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Ediciones camaleón 1 EL DIA QUE SE REVENTO LA PRESA EL GRAN REPORTAJE

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El 31 de mayo de ese año, la presa South Fork en el lago Conemaugh, ubicada a 23 kilómetros aguas arriba de la ciudad, falló de manera catastrófica y desató una enorme ola de agua que destruyó por completo gran parte del centro de Johnstown. Murieron 2209 personas, que incluyen 99 familias completas.

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EL DIA QUE SE REVENTO LA PRESA

EL GRAN REPORTAJE

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Al ceder el muro de la presa South Fork, todo el lago se puso en movimiento. Con un ímpetu tremendo que hizo temblar los montes, 20 millones de toneladas de agua se precipitaron hacia el valle. Quienes lo presenciaron sabían que no habría salvación para la gente de la población, allá abajo. Los hombres, mujeres y niños que se encontraban en el trayecto del monstruoso torrente estaban a punto de convertirse en víctimas de uno de los peores desastres naturales que se han visto en Estados Unidos. He aquí la crónica de esa gran inundación, ocurrida hace un siglo.

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MARY WATERS era una niña de cinco años a quien le encantaba jugar con

muñecas, hacer versos y leer libros ilustrados. En la tormentosa mañana del 31 de mayo de 1889, se deslizó por la cabeza un vestido de muselina estampada, de color castaño y blanco, y se abrochó los rojos botones del frente; era su vestido predilecto, adornado con pliegues alrededor del cuello. Luego, ayudó a su hermanita Margaret a vestirse. Mary y su hermana aún estaban emocionadas por el desfile del Día del Recuerdo (celebrado el último lunes de mayo, en memoria de los militares muertos en las guerras de Estados Unidos), que había tenido lugar el día anterior, a pesar del mal tiempo. Las banderas habían ondeado a media asta y las calles habían estado llenas de espectadores. Mary y todas sus amigas gritaron tres burras en honor de los ancianos veteranos del Gran Ejército de la República (el Ejército de la Unión, o sea, del Norte, que combatió en la Guerra Civil de Estados Unidos de 1861 a 1865), que eludían los charcos al salir marchando hasta más allá del arroyo Stony hacia el Cementerio de Sandy Vale, donde estaban sepultados los caídos en aquella guerra. Pero esa noche la tormenta había empeorado. Lluvias torrenciales inundaron la ciudad. En las montañas, cada manantial y arroyuelo estaba en plena turbulencia, mientras el hinchado embalse hacía presión en la presa de tierra. La familia Waters —George, su esposa, Belle, y sus cuatro hijos— ocupaba una blanca casa de madera en la Calle Cherry número 111 de Johnstown, Pensilvania. Las tres hijas, Mary, Margaret y la nena, Eva, estaban en casa. Merle, su hermano de siete años, había ido a visitar a unos vecinos. Belle Waters era una mujer pequeña, pero vigorosa, de casi 30 años. Su marido, ingeniero de una central de energía eléctrica, estaba observando el cielo con cierta aprensión. Realmente, la región occidental de Pensilvania no necesitaba aquel chubasco adicional. Durante dos meses las montañas habían absorbido humedad. El 6 de abril habían caído 36 centímetros de nieve; después, sobrevinieron ocho días de lluvia en abril y otros once días en mayo.

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Entonces se desató aquella tormenta, que acumuló cerca de 20 centímetros de lluvia: aproximadamente cuatro mil millones de toneladas de agua. En las colinas, al norte y al este de Johnstown, los riachuelos que habitualmente bajaban graciosos de las cumbres de los Alleghenies, ahora rugían como rápidos. Los ríos que atravesaban plácidamente las praderas de las tierras altas en el verano eran ya verdaderos torrentes que destrozaban a su paso las tierras labrantías, se llevaban el ganado y derribaban puentes: todo constituía una prueba indiscutible de que muy pronto se desbordarían los ríos corriente abajo. Al mirar hacia la Calle Horner, George Waters pudo ver que los tenderos retiraban sus mercancías para salvarlas del torrente. Carretas tiradas por caballos atravesaban las inundadas calles trasladando pasajeros de las zonas bajas, cerca de la confluencia del arroyo Stony con el río Little Conemaugh, a sitios más altos. Pero Waters sabía que sobre Johnstown se cernía una amenaza peor que los ríos: el gigantesco embalse de South Fork, a 23 kilómetros río arriba, sobre el Little Conemaugh. Aquella presa, conocida también con el nombre de lago Conemaugh, medía poco más de tres kilómetros de longitud y casi dos de anchura en ciertos lugares. Había sido el lago artificial más grande de Estados Unidos en la época en que se convirtió en embalse, en el año de 1853. A muchos residentes de Johnstown les preocupaba la presa. Desde el momento en que la terminaron pareció empezar a deteriorarse, y constantemente se producían escurrimientos, conforme el agua se filtraba por el relleno de tierra. Existía cierta confianza, porque la Compañía Cambria Iron y el Ferrocarril de Pensilvania, las dos empresas dueñas de propiedades más importantes del valle, compartían el mismo problema. De seguro, vigilaban la situación del embalse; además, los opulentos caballeros del Club de Caza y Pesca de South Fork, dueños del lago, debían tener razón al afirmar que la presa no representaba peligro alguno.

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Con todo, si la presa llegaba a reventarse, un gigantesco muro de agua turbulenta se precipitaría sobre la ciudad a través del valle del Little Conemaugh. Al angustiarse cada vez más por la situación, George Waters empezó a mudar los objetos más preciosos de la familia a la planta alta. Subió el sofá, mientras Mary entretenía a su hermanita Maggie (diminutivo de Margaret) y la madre amamantaba a Eva. Las amenazadoras lluvias no eran nada nuevo para la señora Belle Waters. Desde la primera inundación de que se tuviera registro, ocurrida en 1808, Johnstown se había visto arrasada por las aguas del Little Conemaugh y del arroyo Stony en más de 20 ocasiones. La pro-pia Belle recordaba la terrible inundación del año 67, cuando ella sólo tenía ocho años: en aquella ocasión, el desbordamiento de primavera llegó al segundo piso de la casa de su familia. Con todo, las desventajas de vivir en una región donde los ríos se salían de madre periódicamente no eran nada en comparación con los recursos naturales de aquella campiña: la belleza de las montañas que atraían turistas procedentes de Pittsburgh, la fertilidad de las faldas de los montes que sostenía a los granjeros locales, y el carbón y mineral de hierro, responsables de la prosperidad de Johnstown como centro siderúrgico. Al continuar el diluvio, a Belle Waters la acometió un ominoso presentimiento. Sentada en una mecedora, miró a través del balcón vo-ladizo las densas nubes que descargaban lluvia. El agua que corría por las calles parecía furiosa, incontenible, y casi llegaba hasta el porche del frente. "¡Huyan a tierras más altas!" SOBRE la ciudad de Johnstown, John Parke examinaba el embalse de South Fork. Recién nombrado ingeniero residente del Club de Caza y Pesca de South Fork, Parke todavía no cumplía 23 años. Era su primer empleo, y tenía la intención de triunfar. Aquel día tenía la cara alargada, y sus altas botas y pantalones estaban salpicados de lodo.

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Tras el recorrido de inspección, Parke se presentó a su jefe, Elías Unger, presidente del club. — ¿Está muy grave la situación? —preguntó Unger secamente. —El agua subió más de medio metro durante la noche —señaló Parke—. Si sigue lloviendo toda la mañana... — ¿Hay indicios de que amaine? —Señor, no soy profeta del clima, pero me parece que la tormenta durará todo el día. En el aliviadero de la presa, el agua ya tenía más de dos metros de profundidad. El emparrillado para retener a los peces estaba lleno de ramas y basura, que disminuían la capacidad de desagüe del canal. El lago subía al ritmo de unos 15 centímetros por hora, incrementando la tremenda-presión que ejercía el agua sobre el embalse. Si seguía así, en unas cuantas horas el agua se derramaría por el borde superior. El lago Conemaugh estaba formado por una de las presas de tierra más grandes del mundo, construida para suministrar agua a los canales de trasporte que unían Filadelfia y Pittsburgh. Aun en comparación con los actuales monolitos de acero y concreto, sus proporciones eran considerables: 284 metros de longitud y una altura de 22 metros sobre el lecho del viejo río al que estaba anclada. En 1889, los canales ya habían desaparecido, al sustituirlos el ferrocarril. Además, el lago Conemaugh era un centro de recreo para las familias opulentas, hastiadas de inhalar el humo constante de Pittsburgh. Los magnates de esa ciudad industrial —los Mellón, los Carnegie, los Frick— pasaban periodos de dos semanas de vacaciones en una de las Cabañas del Club de Caza y Pesca de South Fork, ubicadas en la ribera, o en el propio recinto del club, cerca de la presa.

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Al inspeccionar el lugar, Unger aspiró profundamente y anunció: "Hay que quitar el emparrillado del aliviadero. No tenemos ninguna otra alternativa. John Parke atravesó en bote diremos el lago para examinar los riachuelos que desembocaban en él. Cuando volvió a reunirse con Unger en la presa, era evidente que los esfuerzos por retirar el emparrillado del aliviadero habían resultado inútiles. Los trabajadores eran incapaces de mover las pesadas rejas de hierro, obstruidas por ramas y otros desechos. — ¿Qué podemos hacer ahora, Parke? —Preguntó Unger, en tono de desesperación—. ¿Sería posible abrir otro aliviadero en el otro extremo de la presa? —Probablemente ya sea demasiado tarde. La colina es casi toda de roca maciza —replicó Parke—, pero tenemos hombres y palas, y vale la pena intentar cualquier cosa. El agua está a pocos metros de la cresta de la presa en estos momentos. Si llega al tope y empieza a derramarse, todo estará perdido. Los obreros atacaron con los picos el rocoso terreno, pero la zanja que lograron abrir resultó patéticamente ineficaz. A eso de las 11:30 de la mañana, el nivel del lago ya había llegado a la cresta de la presa. Parke sabía que, desde ese momento, la situación era crítica. La presa seguía soportando la presión, pero ya empezaban a aparecer escurrimientos. Surgió un chorro de agua que se proyectó unos nueve metros y saltó hacia el valle, y el líquido ya empezaba a penetrar por entre las piedras de los cimientos. Parke decidió que la situación era desesperada. Había llegado el momento de dar la alarma. El joven ingeniero montó en su caballo y galopó hacia la aldea de South Fork, situada tres kilómetros abajo del gran baluarte de tierra. Fue deteniéndose en las granjas para indicar a las familias que debían mudarse al borde alto del valle. Y alertó a todos los que vio en las

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calles de South Fork, gritándoles: "¡La presa no puede resistir más que unas cuantas horas! ¡Huyan a tierras más altas!" Parke galopó de regreso a la presa, y allí vio que una cortina de agua había empezado a escurrir por encima del centro. Ya había hecho cuanto estaba en su mano hacer. "¡Oh, Dios, ten piedad!" HARRIET OGLE era gerente de la oficina de la compañía telegráfica Western Unión en Johnstown. Sus superiores de la oficina de Pittsburgh la consideraban una de las mejores administradoras de sucursal. Como siempre firmaba "H. M. Ogle" en sus informes, se comentaba que los funcionarios más altos de la Western Unión creían que en Johnstown la gerencia estaba a cargo de un hombre. Regordeta, Harriet Ogle era una cuarentona muy vivaz. Al subir las aguas por las calles, fuera de su oficina, conservó la ecuanimidad. A la una de la tarde dio la orden de abandonar la planta baja y subir al primer piso. Eso implicaba apartarse de la caseta telefónica, ubicada en la planta baja. Varias personas estaban alineadas ante la caseta para tratar de comunicarse con sus familias o vecinos. Harriet y su hija Minnie, que era la subjefa de la oficina se mudaron al primer piso con los cuatro operadores y los tres mensajeros. Alrededor de las 3 de la tarde, la gerente de la sucursal trasmitió un mensaje a Pittsburgh: OPERADOR SOUTH FORK AFIRMA PRESA ESTÁ A PUNTO DE REVENTARSE. Poco antes, esa misma tarde, Cyrus Eider, abogado general de la Compañía Cambria Iron, principal centro de trabajo de la población, sintió preocupación por su esposa e hija, que estaban en casa. Era poco lo que podría hacerse en caso de que se reventara la presa de South Fork, pero él se sentiría mejor si estuviera al lado de ellas. Salió en un esquife junto con dos empleados, rumbo a su casa. Al atravesar remando el centro de la población, la embarcación se volcó, por la fuerte corriente que llegaba desde el Little Conemaugh.

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Un hombre, que iba en una carreta de altas ruedas, recogió a Eider; mas era imposible seguir adelante por la Calle Walnut, donde se alzaba la casa del abogado. Eider cambió de opinión y fue a la casa de su hermano; rogó a Dios que su esposa y Nannie, su hija de 23 años, estuvieran a salvo en su residencia de sólido ladrillo. Mientras, George y Belle Waters observaban angustiados las aguas invasoras ante el 111 de la Calle Cherry, y advertían que el río entraba por la puerta del frente, y que ya estaba empapada la alfombra del vestíbulo. Por si esto fuera poco, habían oído circular por el pueblo el rumor de que se habían producido filtraciones en la presa de South Fork. La familia debía pasar sin pérdida de tiempo a la planta alta. El reverendo G. W. Brown, pastor de la Iglesia de los Hermanos Unidos de South Fork, oyó las especulaciones referentes al embalse y resolvió subir a verlo todo personalmente. Cuando se acercaba a la presa —eran casi las 3 de la tarde—, el agua ya fluía a más de 30 centímetros por encima del tope. La rotura de la superficie de tierra ocurrió pocos minutos después. La presa se disolvió. En cuestión de minutos apareció un hueco de más de 90 metros de anchura en el muro de contención, hasta la base. "¡Dios mío, ten piedad de la gente que está allá abajo!", exclamó Brown. Al despedazarse el muro de contención, el lago entero empezó a desplazarse. Por fin, con tremenda precipitación que hizo temblar los montes, el monstruoso volumen de agua se precipitó hacia el valle. La masa de agua generó una gigantesca onda de choque, como si una enorme bestia, de 20 millones de toneladas, hubiera saltado al valle. Cubriendo las copas de los árboles, la turbulenta oleada rugía como en una fragorosa batalla, al avanzar hacia la aldea de South Fork, arrastrando consigo toneladas de rocas que rodaban impelidas por el poderoso torrente. Dos familias de granjeros, los Fisher y los Lamb, que vivían en el valle, sólo pudieron salvar sus vidas; sus pertenencias fueron arras-tradas cual juguetes por la corriente.

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Un silbato de alarma UNA HORA ANTES, allá abajo, en South Fork, la torre del telégrafo del ferrocarril había despachado el último mensaje: EL AGUA CORRE SOBRE EL MURO DEL LAGO. LA PRESA ESTÁ VOLVIÉNDOSE PELIGROSA. Entonces, la línea quedó muerta. William Pickerill, el operador de Mineral Point, recibió el mensaje y lo retransmitió a la torre principal en East Conemaugh. La advertencia se comunicó a la compañía telefónica, que, a su vez, llamó a sus clientes. No obstante, pocas personas entraron en acción. Sólo los tímidos y los prudentes se salvaron huyendo a tiempo hacia las colinas. En cuanto cedió la presa, un muro de agua de 12 metros de altura cayó sobre el arroyo de South Fork, hasta su desembocadura, a poco más de tres kilómetros. Las aguas se estrellaron en la montaña de la ribera septentrional del Little Conemaugh y avanzaron lo suficiente río arriba para destrozar un puente de hierro. Arrasaron la aldea de South Fork y, después, empezaron a bajar por los 22 kilómetros del cauce del Little Conemaugh, a través del valle, hacia Johnstown. Después de South Fork, la oleada azotó el gigantesco viaducto, donde el Ferrocarril de Pensilvania cruzaba el río Little Conemaugh. El puente de piedra, de un solo arco, se elevaba 23 metros por encima del río. Al principio soportó la fuerza de la corriente; pero los destrozados árboles y casas quedaron atrapados en la estructura y en el ojo del arco. El agua se alzó detrás del puente convertido en represa, hasta que corrieron las olas sobre las vías férreas. A los pocos minutos, la presión fue demasiado fuerte; el puente cedió, y el torrente siguió avanzando con más fuerza. En la torre de telégrafos de Mineral Point, las líneas de Pickerill ya estaban muertas en ambas direcciones. En eso, oyó el bramido del agua, seguido, momentos después, por el espectáculo de varios seres humanos que flotaban río abajo en la cresta de la oleada. A unos 100 metros de la torre, una locomotora esperaba en las vías. Pickerill le gritó a John Hess, el maquinista: "¡La presa se reventó! ¡Aléjate, o te sacará de la vía!"

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Hess jaló del silbato para hacerlo sonar, e hizo dar marcha atrás u la locomotora, hacia East Concmaugh. No se detuvo hasta que llegó a los patios de la estación; entonces, saltó y corrió por la Calle Railroad hasta su casa, adonde llegó a tiempo de reunir a su familia para llevársela lo más arriba posible, en la ladera del cerro. Tras él, el silbato del tren daba la alarma: fue la única que escuchó la población Y el silbato no calló hasta que el agua entró en la locomotora, extinguió el fuego de la caldera y arrastró a la máquina río abajo. En los patios de la estación de East Conemaugh, el Day Express, tren de paso procedente de Chicago, que viajaba rumbo al este, esperaba el aviso de que las vías estuvieran despejadas. La joven Jennie Paulson, de 20 años, iba junto a su compañera de viaje Elizabeth Bryan, en la primera sección, conversando, tranquilamente. Las muchachas se dirigían a Filadelfia para asistir a una fiesta, ese fin de semana, en casa de Elizabeth. Cuando se oyó el silbatazo del tren del maquinista Hess, las jóvenes estiraron el cuello para ver las vías. Unos ferrocarrileros pasaron rápidamente por todos los carros para indicar a los pasajeros, con la mayor calma: "¡Por favor, suban a la colina lo más pronto posible!" Y, por supuesto, se negaban a comentar aquella indicación.

Tras oír el gemido del silbato, un hombre se volvió hacia una mujer que se encontraba cerca y le dijo: "Supongo que no habrá peligro". Luego,

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miró por la ventanilla del vagón y vio, a unos 60 o 90 metros, la inmensa mole de árboles y agua que obstruía el horizonte, al precipitarse sobre el ferrocarril. Paralizados de pánico, muchos pasajeros quedaron atrapados por el agua, aun dentro del tren. Otros saltaron al exterior y se apresuraron hacia las alturas. Elizabeth y Jennie estuvieron entre los primeros pasajeros que se apearon del tren y corrieron a las faldas de los montes. Pero, ya afuera del carro de primera clase, Jennie tuvo que asir el brazo de su amiga, al ver, angustiadísima, que la lodosa agua se arremolinaba en torno de sus -flamantes zapatos blancos. Regresaron al vagón por los chanclos protectores de Jennie, y preci-samente cuando bajaban los escalones de la plataforma, el agua azotó al tren y se lo llevó. Muchos días después, y a muchos kilómetros río abajo, fueron recuperados sus cadáveres. Cuando la encontraron, Jennie aún tenía puesto los chanclos.

Diez minutos terribles DESPUÉS, el torrente se abatió sobre el pueblo de Woodvale. Precipitándose por un meandro del Little Conemaugh, el monstruo de agua corrió por la población como una aplanadora sobre una aldehuela de juguete. Algunas personas oyeron el ruido y trataron de huir hacia las

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faldas de un monte, a unos 200 o 300 metros de allí; pero pocas consiguieron llegar. El agua era demasiado profunda para que la atravesaran con rapidez. Y, para colmo de males, un tren de carga se Interponía entre el monte y los que intentaban huir. A la postre, muchos perecieron cuando ya estaban a punto de llegar a lugar seguro. Conforme avanzaba el agua, cada casa y establecimiento comercial de Woodvale quedaba aplastado o era arrastrado por la corriente. Luego, el agua destrozó la fábrica de alambres de la sucursal Gautier de la Compañía Cambria Iron, en el extremo sudoeste de Woodvale, que colindaba con Johnstown. Con saña infernal, hizo que estallaran las calderas y se elevaran surtidores de vapor. Posteriormente, un testigo presencial declaró: "Parecía que toda la fábrica se elevaba y avanzaba por el valle como una catarata de escombros". En los 22 kilómetros de su avance por el valle del Little Conemaugh, la oleada fue acumulando tantos escombros que formó una presa móvil, impulsada por el tremendo ímpetu del agua que empujaba. Esto resultó una extraña ben-dición: a pesar de la presión de su peso abrumador, aquellos despojos aminoraron el avance del agua, y así mucha gente tuvo tiempo para lle-gar a lo alto de las colinas.

Eran las 4:10 de la tarde, cuando el agua del embalse de South Fork irrumpió en Johnstown. Creyendo que la tormenta amainaba, algunos residentes se disponían a devolver los muebles a la planta baja y a sacar a sus vacas lecheras de los establos, en las faldas del monte. Seguía lloviendo, sí, pero las negras nubes ya se tornaban grises. No se recibió ningún aviso de que el agua había arrasado las poblaciones del valle del

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Little Conemaugh; sólo se oyeron los breves lamentos de las sirenas de las fábricas y el aullido de un silbato de tren. Luego, en un instante, las calles de Johnstown se ennegrecieron con la gente que corría para salvarse. Las aguas descendieron, envolviéndolos en una ola feroz. La población entera se había convertido en un impetuoso y caótico torrente. George Swank, director del Tribune de Johnstown, lo vio todo desde la ventana del primer piso del edificio del periódico. "La primera impresión", escribió, "fue la de un gran incendio, por el polvo que levantó. En un momento, Johnstown daba tumbos, y las casas de un ex-tremo se estrellaban con las del otro. Rápidamente, los despojos cayeron en un torbellino que la inundación agitaba, con inusitada furia, mientras lo aplastaba, molía y pulverizaba todo". La gente corría para buscar refugio, o se sujetaba de algún madero en una fracción de segundo para mantenerse a flote. Muchos luchaban angustiosamente por conservar la cabeza fuera del agua; otros se dejaban llevar por la salvaje corriente. Morir o sobrevivir era cuestión de segundos. Víctor Heiser, de 16 años, había visto subir el agua en la Calle Washington, afuera de su casa, durante todo aquel día. Era el único hijo de George y Mathilde Heiser, y su padre, veterano de la Guerra Civil, de 50 años, tenía un acendrado sentido teutónico del deber. Entre la lluvia y la oscuridad de la tarde, Víctor cuidaba la fina pareja de caballos del carruaje de la familia. La caballeriza se hallaba en un terreno más elevado que la casa, pero su padre señaló que era preciso llevar los caballos a pasar la noche en la ladera de un monte cercano. El muchacho llevaba los caballos fuera del establo, cuando le lastimó los oídos el ruido más aterrador que hubiera percibido en su vida. El espantoso estruendo estaba puntuado por una sucesión de fuertes estallidos. Víctor alzó la mirada a las ventanas del primer piso de su casa, donde estaban sus padres. Fue la última vez que los vio. Con una señal, su padre le indicó que subiera al rojo techo de hojalata del establo. Y lo

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que le salvó la vida al joven fue su prolongado adiestramiento en la obediencia ciega. Apenas un momento antes de que llegara la oleada, se encaramó al techo. Miró su reloj: marcaba las 4:10 de la tarde. "Desde mi elevada posición, pude ver cómo avanzaba un muro inmenso", relataría tiempo después. "Al azotarlo la corriente, mi hogar de niño se aplastó ante mis ojos como un cascarón de huevo, y lo vi desaparecer". La estructura en que se encontraba sólo pudo resistir el embate del agua unos momentos, antes de desprenderse de los cimientos para empezar a dar vueltas y más vueltas, como un barril. "A tropezones, a gatas y corriendo, quién sabe cómo conseguí mantenerme encima de todo", escribió. Al cabo, saltó al techo de la casa de un vecino, la cual gimió y crujió bajo la presión del agua. Y precisamente cuando iba a derrumbarse, Víctor se aferró a los aleros de otra casa, que permanecía en pie. "Después, durante años, me atormentaron recurrentes pesadillas en las que revivía una y otra vez la espantosa experiencia de estar colgado, con los dedos profundamente hundidos en las tablas ablandadas por el agua, sabiendo que al fin habría de soltarme". Cuando se soltó, por casualidad cayó justamente en un pedazo del techo de la caballeriza de la propia familia Heiser. Desde aquel techo, atrapado en el torbellino de agua que lo llevaba río abajo, Víctor vio morir a sus amigos y vecinos. Y, al pasar por una casa de ladrillo, saltó al techo, donde había un grupo de personas. De momento, estaba a salvo. Volvió a ver su reloj: eran las 4:20. En menos de diez minutos, el agua había segado la vida de 1800 habitantes de Johnstown. "¡Ve por las niñas!" LA GIGANTESCA oleada que entró en la población se dividió en grandes lenguas al llegar a la Iglesia Metodista. Y el templo no sólo quedó en pie,

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sino que también protegió los edificios situados detrás de él. Una lengua de la oleada se estrelló en la ladera de los montes y perdió gran parte de su impulso; luego, prosiguió río abajo hacia el puente de piedra, justamente debajo de la confluencia del Little Conemaugh con el arroyo Stony. El puente, que medía 15 metros de ancho y contenía las cuatro vías de la troncal de Pensilvania, resistió el embate de las aguas y, conforme se llenaron de escombros sus siete arcos, fue convirtiéndose en una presa. Un remolino inmenso regresó como resaca a la población, y se unió a otra lengua de la oleada, que había asolado la zona sudoccidental. La nueva presa sirvió para que se salvaran de la inundación los asentamientos ubicados río abajo, y también la inmensa fundidora de la Cambria Iron. El edificio más grande de la ciudad era el Alma Hall, en la Calle Principal: cuatro pisos de ladrillo macizo. Gracias a que permaneció erguido, más de 250 personas encontraron refugio allí. Rápidamente sucumbió a la inundación un buen número de los edificios que parecían más resistentes. Muchas estructuras de ladrillo se desmoronaron. Tras un momento de fútil resistencia, la mampostería se hizo pedazos. Sin embargo, a todos los asaltos resistió la escuela de la-drillo de Millville, situada a escasos 100 metros del agitado embotella-miento que se había producido en el puente de piedra. Muchas víctimas perdieron la vida al buscar refugio en los edificios que parecían más fuertes. Pero, cualquiera que fueran sus materiales, casi todos los edificios situados al paso de la fuerza principal de la inundación se derrumbaron en medio de una lluvia de cascajo. Mucha gente cuyo hogar no se hallaba en el camino directo de la oleada habría tenido más probabilidades de salvarse si hubiera permanecido en sus casas que, en algunos casos, flotaron hacia un lugar seguro cuando las aguas quedaron en reposo. En el número 111 de la Calle Cherry, paralela al arroyo Stony, George Waters había oído los gritos que se repetían por toda la calle. "Alguien grita dando la alarma allá afuera, Belle. ¡Sube a la planta alta, pronto!"

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George se apresuró a colocar una escalera en el escotillón que daba al inconcluso desván. Poco antes de que el agua subiera por las escaleras como si estuviese hirviendo, ayudó a su esposa a trepar y le entregó a la nena. Y todos se acurrucaron allá arriba, calados hasta los huesos, temblando de frío.

— ¿Es el fin del mundo, papito? —preguntó Mary. —No, Mary. Sólo ten calma y sé valiente. No había piso en el desván; sólo unas vigas sobre el maderamen y el yeso del techo de la planta alta. Waters les indicó que tuvieran cuidado, que se acomodaran sobre las vigas y no pisaran en medio de ellas porque la estructura no soportaría el peso de una persona. Todos se esforzaron por conservar el equilibrio cuando las aguas siguieron arremolinándose en torno de ellos. Afuera —golpeando la casa hasta inclinarla tanto que el agua era más profunda en un lado que en el otro—, se acumulaban los escombros

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arrastrados por la inundación: incluían los residuos flotantes de bosques y granjas, fábricas y casas. Árboles y puertas de graneros golpeaban un costado de la casa de los Waters. Por enfrente pasaban rápidamente carros de ferrocarril y cilindros de calderas, y también cadáveres de animales y personas. Otro sacudimiento de la casa hizo que Belle Waters perdiera el equilibrio y apoyara el pie en el frágil tablón que había en medio de las vigas. Espantada, lanzó un grito al caer con la nena a las tenebrosas aguas de la habitación de abajo. Mary y Margaret, que habían estado sentadas junto a su madre, intentaron en vano conservar el equilibrio; al cabo, ellas también caye-ron al agua. Belle se precipitó al rincón más alto de la inclinada habitación e, irguiéndose en la punta de los pies, logró conservar la ca-beza fuera del agua. Se colocó en la cabeza a la pequeña Eva. "¡Ve por las niñas!" le gritó a su marido. George trató de alargar la mano para sujetarlas. Mary y Margaret forcejeaban en el agua para seguir a flote en medio de los pedazos de madera y los demás despojos. Sus esfuerzos se redoblaban cuando se hundían bajo la negra superficie. Por fin, George Waters asió dos pies. "¡Sólo tengo a una, Belle!" gritó, desesperado. Pero, para su asombro, al sacar aquellas piernitas del agua turbia, emergieron ambas niñas: escupían y estaban terriblemente asustadas, pero ilesas. ¡George había asido un pie de cada nena! Tras izar a sus dos hijas al desván, Waters las acomodó en la estrecha pasarela, sobre las vigas. Luego, saltó abajo por el hueco del escotillón, localizó la escalera en medio de los escombros flotantes, la apoyó en la trampa y guió a su esposa para que volviera a subir; por último, le puso en brazos a la nena. La familia, calada hasta los huesos, estaba demasiado abrumada para comentar algo... excepto Mary, que se volvió a su hermanita, le quitó una hoja de árbol del pelo y exclamó: "¡Válgame Dios, Maggie, vamos a rezar!"

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Fuego en la noche DETRÁS DEL puente de piedra, miles de toneladas de escombros formaban montículos de seis a nueve metros de altura, que cubrían 12 hectáreas. Aquel tremendo caos consistía en casas despedazadas, loco-motoras y carros del ferrocarril, vías férreas y cientos de kilómetros de cable de acero y alambre de púas, todo enmarañado. Mucha gente sobrevivió en las húmedas cámaras que, a manera de panal, se formaron en aquellas ruinas; había personas atrapadas bajo los techos y en medio de los muros aplastados. Algunos lograron salir, y escaparon por los cerros sacudidos y por las hendiduras llenas de agua, hasta llegar al lugar seguro. Muchas más seguían atrapadas, cuando los desechos que iban a la deriva se incendiaron, varias horas después de que la oleada se abatió sobre la ciudad. El incendio estalló en numerosos sitios, por los brasas que salieron de las estufas, e inflamaron el petróleo crudo que se filtraba de algunos carros-tanque. Empapados de petróleo, muchos maderos se incendiaron también y ardieron. Un testigo informó: "Mil personas luchaban en las ruinas implorándole a Dios que las salvara. Desesperados esposos y padres permanecían al borde de la hornaza, calentada a fuego lento hasta adquirir un color rojo cereza, que incineraba a sus víctimas". Hasta quienes se hallaban fuera del alcance del fuego se sentían en peligro en aquel crepúsculo iluminado por las llamas. Su refugio eran las ruinas que habían quedado y los edificios que sobrevivieron a la onda de choque. Pero por todos lados caían los edificios, que luego flotaban hasta el puente. Se sucedía un estrépito tras otro; se oían lastimeros alaridos por todas partes, y todo el mundo pensaba con terror: ¡Ahora me toca a mí! El resplandor procedente del puente era visible a través de las ventanas del primer piso, en el número 111 de la Calle Cherry, donde en esos momentos se apiñaba la familia Waters. AI bajar el nivel del agua, todos

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habían descendido de su precario refugio en el desván y habían vuelto a la planta alta. La pequeña Eva presentaba una larga laceración en el costado, infligida cuando ella y su madre se precipitaron a través del maderamen. Belle Waters hizo cuanto pudo para que la niñita estuviera lo más cómoda posible. Afuera, tras haberse trepado a techos y chimeneas, los vecinos eran llevados lentamente a la cercana colina llamada Green Hill por sobrevivientes que tenían esquifes o burdas balsas, hechas con despojos. Green Hill se convirtió en el refugio de miles de damnificados, aunque allí no había más comodidad que el piso seco. En una balsa hecha con tablones viejos, dos jóvenes flotaron hasta la ventana del primer piso de la casa de los Waters y les dijeron que podían llevar a la familia a lugar seguro. Sin embargo, era obvio que estaban ebrios. ¿Debía confiar George Waters su familia a esos beodos? La lesión de la nena necesitaba atención médica. Marido y mujer intercambiaron una breve mirada y resolvieron correr el riesgo. "¡Vamos!" llamó Waters a sus hijas. Tras salir por la ventana, siguieron a gatas para conservar mejor el equilibrio en la inestable balsa. Sus tranquilos salvadores los impulsaron fácilmente con largos palos a través de 90 metros de aguas turbias, y la familia Waters saltó a tierra poco después. Los balseros tomaron otro prolongado trago de la botella, se alejaron de la orilla empujándose con las improvisadas pértigas y siguieron navegando. La familia Waters nunca volvió a verlos ni a saber de ellos. A buen seguro, no salieron con vida de aquella noche de parranda. El pasmo de sobrevivir AL AMANECER del día siguiente, sábado primero de junio, había escampado; los ríos estaban mucho menos profundos y el agua bajaba de nivel en las calles. Los pasmados sobrevivientes salieron arrastrándose de las ruinas donde se habían refugiado durante la noche, y dieron gracias a Dios por la luz del Sol. Otras víctimas —miles— estaban reunidas en las colinas. Casi

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todos, en aquella vasta muchedumbre, habían quedado heridos o privados de su familia o de sus seres queridos. Su aflicción era como la opresión de una prensa, pero a nadie se le vio derramar una sola lágrima. La gente hurgó en kilómetros de escombros buscando rastros de sus hogares. Todos subían a los montones de desechos con la esperanza —y el temor— de encontrar a un amigo. No había víveres, y muchas partes de la población se encontraban todavía empapadas con el agua sucia que rezumaba en medio del lodo. Todos los puentes se habían derrumbado, menos el de piedra, que todavía refulgía tras los llameantes escombros. Los pueblos de la parte baja del valle supieron lo que había ocurrido, no sólo por la cantidad de escombros que había en los ríos, sino también por el número de cadáveres que arrastraba el agua. Doscientos quince cadáveres se rescataron en el pueblo de Nineveh (actualmente conocido con el nombre de Seward). Encontraron a otros enredados en las ramas de árboles a las orillas del cañón, donde el río Cone-maugh emerge de las montañas. George Gibbs, subdirector del Tribune, describió así los sentimientos de los pasmados sobrevivientes: "Los hombres gritaban por todos lados. Salían balsas. Los corazones volvían a latir. La esperanza renació con el Sol. Los pajaritos gorjeaban más alegremente. Una o dos banderas, todavía a media asta como en el Día del Recuerdo, ondeaban en la brisa. "Donde hubo casas, había terrenos baldíos. Las fundiciones estaban destrozadas. Todos los establecimientos comerciales habían desaparecido. En las calles había furgones de carga. "Manos de cadáveres salían de las ruinas. Había muertos por todas partes, con los brazos extendidos por encima de la cabeza, casi sin excepción: el último instinto de una humanidad que expiraba sin encontrar un asidero. Se extinguieron familias enteras, pero también se salvaron familias enteras: he ahí la ironía del destino".

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Cyrus Eider, que se había angustiado por verse separado de su esposa e hija, encontró despedazada la casa de ladrillo, sin el menor rastro de ellas. Al no localizarlas, las incluyeron en la larga lista cuyo encabezado era: "No se sabe que se les haya localizado". Muchas de esas víctimas fueron sepultadas en la fosa común, en el Cementerio Grandview. El primogénito de Harriet Ogle, la gerente de la sucursal de la Western Unión, trepó por los escombros de la Calle Principal a buscar a su madre y a su hermana Minnie. No concebía que su indómita madre no estuviera viva en algún lugar de la ciudad. Recordó una ocasión en que, después de haberse sometido a una grave operación, estaba demasiado débil para hablarle, pero consiguió dar golpéalos en las frazadas, en clave Morse: "Estoy a salvo", le habían dicho entonces los dedos de su madre. Pero esos dedos no enviarían más mensajes. Aquella noche, por los circuitos de la Western Unión, se difundió la noticia a los operadores de todas partes: H. M. OGLE FALLECIÓ EN LA INUNDACIÓN DE JOHNS-OWN. No se recuperó su cadáver ni el de su hija Minnie. Víctor Heiser, cuya última mirada a sus padres fue en la ventana de la casa, un momento antes de que la aplastara la inundación, identificó al cabo a su madre en un depósito de cadáveres. Nunca se localizó a su padre. Lo único que se halló de las posesiones de la familia fue un cofre que contenía unos cubiertos de plata, una Biblia y el uniforme que había usado su padre en la Guerra Civil... con una sola moneda en uno de los bolsillos. La familia Waters, reunida con su hijo Merle, pasó la noche siguiente con unas amistades cuya casa no se había inundado por estar en te-rreno elevado. Después, pasaron una temporada con unos parientes, hasta que se reparó su hogar. Muchos sobrevivientes, como la familia Waters, recurrieron a sus amistades en busca de alimento y refugio. Otros fueron enviados a campamentos establecidos en los montes circunvecinos. Trece familias se refugiaron en un recinto; en otro, 19 personas dormían en el piso de una habitación, sin contar con una muda de ropa.

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Miles de personas pasaron semanas en improvisados refugios —graneros, tiendas de campaña y cobertizos—, que pronto se levantaron en toda la ciudad. El Cuerpo de Sanidad (dependencia del Departamento de Salud del Estado de Pensilvania), con el doctor William Matthews a la cabeza, roció todo el valle con desinfectantes. "El agua de la inundación", informó Matthews, "estaba llena de toda clase de inmundicias. No había un solo sitio tocado por la inundación donde un hombre pudiera posar la cabeza sin peligro". Apenas dos meses antes, el joven doctor Matthews había llegado a la ciudad, donde abrió un consultorio. Fue de los que sobrevivieron en el Alma Hall, donde atendió toda la noche a los heridos, a pesar de haber sufrido la fractura de dos costillas. Además, en aquella fatídica noche, trajo dos criaturas al mundo. Posteriormente dirigió la instalación de hospitales temporales y ayudó en sus labores a Clara Barton, enfermera de 67 años, veterana de la Guerra Civil y fundadora de la rama norteamericana de la Cruz Roja, quien llegó cinco días después de la inundación. La famosa enfermera levantó su tienda de campaña y plantó la bandera de la Cruz Roja. Utilizando para trabajar una caja para guardar ropa, que le servía de escritorio, distribuyó dinero y materiales por valor de un cuarto de millón de dólares, y sólo se daba un respiro para comer y dormir lo indispensable. A fines de octubre, esta dama pudo informar: "La nueva Johnstown, como ave Fénix, ha resurgido de sus ruinas, más hermosa que la anterior". El día en que salió de la ciudad, Clara Barton recibió como testimonio de gratitud un broche de oro y un medallón con incrustacio-nes de diamantes y amatistas. Vuelta a la vida JAMÁS, en toda la historia de Estados Unidos, había habido un proyecto de limpieza y reconstrucción como el que se iba a realizar en Johnstown y

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en otras comunidades del valle del Little Conemaugh. En total, 2209 personas habían sucumbido; las pérdidas materiales ascendieron a casi 17 millones de dólares, en la época en que el precio normal de las casas era de unos cuantos cientos de dólares.

Entre las fuerzas estatales y los voluntarios civiles, trabajaron cerca de 7000 hombres en limpiar el valle las primeras semanas de junio. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos instaló puentes de pontones hasta que se construyeron obras permanentes, y 3500 guardavías y carpinteros del Ferrocarril de Pensilvania trabajaron 19 horas diarias para rehabilitar las vías y reanudar el servicio. La ciudad volvió poco a poco a la vida, conforme trascurría el mes de junio y se retiraban las aguas. Los primeros servicios religiosos se llevaron a cabo el 9 de junio en muí escuela, en la estación ferroviaria y en la esquina de una calle. Fue notable la energía de los hombres de negocios de Johnstown, al establecerse de nuevo. Un hombre reanudó su actividad comercial a los pocos días de la inundación, instalando un barril en la Calle Principal. El 4 de julio, Día de la Independencia, ya se habían levantado puestos temporales en los cuatro lados de la plaza central de Johnstown, y los comerciantes reanudaron sus actividades.

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La reaparición de ciertos lujos animó a los residentes, hastiados de los víveres que les habían enviado los organismos asistenciales. A tiempo para esa festividad, empezaron a venderse en las calles helados, fresas y sandías. Un lujo que repudió la ciudadanía de Johnstown fue el Club de Caza y Pesca de South Fork, al que muchos culpaban del desastre. El club se desbandó, y la mayoría de sus socios se dedicaron a tratar de olvidar que ese centro de recreo había existido. Gran parte de la ira de Johnstown se concentró en Elías Unger, que fuera presidente del club; no obstante, él se negó a marcharse de la granja que había comprado en la ribera de lo que fuera el lago Conemaugh. Y allí vivió, aislado, hasta que murió, en 1896. Mientras, John Parke, el joven ingeniero, se convirtió en personaje de leyenda. Muchas crónicas periodísticas de la inundación lo equiparaban a la figura de Paul Revere (revolucionario norteamericano, que en 1775 cabalgó de Boston a Lexington, Massachusetts, para avisar que llegaban las tropas británicas); loaban al joven que bajó galopando al valle del Little Conemaugh en cuanto previo la inundación, para avisar a la gente que huyera a las colinas... y que luego, decía la crónica, fue barrido por la gigantesca oleada. La verdad es que John Parke no había sido una de las víctimas. Aquel día, regresó al lago, y después, trabajó durante muchos años de ingeniero en una acería de Pittsburgh. Las escuelas volvieron a funcionar en el otoño de 1889. Entre los escolares que desfilaron al regresar a clases, estuvieron Mary Waters y su hermano Merle. La familia Waters volvió a vivir en la casa que poseía en la Calle Cherry. Belle Waters cuidó a la pequeña Eva hasta que recobró la salud, aunque la herida del costado tardó en sanar del todo. Como recuerdo especial de aquella dura prueba de la familia, la madre salvó el vestido de muselina de Mary, el cual, después de haberlo lavado y planchado, adquirió un matiz más oscuro, teñido por las turbias aguas de aquella gran inundación. En el lapso de cinco años ya se había reconstituido toda la fuerza y energía industrial de Johnstown. Las operaciones de la Cambria Iron y

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de lodos los demás talleres se reanudaron; volvieron a su ajetreo con el acostumbrado vigor. En los años siguientes, la familia Waters prosperó. De pronto, cuando Eva tenía 15 años, enfermó de tifoidea, la familia llamó al doctor Matthews, que atendió muy bien a la joven. La afabilidad natural del médico lo convirtió en el amigo predilecto de los Waters y, con el tiempo, llegó a ser uno de los íntimos de la familia. A los tres años, ya bien restablecida, Eva presentó su solicitud de ingreso en una escuela de enfermería. Fue a ver al doctor Matthews para pedirle una recomendación. Él se la dio de muy buen grado. Corría el año de 1907, época de prosperidad en Johnstown, por el constante crecimiento de las industrias siderúrgica y minera. En 1917, al sufrir un accidente en carruaje, falleció la esposa del doctor Matthews, madre de sus cinco hijos. Tres años después Matthews se topó inesperadamente con Mary Waters y le preguntó por la familia. Mary respondió que todos estaban muy bien, y que les agradaría que los visitara. Sus padres estaban bien; su hermana menor, Eva, seguía soltera y vivía en el hogar paterno en esos días, aunque muy ocupada, convertida en enfermera titulada. El doctor Matthews fue a visitarlos y, al año siguiente, 1921, tomó por esposa a Eva Waters, que contaba 32 años. Posteriormente, ella le dio tres hijos: un niño y dos niñas. Se solicitan recuerdos HABRÍA después otras inundaciones en Johnstown. Poco después del diluvio de 1936, a los 76 años de edad, Belle Waters sufrió un ataque cardiaco y falleció. A pesar de todo, después del funeral, su familia hizo lo mismo que todos los demás habitantes de Johnstown: cavar y restaurarlo todo. Eva Waters Matthews sobrevivió para presenciar la inundación de 1977, que segó la vida de 77 ciudadanos y dejó ocho personas desaparecidas, según informes. Entonces, Eva ya tenía 88 años, pero

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seguía bastándose a sí misma. Cuando su hija la visitó para preguntarle si necesitaba algo, Eva replicó: "Estoy muy bien. No te preocupes por mí". Vivió hasta 1981. Pero, por supuesto, en ninguna otra inundación se abatió una ola gigantesca sobre todo el valle desde South Fork. Ahora, en vez de una presa, existe un monumento nacional en memoria de la inundación, ubicado a 22 kilómetros al noreste de la ciudad, sobre la Carretera 219.

Si se llega en auto a Johnstown, un siglo después de la gran inundación, es -posible ver una agradable y placentera ciudad limpia, rodeada de frondosas colinas verdes. Las áreas del centro son bulliciosas, sobre todo por la continua expansión de industrias sin chimeneas, además de la renovada industria siderúrgica. Entre las pocas estructuras que so-brevivieron a la inundación de 1889, se alzan otras muchas, nuevas y atractivas. En el centenario de la inundación, las remembranzas se iniciaron en mayo, y continuaron durante el resto del año. Conforme se desarrollaron los planes para el aniversario, se difundió un llamado solicitando recuerdos familiares de la gran inundación, que habrían de exhibirse .en el Museo de la Inundación de Johnstown.

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El llamado obtuvo una respuesta inmediata de Arlene Bolden Hoff-man, la nieta más joven de Mary Waters. "Supe al momento que debía donar el vestido de la abuela. Llamé a mi hermana Patricia, que vive cerca de papá, en Phoenix, Arizona, para hablarle del anuncio del museo". Patricia Bolden Flannery convenció a su padre —hijo de Mary Waters— de que se desprendiera del vestido. "Fue en la cocina de la abuela, cuando Arlene y yo éramos pequeñas, donde oímos por primera vez la historia de la inundación", recuerda Patricia. "Y nunca nos cansamos de oírla. Y recuerdo cierta vez en especial, porque nos llevó a la planta alta para que viéramos su vestido de muselina". Por eso, Patricia le envió el vestido a su hermana Arlene, que vive cerca de Johnstown, y la propia Arlene lo llevó al museo. Se oyó un murmullo de admiración en la sala del archivo, cuando Arlene desenvolvió el paquete. Cerca, en los recintos de la exposición, estaban las dramáticas ilustraciones de la calamidad que sigue grabada en la memoria de la nación. Allí están las impresionantes escenas de caos y destrucción, las tristes letanías de las vidas perdidas, las crónicas de un espanto y dolor inimaginables. Y también se ve allí una pequeña prenda de tela, que simboliza la resistencia vital y la perdurabilidad de los vínculos familiares.

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