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El padre de Blancanieves

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El padre de Blancanieves

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Belén Gopegui

El padre de Blancanieves

EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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Diseño de la colección:Julio VivasIlustración de Koon Yew

Primera edición: septiembre 2007

Está permitida la reproducción total o parcial de esta obra siempre y cuandosea para uso personal de los lectores y sin fines comerciales ni ánimolucrativo, sin que en estos casos se pueda alterar, transformar o generar unaobra derivada a partir de esta obra

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2007Pedró de la Creu, 5808034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-7157-9Depósito Legal: B. 32216-2007

Printed in Spain

Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo08791 Sant Llorenç d’Hortons

©

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A Margarita Durán y a Luis Ruizde Gopegui

A Tatiana Delgado Plasencia, sinsaberlo en el porqué de esta historia

A Ignacio Echevarría, por el uso delcriterio

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Observen el vuelo de la abeja. Va de flor en flor, hacesus libaciones. Ustedes se enteran de que va a transportaren sus patas el polen de una flor al pistilo de otra flor. Esoleen en el vuelo de la abeja. En un vuelo de pájaros quevuelan bajo –se le llama un vuelo, pero en realidad es ungrupo a cierta altura– leen que se acerca una tempestad.Pero ellos ¿leen acaso? ¿Lee la abeja que ella sirve para lareproducción de las plantas fanerógamas? ¿Lee el pájaro elaugurio de la fortuna, como se decía antes, o sea, de latempestad? Ése es el asunto. Después de todo, no se pue-de afirmar que la golondrina no lea la tempestad, perotampoco es seguro.

JACQUES LACAN, «La función de lo escrito»,El seminario de Jaques Lacan. Libro XX: Aún, 1972-1973,

texto establecido por Jacques-Alain Miller, traducción de Diana Rabinovich, Demont-Mauri y Julieta Sucre,

Paidós, Buenos Aires, 1998

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El jugador de fútbol debe entender esto, que es bási-co para su vida: para qué juega y para quién juega. Es loque debe preguntarse y responderse.

CÉSAR LUIS MENOTTI, Fútbol sin trampa,en conversaciones con Ángel Cappa,Muchnik Editores, Barcelona, 1986

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SUSANA. EDAD: 20 AÑOS. Altura: 1,62 cm. Estudios: Es-cuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos, cuartocurso. Ojos: mezcla de verde, amarillo y pardo. Usa: lenti-llas. Milita desde 2004.

Susana a la asambleaNecesitamos, hemos dicho a veces, informes sobre el mun-do, sobre lo que ocurre en los institutos, hospitales, fábri-cas, comisarías, en cada empresa. Pero quizá necesitemostambién algunos informes de las habitaciones.

El otro día pasó algo en mi casa. Mi madre había lla-mado al supermercado quejándose por un pedido que nole habían traído a tiempo. Al día siguiente tocaron el tim-bre, era el repartidor del supermercado, un ecuatoriano. Ledijo que por culpa de su llamada le habían despedido y quesi no lograba que le readmitieran, mi madre sería parasiempre responsable de lo que le pasara a él y a su familia.Él se encargaría de recordarle esa responsabilidad.

Después de varias visitas mi madre consiguió hablarcon el gerente del supermercado, quien le explicó que eraimposible readmitirle: habían contratado a otra persona y

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no iban a echarla. Ya os imagináis que durante todos esosdías mi madre no dejaba de encontrarse al ecuatoriano porel barrio; también un día le vio cerca del instituto dondeda clases.

Mi padre quería llamar a la policía, pero mi madre selo prohibió. Le pidió ayuda para encontrar otro empleo derepartidor. A mi padre no le hacía ninguna gracia, no que-ría comprometerse recomendando a un individuo que nose conformaba con un despido y acosaba a alguien comomi madre. Hace tres días yo estaba mirando por la venta-na y, en la esquina de la calle, vi a mi padre hablando conun hombre bajo, moreno, que llevaba puesta una gorra devisera azul. Mi padre es bastante tranquilo, pero no sopor-ta las intromisiones. Pensé que podía estar amenazando alecuatoriano. Sin embargo, ayer supe por mi madre que mipadre le había encontrado trabajo en una frutería bastantealejada de nuestra casa.

Podríamos intentar algo parecido. Llevar las conse-cuencias de los problemas al lugar donde se originan. Ne-cesitamos todo lo que estamos haciendo ahora, la lucha,la reflexión, la organización. Lo que propongo es poneren marcha, además, una célula productiva que nos permi-ta elaborar cosas. No incidir sólo, por ejemplo, en lascondiciones en que se trabaja, sino además en lo que sehace cuando se trabaja. ¿Por qué no podemos interveniren la elección de los bienes que van a producirse? ¿Porqué permitimos que una minoría se apropie de esa elec-ción y de los bienes? Hasta ahora habíamos dejado estaspreguntas para un futuro lejanísimo, cuando cambiase larelación de fuerzas. Preguntemos ahora. No sigamos espe-rando.

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Comunicado 1 con presentaciónUstedes, sujetos individuales, suelen referirse a mí comoasamblea, aunque a veces también me llamen congreso,foro, grupo de grupos, movimiento. Y no suelen teneroportunidades para conversar conmigo. Los sujetos colec-tivos no hablamos sino que más bien emitimos circulares,documentos, resoluciones. Un comunicado es de las cosasmenos solemnes que podemos emitir. Pero yo me he to-mado la libertad de añadirle esta presentación porque lossujetos colectivos nos pensamos a nosotros mismos en sin-gular y tenemos nuestras cosas. Preferencias, ya saben, ma-nías, estribillos que se nos pegan a veces, peculiaridades.Yo, por ejemplo, además de en singular tiendo a pensarmea mí mismo en masculino. Creo que es porque desde pe-queños nos enseñan que a lo que más nos parecemos no esa los animales ni a los vegetales sino: a) al plancton, b) alos extraterrestres.

Los sujetos colectivos no somos puros, ni perfectos, senos considera unos doscientos años más evolucionadosque los sujetos individuales, pero doscientos años no esmucho. Así que también tenemos inercias históricas y sioímos decir extraterrestres sobre todo pensamos en extra-terrestres masculinos, aunque la expresión pueda por igualdesignar a las extraterrestres, y al probable sujeto extrate-rrestre andrógino. En cuanto a mi caso particular, igualque algunos escritores célebres sufrieron audición colorea-da, yo en ocasiones sufro una especie de audición animada.Con la palabra asamblea no puedo evitarlo: veo siempre auna mujer del siglo XVIII con un miriñaque bajo el vesti-do, me refiero a esa armadura de aros de metal que usabanpara ahuecar las faldas por las caderas. Digo asamblea y lafonética, la eme en particular, me conduce al momento enque la dama asamblea se dispone a tomar asiento: ¿qué de-

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monios hace ahora con los aros, los aplasta? Yo no me lla-mo a mí mismo asamblea, prefiero congreso o colectivo, ocolectivo de colectivos. Y suelo pensarme como un extra-terrestre o como plancton según los días y su cantidad deluz.

Mi verdadero nombre en realidad pudiera ser sujetocolectivo D 68-06 (17)n; lo uso sólo en situaciones de ex-trema melancolía, que son raras. Algo más habituales, aun-que tampoco demasiado, son las situaciones de melancolíaa secas. Las causas varían pero hay una recurrente: yo siem-pre quise ser Centro de Biotecnología Marina. Esto quesoy, movimiento, congreso, colectivo de colectivos, no medisgusta, lo prefiero con mucho a Fundación Caja Rioja o aClub de Fútbol. Sin embargo, así como los sujetos indivi-duales fantasean con irse a vivir a un pueblo o con montaruna librería, yo también tengo mis días y entonces me veocomo un centro estable, ni grande ni pequeño, por fueravarias cúpulas, en su interior dos invernaderos, tanques decultivo, citómetros de flujo y alguna red de plancton. Su-pongo que el plancton es una de las cosas que me atrae deeste destino, otra es la estabilidad. Al contrario de aquellacanción, yo no «tengo alma de marinero»: a mí me gustaríapermanecer siempre en un sitio, y me imagino un centro debiotecnología marina como un submarino del capitánNemo pero en versión edificio inmueble, firmemente suje-to a la tierra aunque tenga alguna dependencia bajo el agua.

Otros sujetos colectivos me han dicho que vaya desen-gañándome, los centros de biotecnología marina son ape-nas una pizca más estables que los clubs de fútbol, tambiénles agitan pasiones, divisiones, empresarios y políticos loszarandean por igual. No me importa, estoy dispuesto a so-brellevar esos inconvenientes. Poseo un temperamento depersona pensativa y no hay quien me convenza de que un

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CBM no reuniría las condiciones idóneas para mí. Si algu-nas tardes parezco distraído, sepan que me ha venido a lacabeza la imagen de un centro de biotecnología marina si-tuado en alguna isla del planeta y barrunto, barrunto.

Esto no significa que reniegue de mi estado actual, nimucho menos. Y eso que los entes como yo no tenemosbuena fama. A los partidos, movimientos, asambleas, or-ganizaciones y colectivos de colectivos se nos acusa de ha-cer algo así como anegar las individualidades, se dice quesomos férreos e imponemos una misma horma de zapatotodo el tiempo.

Acostumbro a recordar a mis detractores el fenómenode la timidez. Cuando un sujeto individual se declara a símismo tímido, es probable que asista a las tertulias libe-rado de la necesidad de hablar, puesto que es tímido; es de-cir, su propia timidez hará que apenas nunca se vea obligadoa desarrollar recursos para vencerla, con lo que aumentarásu miedo a romper el fuego en distintas circunstancias, y laserpiente se morderá la cola. El cerebro humano individualnecesita simplificar, no puede estar continuamente preci-sando los términos: en algunas situaciones, con cierta fre-cuencia, etcétera. Pero cuando la simplificación se proyectasobre rasgos del carácter y se precipita hacia el: soy tímido osoy impulsivo o soy celoso, demasiado a menudo devieneen un «es que, como soy tímido...», que impide la evolu-ción.

Muy lejos de esas pequeñas servidumbres, los sujetoscolectivos nos reunimos y acordamos a menudo modifi-carnos: por ejemplo dejar de ser entes con ánimo de lucro,o maoístas, o centralistas democráticos. No somos férreos,¿cómo podríamos serlo si nuestra naturaleza es la única ca-paz de desmaterializarse y volverse a materializar sin quemedie la muerte? Pongamos el caso de un colectivo políti-

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co, o sindical: ¿dónde está cuando no está en su sexto con-greso o en su resolución número quince o en la reunióndel jueves por la tarde de la pequeña agrupación? ¿En suslocales, si es que los tiene, en sus estatutos, en sus militan-tes? Sí y no; pero, sobre todo, no. Cada una de esas cosases cada una de esas cosas, no es el colectivo. El colectivo seha desmaterializado y está sólo en la promesa de volverse amaterializar. Esto es algo que puede que ocurra o puedeque no..., y nos llaman férreos.

No digo que no haya habido resoluciones duras de di-ferentes colectivos, incluso férreas. Pero eso tiene que vercon las resoluciones, no con el hecho de haber sido emitidaspor colectivos, pues cuántas más resoluciones férreas indivi-duales no hay en esta vida, y por ellas se apuñala, se estafa yse hacen muchas otras cosas que no tienen remedio.

He visto a hombres y mujeres pelearse desesperadospor unas siglas pues pensaban que era ahí, en las siglas,donde permanecemos los sujetos colectivos cuando nosdesmaterializamos. No, no estamos en las siglas. Lo que semantiene es la información, dicen algunos. Bueno, esopuede ser así para los rayos láser o para el proceso de con-vertir documentos materiales en documentos virtuales,también llamado ahora desmaterializar. Pero cuando uncolectivo se desmaterializa no basta con que permanezcanlas siglas ni la información. El colectivo vive en la promesade volverse a materializar.

Ya sé que la promesa es un concepto devaluado. ¡Quéle vamos a hacer si no hay otro! Una promesa, una inten-ción que dure. Y si no dura, que el último apague la luz.

Fin de la presentación; abandono el plancton, dejoatrás los citómetros de flujo, sus depósitos de líquido en-volvente y sus reguladores de presión. Hay sujetos huma-nos que soñaban con ser conservadores de bosques en

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Alaska y ahí están, treinta y dos años de carteros del bancoen un distrito de Madrid. Los sujetos colectivos no somostan distintos. Quizá nunca llegue a convertirme en Centrode Biotecnología Marina. Puesto que ahora sí soy un co-lectivo de colectivos con ínfimo presupuesto y un porcen-taje no bajo de esa intención que dura, he de ajustarme aun programa de vida más aguerrido e incierto.

ERA EL SEGUNDO DÍA de reuniones. La asamblea habíaempezado el viernes por la tarde y terminaría el domingoa las dos, para dar tiempo a quienes debieran viajar. Habíacincuenta y siete delegados; aunque la asamblea la forma-ban sesenta y tres grupos, seis habían fallado por distintosmotivos. Era una asamblea, no un congreso, no había es-tatutos que poner al día. Era un intento de establecer doso tres principios de unidad de acción para grupos de muydistinto origen, medios, capacidad. Sólo unas quince per-sonas tenían más de cuarenta años.

Los delegados y las delegadas no acudían con ningúnmandato de sus organizaciones y nada de lo que se acorda-ra en la asamblea sería vinculante. Sin embargo, sí seríauna propuesta que las organizaciones deberían debatir.Aunque no era un congreso, tampoco era un foro. Habíanconvocado la asamblea porque esperaban encontrar pun-tos de unión suficientes y, llegado el momento, ser capa-ces de actuar con un mismo fin.

Un colegio mayor les había cedido parte de las instala-ciones, pidiéndoles que se comprometieran a hacerse car-go de la limpieza. No padecían delirio. Sabían que en elglobo terráqueo su área de influencia era una superficieequivalente a un diez por ciento de Mónaco, o un dieci-siete quizá. Goyo tomó la palabra a las diez y media.

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GOYO. EDAD: 26 AÑOS. Estudios: Ingeniería Química,tres años de doctorado. Trabajo: becario. Hijo único trasla muerte de su hermano. Barba: rala. Milita desde 2001.

Goyo a la asambleaApoyo la propuesta de Susana. Creo que no es una pro-puesta para colectivos, sino para las personas que, pertene-cientes a colectivos o no, quieran participar en esa corpo-ración imaginaria que pondríamos en marcha.

Sugiero que esas personas firmen un documento. Puesaunque hagamos acciones pequeñas, no podrán ser alea-torias. Si a una mani vienen novecientas personas o sólotrescientas, la mani sale adelante de todos modos. Pero enuna acción productiva necesitamos que las personas, aun-que sean treinta, vengan seguro. La firma daría derecho aesperar esa seguridad.

¿Por qué me parece bien actuar sobre la producción?Llevo algún tiempo dándole vueltas a lo que se entiendepor normal y por no normal. La mayoría de quienes esta-mos aquí pensamos que la producción, tal como ahora seentiende, no es algo normal. Conlleva un daño. Un abusoen el punto de partida. Quien trabaja no puede interveniren la elección de lo que hace, ni en la elección de para quélo hace y para quién. Coincido con Susana en que no ne-cesitamos esperar a ser un día tantos como para lograrcambiar la relación de fuerzas. Aunque sigamos trabajan-do en esa dirección, deberíamos cuestionar ya la normali-dad, cuestionarla con actos.

Cuando me preguntan por qué no dejo de una veznuestra organización, digo que me hace falta. Muchas per-sonas la necesitan, cada una por un motivo distinto. A ve-ces los motivos pueden parecer personales. Y quizá al prin-cipio lo sean. Después todo se funde. Algo que pasó en

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nuestra vida nos hizo no normales, nos enseñó a mirar lavida desde un lugar diferente.

Pero la realidad cuenta, eso sí tenemos que decirlo.Los normales, por ejemplo, existen. Los normales tuvieroncontratiempos como perder un tren, llorar por un amortraicionado, ver morir a su abuelo o estar en paro y sin co-brar durante meses. Su vida, sin embargo, fue afortunada,tomaron el siguiente tren, hallaron otro amor, vieron mo-rir al abuelo pero no al hijo ni a la hija, encontraron traba-jo por fin, ningún cuchillo les cortó por dentro. ¿Y a nosotrosqué nos pasa? No somos distintos. Tenemos una certeza,eso es todo. Sabemos que así no, que tal como está organi-zada la sociedad, no. Sabemos que la amargura no es unasolución.

Los no normales aprendimos a ver a los otros no nor-males, a los que tienen pánico a ser despedidos, o a los queoyen decir que su país es subdesarrollado y no que otros paí-ses crecieron a costa de explotar el suyo. Hemos visto lo quese nos venía encima, vivir peor haciendo cosas estúpidasy perjudiciales porque nos lo imponían, por sometimiento.Demos la vuelta a eso. Ahora. Ya ha pasado el tiempo decreer que no hay salida. Produzcamos, aunque sea dos bom-billas, tres gramos de pasta de algas, ya pensaremos qué,pero hagámoslo pronto. En el camino podremos aprenderalgo sobre cómo producir, también, otro horizonte.

ENRIQUE. EDAD: 49 AÑOS. Trabajo: analista de siste-mas en empresa internacional. Ojos: mezcla de verde, ama-rillo y pardo. Con quién se reúne: matrimonios que llevan asus hijos al mismo colegio que él lleva a los suyos, algunoscompañeros de su trabajo y del trabajo de su mujer. Padrede: Susana, Marcos, Rodrigo. No milita.

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Enrique a GoyoLos normales sí existimos, Goyo. Yo soy uno. No he ido ala asamblea, no pertenezco a ningún grupo anticapitalista,comunista, socialista. Tampoco a uno capitalista, o a unpartido político; ni siquiera estoy en una asociación gas-tronómica. Con esto no insinúo que la mayoría de losnormales no nos integremos en organizaciones; al contra-rio, supongo que algunos de nosotros pagan sus cuotas enlos grandes partidos, o se asocian y hacen senderismo o ce-nas de antiguos alumnos.

Así que no digo que asociarse o no asociarse sea unacaracterística de los normales. En realidad, si tengo queelegir una característica es ésta: no nos gusta elegir una ca-racterística, no nos gusta generalizar, pensamos que cadauno es cada uno, nos sentimos algo molestos cuando in-tentan incluirnos en una categoría y soportamos con pa-ciencia deducciones del tipo: como no nos metemos enpolítica, nos gusta el fútbol, o somos individualistas o elmundo, tal como está, nos parece bien.

No he ido a tu asamblea. Estoy en mi casa, una buenacasa de la calle de Zurbano, pero no puedo desentender-me de vuestra reunión porque Susana, mi hija, se encuen-tra con vosotros. Ella es la causa de que haya leído tus pa-labras en vuestra página web. Voy a contestarte. A ti,Goyo, no a tus grupos.

Tengo cuarenta y nueve años y tres hijos, la mayor tieneveinte, el mediano dieciséis, el pequeño trece. Me llamo En-rique, gano lo suficiente para haber terminado de pagar lacasa, mis hijos están sanos, mi mujer es profesora, yo trabajoen una empresa de desarrollo y mantenimiento de aplica-ciones. Mi hijo mediano es capitán de un equipo de volei-bol, al pequeño le gusta leer cómics. Hemos procurado –sí,soy de los que hablan en plural para referirse a cuestiones

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como la educación de los hijos– limitarles las horas de vi-deojuegos y también las horas de televisión. No me sientoculpable de mi estilo de vida; cada vez que compro algo ocuando alquilo un buen apartamento con piscina para el ve-rano no pienso que estoy arrancándole el futuro a diez niñossudafricanos enfermos. Cuando lleno el coche de gasolinano me imagino que es sangre, esa «sangre por petróleo» queaparece escrita en las pancartas de grupos como los tuyos.He engañado dos veces a mi mujer, sin consecuencias. Sisupiera que ella me ha engañado me dolería, pero procura-ría no decir nada. Recuerdo haber leído hace años un librode un francés, no me acuerdo del título ni del autor pero síde que era una historia donde todos los personajes conocíanlos secretos de los otros y sin embargo callaban para no en-turbiar la felicidad; lo importante es que lo conseguían.

Si mi existencia se desliza limpiamente sobre una su-perficie lisa, pulida, ¿por qué entonces me dedico a con-testar tu intervención? Goyo, no creo que tú fueras a ha-cerme esta pregunta. Ni me he sentido agredido con tudiscurso, ni me has parecido de esos que piensan que losnormales somos estúpidos, que aceptamos los artículos deprensa como si fueran mapas, que nuestra vida es un pa-seo por el campo cogiendo margaritas y no hay grietas,temblores, no se nos hunde a veces el suelo bajo los pies.

Hasta hace unos días te habría dicho que no hacernada, aceptar ciertas imposiciones de la cotidianidad es,en mi caso, una decisión voluntaria. Entiendo por no ha-cer: no actuar, no pretender interferir en el rumbo de losacontecimientos. Vuestras interferencias ¿adónde condu-cen? Si son pequeñas, a ninguna parte. Mera fantasía: osreunís en un salón de actos como podríais haber hecho unaexcursión a Toledo. Pero tenéis la tentación de la grande-za, trabajáis durante años y no todos soportan la constan-

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cia, la humildad, las manifestaciones de trescientos, los pe-queños actos insignificantes. Lo que os acecha entonces esla violencia, ese atajo que causa desequilibrio y horror.

Unos conocidos míos tenían a su vez unos amigos queestaban muy contentos porque su hijo mayor era un chicocon inquietudes, leía, se reunía con gente de su edad, ha-bía organizado una marcha para defender los manantialese impedir que dieran una concesión de agua mineral a unaempresa privada. Estaban muy contentos esos padres, has-ta que un día llegó la policía buscando explosivos en elcuarto del chico con inquietudes; se le acusaba de haberenviado cartas bomba. Ojo, no voy a exagerar, estas cosas,lo sé, son excepcionales, pero reconoce que ocurren. Reco-noce que no son los chicos que, como mis dos hijos, jue-gan al voleibol o leen tebeos de Mortadelo los que correnel riesgo de acabar rompiendo vitrinas de bancos o envian-do cartas bomba.

En cambio Susana, lo sabes, está en uno de los gruposde tu asamblea. Espero que entiendas por qué Susana mepreocupa. Ha de ser frustrante reunirse durante meses ymeses, y años y años, y que no pase nada, repartir fotoco-pias que todo el mundo tira sin leer, sacar tres votos en laselecciones o ni siquiera presentarse, estar en contra de lareforma laboral y que al final se apruebe, estar a favor dela educación pública y ver cómo se deteriora y ver que daigual qué partido esté en el gobierno porque no es algoque dependa de los partidos sino de un orden económicoeuropeo y mundial.

Se queman los coches en la periferia parisina pero nopasa nada, más de tres millones se manifiestan en el centrode París contra el contrato del primer empleo pero tampo-co pasa nada; parar una ley no significa que pase nada, re-partirán los contenidos de esa ley en varias leyes durante

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algunos años. Para que pase algo hay que invertir una ten-dencia y ni vosotros ni vuestros grupos sois capaces de in-vertirla. Si lo fuerais, Goyo, dime que no sentirías miedo.Claro que lo sentirías. No creas que voy a venirte ahoracon el libro negro del comunismo. También el capitalis-mo tiene su libro negro. En cuanto a la naturaleza huma-na, supongamos que puede mejorarse, supongamos que labondad está al alcance de la mayoría. ¿De verdad piensasque vosotros podríais influir para lograrlo? Corrupción,desmanes, gentes que se extralimitan en el uso del poder:¿crees que sois distintos, que precisamente a vosotros noos ocurriría eso? ¿Piensas que vale la pena entrar en unaorganización y dedicar la vida a que sean unos, y no otros,los que tengan la posibilidad de corromperse y extralimi-tarse?

Supongamos que cambian las proporciones y el poderse reparte mejor, ¿el esfuerzo merece la pena? Porque sitiene que ser así, si llega el momento del relevo y los indí-genas o los africanos exigen su parte, va a llegar igual aun-que no hagáis nada. Y desde luego aquí, en España, uncambio de tendencia es pura ciencia ficción.

No sientes miedo porque en el fondo sabes que nuncatendrás la responsabilidad. Reuniones, cartas de apoyo, fo-tocopias, concentraciones: sois una nota de color en elpaisaje. Si desaparecierais la mayoría de las personas no sedaría cuenta; quizá algunos sintiéramos cierta nostalgia,pero no cambiaría nada.

Educar bien a mis hijos, procurar ser amable, defen-derme, defender a los míos, ser un poco hijo de putacuando así me lo exijan las circunstancias, no interferir enasuntos que estén fuera de mi radio de acción, pagar lamenor cantidad posible de impuestos, disfrutar de la vida,evitar la crueldad gratuita. Son mis preceptos. No los he

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consignado en un documento porque soy yo quien esperaeso de mí. Sinceramente pienso que con ellos contribuyoal equilibrio, cosa que no hacen los gatos cuando dejan decazar ratones. Y es posible que tres o cuatro veces al añotenga envidia de ti. También me pasa al escuchar la histo-ria del aventurero encerrado en una base de la Antártida, ola de un amigo que está echando a perder su vida por unencoñamiento. No son situaciones que quisiera para mí;sin embargo, durante unos segundos, me parecen muy de-seables. ¿Envidio la intensidad? ¿La certeza? Repito que noquerría esas vidas, pero me atrae la idea de poder vivirlas.Hasta que llega el sábado pasado y, al volver a casa, en-cuentro a Manuela, mi mujer, llorando. Susana os lo hacontado, pero permíteme recrearme en los detalles.

El hecho sería cómico si no hubiese empezado a des-trozar la vida de Manuela. Es ridículo, por Dios, es pere-grinamente absurdo y sin embargo mi hija Susana diceque es lógico. No sólo le parece lógico, espera que hechoscomo ése se multipliquen. Cuando mi mujer hizo el pedi-do al supermercado dijo que iba a estar en casa hasta lascuatro y preguntó si podían llevárselo antes de esa hora.Le dijeron que no había problema. A las cuatro y media elpedido no había llegado. Manuela esperó aún diez minu-tos más y se marchó. Regresó cerca de las ocho, llamó alsupermercado para quejarse y reclamar el pedido pero allíle dijeron que ellos no lo tenían, que el pedido figurabacomo entregado. A Manuela se le ocurrió preguntar a losvecinos: en efecto, el pedido estaba allí. Lo que hizo Ma-nuela fue llamar al supermercado para comunicarlo y depaso quejarse de la falta de seriedad, no podía ser que seretrasaran y que luego lo dejaran en otro piso sin siquieraavisarla, con productos congelados que los vecinos no ha-bían guardado por no saber lo que había. La mayoría de

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los congelados se habían echado a perder. En el supermer-cado le pidieron disculpas asegurándole que algo así noiba a volver a pasar. Eso fue un viernes.

El sábado por la mañana yo fui a jugar al tenis comohago todos los sábados. Cuando volví encontré a Manuelallorando. Estaba sola. Susana habría ido a alguna de vues-tras reuniones, Marcos tenía entrenamiento de voleibol yel pequeño pasaba el fin de semana con un amigo. Ma-nuela me contó que a las diez habían llamado al timbre.Ella pensó que sería yo por haberme olvidado algo y abrióla puerta sólo con la camiseta de dormir. El ecuatoriano ledijo que era el repartidor del supermercado. Manuela res-pondió que ya tenía el pedido. Iba a cerrar la puerta peroel ecuatoriano se lo impidió:

–No he venido por eso –dijo–. Ayer usted hizo unallamada para quejarse, y me han despedido.

Manuela se escandalizó. Lo último que pretendía consu llamada era que despidieran a alguien. Ella se habíaquejado al supermercado. Si el hombre no había llegado atiempo era problema del supermercado por no contratarrepartidores suficientes.

–Pero a mí me han despedido –dijo el ecuatoriano.Manuela estaba incómoda descalza y en camiseta. Pi-

dió al hombre que se fuera, le dijo que ella iba a llamaral supermercado en cuanto se vistiera y les pediría querectificaran. El ecuatoriano asintió con la cabeza. Manue-la cerró la puerta. Llamó al supermercado pero no le hi-cieron ningún caso. Ella perdió un poco los estribos, lesdijo que no tenían derecho a despedir a nadie, les ame-nazó con reclamarles el precio de los congelados y se fuequedando sin palabras. A eso de las doce se dispuso a sa-lir a la calle. Al abrir la puerta, se sobresaltó. El ecuato-riano estaba allí.

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–¿Qué le han dicho? –preguntó.–Verán qué pueden hacer –mintió Manuela–. Por favor

–pidió–, no se quede aquí. –Al ver que el ecuatoriano no de-cía nada añadió–: No quisiera tener que avisar a la policía.

–A usted no le basta con que me hayan despedido porsu culpa. También quiere hacer que me detengan.

–No, no, ¿cómo puede pensar eso? Pero entienda queno puede quedarse.

Llegó el ascensor. Manuela abrió la puerta y no pudoimpedir que el ecuatoriano entrase con ella.

–Ahora soy responsabilidad suya –dijo el ecuatoriano.Manuela no contestó nada hasta que hubieron salido

del portal.–Siento mucho lo que le ha pasado –dijo–. Debe en-

tender que no es culpa mía. ¿Qué quería que hiciese? ¿Nohaber dicho nada? Yo no le atacaba a usted, yo me queja-ba al supermercado. Sería un mundo terrorífico si nuncapudiéramos protestar por nada porque nuestra protestapueda suponer el despido de alguien. Quedaríamos com-pletamente en manos de las empresas. Usted tiene queirse, le repito que, si no, llamaré a la policía.

–Consiga que me readmitan –dijo el ecuatoriano–. Sillama a la policía y me detienen, le escribiré cartas desde lacárcel. Le diré a mi esposa que le mande fotos de mis hi-jos. Mi esposa y mis hijos vendrán a verla. Si les deportanporque usted también les denuncia, vendrán otras perso-nas. Si mis hijos o mi mujer se ponen enfermos, usted losabrá. Si a mí me pasa algo, usted lo sabrá.

–Tengo que irme –dijo Manuela al ver un taxi libre.Lo paró, se metió dentro y cerró la puerta con prisa aun-que el ecuatoriano no hizo ningún intento de entrar.

La ventanilla del taxi estaba medio abierta. Manuelapudo oír las palabras del ecuatoriano:

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–Consiga que me readmitan y dejará de ser respon-sable.

Dio al taxista la dirección del campo de entrenamien-to de Marcos. A mitad de camino le pidió que retrocedie-ra. Había dado la primera dirección que se le había ocurri-do, pero hacía ya un año que Marcos volvía solo de losentrenamientos. Fue al supermercado. Una vez dentro pi-dió hablar con el director o una figura equivalente. Le di-jeron que los sábados no iba. Salió y unos metros más allá,sentado en un banco, estaba el ecuatoriano, observándola.Manuela apresuró el paso, volvió a nuestra casa atemoriza-da, sin atreverse a comprobar si la seguía. Cerró la puertay se echó sobre el sofá. Allí fue donde, diez minutos mástarde, me la encontré llorando.

Me engaño esas tres o cuatro veces al año en que añorola intensidad, Goyo. Me engaño cuando te envidio. Elequilibrio es un bien precioso y detesto a los que se creencon derecho a arrojar una piedra contra una superficie he-lada sólo para que pase algo, sin detenerse un segundo apensar que con ese acto pueden abrir grietas, barrancos, ohacer que el agua se desboque poniendo vidas en peligro.No tenéis derecho a arrojar la piedra. En el fondo lucháispara que todo el mundo sea como mi familia. Dejadnostranquilos. Dile a Susana que vuelva a casa y no siga cele-brando como un avance increíble para la humanidad elque un hombre desesperado haya estado a punto de des-trozar la vida de su madre, el equilibrio de su familia, estaboba e insípida placidez de ciertos seres felices de clase me-dia que es, quizá, una de las conquistas más valiosas del gé-nero humano, más que cualquier sinfonía, cualquier cua-dro, cualquier tratado científico.

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Goyo a EloísaComo tú y yo sabemos escabullirnos del tiempo, no esmañana sino ayer cuando te escribo.

He hecho el cálculo: en una botella de plástico semi-rrígida, transparente a la radiación solar en más de unochenta y cinco por ciento, y que además filtra el noventay nueve por ciento de la radiación ultravioleta, es decir, enuna de las botellas empleadas por cualquier envasadora deagua o refrescos, de las que se tiran millones a diario, sepueden producir hasta cuatro gramos de peso seco de Spi-rulina por día. La dosis diaria que precisa un niño desnu-trido para absolverlo de la idiocia permanente, para aumen-tarle la respuesta inmune, etcétera, es de tres gramos al díade dos a tres semanas; después, para una dosis de mante-nimiento, bastaría la mitad.

La botella ha de estar en agitación. Se cosechan unostrescientos mililitros cada día, se filtran en una tela de al-godón y la pasta de Spirulina que queda se consume direc-tamente, o se seca extendiendo la tela al sol durante trein-ta minutos. Los mililitros cosechados se reponen con elagua filtrada y un poco más de agua nueva para paliar laspequeñas pérdidas, o con agua salobre a la que se añadenuno o dos gramos de fertilizantes naturales, gratuitos.

No va a hacerlo nadie, Eloísa. En la facultad aplaudie-ron el proyecto. Me animaron a llevarlo a instituciones in-ternacionales, a la FAO, a la OMS. No va a hacerlo nadie.Por supuesto, asombrarse sería de ingenuos. Pero hoy, cuandola última posibilidad de un ensayo a pequeña escala en unpaís africano ha sido abolida, te escribo.

No has querido esperar. Tienes treinta y tres años, mellevas siete, pero eras tú y no yo quien debía haber espera-do. Aunque tú tengas más prisa.

Esta mañana hablé en la asamblea. Había representan-

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tes de sesenta y tres grupos. Ocho o nueve más que cuan-do te fuiste. No somos ninguna gran institución finan-ciada por ciento noventa países, no podremos poner enmarcha un proyecto como el que te he contado. Pero tam-poco vamos a encogernos de hombros como si todo dieraigual.

CUANDO ELOÍSA TERMINÓ de leer salió de la casa. Nopodía llamar jardín a esos cinco metros cuadrados, aunqueella se lo llamaba porque tenía un árbol, hierbas, un parde sillas oxidadas. Durante años había soñado con eso, unlugar donde pudiera pisar la tierra. La inquietud fruto delas palabras de Goyo se fue calmando sólo con notar elroce de los hierbajos y saber que no estaba viviendo enuna caja sobre otras cajas y bajo otras más. Hacía viento yalgo de frío pero no le importó, siguió mirando a través dela verja casas nuevas y, a lo lejos, la sierra de Madrid.

Se sentó en una de las sillas; pronto el gato saltó a suregazo. Eloísa llevaba puestas unas zapatillas de suela deesparto, la tela granate se recortaba sobre la piel desnuda.Briznas verdes y otras secas brotaban a ambos lados de lospies, la tierra estaba seca pero era fértil. El gato había ce-rrado los ojos. Eloísa miró su mano en el pelaje blanco ycastaño. Llevó los ojos hasta el fresno que se movía con elviento y en un vuelo rasante se fue alejando por encima dela valla, más allá de las casas. Si pudiera irse sin moversedel sitio y llegar así a donde Goyo estaba, lo haría. Se vioapareciendo en el cuarto de Goyo con su pelo largo, elvestido estampado y las mallas verdes. Si pudiese estar conél y regresar sin consecuencia alguna. Era cobarde por ha-ber dejado a Goyo. Quizá él le había escrito para decírse-lo, aunque hubiera usado otras palabras. Sin embargo,

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para su familia, para sus amigos, Eloísa siempre había sidouna mujer valiente.

Preguntaría a Goyo, se dijo. ¿Por qué de nuevo le ha-blaba de asambleas, de movimientos? El gato saltó comoalertado por un ruido. Eloísa echó una última mirada alcielo raso y volvió a la casa. Vera, su hija, hacía las tareaspara el colegio y ella las debía supervisar.

ELOÍSA. EDAD: 33 AÑOS. Trabajo: ingeniera químicaen el centro de innovación tecnológica de una empresapetrolera. Visita: páginas de sexo, ciencia, redes P2P paradescarga de películas. Madre de: Vera. Ingresos familiares:en torno a los cuarenta y cinco mil euros. No milita.

Eloísa a GoyoInsistes, Goyo, y ¿a quién le importa la política? Busca unaempresa que financie tu proyecto. No vas a encontrarla, deacuerdo. Tampoco esos grupos tuyos lo van a financiar.¿Por qué no me hablas de lo que temes, del frío, del deseo,Goyo? ¿Por qué me escribes si no quieres que vuelva?

EL SÁBADO LA ASAMBLEA acabó a las nueve de la noche.Después de tomar algo, Goyo se dirigió a casa de un com-pañero de doctorado. Debían presentar un trabajo el lunes.

En el autobús la media de edad superaba con mucholos cincuenta. Dentro de poco tiempo, pensó, sería comouno de esos hombres medio calvos que viajaban llevandouna bolsa de plástico plana, blanca, con una radiografía.Su tío David siempre lo decía: los jóvenes envejecéis muyrápido, y él había comprendido que era verdad. El hom-bre medio calvo podía tener sesenta años o setenta y cua-

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tro o cincuenta y dos, no había tanta diferencia. En cam-bio, cuando el hombre medio calvo hubiera pasado de loscincuenta y dos a los setenta y seis, Goyo habría pasadode los veintiséis a los cincuenta y estaría ya en la mismafranja que el hombre mayor. Podía decirle eso a Elo: valíala pena jugarse el tipo, saltar de los trenes en marcha yhacer el ridículo porque dentro de poco iban a ser elhombre de la radiografía. Pero no sería del todo cierto. Éltenía una historia. Algo de lo que nunca hablaba.

Trabajaron en el salón, los padres de Álvaro no esta-ban. Al cabo de un rato, Álvaro dijo:

–Así que te ha tocado fin de semana de mormón.–De muermo, quieres decir.–Por ejemplo.–La asamblea termina mañana a las dos, pero preferi-

ría no tener que volver aquí después.–¿Si te encargasen hacer una lista de los libros y los

cuadros de esta casa para expropiárnoslos, la harías? ¿Seríascapaz?

–Con inmenso placer.–¡Me mandarías a galeras!–No lo dudes.–Nunca llegaréis a nada, pero eso no me consuela, tío.

Me perdonas la vida, te pasas el día perdonándome lavida. Si por ti fuese, ocupabais esta casa mañana mismo.No lo hacéis porque no podéis. Y como encima vas de ín-tegro, seguro que me tratabas peor que a los demás parademostrar que no haces excepciones.

–Te trataría igual que a los demás.–¡Qué asco!–Supongo que por eso no me has ofrecido ni una cer-

veza, quieres debilitarme.–Lo hacía por tu bien, pero si te pones así.

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Terminaron a las tres de la madrugada. Álvaro secomprometió a revisarlo e imprimirlo:

–No, si esta historia ya me la sé. Tú rogando a Leniny el que da con el mazo soy yo.

–Ten cuidado, no vayas a romper el teclado con el mazo.Goyo volvió a pie. Su abrigo negro, su pantalón de

seis bolsillos y el pelo oscuro y rizado emitían una imagenhosca en la distancia.

El portal olía a humedad. En su habitación, comodesde hacía un año, la cama de su hermano estaba vacía.

EL DOMINGO AMANECIÓ gris. Empezaron la asambleacon un cuarto de hora de retraso.

FÉLIX. EDAD: 21 AÑOS. Hijo de supervisora de plantade embalaje en empresa de electrodomésticos. Pelo: ru-bio. Estudios: Facultad de Ciencias Biológicas, quintocurso. Arrestado en 2006 con motivo del desalojo de uncentro social, dos noches en comisaría. Milita desde 2003.

Félix a la asambleaYo también estoy de acuerdo con la propuesta de Susanade ayer, y apoyo la idea de Goyo de que se firme un docu-mento. Hace dos años había que buscar personas debajode las piedras, pero las cosas están cambiando. Mi abuelome contó que cuando él militaba había un proceso de ad-misión. Creo que tiene que ser así. Es absurdo pedirle a al-guien que se una a nosotros, que por favor pague las cuo-tas, que sea tan amable de venir a las reuniones. No somosvendedores de enciclopedias. Tampoco somos un partidotradicional. Nos falta una estructura capaz de organizar

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bien el proceso de selección. Y no creo que tengamos quecopiar lo que ya se hizo. Por eso un documento me parecebien, aunque sea para ciertas acciones. Además, creo quefirmar no sólo daría derecho a esperar lealtad de quien lohiciera, daría algo más importante: derecho a que los de-más esperen lealtad de nosotros.

Propongo que Susana, Goyo y dos o tres personasmás formen una comisión que redacte el documento, ytambién una propuesta de acción productiva. Ahora tene-mos muchas cosas pendientes. Deberían redactarlo en elplazo de un mes y enviarnos un primer borrador. Lo so-metemos a referéndum electrónico y, en el caso de que seapruebe, que cada grupo discuta si quiere usarlo.

Goyo a EloísaTe debo una historia, tienes razón. Y claro que quiero quevuelvas. Es un poco larga pero, si es que hay historias dealguien, es tuya.

Mis padres vivían en un pueblo de Almería cuandonació mi hermano. En el centro donde iba a nacer vieronque el parto sería difícil. Como no tenían medios para en-frentarse a un parto complicado, metieron a mi madre enuna ambulancia y se la llevaron a Granada. Mi padre ibacon ella. En Granada mi madre tuvo que seguir esperando.Dos de los médicos de ese hospital estaban atendiendo enconsultas privadas. Los otros dos no daban abasto. Supon-go que en el viaje desde Almería y en la espera mi madre ymi padre lloraron todas sus lágrimas. Nació mi hermanoNicolás. Parecía muy inteligente y despierto, pero cuandocumplió un año todavía no podía sentarse. Le diagnostica-ron parálisis cerebral por falta de oxígeno. Dijeron que elniño había pasado demasiado tiempo dentro del útero.

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La historia no trata de las lágrimas ni de los culpables.Tampoco trata de mí, aunque yo esté dentro de esa histo-ria. Yo nací dos años después de aquel diagnóstico. Crecíviendo a un niño con los ojos muy grandes que estabasiempre tumbado en el sofá, no podía sostenerse de pie nisentado, sólo en los brazos de otra persona. Nicolás no ha-blaba. Podía sonreír, podía protestar, a menudo le dabanunas convulsiones inofensivas a las que en casa llamába-mos sustos. Entonces hacía un ruido parecido al que ha-cen las palomas, todavía muchas veces cuando las oigo re-cuerdo los sustos de mi hermano.

Nicolás llegó a tener la altura de un niño de ocho onueve años, era delgadísimo y no podía estirar los brazosni las piernas por completo, las manos se le curvaban ha-cia dentro desde las muñecas como les pasa también aotros niños y adultos enfermos que sin embargo sí puedenhablar aunque sea con dificultad. Nicolás murió el añopasado, tenía veintisiete años y la misma altura. Sus ojossiguieron siempre igual de grandes, sabía reconocer los pa-sos de mi madre antes de que abriera la puerta, sonreía,protestaba. En su último año de vida los sustos, las con-vulsiones, eran más fuertes y constantes y llegaban a asus-tarnos a nosotros. Se fue quedando aún más delgado.

Yo debía de tener dieciséis años cuando encontré unpoema de Roberto Fernández Retamar, «Felices los nor-males». Nunca se me ocurrió pensar que Nicolás no eranormal. Yo había crecido viendo a Nicolás. Estuvo siem-pre ahí, desde el principio, formaba parte del mundo y eraun niño tranquilo y le alegraban las cosas que nos alegran atodos, y se entristecía cuando mi madre estaba muchotiempo fuera. Si le acariciabas, alzaba un poco los ojoscomo dándote la bienvenida. Nicolás era normal, lo queno era normal era la vida de mi madre porque seguía dándo-

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le la papilla tres veces al día a un niño de seis años, de diez,de dieciocho. Porque seguía cambiándole los pañales yusaba además pañales de tela pues los otros dañaban la pielde mi hermano. Mi madre tiene las espaldas muy anchas,como si fuera nadadora o descargadora en los muelles: esde llevar en brazos a mi hermano. Las vidas de mi padre ymía eran bastante normales, pero daba igual. Aunque hi-ciéramos lo mismo que los demás padres y los demás hijosnunca era lo mismo porque, mientras lo hacíamos, Nicolásestaba tumbado en casa y mi madre casi siempre estabacon él.

Aprendí aquel poema de memoria:

Felices los normales, esos seres extraños.Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho,

[un hijo delincuente,Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,Los que no han sido calcinados por un amor devorante,Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un

[poco más,Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,Los satisfechos, los gordos, los lindos,Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,Los flautistas acompañados por ratones,Los vendedores y sus compradores,Los caballeros ligeramente sobrehumanos,Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de

[relámpagos,Los delicados, los sensatos, los finos,Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.Felices las aves, el estiércol, las piedras.Pero que den paso a los que hacen los mundos y los

[sueños,

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Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratanY nos construyen, los más locos que sus madres, los más

[borrachosQue sus padres y más delincuentes que sus hijosY más devorados por amores calcinantes.Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.

Me acompañó mucho tiempo, aunque yo pensaba queen el poema faltaba algo. Los no normales serían «los que ha-cen los mundos y los sueños, las ilusiones, las sinfonías, laspalabras que nos desbaratan». Pero mi padre no era Beetho-ven, ni mi madre, ni yo mismo. No quedaba sitio en esosversos para los no normales que simplemente no teníamosuna vida común y corriente, para los que mirábamos a lasfamilias normales y pensábamos que nosotros nunca iría-mos los cuatro por el mundo como si tal cosa.

Debajo del título, el poema tenía una dedicatoria: aAntonia Eiriz. Soñé con ella muchas veces. Años más tar-de supe que era pintora, que tuvo polio de pequeña y des-de entonces usó muletas, que pintaba con furia caras ycuerpos surgidos como debajo de un puñetazo y que habíanacido en 1929. Yo la imaginaba de mi edad. Y no la ima-ginaba pintora, «de las que hacen los mundos y los sue-ños», sino parecida a mí. Sería Antonia una chica de dieci-séis años que iba por los sitios como yo, buscando en laspersonas su vida no normal, la madre alcohólica o el padreausente o la hermana ahogada o el dolor.

Antonia se fue de mi vida cuando supe que no se que-daba quieta de repente tratando de descubrir el punto endonde alguien habría abierto pasadizos para nosotros, losno normales. Un pasadizo, una puerta, una cualidad. Los nonormales debíamos tener algo que compensara lo ocurri-do, que nos equilibrara. Antonia Eiriz tenía sus pinturas,

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sí, pero mi padre y yo no las teníamos, tampoco mi ma-dre, por eso me daba por pensar que un día doblaríamosno cucharas sino porras de la policía.

Dejé de soñar con Antonia y seguí buscando. Entréen una asociación de hermanos de deficientes psíquicos.Todos eran como yo; todos, seguramente como yo, se es-forzaban por parecer normales, más normales que nadie.Porque odiábamos la compasión y queríamos a Nicolás, aMaite, a Reyes, a José Carlos, aunque a veces no supiéra-mos bien cómo tocarles, cómo hacerles reír, sin embargo anuestro torpe modo los queríamos locamente.

Estuve tres años en aquella asociación de hermanos. Ladejé al llegar a segundo de carrera y durante unos meseselegí creer que los normales no existían en realidad. Todoel mundo tenía su episodio, su historia oculta no normalque le trastornaba para siempre. Luego recuerdo una tardede domingo, estaba encerrado en la habitación, estudian-do. Había cogido un libro de Miguel Hernández, de mimadre. Entre rato y rato de estudiar leía poemas, andabaalgo enamorado de una chica y buscaba uno que pudieraenviarle por correo. Estaba leyendo cuando, junto a dosversos, encontré dos cruces, dos equis de multiplicar pinta-das con lápiz, diminutas, la forma de subrayar los librosque siempre usaba mi madre. Los versos: «Vine con un do-lor de cuchillada, / me esperaba un cuchillo a mi venida.»

No importa los años que nos lleven los padres, mimadre tiene treinta años más que yo y aunque tuvieraveinte o cuarenta los padres son la madurez, lo adulto, loconsumado. Podemos ver llorar a un padre o a una ma-dre, verlos perder el control, pero eso dura unos minutos,después ellos siguen siendo la madurez, lo adulto, lo con-sumado. Leí sin embargo los dos versos con sus cruces y vique no había tierra firme. Tal vez no la haya en ningún

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padre, en ninguna madre. Quizá no exista la madurez nilo adulto sino sólo el tiempo que avanza, pero ¿cómo sevive con una herida abierta siempre? Mi madre, que sereía, que contaba historias, que salía a la calle, que veía pe-lículas, que hablaba con mis amigos y los suyos y con mipadre, tenía su herida abierta y aunque no la exhibía tam-poco la ocultaba.

Supongo que un adolescente a quien su novia no hu-biera llamado por teléfono podría haber marcado esos dosversos. Hasta es posible que mi madre los hubiera marca-do después de una discusión con mi padre o por un amoradúltero no correspondido. Pero mientras yo pensaba to-do eso, Nicolás estaba tumbado en el sofá y media horaantes mi madre había estado bañándolo y le había dadopolvos de talco y le había peinado con colonia aunque en-tonces Nicolás tenía veintidós años.

Así fue como admití que había normales. Claro quehabía normales, familias con el futuro económico asegura-do y un presente de padres sanos e hijos sanos y no locos nialcohólicos ni encarcelados ni paralíticos ni diagnosticadosde un mal sin solución o suicidados o muertos con cinco otreinta años. Había normales, con respecto a los normalesse medía el infortunio de los que no eran tan normales. Se-guro que había grados. Seguro que hay grados.

Dicen que los amargados existen, los que quieren quesu dolor se multiplique en otros, los que odian la alegría,pero yo no los he visto. Mis padres no lucharon contra laamargura por despecho, ni por arrogancia, ni porque fue-ran distintos. Tenían una certeza: no admitir, jamás, queel sufrimiento ajeno pudiera ser moneda de cambio.

Mi madre trabaja hoy para que haya suficientes hospi-tales buenos, públicos, imagina que si los hubiera habidoaños atrás, acaso Nicolás habría nacido a tiempo y con su-

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ficiente oxígeno. Mi madre cree que hay que poner todoslos medios para que algo así no suceda otra vez. Pero tam-bién sabe que existe el infortunio. Que seguirá existiendo.

Mi madre ha imaginado un lugar en donde el infortu-nio no sea una ración oscura y trágica para unos cuantosseres. Será una parte de la vida que pueda compartirse,tanto como la fortuna. Y habrá instituciones, conductas,lugares. Aunque el dolor vaya a doler en unos cuerpos so-bre todo. Cuando los trabajos más cansados y más durosestén bien repartidos y justamente remunerados por ser lacomunidad quien los reparta y no ser una cuestión de ha-ber llegado el último o sin herencia, entonces algo pareci-do ocurrirá con el dolor, no existiría la frase del «te ha to-cado» sino una comunidad compartiendo el dolor que hayavenido a posarse en esa familia, en esta calle, allí.

Tú nunca quisiste venir a una reunión. Decías que yano estabas fuera del espejo, estabas dentro; decías que erasel enemigo. Pertenezco a mi hija, dijiste, y a lo que mepermite soñar con ella. Estuviste conmigo ochenta y tresdías con sus noches. Decías que en el amor el mañana noexiste. Te fuiste para buscarlo. No sabías que hemos naci-do con el mañana dentro. Mi hermano es el mañana, y sumuerte, más mañana todavía. Debí habértelo contado.

Eloísa a GoyoAhora conozco la historia de tu hermano, pero no voy avolver. Me has conmovido, sólo que yo no diría que tienesel mañana dentro. Nadie lo tiene, Goyo. El cerebro lograque olvidemos cómo era nuestra cara de jóvenes para queasí no nos resulte duro vernos cada día en el espejo delcuarto de baño. Y el cerebro también aminora el dolor.Hace un año que murió tu hermano. Cuando pasen dos

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más, tu hermano será sobre todo una historia, como aque-lla vez que te caíste en bici con diez años y tuvieron quedarte varios puntos. Será más importante que esa caída, losé, igual que tú sabes que empezarás a distanciarte de lo queocurrió, y hasta tus padres podrán distanciarse un poco.

El mañana no sé dónde está. Otras veces hemos dichoque a lo mejor no hay mañana porque éste es uno de losmomentos más caóticos de la especie, con mayores incer-tidumbres, nunca la depredación fue tan grande. Ya casinadie piensa seriamente en la sucesión de generaciones. Sino mi hija, y quizá no la hija de mi hija, es más que pro-bable que su nieta y con ella toda la humanidad vuelenpor los aires o sucumban ante una catástrofe sin solución.Sin embargo, la nieta de mi hija describe una distanciaque al parecer los humanos no somos capaces de contem-plar.

Si fueras otra persona habría tenido miedo de parecerfría, pero contigo no me pasa. Me conoces bien; en cuan-to a ti, sé que lo único que no podrías soportar sería lacondescendencia sentimental.

Todavía eres un estudiante, aunque sea de doctorado.Yo no voy a aceptar –¿quién lo hará aun cuando lo pien-se?– el discurso del ya verás, eso de: te vencerá el cinismo,y el olvido, te acabarás creyendo tus mentiras, olvidarás alGoyo de ahora y además te dirás que no lo has olvidado,que es más o menos el mismo aunque esté haciendo todolo contrario de lo que soñabas. Puede que tú no cambies,Goyo, ojalá que tú no cambies.

Yo sí he cambiado. Pero no digas que me corrompie-ron; yo creo que nos corrompemos solos, suavemente. Nohubo cuento de hadas. Nadie se presentó para ofrecermeuna casa, un trabajo o una hija a cambio de traicionar misideas. Pero a medida que el tiempo pasaba, esas ideas per-

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dieron valor, como cuando antes había alguien cuya merapresencia te hacía temblar pero ahora le ves y no sientesabsolutamente nada.

Sé que algunos no cambian. Vas a decirme esto, ¿ver-dad? Conoces a personas de setenta años que permanecenfieles a lo que prometieron. Y a personas de cuarenta. Lasde cuarenta me impresionan más.

A las de setenta, aunque en el fondo tienen más valor,es fácil despacharlas diciendo que cruzaron el punto de noretorno: perdieron oportunidades por su ingenuidad, porsu cabezonería, y ya no pueden cambiar de trayectoria aun-que quieran. Están ahí, pensamos quienes nos hemos idovendiendo poquito a poco, porque no les queda otra, por-que cambiar ahora significaría tirar por la borda toda suvida, denigrar lo que fueron. Sin embargo, Goyo, recuerdomucho a ese tipo de Huesca que me presentaste un día, te-nía cuarenta y dos años, un hijo de veinte y otro de seis. Eramuy divertido pero también extemporáneo, bueno, a lomejor me figuré que lo era. No pude evitar imaginarlo los fi-nes de semana: sus amigos se irían a una casa rural, o haríancenas y comentarían cualquier anécdota, mientras él estaríaen una reunión planificando batallas perdidas, dos y tres ycien, ¿cuántas batallas perdidas tendrá en su currículo?

También batallas medio ganadas, que deben de ser laspeores. Vender bonos y conseguir sacar dinero para ponerun anuncio en un periódico que recuerde la muerte deveintisiete sindicalistas colombianos. Medio ganada por-que se consiguió el dinero, medio perdida porque nadie separará a escucharle en su trabajo o en la puerta del colegiode su hijo pequeño, nadie se parará a oír una informaciónque no está dentro de lo que importa. Vosotros, Goyo, nopodéis decidir qué es lo que en este momento importa.

Ahora quieres hablarme de Latinoamérica. No lo ha-

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gas. Mira, nadie sabe qué va a pasar allí dentro de diezaños, no sabemos si otra vez acabarán con todo. Pero tú yyo estamos en Europa, no pintamos nada allí. Aunqueveamos documentales sobre los bolivianos no vamos a or-ganizar nuestra vida por lo que les pase a ellos. Bueno,puede que tú sí llegues a hacerlo.

Yo no voy a irme, Goyo, no sólo por mi hija: es que elmomento ya pasó para mí, cuando era estudiante sí tuvela fantasía de vivir en otra parte y empezar de cero. Latuve, se fue. Yo vivo aquí, incluso si me metiera en uno detus grupos lo haría aquí: es aquí donde tengo que verlesentido, pero lo único que veo son esquinas dobladas delpapel, bordes, márgenes. Hay hombres como el que mepresentaste que se pueden pasar años y años en los márge-nes, que pueden soportar el miedo a ser barridos por lahistoria, a caer, a que la esquina se doble por completo yla realidad les deje fuera. Su valor y persistencia despidenuna claridad muy viva, pero no encienden toda la oscuri-dad. Y nadie espera, la gente busca sus propios métodos,centrales térmicas, lo que haga falta. Nadie desea perma-necer a oscuras.

Goyo, no sé si soy de los normales o de los no normales.El que mis padres se arruinaran cuando yo era muy peque-ña, al no poder pagar la tienda que habían comprado a pla-zos engañados por quien se la vendió, a lo mejor me convier-te en un poco no normal. O todo lo contrario, puede queme convierta en alguien que quiere una vida lo más normalposible. Bueno, eso no significa tener una familia de anun-cio que desayuna cereales mientras suena el murmullo delfrigorífico de última gama. Significa protección. Saber queestoy en la parte protegida del lugar. Que cuando pase algoy haya que echar a gente no van a echarnos a mi hija y a míde las primeras. Te parecerá egoísta, a mí también me lo pa-

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rece. En los peores días he llegado a preguntarme si los queluchan en el fondo no conceden valor a su existencia. Goyo,ahora mismo daría todo mi mundo por que estuvieras aquíy me abrazaras con fuerza. Luego, me arrepentiría.

JUNTO CON OTRAS SIETE, aprobaron la propuesta deFélix. Goyo, Susana, Félix y un delegado más se compro-metieron a redactar el documento de ingreso en la corpo-ración; si se aprobaba, diseñarían también una posible ac-ción productiva.

Algunos delegados salieron antes de la comida, la ma-yoría se iba después. Ya se había puesto en marcha el equi-po de limpieza y el que pasaría las últimas intervenciones ala página. En general, todo el mundo estaba contento,aunque cansado. Una chica sacó la cámara para hacer fo-tos pero le pidieron que la guardase. A veces les acusabande ser un poco paranoicos con el tema de la clandestini-dad. La asamblea no había sido un acto clandestino, lamayoría de los grupos allí representados constaban en al-gún registro administrativo. Sin embargo, prefirieron nodejar imágenes de la asamblea. Aunque cada día colgaranlas intervenciones en la página web, sin imágenes se sen-tían más protegidos.

Alguien sacó dos botellas de tequila reposado. Variosdelegados y delegadas se despidieron. Parecía que las mira-das tiraban líneas reales y que esas líneas formaban un di-bujo y que ese dibujo tenía consistencia, era posible asirlo.Voces, risas, cansancio, los cuerpos se acercaban sin recelo.Después de la asamblea y antes de que la ciudad abrieralas compuertas, antes de que todo lo que existía siguie-ra existiendo, hubo un momento en que la vida parecía esafranja de luz que cuando choca contra la esquina de la pa-

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red se dobla sin violencia, sin que el ángulo sea un obstácu-lo en su camino ni le haga perder consistencia o velocidad.

ENRIQUE SE ACOSTÓ al mismo tiempo que Manuela yestuvo esperando hasta que notó que ella se dormía. Des-de el dichoso asunto del ecuatoriano, a Manuela le costabacoger el sueño. Enrique sabía que se dormía mejor cuandoél estaba en la cama. Pero hacía dos días que el ecuatoria-no ya tenía trabajo. Enrique confiaba en que, poco apoco, las cosas cambiasen. Una semana, dos, y pronto loocurrido sería sólo una historia sorprendente que Manuelaterminaría contando en las cenas. En cuanto escuchó larespiración regular de Manuela, se levantó sin hacer ruido.

Primero estuvo mirando el acuario. Se lo habían rega-lado a Rodrigo, su hijo pequeño, pero desde hacía dosaños Enrique era el único que se ocupaba de él. Era unacuario grande, metro y medio de largo, sesenta centíme-tros de alto y cuarenta de ancho. En realidad, Rodrigosólo había sido la excusa que le había permitido compraralgo que siempre había deseado. Un acuario asiático, conplantas acuáticas y peces no muy comunes. Cuatro tubosfluorescentes regulaban la luz. Delante de aquel rectángu-lo de otro mundo se sentía bien, como cuando fumaba.

Una vez en su despacho, dudó. Quizá Manuela habíafingido regularizar la respiración; se había dado perfectacuenta de que él se levantaba pero no había dicho nadaporque no quería transmitirle su inquietud. En ese caso, éltampoco arreglaría nada volviendo y descubriéndola le-yendo o quieta y con los ojos abiertos. Manuela sabía quele gustaba trabajar de noche y también vagar por interneten una especie de zapping informático. Era mejor así, vol-ver cada uno a sus rutinas.

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Al poco de terminar la carrera, Enrique se había pre-sentado a una plaza para trabajar en tecnologías de la in-formación y comunicaciones del Ministerio de Defensa.Sacó un buen puesto, pero no lo bastante alto. Desde en-tonces había ido cambiando de una empresa a otra, ocu-pándose siempre de los soportes informáticos. Y manteníacierta fascinación hacia todo lo que estuviera relacionadocon la investigación militar. Su zapping nocturno solíaconsistir en eso. No visitaba páginas pornográficas, noparticipaba en foros, narcisistas o no, sobre cualquier tema,sino que se limitaba a buscar información sobre instalacio-nes militares y otros proyectos de defensa, fantaseandocon trabajar allí.

Si tuviera veinte años menos habría coqueteado con lapiratería informática, no con fines dañinos pero sí por elmero placer de descubrir entradas ocultas en sistemas aje-nos. Sin embargo sus conocimientos de informática erande otro tipo; él no navegaba en busca de lugares secretossino para dejar vagar la imaginación. Últimamente le gus-taba leer el apartado de noticias del Centro de Contrainte-ligencia y Estudios de Seguridad. La mayoría eran noticiaspublicadas en periódicos.

Le atraían las relacionadas con espías de carne y hue-so: la necrológica de un gran crítico de música que espiópara la Unión Soviética, la historia de un diplomático ja-ponés que se suicidó porque estaban chantajeándole paralograr que filtrara información confidencial a China. Aprimera vista, todo eso tenía poco que ver con su vindica-ción de una vida normal; sin embargo para él no era másque un hobby, bastante inofensivo y, según había ido des-cubriendo, absolutamente común.

Llegó a sentir vergüenza el día en que entró en un apar-tado llamado SpyTrek. El nombre ya le había parecido in-

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fantil y le había incomodado. Pero cuando vio que allí sepromocionaban viajes organizados con el tema del espiona-je, incluido un apartado especial dedicado a cruceros en losque se impartían cursos y conferencias, no pudo menos quereírse. Pensó en cuántas personas habría leyendo las mis-mas noticias que él en todo el mundo, y en las que llegaríanal extremo de contratar una visita guiada por el Moscú de laguerra fría con conferencias impartidas por agentes delKGB retirados. Bien, se dijo entonces, seguía siendo unhombre normal y corriente, incluso un punto hortera.

Durante el episodio del ecuatoriano había preferidosuspender sus navegaciones. Pero ya el agua regresaba a sucauce y quería documentación sobre una vieja historia dela inteligencia militar soviética que le había contado suhija Susana.

Félix a MauricioAcaba la asamblea, empieza la vida diaria. No es que haga-mos nada extraordinario allí, muchas personas dirían queno sirve. Y se marcharían. El problema es que yo no sécómo marcharme de la vida diaria. Me llevo bien con mimadre y con su novio, mi hermana pequeña es un pocorara pero tampoco me llevo mal. La facultad, bah, tú losabes de sobra. Hacemos lo que se puede, protestamos,exigimos, el mes pasado decidimos liberar un espacio enuna facultad de derecho, ocupamos el hall y los pasillos,organizamos una cena popular y talleres: de vídeo, depor-tivo, de cartelería. No fue mal, pero al día siguiente otravez todo como siempre. Claro, yo no soy de esa facultad, alo mejor los que eran de allí sí notaron cambios.

Aunque no mucho, me conoces un poco. Si digo quequiero irme no es que desprecie a nadie. Es que después

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de un fin de semana de asamblea y del trabajo que nos hacostado organizarla, de pronto termina, la gente se va yme siento muy torpe volviendo a casa y abriendo la neveraa ver si hay algo de cena que me hayan dejado. Las asam-bleas no se me dan bien, pero es como si la vida diaria seme diera muchísimo peor. ¿A ti no te pasa?

Juan, el novio de mi madre, no está mal. No sé si lapalabra es novio, vive en casa, con mi madre, con mi her-mana, conmigo. Es profesor de educación física y le gustasu trabajo. Juan a veces me cuenta cosas. Hay gente quehabla sin fijarse para nada en la capacidad de aguante dequien le está escuchando. Juan no, y tampoco es de losque hablan como queriéndose quitar de encima las pala-bras y acabar cuanto antes.

Juan dice que los chavales de instituto han cambiadomucho, que cuando juegan ya no salen a darlo todo en lacancha. Yo para los deportes no soy ni bueno ni malo.Cuando Juan me cuenta eso, pienso en nuestros grupos:nosotros, me digo, sí que tendríamos ganas de darlo todoen la cancha si consiguiéramos saber dónde está, cuál es lacancha.

En la asamblea a ratos me imaginaba un virus, peque-ño, redondo, azul claro brillante, el virus del cartel delmetro con todo su sarcasmo: «No son los nuevos trenes,las nuevas estaciones: es cómo te hace sentir.» Justo eso,Mauricio, cómo te hace sentirte viajar en la línea 1 direc-ción Congosto una vez que pasas Tirso de Molina, congo-ja y angosto, no es un juego de palabras, a ciertas horas, enciertos tramos, cualquiera puede decirlo. De los redonde-les de color que marcan las estaciones saldría el virus y suefecto sobre todos los viajeros sería como cuando alguien aquien han dejado K.O. recupera el conocimiento y dice:pero dónde estoy, pero qué hago yo aquí.

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Claro, las cosas son mil veces más complicadas. ¿En-tiendes ahora por qué a veces me gustaría que las asam-bleas se prolongaran durante semanas enteras? Que la vidaestuviera en las asambleas y no aquí, con Adela encerradatodo el día en su cuarto sin que nadie pueda separarla desu ordenador. En japonés es bonito, hikikomoris les lla-man, aislados, pero en una casa cerca de la estación de metrode Portazgo no es poético, ni con una madre deprimidaporque no sabe qué hacer con su hija y porque en su em-presa han anunciado el cierre. Sí, el cierre completo: se lle-van la fábrica a otro país, habrá setecientos sesenta despi-dos. Juan y yo somos los únicos que estamos bien, a vecesnos miramos: vale, ¿de qué nos sirve estar bien si las perso-nas que nos importan no lo están?

CADA DÍA se repetía la misma ceremonia: ella decía queiba a acostarse; al poco Enrique, quien solía acostarse mu-cho más tarde, aparecía en el dormitorio y se tendía a sulado. Manuela no se abrazaba a él, no tenía ni fuerzas parahacerlo, pero extendía la mano, le tocaba y dejaba sumano ahí, en contacto con la piel de Enrique.

Intentaba dormir, de vez en cuando se movía, cam-biaba de postura. Luego, cuando comprendía que no ibaa lograrlo, empezaba a fingir. Con la mano siempre to-cando alguna parte del cuerpo de Enrique, respiraba deforma cada vez más regular, primero profundamente,como le habían enseñado hacía mucho en los ejercicios derelajación, luego se limitaba a vigilar que su respiraciónfuera rítmica y procuraba no moverse. Entonces Enriquetomaba con delicadeza su mano, la apartaba, se daba lavuelta, encendía una lámpara pequeña y empezaba a leer.Manuela seguía fingiendo hasta que a Enrique se le caía el

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libro de las manos. Luego ella misma le apagaba la peque-ña lámpara y lloraba en silencio. Mucho después, se dor-mía.

Pero hoy había sido distinto. Hoy, al notar la respira-ción regular de Manuela, Enrique se había levantado y ha-bía salido. Ella encendió su luz y colocó la almohada enposición vertical. Coloque su asiento en posición vertical,pensó en su cama volando, pensó en hacía cinco años,cuando leía con Rodrigo, su hijo pequeño, los libros delos locopilotos, y se sintió mal sin saber por qué. Se incor-poró, ahí estaban de nuevo: lágrimas sin sollozos, abun-dantes y raras como si fueran de otra persona.

Al cabo de unos diez minutos el llanto paraba, ya lo sa-bía. Era absurdo llorar así, en realidad ella no estaba triste.Le habría avergonzado decir que lo estaba, y explicar que eldetonante del llanto había sido Carlos Javier.

Enrique se refería a él diciendo el ecuatoriano, ellatambién procuraba llamarlo así para sus adentros. Sin em-bargo, desde que el encargado del supermercado lo dijo, elnombre se le había quedado grabado. Le veía delante deella, la espalda una pizca encorvada, la gorra de visera azuly, enseguida, como si él lo llevara escrito en la camiseta,Manuela decía: Carlos Javier.

Pues no, no lloraba por Carlos Javier, ni por ella mis-ma o por sentir que su vida iba mal. Había una válvulaque se había roto, así era como ella lo veía. Una válvula, oel codo de una tubería, algo que hacía que se le salieran laslágrimas y al mismo tiempo avisaba que ella, Manuela, ne-cesitaba una reparación. Y más que una reparación. Ya novalía con poner un poco de masilla y contener las filtra-ciones.

El llanto cesó. Manuela se incorporó, apartó el edre-dón y se dispuso a levantarse pero no lo hizo. Permaneció

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sentada sobre la cama, con los pies apoyados en el suelo,desnuda. Seguramente estaba envejeciendo más de lacuenta pero miraba sus muslos, su vientre, sus pezoneserectos por el frío y se sentía guapa aún. Su cuerpo le pa-recía deseable, la miopía le impedía distinguir con preci-sión las imperfecciones. En sus relaciones con los hom-bres, Manuela sabía usar las bazas de la mujer madura. Encambio, se dijo, en su vida diaria un suceso llegaba hastasu puerta, empezaban las preguntas, empezaban las hipó-tesis y ella, que era profesora, no sabía nada, no tenía niuna sola respuesta, lo único que había logrado hacer eraquedarse quieta como esperando a que pasara todo.

Si Enrique no hubiese encontrado un trabajo paraCarlos Javier ella habría llamado a algún familiar, o a unconocido, o se habría puesto a mirar las ofertas de empleo.Y eso era lo mismo que quedarse con el ordenador blo-queado y sólo ser capaz de apagarlo confiando en que, alencenderlo, funcionara otra vez. A veces funcionaba, sí,pero conocer ese único método suponía no entender nada,no saber por qué se había colgado, no poder evitar quevolviese a ocurrir, no tener respuestas. Lo que le pasabaera que no tenía una sola respuesta. Cuarenta y cuatroaños y ni una sola respuesta, no lloraba por autocompa-sión, dejaba que las lágrimas saliesen como alguien dejaentrar el agua en un barco sin achicarla, hasta que el barcoempieza a hundirse y no queda más remedio que nadar.

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