje aparentemente alternativa como “agregada” al hombre, como un tipo especial de adquisición o de herramienta. El lenguaje es así, positivamente, una apertura específicamente humana del mundo y al mundo: no una facultad discernióle o instrumental sino una facultad constitutiva.

Históricamente, este acento puesto en el lenguaje como constitutivo, como un énfasis estrechamente relacionado al de­sarrollo humano como cultura, debe ser visto como un intento tanto de preservar alguna idea de lo genéricamente humano, de cara a los procedimientos analíticos y empíricos de un pode­roso desarrolló de la ciencia natural, como de afirmar una idea de la creatividad humana, ante la comprensión creciente de las propiedades del mundo físico y de las explicaciones causales que surgen consecuentemente de ellas. Así como esta tenden­cia en su totalidad corrió el constante peligro de transformarse simplemente en un nuevo tipo de idealismo -la “humanidad y la “creatividad” proyectándose como esencias- las tendencias a las que se oponía-se desplazaron hacia un nuevo tipo de mate­rialismo objetivo. Esta escisión específica, tan fatal para todo el pensamiento subsiguiente, fue efectivamente enmascarada y ratificada por una distinción nuevamente convencional entre “arte” (literatura) -la esfera de la “humanidad” y la “creativi­dad”- y la “ciencia” (“conocimiento positivo”) -la dimensión cognoscible del mundo físico de los seres humanos físicos den­tro de él. Cada uno de los términos clave - “arte”, “literatura” y “ciencia”, junto a “cultura”, asociada a ellos, y con una especiali- zación nuevamente necesaria como la “estética” y la distinción radical entre “experiencia” y “experimento”- cambiaron su

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sentido entre el siglo dieciocho temprano y comienzos del si­glo diecinueve. Las confusiones y conflictos resultantes fueron severos, pero resulta significativo que en la nueva situación del siglo diecinueve estos problemas no fueron realmente postu­lados en el terreno del lenguaje, en ningún nivel fundamental, hasta que fue precisamente en relación al lenguaje que las nue­vas distinciones convencionales debieron ser desafiadas.

Lo que en su lugar sucedió fue un extraordinario avance en el conocimiento empírico de los lenguajes, y un análisis y clasificación de este conocimiento sumamente notables en términos que dejaron algunas cuestiones básicas a un lado. Es imposible separar este movimiento de su historia política, dentro del desarrollo dinámico de las sociedades occidentales en un período del colonialismo en expansión. Los más anti­guos estudios del lenguaje han sido mayormente contenidos dentro del modelo de las lenguas muertas “clásicas” (las cuales efectivamente determinaban la “gramática” tanto en sentido literario como sintáctico) y de las lenguas vernáculas modernas “derivadas” La exploración y colonización europeas, entre­tanto, habían ampliado dramáticamente el rango accesible de material lingüístico. El encuentro crítico fue entré las civili­zaciones india y europea: no sólo en lo que hace al acceso al lenguaje sino al contacto europeo con los métodos altamente desarrollados de la gramática índica con su cuerpo alternativo de textos “clásicos” Fue un inglés que vivía en la India, William Jones, que aprendió sánscrito, quien a partir de la observación de sus reminiscencias en el latín y el griego comenzó la obra que condujo a la clasificación de los lenguajes indoeuropeos (arios) y de otras "familias” de lenguas.

Esta obra, basada en el análisis comparativo y la clasifica­ción, era desde el punto de vista del procedimiento muy similar a la biología evolucionista, de la cual es contemporánea. Es este uno de los principales períodos de toda la investigación erudi­

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ta, dado que fundó empíricamente no sólo las clasificaciones principales de las familias lingüísticas, incluyendo esquemas de su desarrollo evolutivo y sus relaciones, sino que también, den­tro de estos esquemas, descubrió ciertas “leyes” de cambio, es­pecialmente de cambio del sonido. En un área este movimiento era “evolucionista” en un sentido particular: en su postulado de un proto-lenguaje (proto-indoeuropeo) a partir del cual se había desarrollado la familia principal. Pero en estadios pos­teriores fue “evolucionista” también en otro sentido. El rigor creciente en el estudio de los cambios del sonido asociaron una rama del estudio del lenguaje con la ciencia natural, de modo que un sistema de fonética lingüística marchó junto con los estudios físicos de la facultad del lenguaje y el origen evolutivo del habla. Esta tendencia culminó en el trabajo fundamental de la fisiología del habla y en el campo, significativamente desig­nado dentro de esta área, como psicología experimental.

Esta identificación del uso del lenguaje como un problema de la psicología habría de tener efectos fundamentales sobre los conceptos acerca del lenguaje. Mientras tanto, en los estudios sobre el lenguaje en general había una nueva fase que reforzó las tendencias inherentes al objetivismo. Lo que en forma característica era estudiado en la filología comparada era un cuerpo de registros del lenguaje: en efecto, centralmente la pa­labra extranjera escrita. Esta presunción del material de estudio definido estaba ya presente, por supuesto, en la fase temprana de los estudios sobre lenguas “clásicas”: el griego, el latín y el hebreo. Pero entonces los modos de acceso a un rango mayor de lenguas replicó esta temprana instancia: la del observador privilegiado (científico) de un cuerpo de material extranjero escrito. Las decisiones metodológicas, sustancialmente simi­lares a aquellas que estaban siendo desarrolladas en la ciencia nueva estrechamente asociada de la antropología, siguieron a esta situación efectiva. Por un lado, hubo aplicaciones de los

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modos de observación, clasificación y análisis sistemáticos al­tamente productivas. Por el otro, sucedió como consecuencia mayormente imprevista la situación privilegiada del observa­dor: estaba observando (por supuesto, científicamente) dentro de un modo diferencial de contacto con material extranjero: en los textos, los registros de una historia pasada-, en el habla, la actividad de pueblos extranjeros colocados en relaciones subordinadas (coloniales) con la totalidad de las actividades de los pueblos dominantes dentro de la cual el observador obtuvo su privilegio. Esta situación definitoria inevitablemente redujo cualquier sentido del lenguaje como activa y presentemente constitutivo. El objetivismo, consecuencia de ese procedimien­to fundamental, fue intensamente productivo al nivel déla des­cripción, pero necesariamente cualquier definición del lenguaje consecuente tenía que ser una definición de un (especializado) sistema filológico. En una fase posterior de este contacto entre un observador privilegiado y el material lingüístico extranjero, en las circunstancias especiales de América del Norte, donde cientos de lenguas nativas americanas (Amerindias) estaban en peligro de extinción luego de la consumación de la con­quista y dominación europea, los procedimientos filológicos tempranos no fueron, por cierto, de manera característica, lo suficientemente objetivos. La asimilación de estas lenguas aún más ajenas a las categorías de la filología indoeuropea -reflejo natural del imperialismo cultural- fue científicamente resistida' y detenida por los procedimientos necesarios, los cuales, asu­miendo sólo la presencia de un sistema extraño, encontraron modos de estudiarlo en sus propios (intrínsecos y estructura­les) términos. Este enfoque benefició la descripción científica, y alcanzó resultados notables, pero al nivel de la teoría fue el refuerzo final de un concepto del lenguaje que lo considera como un sistema objetivo (extranjero).

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Paradójicamente, este enfoque tuvo incluso un efecto más hondo sobre una de las correcciones de procedimiento nece­sarias que siguieron a la nueva fase de contacto con lenguajes desprovistos de texto. Los procedimientos precedentes ha­bían sido determinados por el hecho de que un lenguaje casi invariablemente se presentaba a sí mismo en textos pasados específicos: acabadas expresiones monológicas. El habla real, aún cuando era asequible, era vista como derivada , ya sea, históricamente, de lenguas vernáculas o, prácticamente, de actos de habla que eran instancias de las formas fundamentales (textuales) del lenguaje. El uso del lenguaje podría difícilmente haber sido visto como activo y constitutivo por sí mismo. Y esto fue reforzado por la relación política del observador con el observado, donde los hábitos del lenguaje estudiados, sobre un rango que incluía desde el habla de pueblos conquistados y dominados hasta los “dialectos” de grupos sociales remotos o inferiores, teóricamente opuestos al “standard” del observador, eran considerados más como una “conducta” que como vida independiente, creativa, y autodirigida. La lingüística empírica norteamericana revirtió una parte de esta tendencia restitu­yendo la primacía del habla ante la ausencia literal de textos “modelo" o “clásicos”. Sin embargo el carácter objetivista de la teoría general subyacente llevó esto al límite al convertir el habla misma en un “texto” -palabra característicamente persis­tente en la lingüística estructural ortodoxa. El lenguaje pasó a ser visto como un sistema fijo, objetivo, y en este sentido como un sistema “dado”, que tenía prioridades teóricas y prácticas sobre lo que hemos descrito como “expresiones” (y más tarde como “performance”). Por ende, el habla viviente de los seres humanos en sus relaciones sociales específicas con el mundo quedaba teóricamente reducida á instancias y ejemplos de un sistema que se halla más allá de ellos.

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La principal expresión teórica de esta comprensión reificada del lenguaje llegó en el siglo veinte con la obra de Saussure, que tiene afinidades estrechas con la sociología objetivista de Durklieim. En Saussure la naturaleza social del lenguaje se expresa como un sistema {langue, lengua), que es al mismo tiempo estable y autónomo y se funda en formas normativas idénticas; sus expresiones {paroles, habla) son vistas como usos individuales (en una distinción abstracta de los usos “sociales”) de un “código lingüístico particular” a través de un “mecanis­mo psicofísico” habilitante. Los resultados prácticos de este desarrollo teórico profundo, en todas sus fases, han.sido par­ticularmente productivos y sorprendentes. El gran corpus de la filología académica ha sido complementado con un corpus notable de estudios lingüísticos, en el cual el concepto pre­dominante del lenguaje como un sistema formal ha abierto el camino a descripciones penetrantes de las operaciones reales de lenguaje y a muchas de sus “leyes” subyacentes.

Esta realización tiene una relación irónica con el marxismo. Por un lado repite una importante y a menudo predominante tendencia dentro del propio marxismo, que va desde el marco de los análisis comparativos y la clasificación de los estadios de una sociedad a través del descubrimiento de ciertas leyes de cambio fundamentales dentro de estos niveles sistemáticos, a la afirmación de un sistema "social” dominante, a priori inac­cesible a los actos de voluntad e inteligencia individuales. Esta afinidad aparente explica la síntesis tentativa entre marxismo y lingüística estructural que ha constituido un fenómeno tan influyente desde mediados del siglo veinte. Pero los marxistas hubieron de notar, primero, que la historia, en sus sentidos más específicos, activos y relacionados, ha desaparecido (inclusive en una cierta tendencia ha sido excluida teóricamente) de este recuento de una actividad social tan central como el lenguaje; y segundo, que las categorías en las que esta versión del sistema

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ha sido desarrollada son las categorías burguesas usuales en las cuales una sepafación y distinción abstracta entre lo “indivi­dual” y lo "social” se ha convertido en algo tan habitual que es tomada como punto de partida “natural”

De hecho, hubo poca labor específicamente marxista sobre el lenguaje antes del siglo veinte. En su capítulo sobre Feuerbach en La Ideología Alemana, Marx y Engels tocaron el tema como parte de su influyente argumento contra la conciencia pura, directiva. Recapitulando los “momentos” o “aspectos” de una concepción materialista de la historia, escribieron:

"Solamente ahora, luego de haber considerado cuatro momentos, cuatro aspectos de las relaciones históricas fundamentales, nos encontramos con que el hombre también posee conciencia’; pero aún así, no una concien­cia inherente, ni pura. Desde el comienzo el espíritu’ es afligido en el transcurso de ser cargado’ con una cuestión que hace aquí su aparición bajo la forma de agitadas capas de aire y de sonidos, en síntesis: de lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia, el lenguaje es conciencia práctica, ya que existe para los demás hombres, y por aquella razón está realmente comenzando a existir per­sonalmente para mí; ya que el lenguaje, como conciencia, sólo surge de la necesidad, la necesidad de intercambio con otros hombres.”3

Tan lejos como llega, esta descripción es totalmente com­patible con el enfoque puesto en el lenguaje como actividad práctica constitutiva. La dificultad emerge, así como habían surgido en formas diferentes en referencias previas, cuando la idea de lo constitutivo es deshecha en elementos ordenados temporalmente. Por ende, hay un peligro obvio, en el pensa­

3Op. Cit.,p. 19.

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miento de Vico y de Herder, al hacer del lenguaje algo "prima­rio” y "original”, no en el sentido aceptable de que es una parte necesaria del mismo acto de autocreación, humana, sino en el sentido relativo y disponible del lenguaje considerado como el elemento fundante de la humanidad: "...en el comienzo era el Verbo” Es precisamente el sentido del lenguaje como un ele­mento indisoluble de la autocreación humana lo que confiere un significado aceptable a su descripción como "constitutivo” Hacerle preceder todas las otras actividades conexas es reclamar algo muy distinto.

La idea del lenguaje como algo constitutivo siempre corre el riesgo de ese tipo de reducción. No sólo en la dirección de la palabra creativa aislada, que deviene en idealismo, sino tam­bién, como realmente sucedió, en materialismo y positivismo objetivistas, donde “el mundo” o “la realidad” o “la realidad social” son categóricamente proyectados como una formación preexistente respecto de la cual el lenguaje es simplemente una respuesta.

Lo que Marx y Engels realmente dicen en este pasaje apunta a la simultaneidad y la totalidad. Las "relaciones históricas fundamentales” son vistas como "momentos” o “aspectos”, y el hombre por ende también posee "conciencia”. Por otra parte, este lenguaje es material: las “agitadas capas de aires, de sonidos”, son producidas por el cuerpo físico. Entonces no es cuestión de cualquier prioridad temporal de la “producción de la vida material” considerada como un acto separado. El modo distintivamente humano de esta producción primordialmente material ha sido caracterizado bajo tres aspectos: necesidades, nuevas necesidades, y reproducción humana - “por supuesto, no para ser consideradas como tres estadios diferentes... sino... que han existido simultáneamente desde el amanecer de la his­toria y el primer hombre, y se reafirman en la historia actual”. La humanidad distintiva del desarrollo es, pues, expresada por

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el cuarto “aspecto”: que tal producción es desde e l comienzo también una relación social. Lo cual involucra desde el comien­zo, como un elemento necesario, aquella conciencia práctica que es el lenguaje.

Hasta ahora el enfoque es primariamente “constitutivo”, en el sentido de una indisoluble totalidad de desarrollo. Pero es fácil ver cómo, también en esta dirección, lo que comienza como un modo de análisis de los aspectos de un proceso total se desarrolla hacia categorías filosóficas o “naturales” -simples declaraciones materialistas que retienen la separación idealista entre “lenguaje” y “realidad” pero que simplemente revierten sus prioridades- y hacia categorías históricas, en las cuales hay, prim ero , producción social material y luego (más que también) lenguaje.

En su desarrollo esencialmente positivista, desde fines del siglo diecinueve hasta mediados del veinte, un tipo predo­minante de marxismo hizo esta reducción práctica: no muy directamente en la teoría del lenguaje, que era negada en su totalidad, sino habitualmente en sus referencias a la conciencia y en sus análisis de las actividades prácticas del lenguaje agru­padas bajo las categorías de “ideología” y “superestructura” Por otra parte, esta tendencia se vio reforzada por su erróneo tipo de asociación con el importante trabajo científico sobre los medios físicos del lenguaje. Esta asociación era absolutamente compatible con el abordaje material del lenguaje, pero dada la separación práctica entre “el mundo” y “el lenguaje con el cual hablamos de él” o, en otra forma, de “realidad” y “conciencia”, la materialidad del lenguaje sólo puede ser aprehendida como física -una serie de propiedades físicas- y no como actividad material: de hecho, es la usual disociación científica de la fa­cultad física abstracta con respecto a su real uso humano. La situación resultante ha sido bien descrita, en otro contexto, por Marx, en la primera Tesis sobre Feuerbacb:

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“El principal defecto de todo el materialismo hasta ahora (incluido el de Feuerbach) es que el objeto, la rea­lidad, lo que aprehendemos a través de nuestros sentidos, es comprendido sólo en la forma de un objeto de contem­plación (anschauung}', mas no como actividad humana sensorial, como práctica; no subjetivamente. De allí que en oposición al materialismo el lado activo fue desarro­llado, abstractamente, por el idealismo, que por supuesto no conoce la real actividad sensorial como tal.”4

Esta era, por cierto, la situación del pensamiento acerca del lenguaje. El enfoque activo de Vico y Herder había sido desarrollado notablemente por Wilheim von Humboldt. El problema heredado de los orígenes del lenguaje había sido notoriamente retomado por él. El lenguaje, por supuesto, se desarrolló en algún punto en la historia de la evolución, pero no es sólo que no tenemos virtualmente ninguna información sobre ello; es centralmente que cualquier investigación huma­na de un aspecto tan constitutivo encuentra el lenguaje ya allí, en sí mismo, y en su presunto objeto de estudio. El lenguaje ha de ser visto como un persistente tipo de creación y recreación; una presencia dinámica y un proceso regenerativo constante, Pero este aüento, nuevamente, puede moverse en direcciones diferentes. Puede razonablemente haber sido asociado al én­fasis en la práctica total, indisociable, en la cual la “presencia dinámica” y el “proceso regenerativo constante” serían nece­sariamente modos de “producción y reproducción de la vida real” concebida en forma similar. Lo que sucedió, en cambio, en Humboldt y especialmente luego de él, fue una proyección de esta idea de la actividad dentro de las formas esencialmente idealistas y cuasi sociales: sea la “nación”, basada en una versión abstracta de la “mentalidad popular” o la (ahistórica) “con­

4 L a Ideología alemana, pág. 197.

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ciencia colectiva” o el “espíritu colectivo” la capacidad creativa abstracta -autocreativa, aunque anterior y separada de la prác­tica social material, como en Hegel-; sea, persuasivamente, lo “individual”, abstraído y definido como “subjetividad creativa”, el punto de partida del significado.

La influencia de estas variadas proyecciones ha sido pro­funda y prolongada. La idea abstracta de la "nación” pudo ser prontamente relacionada con el trabajo filológico fundamental acerca de las “familias” de lenguas y acerca de las propiedades distintivas heredadas de las lenguas particulares. La idea abs­tracta de lo individual pudo ser rápidamente conectada con el énfasis puesto sobre una realidad primordialmente subjetiva y una consecuente “fuente” de sentido y creatividad que surgió en los conceptos románticos de “arte” y “literatura” y que defi­nieron la parte central del desarrollo de la “psicología”.

Por ende, el acento puesto en el lenguaje como actividad, que fue la contribución crucial de esta línea de pensamiento y que era una corrección determinante de la pasividad inhe­rente al positivismo y al materialismo objetivista, usualmente formalizada en la metáfora del “reflejo”, fue a su vez reducido de actividad específica (por lo tanto necesariamente social y material o, en el sentido pleno, histórico) a ideas de tal activi­dad, categorizadas como “nación” o “espíritu” o lo “individual creativo”. Es significativo que una de estas categorías, “lo indi­vidual” (no el ser humano específico, único, que por supuesto no puede estar en duda, sino la generalización de la propiedad común de todos estos seres como “individuos” o “sujetos”, que ya son categorías sociales, con inmediatas implicancias socia­les), resultó prominente también en la tendencia dominante del materialismo objetivista. La exclusión de la actividad, del hacer, de la categoría de la “realidad objetiva”, la abandonó a ser contemplada sólo por sujetos que podrían en una versión ser ignorados en la observación de la realidad objetiva -e l “sujeto”

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activo siendo reemplazado por el “observador” neutral- o, en otra versión, cuando se hizo necesario hablar sobre el lenguaje o sobre otras formas de práctica, apareció en relaciones inter­subjetivas hablando a otros o para otros, pasando información o un “mensaje” entre unos y otros, como identidades separadas o discernibles, antes que unos con otros, el hecho del lenguaje constituyendo y confirmando su relación. El lenguaje perdió aquí en forma decisiva su definición como actividad consti­tutiva. Se transformó en una herramienta o un instrumento o un medio utilizado por individuos cuando tenían algo que comunicar, distinto de la facultad que hacía de ellos, desde el comienzo, no sólo capaces de relacionar y comunicar sino, en términos reales, de ser prácticamente conscientes y por ende de poseer la práctica activa del lenguaje.

Contra esta reducción del lenguaje a su instrumentalidad, la idea del lenguaje como expresión, que fue el principal efecto de la versión idealista del lenguaje como actividad, era eviden­temente atractiva. Aparecía literalmente para hablar de una experiencia del lenguaje que la teoría rival, reducida a trans­mitir información, intercambiar mensajes y nominar objetos, en efecto suprimía. Podría incluir la experiencia de hablar con otros, o de participar en el lenguaje, de producir o responder al ritmo o la entonación que no tenían contenidos de simple “información” o “mensaje” u "objeto”: experiencia, por cierto, que era más evidente en la “literatura” y que había sido hecha idéntica, por la especialización, a ella. No obstante, lo que realmente sucedió fue una profunda división que produjo sus propias y poderosas categorías de separación, algunas de ellas siendo viejos términos en nuevos formatos: división categórica entre lo “referencial” y lo "emotivo”, entre lo “denotativo” y lo "connotativo”, entre “lenguaje ordinario” y “lenguaje literario”. Por cierto, los usos hacia los cuales estas categorías apuntaban pueden ser distinguidos como elementos de prácticas especí-

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ficas definidos por situaciones específicas. Pero su proyección como categorías, y luego su proyección ulterior como entida­des separadas, “cuerpos” separados de uso del lenguaje, permi­tió la disolución y la especialización que por un largo tiempo previno sobre las cuestiones básicas de los argumentos sin fin acerca del lenguaje siendo focalizados dentro de un área única del discurso.

El marxismo debería haberse convertido en esa área del discurso, pero desarrolló sus propias formas de limitación y especialización. La más evidente de esta era una especialización del conjunto del proceso social material en relación con el “tra­bajo”, que fue más y más detenidamente concebido. Esto tuvo sus efectos en el importantísimo argumento acerca de los orí­genes y desarrollo del lenguaje, que podría haber sido reabierto en el contexto de la nueva ciencia de la física antropológica evolucionista. Lo que en su lugar sucedió fue una aplicación del concepto abstracto de “trabajo” como un origen efectivo singular. Por ende, en una autorizada exposición moderna se sostiene que:

“Primero el trabajo, luego el habla articulada, fueron los estímulos principales bajo la influencia de los cuales el cerebro del mono gradualmente se transformó en el cerebro humano ”5

Esto no sólo establece un desarrollo temporal abstracto en dos estadios, sino que además convierte tanto al trabajo como al lenguaje en “estímulos”, cuando el acento real debería estar puesto en las prácticas asociadas a ellos. Esto conduce a una abstracción de los estadios de la evolución:

5 Fundamentos de M aterialism o Dialéctico, ed. Schneierson, Moscú, 1967, p. 105.

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“El desarrollo del trabajo condujo a los miembros de la comunidad a una cercanía mayor, lo cual les permitió expandir su actividad conjunta y sostenerse mutuamente.Las relaciones de. trabajo dieron origen en el hombre primitivo a la necesidad de hablar y de comunicarse con los demás.”6

Esto es, en efecto, idealismo en lo concerniente a estímulos y necesidades, que debe ser contrastado con una teoría pro­piamente materialista en la cual el trabajo y el lenguaje, como prácticas, pueden ser consideradas como evolutiva e histórica­mente constitutivas:

“El argumento de que no podría haber lenguaje sin la estructura del hombre moderno es precisamente el mis­mo de la vieja teoría que hace de las manos del hombre

Pero los instrumentos son miles de años más viejos que las manos del hombre en su forma moderna. Las moder­nas estructuras productoras de habla son el resultado del éxito evolutivo del lenguaje, así como la mano específica­mente humana es el resultado del éxito en la evolución de los instrumentos.”7

Toda teoría constitutiva de la práctica, y en especial una teoría materialista, tiene efectos importantes más allá de la cuestión de los orígenes al retomar el problema del proceso ac­tivo del lenguaje en cualquier época: un nuevo abordaje que va más allá de las categorías separadas de “lenguaje” y “realidad”. ,Sm embargo, el marxismo ortodoxo permaneció enclavado en

6Ibíd.,‘ pág. 105.7 Washburn, J.S., y Lancaster, J.B.: Currcnt Anthropoloy, vol. 12, no. 3 1971.

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la teoría del reflejo porque era la única conexión materialista plausible entre todas las categorías abstractas heredadas. La teoría del reflejo, en su primer período, estaba centralizada en los más burdos modelos de estímulo y respuesta, adaptados de la fisiología positivista. En su segundo período, en la obra tardía de Pavlov, se le sumó, como una forma de tratar con las propiedades especiales del lenguaje, el concepto de “segundo sistema de señales”, siendo el primero el simple sistema físico de sensaciones y respuestas. Esto era mejor que nada, pero asimilaba el lenguaje a las características de un “sistema de signos” de formas relativamente mecánicas, y en la práctica resultó inadecuado para los problemas del significado más allá de los simples modelos asociativos. Partiendo de este punto, L .S. Vygotsky8 propuso una nueva teoría social, aún llamada “segundo sistema de señales”, en la que el lenguaje y la concien­cia estaban liberados de las simples analogías con la percepción física. Su trabajo acerca del desarrollo del lenguaje en niños y del problema crucial del “discurso interior” brindó un nuevo punto de partida desde la perspectiva del materialismo históri­co. Pero para una generación esto fue negado por el marxismo ortodoxo. Entretanto, el trabajo de N. S. Marr, basado en mo­delos anteriores, ligó el lenguaje ala “superestructura” e incluso a la simple base de clase. Posiciones dogmáticas, tomadas de otras áreas del pensamiento marxista, limitaron los necesarios desarrollos teóricos. Resulta una ironía que la influencia de Marr fuera en efecto cancelada por Stalin en 1950 al declarar que el lenguaje no era “parte de la superestructura” y que no reviste ningún' “carácter de clase” esencial, sino más bien un “carácter nacional”. Lo irónico estriba en que esas posiciones, aunque necesarias en aquel contexto, simplemente reenviaron el argumento a un estadio muy anterior en el cual el estatuto del “reflejo” y, más específicamente, el de “superestructura”,

8 Pensamiento y lenguaje, Moscú, 1934

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debían, en términos marxistas, ser puestos en cuestión. Por otra parte, en la misma época la lingüística había llegado a ser dominada por una específica y distintiva forma de objetivismo, producido por el poderoso sistema del estructuralismo y la semiótica. Fue en este punto que las posiciones generalmente marxistas en otros campos, especialmente en la forma popular de sistemas objetivamente determinados, fueron prácticamen­te sintetizadas con teorías del lenguaje que, desde una posición plenamente marxista, debían ser profundamente atacadas.

Tales teorías habían sido duramente combatidas en los años veinte en Leningrado, donde había comenzado a surgir de he­cho una escuela de lingüística marxista. Su mejor representante fue V. N. Voloshinov, cuya obra El marxismo y la filosofía del lenguaje apareció, en dos ediciones, en 1929 y 1930; la segunda edición sería traducida al inglés9. En la actualidad se cree que Voloshinov es el seudónimo de M. Bajtín, autor de un estudio sobre Dostoievsky10. Cualquiera sea la verdad, nos referire­mos por conveniencia al texto publicado bajo el nombre de Voloshinov.

La contribución decisiva de Voloshinov fue el hallazgo del camino más allá de las poderosas pero parciales teorías de la expresión y del sistema objetivo. Dio con él en términos fundamentalmente marxistas, aunque hubo de comenzar diciendo que el pensamiento marxista acerca del lenguaje era virtualmente inexistente. Su originalidad reside en el hecho de que no procuró aplicar otras ideas marxistas al lenguaje. Por el contrario, él reconsideró el problema del lenguaje en su totalidad dentro de una orientación marxista general. Esto lo facultó para ver la “actividad” (la fortaleza del enfoque idealista

9 Marejka y Titunik, Nueva York y Londres, 1973.10 Problemy Ivor cestva Dostoevskogo, 1963; véase asimismo "P. N. Medvedcv”, autor de Form al’ny metod v literaturovedenii ~ kriticeskoe vve- denie v sociologiceskujupoétiky - E l método form al en los estudios académi­cos: una introducción critica a la poética sociológica, 1928

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después de Humboldt) como una actividad social y el "sistema” (la fortaleza de la nueva lingüística objetivista) en relación con esta actividad social y no, como había sucedido hasta entonces, separada formalmente de ella. Por lo tanto, al diseñar sobre la fuerza de tradiciones alternativas y al emplazarlas lado a lado y mostrar sus debilidades radicales conexas, abrió el camino para una nueva clase de teoría que ha sido necesaria por más de un siglo.

Mucho de este esfuerzo estuvo dirigido a recobrar el énfa- sis pleno sobre el lenguaje concebido como actividad, como conciencia práctica, que había sido debilitado y en efecto de­negado por su especialización en una más estrecha “conciencia individual” o “psiquis interior” La fuerza de esta tradición era todavía su insistencia en la creación activa de significados, a di­ferencia de la asunción alternativa de un sistema formal cerra­do. Voloshinov sostenía que el significado era necesariamente una acción social dependiente de una relación social. Pero la comprensión de esto dependía de la recuperación del sentido pleno de lo social, a diferencia tanto de la reducción idealista de lo social a un producto heredado, ya hecho, una “costra inerte” más allá de la cual toda creatividad era individual, como de la proyección objetivista de lo social en un sistema formal, ahora autónomo, y gobernado sólo por sus leyes internas, dentro de las cuales, y únicamente de acuerdo a las cuales, eran producidos los significados. Cada sentido, en su raíz, depende del mismo error: de la separación de lo social de la actividad significativamente individual (aunque las posiciones rivales evaluaron los elementos separados en forma diferente). Contra el psicologismo del enfoque idealista, Voloshinov sostenía que “la conciencia adquiere forma y existencia en el material de los signos creados por un grupo organizado en el proceso de su in­terrelación social. La conciencia individual se nutre de signos; su crecimiento deriva de ellos; refleja su lógica y sus leyes”11.

11 Op. C it.p .13.'

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Normalmente es en este punto (y el peligro crece siempre al retener el concepto de “signo” que Voloshinov revalorizó pero continuó usando) que el objetivismo encuentra su vía de ingreso. “El material de los signos” puede ser traducido como “sistema de signos” Este sistema puede entonces ser proyecta­do (por cierta noción de un contrato social teórico, como en Saussure, protegido del examen por la asunción de la prioridad del análisis sincrónico sobre el diacrónico) tanto más allá de la historia como más allá de cualquier concepción activa de la vida social contemporánea, en la cual significativamente participan individuos socialmente relacionados en lugar de representar las leyes y los códigos de un sistema lingüístico inaccesible. Cada aspecto del argumento de Voloshinov tiene una relevante vigencia, pero es en su (incompleta) revaloración del concepto de “signo” que su significación contemporánea resulta más evidente.

Voloshinov aceptaba que un "signo” en el lenguaje poseía, por cierto, un carácter “binario”. (De hecho, como veremos, su retención de estos términos facilitó que se perdiera su trabajo para los desafíos más radicales). Es decir, él sostenía que el sig­no verbal no es equivalente al objeto o cualidad que indica o expresa ni es simplemente un reflejo suyo. La relación dentro del signo entre el elemento formal y el significado que este ele­mento conlleva es pues inevitablemente convencional (y en ello concuerda con la teoría semiótica ortodoxa tradicional), pero no es arbitraria12 y, principalmente, no es fija. Por el contrario, la fusión del elemento formal y el significado (y es el hecho de la fusión dinámica lo que hace que la conservación de la descrip­ción “binaria” resulte engañosa) es el resultado de un proceso

12 La cuestión de si un signo es “arbitrario” es objeto de alguna confusión puntual. El término fue desarrollado distinguiéndolo de “icónico” para indicar, correctamente, que la mayoría de los signos verbales no son “imá­genes” de cosas. Pero se desarrollaron otros sentidos de "arbitrario”, en la dirección de "azaroso” o “casual”, y fue a ello a lo que se opuso Voloshinov.

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real de desarrollo social, de las actividades reales de habla en el continuo desarrollo de una lengua. Por cierto, lo signos sólo pueden existir cuando es postulada esta relación social activa. El signo utilizable -la fusión de elementos formales y el signi­ficado- es un producto de esta actividad de habla entre indivi­duos reales que están en algún tipo de relación social continua. El “signo” es en este sentido su producto, mas no simplemente su producto pasado, como en las descripciones reificadas de un sistema de lenguaje “ya dado”. Los verdaderos productos comu­nicativos que devienen signos utilizables son, por el contrario, la evidencia viva de un proceso social continuo en el cual los in­dividuos nacen y dentro del cual son constituidos, pero al cual también han contribuido activamente en un proceso continuo. Esto conforma a la vez su socialización y su individuación: los aspectos vinculados de un proceso singular al que las teorías al­ternativas de “sistema” y “expresión” han dividido y disociado. No encontramos pues un “lenguaje” y una “sociedad” reifica- dos, sino un lenguaje social activo. Tampoco (retrotrayéndonos a la teoría materialista positivista y ortodoxa) es este lenguaje un simple “reflejo” o “expresión” de la “realidad material”. Lo que tenemos, más bien, es una captura de esta realidad a través del lenguaje, que como conciencia práctica está saturado por y satura a la actividad social, incluyendo la actividad productiva. Y, desde que esta captación es social y continua (como diferen­te de los encuentros abstractos del “hombre” y “su mundo”, o la “conciencia” y la "realidad”, o el “lenguaje” y la “existencia material”) ocurre dentro de una sociedad activa y cambiante. Es de y hacia esta experiencia -el perdido término medio en­tre las entidades abstractas “sujeto” y “objeto” sobre las cuales son erigidas las proposiciones del idealismo y el materialismo ortodoxo- que el lenguaje habla. O, para ponerlo en términos más directos, el lenguaje es la articulación de esta experiencia activa y cambiante; una dinámica y articulada presencia social en el mundo.

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No obstante, es cierto que este modo de articulación es espe­cífico. Esta es la parte de verdad que el formalismo había capta­do. La articulación puede verse, y en algunos aspectos debe ser vista, como formal tanto como sistemática. Un sonido físico, conio muchos otros elementos naturales, puede ser convertido en signo, pero su distinción, sostenía Voloshinov, es siempre evidente: “un signo no existe simplemente como parte de una realidad, refleja y refracta otra realidad”. Lo que lo distingue como signo, y ciertamente hace de él un signo, es en este sen­tido un proceso formal: una articulación específica del signi­ficado. La lingüística formal ha enfatizado este punto, mas no ha discernido que el proceso de articulación es necesariámente también un proceso m ateria ly que el signo mismo se convierte en parte de ur; mundo físico y material (socialmente creado): “sea un sonido, una masa física, un color, el movimiento de un cuerpo o algo similar” La significación, la creación social del significado a través del uso de signos formales, es pues una ac­tividad práctica material; es por cierto, literalmente, un medio de producción. Es una forma específica de aquella conciencia práctica que resulta inseparable de toda actividad social mate­rial. No es, como lo supondría el formalismo y como la teoría idealista de la expresión asumió desde el inicio, una operación de y dentro de la “conciencia”, que se convertiría de ese modo en un estadio o un proceso separado, a prior i, de la actividad social material. Es, por el contrario, y al mismo tiempo, un proceso material distintivo -la producción de signos- y, en la cualidad central de su distinción como conciencia práctica, está involu­crado desde el comienzo en toda otra actividad humana social y material.

Los sistemas formalistas en este punto suelen dar la impre­sión de estar refiriéndose a lo “ya dado”, a la "determinación en última instancia de la estructura económica”, como sucede en algunas versiones corrientes del marxismo estructuralista.

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Es para evitar este tipo de reducción que hemos de conside­rar la distinción crucial entre “signo” y “señal” efectuada por Voloshinov. En las teorías del lenguaje que lo consideran un reflejo, sean variedades de materialismo positivista o teorías tales como el conductismo psicológico, todos los “signos” son en efecto reducidos a “señales”, dentro de un simple modelo del “objeto” y la “conciencia” o del “estímulo” y la “respuesta”. Los significados son creados por el reconocimiento (repetido) de lo que son en efecto “señales”: señales de las propiedades de un objeto o del carácter de un estímulo. La “conciencia” y la “res­puesta” “contienen” (porque esto es ahora lo que el significado es) aquellas propiedades o aquel carácter. La pasividad y el me­canismo asignados a tales descripciones han sido reconocidas a menudo. Por cierto, fue contra esa pasividad y ese mecanismo que el formalismo hizo su mayor contribución, con su insisten­cia en la articulación específica (formal) de los significados a través de los signos.

Pero ha sido a menudo menos perceptible que muchas teo­rías distintas, basadas en el carácter determinado de sistemas de signos, dependen, en última instancia, de una idea comparable del carácter fijo del signo,, que es así, en efecto, un desplaza­miento de contenidos fijos a formas fijas. El análisis intensivo de estas escuelas rivales nos ha permitido reconocer el hecho de que la conversión del “signo” (como el propio término siempre lo hizo posible y hasta probable), sea en un contenido fijo o una forma fija, es la negación radical de la conciencia práctica activa. El signo, en cualquier caso, es movido en dirección a la señal, a la que Voloshinov distingue del signo por el hecho de que es intrínsecamente limitada e invariante. La verdadera cualidad del signo (hubiera sido preferible hablar de un ele­mento significativo de un lenguaje) es que resulta efectivo en la comunicación, una fusión genuina de un elemento formal y un significado (cualidad que ciertamente comparte con las seña­

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les) pero también que como una función de la actividad social continua es capaz de modificación y desarrollo: el proceso real que ha de observarse en la historia de un lenguaje, pero al cual la privilegiada prioridad del análisis “sincrónico” ha ignorado o reducido a un carácter secundario o accidental.

Por cierto, desde que existe, como un signo, por su cualidad de relación significativa -tanto la relación entre elemento y significado formal (su estructura interna) como las relaciones entre las personas que realmente lo utilizan, en el lenguaje práctico, hacen de él un signo- tiene, como la experiencia so­cial que está en el principio de su formación, propiedades tanto dialécticas como generativas. En forma característica no tiene, como la señal, significados fijos, determinados, invariantes. Debe tener un núcleo efectivo de significados aunque en la práctica tenga un rango variable, que corresponde a la variedad infinita de situaciones en las cuales es utilizado activamente. Estas situaciones incluyen relaciones nuevas y cambiantes tan­to como relaciones recurrentes, y esta es la realidad del signo como fusión dinámica del “elemento formal” y el “significado” - “forma” y "contenido”- más que como una significación in­terna fija, ya, dada. Esta cualidad variable, a la que Voloshinov denomina multi-acentual, es por supuesto el desafío necesario a la idea de significados “correctos” o “apropiados” que han sido desarrollada por la filología ortodoxa en los estudios de lenguas muertas, y que han sido asumidos tanto en las distin­ciones sociales de clase de un lenguaje estándar flanqueado por “dialectos” o por “errores”, como en las teorías literarias acerca de una lectura "correcta” u “objetiva”. No obstante la cualidad de la variación -no de la variación aleatoria sino la variación considerada como un elemento necesario de la conciencia práctica- conduce lentamente también contra las descripcio­nes objetivistas del sistema de signos. Este es uno de los argu­mentos decisivos en contra de la reducción del hecho crucial

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de la determinación social a la idea de la determinación por un sistema. Sin embargo, a la vez que conduce lentamente a la oposición de todas las formas de objetivismo abstracto, ofrece asimismo una base para una reconsideración vital del problema de la “subjetividad”

La señal, en su invariabilidad fija, es ciertamente un hecbo colectivo. Debe ser recibida y repetida, o una nueva señal ha de ser inventada, pero en todo caso el nivel en el cual opera es de naturaleza colectiva: es decir, debe ser reconocida pero no necesita ser internalizada, al nivel de sociabilidad que ha ex­cluido (como las versiones reducidas de lo social comúnmente excluye) la participación activa de individuos conscientes. La señal, en este sentido, es una propiedad colectiva fija, intercam­biable; de un modo que le es característico, es tan fácilmente importada como exportada. El verdadero elemento del signi­ficativo lenguaje debe tener una capacidad diferente desde un comienzo: la de transformarse en un signo interior, en parte de una conciencia práctica activa. Por lo tanto, en adición a su existencia social y material entre individuos reales, el signo es también parte de una conciencia verbalmente constituida que permite a los individuos el uso de signos por propia iniciativa, tanto en actos de comunicación social, como en prácticas que, no siendo manifiestamente sociales, pueden ser interpretadas como personales o privadas.

Esta concepción es, pues, radicalmente opuesta a la cons­trucción de todos los actos de comunicación desde relaciones y propiedades objetivas predeterminadas, dentro de los cuales no es posible ninguna iniciativa individual, de tipo creativo o auto-generado. Es pues un decisivo rechazo teórico de las versiones mecánicas, conductistas o saussureanas de un sistema objetivo que se halla más allá de la iniciativa individual o del uso creativo. Pero es también una refutación teórica de teorías del lenguaje subjetivistas que lo conciben como una expresión

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individual, desde que lo que se halla internamente constituido es el hecho social del signo que admite relaciones o significa­dos sociales definidos, aunque nunca fijos o invariantes. Se le ha dado mucha fuerza, y se le seguirá dando, a las teorías del lenguaje que lo consideran una expresión individual, me­diante la rica experiencia práctica de los “signos interiores” -el lenguaje interior- en el repetido conocimiento individual de las “actividades del lenguaje interior”, ya sea que las llamemos "pensamiento” o “conciencia” o real composición verbal. Estas actividades “interiores” involucran el uso de palabras que no son, al menos en aquel estadio, dichas o escritas por ninguna otra persona. Cualquier teoría del lenguaje que excluya esta experiencia, o que busque limitarla a la condición de residuo, subproducto o ensayo (aunque a menudo pueda ser cualquiera de ellos) de una manifiesta actividad social del lenguaje, es nuevamente reductiva del lenguaje social a la condición de conciencia práctica. Lo que realmente debe decirse es que el signo es social, pero que en su propia cualidad de signo es capaz tanto de ser internalizado -por cierto, ha de ser internalizado si ha de ser un signo para la relación comunicativa entre personas reales que inicialmente usan sólo sus propios poderes físicos para expresarlo- y de ser continuamente realizable, social y materialmente, en la comunicación manifiesta. Esta relación fundamental entre el signo “interior” y el signo “material” - una relación a menudo experimentada como una tensión pero siempre vivida como una actividad, una práctica- requiere una exploración radical intensiva. En su psicología del desarrollo individual, Vigotsky comenzó su exploración y al punto dis­cernió ciertas características distintivas del “discurso interior” constitutivas más que, como en Voloshinov, meramente trans­feridas. Esto ocurre aún dentro de la perspectiva de una teoría histórico materialista. La compleja relación, vista desde otro ángulo, necesita una exploración específicamente histórica,

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puesto que es en el movimiento de la producción de lenguaje por los recursos físicos del hombre sólo, a través de la historia material de la producción de otros recursos y de los problemas tanto de la tecnología como de la notación que por ende se ven involucrados en ellos, en la historia social activa del complejo que conforman los sistemas comunicativos que hoy son parte tan importante del propio proceso productivo material, donde la dinámica del lenguaje social -su desarrollo de nuevos medios de producción dentro de medios de producción básicos- debe ser hallada.

Entretanto, siguiendo a Voloshinov, podemos observar precisamente cómo todo proceso social es actividad entre indi- é t viduos reales, entre individualidades, por el hecho plenamente social del lenguaje (tanto como discurso “interior” como “exte­rior”) es la constitución activa, dentro de seres físicos distintos, de la capacidad social que es el medio de realización de cual­quier vida individual. La conciencia, en este sentido preciso, es un ser social. Es la posesión, a través de desarrollos y relaciones sociales activas y específicas, de una capacidad social precisa, que es el “sistema de signos” Voloshinov, incluso después de estas formulaciones fundamentales, continúa hablando del “sistema de signos”: formulación que había sido decisivamente producida en la lingüística saussureana, Pero si seguimos sus argumentos encontramos cuán difícil y confusa puede ser esta formulación. El propio "signo” -la marca o el símbolo, el ele­mento formal- debe ser reevaluado con el propósito de enfa­tizar su variabilidad y sus elementos internamente activos que indican no sólo una estructura interna sino una dinámica inter­na. Del mismo modo, el “sistema” debe ser reconsiderado a fin de acentuar más el proceso social que la “sociabilidad” fija: una revaluación que fue hecha en parte por Jakobson y Tinianov (1928) con una argumentación formalista y con el reconoci­miento de que “cada sistema existe necesariamente como una

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evolución, mientras que, por otro lado, la evolución ineludi­blemente es de naturaleza sistémica”. A pesar de que éste era un reconocimiento necesario, fue limitado por su perspectiva de determinados sistemas dentro de una categoría “evolucionista” -la reificación usual del idealismo objetivo- y todavía requiere correcciones mediante el pleno énfasis puesto sobre el proceso social. Aquí, como una cuestión de absoluta prioridad, los hombres relatan y continúan relatando, ante cualquier sistema que sea producto suyo, cómo puede comprender o ejercitar su determinación como una cuestión más de conciencia práctica que de conciencia abstracta.

Estos cambios deberán ser efectuados a través de la constan­te investigación en torno al lenguaje. Sin embargo, el último punto indica una dificultad final. Gran parte del proceso social de la creación de significados fue proyectado dentro de la lingüística objetivista hacia las relaciones formales -y por lo tanto, hacia su naturaleza sistemática- de ios signos. Lo que a nivel del signo había sido abstracta y estáticamente concebido fue emplazado en un tipo de movimiento -si bien era un tipo de movimiento determinado, congelado, el movimiento de un campo de hielo- mediante las “leyes” o las “estructuras” de re­lación del sistema considerado como totalidad. Esta extensión a un sistema relacional, incluyendo su aspecto formal como gramática, es en todo caso inevitable. El aislamiento del “signo”, ya sea en Saussure o en Voloshinov es, en el mejor de los casos, un procedimiento analítico, en el peor, una evasión. Buena parte del importante trabajo sobre las relaciones en un sistema total es por lo tanto un avance evidente, y el problema de la variabilidad del signo puede aparecer contenido dentro de la variabilidad de sus relaciones formales. No obstante, mientras este tipo de énfasis en el sistema relacional es obviamente ne­cesario, se halla limitado por la consecuencia de la inicial defi­nición abstracta del signo. Las altamente complejas relaciones

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de las unidades (teóricamente) invariables nunca pueden ser sustantivas; deben mantenerse como relaciones formales. La dinámica interna del signo, incluyendo sus relaciones sociales y materiales así como su estructura formal, debe ser compren­dida como necesariamente conectada con la dinámica social y material tanto'como con la dinámica formal del sistema en su totalidad. Ha habido algunos avances en esta dirección en trabajos recientes13.

Pero ha habido también un movimiento que parece reabrir el problema en su totalidad. En la lingüística chomskyana se ha dado un paso decisivo hacia un concepto de sistema que acentúa la posibilidad y el hecho de la iniciativa individual y la práctica creativa que previamente habían sido excluidas pol­los sistemas objetivistas. Pero al mismo tiempo esta concepción presiona las profundas estructuras de la formación del lenguaje que son ciertamente incompatibles con las descripciones so­ciales e históricas corrientes acerca del origen y el desarrollo del lenguaje. El énfasis puesto sobre profundas estructuras constitutivas a un nivel evolutivo antes que histórico, puede, desde luego, ser reconciliado con la concepción del lenguaje como facultad-humana constitutiva: ejerciendo presiones y estableciendo límites, de modos determinados, al propio desa­rrollo humano. Sin embargo, mientras es conservado como un proceso exclusivamente evolutivo, se moviliza hacia descrip­ciones reificadas de la “evolución sistemática”: el desarrollo a través más de sistemas y estructuras constituidos (siendo ahora la constitución, a la vez, de un tipo que permite y limita las variaciones) que de los seres humanos reales en una práctica social continua. En este punto, el trabajo de Vygotsky sobre el discurso interior y la conciencia resulta crucial desde un punto de vista teórico:

13 Ver Rossi-Landi, 1975.

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“Si comparamos el desarrollo temprano del lenguaje y del intelecto -que, como hemos visto, se desarrollan a lo largo de lincamientos separados tanto en los animales como en los niños muy pequeños con el desarrollo del discurso interior y del pensamiento verbal, hemos de con­cluir que el estadio ulterior no es una continuación del estadio previo. La propia naturaleza d el desarrollo cam­bia , de lo biológico a lo socio-histórico. El pensamiento verbal no es una forma de conducta innata, natural, sino que está determinado por procesos histérico-culturales y posee propiedades específicas y leyes que no pueden ser halladas en las formas naturales de pensamiento y de habla.”14

Por lo tanto, podemos agregar a la necesaria definición de la facultad biológica del lenguaje como constitutiva, una igual­mente necesaria definición del desarrollo del lenguaje -indivi­dual y social al mismo tiempo- como histórica y socialmente constituyente. Lo que por ende podemos definir es un proceso dialécticp: la conciencia práctica cambiante de los seres huma­nos, en la cual tanto los procesos evolutivos como los procesos históricos pueden adquirir pleno sentido, pero también dentro de la cual pueden ser distinguidos entre las complejas variacio­nes del uso real del lenguaje. Es a partir de esta fundamentación teórica que podemos avanzar en la distinción de la “literatura”, dentro de un específico desarrollo so ció-histórico de la escri­tura, del abstracto concepto retrospectivo, tan común en el marxismo ortodoxo, que la reduce, como al propio lenguaje, a una función y luego a un subproducto (superestructural) del trabajo colectivo. N o obstante, antes de que podamos conti­nuar con esto, hemos de examinar los conceptos de la literatura que, basados en teorías anteriores del lenguaje y la conciencia, aún se mantienen vigentes.

14 Pensamiento y lenguaje, pi 51

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3. Literatura

Es relativamente difícil considerar la “literatura” como un concepto. En su uso corriente no parece ser más que una descripción específica, y aquello que es descrito es entonces, como regla, tan altamente valorado, que hay virtualmente una transferencia inmediata y desapercibida de valores específicos de trabajos particulares y de los tipos de trabajo en relación a los cuales opera como concepto, del cual aún se considera firmemente como actual y práctico. Por cierto, la propiedad es­pecial de la “literatura” como concepto es que reclama este tipo de importancia y-prioridad en las realizaciones concretas de muchos grandes trabajos, contrariamente a la “abstracción” y “generalidad” de otros conceptos y de los tipos de práctica que, por contraste, definen. Por ende, es usual ver a la “literatura” definida como “una experiencia humana plena, fundamental e inmediata”, habitualmente con una referencia asociada a “mi­nucias particulares” Por contraste, la “sociedad” es a menudo vista como esencialmente general y abstracta: resúmenes y pro­medios más que la sustancia directa de la vida humana. Otros conceptos relacionados, tales como “política”, “sociología” o “ideología”, son asimismo ubicados y desacreditados al ser con­siderados como meros caparazones endurecidos comparados con el proceso viviente de la literatura.

La ingenuidad de este concepto, en esta forma familiar, pue­de mostrarse de dos modos: teórica e históricamente. Es cierto que una versión popular del concepto se ha desarrollado en for­mas que parecen protegerla, y en la práctica a menudo lo hacen, de ambos argumentos. Se ha llevado tan lejos una abstracción esencial de lo “personal” y lo “inmediato”, dentro de esta forma de pensamiento altamente desarrollada, que el proceso total de la abstracción ha sido disuelto. Ninguna de estas etapas puede ser recorrida nuevamente y la abstracción de lo “concreto” re-