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POPULISMO Y DEMOCRACIA EN LA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA Entre el hegemonismo y la refundación 1 Gerardo Aboy Carlés 2 Sé que hemos cambiado desde hace tiempo, ya no recordamos como éramos, pero no hemos olvidado que fuimos distintos. Ivo Andrić Crónica de Travnik 1. Introducción Hace apenas un año, Carlos Vilas escribía un excelente artículo en el que desarrolló una implacable crítica de lo que denominó la “jibarización” del término populismo por parte de las ciencias sociales en los años 90. 3 El trabajo tomaba distancias de lo que consideraba una ilegítima reducción del concepto para caracterizar como neopopulistas las experiencias mexicana, peruana y argentina de la pasada década, encabezadas por los presidentes Carlos Salinas de Gortari, Alberto Fujimori y Carlos Menem. 4 Frente a estos desplazamientos 1 Agradezco a Julián Melo sus comentarios a una versión preliminar de este trabajo. 2 Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín. Investigador CONICET. 3 Carlos Vilas, “¿Populismos reciclados o Neoliberalismo a secas? El mito del neopopulismo latinoamericano”, ESTUDIOS SOCIALES. Revista Universitaria Semestral, Año XIV, Nº 26, Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, primer semestre de 2004. 4 Así, en el centro de la crítica de Vilas se encuentran aquellos trabajos que caracterizaron como neopopulistas a distintas intervenciones políticas de corte neoliberal en la región, aquellas que en diversas esferas de las políticas públicas desarrollaron estrategias antagónicas con los denominados populismos clásicos latinoamericanos. La utilización criticada por Vilas

POPULISMO Y DEMOCRACIA EN LA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA Entre el hegemonismo y la refundación

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POPULISMO Y DEMOCRACIA

EN LA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA

Entre el hegemonismo y la refundación1

Gerardo Aboy Carlés2

Sé que hemos cambiado desde hace tiempo, ya no recordamos como éramos, pero no hemos olvidado que fuimos distintos.

Ivo Andrić Crónica de Travnik

1. Introducción

Hace apenas un año, Carlos Vilas escribía un excelente artículo en el que

desarrolló una implacable crítica de lo que denominó la “jibarización” del

término populismo por parte de las ciencias sociales en los años 90.3 El trabajo

tomaba distancias de lo que consideraba una ilegítima reducción del concepto

para caracterizar como neopopulistas las experiencias mexicana, peruana y

argentina de la pasada década, encabezadas por los presidentes Carlos Salinas

de Gortari, Alberto Fujimori y Carlos Menem.4 Frente a estos desplazamientos

1 Agradezco a Julián Melo sus comentarios a una versión preliminar de este trabajo. 2 Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín. Investigador CONICET. 3 Carlos Vilas, “¿Populismos reciclados o Neoliberalismo a secas? El mito del neopopulismo latinoamericano”, ESTUDIOS SOCIALES. Revista Universitaria Semestral, Año XIV, Nº 26, Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, primer semestre de 2004. 4 Así, en el centro de la crítica de Vilas se encuentran aquellos trabajos que caracterizaron como neopopulistas a distintas intervenciones políticas de corte neoliberal en la región, aquellas que en diversas esferas de las políticas públicas desarrollaron estrategias antagónicas con los denominados populismos clásicos latinoamericanos. La utilización criticada por Vilas

en la connotación del término populismo, Vilas reivindicó su tradicional

caracterización del mismo a partir de un conjunto de rasgos acumulativos: la

movilización e integración de las clases populares en un esquema de

articulación multiclasista, el énfasis industrializador y redistributivo en un

régimen de economía mixta y con fuerte intervención estatal, una política de

sesgos nacionalistas y no alineamiento internacional y, finalmente, una

conducción fuertemente personalizada que, no obstante ello, se vinculaba con

un importante grado de organización y encuadramiento de las masas

movilizadas. Confrontadas ambas perspectivas, comprendemos que el

contraste no puede ser mayor: entre el proteccionismo socioeconómico de las

experiencias clásicas y el neoliberalismo de los 90, entre la movilización e

integración de una parte y la pasividad y exclusión de la otra, entre el no

alineamiento y el alineamiento, entre la ciudadanización y el clientelismo.

Apenas los liderazgos personalistas quedaban como el polémico dato común de

ambas experiencias, de allí que la sugerencia de Vilas de llamar sin eufemismos

“antipopulismos” a los procesos emprendidos en los años 90 pareciera

justificada. El populismo es, para el autor argentino, una experiencia

históricamente situada, correspondiente a una fase precisa de la acumulación

capitalista y por tanto irrepetible.

Compartimos con Vilas el interés por una mayor precisión conceptual,

como él hemos criticado los usos que hicieron del populismo un sinónimo de

demagogia o aun aquellas reducciones que el autor identifica con la frugalidad

del gasto o el papel destacado de los liderazgos personalistas.5 Las reducciones

del populismo, lejos de dar lugar a un esclarecimiento del concepto, han

elastizado las referencias que son nominadas bajo el mismo término. Al

identificar la parte con el todo, en un juego de sustitución metonímica, han

proliferado las más variadas referencias al populismo toda vez que un elemento

corresponde a diversos autores: entre los principales, Dresser (1991), Roberts (1995), Novaro (1996), Gibson (1997), Knight (1998) y Weyland (1999). 5 Sobre el particular ver nuestro trabajo “Repensando el populismo”. Revista Política y Gestión Nº 5, Buenos Aires, 2002.

aislado del fenómeno más vasto era identificado en una situación particular

(Taguieff, 1996) . Es justamente esta proliferación de categorías radiales6 la que

ha llevado a que no pocas voces abogaran por desterrar al término populismo

del léxico de las ciencias sociales.

Aun cuando seguimos a Vilas en su caracterización del populismo como

una suerte de “democratización fundamental” de distintas sociedades

latinoamericanas, nos apartamos de la crítica de lo que denomina

“reduccionismo discursivo del populismo” y que identifica con el clásico texto

de Ernesto Laclau de los años 70. El punto no es menor ya que Vilas califica a

“Hacia una teoría del populismo” como “la variante más elaborada” de un

reduccionismo que coloca el liderazgo y la palabra del líder como la dimensión

definitoria del populismo. Aun cuando hemos tomado una distancia crítica de

la definición de Laclau de 1978 (Aboy Carlés 2001 y 2002) , distancia que el

mismo Laclau (2001) ha tomado tras las críticas suscitadas a comienzos de los

años 80 por las intervenciones de Emilio de Ipola y Juan Carlos Portantiero

(1989), estimamos que no es Laclau quien hace una reducción del populismo,

sino que es precisamente Vilas quien sostiene una concepción reduccionista del

discurso.

Cómo se recordará, en su texto de 1978, Ernesto Laclau había

caracterizado al populismo como una forma particular de discursividad

política, más específicamente, como aquella en que las interpelaciones popular

democráticas se presentaban como conjunto sintético antagónico respecto de la

ideología dominante (Laclau, 1978). La constitución del pueblo como un actor

colectivo que enfrenta al bloque de poder aparecía así como el registro

sustancial de un campo político dicotomizado que Laclau identificaba con el

populismo. Entre otras, las críticas que suscitó este texto en su momento

provinieron del campo de la sociología: se acusaba a Laclau de reducir el

populismo a un fenómeno ideológico y de desatender las vinculaciones

existentes entre los procesos de cambio social, el tipo de liderazgo y el

6 Un buen resumen sobre el debate en torno de las categorías radiales y los subtipos disminuidos puede verse en Weyland 2004.

entramado institucional que habían caracterizado a procesos como el

cardenismo mexicano, el varguismo brasileño o el peronismo argentino7.

Creemos que la crítica de Vilas se inscribe precisamente en esta tradición

sociológica.

Ahora bien, la concepción de discurso que el texto de Laclau de 1978

hace suya, no coincide con la habitual caracterización de las nociones de

ideología y dimensión ideológica que el conjunto de la crítica sociológica parece

dar por supuestas8. Si de una parte Laclau siempre hizo suya una concepción

gramsciana de la ideología que afirmaba su materialidad en una serie de

instituciones y relaciones sociales, de otra, la noción de discurso utilizada por el

autor argentino remite a toda práctica articulatoria de naturaleza lingüística o

extralingüística que constituye y organiza relaciones sociales mediante

configuraciones de sentido.9 En sus propias palabras:

7 Fue Nicos Mouzelis (1978) quien inició esta crítica al sostener que las prácticas discursivas no podían desvincularse de las características y conformación de clases de una sociedad, al tiempo que argumentó que las dimensiones político-organizativas del fenómeno eran tan importantes como su discurso. Aun en una intervención tan aguda como la de Emilio de Ipola y Juan Carlos Portantiero de 1981 (1989) veladamente se reprocha a Laclau que se hable de “socialismos realmente existentes” mientras que los populismos serían abordados en su “forma discursiva”. La incomprensión de la amplitud del concepto de discurso de Laclau es aun más radical en autores como Geras (1987) o Borón y Cuellar (1983) quienes atribuyen sin más al autor una “concepción idealista de la hegemonía”. 8 Sobre la distinción entre ideología y dimensión ideológica seguimos a Verón y Sigal (1988: 18 y ss.). Para los autores, mientras que la noción de “ideología”está referida al plano del enunciado, designa un conjunto de opiniones o representaciones de la sociedad, el análisis en términos de dimensión ideológica debe dar cuenta y al mismo tiempo trascender el plano del enunciado para ocuparse del plano de la enunciación. Éste es el nivel del discurso en el que se construye no lo que se dice, sino la relación del que habla con aquello que dice y, derivada de esto, la relación que el enunciador propone al destinatario, ya que el discurso construye tanto una imagen del que habla como una imagen de a quién se habla. 9 Entendemos por articulación una práctica que establece una relación tal entre elementos que la identidad de los mismos resulta modificada como resultado de esa práctica (ver Laclau y Mouffe, 1987, 119). Un ejemplo de articulación sería aquella que tuvo lugar en las postrimerías de la dictadura militar, cuando intentando desbaratar a la naciente oposición el gobierno de Galtieri lanzó la ocupación de Malvinas. El discurso nacionalista rearticuló los clivajes internos, que crecientemente venían estableciéndose en términos de una dicotomización entre el gobierno militar y la oposición democrática, borrando sus límites. La participación de la mayor parte de la oposición política y de la dirigencia sindical como voceros de la ocupación militar ante Estados Unidos y Europa, y, la complicidad de una mayoría social, nos hablan de la modificación de esos elementos rearticulados que muy difícilmente podían reconocerse en los alineamientos previos al 2 de abril.

"Por discursivo no entiendo lo que se refiere al texto en sentido restringido sino al conjunto de los fenómenos de la producción social de sentido que constituye la sociedad como tal. No se trata, pues, de concebir lo discursivo como constituyendo un nivel, ni siquiera, una dimensión de lo social, sino como siendo coextensivo a lo social, en cuanto tal. Esto significa, en primer término, que lo discursivo no constituye, una superestructura, ya que es la condición misma de toda práctica social o, más precisamente, que toda práctica social se constituye, como tal en tanto productora de sentido... la historia y la sociedad son, en consecuencia, un texto infinito" (Laclau, 1979)

La apuesta filosófica de Laclau por construir una ontología política, en la

que las articulaciones hegemónicas contingentes son en un sentido primario las

que constituyen relaciones sociales sin ninguna racionalidad social a priori,

debiera precavernos acerca de una reducción “idealista” de su noción de

discurso. Por éste entendemos la resultante de una articulación dada entre

elementos, elementos que son convertidos en momentos de una precaria y

siempre indecidible estructura o sistema de posiciones, sujeta a imposibilidades

que la habitan y que revelan su radical contingencia.10

Si nos desplazamos al campo de la sociología política advertimos que el

papel instituyente acordado a las intervenciones hegemónicas en la producción

de relaciones sociales adquiere particular relevancia para abordar los procesos

de constitución y transformación de las identidades políticas.11 Dichas

intervenciones hegemónicas constituyen precisamente los siempre precarios

límites a partir de los cuáles toman forma las solidaridades o identidades

políticas colectivas. Constituyen la fuerza, como instancia trascendente a un

conjunto de conexiones estructurales dadas, capaz de crear sentido o

10 En su libro Hegemonía y estrategia socialista, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe definen sus principales conceptos. Discurso es allí la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria. Momentos son las posiciones diferenciales en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Finalmente, los autores denominan elementos a toda diferencia que no se articula discursivamente. Cuando un “elemento” es articulado se convierte en un “momento” de la estructura discursiva (Laclau y Mouffe, 1987: 119). 11 Definimos a la identidad política como el conjunto de prácticas sedimentadas, configuradoras de sentido, que establecen, a través de un mismo proceso de diferenciación externa y homogeneización interna, solidaridades estables, capaces de definir, a través de unidades de nominación, orientaciones gregarias de la acción en relación a la definición de asuntos públicos.

significación. Es así como se articulan los espacios de homogeneización o

afinidad interna y de diferenciación respecto a un exterior que es constitutivo

de cualquier identidad social en tanto sedimentación de poder; es así como

toman forma las asociaciones y disociaciones políticas.

Aunque compartiendo con Vilas la crítica al estiramiento conceptual que

adjudicó aristas neopopulistas a los procesos argentino, mexicano y peruano de

los años 90; subrayando que la tradición populista constituye una de las

principales tradiciones democráticas en la región –tradición que se ha afirmado

a expensas del liberalismo- y por tanto en tensión con la estabilización de una

democracia liberal, nuestra apuesta específica es por una concepción del

populismo como una forma particular de constitución y funcionamiento de una

identidad política. Estimamos que esta perspectiva nos permite aislar ciertos

mecanismos que el populismo condensó en su funcionamiento, algunos por

cierto con una historia que en el caso argentino precedió al surgimiento del

radicalismo yrigoyenista y del peronismo; mecanismos que desgastados,

atemperados y redefinidos, siguen dejando su marca sobre la realidad política

argentina tras el colapso de la matriz populista en la década del 70.

2. El mecanismo populista

Como hemos dicho, Laclau en su texto de 1978 había señalado como

característica definitoria del populismo aquella dimensión rupturista, de

dicotomización del campo político que se expresaba en la presentación de las

interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético antagónico a la

ideología dominante. En 1981, en su célebre intervención “Lo nacional popular

y los populismos realmente existentes”, Emilio de Ipola y Juan Carlos

Portantiero (1989) embistieron contra la caracterización de Laclau intentando

poner en cuestión la continuidad que éste establecía entre populismo y

socialismo. Sintéticamente, la lectura de de Ipola y Portantiero parte de

concebir al populismo como una forma particular de transformismo. Si de una

parte admiten que en los populismos clásicos, y en especial en el caso del

peronismo argentino, se observa esa ruptura en la que las interpelaciones

popular democráticas presentan una oposición al orden existente –oposición

que se desarrolla sólo hasta cierto punto- los autores afirman que el populismo

acaba por cerrar y coartar su propia conflictividad inicial derivando en la

integración de un nuevo orden de tipo organicista que desactiva el potencial de

ruptura. Este devenir como transformismo es para de Ipola y Portantiero

esencial al populismo y marca su distancia con el socialismo, el cual por cierto

para los autores, sólo existe como proyecto y no es encarnado por ninguna

realidad sociohistórica existente al momento de redactar su comunicación.

Si el populismo en el Laclau de 1978 era el movimiento que representaba

a una parte de la sociedad en ruptura con el orden existente; para de Ipola y

Portantiero ese movimiento derivaba necesariamente en un nuevo orden

organicista que velaba la ruptura inicial a partir de la aspiración a la

representación de la comunidad política como totalidad.

En verdad, la observación realizada por de Ipola y Portantiero remite a

una tensión más profunda que atraviesa a toda identidad política que aspira a

prevalecer en un contexto dado. Nos referimos a aquella disyuntiva entre la

afirmación de la propia identidad diferencial a partir de una ruptura, de una

parte; y, la tentación de expandirse más allá de los propios límites, de ganar al

adversario para el propio espacio, de la otra. Si ésta es una característica que

como decimos atraviesa prácticamente a toda identidad en un marco de

competencia entre diferentes identidades, no puede por cierto constituir la

diferencia específica que hace del populismo una realidad diferenciada. Sólo

nos quedarían el organicismo y la imposibilidad de la aceptación del pluralismo

como rasgos constitutivos entre los enunciados por los autores. Ahora bien:

organicismo y falta de pluralismo pueden estar presentes en experiencias tanto

populistas como no populistas (pensemos en el caso del comunismo soviético

durante buena parte del siglo XX, o en el régimen franquista) por lo cual no

pueden constituir como tales la especificidad en cuestión.

La crítica de de Ipola y Portantiero dejaba sin embargo como plenamente

visible algo que no contemplaba la caracterización de Laclau. Todo populismo

realmente existente (es decir todo caso clásico aceptado indiscutiblemente como

tal) no podía ser reducido a su sola dimensión rupturista fundacional sino que

debía atender también a la recomposición comunitaria que, pretendiendo a una

representación hegemónica de la sociedad, había signado las diversas

experiencias sucedidas en la primera mitad del siglo en Argentina, México y

Brasil.

El populismo no puede ser entonces la simple tensión entre las

estrategias de ruptura y de integración de la comunidad política, pero se

constituye precisamente en esa tensión. Francisco Weffort acuñó en 1969 la

alegoría de un “Estado de compromiso” para dar cuenta de esta formar

particular de componer un tipo de negociación entre el cambio y la tradición,

entre la ruptura y la integración de la comunidad política (Weffort, 1998).

En anteriores trabajos (Aboy Carlés 2001 y 2002) hemos intentado

rastrear los mecanismos específicos a partir de los cuáles las experiencias

populistas argentinas del radicalismo yrigoyenista y el peronismo intentaron

procesar esa tensión entre la afirmación de la propia identidad diferencial y la

aspiración a una representación global y hegemónica de la sociedad que sin

dudas estuvo presente en ambos movimientos.12 El populismo argentino había

sido recurrentemente caracterizado por defensores y detractores bien como un

mero transformismo basado en la capacidad manipulatoria de un liderazgo;

bien reforzando una dimensión cuasi revolucionaria de escisión y

enfrentamiento respecto de un orden dado. Uno y otro énfasis oscurecían la

riqueza de un fenómeno que en sus manifestaciones históricas paradigmáticas

se había caracterizado por la gestión precaria e inestable de la ruptura y el

orden social, del reformismo y el antirreformismo.

12 En su texto de 1978 Laclau consideraba al yrigoyenismo como la forma más alta de desarrollo del transformismo oligárquico. Hemos discutido esta apreciación en diversos lugares bajo el convencimiento fundado de que el yrigoyenismo marca el inicio de la tradición populista argentina. El propio Laclau ha revisado con el tiempo aquella caracterización inicial (ver Laclau, 2001).

El análisis pormenorizado de las experiencias populistas en Argentina

nos revela un mecanismo específico de negociación de la tensión que hemos

enunciado: se trata de la a veces simultánea, a veces alternativa

exclusión/inclusión del adversario en el propio campo de representación que el

populismo aspira a asumir. La tradicional imagen del juego pendular atribuido

al liderazgo de Perón da cuenta cabal de esta particular forma de gestión de la

tensión entre la afirmación de la propia identidad y la aspiración a una

representación unitaria de la sociedad. Por ello hemos recurrido a la

caracterización del populismo bajo la alegoría de Penélope: si aquella tejía y

destejía la mortaja de su suegro Laertes, el populismo reinstala ese juego

inestable entre la afirmación y el borramiento de su propio origen, entre su

ruptura fundacional y la aspiración a una representación global de una

comunidad política que revela menor plasticidad para el cambio que aquella

concebida en la emergencia del movimiento.13

Un breve recorrido por los mecanismos desarrollados por el

yrigoyenismo y el peronismo para gestionar en forma inestable esta tensión

puede servirnos como ejemplo.

Concebido como encarnación de la nación toda en sus derechos

conculcados, el yrigoyenismo emerge como impugnación al orden político

vigente en los albores del siglo pasado, marcando una abrupta frontera

respecto del orden conservador. Tenemos aquí los dos momentos de la tensión:

la afirmación de la propia identidad en su conflicto con el viejo orden que se

refleja en la consigna que encarna la Causa en la UCR enfrentando al poder

conservador, pero al mismo tiempo se observa la pretensión yrigoyenista de

13 Aunque inspirada en ambas, nuestra caracterización diverge tanto del Laclau de 1978 como de la de de Ipola y Portantiero. Asumimos que el populismo se caracteriza por la gestión no de una, sino de ambas tendencias, a la ruptura y a la recomposición del espacio político. Pero a diferencia de lo sostenido por de Ipola y Portantiero creemos que su especificidad no está dada por la preeminencia del hegemonismo, que supone el desenlace transformista, sino precisamente por el juego inestable de inclusiones y exclusiones que perpetúa la tensión sin resolverla ni inclinarse por ninguno de sus dos polos. Mi deuda para con Ernesto Laclau en esta caracterización y mi agradecimiento por su disposición a replantear y debatir algunos aspectos de su propia obra son enormes: la síntesis misma del populismo como una forma específica de negociar la tensión entre la representación de una parte de la comunidad y la representación de la comunidad política como un todo le pertenece (ver Laclau, 2001).

identificar a la UCR con la nación toda, como es nítido en la polémica entre el

propio Yrigoyen y Pedro C. Molina14. El Régimen aparece en esta segunda

dimensión como una pura excrecencia que no permite el desarrollo de una

voluntad nacional concebida en forma monista (Botana y Gallo 1997: 119) y

encarnada en la UCR y su mesiánico líder. ¿Cómo resuelve el radicalismo

yrigoyenista esta tensión? De un lado, despersonalizando el campo adversario y

sosteniendo que se luchaba contra un sistema y no contra hombres concretos.

Esta despersonalización posibilitaba a su vez la impronta regeneracionista de

época que el yrigoyenismo hizo suya: el enemigo de entonces, aquel al que se

acusaba de haber usufructuado de la venalidad comicial, sería el ciudadano

virtuoso de un mañana mejor. En este juego en dos tiempos, en el que los

pecadores del hoy son los redimidos de un mañana que encarna la propia

frontera construida por el yrigoyenismo respecto del pasado, se juega ese

espacio de desplazamientos que permite negociar la ampliación y reducción de

la aspiración representativa. Cada vez que los rivales internos o conservadores

articularon una oposición amenazante a los gobiernos de Yrigoyen, el

movimiento reactualizó la dimensión de su ruptura fundacional. Cada vez que

las aguas se aquietaron, la pretensión de una representación comunitaria cubrió

el discurso yrigoyenista. Ambos movimientos se sucedían en un juego incesante

en el que la nación real y la nación verdadera nunca acababan por estabilizar

sus límites.

Algo similar ocurre en el caso del peronismo. Como en el radicalismo

yrigoyenista, la vasta red de continuidades que une al peronismo al pasado

inmediato y que tan agudamente ha sido explorada entre otros por Juan Carlos

14 La identidad entre la UCR y la idea de nación en la construcción política de Yrigoyen es conocida. Así, en su intercambio epistolar de 1909 con el renunciante dirigente Pedro C. Molina escribió Yrigoyen respecto de la UCR: “Su causa es la de la Nación misma y su representación la del poder público (…) Sobre esta cumbre de gloriosas rutas hacia todas las ascensiones, es que usted ha blasfemado; y de los artífices, sus compatricios y correligionarios es que usted ha renegado. Maldiga, entonces, a la patria misma; porque no es posible concebir mayor identidad.” (Primera carta de Yrigoyen a Pedro C. Molina, en Botana y Gallo, 1997). Aun en papeles escritos por el líder radical en 1923 y que serían utilizados en su defensa en el proceso judicial que siguió a su derrocamiento se lee “La U.C. Radical es –lo reitero finalmente-, la patria misma. Movimiento de opinión nacional que enraíza en los orígenes de Mayo” (Yrigoyen, 1981: 138).

Torre (1990) es velada por el propio discurso peronista, velo que sería reforzado

por las lecturas que, desde las antípodas del movimiento, Germani (1962)

realizó del proceso.15 La amplia literatura de la crisis procedente de los años 30

(Martínez Estrada, Scalabrini Ortiz, Mallea) había reforzado la inversión

operada a principios del siglo del antiguo dilema sarmientino sobre el país dual

(Svampa, 1994). De la finisecular contraposición entre el país formal y el país

real de Agustín Álvarez al impacto de la distinción maurrasiana entre el país

visible y el país invisible en las décadas del 20 y el 30; la idea de una

contraposición entre un orden apariencial y una realidad profunda, que no

alcanzaba la luz de la escena pública, aparecía como un dato del contexto

sociocultural en el que se produce la emergencia del peronismo. De allí que el

mismo Scalabrini Ortiz acuñara su caracterización de los sucesos de Octubre de

1945 bajo la imagen del “subsuelo de la patria sublevado”16. Nuevamente como

en el caso del surgimiento del yrigoyenismo, el cierre del camino de las urnas

inherente a la prolongada venalidad comicial de los años 30 potenció la imagen

del sistema político existente hasta antes de la Revolución de Junio como una

excrecencia irreal. De allí que la emergencia del peronismo presentara una

radicalización de la tensión entre la afirmación de la propia identidad y la

pretensión de hegemonizar el campo de la representación similar a aquella que

observamos en las primeras décadas del siglo: si de una parte se intenta marcar

un abrupto corte respecto del pasado, ese corte se da frente a un adversario que

es considerado una pura excrecencia. De allí también la facilidad de Perón para

enfrentar al conjunto de los partidos políticos existentes como la indiferenciada

máscara que no permitía la expresión de una voluntad popular. La realidad de

una sociedad políticamente dividida que emergió del triunfo peronista

reactualizaría este juego incesante entre la afirmación de la diferencia

fundacional y la aspiración de encarnar una representación hegemónica de la

15 Pocas veces se repara en hasta que punto la lectura de Germani de una movilización sin integración invierte el propio mito fundacional del peronismo manteniendo la alegoría malleana de la dualidad entre el país visible y el país invisible. Las diferencias entre el discurso académico de Germani y el propio discurso épico del peronismo se establecen en torno a la caracterización mórbida o heroica del proceso. 16 Raúl Scalabrini Ortiz, “Tierra sin nada, tierra de profetas” (1946).

nación: observamos así como una vez más se presenta ese juego de

sustituciones entre el país real y el país verdadero.

¿Cómo procesa el peronismo en su década dorada esta tensión? El

mecanismo no es otro que la ya vista inclusión/exclusión del adversario del

propio campo que la identidad peronista aspira a cubrir. Los límites mismos de

la solidaridad nacional serán reducidos por el peronismo gobernante a su

identificación con lo popular en los momentos en que se refuerza la ruptura

fundacional y se enfrenta la expansión de los derechos sociales. Otro tanto

ocurriría cada vez que la oposición articuló desafíos beligerantes resistidos

abiertamente por el gobierno: en esos casos, los no peronistas aparecían como el

enemigo expulsado de una solidaridad nacional reducida a lo popular. Pero en

un movimiento contrario, la solidaridad nacional se expandía hasta cubrir los

límites mismos de la comunidad política: esto sucedía cuando se pretendía

desactivar el potencial de los antagonismos emergentes y, en este caso, los

propios peronistas comprometidos con la consecución de la impronta

fundacional, aquellos que seguían bregando por la expansión de la inicial

frontera de ampliación de derechos, serían los expulsados de la solidaridad

nacional y caracterizados como agentes disolventes al servicio de potencias

extranjeras.

Otro tanto ocurre con la idea de justicia social: la misma sería levantada

como la bandera de las reformas sociales en la consecución de la ruptura

fundacional, pero adquiriría el papel de constituir la única barrera contra el

comunismo cuando el propio líder se dirigiera a los factores de poder existentes

o buscase reducir a dirigentes levantiscos del movimiento obrero. Del discurso

de la Bolsa de Comercio de 1944 a la radicalización de las elecciones de febrero;

de éstas a la disolución del Partido Laborista y la defenestración de Luis Gay al

frente de la CGT; una y otra vez se repite el mecanismo, a veces en forma cíclica

y pendular, otras, en un movimiento tan amplio y complejo como el peronismo,

de forma simultánea y contradictoria.

Expresión de agudos procesos de cambio, los movimientos populistas

emergen como abruptas fronteras respecto de un pasado repudiado y con la

pretensión de encarnar una representación hegemónica de la sociedad frente a

un adversario considerado tan ilegítimo como irrepresentativo. La resistencia

de la sociedad al cambio, la supervivencia de antiguas y nuevas

sedimentaciones de poder, marca ese juego pendular inagotable en el que el

populismo debe encarnar al mismo tiempo el reformismo y el antirreformismo

social como una garantía de negociar la imposible supervivencia de dos

aspiraciones incompatibles: la de encarnar una abrupta frontera respecto de un

orden y unos actores que conservan aún cierto poder de bloqueo, y la de

encarnar globalmente la representación de la comunidad política a partir de

una voluntad unitaria y hegemónica. Es justamente por ello que los

movimientos populistas presentan oposiciones bipolares: la una en función de

su dimensión rupturista de fuerzas reformistas; la otra en función de su

dimensión de partidos de orden que intentan asimilar, en su pretensión

hegemonista de representar al conjunto de la comunidad política, a un

adversario que se les escapa. De allí los consensos negativos que eclipsan al

populismo, las extrañas coaliciones de izquierdas y derechas que promueven o

saludan su caída, sea ésta en 1930 o en 1955.

Pero llegados a este punto, una importante objeción puede tomar cuerpo

contra nuestra caracterización del populismo. Si efectivamente toda identidad

política está sometida a esa tensión entre la afirmación de su carácter diferencial

específico y la pretensión de ampliar el espacio de su representación, bien

podría decírsenos que el mecanismo de alternativa inclusión/exclusión del

adversario del propio campo que la identidad aspira a representar es un rasgo

que excede la especificidad del populismo para encontrarlo en las más variadas

experiencias políticas. Ciertamente debemos conceder que el mecanismo de

inclusiones y exclusiones de la alteridad constitutiva trasciende largamente a

las experiencias que consideramos populistas. Aquí ya comenzamos a

comprender la equivocidad que el destino ha deparado al término populismo,

puesto que lo que estamos afirmando es que la caracterización de un fenómeno

como populista depende en última instancia de una cuestión de grado. Sólo un

uso extremo de los mecanismos de inclusión y exclusión, uso que agudiza aún

más la tensión original, será considerado populista en sentido estricto. De allí

que podamos hablar de la presencia o no de rasgos característicos del

populismo en experiencias que como tales no consideraríamos populistas.17

El mecanismo específico del populismo supone una gestión extrema y

radical que agudiza esta tensión misma tomando la forma de un inestable

borramiento y reinscripción entre el fundacionalismo y el hegemonismo.

Expliquemos brevemente que entendemos por estos neologismos. Por

fundacionalismo entendemos el establecimiento de abruptas fronteras políticas

en el tiempo. Las mismas se establecen entre una situación pasada pero aún

cercana o amenazante que es demonizada y considerada oprobiosa, y, un

tiempo posterior venturoso que aparece como la contracara vis à vis de ese

pasado que se pretende dejar atrás. El tiempo específico de gestión de la

frontera es el presente, un presente que será aún de esfuerzos debido al reverso

negativo de un pasado amenazante o será ya ese paraíso incoado por la fuerza

política que trazó la ruptura. La amenaza de un retroceso hacia el reverso

negativo de la frontera es uno de los mecanismos más eficientes a los que se

apela para defender al movimiento ante los embates de sus opositores. Se trata,

por ejemplo, de esa frontera que tan ligeramente el propio Perón calificaba

como “un partido de campeonato entre la justicia social y la injusticia social”18

El hegemonismo es, estrictamente, la pretensión de un imposible. Mientras que

la noción de hegemonía nos remite a la lógica de constitución de cualquier

espacio de solidaridades políticas a través de la universalización de un

particular que representa un espacio más vasto, el hegemonismo es un tipo

particular de articulación hegemónica que pretende la clausura de cualquier

espacio de diferencias políticas al interior de la comunidad. Decimos que es una

pretensión irrealizable porque la conformación de cualquier identidad es

17 Cómo se verá más adelante, con ello no nos referimos a los llamados neopopulismos de los 90, ya que por diferentes motivos coincidimos con Vilas en lo inadecuado de tal caracterización. Para el caso argentino, veremos la supervivencia de esos rasgos en experiencias tan diferentes de aquellas como el alfonsinismo, la renovación peronista y la misma construcción que Kirchner lleva a cabo en nuestros días. 18 Díscurso de Perón en vísperas de los comicios presidenciales de febrero de 1946 (citado por Torre, 1990: 171).

relacional y requiere de la constitución de límites. Aun en el extremo caso de los

totalitarismos, en los que se pretende la unívoca representación comunitaria,

ésta se establece frente a un pasado que se caracteriza como ominoso y/o a ante

un enemigo exterior; pasado y/o enemigo que sigue dejando las huellas de la

imposibilidad del cierre comunitario en las figuras del enemigo interno o el

agente extranjero.

Fundacionalismo y hegemonismo se nos revelan entonces como la forma

extrema de la tensión que es procesada a través de pendulares y contradictorias

exclusiones e inclusiones reactualizadas. Allí radican mayormente las aristas

erosivas que las experiencias populistas han tenido para conformar una

institucionalidad estable. Además del cruce entre pretensiones hegemonistas

opuestas, el populismo supone, a través del juego de inclusiones y exclusiones

de la alteridad constitutiva, la constante redefinición del demos legítimo que

constituye la comunidad política.

A la hora de explicar la crónica inestabilidad política que signó a la

Argentina a lo largo de buena parte del siglo XX muchas veces hemos tomado

los efectos como causas. Demasiada atención se ha prestado al pretorianismo

militar y bastante poca a las formas específicas en que se articularon las

principales identidades políticas del país. Con esto no estamos poniendo en

cuestión diversas características institucionalizantes que las experiencias

populistas supusieron en la historia argentina en cuanto al desarrollo de una

ciudadanía política primero y de una ciudadanía social luego, pero sí hablamos

de sus particulares características.

Las ciencias sociales generalmente han contrapuesto las nociones de

populismo y ciudadanía como si de realidades antitéticas se tratara. En buena

medida, ello se debió a que la ampliación de los derechos políticos y sociales

fueron en Argentina y en buena parte de América Latina de la mano de

movimientos con liderazgos plebiscitarios y ciertas aristas autoritarias que

erosionaron no pocos derechos civiles. Ahora bien, si continuamos

contraponiendo populismo y ciudadanía, lo que perdemos de vista es

precisamente cuánto de gramática populista ha tenido el proceso de desarrollo

de los derechos políticos y sociales en nuestra realidad. El etnocentrismo

característico de las viejas teorías de la modernización continúa habitando

indisimuladamente nuestro campo disciplinario.

Los procesos de ampliación de los derechos políticos primero y de los

derechos sociales luego, aparecieron en el caso argentino indisolublemente

vinculados a las fuerzas políticas que bregaron por dicha extensión: el

radicalismo en su vertiente yrigoyenista y el peronismo respectivamente. La

ciudadanía tomaba así paradójicamente la forma de una exlusión inherente a la

propia frontera fundacional, dado que los nuevos derechos aparecían como la

conquista a expensas de un “Otro” que había medrado en la anterior situación y

cuyo espectro, asociado a tentativas involucionistas, era recurrentemente

agitado como un mecanismo de fortalecimiento de las propias identidades

emergentes. La inestabilidad del propio demos bajo los mecanismos pendulares

del populismo, y, la amplia volatilidad de derechos que siguió a las

experiencias postpopulistas, no hicieron sino reforzar estas aristas faccionalistas

de la ciudadanía que la alejaban de constituirse en la tradicional marca de una

membresía comunitaria.

Si cierto es que las experiencias populistas acabaron polarizando el

campo político, no menos verdadero es afirmar que de la fuerza de su particular

combinación de fundacionalismo y hegemonismo obtuvieron los recursos de

poder necesarios para constituirse en movimientos de profunda modernización

de la sociedad argentina. Fueron fuerzas claramente homogeneizadoras en lo

que refiere a la expansión de nuevos derechos, de allí la problemática relación

que los populismos argentinos tuvieron con el principio de organización federal

del Estado. La expansión de los derechos políticos al conjunto del territorio

nacional bajo la consigna yrigoyenista de que “las autonomías son de los

pueblos y no de los gobiernos” fue de la mano de la más agresiva política de

intervenciones federales a las provincias de la historia argentina. De igual

forma, la expansión de derechos sociales del peronismo estuvo marcada por la

impronta de una homogeneidad territorial desconocida que llegó a constituir

una sociedad más plenamente integrada y menos diferenciada en términos de

disfrute de estos derechos, desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego. Más aún, el

peronismo no se privó en su Reforma Constitucional de 1949 de dar una

legitimidad unitaria al vértice del poder estatal.19 Es esta fuerza

homogeneizadora e inclusiva del populismo (Barros, 2004), esta dimensión

jacobina, la que hace del mismo una fuerza democratizadora. Si siguiendo una

línea que va de Rousseau a Carl Schmitt distinguimos a la democracia del

liberalismo y concebimos a la primera como homogeneidad, no es arriesgado

sostener que el populismo constituye la principal tradición democrática en la

historia argentina. Una tradición por cierto reñida con el liberalismo político y

que ha sido uno de los principales obstáculos a la hora de intentar establecer

una institucionalidad pluralista.

El mecanismo populista de gestión de la tensión entre fundacionalismo y

hegemonismo colapsa definitivamente en Argentina en el proceso democrático

de 1973-1976. De una parte, la radicalización fundacionalista de la Juventud

Peronista alentada por el propio Perón desde su exilio madrileño vuelve

imposible, una vez retornado el líder al país, una gestión efectiva del juego de

inclusiones y exclusiones que había signado su previo paso por el poder. El

precio mismo del retorno no fue pues ajeno a la erosión de los instrumentos que

hacían posible la gestión populista. De otra parte, y pese a la amplitud de su

liderazgo, las propias posibilidades del hegemonismo habían quedado

mermadas toda vez que las aspiraciones que posibilitaron un retorno en el cual

algunos veían la consecución de un “socialismo nacional” y otros la única

garantía de recrear un orden, había creado las condiciones para la incorporación

de ciertas aristas pluralistas que permitieron un diálogo diferente, aunque no

por ello exento de pretensiones subordinantes, con el resto de las fuerzas

políticas. Poco antes de morir, el propio Perón anunciaba la incapacidad de la

política para reconstruir un orden y deslizaba la opción por una recomposición

violenta del escenario político que inevitablemente conducía al terrorismo de

Estado:

19 Como se recordará, la Constitución de 1949 fue la primera en establecer la elección directa del Presidente de la Nación en distrito único. Sobre las difíciles relaciones entre el populismo y la organización federal del Estado ver el excelente trabajo de Julián Melo (2003).

“Estamos afrontando una responsabilidad que nos ha dado plebiscitariamente el pueblo argentino. Vamos a proceder de acuerdo con la necesidad, cualquiera sean los medios. Si no hay ley, fuera de la ley, también lo vamos a hacer y lo vamos a hacer violentamente. Porque a la violencia no se le puede oponer otra cosa que la propia violencia. Eso es una cosa que la gente debe tener en claro.”20

Tres meses después de estas palabras se produciría la definitiva ruptura

entre el líder y Montoneros. Con la muerte de Perón el 1º de julio de 1974 queda

descartada la última y ya maltrecha posibilidad de gestión de aquella

ambigüedad que había sido constitutiva del peronismo como fuerza capaz de

representar las expectativas de reforma y la reconstitución de un orden. La

violencia y no la política ocuparía el centro de la escena y llevaría al país a la

mayor tragedia de su historia bajo la sombras del terrorismo estatal.

Parafraseando libremente a Tulio Halperin Donghi, a partir de allí

Argentina vivió ya indisimuladamente esa “larga agonía” que sucedió a las

experiencias populistas. Proceso que supuso amplios fenómenos de

fragmentación y polarización social, esa lenta descomposición de la antigua

homogeneidad característica del populismo. Proceso que también estaría

marcado por la creciente fragmentación política y que, tras la tragedia de los

años de plomo, devino en la construcción, inédita en el país, de una democracia

capaz de institucionalizar el pluralismo. Generalmente, quienes a partir de

cierto determinismo sociológico ven en la fragmentación misma una condición

de viabilidad para el desarrollo del pluralismo no hacen sino invertir la

secuencia histórica escindiendo como realidades ontológicamete diferenciadas

lo social y lo político. Quienes conciben lo político como un mero epifenómeno

de una supuesta realidad subyacente olvidan que Argentina siempre fue una

sociedad heterogénea. Fue la política, y básicamente las experiencias populistas,

las que a partir de la extensión de identidades, creencias y derechos comunes

realizaron esa tarea ciclópea de homogeneización del espacio nacional

concluyendo un proceso que nuestros manuales de historia siguen datando en

20 Mensaje al país del presidente Juan Domingo Perón, 20 de enero de 1974.

1880. La irreversible crisis del populismo, sería también la erosión de aquella

sociedad integrada.

3. ¿La democracia liberal como horizonte postpopulista?

La existencia de dos experiencias traumáticas es insoslayable a la hora de

intentar abordar el proceso de recreación de una institucionalidad que se abre

en 1983. Dichas experiencias no son otras que el violento colapso de la matriz

populista en los años 70 seguido de la experiencia del terrorismo de Estado, de

una parte, y el devenir de la guerra del Atlántico Sur, como intento de

perpetuación del poder militar, de otra. Ambos episodios estuvieron signados

por el acompañamiento a veces efusivo, a veces simplemente silencioso, de la

mayor parte de la sociedad argentina. De la legitimación de la violencia política

al silencio coercitivo de los años de plomo, de la efusividad ante la aventura de

Galtieri a los días de furia que siguieron a la derrota. Fue el desmoronamiento

del poder militar ante el descalabro de Malvinas el que hizo visible el triste

destino de una complicidad fallida, habilitando los márgenes para la inusual

radicalidad que revistió el proceso de transición argentino.

En una suerte de fuga hacia adelante ante ese pasado indecoroso, se

fortalecieron los liderazgos que mostraban las mejores credenciales para

escindirse de la vasta complicidad que la mayor parte de la dirigencia política

demostró ante la violencia política, el terrorismo estatal y la ocupación de

Malvinas, y que por tanto aparecían más dispuestos a cortar toda vía de

negociación con unas Fuerzas Armadas en retroceso. En una realidad en la que

los pasados impolutos no existen, es claro que la trayectoria de Raúl Alfonsín y

sus posicionamientos en los meses claves que van de la ocupación de Malvinas

de abril de 1982 a las elecciones de Octubre de 1983, permitieron marcar una

clara diferencia respecto de sus competidores.

No nos interesa aquí analizar pormenorizadamente las políticas que en el

inicio de la reinstitucionalización tuvieron lugar. Simplemente creemos

necesario remarcar el papel fundacional que la revisión del pasado tuvo en la

construcción del nuevo régimen político.

La ruptura trazada por Alfonsín respecto del pasado fue en verdad una

doble ruptura. De una parte, se trataba de dejar atrás un pasado inmediato de

violencia, represión, guerra y muerte asociando la democracia a valores como

la paz, la libertad y la vida. Pero por otro lado, implicaba una ruptura de más

largo plazo que vinculaba la decadencia argentina con un pasado que se perdía

en el tiempo histórico e identificaba a las principales fuerzas políticas con

prácticas faccionalistas, pretensiones hegemonistas y un recurrente desprecio de

la legalidad. La democracia liberal aparecía entonces como la contracara vis à vis

de ese pasado y el campo propicio en el que las esperanzas de reparación de

una sociedad, menguada en sus derechos cívicos y niveles de vida, podrían ver

cumplidas sus expectativas.

La desaparición forzada de personas y el compromiso de Alfonsín de

investigar estos hechos21 es central para distinguir los componentes del proceso

de reinstitucionalización iniciado en 1983 y sus diferencias frente a anteriores

intentos fracasados como el de 1973. La vigencia de los derechos humanos y un

respeto cuasi sacralizado de los derechos civiles fueron el núcleo articulador de

la construcción encarada por el líder radical. No se nos escapa la diferencia

existente entre el discurso de los derechos humanos y el discurso de los

derechos que componen la esfera civil de la ciudadanía. Si los primeros son

derechos atribuidos a todo hombre en virtud del nacimiento, los derechos

21 No nos proponemos aquí analizar la política de revisión de las violaciones de los derechos humanos de la gestión Alfonsín. Tan sólo diremos que básicamente ésta estuvo orientada a marcar que había un pasado atroz que merecía ser sancionado. Desde la misma campaña electoral Alfonsín anunció su intención de perseguir ciertas conductas prototípicas y distinguir distintos niveles de responsabilidad en la comisión de delitos. Podríamos decir que la estrategia alfonsinista en este aspecto estuvo guiada por el convencimiento de que no podía haber impunidad aunque sí impunes. De hecho, a poco de asumir la Presidencia, el Ejecutivo intentó lograr la sanción del principio de Obediencia Debida en su proyecto de reforma del Código de Justicia Militar. El fracaso en el Congreso de ese aspecto particular de la iniciativa hizo que la cuestión quedara abierta hasta 1987. Frente a la demanda éticamente incuestionable de una persecución de toda acción represiva ilícita, hemos de decir que ésta nunca fue la política que la gestión Alfonsín pretendió impulsar. La imagen de un quiebre en la política de revisión del pasado acaecida hacia 1987 frente a los levantamientos militares, imagen hoy asumida y reiterada por el propio Alfonsín, es más una construcción realizada hacia esa época por la emergente renovación peronista, que disputaba con el alfonsinismo la gestión de esa frontera respecto del pasado, que una descripción de la política radical.

civiles aparecen inextricablemente vinculados al carácter colectivo que supone

la membresía en una comunidad política dada. Ahora bien: el conjunto de

derechos y libertades específicos que el discurso de los Derechos Humanos

actualiza (libertad de asociación, de expresión, de petición, de debido

proceso,etc) es inescindible de la dimensión civil de la ciudadanía.

Es la necesidad de sutura de las heridas traumáticas dejadas por el

propio papel en la violencia, el terrorismo de Estado y la guerra, la que

habilita, entre otras alternativas incoadas posibles, la emergencia de un discurso

que lleva la vigencia de las libertades civiles al centro de la escena. El

componente civil de la ciudadanía, aquel que había sido mermado por la forma

específica en que el populismo amplió los derechos políticos y sociales durante

la primera mitad del Siglo XX, impregna por tanto el intento de recreación de

un orden que se inició en 1983. El componente liberal, solapado y menguado

una y otra vez por la tradición populista, revestía así una centralidad

desconocida en los tiempos de ampliación del sistema político. Con ello, y como

quedó claro desde los inicios mismos de la transición, el pluralismo político

contaba con inéditas posibilidades de institucionalizarse.

Hasta qué punto esta suerte de reforma moral ha calado a lo largo de más

de dos décadas de vida democrática sobre la sociedad argentina es una cuestión

abierta al debate. Sin embargo, la ausencia de alternativas autoritarias en

situaciones de máxima tensión política como fue el virtual colapso del sistema

político de diciembre del 2001, no parecen ajenas a su impronta.

Si de una parte una importante institucionalización del pluralismo es la

marca más consistente del proceso iniciado en 1983, de otra, la plasticidad de

las identidades políticas suele revelarse más resistente que lo que toda nueva

fundación supone. El hecho mismo del cíclico fundacionalismo que habita

indisimuladamente el proceso iniciado en 1983 nos habla ya a las claras de la

supervivencia de rasgos que habían sido característicos de la antigua matriz

populista en un contexto, por cierto, muy diferente de aquel.

El cíclico fundacionalismo aparece así como una marca sustancial a lo

largo de estos casi veintidós años de vida democrática. A la primer e inevitable

frontera que animó la construcción de la nueva institucionalidad en 1983 y que

tuvo por principales expresiones identitarias al alfonsinismo y la renovación

peronista siguieron otras dos. En 1989 el ascenso de Carlos Menem a la

primera magistratura fue de la mano de una clara promesa de recomposición de

un orden frente al caos y la disolución del poder político que aparejó el proceso

hiperinflacionario en el que se hundió el sistema construido por el alfonsinismo

y la renovación. Asociando al gobierno radical y a sus rivales internos

encabezados por Cafiero en una política común, el menemismo encaró este

nuevo giro fundacional que sería vital en su construcción de un horizonte de

estabilidad que signó su predominio en la escena política de los años 90.

Tras el agotamiento del ciclo menemista, en el que se hundiría el propio

gobierno de la Alianza que fue parasitario de su imaginario de la estabilidad, se

desemboca en el derrumbe político de fines del 2001. La crisis que se expresó en

aquellos meses afiebrados que van de fines del año 2001 hasta bien entrado el

año 2002 implicó, una vez más, una compleja y diversa concatenación de

significados. En el consenso negativo que acabó con el gobierno de la Alianza y

puso en jaque al sistema político argentino encontramos una polisemia tal que

sólo puede ser soslayada por las lecturas descalificadoras que vieron allí tan

solo una expresión de la “antipolítica”, ó, las reconstrucciones épicas que

redujeron el estallido a una reacción de la sociedad frente a las políticas

inequitativas de los 90 continuadas por la gestión de De la Rua. En verdad la

polisemia del estallido de diciembre de 2001 radica en que si de una parte

expresó el rechazo de importantes segmentos sociales a la continuidad de las

políticas de los 90, de otra fue el canal expresivo a partir del cual aquellos

sectores plenamente integrados a las políticas hasta entonces en curso

reaccionaron frente a su crisis terminal. Debería llegar esa tercera fundación

encarada por Kirchner para sedimentar una significación retroactiva de los

hechos de 2001-2002, significación que no sería ajena a la construcción de su

propio liderazgo.

La sola fragilidad del gobierno de la Alianza debería ya alertarnos sobre

hasta qué punto la dependencia del cíclico fundacionalismo ha sido vital para el

mantenimiento de las sucesivas administraciones en el poder. Si a su turno

tanto Alfonsín como Menem encarnaron poderosos liderazgos, ello estuvo

estrechamente vinculado a que, marcando una abrupta ruptura con el pasado,

ambos consiguieron generar un fuerte capital político que amplió sus márgenes

de maniobra. Nada de esto había ocurrido en 1999 con la asunción del gobierno

de la Alianza: éste se había mostrado más preocupado por demostrar sus

credenciales como garante de la continuidad de la estabilidad que había

signado el imaginario menemista y acabó por hundirse con ella. Las voces

discordantes que intentaron construir una frontera frente a las consecuencias

sociales de la experiencia menemista, como la del ex presidente Alfonsín,

fueron silenciadas por los propios candidatos a la Presidencia y la

Vicepresidencia.22 La Alianza intentó construir su diferencia específica frente a

la gestión Menem básicamente a partir de aquellos aspectos que habían

resultado más irritativos para los sectores medios: la crítica de la corrupción

imperante y la mejora de la Justicia, acompañados con promesas de una mayor

sensibilidad en áreas como salud, educación y pobreza. Si las promesas de

continuidad fueron más importantes que los débiles elementos de

diferenciación en la sucesión de 1999, estos últimos terminarían de naufragar

con el escándalo suscitado a raíz de la denuncia de pagos de gratificaciones en

el Senado para aprobar la ley de flexibilización del mercado de trabajo, hechos

que derivaron en la renuncia del vicepresidente Álvarez.

La articulación de una nueva frontera radical, esto es de un corte crítico

con la Argentina de los 90, debería esperar el inestable transcurso de las

presidencias provisorias de origen legislativo asumidas por Rodríguez Saa y

Duhalde para tomar forma cierta recién tras la llegada de Néstor Kirchner al

gobierno en mayo del año 2003. Fue la propia debilidad con la que el nuevo

22 Poco antes de las elecciones, de la Rua prometía la continuidad del régimen de Convertibilidad peso-dólar, mientras que Álvarez ya había manifestado públicamente tiempo atrás su arrepentimiento por no haber acompañado, siendo diputado, la Ley de Convertibilidad de 1991.

mandatario llegó a la Casa Rosada, la que hizo indispensable un nuevo giro

fundacional para obtener recursos de poder.23

Como en el caso de Alfonsín, existe en la construcción llevada a cabo por

Kirchner ese intento de establecer una ruptura en dos tiempos: una ruptura de

corto plazo que contrapone como adversario político al menemismo y las

consecuencias sociales del proceso de reformas pro mercado de los años 90 y,

otra ruptura de más largo plazo. Esta segunda ruptura se representa respecto

de un proceso cuya data inicial se atribuye a la dictadura militar iniciada en

marzo de 1976 y que encadenaría en un patrón socioeconómico regresivo al

gobierno militar con las supuestas claudicaciones de la democracia iniciada en

1983. Las injusticias de esta lectura son variadas y la sobreactuación recurrente

del propio Presidente las ha dejado de manifiesto una y otra vez: desde erigirse

en campeón de los derechos humanos desconociendo lo hecho por la gestión de

Alfonsín, hasta atribuirse la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder

constitucional tras los sucesivos recambios en las cúpulas militares. Ni la

democracia naciente había guardado silencio frente al terror, sino que por el

contrario había llevado al banquillo de los acusados a sus máximos

responsables en circunstancias mucho más difíciles que las actuales, ni las

Fuerzas Armadas fueron disciplinadas en el último bienio, sino a través de un

largo y contradictorio proceso que se inició en la gestión de Alfonsín y continuó

en la de Menem.

Es a partir de esta doble ruptura que la construcción de Kirchner ha

significado retroactivamente la crisis de fines del año 2001 para construirse

como una respuesta a sus supuestas demandas. La actual administración ha

logrado así dar nueva vida a aquella inicial promesa de asociación entre la

democracia y el bienestar que había marcado los inicios de la transición y que

23 Cómo se recordará, Kirchner llegó al gobierno tras cosechar un magro 22% de sufragios y ubicarse en segundo lugar tras Carlos Menem, que obtuvo el 24% en la primera ronda electoral del año 2003. La retirada de la candidatura de Menem en la segunda vuelta, privó a Kirchner de un respaldo electoral que según las principales encuestas lo ubicaba en un 2 a 1 frente al ex Presidente. Por otra parte, Kirchner aparecía como el postulante de una pequeña provincia que reunía tan sólo al 0,5 % del electorado nacional (Santa Cruz) y que se había convertido en el candidato oficial del saliente mandatario interino, Duhalde, tras los sucesivos fracasos de éste por vertebrar otra candidatura.

pareció hundirse en los sucesos de 2001. Se trata de una lejana promesa de

reconstitución de una comunidad política fragmentada que apunta a un

horizonte en el que la democracia, las instituciones y sus actores, renueven las

expectativas de reparación social. Son las aristas nacionalistas del propio

discurso kirchnerista aquellas que más directamente aluden a la recomposición

de una comunidad reparadora de derechos que no había sido ajena a la

impronta del populismo clásico y cuya fragmentación signó su prolongada

agonía.24

El pluralismo político ha mermado ciertamente la impronta hegemonista

que latió en el populismo clásico. En este sentido, el populismo constituye una

experiencia del pasado. Ahora bien, distintos rasgos que lo signaron continúan

latiendo en la vida política argentina y el recurrente fundacionalismo no es, en

este aspecto, un dato menor. Paradójicamente, si bien el refundacionalismo

crónico altera la continuidad esperable de un régimen estable, se ha demostrado

como el único factor capaz de producir los efectos de homogeneización política

necesarios que garantizan a todo gobierno el margen requerido para

permanecer en funciones.

Por cierto, la supervivencia de estos rasgos no es la única herencia del

legado populista. El régimen de inclusiones y exclusiones de la propia alteridad

constitutiva ha marcado claramente las improntas regeneracionistas que en su

momento cubrieron la articulación identitaria del alfonsinismo, de la

renovación peronista y de la actual construcción kirchnerista25. Como intentos

24 La identificación de elementos nacionalistas y demandas de inclusión y reparación social que habían sido características del populismo reemerge en los distintos movimientos de protesta social de la década del 90 como invocación de un Estado ausente. Paradójicamente, entre los principales dirigentes políticos, el primero en dar un giro a la idea de nación como comunidad cívica reparadora fue Alfonsín, quien produjo una fuerte inflexión en su discurso en la segunda mitad de los años 90. Esa redefinición de las referencias nacionales en un marco pluralista sería llevada a su paroxismo por Kirchner. 25 La impronta regeneracionista del kirchnerismo es abordada por Juan Carlos Torre (2005). Tal influencia no es menor: despersonalizando el campo adversario más allá de ciertas figuras prototípicas se logra encauzar una política que aspira a la conversión de los pecadores del ayer en los virtuosos del mañana. Detrás del intento alfonsinista, disparatado por cierto, de un juicio en primera instancia militar late esa impronta. De igual forma, la complicidad social ante la represión de los 70 o el egoísmo de los beneficiarios de la década del 90, pudo articularse como aquello a ser superado en las construcciones de Alfonsín, la Renovación o Kirchner. Finalmente,

de marcar una abrupta ruptura con el pasado y al mismo tiempo de convertir al

conjunto de la sociedad a una nueva fe en una empresa de reforma moral, unos

y otros han reeditado ese mecanismo, moderado ahora por la marca pluralista

que incorporó el proceso iniciado en 1983. Sólo como una referencia a esta

imbricación de pasado y presente en nuestra vida política es que podemos

hablar de cierto populismo atemperado que cubre las gestiones de Alfonsín y

Kirchner, teniendo en cuenta que no se trata de una nueva variedad de aquel

mecanismo extremo que signó los populismos clásicos. La cuestión es

claramente diferente si atendemos a la experiencia menemista. La frontera

construida por el menemismo se estableció como ruptura respecto del desorden

y el caos hiperinflacionario. Los sesgos populistas de Menem se agotaron con la

campaña de 1989, ya que fue esta coincidencia en que la ruptura misma encarnó

la idea de orden la que inhabilitó cualquier juego pendular: lejos de encarnar al

mismo tiempo el orden y la reforma, el menemismo, como discurso hobbesiano

de superación del caos, supuso el desplazamiento de la vieja promesa

reformista de “justicia social” en favor de la construcción de un orden frente a

lo que era señalado como un caos inmediato y anterior. En este sentido el

menemismo, se aleja del patrón de supervivencia de rasgos populistas

atemperados que signan claramente las gestiones de Alfonsín y Kirchner. Por

motivos diversos, la ausencia de toda frontera política cierta, un mayor énfasis

en los aspectos liberales y la crítica republicana, la continuidad misma que se

esbozó con sus predecesores en el mantenimiento de una idea de orden como la

estabilidad, la breve y fallida experiencia de la Alianza tampoco puede

inscribirse en dicho patrón que aparece como marca significativa de la

democracia argentina.

la despersonalización del campo adversario juega también un papel central en la disolución del propio involucramiento en silencios y complicidades del pasado: sea ésta la postura equívoca de distintos dirigentes radicales y peronistas durante la represión, o bien, la participación de diversos personajes del elenco hoy gobernante en la gestión menemista.

4. Palabras finales

A lo largo de este trabajo hemos intentado rastrear la especificidad del

populismo como un mecanismo específico de gestión de la tensión entre la

afirmación de la propia identidad diferencial y la pretensión de una

representación hegemónica de la sociedad. Hemos visto que la alternativa y

extrema inclusión/exclusión del adversario político del propio campo que el

populismo aspira a representar es la forma específica que dicho mecanismo

asume en las experiencias yrigoyenista y peronista. El fundacionalismo y el

hegemonismo aparecían así como las marcas más recurrentes que atravesaban a

las principales identidades políticas argentinas. La constante redefinición del

propio demos legítimo introducía así un factor de crónica inestabilidad que

erosionaba las posibilidades de institucionalización del pluralismo político.

El colapso de la matriz populista en los años 70 supuso también la

erosión de aquellos elementos que más disruptivos se habían demostrado para

el establecimiento de un régimen institucional estable. Es el nuevo

posicionamiento de los derechos civiles en la experiencia de 1983 el que abre

camino a una institucionalización del pluralismo, el elemento que había

resultado más esquivo en la tradición democrática argentina.

Pese a ello, el análisis de las más de dos décadas de vida democrática nos

revela una imbricación entre elementos provenientes de la matriz populista y

elementos democrático liberales. Si el hegemonismo ha menguado en la vida

política argentina, un crónico refundacionalismo sigue siendo su marca

distintiva. Un verdadero juego de solapamientos entre la democracia liberal y la

democracia populista es el que tal vez mejor describe el proceso iniciado en

1983.

En una sociedad fragmentada y polarizada, menguada en sus derechos y

donde la larga agonía de aquella sociedad integrada que signó las experiencias

populistas ha devenido en muy desiguales accesos a las diferentes esferas de la

ciudadanía por parte de los distintos sectores de la población, este proceso está

lejos de ser novedoso. Las expectativas de una nueva inclusión en una

comunidad reparadora de derechos conculcados abre las puertas a incesantes

ensayos fundacionalistas que muchas veces no son sino la expresión de las

tensiones mismas de la relación entre el liberalismo y la democracia, entre la

limitación del poder y la consecución de un principio de igualdad en el Estado.

La tradición populista es, con sus inherentes limitaciones, la principal tradición

democrática que ha tenido la Argentina y algunos de sus elementos seguirán

presentes allí donde surja un reclamo de inclusión comunitaria.

No hay política sin hegemonía. La constitución de solidaridades políticas

es en sí misma un producto de articulaciones hegemónicas, de negociación de

equivalencias que son inherentes a la vertebración de cualquier identidad

política26. Como hemos dicho, esa forma particular de la hegemonía que

buscaba una representación monista y unitaria de la comunidad política y que

llamamos hegemonismo ha retrocedido en la vida pública argentina al punto de

hacer posible en los últimos veintidós años una instauración del pluralismo sin

precedentes desde la ampliación de los derechos políticos y sociales. Ahora

bien, el recurrente fundacionalismo supone claramente en sí mismo un exceso

no de hegemonía, que es la lógica misma de constitución de lo social, pero si de

una articulación hegemónica concreta, del desarrollo de una cadena de

equivalencias. En este sentido, la política argentina de las últimas dos décadas

ha estado altamente sobredeterminada por los antagonismos inherentes a la

construcción de distintas fronteras, en 1983, en 1989 y en 2003 como sutura de la

crisis iniciada a fines de 2001. De allí que la política argentina tome más

recurrentemente la forma de una especialidad popular27, esto es la existencia de

alineamientos paratácticos que dicotomizan el campo político

sobredeterminándolo, que la de una especialidad democrático pluralista, que se

26 Toda articulación hegemónica supone la operación de dos lógicas: una lógica de la equivalencia, que es una lógica de la simplificación del espacio político, por ejemplo la transformación de dos identidades preexistentes que a expensas de su propia literalidad subvierten su diferencialidad inicial, y, una lógica de la diferencia, que es una lógica de la expansión y la complejización del espacio político (Laclau y Mouffe, 1987: 157 y ss). 27 Sobre la distinción entre posición popular de sujeto y posición democrática de sujeto ver Laclau y Mouffe (1987:152).

caracteriza por la proliferación de conflictos que tienden a autonomizarse de

cualquier lógica sobredeterminante.

Ese exceso inherente al cíclico fundacionalismo parece una marca

destinada a perdurar en la vida política argentina. Si de una parte es un

elemento que altera la continuidad esperable de un régimen estable, de otra se

ha revelado como un factor imprescindible para asegurar el mantenimiento en

el poder de las distintas administraciones a través de su potencialidad a la hora

de construir apoyos sociales. Pero el fundacionalismo es también un recurso de

réditos decrecientes toda vez que las expectativas generadas por el trazado de

una frontera respecto del pasado no alcanzan una mínima satisfacción.

Paradójicamente aquel elemento que perturba la estabilidad y parece ser

un obstáculo para el desarrollo pleno de una institucionalidad estable se ha

revelado una y otra vez como un factor necesario para la supervivencia misma

de esas instituciones. El signo pues de este derrotero no es sino el de un pasado

transfigurado que continúa habitando el presente como su condición de

imposibilidad, pero también como su condición de posibilidad.

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