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TÓPICOS INTRODUCTORIOS EN TORNO AL TEMA DE LA LIBERTAD HUMANA
EN EL PENSAMIENTO CRISTIANO EN GENERAL
Gilberto Rojas Álvarez
INTRODUCCION
El ser humano es un ser complejo. Son muchas las determinaciones físicas,
psicológicas, culturales, sociales, espirituales que lo constituyen en lo que es su naturaleza
propia. Y cada una de esas determinaciones aporta un conocimiento que, si bien es parcial,
está en relación con las demás, de manera que cada una de ellas es una viva manifestación
de dicha complejidad.
La teología busca acercarse al estudio del ser humano, para que éste conozca su origen,
su presente y su fin desde la perspectiva de Dios, encajado en el majestuoso proyecto de su
obra salvadora. Y, a la luz de esta perspectiva, los ya complejos elementos constitutivos de
la persona humana toman mayor profundidad y consistencia, y adquieren un sentido que
rebasa a su naturalidad.
Son muchas todavía mis dudas en este campo con respecto al ser humano. Sabemos lo
limitados de tiempo que están nuestros cursos ordinarios, y la materia de antropología
teológica, aun y estando dividida en cuatro materias diferentes vistas a lo largo de dos años,
deja muchas lagunas en nuestro saber sobre el ser humano, tan vasto y complejo.
Uno de los temas en que me interesaba profundizar en lo personal es el que presento a
continuación. La libertad del hombre, del ser humano, mi libertad. Una realidad que, si bien
puede ser considerada en sí misma, particularmente, yo he querido abordarla muy
someramente de manera análoga a como la experimento vivencial y cotidianamente: en
constante interacción con la gracia y con el pecado, presentes en la realidad del ser humano,
en mi realidad.
1
No espero hacer una exposición exhaustiva del tema, sino solamente descubrir, en el
testimonio de la Escritura, la Tradición y el Magisterio, aunado a la reflexión teológica
actual, los elementos que me ayuden a clarificar los límites de la libertad humana, su
concreto marco operacional, siempre en el ámbito de interacción de las realidades gracia-
pecado.
2
I. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LA SAGRADA ESCRITURA
La Sagrada Escritura no conoce diversas especies de libertad. Por ello, los LXX suelen
traducir al griego eleuteria los términos hafeshi, que se utiliza exclusivamente en textos que
tratan de la liberación de esclavos, y hor, noble, libre de nacimiento.
En el Antiguo Testamento, la libertad es conocida solamente en el sentido económico y
social. En Ex 21,2 se habla del hafeshi en conexión con el programa humanitario-social del
Deuteronomio, es decir, como un elemento importante para el cumplimiento de las
promesas en el marco de la realización de una justicia idéntica para todos. Solamente se
considera la libertad exterior, y no la interior, la cual será desarrollada por la filosofía
helenista.
En el Nuevo Testamento, la tradición sinóptica utiliza el término eleuteros en un
contexto de filiación: los hijos son libres en contraposición a los esclavos (cfr. Mt 17, 24-
27). Permanece el marco social. En San Juan se explica más todavía y se hace una
profundización: solamente el Hijo da la verdadera libertad, la del pecado; los judíos tienen
una libertad terrena, por ser hijos de Abraham, pero son siervos del pecado y, por tanto, su
libertad es pasajera. La perenne libertad se da en el Hijo, y significa vida eterna y liberación
del pecado. Se ha trascendido el ámbito meramente social. San Pablo, por su parte, señala
tres temas en torno a la libertad:
Gracias al bautismo, se produce una eliminación soteriológica de las fronteras entre
libres y esclavos. Se da, como en San Juan, una trascendencia de la libertad
meramente social (cfr. Gal 3,26-29; 1 Cor 12,13; Col 3,11; Ef 6,8)
Por la posesión del Espíritu, los cristianos han alcanzado la libertad del pecado, de
la muerte y de la necesidad de utilizar la Ley como camino de salvación (cfr. Gal
4,21-31; 2 Cor 3; Rom 8,21).
A diferencia de Jn, el concepto de libertad se usa para designar el paso de una
situación de esclavitud a otra: estar bajo la Ley de Cristo (Rom 8,2; cfr. 6,18-22).
3
Otro término usado, además de eleuteria, es el de parresía, pero no en contraposición a
la esclavitud, sino como el don de la relación abierta con un tú personal. La confianza entre
amigos, franqueza (Job 27,9s; 2 Cor 3,12; Flp 1,19; 1 Tim 3,13).1
Por otra parte, en la Sagrada Escritura, el concepto de la libertad de elección del
hombre, si bien no se niega explícitamente, si hay afirmaciones que hacen parecer, a
primera vista, que tal libertad no existe o es, al menos, restringida por ciertas situaciones.
Un ejemplo muy claro es cuando los autores hablan de la soberanía de la voluntad de Dios.
Un ejemplo de ello lo encontramos en Is 6,9ss:
Dijo (el Señor): «Ve y di a ese pueblo: ‘Escuchad bien, pero no
entendáis, ved bien, pero no comprendáis’. Engorda el corazón de
ese pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea
con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se
convierta y se le cure.»
En este pasaje, parecería que el hombre, a pesar de lo que quiera hacer, está sujeto a lo
que Dios disponga, sea en su favor, o no (como en este caso). Sin embargo, es necesario
considerar también que el pensamiento semítico tiende a atribuir a Dios, la causa primera,
también las causas segundas de manera directa, sin querer negarlas de hecho. El anterior
ejemplo, visto de esta manera, supone entonces la libertad del hombre para obrar,
atribuyéndosele a Dios la dureza de su corazón.
Otra objeción que podríamos encontrar en la Sagrada Escritura acerca de la libertad del
hombre es derivada de nuestra común idea de que la voluntad de Dios es igual para todos,
y, por ello, cuando San Pablo afirma «la libertad de la elección divina» (Rom 9,11) y la
predestinación (Rom 8,29s), no quiere decir que con ello la libertad humana es nula, sino
que Dios, independientemente de cualquier mérito o acción previa del hombre, ha dispuesto
su gracia para que el hombre pueda alcanzar su fin sobrenatural. De ello daremos
explicación más detallada posteriormente.
1 Sacramentum Mundi, tomo IV, (Herder, Barcelona, 1973), pp. 286-291.
4
Estos dos ejemplos solamente quieren resaltar el hecho de que, en ocasiones, y contra
toda la tradición bíblica, hay pasajes que parecen negar la libertad del hombre. Por el
contrario, la Escritura constantemente lo afirma, sobre todo en los aspectos de la
responsabilidad del hombre ante Dios, ante su Ley. Desde el relato del primer pecado (Gn
2,3; cfr. 4,7), la Escritura lo subraya. Podemos destacar este pasaje del Eclesiástico
(15,11.15), contra el fatalista:
«No digas: ‘Por el Señor me he apartado’, que lo que él detesta, no
lo hace. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para
permanecer fiel a su beneplácito.»
San Pablo, por su parte, y apoyando lo anterior, protesta contra el pecador que trata de
injusto a Dios (Rom 3,7-8):
«Si con mi mentira sale ganando la verdad de Dios para gloria
suya, ¿por qué razón soy yo todavía juzgado como pecador? Y
¿por qué no hacer el mal para que venga el bien, como algunos
calumniosamente nos acusan que decimos? Esos tales tienen
merecida su condenación.»
Los autores sagrados no hicieron desaparecer la aparente oposición entre la soberanía
divina y la libertad humana, pero explican la necesidad tanto de la gracia divina como de la
obediencia libre del hombre para la salvación.2
San Pablo, en Rom 1-3 describe la tiranía universal que el pecado ejercía con rigor
sobre los hombres. Rom 7,17.19-20 corrobora esto de una manera muy plástica:
«En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita
en mí… puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el
2 LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, (Herder, Barcelona, 1996)17, p. 483.
5
mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo
obra, sino el pecado que habita en mí.»
Dada la contraposición tan contrastante que se expone entre la situación del hombre
anterior a Cristo, a su gracia, y la nueva situación del que ha sido justificado por Él, se
puede llegar a pensar que tal yugo del pecado podría resultar en una verdadera pérdida de la
libertad del hombre. Solo señalaremos que la razón de tal contraste es, sin duda alguna, el
poner de relieve la sobreabundancia de la gracia, su capital importancia y necesidad para el
ser humano.3
II. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LOS SANTOS PADRES
La cuestión del libre albedrío como la única causa eficiente del comportamiento
moralmente negativo del hombre es abordada por los Santos Padres, aunque de manera más
intensa y desarrollada por los escritores eclesiásticos griegos.
Clemente de Alejandría afirma que el comienzo del pecado se encuentra en la opción y
en el deseo4. Orígenes, por su parte, explica el comienzo del movimiento de la historia por
la desobediencia libre de los seres racionales que, con ello, originaron la variedad de
ángeles, hombres y demonios5.
Algo que motivó la reflexión y profundización en torno a este tema fue el surgimiento
de las diversas sectas gnósticas, que profesaban la creencia en la predestinación de algunos
hombres para la salvación (pneumáticos) o para la condenación (ílicos), existiendo junto a
otros que se les pedía la decisión de su voluntad libre para su salvación (psíquicos). Serán
los maniqueos quienes, durante el siglo III, heredarán esta teología predestinacionista, a la
cual combatirá Agustín de Hipona. Otras sectas surgidas durante los siglos IV-VI hablarán
de una connaturalidad del mal a la naturaleza física, como los mesalianos.
3 IBID, p. 486.4 Strom. I, 84, 2.5 De Princ. II, 9, 2-6.
6
Respecto a lo anterior, numerosos escritores eclesiásticos de los siglos IV-V señalarán
con vigor que solamente los pecados cometidos libremente merecen el castigo o la
condenación eterna, y que la única responsable del mal es la voluntad libre del individuo a
partir de la edad de la razón (Dídimo de Alejandría6, Ambrosio7). Teodoro de Mopsustia
consagra al tema una obra entera: Contra los que sostienen que el hombre peca por
naturaleza y no por su voluntad libre. Agustín dedica un tratado a la defensa del libre
albedrío, donde define el pecado como la voluntad de retener o de obtener lo que prohibe la
justicia y de lo que uno es libre de abstenerse8.
III. LA LIBERTAD EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA
La enseñanza de la Iglesia en su Magisterio afirma de manera constante la libertad que
tiene el hombre para obrar, sin que la gracia o el pecado le quiten tal libertad.
Una primera afirmación de lo anterior la encontramos en el canon 5 del XVI Concilio
de Cartago, año 418, que van directamente a condenar diversas tesis pelagianas. El Papa
Zósimo (417-418), condena la afirmación de que “la gracia de la justificación se nos da a
fin de que más fácilmente podamos cumplir por la gracia lo que se nos manda hacer por el
libre albedrío, como si, aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente con
facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos” (Dz 105). El Papa
Celestino I (422-432), escribiendo a los obispos de las galias sobre la autoridad de San
Agustín, afirma que, del pecado de Adán, “nadie hubiera podido levantarse, por medio del
libre albedrío, del abismo de aquella ruina, si no le hubiera levantado la gracia de Dios
misericordioso” (Dz 130). Pero, si la existencia de este libre albedrío está testimoniada, no
está claramente definida, pues en algunas afirmaciones el hombre parece “no ser libre” para
hacer el bien, al estar en dependencia de Dios. El mismo Papa Celestino I afirma: “Dios
obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que, el santo
pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad proviene de Dios, pues
por Él podemos algún bien, sin el cual no podemos nada” (Dz 135).
6 Job X, 15; Exp. in Psalm 57, 5.7 In Psalm 48,8-9; Cain et Abel II, 7, 25; Jac. I, 3, 10.8 De duab. anim. 11, 15.
7
El Concilio de Arlés (475) señala como error la afirmación de que el hombre, ahora en
relación al pecado, en su condición de hombre caído, ha perdido el libre albedrío: “condeno
aquella sentencia que dice que… después de la caída del primer hombre, quedó totalmente
extinguido el albedrío de la voluntad… ; desde Adán hasta Cristo… perdieron [los gentiles]
el libre albedrío” (Dz 160ª). El II Concilio de Orange (529) condena el otro extremo, el de
aquellos que pretenden afirmar el libre albedrío, pero que ha quedado intacto no obstante el
pecado: “Si alguno porfía que pueden venir a la gracia del bautismo unos por misericordia,
otros en cambio por el libre albedrío que consta estar viciado en todos los que han nacido
de la prevaricación del primer hombre, se muestra ajeno a la recta fe” (Dz 181). Estas dos
afirmaciones que condenan dos proposiciones diametralmente opuestas (una, que afirma
que el pecado extingue el libre albedrío, la otra, que no lo toca en absoluto), reflejan que, si
bien desde esta época ya se afirma su existencia, todavía existe dificultad para determinar
con exactitud su alcance en el hombre, tanto en su relación con el pecado, como con la
gracia recibida. Más tarde, el Concilio de Quiersy (853) afirmará: “La libertad del albedrío,
la perdimos en el primer hombre, y la recuperamos por Cristo Señor nuestro” (Dz 318). La
incertidumbre persiste.
De entre los errores de Martín Lutero condenados por la bula Exsurge Domine (1520),
en torno al libre albedrío, se menciona el que dice: “El libre albedrío después del pecado es
cosa de mero nombre; y mientras hace lo que está de su parte, peca mortalmente” (Dz 776).
El Concilio de Trento, en el Decreto sobre la justificación, declara que, aun y cuando judíos
y gentiles no podían levantarse de la esclavitud del pecado ni por la fuerza de la Ley ni por
la naturaleza, respectivamente, no puede considerarse “de ningún modo… extinguido el
libre albedrío, aunque sí atenuado en sus fuerzas e inclinado” (Dz 793). Además, señala la
necesidad de que los adultos asientan y cooperen libremente a su propia justificación, y
que, además, pueden rechazarla (cfr. Dz 797). La libertad del hombre, pues, es afirmada.
Posteriormente, el magisterio eclesiástico condenará la proposición de Miguel du Bay:
“Sólo por error pelagiano puede admitirse algún uso bueno del libre albedrío, o sea, no
malo, y el que así siente y enseña hace injuria a la gracia de Cristo” (Dz 1065) en la bula Ex
8
omnibus afflictionibus (1567), error que supone la incapacidad del hombre para realizar el
bien libremente y él mismo. El Decreto del Santo Oficio del 7 de diciembre de 1690, contra
Jansenio, señala como error el afirmar que “forzoso es que el infiel peque en toda obra” (Dz
1298), dejando al libre albedrío en la nulidad, puesto que, además de afirmar su
inexistencia en aquel todavía sujeto al pecado original y, por lo cual, incapaz de hacer el
bien, sin tener elección para ello, podría suponer que el hombre justificado no obra el bien
él mismo, en y por su libertad, sino por su justificación, ya que depende de ésta en tal
medida para hacer el bien que no puede atribuírsele a la persona en sí que, de no ser por la
justificación, no tendría más elección que seguir cometiendo el mal. Siguiendo a Jansenio,
Quesnel afirmará “El pecador, sin la gracia del Libertador, sólo es libre para el mal” (Dz
1388), por lo cual será condenado por Clemente XI en la bula Unigenitus (1713).
Más recientemente, algunas declaraciones del Magisterio insisten en que el hombre es
libre y responsable de los actos que comete; ciertamente hay situaciones que pueden limitar
esta libertad, pero no queda del todo aniquilada.
“El hombre… puede alabar libremente a su Creador”9
“El hombre no puede entregarse al bien si no dispone de su
libertad… La auténtica libertad es una espléndida señal de la
divina imagen del hombre, ya que Dios quiso «dejar al hombre en
manos de su propia decisión», de modo que espontáneamente sepa
buscar a su Creador y llegar libremente a la plena y feliz
perfección, por la adhesión a Él. Por consiguiente, la dignidad del
hombre requiere que obre según una libre y consciente elección,
movido e inducido personalmente, desde dentro, no bajo un
impulso ciego o una mera coacción externa… La libertad del
hombre, que ha quedado herida por el pecado, no puede hacer
plenamente activa esta ordenación a Dios sino con la ayuda de la
gracia divina”.10
9 Gaudium et Spes, 14.10 Ibid, 17.
9
“El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de
la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no
precisamente de un grupo o una comunidad. Este hombre puede
estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves
factores externos; así como puede estar sujeto también a
tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En
no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar,
en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su
responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe,
confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la
persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el
fin de descargar en realidades externas -las estructuras, los
sistemas, los demás- el pecado de los individuos. Después de todo,
esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona,
que se revelan -aunque sea de modo tan negativo y desastroso-
también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en
cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el
mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa.”11
Y no solamente eso, sino que el Magisterio también ha hablado más en específico
acerca de lo que es la libertad humana, de la importancia de su dilucidación para el hombre
actual:
“La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es
libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De
este modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre se
hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto -
-prescindiendo de otras fuerzas- guía su voluntad. La liberación en
vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige
11 Reconciliatio et penitentia, 16.
10
la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este
nombre.”12
“El hombre, por su acción libre, debe tender hacia el Bien
supremo a través de los bienes que están en conformidad con las
exigencias de su naturaleza y de su vocación divina. El, ejerciendo
su libertad, decide sobre sí mismo y se forma a sí mismo En este
sentido, el hombre es causa de sí mismo. Pero lo es como creatura
e imagen de Dios. Esta es la verdad de su ser que manifiesta por
contraste lo que tienen de profundamente erróneas las teorías que
pretenden exaltar la libertad del hombre o su «praxis histórica»,
haciendo de ellas el principio absoluto de su ser y de su devenir.
Estas teorías son expresión del ateísmo o tienden, por propia
lógica, hacía él. El indiferentismo y el agnosticismo deliberado van
en el mismo sentido. La imagen de Dios en el hombre constituye el
fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana.”13
Podemos, pues, concluir que la enseñanza oficial de la Iglesia afirma de manera
contundente la libertad del hombre, y, además de que denuncia las malas concepciones que
de ella se tienen, da las pautas para poder entenderla adecuadamente, en el marco del plan
salvador de Dios.
IV. LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA EN TORNO AL PROBLEMA DE LA
LIBERTAD DEL HOMBRE.
Tomando como base lo anterior, los teólogos se han dado a la tarea de determinar con
más exactitud los alcances y características esenciales de la libertad humana.
12 Libertatis conscientia, 26.13 Ibidem, 27.
11
A pesar de que es clara la afirmación de la realidad de la libertad del hombre, todavía
en nuestros tiempos se dan afirmaciones en torno al pecado y a la gracia que, si no
abiertamente, si dejan duda de su existencia.
La crisis de pecado que se vive en nuestra época incluye un factor interesante en torno
a la libertad del hombre: la mistificación del pecado. Desde un punto de partida cierto e
innegable, la misericordia de Dios en Cristo, se va creando la convicción de que hay qué
creer que “la única manera de ser cristianos es la de saber que uno es pecador y la de
reconocerlo, dando así ocasión al amor de Dios para que se afirme plenamente. No importa
ya tanto evitar el pecado; lo que importa es tener confianza en la gracia de Dios que nos
libera”14. La liberación del fariseísmo se da por “la experiencia del pecado, que nos arranca
de nuestras falsas certezas… revelándonos al mismo tiempo nuestra situación real delante
de Dios”15. ¿En qué acaba todo esto? “Así se explica el pecado como una necesidad
intrínseca de la existencia humana, sin la cual no puede existir la gracia redentora de
Cristo”16.
En el otro extremo, la relación del hombre con la gracia divina representa un problema
para la libertad del hombre. “La cuestión surge de la dificultad de salvar simultáneamente
dos datos reales: a) el hombre es realmente libre al poner un acto salvífico, pudiendo por
tanto rehusar la gracia ofrecida para tal acto; b) y, sin embargo, para ese acto salvífico
necesita absolutamente la interna gracia divina. Pero esta gracia no logra solamente su
efecto por el consentimiento del hombre, sino que de antemano tiene en sí la virtud de
producir de hecho tal consentimiento. Dios podría denegar esta gracia eficaz, sin que por
ello el hombre quedara excusado cuando peca, puesto que también entonces es capaz de
poner el acto saludable (mediante la gracia «suficiente»)”17.
¿Qué podemos decir, pues, ante estas dos situaciones?
a. En cuanto a la libertad y su relación con el pecado.14 Diccionario Teológico Interdisciplinar, tomo III, (Ediciones Sígueme, Salamanca, 1982), p. 727.15 Ibidem.16 Ibid, p. 728.17 Sacramentum Mundi, tomo III, p. 334.
12
La inclinación al mal, unida a nuestra impotencia para hacer el bien, como ya
testimoniaba San Pablo (cfr. Rom 7,19s), son, en nuestra experiencia personal, la base por
la que muchos conciben, en el plano práctico, la imposibilidad fáctica de la impecabilidad.
Y, como su consecuencia lógica, el hombre no podría definirse como un ser libre ante el
pecado, considerado en su generalidad. E, incluso, el mismo pecado engendra otros
pecados, ya que, recordando la declaración de que “Dios entrega al pecador a su propia
obstinación” y “de esta manera el pecado se castiga a sí mismo engendrando más
pecados”18, esta libertad queda sumamente relativizada, por lo que su existencia en cuanto
tal queda cuestionada. La realidad misma de la concupiscencia, que “en el sentido
peyorativo está presentada como la tendencia hacia el pecado en el hombre o la humanidad
tal como éstos se hallan bajo el pecado; es decir, en la carne o en el mundo”19, en la
experiencia se presenta como una gran limitante de la libertad de elección del ser humano.
Y, entonces, ¿no se piensa que una libertad limitada suena a contradicción?
Varios son los argumentos que se presentan a favor de la existencia de la libertad. Uno
muy simple, pero significativo, es el hecho de que, si el hombre no fuera libre, tampoco
podría ser responsable de lo que realiza, “ya no sería capaz de asumir una decisión
personal” frente al pecado y, por tanto, “el pecador no sería ya un ser humano, sino
infrahumano, a quien no afecta más la oposición entre su pecado y su ser humano”20. Es,
pues, en la libertad donde se revela la dignidad profunda del ser humano, pero también la
realidad misteriosa del mal y su origen.
“El libre albedrío del hombre es la respuesta a la pregunta sobre
el origen del mal. La libertad es el don más grande que Dios ha
hecho al hombre, pero también el más peligroso. Efectivamente, en
virtud de su libertad el hombre participa del misterio de Dios que
es perfectamente dueño de sus propios actos; pero al mismo
tiempo, debido al estado de imperfección en que vive aquí abajo,
18 SCHOONENBERG, Piet, S. J., El poder del pecado, (Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1968), p. 79.19 Ibid, p. 81.20 Ibid, p. 85.
13
tiene la posibilidad trágica de autodestruirse, fallando en la
realización de su propio destino. Su capacidad de discernir y su
querer son en esta vida parciales; su libertad es imperfecta y
comprende la posibilidad del pecado. Por otra parte si fallaran
esos límites, quedaría también eliminado el riesgo, que es lo que
constituye la grandeza del hombre”21.
Es importante considerar que también, como parte importante del problema, está la
concepción de libertad que tenemos.
“La respuesta espontánea a la pregunta «¿qué es ser libre?» es la
siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin
ser impedido por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto
de una plena independencia. Lo contrario de la libertad sería así
la dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena. Pero,
el hombre ¿Sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que
quiere? Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro,
¿es conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad
del momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden
existir decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre
todo con los límites de su propia naturaleza: quiere más de lo que
puede. Así el obstáculo que se opone a su voluntad no siempre
viene de fuera, sino de los límites de su ser. Por esto, so pena de
destruirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde
con su naturaleza.”22
Así, pues, lo más correcto al tratar de definir nuestra libertad no es hacerlo desde
nuestra perspectiva, sino desde la del Creador, la cual va en consonancia con nuestra
naturaleza, con su manera de determinar nuestro ser particular.
21 Diccionario Teológico Interdisciplinar, tomo III, p. 735.22 Libertatis conscientia, 25.
14
El lenguaje que utilizamos para hablar de la libertad es análogo, ya que se aplica a
distintas realidades con similitudes, pero también con grandes divergencias. Hablar de la
libertad del hombre y de la libertad de Dios comporta que el uso del mismo término señala
algo que tienen en común: la autodeterminación de la voluntad. Pero decir que Dios es libre
no es lo mismo que decir que el hombre es libre. Ambos lo son, pero no de la misma
manera. Dios es el único ser que no tiene ninguna determinación de ningún tipo, ni interna
ni externa. Solamente a Él nos podemos referir como el absolutamente libre. El ser
humano, por el contrario, ya desde su mismo origen está determinado: su ser humano, su
naturaleza misma, es algo que no está sometido a su voluntad. Tampoco lo están el
momento de su comienzo en la existencia, ni el de su fin (la aniquilación solamente puede
ser “obra” de Dios); el mismo marco histórico en el que se desenvuelve, las situaciones que
va enfrentando en la vida, y muchas otras cosas que no dependen de su voluntad. Pero es
realmente libre en la medida en que puede elegir aquello que está en armonía con su
naturaleza, en vistas a su realización de acuerdo a lo que es: ser humano, creatura. Y esto
incluye el hecho de que esa libertad es participación de la libertad divina, y que además
está determinada por la naturaleza social del ser humano, ya que “lejos de perfeccionarse en
una total autarquía del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente
sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las
personas.”23
El mismo pecado, en cuanto posibilidad de elección del hombre, no significa mayor
grado de libertad, sino un defecto de la misma. Visto ya el carácter esclavizador del pecado,
que pide todo y no ofrece nada, el hecho de que pueda ser elegido por la voluntad del
hombre manifiesta la imperfección y limitación de la libertad humana, ya que, al optar por
el mal por sí mismo, el hombre entrega su libertad al pecado y se hace esclavo de él. La
libertad es para, no de; y, puesto que lo que fue dado al hombre como instrumento de su
realización ya no es para ello, en realidad ya no lo posee.
Por lo tanto, a pesar de la presencia del pecado en la vida del hombre, es patente que su
capacidad de autorrealización no queda extinguida, sino que podemos constatar que, en la
23 Ibid, 26.
15
medida en que es impulsado por la gracia, el hombre puede buscar la plenificación de su ser
propio poniendo en ello toda su libre voluntad. Y a esto, las “limitaciones” que rodean a
esta libertad no afectan de manera determinante a la realización del fin para el que nos fue
dada por Dios.
b. En cuanto a la libertad y el ámbito de la gracia
Ya en un párrafo anterior expuse la problemática en torno al cómo Dios puede
constituir la libertad natural en medio de su dependencia radical, y cómo él da su acción
salvífica en cuanto libre. Es ésta todavía una cuestión en discusión entre los teólogos, ante
la cual no ha podido darse una solución satisfactoria.
Las soluciones clásicas al problema son varias. Báñez propone la «premoción física»,
diferente de Dios y de su influjo causal en el acto de la criatura, y de la potencia y del acto
de la criatura, que determina infaliblemente tal acto en su esencia y en su realidad objetiva;
pero, a fin de cuentas, ésta destruye la libertad de elección del ser humano24. El molinismo
propone el camino de la ciencia media de Dios que conoce el «futurible libre» de la
criatura: sabe qué haría o hará libremente la criatura en cada situación que él hiciera o hará
surgir; pero con ello no soluciona el problema, porque no se determina bien el origen de ese
«futurible», no queda debidamente fundamentado en Dios.25 Otras solución propone la
gracia como impulso psicológico de una intensidad tal que, sin suprimir la libertad, domina
indefectiblemente la concupiscencia (agustinismo, s. XVII-XVIII); otros más proponen un
cierto sincretismo entre varias opiniones, pero ninguno de ellos es satisfactorio.26
El único argumento para tratar de superar el problema, será el que “no cabe poner en
duda dos hechos seguros porque no podamos, o bien explicar el uno del otro, o bien
deducirlos de un tercero, o bien mostrar un tercer cómo y por qué de su coexistencia.” 27 Es
decir, lo inexplicable aquí sería cómo conciliar la procedencia total de Dios y la realidad
autónoma del hombre, pero, en lo individual, ambas realidades son indudablemente ciertas.24 cfr. Sacramentum Mundi, tomo III, p. 337.25 Ibid, pp. 337-338.26 Ibid, p. 338.27 Ibid, p. 340.
16
CONCLUSION
Hemos visto cómo la afirmación de la libertad del hombre ha sido una constante a lo
largo de la exposición de la fe cristiana.
Cierto es que ha habido también a lo largo de la historia personajes y corrientes de
pensamiento que la han negado o han deformado su imagen. Pero podemos reconocer en
estas opiniones un origen un tanto subjetivo, donde la experiencia personal en la lucha
contra el pecado en ocasiones puede parecernos perdida –se dice que fue el caso de Lutero–
y, desde este punto de vista, ver incluso en cierta afirmaciones de la Escritura o de la
Tradición una rotunda, pero no explícita, negación al menos fáctica de la libertad del
hombre.
Pero el mismo Magisterio, que va discerniendo lo verdaderamente revelado por Dios al
hombre, declara la real existencia de la libertad humana. Lo que en la Escritura no aparece
con toda claridad, por nuestra comprensión limitada de ella, la enseñanza oficial de la
Iglesia, siendo ésta guiada por el Espíritu Santo hasta la verdad plena, nos lo presenta como
una verdad de fe28. Los distintos testimonios de los Santos Padres, aunque con algunas
diferencias entre sí, coinciden mayoritariamente en la libertad del hombre y en su
responsabilidad ante el pecado cometido; sin embargo, el tema empieza a discutirse con
más fuerza y, por ello, se dan distintas opiniones, desde la predestinación de algunos hasta
la connaturalidad del mal a todos los hombres por su naturaleza física. Para defender la
verdad de la fe, ya desde los primeros siglos (más precisamente, desde el s. V), los Papas se
pronunciarán a favor de la real existencia de la libertad del hombre. Ciertamente al
principio se trata de testimonios muy generales, pero poco a poco se va concretizando en
torno a la naturaleza y alcances de la libertad humana, de modo que, en nuestros días,
recientes declaraciones magisteriales nos dan una visión más clara y precisa de la libertad
humana.
28 Cfr. Reconciliatio et penitentia, 16.
18
Todavía en nuestros días, sin entrar en contradicción con la enseñanza de la Iglesia, los
teólogos buscan aclarar un poco más ciertas cuestiones en torno a la libertad del hombre,
sobre todo ya considerada en un marco más amplio, como lo es la procedencia total de
Dios. Además, las distintas concepciones acerca de la libertad en nuestro mundo cotidiano,
la dificultad misma del lenguaje analógico que es usado para hablar de la libertad, y la
experiencia de un mundo que, a pesar de la redención obrada por Cristo hace ya dos
milenios, sigue impregnado en muchas de sus estructuras por el pecado y en ellas se vuelve
casi intocable, inexpugnable, hacen necesaria una conciencia clara acerca de la libertad del
hombre, de su realidad y verdad, de su importancia para nosostros y de su grandeza en
cuanto don de Dios al hombre, como instrumento de su realización personal y comunitaria.
19
BIBLIOGRAFIA
Sacramentum Mundi, (Herder, Barcelona, 1973), pp. 286-291.
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, (Herder, Barcelona, 1996)
17a. edición.
Diccionario Teológico Interdisciplinar, (Ediciones Sígueme, Salamanca, 1982).
SCHOONENBERG, Piet, S. J., El poder del pecado, (Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires,
1968).
Documentos del Concilio Ecuménico Vaticano II, (Ed. Paulinas, México, 1990) 9ª. edición.
DENZINGER, Enrique, El Magisterio de la Iglesia, (Herder, Barcelona, 1963).
BIBLIA DE JERUSALÉN, (Descleé de Brouwer, Bilbao, 1975).
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INDICE
INTRODUCCION................................................................................................................1
I. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LA SAGRADA ESCRITURA......................2
II. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LOS SANTOS PADRES...............................5
III. LA LIBERTAD EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA......................................6
IV. LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA EN TORNO AL PROBLEMA DE LA
LIBERTAD DEL HOMBRE.....................................................................................11
CONCLUSION....................................................................................................................17
BIBLIOGRAFIA.................................................................................................................19
21