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Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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Inmanencia y trascendencia en la producción de artificios tecnológicos Iñigo Galzacorta
Universidad del País Vasco UPV/EHU [email protected]*
1. Inmanencia y trascendencia como categorías articuladoras de la filosofía
contemporánea
Parece ampliamente aceptada la tesis según la cual un rasgo constitutivo de la modernidad
radica en que en ella, por decirlo con palabras de Hans Blumenberg, «la trascendencia se debilita
mientras la inmanencia se fortalece» (Blumenberg, 1986: 245). El tiempo nuevo que llega con la
modernidad se caracterizaría así por cierto rechazo o negación de la trascendencia, de lo
trascendente, y, por lo tanto, por una consecuente afirmación del polo opuesto, de la inmanencia, de
lo inmanente1
* Este trabajo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación “El inmanentismo como categoría filosófica articuladora de la filosofía actual” (EHU12/23).
. Si épocas pasadas se habían caracterizado por la postulación de un «más allá» como
garante y sostén del sentido y la inteligibilidad de la existencia, los tiempos modernos se distinguen
por un creciente rechazo de entidades o metas trascendentes, por la progresiva asunción de un
«marco inmanente» como horizonte de vida y de conocimiento (Taylor, 2007: 539 y ss.). En este
sentido, por ejemplo, en el mundo moderno la vida social y cultural no se constituyen ya, como lo
hacían en épocas pasadas, en una «fundación trascendente», esto es, en constante referencia a y
dependencia de un acontecimiento situado en un «más allá» espacial o temporal (Taylor, 2006: 214 y
s.), sino en un plano puramente secular, inmanente, en el que son los propios agentes humanos
quienes establecen, por sí mismos y conforme a su propio interés, su propia constitución (Taylor,
2006: 15 y ss.). De manera similar, en este nuevo «marco inmanente» moderno, el «yo poroso»
(porous self) característico de tiempos antiguos, dependiente de y subordinado a fuerzas externas y
ajenas, sean éstas divinas o demoníacas, da lugar a un «yo amurallado» (buffered self), un sujeto
«independiente» y «auto-responsable», «capaz de controlar sus propios procesos de pensamiento» y
de «rechazar las fáciles comodidades de la autoridad, de los consuelos del mundo encantado»
(Taylor, 2007: 559). El hombre moderno «se mueve en un espacio socialmente construido», un
marco que «se constituye en un orden “natural” que debe contrastarse con uno “sobrenatural”, un
mundo “inmanente”, frente a un posible “trascendente”» (Taylor, 2007: 542).
1 Al respecto, cfr., por ejemplo, además del ya citado Blumenberg, 1986, Blumenberg, 1962 y Taylor, 2006.
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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Pero el rechazo de la «trascendencia» y la consecuente afirmación de la «inmanencia» no sólo
juegan un papel central en el desarrollo social y cultural moderno. También en la filosofía moderna y
contemporánea la noción de inmanencia ha devenido un concepto central. Por lo menos desde que
Kant distinguiera entre un uso «inmanente» y «trascendente» de los principios, esto eso, entre un uso
de éstos que se mantiene dentro de los límites de la experiencia posible y un uso que trasciende, que
va más allá de estos límites (Kant, KrV, A 295 y s., B 352), la noción de «trascendencia» ha sido en
buena medida asociada a los atavismos metafísicos que la crítica filosófica debía tratar de dejar atrás
y la «inmanencia», por tanto, ha pasado a ser una noción filosófica acorde a los nuevos tiempos2. Por
ello, no es de extrañar que algunos de los autores más relevantes de la filosofía de las últimas
décadas, como Gilles Deleuze, Michel Foucault o Giorgio Agamben, hayan tratado de desarrollar
una filosofía acorde con esta exigencia de «no trascendencia», acorde con esta exigencia de
permanencia en y fidelidad a un «plano de inmanencia»3. Por eso, en este contexto, no deja de
resultar significativo que algunos de los más importantes pensadores de los últimos tiempos, como
por ejemplo Heidegger, Derrida o Levinas, hayan reivindicado la noción de «trascendencia» como
categoría central en sus respectivos proyectos filosóficos4
Ciertamente, tal y como ha señalado Daniel W. Smith en un análisis sobre la confrontación
entre Deleuze y Derrida en relación a los diferentes usos de estas nociones como categorías
articuladoras de sus respectivas concepciones de la labor filosófica contemporánea (Smith, 2007),
estas formas en ocasiones contrapuestas de abordar y utilizar las categorías de inmanencia y
trascendencia en la filosofía contemporánea dependen, en buena medida, de la pluralidad de usos y
significados, en ocasiones no exentos de cierta ambigüedad, que estos conceptos han tenido a lo
. Y esto, ciertamente, no para retornar a
posiciones metafísicas anteriores o para reivindicar un nuevo «más allá» que volviera a funcionar
como garante de sentido o fundamento de inteligibilidad. Por el contrario, una característica común
al planteamiento todos estos autores es que a través de la noción de «trascendencia» han buscado
señalar la importancia de cierta dimensión de «exterioridad» o «alteridad», de cierto «fuera de sí»
constitutivo y constituyente de la experiencia misma, pero que, según la reivindicación de estos
autores, ha resultado sistemáticamente negada por algunas de las posiciones filosóficas ligadas a la
hegemonía moderna del horizonte de la inmanencia.
2 Sobre la historia de la noción de «inmanencia» como concepto filosófico cfr. Oeing-Hanhoff, 1976. Sobre el uso kantiano de la noción de «inmanencia» y su importancia en la filosofía posterior, cfr. Rölli, 2004. 3 Sobre la importancia de la noción de inmanencia en la filosofía de las últimas décadas cfr. Agamben, 2008. 4 Sobre la existencia en la filosofía contemporánea de dos grandes líneas de pensamiento separadas por el papel que las categorías de «inmanencia» y «trascendencia» juegan en sus respectivos proyectos, cfr. Agamben, 2008.
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largo de la historia de la filosofía5
Las páginas que siguen pretenden inscribirse en esta línea de trabajo. Asumimos la
inmanencia como único punto de partida, y también de llegada, desde el que es posible pensar. La
filosofía no puede ya pretender recurrir a ningún tipo de entidad o facultad trascedente que sirva para
dotar a la existencia de una seguridad y una consistencia que ya no es posible, y acaso tampoco
deseable. Sin embargo, esa inmanencia está constantemente expuesta a un «fuera de sí», a una
«alteridad» que la trasciende y que resulta como tal constitutiva y constituyente de esa experiencia
. Sin embargo, estas formas divergentes de valorar y utilizar estas
categorías como elementos claves y articuladores de propuestas filosóficas que, por otro lado, quizás
no difieren tanto entre sí, no se debe tan sólo a que en ellas resuenan diferentes modos de usar y
entender dichos conceptos. Además de esto, encontramos dificultades que tienen que ver con la cosa
misma que requiere ser pensada. Esta disputa soterrada entre defensores de la «inmanencia» y
defensores de la «trascendencia» quizás no sea sino un indicio de la dificultad de superar algunas de
las dicotomías procedentes de la tradición metafísica occidental mediante una mera inversión,
mediante una mera la negación de uno de sus elementos y la afirmación de su contrario. Ciertamente,
una noción de trascendencia como la que se ha manejado a lo largo de la tradición metafísica ya no
es reivindicable. Ya no hay entidad trascendente alguna que pueda servir como garante del sentido de
la existencia y fundamento de inteligibilidad del mundo. Estamos condenados a pensar y a vivir en
este mundo y por nosotros mismos, y debemos rechazar cualquier intento de mitigar esta situación
mediante la postulación de entidades trascendentes que prometan unas garantías y un sentido que ya
no es posible, quizás ni siquiera deseable. Pero al mismo tiempo, tenemos que reconocer que la
experiencia humana no es inmanente a sí misma, que estamos atravesados por una alteridad, un más
allá de nosotros que, sin embargo, es constitutivo de nuestra propia experiencia y de nuestra forma de
estar en el mundo. Por eso, en este contexto, no resulta sorprendente que algunos pensadores
contemporáneos, como por ejemplo Jean-Luc Nancy, tratando de hacer frente a este estado de cosas
hayan esbozado categorías como la de «trasinmanencia» (Nancy, 1994: 62) en un «intento de
inscribir la trascendencia … en la misma inmanencia» (Nancy, 2003: 89).
5 Así, por ejemplo, como muestra Smith, en el trasfondo de tanto el recurso deleuziano a la inmanencia como del derridiano a la trascendencia encontramos el intento de desarrollar un pensamiento que supere la metafísica de la «subjetividad». En el caso de Derrida, la trascendencia señala a un «más allá» o «fuera de» una subjetividad que se ha sido concebida como inmanente a sí misma. En el caso de Deleuze, la inmanencia señala a una inmediatez inmanente del flujo de la experiencia ajena a un yo trascendental que se concibe a sí mismo como trascendente al pura flujo de la experiencia. En este sentido, señala Smith, «se puede decir que hay dos formas a través de las cuales uno puede poner en cuestión el estatus del sujeto trascendental …: recurriendo tanto a la trascendencia de lo otro como a la inmanencia del flujo de la experiencia» (Smith, 2007: 47)
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inmanente. Ésa es la situación ante la que se encuentra hoy en día el hombre moderno: arrojado a sí,
pero al mismo tiempo expuesto a y atravesado por un fuera de sí; responsable de sus actos, pero al
mismo tiempo abrumado por la carga del exceso que atraviesa esos actos; creador de orden social y
de cultura, pero al mismo tiempo impotente ante el curso de unas creaciones que en ocasiones se
sorprende en llamar suyas. Para rastrear el modo en que esta singular forma de trascendencia
atraviesa nuestra inmanencia recurriremos al análisis de la producción de artificios tecnológicos.
Será en el análisis del modo en que el ser humano se relaciona con sus propios artificios e
invenciones donde buscaremos precisar algunos de estos elementos que parecen cuestionar y
trascender el horizonte de la inmanencia, sin que, sin embargo, esa trascendencia nos lleve u otro
lugar que a la inmanencia de la que no podemos ni queremos huir. Pero para ello primero debemos
precisar cómo entendemos ese marco inmanentista que se extiende con la modernidad y que con
nuestras reflexiones sobre la producción de artificios tecnológicos queremos contribuir a cuestionar.
2. Inmanencia y producción del hombre por sí mismo
En un breve texto titulado La comunidad desobrada Jean-Luc Nancy sostiene que lo que allí
él denomina «inmanentismo» constituye el «horizonte general de nuestro tiempo» (Nancy, 2001: 16).
O, seamos algo más precisos, que ese «horizonte general de nuestro tiempo» está constituido por
cierta forma de «totalitarismo» que, en la medida que con ello se trata de aludir a un fenómeno más
amplio y fundamental que «el tipo de sociedades o de regímenes» que habitualmente se agrupan bajo
este término, «tal vez sería mejor denominar “inmanentismo”». En este sentido, según los análisis de
Nancy, tanto estas sociedades o regímenes políticos que habitualmente calificamos como totalitarios,
como «también las democracias y sus frágiles parapetos jurídicos» participarían de este horizonte
común de «inmanentismo» (Nancy, 2001: 16). El «inmanentismo» constituye de este modo, en tanto
que «horizonte general de nuestro tiempo», la forma en que un amplio espectro de movimientos
sociales, culturales y políticos contemporáneos concibe sus aspiraciones y sus posibilidades, sus
ideales y sus metas, la forma en que – avancemos una cuestión sobre la que en seguida volveremos –
el hombre moderno se relaciona consigo mismo
Según Nancy el elemento fundamental de ese «inmanentismo» que constituye el horizonte
general de nuestro tiempo radica en el hecho de que en él el ser humano se concibe a sí mismo como
un ser «que produce por esencia su propia esencia como obra» (Nancy, 2001: 15). En este sentido,
observa Nancy, vivimos en una época conformada por el horizonte que surge de «una inmanencia
absoluta del hombre al hombre – un humanismo» (Nancy, 2001: 15), una época en la que a la
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pregunta «¿qué puede ser modelado por los hombres?» inmediata y espontáneamente respondemos,
con Herder, «[t]odo. La naturaleza, la sociedad humana, la humanidad» (citado en Nancy, 2001: 16).
El inmanentismo se presenta así como índice para apuntar a un humanismo según el cual el ser
humano se concibe a sí mismo como producto de su propio producir, un humanismo según el cual el
ser humano se comprende a sí mismo al mismo tiempo productor y producto de sí mismo. Conforme
a este horizonte de inmanentismo, la vida en sociedad o en comunidad, las formas culturales o
vitales, los valores e ideales que constituyen nuestra humanidad son concebidos como resultados de
un proceso de producción en el que el ser humano es al mismo tiempo productor y producto, agente
y resultado, principio y fin de su hacer. Si, como algunos han señalado, «vivimos en la era de las
cosas fabricables» o, más aún, en una era en la que «no existe nada que no sea fabricable»
(Marquard, 2000: 75), conforme a este horizonte de «inmanentismo» la propia humanidad, esto es,
su historia, su vida en sociedad o en comunidad, sus valores y concepciones del mundo, incluso su
propia naturaleza, se convierten en algo fabricable, producible por aquel mismo agente que es el
resultado de ese mismo producir6
Pero, ¿en qué sentido cabe llamar «inmanentismo» a este régimen de sentido, a este horizonte
«humanista» según el cual el ser humano es producto y productor de sí mismo? O, digámoslo de otro
modo, ¿a qué apunta la noción de «inmanencia» en este contexto? ¿Cuál es el significado de este
término y qué puede aportar con vistas a comprender aquello a lo que Nancy alude cuando hace
referencia a este horizonte de sentido? Como ya hemos apuntado, el sentido de la «inmanencia»
como categoría filosófica no es unívoco. La historia de los usos filosóficos del término es ya larga y
compleja
.
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Parece haber acuerdo en que la historia del término «inmanencia» tiene su origen en el
pensamiento escolástico. Es allí donde se elabora y utiliza la distinción entre una ‘acción inmanente’
. Pero como veremos, algunos de estos usos pueden ayudar a arrojar cierta luz sobre el uso
que Nancy hace de él para caracterizar este modo en que el ser humano concibe su relación consigo
mismo y sobre aquello que se pone en juego con la asunción de este horizonte de sentido.
6 La consideración de que el horizonte moderno de «productibilidad tecnológica de todas las cosas» abarca también, de forma esencial, a la historia, la cultura y, por tanto, a la propia humanidad, constituye un elemento fundamental del análisis de la técnica de Heidegger (cfr., p.ej., Heidegger, 1997: 181 y ss.). De forma más o menos directamente influidas por los análisis de Heidegger, Reinhart Koselleck y Hannah Arendt han dedicado brillantes páginas a analizar la importancia en la constitución de la época moderna de ideas como la de la «factibilidad (Machbarkeit) de la historia» (Koselleck, 1993: 253 y ss.) o la de que las «cuestiones humanas» pueden ser dirimidas y controladas conforme al modelo de la «fabricación» (Arendt, 2005: 242 y ss.). También Marquard ha visto en este intento de dominar, producir y fabricar la historicidad humana un rasgo característico de nuestro tiempo (Marquard, 2000: 75 y ss.). 7 Como señala Oeing-Hanhoff en su entrada «Immanent, Immanenz» en el Historisches Wörterbuch der Philosophie, «la historia conceptual, ramificada en diversos significados, de ‘inmanente’ e ‘inmanencia’ todavía no ha sido suficientemente investigada» (Oeing-Hanhoff, 1976: 221).
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y una ‘acción transitiva’, entre una ‘actio immanens’ y una ‘actio transiens’. En este contexto, si la
segunda se caracteriza por ser una acción que tiene su fin en un objeto o producto exterior a la propia
acción, al propio agente de la acción, la primera se caracteriza por constituir una acción que tiene su
fin en sí misma, esto es, por constituir una acción cuyo efecto u obra permanece en el propio sujeto
de la acción o en la acción misma como sujeto (Meyer, 1970: 76; Oeing-Hanhoff, 1976: 221)8.
Como es sabido, esta distinción será utilizada, en el contexto del pensamiento escolástico, para tratar
de caracterizar y precisar la relación entre Dios y sus propias creaciones9. Sin embargo, más
interesante en nuestro contexto resulta que, como bien señalan los artículos pertinentes del
Historisches Wörterbuch der Philosophie, con esta distinción los autores escolásticos no pretendían
sino retomar y desarrollar, bien es cierto que en un contexto teológico ajeno al originario, una
distinción tematizada en un locus clásico por Aristóteles: la distinción entre praxis y poiesis, entre
«acción práctica» y «producción» o «fabricación» (Meyer, 1970: 76; Oeing-Hanhoff, 1976: 221).
Pues en efecto, de forma similar a lo que hemos visto en relación a la actio immanens y la actio
transiens, si la poiesis es una actividad cuyo fin es un objeto, un producto exterior a la propia acción
y al propio agente de la acción, la praxis es una actividad cuyo fin reside en la propia acción10
8 Y este es justamente el sentido etimológico del término: in-manere es tanto como «permanecer dentro de».
. Si en
la poiesis el fin del agente radica en la producción de un objeto exterior, en la praxis el agente tiene
como fin su propia acción o, digámoslo también de otra manera, se realiza a sí mismo mediante la
realización de su acción. Y como hemos visto, es justamente éste unos de los significados que parece
tener la noción de «inmanencia» tal y como la aplica Nancy en la caracterización del régimen de
sentido propio de nuestro tiempo: en el horizonte inmanentista el ser humano se ve a sí mismo al
mismo tiempo productor y producto de sí mismo. En este sentido, en la constante búsqueda de
convertirse a sí mismo en un producto de su propio hacer, el ser humano se entrega a una acción
inmanente: él mismo se convierte en un producto inmanente de su propio producir. Como veremos,
esta clara distinción y las posibles relaciones que se establecen entre poiesis y praxis, entre una actio
transiens que tiene su fin en la producción de un objeto exterior y una actio inmanens que se tiene en
el agente el fin y la culminación de la acción, jugará un papel importante en nuestra discusión acerca
de los límites de este horizonte inmanentista. Sin embargo, para comprender aquello que está en
9 Será también este el sentido en el que todavía utilice Spinoza el término «inmanencia»: frente a un Dios trascendente que produce un mundo exterior a él, el Dios de Spinoza es causa inmanente del mundo en la medida en que él y su creación son una y la misma cosa: Deus sive Natura (Cfr. Oeing-Hanhoff, 1976: 223). 10 Al respecto, cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VI, 4, 1140a 1-17; VI, 5, 1140b 6 y ss.
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juego en la caracterización por parte de Nancy del horizonte de nuestro tiempo como
«inmanentismo» aún debemos tomar en consideración otro uso filosófico del término «inmanencia».
No en vano, resulta significativo comprobar que Nancy relaciona en su texto este horizonte
inmanentista con la metafísica de la subjetividad o del «para-sí absoluto» (Nancy, 2001: 17), con la
idea un sujeto «autárquico» que no sólo se quiere producir a sí mismo, sino que al mismo tiempo se
concibe como dueño y señor, garante y fundamento de ese proceso de producción del que él es al
mismo tiempo principio y fin. Con ello, Nancy parece poner en conexión la noción de «inmanencia»
con otro de los momentos decisivos en la historia de este concepto: su adopción en el idealismo
alemán como uno de los principios en que se sostiene la metafísica del sujeto absoluto. En efecto, si
el uso del término inmanencia aparece marcado en los primeros siglos de su historia por esta
distinción entre una acción inmanente y una acción transitiva, el uso filosófico de la palabra
experimenta un cambio de la mano de la filosofía de Kant (Oeing-Hanhoff, 1976: 224). En el
contexto de su filosofía transcendental, el término «inmanente» se refiere a aquel uso de la razón que
«se mantiene dentro de los límites la experiencia posible» (Kant, KrV, A 295 y s. B 352). Por el
contrario, «trascendente» es aquel uso de los conceptos y de la razón que se aventura más allá de
estos límites, que los trasciende para ir más allá de los límites establecidos por las condiciones de
posibilidad de la experiencia. Será a partir de este significado que Fichte dará una nueva vuelta de
tuerca al uso filosófico de esta noción de inmanencia. Su sistema, dirá Fichte, es un «criticismo
inmanente». Y es «inmanente», precisará, «porque pone todo en el yo». Por el contrario, añade,
aquella filosofía que «va más allá del yo», aquella filosofía que «pone enfrente y equipara algo (por
principio incognoscible) al yo en sí», no puede ser calificada sino como un dogmatismo
«trascendente» (Fichte, Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre; cfr. Oeing-Hanhoff, 1976:
224). De este modo, el denominado «principio de inmanencia» se constituye como uno de los
principios de la metafísica moderna de la subjetividad: en tanto que el ser humano, o mejor dicho, la
autoconciencia del ser humano se concibe como el sub-iectum, en tanto que no puedo dejar de pensar
todo aquello que es como mi representación, la realidad debe ser concebida como inmanente a un
pensamiento que se reconoce y se quiere a sí mismo como el sujeto11
En este sentido, en esa concepción del ser humano como producto de su propio producir que
según Nancy configura el horizonte general de nuestro tiempo, no sólo resuena la vieja distinción
.
11 También la denominada «filosofía de la inmanencia», de corte positivista, defendida por autores como Kauffmann y Schuppe en su Zeitschrift für immanente Philosophie convertirán en principio de su filosofía la identificación entre «ser real» y «ser consciente» (cfr. Oeing-Hanhoff, 1976: 228).
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entre una acción transitiva y una acción inmanente, sino también esa moderna metafísica
inmanentista de la subjetividad que concibe al yo o a la conciencia como «subiectum», como aquello
que subyace a toda representación y a toda acción y por tanto es determinante de la forma de la
realidad. De la misma manera que el principio de inmanencia «pone todo en el yo», esto es, coloca al
yo, a la conciencia, al pensamiento, como principio y fundamento de todo ser, el inmanentismo al
que Nancy alude como horizonte de nuestro tiempo coloca al ser humano en tanto que agente
consciente como principio y fundamento del proceso de producción de su propio ser. En este sentido,
el ser humano no sólo es concebido como producto y productor de sí mismo, sino que, además, ese
producir es concebido como algo inmanente y autárquico. Ese proceso es puesto por él y gobernado
por él de forma consciente. Es la conciencia humana, el ser humano en tanto que subiectum de su
propio hacer, quien subyace a y pone en marcha, quien rige y gobierna esa producción de su propia
esencia, esa producción y realización de sí mismo. Así, es esta singular acción inmanente gobernada
por el principio de inmanencia, esta singular producción de sí mismo en la que el sujeto y objeto se
identifican, en la que el sujeto no sólo se produce a sí mismo sino que gobierna desde sí y por sí el
proceso de autoproducción, lo que, según Nancy configura el horizonte de nuestro tiempo, el
horizonte que sostiene, sin que seamos siempre totalmente conscientes de él, una amplia diversidad
de proyectos políticos, sociales y culturales modernos.
En su trabajo, Nancy desarrolla la noción de «comunidad desobrada» para tratar de señalar
cierta dimensión constitutiva de nuestra existencia y que, en tanto que excede los límites de ese
horizonte inmanentista, exige de algún modo el cuestionamiento y la revisión de ese marco. Nuestro
propósito aquí también radica en tratar de cuestionar ese horizonte inmanentista, en tratar de mostrar
una dimensión que, como veremos, resulta esencial dentro de ese marco pero que, sin embargo, lo
excede – lo «trasciende» –situándonos ante sus límites. Pero para hacerlo recorreremos otro camino.
Como hemos señalado, un rasgo fundamental de ese horizonte general de nuestro tiempo radica en
que en él el ser humano se concibe a sí mismo como producto y productor de sí mismo, como un ser
«que produce por esencia su propia esencia como obra» (Nancy, 2001: 16; el subrayado es mío), que
la propia «humanidad», la propia «sociedad humana» es concebida como algo «moldeable» y por
tanto fabricable. Así, si, como hemos visto, la poiesis, la producción o fabricación de objetos u
obras, se concebía en su origen en oposición a la acción inmanente, a la acción cuyo fin no es un
objeto externo, sino la propia acción en la que el agente queda definido, resulta cuando menos
significativo comprobar que un rasgo característico de nuestro tiempo radica en la utilización de una
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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serie de términos procedentes de la fabricación, de la producción de artificios, de la acción técnica,
para conceptualizar y apropiarse de la esfera de la praxis, de la acción en la que los seres humanos
nos convertimos aquello que en cada caso somos.
Si creemos a quienes, como Hannah Arendt, han llamado la atención sobre este trasvase de
categorías e intuiciones tomadas de la esfera de la fabricación y producción de artificios a la esfera
de la acción y los asuntos humanos, detrás de este movimiento encontramos el intento de dotar a
estos asuntos humanos, constitutivamente atravesados por la fragilidad, imprevisibilidad e
incontrolabilidad, algunas propiedades características de la técnica y de la producción. Como señala
Arendt, el resultado de la fabricación de un objeto técnico «es un producto tanglible» y, por lo tanto,
«su proceso tiene un fin claramente reconocible» (Arendt, 2001: 222). Por el contrario, la praxis, la
acción en la que los seres humanos nos revelamos como aquello que en cada caso somos, se
caracteriza por poner en marcha toda una serie de procesos de los que uno puede conocer el inicio,
pero nunca el fin; toda una serie de tramas e historias que nos constituyen, pero que están
radicalmente atravesados por la fragilidad, imprevisibilidad e ingobernabilidad; una serie de
procesos, tramas e historias en los que «como máximo podemos aislar al agente que puso todo el
proceso en movimiento», pero en los que «aunque este agente sigue siendo con frecuencia el
protagonista … nunca nos es posible señalarlo de manera inequívoca como el autor del resultado
final de la historia», una serie de historias en las que quedamos constituidos como aquello que
somos, pero que «no son productos, propiamente hablando» (Arendt, 2001: 213). De ahí la tentación,
presente según Arendt en el pensamiento político occidental por lo menos desde Platón, pero que
alcanza su máxima expresión en la modernidad, de «introducir en la trama de las relaciones humanas
las categorías, mucho más cálidas y dignas de confianza, inherentes a las actividades en las que nos
enfrentamos a la naturaleza y construimos el mundo del artificio humano» (Arendt, 2001: 250)12
En las páginas que siguen trataremos de mostrar la futilidad de este intento de domeñar el
carácter constitutivamente abierto, imprevisible e incontrolable de la acción humana, de los procesos
y las historias por las que éste deviene aquello que es; y, por tanto, la imposibilidad de «fabricar» o
«producir» sociedades, formas culturales o valores, de que el ser humano «produzca» su propia
humanidad como «obra». Y lo haremos examinando cómo algunas de las reflexiones filosóficas
contemporáneas acerca de la fabricación de artificios, de la producción de objetos tecnológicos, han
.
12 Sobre el papel que categorías tomadas de la esfera de la «producción» y «fabricación» tienen en cuestiones relacionadas con la esfera de la política, la cultura o la historia, se puede leer también Koselleck, 1993 y Marquard, 2000.
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cuestionado algunas de las categorías que tradicionalmente se han atribuido a estos procesos de
producción tecnológica. Como veremos, los resultados de estas reflexiones acerca del modo en que
el ser humano se relaciona con sus propios productos tecnológicos nos van a servir para cuestionar
los elementos con los que hemos caracterizado ese horizonte «inmanentista» al que Nancy señala
como distintivo de nuestro tiempo. Si se ha tratado de aplicar el modelo de la poesis, de la
fabricación técnica, por su firmeza y seguridad, por constituir un proceso con un claro final, un
objeto exterior y tangible, veremos cómo la distinción entre la fabricación de objetos exteriores y la
acción por la que el ser humano se convierte en aquello que él es queda cuestionada. En la
producción de objetos técnicos nos producimos a nosotros mismos (la poesis es una actio inmanens)
y, por lo tanto, el propio «producir» técnico pone en marcha todos esos procesos e historias de los
que decíamos que, propiamente hablando, ni ningún humano puede considerarse su «autor» y, por lo
tanto, tampoco pueden considerarse nuestros «productos». La producción de artificios tecnológicos
introduce así constantemente un elemento de trascendencia, de alteridad o de exterioridad, en la
constitución de nosotros mismos. Un elemento que muestra que el ser humano nunca puede ser el
subiectum de un proceso de autoconstitución que se concibe como inmanente a sí mismo. No cabe,
por tanto, seguir pensando desde «una inmanencia absoluta del hombre al hombre», no cabe seguir
pensando desde un «humanismo».
Pero para ello primero debemos examinar cuál ha sido la concepción tradicional desde la que
se ha conceptualizado la producción de artificios tecnológicos. Pues, como veremos, será el
cuestionamiento de cierta visión hegemónica y «cuasi-natural» de las relaciones entre el ser humano
y sus productos tecnológicos lo que nos va a permitir ir desarrollando los elementos necesarios para
cuestionar ese horizonte de «inmanentismo».
3. Producción tecnológica y dominio del mundo: la concepción antropológico-
instrumental de la técnica
Suele haber acuerdo entre quienes se dedican a la reflexión filosófica sobre la tecnología en
que nuestra visión de la tecnología y de nuestra relación con nuestros productos tecnológicos está
marcada por cierta concepción heredada y hegemónica que el hombre moderno, desde el ciudadano
de a pie hasta el ingeniero o político encargado de dirigir el proceso de desarrollo tecnológico, asume
por lo general de una forma espontánea como lo más obvio y natural (Feenberg, 2003; Latour, 2001;
Winner, 1979; Heidegger, 2002). Siguiendo a Heidegger, denominaremos este horizonte habitual de
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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comprensión de la relación entre el ser humano y sus creaciones y artificios, la concepción
«antropológico-instrumental» de la técnica (Heidegger, 2002, 6).
Hay también acuerdo entre los autores que hemos citado en que esta visión de la tecnología y
de la producción de artificios tecnológicos que asumimos de forma espontánea se sostiene en dos
premisas fundamentales. En primer lugar, la premisa de la «neutralidad» axiológica de la tecnología.
En segundo lugar, la premisa de la «gobernabilidad» de la técnica (Feenberg 2003; Latour 2001;
Winner 1979; Heidegger 2002).
Según la primera de estas premisas, la tecnología, los artificios tecnológicos, constituyen
objetos axiológicamente neutrales. Ciertamente, se acepta que la tecnología, los productos y
artificios tecnológicos, plantean problemas morales, pero conforme a esta visión de «sentido común»
se considera que lo que plantea estos problemas no es tanto la tecnología en sí cuanto el uso que
nosotros, los seres humanos, hacemos de ella. El uso que nosotros, los humanos, decidimos hacer de
ella. Como se suele repetir para ilustrar esta tesis, «las pistolas no matan, matan las personas»
(Latour, 2001: 211). Los artificios tecnológicos son objetos, y como tales no tienen «fines». Por
supuesto éstos pueden ser instrumentalmente utilizados por los humanos como «medios» para
alcanzar sus fines de manera más efectiva, más eficaz. Pero, en cualquier caso, los fines son propios,
de los humanos, no de los objetos. En este sentido, podemos usar un arma para matar, pero también
para cazar o para defendernos; y ella no tiene ningún tipo de preferencia moral a la hora de servir a
un fin u otro. Podemos utilizar las tecnologías de la información con fines represivos, pero también
con fines libertarios; y es un problema estrictamente humano cómo sean utilizados estos objetos que
como tales son «neutrales», no tienen ningún tipo de preferencia moral. Los artificios tecnológicos
que el ser humano produce pueden ser utilizados como «medios», como «instrumentos» para
alcanzar sus «fines», pero, como hemos dicho, estos fines son propios de los humanos, no de los
objetos. Éstos, en tanto que simples medios o instrumentos, no añaden ni restan nada a estos fines,
son moralmente neutrales, están «libre de valores». En este sentido, el objeto, en tanto que
instrumento para la consecución de algún propósito humano, constituye «un transmisor neutral de la
voluntad que no añade nada a la acción y que desempeña únicamente el papel de vía de conducción
pasiva, una vía por la que, con idéntica facilidad, puede fluir tanto el bien como el mal» (Latour,
2001: 211). Los artificios tecnológicos pertenecen a la esfera de los objetos, exteriores, que esperan
dócilmente a ser utilizados conforme a nuestros propios fines. Por el contrario, los fines alcanzados
mediante estos artificios pertenecen al ámbito de lo humano, de lo cultural o de lo social, en
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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cualquier caso no a la de lo objetual. Los fines son establecidos por individuos, sociedades o
culturas, en cualquier caso por nosotros, los humanos, no por los objetos. Aquello que se haga con
estos productos tecnológicos depende de fines, propósitos y valores establecidos en otros ámbitos
ajenos a la propia producción y fabricación de objetos tecnológicos (Feenberg, 1991: 5).
Pero como hemos señalado esta concepción antropológico-instrumental de la tecnología se
sostiene sobre otra premisa: la consideración de que el ser humano, en tanto que es quien diseña y
produce los artificios tecnológicos, domina y controla el desarrollo tecnológico, que la innovación
tecnológica, por lo tanto, es gobernada y dirigida por el hombre. La naturalidad con la que aceptamos
esta idea no debería sorprendernos en exceso. Al fin y al cabo, si, desde sus orígenes mismos, el
desarrollo de artificios tecnológicos a tenido una finalidad, ésta ha consistido en la realización de
nuestro deseo de ampliar y expandir nuestro dominio sobre el mundo. Y, en efecto, gracias al
desarrollo de la tecnología el ser humano ha logrado incrementar su capacidad para intervenir
eficazmente en el mundo y disponer a su voluntad de él hasta límites insospechados. Y si la
tecnología nos ayuda a dominar el mundo, resulta palmario que, por supuesto, somos nosotros quien
dominamos ese proceso de creciente dominio. Como es evidente, detrás de todos los procesos de
diseño, producción e implementación de artificios tecnológicos siempre encontramos una serie de
agentes humanos que toman decisiones conscientes, generalmente en base a minuciosas
planificaciones y cálculos, acerca de los efectos de estos nuevos artificios y del curso a seguir en el
desarrollo de nuevas tecnologías. Se puede discutir acerca de quiénes son realmente los agentes que
controlan esos procesos y de a qué tipo de intereses y finalidades políticas o económicas responden.
Puede ser que estos procesos estén en manos de unas élites que buscan la satisfacción de sus propios
intereses. En consecuencia, este desarrollo puede aparecer como una imposición, como una
dinámica que nosotros no dominamos, pero no por principio, sino por el simple hecho de que aún no
se han desarrollado los mecanismos democráticos y participativos necesarios para que el proceso de
innovación tecnológica realmente esté bajo control, en nuestras manos. En cualquier caso, lo que
queda fuera de toda duda es la obviedad de que, más allá de quiénes sean en concreto los agentes que
efectivamente controlan ese proceso, el desarrollo de la tecnología está siempre bajo el control de los
seres humanos. Por supuesto, se acepta que en muchas ocasiones los efectos de los artificios
desarrollados pueden ir más allá de los inicialmente calculados y que, por lo tanto, una innovación
tecnológica puede producir consecuencias no previstas ni deseadas por los agentes que los diseñaron.
Pero esto no deja de ser, según esta concepción antropológico-instrumental de la técnica, un simple
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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fallo técnico, es decir, un error subsanable mediante una mejora en los cálculos necesarios para que
los efectos de nuestras tecnologías queden realmente bajo nuestro control. Los artificios técnicos son
meros medios, meros instrumentos para alcanzar de forma más eficaz nuestros fines. Y como medios
o instrumentos, en la medida en que estén bien diseñados, ellos están a nuestro servicio y, por lo
tanto, bajo nuestro control. En este sentido, la producción de artificios tecnológicos puede tener
efectos positivos o negativos, agradables o desagradables, pero en cualquier caso los responsables de
esos efectos son los humanos y, por lo tanto, la posibilidad de una alternativa también estará siempre
en sus manos13
Sin embargo, pese a la naturalidad con la que aceptamos esta visión antropológico-
instrumental de la producción de artificios tecnológicos, en la reflexión filosófica contemporánea
acerca de la tecnología estas dos premisas han sido ampliamente cuestionadas. Tanto la concepción
de una tecnología axiológicamente neutral – y la distinción entre «medios» y «fines» en que ésta se
sostiene – como la asunción de que el ser humano gobierna el desarrollo tecnológico y las
transformaciones que éste pone en marcha se han vuelto problemáticas. Como hemos avanzado, el
cuestionamiento de estas dos premisas nos servirá para problematizar algunos de los elementos
fundamentales de ese inmanentismo al que Nancy apuntaba como horizonte general de nuestro
tiempo.
.
4. ¿Son los objetos tecnológicos «neutrales»? Cuestionamiento de la distinción medios-
fines, o la producción del hombre mediante la producción de objetos.
Como ha señalado Andrew Feenberg, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX toda una
serie de reflexiones filosóficas acerca del poder y el impacto de la tecnología en nuestra cultura han
puesto en cuestión la idea de sentido común según la cual los objetos tecnológicos constituyen meros
medios axiológica y culturalmente neutrales. Todas estas concepciones de la tecnología, que
Feenberg agrupa bajo el rótulo de concepciones «substantivas» de la tecnología (Feenberg, 1991 y
2003), han incidido en que la nítida distinción entre medios y fines en que se sostiene visión
13 En su monografía sobre la Tecnología autónoma (Winner, 1979) Winner recopila algunas sentencias de tecnólogos de los años 70 que expresan con claridad la natural asunción de esta obviedad. Así, por ejemplo, Peter Druker afirma que «la única posible alternativa a ser destruidos por la tecnología consiste en hacer a la tecnología trabajar como nuestra sirviente. En un análisis final, esto significa seguramente dominio del hombre sobre sí mismo, pues si a alguien hay que culpar no es a la herramienta, sino al productor y usuario humano» (Druker, 1967: 32). Por su parte, Samuel Florman señala que «por mucho que deploremos nuestra cultura del automóvil, es claro que ha sido creada por gente tomando decisiones, no por una tecnología fuera de control» (Florman, 1975: 60).
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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hegemónica de la tecnología es cuando menos problemática. Como estos autores han mostrado14, los
objetos tecnológicos, lejos de constituir instrumentos moral y culturalmente neutrales, dependientes
por lo tanto de los fines y valores de propios de los individuos y las culturas que los empleen, poseen
en sí mismos un fuerte contenido moral y cultural. Si nuestra concepción espontánea de los objetos
tecnológicos nos hace ver en ellos simples «transmisores neutrales de la voluntad que no añaden
nada a la acción», por tanto simples medios capaces de servir de forma aséptica y neutral a una
pluralidad de fines o valores culturales independientes de los objetos, estos análisis filosóficos han
defendido que la propia tecnología, los propios artificios tecnológicos, constituyen en sí mismos
poderosos agentes de transformación moral, social y cultural capaces de alterar y reestructurar
radicalmente las sociedades y culturas en que son insertados. Los objetos tecnológicos no
constituyen simples medios apropiados para alcanzar con mayor eficacia algún tipo de fin
previamente establecido y que permanece así inalterado por el uso de esos medios. Por el contrario,
todos estos autores han defendido que cuando diseñamos, producimos y utilizamos un nuevo artificio
tecnológico «también hacemos muchas elecciones culturales involuntarias» (Feenberg, 1991: 8)15.
Las tecnologías no constituyen simples medios neutrales frente a diferentes formas o concepciones
de la vida, sino más bien marcos que condicionan e impulsan determinadas formas de vida. Las
transformaciones y alteraciones que acontecen en la esfera de los objetos cuando se producen nuevos
artificios tecnológicos no tienen lugar simplemente en una esfera exterior al ser humano. Antes bien,
estas transformaciones y alteraciones en los objetos se convierten en transformaciones y alteraciones
de la sociedad, de la cultura, de los valores, de nuestra conciencia e identidad como seres humanos
(Winner, 1979: 16)16
El poder de la tecnología como agente de transformación cultural es algo que resulta
especialmente manifiesto a la luz del papel que ha jugado y juega la tecnología moderna en el mundo
.
14 Según Feenberg la concepción «substantiva» de la tecnología estaría inspirada, de manera más o menos directa, por los análisis de la tecnología de Heidegger y Ellul. Siempre según Feenberg, esta concepción «substantiva» de la tecnología se caracterizaría, además de por esta defensa de la «no neutralidad» de la tecnología, por otros rasgos como, por ejemplo, la asunción de cierto «determinismo» (Feenberg, 2003: 8). En este sentido, resulta quizás pertinente señalar que no sólo los autores que Feenberg agrupa bajo de la concepción «substantiva» defienden esta idea de no-neutralidad de la técnica. Tanto los análisis «constructivistas» de la tecnología como la propia «teoría crítica de la tecnología» que él pretende desarrollar han reivindicado esta dimensión de carga cultural y moral de los objetos tecnológicos (Feenberg, 2003: 9). 15 Ciertamente, cabe plantear la cuestión de hasta qué punto estas «elecciones», en la medida en que son «involuntarias», constituyen realmente «elecciones». Pero esto nos llevaría ya a la cuestión que discutiremos en el siguiente punto: ¿hasta qué punto controlamos los cambios tecnológicos? 16 Probablemente fue Marx uno de los primeros en señalar a la producción de artificios tecnológicos como algo constituyente de nuestras sociedades y nuestra identidad como seres humanos. Así, en La miseria de la filosofía no dudó en afirmar que «el molino a brazo os dará la sociedad con señor feudal; el molino a vapor la sociedad con capitalismo industrial» (Marx, 1979: 169).
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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contemporáneo. Pues, en efecto, si la tecnología es «neutral», ésta debería ser en principio
compatible con una pluralidad de «fines» que apenas quedarían alterados por las herramientas
utilizadas para alcanzarlos. En este sentido, el desarrollo y la expansión de la tecnología moderna a
lo largo del planeta deberían ser compatibles con la pluralidad política y cultural. Por el contrario, la
clara relación entre la expansión de la tecnología y la homogeneización cultural del planeta parece
cuestionar claramente esta noción de una tecnología culturalmente neutral y dar buenas razones para
considerar que la tecnología como tal constituye, si no el factor decisivo, sí, por lo menos, un factor
fundamental de cambio y transformación cultural, que la propia producción de artificios
tecnológicos, lejos de proveer simplemente «medios» neutrales dispuestos a colaborar dócilmente a
la consecución de diversos «fines», no es ajena a la transformación de los «fines» mismos y de los
humanos que los detentan. Como señalan diversos estudiosos del impacto cultural de las nuevas
tecnologías, éstas, lejos de constituir simples medios que utilizamos para alcanzar nuestros fines, se
han convertido en una parte significante del universo humano17
Sin embargo, esto no es sólo cierto en lo que atañe a la técnica moderna. Como han señalado
en las últimas décadas antropólogos, paleontólogos o historiadores de diversa índole, la tecnología y
la humanidad han estado desde sus orígenes mismos entretejidas e implicadas en un proceso de
mutuo condicionamiento tan decisivo en la constitución de nuestra propia identidad que resulta «más
y más difícil trazar una separación entre el reino de lo humano y el de la tecnología», entre «el reino
de los fines y el de los medios», entre «simples objetos y la dimensión propiamente humana»
(Latour, 2002: 247 y s.). En este sentido, como ha defendido insistentemente gente como Bruno
Latour, el análisis del papel que las tecnologías juegan en la constitución del universo de los
humanos nos lleva a concluir que la distinción entre artificios tecnológicos (medios axiológicamente
neutrales) y fines previamente dados (establecidos desde una dimensión puramente humana o, por
volver a los términos de Nancy, desde una «inmanencia del hombre al hombre», desde un
«humanismo») resulta cuando menos cuestionable. Esto no quiere decir que debemos atribuir a los
artificios tecnológicos una finalidad o direccionalidad cultural inherente, que se imponga como tal a
. Hemos pasado a estar tan rodeados
por todas partes, incluyendo también nuestro interior, de nuevas tecnologías, que estas han llegado a
formar parte constitutiva de nuestras vidas, de nuestra identidad, de nuestros valores y horizontes
culturales.
17 Acerca del modo de cómo algunas tecnologías, en este caso las tecnologías de la información, son parte constitutiva y constituyente de nuestra actual identidad como seres humanos se pueden consultar, por ejemplo, análisis como los de M. McLuhan (McLuhan, 1964) o B. Stiegler (Stiegler, 2009).
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
16
los seres humanos. Por el contrario, la cuestión radica en el modo en que en el encuentro entre seres
humanos y sus propios artificios tecnológicos surge, en términos del propio Latour, un «actor híbrido
compuesto», una «asociación de actantes» en las que tanto el ser humano como los propios objetos
resultan transformados creando un agente nuevo (Latour, 2001: 214). En cualquier caso, los artificios
tecnológicos producidos por el ser humano no deben ser considerados como simples medios
neutrales y pasivos orientados a alcanzar obedientemente un propósito previamente dado, sino como
elementos que introducen «alteridad» en la esfera, pretendidamente inmanente, de los humanos: no
sólo nuestros fines y objetivos se transforman en la exploración de las nuevas posibilidades que cada
artificio tecnológico nos ofrece, sino que nuestro propio ser, nuestra propia identidad se trasciende a
sí misma y deviene «otra» a través de la técnica (Latour, 2001: 214 y ss.; Latour, 2002: 250). Los
objetos tecnológicos no son tanto «medios» como «mediadores» que alteran y transforman al ser
humano. O, por ser más precisos, y en la medida en que no podemos pensar en una humanidad
anterior al uso de la técnica que pudiera ser luego transformada por ésta, que lo constituyen como tal,
introduciendo constantemente alteraciones en su propio modo de ser. En la medida en que se diseñan
y producen nuevos objetos tecnológicos, o en que constantemente son exploradas la infinidad de
posibilidades latentes en cualquier artificio tecnológico ya disponible, el ser humano deviene otro.
En este sentido, parece evidente que la vieja distinción entre fines humanos y medios técnicos
para alcanzar estos fines ha quedado obsoleta. Las técnicas son medios que utilizamos para alcanzar
fines, sí. Pero estos fines no están dados de antemano en un ámbito puramente humano o social, en
una inmanencia del hombre al hombre. Lo humano, lo social, lo cultural está a su vez siempre
mediado por los artificios que el ser humano produce y que lo transforman a él mismo tanto como él
transforma el mundo de los objetos que lo rodean. Como bien ha señalado Feenberg, «lo que los
seres humanos son o serán es decidido no menos por las formas de nuestras herramientas que por la
acción de los hombres de estado y de los movimientos políticos». En este sentido, «las decisiones
acerca de qué es lo que significa ser humano … se encuentran cada vez más mediadas por decisiones
técnicas» (Feenberg, 1991: 3). La producción de objetos artificiales es poiesis, y como tal actio
transiens, acción que tiene su fin en un objeto exterior al ser humano. Pero al mismo tiempo se
revela como una de las formas más relevantes de esa praxis en la que el ser humano se revela como
aquel que es y, por tanto, constituye una forma de actio inmanens. Si como señalaba Nancy una
rasgo decisivo del horizonte general de nuestro tiempo radica en el hecho de que en él el ser humano
se concibe y se quiere a sí mismo como productor de su propia esencia, como productor y hacedor de
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
17
sí mismo, esta producción tiene lugar de un modo destacado en el diseño y producción de artificios
tecnológicos. Pero, como veremos, será la unión de esta cuestión con la segunda problematización de
nuestra habitual visión de la producción tecnológica que vamos a examinar lo que definitivamente
nos va a permitir poner en cuestión ese horizonte «inmanentista» que según Nancy caracteriza
nuestro tiempo.
5. ¿Gobierna el ser humano el proceso de innovación y desarrollo tecnológico?
Producción de artificios tecnológicos, sonambulismo e imprevisibilidad
Ciertamente, ya algunas de las cuestiones que han ido apareciendo al hilo de la
problematización de la neutralidad de los objetos tecnológicos y de la distinción medios-fines
apuntaban a una cierta problematización de la segunda de las premisas que sostienen la concepción
antropológico-instrumental de la técnica. No en vano, en la medida en que aceptamos que cuando
diseñamos, implementamos o utilizamos artificios tecnológicos «hacemos muchas elecciones
culturales involuntarias» (Feenberg, 1991: 8; el subrayado es mío), que los propios humanos nos
convertimos en «otros» cuando nos relacionamos con los objetos que nosotros mismos hemos
diseñado, parece difícil seguir creyendo que es el propio ser humano quien tiene las riendas y el
control sobre ese proceso de innovación y transformación tecnológica. La idea de que son los propios
artificios tecnológicos los que, de algún modo, nos dominan, deja de desparecer descabellada.
Ya a comienzos del XIX fenómenos como el ludismo o el Frankenstein de Shelly testimonian
la existencia de cierto temor a que nuestros propios artificios tecnológicos pueden adquirir vida
propia y volverse contra nosotros, a que aquello que ha sido diseñado para servirnos puede
convertirnos en sus esclavos. Sin embargo, será a partir de mediados del siglo XX cuando de forma
cada vez más decidida diversas voces comiencen a advertir de que el hombre, efectivamente, ha
devenido preso de sus propias producciones, que la tecnología se nos ha ido de las manos y sigue su
propio proceso de desarrollo más allá del dominio y del control humano. Así, por ejemplo, si en un
texto de 1955 Heidegger advertía de que «los poderes que en todo lugar y en todo momento
reclaman, cautivan, arrastran y apremian al ser humano en cualquier forma de aparatos e
instalaciones técnicas hace ya tiempo que han desbordado la voluntad y la capacidad de decisión del
ser humano» (Heidegger, 2000: 19), en los años sesenta Ellul alertaba que «la tecnología ha
devenido autónoma» (Ellul, 1964: 6) y Marshall McLuhan observaba que «nos hemos convertido en
los órganos sexuales del mundo de las máquinas» (McLuhan, 1964: 46). Pero las voces que
cuestionaban la idea de que el ser humano gobierna y domina el proceso de innovación y
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
18
transformación tecnológica no sólo provenían de filósofos y críticos de la cultura en ocasiones poco
entusiastas de las novedades del mundo moderno. También algunos de los científicos e ingenieros
protagonistas de este proceso de desarrollo tecnológico expresaban sus dudas acerca del control que
el ser humano ejercía en este proceso. Así, por ejemplo, Norbert Wiener, uno de los líderes de la
revolución cibernética, ante la visión de algunas de las nefastas consecuencias de la tecnología, como
Belsen o Hiroshima, reconocía que «ni siquiera tenemos la posibilidad de parar estos nuevos
adelantos técnicos» (cfr. Winner, 1979: 75). Por su parte, el físico Werner Heisenberg consideraba
que el desarrollo tecnológico y científico «tanto si se aprueba como si no, tanto si se llama progreso
como peligro, ha ido mucho más allá de un control humano» (cfr. Winner, 1979: 75), y el
economista John Kenneth Galbraith pretendía persuadirnos de que «nos estamos convirtiendo en los
esclavos, tanto de pensamiento como de acción, de las máquinas que hemos creado para que nos
sirvan» (cfr. Winner, 1979: 23). Desde entonces, toda una serie de voces, provenientes de diferentes
campos teóricos y buscando diversos objetivos teóricos o prácticos, han señalado «que “eso” [la
tecnología] aparece ante nosotros como una fuerza irresistible, un dinamismo alterador del mundo
que transformará nuestros trabajos, revolucionará nuestras familias y educará a nuestros hijos.
También cambiará la agricultura y la medicina de métodos tradicionales y modificará los genes de
organismos vivos, quizá incluso el organismo humanos». Pero lo decisivo de esta posición es que
todos ellos no sólo advierten que «eso» está transformando radicalmente nuestra vida y aquello que
somos, sino que, además, «enfrentados con “eso”, no hay ninguna alternativa, no queda sino aceptar
lo inevitable y celebrar su venida. De ahora en adelante “eso” determinará nuestro futuro» (Winner,
2001: 55). En este sentido, parece que justamente «eso» que debe servir para aumentar nuestra
capacidad de dominio y control sobre todas las cosas parece haberse convertido en una instancia
ajena a nuestro gobierno y que, sin embargo, tiene un carácter determinante sobre nuestra propia
existencia.
Todas estas concepciones de la tecnología que consideran a ésta un agente de transformación
social y cultural guiado por una dinámica propia que se resiste al control y dominio humano han sido
tradicionalmente agrupadas bajo la etiqueta de «determinismo tecnológico» (Winner, 1979: 81)18
18 Para una clasificación de las diferentes formas de determinismo tecnológico y una discusión sobre los diferentes problemas que esta concepción plantea, cfr. Smith y Marx, 1996.
y
gozaron de una amplia difusión entre estudiosos de las relaciones entre tecnología y sociedad a lo
largo de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, no se puede obviar que a lo largo de las
últimas décadas se han multiplicado los estudios que, a través de exhaustivos estudios de casos
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
19
concretos, han cuestionado buena parte de las ideas subyacentes a estas posiciones (Feenberg, 2000:
294)19
Es preciso observar, sin embargo, que este debate parece a menudo plantearse en la forma de
un falso dilema: o bien se presenta el desarrollo tecnológico como una fuerza autónoma que impone
su propia dinámica a unos seres humanos convertidos en esclavos de sus propios productos o bien se
considera que este proceso es – o por lo menos puede y debe ser – diseñado y controlado por los
propios actores implicados en el proceso
. Tratando de refutar la idea de que la tecnología constituye una fuerza autónoma que sigue
una lógica propia que se impone a las decisiones de los agentes que intervienen en el diseño y
producción de estos artificios, estos estudios sociales de la tecnología han centrado su atención en el
estudio y la descripción de multitud de casos concretos en los que la lucha de diversos agentes
sociales ha resultado decisiva tanto en el éxito como en el fracaso de diversas innovaciones, así como
en la forma que éstas han adquirido en su desarrollo. Desde esta perspectiva, estos estudios han
defendido, con un sólido sostén empírico, que los procesos de innovación tecnológica, lejos de seguir
una lógica autónoma, están siempre configurados por fuerzas sociales de diverso orden. En todos los
procesos de diseño, producción e implementación de artificios tecnológicos encontramos multitud de
decisiones cruciales en el devenir de la tecnología y de su impacto social que no responden a
criterios deterministas o puramente tecnológicos (basados, pongamos por caso, exclusivamente en
una búsqueda de mayor eficacia técnica), sino que más bien dependen de intereses y luchas
pertenecientes al ámbito de lo social y cultural, a la esfera de los conflictos de intereses, valores o
modelos culturales. En este sentido, estos estudios han mostrado de forma convincente que el
determinismo tecnológico en sus versiones más fuertes no se sostiene. En los procesos de diseño y
producción tecnológica intervienen – o pueden intervenir – multitud de agentes con intereses
diversos y encontrados. Siempre hay multitud de opciones abiertas a la elección, y estas elecciones
no siempre se hacen en base a criterios exclusivamente técnicos o funcionales, sino también de
índole político, social, cultural o moral. Son los agentes sociales y culturales, los seres humanos,
quienes damos por tanto forma a esa tecnología que, en un proceso de compleja interrelación, al
mismo tiempo configura nuestras sociedad, nuestra cultural, nuestra propia humanidad.
20
19 Para una buena panorámica de esta perspectiva en los estudios sobre ciencia, tecnología y sociedad cfr. Bijker et. al., 1987. Sobre la contraposición entre estas dos visiones de las relaciones entre tecnología y sociedad, cfr. Winner, 2001 y Feenberg, 2000.
. Por el contrario, la visión de la relación entre los seres
20 Este falso dilema es asumido de manera evidente, por ejemplo, por Feenberg (Feenberg 2000 y 2003). También Bruno Latour parece querer denunciar este falso dilema cuando denuncia la «cansina repetición del tema de la neutralidad de “tecnologías-que-no-son-ni-buenas-ni-malas-sino-aquello-que-el-ser-humano-hace-de-ellas” o el tema, idéntico en su
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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humanos y sus productos tecnológicos que aquí queremos defender se sitúa en algún lugar fuera de
esta oposición. Aceptamos que, como los estudios sociales de la tecnología han mostrado, en el
diseño, producción e implementación de artificios técnicos intervienen toda una serie de factores
sociales, políticos o culturales que intervienen en dirección que tomará la tecnología y el modo en
que ésta afectara y configurará la sociedad. En este sentido, no cabe hablar de la tecnología como
una fuerza autónoma, totalmente trascendente a nuestra voluntad, que impone su propia dinámica en
la transformación de culturas y sociedades. Sin embargo, sí consideramos que en todos estos
procesos de desarrollo tecnológico y consecuente transformación sociocultural intervienen toda una
serie de dinámicas que exceden ampliamente el control y el gobierno humano. La tecnología como
agente de transformación humana, social y cultural, no es una fuerza autónoma. Pero tampoco es
algo que esté en nuestras manos y bajo nuestro control. Como ha señalado Langdon Winner, a la
hora de caracterizar la forma en que el ser humano influye en la evolución de la tecnología y en el
modo en que ésta afecta a su propia humanidad, más que de «tecnología autónoma» o de
«determinismo tecnológico» deberíamos hablar de «sonambulismo tecnológico» (Winner, 1987: 25).
Según el propio Winner, la extendida creencia, constitutiva de nuestras sociedades modernas,
en el dominio humano sobre la producción de objetos tecnológicos se sustenta en dos premisas: en
primer lugar, la creencia en que los seres humanos conocen bien aquello que ellos mismos han
producido; en segundo lugar, la creencia en que las cosas que los seres humanos producen están bajo
su firme control (Winner, 1979: 34). Y, sin embargo, como el mismo Winner señala, las propias
condiciones de producción tecnológica características de las sociedades modernas sirven para poner
en cuestión estas premisas que las sustentan. Esto, en primer lugar, porque la enorme complejidad de
los artificios tecnológicos conlleva una creciente especialización de los expertos implicados en su
diseño y realización. En este sentido, la producción de innovaciones tecnológicas habitualmente está
en manos de una diversidad de agentes que tan sólo conocen aquello que cae bajo su ámbito de
competencia, de suerte que un verdadero conocimiento de la totalidad de problemas implicados en la
producción de una innovación tecnológica es cada vez más raro. Pero, más allá de esto, porque el
proceso constante de innovación y la progresiva aceleración de este proceso implica, como una
simple mirada al siglo XX permite comprobar, la proliferación de consecuencias imprevistas e
fundamento, de “tecnologías-que-se-han-vuelto-locas-porque-se-han-hecho-autónomas-y-ya-no-tienen-otro-fin-que-su-desarrollo-sin-fin” ».
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
21
incontroladas de estas tecnologías tanto en la naturaleza como en la propia sociedad21
Ciertamente, los diversos artificios tecnológicos que de forma creciente configuran nuestra
realidad son productos de nuestro diseño, de nuestras decisiones y elecciones. Pero no se puede
obviar el hecho de que buena parte de las alteraciones que estos artificios introducen en los sistemas
físico-naturales o en las relaciones sociales no sólo constituyen alteraciones imprevisibles por
quienes participaron en su diseño o por quienes las utilizan, sino que además estos cambios, de forma
especial en sociedades como la nuestra, caracterizada por la creciente velocidad de la innovación, se
producen de tal modo que muchos de ellos resultan ya «irreversibles» cuando son percibidos y
conocidos (Winner, 1979: 95). De la misma manera que la historia de la tecnología en el último siglo
ha mostrado que muchas tecnologías producen en los sistemas físico-naturales una serie de efectos
. Esto no quiere
decir que la transformación tecnológica siga, tal y como las versiones más fuertes del determinismo
sostienen, una lógica autónoma que nos empuje en una dirección predeterminada sobre la que no
podemos intervenir. Como los enfoques constructivistas de los estudios sobre tecnología y sociedad
han mostrado, los caminos que siguen las innovaciones tecnológicas y sus aplicaciones sociales están
siempre abiertos, sujetos a cambios impulsados por una multitud de agentes implicados en estos
procesos. Sin embargo, si algo parece mostrar la historia reciente es que los escenarios a los que las
diferentes elecciones en el diseño de nuevos artificios tecnológicos nos llevan son crecientemente
inciertos. Por más que parece estar firmemente arraigada en nosotros la creencia en que el desarrollo
de nuevos ingenios tecnológicos sirve para extender nuestro dominio sobre el mundo que nos rodea,
la historia del siglo XX parece empeñarse en mostrar que el desarrollo tecnológico nos empuja más
bien «a la deriva en un vasto mar de “consecuencias involuntarias”» (Winner, 1979: 94).
21 Para ilustrar el modo en que nuestras intervenciones tecnológicas suelen tener consecuencias imprevistas – y, debido al carácter constitutivamente finito de nuestro conocimiento, imprevisibles –sobre los sistemas físico naturales puede ser interesante recordar la siguiente historia: En los años setenta se instalaron dispositivos contra la contaminación en las chimeneas de las fábricas con el objetivo de retener las partículas de carbón contenidas por el humo. Estos dispositivos fueron muy eficaces y pronto la atmósfera de las ciudades pasó a tener mucho menos CO2 que antaño. Sin embargo, al mismo tiempo que la atmósfera se limpió de CO2 su acidez creció de forma inaudita dejando en algunas partes del mundo industrializado una lluvia tan ácida como «jugo de limón puro», con los efectos graves que esto tuvo en el medio ambiente. Entonces se supo que el azufre contenido en el humo anteriormente era fijado por el carbono y, sin éste se desprendía con facilidad combinándose con el oxígeno y el hidrógeno de la atmósfera para formar ácidos. (Sobre esta historia, cfr. Castoriadis, 1979: 214). En lo que se refiere a las consecuencias involuntarias e imprevistas de los artificios tecnológicos sobre los sistemas sociales, Winner nos recuerda el caso, analizado por P.J.Pelto (The Snowmobile Revolution: Technology and Social Change in the Artic), de la introducción de vehículos motorizados en la comunidad lapona Skolt en Finlandia. Como señala Winner, en este caso se «refleja en miniatura toda la trayectoria de la revolución industrial» (Winner, 1979: 91). Esta comunidad eligió consciente y deliberadamente emplear estos vehículos en sustitución de los esquís y trineos tradicionales, pero nunca eligieron, ni pretendieron y previeron las consecuencias de aquel cambio que transformó radicalmente la totalidad de las relaciones ecológicas y sociales de las que dependía s cultura tradicional que, de este modo, quedó alterada para siempre.
Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.
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secundarios imprevistos – y, debido al estado del conocimiento en aquel momento, imprevisibles –
en el momento de su desarrollo y probablemente irreversibles cuando han alcanzado la dimensión
suficiente para ser percibidos, lo mismo ocurre en relación al impacto de las tecnologías en las
relaciones sociales. Por más que se intenten analizar y estudiar de antemano las posibles alteraciones
que una determinada innovación tecnológica puede introducir en una determinada sociedad, resulta
imposible conocer de antemano cuáles serán las aplicaciones de esta tecnología en una sociedad que
al mismo tiempo será alterada por esa misma tecnología. Como señala Winner, «una novedad técnica
tiene vida propia cuando encuentra su aplicación en la compleja esfera de la práctica social»
(Winner, 1979: 98). Y más si tenemos en cuenta que, por más que detrás de cada innovación
tecnológica encontremos seres humanos haciendo elecciones en base a sus valores, deseos y formas
de pensamiento, tal y como han argumentado autores como Ellul, Winner o Latour, estos mismos
valores, deseos o formas de pensamientos resultan alterados en el propio proceso de adaptación de
los humanos a las nuevas condiciones originadas por esos mismos artificios que hemos producido.
En este sentido, deberíamos comenzar a reconocer que, como advierte Winner, cuando producimos
un nuevo objeto tecnológico y lo introducimos en nuestra vida «nos involucramos en diversos
contratos sociales, las condiciones de los cuales se revelan sólo después de haberlos firmado.»
(Winner, 1987: 25).
A partir de lo dicho hasta aquí se podría pensar que esta imagen del proceso de innovación y
transformación tecnológica como un proceso imprevisible e ingobernable, esta imagen del ser
humano como alguien incapaz de prever y dominar los procesos de transformación que él mismo ha
puesto en marcha22
22 En este contexto, resulta significativa la imagen con la que Marx y Engels caracterizan en el Manifiesto comunista la relación de la burguesía con sus propias innovaciones: se parecen al aprendiz de brujo impotente para dominar las fuerzas que él mismo conjuró (Marx y Engels, 2000). Sin embargo, lejos de asumir esta a nuestro juicio constitutiva incapacidad humana para dominar los procesos que él mismo pone en marcha, Marx y Engels, al menos en la época en la que escribieron la Ideología alemana, consideraban que sus análisis teóricos servirían para poner fin a esta situación y tomar el control del proceso de cambio histórico y los asuntos humanos que, ahora sí, verdaderamente se convertirán en producto del diseño y el hacer humano. No en vano, según escriben aquí, el objetivo de su praxis teórica no es otra que posibilitar «el control y la dominación consciente de esos poderes que, engendrados por el actuar de los seres humanos unos sobre otros, se han impuesto hasta ahora a ellos como poderes absolutamente ajenos y los han dominado» (Marx y Engels, 2005: 77).
, es algo relativo a las condiciones bajo las cuales se ha desarrollado la tecnología
en las sociedades modernas. Es la creciente velocidad de la innovación tecnológica, la ausencia de
debates sobre la dirección del progreso científico que tomen en serio otros factores que la eficiencia
y la rentabilidad económica, lo que habría empujado al hombre moderno a este océano de
consecuencias involuntarias. Por lo tanto, un cambio en las condiciones de producción y de
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innovación tecnológica podría permitir al ser humano recobrar el mando y el control sobre su propia
existencia. Sin embargo, no es esta la tesis que queremos defender aquí. Antes bien, consideramos
que la dimensión que ha alcanzado la innovación y la producción de artificios tecnológicos en la
modernidad ha servido para poner de manifiesto algo constitutivo y constituyente de la relación entre
el ser humano y sus propios productos tecnológicos. O lo que es lo mismo, algo constitutivo del
propio ser humano, constituyente de la propia humanidad.
Como ha insistentemente ha señalado Bruno Latour, cuando produzco o introduzco en mi
vidas cualquier artificio tecnológico, por simple y sencillo que aparentemente éste sea, «paso a través
de la alteridad», esto es, «me convierto literalmente en otro ser humano», en un «ser humano que se
ha convertido en “otro”» (Latour, 2002: 250). Los objetos tecnológicos que diseñamos y fabricamos
no pueden ser considerados meras «herramientas», meros medios neutrales dócilmente dispuestos a
servir para un fin previamente dado. Por el contrario, cualquier artificio tecnológico que
produzcamos alberga en sí, de forma insospechada, un «flujo de nuevas posibilidades», «un
torbellino de nuevos mundos», de «universos heterogéneos que nada, hasta ese momento, podía
haber previsto» (Latour, 2002: 250). Pero en ningún caso podemos pensar que el ser humano, por
más que sea él quien diseñe y produzca el artificio en cuestión, sabe de antemano, decide y elige
cuáles son esos nuevos mundos en los que en adelante transitará. En la medida en que no constituyen
«medios», sino «mediadores» de la acción, el diseño y la producción de cualquier objeto tecnológico
nos introduce en un «laberinto» que nos lleva a mundos y a formas de vida que no podemos
sospechar, mucho menos configurar y dirigir. Por eso, advierte Latour, «nunca controlamos la
tecnología». Y no porque ésta «haya devenido autónoma» y se desarrolle «conforme a sus propios
impulsos», sino porque es en ella donde mejor experimentamos «aquello que debe ser denominado
ser-como-otro» (Latour, 2002: 250).
5. Inmanencia y trascendencia en la producción de artificios tecnológicos
Como hemos visto, un rasgo distintivo de ese horizonte inmanentista característico de nuestro
tiempo a partir del cual el hombre moderno concibe su relación consigo mismo radica en el modo en
que categorías y formas de pensamiento tomadas del ámbito de la producción de objetos técnicos se
aplican en la esfera de los asuntos humanos, en el ámbito de la acción. Desde este horizonte, el ser
humano se concibe a sí mismo como aquel ser que «produce por esencia su propia esencia como
obra», como aquel ser capaz de «modelar» todo, incluido la «vida en sociedad» y su propia
«humanidad» (Nancy, 2001: 16). De este modo, como hemos visto que observaba Hannah Arendt, el
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ser humano pretende conferir a la constitutivamente frágil, abierta e imprevisible exposición humana
a su propio ser la firmeza, el dominio y la certeza propios de la esfera de la producción de objetos
artificiales. Cuando producimos un artificio tecnológico lo hacemos conforme a un diseño previo de
ese objeto, conforme a una idea puesta y determinada por nosotros mismos que regirá el propio
proceso de producción que, de este modo, está en nuestras manos, permanece bajo nuestro control.
Por ello, uno puede estar seguro de cómo va a acabar ese proceso que él mismo ha ideado, que él
mismo ha diseñado y puesto en marcha conforme a su propio plan. La fabricación de objetos
artificiales, observa Arendt, constituye un «proceso [que] tiene un fin claramente reconocible», un
proceso que concluye en la creación de un «producto tangible» (Arendt, 2001: 222), un producto
exterior a nosotros y bien determinado y fijado en su ser. No en vano, en el caso del diseño y
producción de artificios técnicos el «fin» del proceso, en los dos sentidos de esta palabra, es puesto
por el propio ser humano quien, de este modo, tiene el proceso en sus manos, bien asegurado, bajo
control. Y así, desde el horizonte inmanentista el hombre moderno cree poder «diseñar» y «producir»
su vida, su estructura social, sus formas culturales, sus valores e ideales, en definitiva su propia
humanidad, como quien diseña y produce un objeto artificial.
Sin embargo, la imagen del proceso de producción y fabricación de artificios tecnológicos
que se deriva de lo dicho hasta aquí dista bastante de ajustarse a esta visión. Ciertamente, cuando se
crea un artificio tecnológico su diseñador tiene una idea previa – establecida y conformada por él –
del objeto en cuestión. Y, al menos si se posee la pericia adecuada, la producción de dicho objeto se
llevará a cabo de manera que éste sea una realización de y, por tanto, concuerde con esa idea previa.
Pero, como hemos tratado de defender, éste no es el «fin» de la historia, no es el «fin» del proceso.
Los artificios tecnológicos, lejos de constituir simples medios neutrales que sirven dócilmente a
nuestros propios fines, a los fines que nosotros mismos les hemos dado, constituyen un elemento que
introduce «alteridad» en nuestra existencia, un elemento en cuyo contacto simple y llanamente nos
convertimos en «otro». Estos objetos externos, en apariencia simples medios pasivos dispuestos
conforme a nuestra voluntad, constituyen más bien «mediadores» que alteran y transforman al propio
ser humano que se ha aventurado en su creación o en su simple utilización. En este sentido, el
proceso de diseño y producción de artificios tecnológicos no tiene su «fin» en la creación de un
producto tangible, de un simple medio eficaz para alcanzar eficazmente cualquiera que sea ese fin en
vistas al cual ha sido creado. Antes bien, la producción de artificios pone en marcha toda una serie de
procesos en los que uno nunca puede estar seguro de cuál – también aquí en el doble sentido de la
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palabra – será su «fin». La producción de un nuevo artificio inaugura una historia de la que no sólo
no sabemos adónde nos llevará y cómo concluirá, sino, tampoco, quiénes seremos, cómo se habrán
transformado nuestros fines, nuestra propia identidad, cuando salgamos de ella. Y esta historia, lejos
de constituir un proceso establecido, diseñado y gobernado por el ser humano, constituye un proceso
imprevisible, incalculable, ingobernable. Por más que calculemos, diseñemos y preveamos cuál va a
ser el «fin» de cualquier artificio que produzcamos, no podemos obviar que esté abrirá ante nosotros
«un torbellino de nuevos mundos» – de «nuevas humanidades», podríamos añadir –, de «universos
heterogéneos que nada, hasta ese momento, podía haber previsto» (Latour, 2002: 250). En este
sentido, si, como hemos visto, la cuestión de «qué es lo que significa ser humano» se juega de
manera significativa en el diseño y la producción de artificios técnicos, si «lo que los seres humanos
son y serán es decidido no menos por la forma de nuestras herramientas que por la acción de los
hombres de estado y de los movimientos políticos» (Feenberg, 1991: 3), tenemos que reconocer que
el ser humano está lejos de controlar y dirigir ese proceso por el que él deviene lo que en cada caso
es.
Así las cosas, ¿hasta qué punto podemos afirmar, o debemos negar, que el ser humano
produce por sí mismo su propia humanidad? O dicho de otro modo, ¿hasta qué punto el proceso de
creación de las formas sociales y culturales que constituyen nuestra humanidad es un proceso
inmanente, un proceso en el que producto y productor coinciden, un proceso elaborado y diseñado
por el ser humano que se revela así, al mismo tiempo, como sujeto y objeto de ese mismo proceso?
Ciertamente, por todo lo visto hasta aquí debemos concluir que en el proceso de producción de
artificios tecnológicos el ser humano produce, al menos en buena media, su propia humanidad. Sin
embargo, lo hace de tal modo que la noción de «producción» tal y como tradicionalmente se ha
venido entendiendo resulta inadecuada para conceptualizar eso que acontece allí. Si, conforme al
modelo tradicional de la «producción», lo peculiar de este proceso es que en él es el ser humano el
sujeto, aquel que establece y determina, por sí y desde sí, el comienzo y el fin de ese proceso, el tipo
de proceso constituyente de nuestra humanidad que surge de aquí exige, por el contrario, aprender a
pensar que, por más que quizás seamos nosotros quienes pongamos en marcha ese proceso, en
ningún caso nos podemos considerar «autores» del resultado final. En este sentido, como señala
Latour, debemos aceptar que la «la sociedad es algo construido», sí, «pero no “socialmente”
construido» (Latour, 2001: 237). O, lo que es lo mismo, que la vida social y cultural es una
producción, sí, pero no una producción «humana»; que el ser humano es un ser que se hace y modela
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a sí mismo, sí, pero que en ese proceso no podemos hablar, en ningún caso, de una «inmanencia
absoluta del hombre al hombre». Y así, si después de la crítica moderna debemos aceptar que nuestra
vida social y cultural no depende, en ningún caso, de ninguna «fundación trascendente» situada en
un plano más allá, si después de la crítica moderna ya no podemos olvidar que nos movemos en un
plano secular, y en este sentido inmanente, en el que somos nosotros quienes debemos esforzarnos
por constituir nuestra propia vida social y cultural, no es menos cierto que, por todo lo visto hasta
aquí, debemos aprender a conceptualizar el modo en que cierta forma de trascendencia, cierto
alteridad o exterioridad constitutiva de nuestra propia humanidad, se inscribe sin cesar en ese marco
de inmanencia. Y ésta, justamente, constituye a nuestro juicio una de las tareas a las que la filosofía
contemporánea ha de hacer frente: aprender a inscribir esa incesante trascendencia constitutiva de
nuestra experiencia en un plano de inmanencia del que no podemos ni debemos huir.
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