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LA TOLERANCIA COMO CONDICIÓN DE POSIBILIDAD DE UNA SOCIEDAD
INTERCULTURAL1
Dr. Francisco Javier Serrano-Bosquet
Tecnológico de Monterrey
Resumen: El objetivo de este trabajo es mostrar cómo desde las principales corrientes éticas
contemporáneas (dialógica, cívica e intercultural) la tolerancia es vista como condición de posibilidad
para construir sociedades realmente interculturales. Para tal fin partimos de la constatación de que la
multiculturalidad es, hoy en día más que nunca, un hecho y no una elección y que, aquello que sí
podemos elegir es la manera de vivir y gestionar esa diversidad, no su existencia. Si bien el objetivo
histórico de una ética universal parece ir en contra de esa idea e, incluso, ha impedido en buena
medida gestionar afortunadamente la misma, la aceptación positiva de la pluralidad y el diálogo
intercultural es lo que hace hoy en día posible hablar de una verdadera ética universal intercultural.
Asimismo vemos a partir de una breve revisión histórica de las principales teorías éticas y la forma
en la que desde las mismas se ha intentado fundamentar la ética, cómo se ha ido –desde occidente-
construyendo la idea de los DDHH en torno a los conceptos de dignidad, libertad, respeto y
tolerancia. Unos conceptos estos últimos, que deben verse también a la luz de su construcción
histórica y dialéctica, como lo constata las dos concepciones negativas [Jean Bodin (1530-1596) y
John Locke (1632-1704)] y la concepción positiva [John S. Mill (1806-1873)] de la tolerancia en
torno o sobre la cual se constituyeron.
Palabras clave: Derechos Humanos, ética cívica, ética dialógica, ética intercultural,
multiculturalidad, sociedad intercultural, tolerancia.
Introducción
Como ya apuntamos en trabajos previos y han señalado muchos autores, la diversidad y la
multiculturalidad son hoy en día un hecho y no una elección. La elección está en la forma en la
que éstas se viven. Mientras la Multiculturalidad hace referencia al hecho mismo de la diversidad
cultural, el Multiculturalismo y el Interculturalismo son, junto al Asimilacionismo, el
Raci(ali)smo, la Xenofobia y el Mestizaje, distintas formas en las que se expresa el hecho de la
multiculturalidad.2 Ejemplos de ello tenemos muchos, basta con levantar la vista y ver
simplemente cómo éstas se viven en diferentes partes del mundo y sociedades. En el caso de
Iberoamérica este hecho adquiere una dimensión especial como resultado de un complicado
1 Se trata de una versión ligeramente ampliada y editada con fines docentes del capítulo de libro que, con el mismo
título, apareció en una obra colectiva coordinado por Carlos Muñiz en 2013. En caso de ser citado, por favor hágase
haciendo referencia al capítulo de libro: Serrano Bosquet, Francisco Javier (2013), “La tolerancia como condición de
posibilidad de una sociedad intercultural” en Muñiz Muriel, Carlos (Coord., 2013), Medios de comunicación y
prejuicio hacia los indígenas, México, UANL-CONACYT-Fontamara. ISBN: 978-607-736-008-7, pp. 143-160. 2 Mientras la Multiculturalidad hace referencia al hecho mismo de la diversidad cultural, el Multiculturalismo y el
Interculturalismo son, junto al Asimilacionismo, el Raci(ali)smo, la Xenofobia y el Mestizaje, distintas formas en las
que se expresa el hecho de la multiculturalidad. Si alguien estuviera interesado en profundizar en la descripción y
comprensión de estos modelos, de lo que significan y cuáles son las principales diferencias existentes entre unos y
otros, le recomendamos comenzar revisando la obra de Etxeberria (2004) Sociedades multiculturales.
2
proceso histórico de “convivencia” entre distintas tradiciones culturales que han dado lugar, en
repetidas ocasiones, a situaciones y movimientos sociales como los vividos en México el 1 de
enero de 1994 con la insurrección zapatista (Olivé, 2004). Dicha insurrección vino a poner sobre
la mesa uno de los más importantes debates nacionales: la participación de los pueblos indígenas
en la construcción de la nación mexicana. En juego está –tal y como señala León Olivé (2004)– la
definición de la naturaleza y estructura del Estado. La respuesta que se ha de dar a estos problemas,
con el fin de alcanzar a mediano o largo plazo una situación estable y legitima, precisa de una serie
de reformas bajo las cuales se reconozca la naturaleza multicultural de México y, con ello, la
necesidad de establecer nuevas relaciones sociales, económicas, políticas y culturales con la plena
participación de los pueblos indígenas.
Este proyecto de reforma, sin embargo, resulta imposible sin un nuevo marco de referencia,
sin un nuevo contexto bajo el cual se dé un verdadero diálogo intercultural presidido por una
comprensión oportuna de lo que realmente significa la tolerancia de la diversidad. Como veremos
más adelante, la tolerancia no significa simplemente “dejar hacer” o “soportar al otro” mientras
ese otro o sus formas de vida no afecte a la mía. Significa, por el contrario, que más allá de la
actitud de dominación y paternalismo que ha imperado, se comparta con los otros la aceptación de
que existe una serie de condiciones indispensables que hay que cumplir para que sea posible la
expresión oportuna y efectiva de acuerdos y desacuerdos. Y aún más, la aceptación de que existen
estímulos personales e identitarios hacia el acuerdo. Ahora bien, todos estos esfuerzos,
reconocimientos e intentos por llevar a cabo una reforma del Estado bajo la cual sea posible
reconocer y aceptar su multiculturalidad constituyente, precisa de una comprensión oportuna de
lo que significa realmente la pluralidad cultural y la tolerancia de la diversidad. Con el fin de
ayudar en dicha comprensión, a lo largo de las próximas páginas intentaremos dar cuenta de
algunas notas y características que entendemos fundamentales a la hora de entender la tolerancia.
Notas que, sobre todo, se deben tener en cuenta a la hora de construir un nuevo marco de referencia
que permita un diálogo intercultural justo y oportuno en el que se encuentren representados todos
los implicados. Para ello, vamos a ver y señalar aquellas características y rasgos comunes de las
éticas dialógica, cívica e intercultural (representadas principalmente por los autores Apel,
Etxeberria y Bilbeny respectivamente) que encontramos en torno al concepto de tolerancia que
3
hacen de la misma la condición de posibilidad para la resolución de problemas estructurales como
los acontecidos en 1994.
Cierto es, que en principio y sobre el papel, pareciera que algo se ha avanzado en los
últimos años en torno a la defensa y reconocimiento de los derechos de grupos hasta ahora
discriminados. En ello, han jugado un importante papel algunos medios de comunicación y ciertos
periodistas comprometidos al sacar a la luz pública casos como el de las indígenas otomíes Alberta
Alcántara Juan y Teresa González Cornelio3. Detenidas y apresadas en 2006 por el supuesto
secuestro de seis agentes de la AFI, las dos mujeres fueron absueltas, tras cuatro año en prisión,
por la Suprema Corte de Justicia debido, tal y como se hizo constar en la resolución, a la gran
cantidad de irregularidades producidas durante todo el caso. En palabras de Luis Arriaga, director
del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, el “Estado las juzgó en una sola
lengua y en un sistema que no era el suyo. Hubo una discriminación en razón del género y en razón
de la condición económica de las mujeres” (Fuentes, 2010, párr. 11). No se trató por consiguiente
sólo de un caso de discriminación hacia un determinado colectivo indígena, también lo fue de
discriminación hacia otros grupos minoritarios como las mujeres y los pobres.
Lo más preocupante del caso es que éste, muy probablemente, no se hubiera resuelto en la
forma en la que se hizo si no se hubieran hecho eco del mismo los medios. Ello da cuenta,
nuevamente, de cómo aún existen los profundos problemas estructurales señalábamos
previamente. Pero este caso refleja también, en buena medida, la profunda incomprensión aún
existente en torno a la naturaleza multicultural del pueblo mexicano y la ausencia de auténticas
políticas integradoras e incluyentes. No queremos decir con ello que no se reconozca la existencia
de la multiculturalidad en México, sino que una gran parte de los ciudadanos y dirigentes del país,
aún desconocen su naturaleza y dinámica propia más allá de los imaginarios pre-construidos. Sin
3 Las indígenas otomíes Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio fueron detenidas y apresadas en 2006
por el supuesto secuestro de seis agentes de la AFI. Tras cuatro año en prisión las dos mujeres fueron absueltas y
liberadas en abril de 2010 por la Suprema Corte de Justicia debido, tal y como se hizo constar en la resolución, a la
gran cantidad de irregularidades producidas durante todo el caso. En palabras del director del Centro de Derechos
Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, Luis Arriaga, el “Estado las juzgó en una sola lengua y en un sistema que no
era el suyo. Hubo una discriminación en razón del género y en razón de la condición económica de las mujeres”
(Garduño & Fuentes, 2010). Este caso, del que hay gran información disponible tanto en hemerotecas como internet,
es un claro ejemplo no sólo de discriminación hacia determinados colectivos indígenas. También representa un claro
ejemplo de discriminación hacia otros grupos minoritarios como mujeres y pobres debido, ante todo, a problemas
estructurales de fondo.
4
embargo, la resolución e incluso evitación de muchos conflictos depende en buena medida de
dicho conocimiento y del establecimiento de un verdadero diálogo intercultural que pase,
previamente, por un conocimiento y reconocimiento de las distintas comunidades y pueblos que
constituyen el país, más allá de los estereotipos comunes. Unos estereotipos que, como señala Juan
Doncel (2011), se pueden llegar a convertir en prejuicios y dar lugar a la permanencia o extensión
de distintas formas de discriminación4. Como este mismo autor señala, hay una correspondencia
directa entre la triada “estereotipo-prejuicio-discriminación” y los aspectos cognitivos, afectivos y
comportamentales respectivamente. De ahí, el extraordinario papel que juegan los medios de
comunicación tanto a la hora de informar, denunciar malas prácticas y educar, como desde el poder
que tienen en la construcción y transmisión de estereotipos cuya superación es clave si se pretende
llevar a cabo un proceso de constitución o reconstrucción de un modelo social justo e incluyente.
Para ello es necesario, por consiguiente, conocer, analizar y comprender muy bien cuál es el papel
y el grado real que los medios de comunicación están jugando en la construcción de la imagen que
los mexicanos tienen de los indígenas. En ese sentido, atención especial ocupa el caso de los
jóvenes, quienes dependen mucho más de los medios para obtener información y entre quienes se
ha observado un impacto más fuerte a la exposición a contenidos informativos (Muñiz y
Maldonado, 2011). De ahí, la necesidad de tener en cuenta (y si es el caso de regular) la influencia
que los medios de comunicación han tenido y tienen en la construcción de estereotipos y cómo,
las formas de consumo televisivo e internet, influyen en la imagen que en torno a minorías sociales
(como lo son los indígenas) se ayuda a fomentar. Otro foco importante de atención son las formas
en las que estos grupos terminan integrándose en espacios sociales como el sistema educativo y
cómo dichos estereotipos pueden traducirse, finalmente, en actitudes, oportunidades y formas
concretas de integración o exclusión.
Pero, aunque pudiera parecer inicialmente ingenua la pregunta, ¿por qué es importante dar
cuenta de estos temas, de estas cuestiones? ¿Por qué es conveniente saber acerca de la formación
de prejuicios, cómo se conforman los estereotipos y cuál es la influencia real que éstos tienen?
Finalmente, ¿cuál es la intención real que ha movido o mueve a los autores que han participado en
esta obra? ¿Hay tan sólo una intención meramente descriptiva o se lleva a la par –aunque a veces
4 Lo que da cuenta nuevamente de la falta de una comprensión oportuna o verdadero interés de lo que significa la
tolerancia.
5
de manera soterrada– juicios de valor e incluso intentos de normativización? Si estamos atentos,
podremos ver que la mayoría de los trabajos y opiniones que se expresan en torno a la diversidad
es positiva. Sin embargo, en principio no tendría por qué ser así. ¿Por qué respetar la libertad o la
dignidad de los otros? ¿Por qué la tolerancia o la pluralidad son valores aceptables?
A menudo se habla de conceptos, valores y principios como libertad, igualdad, autoestima,
respecto, dignidad, tolerancia, diálogo,… Elementos que no son exclusivos sino comunes y
compartidos por distintas corrientes éticas. Es el caso de la ética dialógica, la ética civil (o cívica)
y la ética intercultural. Ahora bien, estas cosmovisiones o preconcepciones que apuestan
afirmativamente por estos conceptos o valores, que colocan estos criterios como puntos de partida
desde los cuales deberíamos tomar nuestras decisiones (individuales o sociales), no son sino
respuestas concretas, unas más, entre las muchas que se han ensayado a lo largo de la historia. En
ese sentido señala Bilbeny (2012), “la ética occidental ha ido ampliando el círculo de su público.
Se hizo transindividual, con los griegos…, transreligiosa, con la Ilustración,… el punto de vista
“cosmopolita” o transnacional se afianza en el siglo XX” (p. 17). Sin embargo, señala el filósofo
español, el paso a una mentalidad intercultural –como la que está presente y sobre la que se levanta
finalmente este libro y la mayoría de las propuestas actuales– no es tan sencilla. La mentalidad y
discurso que se promueve, “por muy inteligible y loable que resulte para todas las culturas, sólo
es comprensible y aplicable por los miembros de la cultura desde la cual –y, no pocas veces, por
la cual– se produce este discurso” (Bilbeny, 2012, p. 18). Eso significa que los textos, las ideas,
posiciones, conceptos, trabajos a los que acudimos en busca de respuesta o inspiración no han sido
construidos desde la nada, desde espacios completamente neutrales y ajenos a preconcepciones
culturales y académicas. Por el contrario, tienen su razón de ser dentro del contexto cultural,
académico e intelectual dentro del cual han sido desarrollados. Esta advertencia desde luego no es
nueva, pero nos obliga a señalar y reconocer el lugar desde el que entendemos la tolerancia y el
papel que ésta ocupa a la hora de intentar construir verdaderas sociedades interculturales, justas y
libres. Se trata, en esta ocasión, de construir o argumentar a partir de o en torno a tres de las
principales teorías éticas que imperan en el actual contexto intelectual hispanohablante: la ética
discursiva, la ética cívica y la ética intercultural.
6
La aceptación positiva de la pluralidad y el diálogo intercultural como condiciones de
posibilidad de una ética universal
Más allá de los debates existentes entre aquellos autores que sostienen que no cabe
establecer una ley ética general y que, por consiguiente, la moralidad ha de ser examinada siempre
en cada caso concreto y particular (éticas de situación) y aquellos otros autores que sí admiten un
principio supremo de la ética (éticas de esencia) (Martínez, 1999), lo cierto es que una de las
grandes pretensiones históricas de la ética ha sido la de su universalidad, la de llegar a construir o
constituir una ética universal. Una pretensión que se ha topado con el gran problema de su
fundamentación y legitimación. Intentos se han dado muchos y de diferentes tipos. Encontramos
así autores que, como San Agustín, señalaron la palabra de Dios como el criterio último sobre el
cual debía basarse toda ética. Para San Agustín –señala Etxeberria (1994)– "el cristianismo tiene
el monopolio de la verdad en las cuestiones ético-religiosas; este pensador se pronuncia además
en contra del principio de seguir la propia conciencia excepto cuando sea recta (?) y hace una
penosa interpretación desgraciadamente influyente del 'fuérzales a entrar' (Lc 14, 23) de la
parábola de la invitación al banquete" (p. 2). En Dios es, por consiguiente, donde vamos a
encontrar –bajo esta perspectiva– el fundamento último de la ética, una ética que, dicho sea de
paso, no considera el diálogo y la tolerancia como principios o valores fundamentales.
Por su parte, autores como Thomas Hobbes señalaron la sociedad como el lugar en donde
debemos buscar y podemos encontrar los fundamentos últimos, legitimadores de toda nuestra
conducta. Ahora bien, esta posición choca directamente con el carácter y pretensión universalista
de la ética antes señalado. De ahí que autores como Immanuel Kant, George Edward Moore o
David Ross buscaran el fundamento último de la ética en una razón universal de la que
participemos todos. Para Kant, la buena voluntad y el uso adecuado de una racionalidad práctica
puede llevarnos de manera autónoma, casi como una suerte de mano invisible –tomando prestado
este término supuestamente smithiano–, a la construcción de una auténtica sociedad justa y libre,
a una ética universal. Hegel, sin embargo, a pesar de haber sido educado bajo los mismos prejuicios
que Kant, según los cuales todos los hombres disponen de un mismo y permanente repertorio
conceptual, pudo ver muy pronto cómo todo concepto debía entenderse siempre desde el contexto
espaciotemporal en el que se había desarrollado.
7
Fue no obstante desde la antropología desde donde se hicieron las más importantes
aportaciones que permitieron superar el "autismo moral" al que parecía conducir el racionalismo
kantiano. La razón seguía siendo el centro, pero ésta debía verse –señala en ese sentido Carlos
Castrodeza (1999)– como un producto biológico, como el resultado de un proceso evolutivo
accidental. La razón humana debe ser vista por consiguiente como una razón biológica, una razón
que no ha sido diseñada ni para alcanzar verdades absolutas ni transcendentales, ni para
organizarnos según modelos de justicia universal. Su razón de ser es “conocer para sobrevivir”. Si
bien es un fruto accidental, permaneció y se desarrolló gracias a las posibilidades adaptativas y de
sobrevivencia que facilitaba.
¿Significa eso que debemos buscar entonces los fundamentos últimos de una hipotética
ética universal en la biología? Clifford Geertz, uno de los antropólogos más importantes del siglo
XX, es claro y contundente en ese sentido. Nuestra conducta, nuestras decisiones y acciones –
vendría a decir–, así como los modelos, normas y leyes en torno a los cuales tomamos nuestras
decisiones y actuamos, no están completamente determinados biológicamente (Geertz, 1988). El
ser humano es un ser inacabado, un ser abierto al mundo, un ser que puede y debe elegir. La
selección natural nos ha dotado de una extraordinaria capacidad para generar infinitud de
respuestas, de conductas sensibles a las necesidades adaptativas impuestas por el entorno (Cronin,
2007). Somos, en términos de Clark (2007), “criaturas cuyas mentes son especiales precisamente
por estar diseñadas para combinarse y encajar con los ardides neuronales, corporales y
tecnológicos” (p. 107). Criaturas que, al llevar a cabo interacciones, cambian.
El cerebro, producto de la evolución –no sólo biológica también cultural como veremos–
es la condición de posibilidad de la experiencia emocional y, con ello, del desarrollo de conductas
que se traducen dentro de contextos culturales determinados en hábitos y creencias (Bilbeny, 2012,
p. 34). La neurofisiología cerebral no presenta variaciones entre grupos raciales o étnicos, la
especie humana en su totalidad está igualmente capacitada para llevar a cabo procesos evaluativos.
De ahí que, las diferencias que encontramos en el comportamiento dependen del aprendizaje
cultural y la elección individual5. Es necesario por ello saber distinguir entre la capacidad de hacer
5 Si bien no es este el momento de profundizar en ello, sí que es necesario saber distinguir la capacidad de hacer juicios
(fruto de la evolución biológica) de las normas concretas con arreglo a las cuales llevamos a cabo dichos juicios
(resultado de la evolución cultural). De ahí, señala Francisco J. Ayala, la necesidad de entender e intentar dar cuenta
de las condiciones bajo las cuales se hace posible llevar a cabo juicios morales –que es a lo que se está refiriendo
8
juicios (fruto de la evolución biológica) y las normas concretas con arreglo a las cuales llevamos
a cabo dichos juicios (resultado de la evolución cultural). De ahí la necesidad de entender e intentar
dar cuenta de las condiciones bajo las cuales se hace posible llevar a cabo juicios morales, antes
de adentrarnos en la forma en la que se construyen e intentan legitimar los códigos morales
concretos (Ayala, 1981) y (Serrano-Bosquet, 2013).
¿Qué significa esto? Que el ser humano, lejos de razonar y responder de manera autónoma,
independiente y descontextualizada, como podría haber apuntado Kant, responde siempre desde
contextos sociales, culturales o naturales determinados. Los seres humanos somos seres
inacabados –señalábamos anteriormente– “que nos completamos como humanos gracias a la
cultura. O, dicho de otro modo, llegamos a ser humanos sólo por esquemas culturales en virtud de
los cuales ordenamos y dirigimos nuestras vidas” (Etxeberria, 2004, p. 16). No hay, por
consiguiente, respuestas únicas, universalmente válidas, independientes del contexto dentro del
cual se dan. No podemos, por tanto, construir modelos de comportamiento, conducta y convivencia
apelando única y exclusivamente a la biología o a una razón autónoma y bien intencionada como
proponía Kant. Toda construcción de modelos de vida se lleva siempre a cabo dentro de un
determinado contexto social y cultural6. Y debemos recalcar en un determinado contexto social y
cultural, ya que ese ser cultural que somos no se expresa en una única cultura común: cada
individuo se concreta en una cultura, en un contexto cultural que le facilita las normas y códigos
morales concretos con arreglo a los cuales el sujeto, finalmente, hacen sus juicios morales (Ayala,
1981). De ahí –vendrían a señalar todos estos autores– que no debamos intentar construir una ética
universal a partir de una supuesta razón común y universal, independiente de las distintas
condiciones culturales en las que la razón biológica se expresa. Debemos reconocer, por el
contrario, el hecho de la multiculturalidad como algo innegable, no como una elección, sino como
una expresión de la condición humana (Etxeberria, 2004). No somos animales culturales, sino
animales multiculturales.
Ante tal hecho necesitamos, por consiguiente, construir modelos de convivencia, éticas
normativas –no sólo en el caso mexicano con el que empezamos sino prácticamente en cualquier
Bilbeny–, antes de adentrarnos en la forma en la que se construyen y e intentan legitimar los códigos morales concretos
(AYALA, 1981, pág. 172). Para quienes deseen profundizar un poco más en estos temas se recomienda revisar F.Javier
Serrano-Bosquet, Ética y biología en las políticas públicas (2013, pág. 11). 6 Un contexto cultural dentro del cual se va a llevar a cabo, tal y como hemos visto previamente que señala Ayala, la
construcción de las normas y códigos morales concretos con arreglo a las cuales llevamos a cabo los juicios morales.
9
sociedad actual– que nos ayuden a articular las dimensiones biológicas y culturales, individuales
y colectivas, así como los polos teleológicos y deontológicos de la ética, desde la aceptación de
sociedades pluralistas y multiculturales. Eso llevó a los continuadores de Kant a señalar que la
universalidad a la que aspiraba el pensador de Königsberg tan sólo fuera posible escapando del
solipsismo al que empujaba su racionalismo. Señala en ese sentido Apel (1992, p. 17) la necesidad
de reemplazar el a priori ineludible del “yo pienso” de Kant por el a priori “yo argumento”. Un a
priori desde el que es posible reconstruir desde una perspectiva dialógica los conceptos clásicos
de persona e igualdad (Cortina y Martínez, 2001).
Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser reconocidos como personas,
puesto que en todas sus acciones y expresiones son interlocutores virtuales, y la
justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a
ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión. (Apel, 1985, p. 380)
La persona, presentada ahora como interlocutor válido, debe ser reconocida como tal por
la comunidad de hablantes a la que pertenece. Con ello no se quiere decir que todos los
participantes tengan que hablar el mismo idioma, sino que deben ser parte del diálogo, pertenecer
a la comunidad de hablantes (de los que van a hablar), todas las personas o comunidades que
puedan verse afectadas por las normas o decisiones a adoptar. En el caso de México, el
establecimiento de las nuevas relaciones sociales, económicas, políticas y culturales debe darse a
partir de un diálogo en el que participen y se encuentren correctamente representados los distintos
pueblos indígenas. No cabe por consiguiente que ninguna persona, ningún interlocutor válido, sea
excluido a priori de la argumentación cuando ésta versa sobre normas que le afectan. De ahí que,
vendría a señalar Habermas (1992), “sólo son válidas aquellas normas de acción con las que
podrían estar de acuerdo todos los posibles afectados como participantes en un discurso práctico”
(p. 117).
Ahora bien, esto obliga por un lado a subrayar que todo ser humano debe ser reconocido
como persona con igualdad de derechos; por otro lado, y máxime en países como México, a afirmar
la existencia de una pluralidad, de una diversidad de concepciones en torno a "lo bueno". Entonces,
“¿podemos, o incluso debemos suponer que hay una pluralidad [y esto significa: una variedad
(diversidad)] de lo bueno tal que estamos comprometidos u obligados, de algún modo, a asignar
10
el mismo respeto a todas las diferentes formas de lo bueno?” (Apel, 1997, p. 202). Como señala
Correa-Casanova (2008), la respuesta de Apel es positiva al subrayar la necesidad de una tolerancia
afirmativa, aunque ello introduzca una importante dificultad: “el reconocimiento de una pluralidad
o variedad de lo bueno, al parecer, favorecería cierto tipo de relativismo y subjetivismo [algo
semejante a una idea de verdad separada de la idea de validez intersubjetiva universal]” (Apel,
1995, pp. 37-145). Sin embargo, admite Apel (1997), no sólo es posible el diálogo entre diversas
culturas (Correa-Casanova, 2008), sino que es necesario prestar especial atención a la
automanifestación libre de las variadas formas de vida sociocultural que se dan en la sociedad
multicultural.
Ello requerirá, según Apel (1997), la superación del modelo de “tolerancia negativa”
(negative toleration), propio del liberalismo clásico basado en la indiferencia hacia formas
distintas del ethos comunitarios. En su lugar, propone el filósofo alemán un modelo de “tolerancia
afirmativa” (affirmative toleration) basada en la apreciación –como veremos dentro de la línea de
John Stuart Mill (1859/2004)– del valor que genera en la cultura humana general y el compromiso
social de los individuos de las diversas tradiciones. Por todo ello, señala Etxeberria (2002, p. 140)
–pero ya no desde una ética discursiva sino cívica–, el pluralismo debe ser asumido al menos por
tres razones:
1. Como el ambiente más adecuado para que el valor decisivo de la libertad pueda
expresarse.
2. Como el modo más propicio para la búsqueda de la verdad desde la conciencia de que
ésta no la posee nadie plena y definitivamente. Hay que avanzar hacia ella desde la
confrontación respetuosa.
3. Como el marco más adecuado para reconocer la igualdad entre los diversos grupos
ideológicos y etnoidentitarios.
Como podemos ver, el pluralismo pasa a ser considerado bajo esta óptica, gracias a su
conexión con la libertad y la igualdad, como un valor en sí. Sin embargo, así como se enfatiza en
la posibilidad del diálogo entre diversas culturas, estos autores también señalan la necesidad de
establecer criterios que permitan aceptar o rechazar determinadas tradiciones culturales. Ello
supone, en términos de Maureira y Siurana (1997), presuponer la necesidad de llegar a consensos
11
entre diversas culturas, al menos como idea regulativa. Para ello, propone Etxeberria (2002), es
necesario comenzar haciendo una distinción entre los ámbitos privado y público7. Tenemos de un
lado al "hombre", que formula sus proyectos de bien, de felicidad, de autorrealización, y por otro,
al "ciudadano" que se guía por reglas universales de justicia que regulan la participación política
y la convivencia. De ahí, que la ética cívica remita finalmente a los Derechos Humanos tomados
en su indivisibilidad y relativos tanto a los derechos civiles y políticos, como a los derechos
económicos, sociales y los deberes de intervención a favor de los otros. Desde esta perspectiva, la
ética cívica tiene tres funciones u objetivos generales (Etxeberria, Temas básicos, 2002, pp. 145-
146):
1. Unificar colectivos con diferentes éticas de máximos en torno a un núcleo que permita
la convivencia justa y desde el que todos puedan participar en la vida pública.
2. Fungir como referencia inspiradora, justificadora y crítica de las instituciones comunes
que se creen para regular el pluralismo y mediar la construcción de la sociedad justa.
3. Señalar aquellas cosmovisiones totalizantes que, como éticas de máximos, no respetan
los mínimos morales que ella propone.
Sin embargo, señala Bilbeny (2012), este intento por identificar el proyecto de una ética
mundial o global con la idea de un "mínimo común moral", de actuar según unos principios
morales básicos, compatibles con los distintos códigos morales de "máximos", adolece de algunos
problemas relacionados con las inconsistencias que presenta la misma idea de un "mínimo común
moral":
1. La expresión en sí es casi una redundancia. Lo que es mínimo se supone ya común.
2. Un código moral no puede ser presentado como mínimo, ya que antes o después puede
ser puesto en duda por mucha gente. Estamos hablando de valores y exigencias en las que
van en juego muchas cosas importantes.
3. El término "moral" puede ser rechazable tanto por su ambigüedad como por sugerir
formas de coacción.
7 Ámbito privado: Es el ámbito o espacio de creencias, proyectos personales, de intimidad como el familiar, en donde
cada uno es libre de regular como mejor le parezca.
Ámbito público: Es el ámbito de las normas jurídicas y políticas de obligado cumplimiento.
12
A ello hay que sumar, según Bilbeny (2012), el hecho de que la teoría cívica adolece, como
el resto de teorías éticas desarrolladas hasta ahora, de pensar sólo en la existencia del hombre, no
de los hombres. Un hombre, sea dicho de paso, que representa la imagen que los hombres concretos
tienen de sí mismos dentro de la cultura en la cual la teoría se inscribe. Así como la teoría ética
griega fue hecha para los griegos a partir de la imagen que del hombre –de ellos mismos– tenían,
la ética del discurso –por ejemplo– fue hecha para quienes están dispuestos al discurso de uso
académico occidental. De ese modo, la “universalidad” de los discursos de la ética se ha revelado
como una ambición limitada y particular. A la contradicción lógica que supone el hecho de que
esta ética universalista esté reñida con los particularismos que quiere superar –por ser
particularismos– sin dejar de ser ella misma particularista, se une una contradicción práctica: “no
se han podido o querido evitar los acentos localistas, el habla, aún, de la propia comunidad cultural,
en un lenguaje, sin embargo, que se quiere común y sin límites ideológicos” (Bilbeny, 2012, p.
18). De ahí la necesidad de una ética intercultural que parta de un sustrato común a todos los
humanos que, si bien proviene no tanto de la cultura como de la biología, sí contempla a aquella
como condición para una ética compartida. Es necesario, por consiguiente, el reconocimiento de
unas condiciones reflexivas que posibiliten una verdadera ética intercultural. Unas condiciones
que vienen expresadas finalmente en tres reglas formales; autonomía, reciprocidad y reflexividad,
y dos valores o pautas interculturales básicas: la aceptación y el respeto mutuo (Bilbeny, 2012).
Una aceptación y respeto mutuo que, a pesar de los esfuerzos diferenciadores que pareciera
llevar a cabo Bilbeny (2012), constituyen el núcleo central en torno al cual giran tanto las
propuestas dialógicas y cívicas para las que es fundamental fomentar el diálogo en el que todos
los implicados estén oportunamente representados y donde, ante todo, se dé un absoluto respeto
por la dignidad tanto de la persona como de las distintas comunidades. Ello significa, finalmente,
hablar de tolerancia y reconocimiento. Bilbeny (2012) señala, no obstante, la necesidad de ir más
allá al considerar que la tolerancia y el reconocimiento son insuficientes ya que no poseen, en
principio, el carácter ético activo que sí posee la aceptación. Ésta, la aceptación, supone una acción
bilateral y abierta por parte de todos los implicados, una interacción y el recibo de buen grado del
otro. Algo que es imposible sin el entendimiento y la participación en reciprocidad.
Tiene razón Bilbeny (2012) cuando señala que la tolerancia es, ciertamente y a fin de
cuentas, una creencia moral y política connotada por la cultura occidental individualista. Sin
embargo, tolerar no significa simplemente “soportar al otro”, “consentirlo” o dejarle que viva su
13
vida mientras nos deje vivir la nuestra. Desde la ética cívica también se denuncia que la falta de
interés y acercamiento hacia los otros, puede dar lugar a la generación o no evitación de conductas
de marginación de individuos o minorías8. Autores como Cortina y Martínez (2001) desde la ética
dialógica y Etxeberria (1994) desde la ética cívica, también intentan ir como Bilbeny (2012) más
allá de la actitud de supremacía y paternalismo que éste denuncia. Los tres autores subrayan la
necesidad de tener presente y darle nuestro apoyo al otro. Reclaman también –al igual que los
autores de los capítulos que componen esta obra– la necesidad de implicarse y comunicarse más,
de compartir con el o los otros la aceptación de las condiciones indispensables para expresar
acuerdos y desacuerdos, así como el marco de diálogo y los estímulos personales imprescindibles
para entrar en conversación.
El problema surge cuando, tal y como hace Bilbeny (2012), se entiende la tolerancia única
y exclusivamente desde su primera conceptualización clásica, la negativa, sin tener en cuenta su
posterior desarrollo hacia formas más activas y positivas. Una concepción que, arrancando del
utilitarismo de John Stuart Mill (1859/2004), llega hasta nuestros días y ve en la diversidad una
forma no sólo de convivencia paralela, un mal menor, sino una oportunidad de crecimiento y
aprendizaje por parte de todos los implicados. Ahora bien, una cosa es el marco ético-teórico desde
el cual se establecen o proponen principios, fundamentos y conceptos en tornos a los cuáles debería
platearse la vida en común dentro de un contexto multicultural y, otra muy distinta, las distintas
formas bajo las cuales se termina expresando esta vida en común. Una cosa es la tolerancia en o a
la diversidad y otra muy distinta la forma o formas en las que se vive ésta. Mientras las propuestas
hechas desde la ética dialógica, la ética cívica y la ética intercultural –pero sobre todo de los autores
que en esta obra participan– coinciden en buena medida en torno a una serie de elementos o puntos
comunes sobre la tolerancia de la diversidad y la necesidad de vivir ésta de manera activa e
integradora, las formas concretas en que se materializa dependen finalmente de la actitud de los
individuos y comunidades implicadas. En cualquier caso, tanto las propuestas hechas desde la ética
intercultural como las apuntadas desde la ética cívica y la ética dialógica, apuntan finalmente a
modelos de sociedades interculturales o multiculturales9.
8 Un error mucho más evidente de Bilbeny (2012) lo encontramos cuando afirma que “la máxima contradicción de la
tolerancia respecto de sí misma es el de dejar hacer a los intolerantes, lo que puede conducir al fin de aquella.” (p.
148). Como ejemplo de este error puede consultarse el texto de Etxeberria (1994), Sobre la intolerancia y lo
intolerable al que hemos estado ya haciendo referencia. 9 Con excesiva regularidad se utilizan como sinónimos expresiones como Multiculturalidad, Multiculturalismo e
Interculturalismo, sin embargo es fundamental tener una idea mínimamente clara de lo que son, significan y
14
Vista la enorme coincidencia existente entre estas propuestas, cómo finalmente parecen
apuntar a modelos de convivencia muy parecidos, estimamos oportuno dejar a un lado los puntos
discordantes –que aunque existen no aportan realmente nada al tema que ahora nos ocupa– y ver
en su lugar, aunque sea de manera muy sucinta, algunos de los rasgos o elementos principales de
la tolerancia como condición de posibilidad de dichos modelos, principalmente, de las sociedades
interculturales.
La tolerancia como condición de posibilidad de una sociedad intercultural
Para poder ver con mayor claridad este proceso bajo el cual la tolerancia se erigió como
condición de posibilidad de una sociedad intercultural es necesario comenzar recordando, tal y
como señala Silva-Herzog (2005), que la tolerancia precede al liberalismo. Es decir, comenzar
recordando que, en esencia, la tolerancia no es liberal y que, por consiguiente, no podemos
identificarla originalmente con el liberalismo. Por el contrario, se originó en un cálculo, no en un
valor, es una decisión prudencial del poder, no una estimación positiva de la diferencia.
Posteriormente, eso sí, fue girando hacia posiciones más cercanas al pensamiento liberal. Ello nos
obliga, a la hora de hablar de la tolerancia y de las distintas formas en las que la multiculturalidad
se puede expresar, a recordar los tres momentos por lo que ha pasado su comprensión ligados con
las tres principales razones sobre las que se ha gestado y definido: dos razones negativas y una
positiva. Empecemos por las negativas, ya que fueron las primeras en surgir históricamente.
Originalmente la tolerancia surgió como respuesta ante la constatación de lo excesivamente
costosa que resultaba (Jean Bodin) y lo contraproducente que salía (John Locke) la intolerancia.
Tal y como señala Schooyans (2004) la figura y obra de Jean Bodin (1530-1596) fue, junto a las
guerras de religión, fundamental para el nacimiento y desarrollo a partir del siglo XVI del tema de
la tolerancia. En su obra de 1593 Colloquium Heptaplomeres de rerum sublimium arcanis abditis
–inédito hasta 1857– Jean Bodin abordó cómo no se había hecho nunca hasta la fecha el problema
representan cada uno de ellos. Mientras la Multiculturalidad hace referencia al hecho mismo de la diversidad cultural,
el Multiculturalismo y el Interculturalismo son, junto al Asimilacionismo, el Raci(ali)smo, la Xenofobia y el
Mestizaje, distintas formas en las que se o expresa el hecho de la multiculturalidad. En este momento no podemos
entrar a describir cada una de ellas, sin embargo, nos atrevemos a adelantar el interculturalismo como el lugar en
donde se produce un mayor contacto y aceptación (en términos de Bilbeny) entre los distintos individuos que
componen una sociedad. Si alguien estuviera interesado en profundizar en la descripción y comprensión de estos
modelos, de lo que significan y cuáles son las principales diferencias existentes entre unos y otros, le recomendamos
comenzar revisando la obra de Xabier Etxeberria, Sociedades multiculturales (2004).
15
de la diversidad religiosa y cultural. Su intención era, según Dilthey (1947), mostrar a través de un
diálogo ficticio cómo, en una sociedad de personas piadosas y cultas, prevalece el anhelo de paz y
penetra en el ambiente la necesidad de mantener siempre las formas sociales, aún en medio de la
más violenta discusión10. Así, en el Colloquium "no sólo se anuncia la doctrina de la tolerancia,
sino que se reclama la concordia de todas las religiones: los creyentes de las diversas religiones
deben coincidir en piedad, justicia y amor recíproco... la concordia y la tolerancia que se anuncian
en el diálogo se fundan en el sentimiento de afinidad de todas las religiones” (Dilthey, 1947, citado
en Moreno García, 2008). De ese modo, la tolerancia funge –según Bodin (1857/1998)– como un
elemento integrador, como un medio que permite evitar los costos excesivamente altos de la
intolerancia. Bodin es capaz de recopilar así las posiciones vigentes de su época a la vez
que adelanta la posición moderna que apela a la construcción de ámbitos o espacios de discusión
común a las diversas posiciones.
La Carta sobre la tolerancia de John Locke publicada en 1689 significa no sólo un antes
y un después en la conceptualización occidental de la libertad de culto. A lo largo de la misma el
autor inglés da no sólo respuesta a la guerra de religiones, hace no sólo un llamado al
entendimiento entre los cristianos. Esta carta es, ante todo, un llamado al entendimiento mutuo
entre individuos de diferentes religiones y un reflejo del incipiente espíritu demócrata y moderno,
es un llamado al auxilio o rescate de la razón así como de las libertades individuales frente a las
grandes concentraciones de poder. Cuando Locke exhorta a la tolerancia no lo hace tanto por ver
10 Su posición ya había sido recogida en su obra principal Los seis libros de la República (Les six livres de la
République, 1576), sin embargo en Colloquium Heptaplomeres de rerum sublimium arcanis abditis Jean Bodin
abordó el tema de manera más clara, abierta e influyente. Se trata de un diálogo en el que no hay propiamente una
defensa de la tolerancia, sino una puesta en escena, un ejercicio efectivo de la misma (Salas, 1998). En dicho diálogo
participan siete personajes que representan distintas posiciones al respecto. Con este artilugio el autor no pretender
defender ninguna de las posturas o perspectivas presentadas. De hecho, los personajes no llegan a ninguna conclusión.
Su intención es, según Dilthey (1947), mostrar a través de esta conversación cómo, en una sociedad de personas
piadosas y cultas, prevalece el anhelo de paz, penetra en el ambiente la necesidad de mantener siempre las formas
sociales aún en medio de la más violenta discusión. 10 Contraproducente en el sentido de concentración de poder. Su texto “Carta sobre la tolerancia” publicada en 1689
significa no sólo un antes y un después en la conceptualización occidental de la libertad de culto. A lo largo de la
misma no sólo intenta dar respuesta a la guerra de religiones, a los conflictos religiosos que se vivieron en Europa tras
la ruptura de la unidad del cristianismo, supone no sólo un llamado al entendimiento entre los cristianos. Esta carta
es, ante todo, un llamado al entendimiento al mutuo entre individuos que difieren en religión, un reflejo del incipiente
espíritu de la democracia y de la modernidad, un llamado al auxilio o rescate de la razón y de las libertades individuales
frente a las grandes concentraciones –como decíamos– de poder. La libertad absoluta, la libertad justa y verdadera,
igual e imparcial, es imposible mientras no hay separación entre Estado e Iglesia, mientras haya concentración de
poder.
16
en ella algo positivo en sí, sino por lo contraproducente de la intolerencia al permitir y fomentar
la concentración de poder. La libertad absoluta, la libertad justa y verdadera, igual e imparcial, es
imposible –dirá– mientras no haya una separación entre Estado e Iglesia, mientras haya
concentración de poder.11
Habrá que esperar hasta 1859 para que, con la publicación de la obra de John Stuart Mill
(1859/2004) Sobre la libertad, la dimensión positiva de la tolerancia comience a adquirir verdadera
relevancia. En esta obra encontramos una de las más apasionantes y bien argumentadas defensas
de la libertad (y con ella de la tolerancia) que se hayan hecho. Una defensa que parte de la
ampliación del ámbito de la privacidad individual (Mill, 1859/2004) y llega al reconocimiento de
la pluralidad y la diversidad de creencias como un derecho beneficioso para la verdad misma
(Izquierdo, 2004). Ésta, la libertad individual, supone para Mill (1859/2004) no sólo una libertad
de conciencia interna y de expresión, también una libertad de gustos, de asociación y de
construcción de proyectos de vida y realización personal según el carácter propio. La tolerancia
pasa así, a ser entendida como aquella “disposición a respetar la inviolabilidad de la esfera privada
de la existencia individual y la exigencia de que la sociedad rehúse interferir con las prácticas
privadas, por excéntricas que sean, ya sea por vías legales o por la vía de sanciones sociales
inadmisibles” (Gutiérrez, 2003, p. 65).
Bajo esta perspectiva la tolerancia empieza a verse como algo deseable en sí mismo al
estimular un tipo de sociedad apreciable (Silva-Herzog, 2005). En ese sentido, señala Izquierdo
(2004), la idea de tolerancia en Mill (1859/2004) “se mueve desde la condescendencia que se tiene
con algo erróneo y criminal, dentro de la posición ortodoxia-heterodoxia, hasta el reconocimiento
de la pluralidad de creencias como un hecho que es beneficioso para la verdad misma” (p. 12). La
tolerancia ya no es vista sólo desde su vertiente negativa, como una forma de evitar o disminuir
las consecuencias de las que hablaban o partían autores como Bodin o Locke, sino que debe ser
vista como algo positivo. Así como es preferible que se imponga la individualidad y la libertad de
expresión, que encuentran su fundamento en su utilidad, pues contribuye al progreso y al avance
en el conocimiento de la verdad, de la misma manera es deseable la diversidad de formas de vida.
11 La extraordinaria riqueza de esta obra nos impide dar cuenta de la misma como debiéramos más allá de lo ya
apuntado. Por ello, más que dar notas breves, siempre parciales y revisables, preferimos recomendar al lector
interesado estudiar no sólo con atención esta carta, también aquellos otros trabajos de John Locke en los que aborda
esta cuestión. Veáse por ejemplo: Essay Concerning Toleration (1667); Epistola de tolerantia ad clarissimum rirum
(1689); Second Letter Concerning Toleration (1690); Third Letter Concerning Toleration (1692).
17
El progreso necesita para Mill (1859/2004) de “una conducta basada en el carácter de la persona,
es decir, en el aspecto individual de los hombres, y no en una conducta inspirada en las costumbres
recibidas, esto es, el mero aspecto social del hombre” (Izquierdo, 2004, p. 26).
Ahora bien, para que pueda darse realmente una diversidad y pluralidad de formas de
pensamiento y vida, es imprescindible –señala Mill (1859/2004)– la tolerancia. En ausencia de la
tolerancia, ni siquiera la institucionalización jurídica del pluralismo puede proteger
suficientemente la diversidad de “las masas democráticas”. Ésta ha de ser vista, por consiguiente,
como algo necesario para que las mayorías no provoquen tal timidez en los individuos que éstos
no se atrevan a pensar de modo heterodoxo, con los perjuicios que ello puede contraer para el
progreso y la ratificación de nuestros juicios; y la tolerancia [es] imprescindible también para
evitar que las personas dejen de pronunciarse sobre la opinión ajena por temor a un
enfrentamiento, con el consiguiente riesgo de aislamiento y de disolución del tejido social.
(Mill, 2004, pág. 49)
En cualquiera de los tres casos encontramos un punto en común de suma importancia: la
tolerancia está relacionada tanto en un contexto democrático, al que siempre apuntaban Locke y
Mill, como en cualquier otro, con el manejo o ejercicio del poder. Un poder que debe entenderse,
tal y como señala Xabier Etxeberria (1994, p. 1), junto otros dos elementos; las convicciones y las
razones. Siempre que hablamos de tolerancia e intolerancia –señala el filósofo vasco– es necesario
ver de qué manera están relacionados estos dos factores claves. La tolerancia –apunta– tan sólo se
puede dar en aquellas circunstancias en las que el sujeto ve violentada alguna de sus convicciones.
Sin embargo, éste –el sujeto– renuncia al poder coaccionante que posee para obligar al contrario a
cambiar aquello que atenta contra las mismas. En ese sentido, es importante recordar las palabras
de Etxeberria (1994) cuando advierte que, si cierto es que “las convicciones se viven
personalmente, [éstas] son acogidas y fomentadas por organizaciones que afirman estar al servicio
de ellas (Iglesias, partidos políticos, movimientos sociales, etc.), cristalizando en las mismas
determinados grados de poder” (p. 1). Ahora bien, no es suficiente con el hecho de que el sujeto
renuncie al uso de un hipotético poder –propio o institucional– de persuasión o coacción frente a
algo que atente contra sus convicciones, para poder afirmar que estamos ante un caso de tolerancia.
Debemos atender también a las razones o motivos por los cuales el individuo toma su decisión. Si
bien son muchas y variadas las razones y motivos que pueden llevar a un sujeto a abstenerse del
uso de su poder, no todos ellos pueden considerarse tolerantes. Es necesario saber cuáles son las
razones que llevan a los sujetos a adoptar unas actitudes u otras, ya que no podemos considerar
18
igual motivos como el miedo, la cobardía o la indiferencia, que razones como el respeto a la
libertad, la verdad o la dignidad. En ese sentido, tan sólo podemos hablar de tolerancia cuando
aquel que tolera lo hace al encontrar razones favorables a su intervención o inhibición, cuando se
trata de un acto intencional en el que entran en juego valores que están por encima de las propias
convicciones.
Cuando el sujeto se hace consciente de que sus convicciones son productos ligados a
contextos históricos, culturales y tradicionales contingentes, que son fruto además de múltiples
interpretaciones y, se hace consciente con ello de sus limitaciones en torno al conocimiento
absoluto de la verdad, estamos hablando de una radicalidad de la tolerancia. Una radicalidad
desde la que es posible, en términos de Paul Ricoeur, una verdadera tolerancia de confrontación.
Bajo este modelo, las distintas convicciones que se presentan llevan a cabo una confrontación
activa que permite, en un marco de tolerancia plural, que las convicciones y las prácticas
resultantes se extiendan no por medio de una fuerza coercitiva, sino de la argumentación y del
testimonio. Desde esta perspectiva, la tolerancia no es vista ni pasivamente (Bilbeny, 2012) ni
como un mal menor, como resultado de un cálculo político (Bodin, 1857/1998), sino como el modo
más adecuado de convivencia. Relacionada estrechamente con los derechos humanos, la tolerancia
expresa así el respeto a la dignidad de todo ser humano, significa una forma de reconocimiento de
la autonomía y libertad de la persona en torno a sus convicciones –incluso su derecho a errar– y el
anhelo de una auténtica búsqueda de la verdad desde el razonamiento y la argumentación.
Conclusiones
Como hemos podido ir viendo, el diálogo, el respeto y la tolerancia han ido apareciendo
históricamente como condición de posibilidad en la construcción de modelos de convivencia
realmente interculturales. Unos modelos que, como señalábamos al inicio, son fundamentales para
poder llevar a cabo una reestructuración del Estado bajo la cual sea posible reconocer la naturaleza
multicultural (en nuestro caso de México) y el establecimiento de nuevas relaciones sociales,
económicas, políticas y culturales con la plena participación de los pueblos indígenas. Para que
ello sea posible, es necesario construir o reconstruir –tal y como hemos estado viendo– marcos de
referencia institucionales, sociales y personales bajo los cuales sea posible un verdadero diálogo
19
intercultural presidido por una comprensión oportuna de la tolerancia de la diversidad. Una
tolerancia que, lejos de ser ya un simple “dejar hacer” o “permitir al otro mientras no moleste”,
supere como hemos visto las viejas y caducas concepciones que han llevado hasta la fecha a
prácticas paternalistas y (principalmente) opresivas. Una tolerancia activa y positiva,
estrechamente relacionada con el diálogo, con el debate intercultural.
Ello no significa tener que aceptar, de ante mano, las posturas y creencias de los otros. Se
trata, por el contrario, de reconocer ante todo la existencia de una serie de necesidades y de
estímulos personales e identitarios para entrar en diálogo y, con ello, aceptar la necesidad de
construir un marco de diálogo bajo el cual sea posible expresar acuerdos y desacuerdos. Algo que,
tan sólo es posible, bajo el reconocimiento, aceptación y respeto a la dignidad de todos los
interlocutores, de todos los afectados. Un reconocimiento y aceptación que, a su vez, resulta
imposible sin un conocimiento, o al menos una verdadera intención de acercamiento y
reconocimiento del otro, de los principios y la cosmología desde la que piensa y construye sus
modelos de vida personal y social. De no darse este conocimiento y aceptación, todo intento por
llevar a cabo una reforma del Estado en el que se intente dar cabida a la plena participación de los
pueblos indígenas resultará vano y estará condenado a repetir una y otra vez toda una serie de
diálogos para-lelos, de viejos modelos paternalistas, controladores y represivos.
De ahí, insistimos, la extraordinaria importancia del re-conocimiento mutuo de todos los
implicados más allá de los estereotipos e imágenes comunes. Unos estereotipos que influyen, y en
la mayoría de las ocasiones perjudican, si es que no hacen imposible, un verdadero diálogo al
impedir el reconocimiento oportuno del otro en su dignidad y diferencia, al condicionar las
relaciones internas y externas de cada grupo, y al condicionar, incluso, la forma en la que se
autodefine cada uno de los grupos identitarios. Recordemos en ese sentido, tal y como ha apuntado
en numerosas ocasiones la antropología social, el papel que juega el reconocimiento de los otros
en la autodefinición y génesis de toda identidad colectiva, así como en la constitución de los
procesos de relación y exclusión que se dan dentro de un determinado grupo. Unas relaciones que
se dan en dos niveles, uno intergrupal (entre los miembros del mismo grupo) del que depende en
buena medida la cohesión del grupo y, otro, extragrupal (con miembros de otros grupos) bajo el
cual se busca el beneficio del grupo sin poner en riesgo su identidad.
Por esa razón, estimamos oportuno concluir señalando la urgencia no sólo de dar cuenta
de la necesidad de hacer mayores esfuerzos de comprensión mutua, de conocer y estudiar desde
20
dónde y cómo se conforman en la actualidad las creencias, valores y actitudes existentes en torno
a los indígenas. También es perentorio, y de manera muy especial, saber de qué manera los medios
de comunicación están influyendo en la construcción de los mismos. Unas imágenes y estereotipos
que, cómo hemos estado viendo, están contribuyendo en la creación, permanencia o disolución de
prejuicios y formas de discriminación. Esperamos sinceramente haber cumplido con los objetivos
y expectativas preestablecidas y, con ello, contribuir en la construcción de nuevos marcos de
diálogo y de vida intercultural desde contextos abiertos a la tolerancia de la diversidad y del
pluralismo. Marcos en donde encuentren lugar tanto las formas negativas iniciales, bajo las cuales
se definió y gestó inicialmente la tolerancia, como los modelos más actuales y positivos apuntados
por autores como Etxeberria (1994) y Bilbeny (2012).
Javier Serrano
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