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LOS REYES INFIELES - Sole, Jose Maria

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LOS REYES INFIELES

AMANTES Y BASTARDOS: DE LOS REYES CATÓLICOS

A ALFONSO XIII

LOS REYES INFIELES

AMANTES Y BASTARDOS: DE LOS

REYES CATÓLICOS A ALFONSO XIII

José María Solé

Primera edición: septiembre de 2005

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copy-right, bajo lassanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método oprocedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplaresde ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© José María Solé Mariño, 2005

© La Esfera de los Libros, S.L., 2005

Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos

28002 Madrid

Teléf.: 91 296 02 00 • Fax: 91 296 02 06

Pág. web: www.esferalibros.com

Diseño de cubierta:Tasmanias

Ilustración de cubierta:

Ilustraciones de interior:AISA,Archivo Arlanza y colección particular de don Leandro Alfonso deBorbón.

ISBN eBook: 978-84-9970-204-9

Depósito legal: M. 29.610-2005

Fotomecánica: Star-Color

Impresión: Cofás

Encuadernación: Méndez

Impreso en España- Printed in Spain Índice

XVIII.

ISABEL, LA PERFECTA CASADA .....................................

13

Fernando, un marido ideal .......................................

19

XVIII.

JUANA Y FELIPE, AMAR HASTA LA LOCURA ..................

25

La sombra de una duda ............................................

30

XVIII.

CASI UN INCESTO .....................................................

35

XVIV

CARLOS V, EL FIEL EMPERADOR ..................................

39

La perfecta bastarda ..................................................

39

Los disfrutes de un joven monarca ............................

42

Una novela de amor .................................................

44

¿Amores de santo? ...................................................

46

Una indeseable oportunista ......................................

51

XVIV.

FELIPE II, EL REY SIN PASIONES ...................................

59

La amante emparedada .............................................

63

Tía y sobrino ...........................................................

65

Legítimo, pero inaceptable .......................................

69

Amores de ópera ......................................................

75

Modelo de bastardos ................................................

80

8

Los reyes infieles

Las correrías de un burlador .....................................

85

Cuarta y última ........................................................

86

Baile de intrigantes ..................................................

90

La bastarda del bastardo ............................................

97

XVVI.

FELIPE IV, EL REY PLANETA ......................................

103

De muertes abreviadas .............................................

103

Crápulas de altos vuelos ...........................................

106

Un ambiguo burlador ..............................................

112

Amores sobre la escena ............................................

116

Las delicias del Buen Retiro .....................................

120

Demonios en el convento ........................................

122

El rey y su monja .....................................................

127

XIVII.

EL DUENDE DE PALACIO ............................................

131

Un duende corre por palacio ...................................

131

El otro gran bastardo ................................................

133

Un patético remate ..................................................

136

XVIII.

FELIPE V. REINAR DESDE EL LECHO ...........................

143

Del «Animoso» al «Melancólico» ..............................

143

El esclavo de su esposa .............................................

148

VIIIX.

LUIS I. UN PARÉNTESIS MUY MOVIDO ........................

153

El reino de las ambigüedades ....................................

156

VIIIX.

FERNANDOY BÁRBARA, EN SU ORONDA TRANQUILIDAD. 163

Pompas y rapiñas .....................................................

167

Índice

9

VIIXI.

CARLOS III, EL INTRANSIGENTE SOLITARIO ................

171

El pícaro narigudo ...................................................

177

VIXII.

LA FAMILIA DE CARLOS IV, DESGARRO GOYESCO ..........

185

Todo el mundo lo sabía... .........................................

191

Secretos de familia ...................................................

195

VXIII.

JOSÉ I. AMORES EN GUERRA .....................................

199

IIXIV.

FERNANDO VII. LOS PLACERES DE UN INFAME ............

207

Bastardos anónimos ..................................................

210

Esposas y mancebas ..................................................

214

A la cuarta, la vencida ..............................................

217

IIIXV.

FARSA Y LICENCIA DE ISABEL II ..................................

221

Desfile de amantes ...................................................

226

Hijos de todos .........................................................

231

Genio y figura .........................................................

238

IIXVI.

EL CABALLERO AMADEO ............................................

243

Amores y dineros .....................................................

247

IXVII.

ALFONSO XII. ROMANTICISMO FATAL .......................

253

«El Ángel» y «La Favorita» ...................................

258

Un real apaño ..........................................................

265

Virtudes y venganzas ................................................

269

10

Los reyes infieles

XVIII.

LA ANSIOSA BÚSQUEDA DE ALFONSO XIII ..................

275

Historia de un desencuentro ....................................

280

Las dos familias ........................................................

284

Por ley, hijo de rey ...................................................

291

Epílogo. MODERACIÓN SIN BRILLOS ........................................

295

Referencias de ilustraciones ....................................................

297

¿Están hechos los príncipes de la misma carne que los humanos?

Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon (1675-1755)

I

ISABEL I, LA PERFECTA CASADA

ESCASAALEGRÍA de esponsales había,un desapacible 19 de octubre de 1469, en el palaciovallisoletano de don Juan de Vivero. Con una muy reducida presencia de nobles y prelados de segundafila, se celebraba el matrimonio de la princesa Isabel de Castilla y el príncipe Fernando de Aragón. Ellatenía dieciocho años; él, uno menos. La sombra de toda una compleja maraña de intereses se cernía sobrelo que era presentado como una unión por amor. Siguiendo la tradición, la consumación efectiva delmatrimonio tuvo sus obligados testigos presentes y, a la mañana siguiente, ante el regocijo de losdesocupados que merodeaban por las calles, desde el balcón de la alcoba nupcial fue mostrada la sábanaensangrentada, como demostración del cumplimiento por parte de Fernando de su primera obligaciónmarital.

Como el de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, nunca un matrimonio principesco que iba a ser tanmitificado —para ensalzar-lo hasta el más absurdo paroxismo o para condenarlo a unos infiernosasimismo injustificados— había estado rodeado de más irregularidades. Pieza deseada por la conjuntaavidez de Juan II de Aragón y de su hijo Fernando, en quien despuntaban todas sus futuras capacidadespolí-

ticas, la joven y calculadora Isabel se dejó llevar desde la inicial aceptación de los planes que para ellatenía su hermano, el rey Enrique IV, hasta la agradecida aceptación de las propuestas de más allá delEbro.

Antes, se habían ido frustrando por diversas causas otras opciones matrimoniales.

Por mucho adorno que se le quisiera poner, aquel matrimonio era fruto de una realidad política y nadatenía que ver con el aporte amo-14

Los reyes infieles

roso con que lo adornaron los ditirambos de los poetas áulicos, que en gran cantidad pululaban enaquella Corte andariega por las tierras de Castilla. Para su casamiento, Fernando e Isabel precisaban

contar con el expreso consentimiento de Enrique, que cada vez se fiaba menos de su hermana, a la queveía útil instrumento en manos de sus enemigos, decididos a apartar de la sucesión a la legítima heredera,la infanta Juana.

Una boda sin aquella autorización era nula y los interesados en realizar la operación no querían caer ental riesgo.

Otra complicación que no era en absoluto pequeña se venía a unir al asunto. El próximo grado deconsanguinidad entre los novios exigía de una dispensa papal. Pero aquí toparon con la negativa del papaPaulo II, que no se avino a razones al considerar que algo debía significar la no aceptación de Enrique deCastilla, jefe de la Casa Real. Así las cosas, quienes estaban ya preparando con decisión el granentramado de la unidad de las dos Coronas decidieron tirar por la calle de enmedio y presentaron alpontífice una carta en la que supuestamente Enrique solicitaba del papa la dispensa. La misiva acababacon una burda falsi-ficación de la firma del rey.

Nuevamente el papa, cabe suponer que irritado, denegó el permiso e incluso rechazó una tercera petición.Estaba claro que aquellos jóvenes príncipes disponían de un fuerte impulso en los ámbitos que lesapoyaban, dado que siguieron recurriendo a medios que, aparte de su valoración eclesiástica, llegaban acaer en el mismo delito civil.

Decididos a terminar con tan enojosa cuestión, se falsificó una dispensa papal emitida algunos años antespara otras personas. Otro burdo enga-

ño, que únicamente sirvió para enojar todavía más al pontífice, que sin más decretó la excomunión de losque serían conocidos como Reyes Católicos, supuestamente los más firmes defensores de la fe y de lasins-tituciones de la Iglesia.

La joven pero poco deseable Isabel no estaba dispuesta a dejar esca-par a aquel atractivo joven, quedejaba adivinar un evidente temperamento sensual. Así, después de la casi vergonzante ceremonia, Isabely Fernando pasaron a vivir a partir de entonces en situación de abierto concubinato, al ser ilegal sumatrimonio. Situación que se prolongó a lo largo de tres años, vio el nacimiento de su primogénita Isabely volvieron a ver denegada en tres ocasiones más la petición de dispensa Isabel I, la perfecta casada

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papal. Sobre ello, la tan pía Isabel no tenía inconveniente en afirmar que tenía «saneada» su conciencia.

Era evidente que Paulo II se había tomado la irritante cuestión como algo personal, pero en este asunto,como en muchos otros de sus vidas, la fortuna vino en su ayuda con la muerte del papa y su sustituciónpor Sixto IV, dócil personaje en manos de Rodrigo Borja, que sería el futuro pontífice Alejandro VI yfundador de la célebre y oscura saga de los Borgia y que, por el momento, era legado pontificio paraCastilla. La manipulación era su fuerte y consiguió para la pareja la normalización de su situacióneclesiástica. Asegurando a Enrique que ambos habían reconocido a Juana como heredera, consiguió deldébil monarca el permiso para el matrimonio; con él, la bula de Roma ya no era más que un siguiente yfácil paso.Todos los implicados acabaron beneficiándose de tan vidrioso asunto. El arzobispo Mendoza,que actuó como hábil intermediario, se ganó un capelo cardenalicio; Rodrigo Borja, por su parte, sellevaba a Italia dos barcos rebosantes de riquezas y la promesa —luego adecuadamente cumplida— de laconcesión del ducado de Gandía para su primogénito.

Así las cosas, aquella pareja de inteligentes oportunistas se dedicó ante todo a romper sus promesas defidelidad al rey legítimo y sumie-ron a Castilla en destructora guerra civil a lo largo de los siguientesaños. Isabel se había formado en un medio familiar nada fácil, con una madre desequilibrada y un padre—Juan II— siempre ausente e interesado por cuestiones muy alejadas de los hijos. Ello la había dotadode un férreo carácter que era capaz de blindarla frente a los efectos de cualquier hecho exteriorincontrolado. Inteligente y capaz, podía perfectamente disimular sentimientos y penas, como demostraríaen sus relaciones conyugales con Fernando. Dejar traslucir su pensamiento le parecía absolutamenteinaceptable.

Hay más que suficientes testimonios de toda clase que hablan de su gran capacidad de combinarseveridad y dulzura, comprensión y despiadada dureza, siempre viéndolo todo desde la cúspide, imbuidahasta lo más hondo de la dignidad y el prestigio de su papel de reina. Una extrema rigidez queconservaría hasta el día de su muerte y que, sin duda, era en gran medida fruto de la clara conciencia deser una usurpadora sentada en un trono que en realidad no le corres-16

Los reyes infieles

pondía y que había obtenido por la fuerza de las armas y la compra de voluntades.

Podría decirse que, en este sentido, Fernando se situaba en el extremo opuesto de su esposa. En primerlugar, él llegó a ser monarca de la Corona de Aragón por legítimo derecho de nacimiento y ello le hacíatratar las cosas de una forma mucho más relajada. No tenía que estar continuamente justificandonada.Astuto, sagaz e inteligente posibilista, contando con un físico bastante atractivo y un carácterabierto, se convertiría en el perfecto prototipo del político europeo del Renacimiento, tal como le veíauna opinión tan autorizada como la del mismo Maquiavelo, que le erigió en El Príncipe como modelopara gobernantes en aquella brillante Europa renacentista.

Las piezas estaban dadas y el juego, iniciado. Con toda una sucesión de hijos, jalonada por las directastareas de gobierno, la pareja real parecía cumplir a la perfección los esquemas más tradicionales delgénero.

Ella, llegada al matrimonio libre de pasado, parca, austera, aparentemente sin defecto reseñable alguno,solamente preocupada por el cumplimiento de sus múltiples deberes: religiosos, maternales, políticos...Él, dado a los disfrutes cotidianos que su condición le regalaba, nunca había tenido inconveniente algunoen compaginar sus obligaciones políticas y sus preferencias privadas.

Fernando tuvo cuatro hijos fuera de su matrimonio, fruto de esporádicas relaciones con mujeres de lasque, si bien se conoce el nombre, en ningún caso tuvieron papel alguno en su vida, más que en elmomento del encuentro físico que lanzó a aquellos niños al mundo. Niños que tuvieron unos destinos biendiferentes.A mediados del año 1469, mientras los correspondientes representantes estaban tratando bajocuerda las condiciones de su matrimonio con la lejana infanta castellana, el joven Fernando, de diecisieteaños, alegraba en la localidad leridana de Cervera sus esperas con una Aldonza, hija de una pareja decierta alcurnia local, la formada por don Pedro Roig y doña Aldonza de Ivorra.

Sin que los padres lo supiesen o contando con su silenciosa complacencia, el príncipe, en capilla dematrimoniar, entregó a esta muchacha, tres años mayor que él, todo su frescor sin estrenar.

Como en muchos casos parecidos, él no puso más que pasión juve-nil y abierta ansia de sexo. Ella, por

motivos que debían ser variados, Isabel I, la perfecta casada

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hizo una entrega de mayor enjundia, que se manifestó cuando, al cabo de los correspondientes meses, leanunció jubilosa el nacimiento de un Alonso, fruto de aquellos breves encuentros. Conocida la noticia yen todo especialmente sobrio, el recién casado le ordenó que se trasladase con el niño a Zaragoza, dondeambos serían tratados en la forma debida. Fernando comunicó a su padre el rey la noticia de estenacimiento pero —lo que parece muy lógico— a su flamante esposa no le comentó nada. Aunque elasunto no iba a quedar ahí y, en el verano de 1474, Fernando reconocía a Alonso como bastardo suyo, loque le permitía portar el nombre de Alonso de Aragón. La reina de Castilla se enteró entonces de todopero, siguiendo su costumbre, decidió sufrir en silencio y entregarse a sus consoladores rezos. Con todo,algunos testimonios existen de una breve conversación habida entre los dos en los salones del alcázarsegoviano, con griterío e incluso alguna bofetada, para terminar en cálidos sollozos adecuadamentesofocados.

Mientras, Isabel cumplía adecuadamente con todos sus deberes.

Enamorada de su esposo, ofrecía la imagen que de ella se esperaba, como escribía un untuoso cronista:

Fue muy buena casada, celosa de su casa […], dio de sí muy buen ejemplo […], que durante el tiempo dematrimonio y reinar, nunca hubo en su corte otros privados en quienes pusiese el amor, sino ella del Reyy el Rey de ella...

Todo muy bonito y muy respetable tan absoluta fidelidad. Una fidelidad que, por otra parte, sepreocupaba Isabel mucho de poner de manifiesto, como cuando, en ausencia de él de la Corte, abría elbaile emparejada con alguna linajuda dama, para que se viese bien que no admitía el menor trato físicocon un caballero que no fuese su Fernando.

Demostrando que ni siquiera sus posibles torturas íntimas anulaban su sentido de la dignidad que lamonarquía representaba, cuando alguien la criticó suavemente por el hecho de que se preocupase por lacrianza y educación de este pequeño Alonso, ella afirmó, altanera: «Es hijo de mi augusto esposo y, porconsiguiente, debe ser educado conforme a tan noble origen...»

De nuevo iban a ser las tierras de la Cataluña interior, en este caso las de Tárrega, escenario de otrobreve episodio erótico del rey que 18

Los reyes infieles

tendría sus consecuencias. Él volvía pletórico después de haber obtenido en la batalla de Perpiñán eldominio de la Cerdaña y el Rosellón, que la Corona catalanoaragonesa consideraba propios. Fue bajoaquella euforia y de regreso a casa, en el invierno de 1472-1473, cuando se relacionó con Joana Nicolau,hija de un modesto oficial viudo. Parece que solamente se acordó de aquel momento cuando fueinformado del nacimiento de una niña, bautizada con el nombre de Juana. Lo que sí se sabe es que Isabel,debidamente informada por fieles servidores, supo mantener ante la noticia su ya conocida entereza, perose llegó a afirmar también que impuso la bien conocida venganza femenina de negarse a cumplirfísicamente con su marido hasta que debió considerar pagado el pecado.

Cabe suponer que, unido a una estricta de este calibre y considerando la enorme diferencia de caracteres,el Católico debió tener bastantes historias privadas a lo largo de su vida. Para completar el panorama deesta excepcional pareja, otras dos bastardas han quedado para la Historia. Entre los años 1478 y 1483,dos niñas venían al mundo, producto de esporádicos encuentros sexuales de Fernando, como puede verse,poco aficionado a cualquier tipo de implicación emocional con ocasionales relaciones. En Vitoria nacíaMaría, hija de la vizcaína de visigótico nombre doña Toda de Larrea; muy lejos de allí, en la anchurosaExtremadura, otra María nacía de una dama portuguesa de apellido Pereira. La diplomacia y las guerrasllevaban continuamente al rey hasta territorios muy alejados entre sí, en los que no parecía tenerinconveniente alguno en buscarse solaz y compañía. La celosa Isabel naturalmente no podía imaginar queFernando le guardase fidelidad y, como sucede con los celosos a niveles enfermizos, como era su caso,con toda seguridad estaba puntualmente informada de cualquier nuevo trato o relación femenina de él. Elproblema estallaba, sin embargo, de la forma más violenta cuando había noticia de los resultados deaquellos encuentros.

Entonces, incluso los más dóciles cronistas no pueden por menos que hablar de violentas discusionesentre la pareja, en algunas ocasiones haciéndolo incluso en presencia de los hijos. La reina,obsesivamente preocupada por la educación de los infantes, en realidad estaba contraviniendo todas lasnormas que hablan de separar a los hijos de Isabel I, la perfecta casada

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los problemas entre los padres. Pero ella se consideraba perfecta y debía pensar que tenía derecho atodo. Isabel estaba decidida a anular cualquier posible interés de Fernando por otra mujer y, con ese fin,había tomado la decisión de llenar la Corte de correosas damas que no ofre-ciesen el menor peligro paralo que consideraba la estabilidad de su matrimonio.

Como una arpía, vigilaba con el más absoluto descaro todo cruce de miradas que se estableciese entreFernando y cualquier mujer que fuese introducida en palacio. A la más mínima sospecha, incluso si erainjustificada, la potencial pecadora era arrojada sin más de allí.Y que no le hablasen a la Reina Católicade escrúpulos cuando se trataba de solucionar cualquier problema que se le presentase. Pero eran muylargas las separaciones entre ellos y todo daba lugar a cualquier tipo de sospechas. Con un Fernandoalejado y dedicado a actividades de todo tipo, ella llegaría a pedir la intervención de su confesor, frayHernando de Talavera, que recomendó al escapista marido «ser mucho más entero en el amor yacatamiento que a la excelente y muy digna compa-

ñera es debido». Conociendo bien a su rey, el sagaz fraile terminaba aconsejándole, no sin cierta dosis decómplice cinismo, que estuviera

«muy medido en todos los juegos y pasatiempos», y no debía referirse ciertamente a las cartas y a lacaza, que también ocupaban mucho de su tiempo.

Fernando, un marido ideal

La posterior historia de estos niños y de sus madres, que por una vez habían tocado el cielo con la puntade los dedos en brazos de Fernando, es variada y presenta enormes diferencias en cada caso. La primera,Aldonza Roig, fue casada apresuradamente por sus padres, angustiados por lavar su honor puesto enentredicho con el nacimiento del niño, con un hombre vulgar natural de Lérida, que seguramente debiócobrar una sustanciosa cantidad por prestarse a tal operación.

Anulado pronto tal matrimonio por acuerdo mutuo, que declaraba que el consentimiento para el mismohabía estado viciado, a los dos años ella volvió a casarse. Pero en este caso, la cosa era muy diferente,ya que 20

Los reyes infieles

lo hizo con absoluta libertad y con la persona que había elegido, que era un pequeño noble que tuvo labuena ocurrencia de morir muy pronto, dejándola en desahogada posición económica. El resto de su vidalo pasó Aldonza en retirada, tranquila y respetable viudez, manteniendo siempre unas fluidas y cordialesrelaciones con su hijo, lanzado a otras metas por la decisión de su padre.

En efecto, el destino de Alonso no podía presentar mejores auspicios.

A los nueve años, su abuelo, el rey aragonés Juan II le convirtió nada menos que en jovencísimoarzobispo de Zaragoza, silla episcopal en la que pasaba a sustituir a su tío Juan. Una decisión delmonarca que le valió una dura fricción con el papa Sixto IV, interesado en promocionar para el cargo aun protegido suyo que, en definitiva, acabó perdiendo en el pulso entablado. De cualquier manera, no eracuestión de indisponerse abiertamente con el pontífice y, hasta que cumplió los veinticinco años, Alonsosólo figuró nominalmente como administrador apostólico de tan rentable diócesis. Siempre estuvo muypróximo a su padre, que se preocupó especialmente de su educación, consiguiendo hacer de él un hombreculto, un humanista arquetípico de su época, estrechamente relacionado con los hombres del saberhispanos e italianos.

Tal interesante personaje terminaría su experiencia zaragozana para convertirse sucesivamente enarzobispo de la siciliana Monreale y, a continuación, de una Valencia que vivía sus más esplendorososmomentos culturales. La profunda confianza que Fernando tenía en sus capacidades le llevó a entregarleen varias ocasiones los cargos de lugarte-niente del Reino y de la Corona Catalanoaragonesa. En sumismo testamento, el Rey Católico demostraba su aprecio por él y le nombró gobernador del Reino deAragón durante las ausencias del país de un Carlos de Gante que todavía no había puesto pie en laPenínsula.

Un hecho que no fue bien aceptado por los aragoneses, que se nega-ron a que prestase el preceptivojuramento y únicamente le permitieron utilizar el título de curador.

Sobre este personaje tan especial, correría luego una historia referida a la voluntad de Fernando dedesmarcarse de la frágil unidad personal que había establecido con Castilla y dejar su trono aragonés aeste hijo, el único varón que tenía, cuando se produjeron sus enfrentamientos con su rapaz yerno Felipe elHermoso. Incluso se llegó a hablar de ges-Isabel I, la perfecta casada

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tiones ante el romano pontífice para devolver a Alonso al estado seglar, lo que le hacía más aceptablecomo rey. En cualquier caso, quedaba el dato de que el flamante arzobispo solamente había celebradouna misa en su vida, concretamente a los dieciséis años, hay que suponer que para hacer méritos ante suspoderosos valedores. Se decía también que toda esta gestión habría fracasado a causa de las presionesejercidas sobre el papa por Felipe el Hermoso, que veía peligrar su posición, y por su propio padre, elemperador Maximiliano, que no había casado a su hijo con la heredera de Castilla, la inestable Juana,para admitir tranquilamente que la presencia de un bastardo viniese a modificar sus planes.

De cualquier manera, Alonso de Aragón no dejó de mantener una vida regalada y, de una estable relacióncon la dama llamada Ana de Gurrea, de noble linaje, a lo largo de los años se vio siendo padre de sietehijos.Y, para comprobar el profundo sentimiento familiar que les unía a todos, hay que decir que dos desus retoños —Juan y Fernando—

fueron los sucesivos sucesores de su padre en el arzobispado zaragoza-no. Patriarca feliz, Alonso moríaen la localidad de Lécera llegado el año 1520.

Isabel trataba de compensar en la medida en que podía los disgustos conyugales que le proporcionaba sufogoso marido. Totalmente obsesionada por el mantenimiento visible de la dignidad real mediante uncomplejo ceremonial cortesano, en su vida ordinaria era persona parca y ahorradora, incluso con lacomida. Bonita leyenda existe que afirma que ella misma cosía las camisas de su marido. Camisas queella sabía bien caían de cualquier forma al suelo cuando él se entregaba a sus distracciones con mujeresque no le exigían más que un contacto físico.Y, mientras tanto, iban viniendo los hijos: Isabel, Juan,Juana, María y Catalina.

La historia de Juana, venida al mundo tras las jornadas de Tárrega con Joana Nicolau, pletórico el jovenpríncipe de veinte años descan-sando victorioso entre campos de olivos, tras los éxitos obtenidos al otrolado de los Pirineos, también vale la pena. Siguiendo su costumbre, tras aquel encuentro, en el inviernode 1472-1473, Fernando marchó a la Corte y lo olvidó, hasta que le llegó noticia del nacimiento de laniña producto del mismo. Como en ocasiones anteriores, la reina fue debidamente informada y, tras elenfrentamiento a gritos que debió 22

Los reyes infieles

producirse entre ambos, decidió negarse una vez más como venganza al cumplimiento del débitomatrimonial. Quizá a Fernando eso no debió importarle demasiado, ya que debía tener alternativas másdivertidas. Pero Isabel quedaría, una vez más y asesorada por sus consejeros religiosos, convencida deque había salvado su imagen de esposa y de reina.

Fernando no se despreocupó en absoluto de la niña y en su primer testamento, del verano de 1475 y enplena guerra civil castellana, la venía a favorecer económicamente para posibilitar su crianza yeducación. Un episodio en verdad curioso está referido a esta muchacha cuando su padre, lanzado comoestaba a una política de alianzas matrimoniales de sus hijos con príncipes y princesas europeos, trató decasarla, ya con dieciséis años, con el heredero al trono de Escocia. Ningún partido mejor hubieranpodido esperar en aquel marginal y pobre reino, siempre enfrentado a la vecina y expansiva Inglaterra.Pero aquí fallaron los procedimientos y todo acabó yéndose al traste. Al hacer el ofrecimiento dematrimonio habían presentado a la muchacha como una hija legítima habida en matrimonio secreto delrey. Pero los escoceses no tardaron en enterarse de la verdad y, ofendidos al haber sido víctimas detamaño engaño, rompieron indignados las negociaciones.

Con todo, Juana tuvo un destino muy favorable. Fracasada la operación escocesa, su padre la casó con ungran señor, don Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías y gran condestable de Castilla, que fuequien hizo construir en Burgos ese magnífico palacio renacentista que es la Casa del Cordón, hoy piezafundamental del patrimonio artístico de la ciudad. Hasta el fin de la vida de su madre, Juana mantendríatambién una buena relación con ella, quien jamás volvió a encontrarse con Fernando.

Las otras hijas, las dos Marías, nacidas entre los años 1478 y 1483, en tan dispares lugares como Álava y

Extremadura, tuvieron un destino absolutamente distinto, pero perfectamente acorde con lo que esperabaa las hijas nacidas fuera de matrimonio real. Las dos profesaron en el convento de las monjas agustinasde Santa Clara, en Madrigal de las Altas Torres. Nunca sabrían quién era su padre y su misma existenciafue objeto de tal grado de encubrimiento que parece que incluso la propia reina jamás supo de suexistencia. La mayor ocupó el puesto Isabel I, la perfecta casada

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de priora, mientras que la menor ejercía de vicaria.Todo parecía conforme, pero en este caso, elaparentemente crápula y disoluto Fernando volvió a demostrar verdaderos sentimientos paternales.Muerto el niño que tuvo con Germana de Foix, los escrúpulos le atenazaron hasta el punto de pedir alpapa un breve de legitimación. Le pesaba en la conciencia la posibilidad de que su condición deevidentes bastardas les causase algún sinsabor moral.Así fue como conocieron sus orígenes, al tiempoque entraban en la posesión de su nueva situación legal, que mucho debió de sorprenderles, dado que estácomprobado que sus respectivas madres habían respetado celosamente el secreto acordado. Sinabandonar su condición monjil, murieron sucesivamente las dos Marías en 1530 y en 1548.

Los años de madurez de Fernando e Isabel nunca estuvieron libres de tensiones debido al temperamentode él y a los enfermizos celos de ella. Isabel nunca había sido una mujer atractiva y el paso de los añoshabía impreso además sobre su físico y expresión toda la rigidez y la agriedad que habían idopenetrándola. Fernando, por el contrario, mantuvo durante largo tiempo su atractivo erótico, que tanbuenos resultados le proporcionaba. La reina, cuando quería, también sabía dar lecciones de tolerancia,como sucedía cuando recibía a los tres hijos que su querido cardenal Mendoza, elemento que resultófundamental a lo largo de todo este reinado, había tenido con destacadas damas de la corte. Haciendoalarde de tolerancia, Isabel les llamaba, con un sentido del humor del que realmente carecía, «los bellospecados del cardenal». Por real orden, Isabel legitimó a esta descendencia y llegó a obtener del papaSixto IV la autorización para que el cardenal pudiesen testar y crear pingües mayorazgos en su favor.

Por cierto que el «pecado primogénito», de nombre Rodrigo, tuvo también un magnífico destino debastardo, si no real sí eclesiástico.

Cuando casó con doña Leonor de la Cerda y Aragón, nieta del príncipe de Viana, los Reyes Católicosfueron sus padrinos de boda y le obsequiaron con un marquesado.

Isabel, con el paso de los años, iba convirtiéndose en una figura paté-

tica, que mantenía una extrema dureza en los asuntos públicos pero que moralmente estaba agotada porlas sucesivas muertes de sus hijos y el progresivo alejamiento de su marido. Con la imagen de una amo-24

Los reyes infieles

jamada monja que escondía rígidos hábitos de estameña bajo sus ropajes negros, resultaba difícil creerlos rumores que hablaban de alguna especie de interés nacido en el pasado entre ella y el Gran Capitán.

Algo que para muchos, que daban crédito a ellos, podría explicar las malas relaciones que aquel grangeneral mantuvo siempre con Fernando.

Un benévolo cronista de la época anotaba acerca de Fernando:

«Amaba mucho a la Reina, su mujer, pero dábase a otras mujeres...» Y

seguiría «dándose» durante mucho tiempo, a través de esporádicas relaciones, que su estado de viudez,entre la muerte de Isabel —en noviembre de 1504— y su nuevo matrimonio con la joven princesafrancesa Germana de Foix no hizo más que aumentar. Su buen cuidado tenía el rey en mantener susvigores íntimos con la persistente ingesta de criadillas de toro, a las que las creencias de la épocaatribuían importantes efectos afrodisíacos. Cuando murió y refiriéndose a estos aspectos privados de losprotagonistas de tan trascendental reinado, otro cronista podía escribir:

[…] estos pecados, más de hombre que de rey, que tanto suelen turbar la serenidad de los reyes y la pazpública de los palacios y los reinos, estuvieron tan lejos de causar embarazos en el gobierno, que niaquellas mujeres fueran hoy conocidas, sino por sus hijos, ni éstos ni aqué-

llas pudieron alterar a la república...

Con Germana de Foix nos volveremos a encontrar más adelante.

II

JUANA Y FELIPE, AMAR HASTA LA LOCURA

LATAN PARTICULAR historia de la pareja formada por Felipe de Austria y Juana de Castilla, queimpuso en los tronos de España a la dinastía Habsburgo, constituye un verdadero melodrama donde nofalta apenas uno solo de los necesarios ingredientes. Se produjo entre ellos el esperable desencuentro depareja, característico de muchos matrimonios pactados, pero en este caso el asunto alcanzó niveles dealto voltaje. Los problemas mentales de Juana recuperaron las peores formas de los que habían mostradovarios de sus antepasados, mientras que las escapadas extramatrimoniales de Felipe también tuvieron uncarácter menos discreto que las de su señor suegro.Además habría otra diferencia entre los dos casos: side Fernando quedaban nombres de ocasionales amantes e hijos bastardos como pruebas conocidas deestas actuaciones, sobre las de Felipe únicamente se ha impuesto el anonimato.

La infanta había sido educada en las estrechas rigideces de la Corte castellana, en la que al calor delpensamiento de la reina Isabel se imponían todos los principios de la moral y la religión.Algo que tantoJuana como todas sus hermanas vivieron en sus carnes y que gozosamente debieron dejar atrás cuandopartieron a sus respectivos destinos maritales en Portugal y en Inglaterra, aunque no pueda decirse que eldestino de todas ellas fuese en absoluto envidiable. Para Juana, Flandes parecía presentarse como elprometedor escenario de una nueva vida. Así, a principios de 1496, los Reyes Católicos hacían unafuerte apuesta en su política de enlaces matrimoniales sobre los que basar alianzas polí-

ticas y se celebraron dobles bodas entre dos parejas de hermanos: Juan, 26

Los reyes infieles

heredero de Castilla y Aragón casaba con Margarita, hija del emperador Maximiliano I; su hermanaJuana lo hacía con Felipe, hermano de Margarita.Tenía Juana dieciséis años y Felipe, uno más.

De hecho, los inicios de la relación mostraban todas las papeletas de buen augurio para ellos y, porsupuesto, nada podía hacer pensar en la dramática sucesión de hechos que iba a desencadenarse en susvidas.

Existen testimonios de que cuando tuvo lugar la primera entrevista entre Juana y Felipe se produjo unapositiva tensión entre ambos. Ella tenía entonces un aspecto agradable y, quizá exagerando un poco,podría decirse que incluso algo atractivo. Él, que pasaría a la Historia con el injustificado sobrenombrede El Hermoso, que nunca ha quedado puesto en claro a quién se debe, era en realidad un individuo defísico bastante vulgar, con una dentadura completamente podrida a su edad, el labio inferior caído ymarcados mofletes flamencos. El hecho de que continuamente se le desencajase una de las rótulas, que élmismo volvía a colocarse en su sitio, podía añadir todavía menos encanto al conjunto.

Pero el hecho es que Juana, en cuanto lo vio, quedó fulminada de amor, quizá mirando las bellas manosde él, que es algo que ponderan los testigos de la época. Felipe tenía fama de ser un infatigable amante,con una larga lista de relaciones previas de lo más esporádico y Juana debía estar enterada de ello. Pero,como en tantos otros casos ha sucedido y sucede, ella debió de pensar que el lazo conyugal lograríareconducirle y la pobre ilusa se lanzó de lleno a tal tarea. Cuando se encontraron en ambiente cálido ycortés, Felipe se exaltó imaginando la posesión física de aquella ingenua muchacha e insistió en celebrarla boda cuanto antes para proceder a la plasmación práctica del matrimonio.

Hiciéronse así las cosas, pero desde el primer momento estaba claro que para Felipe, criado en un paísdonde reinaba una mayor libertad de costumbres y un príncipe podía en estos campos hacer lo que leviniera en gana, el respeto a la fidelidad conyugal no tenía importancia alguna.Ahora tenía una esposa,pero ello no iba a impedirle seguir con sus bien arraigadas costumbres anteriores.

Juana, en medio de un ambiente que no era el suyo, no se equivo-caba mucho cuando se considerabaignorada e incluso menospreciada por quienes la rodeaban. Cierto que muchos podían envidiarla porestar Juana y Felipe, amar hasta la locura 27

casada con quien era presentado como modelo de joven caballero de la época, que destacaba comobailarín, jinete, conversador de salón, practicante del juego de pelota... Pero también todos sabían ycomentaban las nada ocultas aventuras galantes de Felipe fuera de casa. Junto al progresivoenamoramiento de ella, lo más grave de todo. La inocente Juana había descubierto en brazos de aquelexperimentado semen-tal todas las inesperadas y jamás imaginadas delicias del sexo, a las que se habíaenganchado y a las que ahora no era capaz de renunciar y que, por supuesto, no estaba dispuesta acompartir con otras.

Así las cosas, el deterioro de la relación comenzó a afectarla en otros aspectos, con su débil menteocupada en otras cosas, se dejó llevar por el abandono de las prácticas religiosas, hasta el punto de que,informada de ello, su alarmada madre llegó a enviar a Flandes a un fraile de su confianza para comprobarlos hechos y conseguir remediarlos adecuadamente. Por el momento, Felipe era capaz de asegurarle aella su ración de sexo, sin tener que, paralelamente, renunciar a otras posibilidades. El sucesivonacimiento de los hijos era prueba de esta realidad, en la que se limitaban a cumplir lo que susrespectivas dinastías esperaban de ellos.

En la noche del 23 de febrero del año 1500, la embarazada por vez primera creyó sentir durante lacelebración de una fiesta en Gante un natural movimiento intestinal; a los pocos minutos, en el estrecho yapestoso espacio destinado a tan bajos menesteres, venía al mundo el futuro emperador Carlos V.

Pero la enjuta esposa peninsular no era capaz de apartar a su voraz marido de las posibilidades que leofrecían las generosidades carnales de las flamencas, que de forma tan gráfica iba a representar el geniodel gran Rubens. Cuando había desencuentros o se enteraba de alguna eventual infidelidad, que siemprelas buenas gentes le relataban con todo detalle, Juana no le montaba a Felipe las escenas que Isabel lehabía organizado en casos similares a Fernando. La hija tenía un carácter infinitamente más débil que lamadre y su reacción natural era presentarse pálida, quejosa y doliente ante el crápula. Ella no queríaentender que las cosas eran así y punto y que, en definitiva, estaba condenada a compartirlo con todas lasdemás que pudieran ir apareciendo. En su cerrazón, extremada por los problemas mentales que laaquejaban, unía a unos reiterados arrebatos de celos la angustia de la necesidad del sexo, 28

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en prestaciones que suplicaba a un Felipe cada vez más harto de ella.

La presión llegó a manifestarse en las cartas de él, donde la llamaba «La Terrible», por el acosopermanente y las exigencias eróticas a que le sometía.Todo un penoso tira y afloja que solamente servíapara fomentar el desequilibrio de ella y el desprecio de él. Cuando el personal español abandonóFlandes, Juana se sintió ya absolutamente sola y todas sus angustias se incrementaron todavía más.Y, paraterminar de encres-par más la cuestión, un perverso Felipe comenzó a vengarse de sus presiones,racionándole cada vez más el sexo, lo que acababa por enloquecer a la desgraciada.

La visita que hicieron a Castilla, a principios de 1502, con el fin de erigirla legalmente en heredera deltrono, una vez muerto su hermano Juan, no sirvió para nada en la deseada conducción de la relación de lapareja. Felipe no ocultaba el desprecio y desinterés que le merecían la patria de su esposa y sushabitantes e hizo todo lo posible por acelerar su regreso al norte. Embarazada por cuarta vez, del quesería futuro emperador Fernando, la abandonada Juana cayó en un absoluto hundimiento moral,obsesionándose con todo lo que su marido podía estar haciendo sin estar ella al lado. Su deterioro mentalalcanzó niveles tan preocupantes que el cardenal Cisneros aconsejó a la reina Isabel que la recluyese enel castillo de la Mota.

Allí tuvo lugar el dramático episodio de la noche que, en su más absoluta desesperación al verseimpedida de marchar para reunirse con su marido, pasó bajo la lluvia. Fueron treinta y seis horas a laintemperie, lo que para su madre venía a constituir un paso más en su particular viacrucis personal,jalonado por los desencuentros con su esposo y los alejamientos y sucesivas muertes de sus hijos.Instalada María en Lisboa como reina de Portugal, tras haber sucedido en el lecho de Manuel elAfortunado a su hermana Isabel; muerto el heredero Juan, en quien se depositaban todas las esperanzas ycon una Catalina en Inglaterra casada con el heredero de la Corona inglesa... Ahora, para Castilla laúnica salida dinástica era esta Juana que venía a reunir todos los males mentales familiares, exasperadospor la falta de una estabilidad matrimonial que hubiera podido contrarrestarlos.

Así, la habitualmente reservada Reina Católica podía decir a su embajador en Flandes, acerca de su hija:«Habló conmigo de modo Juana y Felipe, amar hasta la locura 29

rudo, con un desdén y una falta de respeto que no habría consentido de ninguna manera, de no ser por suestado mental.» Y unos entregados médicos de la Corte exageraban obsequiosamente cuando llegaban aadvertir a Fernando sobre sus preocupaciones: «Creemos que la vida de la reina está en peligro por surelación con la princesa.» Y proseguían: «Confiamos en que el fuego que la consume desaparezca. Suvida y sus actos han afectados seriamente a la vida y a la salud de nuestra reina y señora.» Estaba claro

que Juana era un grandísimo engorro para todos, pero ahí estaba y venía involuntariamente a poner enpeligro la persistencia de todo aquel entramado de la unión de las dos Coronas, urdido con tanto esfuerzoy manipulaciones, que se había plasmado en la práctica a golpe de uniones personales «tanto monta,monta tanto», expansiones imperiales, descubrimientos de nuevos mundos y represión étnica y religiosa,justificada por el reforzamiento del poder real, que ahora iba a quedar en manos de una pobre discapa-citada.

Una vez hubo tenido a su hijo Fernando, hecho que se produjo en el Palacio Arzobispal de Alcalá deHenares, Juana ya no podía soportar el angustioso alejamiento de su marido y, contraviniendo todos losconsejos, se presentó en el palacio real de Bruselas. A pesar de estar enterado con la lógica y largaantelación, hay que suponer la escasa gracia que le haría a tan gran zascandil un regreso que, de algunamanera, venía a poner un freno a sus particulares y libres formas de vida. Aquí alcanzamos un episodioque pasaría a los anales y es el referido al enfrentamiento de Juana con una muchacha de cuya relacióncon Felipe le habían hablado nada más desembarcar. Sobre una base inicial de insul-tos, se dijo que,armada de afiladas tijeras, se lanzó a rasgar su preciosa y odiada cara, pasando luego a cortarledesordenadamente mechones de sus rubios cabellos. Mechones que a continuación arrojaría al rostro delinfiel.

Un Felipe ya harto de todo decidió actuar por la vía rápida y dio la orden de que fuese recluida en susaposentos particulares, donde la servidumbre aseguraba que se producían entre ellos escenas de griteríoy golpes, que quizá habían pasado a formar parte de su particular sistema de relación.Todas aquellascostumbres de Juana, como lavarse y per-fumarse frecuente y cuidadosamente el cabello, el uso de ropassueltas 30

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«a la morisca», combinadas con la presencia de ricas joyas y siempre tumbada en blandos y multicoloresalmohadones, en un principio ha-bían fascinado a aquel majadero, cuando la veía rodeada de lasesclavas moras que se había traído de la Península y parecía ser el paradigma del más erótico exotismo.Pero ahora, para él, ella se había convertido ya en «El Horror» , mientras que, para ella, él seguía siendo«el más hermoso de todos los hombres».

La secuencia cotidiana de aquella difícil convivencia era bien conocida.Tras las habituales trifulcasnocturnas, ella se encerraba negándose a ver a persona alguna; por la mañana, él se iba de caza (deanimales, a aquellas horas). Cuando despertaba, ella se dedicaba a escribirle encendidas misivas que leentregaba al atardecer, cuando él regresaba de sus cinegéticos esfuerzos. Parece que todo esto hacía suefecto y, después de la cena, durante la que públicamente mantenían un tono cordial y relajado, volvían aentregarse a unas prácticas que iban adqui-riendo tintes de lo que unos cuantos siglos después podría sercalificado de sadomasoquismo puro y duro.

La sombra de una duda

Ella solamente admitía la compañía de una dama anciana y, por tanto, nada peligrosa cuando Felipeentraba en sus habitaciones. Él no le admitía sus exigencias de que se apartase definitivamente de todaslas ocasiones de riesgo y, para cubrirse las espaldas, se dedicaba a difundir confidencias en las quenaturalmente se presentaba como víctima de una Juana que estaba convirtiéndose en objeto de burla o deconmi-seración, según las sensibilidades, de toda Europa. Una actividad que se reactivó cuando murió lareina Isabel, en noviembre de 1504. Fue entonces cuando Felipe vio la oportunidad soñada de ser rey, ysu mujer era evidentemente el instrumento que se lo iba a posibilitar.Ahora, no tenía El Hermosoproblema alguno en moverse activamente para situar-se en el trono de una Castilla a la que hadespreciado, aunque para ello debiese contar por el momento con la presencia de una esposa a la que enpúblico arranque de furia había llegado a jurar que no volvería siquiera a mirar.

Juana y Felipe, amar hasta la locura 31

Tras una intensa campaña de desprestigio, dirigida sobre todo a su suegro Fernando, que en absolutotenía la más mínima simpatía o confianza en él, llegado el año 1506, la desfachatez de Felipe llegó apretender marchar en solitario a Castilla, dejándola a ella entre unos flamencos indiferentes cuando nohostiles.Todos aquellos infundios lanzados de forma sistemática habían logrado parte de sus objetivos y,si efectivamente Juana adolecía de desarreglos mentales, no debía ser la irre-cuperable loca peligrosaque su desleal marido presentaba. Una «loca»

a la que, a saber con qué artes, había arrancado la firma de un edicto otorgándole poderes absolutos «porel amor que le tengo». Mientras tanto, sus agentes se ganaban las voluntades de los nobles castellanos,siempre opuestos al detestado «catalán» Fernando y a los que ahora el yerno ofrecía mercedes y mejoras.

Navegando hacia España y sabedores de que Fernando les esperaba en Laredo, Felipe hizo dirigir a LaCoruña la nave que les llevaba.

Nada más llegar, incomunicó y rodeó de guardia a Juana, impidiéndole comunicarse con su padre. Estabaclaro que nunca habría acuerdo tranquilo y, por el Tratado de Villafáfila en junio, Fernando renunciaba atodos sus derechos sobre Castilla. En sus entrevistas, el padre oyó hablar de «la locura y las desviadaspasiones» de su hija, de sus extrañas costumbres moriscas de lavarse mucho o cambiarse de ropademasiado a menudo, de sus enfermizos celos y sus incontenibles e insoportables ataques de llanto.Cierto que el hábil Fernando no entregaba todas sus armas a aquel elemento del que no se fiaba enabsoluto y, así, firmó un documento en el que declaraba que había llegado a estos acuerdos obligado porlas circunstancias. Si el chisgarabís de Felipe se consideraba muy listo, no sabía bien con quién semedía.

Reina de su reino, compartido con un marido hacia el que mantenía una relación de amor-odio (la de élera de odio-desprecio), Juana sólo admitía ahora vestir ropajes negros y habitar estancias decoradas enel mismo color. Recuperado su orgullo de estirpe, afirmaba que Castilla no debe ser gobernada por unflamenco ni por la mujer de un flamenco. Mientras, aquellos nobles castellanos están comprobando quelas promesas de Felipe para conseguir su apoyo estaban quedándose en nada y que todos los mejorescargos y prebendas iban pasando a manos de los ávidos flamencos que le habían acompañado. Juegos,deportes, 32

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banquetes, reuniones especiales y cacerías jalonaban la vida de la Corte.

Con Juana encerrada en sí misma, nunca faltaba la caterva de los decididos a pescar en tan revueltasaguas, mientras que el inconsciente Felipe se dejaba laxamente llevar, como escribía un dolido cronista:«Tráenlo de banquete en banquete y de dama en dama, y así todo va...»

Pero el destino iba a solucionar sin demora todo este enredo y lo haría de la forma más drástica. Enseptiembre de 1506, azotadas las comarcas castellanas por la hambruna producida por las malascosechas seguida por mortífera peste, Felipe cayó enfermo en Burgos, tras haber estado jugando unpartido de pelota. Se dijo que el mal se debía a haber bebido agua fría estando todavía acalorado, perolo cierto es que la peste estaba actuando en aquellos días de la forma más eficaz.

Encamado el febril, Juana no se separó de su lado, a pesar de hallarse embarazada de seis meses.Temiendo hasta el final ser envenenado, cuando el mal ya lo tenía dentro de forma irreversible, al cabode un semana moría, con veintiocho años bien vividos. La noticia solamente afectó a quienes se estabanbeneficiando de su favor y que ahora veían llegado el forzoso momento de la marcha. El Rey Católico yCisneros volvían a recuperar el control de la situación, mientras para Juana se inicia una dolorida cuentaatrás que iba a durar casi medio siglo.

Desde el primer momento voces se alzaron murmurando que todo se debía a un envenenamiento ordenadopor Fernando, del que se sabía que en su familia había antecedentes de prácticas de esta naturaleza.También se habló de que la desquiciada Juana, presa de un incontenible arrebato de celos, habríapreparado el envenenamiento del infiel. Naturalmente, nunca se probaría nada en este sentido, pero locierto es que la muerte —natural o provocada— de tan indeseable yerno venía a quitar de en medio unproblema ciertamente molesto. El hecho es que al cadáver le fueron extraídas las vísceras para supreparación para el embalsamamiento y éstas fueron quemadas de prisa y corriendo, viniendo afundamentar las posibles sospechas de lo poco natural de aquel fallecimiento. La reacción de Juana iba air incluso mucho más allá de lo que, dadas sus condiciones mentales, podía haberse temido.

El cadáver fue depositado en la Cartuja de Miraflores, espléndido panteón de los monarcas de Castilla yLeón.Vigilaba día y noche Juana y Felipe, amar hasta la locura 33

el ataúd que guardaba el cuerpo de aquel elemento, de vez en cuando ordenaba Juana que fuese abiertopara contemplar el estado de quien le había proporcionado a la vez tanto placer y tanto sufrimiento.Nadie más que ella lo podía abrir, ya que llevaba las llaves colgadas de la cintura. Entonces, sumida enel más profundo silencio y con una expresión ausente, acariciaba y besaba sin cesar aquel rostroinanimado.

Cuando en la ciudad se declaró la peste, Juana se trasladó a Torquemada, donde dio a luz a la hijapóstuma, Catalina, que sería madre de la emperatriz Isabel, el gran amor de Carlos V. Fue aquel unperegrinar de varios meses de duración, con absurdos y repetidos iti-nerarios a través de los campos delcorazón de Castilla la Vieja, durante los que sus patológicos celos la llevaban a negarse sistemáticamentea aceptar la hospitalidad de los conventos de monjas, para evitar cualquier riesgo... La oscuridad y laintemperie le parecían ser sus mejores apoyos y coberturas. Un monje le había dicho que al cabo decatorce años, él volvería a su lado y, así las cosas, decidió esperar. Mientras, en el lóbrego cortejo queespantaba a quienes se encontraban con él, los cientos de humeantes hachones daban una luz espectral a

esta absoluta desesperación. Maldormía al raso ella y así les obligaba a hacer a los demás, porque comoafirmara, plena de convencimiento:

«Una viuda que ha perdido el sol de su alma no puede exponerse a la luz del día...»

Finalmente Fernando el Católico, harto ya de todo aquello, en febrero de 1509, dio orden de encerrar aJuana, junto con la pequeña Catalina, en la localidad de Tordesillas. Muy cerca de ella, la mudéjariglesia de Santa Clara pasaba a albergar los baqueteados restos de aquel Hermoso que nunca había sidotal. Dos años más tarde, la evasión de la realidad que facilitaba el crecientemente agravado estado deJuana permitió que fueran trasladados al Panteón Real de Granada, donde hoy se encuentran bajosuntuoso mausoleo marmóreo, junto a los de su sufrida esposa y a los de sus grandes suegros.

Reina titular de Castilla pero apartada del ejercicio del poder, Juana vivió un largo encierro de cuarentay seis años, hasta su muerte en 1555, mientras su hijo Carlos desempeñaba las funciones de rey y deemperador. El hijo, voluntariamente recluido en Yuste, solamente sobrevivi-34

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ría tres años a su madre.Víctima de los intereses de quienes la rodeaban o efectivamente desequilibradahasta el extremo de justificarse su apartamiento de la escena, su figura y su historia constituyen todavíahoy uno de los más grandes y sugerentes enigmas de la Historia de España.

III

CASI UN INCESTO

VIUDOAPENASentrado en la cincuentena,no había tardado mucho Fernando el Católico en buscar unanueva mujer y, en julio de 1505, nueve meses después de la muerte de Isabel, contraía matrimonio conGermana de Foix, sobrina de Luis XII de Francia y muchacha de diecisiete años. Si nacía un hijo de aquelmatrimonio, hereda-ría la Corona catalano-aragonesa y se fracturaría la unión personal entre los dosgrandes reinos peninsulares conseguida por medio del matrimonio de los Reyes Católicos. El caducomonarca debió de ser víctima de los celos producidos por los moscones que volaban alrededor de sujoven esposa, que todavía no se había lanzado por el camino del más desaforado engorde que la llevaríaa una prematura muerte. El atrevido vicecanciller de la Corona de Aragón,Antonio Agustín, sufriría unalarga pena de prisión en el castillo de Simancas, «por haber requerido de amores a la reina Germana»,aunque quisieran solaparlo con otro motivo menos comprometido. El hecho es que el único hijo quenació, en 1509, no sobrevivió y las Coronas hispanas continuaron unidas.

Cuando Fernando murió, en la aldea extremeña de Madrigalejo, en enero de 1516, dejaba a una jovenviuda afectada no se sabe hasta qué grado de tristeza, de soledad o de abiertas necesidades físicas.

Dejaba el difunto rey como regente del reino al anciano cardenal Cisneros, su hombre de confianza detoda una vida, a la espera de la venida desde Flandes de su nieto Carlos, a quien había nombradoheredero de todos sus Estados. En septiembre de 1517 pisaba por vez primera suelo español en la costaasturiana el que ya era Carlos I y pronto iba a ser el V en el orden de los emperadores.Tenía solamentediecisiete años y 36

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no hablaba castellano; venía acompañado por un nutrido grupo de flamencos que inmediatamente selanzaron a ocupar los puestos más lucrativos, ganándose el odio de los castellanos. Al año siguiente tuvolugar en Valladolid el encuentro entre la rozagante viuda de veintinueve años y su inexperto nietastroCarlos, heredero de todos los imperios posibles.

Con respecto a ella, el muchacho debía venir con las mejores intenciones, ya que en su última carta, elabuelo Fernando se preocupaba por la que estaba a punto de ser su viuda y venía a ordenar al nieto:

«... miraréis por ella y la honraréis y acataréis...» y añadía que debía instalarla en lugar adecuado «...donde pueda ser honrada y favoreci-da de vos y remediada en todas sus necesidades...». Parece que secayeron bien desde el primer momento, unidos como estaban en el uso de la lengua francesa y en su faltade arraigo en su país de adopción.

Todo parecía llevarles a estrechar sus relaciones, que no debieron tardar en adquirir una naturaleza muydiferente de la meramente familiar. Hay testimonios de testigos de su tiempo de la visible demostraciónde la caballerosidad con que Carlos trataba a Germana, además de las confidencias de él a sus amigos,acerca del enamoramiento que experimentaba con respecto a una dama «muy de su agrado».

El caserón que Carlos habitaba en la capital castellana se encontraba casualmente enfrente del queocupaba Germana, pero tal proximidad no debía ser suficiente para el impaciente ardor de losenamorados, ya que el rey ordenó construir entre ambos edificios un puente de madera para así hacer lacomunicación más fácil, evitando el engorro de atravesar la estrecha calle que les separaba. Un cronistacortesano pudo así escribir sobre este —hay que suponer que muy comentado— puente: «... hecho para eldisfrute de las gentes de bien, y sobre todo para los enamorados...». La historia debió de ser sin embargofugaz, pasado el primer deslumbrado calentamiento por ambas partes.

Podría decirse que el muchacho cumplió estrictamente los mandatos del abuelo y favoreció y remedió ala joven viuda en todas sus necesidades, que debían de ser muchas. El mismo cronista anotaba: No duróesta cortesía mucho tiempo, porque el rey luego cobró autoridad y ella miró poco por la suya, gustandomás de sus placeres, comidas, huertas y otras cosas ajenas de quien era, aunque ni en lo que toca a lalimpieza de su persona, que de mirar por el respeto que sus tocas pedían...

Casi un incesto

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Nada tuvo, sin embargo, carácter público. Todos podían ser muy comprensivos con los lógicos devaneosde un joven de la edad de él, pero una liason con la viuda de su abuelo adquiría los peores tufos de unincesto. Consecuencia material de sus efusiones fue el nacimiento de una niña, a la que se bautizó con elnombre de Isabel y pasó a ser criada dentro del más absoluto incógnito.

Pero el enfriamiento mutuo fue pronto un hecho, aunque Germana le acompañó en su coronación en laCapilla Imperial de Aquisgrán.

Carlos se la quitó de encima casándola con un insignificante personaje de su Corte, el marqués deBrandenburgo, pero se comportó como un agradecido caballero y la nombró nada menos que virreina deValencia, donde ella organizó una espléndida y alegre Corte, en la que los abundantes consumosmateriales de toda clase se combinaban con una actividad cultural nada desdeñable. Cuando el marido

murió, el emperador se preocupó por encontrarle un nuevo marido, que en este caso fue el duque deCalabria, que pasó así a ser nada menos que virrey de los valencianos. Mientras tanto y en la másabsoluta oscuridad, crecía el producto del que sería considerado «el secreto mejor guardado delImperio».

Cuando, en el otoño de 1538, moría Germana en su palacio de Liria, se abría su testamento, naturalmenteplagado de legados a personas concretas y demandas pías. Llamaba la atención el hecho de que dejaba uncollar compuesto por ciento treinta y tres perlas, «el mejor que tenemos» —como había dictado aquellagran bonne vivante— a «la serení-

sima doña Isabel, Infanta de Castilla, hija de la Majestad del Emperador, mi señor e hijo, y esto por elsobrado amor que tenemos a Su Alteza».

Se levantaba algo el tupido velo que cubría aquel producto de una momentánea pasión.

Pero iba a ser el duque de Calabria, el comprensivo viudo de Germana, quien viniese a completar lainformación sobre tan secreto asunto. Cuatro días después de la muerte de Germana, escribía a laemperatriz Isabel —la bella, feliz y amada única esposa de Carlos V—

una carta en la que apuntaba: «Con esta irá la copia de dicho testamento, porque por ella vea VuestraMajestad el legado de las perlas que deja [Germana] a la serenísima infanta doña Isabel, su hija.» Unlegado que suponía en valor el segundo en importancia, tras el primero, de una copa de oro, que dejaba alCarlos que tan bien la había atendido 38

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años atrás. Indudablemente, el calificar de «infanta» a esta hija clandestina no era correcto en sentidoestricto, pero todo el secretismo que rodeó sus orígenes y existencia podían admitirlo. Con todo, lo únicoque se sabe es que esta doña Isabel residió y fue educada en la Corte.

Estaba en la época plenamente admitida la existencia de hijos bastardos de personajes de la realeza, peroen este caso se presentaba el fuerte morbo añadido de que fuese fruto de lo que podría calificarse de«casi un incesto». Carlos y Germana no tenían en absoluto lazos de sangre que les uniesen, y este «casi»vendría dado únicamente por la circunstancia de su relación familiar que, con todo, no dejaba de ser muyespecial y justificaría el espeso silencio con que se consiguió cubrir todo el asunto. Se supone que laemperatriz Isabel sabía de la existencia de la primera bastarda conocida de su marido, Margarita deParma, nacida mucho antes de su matrimonio. Pero cabe preguntarse si conocía la relación y lasconsecuencias materiales que el buen trato entre una abuela y un nieto había sido capaz de generar.

IV

CARLOS V, EL FIEL EMPERADOR

La perfecta bastarda

HOMBRE SEXUALMENTE muy activo debía ser,a semejanza de su padre, Carlos de Gante, ya que lascrónicas no dejan de mencio-nar tempranas relaciones con mujeres. Una vez ocupado el trono y enabsoluta disposición de su voluntad, el episodio que compartió con su abuelastra Germana sin duda abriósus actividades a la libertad como monarca que era y como tal dispensado de todo tipo de cuidados.

Coronado emperador en la Aquisgrán del mítico Carlomagno, en octubre de 1520, el joven monarca sedebió enfrentar al mismo tiempo a los conflictos que en sus estados alemanes despertaba la Reformaprotestante liderada por Lutero y, paralelamente, a la ebullición que en la península iba a desencadenarlas guerras de las Comunidades y las Germanías. No obstante, había tiempo para el descanso y el deleitedel joven coronado, que a su edad trataba de huir de controversias religiosas y de problemas políticos, ygustaba en ocasiones de presidir suntuosas reuniones de altos vuelos, como la de la orden del Toisón deOro, creada por su antepasado Felipe III el Bueno de Borgoña, y que, en medio de la guerra con Francia,tuvo lugar en la primavera de 1521

en el castillo del conde de Montigny. Cerca de allí, se hallaba la pequeña localidad de Oudenarde,célebre por sus talleres de fabricación de ricos tapices y por su cerveza. Entre sesión y sesión de añososcaballeros, nobles en busca de distinciones y trepas de toda especie en ascenso, Carlos debió de tomarsemás de un agradable respiro. Entre ratos de ocio y paseos fluviales por el Rin, mantuvo algún apasionadoencuentro con una joven 40

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del lugar, hija de un honrado —y para algunos, hasta afamado— tapi-cero: Juana van der Gheynst, oGheyst, que de varias formas se ha trans-crito el apellido de esta familia.

Se dice que la chica tenía una hermosa voz, que era una de las debilidades de Carlos, y parece que elepisodio fue bastante rápido, estrictamente físico y carente pues de significado amoroso. Fruto de aquelencuentro fue el nacimiento, el 18 de enero de 1522, de una niña.

Bautizada con el nombre de Margarita y, como en trama propia de novelita sentimental, al principioquedó al cuidado de un matrimonio de labriegos de confianza.Todavía muy pequeña, su padre decidióque tuviese presencia en el Palacio Real de Bruselas como hija suya. Este reconocimiento fue endefinitiva lo que decidió su suerte. La tuteló, en su corte de la ciudad de Malinas y de forma muy directa,Margarita de Austria, tía de Carlos y gobernadora de los Países Bajos, mujer enérgica y culta que habíasido quien le criara a él y a sus hermanos, alejados de su madre Juana, recluida en Tordesillas. Cuando latía Margarita murió, otra mujer fuerte de la familia, María, la hermana mayor del emperador y futurareina de Hungría, pasó a hacerse cargo de la afortunada niña, que recibió una magnífica educación.

La trayectoria vital de esta mujer, que alcanzaría a vivir hasta los sesenta y cuatro años, es realmenteespectacular y podría hacer que se la calificase de «la perfecta bastarda», tanto por su carácter particularcomo por los escenarios de los que fue primera figura y por las personalidades relacionadas con ella. Laespecial protección del emperador se manifestó a la hora de elegirle un marido y, a los catorce años, fuecasada con un vástago de una de las familias más importantes de la Europa del momento: Alejandro deMédicis, duque de Florencia y sobrino del papa Clemente VII. Con el que fue calificado de «ignorante,perverso y vicioso», Margarita tuvo una breve y sin duda nada agradable vida conyugal, en los

majestuosos aposentos del Palazzo Pitti.

Al año de casados, el turbio Alejandro fue asesinado, en acción tan característica de la época, yliberándola a ella de tan indeseable yugo.

Apenas vivió Margarita dos años como jovencísima viuda, ya que en 1539 fue entregada a un nuevoesposo. Carlos V quería estrechar sus relaciones con el Pontificado y fortalecer su presencia en Italia yse valió de su hija para hacerlo. En este caso, el marido también pertene-Carlos V, el fiel emperador

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cía a una de las familias fundamentales en la vida italiana: Octavio Farnesio. Era sifilítico y un personajetambién bastante horrible. Su entorno íntimo presentaba fascinantes complicaciones, muy característicasde aquel a la vez espléndido y tenebroso período de la Historia europea, que en Italia mostraba siemprerastros de puñales y pócimas en diabólica danza. El abuelo del nuevo marido de Margarita era nadamenos que papa, Paulo III. Considerado el último de los grandes pontífices del Renacimiento y retratadopor el mismo Tiziano, fue él quien convocó el trascendental Concilio de Trento. Pero las particularidadesde la familia no acababan ahí. Hijo de Paulo y padre de Octavio y, por tanto, suegro de Margarita, eraPedro Luis Farnesio, duque de Parma y Plasencia. Cruel personaje y despiadado tirano que, en unmomento dado, fue apuñalado en una conjuración nobiliaria, a la que no era ajeno su propio padre y de laque estaba al tanto el mismo emperador.

Su heredero, Octavio, consiguió tras el asesinato hacerse con sus ducados patrimoniales de Parma yPlasencia y se convirtió en pieza clave de la política italiana, siempre bajo las riendas de las grandespotencias del momento. En agosto de 1545 nacía en el Palazzo Farnesio de Roma el hijo de la pareja,Alejandro, que se convertiría en uno de los más brillantes jefes militares de su época. La historia de labastarda Margarita resulta absolutamente excepcional. Su medio hermano Felipe II, que sentía por ella ungran aprecio, la nombró gobernadora de los siempre levantiscos Países Bajos en 1559, cuando él se vinoa instalar a España. Desde tan difícil puesto, esta mujer dotada de un cierto aire varonil y rasgos, se dijo,algo caballunos quizá —que los retratistas cortesanos trataron de suavizar—, demostró una granhabilidad y flexi-bilidad en medio de permanentes convulsiones.

Pero toda su positiva acción pacificadora, en un país levantado en pie de guerra contra el poder español,al que rechazaban todas sus capas sociales, acabó frustrándose. Felipe envió al rígido duque de Alba,con el fin de asegurar la preeminencia del catolicismo frente al expansivo y amenazador protestantismo yla sistemática imposición de la fuerza y de la represión fue la sentencia de muerte para la política deinteligencia que preconizaba Margarita. Mujer interesante en verdad, que mantuvo unas estrechas ycordiales relaciones con su medio hermano Juan de Austria, de las que queda abundante correspondenciaen la que 42

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se evidencian tanto el cariño como la más decidida complicidad entre los dos. Unas relacionesfortalecidas por las que siempre mantuvo don Juan con el hijo de ella,Alejandro, prácticamente de lamisma edad que él y su más íntimo amigo. El vehemente don Juan se refirió a Margarita como «una de lasmás valerosas y prudentes mujeres que agora se cono-cen, y aunque la quiero como hermana y amiga, nopasión me hace decir esto, sino en ser eso ansí, y mucho más de lo que publica el mundo della...».

Comprobando el fracaso de su racionalizadora política en los Países Bajos, Margarita presentó surenuncia como gobernadora a Felipe II en el verano de 1567 y se instaló en la tranquilidad de unapequeña localidad del Reino de Nápoles.Volvió a visitar los Países Bajos, a los que se encontraba muyunida, durante el mandato de su hijo como gobernador, tras haber tenido la satisfacción de seguir subrillante carrera militar. Moría esta «perfecta bastarda» en la ciudad de Ortona, en enero de 1586; muypoco después la seguía a la tumba su nada ejemplar marido.

Los disfrutes de un joven monarca

En el mismo año 1522, los amplios escenarios europeos por donde se movía a golpe de política y deguerra, seguían dando sus frutos —y nunca mejor dicho— al insaciable monarca. Así, producto de otraeventual relación, parece que en este caso también por completo carente de afectividad alguna, nacía otraniña, a la que se le puso el nombre de Juana. Carlos demostraba ser muy tradicional con los nombres desus bastardos, habituales en la familia y que portaban al mismo tiempo los vástagos que nacían dentro dela legalidad. La madre de esta Juana era una joven dama, supuestamente de una mediana aristocracia yperteneciente al círculo privado del conde de Nassau. También en este caso se preocupó el padre de ladebida asistencia a su hija y, nacida la niña, fue trasladada junto con su madre al convento de Madrigalde las Altas Torres de donde era abadesa doña María de Aragón, la ya conocida hija natural de Fernandoel Católico, que moraba allí al lado de su hermana de padre, la otra María.Vivió poco, apenas dos años,esta pequeña Juana bajo la tutela de las monjas.

Carlos V, el fiel emperador

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Aquel 1522 resultó ser de espectacular cosecha para la fogosidad imperial, porque nacía una terceraniña, hija de la italiana Ursolina della Pena, de Perugia, a la que llamaban La bella Pennina Perusina.Cuando la tal bella tuvo su encuentro con Carlos, se encontraba en Bruselas acompañando a su marido,que desempeñaba un cometido en la Corte de Flandes. Información documental del momento apuntabasobre este episodio, en el hermoso estilo de la época, tan metafórico y directo al tiempo: «Tuvoconversación y fue tan íntima que la bella perugina quedó preñada.» A su regreso a Italia, ella dio a luzuna niña, a la que se le impuso el nombre de Tadea. Nada se sabe de lo que pensaría el marido de todoesto... Aquí también se demostró el interés de Carlos por su nueva hija. Durante su estancia en Roma, deregreso de la brillante campaña de Túnez, que desarrolló en el año 1536, el emperador la vio, yaadolescente, y siguió tratándola a partir de entonces.

Cuando Tadea contrajo a su vez matrimonio, su padre le envió una fuerte suma como regalo,acompañándola eso sí de una fuerte reprimenda por haberlo decidido antes de habérselo consultado. Dehecho, en esto hay que decir que Carlos, aunque en este caso no lo fuese, demostraba comportarse comoun padre convencional. La continuación de la existencia de Tadea adquirió tintes poco rosados. Su madremurió pronto —al parecer, envenenada— y ella, joven viuda, tuvo que convivir con unos hermanosbastante violentos que la atormentaban sin piedad. Llegado el año 1562, escribió una carta a Felipe IIsolicitando de él su reconocimiento como hija que era del padre común. No hay noticia de que ElPrudente accediese a tal deseo y se dijo que Tadea finalmente, a la vista de lo torcidamente que le ibanlas cosas, decidió pasar sus últimos años en el retiro de un convento.

Del Carlos anterior a su matrimonio con Isabel de Portugal se sabía por todas partes donde andaba por sugran afición a los placeres del sexo y su gusto por las mujeres hermosas, de las que gustaba rodearse y

con cuya relación disfrutaba de forma evidente. No hay que olvidar el momento histórico que se vivía,cuando la plena eclosión del Renacimiento arrumbaba viejos tabúes, levantaba caducas prohibicio-nes ypermitía a los hombres lanzarse en la medida en que pudiesen a zambullirse en los disfrutes de la vida enplenitud.

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Se apuntó que, nuevamente en España y siempre antes de su boda, se le conocieron relaciones más omenos estables con varias mujeres de los círculos próximos a la Corte, que era indudablemente el lugardonde tenía más a mano el campo de caza de apetitosas y bien dispuestas piezas.También se sabía que enningún caso hacía ascos a rela-cionarse eventualmente con jóvenes de niveles sociales inferiores. De loque podría deducirse que, en el campo de las estrictas carnalida-des, tan alto caballero podíacomportarse como un verdadero «demó-

crata». Una vez más, producto de una de estas relaciones con una de aquellas damas, cuyo nombre hapermanecido en el anonimato, volvería a dar muestras de su capacidad como generador de féminas ynacería otra pequeña Juana. Ingresada, como correspondía, en un convento, en este caso el de LasAngustias, de Madrid, habría muerto a la edad de ocho años. A punto de contraer famoso matrimonio quepor unos años le convirtió en un hombre fiel, era el brillante emperador del que se escribía, en tonoadmirativo: «Allí donde ha ido, se le ha visto dedicarse a los placeres del amor con mujeres de todacondición.»

Una novela de amor

Carlos había visitado en Inglaterra al rey Enrique VIII, todavía casado con su tía, Catalina de Aragón.Allí se había acordado su boda con su prima María Tudor, pero debido a que ésta tenía solamente seisaños, la cuestión se pospuso y no llegó a nada. Más adelante, sería esta María la que se casaría conFelipe II, el hijo del emperador. En 1525, las Cortes de Castilla, reunidas en Toledo, le pidieron que secasase y le recomen-daron que lo hiciera con su prima carnal Isabel de Portugal. Esta elección era la quemenos disgustaría a Francia e Inglaterra, porque no representaba un fortalecimiento de ninguna de ellas alenlazar con el imperio.

Así, hasta que alcanzó los veintiséis años, edad para aquellos tiempos ya algo tardía, no contrajo nupciasCarlos con la que iba a ser su única esposa legal. Su madre era María, hija de los Reyes Católicos, quehabía sucedido a su hermana mayor, Isabel, en el tálamo de Manuel I de Portugal. Isabel venía a reunir ensu persona riqueza, belleza y fideli-Carlos V, el fiel emperador

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dad, pasando a convertirse, a través de los pinceles de Tiziano, en un verdadero icono de nuestroRenacimiento.

La boda tuvo lugar en los Reales Alcázares de Sevilla, en marzo de 1526; la bellísima infanta portuguesa,con veintidós años, ya superaba ampliamente la edad habitual en los casamientos de la época. Se formabauna pareja que venía a satisfacer a muchos y a generar fuertes envidias en otros. Él ciertamente era elsoberano más poderoso de Europa y su imperio colonial iba extendiéndose en Ultramar a golpe de laacción de conquistadores y predicadores sin piedad. Pero para sus siempre maltrechas arcas particularesle venía sumamente bien la aportación de la dote de ella, la exorbitante cantidad que entonces eran las900.000 doblas de oro castellanas, que el rey portugués abonaba por la boda de su hija. Durante un siglo,los monarcas portugueses habían sido los más acaudalados de Europa, gracias a los beneficios extraídosdel comercio con sus colonias. Ahora, casi en lo que era ya un canto de cisne de tal opulencia, todavíacon su hija Isabel, Manuel el Afortunado podía hacer alarde de una riqueza que comenzaba a flaquear.Pero ahora, de lo que aportaba esta princesa, educada bajo los auspicios de Beatriz Galindo, la Latina, ydel gran humanista valenciano Luis Vives, podía escribirse que era «una dote que nunca mujer que nofuese heredera trajo en casamiento a su marido».

La historia de Carlos e Isabel como pareja presentaba los ingredientes de una novela de amor escritapara deleite de gustos populares. Toda una secuencia, perfecta por su entramado y con final infelizincluido, tal como agrada a lectores y espectadores poco exigentes. La luna de miel, que transcurrió entrela gracia y las fragancias de Sevilla y prosi-guió por los embrujos de Granada, constituyó el mejorpórtico de catorce años de buena comunicación y confianza mutuas, de indudable dicha y del aparentemantenimiento de la fidelidad por parte de él, acostumbrado como estaba a sus permanentes aventuras enbusca de variedad y mero disfrute.

Algunos historiadores no han dudado en poner en entredicho esta supuesta buena conducta del sempiternobuscador de variados goces, pero lo cierto es que no han quedado testimonios fehacientes de que la cosafuera de otra manera, diferente a la versión habitualmente aceptada. De lo que no parece haber duda es deque este matrimonio tuvo 46

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unos inmejorables inicios, como reflejaba un cronista presencial en la boda sevillana: «Entre los novioshay mucho contentamiento, a lo que parece... y en cuanto están juntos, aunque todo el mundo esté presente,no ven a nadie; ambos hablan y ríen...» Y otro, éste ya abiertamente complaciente y lisonjero, llegaba aexagerar: «Son los mejores casados que yo sepa en este mundo. Plegue a Nuestro Señor los conservarsiempre así.»

Dentro de este cuento de hadas y para mayor felicidad de todos, el primer vástago que venía al mundo eraun varón, el futuro Felipe II, que nacía en Valladolid al año siguiente de la boda. Luego, asegurada lasucesión masculina y entre varios hijos inviables, sobrevivirían dos mujeres que iban a ser muyimportantes en la historia de la familia: María, que casó con el emperador Maximiliano II, y Juana, que lohizo con el heredero de la Corona portuguesa y sería madre del infortunado y legendario rey DonSebastián. Pero como todo lo bueno se acaba, aquel bonito cuento tuvo un rápido final. El primer día demayo de 1539 Isabel moría de mal sobreparto, en el toledano Palacio de Fuensalida. Durante suenfermedad final, había sido atendida sin fortuna por el doctor Laguna, la mayor eminencia médica de sutiempo, quien para un situación tan problemática como la que se presentaba había prescrito extender porlas zonas afectadas del cuerpo de la paciente «estiércol fresco de caballo cocido en vinagre y con telasde araña».

La temprana muerte de la emperatriz dejaba un extendido y hondo pesar. Ella había vivido un matrimoniofeliz y estable, pero jalonado con las repetidas y prolongadas ausencias de un marido que sin cesarrecorría una Europa en la que era el principal protagonista. Cuando marchaba, siempre dejaba en manosde ella los asuntos de gobierno de absoluta confianza, seguro de poder contar con su inteligencia ydiscreción, y llegó así ella a adquirir una considerable habilidad en los asuntos de gobierno. Ahora, eldesconsolado viudo debía adecuarse a la nueva situación que el destino le deparaba.

¿Amores de santo?

Un noble de elevada condición y muy estrechamente unido a la pareja imperial, Francisco de Borja,marqués de Lombay y duque de Carlos V, el fiel emperador

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Gandía, fue personalmente encargado por Carlos para que se ocupase de trasladar el cuerpo de Isabelhasta Granada, donde sería enterrado en la Capilla Real, junto a los de sus abuelos, los Reyes Católicos,y los de su padre, aquel prescindible Felipe el Hermoso. Los de la abuela, Juana la Loca, encerrada enTordesillas, todavía tardarían muchos años en venir a juntarse con los demás.

De forma tradicional se ha dicho, en historia que se convirtió en bella y romántica leyenda, que Franciscode Borja, hombre casado y absolutamente fiel a su señor Carlos V, estaba íntimamente torturado por unaprofunda pasión que en silencio habría desarrollado hacia la emperatriz, con la que convivía en la Cortey con la que mantenía la más íntima y amigable relación. Así, hay que imaginar el dolor que leproporcionaría su muerte y, todavía más, el hecho de tener que acompañar su cadáver por prolongado ydifícil camino a través de La Mancha y Sierra Morena hasta llegar a Granada.

Esta historia, real o no pero en infinitas ocasiones repetida, hablaba de que cuando alcanzaron su destino,en función de lo establecido por el protocolo, se vio obligado Borja a ordenar abrir el féretro de plomo

que contenía el cadáver, para levantar acta y dar fe de que efectivamente aquél era el cuerpo del que se lehabía hecho entrega en Toledo. Se dijo que, cuando se enfrentó al hediondo olor de la corrupción y elhorror de ver bajo la obra del gusanerío aquel cuerpo, envuelto ahora en rudo hábito franciscano, que tanhermoso —y quizá amado— había sido, decidió renunciar a los placeres e incluso a la vida en el mundo,tomando la decisión de «nunca más servir a un señor que pueda morir». Pero en realidad, esta efectistafrase no era de su cosecha, sino que fue pronunciada por el beato Juan de Ávila durante la oraciónfúnebre en las exequias de la emperatriz. El hábil Francisco de Borja debió encontrarla en su momentomuy adecuada, se identificaría con su significado y habría decidido convertirla en lema de su vida. Conella consiguió ciertamente pasar a la Historia.

Pero lo cierto es que el asunto de tan radical transformación no fue inmediato. Solamente al cabo dealgunos años, al quedar viudo, entraría en religión y llegaría a ser el tercer general de la Compañía deJesús y su trayectoria personal representaría una verdadera pirueta ejempla-rizante que llegaría incluso aelevarlo hasta los altares. Sobre el posible 48

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enamoramiento, nada ha podido nunca afirmarse con base documental. Estrecho compañero de Carlos Ven sus campañas, Borja se había distinguido con riquezas y honores y la misma Isabel le había casadocon la dama que de entre todas era su predilecta, la también portuguesa Isabel de Silva, dándolesmagnífica dote y altos cargos cortesanos. Pero todos estos magníficos tratos y evidente armonía, ¿podíanser por sí mismos prueba absoluta de que no había nada más en la trastienda? O, por el contrario,¿vendrían acaso a demostrar una voluntad de ocultar bajo una bella imagen algo que evidentemente no erapresentable?

Volvería a aparecer el futuro san Francisco de Borja en muy estrecha relación con la familia real, cuandose hablaba de la muy especial

—y por lo visto, para algunos bastante sospechosa— intimidad que mantuvo con Juana de Austria, laúltima de las hijas del matrimonio de Carlos e Isabel y efímera princesa heredera de Portugal.

Personaje enigmático, mujer estricta y devota, a la muerte de su marido, el heredero Don Juan, volvió aEspaña tras dar a luz en 1554

a su hijo Don Sebastián. En actitud chocante con la tradicional idea sobre el sentido de la maternidad, ledejaba atrás con solamente tres meses de vida y ya nunca le volvería a ver ni regresaría al país vecino.

Su declinante padre Carlos, en Madrid, la requería para que se encargase del gobierno en su ausencia.Enérgica y severa, ejerció con eficacia el cargo de gobernadora del Reino de 1554 a 1559, en ausenciadel emperador y del inminente rey, su hermano Felipe. Como tal, presidió impasible el gran auto de feque tuvo lugar en la Plaza Mayor de Valladolid en mayo de este último año.

Por consejo de su confesor Francisco de Borja —aquí reaparecía el personaje— fundaba Juana enMadrid, en 1559, el Monasterio de Santa Clara, conocido como Descalzas Reales, ese verdaderoremanso de Historia en el mismo corazón de la ciudad, donde se encuentra su sepulcro, ornado conbellísima estatua tallada por Pompeo Leoni, que tanto trabajaba por entonces en El Escorial.

Pues bien, se rumoreó en su momento que el estrecho y cotidiano trato establecido entre ambos —ella,

mujer sola sin alcanzar los veinticinco años; él, maduro de buen ver rozando los cincuenta— habíasuperado el nivel del consejero espiritual para convertirse en algo bastante más profano y tangible. Noexiste constancia de la veracidad del Carlos V, el fiel emperador

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rumor, pero vale la pena citarlo, sobre todo por el añadido que supone el hecho de lo que tanto se habíahablado del supuesto enamoramiento de él por la madre de ella, con el mórbido añadido de la triunfantepodredumbre.

Se dice que, cuando Carlos V decidió abandonar todos sus inmensos poderes y territorios y buscar —extremeño y aislado, pero no riguroso— retiro, alguien le habló de la grandeza de espíritu que ello impli-caba, a lo que el emperador habría respondido, en frase que no quedaba mal para pasar a los anales de laque se sabía protagonista de primera fila: «¿Qué es nuestra retirada del mundo, si la comparamos con ladel padre Francisco de Borja?» Lealtad amistosa hasta el fin, al menos de forma aparente, lo que no estánada mal para los personajes entre los que en estas páginas nos movemos.

Pero sobre la misteriosa Juana todavía hay más.Actuando como estricta viuda, que ni para recibir a losembajadores se quitaba el velo con que cubría su rostro, tenía una gran relación con otro futuro santo,Ignacio de Loyola. Relación de la que se llegó a hablar como de enamoramiento por parte de él y que aella la llevó a insistir, hasta que lo pudo conseguir, en convertirse en miembro de la Compañía de Jesús,que él había fundado y que no preveía la introducción de mujeres. Eso sí, fue admitida con la condiciónde mantener esta condición absolutamente oculta. Así, sintiéndose totalmente apoyada por Borja, queoficialmente era su consejero, esta tan insólita «jesuita secreta» manipuló todo lo que pudo para retenerleen España, impidiéndole realizar en otros lugares de Europa las tareas que la Compañía leencomendaba.Amiga del jefe Loyola, Juana podía hacer más o menos lo que le viniese en gana.

Con el paso de los años, Borja llegaría a ser tercer general de la Compañía de Jesús, mientras ellaactuaba en la Corte española como elemento de obligada referencia y enorme influencia, tanto con suhermano Felipe II como con su conflictivo sobrino, don Carlos. En septiembre de 1572 moría Franciscode Borja; once meses más tarde lo hacía Juana, con sólo treinta y siete años de cerrada y densa vida.Cinco años después, su hijo Sebastián, al que nunca más había vuelto a ver, desaparecía luchando en elnorte de África y dejaba abierto a su tío Felipe II un muy discutido camino hasta el trono de Portugal. ¿Unsanto con merecimiento de honra en los altares había sido capaz de man-50

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tener relaciones amorosas con una mujer y, más adelante, con su hija?

Turbadora sugerencia que todavía hoy sigue abierta.

Tras perder a su mujer, el impetuoso Carlos quedó sumido en una profunda aflicción y se retiró durantevarios días en apenada meditación al Monasterio de Sisla, próximo a la Ciudad Imperial. Sin duda,dedicaría muchos momentos del día a contemplar con dolor los retratos en los que la genial mano deTiziano había conseguido reflejar toda la belleza, exquisitez y sensibilidad de la muerta. La siempreactiva crea-tividad de los copleros populares demostraba un generalizado sentimiento, cuando recitaba:

La emperatriz de Alemania,

de España la augusta Reina,

hermosa entre las hermosas,

discreta entre las discretas;

la gentil, fresca, radiante

y embalsamada azucena,

que dio a Toledo Lisboa

de paz y dominio prenda.

Los historiadores que han considerado positivamente la compleja figura de Carlos V siempre han gustadode recalcar de forma muy especial el hecho de que, después de tan feliz matrimonio, el emperador novol-viera a contraer matrimonio, como había sido y era habitual costumbre en los monarcas de todos lostiempos. Presentaban así a un dolorido viudo decidido a no dar a ninguna otra mujer el título deemperatriz, que con tanta dignidad y eficacia había ostentado Isabel. Fuera esta u otras las verdaderasrazones, lo cierto es que en un personaje de tal naturaleza una supuestamente solitaria viudez resultadifícilmente creí-

ble.Todo hace pensar en que retomó con voluntad sus viejos hábitos, aparentemente abandonados durantelos años de paz y felicidad domésticas.

Existe noticia de que, en expresión de un cuidadoso y pudibundo cronista, «para consolar la soledad,tuvo muchos amores inconfesables para no minar la moral pública...». Original y curiosa justificación,pero es la que el testimonio ofrece, sirviendo al menos como ilustración de los siguientes años de la vidade Carlos, hasta el encuentro con el que Carlos V, el fiel emperador

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iba a generar el más acabado modelo de bastardo, producto de amores reales clandestinos de nuestraHistoria.

Una indeseable oportunista

El 10 de abril de 1546, ya bien maduro y atormentado por la salud, Carlos presidía la dieta que secelebraba en la ciudad alemana de Ratisbona. Los problemas derivados del enfrentamiento con losprotestantes parecían ya haber amainado, mientras el Concilio de Trento trataba de encarrilar las nuevasvías de la Iglesia para la militante épo-ca de la Contrarreforma. Para entonces, los médicos le habíanimpuesto una estricta dieta, que le sirvió para restaurar su maltratada salud, víctima de sus permanentesexcesos en la alimentación. Todo parecía tener un moderadamente positivo aspecto y es en este contextodonde una de las eventuales relaciones que sus próximos le prepararon iba a dar nacimiento a uno de losiconos fundamentales del pasado hispano: don Juan de Austria.

Se mantuvo durante mucho tiempo la controversia acerca de la verdadera identidad de la madre del másfamoso y glorificado bastardo de la Historia española.Aduladores estudiosos la elevaron al rango deprincesa real inmediatamente, para mejorar todavía más si cabe la figura del hijo. Otros, por el contrario,hablaron de una relación casi incestuosa del emperador con la jovencísima hija del duque de Baviera,uno de sus mayores hombres de confianza. Apoyando esta segunda tesis, se apuntaba que, para evitar ladeshonra a esta familia debido a semejante mancha, se habría acordado, a cambio de sustanciosaindemnización, hacer pasar por madre a una tal Bárbara Plumberger, hija de una familia mucho másmodesta y, según los cánones de la época, capaz de asu-mir tal carga sin sufrir los devastadores efectosque tendría en el caso de que la pecadora perteneciese a la alta nobleza.

Era entonces Bárbara Blomberg una muchacha de dieciocho o die-cinueve años, parece que deexuberante y vulgar belleza. Hija de un hogar burgués de nivel medio, de artesanos fabricantes de objetosde cuero o, según otras fuentes, de ricos mercaderes de Nuremberg. Otros incluso, a sabiendas del escasoescrúpulo que Carlos tenía a la hora de 52

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considerar la pertenencia social de sus eventuales amantes, han afirmado que no se trataba más que deuna humilde lavandera que debía de poseer algunas dotes para el canto, lo que hubiera sido el vehículoque la acercase a Carlos, siempre amante de la directa interpretación musical. Sobre el apellido de estamujer hay variaciones, ya que se ha escrito que lo modificó ligeramente cuando, más adelante, se trasladóa aquel Flandes donde tan bien iba a vivir. De hecho, en las cartas que de ella se conservan utiliza laforma Blomberch.

Fuese cual fuese su origen y hubiese o no música por medio, la relación había alcanzado los adecuadosniveles cuando él hubo de marchar de nuevo a la guerra. Concebido en la primavera de 1546, el 24 defebrero de 1547, nacía un varón, fruto de aquel romance. No existe seguridad acerca de la fecha delnacimiento, que coincide día por día con la de Carlos, por lo que muchos han supuesto que se fijó así poruna cuestión sentimental. Los señores Blomberg, lógicamente teme-rosos de que el hecho arruinase lafama de la hija, la casaron precipita-damente con un comisario de los ejércitos imperiales o —el asuntono está claro— elemento de la corte de doña María de Hungría —hermana del emperador— en Bruselas.Su nombre era Jerónimo Píramo Kegell, y de él cabe suponer que se habría prestado a la operación acambio de alguna retribución que considerase adecuada.

En homenaje a su padre legal, el pequeño fue bautizado como Jerónimo. En la casa familiar naceríanotros dos niños del matrimonio Kegell. El mayor murió a los doce años, ahogado en un barril, en escena

típicamente flamenca que no puede menos que hacer recordar las que por entonces estaban recreando ensus telas Brueghel y El Bosco.

El pequeño, de nombre Conrado, llegaría a convertirse en coronel y destacado miembro del ejércitoimperial. Hasta los tres años vivió con ellos Jeromín , cuando su padre decidió su traslado a España ycomenzó una trayectoria que le convertiría en don Juan de Austria, modelo de caballero de su época.

Fallecía en 1568 el señor Kegell y Bárbara se vio como una viuda todavía apetitosa y con ganas de hacersu vida. Pero la escasez de recursos que sufría la llevó a solicitar de Felipe II, debido a la maternidad deque era titular, una pensión que le fue concedida. Con todo, en muchas ocasiones eran las arcas públicaslas que debían acabar pagando sus gas-Carlos V, el fiel emperador

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tos. Cambiaba con frecuencia de domicilio y en los registros policiales de Amberes, de Gante y deLuxemburgo existe constancia de sus alegres correrías, que preocupaban a las autoridadescorrespondientes porque era conocida su condición de madre de un hijo del emperador.

Pero el hecho es que, mientras Jeromín recibía en España una cuidada educación y un gran cariño porparte de quienes ejercían con él de verdaderos padres, la Blomberg dejaba discurrir su vida entrefugaces amores abundantemente regados con vino y cerveza.

Durante su estancia en Amberes frecuentó a una mujer de apellido Frayken, que regentaba un activoburdel. Parece que entre la clientela del local encontraba Bárbara compañeros de solaz. Una y otra vezera discretamente inducida por las autoridades locales para que cambiase de lugar de residencia, cuandoel escándalo de su vida era imposible de ser ocultado. Una verdadera patata caliente que, en cualquiercaso, no tenía inconveniente alguno en repetir mudanzas, siempre que se le asegurase el pago de lasustanciosa pensión que recibía.

A tal punto llegó el escándalo de la situación que el duque de Alba, nada más tomar posesión del cargode gobernador de los Países Bajos, escribió preocupado a Felipe II:

La madre del señor Don Juan vive con tanta libertad y tan fuera de lo que debe a madre de tal hijo, queconviene mucho ponerle remedio, porque el negocio es tan público que me han avisado de que ya no haymujer honrada que quiera entrar por su puerta.

Y añadía, resumiendo: «Es terrible y de una cabeza muy dura.» Y

sobre la pensión, añadía: «darle dinero es arrojarlo al río porque en dos días lo tiene todo banqueteado».Bárbara, que en su madurez se había convertido en una mujer gruesa pero siempre ágil, vivaracha ypreocupada por su aspecto, se negaba siquiera a escuchar al duque, cuando le hablaba de la convenienciade volver a España.Y aducía, no sin razón, que allí a las abandonadas amantes de los reyes las metían enconventos y que ella no estaba en absoluto dispuesta a aceptar una cosa así.

Alba, el verdadero terror de los holandeses, no pudo con esta mujer, y eso que utilizó todos los medios asu alcance, que la discrecionalidad de que le había dotado en este asunto la voluntad del rey le permitía.

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A aquel hombre de hierro, considerado un verdadero demonio carente de humanidad por sus adversariosy sus muchas víctimas, no le valie-ron con Bárbara ni las suaves e indirectas insinuaciones, ni losabiertos intentos de sabroso soborno y, ya pasando a otros niveles, las más fuertes amenazas.

Estaba claro que el envalentonamiento de Bárbara tenía su base en el hecho de ser la madre del vencedorde Lepanto, de aquel modelo de príncipes caballeros al que toda Europa admiraba y por quien su mediohermano Felipe II sentía una mezcla de aprecio, resquemor y desconfianza. Pero fue precisamente élquien iba a dar un decisivo viraje en su desordenada vida. Cuando, en 1576, don Juan llegó a los PaísesBajos para hacerse cargo de su gobernación, Bárbara solicitó inmediatamente una audiencia con él. Hastaese momento, don Juan apenas había mostrado el menor interés en encontrarse frente a frente con sumadre, de la que sin duda algunos comentarios sobre su desarreglada conducta le habrían llegado. Se haapuntado que en alguna ocasión se encontraron, al menos una vez en Italia, sin que pudiese comprobarsela más mínima demostración de amor materno por parte de ella ni filial por parte de él. Era todoabsolutamente lógico. Tenía muy claro el héroe que la mujer que lo había cuidado como una verdaderamadre era la generosa y siempre comprensiva doña Magdalena de Ulloa, allá en la vieja Castilla. Laflamenca que le había dado materialmente el ser y de la que le habían separado en edad tan temprana noocupaba ningún lugar en sus sentimientos.

Parece que ella en algunas ocasiones, en busca de compensaciones materiales para sufragar sus elevadosgastos, le había chantajeado con la idea de que realmente no era hijo del emperador. De la entrevista quemantuvieron en Bruselas no hubo más testigos que sus dos protagonistas. Por ello no es conocido ni elcontenido ni el tono que se em-plearon. Alguien ha aportado referencia de que, observando su decisiónde sacarla del país, Bárbara le había declarado que solamente era ella quien sabía con certeza sirealmente él era hijo de Carlos V, añadiendo para terminar la venenosa y conocida duda.

Lo cierto es que, al poco tiempo, Bárbara se replegaba para hacer aquello a lo que siempre se habíanegado y salía para acabar instalándose en España, un destino que sin duda veía con el más negro rece-Carlos V, el fiel emperador

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lo. Sin duda, una contraprestación económica que consideraba suficiente la había decidido a ello. Parallegar hasta aquí, vivió un periplo un tanto especial, ya que, para evitar una negativa final muy propia desu inestable carácter, se la trasladó primero a Italia y, una vez llegada a Génova, fue embarcada para laPenínsula. Su lugar de destino era el Convento de Santa María la Real, en la pequeña localidad de SanCebrián de Mazote, en las soledades que rodean a Valladolid. Otra vez volvió a actuar doña Magdalenade Ulloa, que la aposentó en el palacio del Marqués de La Mota. Resulta curioso pensar cómo debió serla relación entre estas dos mujeres, absolutamente antitéticas entre sí y tan estrechamente unidas por lapersona de don Juan de Austria.

Con la considerable pensión otorgada por Felipe II y, ya muerto su hijo, se instaló Bárbara, en 1580, enla activa costa cántabra y se aposentó en la villa de Colindres, en casa de Juan Escobedo, que había sidofiel secretario de don Juan. Manteniendo al parecer unas discretas formas de vida, que quizá le veníandadas por el mismo paso del tiempo, cuatro años más tarde se trasladó a la casa del aposentador Juan deMazateve, en Ambrosero, en el que actualmente se conoce como el Barrio de la Madama, en recuerdo dela presencia de tan particular personaje, que quedó inscrito en la memoria colectiva.

Murió Bárbara Blomberg llegado el año 1598, el mismo año en que lo hacía también Felipe II, ya en unasetentena poco habitual para la época. Dejaba por escrito su voluntad de que su cuerpo fuese enterrado enla Iglesia de San Sebastián, en el Monasterio de Montechano,

«hasta que la voluntad del rey nuestro señor sea servido de trasladar-lo a otra parte». Hay que pensar queel novel y apocado Felipe III apenas tendría el menor interés en preocuparse de algo como aquello. Elsepulcro de esta mujer puede ser hoy visitado en su original empla-zamiento.

Muy cuidadoso fue Carlos con respecto a la existencia de todos estos hijos, que mantuvo de forma muyvisible —caso de Margarita— o cuidadosamente a la sombra, si bien preocupándose de su adecuadasupervivencia. De hecho, el mismo Felipe II no tuvo constatación de su carácter de hermano de don Juanhasta el mismo año 1556, cuando las abdicaciones de su padre le entregaban el dominio de medio mundo.

Antes de marchar a su elegido retiro de Yuste, Carlos le entregó en sobre 56

Los reyes infieles

cerrado un codicilo separado del testamento, en que reconocía la existencia del bastardo. Resultaba asíextremadamente interesante el hecho de que en su testamento, firmado dos años antes, el caducoemperador se refiriese exclusivamente a Margarita como hija natural suya, dejando bien claro el hechode que era producto de una historia tenida de muy joven y, sobre todo, sin haber caído en la infidelidad niel adulterio, dado que había sido antes de su matrimonio.Y se preocupa en que esto quede bien claro: «...estando en estas partes de Flandes, antes que me casase ni desposase, hube una hija natural que se llamamadama Margarita...»

El texto del codicilo separado, referido a don Juan, rezaba así: Demás de lo contenido en este mitestamento, digo y declaro que, por quanto estando en Alemania, después que enbiudé, hube un hijonatural de una mujer soltera, el cual se llama Jerónimo, y mi intención ha sido y es que por algunas causasque a esto me mueven, que pudiéndose buenamente endereçar, que de su libre y espontánea voluntad éltomase hábito, en alguna religión de frayles reformados, a lo cual se encami-ne sin hacerle para ellopremia ni extorsión alguna.Y no pudiendo esto guiar ansí, y queriendo él más seguir la vida y estadoseglar, es mi voluntad y mando que se le den de renta, por vía ordinaria, en cada año, de veynte a treintamil ducados en el reyno de Nápoles, señalándole lugares y vasallos con la dicha renta. Lo qual todo, assíen el señalar los dichos, como en la cantidad de la renta, que la suma susodicha sea como pareciese alpríncipe mi hijo, a quien lo remito, y en defecto del, sea como pareciese a mi nieto el infante Don Carlos,o a la persona que, conforme a este mi testamento, fuese mi heredero o heredera al tiempo que seabriese.Y cuando el dicho Jerónimo no estuviese por entonces ya puesto en el estado que yo deseo,gozara de la dicha renta y lugares por todos los días de su vida, y después dél sus herederos y sucesoreslegítimos, de su cuerpo descendientes. Y en cualquier estado que tomase dicho Jerónimo, encargo aldicho príncipe, mi hijo, y al dicho mi nieto, y a cualquiera mi heredero que, como dicho tengo, tubiere altiempo que este mi testamento se abriese, que le honre y mande honrar y que le tenga el respeto queconviene, y que le haga guardar, cumplir y ejecutar lo que esta cédula es contenido. Lo cual firmé de minombre y mano, y va cerrada y sellada con mi sello pequeño y secreto, y se ha de guardar y poner enefecto, como cláusula del dicho mi testamento. Hecha en Bruselas a seis días del mes de junio de 1554.

Carlos V, el fiel emperador

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Hijo o nieto, o cualquiera que al tiempo que este mi testamento y cédu-la se abriese y fuere conforme a élmi heredero o heredera, si no tuviéredes razón de dónde esté este Jerónimo, lo podreys saber de Adrián,mi ayuda de cámara; o en caso de su muerte, de Oger, mi portero de cámara, para que use de él conformea lo susodicho.

Aparte bien aireadas fidelidades conyugales y sin entrar en contra-dicción con ellas, dejemos alemperador en lapidaria opinión de uno de aquellos sagaces embajadores que la República de Veneciadistribuía por toda Europa y que eran inmejorables informadores de la realidad que vivían: «Pordondequiera ha estado, le han visto consagrarse a los placeres del amor, de una manera inmoderada, conmujeres de alta como de baja condición.»

V

FELIPE II, EL REY SIN PASIONES

PERSONAJE MUY ESPECIAL,según todos los testimonios de quienes le conocieron, dotado de uncarácter frío y muy poco dado a evidenciar sus emociones, si es que las experimentaba, la personalidadde Felipe II puede quedar definida por lo que apuntó el mismo embajador veneciano: «Estar solo es sumayor placer.» Parece demostrado que la gran mitificación que desde siempre había visto de la brillantefigura de su padre, generó en él una inseguridad que nunca fue capaz de vencer. Paralelamente y apartecasos muy concretos, mostró una marcada frialdad en todos sus afectos, tanto conyugales como fraternos,paternales y, por supuesto, los referidos a las eventuales relaciones de base exclusivamente sexual. Dehecho, la misma disparidad de mujeres con las que se vio sucesivamente emparejado por matrimonio —nada menos que cuatro, absolutamente distintas entre sí— vendrían a corres-ponderse en cierta medidacon esta personal frialdad. Para él, la obligación por razón de Estado se anteponía a cualquier otramotivación más humana.A ello habría que añadir en todas las ocasiones matrimoniales la presión nacidade la necesidad de conseguir un heredero al que transmitir el inmenso imperio que sus antepasadoshabían formado. Todo lo que podría haber sido próximo y humano, iba a ser para él, pues, un meronegocio infectado por el pernicioso añadido de la obligatoriedad.

Fue en octubre de 1543, teniendo los dos dieciséis años, cuando tuvo lugar la boda entre dos primoshermanos por parte de padre y de madre: Felipe y María Manuela de Portugal. Un preocupado emperadordaba a Felipe algunos consejos previos a este su primer matrimonio, 60

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en los que traslucía la experiencia de su propia trayectoria personal: amantes esporádicas e hijos de laoportunidad antes de la boda; luego, fidelidad absoluta y, en caso de viudez, vuelta a viejos usos, pero yasin la carga de la culpa del adulterio.

Así, escribía al muchacho:

Os ruego, hijo, que se os acuerde de que, pues no habréis, como estoy cierto será, tocado a otra mujer quea la vuestra, que no os metáis en otras bellaquerías después de casado, porque sería el mal y pecado muymayor para con Dios y con el mundo, y demás de los desasosiegos y males que entre vos y ella se podránseguir dello, sería mucho contra el efecto porque os apartáis della.

Era toda una manifestación de pragmatismo, que a Carlos aparentemente le había funcionado

suficientemente bien. Pero el caso de su hijo iba a ser bien diferente. En cualquier caso, las habladuríascortesanas y de los círculos de embajadores, siempre prestos a enterarse y a difundir bajo mano todo loque sucedía en las alturas, se hacían eco del escaso interés que el joven Felipe parecía sentir por lasmujeres.Al contrario que su fogoso progenitor, que había dejado buenas muestras de sus actividades nadamás superar la pubertad, el futuro Rey Prudente desplegaba su frío carácter, al no mostrar la menoratracción visible ni por la posibilidades sexuales de cualquier encuentro que sin duda se le propiciaría nipor la mera compañía de las siempre bien dispuestas damas que animaban los ámbitos cortesanos.

Todo príncipe debe tener bien claro que la finalidad de su matrimonio, o de sus sucesivos matrimonios,cuando sea el caso, no es el placer erótico sino la procreación para asegurar el mantenimiento de lafamilia en la cúpula del poder.Y lo cierto es que, en este sentido, Felipe cumplía todos los requisitosexigidos: en él nunca se manifestará por ninguna de sus cuatro esposas la menor chispa, ya no de pasión,sino de simple y ocasional deseo. A tal punto que, en el caso de su primer matrimonio, su propio padre ysus preocupados suegros tendrían que darle algún toque de atención en este sentido.

Escribiéndole acerca de alguna información que le hubiese llegado acerca de algún temporal episodioerótico protagonizado por su hijo, le prevenía, también pragmático: «No tornéis tan presto, ni tan a menu-Felipe II, el rey sin pasiones

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do a verla, y cuando tornaredes, sea por poco tiempo.» Resulta muy curioso que un personaje comoCarlos V, indiscutible protagonista durante años de la convulsa escena europea, se dedicase a entrar contanto detalle en cuestiones que, en definitiva, pertenecían a la esfera de decisión privada de su hijo. Peroestas intromisiones, permitidas y aun solicitadas por los inexpertos vástagos, se repetirán con frecuenciaen las siguientes generaciones de ocupantes del trono.

A aquel remiso adolescente se aproximaba una graciosa y sonriente rubia que parecía tener en la comidael primer interés en la vida.Y

la alargada sombra del padre volvía a hacerse sentir de forma casi omi-nosa, cuando antes de embarcarsepara Italia, volvía a inmiscuirse en la mayor privacidad de su hijo, instándole a que se moderase en sususos conyugales y que evitase así recibir «el daño que el príncipe don Juan de Aragón y de Castilla sufrióy pagó con su muerte...». Recordemos a este único y malogrado hijo varón de los Reyes Católicos, delque se decía que había «muerto de amor» en plena juventud, por haberse extra-limitado ampliamente enla práctica del débito matrimonial con su esposa, Margarita de Austria.

El conjunto de los cuatro matrimonios del Prudente supone un verdadero muestrario de naturalezaabsolutamente cosmopolita, ya que fueron sus sucesivas esposas una portuguesa, una inglesa, una francesay una austriaca. La historia del primero resulta en general bastante paté-

tica. De hecho, ya había empezado poco románticamente cuando, antes de pasar a la preceptivaconsumación del matrimonio, una oportuna sarna que afectaba a la extremidades del novio les impuso unaseparación, que le permitió a él aplazar el indeseado encuentro físico con su flamante mujercita.

El emperador había encargado a Juan de Zúñiga, fidelísimo ayo del príncipe, una vigilancia y controlabsolutos y permanentes de la vida íntima de la pareja, hasta el extremo de que era este servidor quiendisponía sus encuentros, les marcaba los tiempos que consideraba adecuados y llegaba incluso a

«separarles camas», aduciendo los peligros que para la supuestamente débil salud del heredero podíatener una cohabitación conyugal demasiado intensa. Mientras ella esperaba pacien-temente la solucióndel problema de la sarna, él se dedicaba a curarse en la localidad vallisoletana de Cigales, pero sin dejarpor ello de lado 62

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divertidas salidas nocturnas y deliciosamente extenuantes cacerías.

Cuando finalmente debió cumplir como esposo, lo hizo mostrando la más absoluta frialdad ydistanciamiento.

Si la obsesión del emperador por la vida sexual de su hijo era absoluta, no menor era la preocupación dela reina de Portugal y madre de la novel esposa. Era ésta la infanta castellana Catalina, aquella hijapóstuma del Hermoso, que había compartido con su madre, Juana la Loca, una niñez de encierro enTordesillas. Muy cauta ella, escribía ahora a su hija: «Mucho os pido que no se os ocurran celos, porqueno servirían sino para dar descontento al príncipe vuestro marido y a vos...» Y

le añadía recomendaciones sobre reputación personal que demuestran una absoluta preocupación por eltemor a cualquier rumor de infidelidad: «Conviene que las mujeres no estén solas, ni con una mujer, sinoacompañadas de muchas […] pero si vuestro marido no duerme en vuestra cámara, que siempre duermanen ella cuatro o cinco mujeres...»

Un celoso funcionario escribía por entonces: «Téngalos Dios de su mano y presto veamos el fruto que sedesea. No pierden noche...», y añadía: «No sé si se juntan mucho, que ambos hablan muy poco.» El hechoes que, de aquellas relaciones regladas acabó saliendo algo y, en el verano de 1545, nacía aqueldesgraciado príncipe Carlos que tantas preocupaciones iba a dar a su padre. Cuatro días después moríaMaría Manuela, de resultas de un parto mal llevado. Un nuevo mundo se abría ante el joven viudo. Dehecho, desde hacía ya tiempo, la escena de fondo de los aposentos del príncipe estaba ocupada por unaimportante presencia, que el fugaz matrimonio no había conseguido modificar.

Era Isabel de Ossorio una hermosa dama de la emperatriz Isabel y, más adelante, de las infantas María yJuana. Como tal, había tratado desde niños y con gran intimidad tanto a Felipe como a sus hermanas.

Más adelante, su presencia junto a las infantas siguió manteniéndola en constante contacto con él, que enocasiones gustaba de jugar a galan-teador, a caprichoso príncipe que disfruta de efímeros amoríos. Nuncaha quedado claro el hecho de que las posibles relaciones amatorias entre ambos acabaron plasmándoseen la práctica. Caso de ser así, no dejarían de tener un sustancioso añadido casi incestuoso, dado que estáprobado que, en tiempos, Isabel de Ossorio había acunado en sus brazos a este hijo de su señora laemperatriz. En cualquier caso, de haberse Felipe II, el rey sin pasiones

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producido tales relaciones —un discreto apaño en casa—, se calcula que se habrían iniciado ya antes delmatrimonio de Felipe con la infanta portuguesa.

Guillermo de Orange, el Taciturno, el dirigente de los levantiscos holandeses, escribió en su momentotextos en los que de forma directa atacaba a Felipe, su gran enemigo, acusándole de haber mantenido

estos «antinaturales» amores. E incluso iba más allá, denunciando la celebración de un matrimoniosecreto y la existencia de dos hijos fruto de él, a los que Felipe nunca reconocería. Según esta versión,serían sus nombres Pedro y Bernardino. Fuese como fuese, la historia con la Ossorio —que parece quefueron unos amores bastante conocidos en algunos ámbitos— debió servir como útil y, sobre todo,cómoda iniciación erótica a un muchacho siempre frío e inapetente. Como toda esta historia ha quedadoenvuelta en nebulosa, resulta asimismo imposible concretar en qué momento acabó; podría tener algunalógica pensar que quizá fuese con el matrimonio del príncipe, cuando ya la madura amante habríapensado que terminaba una etapa y ahora ella debía apartarse del camino de él.

Fuese la historia como fuese, algo debió haber ahí, ya que Felipe la compensó en cierta manera porhaberle imposibilitado un matrimonio convencional, ya que la notoriedad de sus amores por lo vistohabía sido muy pública. Desde Bruselas, le hizo documentalmente mercedes económicas y ella, unos añosdespués, contaba con suficiente caudal como para fundar un señorío con mayorazgo en las cercanías deBurgos, herencia que pasaría a sus sobrinos. Aparte de estas mercedes, cuando se produjo latestamentaría de la dama, a su muerte en 1589, hay constancia de la presencia de ricas joyas en su ajuar,que se afirmó eran regalos del acalorado amante que había sido Prudente en su juventud.

La amante emparedada

Alrededor de la fecha de la muerte de María Manuela, se sitúa otra historia amatoria, que no amorosa,del joven Felipe. Se trataba de Catalina Lénez, con la que se solazaría en su recuperada libertad. Seríaesta muchacha hija de uno de los secretarios del príncipe y, embarazada por él, 64

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habría sido inmediata y discretamente casada antes del nacimiento de una niña. Un oportuno destino enItalia para el consentidor marido habría solucionado las cosas. Más enjundia tenía otro episodio«paralelo» en la vida del futuro rey, localizada aproximadamente por estos mismos años. Se trataba de latruculenta historia protagonizada por otra de las amantes que se le han atribuido: la bella Elena Zapata.

Había nacido en una familia de monteros de modesta hidalguía provincial del norte cantábrico. Con unexiguo capital trabajosamente acumulado y esperando amplias sus expectativas de vida, se instaló Elenaen Madrid con uno de sus hermanos. Tras haber conseguido emparentar por matrimonio con laacaudalada familia Zapata, habitaba en el palacio de las Siete Chimeneas, entonces en el extremo orientalde la villa que todavía no era capital. Cuando Felipe la conoció y enta-blaron una relación, se dijo que—cual redivivo y bíblico rey David, actuando miserablemente con Urías— se deshizo de la incómodapresencia del marido enviándole a los Tercios acantonados en Italia. Se dijo también que el capitánZapata habría acabado muriendo más adelante en la tan gloriosa batalla de San Quintín. Con las manoslibres, los amantes se entregarían a su asunto a lo largo de los meses que siguieron, hasta el momento enque él debió marchar a Inglaterra para contraer matrimonio con la reina María Tudor.

La más abierta truculencia entraba ahora plenamente en la historia, ya que la tradición afirma que Elena,ya sin su príncipe, habría decidido no quedarse tranquilamente en casa a la espera de su ausente marido.El hecho es que un mal día fue apuñalada hasta la muerte en su propio lecho, quizá por un pretendientedespechado. Pero más aún y para terminar de completarlo todo, se llegó a afirmar que su propio padre,decidido a evitar cualquier escándalo o simple habladuría, habría sido el homicida y habría emparedadoel cadáver en uno de los muros de la mansión. Para justificar todo aquello, se apuntaba que el padre sesuicidó poco después, por el tradicional método de colgarse de una viga oportuna.

Ello vendría a justificar en alguna forma la fama que este edificio, actual sede del Ministerio de Cultura,adquiriría. Dice la leyenda que, de vez en cuando, algún noctámbulo paseante observó la nebulosa figurade una joven que transitaba por los inclinados tejados de la mansión Felipe II, el rey sin pasiones

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con una vela en la mano y, de vez en cuando y en melodramático gesto, se daba golpes en el pechomientras se arrodillaba dando cara a la oscura y lejana mole del alcázar, que apenas podría vislumbraren la noche.

El último dato conocido que podría referirse a esta densa historia fue el hallazgo, durante unas obrasrealizadas ya a fines del siglo XIX, del cadáver de una mujer en los sótanos de la casa; a su lado, habíaun sa-quito conteniendo varias monedas acuñadas a mediados del siglo XVI.

Pero, antes de someterse al indeseado yugo matrimonial inglés, el reacio Felipe deambuló un poco porlos dominios paternos de los Países Bajos y Alemania. Estaba claro que no tenía demasiada prisa en

entregarse en los brazos de una María Tudor de la que sin duda habría recibido las menos excitantesreferencias.Así, mientras al otro lado del canal, ella le esperaba enferma de ansiedad, se dijo que elflamante prometido volvería a tener otra hija secreta, en este caso con una dama de Bruselas. Hija quesería criada en la mayor clandestinidad y de la que nunca más habría noticia.

Felipe era un hijo muy responsable y comprendía perfectamente el interés y la preocupación que suagotado padre tenía por asegurar su posición, decidido como estaba a abandonar el mundanal ruido pararetirarse a las soledades de Yuste. El papa había intervenido de forma muy activa en esta uniónmatrimonial, que parecía asegurar definitivamente el retorno de la díscola Inglaterra protestante al senode la Iglesia.

Un Felipe como rey consorte se presentaba como la mayor garantía de ello y a él, personalmente, nuncase le ocurriría cuestionar las decisiones de su padre, por mucho que le repugnasen. Estaba claro queestaba enterado de la realidad de aquella mujer con la que iba a compartir tálamo matrimonial.

Tía y sobrino

Era María Tudor tía suya, como hija de aquella desdichada Catalina de Aragón; tenía doce años más queél y su físico suponía una depri-mente presencia. Envejecida antes de tiempo, seca, con un ajado rostrosurcado de arrugas y una agria expresión, trataba de compensar su podrida dentadura y una avanzadacalvicie utilizando estrambóticas pelucas 66

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de chocantes colores. Él tenía muy claro su cometido en todo el asunto y, de hecho, lo demostró cuando lecomentó a un amigo que se iba a Inglaterra a «apurar cuanto antes tan amargo cáliz...». El retrato que deella realizó Antonio Moro por encargo de Carlos V la muestra en absoluto agraciada, adusta y altiva. Enfin, todo lo contrario de lo que podía desear cualquier joven prometido.

Algo patético, en fin, que vino a agravarse cuando nada más verle, ella cayó rendida de amor por él. Dehecho, se había pasado los meses previos al encuentro mirando y besando continuamente los retratos que,siguiendo la costumbre, de él se le habían enviado.Ahora le tenía en carne y hueso y ordenó acelerar almáximo todos los trámites previos, que le permitiesen hincarle el diente a tan deseable y rubicundojoven. La ceremonia de la boda se celebró el día de Santiago del año 1554, en la catedral de Winchester.Desde el primer día, lo que para él no era más que el cumplimiento de una obligación política, para ellaera la plasmación práctica del amor más apasionado.

De hecho, Felipe supo comportarse como el caballero que de él se esperaba que fuese y todos lostestimonios existentes hablan de una aparente armonía de la pareja, de una relación que traslucía plenafelicidad. En cualquier caso, para nadie era un secreto la base de aquella unión y si un untuoso cortesanoescribía: «Sus Majestades son la pareja más feliz del mundo», otro apuntaba: «A darnos un hijo se vatodo el bien que se pretende...» y si un tercero gustaba de reflejar cosas como

«La tiene tan contenta que el otro día, estando los dos solos, parecía que ella le hacía el amor a él y elrey la contentaba de igual modo», un cuarto, pragmático, no ocultaba un pensamiento generalizado entrela población: «No le necesitamos más que para esto; tenga la reina hijos y puede volverse él por dondevino.» Entre la población inglesa, la boda con el español no cayó bien, debido a lo que venía arepresentar como instrumento del Papado y Felipe nunca llegó a ser coronado rey ni intervino apenas en

los asuntos de Estado.

Fuese como fuese aquella luna de miel entre los jugosos y verdes prados que rodean al castillo deWindsor, lo cierto es que es en esta época donde se ha situado toda una serie de esporádicos episodiosextramatrimoniales protagonizados por el recién casado, al que no debían resultar suficientes las tristesefusiones de su esposa. Se ha hablado en Felipe II, el rey sin pasiones

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concreto de varios «amores vulgares», que vendrían a justificar las tendencias en el hijo similares a lasmostradas por su padre, cuando no se molestaba en hacer ascos o distingos sobre la procedencia socialde sus temporales aventuras. Durante aquellos meses, se habló de relaciones de Felipe con una panaderadel lugar y con una mujer de nombre Catalina Laínez. Por último, pero sin pretender agotar lasposibilidades, se habló de una doncella de su propia esposa, llamada Magdalena Dacre, con la que elcontacto vendría a ser más fácil y llevadero. Relaciones algunas de ellas de las que algunos llegarían aafirmar que hubo descendencia. De entonces dataría un bonito episodio, digno de una de las escenas decomedia que pocos años después iba a inmortalizar el genio de Shakespeare. En ella, una tal vizcondesade Montagne le habría propinado un recio bastonazo al principesco zascandil, cuando éste se puso yademasiado pesado en su insistencia en acceder a su dormitorio por una ventana.

De cualquier manera, hay que suponer que la sufrida esposa recibía cumplida información de todas estasactividades y que, aparte de estar absolutamente enamorada de su marido, debía considerarlas propias detodo príncipe normal de la época. Por su parte, Felipe, que no era ningún tonto, no debía poder quitarsede la cabeza la idea de que era una mera herramienta de intereses políticos, al igual que de formatradicional lo habían sido todas aquellas infantas castellanas que sirvieron de material de trueque con lasdemás cortes europeas por la vía matrimonial. Por el momento, él conseguía aproximar a María a sumedio hermana Isabel, a la que había tenido encerrada en la Torre de Londres, mientras todos losplácemes y parabienes venían a saludar a la recuperación para Roma de aquella arisca Albión. Lo que síestá probado es el hecho de que Felipe siempre trató de mitigar el rigor que los sectores másintransigentes del catolicismo aplicaban en su política religiosa, utilizando a la reina como máximoinstrumento. Pero en menos de tres años, unas trescientas personas serían quemadas en la hoguera a causade su fe protestante. La reina se ganaba con creces el sobrenombre de «María la Sanguinaria» con el quepasaría a la posteridad.

Cuando se difundió la noticia de que María estaba embarazada, exultante cardenal católico hubo quellegó a expresar verbalmente una exageración que llegaba a rozar la impiedad: «¡Dios te salve, María!Bendita 68

Los reyes infieles

eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre...» Algo verdaderamente extremo que hablaba delinterés y aun de la ansiedad con que todas las partes implicadas en la cuestión consideraban el asuntocrucial de la descendencia de tan imposible matrimonio. Llegado el mes de marzo de 1555, todo parecíaanunciar el tan esperado momento y en el palacio de Hampton Court, cerca de Londres, se tomaron lasmedidas pertinentes. Pero todo acabaría en un fiasco, ya que resultó que se trataba de un embarazohistérico, inducido al unísono tanto por la propia ansia procreadora de ella como por las fuertespresiones a las que se hallaba sometida. No sería éste el único embarazo histéri-co que sufriría.

No hay demostración de que Felipe sintiese demasiado aquella perdida posibilidad y de hecho marchó enagosto de ese año a Bruselas, para recibir la investidura de los estados que su padre en vida le entregaba.Desde Inglaterra, ella le bombardeaba obsesivamente con apasionadas cartas que quizá él ni se molestaseen leer. Ella entonces, enve-jecida, no encontraba más recursos para seguir viviendo que entregarse alregodeo de la enfermedad y la apatía, olvidándose de sus obligaciones de gobierno y pasándose la mayorparte del día metida en la cama.

En Bruselas, Felipe estaba decidido a darse las alegrías que los meses ingleses le habían negado —aunque no del todo, como se ha visto—

y no se privaba de todo tipo de placeres, como se consideraba en la época que correspondían a su edad ycondición, al punto que un embajador informaba:

[…] el rey de Inglaterra no da la impresión de que se preocupa en despachar los asuntos, ni aun los másimportantes, a pesar de que el Emperador le frun-ce el ceño y le ha hablado con acritud e incluso deforma punzante...

Cuando al cabo de dos años él regresó a Inglaterra, estaba ya claro que únicamente lo hacía con finespolíticos para implicar al país en la guerra que tenía entablada con Francia. Fueron solamente cincomeses, pero a ella le sirvieron para recuperar la alegría de vivir. Cuando él marchó de nuevo y de formaque ya se veía definitiva, entrado el verano de 1557, ella le despidió en el puerto de Dover. DesdeFlandes y en carta privada, escribió Felipe a uno de sus íntimos que su mujer le había Felipe II, el reysin pasiones

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estado engañando durante meses, haciéndole creer que se hallaba embarazada solamente con el fin deretenerlo a su lado y que, desde luego, tan molesta experiencia le decidía a marchar a España y no volvera salir de allí. Moría aquella patética María en soledad, un día de noviembre del año siguiente, víctimade un cáncer de ovarios. Su cuerpo era enterrado, bajo las góticas arcadas de la abadía de Westminster,amor-tajado con austero hábito de monja, siguiendo la costumbre que ha-bían establecido su madre,Catalina de Aragón, y su abuela, Isabel la Católica.

Legítimo, pero inaceptable

La venida al mundo en 1545 del heredero Carlos, aparte de provocar la muerte de su madre, abrió épocade zozobra en el interior de la familia. Desde un principio, mostró una débil salud física y unaprecariedad mental todavía más marcada. Caprichoso y perfectamente imbui-do de su principal papel,con todo, en sus primeros años dio muestras de un aceptable grado de normalidad. Para integrarlosocialmente, fue enviado a estudiar a la Universidad de Alcalá de Henares, junto a su tío don Juan deAustria y a su primo Alejandro Farnesio. Fue durante esta estancia cuando se produjo una caída por unaescalera —se dijo que en persecución de la hija de un sirviente de palacio— y se golpeó en la cabeza detal forma que fue necesario practicarle una trepanación.

Parece demostrado que desde aquel momento no iba a remontar su problemático estado psíquico.Episodio espeluznante de esta enfermedad fue aquel en que, con ánimo de que mejorase, se le introdujoen la cama el cuerpo incorrupto del muy venerado fray Diego de Alcalá, que al parecer tenía propiedadescurativas.A pesar de la negativa impresión que aquello pudo producir en el ánimo del enfermo, lo cierto

es que mejoró, por lo que Felipe aceleró en el Vaticano el proceso de canonización del franciscano, queacabaría convirtiéndose en santo patrono de la ciudad de Alcalá de Henares.

Para entonces, Carlos había expresado extravagantes caprichos y dado muestra de terribles estallidos deviolencia. Sobre esto, se hablaba de cuando arrojó por una ventana a un paje o cuando atacó con un 70

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enorme cuchillo a varios ministros de su padre, entre ellos el temido duque de Alba, o de la brutal formacon que trataba a los caballos, hasta casi matarlos, o de cuando obligó a un zapatero a comerse en supresencia unas botas que consideró le había hecho demasiado estrechas...

Luego, siguió creciendo y creando cada vez más problemas.Adolescente violento, sabía rodearse decrápulas amigotes mayores que él, desca-rriados hijos de grandes familias que únicamente se dedican adespil-farrar las fortunas familiares sin guardar respeto por nada. Con ellos, frecuentaba durante nochesenteras los más arrastrados garitos de los arrabales madrileños que descendían hasta las riberas delManzanares.

Era comidilla muy extendida el hecho de la impotencia sexual del príncipe, por lo que él se esforzaba endesmentirla, haciéndolo de las formas más groseras. Estúpido exhibicionista, se lanzaba inesperadamentesobre cualquier mujer a la que viese, en cualquier lugar y circunstancia, la manoseaba con violencia ycuando ella reaccionaba, la insultaba gravemente. En fin, una repetida actitud que obligaba reite-radamente a su padre a pagar sustanciosas indemnizaciones a ofendidos padres, maridos y hermanos delas insultadas.

Felipe II era en esos momentos el monarca más poderoso de la tierra, con unos dominios en los queciertamente no se ponía el sol.

La voluntad de su padre le había descargado del peso de la púrpura imperial europea, que había pasado asu tío Fernando, aquel emperador que desde Viena nunca dejó de añorar los paisajes de la Castilla dondehabía nacido y se había formado.Ahora, las permanentes hos-tilidades con Francia habían idodecreciendo y todo demostraba deslizarse hacia la firma de la paz. Nada mejor para sellar tan esperadaconcordia que una boda principesca y se había pactado la del conflictivo heredero Carlos con Isabel deValois, hija de Enrique II y de la gran Catalina de Médicis, una de las más interesantes mujeres de suépoca. Tras una prolongada y desesperante esterilidad, Catalina había sido capaz de darle a su maridonada menos que diez hijos.

Para conseguir tan abundante descendencia había recurrido a métodos un tanto especiales, como laingesta de infusiones hechas mediante cocciones de gusanos, leche de burra, rayadura de asta de ciervo yheces de vaca o, en otros casos, combinados de cenizas de rana y genitales de jabalí.

Felipe II, el rey sin pasiones

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Pero la muerte de María Tudor dio un giro total a estos proyectos.

La nueva reina Isabel de Inglaterra se negó a las proposiciones de matrimonio con Felipe. Se dice que la

voluntariosa hija de Enrique VIII, que pasaría a la Historia como «la reina virgen», estaba físicamenteincapa-citada para la vida sexual, debido a una aplasia vaginal y a la imposibi-lidad de menstruar. Peroel nuevo rey de España se presentaba entonces como el mejor partido de Europa y, después de lasnecesarias conversaciones, Isabel de Valois pasó de ser la prometida del hijo a convertirse en esposa delpadre, algo que satisfizo sobremanera a la Corte francesa, sabedora de los desarreglos que en todos losórdenes manifestaba Carlos.

El novio tenía treinta y dos años; la novia, catorce y fue presentada de la forma más espectacular como lamás hermosa y efectiva prenda de garantía de la paz que se firmaría en el Tratado de Cateau-Cambresis,en abril de 1559.Algún avispado corifeo cortesano tuvo la afortunada ocurrencia de pensar que la noviadel rey se merecía el título de «Isabel de la Paz», con la que se le recibe para sus bodas y pasa a laposteridad.

La boda por poderes tuvo lugar en la catedral de Notre-Dame de París, actuando el duque de Alba comorepresentante del novio. El encuentro tuvo lugar, a fines de enero de 1560, en el palacio del Infantado deGuadalajara. Una sombra planeaba sin embargo sobre todos estos fes-tejos. Durante un torneo celebradopara festejar el enlace de su hija, la astilla de una lanza había penetrado en el ojo del rey Enrique II,causándole la muerte.

Ello no impidió que la enérgica Catalina de Médicis se mostrase en la nueva situación y desde el primermomento como una suegra de altos vuelos y, sin pelos en la lengua, hizo saber a su flamante yerno «eldeseo que tenemos de ver hijos», esperando que justificase «la opinión que tenemos de que es un buenmarido».A esta suave imper-tinencia, él respondía en poca habitual expresión humorística en él,asegurándole que «se esforzaría por conservar la reputación que había adquirido...».

En cualquier caso y a la espera de la llegada de la novia, Felipe entretenía sus ocios con una dama decompañía de su hermana, aquella infanta Juana, compleja y secreta jesuita. Su nombre era Eufrasia deGuzmán y pertenecía a una familia de Valladolid de rancia ejecutoria, que no 72

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había podido librarse de una contaminación grave en aquellos momentos: uno de sus abuelos se habíacasado con la hija del rabino mayor de Burgos. Cuando su asunto con el rey tomó forma de un embarazo,se buscó el habitual apaño bajo la forma de comprensivo y bien retribuido marido. La cobertura del realdevaneo estaría en este caso a cargo de Antonio de Leyva, príncipe de Áscoli, que aceptó lo que se lepropuso y se casó con Eufrasia en la misma capilla del alcázar. La boda tuvo padrinos de postín, ya quelo fueron el hermano del rey, don Juan de Austria, y —en provocador desafío del que la interesadaseguramente era inocente— la propia y recientemente desposada Isabel de Valois.

En este caso, era todo un aristócrata el que se prestaba a cubrir con su nombre cualquier habladuría. Esosí, a cambio de las suficientes cantidades que le sirviesen para cubrir algunos agujeros económicos quele tenían preocupado. Áscoli falleció oportunamente a los seis meses de la boda, dejando encinta a suesposa. El hijo de la pareja, Antonio Luis, supuesto bastardo del rey, fue un personaje que actuó comoalto jefe militar, llevó una vida bastante irregular y tuvo permanentes problemas con la justicia, que eransolventados discreta y oportunamente una vez conocida su personalidad.

Afortunado con sus hijas, mujeres inteligentes, válidas y de trayectoria personal intachable, desde luegoFelipe II no tuvo suerte alguna con sus hijos varones, ni con los legales —don Carlos y Felipe III—

ni con los ilegales. Aparte de este niño, se habló también del nacimiento de una hija, producido ya antesde la boda de Eufrasia y que habría servido para sellar aquella relación, de cuyo final no existen pruebas,pero que debió acabar, siguiendo la costumbre de Felipe, de forma bastante expeditiva.También secomentó acerca de otra simul-taneidad erótica del por entonces reciente esposo, esta con muchas menoscomplicaciones de toda clase, con una dama de nombre Magdalena Girón.

Isabel, la nueva reina, era una verdadera niña mimada que viviría un matrimonio feliz, rodeada de unpueblo que la adoraba y que le había cantado de la forma más agradable:

De Francia viene la niña,

De Francia, la bien guarnida.

Felipe II, el rey sin pasiones

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Venía a encontrarse con un marido que jamás le iba a negar ninguno de sus muchos caprichos, pero suprimer encuentro sexual presentó algunos problemas, debido tanto a los temores de la adolescente como amotivaciones físicas, que un entregado embajador francés comentaba con delicadeza a la suegra Catalina:«... la constitución del rey causa grandes dolores a la reina, que necesita de mucho valor para evitar-lo...» Aquí también hablaba la nodriza, que la había acompañado y que escribía a París, en carta que seconserva llena de tachaduras en los puntos más calientes: «El rey es de una complexión que […] laimportuna

[…], la reina no puede tomar ese camino aunque quisiera...» Lo que son las cosas, la difunta MaríaTudor, tan seca y agria ella, no parecía tener problema alguno en este asunto concreto y nada parecíaagradarle más que, una y otra vez, «tomar ese camino».

Se conserva una amplia y sabrosa información documental sobre la vida matrimonial de Felipe e Isabel,incluso en sus detalles más íntimos, como la estricta ordenación de los rituales que rodeaban susencuentros físicos. Cuando el rey lo decidía, normalmente después de la cena, pero antes de las once dela noche, era Felipe quien acudía a los aposentos de su mujer. Allí le esperaba ella, adecuadamenteprepa-rada por sus damas. En ningún caso era la reina quien iba a las habitaciones de su marido, algoabsolutamente impensable, por considerar la etiqueta palaciega que podía ser relacionado con lasfrecuentes visitas que las prostitutas de alto nivel solían hacer a sus blasonados clientes.

Durante estos encuentros reales, que nunca se prolongaban por más de dos horas, los criados vigilabanlos pasillos e imponían silencio, con el fin de asegurar «el buen dormir de nuestro católico rey y nuestraseñora doña Isabel». Un ceremonioso saludo de él ponía fin a la sesión y daba paso a las ajetreadasdamas, que procedían a borrar de la piel de su señora cualquier señal del encuentro.Todo estaba muybien, por lo visto, pero por la misma época, acerca de aquel monarca sin pasiones, podía escribir un bieninformado embajador veneciano: «... se deleita-ba con mujeres, juntándose con ellas a escondidas conmucha frecuencia...»

La reina era feliz en una Corte que solamente vivía pendiente de sus deseos y de sus más absurdoscaprichos. Realizaba unos gastos espectaculares y derrochaba todo cuanto llegaba a sus manos. Sisolamente 74

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utilizaba una vez cada costoso vestido que le hacían, acumulaba sin cesar joyas y piedras preciosas,mientras en las fiestas, saraos, cacerías y recepciones que se organizaban para agradarle, los costos quese refle-jaban en las listas de gastos alcanzaban niveles de verdadero escándalo.

El austero Felipe nunca le recriminaba nada, aunque vigilaba escrupulosamente con sus administradorestodo aquel dispendio, que ponía a la casa real en el brete de verse enfrentada a la negativa de losproveedores a servir sus géneros al verlos sistemáticamente impagados. Ella, en cartas a su madre, nocesaba de quejarse de la aburrida —y para ella, desagradable— ciudad de Toledo y es posible que elagradarla fuese, entre otras, causa destacable de la decisión del rey de trasladar la Corte a Madrid en elaño 1561.

En el Real Alcázar, la vida se deslizaba agradablemente. Dominaba por encima de todo la juventud. DonJuan de Austria, rubio, guapo, intrépido y bastante insolente, estudiaba con su sobrino —que tenía sumisma edad—, Alejandro Farnesio, atractivo moreno, muy italiano, en la cercana Universidad de Alcaláde Henares. Junto a ellos estaba el absoluto desastre que era Carlos, a quien estas compañías encualquier caso no podían menos que proporcionarle benéficos efectos.Y también estaban allí dossobrinos austriacos del rey: los archiduques Rodolfo y Ernesto. Presidiéndoles a todos en las alegresreuniones, la reina Isabel.

Al fondo de la escena, el adusto Felipe debía contemplar complacido tan agradable panorama.

Se ha conservado memoria de un curioso hecho, cuando aquella Eufrasia de Guzmán, bien pública amantedel rey, tuvo la osadía de presentarse en una recepción palaciega ataviada de forma desafian-tementeostentosa. Parece que Isabel, aquella mimada y comprensiva esposa, no lo pudo resistir y se puso asangrar por la nariz, hasta el punto en que fue preciso llevarla al lecho. Soponcio verdadero o chantajeemocional a su infiel marido, lo cierto es que el asunto acabó llegando hasta el aborto en el embarazo enque se hallaba.Todo este asunto iba a servir como temporal correctivo a Felipe, quien, por un tiempo, secontroló hasta el punto de que uno de sus ministros comunicaba en privado que «amores pasados» habíanterminado y que todo marchaba en la real pareja tan bien «que no se podía desear más».

Felipe II, el rey sin pasiones

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Era Isabel mujer de salud delicada y con frecuencia sufría de todo tipo de males, pero a pesar de todo,fue la que proporcionó a Felipe su etapa de vida familiar más tranquila. Tuvieron dos hijas, Isabel ClaraEugenia y Catalina Micaela.Tras el nacimiento de la segunda, su salud empeoró de forma irreversible y,en octubre de 1568, moría en el palacio de Aranjuez, adonde su marido había ordenado que latrasladasen para mejor tratarla. Parece que nunca mostró de forma expresa su frustra-ción por no haberdado un hijo varón a su marido. Un Felipe cada vez más abstraído en cuestiones de otro calibre semostraba en todo esto muy comprensivo y, cuando vino al mundo Isabel Clara Eugenia, la verdadera niñade sus ojos, comentó que prefería que el recién nacido hubiera sido una niña, «ya que son las hijasquienes, mediante las alianzas y matrimonios, acrecen los estados, mientras los varones los suelen apocary dividir».

Cierto que como heredero había estado el inestable Carlos, pero cuando la reina moría, expulsando un

feto hembra de cinco meses, en octubre del año 1568, la verdadera pesadilla que era Carlos ha dejado demolestar e inquietar a su señor padre hacía ya algunos meses. La historia de una posible relación amorosaentre don Carlos y su madrastra ha sido motivo de permanente atención, tanto desde perspectivasestrictamente históricas como desde la literatura y la ópera más entregadas al sentimiento romántico.

Amores de ópera

Cuando, con bastante cinismo, su brillante tío don Juan de Austria recriminaba a este patéticohombrecillo la disipada vida de la que todos hablan, él reaccionaba agriamente. Ambos se tenían un grancariño, pero Carlos no soportaba los controles y mucho menos las broncas, por amables que fuesen yviniesen de quien proviniesen. Hay testimonio de una escena verdaderamente deliciosa en este sentido.En una ocasión, cuando el «perfecto» don Juan sermoneaba a su sobrino hablándole de su mala vida, elotro reaccionó en plan príncipe altanero y le respondió: «No puedo discutir con un inferior.Vuestramadre fue una ramera y vos sois un bastardo.» Pero el orgulloso guerrero no se ami-76

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lanó y replicó a tan insolente sobrino: «Con todo, mi padre fue un hombre mucho más grande que elvuestro.» Se supone que después de decirse lindezas de este calibre, quedarían tan amigos como antes.

Carlos había aceptado sumisamente la pérdida de su novia francesa en beneficio de su padre. Quizá paraél todo esto le quitaba un peso de encima, ya que el cumplimiento de los deberes matrimoniales no debíaser para él una perspectiva muy atrayente. De hecho, había tratado de demostrar, «de forma científica», lafalsedad de los rumores que cundían malignos sobre sus supuestas incapacidades. En un nuevo capricho,hizo que varios médicos y un barbero le administrasen una póci-ma y, a continuación, una experimentadaprostituta trató de provocar en él alguna reacción. El fracaso del experimento, que inmediatamente fuedivulgado como cabía esperar, se convirtió en materia de burlones y malévolos comentarios en todos losámbitos.

Había que buscarle ahora un acomodo matrimonial al que, a pesar de tan grandes pesares, era el herederodel mayor imperio del mundo.

Y a la Viena de los primos Habsburgo se recurrió para encontrar alguna archiduquesa disponible, quepudiese ser emparejada con aquel conflictivo ser. Los parientes imperiales conocían perfectamente elproblema, pero tenían muy claro que ello no les iba a impedir acceder a entroncar tan directamente con elheredero de tan poderoso monarca.

Cosas tanto o más extrañas se habían visto y habrían de verse en el complejo entramado de losmatrimonios de la realeza europea. La «suerte» en este caso le tocó a Ana, una de las hijas del emperadorMaximiliano II que, en el momento de los acuerdos nupciales, solamente tenía doce años. Circunstanciamuy característica de aquella enloquecida endogamia que unió durante siglos a Habsburgos españoles yaustriacos era el hecho de que la madre de ella era la emperatriz María, hermana mayor de Felipe II, y lapropia futura novia era, pues, prima carnal de Carlos y nacida en la localidad vallisoletana de Cigales,muy frecuentada por entonces por los miembros de la familia real.

Felipe no estaba muy seguro de querer asegurar su descendencia por la más que dudosa vía que lepresentaba un hijo del que desconfiaba absolutamente y quizá incluso temía. Ello hizo que fueseposponien-do la boda, con la creíble excusa de la reducida edad de la novia, pero el padre de ella no

parecía dispuesto a soltar la presa e insistía una y Felipe II, el rey sin pasiones

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otra vez en la celebración del enlace. Cuando cumplió dieciocho años, Ana solicitó de su padreinstalarse en un convento en España, a lo que aquél se negó y, harto y ofendido por la inacabable espera aque lo sometía Felipe, entabló conversaciones para casarla con Luis IX de Francia, personaje al que supretendida novia parece que detestaba a fondo.

El hecho es que, mientras se producían estos tiras y aflojas en torno a su destino más íntimo, Carlos noabandonaba sus costumbres y, en compañía de broncos amigotes, seguía visitando asiduamente burdeles,tabernas y garitos.Aparte de beber y provocar fuertes alborotos, en ocasiones armado de un amenazadorarcabuz, aquel tan especial hijo de papá poco más hacía en tales lugares, ya que parece demostrado queen ningún momento de su corta existencia alcanzó a mantener relaciones físicas convencionales con mujeralguna.

Pero lo más grave para su padre eran sus veleidades políticas. Había conseguido ser nombrado miembrodel Consejo de Estado y, cada vez de forma más abierta y descarada, reclamaba un territorio paraorganizar sobre él su propio reino. En esto venía a coincidir con las apetencias de su brillante yambicioso tío, don Juan de Austria, que tampoco le perdonaba a su hermano de padre que le negase estagracia.

Tío y sobrino se entendían, pero ello lógicamente dio lugar a suspicacias y delaciones sobre supuestosactos de traición perpetrados de acuerdo con los rebeldes holandeses. Felipe podía llegar a digerir malque bien todas las excentricidades de su conflictivo hijo, pero el tema polí-

tico era algo que no estaba dispuesto a admitir, y así, en los primeros días del año 1568, Carlos fueencerrado en un torreón del alcázar, donde murió de causas nunca aclaradas a fines del mes de julio.Naturalmente todos acusaron a su padre de haberle suprimido. La leyenda negra anties-pañola, que teníaen Felipe II a su más destacado protagonista, venía a encontrar nuevos fundamentos en este drama parajustificar su tiranía y falta de piedad, incluso en un asunto situado tan en el interior de su intimidad comoeste.

En aquella ocasión, sin embargo, había que guardar las apariencias y nada menos que un obsequioso frayLuis de León llegó a escribir en una cuarteta un adulador epitafio al túmulo que guardaba los restos deaquel desastroso personaje:

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Aquí yacen de Carlos los despojos: la parte principal volvióse al cielo, con ella fue el valor; quedóleal suelo miedo en el corazón, llanto en los ojos.

Los grandes enemigos de Felipe II, desde Guillermo de Orange hasta Antonio Pérez, se preocuparon depropalar, además del hecho de que el príncipe había sido eliminado por orden de su padre, el de susrelaciones con su madrastra.Todo estaba directamente dirigido al descré-

dito del que era el gran adversario, atrincherado en su helado Escorial, desde donde a través de la lecturay la escritura de documentos gober-naba medio mundo.

El de Orange llegaría incluso a acusar a Felipe no sólo de la muerte de Carlos sino también de la deIsabel y atribuía al rey, por si todo ello fuera poco, el delito de bigamia, afirmando que, al contraer suprimer matrimonio, estaba casado en secreto con Isabel de Ossorio.Algún otro vendría incluso a rizar elrizo y justificar la veracidad de la historia entre Isabel y Carlos, aduciendo que al estar previamenteprometidos, había sido el propio padre el que había cometido adulterio al quitársela...

Pero de hecho no existe, aparte suposiciones y sospechas de quienes estaban en el ámbito cortesano porentonces, prueba de que tuviese realidad alguna aquel pretendido lance amoroso entre ambos. Resulta unpoco difícil admitir que la caprichosa y mimada Isabel, acostum-brada a que todo se hiciese de la formamás agradable y según su voluntad, se sintiese atraída por un ser tan complejo, difícil y escasamenteatractivo como él. En todo momento Isabel trató a Carlos con gran afecto y camaradería, en las repetidasocasiones en que la mala salud de ambos les tenía recluidos en sus habitaciones. Eran entonces entreellos muy frecuentes las cariñosas visitas y los muy significativos regalos, que por parte de él eran confrecuencia objetos de valor, como pinturas, ricas alfombras y joyas. Sin duda, tanto el físico como losproblemas mentales del príncipe debían causar en Isabel un sentimiento de lógi-ca lástima, a la que seiría añadiendo el cariño generado por la convivencia cotidiana en palacio.

Cuando, en 1564, Isabel sufrió el aborto supuestamente desencadenado por el enfado al ver en palacio ala amante de su marido, episo-Felipe II, el rey sin pasiones

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dio que casi le costó la vida, Carlos se arrastraba como alma en pena a lo largo de los pasillos del RealAlcázar, mostrando incluso más pesar que su propio padre. Un padre que, por cierto, en esta ocasión dioórdenes para que su hijo no pudiese acceder hasta la enferma, a pesar de saber el afecto que seprofesaban. Carlos no podía hacer entonces más que participar en todas las rogativas, ayunos e inclusoepisodios de fla-gelaciones con niños incluidos, que se organizaban para solicitar del Altísimo lacuración de la reina. Durante todos estos días, a Carlos se le había visto silencioso y afectado por lasuerte de la que era su mejor amiga y compañía.

El príncipe llevaba en todo momento colgado de su cuello un meda-llón de ágata, en el que estabagrabado el retrato de ella, pero eso tampoco significa necesariamente que entre ellos hubiese nada. Dehecho, él no tenía inconveniente alguno en mostrárselo, infantilmente feliz, a todo el mundo, cosa quedesde luego no haría si hubiese algo que ocultar. Por otra parte, existía además un impedimento materialde prácticamente imposible superación. La estricta y autoritaria duquesa de Alba tenía perfectamentecontrolado el funcionamiento de las estancias de la reina y hubiera sido imposible cualquier encuentrosecreto entre los supuestos amantes sin que ella tuviese noticia, a través de la densa red de sirvientesperfectamente adiestrados en la observación con que contaba.

Pero la intimidad entre los dos era mucha y daba pábulo a fáciles conjeturas. Incluso algunoshistoriadores han encontrado en todo ello indicios de que, si por parte de ella no habría más que unamezcla de lástima y cariño, en la encendida mente de él quizá bullese una escondida y desgraciada pasiónsin futuro. La noche anterior a su arresto, la había pasado el príncipe en las habitaciones de la reinajugando a las cartas, pasión que los unía y los arruinaba. Dice un testigo que en esta ocasión, Carlos llegócon una elevada cantidad, cien coronas, en su bolsa y que cuando salió después de la partida, la bolsa

estaba completamente vacía.

Cuando fue encerrado, Isabel escribió a su fiel confidente, el embajador francés: «Dios ha querido que sehaga pública su condición.»

Puede parecer una expresión fría y acaso desdeñosa, pero testigos de aquellos dramáticos días hablaronde que no cesó de llorar, sufrimiento 80

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que se recrudeció cuanto tuvo noticias de su tan sospechosa muerte.

Se dijo que los lloros de Isabel se prolongaron ininterrumpidamente durante dos jornadas, hasta el puntode que su marido le prohibió de forma terminante que siguiese con ello.

Lo cierto es que, abandonada la Corte por los brillantes y alegres tío y sobrino, Juan de Austria yAlejandro Farnesio, a nadie más que al desgraciado de Carlos había tenido en el Real Alcázar con el quepudiera mantener una amistosa relación entre iguales. El hecho es que la Monarquía quedaba sin unheredero varón que le prestase estabilidad y perspectivas de futuro, pero Felipe, junto con su tanponderada prudencia, era un ser de carácter expeditivo y, en esta ocasión, había preferido tentar aldestino a la espera del posible nacimiento de un hijo varón de Isabel.Todo, antes que seguir admitiendolo insoportable que era la misma presencia y actividades de un hijo al que sin duda despreciaba y en elque no tenía la más mínima confianza. A un ser tan frío como Felipe, acaso la muerte de Carlos le activóalgún sentimiento de tristeza como padre, pero sin duda como rey se veía libre de un gran peso que yahabía llegado a serle insoportable.

Modelo de bastardos

A estas alturas, ya se ha comprobado la activa y determinante presencia de aquel Jeromín en la Corte desu hermano. A muy temprana edad, el emperador había decidido que aquel hijo de su tranquila viudezpasase a España, donde él ya tenía sin duda previsto tomar su retiro. Se manifestaba así su voluntad detenerlo cerca, aunque por el momento la elección de sus cuidadores y educadores —personas resi-dentesde la localidad de Leganés, próxima a Madrid—, no fue en absoluto afortunada para el progreso delmuchacho.Ya con nueve años se decidió encomendarlo a la atención de don Luis Quijada, fidelísimomayordomo del emperador, quien, con su esposa, doña Magdalena de Ulloa —tranquilo matrimonio sinhijos—, lo educaron con todo cari-

ño y dedicación en su castillo vallisoletano de Villagarcía de Campos.

Ya en sus últimos tiempos de vida, quiso Carlos conocer a aquel tardío hijo e hizo que se lo presentasen,sin aclararle en ningún caso sus Felipe II, el rey sin pasiones

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propios orígenes, en el Monasterio de Yuste, donde se había recluido con sus colecciones de relojes y susempiterna glotonería. Cuando el emperador murió, sobre el reconocimiento de filiación que se hacía enel codicilo anexo al testamento de Carlos V, Felipe reconoció al muchacho de doce años como hijo de sucomún padre y, por tanto, hermano suyo.

Fue en el transcurso de una cacería cuando Felipe eligió el momento para comunicárselo en privado alinteresado, que hasta aquel momento no tenía la menor idea de su misterioso origen, dada la absolutafidelidad prometida al emperador por parte del matrimonio que le había cuidado como a un hijoverdadero. La primera vez en la que Felipe le reconoció públicamente hubo de ser un poco más tarde,con ocasión de la solemne jura de don Carlos como heredero, en noviembre de 1560. En aquella ocasión,y por vez primera en la historia de las monarquías hispanas, un hijo real habido fuera del matrimonio eraexpresamente citado como «el ilustrísimo Don Juan de Austria, hijo natural del Emperador».

Tras pasar por la Universidad de Alcalá de Henares, muy pronto don Juan dio muestras de poseer unfuerte carácter, que venía a formar una perfecta y verdaderamente explosiva combinación con su granatractivo físico. Junto a una apostura que los ejercicios de gim-nasia, los juegos y la equitacióncontribuían a perfilar de la más agradable forma, su rostro no mostraba ni rastro del prognatismo que erala seña de identidad de la familia paterna y que se renovaba y poten-ciaba de generación en generación,debido a la ciega voluntad de los Habsburgo de formalizar coyundas con parientes próximos. En esto,quienes prestaran atención al hecho, tendrían pruebas más que suficientes de los beneficios que tenía laapertura genética a otras posibilidades. La más que turbia Blomberg podía tener sus defectos,ciertamente, pero la verdad es que el producto de sus efímeros amores con el emperador había salidomucho mejor en todos los aspectos que la mayor parte de lo nacido durante generaciones dentro de lafamilia.

Llevado por su impetuoso carácter, desde un principio se negó don Juan a ejercer el obligado papel desegundón de un hermano con el que, además, no tenía demasiados canales de entendimiento afec-82

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tivo. Era tremendamente ambicioso y fue esta circunstancia la que hizo nacer en Felipe una permanenteprevención contra él. A cada victoria militar que su hermano iba consiguiendo, añadiendo más gloria a sunombre, el receloso Felipe respondía negativamente y, de hecho, acaso la mejor muestra de ello fue quenunca le concedió el tratamiento de Alteza, algo que para el bastardo constituía una verdadera obsesión,una negativa que interpretaba como una sangrante afrenta.

Se ha afirmado que Felipe tenía unos profundos y lacerantes celos de su brillante hermano, ya que él enningún caso fue ni valorado jefe militar ni adorado héroe popular, como él. De hecho, la única vez queFelipe se ciñó la armadura y se vistió para el combate había sido con ocasión de la tan celebrada jornadabélica de San Quintín. Pero entonces en ningún momento había intervenido en el combate, manteniéndosea más que prudente distancia desde un bien protegido puesto de observación. Una actitud que habíaproducido la indignación de su padre, pero que era la búsqueda de eficacia que iba a caracterizar a losreyes de la Era Moderna. Desde un bien situado puesto de mando, monarcas y generales iban a dirigir lasoperaciones de la mejor forma, fuera del fragoroso centro de la batalla, desde el que nada podía deci-dirse con el necesario rigor.Todo lo contrario que el arrogante, imprudente y excesivo guerrero que eradon Juan.

Físicamente, también era el bastardo la verdadera antítesis de su hermano. Frente a un Felipe que nuncadestacó por sus atributos visibles, don Juan unía a su hermosura de rostro y apostura de cuerpo unosmodales mundanos y elegantes. Por las alegres cortes europeas gustaba de lucir trajes nada discretos yenjoyadas manos, mientras su hermano prefería el color negro en sus soledades escurialenses. Eran,como algunos de quienes les conocieron dijeron, con acierto, el «Rey Prudente»

frente al «Príncipe Imprudente ». De cualquier forma, Felipe se comportó con él de forma incluso mejorque la que el padre común hubiera podido sugerir en su encargo testamentario.

Cierto que siempre le privó de aquel tratamiento de Alteza que era tan importante para él, pero a cambiole introdujo en su Corte, le concedió unas cuantiosas rentas y le hizo miembro de la más que exclusiva yambicionada Orden del Toisón de Oro. Al mismo tiempo, facili-Felipe II, el rey sin pasiones

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taba todo lo que podía su carrera de armas y parece que se alegraba sinceramente cada vez que llegabannoticias de los triunfos de don Juan, fuesen al mando de las galeras en el Mediterráneo —con elllamativo nombre de «General de los Mares»— contra los turcos, en la sublevación morisca de LasAlpujarras y, sobre todo, en el tan emblemático triunfo de la Liga Santa que comandó en la gloriosajornada de Lepanto.

Pero el triunfador no dejaba de ser un héroe incómodo y su hermano en ningún momento acabó de fiarsede aquel que nunca ocultaba que se sentía herido, víctima de una gran injusticia que considerabaabsolutamente necesario reparar. En su arrogante irascibilidad esperaba que sus méritos leproporcionasen todo lo que ambicionaba, sobre todo la posesión de un reino propio, algo que Felipe noestaba dispuesto a consentir de ninguna manera. Era una cuestión de prestigio que en alguna medidahubiera podido igualarles y, en este caso, por muy comprensivo que fuese o se mostrase, el hijo legítimomantendría siempre las distancias con el nacido de forma irregular. De los delirios de grandeza de donJuan, el papa Pío V se había convertido en porta-voz, con una potencial audiencia evidentemente muyamplia, llegando al delirio de proclamarle «elegido por Dios».Y, mientras se hablaba de erigirle unreino propio en Túnez, las colectividades cristianas de Albania y de la griega península de Morea

llegaban a ofrecerle una teó-

rica corona de sus territorios.

Poco más necesitaba el desconfiado Felipe para reforzar su vigilancia sobre el hermano. Era AntonioPérez, el hábil y manipulador secretario del rey, quien más leña al fuego echaba en este sentido,actuando, como era habitual en él, a dos bandas. Por una parte, calentaba la fácilmente inflamableimaginación de don Juan hablándole de todas las posibilidades que tenía a mano y que el rey le asfixiaba.Por otra, confiaba Pérez a Felipe unas incesantes sospechas sobre las actividades de don Juan, con lo queel trato entre ambos hermanos acabó agriándose definitivamente cuando el mínimo resto de confianzaexistente desapareció bajo el mar de las mutuas sospechas.

De hecho, las capacidades políticas de tan brillante guerrero eran muy limitadas y en ningún caso suhermano le habría concedido la elevación a los altos cargos a que su prepotencia y orgullo parecíanconducirle. Cuando murió en Namur, en octubre de 1578, a la tem-84

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prana edad de treinta y tres años y de forma tan rápida, se anunció que había sido víctima del tifus quepor entonces hacía estragos.

Naturalmente, los enemigos del Prudente tuvieron carnaza más que suficiente para lanzarse a acusarle dehaberlo envenenado. Guillermo de Orange, el pertinaz alimentador de la leyenda negra, no dudó enacusar a Felipe de haber emponzoñado al héroe por medio de su médico personal, repitiendo la mismahistoria que había lanzado años antes, con ocasión de la muerte del príncipe Carlos. De cualquier forma ya pesar de las apariencias, en ningún caso pudo demostrarse que don Juan, en sus ansias de rehabilitaciónpersonal e impulsado por su tremenda ambición de mayor gloria y recompensas tangibles, hubieseincurrido en deslealtad alguna con respecto a su hermano y siempre siguió las directrices de éste, inclusoen las ocasiones en que lo hiciera a su pesar, como cuando hubo de renunciar a poseer un reino propio.

Glorificado y halagado hasta su mismo final, como era de esperar, aquel héroe moría a la mítica edad enla que los grandes genios habían entrado en la Historia. Don Juan pasaba así a integrar una esplendoro-satriada, al lado nada menos que del mismo Jesucristo y de Alejandro Magno. Antes de morir, habíaexpresado su deseo de que sus huesos fuesen depositados junto a los de su padre y a esta petición sí yapudo responder con toda benevolencia su hermano, al que sin duda esta inesperada muerte le quitaba unpermanente peso de encima. Por el momento, el exquisito cadáver, introducido en su armadura yostentando el collar del Toisón, recibió todos los honores posibles de las autoridades civiles y militaresde la localidad donde falleció, que le depositaron en lugar preferente en su catedral.

Luego, su aliviado hermano Felipe ordenó que el cuerpo del héroe fuese traído secretamente a España,por lo que fue troceado para su más fácil transporte. En mayo del siguiente año, aquellos baqueteados ymás o menos reconstituidos restos fueron solemnemente depositados en el Panteón de Infantes delMonasterio de El Escorial, donde hoy se encuentran, bajo una bellísima escultura de puro mármol blanco,que le presenta espada en mano como el verdadero arquetipo de guerrero de su tiempo que en vida habíasido. El modelo de bastardos pasaba así a ocupar un magnífico lugar en la posteridad.

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Las correrías de un burlador

Es lógico considerar que aquel personaje, que nunca contrajo matrimonio, había de tener una facetaamatoria acorde con su perfil público: variada, brillante, nada preocupada por los prejuicios dominantesy, sobre todo, distinguida por una fascinadora fugacidad. Hay que suponer que desde muy joven habríatenido sus historias, pero la primera de la que existe constancia es la que mantuvo en el invierno de 1566,antes de ser nombrado General de los Mares y lanzarse a la aventura medite-rránea.Tuvo por entoncesamores en la Corte madrileña con doña María de Mendoza, de la ilustre familia de los duques delInfantado, linajudos al máximo y de los más opulentos aristócratas de España. Quienes tantos personajesde primera fila dieron a la escena castellana tenían su feudo en La Alcarria y contaban entre susascendientes con un personaje de la talla del gran poeta que había sido el marqués de Santillana. Con estamujer, don Juan tuvo una hija, que sería conocida como Ana de Austria, nacida en octubre de 1567, quehabría de tener el papel de protagonista femenina en aquel verdadero enredo teatral —trágico y absurdo ala vez— que fue el episodio del Pastelero de Madrigal.

Más adelante, el bello e infatigable crápula encontró en medio de la belleza de Nápoles el mejor campode acción, donde nunca le fal-taron incentivos y ofrecimientos más o menos interesados. Dos amantesbien conocidas de todo el público —puede suponerse que entre otras, desconocidas— tuvo nada másllegar a las fecundas faldas del Vesubio. Con la primera, Diana de Falangola, tuvo un hijo que nació en elotoño de 1573, mientras el padre se hallaba enfrascado en Túnez en la que sería otra de sus triunfalescampañas. En el lecho del fogoso guerrero, no tardó en sustituirla otra mujer, Zenobia Saratosia, quiendio también otro hijo, que murió al poco tiempo. El resto de la vida de las dos se ciñó a lo que erahabitual en estos casos, completando un esquema por demás arquetípico. Mientras Diana era casada conun noble arruinado y dispuesto por ello a darle su nombre a cambio de una pactada contraprestacióneconómica, Zenobia tuvo un destino bien diferente.Acabó su vida encerrada en un convento situado bajola advo-cación de Santa María Egipcíaca, es decir, un centro de reclusión de supuestas arrepentidas deprevias existencias calificadas de licenciosas.

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Los reyes infieles

Una tercera relación que siguió tuvo otros fustes bien diferentes. Fue la que, con gran escándalo de todoel mundo, estableció don Juan de forma abierta y podría decirse que provocadora, con doña Ana deToledo, de muy ilustre familia española en Nápoles. Mujer mayor que él, fue sin duda de todas susamantes la única que supo dirigirlo y controlarlo. Luego, cabe suponer que sus trasiegos por Europa lepermitieron goces de todo tipo, de los que no han quedado rastros fehacientes ni nombres a citar.

De la misma edad que don Juan, por ser nacidos ambos en el año 1547, era el entonces todavíaescasamente conocido Miguel de Cervantes, su compañero de lucha en aquella ocasión que nunca igualvieran los siglos que fue Lepanto. Algo de lo que el autor del Quijote siempre estuvo orgulloso y buenamuestra de esa fascinación que en tantos casos han ejercido los hombres de acción sobre los que viven dela pluma —en este caso, además, un verdadero genio literario— es la composición que a su muerteescribió, en espesos y viscerales versos:

¡Bien decís, perros! ¡Bien decís, traidores!

Que si Don Juan el valeroso de Austria gozara del vital amado aliento,

a sólo él, a sola su ventura

la destrucción de vuestra infame tierra guardara el justo y piadoso Cielo.

Más no le mereció gozar el mundo:

antes, en pena de tan graves culpas como en él se cometen, quiso el hado cortar el hilo de su dulcevida

y arrebatar el alma el alto Cielo.

Ciertamente, no era el mejor Cervantes el que se dedicaba por entonces a pergeñar loas a su admiradocolega de armas.

Cuarta y última

La muerte de la tan querida reina Isabel fue en verdad bastante sentida por el pueblo, acostumbrado a vera sus reyes felices y tranquilos Felipe II, el rey sin pasiones

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y, sobre todo, siempre en casa, lejanos ya los tiempos en los que el emperador apenas venía a España enbreves y espaciadas visitas. A la gente del común siempre le han molestado los monarcas absentistas, queparecen dar la impresión de desinteresarse por el cuidado de sus súbditos.

Felipe, después de sus breves aventuras europeas, ya no salió de la Península y, cuando la construccióndel monasterio de El Escorial le permitió instalarse en él, ya apenas se movería del interior de estamagna obra, cuya última piedra fue puesta llegado el año 1584.

Testimonio del generalizado pesar por la muerte de Isabel es esta composición de un Miguel deCervantes poco dado a florituras cortesanas, pero de tan limitada calidad literaria como el visto másarriba dedicado a don Juan de Austria:

Cuando dejaba la guerra

libre nuestro hispano suelo,

con un repentino vuelo

la mejor flor de la tierra

fue trasplantada en el cielo.

Ya al cortarle de su rama

el mortífero accidente,

fue tan oculta a la gente

como el que no ve la llama

hasta que quemar se siente.

Mientras tanto, el viudo, ya con cuarenta y dos años encima, pocas apetencias parecía tener de volver acasarse, pero al haberse quedado sin más descendencia que las dos hijas que eran la luz de su vida,Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, se vio obligado a reincidir en el matrimonio. El rey sinpasiones ahora se veía, una vez más, obligado a aceptar la razón de Estado en los aspectos más privadosde su vida.

Gajes del oficio y obligaciones del cargo, que de las dos formas podría decirse, y no iba a ser el últimomonarca español que se viese en tan displicente tesitura.Y, ya puestos a elegir, se volvió a echar mano dela tan traída y llevada Ana, a la que la muerte de Carlos y el fracaso de un matrimonio francés manteníanen obligada reserva al lado de sus padres.

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Los reyes infieles

Lógicamente, su madre, la infanta María, realizaría las oportunas gestiones destinadas a colocarla, no yacon el problemático heredero desaparecido, sino directamente con el poderoso rey, su hermano Felipe.

Ahora, la endogamia seguía rozando el incesto, si bien sin caer en él, y en lugar del enlace entre primos,que podía parecer en cierta medida más aceptable, se efectuaba una unión —menos habitual, ciertamente— entre tío y sobrina carnales. Una circunstancia que incluso llegó a justificar las repetidas reticenciasdel papa, que acabaría sin embargo siendo adecuadamente convencido, dado quienes eran las dosfamilias interesadas en llevar a cabo el enlace. La emperatriz María intervino a lo largo de todo esteproceso como la más activa promotora de su hija hasta el trono de su amada España, que la manteníasiempre llena de nostalgias allí en sus lejanías centroeuropeas, desde donde mandaba a educarse aquí asus hijos, cuya lengua familiar no era otra que el castellano.

Efectuado el traslado de la novia vía Países Bajos, desembarcó Ana en Santander y el encuentro con sumarido —ya casados por poderes— estuvo programado en el alcázar de Segovia. Indudablemente, eraaquel un entorno más amable que la rigurosa y fría severidad de El Escorial, donde en definitiva iban ainstalarse. Ella tenía la mitad de la edad de su marido, torturado ya por la gota, pero responsable con suobligación de dotar a la Corona de un heredero varón. Era Ana la antí-

tesis de su brillante y manirrota antecesora en el real tálamo. Amante de la vida casera y tranquila, pocodada a brillos y saraos, dulcificó y simplificó mucho las rigideces de la vida cortesana y le dio a sumarido una década de plácida tranquilidad. Él había tomado medidas para que se cortase la sangría degastos que había generado la difunta Isabel, pero el temperamento de la nueva esposa no lo iba a hacernecesario.

«La Corte parece un convento de monjas», anotaba algún decepciona-do visitante, cuando veía una másque evidente retracción con respecto a fastos y derroches de la época anterior. Ahora, los paseos por elcampo y las veladas de lectura y costura sustituían a las fiestas y animadas partidas de cartas de antaño.

Seis hijos, de ellos cuatro varones, nacieron de la coyunda. Parecían cumplirse los mejores deseos, perola realidad fue desmontándolos, inmisericorde, poco a poco. El primogénito murió a los siete años; elFelipe II, el rey sin pasiones

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que le siguió no consiguió cumplir dos; el tercero vivió algo más, hasta los seis. Fue el cuarto y último —el futuro Felipe III— el que conseguiría superar tan dramático sino colectivo y sentarse en el trono a lamuerte de su padre. Murió Ana de gripe a los treinta años, en 1580, estando la Corte en Badajoz decamino a Portugal. Devota leyenda hay sobre todo ello.Afirma que quien primero se engripó fue elmarido y que la devota esposa ofreció su vida a cambio de la de él.Y, como cuidadosamente anotó elcronista reverendo padre Flórez, «... oyó el Señor su plegaria, pues mejorando el Rey, cayó mala laReina...».Y añadía, no sin frío distanciamiento: «Sangrías y purgas y lo que en aquél fue sólo amago demuerte, en ésta resultó irreparable golpe.» Eso sí, Ana podía tener la póstuma satisfacción de ser laprimera reina cuyo cuerpo tuvo el alto honor de ser depositado en el entonces flamante Panteón de Reyesdel Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Así, apenas superada la cincuentena, Felipe seguía siendo el mejor partido posible del mundo y suantigua suegra, Catalina de Médicis, con la que mantenía una estrecha relación epistolar y que estaba muyal tanto de todo lo que ocurría, no dudó en endosarle un problema familiar que ella tenía y proponerle aotra de sus hijas que permanecía soltera. Era la brava Margot que pasaría a las crónicas paralelas delmomento y que, con sus descontrolados furores sexuales y subsiguien-tes escándalos, iba a convertirsedurante un tiempo en sabroso objeto de comidilla en todas las cortes europeas.

Tuvo Felipe el buen sentido de declinar amablemente la envenenada proposición y, además, no tuvomucha dificultad en hallar para su negativa un delicado argumento que encima le hacía salir airoso deltrance: «… tengo por tan escrupuloso el casar con dos hermanas, que en ninguna manera podría concurrirni convenir en ello.» Él, a estas alturas, ya solamente quería soledad para estudiar sus papeles —que leocupaban unas diez horas al día, según se decía— y consideraba que había cumplido con su debergenésico al dejar un hijo varón con aceptables expectativas de supervivencia.

Pero la espada del peligro de la alta mortalidad de la época no dejaba nunca de blandir su larga yamenazadora sombra. Su único hijo varón y heredero, Felipe, tenía doce años y en cualquier momento ysiguiendo la larga tradición familiar, podía caer mortalmente víctima de algún 90

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mal. El alto sentido de responsabilidad del Prudente le llevaría incluso a plantear otro matrimonio, con elfin de asegurar su descendencia.

Habló con su hermana María, sugiriéndole la posibilidad de un quin-to matrimonio.Ahora, los escrúpulosque había aducido ante Catalina de Médicis para no casarse sucesivamente con dos hermanas parecíanhaber desaparecido y se postuló como marido de Margarita, la hermana menor de la difunta Ana. Peroella no parecía estar interesada en la operación y declinó tan alto honor. Pasó a vivir Margarita, junto consu madre, en el madrileño Convento de las Descalzas Reales, donde acabaría rematando una ejemplar ypenitente vida como religiosa.

Eran éstas mujeres de la dura estirpe habsbúrgica, que atendían a las obligaciones políticas a que su

nacimiento les obligaba, algo que no se había dado ni se iba a dar en el panorama de las familiasreinantes en Europa. De hecho, en las tres últimas generaciones, mujeres de la familia habíandesempeñado el nada fácil papel de gobernadoras —con una amplísima autonomía de decisión— de lasconflictivas y bullentes provincias que conformaban los Países Bajos. La archiduquesa Margarita,efímera esposa del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos que «había muerto de amor», la leyendahabía sido la primera de la serie, durante la minoría de edad de su sobrino Carlos I. Más adelante, habíanestado las largas y fecundas etapas presididas por la reina María de Hungría, hermana del emperador; lade la varonil Margarita de Parma, hija bastarda de éste y, por último, la de Isabel Clara Eugenia, la tanamada hija mayor de Felipe II.Y en ningún caso podría afirmarse que elementos tan celebrados como elduque de Alba y don Juan de Austria, que desempeñaron en su momento tales funciones, superaron en sudesempe-

ño del puesto los niveles alcanzados por esta serie de mujeres.

Baile de intrigantes

Con diez años, había llegado en 1526 a la Corte castellana el joven noble portugués Ruy Gómez de Silva,formando parte del séquito de la bellísima infanta Isabel, que venía a matrimoniar con Carlos V. Meninode la soberana, pasó luego a ser paje del príncipe Felipe, con quien entabló una fraternal amistad. Másadelante, avanzado en la treintena, Ruy Felipe II, el rey sin pasiones

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se mostraba absolutamente desinteresado en la idea de casarse, pero fue su rey y amigo quien le preparóuna espléndida unión con Ana de Mendoza y de la Cerda, del gran linaje ya mencionado que, además delmarqués de Santillana, había aportado tantos grandes generales, políticos de pro, e incluso a su mismobisabuelo, el cardenal Mendoza, mano derecha que había sido de Isabel la Católica. Un matrimonio que,sin premura alguna por parte del novio, hubo de esperar cuatro años hasta que, en 1557, pudoconsumarse, al alcanzar la novia la edad de trece años.

Permanente compañero de Felipe, éste le concedió el título napolitano de príncipe de Éboli, que lesituaba a la par de los más altos caballeros castellanos, título que él y su mujer vinieron a unir a losmuchos otros que por herencias poseían. Era Éboli secretario personal del rey, sumiller de Corps,consejero de Estado y de Guerra, intendente de Hacienda y primer mayordomo del príncipe Carlos.Grande de España, fue sin duda el primero en la larga serie de validos que acompañaron siempre a losmonarcas españoles durante los siguientes siglos. Si bien en este caso, la fortaleza del carácter de FelipeII y el comedimiento del de Éboli no llevaron la situación a los extremos de dominio de la voluntad realpor parte del favorito, como repetidamente sucedería más adelante.

En el interior de la Corte, Éboli lideraba siempre las posiciones de moderación y benevolencia en todoslos graves conflictos que fueron surgiendo, tanto en el caso de los moriscos granadinos como respecto alos soliviantados Países Bajos. Una moderación que se enfrentaba abiertamente con las posicionesbelicistas de que hacían gala el duque de Alba y sus partidarios, estableciendo de este modo unapermanente tensión en los máximos centros del poder, que la prudencia de Felipe II trató en todomomento de atemperar, apoyando las posiciones de uno u otro bando, en decisiones no siempreacertadas. En cualquier caso, el príncipe siempre se mantuvo fielmente al lado de Felipe en losmomentos más difíciles de su tan prolongado reinado.

Pero lo que en estas páginas importa en todo este complejo entramado es la sugerente presencia de laprincesa de Éboli que, con el paso de los años, se había convertido en una atractiva mujer, de subyuga-dora y misteriosa belleza. Aquella que había sido jovencísima novia, 92

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«bonita, aunque chiquita», al decir de un contemporáneo, vivió un matrimonio tranquilo, con un maridoque, debido a los veinticuatro años de diferencia —y, sobre todo, a su demostrado desinterés por elvínculo conyugal— más bien ejercía de padre que de esposo. De carácter dominante y altivo, que noadmitía opiniones en contra ni valoraba otras opiniones, era Ana una verdadera mujer fatal de su época.A toda su fascinación venía a añadirse la atrevida extravagancia del negro parche que portaba conostentación sobre su ojo derecho. Se habló mucho acerca de si ocultaba el defecto —nunca aclarado—de una biz-quera de nacimiento o una tuertez debida a la caída de un caballo o a un accidente de esgrima.

Con un estilo de habla desgarrado y castizo, venía a ser la antecesora de todas aquellas aristócratasgoyescas que dos siglos más tarde introdujeron las fórmulas más chabacanas en los más exclusivosambientes palaciegos.

Ilustrando acerca de esta extraña pareja, existe el inapreciable testimonio de Teresa de Jesús, que lostrató y llegó a conocerlos bien, a partir del momento en que fue llamada por los príncipes a establecer ensu señorío alcarreño de Pastrana un convento de monjas y otro de frailes, organizados según las normasdel reformado Carmelo. La literata santa andariega habló en sus escritos y sin tapujos de los muchostrabajos que en su relación le causaba el difícil carácter de la princesa, que finalmente siempre acababansiendo solventados satisfactoriamente por la cordura del príncipe, «que era mucha».

Tuvo la pareja once hijos, de los que sobrevivieron cinco. Entre ellos, hubo todo un repertorio dededicaciones de vida, absolutamente característico de la familia noble de la época: dos militares, unpoeta, un eclesiástico —que fue arzobispo de Granada y de Zaragoza— y una monja. Cuando murió elmarido, en 1573, la princesa se encontró viuda con treinta y tres vitales y animosos años, pero por elmomento decidió mantener una existencia que se considerase adecuada a su nuevo estado y decidióingresar, junto con su hija menor, en el convento de Pastrana fundado por Teresa de Jesús.

Allí se instaló con una amplia servidumbre, estableciendo unos modos de vida que nada tenían que vercon los rigores impuestos por la fun-dadora, hasta el punto de que tal trasiego de sirvientes y visitasacabó por hacer huir de allí a las propias religiosas.Ya lo había predicho la Felipe II, el rey sinpasiones

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sabiduría de la madre abadesa que, cuando tuvo noticia de la temida llegada de tan especial personaje,había exclamado, llena de pavor: «La princesa, monja. ¡La casa doy por deshecha!»

Ésta sería la extendida historia oficial, pero por debajo —realmente, muy por encima— había otra, llenade atrayentes enredos, que iban a constituir motivo de estudio y polémica entre egregios historiadoresdurante los siguiente siglos, hasta casi el día de hoy. Según ella, doña Ana de Mendoza habría sido unamás de las amantes —destacada por motivos obvios, eso sí— de Felipe II. E incluso se llegaría a afirmarque el primogénito de la familia, Rodrigo, en el que recayeron los principales títulos familiares y del quese supone que su padre se sentiría orgulloso, sería hijo del monarca sin pasiones.

Arquetipo del militar elemental y bravucón, pudo mostrar aquel Rodrigo el valor de sus matonerías envarias guerras, pero nunca llegaría a alcanzar el grado de lo sublime que su segundo hermano y colega enarmas, Diego, personaje de la misma naturaleza, obtuvo cuando llegó al extremo de dar su vida en lasuprema ocasión de Lepanto.

Rodrigo, el supuesto bastardo real, intervino con señalado éxito en las operaciones militares de anexiónde Portugal, fue general de Caballería con Alejandro Farnesio en los Países Bajos y acabó muriendo enLuxemburgo en 1596, después de una existencia bastante agitada.

Pero, dejando aparte cuestiones tan estrictamente familiares, aquí entraba en escena otro personaje deprimer orden: se trata de Antonio Pérez, clave en la historia de la España moderna, de la que fue uno desus más enigmáticos protagonistas. Había nacido este personaje en Madrid, en 1534, producto declandestinas relaciones del clérigo Gonzalo Pérez, secretario que fue sucesivamente de Carlos V y de

Felipe II.

Adecuadamente oculto su origen como hijo de eclesiástico, algo bastante mal visto para lanzarse acualquier carrera que se preciase, el muchacho se benefició de la protección de las mayores alturas ypudo recibir una inmejorable educación, que realmente difícil parangón podía tener, ya que estudió en lasaulas de las mejores universidades de la Europa del momento: Alcalá, Salamanca, Padua,Venecia yLovaina.

Con tal bagaje educativo, sus protectores no tuvieron problema alguno en convertirle en joven secretariode Estado, en unos momentos en que Felipe II vivía algunas de sus horas más bajas, cuando losproblemas 94

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que le suponían la guerra en Las Alpujarras y la permanente sublevación en los Países Bajos se venían aunir a los dramas íntimos que suponía el oscuro proceso que llevó a la muerte del príncipe don Carlos,seguida muy poco tiempo después por la de su tercera esposa, aquella encantadora, manirrota y ludópataque fue Isabel de Valois. Cuando murió el príncipe de Éboli, que había sido el mayor protector de Pérez,éste se convirtió en elemento esencial en la más íntima proximidad de Felipe. Resultaba así el granvalido del momento y, a su lado, se alzaba la presencia de una Ana de Mendoza que ya había superado sutemporal retiro conventual, que seguramente le había sido muy difícil de mantener, para regresar a laspompas y circunstancias que configuraban el día a día de la Corte.

Circulaba por los corrillos palaciegos la suculenta especie de que tan destacada ascensión en el favor delrey, que tan estricto era en cuestión de las circunstancias personales de quienes le rodeaban, se debía aun motivo muy especial. Sería éste una íntima relación establecida entre el todopoderoso Ruy Gómez y eljoven estudiante Pérez, al que todos achacaban muy especiales costumbres amatorias adquiridas durantesu estancia en «la depravada Italia». Parece que la frecuentación entre ambos era tan desmedida que lapropia princesa de Éboli y su hijo mayor —el supuesto bastardo del rey— decidieron cortar por lo sano,lanzando la idea de que el avispado muchacho era hijo natural del príncipe, lo que en cierta medidapodría venir a explicar toda aquella exa-geradamente afectuosa relación.

Ahora, el campo estaba abierto para los ambiciosos Ana y Pérez, que no se privaron de disfrutar de suprivilegiada posición, instrumentándola a fondo en función de sus particulares intereses. Él supo conducircon gran habilidad la persistente desconfianza que Felipe sentía desde siempre hacia su brillantehermanastro don Juan de Austria y, en función de ello, había recomendado a Juan de Escobedo,procedente de la nobleza media de Cantabria, como secretario particular del bastardo. Pero el que habíasido elegido como confidente —y delator de cualquier supuesta maquinación del sospechoso— acabaríaconvirtiéndose en su mayor defensor. El secretario Pérez se encontró entonces con un abierto y decididoenemigo en el mismo seno de la Corte.

Escobedo, de ser una personal hechura suya se dedicó a investigar todas sus actividades, que eranmuchas.

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Además de divertirse juntos en los espacios más privados, aquellos dos verdaderos intrigantes de novelase dedicaron en otro orden de cosas a un fructífero tráfico de influencias y, confiados en la fortaleza de suposición, parece que se arriesgaron a un juego más fuerte, interviniendo en asuntos de mayor enjundia yriesgo, como eran los abiertos y candentes problemas de Portugal y de los Países Bajos. Negocios todosestos que eran escrupulosamente espiados por un Escobedo que se arrogaba un pretendido puesto dedefensor de los intereses de don Juan de Austria.

En esta línea, se habría producido aquella escena que tan divulgada fue y que iba a hacer las delicias detantos amantes de la petite histoire y que hablaría de una sorprendente intimidad de todos estospersonajes en salones, pasillos y alcobas. Según ella, Escobedo habría abierto la oportuna puerta ysorprendido en la cama a Antonio Pérez con la princesa. Escena que parecía venir a servir a Escobedopara presionar a sus adversarios con la abierta amenaza de contárselo a Felipe, pero que des-montaríainmediatamente el desparpajo de la Éboli cuando le contes-tase, desdeñosa: «Escobedo, haced lo quequeráis, que más quiero el culo de Pérez que al Rey...»

La devota dedicación de Escobedo en defensa de los intereses de don Juan no podía dejar de tener susconsecuencias. Ni al rey le interesaba tener cerca de sí a un elemento que tanto trabajaba para suhermano, del que seguía desconfiando con toda razón, ni a los intrigantes que pululaban a su alrededorpodía apetecerles verse en todo momento con tan entregado espía. El asunto terminó solventándose por lavía rápida que era la propia de la época. Se dijo que Antonio Pérez había intentado en dos ocasioneseliminar a Escobedo, invitándole a su mesa y administrándole un «agua mortífera» en la primera ocasióny un postre cargado de arsénico en la segunda.Vistas las dificultades de llevar a cabo la acción por estasmoderadas vías, los que querían que el ya más que molesto Escobedo desapareciese de una vez por todasoptaron por el camino más directo.

En la noche del 31 de marzo, lunes de Pascua, de 1578, medio año antes de que falleciese de muertenatural su señor don Juan de Austria, su fiel secretario caía víctima de su estricta dedicación. «ElVerdinegro», que así era denominado por los colores de su preferencia a la hora de 96

Los reyes infieles

elegir atuendo, era apuñalado en las proximidades de su casa, en los principios de la Calle Mayor, muycerca de la mansión donde vivía la princesa de Éboli. Tras la acción, inmediatamente partió un correourgente hacia El Escorial para dar noticia al rey de que el asunto estaba concluido. Casi tres siglos mástarde, el apogeo del Romanticismo hallaba en un romance del duque de Rivas la expresión más vívida detan truculento episodio:

En aquella corta calle,

más bien callejón estrecho,

que por detrás de la iglesia

sale frente a los Consejos

se halló tendido un cadáver

de un lago de sangre al medio.

Con dos heridas de daga

en el costado y el pecho,

y como rico ostentaba

la cadena de oro al cuello

y magníficos diamantes

en los puños y en los dedos

que obra no fue de ladrones

se aseguró desde luego

el horrible asesinato

que a Madrid cubrió de duelo.

Seguramente que a los madrileños todo aquello, más que duelo, les aportó un morboso disfrute decomprobación material de las luchas en los altos niveles. De todo esto quedaba el recuerdo de marañasde intrigas y manipulaciones decididas en sofocantes despachos repletos de estanterías llenas de legajos,siempre con la opresiva presencia del rey, al que nada se escapaba y que estaba decidido por encima detodo a mantener su autoridad, aunque fuese a costa de la vida de seres para él queridos.Y del asesinado,hasta hoy existe ese retrato que ha sido atribuido a los pinceles del Greco, donde se le representa distanteen la oscuridad, diríase que casi tenebroso y con una ambigua mirada, quizá llena de sugerentesinterrogantes.

Felipe II, el rey sin pasiones

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Con todo, Felipe no iba a pararse ahí y los dos cómplices en el cri-men fueron inmediatamente víctimasde sus real y absoluto rigor.

Antonio Pérez fue procesado y solamente su huida a los reinos de Aragón le salvó la vida. Ana deMendoza fue desterrada y confinada en varios lugares sucesivamente y desposeída del control de laspropiedades de sus hijos, para morir doce años más tarde en su palacio de Pastrana. Era el final de estacomplicada historia, con unas ramifica-ciones de gran envergadura, que adquirió tintes de folletín debidoa tantos amores y desamores, encuentros sexuales y dudosas paternidades. Siempre alrededor de aquellamujer de la que se llegó a decir, sin duda con romántica exageración, que fue capaz de «entretejeralrededor del cuello de todo un rey una soga hecha con pasiones, que a punto estuvo de acabar con ungran Imperio». La verdad es que la cosa no fue para tanto... y menudo era alguien como el frío Felipecomo para entrar en terrenos que no pudiese controlar.

La bastarda del bastardo

La tan discutida muerte del rey de Portugal don Sebastián, en batalla contra los musulmanes enAlcazarquivir, en suelo de Marruecos, había dado paso, en el año 1578, hasta el trono de Portugal al queera su legítimo heredero dinástico, su tío Felipe II. Pasaba así éste a unir en su persona las dos Coronas yconseguía establecer no sin problemas la unidad de toda la Península. Pero aquel Don Sebastián, oscuropersonaje de ambigua sexualidad mezclada con resabios sobrenaturales, seguiría siendo una seña deidentidad para las ilusiones y los anhelos de los portugueses que no admitían aquella anexión por el tantemido como detestado vecino español. Así, por el hecho de no haber sido encontrado nunca su cadáversobre el campo de batalla, fue apareciendo a lo largo de los siguientes años una serie de impostores queafirmaban ser el monarca, presentándose después de haber cumplido supuestamente un voto de silencioen algún remoto lugar. Fue en este clima donde se desarrolló la trágica farsa del Pastelero de Madrigal,cuyo protagonismo femenino correspondió a doña Ana, la hija bastarda de don Juan de Austria.

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Los reyes infieles

Nacida en 1567, cuando su padre apenas tenía veintidós años, la nobleza de la niña le venía por las dosvías: la real aunque bastarda del padre y la egregia entre la nobleza hispana de los Mendoza. Aquí volvióa aparecer la figura de doña Magdalena de Ulloa, que de forma tan amorosa había cuidado del pequeñoJeromín en su castillo de Villagarcía de Campos.Ahora, otra vez, la abnegada mujer, esposa sin hijos,volvía a abandonar la Corte para hacerse cargo de la hija de aquél. Cuando la niña cumplió siete años,fue ingresada en el Convento de las Agustinas de Madrigal de las Altas Torres que, como se ha visto, eratradicional punto de destino de tanta alta bastardía femenina.Allí profesaría como novicia, en medio deun desconocimiento por todos de su verdadera personalidad, de la que sin embargo sí estaríaadecuadamente enterada, como correspondía, la madre abadesa.

Cuando, en 1575, se produjo el inesperado fallecimiento de don Juan, fue el propio Alejandro Farnesio,su inseparable amigo antes que sobrino, quien halló el momento adecuado de descubrir el secreto ycomunicó a Felipe II la existencia de aquella niña. El rey inmediatamente concedió a la niña el derecho aluso del apellido Austria más el tratamiento de excelencia. Allí llevó la vida retirada propia del lugar,entre rezos y retiros, si bien disfrutando de unas formas de vida escasamente rígidas, como era habitualen los conventos donde se con-centraban las hijas de las grandes familias, a la espera de un acuerdomatrimonial que las lanzase al mundo exterior.

Pero había doña Ana alcanzado la edad de veinticuatro años, que eran muchos para la época en mujersoltera, y no dejaba de imaginar otro tipo de vida diferente a la que hasta entonces le había sidoimpuesta.Y

hete aquí que vino a convertirse en vicario de las monjas del convento de Madrigal el curioso personajeque iba a ser el organizador de toda esta trama. Se trataba del agustino portugués fray Miguel de losSantos, un fogoso partidario del bando de quienes se oponían a la presencia de Felipe II en el trono luso,lo que le había valido el destierro en Castilla, sin que ello sirviese para apagar sus pasiones políticas.Yen la pequeña villa abulense vinieron a coincidir todos los elementos para tan compleja acción.Yasolamente faltaba el protagonista de primera línea.

Guapo y rubio, tan alto como gallardo, buen jinete, hábil en el uso coloquial de varias lenguas, GabrielEspinosa era natural de Toledo e Felipe II, el rey sin pasiones

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hijo de padres desconocidos que le habían depositado en la inclusa, lo que le había llevado aconvencerse de ser descendiente de noble linaje. Unas ínfulas a las que apoyaba con su atractivo físico yde trato, que no le sacaron sin embargo de los humildes trabajos de tejedor y de pastelero.Tras unvidrioso episodio con muerte de un tercero incluido, se había visto obligado a poner tierra por medio yhuir posiblemente al país vecino, para luego regresar acompañado de una mujer y una hija, paraestablecerse, llegado el año 1590, en la tranquilidad de Madrigal, donde vivía resignado y entregado asus labores en un asfixiante obra-dor de panadería, entre la harina y la masa.

Cuando le vio por las calles de la villa, la imparable imaginación de fray Miguel de los Santos le dioinmediatamente una idea que debió parecerle genial. El magnífico físico del pastelero se unía a los finosmodales que cultivaba y que consideraba acordes con sus supuestos altos orígenes, hablaba portugués ysus pretensiones nobiliarias le hacían renegar de la oscura existencia que llevaba.Ya no era necesarioañadir ningún ingrediente más para que diese comienzo la función. Cabe suponer que cuando le propuso aEspinosa llevar a cabo la arriesgada operación de hacerse pasar por el desaparecido Don Sebastián, losdos truhanes estarían de acuerdo en que tenían en su mano bastantes triunfos como para ganar y acabarhaciendo un buen negocio.

Tal como estaba previsto, cuando el trapacero fraile llevó a Gabriel al convento, doña Ana quedóinmediatamente rendida de amor por él, que además era el primer hombre que se le aproximaba en suvida.

Estaba ya harta de su obligado estado de religiosa y ahora, encima, tenía ante sí la posibilidad deconvertirse por vía matrimonial nada menos que en reina de Portugal. Algo que, en cualquier caso, nodebía parecerle una exageración a la hija del tan idolatrado héroe de Lepanto, que sin duda debía teneruna autoestima bastante elevada. El agustino había explotado ya a fondo su candidez, junto a sus ardientesy nada ocultos deseos de abandonar el obligado retiro conventual.

Difundida por vías varias la noticia de la presencia en Castilla del rey Don Sebastián, destacados noblesportugueses enemigos de Felipe II fueron acudiendo a Madrigal y no dudaron en reconocer en elpastelero al ya legendario monarca desaparecido en las ardientes arenas africanas. Mientras, doña Anasin cesar escribía encendidas cartas a 100

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Gabriel, que también era destinatario de valiosas joyas que la ingenua monja le enviaba en prueba deamor. Cartas estas que se conservan hoy en el Archivo Nacional de Simancas.Adecuadamente enteradoestuvo desde un principio el rey Felipe de toda esta trama, de la que los aspectos personalesindudablemente debieron importarle muy poco. Se trataba ante todo de un cuestionamiento de suautoridad en Portugal, que podría tener consecuencias imprevisibles y que era preciso atajar de formaradical.

Estaba claro para todos —menos para doña Ana, por lo que se veía— que Gabriel Espinosa erasolamente un impostor más, otro

«falso Don Sebastián». Pero era un elemento útil que podría ser bien instrumentado por las poderosasfuerzas que en el país vecino rechazaban a Felipe II y luchaban soterradamente en su contra. Pero iba aser la propia actividad del protagonista la que desencadenase el procedimiento con el que el asunto iba acerrarse. Quedándosele peque-

ño Madrigal, el pastelero se había marchado a Valladolid, donde se daba a la buena vida gracias a losdineros que doña Ana le proporcionaba. En un momento dado, no tuvo reparo alguno en hacer un gesto degran señor y pagar los servicios de una prostituta con una de las joyas que su enamorada le habíaentregado. Joya, por lo visto, perfectamente identificable que, por la forma que fuese, acabó llegando amanos del corregidor de la ciudad, don Rodrigo de Santillana.

También Espinosa habría vendido varias piezas preciosas más en lugares habituales de recepción demateriales de sospechosa procedencia. La justicia real estaba ya sobre aviso, de forma solapada, pero elepisodio vallisoletano lo aceleró todo y, como suele decirse de forma tradicional, «por el hilo se sacó elovillo».

Cuando fue detenido, al supuesto «Sebastián» se le encontró encima una carta de fray Miguel parece quealtamente comprometedora en cuanto a los fines que perseguían en la operación. El rey no estabadispuesto a que su autoridad fuese discutida ni siquiera por una conjura de tan bajos vuelos como la quenos ocupa y decidió cortar por lo sano. Si lo había decidido con su propio hijo, ¿cómo no iba a actuar,además por la abierta vía judicial, contra unos truhanes de medio pelo, molestia pequeña pero viva enuna cuestión tan vital como era la de Portugal?

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Entrado ya el año 1595 y trasladado a Medina del Campo, Gabriel Espinosa fue condenado a la horca. Elgran urdidor de la maraña, fray Miguel de los Santos, por su parte, debió someterse a un proceso dedegradación, debido a su estado eclesiástico, antes de conocer los rigores máximos de la ley civil.Después de ser ejecutado, el cuerpo del falso monarca lusitano fue descuartizado para ejemplarescarmiento de traidores a la autoridad real. El agustino fue simplemente ahorcado en Madrid, en la plazapública habitualmente utilizada para estos casos.

Varios implicados en la trama sufrieron en esta causa penas de diversos tipos, que fueron desde losazotes a la pena de destierro o, lo que era infinitamente peor, de galeras.

La ingenua e infeliz doña Ana fue trasladada, por expresa decisión real, a un convento de Ávila, donde sevio sometida a una forma de reclusión extremadamente rigurosa. Perdido el tratamiento de excelencia, fue«condenada», todos los viernes y de por vida, a mantenerse a pan y agua. Con todo y visto que suimplicación había derivado de su ignorante buena fe, a los cuatro años, estos castigos le fueronlevantados y se la trasladó al gran monasterio burgalés de Las Huelgas, prestigioso cenobio de dondellegó a ser abadesa perpetua. En calidad de tal, en 1615, recibió allí, en su camino hacia Madrid, a laprincesa francesa Isabel de Borbón, casada con el heredero de la Corona, el futuro Felipe IV. Asíterminaba la novelesca intriga que le había tocado protagonizar a la bastarda del bastardo. Los prolíficosescritores de truculentos folletones de la época romántica encontrarían en la historia uno de sus másfecundos y atrayentes filones.

VI

FELIPE IV, EL REY PLANETA

De muertes abreviadas

NACIDO EN 1578,el tercer Felipe de la familia,el deseado heredero del Prudente, tenía todas y cada unade las cualidades que se pudieran desear para un hombre normal que no tuviese ante sí grandesexpectativas en la vida. Pero ciertamente no eran las que exigía el puesto de cabeza de una monarquíauniversal. Era persona diríase que normal, amable incluso con los criados —algo no muy habitual en laépoca— y en absoluto violento como había sido su desgraciado hermano Carlos. Reservado en lapalabra, meticuloso, buen hijo y carente de grandes defectos. Su padre, temiendo neciamente que pudiesereproducir los excesos de Carlos, había promovido que fuese educado de forma totalmente apartada delmundo, para evitar amenazadores peligros y malsanos contagios. El nefasto resultado de tal remedio notardaría en comprobarse.

Fervoroso católico, para el joven Felipe la importante práctica religiosa alcanzaba en su vida gradoscasi patológicos, tanto en la asistencia a los habituales rituales como a los cada vez más prolongadostiempos que dedicaba a la oración, lanzado a unas formas de misticismo que el paso de los años nohicieron más que ahondar. Profundamente imbui-do de un rígido y ferviente catolicismo, parece que sumayor preocupación consistía en que todo el mundo conociera el misterio de la Inmaculada Concepción.

Las abstracciones ascéticas se complementaban en él con el uso de esos artilugios de santa tortura quetanto se prodigaron en tiempos 104

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barrocos.Tan peculiar personaje, si bien en un principio había tranquilizado a su padre por su básicaplacidez, no dejó luego de inquie-tarle. El Prudente ha confiado en sus etapas finales a un fiel servidor:«¡Ay, don Cristóbal, que me temo que le han de gobernar!» Y

nada desacertado estaba el monarca al pensar esto, ya que el hijo no daba muestras de ir mucho más alláde lo que otros le indicasen.Y

aún la leyenda filipina abundaría más en esta constatación de la cortedad del hijo por parte del frustradopadre. Se afirmaría que, estando el Prudente en su lecho de muerte, lanzaría una postrer y dolorida quejacontra el destino: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos...»

Y si el hijo le parecía evidentemente incapaz para el alto cargo al que la providencia le había destinado,¿qué hubiera podido pensar el solitario de El Escorial del nieto, Felipe IV y, llegado el extremo, delbisnieto Carlos II, que cerraría de la forma más dramática y patética a la vez la dinastía tanbrillantemente inaugurada por el primer Carlos?

Lo cierto es que en esta historia que nos ocupa, dedicada a revisar amantazgos más o menos clandestinosy bastardías de semejante naturaleza, el período protagonizado por Felipe III solamente ofrece un breve yprescindible panorama de absoluta esterilidad. Para esposa, se le eligió, como no podía ser menos, unapariente muy próxima: Margarita de Austria, de catorce años, nieta de aquel emperador Fernando nacidoen Alcalá de Henares e hija del archiduque Carlos, primo hermano del que iba a convertirse ahora en susuegro. En septiembre de 1598, cuando la comitiva nupcial pisaba suelo italiano, se tuvo noticia de lamuerte de Felipe II. La recién desposada pasó entonces ya a ser tratada como reina. Levantado el lutopara la ocasión, el papa Clemente VIII oficiaba en la catedral de Ferrara la ceremonia del matrimonio

por poderes, entre una profusión de perlas, diamantes, oro y plata. Luego, a Génova.

Hasta el siguiente mes de marzo no pudo llegar Margarita a España, desembarcando en Vinaroz. En lacatedral de Valencia, el novio la esperaba acompañado de su hermana Isabel Clara Eugenia, a la que sehabía casado en la misma ceremonia con un hermano de Margarita, el archiduque Alberto. Los dosjóvenes reyes eran muy parecidos en carácter, pero algo les distinguía. Frente a la sobriedad de él, ellano dudaba en Felipe IV, el Rey Planeta

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combinar la sobriedad de los obligados lutos por la muerte de su suegro con el brillo de las piedraspreciosas y las piezas de oro y plata que gustaba de lucir de forma extremada. Eran dos perfectosHabsburgos, dotados del mismo prognatismo facial y dedicados a similares prácticas religiosas. Secomplementaban en su dejar hacer a quienes en el momento adecuado les dominasen. Es lo que sucediócuando el duque de Lerma, dueño de la voluntad de su señor, consiguió incluso que se trasladase lacapitalidad del Estado a Valladolid, haciendo con ello el negocio de su vida y de la de muchos de susallegados. Fue durante aquel período vallisoletano cuando vino al mundo, en 1605, el que sería elheredero, Felipe IV, de vida absolutamente opuesta a la de su padre.

Cuatro varones y cuatro mujeres tuvo la real pareja.Además del heredero y futuro Felipe IV, fue aquél unconjunto en el que hubo de todo: desde los que murieron a muy temprana edad hasta los que tuvieronbrillantes destinos, como una Ana que fue madre del Rey Sol, una María que fue emperatriz y unFernando, curioso y atrayente cardenal-infante. La pareja real venía a representar los mejoresestereotipos de la épo-ca barroca, fascinados ambos por las posibilidades que la materia religiosaaportaba y, al mismo tiempo, obsesionados por la permanente idea de la muerte, que tan útil era para lasmanipulaciones de las mentes débiles. Embotados ambos, como alguien con gran acierto afirmó, por lasprácticas frailunas.Y si la manipulación era de la mente de tan poderoso rey, la cosa no era en absolutobaladí. Margarita tuvo sus más y sus menos con el prepotente valido Lerma debido al absoluto controlque éste ejercía sobre su marido, algo que parece lógico. En concreto, la ofendía gravemente el hecho detener que lidiar con el valido de su marido para obtener las cantidades que sus obras piadosas constan-temente exigían.

Murió ella, a los veintisiete años, de un sobreparto, en el año 1611, tras el nacimiento del que fuellamado «el Caro», por haber costado la vida de su madre y que fue un Alfonso de efímera existencia. Enaquella Corte que era un terreno inmejorablemente sembrado para el cohe-cho, la venalidad y lacorrupción, todo ello fomentado y capitalizado primero por Lerma y luego por su hijo, el duque deUceda, Margarita había sido una presencia pura, situada por encima de las debilidades humanas y acasotocada por la gracia divina, que se hacía presente en 106

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las visiones religiosas que se decía experimentaba. Cuando murió, se dijo, siguiendo viejas tradicionesque tardarían mucho en perderse, que su rápido fin habría sido obra de la larga mano del detestadofavorito del rey. Un estado de opinión del que se hizo eco el mismo Quevedo cuando escribió:

Enfurecióse el sentimiento, que fue grande, con la falta de reina tan soberana, y decían todos que la vidade Su Majestad fue muerta de abreviada y no de enfermedad, y que de su fin tenían más culpa los malosque los males...

A lo largo de los diez años que le quedaban de vida, el viudo no cesó de rechazar serias propuestas dematrimonio y reiterados llamamientos a placenteros encuentros ocasionales con amables damas, que sinduda le encontrarían el punto a la posibilidad de darse un tranquilo revolcón con el piadoso monarca.Pero al tercer Felipe ya nada le importaba más que el mundo sobrenatural, que le permitía sumirse enmísticos ataques de terror que casi llegaron a arrastrarle hasta los mismos abismos de la locura.Afirmabaél que tenía visiones de naturaleza sobrenatural y, algo todavía más llamativo, que percibía vocescelestiales que le aseguraban tras su muerte un favor divino que le reservaba algún lugar preferente enaquel orden celestial.Testigos de aquella ferviente fidelidad conyugal, aseguraban que nunca permitióque fueran tocados varios pañuelos y otros objetos de uso personal que la difunta reina había dejadosobre su peinador, en unas estancias que ya nadie volvería a utilizar, al menos mientras vivió eldesconsolado solitario. Después de despedirse de sus hijos, a los que largó sermones y consejos en suúltimo lecho, moría Felipe III en el viejo alcázar madrileño el último día de marzo de 1521, a punto decumplir tan sólo cuarenta y tres años.

Crápulas de altos vuelos

Contaba el futuro Felipe IV cinco años cuando se formalizó su matrimonio con Isabel de Borbón, dosaños mayor que él. Era ella hija de aquel gran libertino que había sido Enrique IV de Francia, aquelFelipe IV, el Rey Planeta

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cínico posibilista que había inscrito en los anales la célebre frase de

«París bien vale una misa», tras haber abandonado su religión protestante y pasarse al catolicismo paraconseguir ocupar el trono de Francia.

La madre era María de Médicis, otra destacada mujer de aquella familia que imponía refinados usos yformas italianizantes en cortes poco preocupadas por estas cuestiones. Las bodas de tan jóvenes espososse formalizaron ya en 1615. En la isla de los Faisanes, sobre el fronterizo río Bidasoa, los franceseshicieron entrega de la princesa Isabel para esposa de Felipe. Al mismo tiempo, los españoles realizabanla misma operación entregando a la infanta Ana, destinada al futuro Luis XIII y que sería madre del ReySol. Hacía cinco años que aquel «posibilista»

Enrique IV había sido asesinado.

Otros cinco hubieron de pasar hasta que se permitiese al fogoso Felipe la materialización de sumatrimonio, tiempo durante el que fue sometido a una rígida vigilancia, para evitar el encuentro entre dosesposos demasiado jóvenes. Para entonces, ya su voluntad estaba en manos de Gaspar de Guzmán.Inteligente personaje que pasaría a la Historia bajo los títulos de conde-duque de Olivares, controló muypronto el débil carácter de Felipe. Además de solucionarle todos los problemas de la gobernación de taninmensos y heterogéneos territorios, le abría vías a todos los placeres cotidianos a los que las fórmulashabituales dominantes en la Corte no le permitían acceder con tanta facilidad. Favoreciendo caprichos yhalagando y fomentando devaneos, Olivares había conseguido dominar por completo a aquel verdadero

«paralítico de la voluntad» que era Felipe IV, ya desde mucho antes de que la muerte de su piadoso padrele elevase al trono.

A la muerte de éste, según disponían los rituales cortesanos, el nuevo rey se retiró en meditación alMonasterio de San Jerónimo el Real y su esposa, al de las Descalzas Reales.Toda la extensión entoncesde la Villa y Corte de Madrid los separaba, pero ello no constituía cortapisa alguna para que aquelverdadero obseso sexual que era Felipe consiguiera, a pesar de los lutos impuestos, cumplir el débitomatrimonial y cada tarde abandonaba su retiro y, de la forma más discreta posible, su coche recorríacalles y plazas hasta que alcanzaba su objetivo y, luego, se pasaba unas dos horas en la monjil celda queocupaba su mujer. Eran pasiones de esposo novel, que muy pronto canalizó hacia alternativas más atra-108

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yentes, acordes con sus gustos y, sobre todo, variadas. Como tantos otros elementos que han idosucesivamente ocupando el trono de España, este cuarto Felipe era en el plano sexual podría decirse queabsolutamente «democrático».

Tres niñas y un varón tuvieron los reyes, en una relación que para todos estaba claro no hacía más quecumplir la obligación de asegurar la conservación de la dinastía. Algunos sobrevivieron y otros,siguiendo la lógica de la época, no. Nadie desconocía que la casquivana naturaleza del rey no podíaconformarse con los encuentros mantenidos con su esposa y cronista de la época hay que escribió sobrela relación interna de la pareja real: «... el Rey la honra y la demuestra estimación, pero íntimamente nola ama...»

De cualquier manera, la francesa se acomodó muy bien a su papel e impuso en la adusta y severa Cortemadrileña unas costumbres bien diferentes, habituales en los palacios parisinos. Sus maneras francas ydesembarazadas y su afición por los juegos o las bromas desentonaban con la habitual gravedad del viejoalcázar.Tras rezos y penitencias que tanto placían a los anteriores monarcas, la cosa iba a cambiarmucho.

Así, entre saraos y fiestas, corridas de toros y la pasión por el teatro, la Corte madrileña alcanzó en estosaños unos niveles de desenfreno que eran capaces de horrorizar a los viajeros extranjeros másmentecatos que hasta ella se acercaban. Las tácticas del más atrevido galanteo se mostraban bajo lasvelas de los grandes salones, en la penumbra de los templos y, sobre todo, en los paseos nocturnos encoche que se realizaban a lo largo de las entonces verdes orillas del Manzanares.

Ello no era un impedimento para que Isabel interpretase adecuadamente el papel que, como reina deEspaña, se esperaba de ella. Así, dedicaba una importante parte de su tiempo a las obras pías, a la fun-dación de conventos, a la dotación de damas sin fortuna y a la asistencia a todo tipo de actos religiosos,en los que se desplegaba toda la magnificencia del espíritu barroco, que en esos años conocía su mayoresplendor y mostraba sus mejores y más espectaculares excesos. En una época en la que proliferaban lashojas volanderas y los panfletos de burla y denuncia, en libelos y versos satíricos que fluían por doquier,lo cierto es que la forma de ser libre y desembarazada de la reina en ningún momento dio pábulo amurmuración alguna en el sentido de aven-Felipe IV, el Rey Planeta

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turas o asuntos de índole dudosa. Si disfrutaba participando en juergas a la luz de la luna en los jardinesreales y se la veía muy activa como espectadora en los corrales de comedias, torneos a caballo ycorridas de toros, jamás la sombra de una posible infidelidad osó rozarla. Bastante tenían por entonces

los madrileños en seguir las complicadas vicisitudes sexuales de su marido.

Felipe, aquel «libertino sin convicción y voluptuoso sin alegría»

—como le definió algún agrio moralista— fue denominado «Rey Planeta»

y «El Grande». Unos adjetivos que el sarcástico genio de Quevedo matizó, cuando anotaba con suhabitual mordacidad: «A nuestro Rey le llaman El Grande, al estilo de los agujeros, que cuantas mástierras les quitas más grandes son.» Siempre pegado a él, el conde-duque le proporcionaba todo cuantopudiera desear en todos los sentidos, y nunca mejor dicho. A tal extremo llegaba su poder sobre elmonarca, que se permitía incluso amonestar a la reina. Así fue en una ocasión en que ella dio su opiniónsobre un asunto político; entonces la cortó en seco sin reparo alguno, diciéndole: «La misión de losfrailes es sólo rezar y la de las mujeres, sólo parir.» Y Felipe lo toleraba todo, llevado por sus interesesy apetencias más íntimos y para cuya satisfacción cotidiana contaba con la poderosa mano de su hábil ymanipulador valido.

Se afirmaba, con razón o no, que Felipe IV de España era el monarca de vida más disoluta de su tiempo,lo que ya es decir. Las costumbres imperantes en aquellas cortes de la Europa del Barroco, lanzadas a laliberalidad de las costumbres y al más desenfrenado e inmediato disfrute de los placeres, debían serbastante parecidas entre sí y una cla-sificación entre ellas podía resultar realmente un tanto dificultosa.

Existen dudas sobre el número de hijos extramatrimoniales que pudo haber tenido aquel compulso sexualque, naturalmente, no adop-taba medida de prevención alguna para evitar el nacimiento del gran númerode bastardos que incesantemente debía ser capaz de generar.

Se dijo, al final de su vida, que habían sido nada menos que treinta y dos, pero otros elevaban la cifrahasta la cuarentena. De todos ellos, solamente uno vería reconocida su condición de hijo del rey: donJuan José de Austria, el otro gran bastardo de la Historia de España. La identidad de la mayor parte delas madres y de los hijos quedaría siempre, por razones 110

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más que lógicas, sumida en la oscuridad. Se registraron, sin embargo, algunas excepciones.

A sus veintiún años, se sitúa el nacimiento del primer bastardo real conocido, habido por Felipe con lajovencísima hija del conde de Chirel, que fue enviado a Italia al mando de las galeras para alejarlo deMadrid y facilitar a la muchacha sus encuentros con el rey. Parece, en cualquier caso, que la familiaChirel estaba al tanto de lo que sucedía y que no le costaba demasiado trabajo admitir la situación acambio de las prebendas que indudablemente debía recibir por su comprensión. Este inicial bastardo, denombre Fernando Francisco de Austria, moríría a los ocho años de edad en la localidad vasca de Éibar ysu padre hizo trasladar el pequeño cadáver hasta los panteones de El Escorial.

De los ramalazos religiosos combinados con el brutal erotismo del rey derivó otra decisión: la casadonde se había entrevistado con tan buenos frutos con la hija de los condes fue transformada por personaldecisión de Felipe, una vez fallecida la interesada, en el Convento de la Concepción Real. Desaparecidoel convento, hasta hoy se conserva en los principios de la calle de Alcalá la bella iglesia de LasCalatravas, con sus retablos de Churriguera. En su momento, la guasa popular no tardó en sacarle punta atan particular metamorfosis: Caminante, esta que ves

casa, no es quien ser solía;

hízola el rey mancebía

para convento después.

Lo que un tiempo y lo que es

aunque con roja señal

y título en el umbral

ella lo dice y lo enseña,

que casa que el Rey empreña

es la Concepción Real.

Muy poco después, se habló de los amores, nunca confirmados, del joven Felipe con una francesa quedecía ser duquesa de Cheuvieuse, atraída a Madrid por su fama de conquistador. Parece que ahí no hubonada y es que Felipe debía ser escasamente proclive a que fuesen las Felipe IV, el Rey Planeta

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mujeres las que le conquistasen a él, prefiriendo las relaciones pactadas por terceros intermediarios,mucho menos complicadas y con menores posibilidades de indeseadas consecuencias. Otra bastarda connombre propio fue a continuación la llamada serenísima señora doña Ana Margarita de San José, quesiguiendo la tradición fue encerrada en un convento con las tocas de la orden agustina, en este caso, elMonasterio de la Encarnación, del que llegó a ser madre superiora y donde murió a la temprana edad deveintidós años. El siguiente bastardo conocido fue ya don Juan José, hijo de la famosa comediante MaríaCalderón, la Calderona.

Otros hermanos en la irregularidad que les siguieron fueron, en medio del alto número total, Alfonso deSanto Tomás, dominico que llegaría a ser obispo de Málaga; un Carlos de desconocido apellido;Fernando Valdés, futuro general de Artillería y gobernador de Novara hasta su muerte, en 1702; AlonsoAntonio de San Martín, nacido de sus relaciones con una dama de la reina de nombre Tomasa Aldama; elque sería célebre predicador fray Juan del Sacramento, de la orden de San Agustín... Resulta curioso ydramático a la vez comprobar qué calidades personales y fortaleza física debían tener algunos de estosbastardos, contraponiéndolos a aquel patético alfeñique, degenerado epí-

logo de una dinastía enferma, que fue el heredero que a punto estuvo de no nacer: Carlos II.

Divertida historia es la que la tradición madrileña sitúa en la plaza de Puerta Cerrada. Según ella, allíviviría la deseable viuda de un opulento indiano, que recibía con regularidad las visitas reales. Se dijoque en un momento dado, alguien avisó a la autoridad acerca de que solía parar ante la casa un carruajedel que descendía una presencia sospechosa. Un celoso teniente corregidor se habría presentado allíexigiendo conocer la identidad del visitante y, después de haber inspeccionado toda la casa, se encontrófrente al balcón de la alcoba de la dama, cubierto por un tapiz.

La dueña de la casa le diría que tras él se ocultaba un retrato del rey de cuerpo entero, en unarepresentación tan natural que podía llegar a perjudicar gravemente a quien lo viera.Aun ante este riesgo,el corregidor habría ordenado que el tal tapiz fuese descorrido y, al hacerlo, se enfrentó a un Felipe IVque ya debía estar harto de tanta pantomima.

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Visto lo visto, el probo funcionario dejaría caer el tapiz, se supone que temblando y afirmando que en suvida había visto un retrato tan fiel de Su Majestad, y naturalmente nunca volvió a interesarse por tanpeligroso asunto.

Un ambiguo burlador

Juan de Tassis y Peralba, conde de Villamediana, el que iba a convertirse en verdadero prototipo delBurlador literario, el amante caprichoso y desdeñoso, de tan proclamada como ambigua sexualidad, erahijo del Correo Mayor del rey Felipe II y había nacido en Lisboa en 1582, durante la estancia de la Corteen la capital portuguesa. Pasó su primera juventud entre diversiones y estudios en Salamanca, Madrid,Roma, Milán y Nápoles y, como se había dicho de Antonio Pérez en su momento, aquellas largasestancias italianas le habían proporcionado, además de la cultura, unas costumbres personales pocoafectas a los ortodoxos rigores de aquella España de la Contrarreforma.

Perfecto arquetipo de lo que se esperaba que fuese el caballero de la época, mostraba de las formas másevidentes sus habilidades tanto con las armas como en las letras. Era un hombre muy atractivo y de tratoencantador, cargado de distinguidos títulos nobiliarios apoyados en una sólida fortuna y, algo que ledistinguía y le hacía figurar en primera fila en la escena cortesana, en la posesión de un alto cargo real.

Era Villamediana todo lo que un buen arribista pudiera desear como modelo, aunque en su caso todo lehabía venido dado y no precisamente debido a su esfuerzo personal. Debido a todos estos atributos,debía de estar convencido de ser intocable y de que podía permitirse muchas licencias que en ningún otrohubieran osado ni siquiera imaginar.

De ahí le venía una ostentosa arrogancia sonriente y con gesto protector que prodigaba, que encandilaba asus admiradores y admiradoras e irritaba a sus numerosos y envidiosos enemigos. Era bien conocido yexperto tahúr, diestro jugador de todos los juegos —que siempre le tenían endeudado— y no menosexperimentado y triunfante galan-teador de las más bellas damas y también ocasional compañero de camaFelipe IV, el Rey Planeta

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de muchos hombres de toda condición. Casado muy joven, nunca dejaría de rodearse de un aura erótica,haciendo de la inmediata seducción y del rápido placer su seña de identidad, lo que le convertía en buenparroquiano de los burdeles de la villa. Era, como se decía, con una mezcla de crítica y admiración, «elmás mal cristiano» de aquella alegre y libertina Corte, plena de intrigas de toda clase.

Amigo y seguidor de la obra literaria de Góngora, mantendría una declarada animadversión mutua conQuevedo, mientras no se preocupaba por ocultar su desprecio por la prolífica obra de Lope. Este granlibertino y vividor tenía tiempo de compaginar sus disfrutes con la tarea de pluma y escritorio y hoy se leconsidera autor de más de doscientos sonetos de una reconocida calidad.

Al joven Felipe IV le había escrito infinidad de poemas, con los que el príncipe se ayudaba en susconquistas amorosas y de ahí había sur-gido una complicidad que hubiera podido convertirle en eltodopoderoso valido del nuevo rey cuando se produjo el recambio generacional en el trono. Pero supropia ligereza y seguridad en sí mismo, en su personal valía y en sus bienes de fortuna no le convirtieronen un trepador, así que se quedó como destacada figura de primera fila en el verdadero escenario que eraaquella Corte, enseguida dominada por Olivares.

No tenía tan brillante personaje empacho alguno en denunciar públicamente los casos de corrupción quese multiplicaban en las altas esferas y que se silenciaban por temor. Él se consideraba por encima de

todo y ejercía como mordaz y burlón crítico desenmascarador de toda la podredumbre que configurabaaquel ámbito en el que tan bien se movía.Y otra de sus desafiantes preferencias de este amante de jugarcon fuego venía a ser tan peligrosa como la anterior. Corría la especie de que mantenía una liasonamorosa con la reina y él no solamente no hacía nada para desmentirlo, sino que gozaba fomentando lamurmuración. Exagerado de gesto y palabra y muy extravagante en el vestir, aquel petimetre, enbanquetes de palacio o en las casas de los nobles, en las polvorientas corridas de toros o entre elasfixiante griterío de los corrales de comedias, gustaba de lucir un traje de color azul plagado demonedas de un real, y en la solapa una leyenda que decía ambigua-mente: «Son mis amores...», para quese entendiese «... reales», en cla-114

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ve de juego muy propia de la época. Adivinanza que un bufón de la Corte se permitió transcribir, a lo queel rey había comentado: «Yo se los haré cuartos...»

En alguna ocasión,cuando alanceaba toros en la Plaza Mayor de Madrid, ante la Corte, autoridades ypueblo, había desplegado en su atavío una divisa con una leyenda asaz provocadora: «Francelina, misamores son reales.» Muchos pensaron en una provocadora referencia al origen francés de Isabel. Otroscomentarios apuntaban, por el contrario, a que toda aquella ostentación se refería a la más que inocentedama portuguesa doña María de Tavora, a la que también cortejaba el rey y que, por lo visto, habíapreferido al más atractivo Villamediana. En otra ocasión, en la que aquel gran exhibicionista mostrabasus habilidades como jinete y rejoneador, la reina habría comentado: «¡Qué bien pica el conde!», a loque su marido habría replicado, rápido: «Pica bien, pero muy alto.» La mosca, en cualquier caso, estabamolestando detrás de la real oreja.

De todas formas, aquel imprudente no dejaba de estar enormemente satisfecho de que se hablase por lobajo de su posible aventura de tan altos vuelos, algo que colmaba la vanidad de aquel que era «la gala yflor» de la vida cortesana. El 15 de mayo de 1622, en el teatrillo del Jardín de los Negros, de Aranjuez, ypara celebrar el cumpleaños del rey, se representó la comedia El vellocino de oro, de Lope de Vega.Durante la sesión se produjo un pequeño incendio que causó una gran confusión. La reina cayódesmayada y fue oportunamente sacada del lugar en brazos de Villamediana. Inmediatamente, los rumoresde un adulterio a alto nivel recobraron su fuerza. Se hablaba de que había sido el conde quien habríaorganizado el número del falso incendio para poder

«salvar» a la reina como un especial triunfo.

El caso es que antes de acabar aquel verano, el día 21 de agosto, Villamediana fue asesinado en unaacción callejera del Madrid nocturno, verdadero modelo para las escenografías de la literatura de capa yespada. Góngora escribía dos días después: En la Calle Mayor salió de los portales que están a la acerade San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo que llevaba el conde, y con arma terrible decuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejándole talbatería que aún en un toro diera horror.

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Se dijo que si el instigador había sido el celoso rey o que, por el contrario, habrían sido Olivares y todos

los demás altos personajes a los que denunciaba con sorna y desdén los que hubieran decidido supri-mirle.

Su amigo y protegido Góngora escribió unas décimas que se harían famosas:

Mentidero de Madrid,

Decidnos: ¿quién mató al conde?

Ni se sabe ni se esconde.

Sin discurso discurrid.

Dicen que lo mató el Cid,

Por ser el conde lozano .

¡Disparate chabacano!

La verdad del caso ha sido

Que el matador fue Bellido , Y el impulso, soberano.

A esta tan directa acusación contra el rey, respondía Lope, en su calidad de literato al servicio de laautoridad y, con su habitual y bien conocida celeridad, escribía:

Atenciones de Madrid,

No busquéis quién mató al conde,

pues su muerte no se es-conde.

Con discurso discurrid

que hay quien mate sin ser Cid

al insolente Lozano ;

discurso fue chabacano

y mentira haber fingido

que el matador fue Vellido

siendo impulsor soberano .

Por su parte,Vélez de Guevara, el creador de El diablo cojuelo, parecía apoyar la idea de Góngora,cuando anotaba: 116

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De tan poderosa mano,

donde apenas hay defensa,

aun los amagos de ofensa

pagan tributo temprano.

La incógnita quedaba abierta y ofrecía el más fértil campo a la imaginación de los literatos, que hanencontrado en la personalidad y dramático final del personaje un inagotable filón de inspiración. Suespléndida obra literaria, que le pondría a la altura de los mayores autores del Siglo de Oro, se veríahasta el día de hoy oculta por toda la oscura y apasionante trama que culminó con su asesinato y postreradestrucción de su fama. En cualquier caso, nunca existió prueba alguna de una relación entre la reina y elconde que fuese más allá de una amistad cortesana.

El personaje había recibido en más de una ocasión amenazas de muerte, que cabe suponer recibiría conorgulloso desdén, hasta que se produjo de verdad. Sin entrar a valorar autorías y responsabilidades nihacer, por supuesto, planteamiento moral alguno, con su habitual con-cisión, Quevedo apuntaba sin másque el conde «se había buscado su castigo con todo el cuerpo».A los pocos meses de su muerte, varios desus sirvientes más próximos eran entregados públicamente a las llamas condenados tras ser acusados del«delito nefando». Su memoria quedaba ahora además manchada por la culpa de la homosexualidad. Elbuen pueblo ya le había regalado una breve composición, graciosa en su ramplonería:

A Cupido le han matado en un coche,

¿quién le manda a Cupido andar de noche?

Amores sobre la escena

A través de la amplia y muy densa red de cargos y servidumbre de palacio, las voces de la calle estabansiempre perfectamente al tanto de la situación interna de la real pareja. Isabel se veía cada vez más de-satendida por su marido y, por su parte, Felipe estaba absolutamente Felipe IV, el Rey Planeta

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entregado en manos de un Olivares que no cesaba de proporcionarle aventuras y distracciones que lehiciesen olvidar sus obligaciones en todos los órdenes y le permitiesen conservar en solitario las riendasdel poder. El sensual monarca, preso de sus apetencias y en nada dispuesto a renunciar a ellas, que tanfácilmente le venían dadas, además, era un gran aficionado al teatro. De hecho, también tenía tiempo paraescribir varias comedias y conjuntos de versos, que editaba bajo el seudó-

nimo de Un Ingenio en la Corte, que lógicamente todo el mundo sabía a quien encubría.

Habitual frecuentador de los más destacados corrales de comedias de la época, el de La Pacheca y el deLa Cruz, también gustaba —como les pasaría a varios de sus sucesores en el trono español— de lacompañía y, llegado el caso, del trato íntimo de bellas actrices y cantantes.

Se decía que gustaba de las complejas y entretenidas piezas de Tirso y de Lope, pero que no dudaba enentregarse a un reparador sueñecito frente a las tremebundas seriedades morales que Calderón ponía enescena. Muchos días, al final de la representación, hacía que las actrices fuesen al alcázar, donde eraninvitadas a realizar pequeñas actuaciones, en reuniones que eventualmente podían acabar de otra manera.Aquí también estaba la mano del real alcahuete Olivares y cabe suponer que a tales tertulias nuncaasistiese una dolida reina que se encerraría en sus aposentos mientras duraba la juerga.

En 1627 conoció Felipe IV a la que sería su amante más conocida y madre del único bastardo al quereconoció como hijo: María Inés Calderón, a la que se llamaba «La Calderona» en los ambientesteatrales.Tenía él veintidós años y llevada casado siete; ella solamente contaba dieciséis. No era enabsoluto una magnífica belleza de escenario, sino una rubia de físico bastante corriente, pero dotada deun gran encanto personal y una cautivadora voz. Cuando se conocieron, acababa de debutar como actrizen la compañía del Corral de la Pacheca.

Era hija de Juan Calderón, activo proveedor de tejidos de precio a los profesionales de la escena, quetampoco tenía reparo alguno en hacer de bien dispuesto prestamista cuando a algún actor o actriz levenían mal dadas.

Las historias del viejo Madrid hablaban de que en aquel siempre bullente corral de comedias, disponíaFelipe de un habitáculo secreto, 118

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desde el cual podía verlo todo sin ser visto y al que accedía por un pasadizo también secreto abierto enuno de los portales que daban a la plaza del Ángel. Naturalmente, en el encuentro entre el rey e Inés,todos volvieron a ver la larga mano de Olivares, del que había quien decía que recibía los favores deella.Toda la historia constituye un embrollo, como un enrevesado argumento plagado de las sorpresas ylos golpes de efecto que llenaban las comedias que por entonces hacían las delicias del público.

También decíase que era La Calderona amante del duque de Medina de las Torres, poderoso confidentedel rey. Sobre esto, las informaciones que corrían iban bastante más allá y se decía entre susurros que elduque habría comentado a Felipe algunas particularidades anatómicas de la muchacha que la hacíanespecialmente apetecible a sus gustos de acreditado caprichoso. Mediante esta labor de tercería, el noblehabría cedido a su rey el disfrute de «su más preciado bien», lo que venía a asegurar su posición ante unagradecido patrón.

Lo cierto es que, en la primavera de 1629, venía al mundo un niño, Juan que, madrileño castizo, nacía enuna casa de la calle Leganitos, que Medina de las Torres había proporcionado a la que era públicamenteamante del rey. En su acta parroquial de bautismo, quedó el niño registrado como «Juan, hijo de latierra», que tal era la apelación que se daba a los nacidos de padres desconocidos.

Dos años duró la relación, mientras el rey se encariñaba con el niño, pero a distancia, ya que le fuequitado a su madre nada más nacer y entregado para su crianza a una humilde familia de León, hasta quedecidió su traslado a Ocaña. La Calderona nunca lo volvió a ver. Para entonces, la real pareja habíaperdido varias hijas muertas apenas nacidas y Felipe debió pensar que aquel niño podía ser una salida deemer-gencia para el futuro de la dinastía, por lo que decidió darle una educación y una pensióncorrespondientes a su origen. Pero la presencia del niño actuó en sentido contrario al que podría parecerlógico y los amantes se distanciaron. Todo el asunto servía para excitar las imagi-naciones o parapropalar hechos ciertos y bien adornados.

Así, se decía que ella había tenido que sufrir una delicada operación quirúrgica que le permitiese recibirde la forma más adecuada los emba-tes físicos del fogoso. El interés del rey por ella se mantendría vivosola-Felipe IV, el Rey Planeta

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mente durante aquel par de años, corto tiempo que sin embargo dio para mucho. Como cuando, para lacelebración de una corrida de toros en la Plaza Mayor, él insistió en la imprudente provocación deofrecerle un puesto de privilegio nada menos que en un balcón justo al lado del de la reina.Aquelloparecía ya demasiado y Felipe se vio obligado a abandonar la idea, pero cedió otro bien situado balcónmuy cerca del ocupado por la familia real y que el público no tardó en bautizar como «el balcón deMaripalos», por el título de una pegadiza canción que la actriz había popularizado desde la escena.

Con todo ello, las sabrosas habladurías no cesaban y crecían y crecían, ante la absoluta indiferencia delrey, únicamente interesado en sus particulares disfrutes. Pero el asunto Medina de las Torres no dejabade colear y, en un momento dado, el hasta entonces poderoso noble fue fulminantemente desterrado de laCorte, bajo una ambigua acusación formal de «mala conducta», que no especificaba nada más y quedejaba abiertos los más sugerentes interrogantes.Activos mentideros de coti-lleos y noticias propalabanla historia de que, en una visita repentina y no anunciada a casa de ella, el rey había sorprendido allí alduque. Éste habría llegado entonces a echar mano del puñal para enfrentarse al encolerizado Felipe, peroella se habría interpuesto melodramáticamente entre ambos y la cosa acabaría quedando tapada con estaorden de destierro que en realidad a nadie venía a engañar.

Fuesen las cosas como fuesen, lo cierto es que Olivares se quitaba de en medio a otra persona que podíamediatizar el poder que mantenía sobre el rey y ya muy conocidas eran las expeditivas tácticas que elvalido empleaba cuando se enfrentaba a cualquier problema u obstáculo que pudiera presentársele.Mientras, la inspiración popular se complacía en aquel complicado embrollo a las máximas alturas: Un

fraile y una corona,

un duque y un carterista

estuvieron en la lista

de la bella Calderona.

Coplilla ésta, como muchas otras de su mismo jaez, que iba a ser profusamente utilizada años más tardepara incordiar y aun atormen-120

Los reyes infieles

tar a su hijo, el que sería tan temido como envidiado don Juan José de Austria, en sus momentos de mayoraltanería, gloria y expectativas.

Sería en aquellos momentos cuando se produjese la melodramática escena durante la que la actriz, ya consu fama puesta en boca de todos, se habría arrojado, ante testigos, a los pies del ya desganado rey,solicitando la venia para retirarse a la vida monjil.Tras perder a manos del barbero su hermosacabellera, la ya ex Calderona ingresó en el aislado Monasterio de Valfermoso, en el valle de Utande.Y, apesar de los pesares, hasta allí, en el corazón de la serranía alcarreña, se decía que el rey iba a verla ensecreto. Los mejor pensados preferían hablar de una verdadera y radical conversión de una pecadora, ala que una larga vida ejemplar la haría alcanzar en su retiro casi niveles místicos. Moriría como abadesadel convento y, como verdadera arrepentida de pro, lo haría en olor de santidad.

De esta mujer se conservan dos supuestos retratos. El primero estaba en Valformoso y en la imagen queen el lienzo aparecía identificada con el arcángel san Rafael, pintado por Carducho, hasta que un expertodescubrió, oculta bajo la firma del autor, la anotación «La Calderona».

Inmediatamente fue retirado del lugar que ocupaba. El otro retrato de la cómica se puede ver en elmadrileño Monasterio de las Descalzas Reales, en este caso atribuido a una representación de la VirgenMaría.

La imagen femenina aparece en plena escenografía barroca, como una bella y deseable joven, deatractiva mirada y espléndidas carnes, cobi-jadas por lujosa vestimenta y coronadas por unos largoscabellos rubios oscuros. Una muy especial representación de la madre de Jesús que únicamente laestética del momento hubiera podido crear.

Las delicias del Buen Retiro

Era tal el poder del valido Olivares que incluso se permitió hacer al rey un regalo de una envergadura talque en cualquier otra circunstancia hubiera sido considerado como una intolerable desfachatez. En laparte más oriental de Madrid, en las estancias que formaban el denominado Cuarto Real de SanJerónimo, o del Buen Retiro, habían acostumbrado a recluirse los antiguos reyes de Castilla durante laCuaresma Felipe IV, el Rey Planeta

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o en periodos de penitencia y lutos. Era también lugar dedicado a celebraciones absolutamente distintas,ya que por su posición se prestaba de forma perfecta para ser utilizado con ocasión de la presencia en lavilla de reinas, esposas de príncipes y todo tipo de destacados visitantes que accedían por el tantransitado camino de Aragón. Junto a esta añeja propiedad real, el sagaz conde-duque adquirió unapequeña finca arbolada, que contaba con una colección de aves exóticas. Una vez convenientementeampliada, algo que venía a mejorar la enjundia del presente, se atrevió a regalarla al rey. Éste, débil,indolente y totalmente dominado por él, no tuvo inconveniente alguno en aceptarla.

A principios del año 1630, se empezó a construir allí un complejo palaciego, rodeado por un jardín quefue creciendo en extensión y que llegaría a alcanzar una superficie mayor que la del actual Parque delRetiro. Se trataba de proporcionar al joven rey una mansión de placer u holganza, absolutamente distintodel tétrico y des-tartalado viejo alcázar. Para amueblar y enjoyar sus amplias estancias, los obsequiososcortesanos realizaron costosos regalos, mientras que el pueblo de Madrid se veía obligado a soportarincrementos de impuestos sobre bienes de consumo básicos, como el pan y la carne.Toda una serie dedespilfarros, en medio de una situación general de estrechez material y aun de miseria bastante extendida,que permitía erigir el palacio propiamente dicho, y entre los verdores de la vegetación, toda una serie deedificios destinados al placer y disfrute del rey y su Corte.

Salas y salones mostraban la mejor producción de los grandes artistas del Siglo de Oro, con el genio deVelázquez en primer término. En el salón «de comedias», que fue inaugurado con el estreno de Elburlador de Sevilla, de Tirso de Molina, se representaban por vez primera obras de Lope, de Moreto yde Calderón, en un ambiente de inigualable y regia pompa que, como un olvidado historiador apuntaba,con evidente y rendida exageración:

Fue la apoteosis del placer, de la galantería, del lujo, de la magnificencia. Ni Babilonia, ni Roma, niVenecia, ni París, disfrutaron tal vez de fiestas más ruidosas y alegres, de pedestal más propicio paracomentar las glorias fáciles de su soberano gozador.

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Los reyes infieles

En medio de todas las señaladas vicisitudes que azotaron a aquel largo reinado, Olivares seguía actuandocomo eficaz alcahuete del monarca, con el que parece que no tenía problema alguno en compartir pla-centeras relaciones. Se comentaba que, estando el valido en una partida de cartas con el duque deVeragua, abandonó la partida y marchó a buscar al rey para conducirle a encontrarse con su mujer, laduquesa, que se supone debía estar dispuesta a la aventura. Pero a punto de entrar en el palacio

ducal,Veragua, que tendría la mosca tras la oreja, les acome-tió en la oscura calle con sus espadachines,resultando Felipe levemen-te herido y la ocasión, frustrada. Las correrías del crápula real eran objeto dehabitual charla, entre un pueblo que lo sentía muy próximo y hacia el que sentía un manifiesto aprecio ycomprensión.

Manifestábase Felipe materialmente muy tacaño para con sus ocasionales relaciones y corría la historiade que una de ellas, prostituta de postín, llegó a lanzarle al monarca una bolsa con doscientos doblones,diciéndole desdeñosa: «¡Así pago yo a mis putas!» También se contaba otra historia acaso mejor todavía,relacionada con la costumbre dominante de encerrar en un convento a las amantes reales ya desechadas.

En este caso, sería una dama acomodada la que, tras ser requerida por terceros para acceder a los deseosdel rey, habría respondido, horrorizada: «¡No, que no quiero ser monja!»

El rey, que tan simpático y próximo podía parecer por la anchura de sus mangas a la hora de elegircompañera de disfrute, mantenía siempre sin embargo toda la soberbia y el autoritarismo de que sunacimiento le había dotado.Y si del real golfo algún contemporáneo escribía: «Lo mismo le daba la putacompletamente tirada que la dama más reservada», no tenía problema alguno en ordenar sin posibleperdón el destierro o una grave pena a cualquier noble que entorpeciese, incluso de forma involuntaria,sus enfermizas ansias eróticas.

Demonios en el convento

Fundado en 1623 por doña Teresa Valle de la Cerda para seguir la regla de san Benito, el Monasterio deSan Plácido se emplazó en la cén-trica calle de San Roque y se había especializado en el acogimiento deFelipe IV, el Rey Planeta

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muchachas de buena familia destinadas tanto a esperar un adecuado matrimonio o, si esto no se producíafinalmente, a convertirse definitivamente en monjas.

Fiel a sus obligaciones de tercería, habría Olivares comentado al rey acerca de las apetecibles prendasfísicas de una de las jóvenes novicias

—de nombre sor Margarita de la Cruz o sor María Beatriz— que acababan de ingresar. Arrebatado dedeseo, el inflamable Felipe no vivió hasta que, oculto bajo un disfraz, se hizo pasar por uno de losmuchos visitantes que las monjas recibían y en el locutorio, que más que de estancia conventual tenía demundano salón de recibo a pesar de la austeridad de su decoración, pudo verla.Y decidió no parar hastaconseguir el cumplimiento del que era por el momento su último capricho.

Inmediatamente, la larga mano de palacio comenzaría a mover fichas en el interior del convento y lamuchacha se vería presionada por quienes se beneficiaban de una u otra forma con su mediación.

La novelesca trama continuaría por la excavación de una galería sub-terránea iniciada en un edificiocontiguo y que terminaría en los espacios destinados a carboneras del convento. Se dijo que, cuando laobra ofreció suficientes niveles de seguridad, pudo Felipe penetrar en aquellos virginales recintos, segúnse dijo, «temblando de impaciencia y de deseo». Recorriendo los corredores conventuales, que losacuerdos previos mantenían adecuadamente desiertos sin posible indiscreta mirada, habría entrado en lacelda de la deseada y allí se habría encontrado con una buena y macabra sorpresa. La madre superiora,aunque no estaría en absoluto interesada en indisponerse con el monarca, no se mostraría muy de acuerdoen favorecer lo que debería considerar una especie de sacrilegio en su propia casa y habría preparadouna estratagema, mezcla de religiosidad y muerte, tan propia de la época.

Así, el rijoso Felipe se encontraría, ocupando la celda que imaginaría como un nido de pasión, un ataúdocupado por la joven, vestida con un sudario, con un rosario entre las manos y fingiéndose muerta.

Según un viejo relato, la lóbrega luz que despedían las velas que la rodeaban verían la espantada delhorrorizado y frustrado amante. En este punto, diferían las versiones que corrieron acerca de tanparticular asunto. Unos, afirmaban que el a su manera religioso Felipe habría agradecido a la superiorahaberle privado de cometer tan execrable delito.

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Los reyes infieles

Otros, por el contrario, hablaban de la ira del monarca ante tamaño engaño, cuando tuvo noticia delmontaje, asegurando que había ordenado a Olivares que amenazase a la abadesa hasta conseguir por finel acceso libre y directo a la novicia, que, según esta segunda versión de los hechos, incluso se habría

prestado con manifiesto agrado a tan particular operación.

En expiación de este amor sacrílego, que unía morboso erotismo y fervorosa religiosidad, naceríatambién en el imaginario popular madrileño la versión de que Felipe le habría encargado a Velázquez, sugenial pintor de cámara, la realización de un lienzo con la imagen de Cristo crucificado, queefectivamente pintó muy poco tiempo después el sevillano para el convento, portando por ello el nombrepopular de Cristo de San Plácido y que hoy es una de las mayores joyas del Museo del Prado. Otrasversiones son más prosaicas y hablan de que fue la madre superiora la que le hizo el encargo aVelázquez, diciéndole simplemente:

«Queremos un Cristo en la Cruz.» Y así nació esa espléndida y majes-tuosa imagen, llena de dignidad yserenidad, que a tantas generaciones había de impresionar.

Un antiguo novio de la que era entonces abadesa, Jerónimo de Villanueva, protonotario del Reino, erauna presencia continua entre sus muros y, dada su cercanía al rey y a Olivares, les había llevado allí enrepetidas ocasiones en visita plenamente social de las que se estila-ban en los cenobios de entonces quealbergaban a damas y caballeros de la nobleza que no por haber decidido vestir hábito habían renunciadoa las más agradables mundanidades. Fruto de estas relaciones fue toda la historia que nació de lassupuestas prácticas llevadas a cabo por el conde-duque, que se encontraba verdaderamente desesperadotratando de conseguir que su esposa quedara nuevamente preñada tras la muerte de su querida hija.Olivares incluso habría recurrido directamente a la abadesa, que tenía entre el pueblo fama de santa, paraque intercediese ante los poderes celestiales con el fin de conseguir tal anhelo. Por lo visto, en unaocasión, la monja le habría dado a entender que, en una visión divina que habría recibido, podía ver elcumplimiento de este deseo, si bien condicionándolo a la práctica de un muy concreto y ciertamentechocante ritual, que bien podría considerarse extravagante producto de un más que exacerbadomisticismo.

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Se escribió malévolamente que, en cumplimiento de tal rito, fue allí el todopoderoso con su mujer y que:

[…] en un oratorio tuvo acceso con ella, viéndolos las monjas que estaban con él, de que resultóhincharse la barriga de la condesa, que al cabo de once meses se resolvió, echando gran cantidad desangre y agua, lo cual fue muy público en Palacio, y las monjas decían: «O Dios no es Dios o esta señoraestá preñada.»

Fuese o no cierto tan chusco asunto, el hecho es que la comidilla fue inmediatamente difundida por losmuchos enemigos que el valido se había más que sobradamente ganado y todo sirvió para ahondartodavía más su ya ampliamente extendido descrédito.

Aquel Madrid del cuarto de los Austrias no dejaba nunca de hablar de las correrías de su señor. ContraOlivares nacían uno tras otro los infundios y las acusaciones, generadas por el absoluto y despóticopoder que imponía a través de la inexistente voluntad del manipulado rey.

Otra nueva historia callejera alimentaba las conversaciones, que cada vez se hacían menos discretas.Según ella, un nuevo encontronazo se habría producido entre el permanentemente embozado monarca y

otro aristocrático marido, asimismo mosqueado y a la misma puerta de su palacio, cuando Felipe tratabade entrar a ver a su mujer, previamente advertida por el valido alcahuete. Olivares, que acompañaría a suseñor, habría increpado al noble, advirtiéndole acerca de la real personalidad del empujado, a lo que elotro le habría respondido cínicamente que ello no era posible, ya que el rey «era demasiado virtuosopara hacer una cosa así...».

San Plácido volvió de nuevo a estar de actualidad con ocasión de otro episodio no menos llamativo ysabroso. El capellán del convento era en el año 1628 el benedictino Francisco García Calderón, hombrede mundo y de gran habilidad para conocer la psicología de las personas con las que trataba. En aquelmedio podría decirse que venía a ser como el zorro al que se le hubiese encargado el cuidado de ungalli-nero. Las novicias de San Plácido, de corta edad y sin conocimiento alguno del mundo, a las que seles había impuesto el preceptivo voto de castidad, eran piezas de caza especialmente atractivas. El padreFrancisco les planteaba cuestiones basadas en lo que él mismo había 126

Los reyes infieles

acuñado como «filosofía natural» y conseguía un calentamiento de ánimos y una exaltación que acababanpor tener muy poco que ver con materia religiosa.

Las inocentes monjas comenzaron a ver entonces amenazadores demonios acechándolas por todas partesy, hábilmente conducidas por aquel elemento, confundían fácilmente sus desconocidos y reprimidosdeseos sexuales con la posesión demoníaca que él continuamente les anunciaba. Parecía como si todaslas estancias, pasillos y oscuros reco-vecos de aquel enorme convento se hubiesen convertido enoportunas guaridas de demonios, dispuestos a asaltar la inocencia de las novicias, que esperaban losataques con una deliciosa mezcla de terror y esperanza de desconocidos placeres, de los que el capellánsolamente les hablaba con medias palabras e insinuaciones, que obviamente eran mucho más excitantesque cualquier comentario más explícito.

Como era de esperar, por Madrid comenzó a correrse la voz de lo que en los interiores de San Plácidosucedía. Pensar en un convento lleno de jóvenes novicias, procedentes muchas de ellas de familiasnobles bien conocidas, en peligro de ser arrastradas al pecado por libidinosos demonios, era algo que laimaginación popular agradecía mucho. Incluso se decía que la propia madre abadesa, de tantoprotagonismo en todos estos sucesos, tenía —lógico privilegio debido a su cargo— un particularpersonaje demoníaco, que respondía al satánico y sugerente nombre de «Peregrino Raro».

El hecho es que acabó naturalmente interviniendo la Inquisición para poner orden en todo aqueldesorden. Aparte de sus connotacio-nes religiosas, era vox populi que San Plácido tenía una peligrosaproximidad con las actividades del rey y de su valido que no podían airear-se de ninguna manera. Elresultado fue la imposición de una serie de moderadas penas. García Calderón, el organizador de todo eltinglado, fue objeto de una orden de reclusión de por vida. Un hecho probado en su favor fue que enningún momento había tenido la más mínima relación sexual con las novicias, lo que podría hacer pensarque había montado todo aquello por el puro placer de una diversión cargada de tono. De hecho, élsiempre se había mantenido fiel a una relación podría decirse que laica, con una mujer ajena a cualquierreferencia eclesial.

Por su parte, la imaginativa madre abadesa recibió la pena de unos cuan-Felipe IV, el Rey Planeta

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tos años de reclusión conventual, durante los que acaso siguió recibiendo las visitas del amable«Peregrino Raro». La comunidad monjil, inocente carne de escándalo y víctima de aquel ilusoriouniverso de poderes supuestamente demoníacos, generado por su aislamiento del mundo real fue, a suvez, distribuida por diferentes cenobios del país.

El rey y su monja

Producto de esta, que sin duda hoy puede resultar chocante, estrechísima unión entre piedad y libertinajeque se dio en aquel tan especial personaje que fue el Rey Planeta, fue la larga relación epistolar quemantuvo con sor María de Ágreda y que sólo la muerte de ambos

—en el mismo año de 1665— fue capaz de interrumpir. Un trato por carta que, mantenido con gran sigilo,hizo de esta monja, aislada en su solitario convento soriano, en los confines de Castilla y Aragón, su granconfidente. Incluso a Olivares nunca Felipe le abrió su corazón de una forma tal como lo hacía anteaquella monja, cuyo especial misticismo acabaría atrayendo sobre ella a las suspicacias de laInquisición. Más de trescientas misivas se conservan de cada uno de estos tan especiales corresponsales,y si por una parte son muestra de la complejidad del carácter del gran crápula, por otra demuestran que lamonja en ningún caso se aprovechó de tan privilegiada posición. Por el contrario, le rei-terabadesinteresadas recomendaciones de conducta, basadas en el más básico sentido popular.Y le hacía ver loinapropiado de muchas de las cuestiones en que se veía sumido, tanto las derivadas de su abandonis-mode los asuntos políticos en manos de quienes le rodeaban y hala-gaban, como en sus momentos de dolor eincluso en la problemática derivada de su irrefrenable compulsión sexual. Una relación realmente atípicaésta, que a lo largo de los siguientes siglos atraería la cuidadosa atención de historiadores y psicólogos.

Cuando Isabel murió, en 1644, tras veinticuatro años de matrimonio, se volvió a hablar deenvenenamiento. Mucho antes se había comentado el hecho de que Olivares, con el que mantenía unmutuo odio, había nombrado médico personal de ella a un antiguo fraile merceda-rio, que había sidohecho preso y procesado por la Inquisición. Más 128

Los reyes infieles

adelante se había dedicado a las tareas de hechicero profesional y, en un momento dado, había bendecidoy perfumado unas camisas de Isabel, «en las cuales echó unas purgaciones que le impedíanconcebir».Algo realmente un poco difícil de creer, teniendo en cuenta que a lo largo de su vida conyugal,la francesa había traído al mundo seis hijas y un hijo. Cierto que la mala fortuna se cebó con furia sobreesta descendencia: cinco niñas nacieron y murieron consecutiva-mente de inmediato y solamente sesalvaron el esperado príncipe heredero Baltasar Carlos —de tan efímera existencia también— y lainfanta María Teresa, la única de todos los hermanos que alcanzaría una edad respetable y llegaría amatrimoniar nada menos que con el Rey Sol.

El rey escribía a su confidente, la monja de Ágreda: Me veo agobiado de insoportable tristeza, pues enuna sola persona he perdido cuanto perder podría en este mundo.Y si no conociera por fe que Dios nosenvía aquello que nos es mejor y más conveniente, no sé qué sería de mí...

La difunta reina Isabel siempre había visto a Juan José, el hijo de La Calderona, como un peligro para laherencia de su hijo, pero no podía haber imaginado que las cosas iban a tomar otros derroteros. Un añodespués de su desaparición, una mayor desgracia venía a afligir a la tam-baleante monarquía hispana. Eladorado heredero, Baltasar Carlos, la única esperanza visible en la preservación de la dinastía, aquelaltivo muchachito que pintara Velázquez montado sobre un encabritado caballo, moría a los diecisieteaños, tras practicársele una sangría de urgencia. A primera hora de la mañana, había regresado a palacio,presa de altísima fiebre, tras una agitada noche pasada en brazos de una prostituta, en una salida para laque había recibido el permiso de su gentilhombre de cámara.

Cabe pensar que la causa de su muerte fuese la crisis de una afección venérea contraída con anterioridad.Aquel atractivo pero poco inteligente y superficial príncipe de Asturias era en todo digno hijo de supadre y no tenía traza alguna de haber podido llegar a ser un buen rey.A pesar de su juventud, tenía porcostumbre la habitual frecuentación de las profesionales del sexo, y no de las más exquisitas, por lo queFelipe IV, el Rey Planeta

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se decía.Así como le había sucedido a Felipe II, mientras varios de los reales bastardos mostraban unafloreciente salud, la persistencia de la dinastía en el trono volvía a correr un verdadero peligro, que llevóa decidir un nuevo matrimonio del monarca. Bien parecía que siguiese llevando sus hábitos conocidos devida y su frecuentación de una amplia variedad de mujeres, pero no había descendiente varón legítimo ymuy pocos se decidían a apostar por el joven don Juan José, que ya daba muestras de su extremaambición.

Actuando con la misma ceguera de los antepasados, el sentido endogámico de los Habsburgo volvió aimponerse y la elegida para casarse con Felipe fue su sobrina carnal, la archiduquesa Mariana, hija de suhermana, la emperatriz María.Y, al igual que había sucedido en el caso de Felipe II e Isabel de Valois,también ahora la novia elegida para el hijo pasaba a convertirse en esposa del padre. En efecto, Marianahabía sido mantenida en reserva en Viena con destino a su primo, el malogrado Baltasar Carlos y estaba,tras la muerte de él, compuesta y viuda sin casar. Ahora se esperaba de ella una descendencia queasegurase el trono, aunque el panorama no era precisamente el más halagüeño. Frente a aquella inexpertaadolescente de quince años se presentaba un decré-

pito hombre de cuarenta y cinco, que andaba ya de irreversible capa caída —nunca mejor dicho—debido a sus muchos excesos. Una general decadencia física venía profundizada por las enfermedadesvenéreas y otros varios males, pero la boda, que se celebró en la localidad de Navalcarnero en el otoñode 1649, tras casi un año de viaje de la novia desde Viena, pareció abrir nuevas esperanzas a aquelinnegable declive dinástico.

Sobre su nuevo matrimonio, a Sor María aquel decadente Rey Planeta le confesaba que esperaba queahora, merced a esta nueva unión legí-

tima, podría ser capaz de abandonar sus malos hábitos y concentrar sus fuerzas en el adecuadocumplimiento de sus deberes conyugales y dinásticos. Pero una cosa eran los deseos y los planes teóricosy otra, muy diferente, la realidad de viejas y arraigadas inclinaciones y tendencias.

Mientras los testigos de la época veían a una Mariana que se limitaba a cumplir con sus deberes sinningún entusiasmo con su caduco marido, como es lógico dadas las circunstancias, un detallado cronistaescribía sobre:

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Los reyes infieles

[…] la gran diferencia de edad, sin gran semejanza de caracteres ni gustos, y el cansancio y la tristeza, ylas infidelidades del soberano, nunca cansado para la aventura de tapadillo, que ya a veces ni tapaba; y elgenio de ella, que pasó de la alegría a la hurañez […] y el ambiente de España, que a ella no le agradaba;

y la rigidez de ella, que no le gustaba a él […]

todo se unió para que aquel matrimonio no fuera ningún modelo de felicidad...

Con todo y entre una y otra de sus fugaces aventuras, el Felipe siempre atormentado por susremordimientos consiguió de su remisa mujer el nacimiento de tres varones y dos hembras. La mayor fuela infanta Margarita, la bonita niña rubia que centra las velazqueñas Meninas y que llegaría pormatrimonio a ser emperatriz de Alemania. Tras otra efímera infanta, el nacimiento de Felipe Prósperotrajo de nuevo las esperanzas de todos, que se hundieron con su muerte, a los cuatro años.

Un Fernando Tomás apenas sobrevivió uno y, por fin y tras «duras jornadas», en expresión del propiorey, la última cópula que pudo conseguir aquel desgastado fornicador volvía a dejar embarazada a sumujer.

Era realmente un verdadero milagro, destrozado como estaba Felipe por la viruela y todo tipo de males.

Fruto de tan lamentable episodio iba a nacer aquel patético ser que fue Carlos II, el Hechizado, elencargado de dar el cerrojazo a dos siglos de brillo y esplendor, de decadencia y de sombras, en laHistoria de España, protagonizados por los monarcas Habsburgo. Al comentar la precariedad del quequedaba como su heredero, uno de sus galenos se atrevió a recriminarle a un Felipe que ya estaba porencima del bien y del mal: «... es que Su Majestad deja para la Reina sólo las escurridu-ras...» Brutalcomentario que hablaba de la existencia de una Mariana que, sólo con veintisiete años, se mostrabaamargada, rígida, adusta, siempre envuelta en vestiduras y velos negros, como llevando luto por supropia existencia.

VII

EL DUENDE DE PALACIO

Un duende corre por palacio

EN SEPTIEMBRE de 1665 y «con una dulce expresión en el rostro», moría cristiana y plácidamenteaquel perezoso ensimismado y gran crápula que fuera Felipe IV, que solamente ha merecido pasar a lamás alta inmortalidad por su relación con el genio de Velázquez. Legaba a aquel verdadero engendro demenos de cinco años que era su heredero Carlos un imperio sumido en la más absoluta e imparabledecadencia.

La calle ya hacía tiempo que hablaba:

El Príncipe, al parecer,

por endeble y patizambo,

es hijo de contrabando,

pues no se puede tener.

Había nacido aquel patético personaje en una Corte lóbrega, en la que habían desaparecido las alegríasque había traído la primera esposa de su padre, para ser sustituidas por los estrictos rigores de unaMariana cada vez más entregada a las prácticas religiosas como forma de vida y fanatiza-da por laacción de los consejeros jesuitas de que se rodeaba.Ahora,Mariana, reina regente y con todo el poder ensus manos durante la minoría de su hijo, parecía dispuesta a limpiar de toda sombra de pecado aquellaCorte que durante tantos años había sido centro de atención y de divertidas habladurías. Con sólo treintaaños, su amargo matrimonio la había convertido en una persona ambiciosa y desconfiada, terca eimprudente.Tenía 132

Los reyes infieles

la joven viuda en su confesor personal, el jesuita padre Nithard, que había atendido a sus necesidadesespirituales desde la adolescencia, a su más íntimo confidente.Algo que naturalmente hizo nacercomentarios al respecto entre un pueblo que la odiaba y al que ella despreciaba de forma demasiadoevidente y sin hacer nada por ocultarlo.

Expulsado finalmente el padre Nithard de la mayor intimidad de la reina por la decisión de la poderosanobleza, apareció en el alcázar madrileño un personaje verdaderamente curioso. Era Fernando deValenzuela hombre de humilde origen, hijo de un corrido capitán y había nacido en Nápoles. Cuandoapareció por Madrid, se encontraba en una atrayente treintena y había accedido a aquellas alturas debidoa su matrimonio con una dama de palacio. De guapo y pálido rostro y bien formado cuerpo, como reflejael retrato que de él se conserva debido a la mano de Carreño, era el clásico arribista, simpático y deci-dor, que además componía fáciles versos de consumo inmediato. A aquella amargada y solitaria Marianano debió desagradarle tal compañía, ya que le convirtió en su inseparable confidente, con la evidenteanuencia de su esposa, que era una de sus damas de honor y le hizo protagonista de un disparado ascensoque solamente podría volver a verse, poco más de un siglo después, cuando María Luisa de Parma sededicase a fondo a la promoción de Manuel Godoy. No tardó el guapo trepador en ganarse el divertido ycómplice apodo de «Duende de Palacio». Para entonces, ya le había concedido el tan ambicionado hábi-to de la Orden de Santiago, era introductor de embajadores, primer caballerizo y marqués, con Grandezade España para que nada faltase.

Debido precisamente a tan extremado favor, que permitió al valido establecer una verdadera oficina detráfico de influencias, inmediatamente se buscó la clave en una secreta pasión de la reina viuda por él.

De hecho, la adusta Mariana no había conocido, que se supiera, más varón que aquel desgastado fauno endeclive que había sido el real crá-

pula Felipe IV y ahora podía resultar casi lógico que, de cara a una anunciada soledad, se diese algunaalegría para el cuerpo con el atractivo «Duende» antes de caer en una rápida madurez y envejecimiento.

En este asunto nada quedaría nunca demostrado y parece, además, que ella estaba desinteresada de todasestas cuestiones. Su rígida educación y la cuadratura de su mente simple se vendrían a unir a una supuestaEl duende de palacio

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frigidez y a un incapacitador pudor físico, razones inapelables para una viuda que quiera vivir tranquila.

Lo que sí debió de suceder es que las limitaciones de Mariana y su terquedad le impedían admitir a sulado personas que no estuviesen lisonjeándola de continuo.Y así, simplemente, cayó en las redes delatractivo embaucador y confundió su listeza, pillería y simpatía con la necesaria inteligencia para hacersecargo de las altas funciones que fue delegando en él. Con un punto de cursilería, un embajador venecianoapuntaba sobre aquella mujer de agrio gesto y siempre cubierta de negras tocas que la hacían parecer unamonja: «Aunque viuda a la temprana edad de treinta años, es motivo de edificación su vida piadosa y lainocencia de sus costumbres, semejante a un espejo tersísimo...»

Otros, no obstante, preferían hablar acerca del valido, de que si tenía las puertas de palacio abiertas atoda hora, las tenía igualmente y «con preferencia, a deshora». El cardenal primado de las Españas,adversario de Valenzuela por los poderes que éste había acumulado, se permitía advertir a Mariana delos peligros a que se exponía si persistía en esta actitud, que afectaba «no ya a su autoridad, sino a sudecoro». El hecho es que aquello no podía durar mucho y fue sobre todo la decisión del por entoncesomnipotente bastardo don Juan José de Austria lo que decidió la definitiva caída del poder del valido.Aprincipios de 1677 fue detenido, procesado y confiscados sus bienes, llegó hasta ser condenado a muerte,de lo que le libró al conseguir verse reclamado por la jurisdicción eclesiástica.

En cualquier caso,Valenzuela sufriría en sus propias carnes todos los rigores que conllevaba el hecho deser un favorito real en desgracia. Se le conmutó la pena capital, pero hubo de sufrir un destierro de doceaños nada menos que en Filipinas, al otro extremo del mundo y dominio del monarca en cuyo imperioseguía sin ponerse en sol. Después, consiguió instalarse en Nueva España, donde murió ya cincuentón dela coz que le propinó un potro al que estaba tratando de domar.

El otro gran bastardo

Fue durante el reinado de su hermano cuando las actividades del otro gran bastardo de la Historia deEspaña, don Juan José de Austria, 134

Los reyes infieles

tuvieron una mayor incidencia política, en espectacular pirueta existencial con el final más apropiado quepodía tener. Desde sus más tier-nos años y la vista del tratamiento y cuidados de que era objeto —educación principesca y crecida renta—, tomó el hijo de La Calderona conciencia de su personalposición en la vida. En 1641, Olivares, que, debido a su falta de hijos varones, quería legitimar a subastardo Julianillo Valcárcel, presionó al rey para que le proporcionase una especial forma de coberturamoral e hiciera lo mismo con Juan, que pasó a llamarse oficialmente don Juan José de Austria.

Tremendamente ambicioso y ostentosamente pagado de sí, se vio convertido en jovencísimo prior deConsuegra, en cuyo castillo formó una pequeña Corte. Su benevolente padre, considerando que era elúnico hijo al que había reconocido y quizá pensando que podría ser su natural sucesor en el trono, le fueencomendando una serie de empresas de carácter militar, que se correspondían a los ímpetus delvoluntarioso bastardo. Pero realmente su intervención en todos los escenarios en los que intervino nopudo considerarse siquiera notable. En las grandes revueltas producidas en el Reino de Nápoles sí tuvouna actuación militar a tener en cuenta, pero se vio seguida a continuación por una serie de sonadosfracasos en la guerra de Flandes y en el finalmente frustrado proceso de recuperación de Portugal.

A la vista de esto, Felipe consideró la posibilidad de encauzar su fogosidad hacia la carrera eclesiásticaque, en definitiva, era la tradicionalmente seguida por los bastardos reales. Recuérdese en este sentido elespecialmente brillante caso de don Alonso de Aragón, hijo bastardo de Fernando el Católico. Pero noera esta solución del gusto del ambicioso don Juan José que, por el momento, se vio obligado a recluirseen su dominio de Consuegra a la simple espera de la muerte de aquel padre que le promocionaba, pero nohasta los niveles que él consideraba justos. Con la desaparición de Felipe y la regencia de la detestadareina viuda, don Juan José encontró de inmediato motivos de actuación. Primero, se lanzó contra laprivanza del padre Nithard, hasta que se convirtió en uno de los principales ejecutores de su caída. Másadelante, fue capaz de reunir a su alrededor a todos los descontentos contra el nuevo valido,Valenzuela,hasta que se logró su apartamiento del poder tan fulminantemente obtenido.

El duende de palacio

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A la vista de la precaria salud y cada vez más débiles posibilidades de sucesión de su hermano Carlos II,el bastardo fue envalentonándose.Y, si ya había presionado sobre la regente con fuerzas militares,llegado el año 1677, pasó a convertirse en primer ministro efectivo del reino. Estaba claro que en supensamiento sus planes debían ir mucho más allá y que, para él, era simplemente una cuestión de tiempoesperar a que el débil Carlos abandonase la escena, por la puerta que fuera. Recibido por el pueblo comouna esperanza cierta frente al negro futuro que auguraba quien ocupaba el trono, cierto es que don JuanJosé intentó aplicar una honrada política de saneamiento y de regeneración de una situación general de lapostración que el país padecía.

Pero no fue capaz de desprenderse de los compromisos que había adquirido con la vieja nobleza que lehabía utilizado en defensa de sus intereses.

El final no iba a tardar, pero por el momento todo parecía ir bien, hasta el punto de que consiguió enviaral destierro en Toledo a Mariana.

Pero tras poco más de dos años de gobierno, con una desastrosa situación exterior en el persistenteconflicto de los Países Bajos y una serie de malas cosechas que extendieron la hambruna y la carestía devida, en medio del descontento general, moría a los cincuenta años, en el verano de 1679, aquel quehabía pretendido convertir la bastardía reconocida en un derecho legal para acceder a un trono que nuncapodría ocupar.Al tener noticia de su muerte, Carlos no dio muestras de pesar alguno y se limitó a esperara que le sugiriesen el nombre del futuro hombre de confianza para que se encargase de las tareas degobierno.

En las interioridades de sus hábitos monjiles, Mariana debió frotarse las manos ante la desaparición —yademás, por vías naturales— de aquel arrogante y decidido enemigo y fugaz triunfador.

De la personalidad de don Juan José habla un muy especial episodio, históricamente probado y en sumomento muy difundido por sus numerosos enemigos. Se trata de la ocasión en que presentó a su decré-

pito padre una miniatura en la que se recreaban, idealizados, los incestuosos amores míticos de Júpiter yJuno, que en la pintura mostraban con nitidez respectivamente los rostros de él mismo y de la infantaMargarita, su media hermana. Con ello querría dar a entender que pensaba seriamente en la posibilidadde acceder al trono por el directo 136

Los reyes infieles

camino del incesto, considerada la inviabilidad de la posible descendencia de Carlos. Pero aquellodebió de suponer demasiado incluso para un elemento como Felipe, disfrutador y nunca hastiado de tantaaventura física. Así, terriblemente irritado por aquella impertinente y obscena propuesta, que insultaba asus profundas convicciones religiosas, había expulsado de palacio al incontrolado ambicioso, al que novolvió a permitírsele la entrada hasta que pudo aproximarse al lecho en el que su padre vivía sus últimosinstantes y pasaba a mejor vida.

Un patético remate

Tan escuálido como débil, el heredero de la monarquía hispana nació y vivió sus primeros años en unasofocante atmósfera de rezos y devociones, rodeado por una tétrica parafernalia de imágenes, reliquias yexvotos a los que se atribuían poderes milagrosos. Solamente pudo ser destetado a los cuatro años,cuando murió su padre y pasó a ser rey, después de haber consumido la producción láctea de hastaveintiocho rollizas nodrizas montañesas. Cuando tuvo edad de erguir su abultada cabeza e intentarcaminar, se pudo comprobar que sus piernas no le sostenían y anunciaba lo que iba a ser el resto de suvida: un penoso alfeñique apenas sin fuerzas físicas ni, como se comprobaría, mentales.

Toda aquella enloquecida y ciega política matrimonial realizada entre consanguíneos por los orgullososHabsburgo alcanzaba en el desdichado Carlos su más dramático remate, como vivo exponente de unanunciado «final de raza». Mientras, sus muchos hermanos de padre, libres de taras por la aportación delas sangres de sus madres, presentaban normales desarrollos y evoluciones vitales normales.

Este degenerado ser recibió lógicamente la nefasta educación que se esperaba de una mujer comoMariana, fanática religiosa y cerrada a cualquier posibilidad de renovación de unas formas de vida y deetiqueta extremadamente rígidas y ya anacrónicas en su tiempo, pero en las que parecía hallarseperfectamente a gusto. Por su parte y en el extremo opuesto de su siempre tan encendido padre, el jovenCarlos en ningún momento de su adolescencia manifestó el más mínimo interés por el sexo o la personade las mujeres, algo que por otra parte debía pla-El duende de palacio

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cer extraordinariamente a su posesiva madre. Pero, dado que era todavía importante moneda de cambioen la escena europea, su hermano el bastardo negoció el matrimonio de Carlos con María Luisa deOrleans, sobrina de Luis XIV, a la que consideraba podía controlar y utilizarla como arma en suactuación contra el poder de Mariana. Pero el destino no le iba a responder y aquel gran manipulador ibaa morir antes de que la novia cruzase la frontera.

También en este caso se recurría a la familia, ya que los novios te-nían lazos de sangre muy directos queprecisaron de la pertinente autorización pontificia para celebrar las bodas. Realizadas en agosto de 1679,llevaba ya varios meses un Carlos sorprendentemente ardiendo de pasión, esperando con ansiedadaquello que le tenían preparado; no se desprendía del retrato de ella que le habían enviado ycontinuamente lo besaba diciendo «¡Mi Reina, mi Reina!», le escribía con su desastrosa ortografía variascartas al día y los correos urgentes volaban entre Madrid y París. Para los muchos enemigos de Mariana,que ya había vuelto a imponer su férreo dominio en el Real Alcázar, la nueva presencia femenina parecíaanunciar más esperanzadores tiempos. El novio tenía dieciocho años y ella, uno menos.

Era María Luisa una muchacha inteligente y bella, que sin duda se hubiera merecido otro marido muydistinto del que le tocó en suerte.

Antítesis de éste, había nacido y se había educado en la brillante y corrompida Corte de Versalles donde,a la luz y bajo el calor del Rey Sol —nunca mejor dicho—, sucedía todo lo que pudiera imaginarse.

Su padre, Felipe de Orleans, hermano del monarca y conocido como Monsieur, era un conocido yprovocador ludópata y homosexual, que gustaba de vestirse con ropas de mujer y siempre andabarodeado de hermosos muchachos, con los que se entregaba a «placeres mal explicados». La madre habíasido la princesa Enriqueta de Inglaterra, hija del decapitado rey Carlos I y de la que se decía que durantealgún tiempo fue una más de las múltiples amantes de su cuñado, Luis XIV. Lo cierto es que cuando ellamurió, muchos señalaron a su marido como inductor de un envenenamiento que le quitaba de en medio auna presencia siempre molesta para sus personales actividades.

Diez años iba a durar aquel tan desigual matrimonio sentado sobre el trono de la monarquía hispana.Alegre y aficionada a la música, a la 138

Los reyes infieles

joven reina la veía su rígida suegra como a la típica francesa, ligera de cascos y nada digna de confianza.La rivalidad entre ambas envenenó el aire de palacio y contribuyó a formar alrededor de cada una deellas partidos opuestos y duramente enfrentados. Misas diarias, largas con-fesiones, vespertinos rezosdel rosario y las permanentes murmuraciones contra su nuera eran las principales actividades de la reinamadre, que continuamente acusaba a la francesa de exigir del rey prestaciones físicas que le debilitaban

todavía más. Consideraba, además, que la muchacha era demasiado aficionada a exhibir sus encantos ymuy libre

—por no decir algo peor— en sus gustos y costumbres.

Del asunto carnal se sabía todo o nada, que era lo mismo, ya que no existió desde un principio.Tras laboda, el embajador francés escribía:

«... intuí que había un defecto atribuido a demasiada vivacidad por parte del Rey, que impedía que lacópula fuese perfecta, no habiendo podido simultanear ambos sus efusiones...» Por lo visto, la clavedebía ser, sin más, la falta de erección que la debilidad del rey provocaba, lo que impedía la realizaciónnormal del acto. Muy pronto se temió que de aquella unión no hubiera fruto y nacieron las malévolascoplillas que se canturreaban, como aquella que fue la que más difusión tuvo, llena de chulesca altanería:

A pesar de ser extraña,

sabed, bella flor de lis;

si parís, parís a España.

Si no parís, a París.

Las críticas y murmuraciones en su contra se enconaban, animadas por los partidarios de su suegra,mientras Carlos se inhibía de una cuestión que ya había dejado de interesarle. Frente a la intocable figuradel rey, era la esposa considerada la «culpable» de la falta de descendencia, como tradicionalmentesucedía, y se vio atiborrada de supuestos remedios para solucionar un problema que seguramente no eraen ella donde radicaba. El embajador francés no tenía reparo alguno en pagar a los criados de lasestancias reales para que le proporcionasen la ropa interior usada de Carlos, para mandarla analizar porsupuestos expertos que acreditasen en los residuos orgánicos que en ella encontrasen El duende depalacio

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las causas de su supuesta infertilidad. Pero tales peritos no se pillaban los dedos en tan espinosa cuestióny siempre dejaban envueltas en la más densa nebulosa todas posibilidades negativas o positivas.

Cuando María Luisa murió, a los veintisiete años, de una peritoni-tis, se habló mucho acerca de que habíasido envenenada para quitarla de en medio y buscar otra esposa «fértil» para el que ya era llamado «ElHechizado». Intoxicada de ponzoñas debía estar sin duda por todo lo que le hicieron ingerir en sus etapasfinales.Al saber de su muerte, Carlos se lanzó a correr despavorido y aterrorizado, gritando yarrancándose mechones de cabellos. Pero lo cierto es que, incluso antes de que ella falleciese, altosresponsables cortesanos ya habían iniciado discretas conversaciones para buscarle una inmediatasustituta en el lecho real.

Sólo un mes después de la muerte de su predecesora se anunciaba el nombre de la que iba a ser reina deEspaña: Mariana de Neoburgo.

En todo este asunto, el gran mangoneador que era Luis XIV ni se tomó la molestia de intervenir. Conocía

perfectamente las incapacidades para engendrar de Carlos y ya le daba lo mismo quien fuese la esposadispuesta a hacer el papel de potencial madre de heredero. La cuestión era simplemente esperar a queaquel real alfeñique muriese para hacer valer los derechos que al trono de España tenía su nieto, Felipede Anjou, el futuro Felipe V, que a estas alturas de la trama contaba solamente siete años de edad.

Era María Ana de Neoburgo princesa de Baviera y de familia excep-cionalmente fértil; su madre habíatenido veinticuatro embarazos. De ahí había venido su elección, que fue muy apoyada por la reina madre,encantada de tener a su lado y bien controlada a una nuera germana como ella, de buenas costumbres muyalejadas de las de su predecesora. Robusta mujer de veintidós años, entre rubia y pelirroja, orgullosa yde impetuoso carácter, desembarcaba en La Coruña en la primavera de 1690. Sus hábiles padres habíansabido colocar a sus hijas y la que ahora iba a reinar en Madrid tenía una hermana emperatriz; otra, reinade Portugal; una tercera, heredera de Polonia y, finalmente, la última era gran duquesa de Parma. Laverdad es que el panorama no estaba nada mal para la tan dificultosa tarea de situar bien a tantas jóvenes.

En contra de lo que esperaba, con su nueva nuera la suegra se iba a encontrar con la horma de su zapato yla que Mariana imaginaba como 140

Los reyes infieles

dócil instrumento en sus manos no tardó en enfrentársele, henchidas ambas de soberbia y de burdatozudez. Seis años se mantuvo esta pugna palaciega entre suegra y nuera. La cuestión se solucionó cuandoen 1696 murió la reina madre, de un tumor en el pecho llamado zaratán en castellano viejo. Obsesionadopor la pérdida de la que había sido realmente la mujer de su vida, el desdichado hijo llegó a ordenar quese sacase el cadáver de su sepultura, en el Panteón Real de El Escorial, con el fin de comprobar de formadirecta aquello en lo que él se convertiría cuando muriese.

Ahora la reina, ávida de riquezas, vio el campo abierto para la plasmación efectiva de sus intereses.Pero, a pesar de todo, no dejaba de ser una mujer joven a la que debía apetecer la práctica del sexo consu marido, como correspondía.Y dado que el pobre Carlos no demostraba ser capaz de funcionar deforma medianamente admisible, a pesar de todos los salvajes exorcismos y variados remedios que se leadmi-nistraban, María Ana recorría histérica los interminables pasillos palaciegos. Estaba condenada asoportar un matrimonio blanco, tenía muy claro el hecho de que con aquel marido ya nunca iba a poderser madre.

Veía así frustradas las tendencias multiplicadoras dominantes en su familia, a la que tan apegada estaba ya la que materialmente colmaba de valiosos obsequios y dinero procedentes de las arcas reales.

Entre multitudinarios autos de fe —donde se tostaban a fuego lento los condenados por judaizantes—,bailes y cacerías, el pobre Carlos se enfrentaba a una esposa que había dado rápidamente en el clavo.

Con fría meticulosidad —para eso era una cuadriculada germana— le hacía objeto de unas peleasmatrimoniales que a él le horrorizaban y que, para evitar, le llevaban a transigir en todo lo que ellaplantease, que iba desde la instalación de una granja alemana en la Casa de Campo hasta la aceptación decualquier extravagante capricho. El pueblo la odiaba abiertamente, tanto por su despegada y altaneramanera de ser como por su supuesta infertilidad, que nadie se atrevía a endilgársela al rey, prefiriendocargarla en la cuenta de ella.

Paralelamente a toda la parafernalia que se organizó en la Corte sobre el supuesto hechizamiento del rey

y los remedios a aplicar, la intrigante y vengativa María Ana había decidido que recibiría lascompensaciones debidas por su infértil prestación. Así, desarrolló un efec-El duende de palacio

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tivo sentido de venta de información y se inventaba falsos embarazos, que llenaban de esperanza a todosy que acababan en falsos abortos que volvían a hundir todas las expectativas. Incapacitado para lareproducción por su debilidad congénita, Carlos vio caer sobre él toda una serie de supuestos hechizosque se inventaron para justificar aquellas carencias y que convirtieron su vida en un verdadero infierno.

El conocido exorcista fray Antonio Álvarez de Argüelles fue el siguiente personaje que decidió losúltimos actos del penoso melodrama, ya en los últimos tiempos de la vida del rey. Afamado experto en laespinosa tarea de extraer presencias diabólicas de posibles afectados, se prestó a reafirmar —hay quesuponer que a cambio de sustanciosa retribución— la opinión de quienes sostenían que la falta dedescendencia del rey se debía a un posible hechizamiento de que hubiera sido víctima.Y así, por mediode las declaraciones de una monja embruja-da, se llegó a la conclusión de que efectivamente eldesdichado había sido víctima de un maléfico conjuro a los catorce años. La responsable habría sido suya fallecida y detestada madre. La vía del hechizamiento habría sido el chocolate, por el que Carlos teníauna verdadera adicción, como en general toda la nobleza de la época.

Su fallecimiento, el 1 de noviembre de 1700, sin alcanzar a cumplir los cuarenta años, vino precedido deun ataque de epilepsia que determinó el final. Para nadie era un secreto que moría sin haber catado mujeraquel hijo de padre tan sensual. Según testigos, su cadáver presentaba el aspecto de llevar un año enteroenterrado y, cuando se le practicó la autopsia, se encontró que tenía el hígado «completamente encogido,con una negruzca piedra en su interior del tamaño de una judía».Tenía «la cabeza llena de agua» y eraportador de «un solo testícu-lo, negro como el carbón».

María Ana, una vez entablada la guerra de sucesión, entre los partidarios de Felipe de Anjou frente a losdel archiduque Carlos, siempre apoyó a éste. Un elemento humano muy particular fue esta insi-diosamujer, a la que un receloso Felipe V hizo recalar fuera de las fronteras de su reino. Junto a la mismafrontera, en la localidad francesa de Bayona, se rodeó de una corte personal que empleaba a cuatrocentenares de personas.Todavía no demasiado mayor y, se suponía, virgen, le fueron adscritos variosepisodios amatorios. El más sonado fue 142

Los reyes infieles

el protagonizado por un oportunista caballero apellidado Larrétéguy, del que se dijo que fue objeto deapasionado amor de la ex reina.

Novelesca sí fue la supuesta continuación de la historia. Se decía por Bayona que María Ana habríatenido al menos dos hijos de su relación con aquel hombre y que, en una ocasión, un hermano de él habríacomentado al paso del coche de ella por las calles de la ciudad: «¡Dejad paso a mi cuñada!» Desfachatezprepotente, nada rara entre los próximos a las familias reales hasta el día de hoy, pero que entonces alinteresado le costaría la prisión en el castillo de If, frente a Marsella, donde siglo y medio más tarde lafantasía de Alejandro Dumas iba a encerrar al conde de Montecristo. Cuando Felipe V le permitióregresar a España, María Ana se instaló en el magnífico Palacio del Infantado, de Guadalajara, dondevivió con gran boato hasta su muerte, ya en 1740.

VIII

FELIPE V. REINAR DESDE EL LECHO

Del «Animoso» al «Melancólico»

COMOESCRIBÍAun relamido cronista de la época,a Felipe V,el primer rey Borbón en el trono deEspaña:

[…] que había nacido en el lujurioso magma de la Corte más libertina de Europa, le acabaría tocando alos diecisiete años cambiarla por la profunda sequedad de la meseta castellana, azotada por los vientos.

Su abuelo era el Rey Sol, modelo de monarca de su época y singular ejemplar de usos y costumbres,verdadero catálogo de vicios y alguna que otra virtud, de los esplendores que siguieron a los tene-brismos del Barroco. Su padre era el heredero y Gran Delfín, un personaje dotado de la mente másdepravada posible, capaz de llevar a cabo las más crueles acciones y pasar a continuación a entregarse alos más amables placeres en un entorno personal que había diseñado con este fin. La madre de Felipe,desde su nacimiento en 1683 duque de Anjou, era una princesa bávara que había aportado el bienarraigado ramalazo de insanía mental que caracterizaba a su familia.

El muchacho se había criado en soledad, desarrollando un carácter melancólico, taciturno y abúlico, muypróximo al autismo, en el mismo corazón de aquella brillante hasta la extravagancia Corte de Versalles,donde hasta la exageración se rendía culto a la belleza física, al encanto personal y al placer en todas susposibles manifestaciones.Tuvo como preceptor al afamado predicador Fénelon, cuya especialidad eranlas 144

Los reyes infieles

oraciones fúnebres que elaboraba y que siguen siendo obligada cita en toda referencia a la mejorexpresión en lengua francesa. Pues bien, tan conspicuo personaje imbuyó en el joven Felipe una serie deideas de místico fanatismo religioso que ni de adulto podría sacudirse de encima. Era sobre todo el terroral pecado —estaba claro que era mejor morir que pecar— y, como adecuado complemento, elpermanente temor a morir en falta, lo que había de hundirle directamente en los temidos fuegos infernales.

Esta dura irracionalidad, unida a la más decidida intransigencia en todos los órdenes, iba a fomentar laformación de una compleja personalidad, de la que hablan los propios sobrenombres con los que Felipefue popularmente conocido: de ser en un principio «El Animoso» pasaría a convertirse en «ElMelancólico». Durante su angustiada adolescencia, el muchacho se entregaba, tras cada episodiomasturbatorio, a una serie de arrebatos conjuradores para librarse de la culpa derivada de los actos y novivía hasta poder dar puntual cuenta a su confesor de la «sucia culpa» que le martirizaba sin piedad una yotra vez.

Se cuenta que, a los quince años, fue objeto de directas provoca-ciones físicas por parte de una chica unpoco mayor y con alguna experiencia. La historia naturalmente fracasó y tres meses de mortificacio-nes lecostaron al pecador los excesos que su imaginación había fabricado durante el episodio. Mientras tanto,el gran zorro que era su abuelo manejaba con habilidad todos los hilos que iban a llevarle al trono deEspaña, a la vista de la extinción sobre él de la Casa de Habsburgo, debido a la más que evidenteincapacidad generativa del desdichado Carlos II.

Llegado el año 1700, nada más entrar en su nuevo reino, hastiado de un largo reinado carente deexpectativas de futuro, un Felipe de diecisiete años levantó, sin planteárselo ni molestarse en hacerlo,muchas esperanzas de renovación latentes entre la población de la que todavía era la mayor potenciaimperial del mundo. Pero si su buena apariencia, amables modales, gusto parisino en el vestir y hermosocabello rubio causaron la mejor impresión, pronto pudo comprobarse que no era más que un muchachoinmaduro, únicamente interesado en infantiles juegos y, además de la caza, en la práctica de deportesmoderados como la pesca del cangrejo. Indudablemente, debía tener muy presente la idea Felipe V.Reinar desde el lecho

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del matrimonio, que ahora era cuestión prioritaria, pero su absoluta vocación de castidad llegó a hacerpensar a muchos de quienes le rodeaban que España tenía ahora «un rey marica».Aquel hombre, del quese ha dicho que, a lo largo de su vida, sólo se le vería sonreír en dos o tres ocasiones, dejaba hacer enesto a sus mayores y era realmente muy bien mandado.

Como programado autómata, aceptó complacido la elección para esposa de María Luisa Gabriela deSaboya, entonces de trece años de edad, y se dedicó a esperar su llegada. Pero cuando ésta se acercaba,no pudo resistir más su deseo de conocerla y pasó a interpretar uno de esos episodios de la petitehistoire que en general son de dudosa veracidad, pero que añaden un punto de calor al neutro relatooficial. Así, habiendo penetrado la comitiva que traía a «La Saboyana» — como se la conoceríapopularmente— por la frontera pirenaica, el joven Felipe se habría aproximado, adecuadamentedisfrazado, a la carroza donde viajaba la joven, haciéndose pasar por un simple caballero de la Corte.

Un episodio que, en cualquier caso, recuerda sospechosamente a uno muy parecido que protagonizó eljoven Fernando de Aragón en vísperas de su más que vidriosa boda con Isabel de Castilla.

Pues bien, a Felipe sus amigos le habían organizado en Figueras una despedida de soltero a la maneratradicional, con llamativas señoritas del oficio expresamente venidas de Barcelona para agradar a tandestacados celebrantes. La reacción del novio, al que hay que imaginar rampante de deseo por entrar enunos ámbitos hasta entonces sólo imaginados con delicioso terror, fue la que cabía esperar.Reservándose para su inminente esposa, se negó en redondo a participar en tal feste-jo, afirmandotajante: «No he pecado nunca y, menos, ahora...Y menos todavía con mujeres de este país...» Él sabría loque quería decir con esto, pero durante su banquete de bodas una salvaje ansiedad le llevó a comer ybeber con la más absoluta desmesura, mientras sus ímpetus devoradores se complementaban con los quereflejaba su mirada, que no podía abandonar a su jovencísima esposa.

Junto a Gabriela venía la princesa de los Ursinos, que tendría un destacado papel en toda esta historia,como camarera mayor de la reina y directo agente de Luis XIV en la Corte de Madrid, que el deVersalles quería tener absolutamente controlada. Personaje inteligente 146

Los reyes infieles

y brillante, muy pronto se ganaría el odio de la nueva reina, que no podía soportar su altivez yprepotencia y de la que diría «Manda más que yo», algo que, por otra parte, era absolutamente cierto.

Pero una nueva vida se abría ante aquel libidinoso Felipe, víctima de tan prolongada y torturadorarepresión. Golpes, gritos, forcejeos y lágrimas —derivados de los nervios y de la ansiedad de él y del

terror de ella— parece que jalonaron los primeros encuentros amorosos de los recién casados. Con estasu primera mujer, Felipe estableció ya la costumbre del coito diario, hábito que prácticamente noabandonaría hasta el último día de su vida. Ella, de agudo temperamento, se dio cuenta de la cuestión ypasó a dominarlo a cambio de la aceptación de sus exigencias físicas. Al mes de la boda, la Ursinosescribía a Versalles: «No hay manera alguna de que el Rey abando-ne la alcoba y por su gusto estaría enla cama todo el día con la Reina...»

Varios desapasionados cronistas y biógrafos vendrían a coincidir en la afirmación de uno de ellos: «ElRey, durante años, pasó la mayor parte del tiempo encerrado con su esposa en la más estricta de lasintimidades...» El perspicaz duque de Saint-Simon, privilegiado testigo de aquellos momentos, escribiríaacerca de Felipe: De placeres solo conoce la caza y el matrimonio, y si algo puede abreviar la larga vidaque le promete su temperamento nervioso, sano y de buena complexión, será el exceso de comida y deejercicio del deber conyugal, en que trata de excitarse con algunos socorros continuos...

No se aclara a qué se refiere esto de los «socorros continuos», pero se ha hablado de una verdaderaadicción a un múltiple orgasmo, en algo que era para él la razón fundamental de su vida. Una prácticasexual incesante bendecida por la Iglesia y que en todo momento estaría super-visada por sus agentes.Cuando Felipe le preguntó al padre jesuita confesor de ambos si podía ser causa de pecado mortal lareiterada complacencia en «determinados juegos», el discípulo de Ignacio de Loyola le habríacontestado, sibilinamente, como correspondía: «Si cuanto me refiere Su Majestad tiende a laprocreación, mandato divino, no incu-rre en ofensa a Dios Nuestro Señor.»

Felipe V. Reinar desde el lecho

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El abuelo Luis estaba especialmente preocupado por esta descendencia, que aseguraría a su linaje lapermanencia en el trono hispano, disputado por el pretendiente austriaco en la ya desencadenada guerrade sucesión. Y, mientras Felipe y Gabriela se dedicaban a practicar juegos como el del cucú y el delescondite, que incrementaban su deseo y acababan arrojándoles al lecho, la Ursinos escribía, displicente,a su gran patrón: «Mucha cama, pero sin resultado positivo alguno.» Cuando la guerra se extendía porItalia, Luis exhortó a su nieto para que abandonase tan muelle e infructífera existencia y se pusiese alfrente de las tropas que en definitiva estaban defendiendo su trono.Así, tras escasos meses de luna demiel, una llorosa Gabriela despedía a su Felipe en el puerto de Barcelona, camino él de la Italia enguerra.

Iba allí a ganarse con creces el efímero pero llamativo sobrenombre de «El Animoso». Entre las fuerzasllegadas de Francia y comandadas por el general Vendôme existía la costumbre de organizar lúdicascenas que acababan convirtiéndose en estimulantes orgías nocturnas, a las que eran llevados «jóvenes deambos sexos» para disfrute y jolgorio de los esforzados milites. Cuando alguien le propuso participar enlo que era costumbre habitual, Felipe se consideró insultado y parece que llegó a retar a duelo al propioVendôme. Sufriendo enormemente por la ausencia de su compañera de juegos eróticos, lo compensabacon la más absoluta falta de moderación en comida y bebida y, sobre todo, en sus enloquecidasintervenciones en las batallas que se trababan.

Nunca, ni siquiera en aquellos momentos de tensión y lejanía, se supo nada de cualquier episodio deinfidelidad de este joven que prefería, para su propia tranquilidad espiritual, practicar el torturadorplacer solitario. Permanentemente angustiado por ello, le había pregun-tado a su confesor si el tal placer

podría obtener perdón, caso de haber recurrido a él pensando en la legítima esposa. El hábil jesuita lehabría contestado que, vencida la voluntad, el pecador disfrutaría de la comprensión de Dios y delperdón, naturalmente por medio del preceptivo acto de la confesión.

Desde Carlos V, ningún rey español había participado en persona en batallas; ahora, el primer Borbónparecía querer demostrar de la forma más visible su voluntad de defender el trono y, cuando se producíanenfrentamientos armados con el enemigo, se lanzaba enloquecido a lo 148

Los reyes infieles

más encarnizado del combate. Le excitaban el olor de la pólvora, el choque de las armas, el tronar de loscañones, los gritos de los combatientes, las quejas de los heridos y, por encima de todo, la visión de loscuerpos desmembrados, destrozados y cubiertos de sangre. Algo parecido le había ya fascinado durantesu viaje a España, cuando por vez primera en su vida había presenciado una corrida de toros y no pudoapartar su obsesiva mirada de los toros hostigados y finalmente muertos por la acción conjunta de todoscuantos intervenían en tan salvaje fiesta.

Esta actitud, que le reprocharían incluso sus propios generales, debido a la irresponsabilidad eimprudencia que conllevaba, sería la que le hiciese ganarse entre el pueblo el sobrenombre de «ElAnimoso». A su particular forma de masoquismo exhibicionista correspondieron también varias escenasque en aquellos días protagonizó públicamente en sus estancias, haciéndose maltratar de palabra y obrapor los ena-nos con que contaba para su diversión, a los que obligaba a golpearle y escupirle.

El esclavo de su esposa

En Madrid, María Luisa le esperaba, habiéndose ganado el cariño del pueblo y cada vez más enfrentada ala irritante prepotencia de la Ursinos y al hecho de ver tratado a su nuevo país como una provincia másdel abuelo Luis. La pequeña saboyana tenía su carácter y había sabido hacerse con la absoluta voluntadde su marido, algo que alcanzó el máximo con ocasión del nacimiento, en 1707, del primer hijo, Luis,heredero de la Corona. Después de otros dos hijos de breve existencia, seis años más tarde nacía elúltimo, que a la muerte de su padre reinaría como Fernando VI. Del dominio público eran los tormentosque Felipe debía soportar durante las forzosas cuarentenas que seguían a estos partos y que le privabande su ración diaria de sexo.

Incluso cuando ella entró en la fase final de la enfermedad que acabó conduciéndola a la muerte, debíaacceder a los requerimientos de él en busca de su imprescindible goce. Pero seguía negándose aconsentir que los médicos la reconociesen, poniendo sus manos sobre el Felipe V. Reinar desde el lecho

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cuerpo de la reina de España, que solamente a él pertenecía. Fue en esta difícil época cuando unaristócrata francés se permitió comentar-le que, cuidando de la frágil salud de María Luisa, «debía tomarpor manceba a una de las damas de la servidumbre de la Reina», lo que en estos casos tradicionalmentehabía sido práctica habitual. Un encolerizado Felipe, después de haberles contado lo que consideró unverdadero sacrilegio a su mujer y a la Ursinos, ordenó el abandono del país de aquel insolente. La yacasi moribunda había entrado plenamente en el juego y llegaría a decir sobre esto que no iba a favorecer«que el Rey busque bajo techo pecador lo que yo, mientras viva, pueda darle...».

Cuando ella murió, quedaba un viudo de treinta años e, instalada en la vivienda frontera a la suya en lacalle del Prado, una princesa de los Ursinos, dueña de los mecanismos de la Corte y brillante y odiadareina de los salones madrileños, de setenta y dos. Se dijo que entre ambas casas se había construido unpasadizo secreto de comunicación, y se comentó que «alguna que otra noche, el monarca cruzó eldisimulado y furtivo coladero...». Se llegó a apuntar, seria y preocupada-mente, que podrían inclusollegar a casarse, pero tal locura no llegó a hacerse realidad. Informado sobre esto, el Rey Sol se limitó acomentar, desdeñoso: «Ese botarate es capaz de todo.»

La Ursinos tenía un amplio historial amatorio, que la relacionaba íntimamente hasta con el amo deVersalles, pero en esta ocasión tuvo la suficiente inteligencia de no caldear aun más el deseo del rey, quesin duda se complacía en su amarga soledad y enfermizo desinterés por todo. Cuando algún cortesano seatrevió a sugerir que podría propor-cionarse al rey «un momentáneo alivio bajo la forma de una amante»,aquella gran mangoneadora pudo responder con altivez: «Su Majestad repudia los oficios de una meretrizpor encopetada que sea, porque su conciencia de rey católico es tan fuerte como su ardientetemperamento.»

Así las cosas, y preparando un futuro en el que seguía viéndose conservando su privilegiada posición, sededicó a buscar a Felipe una nueva esposa, que fuese de dócil naturaleza y no opusiese resistencia algunaa su dominio. El astuto abate Giulio Alberoni, agente del duque de Parma en Madrid, le ofreció la ideade colocar a una de las hijas de su señor, Isabel de Farnesio, a la que presentó como «una joven dócil,vir-150

Los reyes infieles

tuosa y encantadora, a la que únicamente le interesan el bordado y la costura».

Este perfil de nueva esposa era lo que la Ursinos necesitaba y, en esta tarea, no cesaba de referirse a lanecesidad de acabar con la penosa situación que vivía el rey, ya que, entrando en detalles, confiaba: «SuMajestad, joven todavía, sufre continuos dolores de cabeza y a menudo también suda con angustia deforma harto exuberante», y concluía teatralmente:

¿La causa? Señores, su peligrosa continencia perjudica su salud y todos saben que, por sus profundas yadmirables convicciones religiosas, Su Majestad se negará mientras viva a recurrir a los oficios de unaamante.

Así se lo presentó al atormentado Felipe, que realmente no vivía, esperando impaciente que le arreglasenun nuevo matrimonio, sin importarle quién ni cómo fuera su futura pero abrasadoramente deseadacompañera de lecho. La intrigante explicaba, sibilina: «A mi humilde entender, lo que Su Majestad yEspaña necesitan es una reina que haga la ventura del atribulado monarca y no se inmiscuya con excesoen los asuntos de Estado.» Cuando le habló a Felipe de Isabel, culta conocedora de varias lenguas yamante del arte y de la música, «posee-dora de la fascinación de una tigresa y la docilidad de un animalde compañía», Felipe accedió encantado a la boda, que quiso se celebrase lo más rápidamente posible.

En vísperas de la Nochebuena de 1714, esperaba la Ursinos a la nueva reina en el castillo alcarreño deJadraque. Isabel de Farnesio se había entrevistado con la reina viuda María Ana, en su suntuoso destierrode Bayona, quien la puso en antecedentes de las interioridades de la Corte madrileña. Como la presenciade aquella mandamás no casaba con el fuerte carácter de Isabel, que con veintidós años nada tenía quever con una joven discreta y sumisa, está claro que debió haber previsto la radical operación que llevó acabo. La pequeña historia se ha nutrido mucho con este episodio, considerando las posibles causas delenfrentamiento entre ambas mujeres, aunque las preferencias se inclinan por la idea de que la Ursinos sepermitió hacer algún comentario desfavorable acerca del abundante físico de «la Parmesana», que yatenía en sus manos el instrumento para proceder.

Felipe V. Reinar desde el lecho

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En la propia estancia donde las dos mujeres se entrevistaron, y poniéndose recado de escribirdirectamente sobre las piernas, Isabel firmó la orden de la destitución de Ursinos del cargo de camareramayor y su inmediata expulsión del territorio español.Así, en medio de una intensa nevada y vigilada porvarios guardias, la antigua todopoderosa era lanzada a los helados caminos castellanos hasta la fronteradel Bidasoa.

No era capaz de entender qué había pasado y se dedicó a escribir rei-teradamente al rey, pidiéndoleinútilmente su apoyo. Pero las cosas ha-bían cambiado y aquella confabuladora iba a ser sustituida poruna mujer de rompe y rasga, que nada más verse, pasó a controlar la voluntad de un Felipe que ansiabacon desesperación ser dominado.

Cuando se encontró ante ella, bastante gruesa y con el rostro lleno de marcas de viruela, se limitó acomentar: «No es en absoluto lo fea que malas lenguas me murmuraron y, para mi gusto, la encuentro

apetecible y hasta hermosa.» La inteligente Isabel comprobó de inmediato que las informaciones quehabía recibido se justificaban plenamente y comprendió que su trono iba a ser el lecho matrimonial ytodo ello le pareció adecuado a sus intereses y expectativas.Algo preocupaba la primera noche alretorcido cerebro de Felipe, ya que le dijo: «Espero que seas virgen.» Debía serlo y complacerlo conello y, a partir de ese momento, a cambio de la entrega de su voluntad, ella complacerá todos los deseosy compartirá los ya conocidos jueguecitos de él.

Aquel genial chismoso que era el duque de Saint-Simon anotaba malévolamente en el Palacio delInfantado, donde se produjo el encuentro de los novios: «La real pareja permaneció encerrada a cal ycanto veinticuatro horas ininterrumpidas...» Hay que entenderlo; el pobre Felipe debía de estar que ya nopodía más e Isabel se limitaba sin más a hacer su aportación al contrato firmado, que tantassatisfacciones en todos los órdenes iba a darle en la vida. Cada uno de ellos obtenía lo que buscaba y deahí iba a venir su perfecta y prolongada conjunción durante décadas.

Nada más llegar a Madrid, en el palacio del Buen Retiro, el feliz novio condujo a su esposa a la estanciadonde había muerto su predecesora y se dijo que la había obligado a yacer junto a él sobre el mismolecho mortuorio, en aquella penumbrosa y sofocante habitación que no 152

Los reyes infieles

se había ventilado desde el fallecimiento de «la Saboyana». Cuando se difundió tan extraña y aberranteescena, los defensores de Felipe adu-jeron que el rey consideraba «como un deber protocolariomostrarle a la reina el lugar donde su anterior esposa iniciara el sueño eterno de los justos». Isabel ledaría a su insaciable marido seis hijos, mientras mantendría una fría relación con los dos que la difuntahabía dejado.

Volvemos al imprescindible Saint-Simon, que anotaba escrupulosamente:

El Rey y la Reina duermen en la misma cama y les ha sucedido verse atacados de fiebre a la vez, sinhaberlos podido convencer que se sepa-raran, aun haciendo llevar otra cama al lado de la suya. En la quelos he visto, no tiene ni cuatro pies de ancha, con columnas y muy baja. Hace cinco años, el Rey estuvoenfermo durante varios meses y la reina durmió siempre con él durante su enfermedad. Lo mismo ocurrecuando la Reina da a luz y en cualquier otra ocasión. Con la difunta Reina, sólo dejó de dormir dos díasantes de su muerte.

Se ha contado que en una ocasión, estando en sus dominios de La Granja de San Ildefonso, Felipemostraba su ansiedad por cabalgar sobre el animal que fuera, a falta de caballo. Habiendo visto a uncampesino con una cabra, el enloquecido monarca se habría montado sobre el animal, que emprendió unaapresurada carrera y acabó por tirarlo al suelo. Parece que Isabel, que sólo presenció la última escenadel asunto, debió de pensar en un primer momento que se enfrentaba a un incontrolado acto debestialismo por parte de su marido. Pero el hecho de que no reaccionase de forma especial hace pensaren lo que podrían ser sus secretos de alcoba. Pero a aquellas alturas ya no había problema en los repartosdel poder. Ella le tenía dominado por la práctica regular del sexo y desde un principio aplicó una técnicaque le funcionó hasta el fin: cada vez que planteaba una exigencia a su marido en materia política y él senegaba a complacerla, ella se negaba a la cohabitación; la desesperación no tardaba en decidir alangustiado Felipe a admitir todo lo que ella quisiera.Y así, una y otra vez, a lo largo de los años.

Como escribía entonces el embajador francés: «La Reina es la única persona capaz de tomar decisiones

viriles.»

IX

LUIS I. UN PARÉNTESIS MUY MOVIDO

ERALUIS,príncipe de Asturias,un muchacho alto y esbelto,en general bien parecido y que bailaba conuna gran habilidad y, siendo el primer Borbón nacido en España, el pueblo le tenía una abierta simpatía ycariño. Además, la temprana muerte de su madre y su sustitución por la nada amigable madrastra que erala Farnesio, venía a apor-tarle todavía más calor general.Ya desde antes de su temprana boda, se decíaque poseía una personalidad más infantil que lo que de natural correspondía a su edad. Se divertía consus amigos saliendo a correr de noche por los melonares del Buen Retiro y, siendo ya demasiado mayorpara ello, siguió disfrutando con juegos infantiles como principal interés. No hay que olvidar loaficionado que hasta edad bastante considerable había sido su padre a los jueguecitos, si bien en el casode él tenían una muy concreta finalidad erótica. De cualquier manera, tampoco las infantiloidesescapadas de Luis se verían libres de similares interpretaciones. Se decía que también abandonabapalacio con unas persistentes salidas nocturnas a barrios extremos, donde frecuentaba casas de dudosareputación, en las que daba rienda suelta a un temperamento fogoso, heredado de su padre. Pero, adiferencia de él, en lugar de torturarse con la abstinencia, prefería lanzarse a cualquier tipo de disfrute.

Con todo y durante su tan breve existencia, Luis no parece haber sufrido aquellos atormentadores ataquesde culpa que siempre debió arrastrar Felipe.Aunque su estabilidad mental tampoco parece que fuese muyfirme, en ningún caso llegó a manifestar los desvíos de su padre, cierto es que al morir tan joven no tuvotiempo para ello. Como afir-154

Los reyes infieles

maba un contemporáneo, que se admiraba del cariño que el pueblo sentía por él: «Tiene la inteligencia deun niño, la curiosidad de un adolescente y las pasiones de un hombre...» En sus salidas nocturnas se hacíaacompañar de un viejo lacayo venido de Francia y de apellido Lacotte, que era un bien conocidohomosexual y del que se llegó a decir algo tan fuerte como que habría tratado de seducir al jovenpríncipe una vez hubo comprobado las dificultades que éste parece que tenía para alcanzar la cópula conaquellas profesionales del sexo que se pagaba.

Pero a la gente siempre le habían gustado reyes que respondiesen al arquetipo del perfecto macho. Nohabía más que recordar las simpatías de que siempre gozó aquel gran fauno que había sido hasta el finFelipe IV y, por el contrario, el escaso aprecio tenido por un pobre Carlos II, cuya falta de actividaderótica e incluso las manchas de sus propios calzoncillos habían servido como carne de atroz comentario.

Alguien, que debía amarle un poco menos que la entregada mayoría, había acuñado un dicho que corría,referido al príncipe Luis: «Fogoso como su madre, lascivo como su padre, caliente como su madrastra ymasturbador como su pederasta.» Un completo retrato, en fin, al que no le faltaba detalle.

Rodeaba a Luis el aura del misterio nacido de una historia que acerca de él se contaba. Se decía que,paseando por los jardines del Buen Retiro, una vieja gitana le había abordado y, tras leer su mano, lehabía hecho una turbadora predicción, en la que se mezclaban una «corona de espinas» y un «sueño demuerte». Nada más necesitaba el pueblo para otorgarle una especie de aura, que al ocupar el trono leharía ser destinatario del tan halagador sobrenombre de «El Bienamado».

Cuando se pactó su matrimonio con Luisa Isabel de Orleans, cuarta hija del regente de Francia, él teníaquince años y ella, tan sólo doce.

El padre de la novia era el mayor libertino que conociera la Corte francesa, curada desde siempre de estaclase de espantos. La madre, una bastarda legitimada de Luis XIV. Hija de tío y sobrina, no mucho podíaesperarse de sus descendientes, que iban a ir mostrando a lo largo de su vida las taras que cabíalógicamente esperar.

Como era costumbre en tales casos, Luis recibió el envío de un favo-recedor retrato de su prometida, queaparecía representada con un gran Luis I. Un paréntesis muy movido

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escote. La obsesiva contemplación del retrato, que hizo colocar en sus estancias particulares, llevaría asu padre a ordenar que fuera retirado,

«porque hay razones para creer que altera seriamente el reposo de Su Alteza». Por lo visto, el buen padreFelipe trataba de evitar a su hijo los sufrimientos posmasturbatorios que él tanto había sufrido hastaencontrar la seguridad cotidiana que obtenía de sus dos esposas mientras reinaba desde el lecho.

Doble boda la que se arregló: de Luis con Luisa Isabel y de la peque-

ña infanta María Ana Victoria, de sólo cuatro años, para el futuro Luis XV.

La niña sería enviada a Versalles para vivir en el entorno al que se le había destinado. La políticamatrimonial de las monarquías alcanzaba en este caso el verdadero extremo de irracionalidad. Felipehabía ordenado que, dada la temprana edad de los contrayentes, la consumación del matrimonio fuesepospuesta hasta el momento que se considerase adecuado. Como el séquito de acompañamiento francésexigió la comprobación de algún tipo de constancia de una unión formal entre ambos, aunque no fuesemás que puramente simbólica y proto-colaria, se acordó que los recién casados se encontraran en elpalacio de Lerma. Allí, se les obligó a tumbarse juntos pero sin tocarse en el lecho durante un rato,recibiendo las toscas bromas de los caballeros y las contenidas risitas de las damas presentes. Unaescena humillante para cualquiera, pero en cualquier caso aquellos dos jóvenes elementos tampoco semerecían ningún tratamiento mejor. Cuando se decidió la boda, los versallescos y desinteresados padreshabían caído en que la niña no había recibido los convencionales sacramentos, por lo que los recibió deuna sentada, desde el bautismo a la eucaristía.

Absolutamente carente de educación, la adolescente era una verdadera bestezuela con un carácterendemoniado, caprichosa y absolutamente insoportable.

El tiempo que medió entre tan especial boda y el cumplimiento del débito correspondiente no debió deparecer especialmente duro a la nueva princesa de Asturias, que se dedicaba a coquetear con su marido ya divertirse en juegos y travesuras con sus criadas y con los soldados de palacio, mientras su suegraesperaba que la maternidad pusiese punto final a todo aquello. Parece que, dadas las infantiles pero sinduda peligrosas correrías de ella, ya corrieron malévolos comentarios 156

Los reyes infieles

acerca del posible nacimiento de un «heredero» antes incluso de que consumase su unión con el marido.

El siempre hábil Saint-Simon había encabezado la comitiva que la había traído desde París y se ganó porello nada menos que la Grandeza de España que un generoso Felipe le concedió.Ya había anotado cum-plidamente acerca de su carencia de educación, su carácter engreído y déspota, la obstinación en todoslos caprichos... Pero la mejor prueba de ello la iba a tener en sus propias carnes, cuando en la ceremoniade despedida, al finalizar su misión y después de pronunciar el preceptivo discurso protocolario, de suregia compatriota solamente recibió como respuesta tres rotundos eructos que le lanzó en plena boca.

Luis mataba la espera de la consumación de forma bastante diferente a como lo habría hecho su estrictopadre. De día, se machacaba cazan-do por el monte de El Pardo, matando venados a mansalva, pero lasnoches eran mucho mejores. En compañía de su fiel Lacotte seguía fre-cuentando los morbosos burdelesde medio pelo, con mujeres bravas e ignorantes que debían ser las de su preferencia, actitud en la que seasemeja a través de los siglos a sus sucesores en el trono Fernando VII y Alfonso XII. Sobre lascuestiones sexuales de Luis, varios destacados testigos de la época han dejado para la posteridad sustestimonios y comentarios.

Uno de ellos escribía que el heredero gustaba de disfrutar, de forma indistinta, de la agradable compañíade jóvenes de ambos sexos,

«alternando sus juegos eróticos con unos y otras». Otro iba más allá y hablaba de un viejo invertido deVersalles que habría iniciado al heredero en las prácticas homosexuales, pero añadía: «lo que noconstituía ningún problema para el príncipe, al que asimismo complacía su alter-ne con mujeres...» Otrasopiniones afirmaban que Luis sufría un problema físico que, aunque no le impedía la cópula, no lepermitía alcanzar nunca el orgasmo.

El reino de las ambigüedades

El joven marido se complacía en escribir a su padre con todo lujo de detalles acerca de su desastrosavida matrimonial, con una esposa Luis I. Un paréntesis muy movido

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casquivana que le ponía en evidencia a cada momento. Metido en la cama, en alcoba bien calentada y conadecuada iluminación, la retorcida mente de Felipe V sin duda saboreaba con deleite todas lassituaciones escabrosas y subidas de tono que su nuera protagonizaba y que eran la comidilla de propios yextraños. Aquello era en verdad el reino de las ambigüedades, ya que si de Luis se decían historias pocoortodoxas, de su mujer se contaban sabrosos episodios asimismo nada convencionales, como el de lajoven y apetitosa cocinera de palacio sorprendida completamente desnuda en la alcoba de Luisaesperando su llegada.

El asunto de la consumación se produjo finalmente el día del dieciséis cumpleaños de Luis, en agosto de1723. En una estancia de El Escorial, los noveles esposos debieron desnudarse ante los reyes, que acontinuación les dejaron solos. La torrencial correspondencia del heredero con su padre trasluce deforma muy evidente que la tal consumación nunca llegó a producirse: «Todo son dificultades de las quese resienten nuestras relaciones...» ¿Falta de interés por su mujer o intereses de otra naturaleza, que leplacían más? Fuese lo que fuese, el caso es que en un momento dado, a la vista de la falta deentendimiento entre la pareja, se llegó a apuntar que el entonces efímero rey había llegado a pensar en

solicitar una anulación papal de su matrimonio, basándose precisamente en esta no consumación. Si estoera cierto, la muerte se lo impidió.

El día 15 de enero de 1724, Felipe V anunciaba por sorpresa su abdicación y la transmisión de latitularidad de la Corona a su hijo. Se retiraba con su esposa a su tan querido feudo particular de LaGranja de San Ildefonso. En su declaración afirmaba que lo hacía para lograr la tranquilidad y poner suatormentada conciencia en paz, alejado del mundanal ruido. Pero resultaba muy difícil de creer queIsabel le permitiese hacerlo y se prestase a acompañarlo en tal empresa. Más entidad parecían tenerquienes hablaban de que todo aquello no era más que una maniobra política de largos alcances. El futurorey Luis XV

era un muchacho de delicada salud y problemático futuro y Felipe V, a la vista de ello, podía pensar enocupar el codiciado trono de sus antepasados, pero el hecho de ocupar el de España dificultabaenormemente este proyecto.Así, una retirada estratégica y bien planeada le per-158

Los reyes infieles

mitía a la vez seguir con detenimiento la evolución de la salud del francés y controlar a un hijo en el queno tenía ninguna confianza en su papel de monarca.

Ya como reyes, las relaciones entre los muchachos no cambiaron para nada. Luis escribía a su padreincesantes cartas, de las que el frag-mento que sigue resulta una muy expresiva muestra: Esta mañana,después de haberse levantado, la reina se fue al jardín y por segunda vez volvió a almorzar con lascriadas.A las once, estuvo en el tocador el tiempo de mudarse una camisa, se anduvo paseando en ropainterior por todas las galerías de Palacio, dando locas carreras. Luego, no quiso asistir al sermón en lacapilla. A continuación, se hizo guisar un pichón asado y esta tarde ha ido al cuarto de la priora y se halle-nado de rábanos, que no sé cómo no revienta, pues por comer se zam-paría hasta el lacre de lossobres...

La parejita vivía, pues, a su manera. Ella, divirtiéndose en juegos no demasiado decorosos quealcanzaban la obscenidad, con criadas y mayordomos e incluso con algún decadente aristócrata,comiendo y bebiendo con absoluta desmesura. Él, teniendo siempre al lado a su fiel Lacotte, que leacompañaba en su soledad y sabía buscarle distracciones. El pueblo, sabedor de todo esto, mostraba sudesprecio por la que era llamada

«La Gabacha» y se identificaba con él, marido supuestamente engañado pero que se tomaba la venganzahaciendo de su capa un sayo y forni-cando a troche y moche, o al menos eso es lo que se pensaba.

Se sitúa aquí un episodio muy divulgado. Un apuesto aristócrata francés de visita, el marqués de Magny,cruzaba la puerta de palacio, cuando la reina, sentada en la rama de un árbol y sin ropa interior, amagóuna caída para caer en brazos de él.Allí parece que quedó todo, pero la infantil maldad de Luisa quisocebarse en él, quizá por no haber obtenido más que un respetuoso soporte, y lo acusó de haber intentadopropasarse. El marqués fue inmediatamente expulsado de la Corte, mientras todo el asunto conocía grandifusión, a la que ella misma contribuía, relatando a quien quisiera escucharla supuestos detallesescabrosos y cada vez más enriquecidos del episodio.

Las cosas entre ellos iban de mal en peor y, llegado el verano de 1724, Luis, ya más que harto de todoaquello y deseando quitarse de encima Luis I. Un paréntesis muy movido

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a su insoportable mujer, la hizo encerrar de forma sorpresiva en el viejo alcázar. Ella no cesó de hacerpromesas de enmienda, hasta que él se ablandó y le dio la libertad al cabo de tan solo dieciséisdías.Tiempo apretado durante el cual el joven monarca pudo entregarse sin traba alguna a sus aficiones,pero cuando ella volvió al Buen Retiro pareció como si el correctivo hubiera hecho efecto y las cosaspudieran enca-rrilarse de una vez. Pero el asunto no debió de ir por el deseado camino, ya que unvisitante de palacio, después de haber constatado el aspecto descuidado y hasta sucio de la reina, anotabasobre la intimidad de los soberanos:

No sé lo que pasa por las noches, supongo que poca cosa o nada, pero durante el día no se ven más quepara comer y cenar, y él no parece ser de los que tienen pinta de abstenerse...

Al cabo de un mes, Luis enfermó, oficialmente de viruela, y murió, a los pocos días, el 31 de agosto.Durante su enfermedad, su mujer trató de demostrar la mayor abnegación y no se separó de su lecho.Cuando se produjo el fallecimiento, se suscitaron nuevamente habladurías sobre un posibleenvenenamiento debido al poderoso grupo de presión de apoyo a Isabel de Farnesio, el temido «Clan delos Parmesanos», que por medio del médico real le hubieran podido administrar a Luis un fulminanteveneno. Fuese como fuese, las cosas nunca se aclararon, pero lo cierto es que los cirujanos encargadosde embalsamar el menudo cadáver se encontraron con grandes dificultades para coserlo, una vez vaciadoy más de uno a punto estuvo de perder las manos por la infección contraída al contacto con las pútridasvísceras.

Tras este tan breve reinado de poco más de siete meses de duración, Felipe V volvía a ocupar el trono.La muerte de Luis venía a coincidir con el hecho de que las cosas no se habían puesto demasiado bienpara su apuesta por el trono de Francia. Ahora, pues, lo que le quedaba era agarrarse a lo que tenía yvolver al alcázar madrileño.

Para la joven viuda empezaba la hora de la verdad; su tan muy oportuna abnegación al pie del lecho de élno había convencido a nadie y, además, ella seguía entregada a sus habituales costumbres. Un testigo deaquellos días relataría: «He encontrado su persona más desfondada, 160

Los reyes infieles

descuidada y desaseada que la que tendría una sirvienta de cabaret...»

Era el principio de un fuerte tira y afloja. Felipe e Isabel, vueltos de nuevo al trono, no tenían interésalguno por su nuera y gestionaron su regreso a París, si bien acordando pasarle una sustanciosa pensión.Pero la viudita era tremenda y, al calor de la protección de Luis XV, nunca dejaría de dar problemas.Instalada primero en el castillo de Vincennes, no fue capaz de soportar una vida solitaria y tediosa. Así,solicitó del rey una residencia en el palacio de Luxemburgo, en el centro de París.

Allí, todavía sin haber cumplido veinte años, gruesa y abandonada en su cuidado personal, no dejó de sercausa de morbosas murmuraciones debido al tipo de gente que frecuentaba y al carácter de las reunionesque organizaba, que en general degeneraban en groseras or-gías. Prostitutas y gentes del hampa secodeaban allí con decadentes aristócratas y artistas de medio pelo. Un testigo de esta situación describíauna grotesca escena:

Glotona, come con ambas manos y los dos servidores que la acompa-

ñaban la llevaban sujeta por los brazos, dejándola balancearse como un polichinela, sin que sus piestocaran el suelo, hasta llegar al tercer salón, donde ella misma se dejó caer al suelo...

Tal estado de cosas hizo que sus suegros tomasen cartas en el asunto y la amenazasen con privarla de lapensión si persistía en aquella vida, que les ofendía y ponía en evidencia, ya que ella en ningún momentoabandonaba su título y consideración de reina de España. En un rapto de orgullo, decidió instalarse en elconvento de Carmelitas del barrio de Saint-Germain; allí no deja de molestar a la comunidad con susestúpidas diversiones, imitando a todas horas sonidos animales, corriendo desnuda por los corredores yarmando escándalos a cada momento. Sus deudas no hacían más que crecer debido a la gran cantidad deparásitos que la rodeaban.

La vida conventual no era lo suyo y volvió al palacio de Luxemburgo, después de haberse humillado antesus suegros, que ya habían cortado por lo sano y suspendido el envío de dinero. Solamente unasreducidas remesas le llegarían periódicamente del país sobre el que había reinado de forma tan efímera yextraña. Dineros que se complementaban con Luis I. Un paréntesis muy movido

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unas rentas que le aportaba el Estado francés, cuyo rey estaba también más que harto de todo ello.Llegado el año 1742, moría a los treinta y dos años de un ataque de hidropesía. En la parisina iglesia deSan Sulpicio, una discreta lápida indica hoy el lugar donde están enterrados los restos de aquellamentable personaje, que pasó fugazmente por la Historia de España, dejando apenas un recuerdoridículo y molesto.

X

FERNANDO Y BÁRBARA,

EN SU ORONDA TRANQUILIDAD

LOSVEINTE largos años que duró el segundo reinado de Felipe V

nada ofrecerían de novedad en cuanto a la vida interna de la familia real. El padre estaba cada vez máshundido en sus desórdenes mentales, aquellos «vapores» que lo habían transformado de «El Animoso»

en «El Melancólico». Se pasaba semanas enteras en la cama, sin ali-mentarse ni atender a su higienepersonal; las visiones y las alucina-ciones hacían acto de presencia una y otra vez y entonces era víctimade brutales ataques de furia que ponían en jaque a toda la Corte.

Con todo, su visión para elegir capacitados hombres de gobierno estaba impulsando la necesariatransformación del país. Como era lógi-co, Isabel tenía un poder efectivo cada vez más reforzado, queseguía teniendo su clave fundamental en el lecho. De ser cierto lo que se dijo, prácticamente hasta el díade su muerte, Felipe siguió teniendo su diaria ración de sexo. Finalmente le fulminó una apoplejía, aprimeros de julio de 1746.Y en la hora final, se hizo realidad aquello que durante toda su vida le habíatenido absolutamente aterrorizado: moría sin darle tiempo a recibir los auxilios espirituales. Cuando sedifundió la noticia de su muerte, prácticamente a nadie le importó, ya que hacía mucho tiempo que sus

súbditos se habían olvidado de él. En el trono, era el momento de la sustitución.

Era Fernando VI, como hijo de su padre, persona de carácter abú-

lico, melancólico e indolente, afectado además por una débil constitución física a pesar de susabundantes carnes. Cuando subió al trono, a la muerte de su padre, tenía ya treinta y tres años. Mostrabaunas perspectivas de vida mucho mejores que las de su hermano Luis y podía 164

Los reyes infieles

esperarse de él un largo reinado, que sin duda exasperaría las ambiciones que su madrastra Isabel deFarnesio tenía de ver a su hijo Carletto en el trono español. Las relaciones entre Fernando y «LaParmesana»

nunca fueron afectuosas e incluso en algunos momentos se produjeron roces entre ellos, como, porejemplo, cuando con sólo quince años y a pesar de lo apocado de su forma de ser, Fernando le habríasoltado a Isabel una amabilidad como ésta: «Por lo único que me complace ser rey es porque me verélibre de ti.»

Heredero también de la fogosidad y la vehemencia sexuales de su padre, recibió de él la más absolutaescrupulosidad a la hora de plan-tearse relaciones físicas prematrimoniales. Muy al contrario que suhermano mayor, aquel Luis de las vidriosas escapadas nocturnas, Fernando mantuvo —quizá pordesinterés o por mera comodidad— una íntegra honestidad: nunca conoció mujer hasta que contrajomatrimonio

—a los dieciséis años— con la novia portuguesa que le eligieron, la oronda Bárbara de Braganza. Dejóque le eligieran esposa y admitió la que le adjudicaron sin pronunciar ni un pero. Incluso no manifestóprotesta alguna cuando le ocultaron el retrato de ella, debido a que su poco agraciado físico pudieseprovocar el rechazo del novio. Además, Bárbara tenía dos rostros bien diferentes, algo característico enlos miembros de su familia y que un cronista describía así: «A pesar de la debilidad de su constitución yla natural docilidad de su carácter, en ocasiones experimentaba violentos arrebatos de cólera y deimpaciencia.»

A él todo parecía darle igual y en el asunto de la esposa todo se desarrolló bien, ya que a la simpleaceptación inicial siguió un buen entendimiento entre ellos. Bárbara, mujer de fuerte carácter y dominadapor la más absoluta codicia, pasó a controlar por completo la voluntad de su marido, reproduciendo elesquema marital de sus suegros. De ahí que cuando su padre murió y el heredero se convirtió en rey, losbien informados malévolos pudiesen decir que no es que Fernando hubiese sustituido a Felipe en eltrono, sino que era Bárbara la que venía ahora a ocupar el lugar de Isabel como artífice principal de lassupremas decisiones.

Los problemas íntimos se impusieron desde un principio y, como siempre en estos casos, a todos losvientos se habló de que el rey, si bien conseguía la erección en los momentos adecuados, no conseguíanun-Fernando y Bárbara, en su oronda tranquilidad 165

ca alcanzar el grado de eyaculación. Con todo, portavoces paralelos de la Corte trataron de considerar enla forma más tradicional el problema, achacándole a la esposa las causas de la infertilidad delmatrimonio. La pareja se prestó entonces, volviendo a viejas técnicas que el olvi-do solamente parecía

haber desterrado, a recibir los consejos y recetas de más que sospechosos sanadores, brujos ycuranderos.Volvían los tiempos en que toda aquella chusma de estafadores y oportunistas había reinadoen palacio durante la oscura era del supuesto «Hechizado».

Isabel de Farnesio protestaba de todo ello, pero no debido a su preocupación por los perjuicios que enlos reyes causasen aquellas más que sospechosas soluciones mágicas, básicamente mediante bebedizosde hierbas cocidas y de trozos de animales. Lo cierto es que deseaba ardien-temente que no tuviesendescendencia y quería creer que únicamente era cuestión de tiempo que su hijo ocupase el trono. Por elmomento, Carletto reinaba felizmente en Nápoles, pero sin dejar de tener puesto el ojo en la infinitamentemás apetecible Corona de España y su imperio.Así, su madre que, a pesar de su formación cultural creíaen tales irracionales artes, no podía dejar de angustiarse pensando en que acabarían funcionando yproporcionarían el esperado heredero.

La real pareja, a pesar de que en un principio se prestó a todos estos procedimientos, parece queenseguida tomó conciencia del problema y decidió que sus vidas iban a seguir otros derroteros. No existeconstancia de que ni Fernando ni Bárbara dieran alguna muestra de pesar ante la falta de descendencia.Los dos se acomodaron perfectamente a lo que tenían, que era mucho y, en un ambiente de orondatranquilidad, se dedicaron a vivir bien y a disfrutar de aquello que el mismo hecho de sus respectivosnacimientos les había proporcionado: aparato palaciego, suntuosidad y boato, fiestas y celebraciones.Con todas sus limitaciones, Fernando tuvo la habilidad que su padre había mostrado; si el rey no seocupaba, por incapacidad o por desinterés, de los asuntos de Estado, supo rodearse de hábiles gestoresque gobernaron de la forma que el país necesitaba y le dieron años de paz y prosperidad.

Los goces de la música y el espectáculo teatral, junto a la familiar pasión por la caza, se unían enFernando a los que le proporcionaba la más desaforada entrega a una compulsiva glotonería. Si alprincipio de su matrimonio podría haber pensado que tan desmesurada ingesta 166

Los reyes infieles

de alimentos podría ayudarle a superar las deficiencias que le impedían la procreación, más adelante yano era necesario buscar motivación alguna y comía y bebía con el más absoluto descontrol por el propioplacer de hacerlo. En Bárbara, a aquellos goces de naturaleza espiritual se unían otros bien terrenales.Preocupada hasta la obsesión por la posibilidad de quedar viuda y pobre, su rapacidad se tranquilizabaacumu-lando de la forma más patológica las mayores cantidades posibles de monedas de oro, joyas ypiedras preciosas. Parece que en el caso de Fernando, obsesionado como su padre por el pecado quepodía suponer cualquier aventura tenida fuera del matrimonio, podría esperarse una plácida frigidez ouna tranquilamente aceptada ambigüedad sexual.Y, a partir de este momento, lo más probable es quemantuviese siempre una estricta fidelidad a su mujer; lo que por otra parte no debía exigirle demasiadoesfuerzo.

El castrato napolitano Carlo Broschi, conocido como Farinelli, era una de más las cotizadas presenciasen teatros y cortes de toda Europa por la belleza y posibilidades de su fascinante voz de soprano. Serodeaba además de la más espectacular escenografía rococó y lograba unas puestas en escena que notenían parangón. La melómana Farnesio seguía su carrera y, en un momento dado, decidió por algunosconsejos recibidos de profesionales que los positivos efectos de la música en algunos enfermos mentalespodían contribuir a aliviar en alguna medida los males de Felipe V.

La magnífica oferta que en 1737 recibió Farinelli de la Corte espa-

ñola lo animaron —a los treinta y dos años y en la cumbre— a renunciar a una brillante carrera pública yaplicar las posibilidades de su particular musicoterapia sobre las perturbaciones del monarca.

La verdad es que los resultados habían sido muy esperanzadores y todo parecía poco para retribuir aquien había logrado el milagro.

Músico de cámara de los reyes, con un elevadísimo salario y exención de impuestos, alojamiento enpalacio y puesta a su disposición de un gran número de criados y una nutrida infraestructura, el napolitanose convirtió durante nueve años en la mejor medicina para Felipe. Una privilegiada posición que seganaba a pulso día a día, interpretando una y otra vez las mismas piezas ante un abstraído rey que, almenos en aquellos momentos, ni gritaba ni agredía a quienes tenía delante. Pero ello Fernando yBárbara, en su oronda tranquilidad 167

le haría acreedor a las más oscuras envidias. Su propia condición sexual se prestaba perfectamente atoda clase de maledicencias, aderezadas por la picante particularidad de la mutilación que le habíaregalado aquella prodigiosa voz.

Así, nació y corrió toda clase de rumores. Si se llegó a hablar, parece que sin fundamento alguno, de unaposible liason con Isabel, su protectora y ferviente admiradora, fue protagonista involuntario de unsupuesto bastante más espinoso y pleno de sugerencias.Visto el carácter del heredero Fernando y su faltade interés por el género femenino, quizá para algunos podía haberse pensado en una «muy especial»

fascinación que el castrato ejercería sobre él.

Muerto Felipe, durante el reinado de Fernando, Farinelli conservó su ascendencia en los ámbitos delpoder. Los testimonios hablan de que a lo largo de tantos años, el cantante mantuvo una exquisitaactuación personal, sin beneficiarse de su situación de privilegio cerca del supremo poder y limitándosea cumplir tareas artísticas, sin querer en ningún momento intervenir en manipulaciones políticas oeconómicas, que en muchas ocasiones le fueron ofrecidas a cambio de sustanciosas retribuciones. Bajosu dirección, el Teatro del Buen Retiro —en permanente representación de óperas y comedias yejecución de concier-tos— se convirtió por entonces en uno de los más notables centros musicales deEuropa. Desde su obligado ostracismo de La Granja, Isabel de Farnesio no podía dejar de observar conrencor cómo mantenía, y mejoraba, su posición aquel a quien ella había traído a España para atemperarlos males de su esposo.

Pompas y rapiñas

Genial escenógrafo y maestro de ceremonias simpar, Farinelli ideó, para disfrute de los reyes y comoimagen de pompa y esplendor de la monarquía, la denominada Escuadra del Tajo. Era un conjunto deembarcaciones, un costosísimo juguete propio de la más fértil imaginación rococó, que Bárbara regaló asu marido el día de su santo, el 30 de mayo de 1752 y que precisaba de ciento cincuenta hombres para sufuncionamiento. A una fragata de remos y dos jabeques se fueron añadiendo 168

Los reyes infieles

luego embarcaciones hasta un total de quince. La Escuadra se deslizaba a lo largo de unos seis kilómetrospor las aguas del Tajo, con sus embarcaciones ricamente enjaezadas, en un estricto orden protocolario,portando tras los reyes a los más distinguidos personajes de la Corte.

Las arias de Farinelli y la música de Scarlatti daban el sonido a tan fantástica imagen. Días y noches defiestas en las que, para las artificiosas representaciones teatrales, los espléndidos jardines se llenabancon el misterioso y titilante resplandor de miles de faroles de colores.

Un rey, pues, que solamente hacía lo que su esposa le dictaba, como cantaba la coplilla callejera:

No reina Fernandito,

sino la reina Bárbara,

que es su hado bendito.

que llenaba de furor a la Farnesio, que parecía olvidar que ella había hecho lo mismo con su débilmarido. En aquella Corte envuelta en la mejor música que se hacía en la Europa del momento, no podíanfaltar las murmuraciones.Y, si el tema de la falta de relaciones físicas

—ni fructíferas, ni nada— entre los monarcas ya se había agotado por sí mismo, ahora surgía otro, deforma necesaria podría decirse.

Hasta hoy han llegado algunos tenues indicios de rumores sobre supuestas y eventuales infidelidades deBárbara. Pero en general siempre han sido descalificadas como infundios sin base.Varios historiadoresinsistirían en la veracidad de estas relaciones pero, de hecho, en los archivos no ha sido localizadadocumentación alguna sobre el particular. Entre estas fantasiosas posibilidades destacaría el comentarioreferido a una posible historia de tapadillo entre Bárbara y Farinelli.

Un infundio que obtuvo alguna divulgación, a pesar de que resultaba bastante difícil de creer. El cantantey hombre de escena no precisaba de vías como esta para mantener su posición ni era hombre preocupadopor las cuestiones del poder. De hecho, su mutilación no le impedía mantener relaciones físicassatisfactorias, pero parece bastante evidente que aquel amante de la belleza bajo todos sus aspectos notendría el más absoluto interés ni apetencia de soportar el contacto de tan Fernando y Bárbara, en suoronda tranquilidad 169

escasamente atractiva mujer y, sin duda, debía de ser bastante selectivo a la hora de elegir compañía parasu lecho.

Bárbara murió, en el verano de 1758, víctima de un cáncer de úte-ro. Se había hablado hasta de lepra yhabía corrido la escatológica voz de que había tenido el bajo vientre lleno de gusanos. Algo de lástima sepodría haber sentido, pero cuando se conoció su testamento, las iras se desataron aunque no pasaron decrueles epigramas.A su marido le legaba una serie de recuerdos personales de muy escaso valor,mientras que el grueso de la fortuna que había amasado en España pasaba a su hermano, el rey dePortugal, lo que significaba la salida del país de una considerable cantidad de efectivos monetarios. Así,mientras los volú-

menes de aquella oronda majestad eran depositados en el suntuoso Monasterio de las Salesas que habíahecho construir, ya el genio popular le guardaba una eternidad en un lugar bien distinto: La estéril reinamurió,

sólo preciosa en metales:

España engendró caudales

para la que no engendró.

Bárbara desheredó

a quien la herencia le ha dado,

y si la Parca no ha entrado

a suspenderle la uña,

todo lo que el rey acuña

se trasladará al cuñado.

Y, en una síntesis que alcanzaba todavía un mayor grado de feroci-dad, se canturreaba:

Bárbaramente comió,

bárbaramente cagó,

bárbaramente murió,

bárbaramente testó.

Absolutamente perdida la razón al perder el fundamental apoyo que era su mujer, Fernando la seguiríahacia el infinito al cabo de un año.

170

Los reyes infieles

Durante esta breve viudez se llegó a hablar de buscarle una nueva esposa a Fernando, pero su estadomental impidió lógicamente todo movimiento en este sentido. Cuando su cadáver fue llevado al sepulcro,en Las Salesas, junto a su esposa, Isabel de Farnesio regresó rápidamente a instalarse en palacio. Comoregente del reino a la espera de la venida desde Nápoles de su hijo Carlos III, una de sus primerasmedidas estuvo abiertamente llevada por la más elemental venganza personal y ordenó que Farinelliabandonase el país. En su opinión, «su» músico la habría traicionado trabajando para Fernando yBárbara y sólo quedaba esta solución, si bien espléndidamente retribuida. Comentando esto, su des-abrido hijo, Carlos III, absolutamente desinteresado por la música, comentaría, con enorme crueldad, quelos capones solamente le gustaban en la mesa.

XI

CARLOS III, EL INTRANSIGENTE SOLITARIO

EN LOS MOMENTOS de la venida al mundo de Carlos III,en el viejo alcázar de Madrid, a principiosdel año 1716, sobrevolaron algunos rumores acerca de una paternidad del niño que no se correspondía

con la que hubiera sido lógica, la del rey Felipe V. Se señalaba a aquel trapacero abate Giulio Alberoni,que con tanta eficacia había engaña-do a la princesa de los Ursinos para colocar a Isabel de Farnesio enel trono y en el tálamo de Felipe V. El cobro de tan bien urdido servicio lo tuvo en convertirse en unverdadero centro de poder en la Corte española como primer ministro. Una historia más de validos,abocados irremisiblemente a la caída y el exilio. En cualquier caso, había sido aquella estrecha relaciónen la que el agradecimiento tenía importante parte lo que había hecho nacer la idea de que entre la reina yél las cosas habían ido más allá de lo confesable. Fuese como fuese, la voluntariosa Isabel siempremantuvo por su primogénito una ostentosa debilidad, que para el resto de los hijos debía llegar a resultarincluso ofensiva.

Pero a pesar de estas suposiciones de bastardía, el adolescente Carlos muy pronto mostraría, al igual quesus hermanos Luis y Fernando, rasgos y tendencias que hablaban de una transmisión genética delproblemático carácter de su padre.También las frondas del parque del Buen Retiro fueron para élescenario de nocturnos escarceos con jóvenes de ambos sexos, eso sí, pertenecientes a los círculosnobiliarios y cortesanos. En esto debía ser más selectivo que su hermano Luis y de lo que serían otrosmonarcas de tan singular familia. Juegos estos en los que debía actuar con más o menos gracia, perosiempre determinado por 172

Los reyes infieles

un físico absolutamente desastroso, en una época en la que la belleza era tan valorada y potenciada porunas indumentarias de aparatosidad antes nunca vista.

Una enorme nariz centraba un rostro absolutamente inexpresivo en el que reinaban unos saltones ojos quefueron comparados, con mucho acierto, a los de un ave de rapiña en situación expectante. En una esta-turamenos que mediana, una joroba se fue marcando claramente desde la juventud, mientras unos brazosdesmesuradamente largos parecían ejercer el papel de remos de una barca.A pesar de la mejor voluntad yentrega de los pintores que le retrataron —por encima de todos, el genio de Goya—, siempre las telasdejarían constancia de la realidad de persona que le conoció y que afirmó, tajante, que era «un hombreincapaz de despertar el más insignificante interés en alguien del sexo contrario».

Las intrigas políticas de su madre, que ante todo quería darle un trono, hicieron que los ejércitosespañoles acabasen por entregarle el nada despreciable de Nápoles. Allí se instaló el joven Carlos, dedieciocho años, después de haber tenido la temporal experiencia de ser gran duque de Toscana y vivir enlos palacios de Florencia donde se conservaban algunos de los mejores tesoros artísticos delRenacimiento, que a su particular sensibilidad nada decían. Nada más tomar posesión de aquel magníficopalacio real erigido al mismo borde del Mediterráneo y bajo la sombra del Vesubio, el joven monarca delas Dos Sicilias, comenzó a bombardear a sus padres en Madrid con ansiosas misivas en las que lessolicitaba le arreglasen un matrimonio rápidamente.

Aquí, a pesar de aquellas sospechas de paternidades paralelas, brota-ba de una forma rotunda el carácterborbónico. Siguiendo la línea de actuación de su padre y hermanos mayores, él no se tomaba la másabsoluta molestia de personalizar la figura de su posible esposa.

Demostraba que le daba igual una que otra y dejaba en manos de otros la decisión de elegir. Genio yfigura que definen a la práctica totalidad del linaje.

En sus constantes cartas a sus padres, manifestaba un repetido y cada vez más apremiante interés por lo

que fríamente llamaba «solucionar la cuestión», como en definitiva parecía considerar a su matrimonio.

Así, escribía, sin reserva alguna, siquiera en las formas: «Fío ciegamen-Carlos III, el intransigentesolitario 173

te en la elección de Vuestras Majestades y espero que decidan pronto, pues el tiempo pasa…»Naturalmente, esta actitud también le presentaba el lado cómodo de dejar en manos ajenas el peso tantode la com-prometida elección de la novia como de todas las trabajosas negociaciones previas alenlace.Aquí también volvía a aparecer un rasgo típico y bien conocido de la familia. Esta urgencia delapremio sería así directa consecuencia de la necesidad de iniciar una práctica sexual a la que, como leshabía sucedido a su padre y a su hermanastro, solamente consideraba posible mantener de formaadecuada por la vía de la legalidad que era el matrimonio. Con todo, del joven monarca napolitanollegaban a Madrid, transmitidas por un eficaz embajador, preocupantes noticias sobre las desenfrenadasfrancachelas y las más que animadas reuniones con que se decía se regalaba aquel a quien sus súbditosacla-maban como Il nostro Carluccio.

En carta a Madrid, apuntaba a sus padres: «Aunque por el retrato que les adjunto verán que no estoygordo, no soy un melindre y creo poder disponer de fuerza para casarme y tener hijos.» Pero la fama desus correrías, fuese o no cierta, debía de ser algo bastante conocido ya que, por dos veces consecutivas,fracasó el intento de casarlo con hijas del emperador de Austria, horrorizado de tener por yerno a talelemento, en un enlace que, en propias palabras suyas, «yo no aprobaría ni estando tan loco como elpropio Felipe V...». Pero todo esto eran los fuegos artificiales previos a la mayor moderación.

Así, tras los dos fiascos austriacos, fueron consideradas por la futura suegra varias principescascandidatas: una francesa, una prusiana y una inglesa. Finalmente, apareció la que parecía ser la idónea.María Amalia de Sajonia, hija del rey de Polonia y sobrina del reacio emperador de Austria, procedía deuna católica familia de alta fecundidad. La ceremonia se celebró por poderes el 9 de mayo de 1738, en lacatedral de Dresde. A continuación, tras los habituales fastos, la recién casada y su comitivaabandonaron el país para trasladarse hacia el sur. El impaciente novio tenía veintidós años; la novia,catorce.

Aquella etapa de desenfreno de Carlos conocería su broche final en la gran fiesta de despedida de solteroprevia a su boda. Un testigo francés del hecho se relamía relatando lo que calificaba, melodramático yremilgado a la vez, de «noche de delicia y de horror, en cuyo discurrir 174

Los reyes infieles

no se escatimó ofrecer al monarca todo cuanto podía redundar en el mayor placer de quien habíaconquistado el corazón de su pueblo...».

Comentario éste que viene a ser corroborado por una crónica de la época que hablaba con absolutaclaridad de que «la fiesta nocturna derivó en una orgía bisexual». Cierto que el Nápoles de su mayoresplendor debía ser una ciudad especialmente permisiva en cuanto a las costumbres y quizá aquellascelebraciones prenupciales fuesen arraigada tradición que el desaborido Carlos se limitó a seguir. Apartir de ese momento, durante toda su vida matrimonial y, luego, a lo largo de una prolongada viudez,Carlos daría muestra no sólo de la mayor virtud y austeridad en su vida privada, sino que incluso seconvertiría en un verdadero paradigma de intransigente mojigatería, muy poco acorde con las costumbresde la época que le tocó vivir.

Se conserva una sabrosa serie de cartas enviadas por Carlos a sus padres, describiéndoles con un lujo dedetalles, que incluso llega a ser sonrojante, todos los pormenores físicos de su conocimiento delmatrimonio. Dado que en tantos matrimonios reales y principescos se había extendido una espesa capa deoscuridad y dudas alimentadoras del rumor, vale la pena destacar este caso, donde acerca del acto de latan crucial consumación física del matrimonio hay una información de primera mano y más que sobrada.El contenido de estas cartas no deja el menor resquicio para el misterio o la duda. Muestra ante todo y deuna forma evidentísima el carácter prosaico del flamante novio y resultan incluso sorprendentes comoinformaciones otorgadas por un hijo a sus padres. Pero, dada su personalidad y referencias familiares,para él no serían más que los informes debidos a aquellos que eran «sus superiores decisores», acerca dela forma en que se estaba plasmando el

«negocio» que se había contratado.

El 19 de junio llegó él a buscarla hasta la frontera septentrional del Reino. Los padres le habían enviadogran cantidad de recomendaciones sobre la forma más adecuada de comportarse con su esposa y, acercade todo lo que sucedió cuando finalmente se encontraron, muy pocos días más tarde, les contestaba aquelbuen hijo en los siguientes términos: Vuestras Majestades suponían que cuando recibiera esta carta yaestaría alegre mi corazón y habría consumado el matrimonio… que a veces las joven-Carlos III, elintransigente solitario 175

citas no son tan fáciles y que yo tendría que ahorrar mis fuerzas con estos calores, que no lo hiciera tantocomo me apeteciera porque podría arrui-nar mi salud y me contentara con una vez o dos entre la noche yel día, que si no acabaría derrengado y no valdría para nada, ni para mí ni para ella, que más vale servirlas señoras poco y de continuo que hacer mucho una vez y dejarlas por un tiempo…

Haciendo gala de una absoluta franqueza que no debía costarle mucho expresar, prometía: «Paraobedecer a las órdenes contaré aquí cómo transcurrió todo.» Y, ni corto ni perezoso, se sumergía de llenoen la cuestión:

Entre el tiempo que necesitó para desnudarse y despeinarse llegó la hora de la cena y no pude hacer nada,a pesar de que tenía muchas ganas.

Nos acostamos a las nueve y temblábamos los dos pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo yempecé y al cabo de un cuarto de hora la rompí, y en esta ocasión no pudimos derramar ninguno de losdos; más tarde, a las tres de la mañana, volví a empezar y derramamos los dos al mismo tiempo y desdeentonces hemos seguido así, dos veces por noche, excepto aquella noche en que debíamos venir aquí, quecomo tuvimos que levantarnos a las cuatro de la mañana sólo pude hacerlo una vez y aseguro que hubierapodido y podría hacerlo muchas más veces pero me aguanto por las razones que me dieron y diré tambiénque siempre derramamos al mismo tiempo porque el uno espera al otro…

Remataba esta detallada información añadiendo, ya en otro orden de cosas, un aspecto mucho másespiritual y complementario: «Diré también que es la chica más guapa del mundo, que tiene el espíritu deun ángel y que soy el hombre más feliz del mundo.» Él había estado muy angustiado pensando en laterrible posibilidad de que ella no fuese virgen o la no menos aterradora de que la diferencia de edadexistente entre ellos impidiese el acto de la desfloración.

También ella se dedicó a comentar todo el proceso.A sus padres, les escribía:

No hago otra cosa que no sea burlarme de mí misma cuando pienso que solamente hace unas horas meatreví a sentir vacilación por algo tan superficial como una nariz de mayor o menor envergadura.

176

Los reyes infieles

Con sus suegros sabe ser adecuadamente lisonjera: Tenéis, Majestades, un hijo del que podéis sentirosorgullosos. Como Rey, se me dice que es respetado y muy amado por sus súbditos. Como esposo mío quees por la Gracia de Dios Nuestro Señor, no me cabe más que aseguraros que acaba de ser su Gracia laque ha bendecido mi vida.

Todo ello muy bonito y hace pensar que tal boda resultó así un negocio que sin duda funcionó bien desdeel principio, muy posiblemente debido a la clara conciencia que ambos protagonistas tenían de lo que seesperaba de sus respectivas actuaciones. En cualquier caso, el despertar de afinidades entre ellos ladiferenciaba bastante de la mayor parte de uniones similares, únicamente decididas por razón de Estado yen las que los interesados debían representar papeles que en muchos casos incluso llegarían arepugnarles.

Él convertía en reina a una princesa de medianos posibles que seguramente nunca hubiera imaginadoalcanzar tal escalafón; ella, por su parte, parecía capaz de asegurar una descendencia que estabilizaría ala nueva dinastía. Luego, parece que nacieron unos sentimientos de cari-

ño y confianza que afianzaron la relación. Pero hay aquí una particularidad muy importante, quedistinguió radicalmente a Carlos de los hombres de su familia, de su padre, hermano e hijo como reyes yes que en ningún momento dejó que su tan amada esposa interviniese en asuntos de la gobernación. Él erael rey, pero también y de forma muy clara, el único hombre de la familia.

Interesada solamente en proporcionar placer físico y descendencia a su marido, y con un irritante ypermanente gesto de insatisfacción en el rostro,Amalia vivió en magníficos palacios, llenos de objetospre-ciosos y de las antigüedades que comenzaban a emerger de los yacimientos que bordean elVesubio.A lo largo de los siguientes diecinue-ve años, tendría trece embarazos.Al principio, dominaríala angustiosa búsqueda del varón, para lo que aquellos reyes de la época de las Luces recurrieronrepetidamente a la práctica de magos, hechiceros, nigromantes y demás ralea. Aquellos palacios sellenaron de charlatanes y embaucadores que prometían solucionar el problema, hasta que finalmente ycomo rompiendo algún tipo de imaginario maleficio, vino al mundo aquel que sería desastroso rey CarlosIV. Luego, le seguirían Carlos III, el intransigente solitario 177

otros. Siempre perfectamente informada de todo, Isabel de Farnesio comentaría acerca de su nuera enprivado, displicente y cruel, como corresponde al perfecto arquetipo de la suegra odiosa: «Es una mujerque únicamente ha sido capaz de darle a su esposo hijos tarados.» En lo que venía a tener una importanteparte de razón.

El pícaro narigudo

Amalia era un personaje antipático, que no paraba de quejarse de todo y de hacer molestascomparaciones con su añorado Dresde.

Dominada absolutamente por la adicción al tabaco, lo consumía en grandes cantidades y, frente al controlque en esto imponía su marido, lo conseguía bajo mano en envíos desde Cuba, lo que no debía ser nadafácil.A los perjuicios que tan excesivo consumo podría proporcionarle contribuía su suegra que, desdeMadrid y asimismo en secreto, le enviaba remesas. Decían los malvados que con ello quería ayudar aque cualquier enfermedad la librase de tan poco amigable nuera. A todo este desagradable panorama,unía también Amalia el demonio de los celos, parece ser que absolutamente injustificados.

Se cuenta en este sentido una anécdota, situada temporalmente un año antes de su venida como reyes deEspaña. Según ella, Carlos había rogado a una dama de la Corte que le ayudase a esconder una partidadel tabaco que su esposa consumía compulsivamente. La dama le habría aconsejado depositarla en unaltillo situado sobre la cuadra. La historia prosigue en el mejor tono de relato picante de la época ya que,cuando Carlos y la dama habrían subido por una escalera de mano para esconder los paquetes de tabaco,habrían perdido el equilibrio y caído, juntos y revueltos, sobre un oportuno montón de paja. Pero la cosanaturalmente no habría acabado ahí, ya que en ese momento —y como en toda buena comedia de enredoque se precie— habría entrado Amalia, que encolerizada se habría dirigido a gritos «a la que,disimulando mejores maneras, no ha resultado ser más que una vulgar puta...».

La historieta no está mal, pero quienes la difundieron le pusieron el punto añadido, afirmando que, envenganza, aquella habría sido la primera noche en que ella se habría negado a los requerimientos eróticosde 178

Los reyes infieles

su marido.Y que finalmente le había concedido su perdón a cambio de la orden de expulsión de la Cortede la inocente implicada.Triunfaba así la felicidad de aquella que fue denominada por un poco amigableembajador como «una de las parejas más feas del mundo».

Cuando se instalaron en Madrid, el humor de la reina fue todavía a peor. Con un semblante absolutamentemomificado y la boca privada de dientes, solamente disfrutaba con sus habanos, mientras no se privabade comentar agria y despectivamente: «No bastaría toda mi vida para acostumbrarme a este país.» Locierto es que no debía preocuparse mucho, porque su vida madrileña no llegó a alcanzar el año. En susúltimos momentos, ni siquiera pudo Amalia contar en la cama con la compañía de la momia de san Diegode Alcalá, a la que tan aficionada era la familia real española, ya que algún problema técnico impidióque se pudiese abrir la caja donde la guardaban. En el otoño de 1760, moría la reina, a los treinta y seisaños de edad.

Ante el lecho mortuorio, el viudo no tuvo inconveniente alguno en comentar, con un distanciamiento y unadisplicencia que quizá no ocultaban un cierto sentimiento de alivio: «Éste es el primer disgusto serio queme ha dado en los veintidós años de nuestro matrimonio.»

El inconsolable escribía que su corazón «se halla penetrado del más extremo dolor y en la mayoraflicción por la pérdida… de lo que más amaba en este mundo…» Pero, sin duda alguna, en el fondodebió suponer para él un verdadero descanso dejar de oír aquellas continuas quejas, soportar molestosestados de ánimo, calmar estallidos de cólera y aplacar las habituales rencillas que el odioso carácter deAmalia

—con su «voz de urraca»— estaba dispuesto a suscitar con cualquiera y en todo momento.

Y así comenzaba la larga historia del intransigente solitario. Parece que eran interminables las noches alo largo de las que sentía el paso de las horas paseándose ansioso por la magnificencia de los pasillosdel nuevo Palacio Real. Criados vigilantes sostenían que el insomne rey mantenía encendidos diálogoscon su esposa muerta y que andaba vestido tan sólo con un camisón y descalzo sobre los suelos demármol,

«para domeñar las exigencias de la carne pecadora, que nunca reposa...». Como medida complementariade prevención ante cualquier posible mal pensamiento o incontrolada reacción de su cuerpo, habíaCarlos III, el intransigente solitario 179

ordenado poner en su real lecho «el más duro jergón que en Madrid pudiera haber».

Todo en su vida privada era una persistente represión que se convertía en intransigencia, mientras en lavida pública se manifestaba como aquel afable «Mejor alcalde de Madrid», título con el que pasaría a laposteridad con una más que benévola consideración, que realmente no se mereció. Siempre aterrorizadopor el peligro de la locura familiar, trataba de combatirlo por medio de las sistemáticas sesiones diariasde agotadoras cacerías, que le dejaban exhausto y escasamente expuesto a sus temidas ensoñaciones.Pero siempre viviría bajo el terror del pecado y si, a pesar de todas las prevenciones, en alguna ocasiónacababa cayendo en relajantes prácticas solitarias, esperaba angustiado el amanecer para correr adescargarse en confesión del pecado cometido, a la espera de la reconfortante confesión.Y así hasta lasiguiente.

Cuando, pasado un tiempo prudencial, su madre le comentó: «Hora es de que busques otra esposa y dejesde llorar a una muerta», él le habría respondido: «Mi sucesión está asegurada y jamás volvería aencontrar una esposa como la que tuve.»

Ello hacía que se viesen frustrados uno tras otro todos los sucesivos proyectos que nacían para concertarun nuevo matrimonio. Dado lo excepcional del caso, la prolongada y definitiva viudez del rey nunca dejóde fomentar comentarios de toda clase. Como se sabía de sus espartanas costumbres de solitario, para suspartidarios demostraba ser un verdadero y viviente «ejemplo de enamorado recuerdo» y de «excepcionaly perfecta castidad». Algunos aseguraban haber oído que el rey había comentado a un prior de ElEscorial: Gracias a Dios, no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio; a ésta la amé y estimécomo dada por Dios y después que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad aún en cosaleve…

Quizá considerase que aquel matrimonio había sido ya más que suficiente y que con él había cumplido loque la dinastía y la Historia esperaban de él. O podía ser también que hubiese salido tan escarmentado desu matrimonio que prefiriese la cómoda soledad a la peligrosa posibilidad de soportar otra experienciasemejante.

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Los reyes infieles

Acerca de todo esto, destaca por razones obvias el testimonio que en sus memorias dejó aquel singularpersonaje que fue el veneciano Giacomo Casanova, el gran cínico arquetipo de amante y aventurero, querecorrió toda la Europa de su tiempo entre duelos, estafas, politi-querías, enredos de alcoba yactividades como espía y nigromante.Trazó unas líneas acerca de Carlos III que, por provenir de su

experimentada mano, resultan especialmente curiosas. Así, contaba que, durante su estancia en Aranjuez:

Vía a Su Majestad partir todas las mañanas de caza y volver agotado de cansancio. El rey era pequeño detalla, pero vivo y robusto, al contrario que casi todos los reyes de España, a quienes por lo común se losrepresenta lánguidos y débiles. El favorito de Carlos III era un tal Gregorio Esquilache, hombre de bajaextracción, y cuyo único mérito era tener una mujer bellísima.Yo, como todo el mundo, atribuía a laseñora de Esquilache los favores con que el Rey colmaba a su marido, creyendo que debía haber en elloreciprocidad.

Pero alguien bien enterado lo desengañó, apuntándole: «Eso se dice, pero son puras calumnias; el rey esla castidad misma, no ha conocido más mujer que la suya, nuestra difunta reina, y esto más por deber decristiano que por atracción conyugal.»

No obstante, acerca de la posible paternidad real de algunos de los hijos de doña Pastora, la bella yderrochadora mujer de Esquilache, siempre se había hablado, sobre todo con referencia al que acabaríasiendo cardenal Di Gregorio. De hecho, había muchos que no se ter-minaban de creer que un hombretodavía robusto pudiese vivir en la más absoluta abstinencia, por mucho que su adicción a la cazapudiese servirle de parcial lenitivo. Pero nada pudo nunca comprobarse en este sentido, como tampocorespecto a otra habladuría que sin duda ofrecía todavía mayores posibilidades. Según ella, Carlosmantenía relaciones con la esposa de un Grande de España, nacida en Francia y entregada a la tarea deespía, sonsacando al rey, en los momentos más adecuados, informaciones de alto nivel que transmitiría asu embajador. Tampoco la historia estaba mal y se inscribía dentro de la más clásica y rica tradición delespionaje femenino a través de la Historia.

Carlos III, el intransigente solitario 181

El conde de Fernán Núñez, su más rendido biógrafo, gozaba verdaderamente hablando de la virtud de susoberano: Su castidad era extrema y, no obstante que su temperamento robusto y la costumbre contraídaen su matrimonio exigía aun su continuación en la edad de cuarenta y cuatro años, en que perdió su mujer,jamás quiso volver a casarse…

Y, lanzado a la entusiasta descripción de tan ejemplar comportamiento, entraba en inesperados detallessobre las ya citadas intimidades nocturnas del idolatrado monarca, como cuando éste, rendido «[…] ypara aminorar y resistir las tentaciones de la carne, dormía siempre sobre una cama dura como unapiedra, y si de noche se hallaba agitado, salía fuera de ella y se paseaba descalzo por el cuarto…». Así,la sobriedad, el orden y la meticulosidad que se había autoimpuesto el solitario y su mantenimiento habíallegado a convertirse para él en una verdadera obsesión. Entonces, habría que preguntarse por qué existíauna coplilla que corría de boca en boca:

Tiene gracia el narigudo,

tan jodedor y tan panzudo,

gordura que siempre tuvo

el pícaro narigudo.

Ya desde su época de monarca de las Dos Sicilias se había preocupado Carlos por inscribirse en la

brillante nómina de soberanos europeos protectores de las artes y las letras, en aquel Siglo de las Lucesque iba a acabar transformando en profundidad la historia del mundo. Pero, muy al contrario que losintereses culturales y aun la pasión por los bienes culturales que siempre tuvieron sus padres, él eraabsolutamente indiferente a ellos. Se dedicaba a su tarea de rey mecenas, pero los resultados materialesde esta acción le tenían absolutamente sin cuidado. En su etapa napolitana había impulsado las tareas derecuperación de las piezas de la Antigüedad clásica que los yacimientos bajo la lava del Vesubio estabanofreciendo. Hasta aquí nada que objetar, pero hay que anotar en su debe que fue decisión personal suya lasistemática destrucción de espléndidos mosaicos y estatuas que iban siendo encon-182

Los reyes infieles

tradas en los yacimientos, pero cuya temática o representación de carácter sexual ofendían a suintolerante mojigatería.

En esta misma línea hay un muy ilustrador episodio que durante mucho tiempo se vio protegido por elmás tupido velo. Era algo que venía a demostrar de la forma más sangrante los peligrosos efectos delintransigente moralismo de Carlos, asociados además a su absoluta carencia de sentido objetivo de labelleza artística. A los defensores de la memoria del «Mejor alcalde», sin duda les molestaría en gradosumo aceptar el hecho de que, a los tres años de su llegada a España, había ordenado a su pintor decámara,Anton Mengs, que pro-cediese sin más dilación a quemar las pinturas integradas en la colecciónreal en las que apareciesen figuras humanas desnudas. Frente a tal monstruosidad, Mengs hizo todo lo quepudo —y llegó a implicar en ello al todopoderoso Esquilache— para evitar el cumplimiento de tanaberrante orden. Era, sin más, una demencial decisión, nacida del exceso puritano de un hombre que, apesar de su pública imagen ilustrada, se hallaba sumido en unas formas de fanática religiosidad yainaceptables en aquel siglo. Finalmente, y sólo después de muchos trabajos de convencimiento, se pudodetener tal obra de destrucción, derivada de una obsesión «purificadora» que hubiera destruido sin másalgunas de las más hermosas y valiosas telas que hoy conserva el Museo del Prado.

Atormentarían su reinado hechos de naturaleza pública, como el motín que brotó contra su ministroEsquilache y la expulsión de los jesuitas, a la que se vio obligado por las circunstancias pero que tantodolió a su santurrona conciencia. Pero, además, en casa tenía que convivir con un problema que hasta elfinal lo tendría en alarma constante. Se trataba del verdadero desastre que como persona era su herederoCarlos y, para añadir más leña al fuego, el comportamiento de la mujer de éste, María Luisa de Parma,muchacha de voluntarioso carácter y nada preocupada por las apariencias. La estricta moralidad queCarlos III imponía en su vida tenía el doloroso contrapunto de la imagen que ofrecían los príncipes deAsturias. Él, de muy cortos alcances, representaba ante todos perfectamente el papel del maridoconsentidor, dominado por una esposa de la que se diría que «había nacido para el escándalo».

Carlos III, el intransigente solitario 183

Así, profundamente amargado por el panorama que dejaba tras de sí, poco antes de las navidades del año1788, moría este perfecto arquetipo de cerril intransigencia en tiempos de necesaria renovación. Durantesu agonía, fue envuelto en las mantas destinadas a cubrir de noche las jaulas de sus papagayos y todo sucuerpo fue friccionado con grasa de corzo recién sacrificado, un remedio curativo que se manifestó inútil.

No podía imaginar que solamente unos meses después, la gran revolución que estalló al otro lado de lafrontera iba a hacer saltar en pedazos todo un mundo del que él había sido sin duda uno de losprotagonistas de primera línea.

XII

LA FAMILIA DE CARLOS IV, DESGARRO GOYESCO

UN BUEN DÍA del verano de 1765,Carlos III había llamado a su presencia a su lamentable heredero,Carlos, entonces de dieciséis años, para informarle —siguiendo la bien conocida costumbre familiar deorganizar bodas de las que el interesado era el último en enterarse— de que iba a convertirse en marido.«Hijo mío —le dijo—, como es obligado tu matrimonio, vas a desposarte con la princesa María Luisa deParma, tu prima hermana. Es virtuosa como pocas la hija de los duques de Parma, una joven doncellacuyas cualidades como mujer son más que notorias.» La novia tenía catorce años.

La reacción del joven Carlos revelaba el grado de su profunda estupidez, ya que verbalizó entonces unaabsurda idea que sin duda rondaba por su mente: «Celebro casarme con alguien que nunca podráengañarme ni cometer adulterio.» Su padre, con toda razón asombra-do, le preguntó por el motivo de talcerteza y el otro terminó de arreglar la cuestión cuando le respondió: «Porque soy un príncipe y, por lotanto, diferente de los demás hombres, que no pueden casarse con princesas sino con vulgares ycorrientes mujeres que les engañan...» Parece que, aunque el padre estaba más que acostumbrado a lacortedad de entendederas de quien iba a sucederle en el trono, en aquel momento debió de estar a puntode abofetearlo por su estupidez pero, consiguiendo dominarse, se limitó a mirarle con tristeza y decirle:«Hijo mío, pero qué imbécil eres. Las princesas y las reinas también pueden ser unas putas...»

Todo aquello parecía el peor prólogo para una matrimonio que, a lo largo de su existencia,protagonizaría el permanente escándalo, con 186

Los reyes infieles

el consiguiente descrédito para la institución monárquica en épocas de fervor revolucionario. Los dosnovios no podían ser más diferentes entre sí, pero sin embargo sus respectivos modos de ser habrían dedemostrarse de inmediato absolutamente complementarios, para formar una pareja indestructible. AquelCarlos de muy limitada mente no había sido capaz de revelar más que inseguridades e indecisiones.Inocente por completo en muchas cosas y educado como un novicio, era una persona absolutamentemanipulable.Algo que, en lo referente a su claro desinterés por las cuestiones sexuales y por las mujeresen general, ya habían hecho nacer a su alrededor todo un clima de ambigüedad.

Como Felipe V y Fernando VI, el futuro Carlos IV no tenía inconveniente alguno en convertirse en elsimple apéndice de su decidida esposa. Admitido el origen genético de tan marcada semejanza a travésde las generaciones, no deja de resultar llamativo el hecho de que para los tres «casos» siempre seencontró la adecuada horma del zapato que les complementase, porque a pesar de grandes diferencias entodos los órdenes, verdaderas mujeres de rompe y rasga fueron tanto la arrogante y ambiciosa Isabel deFarnesio como la amablemente inflexible Bárbara de Braganza y, ahora, la desafiante rompedora MaríaLuisa de Parma.

La novia, nacida y criada en la muy culta y alegre Corte de Parma, un pequeño Versalles con el sabrosoañadido de lo italiano, era la antí-

tesis de su prometido. Pasaría a la Historia bajo las peores acusaciones: corazón vicioso, incapaz deverdadero cariño, una refinada astucia, una increíble capacidad de hipocresía y disimulo y un talentodominado por las pasiones. La verdad es que tal panorama resultaba bastante abru-mador, pero lo cierto

es que cuando la curiosa jovencita llegó a Madrid, quienes la trataron tomaron conciencia de que, con suporte altivo y su mirada maliciosa, era la que —por decirlo en términos de estrate-gia— «iba a tomar elmando en plaza». Dícese que, paseando la parejita en carroza por la Plaza Mayor, un majo de los que allíestaban pasando el rato gritó con insolencia al ambiguo recién casado: «¡Nunca serás lo bastante hombrepara ella, Carlitos!»

En este caso, el tan traído y llevado tema de la consumación de la boda parece que se resolvió al cabo deun mes, lo que no estaba tan mal para todo lo visto hasta entonces. Muchos de quienes han disfru-Lafamilia de Carlos IV, desgarro goyesco 187

tado buceando en las particularidades de tan especial relación, han apuntado que María Luisa se lanzó ala vorágine ya desde los primeros momentos de su matrimonio.Y, en esta idea, han afirmado que el novelesposo acogía con la más absoluta indiferencia todos los abiertos coque-teos y caprichosas locuras de sumujer. Los defensores de la parmesa-na, que también los tenía, aseguraban que nunca en vida del viejorey ella se había permitido el más mínimo desliz ni aproximarse a la más simple incorrección. Sinembargo, se hablaba de las pesadumbres que en Carlos III producía el comportamiento de su nuera, queno había resultado ser ni mucho menos tal como se la habían descrito. Pero él debía tener conciencia deque se trataba de un episodio más de los engaños que solían rodear a todo este tipo de uniones pactadas.

Sobre el supuesto desinterés del grueso y ensimismado marido hacia las mujeres, muchos le encontrabanfundamento cuando iban pasando los años y ningún nacimiento demostraba que la pareja se entendiesefísicamente.Tuvieron que pasar hasta seis años para que viniese al mundo un niño, Carlos Clemente, deefímera existencia, desmintiendo en alguna medida tales rumores. A partir de ahí, entre otros tantosabortos, catorce hijos acabaría María Luisa trayendo al mundo, en impre-sionante sucesión que no leimpediría tratar de pasárselo lo mejor posible, por mucho que doliese a su rígido y cansado suegro.

Acerca de la relación entre estos dos personajes ha llegado hasta hoy una anécdota curiosa. Según ella, laprincesa salió una noche de su habitación empujada por una necesidad urgente y, cuando corríaapresurada por un pasillo, se encontró al viejo Carlos paseando descalzo para calmar sus torturantesardores. Pensando que estaba enfermo, ella lo obligó a volver a su habitación y a meterse en la cama,tarea en la que les habría sorprendido el príncipe que, en el primer momento, habría interpretadoinadecuadamente la escena. De nuevo en su dormitorio, una vez más volvería el joven marido a hacergala de sus limitaciones mentales, al decirle a ella: «No me duele que intenten engatusarte quienes yasabes, pero que lo intentara mi propio padre estimo que habría sido excesivo.» Para el estricto Carlos III,aquella reacción de su hijo constituyó una verdadera ofensa, y, presa de la cólera, le haría pagarnegándole la palabra hasta que el estúpido le pidió perdón, por lo que denominó «una horrible sospecha,imperdonable por venir de vía filial».

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Los reyes infieles

En cualquier caso, la vida de los príncipes de Asturias se prestaba a cualquier tipo de interpretación,sobre todo a partir del momento en que ella, aburrida de la asfixiante monotonía allí dominante, junto ados hombres abúlicos y absolutamente aburridos, obtuvo permiso para organizar veladas musicales a lasque asistieran jóvenes de la nobleza.

Cuando en un momento dado, alguien destacado le comentó a su suegro algo acerca de la dudosa

inocencia de estas reuniones, María Luisa escribió al mismo confesor del rey, dándole sus razones paratratar de superar el hastío de las largas tardes y noches invernales y de los interminables días de verano,mediante distracciones sin malicia alguna, como juegos, cantos y audiciones musicales.

A aquellas animadas tertulias en el Cuarto de los Príncipes acudían algunos personajes de alto vuelo alos que las murmuraciones relacionaban muy directamente con María Luisa: Juan Pignatelli, el conde deTeba, Agustín de Lancáster, el conde de Montijo... Parece que por aquellas estancias, que servíantambién como nido de intrigas políticas, fue por donde apareció el primero de los guardias de Corps enla vida de ella. Sería un tal Diego Godoy, aficionado a la guitarra y que tendría la mala costumbre de ircontando por ahí sus éxitos con la princesa. El asunto llegó a tal extremo que hasta el rey pidió a suministro, Floridablanca, que lo investigase discretamente.

María Luisa, al enterarse, montó la correspondiente escena y entre gritos y sollozos, juró que todo sedebía a «la infamia de algún malnacido».

Visto lo que había y mientras el príncipe prefería entretenerse en el pequeño taller de relojería dondepasaba largas horas, Floridablanca decidió no indisponerse con la futura reina, que demostraba serpersona con la que más valía llevarse bien.Así, dio por concluida la cuestión, asegurando al viejo reyque nada de aquello era cierto. Por otra parte, la pareja iba teniendo hijos, lo que para quien quisieracreerlo aseguraba la virilidad del marido y de todo lo demás siempre podía afirmarse que eran infundios.Pero aquella vieja y difundida ambigüedad sexual del futuro Carlos IV nunca dejaría de planear sobreaquello, llegando a dar fundamento a algún historiador para afirmar que al heredero «igual le da carneque cola de pez». Cada vez que su padre le recriminaba su indiferencia ante algo que todos comentaban,con agria La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 189

censura o con divertida burla, él le diría, melifluo y zorruno: «Vuestra Majestad lo quiso así...»

Cuando Manuel Godoy entró en escena, a punto de ser los príncipes reyes, ya el cuadro de latragicomedia se elevó hasta sus mejores niveles.Aquel macizo joven extremeño, rubio y de veintiúnhermosos años —parece que con unas dotaciones físicas espectaculares—, tenía más de linaje y deínfulas que de posibles materiales. Pero como guardia de Corps representaba a la perfección su papel yllenaba de una forma admirable los abigarrados uniformes al uso de la época. Una fortui-ta caída decaballo —que siempre es una bonita excusa— serviría para ponerlos en contacto. A partir de ahí, fuealzándose, en imparable y rápida espiral, hasta los mayores puestos de poder, al ir recibiendo títulos yhonores y, lo que era tan importante como eso, prebendas y beneficios económicos, cuando se convirtióen el verdadero e incontestable amo de las voluntades de la real pareja...Todo ello solamente podía seradmitido a regañadientes tanto por la nobleza como por el pueblo, que siempre habían odiado a losvalidos de sus soberanos.

Aquella tan especial amistad a tres bandas, que nunca se mantuvo en el ámbito de los secretos sino que seaireaba con la permanente presencia pública de los tres implicados, ofrecía mucha materia a tratar.

Así, una feliz y exultante María Luisa podía con toda tranquilidad proclamar: «¡Somos la Trinidad sobrela Tierra!»

Aquel que era llamado «El Choricero», entre otros apelativos ciertamente menos suaves, iba escalando yno precisamente poco a poco: duque de La Alcudia con Grandeza de España de primera clase, Gran Cruzde Carlos III, Cruz de Santiago, ayudante general del Cuerpo de Guardias, mariscal de campo de los

Reales Ejércitos, gentilhombre de cámara de Su Majestad con ejercicio, sargento mayor del Real Cuerpode Guardias de Corps, consejero de Estado, superintendente general de Correos y Caminos… y príncipede la Paz, título que se inventó para él y que era el que iba a preferir usar. Lo era todo y como tal, objetode los mayores odios y envidias.

Aderezaba este asunto un nuevo ingrediente que perturbaba bastante a muchos y que ha quedado reflejadoen testimonios de la época y siguió vivo durante etapas posteriores. Se trata de que aquella tantas vecesaireada ambigüedad sexual de Carlos IV podría estar plasmándose 190

Los reyes infieles

no solamente en la mera aceptación de una relación erótica de su mujer con Godoy. Por el contrario,podría ir bastante más allá, hasta convertirse en la base de un satisfactorio acuerdo a tres, en el quenaturalmente el papel del monarca quedaba muy negativamente señalado, según los parámetros mentalesde la época.

Había quien no se privaba de apuntar que el mismo Carlos no era inmune a los tan proclamados encantosy valores eróticos del joven. El gran trepador era sin la menor duda el vértice fundamental de aquella

«Trinidad», que ya el pueblo había calificado de la forma más radical como un vergonzoso conjuntoformado por «la puta, el cabrón y el alcahuete».

Era aquel un rumor que provocaba el enojo de muchos y la vergüenza de otros, que se veían insultadospor la actitud de su rey, al que veían como un pervertido que ponía en peligro a la misma monarquíahereditaria. Fuese como fuese, por el momento el supremo poder del país y de su imperio estaba enmanos de un elemento para muchos inaceptable.Y, como siempre, funcionaba la coplilla, capaz deresumir-lo todo en pocos versos y no se cortaba para nada cuando lanzaba: Entró en la Guardia Real

y dio el gran salto mortal.

Con la reina se ha metido

y todavía no ha salido.

Y su omnímodo poder viene de saber... cantar.

Como miró por su casa

fue príncipe de la pasa.

Que España e Indias gobierna

por debajo de la pierna.

Es un mal bicho al que al cabo

habrá que cortar el rabo.

Obtuvo por entonces una muy amplia difusión una anécdota que hablaba de los torturantes celos que

debía soportar la reina con respecto a su favorito, que nada hacía por aplacarlos, sino más bien todo locontrario. Se decía que en un momento dado, Carlos caminaba por uno de los corredores palaciegosseguido a pocos pasos por María Luisa La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 191

y Godoy, que debían hallarse enzarzados en una vehemente discusión en tono bajo. En un momento dado,el príncipe de la Paz, enfurecido por algo que la reina le recriminase, le habría soltado un guantazo almejor estilo clásico. Al escuchar tal ruido, el siempre distraído marido se habría vuelto para preguntar elmotivo; ella, con la más absoluta frialdad, le habría respondido que había sido un libro que se le habíacaí-

do al suelo.

Todo el mundo lo sabía...

Existe un informe del embajador en Madrid de la Francia revolucionaria que habla de forma muyilustradora de toda aquella situación.

Hablando de Godoy, escribía:

El Príncipe conoce bien a esta astuta mujer y sobre todo lo que tiene que temer de ella. La ha encadenadode tal manera que para siempre se juzga libre de su venganza y ella, en cambio, ha de temer siempre lasuya. […] Es lo cierto que jamás otra mujer ha sido tratada con menos-precio más ofensivo y sometida atales actos de violencia, que ningún soldado borracho se hubiera atrevido a realizar con una mujerzuelaembriagada. Nunca ha disimulado ante ella sus amores pasajeros. Quiera que ella los conozca y secomplace en torturar su orgullo con la fama de numerosas infidelidades.

El tal embajador demostraba ser muy eficiente en su tarea de transmisión de informaciones y, en su tareade describir los aspectos defini-torios de la Corte española, incluía un sabroso añadido. Hablando de lasparticulares costumbres del todopoderoso Godoy, se explayaba en lo que parecían tórridas escenas denovela galante de la época: Por la noche se admitía exclusivamente a mujeres en el Ministerio. Lossalones, antesalas y pasillos estaban llenos de mujeres; había doscientas, trescientas, que convergían detodas partes del Reino. […] Una tras otra entraban. Cuando llegaba una muchacha con su madre, éstanunca era admitida a presencia del ministro. Las suplicantes salían de allí ardorosas y manoseadas yordenando los vestidos ante las miradas de todo el 192

Los reyes infieles

mundo. […] El Príncipe contaba lleno de alegría lo que acababa de suceder. No perdonaba detalles, ninombres, ni alabanzas ni reproches, y se quejaba del asco que le causaba este fárrago de ofertas y estosplaceres demasiado fáciles. Esta escena se repetía todas las noches a una distancia de veinte pasos de lashabitaciones de la Reina, la cual gritaba, amenazaba y acababa por recibir golpes.

Cuando Godoy comenzó a verse con Pepita Tudó —gaditana de sólo dieciséis años, fresca y deseable—tratándola en su palacio particular con todos los honores, la ira de la reina, ya con un físico totalmentedeteriorado, no debió de tener límites. Bien es cierto que, como se había producido con otros miembrosde la realeza y se iba a seguir produciendo después, hubo en el caso de María Luisa mucho arribista demedio pelo que se arrogaba el haber accedido a sus favores, lo que en muchos casos resultabadifícilmente creíble. Otras historias tenían, por el contrario, más visos de realidad, como la que

pretendidamente mantuvo con el criollo venezolano Manuel Mallo, otro muy atractivo guardia de Corps,con el que se aseguraba que se acostaba «todas» las noches y con el que entraría en sugerentesinterpretaciones sadomasoquistas, en las que intervendrían encierros durante horas en una habitación,bofetadas, golpes y patadas, que a ambos parecían satisfacer.

Quizá, como se dijo, mantuviesen por entonces la reina y Godoy disputas acompañadas de gran griterío, alos que el personal palaciego debía de estar ya más que acostumbrado.Y, como siempre, Carlos semantendría escondido en algún lugar, a la espera de que amainara la tempestad.

Y corrió también la picante especie acerca de una sortija con un gran diamante que la reina le habríaregalado a su gran rival, Cayetana de Alba, y que ella encontró en el dedo de un Pignatelli a cuyos brazoshabría vuelto tras el abandono de Godoy. Encolerizada, habría obtenido de su marido la orden dedestierro del tal personaje, pero entonces Carlos se habría enterado de que la tan traída y llevada sortijaera la que su padre le había regalado el día en que fue proclamado heredero.

Llegado el año 1792, cuando los franceses habían ya conducido a la guillotina a sus reyes, Luis XVI yMaría Antonieta, destacados enemigos del valido hicieron llegar a Carlos un detallado anónimo. Lehablaban en él del peligroso descrédito de la monarquía y pasaban a explicarle La familia de Carlos IV,desgarro goyesco 193

con claridad las relaciones existentes entre Godoy y la reina y que él parecía ser el único en ignorarporque, como decía la coplilla: Todo el mundo lo sabía,

todo el mundo menos él.

Pero con gran desazón pudieron comprobar que, una vez más, Carlos optaba por la cómoda postura de nodarse por enterado de nada.Volvió a la carga el prestigioso y respetado Floridablanca y se atrevió ainformar personalmente al rey de los hechos. Carlos y María Luisa supie-ron entonces representar a laperfección su comedia: él, acusándola a destemplados gritos, y ella, embarazada, gritaba todavía másalto, mostrándose ofendida y amenazando con volverse a su Italia natal. El efecto de la denuncia sevolvió contra quien la había hecho: Floridablanca fue detenido por sorpresa y desterrado de la Corte,apartado de todos sus cargos. Como aviso para todos, quedaba así claro que «la Trinidad»

no admitía que nadie se metiese en sus asuntos internos.

La reina decidió entonces casar a Godoy y matar así dos pájaros de un tiro. Por una parte, le separaba desu joven y bella amante; por otra, le ataba todavía más al ménage a trois que formaba con ella y sumarido, al emparentarle con la misma familia real. La elegida fue María Teresa de Vallabriga, duquesade Chinchón e hija del infante Luis, hermano de Carlos III, al que éste había sometido al ostracismo. Ellaaceptó con gran repugnancia esta propuesta pero, además de otras muy sustanciosas prebendas, el rey lesconcedió el uso del apellido Borbón a ella y sus hermanos, uno de los cuales llegaría a ser arzobispo deToledo y primado de la Iglesia española. Pepita Tudó, por su parte, recibía una cuantiosa indemnizaciónpor apartarse pacíficamente de su amante.

Para mayor confusión, los reyes hicieron que Godoy y su familia se instalasen en palacio. María Teresadaba a luz una niña, Carlota, a la que siempre trató con un desapego nacido sin duda del hecho de ser hijade un marido al que odiaba. El panorama se enriquecía todavía más si cabe, si se atendían loscomentarios que atribuían nuevos amores a la decadente reina, entre ellos el del primer secretario de

Despacho Luis de Urquijo y otros jóvenes guardias de Corps. Acerca de uno de estos ya conocido, elvenezolano Mallo, que se beneficiaba de una rápida y 194

Los reyes infieles

tan fulgurante como sospechosa carrera en la Corte y con el que la reina mantendría una especial relaciónsadomasoquista, circuló por entonces un divertido relato.

Según él, observaban un día en La Granja la pareja real y Godoy el paso del tal Mallo sobre una berlinatirada por seis hermosos caballos.

Preguntóse Carlos cómo aquel muchacho sin bienes podía permitirse tal despliegue, «el amigo Manuel»le había hecho desternillarse a carcajadas, cuando —mirando maliciosamente de reojo a la reina— lecomentó que el atractivo criollo «no tiene ni un ochavo, pero lo man-tiene una vieja fea, que roba almarido para pagar al amante».

Carlos seguía prefiriendo vivir aparentemente en su limbo, balbu-ceando cada dos por tres y sin venir acuento, mientras reía de modo infantil: «¡Soy el Rey, soy inalcanzable!» Eran ahora muchos ambiciososaristócratas que se reunían alrededor del heredero, Fernando, los que propalaban burlescascomposiciones. Fernando odiaba a su madre y a Godoy, lo que le había convertido en punto de reuniónde todos los enemigos del valido. Coplillas aquellas de las que Godoy solía ser el objetivo preferido,pero que en realidad iban lanzadas también contra la pareja real:

Duque por usurpación,

príncipe de iniquidad,

general en la maldad,

almirante en la traición;

lascivo cual garañón,

de rameras rodeado,

con dos mujeres casado.

En la ambición sin igual,

en la soberbia sin par

y la ruina del Estado.

Los que se negaban a admitir la especial relación a tres destacaban la indudable virilidad de Godoy, perotambién había quienes veían en su físico y forma de ser unos indudables rasgos feminoides que podríanexplicar su versatilidad. Dos ambiguos y una decidida, que era llamada por unos «la Mesalina de suépoca» mientras otros preferían hablar La familia de Carlos IV, desgarro goyesco 195

directamente de «la impura prostituta». Habría siempre la duda acerca de la paternidad de los infantes

María Isabel y Francisco de Paula, de quienes se decía que mostraban «un indecente parecido» con elvalido.Y, para resumir, del mismo Godoy había quien escribía que nunca renunciaría a su relación con lareina, ni a «los extraños favores que no tiene el menor escrúpulo en prodigar al monarca...».

Secretos de familia

El ménage a trois seguía funcionando a pesar de los fuertes avatares del destino y así, después de lasabdicaciones, renuncias y final entrega de la Corona a Napoleón, en aquel aciago mes de mayo de 1808,«la Trinidad sobre la Tierra» se mantenía unida en el destierro, primero en la Provenza y a continuaciónen Roma.Viviendo de alquiler en el Palazzo Barberini, trataban de mantener con grandes esfuerzos unaespecie de pequeña corte, empeñando para ello las cuberterías de plata y algunas joyas. Pero a pesar detodo, no renunciaban a una vida regia.

Una magnífica biblioteca y una espléndida colección de relojes antiguos e instrumentos musicales seunían en sus estancias a telas de Tiziano, Ribalta y Ribera. Gustaban de prestarse a patéticosjueguecillos, como cuando María Luisa obligaba a Godoy a vestir los ostentosos uniformes de otrasépocas y que ya no eran más que apolillados disfraces des-coloridos y ridículos. Fernando VII, yareinstalado en el trono español, estaba convencido de que su madre había rapiñado, de acuerdo conGodoy, las joyas de la Corona y estaba dispuesto a recuperarlas.

Un turbador secreto de familia brotó entonces para mayor deshonra de todos los implicados.Vivíatodavía con sus padres el infante Francisco de Paula, cuya llantina había desencadenado, se decía, ellevantamiento popular madrileño del Dos de Mayo. Cumplidos los veinte años, era conocido crápula,frecuentador eventual de lechos de damas y activo fecundador de criadas.Allí, en el palacio romano, enuna estancia próxima a la suya dormía Carlota Godoy, protegida de María Luisa, que tenía ya quinceaños.Y, porque no podía ser menos, nació el rumor de que la chica estaba embarazada del rijosoinfante.Todo hubiera podido quedar en una historia menor más o menos conocida, ocultada al 196

Los reyes infieles

amparo familiar, si no fuera por la persistente sospecha de que él era hijo del viejo valido y, por tanto,hermano de padre de aquella con la que suponía mantenía relaciones. Ni el más imaginativo guionista detemas galantes hubiera podido superar lo que la realidad había desplegado de forma espontánea.

Se decía que María Luisa y Godoy plantearon entonces la idea de que los dos jóvenes se casasen, paraestabilizar así la situación de ella y reconducir adecuadamente la poco ordenada existencia de él. Carlosreaccionó como podía esperarse y, sin demostrar sorpresa ni resistencia alguna, dio su asentimiento alenlace.Aquí se plantea un grave interrogante que todavía sigue dando que pensar y hablar a loshistoriadores: ¿Llegaría tan lejos la infamia de la vieja reina y su valido como para legalizar lo queabiertamente era un incesto? ¿Querían quizá con él reforzar todavía más su larga y estrecha unión? O, porel contrario,

¿sería cierto lo que apuntaban los defensores de ambos y nunca había habido nada físico entre ellos? Y elcomprensivo Carlos, ¿había olvidado los viejos rumores y abiertas acusaciones de adulterio? o, bien,¿había estado siempre tan seguro de la fidelidad de su mujer y de su amigo que nunca había dado elmenor crédito a tales habladurías?

Fuese cual fuese el verdadero fondo de tan vidrioso asunto, lo cierto es que cuando Fernando fueinformado de ello, montó en gran cóle-ra, se negó a dar su aprobación a la boda y ordenó a su hermanomenor que marchase a España.También aquí se abren suculentos interrogantes: ¿Reaccionaba asíFernando, horrorizado por lo que moralmente tal propuesta significaba? o, nueva opción, ¿quería evitar

devolver a la hija de Godoy, si se convertía en su cuñada, los cuantiosos bienes confiscados a su padre?Conocido más que sobradamente el tipo de personaje que era Fernando y su catadura moral, cabe pensarque para él la segunda posibilidad pesaba mucho más que la primera.

Ante el deterioro de la salud de María Luisa, la codicia decidió a Fernando a dar un nuevo golpe. Sabíaque la reina había dejado por testamento, con la aprobación de su marido, el grueso de sus bienespersonales a Godoy. Parecía ahora ser la última oportunidad de cambiar tal decisión y para ello pensó enutilizar a su padre de la forma más vil. El rey de Nápoles, hermano de Carlos, y el embajador español seencargaron de hablarle claramente de la realidad de aquel tan viejo y La familia de Carlos IV, desgarrogoyesco 197

difundido adulterio, que él parecía seguir siendo el único en ignorar.

Ante la escandalizada sorpresa de ambos, el pausado Carlos de toda la vida les comentó, con la másabsoluta tranquilidad, que siempre lo había sabido todo.

Marchó luego Carlos a Nápoles a pesar del estado de María Luisa y allí cogió absolutamente porsorpresa a su hermano, diciéndole que no solamente estaba dispuesto a denunciar aquel testamento de sumujer, sino que iba también a solicitar la anulación pontificia de su matrimonio.Y le explicaba la razónque iba a aducir para ello: la bien conocida y prolongada infidelidad de su esposa. En Roma y sin tenernoticia de esta inesperada decisión, durante la noche del 2 de enero de 1819, moría la vieja reina,víctima de una pulmonía. Su hija María Luisa testimonió haberle oído decir como últimas palabras: «Meacabo.Te dejo a Manuel.Ten la seguridad de que no hallaréis en nadie más afecto tú y tu hermanoFernando…» Godoy escribía a la Tudó en extremos des-garradores: «¡Ya no existe mi protectora! ¡MurióSu Majestad la Reina y el Rey no llega!»

Cuando se enteró de ello, Carlos decidió permanecer en Nápoles y no se tomó la molestia de volver aRoma para los funerales. Muy pocos días después escribía a Godoy con dolorido distanciamiento:

«No puedes figurarte cuánto he sentido el terrible golpe de la pérdida de mi esposa bienamada, despuésde cincuenta años de feliz unión…», y terminaba la carta anunciándole que le expulsaba de su residencia,junto con su hija. Muy poco después venía a concluir verdaderamente la historia.Tras una breveenfermedad, el 19 del mismo mes de enero, moría Carlos IV en el Palacio Real de Nápoles. Fernando VIIordenó repatriar los restos de sus padres, para darles enterramiento en el Panteón de Reyes de ElEscorial. No hay que decir, naturalmente, que Godoy no recibió ni un céntimo de la herencia que «su»reina le había legado. Murió en París, en 1851, en medio de una pobreza soportada con dignidad. Susrestos reposan hoy en el Cementerio del Pére Lachaise.

Epílogo de toda esta ejemplar historia fue el episodio —sin duda, también bastante edificante—protagonizado por el último confesor de la reina, fray Juan de Almaraz. Dado que ella le había dejado unlegado de valor considerable y pasaron varios años sin que lo cobrara, escribió a Fernando una carta enla que afirmaba que, en secreto de con-198

Los reyes infieles

fesión, su madre le había confiado que «todos» sus hijos lo eran también de Godoy. Hablando claro, leamenazaba abiertamente con divul-gar tal hecho, en caso de no recibir de una vez el tal legado. Pero nosabía el incauto con quién se las jugaba. La reacción de Fernando fue la que cabía esperar: unos esbirros

secuestraron al atrevido fraile, le tra-jeron a España y fue sin más arrojado a una húmeda celda de lafortaleza de Peñíscola. Sólo el fallecimiento del rey, bastantes años más tarde, le permitió salir de allí,para morir miserablemente poco después.

XIII

JOSÉ I. AMORES EN GUERRA

JOSÉ,EL HERMANO mayor de la familia Bonaparte,era un joven abogado, bien conocido conquistadorde mujeres cuando en 1794, a los veintiséis años, se casaba con Julia Clary, hija de un acaudaladocomerciante marsellés. Ella era hermana de la célebre Desirée, que había sido relegada por Napoleón enbeneficio de la criolla Josefina Beauharnais y que, casada con el mariscal Bernadotte, llegaría a ser reinade Suecia.

Cuando el hermano general comenzó su espectacular carrera, José se convirtió en diputado y a golpe delas victorias de aquél sobre suelo italiano, José pasó a ocupar allí cargos diplomáticos en varios lugaresy en todos ellos dejó constancia de su fama de impenitente e irresistible donjuán. La paciente yenamorada Julia nunca le haría objeto de la menor recriminación, esperándole siempre en la residenciafamiliar del castillo de Mortefontaine.

Toda la familia Bonaparte la respetaba y, en más de una ocasión, le tocó hacer el difícil papel deconciliadora entre los vehementes temperamentos de aquellos hermanos y hermanas corsos de sangrecaliente. A tal punto que, estando Napoleón en la campaña de Egipto, tuvo cumplidas noticias de lospersistentes devaneos de su hermano y le escribió una irritada carta en la que —junto a un hermoso chalque le enviaba de regalo a su cuñada— exigía a José que abandonase de una vez por todas tanta aventurafugaz y se dedicase a hacerla feliz, porque se lo merecía.

Pero el infiel no cesaba en sus escapadas, en las que daba muestra de ser bastante abierto, ya que suabanico de preferencias podía oscilar sin problema alguno, desde la más encopetada dama a una meracorista de 200

Los reyes infieles

reputación más que sospechosa. Pero también sabía comportarse muy bien con su comprensiva esposa, ala que trataba con gentileza, ternu-ra y hasta pasión, colmándole todos sus deseos, como queriendo dealguna forma compensar el dolor que le podía producir el enterarse de cada una de sus incesantesaventuras.

En enero de 1806 fue encargado por su hermano de hacerse cargo del Reino de las Dos Sicilias, dondereinaban el incapaz Fernando IV, hermano de Carlos IV, y su mujer, la intrigante María Carolina,hermana de la guillotinada María Antonieta. Una pareja compuesta, en boca del pueblo, por «un bribón yuna mesalina». Allí se ciñó José su primera corona, llegado el mes de agosto. Desde el primer momento,la discreción y falta de ambición de Julia la llevó a ir demorando su marcha al sur, demostrando el másabsoluto desinterés por instalarse en aquel suntuoso palacio real de Nápoles, al borde mismo delMediterráneo.

Quizá fuese otra la razón de querer permanecer en la residencia familiar del campo y es que allí leresultaba más fácil sobrellevar todas las noticias que puntualmente le llegaban acerca del desordenado

comportamiento sexual de su marido. A él, naturalmente, aquella separación le venía muy bien y, aunqueno la había impuesto, se acogía gozo-so a la amplia libertad de actuación que le proporcionaba.Así, elsiempre alegre y permisivo Nápoles le abrió sus puertas, como portador de frescos aires de la Franciarevolucionaria, después de la cerrazón y el oscu-rantismo clerical impuestos por aquellos decadentesBorbones.

A las pocas semanas de su llegada, ya el flamante monarca tenía entablada una relación. Se trataba de unadama de nombre Elizabeth Dozolle, viuda de muy buen ver de un oficial francés. Con ella, José tuvo unahija, que murió muy pronto. Poco después, aquella historia acababa y la viuda Dozolle era sustituida enel regio lecho por una aristócrata local, la hermosa y escultural —y se decía que muy ardorosa—duquesa de Astri. Con ella, José tuvo nada menos que un hijo y una hija. Al primero se le bautizó con elnombre de Julio Antonio y su nacimiento constituyó un verdadero motivo de orgullo para su padre, que ensu matrimonio había tenido dos niñas pero ningún varón.

Naturalmente, no hay que decir que tal relación era un asunto de absoluto dominio público, ya que losinteresados apenas hacían nada José I. Amores en guerra

201

por disimularlo. Pero en ningún caso José pensó en divorciarse de Julia, a la que quería evitar talhumillación y, por otra parte, su hermano Napoleón jamás hubiera dado su consentimiento para ello. Elemperador vigilaba muy estrechamente la vida privada de aquel crápula y ahora, cuando había pasadomás de un año en su nuevo destino, le escribió una airada carta, en la que le apuntaba: «Ayer vi a vuestraesposa y he quedado escandalizado al ver que aún no ha partido para Nápoles, y se lo he dicho, puesestoy acostumbrado a ver que las esposas deseen estar con sus maridos.»

Es más que probable que Julia hubiese preferido quedarse donde estaba, pero la intervención personal desu inapelable cuñado la decidió a un traslado tan escasamente deseado.Ya en Nápoles, lo que se temíaacabó sucediendo. En una recepción cortesana, José tuvo la desfachatez de presentarle a su amante,visiblemente embarazada de él, como todo el mundo sabía. Julia tuvo el buen sentido de no darse porofendida y ni siquiera por enterada, adoptando una actitud distante o irritada. Por el contrario, trató a laduquesa con una amable deferencia que consiguió desarmar por completo a su rival. La de Astri escribíapoco después a José, algo melodramática ella: «Deseo aseguraros que nunca os haré olvidar vuestrosdeberes, ya que vuestra dicha me importa demasiado...»

Cuando a finales de mayo de 1808, tras las abdicaciones de Carlos IV

y de Fernando VII, Napoleón llamó a su hermano a Bayona para entregarle la corona de España y suimperio, marchó allí solo; Julia emprendió camino muy poco tiempo después. La rendida y quizáarrepentida duquesa de Astri, que mantenía con ella una relación de aparente cordialidad, escribíaentonces a José: «Acompañé a la reina con las otras damas hasta Aversa. Sentí una gran pena al verlapartir. Siempre le estaré reconocida por las bondades que ha tenido conmigo...» Qué lecciones decorrección y comprensión las que estas dos señoras supie-ron dar, en tan procelosa situación proclive aotras, más que justificadas pero bien distintas, reacciones.

Pero de hecho, Julia nunca vendría a España. La situación de persistente guerra en la que se hallaba elpaís ocupado le venía a dar la mejor justificación para quedarse en Mortefontaine con las dos niñas,mientras dejaba rienda libre en Madrid a su marido.Aunque es sabido 202

Los reyes infieles

que estaba perfectamente al corriente de las correrías españolas de él, en ninguna de sus muchas cartasdeja traslucir nada, ni chantajista sentimiento de dolor ni recriminación alguna. Una santa, una verdaderasanta era aquella bien educada hija del comerciante marsellés, que parece que lo único que quería eravivir con tranquilidad.

En una España fiera, poblada de partidas de guerrilleros, a ritmo de fandango y por lo bajo, los nuevossúbditos del corso canturreaban, impotentes:

Es mi voluntad y quiero,

ha dicho Napoleón,

que sea rey de esta nación

mi hermano José Primero.

Es mi voluntad y quiero,

responde la España ufana,

que se vaya a cardar lana

ese José, rey postrero.

O también, castizamente ponían en cuestión su extranjería y se alzaban chulescos ante el que parecía noser más que un débil y obedien-te instrumento en manos de su hermano: En la plaza hay un cartel

que nos dice en castellano

que José, rey italiano,

viene de España al dosel.

Y al leer este cartel,

dixo una maja a su majo:

Que me cago en esa ley,

porque aquí queremos rey

que sepa decir ¡Carajo!

Cinco años se mantuvo precariamente José I en el trono, bajo la negrura de la guerra pero tratando deaplicar una política reformista que contó con el más decidido apoyo de los elementos progresistas, queserían luego perseguidos por «afrancesados». En todo momento debió José I. Amores en guerra

203

soportar la sombra de su hermano, que a fines de 1808 se vio obligado a venir en persona para tratar deresolver una situación cada vez más complicada. Sería de entonces la tan relatada escena de la visita queel emperador, alojado en la finca de un aristócrata en la cercana localidad de Chamartín, hizo a José.Descendiendo por la suntuosa escalera principal del Palacio Real, «el Dueño de Europa» le habríacomentado a su hermano: «En verdad que estáis mucho mejor instalado que yo…»

Hay que suponer que José no ponía demasiada insistencia en la venida a Madrid de su mujer, habidacuenta de los permanentes tejema-nejes que en el plano íntimo se traía, aun dentro de la situación depermanente inestabilidad reinante.Ya sus compulsiones eróticas se habían manifestado desde un principiocuando, de camino a Madrid para tomar posesión de su trono, en Vitoria había conocido a los marquesesde Montehermoso. El marido, don Hortuño de Aguirre Zuazo, descendiente de antiquísimos y muy noblesantepasados, era un bien conocido consentidor de los nada ocultos deslices de su mujer. Ella, María delPilar Acedo, era una atrayente casi madura, todavía de muy buen ver, con sobrada experiencia en laslides extramatrimoniales.Ambos tuvieron entonces ahora el indudable y bien pagado «honor» decomplacer al nuevo monarca. Estaba claro que todo ello no iba a ser en balde: el agradecido José nosolamente nombró al amable marqués gentilhombre de Cámara, sino que le hizo caballero de la OrdenReal, además de elevarle a la envidiada dignidad de Grande de España. No estaba nada mal a cambio deaquella manifestación de cordial comprensión.

Una relación ésta que se mantendría viva a lo largo de toda su estancia española, y que adquiriría rasgosmuy particulares de confianza y complicidad mutuos.Así, la marquesa le admitía a su insaciable amanteescapadas con mujeres de toda especie, a sabiendas de que seguirían estando unidos. Era una relaciónque, naturalmente, saltó a los salones y a la calle, en forma de coplas de todo color, de las que la quesigue no es más que una pequeña muestra y no de las más subidas de tono: La Montehermoso

tiene un tintero,

donde moja su pluma

José Primero.

204

Los reyes infieles

El que era insultado como «Rey Intruso» siguió así disfrutando de tan especial situación de solteríaprovisional y comprensivo amantazgo, sin dejar de aprovechar ninguna de las posibilidades que suprivilegiada posición le ofrecía. La siguiente en su lista de fáciles conquistas fue una opu-lenta y sensualcriolla caribeña,Teresa Montalvo, todavía joven y necesi-tada viuda del difunto conde de Jaruco, quehabía sido gobernador de La Habana. Su repentina muerte cortó la historia, pero el ojo experto y siempreavizor del rey pasó entonces a posarse en su hija, también mujer casada. A continuación seguirían en laspreferencias reales, siempre bajo el estricto control de la Montehermoso, mujeres de toda laya, entre lasque cabría citar a la esposa de un proveedor de las tropas de ocupación, una soprano italiana de nombreFineschi y la mujer del embajador de Dinamarca. Huyendo del Palacio Real, dotado de un numerosopersonal que podía convertirse en molesto testigo, José había convertido el pala-cete de La Moncloa ensu particular y mucho más discreto picadero. No existe constancia de ningún bastardo conocido delefímero monarca.

Odiado por quienes se consideraban furibundos patriotas, fue José objeto de toda clase de ataquesverbales, expresados en motes en nada justificados.Así, los de «Pepe Botella» y «Tío Copas», debido auna nunca probada y desmedida afición al alcohol o el todavía más absurdo de

«Rey Plazuelas», por su decidida política de urbanismo racionalizador de la Villa de Madrid.Todo eramotivo para la burla y seguían naciendo, incesantes, las coplillas ofensivas: Tráelo, Marica, tráelo

a Napoleón,

tráelo y le pagaremos

la contribución.

Ya viene por la Ronda

José Primero,

con un ojo postizo

y el otro huero.

Ya se fue por Las Ventas

el rey Pepino,

con un par de botellas

para el camino.

José I. Amores en guerra

205

Cuando aquel crápula debió abandonar el trono y el país, empujado por los acontecimientos, no se fue devacío.Valiosas joyas pertenecientes a la colección de la Corona de España, en sus manos durante suetapa de rey, y en su obligada marcha, no se olvidó de ellas. Debía ser lo que quedaba de lo que habíadejado también antes de su marcha María Luisa de Parma. Cuando José se instaló en Estados Unidos, delos muros de su mansión de hacendado colonial colgaban bien conocidos cuadros que habían sidopropiedad de palacios y conventos españoles expoliados por sus tropas.Y hay abundantes pruebas de suapropiación de las más valiosas piezas de la colección real, entre ellas, la mítica perla Peregrina, de tanmovida historia, y el no menos célebre brillante llamado El Estanque. Poseído hasta el fin de su dignidadde monarca, cuando murió en Florencia en 1844, su cadáver ostentó la gruesa y valiosa cadena de oro delToisón de Oro, que tampoco había olvidado introducir en su equipaje de rey destronado.

XIV

FERNANDO VII. LOS PLACERES DE UN INFAME

«FEO DELTODO y por todas partes.Carirredondo,mejillas defor-mes, nariz gruesa y torcida, boca

hundida, barba saliente, sin un movimiento discreto, sin una actitud noble. Se le creería un arrierodisfrazado o un frailazo lego secularizado.» Así describía a Fernando VII alguien que le conoció y trató.El que es sin duda alguna el más despreciable y nefasto de los muchos reyes que se sentaron en los tronosde las Españas era el noveno hijo de Carlos y María Luisa, todavía príncipes de Asturias cuando élnació, en 1784. Eran momentos en que su abuelo Carlos III y sus padres estaban ya realmentedesesperados, viendo que su descendencia se limitaba a hembras y a niños que apenas sobrevivían. Éliba a ser quien heredase sus títulos y los emplease de la peor manera posible. En su momento, intervinoen los planes de su educación Manuel Godoy, quien ya era valido de los futuros reyes y que en el futurose convertiría en su mayor enemigo.

Se conservan algunas de las normas dadas por sus preceptores para la organización de vida e instrucción,que debía ser «adecuada a la tradición heroica y austera de sus gloriosos antecesores».Y, hablando deantecesores, saltaba inmediatamente la obsesión por el sexo que tanto había atormentado a algunos deellos. Para evitar problemas, al adolescente le impusieron sus cuidadores una espartana ordenación de laexistencia cotidiana con muy pocas horas destinadas al sueño, «para que a la hora de acostarse manifiesteun saludable cansancio que le impida entregarse al abominable pecado solitario». Con la misma ideasinto-nizaba la estricta supresión de las siestas, que eran consideradas «harto propicias a caer en gravetentación carnal».

208

Los reyes infieles

En 1802 tenía lugar una doble boda con los primos napolitanos.

Fernando se casaba con la princesa María Antonia y el hermano de ésta, el heredero de las Dos Sicilias,lo hacía con la infanta María Isabel, aquella niña «de indecente parecido» con Godoy. Como hacía sigloshabía sucedido con los Habsburgos, ahora los Borbones volvían a caer en una ciega endogamia queúnicamente servía para aportar elementos humanos de limitada mente y endeble físico.

Sobre los primeros tiempos de este matrimonio, con un hombre que a la novia la había dejado helada dehorror cuando se lo encontró por vez primera en Barcelona, tienen mucha importancia los vívidostestimonios de la suegra, la voluntariosa reina María Carolina. No dudaba ésta en escribir cosas talescomo:

Mi hija está desesperada y con mucha razón. Su marido es enteramen-te memo, ni siquiera un maridofísico y, por añadidura, un pesado que no hace nada y no sale de la alcoba de su infeliz esposa. No cazani pesca y ni siquiera es animalmente su marido...

No tenía la irritada suegra inconveniente alguno en lamentarse de que su hija soportase como marido a«un hombre estúpido, ocioso, embustero, envilecido, solapado y ni siquiera hombre físicamente...» yañadía esta reflexión: «Es fuerte cosa que a los dieciocho años no se sienta nada y que a fuerza de ordeny persuasión se hayan hecho inútiles pruebas sin consecuencias, ni placer, ni resultado.»

Un retrato personal que se adecuaba perfectamente a la catadura del personaje y que anunciaba todo loque iba a ser su quehacer en la vida.

Tendrían que pasar varios meses hasta que se produjese la tan deseada como temida consumación del

matrimonio. Hasta entonces, Fernando solamente alcanzaba a mantener con la decepcionada MaríaAntonia un entretenimiento sexual que era bien conocido fuera de su alcoba y que un cortesano describíaasí: «El único juego erótico practicado por el joven marido era el de la succión de los monumentalessenos de su mujer, que emergían como dos globos entre las sábanas de encaje...»

Se ha dicho que a lo largo de aquellos frustradores meses, no falta-ron amables cortesanos biendispuestos que se ofrecieron para consolar a la princesa en su soledad física, pero que ella los habíadespacha-do, ofendida, solicitando a quien correspondía que fuesen severa y Fernando VII. Los placeresde un infame 209

convenientemente amonestados por tan insolente atrevimiento. Parece que, en secreto, desde la Corte sehabía encomendado a un célebre curandero especialista en estos menesteres la solución al problema.

Finalmente, lo conseguiría después de quince semanas de duro tratamiento, a través de la ingestión porFernando de cocciones pretendidamente afrodisíacas, acompañada de enérgicas y despiadadas sesionesde fricción de los genitales. Fuese cual fuese la causa de la mejora, el hecho es que las cosas acabarondando un giro decisivo, terminó aquel bloqueo y, para entonces, la joven esposa podía escribir a sumadre: «No me lo puedo quitar de encima», refiriéndose —ella, tan culta y refinada— a aquel a quien nodudaba en calificar de «auténtico fauno» e incluso de «macho cabrío».

Una incesante práctica del sexo no tardó en crear entre ellos una estrecha complicidad, que hizo de MaríaAntonia la mejor colega en el enfrentamiento que ya se había entablado, aunque todavía no abiertamente,entre Fernando y «la Trinidad en la Tierra». Ella, «Totó» para los íntimos, era una conspiradora nata y asu alrededor se reunían todos los enemigos del valido. Su madre, hermana de la guillotinada MaríaAntonieta, era una rabiosa enemiga de Napoleón y veía en Godoy a un adversario al que la acción de suhija podría contribuir a aniquilar.

Así, María Antonia, metida a fondo en su papel de conspiradora contra el príncipe de la Paz, aplicó conFernando la técnica que tan bien le había funcionado a Isabel de Farnesio con Felipe V: la negativa alsexo caso de que el marido no entrase en las razones aducidas por la mujer.

María Luisa odiaba a su nuera y, siempre soberbia y desafiante, no se molestaba en ocultarlo ni enpronunciar malévolas burlas cada vez que sufría un mal parto. Godoy estaba perfectamente al tanto detodas aquellas maquinaciones y la consideraba una declarada enemiga. El enfrentamiento interno no eraun misterio para nadie, hasta el punto de que, cuando la napolitana murió de forma bastante inesperada,en mayo de 1806, el valido fue inmediatamente acusado por la opinión pública de haberla envenenado o,en versión mucho más colorista, haber hecho que introdujesen un escorpión en su lecho. Historiasdifíciles de creer y que incluso el propio Fernando hubo de desmentir, libran-do de sospechas a aquel aquien odiaba, cuando declaró: «El vulgo 210

Los reyes infieles

calumnia a Manuel y no tiene razón. Cuando me casé con María Antonia, ya estaba tísica.»

Quedaba aparentemente como persona honrada quien estaba absolutamente lejos de serlo. Un habitante dela Corte relataría un episodio producido durante aquellos días y que no necesita comentario alguno. Unadoncella de la princesa difunta lamentaba verse obligada a regresar a Nápoles y el viudo, adecuadamenteenterado de ello, le prometió solucionar el asunto a cambio de una sesión de sexo. La historia seguiría

cuando, a la mañana siguiente del encuentro, la habría des-pedido sin prestarle la ayuda prometida ydiciéndole: «Te basta con poder contar a tus hijos que una noche te dio placer un futuro rey de España.»

Los dos años que mediaron hasta el inicio de la guerra de la independencia fueron muy activos paraFernando. Por una parte, no cesaba de prestar su apoyo moral a quienes conspiraban contra su padre yGodoy; por otra, los bastardos que iba engendrando en sus reiteradas y bien desiguales relaciones podíansatisfacer a su zafia hombría, pero no solucionaban el problema de la falta de un heredero legal, aporteque él consideraba, con la más solemne gravedad, una obligación de estirpe a la que debía responder.Con todo, por el momento, le seguían sirviendo muy bien las mujeres de toda edad que prestaban susservicios en los abundantes burdeles de la Villa y Corte, sobre todo el que era su preferido, el regentadopor una tal Pepa la malagueña, en la calle del Ave María, o aquellas a las que podía acercarse —con laseguridad de ser correspondido— tanto en los afrancesados cafés de moda como en las tabernas mássórdidas de la zona que rodeaba al Arco de Cuchilleros, frecuentadas por elementos del hampa a sus másbajos niveles.

Bastardos anónimos

Mujeres de eventual trato y bastardos reales que nunca llegarían a pasar a la historia con nombre propioy que se perderían entre la gran masa anónima del bajo pueblo.Al duque de Alagón, Paquito Córdobapara los amigos, compañero habitual de lúbricas salidas, Fernando le comentaría, rezumante deautocomplacencia: «Salen de mi alcoba segu-Fernando VII. Los placeres de un infame 211

ras de que ningún hombre podrá darles el goce que han tenido conmigo.» Y añadiría: «Y, ¿sabes lo quemás me gusta después del placer de poseerlas?, pues coleccionar los trapos en los que han dejado laprueba de su doncellez.»

Mientras sus súbditos morían con su nombre en los labios, pasó Fernando, junto a su hermano Carlos y sutío, el infante Antonio, los años de la guerra de la independencia en el confortable exilio del castillofrancés de Valençay. Sin duda, debió por entonces buscarse más de una solución a su acuciantesexualidad.Todo ello, aparte de sus reiteradas y humillantes peticiones a Napoleón para que leconcertase un matrimonio con una mujer de su familia, algo a lo que el emperador siempre se negaría,despreciando hasta el fin a la que consideraba degenerada caterva que eran los Borbones. Cuandoregresó como rey, el que había sido «El Deseado» recuperó sus viejas costumbres y los más sórdidosantros de Madrid lo veían entrar de noche, perfectamente embozado, para entregarse a sus placeres conlas mujeres que allí se buscaban la vida.

Porque aquel taimado felón no tenía un pelo de tonto y había visto muy directamente en el caso de supadre los efectos de un hombre dominado por una mujer.Así, Fernando siempre evitaría ser víctima decualquier tipo de influencia de esta índole, que podría resultar más fácil si sus aventuras se produjesencon damas de alcurnia. Por el contrario, las mujeres del pueblo —y mucho menos las profesionales delsexo— no ofrecían en este sentido el menor peligro y ello hacía que se sintiese con ellas perfectamentetranquilo. El único manipulador que podía haber era él y nadie más. En coincidencia con su abueloCarlos III, veía a la esposa como engendradora de herederos y nada más. Pero ahora había recuperado eltrono y seguía la dinastía sin tener descendencia.

A principios del año 1816 se concertó, una vez más, una doble boda, en este caso con dos princesasportuguesas. Isabel y María Francisca de Braganza contraían matrimonio, respectivamente, con Fernandoy con su hermano menor, Carlos María Isidro. La nueva reina tenía un físico decepcionante, lo que

enseguida suscitó malévolas cancioncillas, como la bien conocida:

Pobre, fea y portuguesa.

¡Chúpate esa...!

212

Los reyes infieles

Efectivamente, ofrecía la novia un muy triste aspecto, demasiado gruesa de cuerpo, nada agraciada derostro y, lo que era peor, carente en absoluto de cualquier encanto de carácter. Un absoluto desastre, peroque quizá valiese como madre de futuros infantes.Y, para colmo no aportaba dote alguna a su matrimonio.Como era de esperar, el nuevo matrimonio nada cambió en las bien arraigadas costumbres de Fernando,que no dejó de hacer más que frecuentes visitas a las prostitutas de su gusto, ignorantes mujeres depueblo nada melindrosas, que se prestaban sin protestar a todos sus caprichos, por inhabituales quefuesen. Fueron tiempos en los que este rey «de prostíbulo y colmado» se veía enredado en nocturnasaventuras de toda especie. Desde saltar medio desnudo desde el balcón de una mujer casada alpresentarse inesperadamente un enfurecido marido, hasta organizar broncas alcohólicas que exigían laintervención policial. Intervención que inmediatamente se convertía en una cascada de disculpas cuandose comprobaba la identidad del causante. Parecía que volvían los viejos y movidos tiempos de Felipe IVen las noches madrileñas.

Isabel estaba perfectamente informada de lo que le había sido presentado a su padre como «ladesenfadada, pero pasajera, conducta de su futuro yerno». Una conducta que el interesado no estaba enabsoluto decidido a modificar, y el matrimonio no le impedía seguir frecuen-tando con sus amigotesaquellos tugurios que tanta satisfacción le proporcionaban, donde siempre recibía el mejor trato por partede experimentados alcahuetes, de entre los que destacaba uno apellidado Chamorro, buscavidas castizo yantiguo aguador de la Fuente del Berro, que se las sabía todas y que siempre proporcionaba a Suagradecida Majestad el tipo de hembras bravías que conseguían volverlo loco.

Mujeres que eran la antítesis absoluta de la santa esposa, que se pasaba las noches en sus habitaciones depalacio, en espera del marido que nunca llegaba. Pasado el tiempo, ya las sospechas se hicieron tanfuertes que incluso se atrevió a sobornar con algunas monedas a algunos criados para que le contasen laverdad, por muy dolorosa que ésta fuese. Una de sus doncellas le habría dicho, acerca de las asiduamentetratadas por el rey: «Mujeres de mal vivir son las que Su Majestad frecuenta...» A aquella pobreignorante de las verdades de la vida no le entraba en la cabeza que su marido prefiriera a aquellasmujeres antes Fernando VII. Los placeres de un infame 213

que a ella y, así, tuvo la tonta ocurrencia de poner en práctica un plan que, en su ingenuidad, debióparecerle de lo más efectivo.

Una noche esperó al infiel a la puerta de su alcoba, disfrazada de manola difícil de creer, con sugerenteabanico en la mano y navaja en la liga. La reacción de él, ante semejante estupidez y tan ridícula estampafue la que puede suponerse, pasando de la abierta y burlona carcajada a la más desatada bronca.Finalmente, Fernando, otra vez muerto de risa, acabaría cogiéndola en brazos y llevándola al lecho.

Y, ante las quejas de ella por tan pertinaz abandono, aduciría, como siempre, tan urgentes como nocturnas

reuniones con sus ministros.

Para entonces, el monarca ya tenía instalada en una suntuosa mansión y como amante fija a una bella yruda campesina, a la que había conocido durante una estancia en el balneario de Sacedón, prescrita parasu mal de gota.

Por aquellos años y durante una estancia de los reyes en Aranjuez, Fernando entabló relación con unavehemente viuda, a la que visitaba por las noches y, como siempre, adecuadamente disfrazado. Dada lagran cantidad de fuerza armada que se desplegaba en el Real Sitio durante las estancias reales, tuvo lugarun hecho que generó una divertida anécdota. El coronel al mando de las fuerzas, habiendo reconocido alrey bajo su disfraz, ordenó que un destacamento le escoltase hasta su destino, es decir, la casa de suamante.Y, a continuación, dio parte de su decisión, tomada «por si los aires fríos y húmedos de la nocheatacaran su preciosa salud». Cuando se enteró, un furioso Fernando amenazó a tan celoso servidor,diciéndole que cierto tipo de indagaciones «po-dían acabar en un viaje a Ceuta».

Cuando su mojigato hermano Carlos y su todavía más beata esposa, María Francisca, le recomendabanque se moderase en tales costumbres y respetase a su mujer, la única reacción de Fernando era señalarlesla puerta para que abandonasen la habitación. Realmente, a la reina lo que le gustaba era que la dejasentranquila para dedicarse a sus devociones, a sus manualidades y a componer interminables versos quehubieran alcanzado un premio en cualquier concurso de cursilería que se hubiera podido convocar. Peroaquella descolorida Isabel tampoco lo importunó mucho, ya que murió en diciembre de 1818, tras apenasdos años de matrimonio, a consecuencia de una cesárea, en una operación durante 214

Los reyes infieles

la cual, según un testigo presencial, «la sangre corría a raudales por la estancia».

Esposas y mancebas

Él volvía a verse por segunda vez viudo, todavía con treinta y cuatro años. Pero aquel despreciableelemento, del que se decía, con razón,

«además de felón, putero», estaba ya quebrado por la gota y por un abu-sivo consumo de tabaco.Algo queno disminuía su extraordinaria capacidad de engaño y manipulación, manteniendo al país bajo la másférrea dictadura, con la policía actuando sin cesar, las cárceles llenas de opo-sitores y las ejecucionespúblicas a la orden del día. Mientras tanto, al tiempo que se preparaban las exequias de la difunta, ya unimpaciente Fernando daba órdenes para el inicio de las gestiones destinadas a conseguirle una nuevaesposa.

Puestos a buscarle una nueva compañera, se eligió a una muchacha de dieciséis años, María JosefaAmalia, hija del príncipe Maximiliano de Sajonia, que apenas había salido del convento donde habíasido educada. En Dresde y antes de su partida para Madrid, su padre le recomendó:

«Trata de ser con él tan dócil como lo has sido con tus monjas.» Una vez formalizados los esponsales, enlas cartas que le enviaba, Fernando ya la llamaba chulescamente «Pepita de mi corazón», expresión quesin duda debió de sorprender a aquella insulsa germana, caso de que le hicieran la no tan fácil traducciónde tal dedicatoria.

La chica sajona se quedó horrorizada cuando tuvo ante sí a aquel prematuro y deteriorado carcamal queera su marido. Frustrados en sus expectativas volvían a quedar el hermano Carlos y su ambiciosa mujer,que temían que ahora sí pudiera nacer un heredero que los apartaría del ansiado trono. Pero por elmomento no pareció que debiesen preocuparse, porque la nueva reina no parecía estar por lalabor.Todavía más inocente que su antecesora en el real tálamo, cuando su marido le comentó que habíaque ir a por un heredero, ella le habría respondido que de eso se encargaban las cigüeñas. En una ocasiónfue la comidilla de todo Madrid lo que había sucedido cuando, en un repentino y brutal calentón,Fernando se lanzó sobre ella que, en una aterroriza-Fernando VII. Los placeres de un infame 215

da reacción, se había orinado y defecado sobre él, que salió disparado de la real alcoba, lanzando lospeores juramentos y con toda su ropa chorreante de cálidos excrementos.

Cuando él le insistía en el cumplimiento de su deber conyugal y en sus obligaciones para darle unheredero, ella le contestaba cosas como:

«Lo que el Rey quiere de mí es pecado mortal y atenta contra mi virtud y mis principios.» Naturalmente,Fernando en ningún momento había dejado de frecuentar la casa de La Malagueña y demás queridostugurios, pero estaba absolutamente obsesionado con el asunto del heredero y llegó a escribir al papaLeón XII, solicitando la nulidad de su matrimonio para poder volver a casarse con una mujer que le dieradescendencia.Y cuando el confesor de la reina le comentó que consideraba demasiado exigente aquellasolicitud, el bestial Fernando pegó un puñetazo en la mesa y bramó: «¡O jodo yo a esa pazguata o que elSanto Padre anule mi matrimonio!»

Pero en sus cartas al papa, el taimado sabía actuar con gran suavidad y tacto:

Mi augusta esposa no entiende que ella es carne de mi carne y hueso de mis huesos. Por ello esindispensable proporcionar a la reina un director espiritual que imprima en su ánimo sencillo la más justa

y exacta idea de los deberes de una esposa para con su esposo, por ver si de este modo sería Diosservido conceder a mi matrimonio el fruto de bendi-ción que sellaría la tranquilidad de mis dominios…

No era la primera vez —ni sería la última— que el Sumo Pontífice intervenía en los más íntimos asuntosde las parejas reales de España.

Así, para evitar el escándalo que supondría una nulidad, escribió a la reacia, conminándola a quecumpliese sus deberes «de esposa cristiana y de reina ejemplar». Para animarla, le mencionaba ejemplosde santos e incluso de mártires, hasta que se obtuvo de ella lo que consideraba un vergonzoso yhumillante sacrificio. Eso sí, cada vez que tenían una sesión de sexo, Fernando debía rezar antes con ellaun rosario como expiación previa. Esto le tendría de un humor de mil demonios, a lo que contribuiría supermanente enfrentamiento con los liberales que, entre 1820 y 1823, le impusieron la jura y el respeto alos principios constitucionales.

216

Los reyes infieles

Cuando la nueva invasión francesa le repuso en el trono como el más acabado modelo del tiránicoabsolutismo, ya no se contuvo y convirtió al país en una inmensa cárcel, donde se sucedían lasejecuciones y las huidas al extranjero de los que eran víctimas de persecución. En cuanto a su vidaprivada, no podía ser más desastrosa, ya que la remilgada se resistía a yacer con él, por lo que no habíanoticia alguna de procreación, a pesar de los numerosos remedios que se aplicaron para solucionar elproblema. Unas relaciones que, por otra parte, no eran del todo satisfactorias, por lo que entonces sedijo. Expertos galenos aducían ahora que la infertilidad mostrada en todos sus matrimonios se debía aldesmesurado tamaño del pene real. Como correctivo, parece que le aconsejaron interponer en susencuentros físicos una pequeña almohadilla agujereada en el centro, pero tan singular recomendacióntampoco fue capaz de lograr el efecto deseado. Da la impresión de que en los lupanares que él visitabanunca se debió considerar necesario recurrir a tal artilugio.

Era muy frecuente ver que, cada vez que el rey daba a entender a su mujer que le apetecía pasar a loshechos, ella trataba siempre de des-viar el asunto. Cierto que en ocasiones no le quedaba más remedioque admitirlo, pero el embarazo no llegaba, por muchas fórmulas que se aplicasen para ello. Sobre esto,se contaba el episodio estival que tuvo lugar cuando, tras soportar los extremos rigores del veranoconquen-se, marcharon a los manantiales de Solán de Cabras, cuyas aguas tenían antigua y extendida famapor sus efectos de fertilidad. En medio de aquellos calores, tragando polvo en cantidad, comiendoverdadera bazo-fia y durmiendo en lugares espantosos, volvió a brotar el grueso humor del rey, que llegóa exclamar: «¡De este viaje salimos todos preñados menos la Reina!»

Murió María Josefa Amalia en mayo de 1829, a los veinticinco años, sin haber cumplido el objetivo dedar hijos a su marido y a la Corona. Parece que en la última época juntos había llegado a establecerseentre ellos alguna forma especial de complicidad. Por lo visto, aquella tan pudibunda esposa y su fogosoy procaz marido gustaban de practicar una suerte de juegos, en los que morbosa-mente mezclaban lareligión y el sexo. Así sucedía cuando él aparentaba sorprenderla durante sus rezos, para forzarla arealizar aque-Fernando VII. Los placeres de un infame 217

llos actos que al principio tanto la habían horrorizado. Ahora se prestaba a ellos, entre fingidos forcejeosde negativa, que sin duda eran un importante añadido al convencional coito matrimonial. Él, fiel a su

costumbre, la había seguido llamando cosas como «Pepita mía» o «Pichoncito de mi corazón» o leescribía con referencias a esos particulares juegos de alcoba, explícitos en frases tan ilustrativas como:

Pepita mía de mi vida: tu Satancito te aborrece cada vez más, ¿lo crees, amor mío? No, no lo crees; hacesbien, pues yo te adoro y quisiera hacer contigo el nariceo y todo lo que sabes…

Tras los diez años de matrimonio, Fernando volvía a depositar a otra esposa en el Panteón de Infantes deEl Escorial, mientras su hermano Carlos, su cuñada y todos los integristas que se reunían a su alrededorse frotaban las manos de contento, imaginándose que ya todo estaba hecho y que Fernando iba a desistiren la cada vez más trabajosa —y ya parecía casi inútil— tarea de conseguir sucesión.Todo eranproblemas para Fernando, que huía de su familia y de palacio y, como decía la siempre bien enteradaMalagueña, «El amo de España tiene a bien solazarse en mi acreditada casa de sus muchos quebraderosde cabeza».

A la cuarta, la vencida

Cuando a Fernando se le propuso volver a casarse con una princesa alemana, él, que estaba tan quemadopor el asco al sexo que había tenido que soportar de la sajona, respondió muy a su manera: «¡Estoy hastalos cojones de rosarios y de versos!» Y decidió elegir esposa por sí mismo: María Cristina de Nápolesera su sobrina carnal, hija de su hermana María Isabel, la del «indecente parecido» con su supuesto padreGodoy.Tenía ya veintitrés años, edad avanzada entonces para una soltera y la propuesta debió caer muybien en la familia. Cuando llegó a Madrid, apareció para muchos como una ráfaga fresca en unosespacios de aire corrompido y decadente. Pero ya las cosas habían ido muy 218

Los reyes infieles

lejos y, a los cuarenta y cinco años, Fernando era un hombre casi acabado.

A pesar de ello conservaba todavía su fogosidad, aunque fuese solamente verbal y, desde un inicial y yaimpetuoso «Querida Cristina mía de todo mi corazón», pasó a llamarla «Pimpollo mío», «Paloma mía» o—cosa un poco sorprendente— «Azucena de los Pirineos»…

y para alcanzar el clímax, al desatarse la llamaba «Gachona» y

«Resalada», reiterándole cada vez con más calor la adoración de «tu Fernando que se muere por ti». Lajovial María Cristina, bien alec-cionada, se comportó con todos de forma atenta y considerada, res-petuosa con la rígida etiqueta de la Corte pero, en especial, proclive a los liberales que ya veían en ellauna esperanza de moderación en la política represiva del que había dejado de ser «El Deseado» paraconvertirse en «El Felón». Fernando estaba ya muy mal, pero su obsesión por dejar un heredero era cadavez mayor y eso le llevaba a comportarse en la intimidad matrimonial con nerviosa violencia, quenaturalmente producía el rechazo y la repugnancia de la reina. Por otra parte, María Cristina se inflaba apociones milagrosas y se untaba de repulsivos ungüentos supuestamente dotados de poderes fer-tilizantes.

Finalmente, se produjo el milagro y se comprobó el embarazo de aquella que era su nueva «Pichona».Dado que en España no estaba permitido reinar a las mujeres, los partidarios del hermano Carlos rezabanfervorosos pidiendo al Altísimo que lo que naciera fuera una niña, como efectivamente sucedió. En elverano de 1830 nacía Isabel, a la que su padre declararía princesa de Asturias y su heredera. Dos añosdespués venía al mundo Luisa Fernanda. Fernando estaba cada vez peor y mal-decía tantas horas de su

vida que había dedicado a sus vicios y que ahora le pasaban amarga factura. En la cama tratabapatéticamente de cumplir como un joven, pero comprobaba que en general su comportamiento sexual noera ya más que un absoluto desastre.

A fines de septiembre de 1833 una apoplejía acabó con la vida de aquel miserable, que solamentecontaba cuarenta y nueve desgastados años. Muchos le lloraron porque se identificaban con sucampechanía y populismo. Otros, aliviados al ver abrirse nuevos horizontes para el vapuleado país,celebraron abiertamente su desaparición: Fernando VII. Los placeres de un infame 219

Murió el Rey y le enterraron.

—¿De qué mal? —De aplopejía.

—¿Resucitará algún día

diciendo que le engañaron?

—Eso no, que le sacaron

las tripas y el corazón.

—Si esa bella operación

la hubiera ejecutado

antes de ser coronado

más valiera a la nación.

Se dice que en alguna ocasión había comentado, perfectamente consciente de lo que por él sentía una granparte de sus sufridos súbditos:

«Estoy seguro de que sólo sentirán mi muerte los cómicos, porque con el luto oficial van a quedarse sincomer una temporada.» Tras la muerte, su cadáver se hinchó espectacularmente y comenzó a descompo-nerse de inmediato.Vestido y adornado con toda la parafernalia de bandas, fajas y condecoraciones quele correspondían, hubo que cerrar a toda prisa el ataúd. Los curtidos soldados que montaban guardia anteel catafalco de aquel individuo caían desmayados, sin poder soportar los maléficos efluvios quedespedían los hediondos despojos del «Felón».

XV

FARSA Y LICENCIA DE ISABEL II

TODAVÍANOHABÍANpasado tres meses desde que el hediondo cadá-

ver del innoble Fernando hubiera sido depositado en el pudride-ro de El Escorial, cuando su vivarachaviuda napolitana se casaba en secreto con un joven y atractivo guardia de Corps, en una ceremoniacelebrada a puerta cerrada en una habitación del Palacio Real, sin más presentes que los dos interesadosy el sacerdote o, según otras versiones, también con dos testigos de suma confianza. Se trataba tan sólo de

un matrimonio «tranquilizador de conciencias» y, como tal, carente de la mínima legalidad civil nieclesiástica.

La infanta Eulalia, hija de Isabel II, escribió en su momento unas curiosas memorias y, en ellas, describióa su manera el momento en que se habría producido el flash entre los dos. La historieta quedaperfectamente dentro de aquel blando romanticismo dominante por entonces y, ciertamente, resulta algodifícil de creer. Así, según esta versión, marchaba la reina gobernadora y joven viuda camino de LaGranja de San Ildefonso:

[y] a mitad del camino comenzó mi abuela a sangrar por la nariz, con-tinuando la hemorragia hasta agotarlos pañuelos de que disponían sus damas de honor. Entonces fue necesario, para salir del apuro, pedirayuda al oficial de la guardia que escoltaba el carruaje, quien inclinándose sobre su montura alcanzóhasta la atribulada reina su pañuelo. Unos instantes después, pasado el trance, María Cristina asomó porla ventanilla del coche la mano, pálida y blanca, y con sonrisa de gratitud devolvió la prenda al capitánMuñoz, que con gesto galante se la llevó a los labios.

222

Los reyes infieles

Esta edulcorada puesta en escena debió de parecer suficiente para intentar explicar el inicio del romance.Los protagonistas no podían ser más arquetípicos: una reciente y joven viuda con muchas ganas de juergaen el cuerpo, después de haber soportado a un marido horrible en todos los sentidos y, enfrente, unatractivo y ambicioso joven de orígenes provincianos poco menos que humildes, dispuesto a picar alto enla Corte apoyándose ante todo en sus valimientos físicos. No era nada nuevo que la Corte madrileña fueratestigo de amores entre reinas y guapos trepadores.Ya se ha visto cómo María Luisa de Parma habíarealizado muy satisfactorias experimentaciones en este sentido y ahora faltaban pocos años para que unaIsabel II llevase este modelo de ascenso clandestino hasta su más alto grado de expresión.

La ceremonia matrimonial fue secreta, pero inmediatamente el rumor corrió como fuego sobre pólvora y,entre muchas otras versiones, se aseguró que los dos implicados se habían conocido poco más de unasemana antes de tan urgente boda. Paralelamente, se aportaron muchas otras versiones de los hechos,siempre como es lógico corregidas y aumentadas con buenos aderezos. Sin duda, la mejor de todas era lade quien afirmaba, con la más absoluta seguridad, que el conocimiento

—y quizá también el inicio del «trato»— entre los protagonistas del episodio se había iniciado todavíaen vida de Fernando, lo que añadía sabrosos ingredientes a un hecho que no tardó en ser de generalconocimiento y tácita aceptación.Ya al recién casado se le llamaba «Fernando VIII».

Era este Fernando Muñoz hijo de una estanquera de la localidad con-quense de Tarancón. Llegado aMadrid en busca de fortuna, se había integrado en los cuerpos de seguridad de palacio, lo que hubierapodido hacer posible el contacto, por lo menos visual, entre ambos sin tener que llegarse al episodio delpañuelito.

Efectivamente, el asunto era la comidilla en todas partes, pero el gobierno temió introducir un gravefactor de inestabilidad interna y prefirió dejar las cosas como estaban. Isabel II no tenía ni cuatro años enel gobierno y la primera guerra carlista estaba en su apogeo.Y, por tanto, sobre la cuestión secreta de lagobernadora, todo parecía aconsejar «no menealla». Ello permitió, a lo largo de varios años, que aquella

sonriente cínica asistiese a solemnes actos en las Cortes, presidiese consejos de ministros y se mostraseen audiencias, ceremonias religiosas, Farsa y licencia de Isabel II

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sesiones de teatro, fiestas y saraos de toda clase, apenas disimulando sus sucesivos e inocultables ochoembarazos. Inicialmente, un discreto empleo burocrático de él en palacio les permitía estar juntos, ante loque muchos preferían rechazar la idea de aquel tan especial matrimonio y afirmar que, sin más, aquellono era más que un vulgar amancebamiento.

Sus continuos desmayos y la extraña amplitud de sus faldas no cesaban de dar lugar a muchoscomentarios, sin contar con las ocasiones en las que «la reina viuda» estuvo muy a punto de romper aguasdurante un acto oficial. Lo cierto es que muchas y muchos vieron frustrados sus deseos de llegar a veralgún desastre de este tipo. Mientras María Cristina y su marido se dedicaban a rascar todo lo que podíande su privilegiada posición, cada pequeño «muñoz» que iba naciendo era enviado a París para suadecuada cría.

El avispado marido sabía extraer los mejores frutos de tan vidriosa pero productiva situación. Cuando,llegado el año 1844, se legalizó finalmente el matrimonio, ya el taranconense —flamante duque deRiánsares, con Grandeza de España, nada menos— tenía funcionando a pleno rendimiento una amplia redde lucrativos negocios que en muchas ocasiones caminaban por los afilados límites de la legalidad. En unprincipio, la chunguita popular había admitido con tranquilidad y sorna aquella tan especial situación yridiculizaba, por el momento todavía suavemente, a la que era todavía intocable realeza: Clamaban losliberales

que la Reina no paría,

y ha parido más muñoces

que liberales había.

Pero cuando, llegado el año 1854, las revueltas liberales se adueñaron por unos días de las calles deMadrid, la paciencia se colmó y uno de sus primeros objetivos fue el asalto e incendio de la vivienda deaquella pareja de desaprensivos, el palacio de las Rejas. Su residencia se había convertido en centro denegocios basados en información privilegiada, hasta el punto de ser llamada «la segunda Bolsa» deMadrid por el volumen de transacciones que allí hacían los empingorotados buitres que pululaban por susbrillantes salones.

224

Los reyes infieles

Aquellos dos salieron de estampida, al amparo de la noche y con la aquiescencia de las autoridades, queno iban a ponerse a procesar a la madre de la reina, de la que se gritaba abiertamente: «¡Muera Cristina!

¡Muera la ladrona!» La rapiña de la pareja no había tenido límites y, aparte de vaciar los joyeros de laCorona, habían llegado a robar hasta cuadros del patrimonio real —sustituyendo los verdaderos porcopias— e incluso a saquear las cuberterías de plata. Más adelante, volverían a España de visita.

Cuando Cristina murió, en 1878, su nieto Alfonso XIII no tuvo en cuenta sus deseos de ser enterrada juntoa su Fernando, en el suntuoso mausoleo que se había hecho construir en su pueblo. Como le correspondíapor tradición al ser madre de rey —en este caso, de reina— ella pasó a ser depositada en el Panteón deReyes de El Escorial, junto a los restos de su primer marido, Fernando VII.

Cuando, en 1843, con sólo trece años, Isabel II fue declarada mayor de edad, estaba claro que todavía noera tiempo para que entrase a ejercer de forma efectiva su papel de reina. De carácter generoso yvehemente, retomaba el abierto populismo borbónico que tanto gustaba a la gente. Una desastrosaeducación haría de ella una ignorante de por vida y, cuando llegó el momento de sentir sus primerassensaciones de mujer, demostraría estar dominada por la misma incontinencia en materia sexual quehabía caracterizado a tantos de sus antepasados.

Cuando alcanzó los quince años, llegó la hora de hablar de su boda, que se convirtió en un motivo deverdadera fricción entre las potencias europeas, ya que tanto Francia como Inglaterra no estabandispuestas a ver en el trono de España, como rey consorte, a un príncipe rival. La práctica totalidad delas casas entonces reinantes también tuvo aquí su participación y, por supuesto, la misma familia Borbón,siempre enzarzada en luchas internas de intereses. A punto estuvo Isabel de verse casada con elpretendiente carlista al trono, el conde de Montemolín, en un matrimonio que sin duda habría evitado lasguerras que el pleito por la Corona todavía iba a provocar. Pero aquella idea no llegó a buenpuerto.Tampoco cuajaron los posibles compromisos con un príncipe portugués ni con uno de sus tíos deNápoles ni con un Sajonia-Coburgo.

Finalmente, el inteligente y maquiavélico rey de Francia Luis Felipe urdió un plan que resultó serdefinitivo. Forzó a que Isabel se casase Farsa y licencia de Isabel II

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con su primo Francisco de Asís, hijo de Luisa Carlota, hermana de María Cristina, y de aquel Franciscode Paula, supuesto hijo adulteri-no de Godoy. Era el joven crápula que, en el destierro romano de suspadres, Carlos IV y María Luisa, a punto habría estado de verse inces-tuosamente casado con su posiblehermana de padre. La historia, ciertamente, no podía ser más complicada. Pero ahora lo que importabaera la boda, aunque el novio elegido fuese un muchachito ambiguo de gestos y movimientos, de vozatiplada e inclinaciones homosexuales más que evidentes.

Aquel insignificante personajillo parecía ser el mejor candidato a marido de la reina, por su aparentefalta de ambición y la patente facilidad para ser manipulado. La propia María Cristina, que se oponía atal boda, comentaría acerca de él con una persona de su confianza:

«Usted lo ha visto, usted lo ha oído. Sus caderas, sus andares, su voce-cita... ¿no es eso un pocointranquilizador, un poco extraño?» En el círculo familiar, a Francisco se le conocía como «Paquita» y,cuando se le comunicó la decisión tomada para ella, Isabel se echó a llorar, gritando: «¡Con Paquita,no… con Paquita, no!»

Pero esto era sólo la parte menos importante del plan de Luis Felipe.

Lo más destacado era que casaba a su hijo, el duque de Montpensier, con Luisa Fernanda, hermana menorde Isabel. Como, dadas las características personales de Francisco de Asís, se calculaba que la reina notendría descendencia, confiaba el rey francés en que sería la otra pareja la que terminase ocupando el

trono.Todo ello parecía ser una buena jugada a medio plazo, pero con lo que no contaba tan hábil tahúrera con que Isabel iba a traer al mundo a una serie de hijos que ase-gurararían la descendencia y queresultarían sucesivamente reconocidos por un marido que nada había tenido que ver en sus gestaciones.

Isabel, a pesar de que había repetido que antes prefería abdicar que casarse con su blandengue yafeminado primo, que no le producía más que repulsión, acabó aceptando lo que se le imponía y la dobleboda se celebró el día 10 de octubre de 1846. Ella tenía dieciséis años y él, veintidós. Fue una brillanteceremonia en la capilla del Palacio Real, a la que, como invitado de excepción, asistió el popularnovelista francés Alejandro Dumas. Como era habitual en estos casos, las fiestas callejeras que seorganizaron incluyeron fuegos artificiales, representacio-226

Los reyes infieles

nes de teatro y ¿cómo no? un amplio repertorio de corridas de toros.

Instaló para la ocasión el Ayuntamiento de Madrid una fuente de doble caño de la que manabanparalelamente vino y leche. De inmediato, la chunga popular le sacó punta a la fuente a cuenta de tanparticular novio al que se festejaba:

El vino para las majas,

la leche para el de Asís.

Desfile de amantes

Aquel interesado casamiento iba a demostrarse inmediatamente como lo más insensato que hubierapodido imaginarse. La ardiente naturaleza de ella la había llevado ya en la adolescencia a dejarse llevarpor inclinaciones sensuales hasta situaciones vidriosas de las que mucho se había hablado. Se decía quela reina niña, falta de la presencia materna por muy cuidada que estuviese por sus ayas y educadoras,había tenido sus más y sus menos con su propio maestro, con algunos de sus sucesivos profesores decanto e incluso con el joven y ambicioso político Salustiano Olózaga. El futuro de aquel matrimonioestaba así condenado de ante-mano. Muchos años más tarde, la vieja reina exiliada en París comentaría aun confidente: «¿Qué pensarías de un hombre que, en la noche de bodas, tenía sobre su cuerpo máspuntillas que yo?» Desde un principio, todos sabían que aquello no tenía buena salida posible.

La exuberancia del carácter de la reina, su espontaneidad y todo lo que se comentaba de sus nadarecatadas costumbres privadas ninguna respuesta iban a encontrar en un elemento como su marido, demodales extremadamente amanerados, voz atiplada y siempre cuidadísimo atuendo. Aquellos magníficostrajes, bien cortados sobretodos, sombreros de calidad y guantes de la más fina piel ocultaban la que erasu verdadera pasión, una ropa interior llena de filigrana, propia de una dama de alta alcurnia, siemprearomatizada por densos y costosos perfumes. Sus habitaciones privadas estaban repletas de colgadurasde raso blanco, bordadas a mano con esmero, seguramente por las monjas de algún convento.

Farsa y licencia de Isabel II

227

Podía pasarse horas enteras Francisco eligiendo la ropa que ponerse en el día o simplementesumergiéndose en la delicia de probarse ante el espejo las abundantes prendas y calzado que losrecargados usos indumentarios de la época sugerían. No le interesaban para nada ni la caza ni cualquiertipo de deporte, pero era capaz de pasarse largos ratos en la bañera, algo que también contribuyó amultiplicar los rumores sobre él. Con todo, se preocupaba por su imagen, buscándose incluso unasupuesta amante, una tal Conchita Navarro, condesa del Azor, que se prestaba a un paripé que, porsupuesto, no engañaba a nadie.

Pero también aquella cuidada apariencia exterior servía como eficaz pantalla de una personalidad fría ycalculadora hasta el límite, que muy pronto iba a manifestarse en su verdadera realidad. Discreto, culto yamante de los objetos de arte, rodeado de un reducido grupo de amistades, Francisco dedicaba muchashoras a la lectura y a solitarios paseos.Así, mientras aquel enlace suponía para Isabel un estrepitosofracaso, del que inmediatamente iba a tratar de desquitarse por la vía físi-ca y emocional, para elconsorte era algo muy diferente: por medio de él establecía un lucrativo negocio, del que estabadispuesto a obtener sus muchas posibilidades. Muy pronto tomó conciencia del suculento partido quepodía sacar a aquella mezcla de queja y amenaza que guardaba en la manga, para esgrimir en el momentooportuno y que ini-ciaba con la frase que se había convertido ya en conocida muletilla: «Se ha queridoultrajar mi dignidad de marido…»

A aquel cínico, altivo y despreciativo de todo lo que le oliese a vulgar, poco debía importarle quecorriesen coplillas como la que cantaba: Isabelona,

tan frescachona

y don Paquito,

tan mariquito.

O podía escuchar, sin inmutarse aparentemente, algún comentario como el que expresó con rudeza alguienque conocía bien la situación íntima de la pareja: «Poco hombre ese, para tantos kilos de mujer...»

La reina no parecía sufrir por aquellas circunstancias, que realmente nada tenían de drama, porque cadauno de ellos se organizaba muy bien 228

Los reyes infieles

por su cuenta. Se reunía con sus cortesanos, paseaba en vítores y saludos y, cuando acudía a verbenas yfiestas populares, recibía verdaderos baños de multitud. Las copiosas cenas y ruidosas veladas queorganizaba con sus amigos, entre los que siempre disfrutaba de un lugar especial el amante de turno, eranotras de sus más queridas distracciones. Lugar muy de su preferencia era el restaurante Lardhy, de laCarrera de San Jerónimo , entonces el más chic de Madrid. En los salones privados de la primera planta,Isabel y sus amigos se entregaban sin reparo a las mayores alegrías, que en algún caso acabaronconvirtiéndose en verdaderos escándalos nocturnos, que precisaron de la intervención de la policía, quese retiraba sumisamente discreta al saber quiénes eran los juerguistas.

De aquellos alegres tiempos de vino y rosas se ha afirmado que los actuales propietarios delestablecimiento —que nunca han confirmado este extremo— siguen conservando, como muy especialrecuerdo, un corsé que la reina se quitó en un momento dado para aliviarse y dejó luego olvidado sobrealgún diván.

A los cinco meses de la boda se produjo la primera separación físi-ca del matrimonio. Habría sidodurante una cena de la real pareja con María Cristina cuando se suscitase una discusión entre suegra yyerno, que se detestaban, y en un momento dado ella le habría gritado: «¡No mereces compartir el lechoni el amor de mi hija!», a lo que él habría respondido, melifluo: «Tranquila, mamá. No comparto ni louno ni lo otro.» Y habría aprovechado astutamente la ocasión para marcharse de forma definitiva con susbártulos de las habitaciones de su mujer.

Convertidas en algo habitual las estampidas de esta clase, buscaba entonces el supuestamente ofendidoconsorte refugio en las soledades del Palacio de El Pardo, físicamente alejado de Madrid, pero cerca losuficiente como para seguir dirigiendo sus negocios y recibir a los enviados que le llegaban para mediaren las treguas que iban sucediéndose.

Todo ello configuró lo que en adelante pasó a llamarse metafóricamente «la cuestión de palacio». Una«cuestión» que no sólo se refería a las desavenencias públicas y repetidas separaciones de la pareja sino,con el paso del tiempo, a la discutida paternidad de los hijos que sucesivamente irían naciendo. Unacuestión, por otra parte, en la que la mediación del mismo pontífice vaticano no era nada nuevo, como seha visto en el caso de Fernando VII.

Farsa y licencia de Isabel II

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Después de algunas historias y episodios de tono menor, el primer amante conocido de Isabel tras laboda fue un guapo y ambicioso militar, Francisco Serrano, del que ella se enamoró por completo y al queen público no se privaba de hacerle mimos y llamarle «el general bonito». Mientras su marido maquinabaen El Pardo, él la acompañaba en su alegre vida, que la llevaba a acostarse a las cinco de la mañana ylevan-tarse pasadas las tres de la tarde. Muy interesado en la actividad políti-ca, tuvo Serrano su mejortrampolín en la pasión que despertó en la insatisfecha Isabel. Completamente enamorada de él, la simplese dejaba llevar absolutamente por el deseo, demostrando que todo le daba igual, pasando por encima derumores y murmuraciones y queriendo solamente estar al lado de aquel fatuo arrogante, cuya mayorsatisfacción era exhibirse portando su guerrera cargada de entorchados y condecoraciones. Desde París,María Cristina le aconsejaba a su hija que solicitase del papa la separación «de tu inconveniente esposo»e incluso la anulación «por las causas que serán fáciles de probar y todo Madrid conoce…».

Pero Francisco, aquel «infeliz reyecito de España», como despectivamente le llamaban, no se limitaba amorderse las uñas y movía con habilidad sus hilos para recuperar una situación que por el momentoparecía escapársele de las manos. Controlando las cuestiones económicas de palacio, no estabadispuesto a que el voraz Serrano metiese la mano en ellas. Podía admitir que los amantes de su mujer leconvirtiesen en el hazmerreír de todos, pero nunca que le tocasen las tan queridas cuestiones materiales.Finalmente, vio el cielo abierto. Presiones del Vaticano y la directa intervención de María Cristina sevinieron a unir al enfriamiento de la pasión y se llegó a un final pactado. A cambio de desaparecer de laescena, «el general bonito» se embolsaba unos cuantos millones del peculio personal de la reina yrecibía el lustroso cargo de capitán general de Granada. Hablando más adelante acerca de este episodio,Francisco haría un comentario realmente curioso.Así afirmó, ambiguo como siempre, hablando del examante de su mujer: «Es un pequeño Godoy que no ha sabido conducirse, porque el otro, para obtener losfavores de mi abuela, había sabido enamorar primero a Carlos IV…»

Se hablaba sin cesar de una muy particular costumbre del consorte, que tendría un acuerdo con lapropietaria de una casa de citas por 230

Los reyes infieles

entonces de gran actividad. A cambio de gratificación que hay que suponer sustanciosa, ella le habilitabaun cuarto con un agujero practicado en la pared, a través del cual aquel voyeur podía seguirsatisfactoriamente todos los movimientos de las señoritas de la casa y de sus clientes.Anécdotagraciosamente malévola fue también la que se difundió referida al general O’Donnell. Cuando éste visitópalacio para despedirse de los reyes antes de marchar a la guerra de África, una afectuosa Isabel lehabría dicho: «Créeme, general, que si yo fuese hombre me iría contigo.» El consorte, entonces, habríaañadido con premura:

«Lo mismo te digo, lo mismo te digo...»

Generalmente admitida la homosexualidad del rey, que su aspecto y comportamiento no hacían más queconfirmar, también se difundió, junto con la información sobre el muy reducido tamaño de su pene, lapresencia de un defecto físico en el mismo que le obligaba a orinar agachado.Todo ello era sabrosamateria para animar la imaginación de los vates populares, que pronto acuñaron aquello tan difundido de:

Paquito Natillas,

que es de pasta flora,

orina en cuclillas,

como una señora.

Junto a constantes, malvadas y zumbonas referencias «poéticas» a escenas como aquella en la que el deAsís, en el quicio de la puerta,

sacando la minga muerta,

lloriquea y hace pis.

Terminaba de componer el cuadro la permanente y nada discreta presencia junto al rey consorte de unguapo sevillano:Antonio Ramos Meneses. Algunos lo veían como un socio, un secretario o más biencomo un útil testaferro en sus múltiples negocios, entre los que se contaba la lucrativa explotación de uncementerio. Otros lo consideraban un amigo, un íntimo confidente o, yendo más allá, su amante declara-Farsa y licencia de Isabel II

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do. El mordaz cronista de Madrid Pedro de Répide trató en alguno de sus libros acerca de aquellas«relaciones económico-sentimentales» que ambos mantenían y de las que mucho se hablaba. Si era ciertotodo lo que de él se contaba, el tal Meneses tenía en su haber un currículo personal nada desdeñable.Através de su apostura física y otros valores que en este sentido se le suponían, había iniciado sufulgurante trayectoria en su Sevilla natal, de donde se había fugado con una bella italiana mayor que él,de la que se decía era sobrina o incluso hija del mismí-

simo Sumo Pontífice entonces reinante en Roma. Por lo que se decía, la historia había acabado ya enMadrid, quedando el mozo «bien pro-visto de alhajas y de numerario» y dispuesto a seguirinstrumentando adecuadamente todas sus posibilidades.

Acerca de la continuación de la aventura, el malicioso cronista anotaba:

Una vez en Madrid y a disposición de las empresas galantes, conforme pudo haber caído primero ante lamirada de la Reina, encontróse ante los despiertos ojos del Rey, quien le otorgó el más fervoroso yconse-cuente de los valimientos…

El avispado andaluz debió de pensar que le compensaba más una estabilidad con Francisco que laeventualidad de ser objeto de usar y tirar por parte de la reina. Lo cierto es que ya nunca dejó de estar allado de Francisco y de su proximidad extrajo considerables beneficios.

Todavía en el reinado de Isabel II, consiguió convertirse en diputado y le acompañó al exilio francés.Más adelante, Alfonso XII —que siempre mantuvo una correcta relación con su padre oficial— leconvertiría en duque de Baños, con Grandeza de España incluida. No estuvo mal la carrera de semejantearribista.

Hijos de todos

Al igual que sus antepasadas napolitanas, Isabel fue una madre prolífica. Una docena de partos realesdieron como saldo siete niños muertos o fallecidos antes de cumplir los dos años. De los cinco quesobrevivieron, la mayor era la infanta Isabel, la futura popular Chata; el 232

Los reyes infieles

heredero Alfonso y, a continuación, Pilar, Paz y Eulalia. Cada vez que la reina quedaba embarazada y,sobre todo, cuando estaba ya a punto de producirse el parto de uno de aquellos hijos de padres tanvariados, el marido aprovechaba para montar otra escena. Se marchaba a El Pardo, afirmando sentirseburlado y amenazaba con negarse a participar en el ceremonial oficial que rodeaba al nacimiento de losinfantes. Complicado ceremonial que, como teórico padre de los mismos, le correspondía presidir. Comola historia era ya sobradamente conocida y se sabía de su aceptación final, la única cuestión era pactar elprecio de su enfu-rruñada «vuelta al redil».

Tras la marcha de Serrano, nuevas figuras masculinas pasaron, con más o menos detenimiento, por losaposentos de la reina para sacarla de su nostalgia y aliviar sus pertinaces y nunca menguadasnecesidades.

Lo que estaba claro es que a la reina «le ponían» delante a los potenciales amantes para que se lanzaradirectamente sobre ellos, como si de una fácil cacería oficial se tratase. Personajes con peso en la vidapública y con mano en las interioridades de la Corte decidían en algún momento quién podía cumpliradecuadamente aquel papel. Así, por un tiempo y a cambio de unas actuaciones sexuales que dabanalegría a la vida de la reina, aquellos elegidos se hacían con una fortuna, un cargo y unascondecoraciones.Y, sobre todo, prestaban sus servicios como efectivos instrumentos de los grupos deinterés que los habían introducido entre las reales sábanas.

Isabel era amante de la música y, dentro de un amplio y variado repertorio, actuaron a continuación en lasestancias privadas de la reina un atractivo cantante, llamado José Mirall y, luego, un extravagante músicoitaliano, de nombre Temístocles Solera. Después, fue el momento en que hizo su entrada en escena elmarqués de Bedmar. Con reper-cusiones e implicaciones de todo tipo, fue una de las historias más rele-vantes en la vida de aquella insaciable pero nada inocente. Cuando lo tuvo ante sí, fácilmente se encendióotra vez la llamarada de una gran pasión en la inflamable Isabel. Fue José de Salamanca, hábil banqueroy empresario, principal promotor entonces del gran negocio del ferro-carril, quien buscó a aquel elegantearistócrata casado y cosmopolita viajero para que se convirtiese en el nuevo amante de la reina, siempre

«sedienta de amor y precisada de cariño». Ella no tenía problema algu-Farsa y licencia de Isabel II

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no para dejarse llevar por este nuevo arrebato y, tras sus repetidos encuentros físicos o, en su caso, a laanhelante espera de ellos, le escribía tórridas y patéticas cartitas, con expresiones del estilo de: Benditoseas mil millones de beces [ sic] RAMDEB adorado de mi corazón bendito seas, bendito seas milmillones de veces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te puedo explicar.

Aquella gran incauta entraba a fondo en el juego, con tal de solucionar sus perentorias necesidadesfísicas y concederse permanentes disfrutes. Día a día demostraba que todo lo demás le tenía

absolutamente sin cuidado y, sobre todo, la enojosa carga de la gobernación del país. Así, aparte deaquellas esquelitas de amor, se permitía escribirle bien diferentes notas, como ésta: «Si quieres quefirme el cese del Gobierno, pasa la mano por la barandilla de tu palco…»

Debía de tener claro que todos aquellos apetecibles hombres que le eran presentados y que se convertíanen amantes cumplidores no eran más que puros y duros agentes de intereses materiales, tanto en losámbitos políticos como en los económicos. En este caso, hubo de intervenir el jefe del Gobierno, elgeneral Narváez, que puso a Bedmar en la frontera. Pero, en rocambolesca historia, regresó él a Madrid yconsiguió esconderse en las mismas habitaciones de la reina, amenazando con publicar algunas cartas siadvirtiese algún tipo de peligro para él.

Finalmente, se alcanzó un arreglo y se fue de embajador a San Petersburgo con el Toisón de Oro colgadosobre la pechera. Durante

«la era Bedmar» vinieron al mundo dos niños que apenas vivieron algunas horas.

Pero lo mejor estaba todavía por llegar, ya que personal de palacio se hizo con tales cartas, que acabaronen manos del consorte. Aquella ave de rapiña se encontró con una nueva fuente de ingresos e inició unlucrativo negocio como chantajista, en el que tuvo a su propia mujer como primera víctima.Y así, le sacóunas buenas cantidades por las lamentables cartas que ella había escrito a Bedmar en los paroxismos dela pasión. En anónimas hojas volanderas, la voz popular volvía sobre el impresentable personaje, quecada vez presentaba un rostro más repulsivo:

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Los reyes infieles

Vuestra noble faz empaña

el nublo del deshonor.

Desfaced pronto esa niebla,

cortaos los cuernos, Señor.

Que el mundo entero os señala,

la Europa os llama cabrón,

y cabrón repite el eco

en todo el pueblo español.

Era aquella «Corte de los Milagros», que de forma tan sangrienta-mente mordaz describiera la galaicasorna de Valle-Inclán.Y, por si fuera poco, alrededor de la reina se movía toda una serie de personajes,de entre los que destacaba sor Patrocinio, la Monja de las Llagas. Esta mujer tenía una tortuosatrayectoria, rodeada por la rendida devoción popular nacida de la supuesta presencia en su cuerpo de losestigmas de Cristo.También andaba por allí el padre Antonio María Claret, que llegaría a ser canonizado.Claret, representante del catolicismo más integrista, era la presencia física y ejecutiva del Vaticano en el

corazón de la Corte madrileña. Por su parte, el rey consorte tenía su propia camarilla, integrada porelementos más ultraconservadores incluso.

A lo largo de los años, el papa Pío IX siempre mantuvo hacia Isabel una actitud benevolente. Era muydada a participar en todas las formas externas de religiosidad, presidiendo procesiones, asistiendo amisas y visitando populares y milagrosas imágenes. También se decía que en privado, en el tiempo que ledejaba otro tipo de actividades bien diferentes, solía rezar el rosario e incluso se hacía leer edificanteslibritos de vidas de santos. Por eso y a pesar de la bien ganada fama obtenida por otros motivos, elVaticano le concedió la Rosa de Oro, su mayor distinción honorífica, ya que en aquellos altos ámbitos sepensaba que era puttana ma pia, «puta pero devota».

En la Primavera de los Pueblos de 1848, el torbellino revolucionario que sobre toda Europa derribabaunos tronos y hacía tambalear otros, llegaba más moderadamente a Madrid.A Isabel le iba a traer unnuevo amor. En la Puerta del Sol, las fuerzas gubernamentales consiguieron parar la intentonarevolucionaria y un joven y valiente aristócrata, el capitán José María Ruiz de Arana, se alzó como elmás destacado defen-Farsa y licencia de Isabel II

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sor de la legalidad. Luego, hizo una espectacular presentación en la puerta principal del Palacio Real,donde fue recibido como un verdadero héroe. Alto, guapo y arrogante, con las humeantes pistolas en lamano, el uniforme adecuadamente desgarrado y cubierto de sangre propia y ajena e incluso con un balazoen el hombro… Para Isabel era lo más de lo más y venía a cumplir una de sus fantasías favoritas. Sinperder inútilmente un momento, le arrastró a sus habitaciones.

Fue Arana persona muy discreta que, al contrario que todos los demás, no instrumentó su situación paraobtener beneficios a terceros.

Para no tener que andarse con subterfugios, ella directamente le nombró gentilhombre de Cámara, con locual él tenía directo y permanente acceso a su persona. No despertó «el pollo Arana» —como erallamado— grandes animadversiones, pero cuando, en 1851, la reina dio a luz a la infanta Isabel, elpueblo comenzó a llamarla «la Araneja», en directa alusión a aquella célebre «Beltraneja »,supuestamente tampoco hija de su reinante padre, Enrique IV de Castilla.

A lo largo de los más de seis años en que se mantuvo la relación con Arana, se sucedieron otros cuatroembarazos. Eugenio García, cronista de la época, describió con crueldad aquella especial situación:Entregado el rey Francisco […] a toda clase de concupiscencias, porque de todas ellas gustaba suestragado organismo, era hasta más tolerante, como tenía prometido, a cambio de que lo fueran con él, ytal y tan hedionda era su degradación que le decía con la mayor naturalidad a su mujer: «Mira Isabelita,que “el Pollo Arana” te la pega.»

Y proseguía el memorialista:

Arana sacaba allí fuerzas de flaqueza para complacer a la concupiscente reina, nueva Mesalina, siempresedienta, nunca harta de torpes y libidinosos placeres… Hacíase llevar el valido, para forzarla, viandasestimulantes, así de tierra como de mar, y tomaba baños en marmóreas pilas llenas de rico vino de Jerez,que en el momento de salir era arrojado al suelo…

Al hilo de tanto real embarazo, se difundió un anónimo e hiriente epitafio, supuestamente destinado paraser en su momento colocado sobre la tumba del consorte:

236

Los reyes infieles

Un marido complaciente

yace en esta tumba fría,

del cual afirma la gente

que nunca estuvo al corriente

de los hijos que tenía.

Hubo ocasión en que, cabe suponer que en estado de irritación por motivos económicos, alguien le oyórezongar, amenazador: «Si alguna vez se forma un ministerio bajo mi influencia, haré colgar del balcónde la reina a todos los que hayan sido sus amantes.» La verdad es que se hubiera necesitado un balcónbien fuerte para que soportase el peso de tal menester.

El 28 de noviembre de 1857 trajo la reina al mundo un nuevo niño, que finalmente sería el único varónque sobreviviría: el futuro Alfonso XII. Francisco de Asís volvió a representar su lucrativa comedia deenfado para acabar, naturalmente, presentando a la Corte y sobre bandeja de plata al recién nacido. Eneste caso, la filiación del recién nacido era más que pública.Todo el mundo estaba al cabo de la calle dela apasionada y rendida relación que Isabel mantenía con el joven militar del Cuerpo de IngenierosEnrique Puigmoltó.Alto, delgado y arrogante —como a ella le gustaban—, pálido de tez y de cabellonegro ala de cuervo, aquel valenciano procedente de la nobleza media de provincia estaba arrasando enel siempre bien dispuesto corazón de la reina.

Su padre, el conde de Torrefiel, era un absolutista que había entrado en palacio a través de la camarilladel rey consorte y, visto lo que allí vio, había lanzado a su hijo a la vertiginosa escena cortesana, enbusca de lo que su gran atractivo pudiera pescar en tan revuelto río.Y pescó nada menos que a la propiareina.

Para no variar, la distinguida imprudente escribía a su nuevo amor inflamadas cartas plagadas de faltasde ortografía, que él gustaba de leer después a sus amigos, en animadas tertulias de café. También en estecaso, Isabel demostró su conocida generosidad en sus rápidas gestiones para conseguirle un notableascenso en su carrera y para rehabilitarle un viejo título nobiliario familiar. Más adelante, la sentimentalreina le regalaría, además, la cuna de madera en la que durmió el niño Alfonso, Farsa y licencia deIsabel II

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que pasaría a integrarse como preciada pieza en el patrimonio de los Puigmoltó, conservado en laresidencia familiar de Onteniente.

Superada con bien y sin grandes congojas esta relación, la reina no tardó en compensar el aburrimiento y

desinterés que le suscitaban sus obligaciones oficiales disfrutando de las delicias y sorpresas que ledeparaba un nuevo favorito, que ostentaba tan rimbombantes apellidos que parecían falsos: MiguelTenorio de Castilla. Era un andaluz rico y culto, al que Narváez había encargado investigar las relacionesque con la masonería tenía el consorte. Ni era agente de ningún grupo de interés ni estaba especialmenteinteresado en enriquecerse en la maniobra política, pero se dejó nombrar secretario particular de lareina.A lo largo de los tranquilos seis años que duró esta historia, fueron naciendo sucesivamente lasinfantas Pilar, Paz y Eulalia; el duodécimo y último parto de la reina dio un Francisco de Asís que apenasvivió un mes.Al final, Narváez se hartó de una situación que ya no aprobaba y propuso hacer en palaciouna «limpia» general e igualatoria, expulsando —como

«elementos perturbadores»— a un mismo tiempo a Tenorio y al Meneses protegido del consorte.

Sobre la paternidad de estas tres infantas, se recuerda una conversación que, años más tarde, sosteníaIsabel con algunos de sus allegados.

Cuando uno de ellos lamentó la frágil salud del príncipe Alfonso y de-seó que sus tres hermanaspequeñas no fuesen tan débiles como él, la madre le respondió con la más absoluta tranquilidad: «No tepreocupes. El padre de éstas tenía muy buena salud.» Agotada su relación con la reina, percibió Tenorioen un momento dado el atisbo de una nueva historia y se apartó muy discretamente, nombrado embajadorple-nipotenciario de España en Berlín.

Acerca de las relaciones de Francisco de Asís con todos estos hijos oficiales, ilustra dolidamente en susmemorias la infanta Eulalia: Ni un recuerdo, ni un simple detalle que se tiñera de emoción; nada le unía amí. Era una orfandad dolorosa la mía. Habíamos sido ajenos el uno al otro, y se hundió en las sombrasdejándome apenas el recuerdo de sus manos, que nunca fueron paternales, y de su voz, que tan suavecomo era, jamás tuvo palabras de cariño para mí...

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Los reyes infieles

Terminada la era Tenorio, entraba en escena —y nunca mejor dicho—

un tenor de medianos valores llamado Tirso Obregón y, como siempre, había la respuesta de la guasapopular: De talento, sin razón,

presume Tirso Obregón,

y ayer dijo a su vecina

que era Tirso de Molina:

de Molina de Aragón.

Genio y figura

Amante como era de la música, la incombustible Isabel volvió a sentir «en sus centros» —como dice lacopla— el crepitante hervor de la pasión. Cada vez se preocupaba menos, descarada y prepotente, demantener la menor prevención o cuidado en las formas. Característica que destacaba en el tal Tirso era elextremo cuidado de su físico y llamaban especialmente la atención sus siempre muy ajustados pantalo-nes, pensados para evidenciar todos sus valores físicos. Cuando la real pasión se extinguió, Obregónsalió de aquella fugaz historia con el cargo de director del Conservatorio de Madrid y, en el bolsillo, lasgrandes cruces de Carlos III e Isabel la Católica.Ya entrado el año 1867, el autoritario general Narváez,muy cansado de intervenir en los desastrosos asuntos de la alcoba de la reina, decidió tomar las riendasde una vez por todas y pasar a controlarlos él mismo desde un principio. En esta idea, puso directamentea un joven sobrino suyo, Carlos Marfori, en brazos de la insaciable «Isabelona».

Era el granadino Marfori, como podía esperarse, físicamente atractivo y de gesto altanero y un puntodesdeñoso, rasgos todos ellos tan del gusto de la voraz. Tampoco él, al contrario que tantos otros quehabían desfilado antes y que aparecerían más tarde al lado de Isabel, se dedicó abiertamente a explotarlos beneficios materiales que tan privilegiada y temporal posición podía facilitarle. Si bien cierto que norechazó suculentos cargos, como el de gobernador de Madrid, intendente de palacio y ministro deUltramar… Algo que colmaba con mucho la capacidad de aguante de la opinión, que —imposibilitada deFarsa y licencia de Isabel II

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hacer nada más por el momento— creaba coplillas, ahora sobre este protegido que el temible y odiadogeneral Ramón de Narváez se había traído de su Loja natal:

Con sombrero calañés

lo vi en Loja muy tronado,

y aquí elegante después:

Siempre parece un criado

disfrazado de marqués.

Trajo a Madrid tal pelaje,

que don Ramón, a fortiori , tuvo que comprarle un traje;

y desde entonces Marfori

piensa que es un personaje.

El 17 de septiembre de 1868 estallaba La Gloriosa. La situación había alcanzado unos límites dedegradación insoportables.Al grito de «¡Viva España con honra!» se alzaban en Cádiz los buques de laArmada. Al mando del general Prim, el Ejército se unía al levantamiento. El día 30, Isabel y su familiahubieron de atravesar la frontera y cambiar el vera-neo vasco por el exilio francés. Cuando su tren se

cruzó con el que ocupaba un grupo de emocionados exiliados que regresaban a España, aquella grancínica comentó displicente: «Creía tener más raíces en este país.» Nacía la benevolente leyenda que labautizó como «La de los Tristes Destinos». Pero en estos momentos, lo que más la consolaba era quetenía con ella las joyas de la colección real que se habían salvado de la eficaz rapiña de su madre.

Recibida por los emperadores Napoléon III y Eugenia, Isabel y sus hijos se instalaron en París, en unaespléndida mansión del más puro estilo nouveau riche, en las selectas proximidades del Arco deTriunfo, a la que bautizó testimonialmente como Palacio de Castilla. En tal deci-siva coyuntura,Francisco de Asís consideró que ya no había motivo para proseguir con la farsa de la convivencia y pasóa ocupar, con su compañero Meneses, un magnífico piso, exquisitamente decorado —como no podía sermenos—, cerca del Bosque de Bolonia. Por aquel parque solía la pareja pasear a sus perritos, bautizadoscon nombres de anti-240

Los reyes infieles

guos amantes de Isabel. Pero la batalla económica entre los dos seguía abierta.

En el Palacio de Castilla, la destronada reina —de solamente treinta y ocho años— organizó una pequeñacorte que generaba unos enormes gastos y que estaba formada nada menos que por unas sesenta personas.El 25 de junio de 1870 triunfó la presión de los decididos a restaurar la monarquía y la reina acabóabdicando en su hijo Alfonso, que todavía no había cumplido trece años. Tras el acto de la firma,exclamó: «¡Qué peso se me ha quitado de encima!» Sin embargo, hasta el final nunca dejaría demaniobrar para recuperar presencia en la política española, inconsciente en su congénita estupidez de queera un ser que recordaba un nefasto pasado y una página que nadie estaba dispuesto a volver a abrir.

El de Asís vigilaba muy estrechamente la economía de su mujer, ya que de ella dependía elmantenimiento de la sustanciosa pensión que él recibía. Ello les llevó en repetidas ocasiones a lostribunales franceses que, con la intervención de costosas minutas de abogados, hubieron de actuar en estesentido en varias ocasiones. Ocasión hubo en que Francisco solicitó y obtuvo la inmovilización legal delas joyas de la reina para evitar su venta y con ella la pérdida de la garantía que signifi-caban para elcobro mensual de su pensión. Fue una larga y poco ejemplar historia, digna en cualquier caso de quienesla protagonizaban y que se arrastraría durante años hasta solventarse por la buena voluntad de AlfonsoXII.

Con toda su irritante simpleza, Isabel se convirtió en una de las presencias más valoradas de la vidasocial de París. Íntima de los emperadores, se relacionaba con figuras y figurones de la realeza y laaristocracia de variopinta procedencia que pululaban por la entonces capital del mundo. Sin molestarsenunca en hablar francés de una forma siquiera aceptable, mantenía en todos aquellos medios su conocidodesparpajo. Junto a un elevado consumo de dulces y bombones, el rotundo cocido madrileño y la castizatortilla de patatas eran presencia obligada en la mesa del Palacio de Castilla.

Mesa a la que ahora se sentaba una nueva presencia. Se trataba de José Ramiro de la Puente, un capitánde Artillería, sevillano y casado, agregado a la Embajada española. Éste lo tenía todo para rendirla unaFarsa y licencia de Isabel II

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vez más: a su apostura se unía una hermosa voz y venía a introducir un elemento no por escabroso menos

incitante, una mujer consentidora.

En situación tal Isabel no se había visto y ahora se dejó llevar. Con el artillero y su mujer, visitabateatrillos de medio pelo, garitos de juego, cabarets y salones galantes, haciendo que el desoladoembajador espa-

ñol escribiese a Cánovas: «[…] todos padecemos al ver a la que es Reina madre arrastrando por lossuelos el decoro de una monarquía tan peno-samente restaurada y tan rodeada aún de enemigos ypeligros…»

Sobre este ligue, escribía el malévolo cronista Répide, ya citado: Aquel farolón comprometía a la exReina con sus jactancias, y después de separado de ella no ponía en sus palabras el recato que todohombre debe usar al referirse a sus triunfos amorosos. Hasta cuando no hablaba dejaba conocer el mudoy elocuente testimonio de un reloj de oro que le suscitaba demasiados frecuentes deseos de conocer lahora, y en el cual se veía grabada esta inscripción: A mi Ramiro, su Isabel.

Sobre lo que se dijera de todo esto, a ella la tenía sin cuidado y demostraba estar dispuesta a seguirhaciendo su voluntad, algo habitual a lo largo de toda su vida.

Genio y figura hasta la sepultura, y nunca mejor dicho. La última historia conocida de la insaciabilidad dela otoñal Isabel la protagonizaría un extraño personaje que se mostraba permanentemente a su lado y quedirigía con absoluta discreción el funcionamiento del Palacio de Castilla. Era un judío de origen húngarollamado José Haltmann —o Altmann, según otras fuentes— que había entrado allí en calidad desecretario jefe de la casa y del que nadie conocía a ciencia cierta su lugar de procedencia. Lo cierto esque se pasó allí varios años y desde un principio las prestas malas lenguas aseguraron que su relacióncon la ex reina iba mucho más allá de un nivel meramente laboral.Ya entrada en la setentena, Isabel cadavez hacía menos vida social, en gran medida debido al decisivo impedimento que suponía su enormevolumen físico. La obesidad, que durante toda su vida había marcado su aspecto, ahora triunfaba libre ydefinitivamente.

Ante la vergüenza ajena de quienes la visitaban, el tal Haltmann, joven pálido de tez y de ensortijadocabello negro, demostraba de la forma más ostentosa que era él quien hacía y deshacía en la casa. Fue242

Los reyes infieles

la más estrecha compañía que ella tuvo en sus años finales, una atención evidentemente pagada pero quedebía ser muy de agradecer.

Organizaba sus horarios cotidianos y su economía, llevaba su correspondencia y se preocupaba de queningún domingo a mediodía faltase en la mesa aquel cocido que para ella era tan importante.Al final de suvida, Isabel se sentía ya por encima y más allá de casi todo. Por ello, no tuvo inconveniente alguno enrecibir a personajes como su antiguo amor y «general bonito» Serrano, o a Nicolás Salmerón, que fuerajefe del Ejecutivo de la I República, o al novelista, de ideología abiertamente republicana, Benito PérezGaldós, con el que sostuvo una amplia entrevista en la que repasó toda su vida.

No es que finalmente hubiese tomado conciencia de ser quien era.

Esto era algo imposible, dados su temperamento y formación. Por el contrario, con estas actuaciones loque demostraba era su persistente inconsciencia y la declarada soberbia que su nacimiento le habíaproporcionado. Nada positivo, pues, que añadir a la presencia pública del personaje.

En abril de 1902, en su residencia campestre de Épinay y rodeado de libros, antigüedades y exquisitaschucherías, moría aquel equívoco Francisco de Asís. Padre legal de todos los hijos que ella había idoteniendo con sus sucesivos amantes y chantajista profesional, que había logrado vivir espléndidamente deaquello mismo que aireaba como una vergüenza. Pero los protocolos mandan y están hechos para sercumplidos: como rey consorte y padre de rey, su cadáver fue trasladado al Panteón de Reyes de ElEscorial. Solamente dos años después, le vendría a acompañar el de la detestada esposa que tan buenavida le había prodigado.

En efecto, a fines de marzo de 1904, convaleciente de una gripe, Isabel sufrió un enfriamiento cuandoabandonó sus cálidas habitaciones para recibir en la puerta a su amiga, la ex emperatriz Eugenia. Murióen la mañana del 9 de abril.Aquel voluminoso cuerpo fue vestido con un sobrio hábito franciscano y, trasrecibir los homenajes consabidos, fue llevado, en llamativo desfile por los Campos Elíseos, hasta laEstación de Orsay, para su traslado a España. En Madrid, apenas se hizo caso del retorno de lo que noera más que memoria de un pasado perfectamente olvidable.

XVI

EL CABALLERO AMADEO

TERCER HIJO de Víctor Manuel II,rey de Piamonte-Cerdeña,que se convertiría en el primer monarca dela Italia unificada, había nacido Amadeo, duque de Aosta, en el Palacio Real de Turín en 1845.

Hubiera sido uno más de aquel amplio y variado conjunto de príncipes europeos sin colocación, de noser por la permanente inestabilidad que soportaba España después de haberse sacudido la inaceptablemonarquía isabelina.También, por lo visto, una gitana, en este caso piamon-tesa, le había leído en laslíneas de la mano su futuro de rey. Nada más entrar en la edad adecuada, había Amadeo dado evidentesmuestras de sus querencias por el sexo.

A finales del año 1870, varios fueron los candidatos barajados para ocupar el trono del que con tantajusticia había sido arrojada Isabel II.

La idea más generalizada consistía en mantener, si bien bajo planteamientos completamente diferentes, elsistema monárquico.Y Amadeo aparecía como el candidato que mejor daba el perfil del nuevo monarca.El general Prim, verdadero dueño de la situación, consiguió que las Cortes votasen su decididapreferencia por el Saboya. Las otras opciones fueron literalmente barridas por la elección hecha por losdiputados: el piamontés obtuvo 191 votos, frente a los 64 republicanos, los 22

que obtuvo el tortuoso Montpensier —cuñado de Isabel II—, los 8 de Espartero y pequeños residuostestimoniales. Al conocer este resultado, Prim exclamó: «¡Por fin tenemos rey!» Ya con la seguridad decontar con este respaldo legal, Amadeo, siempre expresamente preocupado por guardar el máximorespeto por las leyes, organizó el viaje a su nuevo reino.

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El día 30 de diciembre de aquel 1870 llegaba al puerto de Cartagena, a bordo de la fragata Numancia.Muy pocas horas antes, su mayor valedor, el general Prim, había sido asesinado a tiros en una celadanocturna que le prepararon en la madrileña calle del Turco. Este homici-dio, que nunca quedaríaaclarado, lanzaba sombras de sospecha sobre muchos destacados personajes de la vida política, a losque se suponía implicados. Nada más llegar bajo la nieve a la Estación de Atocha, el 2

de enero de 1871, Amadeo marchó, desconsolado y naturalmente lleno de temor e inseguridad, a rendirhomenaje al cadáver de quien le había proporcionado esta corona. La verdad es que su reinado no podíahaber comenzado bajo peores augurios.

Con veinticinco años, el que iba a ser llamado por sus partidarios

«El Rey Caballero» resultaba ser un personaje de muy buen ver. De gallarda presencia y guapo de rostro,era contenido de gesto y mantenía un amable trato. En el mes de agosto de 1865 había realizado unaprolongada visita por la España que, sin saberlo, vivía los últimos tiempos de la monarquía borbónica.Desde Cádiz, había recorrido Andalucía y quedó absolutamente fascinado por la belleza y el embrujo deGranada.

Su talante «demócrata» quedaría plenamente demostrado cuando, en una apestosa cueva del Sacromonte,no tuvo inconveniente alguno en desahogarse rápidamente con una joven gitana, teniendo a toda la familiade ella al otro lado de la habitual cortina.

En Madrid, quedó instalado en el Hotel de París, en la Puerta del Sol esquina a Alcalá. Permanente einmejorable compañía había sido el riquísimo, culto y cosmopolita marqués de Alcañices y duque deSesto. Este personaje sería posteriormente el principal soporte de la familia real durante el exilio yelemento clave en la Restauración borbónica en la figura de Alfonso XII. Durante aquel viaje, alencendido Amadeo de veinte años únicamente le interesaban las mujeres y todas las visitas que debíahacer le resultaban un incordio; la obligada que rindió al Museo del Prado lo dejó agotado deaburrimiento. La visita a España tenía una finalidad concreta: se trataba de ver si podía cuajar sumatrimonio con la infanta Isabel, la Chata, entonces de catorce años.

Pero cuando visitó a Isabel II y a su familia en Zarauz, Amadeo, que era ya un buen paladeador deféminas, apenas se fijó en aquella adolescente nada agraciada. Pero fue, sin embargo, objeto de especialEl caballero Amadeo

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atención por parte de las damas de la Corte. La misma Isabelona, experimentada catadora de la frescacarne de jóvenes, habría comentado, relamiéndose: «Pero, ¡qué bien parido está este real mozo!»

Algunos tratadistas que han recogido la situación hablaron de los intentos de ella por acceder físicamentea él, ante lo que el muchacho habría exclamado con horror: «¿Cómo es posible que esa gorda hayapodido concebir la idea de seducirme?» En aquellos momentos ninguno de los dos podía ni remotamenteimaginar que, solamente cinco años más tarde, él iba a sentarse en el trono que ella por el momentoocupaba.

Dos años más tarde, en 1867, ante el Santo Sudario guardado en la catedral de Turín se casaba Amadeocon María Victoria del Pozzo, hija de los príncipes de La Cisterna y conocida por el cursi sobrenombrede

«la Rosa de Turín». Al contrario que su marido, absolutamente desinteresado de cualquier apetenciacultural, la muchacha dominaba varios idiomas, entre ellos el español, y se consagraba con deleite a lalectura, la música y la pintura. No era, en definitiva, más que el clásico esquema de militarote mujeriegoe ignorante, pero capaz de brillar en sociedad, unido a mujer culta y refinada, que se dio en tantos casos yque funcionó bien en muchos de ellos.

Como rey de España,Amadeo se mostró, tal como se esperaba, como un voluntarioso monarca moderno ysiempre se preocupó por mantener el mayor respeto a la Constitución. Dentro de las limitaciones quepodían esperarse de un miembro de familia real, hizo gala de un temperamento netamente demócrata, quele valió el rechazo de la vieja aristocracia. No en balde en la familia Saboya había muchos masones y nose les perdonaba haber acabado con los Estados Pontificios y obligado al papa a recluirse en la Ciudaddel Vaticano.

A las recepciones que ofrecían en palacio tan sólo asistían los altos funcionarios, quienes obviamente lohacían por obligación. La vetusta nobleza, los altos cargos militares y la más alta jerarquía eclesiásticaharía a la real pareja víctima de un rechazo hasta niveles que rozaban el insul-to directo. Sufrió entoncesAmadeo la amarga decepción de ver cómo aquel amable duque de Sesto le negaba públicamente elsaludo, poniéndose al lado de todos sus «colegas de sangre» en su expresa y ofensiva negativa aaceptarle.

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«Honesto, pero torpe», decían de él sus adversarios menos veneno-sos. La verdad es que la complejasituación del país era precisamente la menos indicada para asegurar una aceptable tranquilidad general.La vida política seguía agriándose, a lo que venía a añadirse un brote carlista y, para terminar dedeteriorar la situación, el estallido de varias insurrecciones republicanas. Solamente la clase media leaportaba algo de apoyo, pero nunca lo hizo de forma decidida y, por su parte, los elementos de lossectores populares nunca vieron con buenos ojos la presencia de un nuevo rey —que además eraextranjero— después de haber logrado con La Gloriosa acabar con la detestada monarquía.

Testigos de la época hablarían de su valor personal y su carencia de ambición y, junto a ello, de «unainclinación apasionada por las hijas de Eva». En efecto, y a pesar de todos los pesares que hubo desobrellevar en su breve experiencia como rey, nunca dejó Amadeo de dedicarse a la compensatoria tareade busca y captura de damas. Poco importaba el cambio de dinastías, o incluso el nacimiento de algunasnuevas, como había sido el caso de los Bonaparte. Estaba demostrado que los privilegiados que sesentaban en los tronos apuraban al máximo todas las posibilidades que su privilegiado escalafón lesproporcionaba.

En el momento de venir a España el que inmediatamente fue mote-jado de «Don Macarroni I», tenía doshijos y al parecer estaba sinceramente enamorado de su mujer. Ello no fue óbice para que en los primerosmeses que pasó solo en Madrid aprovechase para distraerse con más de una aventurilla de diferentecalado. Sin amigos o camarilla de nobles que le proporcionasen oportunidades en este sentido, para de-

sespero e indignación de los miembros de la Policía encargados de su seguridad, debía buscarse la vidaen solitario, a base de esporádicos encuentros en las oscuridades nocturnas de la capital. Los bullentescafés de la época eran también campo de caza para él. En esto se asemejaba mucho al Alfonso XII que,pocos años después, haría lo mismo por los mismos lugares.

De entre las varias historias que de él se contaban, tanto antes como después de la venida a Madrid deMaría Victoria, destacó una, que por razones obvias enseguida fue comidilla de la gente. Se trató de laaparentemente fuerte pasión que le unió con una hija de aquel genial Mariano José de Larra, Fígaro, elliterato suicida que mejor supo des-El caballero Amadeo

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cribir, con sangrante gracejo y dolorida ironía, todas las miserias de la España de su tiempo.

Era Adela de Larra y Wetoret una bella e interesante mujer, que contaba al menos diez años más que elrey. Su físico respondía a los más clásicos cánones de la llamada «belleza española»: ojos y pelointensa-mente negros, tez blanca, acaso algo aceitunada. Una excentricidad fundamental: dos largasguedejas de cabello cayendo a ambos lados del rostro, por delante de las orejas, le habían hecho ganarseel apodo de «la Dama de las Patillas». Se decía de ella que tenía un pasado rebosante, ya que si no erauna cocotte a la parisina en sentido estricto, sí había organizado su vida y relaciones de una formaabsolutamente libre. No está claro si cuando conoció a Amadeo aún vivía con un marido o si ya estabaseparada de él. Mantenía una intensa vida social que nadie sabía a ciencia cierta quién costeaba. Comoes lógico, todo ello le había otor-gado una sugerente aura, que despertaba tanto rechazos como envidia yatracción.

Se daban diferentes versiones acerca de la circunstancia que los había puesto en contacto. Para unos, el«deslumbramiento mutuo» se habría producido durante el entreacto de una función en el Teatro Español;según otros, al cruzarse los coches de ambos durante el paseo vespertino que los elegantes de la épocarealizaban a lo largo de los paseos del Prado y Recoletos. Fuese como fuese, aquella especie de versiónactualizada de las majas de Goya iba a convertirse en refugio amoroso y centro de referencia vital para elrechazado Amadeo.Y, al igual que iba a suceder más adelante con Alfonso XIII, una esposaobligadamente consentidora tenía que soportar el hecho de comprobar que todo el mundo estaba al tantode tales amoríos.

Amores y dineros

En el coqueto hotelito que Adela tenía a la derecha de La Castellana, en la calle de la Ese, hallaba el reyun ambiente cálido, tranquilo, y las sesiones de sexo debieron ir convirtiéndose paulatinamente en las deun relajante psicoanálisis, donde la sosegada amante soportaría inacabables confidencias y lastimerasquejas ante lo mal tratado y lo poco 248

Los reyes infieles

querido que él se sentía. Continuamente recibía amenazadores anónimos, sin duda alguna escritos poraquellos viejos aristócratas, que llegaron a organizar misas implorando el lanzamiento de divinasmaldiciones sobre

«el réprobo usurpador y malnacido». No obstante, toda esta historia le otorgaba a Amadeo el vulgaraplauso popular, encantado de tener un rey «que es tan macho que no puede esperar a que venga sumujer...».

Cuando la relación alcanzó cierto grado de estabilidad, pasaron a verse en un más discreto chalet de ElPardo. Como era de esperar, en Italia, María Victoria no cesaba de recibir anónimos informándola contodo detalle de las actividades de su marido, que para ella en cualquier caso no debían constituirnovedad alguna.

Mientras, los dos tórtolos, que al principio se comunicaban por el envío de ramos de rosas envueltos endelicados papeles de colores, fueron enfriándose y, mientras el veleidoso rey se encaprichaba cada díade una nueva conquista, Adela no se privaba de retomar viejas costumbres. Se llegó a decir que algúndesvío de dineros públicos se hizo para acallar en la prensa cualquier mención indiscreta.

Al parecer era su jefe de Gobierno, el general Serrano, el ya maduro «general bonito» de Isabel II, quiense dedicaba a buscarle nuevas oportunidades, como cuando le habló de una bella cantante de ópera

«italiana, como Vuestra Majestad, a la que tal vez le gustaría oír en Palacio...». Se decía que, al final delrecital, un directísimo Amadeo le habría propuesto acabar la velada en su hotel, a lo que una enapariencia ofendida habría respondido marchándose airadamente, si bien llevándose un cheque por valorde treinta mil francos con que el rey la gra-tificaba por escuchar su voz. Días después, los periódicoshablaban de que la avispada artista se había pasado a cobrarlo en efectivo, después de haber añadido uncero más a la cifra. Inmediatamente fue puesta en la frontera de Irún.

Cuando, al cabo de dos meses y medio de libertad,Amadeo recibió a su familia en el puerto de Alicante,se dijo que al comentario de su esposa sobre lo pálido y delgado que le encontraba, el infiel le habríarespondido, con descarado cinismo: «Querida, no te imaginas lo agotador que es mi trabajo en estepaís...» Llegado el verano, no tuvo inconveniente alguno en instalar a su familia en San Sebastiánmientras él lo hacía en Santander. Allí parece que tuvo una aventura con una rubia El caballero Amadeo

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inglesa, esposa del corresponsal del Times londinense, que por lo visto comenzó en una fiesta formal yacabó en la cabaña de un pescador.

Enterada del asunto, la despechada Adela —que se consideraba «abandonada por una inglesa desgarbaday larguirucha, toda pies y culo»- llamó a un redactor del diario El Imparcial y le ofreció la publicaciónde varias cartas del rey.Aquella noche un hombre de confianza de Amadeo se presentó en casa de ella y,blandiendo muy visiblemente una pistola, le habría ofrecido la alternativa de elegir entre su vida o laentrega de las tales cartas a cambio de cien mil pesetas. En pleno esplendor del folletín, la realidad,como siempre, debía imitar a la ficción. Lo cierto es que Adela eligió naturalmente la segunda y tansustanciosa opción, pero no se resignó y siguió acosando a su ex amante, hasta el punto de que fuenecesario dictar contra ella una orden de expulsión de la capital. Amadeo le diría a Sagasta, su ministrode Gobernación: «Cuanto más lejos, mejor.» Y ya nunca más volvió a saberse de aquella tan singular«Dama de las Patillas».

Más adelante y ya al final del efímero reinado, se habló de un romance postrero de Amadeo, en este casocon una dama —joven y de opu-lentas carnes— de la más rancia nobleza, a la que los cronistas de laépoca ocultaron adecuadamente bajo la letra «X». Según contaban, aquella dama se lanzaría a fondo a latarea de seducirle, pero no por deseo físico del agraciado, sino por un motivo absolutamente distinto.Fervorosa partidaria del príncipe Alfonso, con sus carantoñas y todo lo que fuese preciso estaríadispuesta a conseguir de Amadeo la renuncia al trono o, en caso de expresa resistencia por parte de él, nodudaría en convertirse en una nueva Judith que devolviese España a los Borbones.

Según se contaba, con el acuerdo del marido, habría citado al rey en la residencia del embajador italiano,oportunamente ausente por una cacería.Y se decía que, una vez «metidos en harina», ella le habría pedidola promesa de abdicar. Él, consciente de la trampa, habría asentido con la cabeza y remataría la faena.Una vez acabada ésta, se habría marchado después de insultarla, mientras del armario salía el testigo allíescondido dispuesto a escuchar una promesa que, caso de incumplir, haría caer sobre Amadeo laacusación de perjurio. En fin, un vulgar sai-nete escasamente imaginativo para paladares de teatrillo debulevar.

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Los reyes infieles

Pero las apetencias del rey no se mitigaban y realmente su breve reinado le cundió mucho en este sentido.Mujeres de la reticente nobleza no se le negaban, con el atrayente añadido del secreto y la infracción asus principios; floristas de las calles madrileñas y criadas de palacio eran objeto de su interés. Generoso,el dinero corría por sus manos para pagar estos favores, aunque en algunos casos no era necesario.Asísucedió cuando visitó Reus, la ciudad natal de su valedor, el general Prim.

Allí, una vez terminadas todas las celebraciones oficiales, el gobernador lo puso en contacto con lahermosísima hija de un acaudalado italiano dedicado a la importación-exportación...

También se dijo de la viuda de un coronel que había sido un estrecho colaborador de Prim, a la quehabría escrito unas encendidas cartas que acabaron en manos de sus enemigos, pero que desaparecieronmuy oportunamente.Vistas así las cosas,Amadeo, aparte del trono, tenía bastante que agradecerle alasesinado general.También en aquellos años de tardío y agotado romanticismo, serviría la figura del reycaballero como motivo de inspiración de canciones que popularizarían Raquel Meller y otras artistas.Como aquella supuesta escena en la que, durante uno de sus paseos nocturnos, fingiría ser un duque anteuna humilde violetera, que no solamente le habría regalado un ramito de flores sino que se le habríaentregado sobre el frío banco de una plaza arbolada y a la luz de un farol.

Pero también, ante tamaño apetito amoroso nada disimulado, co-rrían historias bastante diferentes ymucho más turbias. En un momento dado, sus adversarios airearon las supuestas declaraciones del guardade un parque público de Turín, que manifestaba haber sido hacía años directo testigo de una rarasituación y haber sorprendido al todavía duque de Aosta en plena comisión de un acto sexual con un niño.

Tras dos años de dificultoso reinado, decidió el desmoralizado Amadeo que no era capaz de seguircumpliendo su tarea y, el 11 de febrero de 1873, se leyó en las Cortes el documento que anunciaba suabdicación y calificaba de «ingobernables» a los españoles. A continuación, en la misma sesiónparlamentaria se proclamaba la I República. A pesar de todas las reales aventuras, durante la estancia enMadrid había nacido un tercer hijo. Marcharon primero a Lisboa, donde su hermana María El caballeroAmadeo

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Pía estaba casada con el rey portugués.Ya María Victoria iba dando claras muestras de la tisis que notardaría en acabar con su vida.

Allí volvió a dejarse llevar por el exotismo y, en uno de los muchos tugurios del barrio de Alfama,conoció a una bella y acreditada cantante de fados, que usaba el nombre artístico de Marina do PortoBello.

Fue una breve historia, cortada con rotundidad cuando el celoso novio de ella a punto estuvo deapuñalarle un atardecer en la rada del puerto, frente al Tajo. Se dijo que, antes de marchar para Italia,todavía tuvo tiempo aquel pertinaz de entablar otras breves pero sin duda satisfactorias relaciones: entreellas, una camarera de su mujer, la hija de un proveedor de la Real Casa y una hermosa aristócrata rusa,casada con un rico fabricante de tabaco y en ruta para La Habana...

Si non e vero, è ben trovato, que diría un compatriota de Amadeo. De ser cierto todo esto, mejor para él,y si no lo es, no deja de ser material para un largo folletón de los que se consumían por entonces deforma masiva. En enero de 1890, moría en su ciudad natal aquel hombre honrado, fiel hasta el fin a lalegalidad, al que las circunstancias no le permitieron ejercer sus funciones en un país quelamentablemente nunca lo aceptó y que seguramente en él hubiera tenido uno de los mejores monarcas desu Historia.

XVII

ALFONSO XII. ROMANTICISMO FATAL

EL ESPERADOVARÓNde Isabel II había venido por fin al mundo en noviembre de 1857, cuando elpálido y bello Puigmoltó ya se había preocupado de contar a quien quisiera oírle los más íntimos detallesde su relación con Isabel. Para entonces, ya el siempre bien informado nuncio vaticano había«presentado» en Roma al militar valenciano, cuando en uno de sus detallados informes escribía sobre unoficial del Cuerpo de Ingenieros que «llega a las habitaciones de la Reina después de medianoche,permaneciendo en ellas hasta el amanecer…». Este nuevo nacimiento permitía al impresentable consorteorganizar una de sus bien conocidas escenas de enfado, humillación y honor ofendido, de los que tantarentabilidad económica acababa sacando. Las histéricas amenazas contra su mujer y la camarilla que larodeaba se sucedieron durante el tiempo previsto y al final, como siempre, llegaba el momento delsilencio y la aceptación de su teórica paternidad mediante adecuado acuerdo económico.

Muy pocos días antes del alumbramiento, en una antesala de las estancias de la reina se había producidouna escena que no desmere-cería en una pieza de teatro para un público poco exigente. Hallándose allíuna noche el jefe del Gobierno, Narváez, y su ayudante, se presentaron repentinamente Francisco de Asísy Urbiztondo, ministro de la Guerra y amigo suyo. La discusión se disparó cuando, con sus habituales ydestemplados gritos, el consorte exigió entrar en las habitaciones de su mujer y Narváez se lo impidió. Eltal Urbiztondo asestó a traición una mortal puñalada en la espalda del ayudante, a lo que Narváezrespondió lanzando una estocada también definitiva al agresor. Retirados 254

Los reyes infieles

los dos cadáveres, limpiada adecuadamente la sangre y ordenado el desarreglo que la pelea debióindudablemente de producir, un tupido velo cayó sobre aquellas dos muertes. La prensa del momento laspresentó como debidas a «causas naturales».

Hubo de ser la influyente sor Patrocinio la que acabase conven-ciendo al de Asís para que presentase albebé ante la Corte, sobre la tan traída y llevada argéntea bandeja. Pocos sabían que cuando nació otroinfantito anterior que apenas vivió, el consorte había ordenado bajo mano que se le hiciese un vaciado enyeso para demostrar su parecido físico con algún guapo militar del entorno cortesano.

Porque, como con toda malicia había comentado el escritor francés Merimée, tan aficionado a las cosasde España y de muy estrecha relación con la reina: «Si Francisco es incapaz de darle hijos a Isabel, laReina jamás carecerá de súbditos dispuestos a satisfacer sus necesidades…»

No hay noticia de que hubiera existido nunca relación alguna entre Alfonso y Puigmoltó e inclusotampoco de que el muchacho hubiese sido informado de su verdadera filiación. Destinado a Valenciapoco después del nacimiento del niño, solamente se sabe que el padre vivió la vida normal de unacomodado militar, con su título nobiliario y de que, después de haber contraído dos matrimonios, muriócomo general de división, llegado el año 1900.

Cuando, a fines de 1868, se instaló la ya dividida y exiliada familia en París,Alfonso ingresó en elselecto y estrictamente católico Colegio Stanislas, en cuyas aulas compartían alta educación los hijos delas viejas familias y los vástagos de los emprendedores nuevos ricos. Era Alfonso un chico menudo yatractivo de once años, de piel muy pálida y negros cabellos. Un tipo simpático, imaginativo y que sesabía mover con gracia, lo que sin duda a su madre le recordaría muchos de los buenos momentospasados junto a Puigmoltó. Pero quienes preparaban la Restauración quisieron apartar al muchacho de ladensa maraña de intrigas que ni en la abdicación su madre había dejado de tejer y el apartamiento delfuturo rey se hacía necesario.Así, fue elegido el muy prestigioso Colegio Theresianum de Viena, dondeunos cuantos privilegiados de toda Europa recibían buena educación y aprendían los deportes que seconsideraban adecuados.

Alfonso XII. Romanticismo fatal

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De delicada salud desde siempre, Alfonso vendría a cumplir la por entonces tan extendida idea de lahipersexualidad de los tísicos.Ya en Viena y a pesar de estar interno en el colegio, enseguida se le viobuscándose furtivos encuentros ocasionales en algunos lugares apropiados de la ciudad, tratando desolventar la urgencia de un sexo rápido. En ocasiones, llegó a implicarse en aventuras algo más largas

que un encuentro puntual, pero siempre guardándose muy mucho de cualquier posible compromiso quehubiera podido poner en entredicho su posición y su futuro.

La sombría amenaza de la tuberculosis, que pendía sobre su vida sin que todavía lo supiese, loimpulsaría a la frenética práctica del sexo como una inconsciente forma de compensación.Y en ello noengaña-ba a nadie.Todavía muy jovencito, uno de sus preceptores había anotado que mostraba un excesode imaginación «en cierto terreno», mientras que otro hablaba de «la vehemencia que tiene por losplaceres que le agradan». A distancia, Isabel estaba perfectamente al tanto de todo esto pero, dada supersonal trayectoria, nada podía objetar. El comportamiento de su hijo solamente venía a demostrar quehabía heredado de ella la sensual naturaleza de los viejos antepasados, fuerza contra la que ella mismanunca había estado en absoluto interesada en luchar.

Opiniones y consejos que eran escuchados pero no seguidos por el ardoroso príncipe, que aprovechabacualquier oportunidad que se le presentaba para entregarse a lo que más le placía y que, además, peren-toriamente necesitaba.Y muchos recordaban a Felipe V, dolorida víctima de esta misma compulsión, quela inteligencia de su mujer había sabido canalizar. También sobrevivían testigos directos de laspermanentes rijosidades del abuelo Fernando VII que, paralelamente a sus cuatro matrimonios, nuncahabía dejado de recurrir al sexo eventual, pagado en unos casos o decidido en otros «por ser quienera».Y qué decir del más inmediato antecedente de Isabel, que incluso entrada en la edad más avanzadamostraría ansias de satisfacción física.

Un buen día de la primavera de 1872, una carta de su madre le anunciaba que una persona que a ella leera muy querida pasaría por Viena y le haría una visita en el colegio, llevándole un regalito de su parte.

Siempre cumplidor, el hijo acusaba recibo de la noticia y le escribía:

«Hoy vendrá a verme a las dos la Helena Sanz.»

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Los reyes infieles

Trece años antes que Alfonso, había nacido Elena Sanz y Martínez de Arrizala en Castellón de la Plana.Huérfana y sin fortuna, se había educado en el madrileño Colegio de las Niñas de Leganés, fundado en elsiglo XVII por aquel Ambrosio de Spínola al que Velázquez retrató como vencedor en Breda en el geniallienzo de Las lanzas. Era aquella una institución destinada a proteger y educar a niñas sin familia nirecursos, sobre todo a las más bonitas, que por lo mismo —y según rezaban sus particulares estatutos—«estaban más expuestas a los peligros del mundo». Su hermosa voz de contralto había llegado a seradecuadamente valorada y la propia reina, que siempre mantendría una afectuosa relación con ella, lehabía concedido una beca para estudiar en París.

Como miembro de la prestigiosa compañía operística de Adelina Patti, había exhibido Elena su bellísimavoz en los mejores teatros de Europa y de América. Fue por entonces cuando hizo su visita alTheresianum, donde cabe suponer el efecto que entre aquellos adolescentes en sazón causaría aquellahermosa y experimentada mujer de veintiocho años, llena de encanto y de mundanidad. Al haber sido lapropia Isabel la que facilitó aquel encuentro, se llegó a decir que quizá la propia Elena fuese el«regalito» que le prometía a su voraz hijo.

La bella invitó al príncipe a dar un paseo en coche por una Viena que mostraba todos los fastosimperiales de la plenitud del reinado de Francisco José. Hasta aquí, lo oficial. Luego, ha habido supuestohistoriador que llegó a escribir: «A sus diecisiete años, el que pronto iba a ceñir la corona de España sedesfloró con Elena Sanz en un camerino del teatro donde la cantante debutó con La Favorita, deDonizetti...»

Pasase algo entonces entre ellos o no, en aquel momento ni ella ni Alfonso podían imaginar laimportancia que en su momento cada uno de los dos iba a tener en la vida del otro.

Muy poco después, en las navidades de aquel 1872 se producía el que iba a ser posteriormente tannovelado encuentro entre Alfonso y su prima Mercedes.Vivía por entonces la ex reina un período de pazen sus siempre tensas relaciones con su hermana y cuñado y, por ello, aceptó pasar con los Montpensierunos días en el castillo que poseían en el centro de Francia. Fue allí donde se encontraron ysupuestamente quedaron prendados aquellos dos jóvenes que no se habían visto desde niños.

Alfonso XII. Romanticismo fatal

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Tras el supuesto flash navideño, Alfonso pasó luego una temporada en Inglaterra. Cánovas considerabaahora que le vendría bien realizar una instructiva inmersión en el espíritu británico y eligió para ello elReal Colegio Militar de Sandhurst. Allí gozó de unas condiciones de estancia de verdadero privilegio,con absoluta libertad de acción. Las autoridades del colegio toleraban y aun ocultaban estas escapadas,que debían ser consideradas propias y naturales en alguien de su condición.

El día en que cumplía diecisiete años, 28 de noviembre de 1874, lanzaba el Manifiesto de Sandhurst,redactado por Cánovas, donde declaraba: «Sólo el restablecimiento de la Monarquía constitucionalpuede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a las crueles perturbaciones que experimentaEspaña.» El 29 de diciembre, adelantándose a todos los proyectos de los artífices políticos de laRestauración y ante sus tropas desplegadas en un olivar próximo a Sagunto, el general Martínez Camposproclamaba a Alfonso XII rey de España. Para el muchacho, que se encontraba en París pasando lasnavidades en familia, había llegado la tan ansiada hora del regreso.

Él sabía que estaba donde estaba debido a su pertenencia a una dinastía real. Pero no tuvo problema enafirmar: «He sido elegido y desig-nado por la Suprema Providencia.» Su futuro suegro Montpensier, queya le tenía perfectamente localizado, le organizó para celebrar tal evento una fiesta al mejor estilo delParís de la Belle Époque, con gran despliegue de champaña y chicas de cabaret. Parece que fue necesariaincluso la intervención de su propia madre para impedir que el fogoso participase en tan deseable sesión.

Por otra parte, no había tiempo que perder, mientras la guerra carlista continuaba desangrando al país. El14 de enero hacía su triunfal entrada en Madrid. Descendiendo por la calle de Alcalá en dirección alPalacio Real, venía ahora a ocupar su trono montando un brioso corcel blanco, entre el entusiasmo de lagente.

Ya a punto de desembocar en la Puerta del Sol, los estridentes vítores que no cesaba de lanzarle unpaisano que corría a su lado le hicieron inclinarse, para decirle: «Pero, hombre, ¡que se va a quedarusted ronco!», a lo que el entusiasta replicó: «¡Qué va! ¡Si me hubiera oído cuando echamos a la puta desu madre…!» Él había dicho muchas veces:

«Mi mayor placer sería estar a caballo asistiendo a batallas y batiéndo-258

Los reyes infieles

me yo mismo.» Un deseo que venía ahora a cumplirse y este «Rey Soldado» podía cumplir la deseadamisión. Desde aquel «Animoso»

Felipe V, era Alfonso el primer monarca español que intervenía personalmente en combate y en unaocasión estuvo incluso a punto de ser hecho prisionero por el enemigo.

Fue por esos días cuando sufrió su primera hemoptisis, que naturalmente se mantuvo en el más absolutode los secretos. De estas semanas de guerra, quedaría registrada en la memoria colectiva de los lugaresdonde anduvo su incontenible ansia de sexo y su simpatía y llaneza personales, que lo mismo le servíanpara confraternizar con la tropa rasa que para establecer fugaces encuentros con muchachas del lugar.

Cuando, a principios de 1876, se alcanzó el definitivo fin de la guerra, su pueblo le dio el sobrenombrede «El Pacificador».

«El Ángel» y «La Favorita»

Ahora,Alfonso era absolutamente dueño de su vida y podía dedicar sus horas de ocio a lo que más leapeteciera. Fue el primer rey

—y el último— que se proclamó liberal e impulsó una política de renovación lo más apartada posible deaquellos viejos usos que habían acabado provocando la Revolución de 1868. Gustaba de todo tipo deactos festivos, desde refinadas funciones de teatro y ópera hasta las verbenas populares y las máspedestres celebraciones de carnaval. Pero su propio carácter le impediría caer jamás en aquel chabacanopopulismo de muchos de sus antepasados, que suponía para unos cuantos uno de los rasgos máscaracterísticos de los Borbones.

Como era de suponer, lo precedía su fama de mujeriego, que no desmintió sino que fomentó con supropio quehacer. Sin abandonar sus obligaciones oficiales, se convirtió enseguida en asiduo cliente delos prostíbulos por donde aún debía deslizarse el maldito espíritu de su abuelo Fernando VII.Tambiéngustaba de acercarse nocturnamente a los entonces espesos pinares de los Altos de Chamartín, donde lalejanía y la soledad facilitaban furtivos y rápidos encuentros. Unas andan-zas que eran vistas por todoscon manifiesta simpatía y que contaban incluso con la complicidad con que la mentalidad tradicional veíaa un Alfonso XII. Romanticismo fatal

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hombre joven, atractivo y soltero disfrutando de todo ello. En plena época de auge del movimientoanarquista, especializado en la supresión directa de cabezas reinantes, Cánovas no dejaba de advertirlesobre el peligro de un atentado. Pero el tirón físico podía más, mientras que por otra parte no paraba derecibir cartitas de la prima Mercedes, que invocaba aquel encuentro navideño y esperaba verlo pronto.

Se ha repetido mucho una anécdota bien ilustrativa de aquel clima de simpatía del que siempre disfrutó.Habiéndose separado una noche de sus amigos tras agradable francachela, se extravió cuando trató dehallar el camino de regreso a palacio. No especifica el relato en qué estado se encontraba, pero lo cierto

es que decidió preguntar a un tran-seúnte. Éste, no solamente no se limitó a indicarle la forma de llegarhasta allí, sino que incluso le acompañó, quizá porque le vio algo vaci-lante en su paso, pero sin haberloreconocido. Una vez llegados ante la gran portada del Palacio de Oriente, el rey extendió la mano haciasu amable acompañante y le dijo, cortésmente: «Alfonso XII. Aquí, en Palacio me tiene usted.» Anteaquello, el buen hombre decidió seguir la corriente al supuesto bromista y le contestó, muy serio: «PíoIX. En el Vaticano, a su disposición.»

Alfonso veía ahora su matrimonio como una obligación inherente a su cargo, hacia el que tenía el másalto sentido de la responsabilidad.

De todas las mujeres que había conocido, la remilgada primita Mercedes era la que le parecía másadecuada para convertir en reina.Aunque no era del tipo de hembra de las que buscaba para su solaz,parece que le gustaba de verdad, quizá precisamente por la diferencia y la novedad.

Había tenido sin embargo que admitir que el gobierno gestionase otras posibles opciones matrimoniales,que con satisfacción fue viendo cómo no llegaban a buen puerto. Entre otras, destacaba la que se hizo enBélgica, pero la princesa disponible, Estefanía, era todavía demasiado joven. Esta pudibunda Estefaníaacabaría convirtiéndose en la desgraciada esposa de Rodolfo, aquel enigmático heredero de la Coronaaus-trohúngara, que terminó su vida con su amante en el nunca aclarado episodio del pabellón de caza deMayerling.

Quedaba así la «opción Mercedes» como la mejor salida y, a pesar de la oposición que suscitó, tanto porparte de la reina madre como por la de los muchos adversarios del controvertido Montpensier, la boda260

Los reyes infieles

fue aprobada por las Cortes, según ordenaba la Constitución. Isabel había dicho: «Contra la muchacha notengo nada, pero con ese Montpensier no transigiré nunca.» Pero Alfonso ya había dicho, tajante: «Jamásme casaré en contra de mi voluntad.»

Obtenida la dispensa papal, preceptiva por el hecho de ser los novios primos hermanos, la boda secelebró, entre el fervor popular, el 23 de enero de 1878. Parecía hacerse realidad un bello relato, muydel gusto del tardo Romanticismo que todavía aleteaba. Aquello parecía demostrar de la forma másbonita que, a pesar de todas las dificultades, el amor se alzaba incontenible y acababa venciendo y esoera muy del gusto popular. Como era de esperar, resultó muy notoria la ausencia de Isabel II en laceremonia de la boda, a la que había dicho que

«no iría ni atada».

Ello hizo que la abuela del novio, aquella gran rapiñadora María Cristina, se ofreciese a actuar comomadrina, aunque en el último momento un repentino soponcio le impidió hacerlo. Junto a los exultantessuegros Montpensier, actuó como padrino un satisfecho Francisco de Asís, «padre oficial» del novio. Porcierto, se encontraba entonces especialmente feliz, ya que el rey, «su hijo», acababa de conceder un títulonobiliario a «su fiel» Meneses. En algunas ocasiones ingenuo, el buen pueblo canturreaba:

Quieren hoy con más delirio

a su rey los españoles.

Pues por amor se ha casado,

como se casan los pobres.

Tres meses antes de aquellos enternecedores fastos, en la brillante rentrée del anterior otoño en el TeatroReal, era la celebrada ópera La Favorita de Donizetti la pieza que abría la temporada. Junto al grantenor Julián Gayarre actuaba la contralto Elena Sanz. El tema del libre-to era la pasión entre el reycastellano Alfonso XI y su amante, la hermosísima Leonor de Guzmán, que sería madre de nueve hijosbastardos, los Trastámara. El primogénito, Enrique, ocuparía el trono después de haber liquidado a suhermanastro Pedro el Cruel, legítimo rey. El hecho es que, en vísperas de su romántica boda, Alfonso sereencon-Alfonso XII. Romanticismo fatal

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traba —ya en circunstancias bien distintas— con aquella mujer que de jovencito le había deslumbrado enel colegio de Viena. El verborreico tribuno parlamentario Emilio Castelar describía a Elena con inflama-do verbo:

La color morena, los labios rojos, la dentadura blanca y la cabellera negra y reluciente como el azabache.La nariz remangada y abierta con una voluptuosidad infinita, el cuello carnoso y torneado a maravilla, lafrente amplia, como la de una divinidad egipcia, los ojos negros e insonda-bles, cual dos abismos quellevan a la muerte y al amor…

Cuando se concretó el matrimonio, el médico personal del rey le hizo una reflexión muy directa: «La vidaes larga y Su Majestad, muy joven. De modo que habrá sobrado tiempo para apurar el placer con mayorsosiego.» Naturalmente, estaba claro que Alfonso no le iba a hacer el menor caso. Sobre todo, si se tieneen cuenta que, sobre el escenario del Teatro Real y al lado del gran tenor Julián Gayarre, todas lasnoches ante los ricos y los aristócratas, que estaban al cabo de la calle de su liason real, Elena Sanzdesplegaba sus dotes de cantante en Il Trovatore, Lucrezia Borgia. Y, sobre todo en aquel papelprotagonista de Aida, que el gran Verdi había compuesto como soporte escénico para que Fernando deLesseps ofreciese a la emperatriz Eugenia la más inolvidable celebración de la inau-guración del Canalde Suez. Al finalizar la primera función, la exi-mia habría recibido en su camerino un hermoso ramo deflores con su correspondiente esquelita: «Por el recuerdo de un día en Viena, iré a verte mañana.»

A la hora de establecer una odiosa comparación entre las dos mujeres, no hay que decir que la claraperdedora era Merceditas, aquel retraí-

do «Ángel», «Carita de Cielo» de infantiles maneras, grandes pestañas y un cierto bozo sobre el labiosuperior y cuyo mayor encanto parecía estar en el acento sevillano que gustaba a quienes les hicieragracia.

En la correspondencia privada de un alto palaciego, se hablaba en los mismos días del matrimonio realde unas denominadas «éstas y las otras», con las que el rey mantenía una cierta relación estable e inclusose llegaba a citar de forma muy especial a la clasificada como «N». A esta señorita «N» el feliz maridohabía decidido expresamente seguir man-262

Los reyes infieles

teniéndola «en su servicio íntimo» después de aquella boda de cuento de hadas con la adorable prima.

El 26 de junio de aquel 1878, a los cinco meses de los tan celebrados esponsales, moría Mercedes y ellole permitía entrar por la puerta grande en la leyenda popular. Había sufrido un aborto y a él achaca-ronalgunas opiniones su rápido fin. Los diagnósticos nunca estuvieron muy claros, pero de hecho murió deunas fiebres tifoideas crónicas que padecía larvadamente desde la niñez.Tanto el magnífico esplendor delsevillano palacio de San Telmo como su extenso parque, que eran las delicias del ostentoso Montpensier,se surtían de pozos de agua conta-minada. Otros cinco hermanos de Mercedes morirían jóvenes poraquella misma causa. Mientras, nacían los melifluos romancillos de lágrima fácil, que aquel fugaz pasopor matrimonio y trono suscitaban: Los faroles de Palacio

ya no quieren alumbrar,

porque Mercedes se ha muerto

y luto quieren guardar.

Todo el mundo podía sacar algo de tan penoso suceso, y no faltó algún destacado político que afirmasemelodramáticamente ante las Cortes: «Ayer celebramos sus bodas. Hoy lloramos su muerte.» La rápi-dadescomposición del cadáver de Mercedes hizo nacer y difundirse inmediatamente el siempre atrayenterumor de que en los más altos niveles se había llevado a cabo un envenenamiento.A quien se señalabadirectamente como autora del posible acto era la infanta Isabel, hermana mayor de Alfonso, la autoritariay populista «Chata», que seguía siendo princesa de Asturias, que no debía estar muy de acuerdo converse apartada por la nueva soberana de su papel dominante en la Corte.

Entre tan sabrosos rumores, el enterramiento de la efímera reina en la zona dedicada a los Infantes delMonasterio de El Escorial desde un principio fue considerado provisional, ya que, animado por lasgrandes muestras de aprecio recibidas en su desgracia, el acongojado viudo decidió elevarle nada menosque una verdadera catedral, donde pasar de la mejor manera su eterno descanso. Las obras de la quesería catedral de La Almudena comenzaron de inmediato, frente al patio de la Armería Alfonso XII.Romanticismo fatal

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del Palacio de Oriente, pero acabarían eternizándose debido a múltiples circunstancias. Iba a tener quellegar el mes de noviembre del año 2000 para que finalmente fuesen depositados en el interior delflamante y tan insólito edificio los restos de aquella soberana de romance, que se hallan bajo unainscripción muy apropiada a toda aquella historia:

«María de las Mercedes, de Alfonso XII Dulcísima Esposa.»

Como había sucedido con otra fugaz existencia en los ámbitos de palacio, al igual que en el caso de aquelefímero rey Luis I, también había en el pasado de Mercedes un episodio protagonizado por una agoreragitana. Se contaba que, junto a las verjas del palacio de San Telmo, la anciana habría descubierto en lasrayas de la mano de la niña una corona de reina y le había anunciado: «Por la gracia de tus bondades ypor la bondad de tus gracias, un rey se postrará de rodillas a tus pies.» Junto a esto, otra visión la habría

aterrado y habría huido de allí sin querer confesar lo que había visto.

Volviendo al supuestamente inconsolable viudo, después del disgusto y la consabida pena, que pasó en lasoledad del palacio de Riofrío, Alfonso no tardó en recuperar la normalidad, retornando a sus tareas ycostumbres habituales. Junto a esto, superó con suerte dos atentados y salvó la vida en un peligrosoaccidente en la sierra. Pero de hecho, de aquella conyugal pérdida se recuperó muy pronto. Por eso,cuando pocos meses después, en los velazqueños atardeceres de Madrid, los niños jugaban en la Plaza deOriente, cantando aquello de

¿Dónde vas,Alfonso XII?

¿Dónde vas, triste de ti?

Voy en busca de Mercedes,

que ayer tarde no la vi […]

todavía muy pocos sabían que a donde iba el rey cada día era a la suntuosa mansión que, en la cercanaCuesta de Santo Domingo, acababa de ponerle a Elena Sanz. Parece que ya en aquel mismo agostoaquellas relaciones se estabilizaron. Existe una carta dirigida a ella por el preocupado mayordomo delrey en la que, tras el accidente serrano, le hacía sus sugerencias de lo más expresivo: «Le ruego, señoramía, le encargue, por Dios, no haga ningún esfuerzo […], pues de hacer ensa-264

Los reyes infieles

yos podría quedar mal. Dígaselo usted, por Dios, que a usted le hará caso…»

Ella había aceptado retirarse de los escenarios para dedicarse solamente a él. En adecuadacontraprestación, Alfonso le pasaba una pensión, que de hecho era de mucha menor cuantía que loshonorarios que ella podía seguir ganando en escena. Pero, a pesar de estos pelillos pecuniarios tanmolestos, la relación debía ser suficientemente satisfactoria para los dos y Alfonso tenía claro que elnuevo matrimonio que debía contraer no le iba a obligar a dejar de ver a la mujer con la que por entoncesse encontraba a plena satisfacción.

Benito Pérez Galdós escribió acerca de Elena Sanz: «Guapetona ella, de enormes ojos fulgurantes,metida en enjundiosas carnes, espléndida en hechuras y muy bien plantada...» Jacinto Benavente, hijo delmédico que curó la difteria a uno de los dos pequeños bastardos reales que tuvieron, estaba mucho menosinteresado en la descripción de las anatomías femeninas y la describiría destacando otros valores: «Erauna mujer inteligente y simpatiquísima.»

El nuevo matrimonio que empezaron a prepararle de inmediato a Alfonso tenía como fin exclusivo eldotar a la Corona de herederos y, con las cosas así de claras, el rey no se preocupaba de ello.Disfrutando de la estabilidad que le proporcionaba la Sanz y, paralelamente, sin renunciar a susfrecuentes y tan satisfactorias escapadas,Alfonso dejaba en manos de otros la cuestión de buscarle novia.Como se ha visto, un viejo rasgo familiar conocido de varios de sus ancestros. Cuando le hablaron de unaescasamente agraciada archiduquesa de Austria, que tocaba muy bien el piano y poseía una ampliacultura, lo único que fríamente le escribió al embajador español en Viena fue: Vaya usted a ver cómo es.No pretendo que sea de una extraordinaria hermosura. Básteme que sea agradable y de noble aspecto.

Pero lo que sobre todo deseo es que sea discreta y bien educada. Averigüe usted todo esto y escríbame amí directamente todo lo que haya observado.

Ella era María Cristina de Habsburgo-Lorena, hija de nada acaudalados archiduques, pero primos, esosí, del mismo emperador Francisco José. Con esta elección se evitaba la peligrosísima práctica deuniones entre parientes consanguíneos cercanos, que tan desastrosos efectos Alfonso XII. Romanticismofatal

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había tenido en el pasado. La elegida era un año más joven que su prometido y su familia vivía en supropiedad rural en Bohemia, al pie de los Cárpatos. Por su estricto carácter, el emperador la habíanombrado abadesa del Imperial y Noble Convento Teresiano del Palacio Real de Praga, que albergaba auna treintena de nobles canonesas, muchachas aristócratas de familias venidas a menos y condenadas auna obligada soltería. En España, aquellas informaciones sobre su vida habían dado lugar a confusioneserróneas y la gente comentaba, entre la natural rechifla, que el rey —con la fama que tenía— iba a acabarcasándose nada menos que con una monja.Y, para más inri, al anunciarse que había nacido en Bohemiahabía corrido la voz de que era gitana...

Un real apaño

Cuando los dos se vieron personalmente por vez primera, en la localidad balnearia francesa deArcachon, el ojo cazador de Alfonso solamente se posó en su futura suegra, la todavía apetitosaarchiduquesa Isabel, hasta el punto de comentar a sus acompañantes: «Lástima que, gustándome más lamadre, tenga que casarme con la hija…» Y decían también que había añadido, relamiéndose de un gustoque ahí se iba a quedar: «La madre es una señora madre.» En cualquier caso, siguió resignado elprograma previsto de casarse con aquella a la que muchos aduladores de primera hora consideraban yacomo «la princesa más completa de nuestros días y la más adecuada para ceñir la corona de España».

Corría la leyenda de que, para olvidar el dolor de la pérdida de aquella «dulcísima esposa», el rey sehabía lanzado a una desenfrenada carrera de eventuales amoríos «con cantantes y vividoras». Un nuevocompromiso parecía ser la solución a tamaño desarreglo, sobre todo considerando a la elegida, un temaque los periódicos vieneses, adecuadamente trabajados por el embajador de España, trataban: «El amorahuyenta la tristeza del Palacio Real de Madrid... El Rey, triste y solo, está impaciente por recibir a labella princesa...» Pues bien, ni amor, ni tristeza, ni soledad y, ni mucho menos, bella princesa.

A Alfonso le tenía absolutamente sin cuidado que ella hablase varios idiomas y que tuvieseconocimientos de filosofía y de economía. Había 266

Los reyes infieles

puesto para la elección unas mínimas condiciones que María Cristina cumplía y punto. El resto de latarea consistía en fecundarla lo antes posible para que diese descendientes a la familia. Nada más.Cuando algún íntimo le recriminó su promiscuo comportamiento, al liberal Alfonso le salió una vetafeudal y exclamó: «¿Cuándo has visto a un rey sin amantes? ¡Eso da tono a la monarquía!» Sobre todoeste asunto, Cánovas, el arquitecto de la Restauración, se expresaba de la forma más pedestre: «Como nose case con ésta, lo tenemos de amante perpetuo de cantantes o de busconas y con un ejército debastardos lloriquean-do a las puertas de Palacio.»

La estricta y envarada novia se encontró en París con su futura suegra. La joven estaba sin duda alcorriente de la trayectoria personal de Isabel y es lógico pensar que le produjese una mezcla de horror yrechazo.Y, a pesar de las apariencias de cordialidad, se produjo allí un inmediato desencuentro que iba amantenerse ya siempre. Por su parte, la ex reina nunca se privaba de referirse a su apreciada Elena Sanzcomo

«mi nuera ante Dios».

La boda tuvo lugar el 29 de noviembre de 1879, en la basílica de Atocha.Y, como en esta ocasión síasistía Isabel, fue Francisco de Asís el que decidió no hacer acto de presencia. Pocas semanas después,en enero de 1880, Elena Sanz daba a luz en París a un hijo que se llamaría Fernando. Con el nacimientodel que era su primer nieto, Isabel mostraba todo su alborozo y la «nuera ante Dios» ascendía decategoría para convertirse en la muy querida «madre de mis nietos». Al niño se le inscribió con elapellido Sanz y Martínez de Arrizala, hijo de madre viuda.

María Cristina se tomó muy en serio sus nuevas tareas y, antes que nada, se propuso aprender castellano.Su burlón marido disfrutaba haciéndole aprender las más gruesas palabrotas y expresiones groseras quele hacía repetir en las ocasiones menos apropiadas sin que ella supiera el significado. Demostraba lamejor voluntad interesándose por todo, menos por las corridas de toros, que la dejaron absolutamentehorrorizada. Lo mismo sucedería con sucesivas princesas importadas del extranjero.Alfonso ni semolestaba en ocultar que todos aquellos esfuerzos le traían completamente al fresco.

Por obligación dinástica, cumplía sus deberes matrimoniales y con ello su parte del acuerdo. Solamenteesperaba que ella hiciese lo mis-Alfonso XII. Romanticismo fatal

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mo, aportando herederos, a ser posible varones. Al hacerse público el embarazo de la reina, la digna ydelicada Elena marchó a París, sin despedirse siquiera de su amante y, quizá decidida a reanudar subrillante carrera tras aquel paréntesis. Cuando, en septiembre de 1880 vino al mundo el primer hijo de lareal pareja, se extendió la decepción general al comprobarse que era una niña.

En su particular campaña de agradar al esquivo marido, María Cristina insistió en bautizar a la infantacon el nombre de Mercedes. Lo cierto es que tan manifiesto intento de congraciarse con todos noconsiguió convencer a nadie y mucho menos a Alfonso. En febrero de 1881 nacía Alfonso, el segundohijo del rey y Elena Sanz. Ahora, con la ex cantante vivían estos dos niños, además de uno algo mayor,Jaime, producto de una relación anterior.

A fines de 1882, se produjo la nueva decepción del nacimiento de otra niña, María Teresa. Naturalmente,María Cristina habría sido detalladamente informada de la satisfactoria relación paralela que el rey teníay sabría del sucesivo nacimiento de los dos varones.

Perdidamente enamorada de un marido que la ignoraba, a los naturales celos añadía el directo ataque quea su cerrada moralidad lanzaba aquella adúltera situación. Almas caritativas le enviaban una y otra vezexplícitos anónimos, que describían con todo lujo de detalles aspectos muy íntimos de lo que sedesarrollaba en la tan cercana mansión de su rival, en la Cuesta de Santo Domingo, a tan pocos pasos delPalacio Real.

Otro clavo de la particular crucifixión moral de María Cristina venía dado por su pasión por la música.Durante la temporada, asistía al Teatro Real prácticamente a diario; desde su palco, debía soportar todaslas miradas y comentarios que suscitaba la presencia en escena de alguna de aquellas cantantes de las quese afirmaba que saciaban la voracidad de su marido. En el interior de la austriaca, junto a unos terriblescelos, fueron creciendo unas furibundas ansias de venganza.Veía en el duque de Sesto, viejo amigo delrey y gran protector de la familia real en el exilio, el principal culpable del permanente desvío de sumarido. No quería admitir que su desinterés por ella no provenía de cualquier otra presencia o aventurafemenina, sino de los mismos orígenes pactados de su matrimonio.

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Los reyes infieles

En la última etapa de su corta vida,Alfonso ya no confiaba en la llegada de un hijo varón y, por lo tanto,su esposa había dejado de interesarle por completo.Vivió así sus últimos años lanzado a su desquiciadofrenesí erótico que mermó su frágil salud irreversiblemente. Cuando ya la relación con Elena Sanzpasaba por momentos de desapasionada tranquilidad, reapareció una vieja historia, la también cantantede ópera Adela Borghi, a la que llamaban la Biondina, por el color de su pelo y por el personaje de unaópera de Meyerbeer que representaba en el Real. Pero su affaire con el rey no fue tan sosegado ydiscreto como el mantenido con Elena. La Borghi era poco inteligente y caprichosa, además deexhibicionista de aquella pasión de la que tanto esperaba obtener.

No tardó en exigir a Alfonso una sustanciosa pensión vitalicia, bajo el concepto oficial de «protección alarte». Llegó a enfrentarse con el primer ministro Sagasta, amenazando con el gran escándalo que searmaría si tirase de la manta y lo contase todo. A mediados de 1883, marchó María Cristinainesperadamente a Viena y corrió el rumor de que, en un violento estallido de cólera, había exclamado,ella tan discreta y educada, refiriéndose a lo que ya estaba en boca de todos: «¡Si no expulsan del país aesa cualquiera, la que se marcha soy yo!» Otras versiones mejoraban la escena y apuntaban que elcalificativo que había regalado a aquella «rival» fue otro, bastante más breve y contundente, aunque bienchocante en tan estricta boca.

Intervinieron entonces todas las mujeres de la familia y los poderes políticos y la reina acabó regresando,pero el ansioso Alfonso, a medida que su tuberculosis progresaba, redoblaba su incesante búsqueda denuevos alicientes eróticos, además de continuar con la Biondina.

Finalmente, fue Sagasta quien acabó solucionando el molesto «problema Borghi» de la forma más clásicay expeditiva. Ordenó al gobernador civil de Madrid, José de Elduayen, que la pusiese sin más en el tren,camino de la frontera, después de haberla conducido en su propio automóvil hasta la estación.Alfonsonunca le perdonaría a Elduayen que le privase de tan conflictiva pero satisfactoria amante. Ellaregresaría más adelante para actuar en el Real y se dijo que la historia siguió funcionando hasta la muertedel rey.

Paralelamente, aquel verdadero bulímico del sexo mantenía otras relaciones, si bien menos notorias,como la que le unió por un tiempo a Alfonso XII. Romanticismo fatal

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una dama de nombre Blanca de Escosura, hija de un ministro liberal pero, sobre todo, nieta del gran

poeta romántico Espronceda. Ella vivía en un coqueto hotelito de los inicios de la Castellana, próximo alque había ocupado aquella «Dama de las Patillas» del voraz Amadeo. Allí organizaba la bella unasveladas literarias a las que acudía frecuente-mente Alfonso. Pero, junto a estos «amores aceptables», pordecirlo de algún modo, nunca abandonaría él su querencia por el encuentro rápi-do con mujeres de todacondición social.Al igual que le sucedería a su hijo, este Alfonso siempre demostró tener una manga muyancha y ser

«caballo de buena boca» en sus actividades sexuales.

Virtudes y venganzas

Pero cada vez estaba peor y los agotadores episodios de hemoptisis se sucedían con mayor frecuencia.Yya no podía moverse sin el gran pañuelo rojo que para paliar visualmente tales urgencias llevaba metidoen el zapato o la bota. En las tabernas se oían abiertamente expresiones tales como: «El Rey está hechopolvo de tanto joder.» Se habló incluso de una conocida aristócrata que, a pesar de desearlo, se negó amantener un encuentro íntimo con él, temerosa del posible contagio.

En el verano de 1885, acompañado solamente de un ayudante, hizo un viaje secreto a Aranjuez, uno delos focos de la epidemia de cólera que asolaba el país. Cuando regresó por la tarde a Madrid, de vueltade la que se calificó de «su última bravuconada», una gran multitud lo acla-maba en la Estación deAtocha. Apenas pudo ocultar las sacudidas de un fuerte vómito de sangre. Se decidió su traslado al mássaludable palacio de El Pardo. Pero él, cada vez que se sentía algo mejor, huía a Madrid y noprecisamente para atender asuntos de gobierno. Pero cuando llegó el otoño aquello también se acabó. Apesar de lo dramático de la situación, María Cristina debía sentirse feliz porque ahora, atado a su lechode enfermo terminal, le tenía sólo para ella, fuera del alcance de cualquier otra.

Y de pronto, para sorpresa de todos, anunció ella que estaba nuevamente embarazada. En la visita que lehizo por entonces un viejo amigo,Alfonso le comentó, sin entusiasmo alguno: «¡Quién lo habría pen-270

Los reyes infieles

sado! ¡Ya había perdido completamente la esperanza de tener hijos…!»

Y, mirando hacia un pasado muy próximo, hacía por vez primera una especie de examen de conciencia:

Pensaba que era físicamente muy fuerte. […] He quemado la vela por los dos extremos. He descubiertodemasiado tarde que no es posible trabajar durante todo el día y divertirse durante toda la noche…

En medio de aquel final que no acababa, volvía a encenderse la luz de la esperanza en el tan deseadonacimiento de un varón como necesario refuerzo a la estabilidad de la institución monárquica. Los dosmás poderosos políticos, el conservador Cánovas y el liberal Sagasta, acor-daban por el Pacto del Pardoel mantenimiento del sistema, asegurándolo mediante el establecimiento del turno pacífico de gobiernoentre los dos partidos.

Los responsables políticos habían decidido que María Cristina y su suegra Isabel, que estaba en Madrida la espera de los acontecimientos, hiciesen una vida lo más normal posible. La noche en que se produjoel anunciado desenlace, estaban las dos en el palco real de la Ópera cuando se les comunicó que aquelloestaba a punto de culminar. Una encolerizada Isabel exclamó: «¡Le dejan morir solo, como a un perro!»Y así, en la mañana del 25 de noviembre de 1885, expiraba Alfonso XII, cuando le faltaban tres días paracumplir los veintiocho años. Una piadosa tradición asegura que, segundos antes de expirar, habíaexclamado, se supone que refiriéndose a la complicada situación en que quedaba el país: «¡Quéconflicto, Dios mío, qué conflicto!»

Según el historiador Claudio Sánchez Albornoz, tan riguroso como poco abierto a la incierta anécdota,también el moribundo había tenido tiempo, fuerzas y humor para darle a su mujer algunasrecomendaciones ante la difícil coyuntura que la aguardaba tras su muerte.Así, le habría dicho:«Cristinita, no llores, que todo puede arreglarse en bien de nuestros hijos y de España. Guarda el coño, y

de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas.» Provocadores genio y figura ante la que seguramenteestaba preparando sus tocas de triste pero ya tranquila viuda.

«Doña Virtudes», como la llamaban en un sentido o en otro amigos y enemigos, solamente prestójuramento como regente una vez hubo Alfonso XII. Romanticismo fatal

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confirmado ante el jefe del Gobierno que, efectivamente, se hallaba embarazada.Ya solamente se pensabaahora en el ansiado varón que pudiera nacer al cabo de seis meses. Pero, por encima de penas, lutos yllantos, la dulce hora de la venganza había llegado para la rencorosa viuda, que no perdió tiempo enactuar de la forma más directa contra aquellos a quienes consideraba los mayores responsables de susmales.Alfonso le había estado devolviendo en pagos fraccionados al duque de Sesto las grandescantidades de dinero que éste le había ido prestando durante el exilio. Ahora, la regente le exigió de malamanera cuentas por las cantidades que había ido recuperando y que en ningún caso llegaban a ser ni unapequeña parte de lo que él había desembolsado. Ofendido, el aristócrata actuó como un verdadero granseñor y le presentó el inventario de todos sus bienes, para que ella eligiera lo que quisiera comocompensación equivalente a aquellas parciales restituciones.

La estricta no se privó y decidió quedarse con el ducado de Sesto, título y tierras del sur de Italia, unaantigua propiedad de la familia.

Mucho después, la perfecta «Doña Virtudes» vendió muy ventajosa-mente hacienda y título obtenidos deforma tan mezquina como irregular. A anotar el hecho de que ordenó que los suculentos beneficiosobtenidos por esa venta no pasaron a engrosar el patrimonio de la Corona, sino el suyo particular.

Paralelamente y sin perder un minuto, «todavía con el cadáver caliente», como suele decirse, se lanzó laregente sobre la odiada rival y anuló la pensión que Elena Sanz percibía. Ésta, que no se debiósorprender ante una reacción que sin duda esperaba, contrató a un abogado para que defendieselegalmente sus intereses.Y ciertamente no podía elegir mejor: se trataba de Nicolás Salmerón, quienfuera primer man-datario de la I República y persona de la más acreditada integridad.

Éste propuso entonces a palacio un acuerdo económico a cambio de no hacer público el contenido de másde un centenar de cartas de Alfonso, las cuales no dejaban absolutamente ninguna duda sobre lapaternidad de los dos niños de Elena.A un diario parisino, Elena declaraba: «Bastardos o no bastardos,son mis hijos y estoy en el deber de resguardar su porvenir.»

Ante tan peligrosa eventualidad, los responsables de las finanzas palaciegas terminaron porcomprometerse a pagar una elevada cantidad 272

Los reyes infieles

—unos dos millones y medio de los actuales euros— a cambio de las tales cartas y por la expresarenuncia a cualquier petición legal de reconocimiento de paternidad. Las cartas se entregaron tras unprimer pago que suponía un tercio del total; se pactó que con el resto se crearía un fondo, del que los doschicos podrían disponer a la llegada a su mayoría de edad. Elena Sanz murió en Francia, en 1898. Nadamás producirse el fallecimiento, varios funcionarios de la embajada española se presentaron en su casa yse llevaron de allí, sin que se levantase acta o se efectuase inventario alguno, una serie de objetos, joyas

y documentos varios, entre ellos la partida de nacimiento del hijo pequeño, nacido en Madrid.

En 1903, cuando los dos hermanos, Fernando y Alfonso, hubieron cumplido la mayoría de edad, pudieroncomprobar que de aquel depó-

sito nada quedaba. Fuese por la quiebra del establecimiento donde se había efectuado, por mala gestión yadelantos realizados o —lo que parece muy posible— por voluntario incumplimiento del contrato porparte de palacio, todo había volado. Al cumplir los veinticinco años, Fernando, a cambio de un montoigual a la mitad de aquel capital, renunció a cualquier ulterior reclamación. Por el contrario, Alfonso,considerándose estafado, presentó en 1907 una demanda judicial de reconocimiento de paternidad, conlos efectos económicos de ella derivados. Afirmaba conservar algunas de aquellas tan perseguidascartas, que no habrían sido entregadas por su madre.

El joven Alfonso XIII, ya reinante, no fue citado como testigo en la causa, ya que la ley le situaba —comositúa al actual monarca español—

por encima de las siempre desagradables eventualidades que puede tener el enfrentarse a la Justicia. Perosí acabó declarando ante el juez su madre.

En esta nueva ocasión, María Cristina volvió a demostrar su férreo tem-ple y tuvo el cínico aplomo deasegurar, bajo juramento, que jamás había tenido noticia de la existencia de una relaciónextramatrimonial de su difunto marido... Ciertamente, el enfrentarse a «Doña Virtudes»

tenía sus riesgos.

El Tribunal Supremo actuó como cabía esperar en tan espinoso tema y desestimó la solicitud depaternidad, a pesar de las pruebas presentadas. La prensa de la época incluyó, como también debíasuponerse, muy reducidas y discretas referencias a este caso, en el que una resolución Alfonso XII.Romanticismo fatal

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judicial se basaba en la Constitución vigente, para negar la posibilidad legal de existencia de hijos«naturales» del rey. Los hijos de la Sanz resultaban, de esta forma, inexistentes.

Fernando se quedó en París y, trabajando como mecánico, llegaría a convertirse en un prósperocomerciante de automóviles. Falleció, a avanzada edad, en 1970. El menor,Alfonso, tenía un granparecido físi-co con su padre, que él hacía todo lo posible por subrayar, ostentando al igual que él unasgrandes patillas que ya no eran más que polvorienta sombra de otra época. Hasta su muerte vivió enMadrid y acostum-braba a pasear, al caer la tarde y seguido por un criado, por las calles y plazaspróximas al Palacio Real y a la Plaza de Oriente. Convertido en presencia habitual para los vecinos delcentro de la capital, conseguía causar la sorpresa de quienes lo veían por vez primera, que creíanencontrarse ante el mismísimo fantasma del rey romántico durante alguno de sus paseos nocturnos. Muriótan particular personaje en el año 1922.

XVIII

LA ANSIOSA BÚSQUEDA DE ALFONSO XIII

LA CARAMBOLA PÓSTUMA de Alfonso funcionó y,el 17 de mayo de 1886, nacía el tan anheladovarón, que fue proclamado rey ese mismo día. Su difunto padre había apuntado que le hubiera gustadoque, si nacía un niño, se llamase Fernando. Por lo visto, tan histórico nombre debía de atraerle, ya quecon él se había bautizado al mayor de los dos vástagos que había tenido con Elena Sanz… Lo cierto esque hubo un cambio «democrático», en circunstancias que la infanta Eulalia recordaría con mucho énfasisen sus Memorias: Madrid entero está entusiasmado. Quieren que el niño se llame Alfonso en vez deFernando.Todo el mundo viene pidiéndolo a Palacio... Dicen que XIII no tiene nada que ver, que el Papatiene también ese núme-ro y no le ha traído desgracia.Además, León XIII es el padrino del niño y 13 es unnúmero de suerte…

Creció el pequeño rey en un ambiente asfixiante, integrado casi exclusivamente por mujeres entregadas asu adoración y a complacer hasta su más mínimo y estúpido capricho. Resulta sorprendente, en esteaspecto, la falta de inteligencia de su madre, que por otra parte sabía hacer uso de ella en cuestionesmucho menos importantes. Las permanentes adulaciones cortesanas moldeaban negativamente y demanera irreversible la formación del pequeño rey, que acabó desarrollando un carácter caprichoso, débily voluble que mantendría hasta el final de su vida. Desde sus primeros años tomó conciencia de ser «elmás importante» y, con ello, de poder ordenar lo que quisiera sin que nadie rechistase.

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Los reyes infieles

En este sentido, acaso la más nefasta influencia para él fuese de aquella tía abuela suya, la infanta Isabel,«La Chata», que había heredado de su madre, Isabel II, unos aparentes campechanía y populismo que —rasgo muy característico de la familia Borbón— ocultaban la mayor altanería y orgullo de casta. Unperverso ambiente para la formación de un niño, en el que esta «Chata», que fue justamente calificada de«digna nieta de Fernando VII» imponía una máxima como principio inapelable: «Hay que hacer cuanto elRey mande.»

De haber vivido el padre, la formación de Alfonso habría sido sin duda muy diferente y de esto la regenteno podía dejar de tener clara conciencia. Pero, en su cerrazón, mandaban sobre todo las formas másdirectas y menos elaboradas. Por ejemplo, se habló mucho de que, en el año 1898, al tener noticia de lafirma de los tratados que dejaban a España sin colonias, cerró con llave la tapa de su amado piano y yanunca más volvió a abrirlo, prohibiéndose de esta forma a sí misma el disfrute del que era su mayordeleite. Un ejemplo de espartana e inútil virtud, que la austriaca debía considerar valioso para algo oante alguien.

El clima reinante en palacio no podía resultar peor para la adecuada formación de un muchacho, siempredominado por la acción de mujeres mayores y preceptores absolutamente ignorantes de los nuevosmétodos educativos, a los que se resistían con todas sus fuerzas. Un cargado ambiente poblado por viejasarpías, del que fue buena descripción el comentario de un embajador de Marruecos que, a la salida de suprimera audiencia real, afirmó, displicente: «El palacio es magnífico, pero el harén parece muyavejentado...»

En mayo de 1902, al cumplir los dieciséis años,Alfonso comenzó su reinado efectivo. A partir de losprimeros momentos, el joven monarca justificó todos los temores que sobre él se tenían. En abiertaoposición al respeto que por la Constitución había mostrado su padre,Alfonso XIII no ocultaba que sesentía por encima de esta norma suprema. Para él, su naturaleza de rey y su profundo patriotismo le

situaban más allá de cualquier límite legal. En el primer Consejo de Ministros que presidió, el impetuosojoven se vio obligado a oír una clara advertencia: cualquier decisión del rey que no llevase el refrendode sus ministros no tendría validez legal alguna. Sin embargo, en la nueva etapa, el inter-vencionismo dela Corona en las cuestiones de gobierno de la Nación La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 277

resultaría abierto y desatado. Principiaba así un panorama definido por las interminables fricciones y lassospechas de corrupción y amiguis-mo, absolutamente nefastas para la estabilidad de la que tannecesitado estaba el país y que acabarían por arrastrar con toda lógica a la propia monarquía.

No tardó, por otra parte, en hablarse abiertamente de las precoces aventuras galantes del muchacho, quevenía a reproducir las de su padre, del que demostraba haber heredado una especial atracción por lasdamas de la escena. Parecía, pues, llegado el momento de buscarle una esposa, pero cuando una comisiónparlamentaria le indicó la necesidad de tomar una decisión a este respecto, él respondió altivamente queúnicamente se casaría por amor. El niño malcriado iba a hacer lo que le viniera en gana, que para eso erael rey.

Hacia 1905, cuando alcanzó la edad adecuada y se pasó a tratar de su matrimonio de una forma másconcreta, de entre todas las opciones posibles, una vinculación a la familia real inglesa aparecía como lamejor y a ello se encaminaron las gestiones. La ex emperatriz Eugenia y su sobrino, el muy anglófiloduque de Alba, tuvieron un importante papel en todas estas maniobras. Se decía que la hermana de Alba,la duquesa de Santoña, había tenido el especial privilegio de ser elegida para que iniciase al jovenAlfonso en lo que entonces se llamaba «secretos de la vida». Una iniciación que, según los testimoniosexistentes, debió producirse en un coche cerrado, teniendo a los montes de El Pardo como adecuado yborbónico telón de fondo. Iniciación aristocrática, que poco tenía que ver con lo que también secomentaba, acerca de que había sido en La Granja donde la decidida hija de un edil de Segovia, conabuelo antiguo alabardero de Isabel II, habría sido la que, en un almiar, había hecho entrar a Alfonso enel mundo del sexo.

Las cancillerías europeas no cesaban de enviar a Madrid nombres de princesas propias como posiblescandidatas a ser reina de España, como expresaba un cortesano, «con el noble propósito de acabar con lapoco edificante soltería del joven soberano». El niño mimado se pasaba la vida entre cacerías yautomóviles, que le apasionaban, aparte de las juergas con sus amigotes y el disfrute de todas lasposibilidades que le ofrecía el nuevo invento del cinematógrafo. Buen disfrutador y colec-cionista depelículas pornográficas, llegaría incluso a sugerirle a más de 278

Los reyes infieles

un realizador de la época posibles temas de esta naturaleza que llevar a la pantalla. Su historia con JulitaFons, la estrella de la obra El conde de Luxemburgo, que se representaba en el teatro Eslava no era paraentonces un secreto para nadie. Del camerino inicial, los encuentros habían pasado a un agradable pisoque él le puso. Más aún, protestas hubo cuando en el Arco de San Ginés fueron derribados una fuente y unurinario público para que, desde la calle del Arenal, un nuevo portón permitiese el acceso directo delcoche del rey hasta el interior del teatro, del que era cliente asiduo.

Mientras, él, fiel a su carácter, solía de vez en cuando preguntar, burlón, al jefe del Gobierno: «¿Conquién me habéis casado hoy?» En mayo de 1905 Alfonso visitaba París y sus querencias por lo militar lellevaron a visitar la tumba de Napoleón en Los Inválidos.A la salida de una brillante gala en la Ópera, unanarquista le lanzó una bomba. El mag-nicidio fracasó, pero le permitió al rey pronunciar aquella

chulesca salida que se difundió como espléndida prueba de su valor personal: «Son gajes del oficio...»En aquellos mismos días, Miguel de Unamuno escribía sobre Alfonso:

Está muy militarizado, a la gente le va haciendo muy poca gracia el que ande siempre de uniforme decapitán general... Cada día se espera en España menos de él. No le interesa nada de verdad, y no es sinoun mozo de sociedad, de buen trato y francas maneras, pero sin ideales de ninguna clase.Además, lagazmoñería de su madre, la insoportable austriaca, ha dejado en él mucho más rastro de lo que parece...

A continuación, en Londres fue adecuadamente agasajado por el rey Eduardo VII, aquel bon vivant quedurante tantos años había paseado y hecho célebre por todo el mundo su título de príncipe de Gales,como sinónimo de desenvuelta elegancia y desenfreno de altos vuelos. Se había hablado de un posiblecompromiso con la princesa Victoria Patricia, nieta de la reina Victoria y sobrina del monarca. Perotodas las dotes de seductor que a Alfonso tanto le servían en Madrid, se demos-traron ineficaces paradespertar el interés de la fría inglesa. Sin embargo, la flauta sonó por otro lado y se encontró con labelleza rubia de Victoria Eugenia de Battenberg. Familiarmente llamada Ena, era otra de las muchasnietas de Victoria. Cuando lo vio, a ella no debió impre-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 279

sionarle mucho: «Muy delgado, muy meridional, muy alegre, muy simpático. Guapo no era, luego mejorómucho.»

En este año 1905 se sitúa el nacimiento del que aparece como el primer bastardo conocido de AlfonsoXIII. Se trata de Roger Leveque de Vilmorin, producto de una relación del rey con la aristocráticaseñorita Melanie de Gaufridy de Dortan. Sería un hijo extramatrimonial que fallecería llegado el año1980, sin haber reivindicado nunca su filiación.

A partir de aquel momento nació entre Alfonso y Ena una imparable correspondencia, mientras elentonces joven periódico monárquico ABC animaba desde la calle aquel posible enlace. Antes de quefinalizase el año, ya se habían comunicado las respectivas madres, tanto acerca del mutuo enamoramientode sus hijos como de la preparación de todo lo que había que organizar, que era mucho. Había un granescollo y era la diferencia de religión entre los novios. Para ser reina de España, Ena debía sustituir sureligión anglicana por la católica. Resignada a que en su país se la acusase de «desertora por interés»,ella se lanzó de lleno a lo que algunos prefirieron llamar, piadosamente, «conversión por amor». Laceremonia de su abjuración de la religión materna se celebró en el palacio de Miramar de San Sebastián,al más puro estilo inquisitorial de la «España Negra». Un acto que a ella le produjo un trauma que nuncalograría superar.

El 31 de mayo de 1906 se celebró la boda, en la madrileña iglesia de San Jerónimo el Real. Luego, losrecién casados se dieron un baño de multitudes.Ya casi al final de la Calle Mayor, cuando hacían elúltimo tramo de un entusiasta recorrido, los vítores y muestras de alegría se vieron sustituidos por unafuerte explosión, los desgarrados gritos de dolor de las víctimas y los de horror de los supervi-vientes.Desde un balcón, el anarquista Mateo Morral había lanzado una bomba envuelta en un ramo de flores.Murieron veintitrés personas y hubo más de un centenar de heridos.Victoria veía ensan-grentado suvestido de novia de aquel primer encuentro con los que ya eran sus súbditos. El comentario del rey, consu experiencia en tales cosas, fue: «Muchos son los que se casan a los veinte años, pero la verdad es quepocos podrán decir lo que yo: que se han casado el día en que han nacido…»

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Los reyes infieles

Historia de un desencuentro

En aquella pacata y anquilosada Corte,Victoria Eugenia fue intro-duciendo poco a poco nuevas formas devida. Comportamientos, vestidos y deportes aportaban una estética que chocaba de frente con la austera yrígida sobriedad de la avinagrada suegra. Por el momento, las relaciones entre ambas aparentaban sercordiales e incluso cariñosas, pero estaba claro que se detestaban profundamente. El 10 de mayo de1907, veintiún cañonazos anunciaron la venida al mundo de un varón, el esperado heredero, que fuebautizado con el nombre de Alfonso.

Muy pronto, iba a mostrar todos los síntomas de la hemofilia, enfermedad incurable por entonces pococonocida, definida por la dificultad de coagulación de la sangre, lo que provocaba hemorragias muyabundantes y en ocasiones imparables.

Se ha afirmado que Alfonso no estaba al corriente de que la entonces fatal enfermedad era una «herencia»familiar que aportaba su mujer y que por los mismos años sufría el heredero del zar de Rusia, tambiénproveniente de la familia alemana de su madre. Fuese así o no, a partir de entonces las relaciones en elinterior del matrimonio se enfriaron de forma irreversible. Siguieron, no obstante, cumpliendo con todassus obligaciones, desde la aportación de hijos hasta la presencia en actos y ocasiones varias.Aquellainicial felicidad apenas habría durado un año.

Todo lo demás no iba a ser más que una obligada coexistencia.

En 1908 nació Jaime, el segundo hijo. Pensando que padecía tuberculosis, a los cuatro años fue enviado auna clínica suiza y, a su regreso, por una afección de oídos se decidió efectuarle una doble trepanación.De resultas, quedó convertido en sordomudo. Al año siguiente nació Beatriz, una niña completamentesana, pero en 1910 otro infante, Fernando, apenas vivió el tiempo suficiente para ser bautizado. En 1911venía al mundo una niña sana, María Cristina. Está claro que, a pesar del enfriamiento conyugal, la realpareja seguía cumpliendo sus deberes para con el futuro de la dinastía y, en 1913, nacía Juan, sano comosus hermanas. Al año siguiente cerraba el conjunto el también hemofílico Gonzalo.

En la real pareja los papeles estaban muy bien delineados y, así, al lado de aquel simpático golfo que eraél, siempre aparecía la imagen La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 281

estirada y antipática de su mujer, «la pava real», como la llamaban los sevillanos, que demostraba que nose encontraba a gusto en España y no hacía nada por ocultarlo. En la calle los crecientes sentimientosanti-monárquicos encontraban en el secreto drama familiar de Alfonso y Victoria un buen filón paramanifestarse y se llegaron a difundir truculentas historias acerca de que niños y soldados eran asesinadossecretamente con el fin de extraerles sangre y órganos que le permitieran seguir viviendo al príncipe deAsturias.

Todo un horror doméstico que lanzaba a Victoria Eugenia a buscar cualquier tipo de compensaciones,tanto en largos y costosos viajes como recibiendo asiduas visitas de parientes y amigos ingleses, adqui-riendo objetos de uso de alta calidad, la compra de joyas —que constituía para ella una verdadera pasión— o la práctica de unos deportes, como el tenis, el golf y el polo, aquí apenas conocidos entonces porunos cuantos privilegiados. Su primera visión de una corrida de toros la había dejado absolutamentehorrorizada. Pero, dado que se veía obligada a presenciarlas de vez en cuando, unas gafas de cristalesnegros la convertían en temporal invidente.

A Alfonso, su debilidad de carácter lo arrastraba, por el contrario, en muchas ocasiones a episodios dedesesperación. Ni sus obligaciones oficiales ni sus amistades o aficiones parecían ser suficientes paracalmar una permanente ansiedad. Carente de inquietud intelectual, no le interesaban en absoluto ni laliteratura, ni la pintura, la música o el arte.

Solamente los caballos, la caza, los automóviles y la pornografía, aparte naturalmente la participación enmaniobras militares, cuando tanto disfrutaba jugando a ser el jefe supremo de sus soldados, vestido conlos brillantes uniformes que tanto amaba.

En la Corte madrileña, y a pesar de aquella bocanada de aire fresco que supuso la entrada de Victoria,seguían dominando los más añejos usos. Recuperaban su actividad las ya conocidas camarillaspalaciegas, como decisivos centros de poder y beneficio.Allí, los decadentes aristó-

cratas que se aferraban con uñas y dientes a su privilegiada posición, miraban con desprecio y envidia alos nuevos ricos: financieros, indus-triales y empresarios.Todos ellos formaban grupos de afanososintereses que medraban al calor de la Corona y que estaban actuando poco a poco en el proceso dedescrédito de la cada vez más cuestionada monarquía.

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Para entonces, los reyes estaban absolutamente distanciados y Alfonso se lanzaba ya con la más absolutalibertad a continuas aventuras, de las que todo el mundo hablaba y que, incluso, ganaban las simpatíasentre el pueblo. Había recuperado todo aquel populismo y campechanía clásicamente borbónicos de losque había huido su padre y que tan nefastos habían sido en el pasado y serían en el futuro. Pero, más alláde los severos ámbitos de los reales sitios, se agitaba muy activa «la otra vida» del rey. Para nadie eraun secreto que las aventuras extraconyugales de Alfonso habían experimentado un decidido incrementosin marcha atrás, paralelo a la evolución de la descomposición de su matrimonio.

Al igual que su padre, era él persona escasamente selectiva a la hora de elegir eventuales compañeras decama.Y su promiscua naturaleza le permitía con absoluta tranquilidad encontrar momentáneo disfrute conmujeres de un amplio arco social y de características físicas muy diferentes. Los llamados «amigos delrey», a los que naturalmente Victoria Eugenia odiaba de todo corazón, eran bien conocidos vividores dela aristocracia con los que compartía selectos clubs, participaba en cacerías, hacía frecuentes viajesprivados por el extranjero o comprobaba las altas velocidades que alcanzaban los nuevos automóviles.Yeran ellos quienes, debido a su mayor proximidad con el mundo real, le propi-ciaban todas aquellasincesantes presas galantes.

Alfonso en esto no se privaba de todo cuanto pudiera surgirle, hasta el punto de que una dama madrileñacargada de blasones familiares llegó a resumir con agudeza y humor lo que todos comentaban:«Acostarse con el rey se convirtió en una ambición distinguida y casi respetable.»

Cierto que algunas de las implicadas en estas historias recibían alguna forma de «especiales honores» ode directas recompensas pecuniarias, que de todo había. Pero también se difundían sabrosos testimoniosde variopintas mujeres, que aseguraban su más absoluto desinterés e incluso rotunda negativa a repetir laexperiencia «real» después de haberla catado. Quizá también aquí se volvía a poner de manifiesto que,como en cualquier toda compulsión, la bulimia erótica casi nunca es capaz de producir efectos de

suficiente calidad.Y la calidad volvía a verse perju-dicada en favor de la cantidad. Pero eso al ansiosoAlfonso no parecía importarle demasiado.

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Hijos extramatrimoniales reales o atribuidos tuvo en abundancia Alfonso XIII. De los primeros, se hacitado ya el que tuvo con la que decían era una bella y «moderna» francesa, en los mismos momentos enque un intenso intercambio de tarjetas postales definía su romántico noviazgo con la joven Ena.Yacasado, se llegó a decir que, haciendo gala del más absoluto desparpajo y caradura, no teníainconveniente alguno en invitar a aquella señorita a merendar a palacio, donde era recibida por unaamable joven esposa que, por el momento, nada sabía de aquella relación. En el año 1916 se sitúa elnacimiento de Juana Alfonsa Milán y Quiñones de León, hija tenida con Beatrice Noon, una de lascriadas irlandesas que Victoria se había traído de Londres.

Cuando ésta se enteró de la historia, indignada y humillada, expulsó inmediatamente de palacio a la infielpecadora. De esta hija, a la que su padre protegió a distancia y a la que legó una importante cantidad dedinero, hay constancia de que en fechas relativamente recientes residía en las proximidades de Madrid yde que tenía descendencia.

A pesar de la extrema rigidez de su carácter y de sus principios morales, María Cristina era para elcrápula la más comprensiva de las madres.

Mimado hasta el empalago, le admitía cualquier cosa que pudiera hacer, por cuestionable que fuese:siempre estaba dispuesta a dar su aprobación o su cómplice silencio a las locuras o a las estupideces desu tan querido hijo. Está claro que se encontraba puntualmente informada de las reiteradas aventurasextraconyugales de su Alfonso, pero precisamente esto no dejaría de proporcionarle el silencioso disfrutede ver sufrir a una nuera a la que no quería.

Eran dos mujeres absolutamente antagónicas las que convivían en palacio y los contrastes entre ellasamenazaban permanentemente con convertirse en abierto conflicto, pese a todas las decisiones deprudencia y contención que ambas se autoimponían. Cuando estalló la Gran Guerra, mientras los cañonesy el gas tóxico se enseñoreaban en el suelo europeo, iban a hacer aflorar sus discrepancias abriendo unasuerte de «guerra fría» que, en algunas ocasiones, a punto estuvo de convertirse en un desatado conflictodoméstico. Durante cuatro años, cada una perteneció a uno de los dos bandos contendientes y cadavictoria bélica de los Aliados o de los Imperios Centrales abría un brecha mayor en la familia.

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Los reyes infieles

Un episodio turbador se situó en esos años, protagonizado por el clérigo gallego Francisco Vales, queejercía dos funciones básicas. Era, al mismo tiempo, confesor de la reina madre y preceptor del enfermoheredero. Mientras que Victoria no sentía por el cura más que una agradecida simpatía, en él fuecreciendo una violenta pasión por ella, que acabó llevándolo a la desesperación y, un día de SemanaSanta, se suicidó abriéndose las venas. Ni su paisano Valle-Inclán hubiera podido imaginar algomejor.Acerca de tan lastimosa historia, el obtuso Alfonso se limitó a comentar, despectivo: «Ese no eramás que un cura renegado y caliente...»

Las dos familias

Fue hacia el final de la guerra cuando el rey conoció a la mujer que iba a convertirse en referencia vitaldurante los últimos años de su reinado. Discípula de la maestría teatral de la escuela de María Guerrero,Carmen Ruiz Moragas rondaba por entonces los veinte años y era una culta y bella muchacha, hija deacomodada familia y decidida a ser actriz.

Tras haber superado la natural oposición paterna, comenzaba a destacar en los escenarios madrileños, tanfrecuentados por el rey y sus amigos.

Su querencia por los papeles del gran teatro clásico —Lope, Calderón, Tirso, Racine— no le impedíanrealizar fructíferas incursiones en la dramaturgia europea más nueva: Ibsen, Strindberg, Pirandello,Cocteau...

Fueron presentados al final de una representación, en el teatro donde ella actuaba, estableciendo unarelación que fue al poco tiempo cortada por los padres de ella. Se vio obligada a aceptar lo que fue unfugaz matrimonio con el torero mexicano Rodolfo Gaona, que por entonces llenaba los cosos españolesjunto con figuras de la talla de Gallito, Machaquito y Bombita. Pero a los seis meses ya no pudo Carmensoportar a aquel ser primario y violento que era su marido y reinició ya de forma ininterrumpida suhistoria con el rey. Una historia que, entre muchas otras cosas, le sirvió a Alfonso para mantener el tandifí-

cil equilibrio emocional a lo largo de los siguientes y difíciles años.

Con «la Moragas», como era conocida en el ambiente teatral entre colegas y aficionados, vivó por vezprimera Alfonso una relación madu-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 285

ra, libre tanto de la sobreprotección materna como de la tensión conyugal. Ella le aportaba latranquilidad de lo estable y, además, su inteligencia le hacía admitir sin dramatismos las fugacesaventuras a que el veleidoso carácter de él no dejaba de empujarle. Retirada muy a su pesar de losescenarios, él la instaló en una suntuosa mansión que le regaló en el nuevo Parque Metropolitano, que loshermanos Otamendi, artífices del Metro madrileño, construían por entonces.

Aparte de tres abortos, la pareja tuvo dos hijos. En julio de 1925, vino al mundo María Teresa; buscandodiscreción, el nacimiento tuvo lugar en Florencia, a donde cada uno de ellos se había trasladado ensecreto y por separado. El 26 de mayo de 1929, el nacimiento en Madrid de Leandro Alfonso fortaleció yestabilizó aquella relación. La correspondencia intercambiada entre ambos que se ha conservado, en laque él firmaba como «El Soldadín», demuestra el alto grado de compene-tración y complicidad quealcanzaron tan desiguales personalidades.

Huyendo de la enrarecida atmósfera que asfixiaba a los habitantes de palacio y evadiéndose durantealgunos ratos de una escena pública cada vez más preocupante, el rey encontraba al lado de «su otrafamilia» la tranquilidad, con la satisfacción personal de ver crecer a aquellos dos hijos perfectamentesanos. Desde el principio,Victoria conocía la existencia de ese romance y de sus tan particularescaracterísticas, tan diferentes de las habituales soluciones «de urgencia».Y ello debió supo-nerle sinduda un permanente vejamen y tormento, considerando además que aquella relación había adquirido muypronto una amplia notoriedad.

Él, por otra parte, no renunciaba a lo que su propia naturaleza le demandaba y todas sus ampliasposibilidades le permitían. Durante el célebre viaje que en el año 1922 realizó a la comarca de LasHurdes en compañía del doctor Marañón, a la vista de una apetitosa moza de aldea, había comentado auno de sus acompañantes: «A esas jóvenes, el culo les debe oler a pino...» Durante una visita oficial aBarcelona, en el palacio de Pedralbes, que los grandes burgueses habían edificado para él, quiso que sele organizase una discreta fiesta con Tórtola Valencia, que por entonces reinaba en los teatros musicalesy cabarés del Paralelo y a la que calificó de «la más endiablada tentación hecha carne». Parece que la talTórtola, además de sus prestaciones personales, 286

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se dedicó a buscarle al rey nuevos ligues entre sus colegas actrices, cantantes, misses y bailaoras, quetodo era bueno para Su Majestad.

En sus actuaciones como monarca,Alfonso no dejaba de dar muestras de inmadurez e inconsciencia. Laterrible guerra que en Marruecos segaba la vida de millares de hombres y vaciaba las arcas del Estadopara llenar las de los grandes especuladores, solamente le merecía comentarios como aquel telegramaque rezaba: «¡Olé los hombres!» Aquella demostración de frivolidad ante tal tragedia venía a unirse a unsupuesto comentario suyo. Se dijo que, al enterarse de la elevada cantidad que, como rescate, loscombatientes del Rif exigían por la entrega de los prisioneros españoles, el rey había tenido la pocacabeza de comentar algo así como: «No sabía que estuviese tan cara la carne de gallina…»

Con manifestaciones como ésta, su imagen y la de la institución recibían entre la opinión pública elrechazo que sobradamente merecían.

En septiembre de 1923, el general Primo de Rivera daba un golpe de Estado e implantaba la Dictadura.El rey aceptó el hecho y lo confirmó en el poder. Nunca Alfonso había mostrado la más mínimaconsideración hacia la Constitución liberal y su desapego de los políticos había sido proverbial y másque evidente. Ahora, se prestaba a colabo-rar con un régimen de fuerza, personificado en un militarote,con el que indudablemente debía sentirse más identificado que con los profesionales de la política, a losque abiertamente despreciaba.A las pocas semanas del golpe, visitaban juntos la Italia fascista ypresentaba al dictador como «mi Mussolini».

Fue en esta época cuando brotaron rumores acerca de una petición de nulidad matrimonial por parte deAlfonso. Si para ello aducía el hecho de haber ido al matrimonio sin haber sido informado previamentede la hemofilia que transmitía su esposa, podía esperar del papa una anulación de su matrimonio que lepermitiría rehacer su vida junto a la mujer que le proporcionaba paz y tranquilidad. Pero aquello, por lasrazones que fuese, nunca avanzó y durante los años en que conservó la corona, la familia real siguióofreciendo una imagen ficticia de unidad en los abundantes actos inaugurales de las obras públicas que laDictadura llevaba a cabo.

Con la caída del dictador a principios de 1930, la Monarquía iba a verse arrastrada por la mismadinámica. La primavera de 1931, la bullen-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 287

te escena pública se había ya disparado en una imparable espiral y el triunfo republicano en laselecciones municipales del día 12 de abril se consideró un verdadero plebiscito a favor del cambio derégimen. El día 14, en medio de un gran entusiasmo popular en toda España, se proclamaba laRepública.Ante tan inesperados hechos, incluso sus más decididos partidarios le aconsejaron que

abandonase y hubo de abandonar a escondidas y al amparo de la noche su palacio y su país. En su bocase puso entonces una frase altisonante, de esas acuñadas con voluntad de pasar a la Historia: «No quieroque por mí se derrame una sola gota de sangre.»

Desde Francia, el ex rey, que ya era «Ciudadano Borbón», emitió un manifiesto que concluía afirmando:«Mientras habla la nación, suspen-do deliberadamente el ejercicio del Poder real y me aparto de España,reconociéndola así como única señora de sus destinos.» Por las calles de todas las ciudades y pueblos deEspaña, una ciudadanía alborozada vivía con esperanza aquella histórica ocasión que parecía anunciar unnuevo y muy diferente tiempo. Entre continuos vítores, se blandía por doquier la bandera tricolor,mientras la música del viejo Himno de Riego servía para acompañar las creaciones de la musa popularadaptada al momento:

Si el rey quiere una corona

que se la haga de papel,

que la que tuvo de oro

no la supo defender.

Llegado el momento del exilio, estaba claro que ya no era imprescindible mantener la larga ficción yVictoria y Alfonso decidieron vivir por separado. Las tensiones volvieron a emerger, siempre bajo lamás absoluta discreción, a la hora de concretar las espinosas cuestiones económicas. Finalmente sealcanzó un acuerdo para esta separación de hecho, a la que nunca los interesados quisieron darle valorlegal ni canó-

nico. La familia se disgregó y, mientras Victoria se lanzaba a una interminable serie de viajes antes deirse a vivir a Londres, Alfonso y sus hijos se instalaban en un pequeño pabellón en Fontainebleau. Sibien, el ex rey —con cuarenta y cinco años— continuaba manteniendo en 288

Los reyes infieles

el exclusivo Hotel Meurice de París, frente al Louvre, una suite donde cumplimentar los encuentroseróticos que ni las tan difíciles circunstancias que atravesaba eran capaces de hacerle olvidar.

Mientras España trataba difícilmente de organizarse bajo formas democráticas,Alfonso empleaba sutiempo en viajar incansablemente en aquellos grandes expresos o en los fantásticos transatlánticos queeran emble-mas de la modernidad, a participar en cacerías organizadas por los maharajás de la India ypor los reyezuelos africanos y su presencia era permanente en todas las suntuosas celebraciones de larealeza y la aristocracia europea, que desde sus castillos y mansiones no podía imaginar que estabanviviendo el fin de un mundo. En el interior de la familia, el drama humano venía a combinarse con lasolución efectiva de cuestiones pendientes.

En la primavera de 1933, dos minusválidos —el hemofílico Alfonso, príncipe de Asturias, y su hermanoel sordomudo Jaime— eran inducidos a renunciar a sus derechos a la Corona a cambio de sustanciosascon-traprestaciones materiales. El siguiente varón, Juan, que no presentaba problema de salud alguno,pasaba así a convertirse en heredero.

El ex príncipe de Asturias, ya con su título de duque de Covadonga, casó con la cubana EdelmiraSampedro para vivir una errática existencia, siempre en medio de una precariedad económica derivadade su absoluta abstracción de la realidad. Ello no le impedía penetrar en las posibilidades de los nuevostiempos y, estando en París, pagaban los costos de su estancia en un hotel mostrándose de forma muyevidente en sus dependencias sirviendo como reclamo publicitario.Algo más tarde, el infante —carentede liquidez— llegó a pagar un anuncio en la prensa neoyorquina denunciando la nulidad de su renuncia asus derechos dinásticos. El deterioro de su salud no le impidió, tras un divorcio, volverse a casar conotra espectacular cubana, la modelo Marta Rocafort, con la que terminó enseguida. Apenas entrado en latreintena, era una patética muestra más de aquella bien conocida compulsión erótica familiar que, comohabía sucedido con Alfonso XII, actuaba directamente contra su misma supervivencia.Y acabó teniendoun final cinemato-gráfico en blanco y negro: a principios de septiembre de 1938, se mató al estrellarse elautomóvil que conducía —absolutamente ebrio y acompañado por la camarera de un bar— contra unposte de carretera en Florida.

La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 289

Cuatro años antes, la desgracia había caído ya sobre la familia. En julio de 1934, otro accidente detráfico, producido en este caso en una carretera de Austria, había acabado con la vida de Gonzalo, elmenor de los hijos y también hemofílico, al chocar el automóvil en el que viajaba y que conducía suhermana Beatriz.

Alfonso se instaló finalmente en Roma, donde disfrutaba tanto de una estrecha intimidad con la reinantefamilia Saboya como de la complicidad ideológica con el Duce. Desde su suite del Grand Hotel dedicóel tiempo que le dejaban libre tantas actividades sociales para em-plearse a fondo en las operacionesconspirativas que no cesaban de organizarse en contra de la República ya desde los primeros momentosde su existencia. Los viajes le proporcionaban muchas posibilidades para fugaces aventuras, que enocasiones daban lugar a relaciones más que escabrosas.Ya instalado en la capital italiana, se hablaría desus visitas a la casa de una conocida prostituta del Trastevere, romana de pro con la que, por lo que sedecía, se adentraba en las más enloquecidas fantasías.

Mientras tanto, iba casando a los hijos. Beatriz, con el príncipe Torlonia; Cristina, con un magnate de laindustria del vermut; Jaime, con la aristócrata Emmanuela de Dampierre y, la más importante de todas,Juan enlazaba con María de las Mercedes de Orleans. Unión de estricta sangre azul que servía paratransmitir todos los principios de la monarquía. Una resentida Victoria Eugenia ni se molestaba en asistira estos eventos familiares y se afirmó que, en un momento dado durante los prolegómenos de laseparación, había llegado a abandonar momentáneamente algo de su británica circunspección paralanzarle a su detestado marido un agresivo: «¡No quiero ver nunca más tu fea cara!»

Ella nunca había gozado de la simpatía de la gente a lo largo de aquel cuarto de siglo de reinado. Sualtivez y su distante frialdad, junto a la evidencia de los grandes gastos que sin duda generaba unsuntuoso, moderno y confortable tren de vida, reflejado ampliamente por las revistas gráficas, no eran lasmejores recomendaciones ante una población que en una elevada proporción se debatía en condicionesde vida absolutamente lamentables. Poca queja, no obstante, podía tener de las nuevas autoridadesrepublicanas que caballerosamente le habían envia-290

Los reyes infieles

do su amada colección de joyas, olvidadas en palacio aquel 14 de abril, en medio de los nervios de la

apresurada marcha.

Había además una cuestión bastante turbia que, lógicamente, se había mantenido siempre oculta bajo lamás espesa capa de silencio. Se trataba de la especial relación que Victoria mantenía desde hacía tiempocon una pareja de aristócratas, los duques de Lécera. Para la reina, Jaime y Rosario Lécera debían teneralgún significado muy personal y Alfonso

—ancho para él y estrecho para su mujer, como correspondía al más clásico machismo— les rechazabaabiertamente.Ya en el exilio y a punto de desligarse definitivamente, todavía él le exigió, en unahabitación del hotel Savoy de Londres, que cortase de una vez con aquella vidriosa relación, de la quemuchos hablaban. Una irritada Victoria no aceptó tal imposición y Alfonso llegó a prohibir de formaexpresa a su hijo Jaime y a su mujer que, en su viaje de novios a Inglaterra, se viesen con aquella pareja.

Cuando, en julio de 1936, comenzó la Guerra Civil y el general Franco, de quien Alfonso había sidopadrino de boda y que fuera uno de sus gentilhombres de cámara, se erigió inmediatamente en jefeabsoluto de los sublevados, la exaltación del ex rey le llevó a verse ya de inmediato recuperando superdido reino y ni duda en escribir: «Todos tenemos que ayudar al movimiento de salvación de España yvencer.»

Mientras su heredero Juan intentaba sin éxito integrarse como combatiente de a pie —bajo el nombre de«Juan Español»— en las filas franquistas, el ambicioso e implacable general ferrolano solamente estabaentregado a la tarea de conservar el poder absoluto y de ganar la guerra y, por supuesto, en ningúnmomento pensaba en retirarse para dar paso a una restauración monárquica. Pero en sus habitaciones delGrand Hotel,Alfonso no lo sabía y movía todos los días las banderitas que tenía clavadas en un mapa deEspaña, reflejando los movimientos bélicos que, cuando se plasmaban en éxitos para el bando franquista,siempre obtenían la expresión de sus felicitaciones, manifestadas en entusiastas cartas y telegramas.

El día 1 de abril de 1939, a las pocas horas del anuncio de la victoria final de los rebeldes, laalborozada felicitación de Alfonso fue una de las primeras que se recibieron en el cuartel general deFranco. Con la más servil de las actitudes, expresó el ex rey su deseo de que el fla-La ansiosa búsquedade Alfonso XIII 291

mante dictador se colgase del pecho la Gran Cruz Laureada de San Fernando. Para entonces ya habíaencargado la celebración de un solemne y agradecido tedéum por la deseada «y feliz» culminación de laguerra.

Pero finalmente acabaron convenciéndole de que las cosas no iban por el camino que él imaginaba y queFranco no estaba en absoluto dispuesto a soltar el poder.Así, el 15 de enero de 1941, firmó su abdicaciónen favor de su hijo Juan, que habría de ser «cuando la Patria lo juzgue oportuno, el rey de todos losespañoles». Aquel heredero sin futuro relataría posteriormente que, tras la oficialización de esta acta, supadre le había dicho: «Ya no me queda más que morir…»

Efectivamente, muy poco después, en la tarde del 28 de febrero de ese año, moría de una afeccióncardíaca. Hasta el último momento, confió en que Franco le llamase para volver a ocupar su perdidotrono. El Gobierno de Madrid decretó tres días de luto nacional. En Roma, un fastuoso y espectacularentierro, presidido por el rey Víctor Manuel y su jefe de Gobierno Mussolini, acompañó el cuerpo hastala iglesia española de Montserrat.

Tendrían que pasar casi cuarenta años para que, en enero de 1980, los restos de Alfonso XIII fuesentrasladados al lugar que tenía destinado, entre los de sus antepasados, en el Panteón de Reyes delMonasterio de El Escorial. Pero, en ese momento, quien ocupaba el trono no era su heredero Juan, sino elhijo de éste, Juan Carlos, elevado a la suprema magistratura del Estado por obra y gracia del dictadorFranco.

Por ley, hijo de rey

En aquel Madrid de la alegría republicana del 14 de abril de 1931

habían quedado Carmen Ruiz Moragas y sus hijos, bajo el riesgo de que cualquier extremista decidieseactuar contra quienes tan estrechamente ligados estaban al símbolo del detestado régimen que acababa deser abolido. Pero nada sucedió, se les dejó en paz y la vida se encarriló con suma tranquilidad. La actrizretornó a sus amados escenarios y brilló como nunca sobre la escena del suntuoso Teatro Fontalba, en elcorazón de la Gran Vía.Y fue entonces cuando otro hombre apare-292

Los reyes infieles

ció en su vida, alguien con quien tenía muchos elementos de interés común y cuya personalidad eraabsolutamente distinta a la del destronado monarca.

El valenciano Juan Chabás, crítico literario y hombre de teatro, de izquierdas, había sido uno de losfraguadores de la Generación del 27.

Íntimo amigo de Federico García Lorca, de Rafael Alberti y de Dámaso Alonso, era una activa presenciaen los ambientes culturales progresistas del bullente Madrid de los años veinte. A su lado, Carmen viviósus más fecundos momentos profesionales, hasta que un cáncer de útero acabó con su vida en junio de1936, solamente un mes antes del comienzo de la Guerra Civil. En la mansión del Parque Metropolitano yal cuidado de sus abuelos maternos, quedaban los dos hijos: María Teresa, de once años, y LeandroAlfonso, de siete.

Cuando el cerco de la capital por el ejército franquista estableció el frente en la Ciudad Universitaria, lafamilia fue desalojada y se vio obligada a instalarse precariamente en el más protegido barrio deSalamanca.

En vida de su madre, a los niños se les había dicho que eran hijos de un fallecido alto jefe militar y notenían idea de su verdadero origen.Vivieron durante los tres años soportando los rigores que el sitioterrestre y los bombardeos aéreos impusieron sobre un millón de madrileños. Para pagar su alojamiento ycomida, el abuelo iba vendiendo alguna de las joyas de su hija que había podido sacar de la casafamiliar.

Con el final de la guerra y por mandato de Alfonso XIII, un emplea-do de la Casa de Alba se hizo cargode la situación. Ante todo, dio noticias de su origen y el muchacho se enteró de que era hijo nada menosque del último rey de España. María Teresa ingresó en un colegio de monjas y Leandro, en elescurialense Colegio Alfonso XII, donde hizo su bachillerato y comenzó la carrera de Derecho. Su padrehabía abierto una cuenta en una entidad bancaria suiza, que proporcionó los medios necesarios para sumantenimiento y educación.

Llegado el año 1954, tres hijos extramatrimoniales de Alfonso XIII

—los hermanos Ruiz Moragas y Juana Alfonsa Milán— recibieron partes iguales en su liquidación.

María Teresa casó con Arnoldo Bürgisser, de familia florentina de ascendencia suiza, con el que tuvodos hijos. Falleció en 1962. Mientras tanto, la vida de Leandro conocía todo tipo de vicisitudes, siempredefi-La ansiosa búsqueda de Alfonso XIII 293

nidas por las precariedades materiales. De un primer matrimonio, tuvo cinco hijos; del queposteriormente contrajo con Concepción de Mora nació otro. En todo momento Leandro no había podidoevitar sentirse como un ser especial, debido a sus muy particulares orígenes. Había tenido que oír a algúnaristócrata decirle a la cara que él y su hermana no tenían que haber existido, ya que suponían una manchasobre la imagen de su padre. Pero también recibía en privado el trato debido por parte de quienesvaloraban la sangre que corría por sus venas.

Estableció Leandro cordiales relaciones con su hermano Juan y su cuñada María de las Mercedes, yadesde la época en que éste vivía en Estoril, y en Madrid, con su sobrino Juan Carlos y, tras sumatrimonio con Sofía de Grecia, con ésta y los niños. Una buena relación le unía a su hermana Cristina,que venía a enfrentarse con la radical animadversión que siempre recibió de parte de la mayor de loshermanos, Beatriz. En cualquier caso, durante años se mantuvo una situación amigable pero ambigua, enla que faltaba el ingrediente principal: el reconocimiento expreso por parte de la familia real de LeandroAlfonso Ruiz Moragas como hijo de Alfonso XIII.

Algo que, con el transcurrir de los años, le decidió a dar el siguiente paso, que fue la solicitud defiliación ante los Juzgados de Madrid.

Aportando un considerable conjunto de pruebas de toda naturaleza en que basarla, sobre ingente y biencualificada documentación, se llevó a cabo la acción. El día 22 de mayo de 2003 se emitía unaresolución judicial que iba a pasar a sentar jurisprudencia en la materia. Por vez primera en la Historia,el hijo bastardo de un monarca alcanzaba, por vía judicial, el reconocimiento de su filiación. Por ley, sereconocía en toda su plenitud su calidad de hijo de rey. Así, el que hoy es el decano de la vieja estirpereinante en España, Leandro Alfonso Ruiz Moragas, pasaba a convertirse legalmente en Leandro Alfonsode Borbón.

Epílogo

MODERACIÓN SIN BRILLOS

CURIOSOYVARIOPINTOconjunto de elementos humanos,en la historia de la monarquía española, lapresencia de amantes y bastardos no alcanzó en ningún momento niveles de significación similares a losobservados en otros países europeos. En general, puede afirmarse que los sucesivos ocupantes del tronoespañol se comportaron de forma bastante moderada en este sentido. De entre todas las relacionesextramatrimoniales con nombre y apellidos en los anales de la Corona, únicamente cabe citar el nombrede Manuel Godoy como persona que, por la vía directamente íntima —por decirlo de algún modo—

accedió a un poder político que sí alcanzó niveles de verdadera significación.

Pero, aparte de este caso único, no hubo manifestaciones de la especie de esas grandes amantes de reyes

que en otras cortes influyeron en la escena pública de forma más que evidente, con una presencia activa yvisible. Las amantes reales fueron aquí personas de una amplia variedad de caracteres, desde mujeres dehumilde extracción, objetos de mero desfogador y pasajero interés, hasta aburridas aristócratas decididasa divertir a su soberano o conocidas artistas a las que el coronado de turno «les ponía piso». Fueronmujeres en general carentes de nombre, que aparecen fugazmente, dejando o no efectos de su presencia enhijos habidos de sus relaciones.

Hay otra llamativa excepción y es el caso de Isabel II, que no era consorte sino titular. Al contrario de laadusta rigidez de la reina que había llevado su mismo nombre con el primer ordinal, el carácter yparticulares circunstancias personales de la reina castiza ofrecen un 296

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panorama en el que las relaciones físicas se mezclan con actividades entre económicas y políticas,producto de los nuevos tiempos.

Los bastardos, por su parte, muestran una rica variedad, que va desde quienes se comportaron comoprivilegiados hijos de la main gauche al mejor estilo antiguo régimen —el brillante don Alonso deAragón y los que fueron protagonistas de la escena de su tiempo: la ejemplar Margarita de Parma y losambiciosos soldados don Juan de Austria y don Juan José de Austria— hasta los que vivieron unaexistencia oscura e incluso ignorada, como en tantos casos cabe suponer.

En general, aquí también en este ámbito domina la moderación y faltan los brillos. Ni los bastardostuvieron en general presencia pública ni, por supuesto, jamás llegaron a suceder a sus padres en el trono.

Únicamente cabe destacar, al final de este recorrido, el muy especial caso de Leandro Alfonso deBorbón, que ha sentado jurisprudencia al ver reconocida judicialmente su filiación, y del que, con todapropiedad, puede afirmarse que, por ley, ha pasado a ser hijo de rey.

Referencias de ilustraciones

Por orden de aparición:

Emilio Sala y Francés, La expulsión de los judíos (siglo XIX), Museo de Bellas Artes, Granada.

Lorenzo Vallês, Demencia de doña Juana la Loca (1866), Museo del Prado, Madrid.

Bernard van Orley, Carlos V, emperador de Alemania y rey de España (siglo XVI), Galería Borghese,Roma.

Anónimo, Retrato de Germana de Foix, Fondo de la Real Academia de Bellas Artes de SanCarlos,Valencia, Museo San Pío V.

Tiziano, Carlos V, emperador de Alemania y rey de España, junto a su esposa Isabel de Portugal (sigloXVI), Casa de Alba, Madrid.

Henri Leys, Margarita de Parma, gobernadora de los Países Bajos, entregando las llaves de la ciudada los magistrados de Amberes (siglo XIX), Musées Royaux des Beaux-Arts, Bruselas.

José Moreno Carbonero, Conversión del duque de Gandía (1884),Academia de San Fernando, Madrid.

Eduardo Rosales, Presentación de don Juan de Austria ante Carlos V en Yuste (1869), Museo NacionalCentro de Arte Reina Sofía, Madrid.

Juan de la Cruz, Felipe II, rey de España (siglo XVI), Museo Lázaro Galdiano, Madrid.

José Uría y Uría, Don Carlos y el Duque de Alba (siglo XIX), Museo del Prado, Madrid.

José Villegas y Cordero, Última entrevista de Felipe II y don Juan de Austria, Las Arenas, colecciónparticular.

Miguel Pou, Felipe IV pinta a Velázquez la Cruz de Santiago, Museo de Bellas Artes,Valencia.

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Anónimo, María Calderón, la Calderona (siglo XVII), Monasterio de las Descalzas Reales, Madrid.

Diego de Velázquez, Cristo crucificado (1632), Museo del Prado, Madrid.

Imagen ecuestre de don Juan José de Austria, grabado de la época.

Juan Carreño de Miranda, Don Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierra, el Duende de Palacio( ca. 1660), Museo Lázaro Galdiano, Madrid.

Louis Michel van Loo , La familia de Felipe V (1743), Museo del Prado, Madrid.

Anton Raphael Mengs, Carlos IV de Borbón y de Sajonia (1765), Museo del Prado, Madrid.

Antonio Carnicero, Manuel de Godoy y Álvarez de Faria (1796), Museo Romántico, Madrid.

Francisco de Goya, La familia de Carlos IV (1800), Museo del Prado, Madrid.

Grabado de José Bonaparte, llamado «Pepe Botella», rey de Nápoles y de España (siglo XIX), MuseoMunicipal, Madrid.

La valiente, fiel y constante España, alegoría del retorno de Fernando VII a España tras la Guerra deIndependencia, acompañado por su aliada Inglaterra, grabado, siglo XIX, Museo Municipal, Madrid.

Charles Porion, Isabel II con Francisco de Asís y el General Castaños a caballo (1814), MuseoRomántico, Madrid.

Retrato de Isabel II, en su exilio de París, ciudad donde moriría en 1904

(grabado).

Joaquín Sigüenza y Chavarrieta, Entrada del rey Alfonso en Madrid el 15 de enero de 1875 (siglo XIX).

Anónimo (Escuela Sevillana), Mercedes de Orleans, reina de España (1878), Museo Provincial deBellas Artes, Sevilla.

Luis Álvarez Catalá, El futuro rey Alfonso XIII y la regente María Cristina, Palacio del Senado,Madrid.

Retrato del joven Alfonso XIII, con atuendo militar (cortesía de Don Leandro Alfonso de Borbón).

Retrato de Victoria Eugenia de Battenberg leyendo.

Retrato de la actriz Camen Ruiz Moragas (cortesía de Don Leandro Alfonso de Borbón).

Don Leandro Alfonso de Borbón saluda a el rey Juan Carlos I (cortesía de Don Leandro Alfonso deBorbón).