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Un discurso fílmico de conciliación y
concordia para la postguerra italiana: las películas de Don Camilo (1952-1965)
Juan Antonio Santana González
Doctorando - Universidad de Granada
Resumen en español: Tras la derrota del fascismo, en 1945,
Italia parecía abocada a un enfrenta-
miento civil. Las diferencias entre comu-
nistas y católicos, representadas a su vez
en el ámbito político, se exacerbaron du-
rante los primeros años de democracia.
Sin embargo, algunos productos cultura-
les apostaron por rebajar la tensión. En
este sentido, las cinco películas basadas
en el personaje literario creado por Gio-
vannino Guareschi, el sacerdote Don Ca-
milo, durante los cincuenta y sesenta, de-
muestran que la cinematografía italiana
encaró los problemas del país desde un
discurso favorable a la conciliación y al
acuerdo. Por ello, analizaremos cuáles
fueron las “narrativas de entendimiento”
de la saga, y valoraremos en qué medida
contribuyó ésta al “compromiso histó-
rico”, entre comunistas y democristia-
nos, de los años setenta.
Palabras clave: Italia, cine, posguerra, conciliación,
compromiso histórico.
Abstract: After the defeat of fascism, in 1945, Italy
seemed to be intended to a civil confron-
tation. The difference between commu-
nists and Catholics, represented also in a
political ambit, were increased during
the first years of democracy. However,
some cultural products staked to reduce
the tension. In this sense, the five films
based on the literature character created
by Giovanninno Guareschi, Don Camilo
the priest, during the fifties and sixties,
show that the Italian cinematography fa-
ced the problems of a country from a dis-
course favourable to conciliation and
agreement. Therefore, we will analyse
which were the “understanding narrati-
ves” of the saga, and we will value how
much it contributed with the “historical
compromise” in the sixties between
communists and demochristians.
Key words: Italy, cinema, post-war, conciliation, his-
torical compromise
.
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1. Introducción Tras el fin de la II Guerra Mundial, múltiples líneas de fractura amenazaron con
quebrar la transición italiana. El enfrentamiento ideológico entre las organizaciones que
impulsaron la resistencia antifascista dio pie a enconadas disputas durante la segunda mi-
tad de la década de los cuarenta. Democristianos y comunistas, principalmente, compitie-
ron por la hegemonía política de la I República, y polarizaron a la población en torno a
dos proyectos diametralmente opuestos: el sustentado por el Vaticano y representado por
dirigentes como Alcide de Gasperi, afín al democratismo-liberal de Occidente, y el de los
comunistas, capitaneados por Palmiro Togliatti, partidarios del ideario socialista que,
desde décadas atrás, llevaba a la práctica el Partido Comunista de la Unión Soviética
(PCUS). Pero la tensión nunca alcanzó un punto de no retorno. De forma que, salvada la
delicada coyuntura de comienzos de la Guerra Fría, en los sesenta y setenta se multipli-
caron los llamamientos en pos de la conciliación y el acuerdo entre estas dos contrapues-
tas culturas políticas (BAKER, 2006, p. 94). Finalmente, éste se materializaría en el
“compromiso histórico” de la Democracia Cristina (DC) con el Partido Comunista de
Italia (PCI).
Previamente, clases y grupos sociales de muy variada índole interiorizaron el dis-
curso conciliador de ciertas corrientes democristianas y de un comunismo cada vez más
autónomo respecto al PCUS, que, incluso, aceptaba, bien es cierto que a regañadientes,
la permanencia de Italia en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). La
violencia y el enfrentamiento fueron, por tanto, cediendo espacio al encuentro y a los
pactos; las convulsas huelgas y manifestaciones se transmutaron en entendimiento recí-
proco y comprensión. Así, democracia se consolidó en la Italia de dopoguerra gracias a
esta nueva estrategia de las elites parlamentarias y partidistas pero, también, a que dicho
mensaje caló en un marco social polarizado, donde, en ocasiones, las querellas habían
ocasionado derramamientos de sangre (GALLEGO, 2007, pp.155-195).
Así las cosas, sabedores de que los lenguajes de concordia y diálogo hilvanados
en las altas esferas políticas requieren de vehículos culturales para dejar huella en el ima-
ginario colectivo, nos cuestionamos si estas proclamas conciliadoras estuvieron presentes
en una de las sagas fílmicas más populares de la época, la de Don Camilo. Y es que,
decenas de miles de espectadores abarrotaron las salas de cine para ver las aventuras y
desventuras protagonizadas por Camilo, sacerdote rural y fervoroso anticomunista, y Pep-
pone, alcalde del pueblo en representación del PCI. El atronador éxito de la primera de
estas producciones, de 1952, dio lugar a cuatro secuelas, en 1953, 1955, 1961 y 1965. El
escenario donde se desarrolló la acción, un pequeño pueblo del norte de Italia, situado en
el valle del Po y de apenas 5.000 habitantes, sirvió de hilo conductor a la historia, pues
las trifulcas entre segmentos sociales y tradiciones políticas que tenían lugar en dicho
marco geográfico representaban un microcosmos, una imagen a escala local de las difi-
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cultades de reconstruir los lazos comunitarios después de una dictadura, una postrera ocu-
pación y una traumática guerra civil. Por lo cual, queremos contrastar en qué medida el
discurso de concordia de las distintas películas que conformaron la saga contribuyó al
cambio que condujo al país desde el caos de la reconstrucción al pacto social en defensa
de la democracia que certificaron públicamente las organizaciones políticas en la década
de los sesenta.
Pero antes de abordar nuestro tema de estudio, debemos enmarcar los sucesos en
su marcho histórico, porque antes de que los ánimos se apaciguaran, el país transalpino
estuvo, en varias ocasiones, al borde del colapso. Al ventennio fascista (1923-1943), le
siguió una conflagración armada, y extremadamente cruenta, entre quienes formaban
parte de la resistencia (democristianos, liberales, socialistas y comunistas) y aquellos sec-
tores sociales ideológicamente más afines al fascismo. Durante este período, que con-
cluyó con la liberación definitiva de la península, en 1945, no cicatrizaron las múltiples
heridas que salpicaban la superficie de la sociedad civil. De forma que, cuando se acome-
tió la reconstrucción, afloraron las divergencias entre las distintas propuestas y proyectos
de sociedad, pese a que apenas unos años antes todas ellas confluyeron bajo la bandera
antifascista. El referéndum de 1946 certificó que la ciudadanía, mayoritariamente, apos-
taba por un Estado republicano en detrimento de una Monarquía que carecía de porvenir,
máxime cuando fue el principal soporte para el ascenso de Mussolini a comienzos de la
década de 1920. Pese a ello, restaba aún elaborar una Constitución democrática, y este
fue el proceso que consagró a las dos formaciones políticas preponderantes en el nuevo
sistema, democristianos y comunistas, así como la animadversión mutua que se profesa-
ban (TUSELL, 1993).
Para el devenir de la transición italiana, 1948 fue un año fundamental. En primer
lugar, fue entonces cuando entró en vigor la nueva Constitución, que había sido refren-
dada en las urnas en diciembre de 1947. Las características de la Carta Magna resultante
obedecieron a la correlación de fuerzas en la etapa constituyente. Así, recogió muchos
preceptos democristianos y sólo algunos inherentes a los partidos de izquierda. La cues-
tión estribó en cómo desarrollarla legislativamente, en qué modelo de sociedad elaborar
a partir de ella. Por eso, en segundo lugar, la convocatoria electoral de abril de aquel año
estaba llamada a clarificar el panorama socio-político por el que discurriría la democracia
en Italia. De ésta emergió una DC triunfante, abrumadoramente mayoritaria, cuyo único
competidor, aunque a una distancia considerable, era el comunismo italiano, liderado por
Palmiro Togliatti. Precisamente el dirigente del PCI puso, en los meses subsiguientes, los
cimientos de la concordia. Después de sufrir un atentado que a punto estuvo de acabar
con su vida, Togliatti abogó por mantener la calma y, así, desalentó movilizaciones so-
ciales que podían desembocar en luchas callejeras e impedir que la naciente democracia
diera sus primeros pasos (JUDT, 2011, pp.83-86).
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Desde entonces hasta 1963, la transición abortó varios complots y hubo de sortear
innumerables obstáculos. Pero, mientras la formación comunista dejaba atrás proclamas
revolucionarias y, sin prisas pero sin pausas, tendía a la moderación, y la democracia
cristiana impulsaba tanto la tercera vía europeísta como el atlantismo pro-norteamericano,
dependiendo de la coyuntura geopolítica internacional, se limaron asperezas sociales y
políticas. Todo ello provocó que democristianos y socialistas sellaran una alianza que
garantizó la estabilidad del Gobierno y que, análogamente, distendió las relaciones entre
sindicatos y patronal (HEARDER, 2003, pp.319-324). Precisamente, estos fueron los
años dorado de la serie de películas Don Camilo, que llegaron a los cines de pequeños
pueblos y grandes ciudades, años en los que su mensaje conciliador pudo propiciar el
reencuentro de culturas políticas antagónicas pero condenadas a entenderse.
Por todo ello, estudiaremos las principales claves discursivas de las cinco pelícu-
las de la saga don Camilo para, así, señalar si enfatizaron un mensaje conciliador, cuyo
último objetivo era apaciguar la delicada situación política de la posguerra italiana. Y lo
haremos, en primer lugar, presentando a los protagonistas, Camilo y Peppone, personifi-
caciones de las dos culturas políticas que se disputaron el espacio público y el apoyo
político, tanto en Brescello como en el resto de la península. Seguidamente, identificare-
mos algunas de las causas de los desencuentros que sostuvieron a lo largo de los años, a
la orilla del Po y más allá de fronteras transalpinas. En tercer lugar, analizaremos cómo,
en beneficio del colectivo local, enterraron momentáneamente sus divergencias, y apun-
taremos las consecuencias socio-culturales de ello. Finalmente, subrayaremos en qué me-
dida las aventuras y desventuras del alcalde comunista y del aguerrido párroco trascen-
dieron la gran pantalla, impregnando los hábitos y pautas de conducta de unos espectado-
res ávidos de comedia pero, al mismo tiempo, preocupados por el incierto horizonte que
encaraba la República.
2. Camilo y Peppone: estereotipos de párroco rural y de alcalde
revolucionario Si algo llama la atención de la saga Don Camilo es el permanente y enconado
enfrentamiento entre sus dos protagonistas, el sacerdote que dio título a todas las produc-
ciones y el encargado de llevar las riendas de la Corporación municipal según el ideario
marxista, Peppone. Representantes de las dos culturas políticas dominantes de la posgue-
rra italiana y antagónicos entre si, Camino y Peppone personificaron las luchas partidistas
de democristianos y comunistas. Los consideramos, por tanto, representaciones culturales
(CHARTIER, 2007), ciertamente estereotipadas pero muy cercanas para los espectado-
res, que, en la ficción fílmica, confrontaban sus respectivos proyectos de sociedad. Pero,
dado que estas producciones iban dirigidas a una población deseosa de acudir a las salas
de cine para así evadirse de las preocupaciones más mundanas, y a que el mensaje que
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transmitieron apelaba a estrechar lazos de concordia, es pertinente identificar qué dife-
renciaba a los estereotipos resultantes de los modelos reales en los que se basaban. Es
decir, y puesto que entendemos que esta saga posibilitó que el discurso conciliador calara
en el imaginario colectivo de una parte nada desdeñable de la ciudadanía, ¿qué caracte-
rísticas, identitarias, ideológicas y personales, predispusieron a Camilo y Peppone a la
disputa, y cuáles dejaron margen para que, posteriormente, pudieran zanjara sus quere-
llas?
La personalidad de Camilo se dibujó, en todas las películas, a medio camino entre
el estereotipo de párroco rural y la heterodoxia representada por el sacerdote combativo,
que no rehúye la disputa aunque ello suponga, llegado el caso, emprenderla a golpes con
aquel que ose provocarle. La complexión corpulenta del actor que dio vida al personaje,
Fernandel, popular cómico de origen francés, alejó a Camilo del halo beatífico y de los
correctos modales que se les presuponían a los hombres que consagraban su vida a Jesús.
Esta fortaleza física, que le sirvió para hacerse un hueco en la resistencia antifascista, le
sería muy útil para encarar el nuevo desafío que se le presentaba a la cristiandad: el
avance, en la Europa continental, del comunismo materialista. Con ello, no se obviaba
que el principal cometido de los pastores de la Iglesia era transmitir la palabra de Dios a
la población y, así, atraer nuevos fieles al templo. Por eso, pese a litigar con el alcalde o
decantarse por un modelo político en detrimento de otro, Camilo, siempre vestido con el
hábito religioso, tenía claro que el sentido último de su tarea era insuflar paz en el espíritu
de los hombres, incluso en el de ateos o agnósticos.
Por su parte, los paralelismos entre Giuseppe, conocido entre sus vecinos como
Peppone, alcalde de Brescello, y la cabeza visible del comunismo internacional, el secre-
tario general del Comité Central del PCUS, Iósif Stalin, eran más que evidentes. En pri-
mer lugar, el nombre de ambos era el mismo: José. En segundo lugar, se asemejaban
bastante en cuanto a aspecto. Así, Peppone compartía con Stalin un inconfundible mos-
tacho, el corte de pelo y otros rasgos faciales, como onduladas cejas o mentón poco pro-
nunciado. En líneas generales sus caracteres también eran muy semejantes: rudos, impul-
sivos, escasamente cultivados intelectualmente, y malhumorados. Sin embargo, una dife-
rencia determinante lograba que cualquier espectador percibiera simpático a Peppone, y
es que éste, contrariamente a Stalin, respetaba la alteridad y toleraba las disidencias, mos-
trándose, en definitiva, equidistante al espíritu totalitario del líder soviético (LOZANO,
2014; MONTEFIORE, 2010).
Camilo, su antítesis, era sacerdote, algo que entrañaba unas altas dosis de conser-
vadurismo ideológico. Éste, se entrevé en sus opiniones sobre dos temas estrechamente
vinculados a los nuevos tiempos: la libertad de prensa y la igualdad de las mujeres res-
pecto a los hombres. En cuanto a la prensa de partido, no creía que el principal medio de
comunicación comunista, L´Unità, fuese un órgano de información fiable, ni siquiera para
las clases populares. Por eso, cuando inusualmente compraba dicho periódico y lo ojeaba,
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reflexionaba: «pensaba que iba a venir en ruso». En relación a la participación en la vida
pública de las mujeres, propugnada por las formaciones de izquierda, desconfiaba. De
esta forma, reproducía el estereotipo tradicional, según el cual la capacidad de raciocinio
de la mujer es distinta e inferior a la del varón, dado que, desde el Génesis, el infantilismo
y el sentimentalismo habían sido características que el catolicismo consideraba inherentes
a “lo femenino”. Pero si una mentalidad excesivamente conservadora encorsetaba el mar-
gen de comprensión de Camilo, éste no se mostraba indiferente a las querencias materia-
les de los segmentos sociales más humildes.
Y es que, Camilo había interiorizado la doctrina social de la Iglesia. Ésta, impul-
sada por el papado a fines del siglo XIX, fue una de las señas distintivas de los partidos
democristianos (CAYOTA, 1994). En síntesis, señalaba el peligro de desatender los in-
tereses de las clases más humildes, abocándolas, de este modo, a poner sus esperanzas en
la utopía revolucionaria y en los sindicatos y formaciones socialistas. Pero el sacerdote
de Brescello no concibió en ella sólo un matiz preventivo, sino que, en consonancia con
las tendencias más progresistas de la DC, abogó por consensuar capitalismo y bienestar
social. Por ello, cuando el pueblo quedó paralizado porque los campesinos optaron por
declararse en huelga indefinida, terció ante los dueños de los campos, responsables tam-
bién de la ruina a la que se vería abocado el municipio si, «egoístas y testarudos», eran
incapaces de atender los razonables reclamos de los trabajadores. Camilo, furibundo an-
ticomunista, no cejaba en su empeño de hacer más llevadero el día a día de quienes no
disponían de tierras. No reprodujo, por tanto, el derechismo del que hicieron gala amplios
sectores eclesiásticos de posguerra.
Tampoco Peppone se ajustaba a la representación ideal del dirigente comunista.
Aficionado al juego de las quinielas, aunque desde el anonimato de un seudónimo que
enmascaraba esta perversión típica de burgueses, la suerte le sonrió cuando uno de sus
boletos obtuvo un sustancioso premio: diez millones de liras. Sobre el papel debía donar
el dinero al partido, a fin de dotarlo de recursos para acelerar la emancipación proletaria.
Pero ante esa posibilidad su reacción inmediata fue asirse al ideario capitalista y negarse
a desprenderse de lo que era suyo, porque «ese dinero lo he ganado yo». Acto seguido
reflexionó qué hacer con el premio, y fantaseó: «compraré una parcelita», adquiriré oro o
lo invertiré en América. Olvidando, concientemente, que la revolución requiere recursos
económicos, Peppone contrapuso el bienestar de su esposa e hijos al bien colectivo, y se
decantó por facilitarles el futuro a sus más allegados ante un sorprendido Camilo, que
suspiraba: «¿Has visto, Jesús, qué efecto le hacen los millones a los comunistas?».
La mixtura y complejidad de ambos personajes, por lo tanto, evitó representacio-
nes canónicas respecto a los tipos originarios, estancas, de espaldas a la realidad del país
y cerradas sobre si mismas. De este modo, se apuntaban varias vías de entendimiento
entre cristianos y ateos, entre el centro-derecha y el comunismo. El bienestar y la estabi-
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lidad eran metas que únicamente podrían alcanzarse mediante pactos, alianzas coyuntu-
rales y entendimiento recíproco. No obstante, un largo trecho separaba aún a unas clases
empobrecidas, deseosas de justicia social y a otras, nerviosas ante la penetración socialista
en las instituciones locales y el fortalecimiento de la acción colectiva de los trabajadores.
Un prolongado camino en el cual, tanto Peppone como Camilo, asumieron un importante
papel, referentes y representantes ambos de cosmovisiones antagónicas, de ideologías en
pie de guerra.
3. De la resistencia antifascista al desencuentro y, finalmente, a la
concordia El primer contacto entre Camilo y Peppone ya presagió que su relación sería tor-
tuosa y que estaría plagada de encuentros y desencuentros. Tras la apariencia de unidad
de la resistencia antifascista, de la que ambos formaron parte, subsistían profundas diver-
gencias entre sus miembros. Éstas, sin embargo, no salieron a la superficie mientras Mus-
solini y sus seguidores controlaron la capital, Roma, sino durante los dos últimos años de
guerra, entre 1943 y 1945, cuando además de la resolución definitiva del conflicto armado
se dirimió qué facción dirigiría la reconstrucción posbélica. Así, Peppone rememoraba
cómo, en este contexto y por casualidad, conoció a un partisano que vestía los hábitos de
sacerdote. Pese a combatir por la misma causa, no trataban de la misma manera a los
enemigos. Mientras que el cabecilla comunista interrogaba sin escrúpulos a un prisionero,
Camilo lo incitaba a redimirse y atendía sus ruegos y plegarias. Semejante dualismo no
evitó tomara forma al mito de la resistencia (DE FELICE, 1996), destinado a legitimar a
la naciente República aunque todavía anidara en ella una tensión, parcialmente soterrada,
que, a partir la segunda mitad de la década de los cuarenta, quedó definitivamente al des-
cubierto.
Los desacuerdos saltaron a la vista, especialmente, a partir de las elecciones ge-
nerales de 1946, las primeras en libertad tras más de dos décadas de totalitarismo. En el
Brescello de la ficción, los resultados depararon la victoria del PCI, en tanto que la opo-
sición democristiana sólo obtuvo un acta de concejal. El nuevo alcalde, Peppone, se subió
a la tarima instalada en la plaza del pueblo y espoleó el ánimo de sus conciudadanos
empleando términos como «pueblo» y «democracia», augurando que «la victoria final se
acerca». Esta referencia, de cariz revolucionario, preocupó a Camilo, quien observaba la
escena desde la torre del campanario de la iglesia. Por eso, para interponerse entre las
promesas de esos comunistas «analfabetos» y el pueblo, que vitoreaba a los representan-
tes electos, hizo tañer las campanas repetidas veces, tantas que interrumpió la arenga. Esta
fue la primera ocasión, pero no la última, en la cual, desde sus respectivos espacios de
poder, Camilo y Peppone se disputaron la atención de votantes y feligreses.
La apropiación del espacio público con fines partidistas ocasionó multitud de tri-
fulcas entre el párroco y el consistorio municipal. En el contexto de posguerra, en el que
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los fondos de las arcas del ayuntamiento eran muy escasos y la construcción de infraes-
tructuras se tornaba perentoria, el sacerdote reclamó al alcalde que se restaurara la torre
de la iglesia y que se financiara la construcción de una ciudad jardín adyacente al templo.
Esta última petición soliviantó a Peppone, que había prometido a sus correligionarios
edificar una Casa del Pueblo para que los vecinos sociabilizaran y cultivaran principios
igualitarios y fraternales. Obviamente, la primacía comunista en la Corporación dio el
visto bueno al lugar de reunión para los simpatizantes del partido, mientras que pospuso
el proyecto de Camilo, menos costoso que la Casa del Pueblo pero que, al igual que éste,
revestía un nítido significado ideológico: si las masas obreras iban a disponer de un espa-
cio para el ocio y el esparcimiento, no se podía marginar a las familias cristianas que
reclamaban lo propio. Salvo que subrepticiamente, pensó Camilo, los comunistas quisie-
ran neutralizar los hábitos y convenciones de este segmento social para, de este modo,
acabar con ellos, tal y como habían eliminado la libertad asociación y pensamiento en la
Unión Soviética.
En esta línea, otra de las fracturas entre Camilo y Peppone guardó relación con la
actitud a adoptar con aquellos disidentes soviéticos que, tras huir del socialismo real, so-
licitaban asilo político a cualquier democracia occidental. De este modo, cuando una do-
cena de individuos, que habían visitado Brescello en misión de intercambio, le rogaron a
Camilo que los cobijase para no ser deportados a su país de origen, el párroco accedió. A
diferencia de lo que ocurría en la Unión Soviética, les dijo mientras almorzaban, «entre
nosotros, en la mesa, se habla de todo, se comenta todo». Peppone, al enterarse montó en
cólera: esas personas debían ser devueltas a «sus legítimos propietarios», debían abando-
nar Italia y no propagar más «difamaciones» acerca del régimen comunista. Perseverante,
Camilo se cerró en banda, pues habían de ser ellos mismos quienes decidieran, y en caso
de que renunciaran de una vez por todas al «infierno» soviético, se les tenía que asegurar
que, en el futuro, no serían represaliados. En el fondo, como terminó confesando Peppone,
podían quedarse, pero con una condición: dejarían de propagar bulos sobre la sobre el
socialismo real, porque «yo quiero seguir creyendo en lo mío», en la utopía marxista.
Sin embargo, los conatos violentos nunca terminaron de concretarse. Permanen-
temente amenazado, el pacto de convivencia ciudadana entre derecha e izquierda subsis-
tió, pese a las cíclicas crisis y disputas cotidianas. Incluso, la tolerancia recíproca se
afianzó con el paso de los años. La conciliación y el acuerdo entre estas antagónicas cul-
turas políticas y sus respectivas personificaciones fílmicas obedecieron, la mayoría de las
veces, al bienestar del pueblo, que así lo demandaba, ya una serie de desavenencias pro-
gramáticas no podían evitar que la vida siguiera su curso. Los nacimientos, por ejemplo,
eran objeto de celebración por parte de todos los vecinos, sin excepción. En cierta oca-
sión, en la que todos los indicios presagiaban que la vanguardia revolucionaria que se
arremolinaba en la plaza acabaría asaltando la iglesia, se anunció que Peppone acababa
de tener un hijo. Camilo, armado, vigilante y a cubierto, observó el recorrido de las masas
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hasta la casa del alcalde y comprendió que la buenaventura había rebajado las ansias an-
ticlericales de los comunistas. Entonces, partícipe de la felicidad colectiva, tocó las cam-
panas, anunciando al descendiente de su adversario y, un no por ello menos importante,
momentáneo alto el fuego.
Y si el nacimiento de un niño era razón suficiente para bajar las espadas, también
lo era honrar a quienes, demasiado jóvenes, perdían la vida. Por ello, cuando falleció en
Roma un vecino de Brescello, militante comunista que participaba en una manifestación
que acabó con la intervención de fuerzas policiales, Camilo cedió a los últimos deseos
del difunto y tañó las campanas durante su funeral. En principio, el párroco se negó a
transigir, dado que el fallecido en contadas ocasiones había pisado la iglesia. Pero, mien-
tras Peppone y sus camaradas portaban el féretro por las calles del pueblo, recapacitó y
rogó a Dios: «Señor, acógelo de todas formas en tu Reino». La humanidad que destila
esta escena, representada en los ojos vidriosos del alcalde y en el gesto doliente del sa-
cerdote, entraña un llamamiento a la conciliación ya que la condición humana, más allá
de coyunturales rencillas ideológicas, sin excepción, es finita.
Como sabemos, los cambios políticos no entrañan una transformación socio-cul-
tural inmediata, por ello, la Italia de posguerra seguía siendo una sociedad eminentemente
tradicional, donde el matrimonio eclesiástico se mantuvo incólume, firme frente al lai-
cismo que representaba el matrimonio civil promovido por, entre otros, los comunistas.
Ello ocasionó litigios entre los miembros de algunas familias, tal y como ocurría en una
de las películas analizadas. La ironía, en este caso, era que el padre del novio ostentaba,
a su vez, el cargo de alcalde del pueblo en representación del PCI. Y es que, el hijo de
Peppone quería casarse con una chica católica, por la iglesia y, a ser posible, que Camilo
bendijera la unión. Su padre, temeroso de los problemas que podría acarrearle la boda,
dado que muchos de sus partidarios no comprenderían que la hubiera autorizado, le negó
el permiso taxativamente. Pero la tradición subyacente y la cultura democristiana se her-
manaron. Así, la mujer de Peppone contrarió el juicio de su marido sin defender ni a la
Iglesia ni al papado: «defiendo al matrimonio». La balanza acabó por inclinarse en favor
de las costumbres seculares, y mientras Camilo ofició la ceremonia, Peppone ejerció de
improvisado monaguillo y sus compañeros de partido felicitaron a los recién casados.
El trauma del pasado sobre la memoria colectiva del presente también despertará
la vena conciliadora de Camilo respecto a los comunistas. No en vano, las divergencias
políticas quebraron la cohesión de multitud de familias durante los años de conflagración
bélica, y compitió al ministerio de la Iglesia, más aún que a los poderes públicos, subsanar
las heridas latentes. Por este motivo, Camilo se prestó a acompañar a un fervoroso comu-
nista italiano, afincado en la URRS, que buscaba la tumba hermano, un Camisa Negra
que halló la muerte en aquel país mientras combatía al Ejército Rojo. Desgraciadamente,
no observaron señalización o recuerdo alguno de los caídos en combate. Al contrario,
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ante sus ojos, un vasto campo de trigo se extendía a lo largo de la llanura. Esto, paradóji-
camente, indignó al comunista, que achacó al Gobierno soviético despreciar el valor de
la vida humana. Y, sin embargo, Camilo entendía que los comunistas no honraran al in-
vasor, fuesen italianos o de cualquier otra nacionalidad, ya que «quien ha tenido veinte
millones de caídos en la guerra no puede preocuparse de los cincuenta o cien mil muertos
que el enemigo le haya dejado». La enseñanza que dejaba a los transalpinos el infausto
decenio anterior, tanto si simpatizaban con la democracia cristiana o con el socialismo
como si rememoraban felices la dictadura fascista, les conminaba a rebajar el resenti-
miento y mirar hacia atrás sin acritud ni ira.
Las ayudas materiales que procuraba el régimen soviético a sus homólogos occi-
dentales dieron lugar a querellas entre el sacerdote y el alcalde de Brescello, pero, como
en anteriores ocasiones, el bien común preponderó sobre las rencillas ideológicas. Así,
cuando el proyecto de expansión comunista en el ámbito mediterráneo se propuso legiti-
mar la utopía socialista mediante el envío de bienes de equipo, al Ayuntamiento de Pep-
pone se le concedió un tractor. El empleo de maquinaria avanzada, pensaba el alcalde,
potenciaría el cooperativismo agrícola y haría entrar en razón a los grandes propietarios,
porque los trabajadores contarían con medios suficientes como para librarse, de una vez
por todas, del yugo opresor de los patrones. Pese a prometérselas muy felices, Peppone
no tuvo en cuenta que le pudiera fallar el contacto al vehículo, como efectivamente suce-
dió. En ese delicado momento, Camilo, opuesto a la idea de que los soviéticos utilizaran
subterfugios solidarios para obtener las simpatías de sus convecinos, conjugó tecnología
y espiritualismo, pues emplear algo más que fuerza bruta en las labores campesinas ali-
geraría la carga de trabajo de de los habitantes del pueblo. Por ello, bendijo el tractor. Y
esté, no tan ajeno a los rituales religiosos como pudieran pensar los industriales mosco-
vitas que lo diseñaron y para jolgorio de quienes presenciaron tamaño “milagro”, arrancó.
No cabe duda, entre los principales desvelos del sacerdote estuvo la alargada som-
bra soviética que, por entonces, recorrió Europa. Sin embargo, en una de las películas,
Camilo abandonó la iglesia y el pueblo, y se aventuró a viajara, junto a Peppone a la
Unión Soviética. Allí tomó consciencia de que había demonizado a los ciudadanos de
aquel lejano territorio demasiado a la ligera. Se arrepintió de ello después de socializar
con jóvenes rusos, bailar y beber vodka y, sobre todo, tras escuchar llorar a un niño. Esta
revelación, en mitad de la noche, lo llena de alegría, porque «lloran todos de la misma
forma», y «es reconfortante» que, tanto en Brescello como en Moscú, la vida siga ade-
lante, que las madres consuelen a sus bebés y que los recién nacidos despierten, de ma-
drugada, recordándonoslo. Pese a todo, Camilo no se deja embaucar por el aparato pro-
pagandístico soviético, por eso sostuvo que en todos los lugares, a un lado o al otro del
Telón de Acero, los dueños y los propietarios eran los mismos, gente que habitaba los
palacios mientras el paro asolaba a familias numerosas, como ocurría en Italia, burócratas
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y miembros del Politburó que convertían iglesias en graneros, como sucedía en el “pa-
raíso” soviético.
En el fondo, democristianos y comunistas estaban condenados a entenderse. Por
eso Peppone se preocupó por el estado de salud de Camilo cuando éste, en huelga de
hambre en protesta ante la condescendencia de los habitantes del municipio, que seguían
al alcalde «como borregos». Para que recapacitara, Peppone le recordó los tiempos en la
Resistencia y cómo dejaron aparcados sus distintos puntos de vista cuando la ocasión lo
merecía. No obstante, el sacerdote, orgulloso, prosiguió en su empeño. Ese «viejo loco»,
en palabras del alcalde, se abocaba a morir de hambre para fastidiar al PCI, porque las
habladurías correrían como la pólvora y convertirían al disoluto Camilo en un mártir de
la causa anticomunista. Así, a medio camino entre el pragmatismo y la humanidad, du-
rante la noche y acompañado por algunos de sus correligionarios, Peppone le obligó a
comer, salvando, de este modo, una situación políticamente delicada pero, también, a su
antagonista porque, a fin de cuentas, en democracia es ineludible que existan adversarios
con los cuales confrontar opiniones y creencias.
Más allá de la permanente lucha dialéctica que mantenía con Camilo, ¿cuál fue la
actitud de Peppone respecto a personalidades preeminentes en el pueblo, elites sociales
que denigraban su proyecto político? Pues, esencialmente, mostró respeto hacia sus tra-
yectorias profesionales, dado que éstas habían contribuido a aligerar los contratiempos
cotidianos de los habitantes de Brescello. Así, calificó al octogenario médico del munici-
pio de «viejo adversario», pese a que el doctor fuese más duro con él y le llamase, des-
pectivamente, «rojo asqueroso». Evitó, de este modo, que consideraciones ideológicas
ocultase el rol positivo que jugaron diversos católicos en pos de la prosperidad de la co-
munidad, porque el médico «políticamente era una víbora. Pero fuera de la política curaba
el tifus y los cólicos de hígados». Por ello, no fue extraño que, el alcalde propusiera al
Ayuntamiento financiar, mediante suscripción pública, una escultura en honor al anciano
galeno, ya que asumir lo que nos separa no podía hacerles obviar que, en el día a día,
tenían que convivir unos con otros.
4. Conclusiones La derrota del fascismo y el ulterior proceso democratizador no evitaron que, en
Italia, las disputas política marcaran la vida política durante la segunda mitad de la década
de los cuarenta y a lo largo de los cincuenta. Los enfrentamientos entre huelguistas y
fuerzas policiales, así como las crisis de Gobierno, se sucedieron. La Guerra Fría ensan-
chó la distancia que separaba a las dos culturas políticas dominantes en el país transalpino,
la demócrata cristiana y la comunista. Sin embargo, a la altura de 1963, el panorama era
muy distinto: partidos laicos (republicanos y liberales) y de izquierda (socialistas) sella-
ron pactos de legislatura con la democracia cristiana. La hegemonía del centro-derecha
se consolidó, y el sistema logró estabilizarse. A un lado quedó el Ejecutivo, amparado por
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la formación católica y con el apoyo externo de los partidos minoritarios, y a otro la opo-
sición comunista. Y, aunque la alternancia en el poder era aún una posibilidad remota, el
desasosiego amainó, y los conflictos entre patronos y jornaleros dejaron de ser moneda
corriente. La estrategia de distensión fue el primer paso hacia el “compromiso histórico”
de la DC y el PCI, rubricado a finales del siguiente decenio.
A tenor de esta dinámica transformadora, que percibimos tanto en la esfera polí-
tica como en el imaginario colectivo italiano, nos hemos cuestionado si determinados
productos culturales difundieron un discurso conciliador que, a medio plazo, contribuyese
a sosegar los ánimos partidistas. Para ello, fijamos nuestra atención en la muy popular
saga cinematográfica Don Camilo, que partiendo de las novelas de Giovannino Guares-
chi, trasladó a la gran pantalla las disputas ideológicas entre un párroco, Camilo, y un
alcalde comunista, Peppone. Alejadas de la solemnidad y el dramatismo neorrealista
(GUBERN, 2014, pp.399-410), las cinco películas que analizamos enfatizaron, en clave
de comedia, que sólo mediante la concordia y el acuerdo se atajarían las amenazas de
polarización social y de crispación interpartidista.
Para identificar las claves más relevantes de este discurso conciliatorio, en primer
lugar, hemos estudiado si los personajes protagonistas, Camilo y Peppone, representaron
en pantalla los valores e idearios de sus respectivas culturas políticas. Dibujados ambos a
partir de los cánones programáticos de una Iglesia preconciliar y de un partido comunista
que aún recelaba de la democracia formal, en ningún momento se perdieron de vista, pues
bastaba un puntual descuido para que el adversario impusiera su modelo de sociedad.
Pero eso no evitó que, entre querellas y acusaciones, actitudes transigentes y comprensi-
vas asomaran bajo los ropajes de uno y otro, ensanchando un horizonte de posibilidades
donde el diálogo y el consenso primarían sobre la hostilidad mutua.
En segundo lugar, tratamos el sin fin de conflictos en los que se vieron implicados
Camilo y Peppone. Para ello, hemos presentado casos concretos que nos han ayudado a
identificar las líneas de fractura más sobresalientes, aquellas que enemistaban a simpati-
zantes democristianos y a afiliados comunistas. No obstante, la vida de los habitantes de
Brescello siguió su curso, salvando coyunturas críticas y graves circunstancias en las que
parecía que todo estaba a punto de saltar por los aires. En este sentido, percibimos el
recurrente mensaje pactista de las películas que conformaron la saga: dada la diferencia
de criterios entre los dos referentes político-culturales del pueblo, cualquier problema se
antoja irresoluble, pues las soluciones propuestas por el sacerdote eran diametralmente
opuestas a las del alcalde, y viceversa. Un panorama desalentador que, sin embargo, se
resolvía cuando imperaba el sentido común y los valores humanos, cuando los conten-
dientes dejaban de lado el resentimiento que se profesaban y remaban en la misma direc-
ción.
En definitiva, en las películas de Don Camilo sucedía algo muy parecido a lo que
ocurrió en la esfera política a lo largo de los cincuenta y de los sesenta, pues si Camilo y
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los democristianos dieron cabida en las instituciones y en la iglesia, a los comunistas,
éstos diluyeron sus programas anticlericales y, paulatinamente, abogaron por tomar el
poder por medios democráticos. Estos nuevos talantes armonizaron la esfera pública ita-
liana y, al igual que en Brescello, la convivencia pacífica entre las dos culturas políticas
cristalizó y contribuyó a la consolidación democrática.
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