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DOMINGO, 28 DE ENERO DE 2007 POR GUILLERMO SACCOMANNO El fenómeno Soriano Por Guillermo Saccomanno 1 Diez años de la muerte de Soriano. Tengo una sensación patética de bandera a media asta, acto escolar, discurso sobre el prócer emérito. La verdad, no tengo mucha gana de prestarme al ritual de efeméride del club de viudas de Soriano. Sin embargo no puedo evitarlo, escribo. Me pregunto por qué. La primera respuesta, la más sincera es porque me ataca un sentimiento de venganza. Lo digo de una: la literatura como venganza. Por supuesto, podría argumentar que la literatura es un artesanado silencioso que se caracteriza por el amor al prójimo y las ganas de mejorar el mundo. Educadísimo, quedaría. Al carajo. Con las buenas intenciones, se sabe, sólo se hace mala literatura. Me jode escribir sobre Soriano. Dos razones. Una: todos parecemos huerfanitos de un escritor que se habría reído a carcajadas al vernos en esta situación. Dos: tengo la sensación de haber dicho ya todo lo que tenía que decir sobre Soriano en homenajes sucesivos, en artículos esporádicos y hasta en el prólogo a una de sus novelas. Si tengo sentimientos tan encontrados a la hora de escribir sobre Soriano, me pregunto, entonces qué hago a esta hora de la madrugada –la hora en que manteníamos con Osvaldo conversaciones telefónicas interminables– volviendo a escribir sobre él. Fresán escribió que lo bueno de la literatura es que uno puede hacerse amigo de los que admira. Este es el caso. La lealtad a un amigo puede ser una buena razón, pero prefiero –amistad al margen– hablar de una convicción compartida: la literatura puede hacer un cacho mejor al prójimo, una convicción –apenas lo escribo, dudo– que no se la creería Philip Marlowe conociendo como conoce las miserias humanas, que suelen ser las mismas que las sociales. Si las bellas artes no hicieron mejor a Hitler por qué pensar que leer a Soriano va a mejorar a los lectores. Por qué escribo entonces sobre Soriano, me pregunto. Porque sigue interpelando el oportunismo trepa de muchos escritores, es una respuesta más convincente. De lo contrario 1

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DOMINGO, 28 DE ENERO DE 2007POR GUILLERMO SACCOMANNO

El fenómeno Soriano Por Guillermo Saccomanno

1 Diez años de la muerte de Soriano. Tengo una sensación patética de bandera a media asta, acto

escolar, discurso sobre el prócer emérito. La verdad, no tengo mucha gana de prestarme al ritual

de efeméride del club de viudas de Soriano. Sin embargo no puedo evitarlo, escribo. Me pregunto

por qué. La primera respuesta, la más sincera es porque me ataca un sentimiento de venganza. Lo

digo de una: la literatura como venganza. Por supuesto, podría argumentar que la literatura es un

artesanado silencioso que se caracteriza por el amor al prójimo y las ganas de mejorar el mundo.

Educadísimo, quedaría. Al carajo. Con las buenas intenciones, se sabe, sólo se hace mala

literatura. Me jode escribir sobre Soriano. Dos razones. Una: todos parecemos huerfanitos de un

escritor que se habría reído a carcajadas al vernos en esta situación. Dos: tengo la sensación de

haber dicho ya todo lo que tenía que decir sobre Soriano en homenajes sucesivos, en artículos

esporádicos y hasta en el prólogo a una de sus novelas. Si tengo sentimientos tan encontrados a la

hora de escribir sobre Soriano, me pregunto, entonces qué hago a esta hora de la madrugada –la

hora en que manteníamos con Osvaldo conversaciones telefónicas interminables– volviendo a

escribir sobre él. Fresán escribió que lo bueno de la literatura es que uno puede hacerse amigo de

los que admira. Este es el caso. La lealtad a un amigo puede ser una buena razón, pero prefiero –

amistad al margen– hablar de una convicción compartida: la literatura puede hacer un cacho mejor

al prójimo, una convicción –apenas lo escribo, dudo– que no se la creería Philip Marlowe

conociendo como conoce las miserias humanas, que suelen ser las mismas que las sociales. Si las

bellas artes no hicieron mejor a Hitler por qué pensar que leer a Soriano va a mejorar a los

lectores. Por qué escribo entonces sobre Soriano, me pregunto. Porque sigue interpelando el

oportunismo trepa de muchos escritores, es una respuesta más convincente. De lo contrario

Soriano no seguiría levantando polvaredas y chicanas en opúsculos y novelitas escritas a medias.

Es que sigue representando, además de una manera de mirar, una causa. Mejor dicho: su manera

de mirar responde a una causa. Y viceversa. Me voy a repetir, lo sé. De modo que intentaré ajustar

algunas reflexiones que esbocé en otras oportunidades, en otros aniversarios, en otros actos de

homenaje, esa clase de actos celebratorios que, por lo general, tienden más a pasteurizar una

escritura que a subrayar la incomodidad que produjo, que produce, que seguirá produciendo entre

quienes lo odiaron en vida y ahora, después de muerto, le siguen pegando, lo que viene a probar

que Soriano sigue vivo. Lo primero que pienso al ponerme a escribir es una obviedad: Soriano dejó

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un lugar vacío, en la literatura y en el periodismo. Doy un ejemplo: a Página/12 no le faltan firmas

prestigiosas para ocupar ese espacio de las contratapas dominicales que era, como de ningún otro,

de Soriano. Sin embargo, no es lo mismo. Entonces empiezo a preguntarme el porqué de esta

obviedad.

2 Cada vez que tuve que escribir sobre Soriano me pasó lo mismo que ahora: busco sus libros y

siempre (justo aquellos de los que pienso extraer una cita) hay varios que me faltan, lo que es una

buena señal. Esos libros debo haberlos prestado en un rapto de entusiasmo procurando irradiar los

efectos de su buena literatura. Pero lo que me importa ahora es encontrar qué entendía Soriano

por buena literatura. Entre sus artículos hay uno sobre Arlt. La apología de Arlt tiene bastante de

proyección personal. Ya se sabe: cuando un escritor reivindica a otro lo que persigue es a la vez la

marcación de un antecedente y la dirección en que pide ser leído. (Debo asumirlo, al hablar de

Soriano, hablo también de mí. Y lo hago en el mismo sentido en que Masotta escribió su “Roberto

Arlt, yo mismo”.) Despacio, empiezo a anotar algunas impresiones sobre la literatura de Soriano, su

manera tan sencilla de contar. Así como a Arlt, escritores que hoy nadie recuerda le reprochaban

que escribía “mal”, a Soriano se le criticaba que escribía “fácil”. A ninguno de sus detractores se les

ocurría que en ese modo de escritura había una poética de la concisión y la síntesis, una economía

de recursos rigurosamente elaborada. Es curioso: la mayoría de sus detractores de entonces hoy

se abocan a escribir “fácil”, como si recién hubieran descubierto que del otro lado de la página hay

otro, un lector, un semejante. En verdad, lo que descubrieron es la relación entre escritura y dinero,

que con una ficción se puede ganar dinero, y que vale apostar en la ruleta del marketing aunque se

lo desprecie. Aquellos jóvenes que en la primavera alfonsinista lo criticaban terminaron laburando

en la tele y cuando publican una novelita lo plagian. Es verdad: muchas de las ideas que Soriano

desarrollaba en sus textos no provenían tanto de una elaboración “teórica” como de una intuición

siempre alerta. Fútbol, cine, política. Soriano se las ingeniaba siempre para traducir lo que estaba

en el aire. Ningún escritor, desde Arlt con sus aguafuertes a la fecha, exhibió una perspicacia igual

obteniendo una repercusión similar. En el velorio de Soriano llamaba la atención que se acercaran

a despedirlo un sinfín de lectores anónimos. Me acuerdo de un padre y su hijo, los dos con la

camiseta de San Lorenzo, el club de Soriano. En efecto, puede pensarse que hay un gesto

“populista” en legitimar la escritura de Soriano en función de la masa de lectores que supo

conseguir. Justamente porque escribía “fácil”, a Soriano también se lo tildaba de “populista”. Esta

clase de críticas, que son siempre críticas de clase, lo enconaban. Conviene subrayarlo: como Arlt,

Soriano es el escritor que se arma desde abajo y se forma, como puede. Elsa Sánchez de

Oesterheld conserva una carta del joven Soriano al guionista de El Eternauta. Oesterheld,

entonces, puede ser un paradigma: la literatura popular. Cuando Soriano publicó su primera novela

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sorprendió con su madurez narrativa. Es que su técnica, y no sólo la técnica, Soriano la había

adquirido en las redacciones de Primera Plana, primero, y La Opinión más tarde. Sus compañeros

de trabajo fueron Walsh, Urondo, Gelman, Dal Masetto, Briante, Rabanal, Bayer, Eloy Martínez,

Bonasso y Belgrano Rawson entre otros escritores. Pero fundamentalmente su aprendizaje literario

se había cifrado en la novela policial y, dentro del género, en la admiración por Raymond Chandler,

quien cierta vez dijo que su responsabilidad como escritor era seria ya que escribía para lectores

que, con seguridad, no leían otra cosa que novelas policiales, que antes de ser policiales eran

novelas. Chandler era el autor fetiche de Soriano. Más que Graham Greene, de quien más tarde

estudiaría la articulación entre la aventura y la denuncia. A Chandler se lo advierte en Soriano a

través de sus metáforas entre poéticas y humorísticas, de los diálogos agudos en los que el ingenio

reverbera descubriendo el absurdo, como disparate, en medio de la derrota. Como los héroes de

Chandler, los personajes de Soriano son perdedores. Si, a lo Simone Weil, en la historia hay que

elegir, Soriano elegía: estaba siempre del lado de las víctimas.

3 No me sorprende: al escribir estas reflexiones siento que ya lo hice antes. Ya ni miro las

anotaciones que hice un rato atrás. También, inevitable, me doy cuenta de que en estas líneas se

me crispa el tono. Inevitable, sí, cuando me acuerdo lo que a Soriano le importaba obtener un

reconocimiento de la crítica literaria que presumía de culta.

Paso a ejemplificar con una anécdota que me contó Bayer en una feria del libro patagónica, una de

esas ferias que suelen parecerse más a una kermesse heroica que a la Rural del Libro porteña

donde las editoriales exhiben a sus toros de raza y vacas sagradas. Una vez Beatriz Sarlo invitó a

Soriano a participar en una charla en el ámbito universitario. En esa época, si mal no recuerdo,

parecía haber dos bandos en la narrativa: Saer en un rincón del ring y Soriano en otro. Una

disyuntiva falsa. De la que sacaban partido los saerianos y los sorianescos. Descreo de la

ingenuidad de Sarlo y, especialmente, del desentendimiento de Saer y el candor de Soriano.

Disyuntiva falsa la de quienes levantaban por un lado la morosidad y la experimentación y por otro

el artefacto narrativo popular. Disyuntiva que si a algo contribuía era a opacar la minuciosa relojería

narrativa de uno y de otro. Volviendo a esa vez: Soriano invitado al ámbito académico. El alumnado

se burló del escritor porque apenas si había terminado a los tumbos la primaria mientras su padre,

empleado estatal, cambiaba de destino desde la pampa hacia el sur. Esa madrugada, destruido,

Soriano lo llamó a Bayer. Como reivindicación y ajuste de cuentas, Bayer invitó a Ricardo Piglia a

presentar a Soriano en su cátedra de Derechos Humanos en el ámbito universitario. Piglia arrancó

planteando que los tres escritores argentinos más grandes de nuestra literatura no habían

terminado la primaria. Arlt, Borges y Soriano. No creo recordar que el autor de Plata quemada haya

publicado esta afirmación en sus ensayos. Una lástima.3

4 Aunque le disgustara admitirlo, a Soriano, un “bárbaro”, le encandilaba la “civilización”

corporizada en las luces de la gran ciudad puerto. Su porteñismo exagerado delataba su origen

provinciano. Ahí, creo acertar, advertía su déficit. Quizá así se explique su atracción en el último

tiempo por Bioy Casares, el tilingo turista que impostaba una lengua barrial que, en Soriano, era

tan espontánea. Siempre me resultó sospechosa esa fascinación de Soriano por Bioy. Ese artículo

que escribió sobre Bioy parece escrito por un tipo diferente del que escribió sobre Arlt, un tipo de

otra extracción. Discutimos al respecto. Soriano no integraba la corte de colados en la casa de los

Bioy que, en sus notas periodísticas, confianzudos, se despachaban como si fueran de la familia y

ostentaran un doble apellido. No, el fervor de Soriano por Bioy era otra cosa. Una contradicción de

clase. El pibe que se formó jugando al fútbol en potreros del interior y leyendo a los saltos desde

Salgari a Oesterheld todo lo que le caía en las manos hasta que un buen día Chandler le hizo

arrancar la máquina de narrar, ese pibe, digo, se fascinaba con Bioy igual que un humillado arltiano

por la avenida Quintana.

5 Hace un rato escribí “venganza”. El correlato anterior de la venganza es, sin duda, el

resentimiento, la esencia de los personajes arltianos. Soriano escribía sobre perdedores, los

reivindicaba en sus derrotas. Todas las quimeras de sus héroes se orientan inexorablemente hacia

el fracaso. No hay como la humillación para nutrir el resentimiento. Y no hay como el resentimiento

para impulsar una literatura que, como la arltiana, hace de la ecuación sexo-dinero-poder su

resorte esencial. En este aspecto me he preguntado varias veces por qué no leer a Soriano desde

el Sartre que le abrió los ojos a Masotta para escribir su mejor ensayo, Sexo y traición en Roberto

Arlt. Los personajes de Soriano no son sólo perdedores. Son también, a través de un grotesco

pietista, la encarnación de una idea que está tanto en Scott Fitzge-rald, Hemingway y Faulkner:

pelearla aunque al final, como le dice el padre a Quentin Compson, “ninguna batalla se gana

jamás”. El grotesco en Soriano funciona como piedad. La lástima es un sentimiento que sólo

pueden conocer quienes fueron golpeados y saben que con esas magulladuras sólo se puede

construir el resentimiento. El grotesco en Soriano, próximo a la caricatura, exagera la realidad. Y

hace visible lo que nadie quiere ver. Hay una tristeza siempre de fondo en sus ficciones que asocio

con los guiones de Age y Scarpelli, los guionistas de Monicelli. Esa tristeza que cierra la historia de

Los compañeros cuando los obreros, tras el fracaso de la huelga, vuelven entregados a la fábrica.

En Una sombra ya pronto serás, escrita a fines de los ‘80, su novela más negra, lo caricaturesco se

vuelve visionario: ahí se ve venir la catástrofe de una sociedad que se soñaba de clase media,

rubia y primer mundo. No es desatinado sostener que ésa es la novela de la depresión nacional. Y

envenena leerla.

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6 Se puede argumentar que Arlt es de tan envenenado, venenoso. Y que Soriano, a su lado,

intenta ser más comprensivo con las miserias de una sociedad carnicera. En todo caso, esa

ternura que despliega, no es otra cosa que solidaridad. Como sus personajes, Soriano sabe que la

dignidad es una pelea muchas veces perdida de antemano y, no obstante, hay que subir al ring, y

si el ring es la literatura, apostar al cross en la mandíbula. Sus personajes son más que

desplazados, desclasados. Si no tienen conciencia de clase es porque no pueden: no pertenecen a

ninguna clase. Son la resaca del estado benefactor peronista. Y acá habría que explicar ese

malentendido entre el peronismo y Soriano. La presunta izquierda lo acusaba de populista por su

simpatía con el pueblo peronista, que no equivale a adhesión al líder del mayordomo ocultista.

Para el peronismo Soriano resultaba un infiltrado, uno que esperaba la revolución por donde no iba

a pasar: el peronismo. Aunque también como Arlt, despreciaba a los plumíferos del ambiente

literario (véase ese capítulo memorable de El ojo de la patria, dedicado a los escritores que la

juegan de secretos), no obstante Soriano esperaba ese reconocimiento de lo que se supone una

“alta cultura”. En consecuencia, Soriano padecía la omnipotencia pero también la debilidad del

autodidacta. Del mismo modo que hacía de la amistad un culto viril, su capacidad para

conquistarse enemistades en el gallinero literario era prodigiosa. Cuando más le pegaron fue en la

primavera alfonsinista, en la misma época en que el Presidente de la Nación se negó a recibir a

Cortázar. Y cuando le pegaban, Soriano –no voy a justificarlo– se ensañaba con sus enemigos.

Podría vérselo, insisto, desde esta perspectiva: la popularidad de su escritura cuestionaba a los

castrati que celebraban una literatura dandística y de elite. Acá sería atinado citar de nuevo a Arlt:

“Que los eunucos bufen”. Conviene detenerse en la mala fe ideológica de aquellos que piensan la

literatura como misión santurrona o sólo como placer masturbatorio, la escritura de las novelas

históricas de cartulina por un lado y esas pavadas narrativas que, desde la frivolidad, se consideran

como “instalaciones”. Conviene detenerse en esas novelas que cada tanto irrumpen un ratito con

una faja presumida que presenta la obra como la más importante del más importante escritor

argentino contemporáneo. Conviene detenerse en la pompa y el barullo de los concursos literarios

(muchas veces la única posibilidad de un autor inédito de lograr que lo publiquen, aunque haya

casos notorios donde el veredicto es trucho). Conviene detenerse en el autor secreto que todas las

semanas descubren los suplementos dominicales para sus lectores no menos domingueros.

Conviene detenerse en la cantidad inabarcable de libros que se han publicado en un año (casi

dieciocho mil el año pasado, se calcula) y preguntarse quién leerá todos esos árboles talados.

Conviene detenerse en algunas preguntas simples: por qué escribimos, para qué escribimos, a

quién escribimos. Preguntas sencillas, pero no libres de complejidad. Soriano se las planteaba.

Porque su relación con la literatura era existencial y dramática.

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7 Su fortaleza estaba, está, estará en otra parte. En un medio signado por blanduras,

mezquindades y oportunismos, Soriano iba al frente. Ahí están sus notas sobre las canalladas de

los editores. Ningún escritor, que yo recuerde, abordó la cuestión con tanta pasión, un sentimiento

hoy con mala prensa. En medio de una polémica sobre los derechos de autor, un empleado

ejecutivo de una editorial salió a salvar el honor marquetinero desde una revista. Hoy ese

empleado es uno de los agentes de escritores más poderosos de por acá. De empleado de un

prostíbulo a cafishio, habría dicho Soriano. Pero, ¿un agente tiene una ética diferente a la de un

fiolo? Me permito incluir ahora una anécdota personal. En una feria del libro fuimos convocados a

una mesa redonda sobre derechos de autor. “Llevemos nuestros contratos de edición”, me dijo

Soriano. Era un argumento incontestable para discutir la cuestión de los derechos de autor. El

público no superó las diez personas. Un solo escritor entre el público: Dal Masetto. Un abogado

que integraba el panel se indignó cuando leí un contrato. El contrato le parecía chupasangre.

Soriano dijo: “Se supone que acá debería haber más escritores. Se supone que los escritores son

gente de coraje intelectual”. De nuevo, me reprocho este tono con el que escribo estas líneas.

Pero, este tono, ¿no es acaso también un efecto Soriano?

8 Es curioso: Soriano ya no está. Y el lugar que dejó vacío no hace más que referir su presencia.

Soriano ya no está, pero al nombrarlo, se nombra las causas por las que peleaba, todas intactas.

Entonces Soriano vuelve a ser el nombre de una literatura que no le teme a la confrontación.

Porque como Arlt en su momento, con su popularidad tan inmensa como envidiada, Soriano

representa un fenómeno maldito para mucha intelectualidad nacional. Quizá ésta sea la prueba de

la vigencia molesta de su escritura. Que se aviven aquellos que todavía persisten en el titeo a

Soriano. Soriano va a seguir molestando mucho tiempo.

Domingo, 4 de febrero de 2007

Especial Soriano I > Repercusiones, polémicas y homenajes

Una historia falsa

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La semana pasada, en el número especial dedicado a Osvaldo Soriano con motivo de los 10 años de su muerte, Guillermo Saccomanno relataba, en su nota, una anécdota que quería ilustrar la relación de Soriano con la universidad. Mencionada en ella, Beatriz Sarlo quiso responderle.

Por Beatriz Sarlo

Desde hace tiempo Osvaldo Bayer difunde un episodio completamente falso, que me concierne. En una oportunidad, Sylvia Saítta, que participaba del mismo panel que Bayer, le señaló la falsedad de esa historieta precariamente armada. Bayer desparrama la misma anécdota por todos lados y Guillermo Saccomanno (que la retoma en el número de Radar en homenaje a Soriano publicado el domingo último) se la escuchó en una Feria del Libro de la Patagonia. Según la leyenda negra yo habría invitado a Soriano a dar una charla en el “ámbito universitario” (entiendo que se refiere a los años en que yo enseñaba literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) y habría montado un escenario para que “el alumnado se burlara del escritor porque apenas si había terminado a los tumbos la primaria”. La historia es falsa. Nunca invité a Soriano y por lo tanto todo lo que sigue es mentira. Tampoco invité a Saer a dar una charla (como podría suponerse del artículo de Saccomanno) y es completamente inverosímil que los alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras se burlen de alguien porque sólo ha terminado la escuela primaria. Han leído a Pierre Bourdieu y a Roberto Arlt. Todo es un invento de una rusticidad penosa. Cualquiera que conozca mínimamente lo que fueron mis clases en la Facultad no diría que la oposición estética era Saer-Soriano. Si Bayer o Saccomanno hubieran seguido de modo un poco menos distante el debate sabrían que escribí o hablé sobre Saer y Puig, Saer y Piglia o Borges y Cortázar, pero que nunca se me ocurrió pensar a Saer en contraposición con Soriano o viceversa. Saccomanno le creyó a Bayer. O sea que es justo que Bayer chequee las fuentes de ese episodio imaginario, ya que es muy sencillo atribuírselo a alguien que está muerto. Conocí muy poco a Soriano pero me parece improbable que anduviera inventando anécdotas elementales. Los buenos historiadores aportan pruebas y corrigen los errores. Para ser franca, no me interesa mucho lo que diga Bayer sobre mí. Pero me interesa que no se piense que mientras enseñaba literatura argentina en la UBA, los estudiantes y todo el equipo de cátedra se dedicaban al escarnio de escritores. Enseñábamos lo mejor que podíamos, la mejor literatura que creíamos que se escribía en la Argentina.

La anécdota

Estas son las líneas de la nota “El efecto Soriano” de Guillermo Saccomanno a las que responde Sarlo.

“Me doy cuenta de que en estas líneas se me crispa el tono. Inevitable, sí, cuando me acuerdo lo que a Soriano le importaba obtener un reconocimiento de la crítica literaria que presumía de culta.

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Paso a ejemplificar con una anécdota que me contó Bayer en una feria del libro patagónica, una de esas ferias que suelen parecerse más a una kermesse heroica que a la Rural del Libro porteña donde las editoriales exhiben a sus toros de raza y vacas sagradas. Una vez Beatriz Sarlo invitó a Soriano a participar en una charla en el ámbito universitario. En esa época, si mal no recuerdo, parecía haber dos bandos en la narrativa: Saer en un rincón del ring y Soriano en otro. Una disyuntiva falsa. De la que sacaban partido los saerianos y los sorianescos. Descreo de la ingenuidad de Sarlo y, especialmente, del desentendimiento de Saer y el candor de Soriano. Disyuntiva falsa la de quienes levantaban por un lado la morosidad y la experimentación y por otro el artefacto narrativo popular. Disyuntiva que si a algo contribuía era a opacar la minuciosa relojería narrativa de uno y de otro. Volviendo a esa vez: Soriano invitado al ámbito académico. El alumnado se burló del escritor porque apenas si había terminado a los tumbos la primaria mientras su padre, empleado estatal, cambiaba de destino desde la pampa hacia el sur. Esa madrugada, destruido, Soriano lo llamó a Bayer. Como reivindicación y ajuste de cuentas, Bayer invitó a Ricardo Piglia a presentar a Soriano en su cátedra de Derechos Humanos en el ámbito universitario. Piglia arrancó planteando que los tres escritores argentinos más grandes de nuestra literatura no habían terminado la primaria. Arlt, Borges y Soriano. No creo recordar que el autor de Plata quemada haya publicado esta afirmación en sus ensayos. Una lástima.”

Domingo, 11 de febrero de 2007

Especial Soriano II > Repercusiones y polémicas

Una historia verdadera

Por Osvaldo Bayer

Llego del otro mundo, el domingo pasado, y todavía en el aeropuerto encuentro mi nombre en Radar, bajo el título “Una historia falsa”. Es una nota de la señora Beatriz Sarlo que reprueba un relato mío que yo habría hecho en el pasado acerca de cómo se trató a Soriano en la cátedra de la cual ella era titular. Sí, Sarlo reprueba pero agrega “por ser franca, no me interesa mucho lo que diga Bayer sobre mí”. Esto hace nacer la pregunta: “Si yo no le intereso, ¿para qué me dedica una página de Radar?”.

Y le respondo porque esto habla de, y deja en claro, las diferencias entre el llano lenguaje del aprendizaje y el academicismo de acentos aristocráticos. Sin darse cuenta, en su nota la señora Sarlo pone el acento en la poca importancia que le daba a la obra de Soriano. Dice: “Nunca invité a Soriano”. Y “escribí y hablé sobre Saer y Puig, Saer y Piglia o Borges y Cortázar”. Es decir, está claro

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que a Soriano no le abrió la puerta de su academia. Debo decir que yo, en cambio, les abrí sí las puertas de mi cátedra a todos aquellos que tenían que ver con el tema de los derechos humanos: poderosos y humildes, protagonistas, testigos y olvidados. Hasta la invité a la propia señora Sarlo para que viniera a mi cátedra a debatir con David Viñas, después del episodio televisivo que terminó en un altercado cuando Viñas le reprochó a Sarlo sus sustanciales cambios ideológicos. Yo mismo le hablé por teléfono a la señora Sarlo para invitarla al aula y seguir allí con Viñas el debate sobre aquellos años. Pero ella me contestó en el teléfono sólo con cuatro palabras: “No, no tengo tiempo”. En cambio, David Viñas sí concurrió y respondió ante el alumnado que desbordaba el aula magna.

Pero vayamos a Soriano. Estando ya muy enfermo me llamó muy triste para decirme que había tenido una muy mala experiencia en la Facultad de Filosofía y Letras. Eran los fines del curso del ’96. Me relató que un grupo de docentes y alumnos de la cátedra Sarlo lo habían invitado a un reportaje en vivo. El concurrió y fueron todas preguntas para humillarlo. La definitiva fue: “Dígame, Soriano, ¿usted qué estudios tiene?”. “Le respondí la verdad: ‘Tercer año nacional’. Esto provocó la carcajada general de los presentes”. Hubo un silencio de su parte y yo le respondí: “No te hagas problemas, Osvaldo. Yo te voy a invitar a mis clases de los viernes, la haremos en el aula magna, y te reivindicaremos”. “Te agradezco infinitamente”, me respondió. “¿Sabés una cosa? Y quiero entrar a la Facultad por la puerta grande.”

Pero mientras esperábamos el próximo curso, Soriano falleció en ese verano. A pesar de todo, apenas reiniciadas las clases hicimos el acto en su homenaje, en el Aula Magna de esa Facultad de Filosofía y Letras. Los memoriosos señalan hoy todavía que fue una de las clases magistrales más concurridas de la historia de nuestra facultad. La anunciamos previamente por todos lados, en lo que nos ayudaron fundamentalmente las representaciones estudiantiles. Sí, no pudo estar Osvaldo presente, pero sí, en el medio de la primera fila estaban su viuda, Catherine, y su hijo Manuel, de siete años, que estuvo toda la noche en silencio mirando con grandes ojos. Fue una de las jornadas de más emoción en mi vida. Hubo hasta un apagón en esa parte de la ciudad y nos quedamos sin luces. Mejor: fuimos a comprar velas y con esa iluminación hablaron los oradores. Primero hablé yo y relaté mi relación con Osvaldo en el exilio y el regreso, y cómo se lo había humillado en esa misma facultad. Después de mi prefacio lo invité a hablar a Ricardo Piglia, no sólo un consagrado escritor y docente universitario de literatura en la Argentina sino también en el exterior. Piglia comenzó así: “Los tres más grandes escritores argentinos no terminaron sus estudios secundarios: Domingo Faustino Sarmiento, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges”.

Estaba todo dicho. Todavía resuenan en mis oídos los aplausos del público. Hubo una emoción muy grande. Justamente en la misma Facultad de Filosofía y Letras donde los titulados academicistas se habían querido burlar del querido escritor del pueblo.

Todo eso tuvo una enorme trascendencia en la facultad. En los pasillos quedaron durante mucho tiempo los ecos del acto por el cual el escritor Osvaldo Soriano había entrado por la puerta grande. El Centro de Estudiantes publicó los discursos.

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Lo que me llama mucho la atención es que pese a la resonancia del acto, la profesora Sarlo no haya reaccionado en aquel tiempo. Lo hace recién diez años después, mientras tanto guardó silencio. Ahora, ella misma, en la nota de Radar, señala que su alumna Sylvia Saítta le relató que yo en Berlín, en un seminario sobre Roberto Arlt, había narrado esa experiencia sobre Soriano. Vuelvo a preguntar: ¿por qué la señora Sarlo no reaccionó entonces y lo hace sí cuando han pasado diez años del hecho? Si, como usted dice, todo es mentira, a pesar de los cientos de testigos que hay del hecho, ¿por qué no me inició juicio por calumnias e injurias? Esto me hace recordar al general Elbio Carlos Anaya, quien sostuvo que era mentira lo que yo había sostenido sobre los fusilamientos ordenados por él de peones patagónicos en 1921. Pero poco después, en un reportaje en La Opinión al señor general se le escapó la verdad: “Los fusilados por mi orden lo fueron de acuerdo al código militar”.

La profesora Sarlo esperó diez años para señalar que todo es mentira.

Pero, profesora, aunque todo esté prescripto, recurramos al debate. La invito al mismo lugar desde el que se hizo el desagravio a Soriano. Lleve usted a dos de sus colegas que piensan como usted. Yo por mi parte invitaré a David Viñas y a Ricardo Piglia. Luego dejamos al público que diga su opinión, como prueba de la verdad democrática, que es lo único que vale.

Domingo, 11 de febrero de 2007

ESPECIAL SORIANO I > REPERCUSIONES Y POLEMICAS

Una respuesta rústica

La semana pasada, Beatriz Sarlo respondió al artículo “El efecto Soriano”, de Guillermo Saccomanno, incluido en el número especial de hace dos domingos. En su respuesta, Sarlo daba por inexistente una anécdota de Soriano en la Facultad de Filosofía y Letras que la involucraba. Ahora, Saccomanno, autor de la nota, y Bayer, fuente de la anécdota, responden.

Por Guillermo Saccomanno

En su nota “Una historia falsa”, publicada en este suplemento el domingo pasado, usted, Sarlo, sostiene que Osvaldo Bayer miente y, en consecuencia, yo vendría a ser cómplice de su mentira al transcribir, en mi nota del domingo anterior, una anécdota de Osvaldo Soriano humillado en el ámbito universitario que usted dirigía. El mismo día, usted, columnista de Viva (usted, Sarlo,

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escribe una columna semanal en Viva, a pocas páginas de distancia de Valeria Mazza, la modelo del Vaticano), describe el trastorno que le ocasionó el exceso de equipaje en un viaje universitario a Washington que le dejó tiempo libre para enternecerse con los negros homeless: “Eran bulliciosos, reidores y amables”, escribe. (Nunca deja de sorprenderme la bienpensante “izquierda” vernácula que se emociona, por ejemplo, con el Guernica de Picasso y retacea la memoria del bombardeo del ’55. Con los hambrientos del primer mundo y no con los de acá a la vuelta.) La descripción que usted hace de su trastorno por el equipaje recuerda aquellos de la oligarquía que viajaba a Europa en barco llevándose la vaca. Y su preocupación por los que viven a la intemperie en el primer mundo es comparable a la que sentía Victoria Ocampo, “periodista” en Nüremberg, quien tras describir la elegancia de su vestuario, se conmueve al mirar a los chicos en la calle víctimas de la guerra o al comprobar que en su hotel bombardeado no hay agua corriente. Con seguridad David Viñas extraería conclusiones más brillantes de ese viaje literario suyo a Washington.

¿Qué tiene esto que ver con su indignada respuesta a mi nota “El efecto Soriano”? Usted enuncia dos verdades incuestionables: 1) yo le creí a Bayer la anécdota que tiene como víctima a Soriano; 2) Soriano está muerto. Y yo me pregunto: ¿cómo no creerle al biógrafo de Severino Di Giovanni, el historiador de las masacres patagónicas, el rastreador justiciero de cuanta atrocidad cometieron los poderosos y sus fuerzas armadas, el intelectual comprometido con las Madres? ¿Acaso debí creerle a una columnista dominical con sentimientos benéficos antes que a un luchador de los derechos humanos? En lo personal, me cuesta creer que Bayer necesite inventar una anécdota canalla de este calibre bajo cualquier pretexto. Me cuesta en cambio creerle a usted. Intento, palabra. Pero no puedo. En particular cuando acusa: “Todo es un invento de una rusticidad penosa”. El término “rusticidad” –lo subrayo– tiene una resonancia de desprecio paquete. Tan Victoria Ocampo. No me sorprende: ¿acaso en el prólogo a El campo y la ciudad usted, coqueta, no cuenta que al marxista galés Raymond Williams le llama la atención el tostado de su piel? Y es en este momento galante donde usted siente que es la reencarnación de aquella viajera (por Victoria Ocampo) que visitó a Virginia Wolf. Si consultara la correspondencia de Virginia Wolf comprobaría qué poca estima le tuvo la corrosiva escritora inglesa a la tilinga argentina con ínfulas intelectuales.

“Rusticidad.” “Rusticidad” haber ofendido a una divulgadora de nuestra literatura en Estados Unidos, recapacito. No a cualquier divulgadora, además. A una sensible que se apiada de los sin techo norteamericanos. (Porque no puedo separar a la viajera conmovida por los sin techo de la calle 17 de la académica furiosa.) Lejos de esta “rusticidad”, en cambio, parecen estar los alumnos de Filosofía y Letras, que según usted han leído a Arlt y Bourdieu. El problema es que no se les nota demasiado. Y, cuando egresan, empleados de editoriales, hacedores de informes anónimos de aprobación o rechazo de originales, reseñistas presumidos de suplementos culturales, ensayistas de ocasión, aplican con obediencia debida los gustos canónicos institucionales que usted impuso desde su actividad académica. En cuanto a que usted con su equipo enseñaban lo mejor que podían la mejor literatura que se escribía en la Argentina, permítame dudar. (De alguien

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que llama “bulliciosos” a los negros crotos, auténtica biyuterí literaria, me cuesta creer que esté en condiciones de saber qué es “la mejor” literatura argentina.) La entronización de determinados autores implicaba, sin vueltas, el descarte de otros. Que quizá usted consideraba “rústicos”.

Usted dice que no le interesa en realidad lo que opina Bayer de usted. Tal vez –si Bayer no le responde– se compruebe que es usted quien no le importa a Bayer. Cuestión suya y de él, me dirá, Sarlo. En lo que a mí me cabe, siempre en lo personal, sí me importa lo que usted piensa. Y mucho. Porque la leo para saber en qué anda la derecha argentina ilustrada.

Domingo, 18 de febrero de 2007

Especial Soriano

Repercusiones y polémicas

El domingo pasado, Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomanno respondieron a Beatriz Sarlo, quien había desmentido la anécdota referida por Saccomanno (cuya fuente había sido Bayer) sobre un humillante episodio que habría tenido a Osvaldo Soriano como protagonista en el ámbito de la cátedra universitaria entonces a cargo de Sarlo. Ahora, nuevamente Sarlo responde a ambos. Además, intervienen Eduardo Romano y María Moreno.

Por Beatriz Sarlo

El domingo pasado Saccomanno mostró sus habilidades de sociocrítico tomando como objeto un artículo que yo publiqué en la revista Viva. Sobre esas habilidades no diré una palabra. Simplemente solicité que Radar publicara la nota en cuestión. De este modo, los lectores podrán juzgar por sus propios medios.

En cuanto a Osvaldo Bayer: corrige un detalle de la historia al afirmar que no fui yo sino “un grupo de docentes y alumnos de la cátedra Sarlo” quienes habían invitado a Soriano. Insisto: tampoco los docentes de la cátedra de Literatura Argentina, de la que yo era titular, lo invitaron a Soriano.

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Bayer agrega que, en una ocasión, él mismo me llamó por teléfono para invitarme a un debate con Viñas. Está un poco confundido porque esa llamada tampoco existió. No llevé ni llevaría nunca a Bayer ante la Justicia porque la vía judicial me parece inadecuada para los desacuerdos intelectuales: ni por injurias, ni por plagios.

No voy a aceptar la actual invitación de Bayer a un escenario de debate que él controla, y donde no tengo garantías de ser escuchada. Bayer me concede que vaya con “dos colegas”. No me animo a pedirle a nadie que se someta a esas condiciones. El encono promete más un escrache que una polémica. La afirmación de Bayer de que mis palabras le recuerdan la mentira de un general fusilador es alarmante, porque empezando con algo así no es posible prever lo que puede terminar diciendo. La violencia verbal y el odio de Saccomanno también me intimidan y, aunque Bayer no lo agrega a su mesa de debate, tengo miedo de que aparezca en ese acto.

Con estas líneas doy por terminada mi contestación a los dichos de Bayer y Saccomanno. Fue mi palabra contra la de ellos, en una escalada de la que no quiero seguir participando.

Sin casa en el primer mundo

Esta es la nota de Sarlo publicada en la revista Viva del diario Clarín que Guillermo Saccomanno menciona en su texto del domingo pasado y que Sarlo ofrece a consideración de los lectores de Radar como respuesta a los dichos de Saccomanno.

Los veía siempre, cuando iba a comprar pan o cigarrillos (en Estados Unidos todavía se fumaba sin ser identificado como agresor). Pasaban su tiempo en la calle 17, a la vuelta de mi casa y a pocas cuadras de Dupont Circle, en Washington. Yo también era allí una habitante temporaria, dispuesta a usar las bibliotecas durante algunos meses a cambio de dar clases en una universidad. Tenía mucho tiempo libre, y unas próximas vacaciones de Semana Santa en las que pensaba viajar a alguna parte. Había llegado de Buenos Aires con una valija enorme, completamente inadecuada para hacer un viajecito de pocos días, y entre las cosas que tenía por delante, una fundamental era comprar un bolso más adecuado.

Saludaba todos los días a ese grupo de gente que pasaba su día a la intemperie. El invierno había sido durísimo, con capas de hielo en las calles y una ventisca que esparcía polvo helado como si fuera arena. Ellos saltaban sobre la nieve para calentarse los pies, envueltos en los abrigos bastante buenos que la gente les había acercado. Rodeados por infinidad de bártulos, bolsos, valijas, cajas, iban y venían por la vereda, pidiendo monedas o cigarrillos. A veces, cambiábamos algunas frases sobre la sensación térmica o el pronóstico del tiempo.

Eran bulliciosos, reidores y amables. Entre ellos practicaban una especie de extrema confianza corporal que consistía en golpearse amistosamente las espaldas, la panza o el trasero como puntuaciones de lo que iban diciendo. Sin duda, a diferencia de otros grupos de sin casa, éstos eran amigos, quizá porque el barrio era próspero y no obligaba a competir por los recursos. De vez

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en cuando, algún vecino que se mudaba abandonaba sobre la vereda una montaña de ropa, pequeños muebles, una radio o un grabador, que los sin casa se repartían sin alteraciones mayores de la convivencia. La gente que se muda, en Estados Unidos, llena el auto o las maletas y abandona todo lo que no haya podido vender antes de la partida, que suele ser bastante.

De modo que estos sin casa gozaban de una especie de prosperidad en su miseria. Podían usar o canjear lo que quedaba apilado en las veredas. Y comían de lo que repartía un camioncito de voluntarios que se estacionaba a pocas cuadras todas las noches. Eran pobres del primer mundo, lo cual, desde un punto de vista, es escandaloso e inmoral, y desde otro implica siempre una situación más distendida que la de un sin casa latinoamericano o un hambreado de Africa, continente de donde habían llegado los antepasados de mis conocidos, en un barco que sirvió para enriquecer a los tratantes de esclavos, a los dueños de plantaciones de algodón y, siglos después, a los empresarios blancos del jazz que los negros inventaron.

Una mañana, cuando volvía por la calle 17, los sin casa rodeaban con evidentes señales de excitación una alta pila de mercadería que alguien acababa de depositar sobre la vereda. Me dijeron que se trataba de una diplomática que se volvía a su país y dejaba todo, porque de regreso quería llevarse cosas flamantes, recién compradas, con la etiqueta colgando. Esa minuciosa información la habían obtenido de ella misma y del portero del edificio. La pila era un festín. Había un sillón casi nuevo y, sobre él, un juego completo, también casi nuevo, de valijas: dos grandes, una más chica, dos bolsos y un portatrajes, en gruesa tela marrón, herrajes de bronce, bordes, manijas y cantos de cuero. No faltaban ni los candados ni las llavecitas.

Los sin casa examinaban los objetos sin apuro. Me quedé con ellos; era la primera vez que podía ver desde el comienzo la ceremonia de un reparto. Las valijas grandes fueron las primeras en encontrar un dueño. Se las llevó la mujer del grupo, para reemplazar las cajas donde, durante todo el invierno, se le habían humedecido sus pertenencias. A los hombres les tocaron los bolsos y la valija chica; por lo que entendí, también intentarían llevar el sillón a un negocio de reventa.

Nadie se interesó por el portatrajes, al que examinaron con la desconfianza que despiertan los objetos cuya utilidad no queda muy en evidencia. Ninguno de ellos estaba preocupado por transportar dos sacos y algunas camisas sin que se arrugaran; por lo tanto, el portatrajes era un invento demasiado pesado y voluminoso para la escasa utilidad que proporcionaba. Me miraron; quizá pensaron que después de tantas semanas de invierno me conocían lo suficiente, o quizá que mi aspecto me denunciaba como posible usuaria de un objeto de diseño inútil.

Cortésmente me preguntaron si, por casualidad, yo estaría interesada en llevármelo. Creí que se trataba de una venta porque, al fin y al cabo, ellos eran los recientes dueños de las cosas abandonadas por la diplomática. Les contesté que, en efecto, comprarlo estaba dentro de mis posibilidades. Uno de ellos me contestó que en ese momento no lo vendían pero que, si me servía, podía tomarlo. “Llévelo”, me dijo. “Si quiere, controlamos los cierres, pero creo que funcionan.”

En efecto, funcionaban todos y siguieron deslizándose con suave ajuste durante más de diez años.

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Una aclaración

Una curiosa “leyenda urbana” se ha cruzado en la nota de Osvaldo Bayer publicada en Radar el 11 de febrero de este año, sobre la supuesta animadversión hacia el escritor Osvaldo Soriano por parte de la cátedra de literatura argentina contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Según relata Bayer, en 1996 la cátedra, entonces dirigida por Beatriz Sarlo, habría invitado al escritor Osvaldo Soriano a participar de “un reportaje en vivo” en las aulas de la facultad. Quienes firmamos esta carta, docentes de la cátedra en 1996, manifestamos que ese “reportaje” jamás existió, y que nunca convocamos a Osvaldo Soriano a una actividad organizada por algún miembro de esta cátedra para después “humillarlo” públicamente, como sostiene Osvaldo Bayer en su nota.

Aníbal Jarkowski, Adriana Mancini, Renata Rocco-Cuzzi, Sylvia Saítta, Graciela Speranza, Isabel Stratta, Patricia Willson.

DOMINGO, 18 DE FEBRERO DE 2007

Soriano y la literatura argentina que se enseña en la UBA

Por Eduardo Romano

Con un poco de curiosidad y otro poco de asombro e indignación he seguido el intercambio de notas provocado por el artículo de Guillermo Saccomanno en el número especial dedicado a Osvaldo Soriano en este suplemento. No me interesa la anécdota referida y su veracidad, porque me imagino que cada uno de los asistentes a esa clase a la que fuera invitado el “gordo” debe tener su propia versión. Me interesa más detenerme a considerar cómo actualmente las “tribus” (Maffesoli) sólo ven y tienen en cuenta lo que hacen o dicen sus miembros, incluso para discutirlo y descalificarlo, pero con total ignorancia del resto, de los que no figuran en su reducida agenda.

Desde 1986 reaparecí merced a un concurso, y a pesar del desagrado del oficialismo alfonsinista, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y me desempeñé hasta 1989 como Profesor Adjunto de Literatura Argentina I, titular David Viñas, y desde entonces hasta hoy como Profesor Asociado de Literatura Argentina II. Merced a un acuerdo de convivencia con Beatriz Sarlo, titular de esa materia, yo me hice cargo desde entonces, casi ininterrumpidamente, de Problemas de Literatura Argentina (materia no obligatoria entonces, con unos 180 alumnos promedio).

En Problemas, el alumnado sabe que va a leer lo que no se lee en el resto de la carrera y desde los payadores suburbanos en grabaciones de comienzos de siglo hasta las historietas y cuentos de Fontanarrosa, podría hacer una larga lista. En el último curso muchos vinieron a agradecerme, por ejemplo, que les hiciera conocer cuentos y notas de Arthur García Ramos (Wimpi), de origen uruguayo pero consagrado en la radiotelefonía argentina y animador de la misma en la década del

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’50, cuyos escritos fueron editados, en su mayoría, post mortem. Lo cual no significa ignorar a los autores más o menos canonizados, sino restituirle al sistema literario una mayor complejidad.

Osvaldo Soriano figuró en más de un programa y especialmente Cuentos de los años felices y Una sombra ya pronto serás fueron motivo de análisis e interpretación en las clases teóricas y prácticas de la asignatura, en cuatrimestres diferentes. Siempre lo he considerado entre los mejores escritores-periodistas (o viceversa) del país, con una enorme capacidad de comunicación con el gran público lector (que siempre fue poco y cada vez es menos) en una tradición que se remonta por lo menos a José Alvarez (Fray Mocho) y que enriqueció, entre otros escritos, con sus brillantes contratapas para Página/12.

Tuve oportunidad de conocerlo cuando yo escribía sobre todo bibliográficas para La Opinión Cultural y él disfrutaba del éxito que le había acarreado su nota sobre el caso Robledo Puch y gozaba hasta de oficina propia. Luego Timerman descubrió que la utilizaba para hacer siestas y lo despidió diría que “con todos los honores” de esa picaresca periodística a la cual el “gordo” pertenecía.

Con Jorge B. Rivera le hicimos un reportaje muy sustancioso para el volumen Claves del periodismo argentino actual (1986) y, si bien nunca escribí extensamente sobre su producción, en un seminario internacional sobre “El viaje y la utopía” organizado por la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), el Instituto Italiano de Cultura y la Università di Bologna, en 1994, leí una ponencia (De la configuración a la melancolía de lo utópico en algunas novelas argentinas de los últimos treinta años) que pasó al libro El viaje y la utopía (Atuel, 2001) y se centraba en textos narrativos suyos y de Haroldo Conti.

Me extraña que Saccomanno, alumno de mis clases de Proyectos político-culturales en la Argentina, allá por los fervorosos comienzos de la década del ’70, cuando produjimos una revulsión (no empleo el término revolución para no incomodar a los proto, meta y pos marxistas que se miran en el espejo de esta página) respecto de lo que se enseñaba habitualmente en las aulas, y ampliamos considerablemente el criterio de lo literario con la apertura a las historietas, los guiones fílmicos, los libretos radiales, las notas periodísticas ficcionalizadas, etc., se muestre tan desconfiado respecto de lo que en el mundo académico sucede y generalice, al margen de que las “tribus” más poderosas (¿ese poder no proviene también de la complicidad de los diarios considerados “progres”?) borran –o tratan al menos de borrar– las opiniones que les molestan.

Nuestra Facultad adoptó una doxa, también en materia literaria, cuando la reorganización de 1983 que ahora muchos coinciden en afirmar no fue tan democrática como sus agentes sostenían y que ha decaído sin desaparecer. Pero para muchos, conviene no olvidarlo, y especialmente por estos arrabales del saber, ser profesor universitario no ha sido un pedestal, sino un digno rebusque económico como cualquier otro, alternado inclusive con el periodismo. En todo caso tratamos de cumplirlo con el mayor decoro y con la mayor falta de respeto por los valores instituidos y

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reverenciados entre los “cultos” (estuve a punto de escribir “curtos”, no puedo negarlo) para airear la mente de nuestros alumnos.

DOMINGO, 25 DE FEBRERO DE 2007

Soriano y la “academia”

Por Amparo Rocha Alonso*

Osvaldo Soriano entró en la carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA el primer cuatrimestre de 1988 de la mano de Beatriz Sarlo y para consideración de sus alumnos. Se trató de un seminario sobre novela y realidad política que cursábamos en la vieja sede de Marcelo T. de Alvear los sábados a la mañana. El programa se componía de unos cuantos textos, entre los que figuraban No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno, En esta dulce tierra, de Andrés Rivera, Nadie nada nunca, de Saer, Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Asís, Respiración artificial, de Piglia, y otros de Martini, Cohen, Moyano y Puig. Un año antes había sido publicado el libro en uno de cuyos artículos Sarlo analizaba el modo en que en esos años de plomo las novelas de estos autores salían a representar, siempre de modo oblicuo y escapándole al realismo, la violencia reinante en el país según estéticas y procedimientos literarios muy diferentes entre sí (AAVV, Ficción y Política: la narrativa argentina durante el proceso militar, Buenos Aires, Alianza, 1987). El artículo en cuestión era “Política, ideología y figuración literaria”.

Me pareció oportuno introducir unas notas relativas a la literatura para airear una discusión que se ha desbarrancado entre argumentos ad personam y comparaciones irritantes.

Para retomar el hilo de la cuestión, el ingreso de Soriano al ámbito universitario (la UBA, para ser precisos: ¿la academia que Sarlo dirigía?) se da en el marco de un programa de Literatura Argentina de una docente prestigiosa que, como otros docentes del momento (Viñas, Ludmer, Pezzoni), marcaba tendencia entre el alumnado con sus elecciones y análisis. No imagino puerta más grande de entrada al mundo académico que ésta, aunque evidentemente no lo suficiente para un Soriano que, como lo explica muy bien Saccomanno, se debatía entre el desdén por ese mundo “muerto” y un conmovedor deseo por lograr su reconocimiento.

Aquí convendría aclarar algunos puntos: por un lado, la tan mentada “academia”, una institución compleja, atravesada por líneas de fuerza, no puede ser dirigida por nadie y no hay individuo que tenga en su poder la capacidad de imponer un gusto homogéneo, por más capital simbólico que ostente. Pensar eso, como lo hace Bayer, es subestimar gravemente a los alumnos, que vienen con lecturas, formaciones y bibliotecas diferentes al encuentro de su educación universitaria. Un poco a la manera de los que menosprecian a los lectores que colocan a un escritor al tope de los más vendidos –como sucedió con Soriano–, por considerar que son meras víctimas de la poderosa máquina publicitaria de las editoriales. ¿No será que ambos, alumnos y consumidores, encuentran

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algo que los interpela en esos textos? Por cierto, no deberíamos obviar que el capital de autoridad de ciertos intelectuales y sus lazos intrincados con los mecanismos de legitimación influyen en el acotado campo intelectual orientando lecturas, de modo equivalente a como lo hacen las inyecciones de dinero y el engranaje aceitadísimo del mercado con el consumo de bienes simbólicos. Soriano, por mérito propio y con ayuda de la promoción, ganó en un terreno y perdió en otro, la famosa “academia”, aquel suelo refractario a los éxitos mediáticos. Ya Barthes había analizado brillantemente el mito de la cuantificación de la calidad (“si es mucho es bueno”) y en la facultad se nos enseñaba, casi de manera conductista, que todo pensamiento crítico implicaba desmitificar, ver lo construido culturalmente en aquello naturalizado por la sociedad. Pues bien: si Soriano tenía suceso editorial y ventas altísimas se le oponían reparos. Esto, más el microclima de época: en un espacio fascinado por la escritura y el imaginario de Puig, Piglia o Saer, el estilo Soriano no cuadraba. Así de simple.

Por otro lado, las fantasías con la universidad: si lo que se espera de ella es medalla, aplauso y beso vamos por mal camino. Es cierto que a veces la institución brinda tributo y ovaciones y está bien que lo haga. Se me ocurre por caso el homenaje que se hizo en Exactas a un Boris Spivacov viejo y enfermo poco antes de su muerte. Pero no es su función primordial dispensar bendiciones. Ya dijimos, a riesgo de sonar escolares, que el pensamiento que en ella se promueve sufre cierta incomodidad ante lo consagrado. Las consagraciones, de hecho, llegan por caminos varios, no se imponen a dedo desde arriba y muchas no resisten el paso del tiempo.

Y además de ser un espacio de gente apasionada por las ideas y las palabras, gente que trabaja y estudia en condiciones no muy buenas, la universidad también es feria de vanidades, bolsa de gatos, plataforma política, señorita snob, madre ingrata con sus hijos y generosa con los de afuera, etc.,etc.

Ahora bien, con respecto a la anécdota en cuestión, una hipótesis (y esto va pareciendo Rashomon). Sarlo no invitó a Soriano a una charla con sus alumnos. ¿No debemos creerle a una persona que nunca eludió el debate con altura sólo porque escribe en Viva contigua a Valeria Mazza, “modelo del Vaticano”? Y, por el contrario, ¿debemos creerle a Bayer sólo porque es el biógrafo de Severino Di Giovanni y etc.? Los hombres probos también se equivocan. Creer en una proposición porque se confía en el que la dice, el que da testimonio, se llama fe (pistis) y ya se sabe, la fe mueve montañas.

Sin embargo, yo le creo a Bayer. Nótese la sutil, pero sustancial diferencia entre “Sarlo invitó a Soriano a dar una charla para sus alumnos” (Saccomanno) y “un grupo de alumnos y docentes de la cátedra Sarlo” (Bayer). En definitiva, ambos creyeron lo que pudieron y quisieron. Sobre una información básica, algún encuentro efectivamente acaecido de Soriano con gente de la facultad, construyeron mentalmente una escena con buenos y villanos, funcional a las disputas ideológicas que los movilizaban tanto como ahora. No tiene nada de raro: así es la dinámica del rumor, así se construye el mito. En ese sentido, es ejemplar el funcionamiento de la memoria cuando Saccomanno reconstruye los dichos de Piglia. Cuando éste afirma “Los tres más grandes escritores

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argentinos no terminaron sus estudios secundarios: Domingo Faustino Sarmiento, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges”, Saccomanno recuerda y reproduce: “Piglia arrancó planteando que los tres escritores argentinos más grandes de nuestra literatura no habían terminado la primaria: Arlt, Borges y Soriano”. Haciendo un poco de psicoanálisis de salón, es claro el mecanismo de reparación simbólica que está operando en estas sustituciones: primaria por estudios secundarios y, la más flagrante, Soriano por Sarmiento.

Como sea que fuere, podría pedirse un poco más de rigor al articulista a la hora de citar dichos ajenos, si no fuera porque es harto evidente su voluntad de plantear un antagonismo sin grises y sin gracia entre Sarlo, la “Academia”, la derecha y Victoria Ocampo y él, ángel vengador. ¿Y Soriano? Bien, gracias. En este sentido, cuando uno lee la totalidad del dossier dedicado en su momento al novelista por este diario se advierte cómo, mientras la mayoría de quienes escriben se entregan al recuerdo del amigo que ya no está, el señor Saccomanno no ha podido dar un paso al costado de su propio ego. Es cierto que como hombre inteligente que es, reconoce este protagonismo resentido. Esperemos que no se confunda: no alcanza con destilar veneno para ser un Roberto Arlt.

*Docente de Semiótica, UBA.

DOMINGO, 25 DE FEBRERO DE 2007

Punto Final

Por Guillermo Saccomanno

Las intervenciones que se sumaron a la polémica abierta por mi nota “El fenómeno Soriano” me imponen reflexionar. En Radar del 18 de febrero de 2007, los docentes de la cátedra Sarlo en 1996 adjudican la historia de un Soriano humillado en el ámbito universitario a una “leyenda urbana”. Si la anécdota referida por Bayer fuera una “leyenda urbana” sería interesante analizar los resortes de esta mitología para comprobar cuánto de verdad puede tener, qué inquinas y recelos despierta y por qué se divulgó justamente una historia que tan mal parados deja a estos docentes quienes, por otra parte, recién ahora, a diez años de la muerte del escritor, se preocupan por desmentir. Es evidente que Soriano sigue siendo un problema para algunos docentes de Letras. “El mito es en principio un relato, no una mentira sino una verdad de ficción que es necesario interrogar”, señala María Moreno en su intervención “Los duelistas” (Radar, 18.1.07).

Si una autocrítica debo formular, se la debo a Eduardo Romano (también en Radar 18.2.07). Romano me recuerda el tiempo en que fui su alumno y también, despegándose de Sarlo, argumenta que hay cátedras donde la literatura nacional no se comprende de modo sectario ni

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elitista. Al reflexionar me doy cuenta de que tal vez debo una disculpa a quienes, sin compartir la disciplinaria ideología Sarlo, se pudieron sentir afectados por mis dichos que, en el debate, parecían demonizar a toda la carrera de Letras. Me consta que la carrera ha contado y cuenta con profesores tan democráticos y tolerantes como brillantes y abnegados, que aun cuando se discutieran sus encares programáticos, han hecho menos alharaca y conquistado menos antipatía con un trabajo formativo que siempre puso, desde ópticas tan diversas como pluralistas, un acento apasionado en el aprendizaje. Citaré a Enrique Pezzoni, Nicolás Rosa, David Viñas, Noé Jitrik, Jorge Panesi, entre otros. Nunca se me habría ocurrido tildar a los mencionados como caprichosos, arbitrarios, trepadores y elitistas. Es más, si un rasgo común tienen los mencionados es un humor del que Sarlo carece.

Si algo se me ha criticado en las intervenciones ha sido el tono. Toda una cuestión el tono. Como si forma y contenido pudieran desprenderse. Con su ironía y agudeza habituales, Moreno apunta con acierto el tono crispado de mi prosa en mi respuesta a Sarlo (“Una respuesta rústica”, Radar, 11.2.07). ¿Debo disculparme por haber empleado un tono en consonancia con aquel de la primera nota (Radar, 28.01.07), la que disparó estas intervenciones? Que escribía por venganza, dije entonces. No me gusta la venganza. Y tampoco el resentimiento. La venganza se legitima ante la ausencia de justicia. Este y no otro fue mi planteo original. Y éste parece ser el nudo de lo que se discute: el ninguneo a un escritor popular o, más precisamente, el ninguneo de los intelectuales que no le perdonaron a un autor su popularidad. Hubiera preferido que mi tono fuera otro, más sutil, perfeccionar, como Moreno me recomienda, el arte de la injuria.

Quiero aclararle a Moreno que así como no hubo ningún propósito misógino en mis prosas, no estuvo tampoco en mi ánimo la injuria. Creo haber sido descriptivo y no injurioso al llamar a Sarlo benéfica cronista dominical. Injurioso habría sido, conjeturo, que la comparase con Dorothy Parker o Susan Sontag. En todo caso, teniendo en cuenta que la teoría literaria es también teoría política, leí su columna de Viva en coherencia con la visión de lo que ella cree que debe ser la literatura. Sarlo, a su vez, en su última intervención (Radar 18.2.07), me acusa de intimidación: “Tengo miedo de la violencia verbal y del odio de Saccomanno”. No quiero ni pensar qué habría pensado de mí Sarlo si en lugar de aplicar lo que denomina mis “habilidades sociocríticas” hubiera tenido en cuenta las recomendaciones de Moreno sobre el arte de la injuria.

Porque Sarlo, en su última intervención (Radar, 18.02.07), me concede, generosa, una “habilidad sociocrítica” para leer su escritura de Viva. Agradezco su deferencia. Pero corresponde aclarar que no es necesaria tal habilidad para constatar su indefendible tilinguería, ratificada el domingo pasado cuando, respondiendo a su pedido, Radar le republicó la nota de Viva que le critiqué. Los lectores habrán extraído sus propias conclusiones. “La cultura es un campo de combate”, escribió el palestino Edward Said. Las chicanas no son sólo chicanas. A veces una chicana carga una crítica cierta. A Soriano le importaba el reconocimiento universitario, sí. ¿Esto lo convierte en bestia negra? Por qué no pensarlo así: quería además de público –que tenía y mucho– que sus libros, en un gesto sarmientino, participaran de un debate serio y riguroso ya que desde ese ámbito, el universitario, profesionales de la crítica lo ninguneaban. En este punto, la intervención de Rogelio

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Demarchi (Radar, 28.1.07) marcando conexiones entre Puig y Soriano es de una sagacidad abarcadora: no se trata de Puig versus Soriano sino de dos escrituras complementarias, con más puntos de contacto de los que se supone. El ninguneo universitario a Soriano, al igual que la frivolidad de las columnas de Sarlo en Viva, irritan. No es la violencia de un ataque físico. Es más sutil. Más conspicua y palaciega. Si la frivolidad no violentara, no se habría producido este alboroto post mortem del escritor en un suplemento cultural. Vuelvo a subrayarlo: acá no se estuvo discutiendo sólo el ninguneo de Soriano. Soriano, más bien, ha sido un detonante. Se señaló una ideología cuestionable, la de Sarlo. María Moreno y Eduardo Romano así lo sugieren. En particular, se puso en tela de juicio una concepción oclusiva de la literatura. Discusión que no se cierra por más que Sarlo decida huir y rehuir el debate y pretenda ponerle un airado punto final aduciendo sentirse intimidada. (Vale recordar: hace unos años Sarlo rehuyó debatir con Viñas en un programa televisivo porque la asustaba. Ahora Sarlo reedita el susto conmigo. El mecanismo es conocido: la agresora que se hace la agredida y así coloca a quien le responde en el rol de matón.) Un clásico de la intelectualidad de derecha es sentirse agredida cada vez que se le cuestiona el elitismo. Elegir una biblioteca educativa y no otra es una elección política. Lo que acá se estuvo discutiendo no fue sólo la veracidad de la anécdota que contó Bayer (Soriano humillado en la universidad) sino qué visión de la literatura se les imprime a quienes estudian nuestras letras. Y esta visión es política. ¿Acaso hace falta recordar que en toda interpretación de un texto –se trate de Walsh o de Copi– se discute también, en esta Argentina saqueada, qué modelo de país y sociedad se quiere? Que quede claro: si acá hay una violencia es la de Sarlo. Que no es ni más ni menos que la violencia de la “civilización” que se presume raza y clase elegida. Que Sarlo fije un punto final a un debate no significa que acá no pasó nada. El cruce de voces y opiniones tanto en las páginas de este suplemento como en los blogs de las últimas semanas no es ni casual ni gratuito. Lo que este debate ha referido, aun cuando no conquiste simpatías ni sea condescendiente con quienes intervenimos, es un malestar y un cuestionamiento. No hay diplomacia en un debate cuando es serio. Cada intervención se plantea como una verdad irreductible, pero no lo es. No obstante, en la confrontación, se pueden entrever sombras y mezquindades, ofensas y heridas, además de la obvia voluntad de sacar de combate al adversario. Ninguno puede arrogarse el beneficio de salir bien en la foto. Acá estuvieron y están en tensión la soberbia de Sarlo por un lado y el ofrecimiento a debatir de parte de Bayer. Esta invitación al debate en una cátedra de Derechos Humanos puede enriquecer la relación entre ambos pensamientos, el de los Derechos Humanos y el de las Letras. Que Sarlo considere el debate como un escrache (sin tener en cuenta que al victimizarse se identifica con una represora, porque el escrache es la metodología para identificar a los represores) es, previsiblemente, el punto final que ella decide ponerle. Pero no lo clausura.

DOMINGO, 25 DE FEBRERO DE 2007

De mentiras y verdades

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Por Osvaldo Bayer

También yo daré por finalizada esta discusión que no inicié. Beatriz Sarlo vuelve a faltar a la verdad diciendo que yo no la invité por teléfono a mi cátedra de la Facultad de Filosofía de la UBA para continuar con su discusión con David Viñas. Ella atendió mi llamado y me señaló su negativa para concurrir. Esto lo informé al público cuando se dio la clase y ella no lo desmintió posteriormente. Ahora la he invitado a un debate en la facultad sobre esta polémica y ella tampoco acepta diciendo que la causa es que yo controlo ese escenario, cosa que no es cierto. Hace años ya que renuncié por enfermedad a mi cátedra y no conozco a las nuevas generaciones de estudiantes. Dice que la quiero someter a un escrache. Nunca hice tal cosa, salvo cuando acompañé a Hijos a descubrir en su escondite a los desaparecedores de sus padres. En mi paso por la universidad no existió jamás un caso de “escrache” sino de discusión totalmente libre y abierta. No actúo con “barras”, señora Sarlo, en cambio sí ocurrió esto cuando se le preguntó a Soriano “qué educación había tenido”. Tergiversa además cuando sostiene que la quiero comparar con el general fusilador Anaya. Nada de eso, lo escribí para señalar el paso corto que tienen las mentiras. Anaya negó esos fusilamientos y luego tuvo que reconocerlos. Como dice la sabiduría popular, “la mentira tiene patas cortas”. Dice Beatriz Sarlo que le tiene miedo al escritor Saccomanno. No tenga miedo, señora, es todo un caballero don Guillermo; es capaz de llevarle flores, pero decirle la verdad.

Por otra parte, en una carta de total apoyo a Sarlo, María Moreno descarga una veta irónica un tanto circense y toma el argumento de Sarlo de que yo he tratado de compararla con un general represor. Nada de eso. Hablé de mentiras y no de crímenes. No pongan en boca de ganso lo que no es cierto. Además sostiene María Moreno algo totalitario: que el debate no es democrático. Y miente: porque sostiene que la invito a mi propio espacio: ¿Cuál es mi propio espacio? ¿El aula magna de Filosofía a la cual no piso desde hace un lustro? ¿Cuál es “mi propia audiencia”? ¿Los estudiantes que no me han conocido como docente? Mi invitación es algo absolutamente democrático, si no le gusta Filosofía lo hacemos en Abogacía, o en Ingeniería o en Canal 7, o donde ella quiera, aunque sea su propio domicilio. Me pueden palpar de armas si hay –como dice María Moreno– “algo no muy democrático”. Soy desde mi niñez un “no violento” y toda mi vida he escrito contra los métodos violentos. No acuse con fantasmas, señora María Moreno. Como cuando de alguna manera me mete de rondón en un disimulado machismo. Justamente el martes, las Madres de Plaza de Mayo dijeron públicamente algo que voy a llevar inscripto en mi camisa. Dijeron que Osvaldo Bayer fue el intelectual argentino que más defendió a las Madres de Plaza de Mayo. ¿ Y usted, señora Moreno? Justamente en las huelgas patagónicas destaco el sacrificio heroico de las mujeres que acompañaron a los luchadores del campo. Hasta las mujeres más humilladas están en mis páginas descritas con admiración y aplauso. Creo que ahí se ven los pingos.

Finalmente, María Moreno llama “ficticio” el relato de Soriano. Sin haber revisado pruebas ni habernos preguntado nada. Es así y se acabó. Finalmente, con gran sentido del humor, María Moreno trata de explicar incongruencias autocalificándose: “Quiero aclarar que ésta no es una defensa de Beatriz Sarlo”, dice textualmente. Menos mal. Y califica mis argumentos y los de

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Saccomanno como “cuchufletes lanzados en pandilla”. Graciosa, la señora. La cosa es, a falta de argumento, tratar de ponerle traje de payaso a la ética.

Con respecto a la “aclaración” de los docentes de Beatriz Sarlo, sólo puedo decir que es una lástima que no hayan hecho la aclaración diez años antes y en el mismo día en que se realizó el acto de desagravio a Soriano. La reunión fue conocida ampliamente en todo el ámbito de la facultad. No, guardaron silencio igual que la titular, Sarlo, para hablar recién una década posterior. Nunca podrán justificar ese silencio.

Como final de esta discusión, diré que Soriano seguirá entre los lectores pese a academicismos y “cuchufletes”.

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