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“Ética y política e Maquiavelo: la persistencia de una cuestión”, en Cuadernos Filosóficos, Segunda Época, n° XI/2014, Rosario, pp. 65‐85. ISSN: 1850‐3667.
Ética y política en Maquiavelo: la persistencia de una cuestión
Sebastián Torres
El divorcio entre ética y política ha sido uno de los motivos en el que se ha centrado una larga tradición de crítica a Maquiavelo. Las más recientes interpretaciones republicanas han señalado no un divorcio, sino la recuperación de otra ética, la de los valores cívicos, ligados al ciudadano comprometido con los asuntos de su ciudad. En estas líneas proponemos, a partir de algunas posibilidades que nos brida las reflexiones de Rinesi sobre la tragedia, una lectura conflictualista donde, más allá de la crítica a la moral cristiana y la recuperación de los valores cívicos, el problema ético persiste como cuestión inmanente a la contingencia de lo político, cuya presencia en su obra nos abre otra dimensión de su pensamiento. ETICA, POLÍTICA, MAQUIAVELO The divorce between ethics and politics has been one of the issues upon which a long critical tradition of Machiavelli has focused. The most recent republicans interpretations have indicated not a divorce, but a restoration of another ethics, the one of the civic values related to the citizen committed to the affairs of his city. From the possibilities that Rinesi’s reflection on tragedy provide us, we propose a conflictualist reading in which beyond the criticism of Christian morality and the restoration of civic values, the ethical problem persists as an immanent question of the contingency of the political, whose presence in Macchiavelli´s work offers another dimension of his thought.
ETHICS, POLITICS, MACHIAVELLI
I.
Es por demás conocida la interpretación de Maquiavelo maestro del mal, quien produce
el divorcio entre la ética de la política, desencadenando una tragedia en occidente que ha sido
denominada, entre otras maneras, la pérdida de los valores. Maquiavelo sería, antes de
Nietzsche, Freud y Marx, el primer gran “maestro de la sospecha”. Es sobre este aspecto del
pensamiento maquiaveliano que se ha concentrado, a lo largo de los siglos, toda la crítica
moral, política, religiosa y filosófica. La lectura de Leo Strauss es paradigmática al respecto y
su ensañamiento con Weber, el Maquiavelo de su tiempo, muestran la dimensión del
problema que se encuentra en el minucioso trabajo de exégesis que realiza en Meditaciones
Doctor en Filosofía, profesor de Filosofía Política II en la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba. Recientemente ha publicado Vida y tiempo de la república. Contingencia y conflicto político en Maquiavelo, Los Polvorines, UNGS-UNC, 2013.
“Ética y política e Maquiavelo: la persistencia de una cuestión”, en Cuadernos Filosóficos, Segunda Época, n° XI/2014, Rosario, pp. 65‐85. ISSN: 1850‐3667.
sobre Maquiavelo1. En las últimas décadas la interpretación de un Maquiavelo republicano
resulta dominante y, con ella, la identificación de una ética de la virtud (aristotélica o latina,
según las tramas exegéticas2) que, sin embargo, tomará más de un atajo para eludir responder
a los problemas “éticos” presentes en El Príncipe (no muy diferentes, por caso, a los que se
encuentran en los Discursos a la primera década de Tito Livio, aunque este “libro
republicano” muchas veces no sea objeto de la crítica)3.
Las implicancias de estas dos interpretaciones son múltiples y disparan hacia los más
variados problemas, surgidos de esa irreverente e inmoralista actitud maquiaveliana. Por
ejemplo, en la biografía La sonrisa de Maquiavelo4 Viroli lee su vida desde el punto de vista
de la comedia, de la sátira, estableciendo un puente entre el republicanismo y cierta forma de
felicidad civil que se evidencia en el tono irónico de su realismo político. Por su parte,
Strauss, señala que: “En Maquiavelo encontramos comedias, parodias y sátiras, pero nada que
nos recuerde la tragedia. Una mitad de la humanidad queda enteramente fuera de su
pensamiento. No hay tragedia en Maquiavelo, porque no tiene sentido del carácter sagrado de
«lo común»”5. En su extraña coincidencia, en torno a la tragedia y la comedia, el desacuerdo
tiene que ver, en parte, con la relación entre ética y política. ¿Pero acaso no es posible pensar
una dimensión trágica de la vida civil que no suponga sacralizar la vida humana? Porque ni la
“ética cívica” responde absolutamente a los problemas que se convocan en torno a eso que
llamamos ética, ni la ética tiene que encontrar su validez y sentido como límite y respuesta
última de la política.
Haciéndose eco temprano de las lecturas republicanas, en el año 1953 Isahía Berlin
dicta una conferencia donde explicita por primera vez esta tensión entre las “dos morales”
presentes en su obra de Maquiavelo, la cristiana y la clásica; una, posible solo en el ámbito
privado, la otra, válida en el espacio público6. Pero avanza un poco más, arriesgando una
1 Leo Strauss, Meditación sobre Machiavelli, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1964. 2 Al respecto, la interpretación aristotélica de J.G.A Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Técnos, 2002 y la interpretación latina de Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. Vol. I: El Renacimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1993. 3 Caso paradigmático es la interpretación de Hans Baron, “Maquiavelo, el ciudadano republicano y autor de El Príncipe”, en En busca del humanismo cívico florentino, México, Fondo de Cultura Económica, 1993. 4 Mauricio Viroli, La sonrisa de Maquiavelo, Barcelona, Tusquets, 2000. 5 Strauss, op. cit, p. 356. 6 Isahía Berlin, “La originalidad de Maquiavelo” [1971], en Contra la corriente, México, Fondo de Cultura Económica, 1983.
“Ética y política e Maquiavelo: la persistencia de una cuestión”, en Cuadernos Filosóficos, Segunda Época, n° XI/2014, Rosario, pp. 65‐85. ISSN: 1850‐3667.
hipótesis provocadora, como suelen ser las singulares operaciones historiográficas de Berlin:
de la presencia de más de una ética posible y ambas válida, según la perspectiva que se
adopte, Maquiavelo sería un antecesor del pluralismo ético liberal. Berlin leerá, de esta
manera, la relación entre ética y política llevándola hacia el terreno contrario de los objetores
de Maquiavelo, como el inicio de la posibilidad de elección de normas de vida con autonomía
del poder político. La respuesta de Berlin es elegante, porque su retorno a Maquiavelo no hace
más que confirmar la manera en que, a partir de la idea de libertad como no interferencia
externa, el liberalismo ha pretendido armonizar la relación entre ética y política.
En Política y tragedia, Eduardo Rinesi recupera algunas de estas interpretaciones para
inscribirlas en otro registro, dístate de las conclusiones liberales de Berlin y conservadoras de
Strauss. Explorado en la maravillosa figura de la tragedia una manera de recorrer esa vía que
camina por las tensiones propias de la política, encuentra en ella: “un modo de tratar con el
conflicto, con la dimensión de contradicción y de antagonismo que presentan siempre las
vidas de los hombres y las relaciones entre ellos”7.
Maquiavelo nos expone la tragedia moderna8, y lo que Strauss señala como pérdida no
indica más que la primera figura de la tragedia que Rinesi atribuye a Maquiavelo, la “tragedia
de los valores”: un mundo dividido entre la moral ordinaria, cristiana, que en El Príncipe será
objeto de las apariencias, y la ética republicana, que hace de la libertad y el bien común el fin
hacia donde toda acción debe dirigirse aunque esto implique violar los principios sagrados de
la religión. Entonces hay tragedia y, por ello, un problema de decisión, de elección, que
radicaliza la pedagogía de Berlin, porque nos conduce a una segunda figura de la tragedia
moderna que Rinesi encuentra en Maquiavelo: “la tragedia de la acción”. Aun habiendo
optado por uno de los mundos antagónicos de los valores presentes, nada garantiza que
adoptando el modelo de la virtud republicana contra la credulidad cristiana las acciones logren
alcanzar los fines esperados: “la tragedia de la acción (política) consiste en que siempre queda
algo que resiste, o que, por lo menos, puede resistir, y resiste con éxito, a la acción virtuosa
del sujeto (político) que tiene que lidiar con su suerte y pretende sobreponerse a ella. La
tragedia de la acción (política) consiste en que siempre queda algo de ingobernable, de
7 Eduardo Rinesi, E., Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo, Buenos Aires, Colihue, 2003, p. 13. 8 “a partir del Renacimiento, esa fisura entre tragedia y vida social que advertíamos en el siglo de oro griego desaparece, y la propia vida social y política se vuelve trágica”, ibid., pp. 31-32.
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incontrolable, de incognoscible”9. Para los fines de esta introducción al problema que
planteamos, podemos forzar un poco la lectura de Rinesi, que nos propone un pasaje a Hobbes
para introducir otra figura, la “tragedia del orden”, para ubicarla también en Maquiavelo,
como conflicto de la institucionalidad republicana tanto como de la constitución del gobierno
principesco. Y, avanzando un poco más, creemos no alejarnos demasiado de la reflexión de
Rinesi si decimos que en Maquiavelo podemos llegar al tercer momento de la tragedia que
componen su fundamental lectura: el “momento shakespeareano”. La expresión virtù contra
fortuna podría ser la forma más clara de la definición de este momento, porque “existe la
política, en efecto, porque ningún orden hegemónico puede exhibir un fundamento universal,
pero ninguno puede dejar de intentarlo”10.
Un mundo dividido en dos sistemas de valores, uno de los cuales resulta propio del
espacio político, pero en cuya política, porque se enfrenta a la contingencia de toda acción, no
se resuelve el problema de las garantías que ofrecería el fundamento de una idea de bien.
Hasta aquí, el marco del problema ético está planteado y de una manera iluminadora, porque
lo coloca en la inmanencia de la cuestión misma de lo político. Pero para completar el planteo
que recuperamos de Rinesi hace falta un último paso, ahora dirigiéndonos a otro trabajo, Las
máscaras de Jano. Notas sobre el drama de la historia, donde la comedia es la clave para
comprender una dimensión de la tragedia antes no expuesta:
que la tragedia es un tipo de relato que tiene que lidiar con el conflicto y que, debido a que
este conflicto no puede resolverse satisfactoriamente, «termina mal», mientras que la
comedia es un tipo de relato que tiene que lidiar con el conflicto y que, dado que el conflicto
puede resolverse, «termina bien» […] lo que de inmediato aparece como un problema […] es
determinar para quién –o, si se prefiere, desde el punto de vista de quién– es que la historia
«termina bien» o «termina mal»11.
Lo que expone la comedia, es que nunca hay en la historia finales felices para todos.
Este segundo momento shakespeareano (el primero expuesto a partir de la tragedia Hamlet, el
segundo a partir de la comedia El mercader de Venecia) es una extensión más sutil y
9 Ibid., p. 58. 10 Ibid., p. 229. 11 Eduardo Rinesi, Las máscaras de Jano. Notas sobre el drama de la historia, Editorial Gorla, Buenos Aires, 2009, p. 104.
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compleja del drama de la historia. Aquí muestra otra forma de considerar la tragedia, que
pone en juego no ya sólo valores antagónicos, mundos morales incompatibles, sino una
dimensión ética común que pone atención en el inevitable efecto que posee el conflicto y la
división: una vez acontecidos los hechos, que pueden terminar bien o mal, para unos u otros,
“el punto aquí no es la «libertad de elegir» que tiene el «receptor» ante un mensaje ambiguo o
que eventualmente tolera múltiples «lecturas», sino la capacidad de ese mensaje, de esa obra,
de ese tipo particular de obra que es el drama, de contener al mismo tiempo todas esas
posibilidades”12.
Nos hemos detenido en Rinesi porque nos brinda la posibilidad de planear el problema
en el interior de una línea conflictualista, campo de interpretaciones que, salvo en su
propuesta, claro está, pondrá en suspenso una cara cuestión al maquiavelismo: la relación
entre violencia y política. Por ello, conviene aclarar, la cuestión ética aparece como problema.
No se trata, por supuesto, de buscar o demandar en Maquiavelo el desarrollo de un sistema de
la razón práctica o una teoría de los valores o del bien. Se trata de interrogar a la política
misma, en lo que reclama de “autonomía”, de qué manera trata la conflictividad. Es esta vía
en la que nuestra lectura se inscribe y es ese el interrogante a partir del cual consideramos que
tiene sentido la pregunta por una ética en Maquiavelo.
II.
Como es sabido, Maquiavelo plantea la cuestión de la desunión y los conflictos entre el
pueblo y los grandes en El Príncipe, en los Discursos a la primera década de Tito Livio y en
las Historias Florentinas. Al capítulo III de las Historias, que abre al paradigma del
conflicto interno, le seguirán simultáneamente un análisis de los conflictos “externos”. En el
capítulo VII –previa justificación por haberse detenido en la narración de sucesos externos–
va a retornar el tema de los conflictos internos con una sentencia contundente: “Ante todo, y
siguiendo mi costumbre, quiero demostrar cuánto se engañan los que esperan que una
república pueda mantenerse unida”13. Afirmación que no alcanza sólo a la idea de una unidad
12 Ibid., p. 105. 13 Maquiavelo, Historia de Florencia y otros textos, en Obras históricas de Nicolás Maquiavelo, Buenos Aires, Poseidón, 1943; trad. de L. Navarro, p. 340. Para todas las obras Maquiavelo, hemos cotejado con Tutte le opere, Firenze,Sansoni Editore, 1971, al cuidado de M. Martelli.
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sustancial de la comunidad, idealismo que Maquiavelo ya ha cuestionado en más de un
pasaje. Que la república no pueda essere unita indica la ilusión de la unidad que oculta la
división, pero también la ilusión realista de aceptar la división y engañarse al pensar que la
unidad pueda mantenerse de manera coactiva. La coacción violenta es el reverso del
idealismo porque, en ambos casos, se trata de una respuesta que intenta enfrentar la
contingencia de las múltiples relaciones posibles que se desatan del conflicto a partir de una
neutralización. Maquiavelo intentará pesar esta cuestión volviendo a las cosas mismas, a
partir de una distinción entre dos formas diferentes del conflicto.
El pasaje antes citado, que abre el capítulo VII, continúa así: “En verdad, hay divisiones
que perjudican a las repúblicas y otras que les son útiles: son aquellas, las que van
acompañadas por sectas o partidos; éstas las que sin sectas ni bandos se mantienen […] El
fundador de una república no puede impedir las enemistades en ella”14. ¿Qué significan
divisiones sin partidos? No, claro está, la idea de un desacuerdo posible de resolver por la vía
diplomática del consenso; división no es pluralidad. Persisten las “inimicizie”, término que
reúne las pasiones propias de la división (como el temor, el odio, la ambición, la venganza,
etc.). La cuestión de la enemistad aquí resulta fundamental, porque nos conduce del
“inmoralismo” de El Príncipe, donde contra la ética cristiana del amor afirma que es
preferible ser temido que amado, a un inmoralismo republicano: se dirige contra la ética
republicana de la amistad pública. En un movimiento inverso a la solución schmittiana, que
presenta la división amigo-enemigo para “politizar” de las divisiones sociales15, Maquiavelo
no se apartará de la idea de división social, razón por la cual la enemistad permanece como un
hecho de la política: en estos términos, Maquiavelo encuentra un problema con la idea de
amistad.
Aunque son reconocibles sus diversos usos, no parece existir en los textos de
Maquiavelo una distinción definitiva entre términos como partido, secta o bando. Esta
complejidad está inscripta en el término partigiani, que contiene en sí la noción de “parte”,
coextensiva a la idea de división; la idea de lo inevitable de tomar partido, propia de la lógica
misma de las pasiones es también un tipo de lazo que forma partidos, sectas o bandos. Es en
el capítulo 22 del libro III de los Discursos (un capítulo que compara la actuación de dos
14 Ibid. 15 Carl Schmitt, El concepto de lo “político”, en H.O. Aguilar (edit) Carl Schmitt, teólogo de la política, México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
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generales romanos, Manlio Torcuato y Valerio Corvino) donde encontramos una definición
que permite comprender esta compleja operación maquiaveliana. Elogiando a Manlio, nos
dice: “y quien se comporta así no atrae esos amigos particulares, a los que nosotros, como
decía, llamamos partidarios [partigiani]. De manera que semejante modo de actuar no puede
ser más deseable en una república, pues nunca se descuida la utilidad pública y no puede
existir ninguna sospecha de poder privado”16.
No se trata, como puede verse, de una crítica a una ética de la amistad como relación
entre particulares, sino a la república que aspira a la concordia ciudadana, que sosteniendo el
ideal de la amistad política, conserva también la idea de una enemistad pública como
principio de inteligibilidad de los conflictos. Pero la crítica va más allá de esta lógica binaria,
porque la amistad es también expresión de las relaciones de poder dominantes a partir de
lealtades, intereses y pasiones que conforman los partidos y bandos. Comprender la república
como concordia es comprender la división de la ciudad en términos de amigo-enemigo y, con
ello, asumir una dinámica de la partición que siempre está al borde de transformarse en
violenta17. La división social no tardará en pasar a ser un conflicto que repita, una y otra vez,
la historia como una cadena ininterrumpida de exilios y muertes, entre partidos, familias,
bandos, de amigos y enemigos, tal y como se ocupa de describir en largos pasajes de las
Historias florentinas. Si la igualdad completa es aquello que expone la conflictividad política
en su irreductibilidad última, por su parte, la amistad política expulsa las enemistades fuera
del espacio de lo político, librándolas a la lógica de una violencia paradigmática. La república
cuya división no tiene por efecto la formación de partidos, sectas o bandos, no permite
suponer –como no lo permite ningún caso– que ha conjurado las “enemistades”; se trata de
tratar con la división como ese hecho que puede hacer posible la revitalización política de la
ciudad, introduciéndolas en la dinámica de la producción de poder colectivo. Claro está que la
cuestión es compleja, porque complejo es el pasaje de constitución de una potencia popular a
la invención de instituciones libres: horizonte de vitalidad al que Maquiavelo se referirá
cuando expone la idea del retorno a los principios en Discursos III.1. Es en este marco que
16 Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza, 2000; trad. de A. Martínez Arancón, III, 22, p. 387. 17 Con amistad y enemistad no nos referimos a relaciones próximas preexistentes, sino a vínculos complejos (pasionales-sociales) que suponen también identificaciones entre los individuos y los grupos: “una ofensa privada a un particular, lo que engendra miedo, y el miedo lleva a prepararse para la defensa, y estos preparativos provocan la aparición de partidarios, y de los partidarios nacen las facciones en las ciudades”, Ibid, I, 7, p.53.
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cobra sentido la distinción entre lo público y lo privado, que Maquiavelo evoca en ocasión de
los conflictos intestinos; distinción que no cumple una función normativa entre lo político y lo
no político, a priori que resulta del postulado de un bien común por oposición a un bien
particular, dado que es lo particular como tal (no lo privado) el terreno en el que se desatan las
luchas de la ciudad, y es lo común como ilusión de unidad lo que oculta la división que da
origen a la política. Lo público y lo privado, entonces, es una distinción que resulta de la
lógica misma del conflicto y designa dos maneras de construcción el poder que determinan las
relaciones que definen la trama de lo político. A la distinción entre las dos formas del
conflicto que dan inicio al capítulo VII de las Historias Florentinas, le sigue inmediatamente
esta distinción entre dos formas de construir poder: “uno público, y otro privado”18. Pero para
nuestros fines, conviene detenerse un poco más en el capítulo 22 del libro III de los
Discursos.
El relato donde Maquiavelo nos brinda la definición del término partigiani consiste en
un elogio a Manlio por haber matado a su hijo en pos del bien de la república, lo que le
permitió ganarse la obediencia de las tropas; virtud que será confrontada a aquella de Valerio,
que hacía surgir muchas sospechas “por el particular afecto que conquista entre las tropas, de
que una autoridad prolongada podría tener efectos nocivos para la libertad”19. Lo que está en
juego aquí, insistimos, no es un problema ético, sino político. Pero la distinción entre ética y
política, que pone en juego la antinomia entre política y violencia en relación a las “medidas
extremas”, aquí es conducida al problema de los partidos, convocando ahora a Jenofonte.
Pero si hablamos de un príncipe, como hace Jenofonte, es conveniente que imitemos en todo
a Valerio, olvidando a Manlio, porque un príncipe debe buscar en sus soldados y en sus
súbditos la obediencia y el amor. La obediencia se logra observando las leyes y siendo
virtuoso; el amor lo conquistará con afabilidad, humanidad, piedad, y otras dotes que tenía
Valerio y que, según Jenofonte, adornaban a Ciro. Pues que un príncipe cuente con devotos
partidarios y tenga el ejercito de su parte es algo conforme con esa forma de gobierno; pero
que un ciudadano particular cuente con la simpatía incondicional del ejercito no encaja con
el resto de las condiciones que lo hacen vivir bajo las leyes y obedecer a los magistrados20.
18 Historia de Florencia, VII, p. 340. 19 Discursos, III, 22, p. 387. 20 Ibid.
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¿Quién es más virtuoso, Valerio o Manlio? Si seguimos a Jenofonte, como parece hacer
Maquiavelo, más virtuoso es Valerio. Pero el pasaje se desplaza sutilmente hacia otra
dirección contraria a la de Jenofonte, porque el Estado no es un ejército y los ciudadanos no
son soldados La lógica amorosa de los bandos, que le conviene a un capitán al igual que a un
príncipe (conveniencia que, dado el problema que implica, en El Príncipe Maquiavelo
intentará revertir a partir de la cuestión sobre si conviene ser amado o temido), en una
república corre el peligro de establecer una lógica de las facciones y, con ella otra forma,
quizás la más terrible, de la violencia política. El capitán Valerio, como el príncipe Ciro de
Jenofonte, más allá de las formas de dominium que cada figura implica, ocultan, detrás de la
unidad del poder, una división facciosa. Frente a ellos, el capitán Manlio (que nos recuerda
también al republicano Bruto) no resulta modelo de virtud, es una figura incómoda,
“inadecuada”, pero sí resulta oportuna para señalar la virtud del gobierno que evita la
formación de partigiani.
Hasta aquí Maquiavelo no deja de recorrer una vía negativa, pero claramente
preocupada por pensar la relación entre conflicto y violencia: es posible combatir las
“amistades” políticas, pero las enemistades permanecen, porque siempre, en todo conflicto,
sea cual sea la justicia de cada una de las partes, hay ganadores y perdedores. Pero cuando se
pierde con violencia, la enemistad se instala en la memoria del cuerpo político. La duración de
cualquier tipo de unidad política es contingente, pero no por ello se olvidan los efectos de los
conflictos: acontece la permanencia de una serie de pasiones cuya duración, por supuesto, no
se desprende de una consideración sobre la naturaleza humana, sino a partir de una memoria
afectiva que encadena, a través del tiempo, los efectos violentos, arrastrados como pesados
lastres por el cuerpo político. Es el drama de la historia hecho cuerpo, historicidad de los
pueblos, tragedia colectiva que resulta el problema central para toda política que insista en la
“natural” conflictividad de lo político y en la necesidad de asumirlos como motor de la
libertad. Por más que toda confrontación deba ser interpretada en su coyuntura, por más que
toda virtú se juegue en la ocasión, formará parte de ellas la siempre posible actualización de
pasadas confrontaciones y la propia indeterminación de los efectos que se pueda seguir de
ello. Hobbes adoptará la consigna “o guerra o Leviatán” como absoluto de la política, antes
Maquiavelo ya nos ha indicado que esa resolución es tan ilusoria como ineficaz.
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III.
La memoria de la libertad, que es también memoria de la dominación, motivos
republicanos por excelencia, no dejará de estar acompañada por la memoria afectiva de los
conflictos y sus efectos. Ningún tránsito de una forma de vida política a otra, de un gobierno a
otro, se puede realizar sin costos, sin pérdidas, y esto no es el a priori de la crueldad
maquiaveliana, sino la materialidad de una historia que o encuentra una forma de narración
propia. El realismo maquiaveliano no asume estas pérdidas como un hecho natural, no hay
una naturalización política de la violencia. Es por este motivo que en sus escritos vemos
aparecer una dimensión aparentemente extraña a la semántica política del “realismo”, pero de
ningún modo ajena al problema político al que hemos arribado: la piedad y la amnistía.
En Discursos III.19, Maquiavelo va a polemizar con Tácito, para quien “«In
multitudine regenda plus poena quam obsequium valet»”, pues “parece que, para gobernar
una multitud, es mejor ser humano que soberbio, mejor ser piadoso que cruel” 21. Como en el
caso de la comparación entre Manlio y Valerio, Maquiavelo produce desplazamientos que nos
conducen al problema que intenta afrontar una y otra vez en toda su obra: la enemistad entre
los nobles y plebeyos.
tu puedes mandar, o sobre hombres que son tus iguales, o sobre hombres que te han estado
siempre sujetos. Cuando son tus iguales no se puede emplear a fondo esa severidad y ese
castigo que recomienda Cornelio [Tácito]: y como la plebe romana tenía en Roma derechos
de gobierno similares a los de la nobleza, el que se encargaba de gobernar temporalmente no
podía tratarla con crueldad y dureza […] Pero quien manda súbditos, que es el caso que se
plantea Cornelio, si no quiere que se vuelvan insolentes y que le menosprecien por su
condescendencia, debe inclinarse más al castigo que al premio. Pero incluso en este caso el
castigo debe ser moderado, para no atraerse el odio, pues hacerse odiar nunca ha sido bueno
para ningún príncipe22.
21 Citado en Discursos, III, 19, p. 336-377. Según la traducción de Alianza, “Para gobernar a la multitud vale más el castigo que el regalo”, pero según el sentido de la frase convendría traducir obsequium por premio, porque no se trata de un don sino de un intercambio, lo que permite entender toda otra serie de pasajes que tratan sobre los premios a la virtud y demás variantes. 22 Ibid., p. 377.
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Maquiavelo, poco dado en citar a los clásicos, insiste en dialogar con ellos sobre este
asunto que venimos siguiendo, primero con Jenofonte, ahora con Tácito. Y la cuestión de la
pena, sea o no normada, se ajusta a la cuestión de la relación política, porque solo allí es
posible pensar un límite real a la potestas regia. Ni la severidad, ni menos aún la crueldad,
pueden aplicarse entre iguales. No sólo porque hay un freno institucional, ubicado aquí en el
carácter temporario del gobernante que pone límite a la prolongación del poder propio de la
tiranía; ni exclusivamente porque la plebe tiene derechos políticos “similares” a los nobles;
sino porque la igualdad entre nobles y plebeyos constituye aquella igual partición en la
división que determina la política de la república romana: una igualdad que, determinada por
la división, se asume como igual reconocimiento como sujetos políticos en la medida de su
potentia. Algo no muy diferente sostiene Spinoza en el Tratado político al afirmar jus sive
potentia. Y aquí, poco importa la diferencia entre república y principado23, porque la
dinámica de las relaciones de fuerza no coincide con las formas de gobierno, éstas son la toma
de consistencia en un momento dado.
Ahora, ¿todo se reduce entonces a una pragmática de las relaciones de fuerza? ¿La
crueldad y el odio que despierta se reduce a un problema de no conveniencia? La
continuación del pasaje antes citado revela, sin embargo, que el centro de gravedad del
análisis se encuentra en la relación entre división e igualdad.
El modo de evitar el odio es dejar tranquilos los bienes de los súbditos, porque de la sangre,
si no va acompañada de la rapiña, ningún príncipe está sediento si no le fuerza a ello la
necesidad, y tal necesidad se produce en contadas ocasiones; pero cuando se mezcla la
rapiña, siempre parece necesaria la sangre, y nunca falta el pretexto ni el deseo de
derramarla, como demostramos extensamente en otro tratado sobre la materia24.
Ese “otro tratado” es El Príncipe, pero ¿qué es lo que ha tratado ampliamente en aquel
opúsculo? La referencia inmediata es al conocido cap. XVII, donde Maquiavelo recomienda
al príncipe hacerse temer, no odiar, absteniéndose de los bienes de los otros, pues “los
23 Cfr., la diferencia con conocido pasaje sobre la necessità de la crueldad en De Principatibus, VIII. 24 Discursos, III, 19, p. 377.
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hombres olvidan más pronto la muerte del padre que la pérdida del patrimonio”25. Sin
embargo, es el pasaje de los Discursos el que hecha luz sobre El Príncipe: el corolario de este
análisis no es la tesis antropológica que dicta que el deseo por los bienes materiales es mayor
que los afectos filiales, sino que las muertes y exilios están ligados al deseo de dominación
que encuentra en la posesión de bienes la forma de adquisición y acumulación del poder. Lo
que Maquiavelo ha tratado ampliamente en este opúsculo es la figura del nuovo principe
como producto de la división entre los grandes y el pueblo, efecto de las enemistades mutuas,
razón por la cual si el príncipe se comporta como los grandi, se hará acreedor del odio del
pueblo, del mismo odio que siente por los grandes, replicando el conflicto original, donde la
memoria de la violencia no puede ser escindida de la naturaleza de la división. En otros
términos, la violencia de la dominación principesca debe ocultar el origen de su poder,
interrumpiendo toda asociación posible entre dominio despótico y dominación social. Lo que
está en discusión aquí no es la gravedad de las ofensas según una estructura pasional
invariable, sino la trama política de las pasiones, su historicidad material.
El olvido de la violencia situada en el origen es necesario, “y cuando, no obstante,
necesite ejecutar a alguien, debe hacerlo cuando haya justificación conveniente y causa
manifiesta, pero, sobre todo, debe abstenerse de los bienes de otros”26, esta violencia debe ser
inmediatamente “despolitizada”, es decir, aislada absolutamente de la trama general de la
división social. Porque es la cuestión de la igualdad la que, en definitiva, traza el mapa de la
posibilidad de la violencia política. Y la república, que no nace de disturbios diferentes a los
que promueven las transformaciones políticas, asume de otra manera el olvido de los efectos
de las divisiones que le dieron lugar. Por caso, el principio de la “no retroactividad” de la ley
republicana –su origen consensual– es lo que permite escindir la norma del conflicto que le
dio origen, al mismo tiempo que lo contiene en su capacidad de reglarlo (recordemos que la
no retroactividad es un principio jurídico romano que garantiza la aplicabilidad de la ley).
Estos movimientos entre el principado y la república, muchas veces considerados ambiguos,
pueden comprenderse porque ese factum del conflicto se encuentra en el origen de ambas
formas de gobierno y ambas lo enfrentan, claro está, de maneras diferentes, bajo la amenaza
del retorno de una violencia potencialmente mayor: y la violencia que se restituye es mayor
25 Maquiavelo, De Principatibus, México, Trillas, 1999; trad. de E. Arteg Nava y L. Trigueros Gaisman (bilingüe), XVII, p. 221. 26 Ibid.
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porque al mapa de la división actual se le suman las pasiones que el tiempo a transformado en
odios históricos. El pasaje de El Príncipe donde Maquiavelo se refiere a las repúblicas
encuentra pleno sentido una vez reconocida esta dimensión: “Más en las repúblicas hay
mayor vida, mayor odio, más deseo de venganza; no los deja, no puede dejarlos descansar la
memoria de la antigua libertad; de manera que la vía más segura es extinguirlas o
habitarlas”27.
IV.
Toda ciudad desea expulsar los restos de los conflictos, enterrarlos lo más rápido
posible, sea con las estrategias principescas, sea con los procedimientos de la república, y es
acaso por la imposibilidad de hacerlo –porque también porta las pasiones de la memoria– que
surge ese otro lenguaje, esa otra forma de sutura, que no dejará de estar presente en las
propias reflexiones maquiavelianas: la pietas y la humanitas. La inclusión de este leguaje y
cómo se entreteje con los demás análisis expresan la apertura a una “dimensión ética”, cuyo
sentido remite a la naturaleza conflictiva de la política. Hablar aquí de ética resulta complejo,
dado que no supone retroceder sobre la separación entre ética y política tan mentada para
interpretar la obra maquiaveliana, que sostenemos y seguimos en nuestros propios términos.
Pero la cuestión no se resuelve tampoco solo recurriendo a la presencia de dos sistemas de
valores, unos cristianos y otros republicanos, también reconocible en sus textos, así como la
posición que adopta frente a unos y otros. Términos éticos los de la pietas y la humanitas,
pero distantes de cualquier presupuesto antropológico y de cualquier verdad trascendente;
estos emergen de la conflictividad política, son inmanentes a la dinámica afectiva en sus
múltiples intentos por componer fuerzas y se afectada por los efectos de esta composición28.
27 De Principatibus, VI, pp. 103-109. 28 Humanitas, pietas, fides y amicia son conceptos pertenecientes al derecho romano, identificados con valores ético-normativos que sellan el lazo entre derecho y comunidad. Es muy ilustrativa la manera en que Santos relaciona estos conceptos: “Así, la humanitas impide los excesos del dominus sobre sus esclavos y del paterfamilia sobre los sometidos a su potestad. La pietas exige reverencia hacia la memoria de los antepasados, pero sobre todo hacia la res publica y sus instituciones, subordinando los intereses personales al interés general; la fides reclama lealtad a la palabra dada, tanto en la vida privada y el mundo de los negocios, como en la vida pública, con fidelidad a la patria y los principios supremos del Estado romano; la amicia contribuye a la colaboración y la entrega altruista a fines ajenos al interés propio”, Santos, F.J.A., “Derecho romano y axiología republicana”, en Bertomeu, M.J, Doménech, A., De Francisco, A. comp., Republicanismo y democracia, Buenos Aires, Miño y Dávila, 2005, pp. 222-223. En particular, en relación a los conceptos de pietas y fides, hay que asumir su reinscripción judeo-critiana: la fe en un Dios único y la piedad como ‒por amor a Dios‒ la devoción
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No se trata, por tanto, de valores a los cuales adherir; en un plano fenomenológico este
lenguaje expresa algo que está ahí, que acontece y que Maquiavelo lo piensa como parte de la
verdad efectiva de las cosas, sin dejar, por supuesto, de inscribirlos dentro de los diferentes
discursos en donde representan la ilusión de ellas. De esta manera, en cuanto forman parte de
la genealogía de la constitución de las potencias y de sus efectos, piedad y humanidad –dos
términos que esencialmente desigan lo mismo, razón por la cual Maquiavelo suele utilizarlos
indistintamente– son un produco de la compleja dinámica política, están sujetos a sus
transformaciones y pueden estar ausentes, presentes en diferentes formas o ser parte, también,
de lógicas propias de la dominación. Por este motivo, la piedad y la humanidad, nada tienen
que ver con una idea de bien, no son modulaciones emanadas del Bien, sino efectos posibles
de aquello que no puede sino, en un momento, ser comprendido como parte de la tragedia
política.
En el cap. 27 del libro III de los Discursos, la radicalidad con la que se plantea la
argumentación que “justifica” la violencia política, pone de manifiesto esa vía contraria a la
piedad republicano-democrática. Ya en su título se deja entrever, también de manera radical,
esa otra parte del división, que siempre plantea un problema: “Cómo se ha de reunificar una
ciudad dividida, y cómo es falsa la creencia de que para conservar una ciudad hay que
mantenerla dividida”:
el procedimiento para reunificar una ciudad dividida, […] no es otro que matar a los
cabecilla del tumulto, y nunca se debe aplicar otro remedio. Pues es preciso tomar una de
estas tres decisiones: o matarlos, como hicieron los romanos, o expulsarlos de la ciudad o
hacerles que se reconcilien con promesas de no volver a ofenderse [uno de' tre modi: o
ammazzargli, come feciono costoro; o rimuovergli della città; o fare loro fare pace insieme,
sotto oblighi di non si ofenderé]. De estos tres remedios, el último es el más perjudicial, el
menos seguro y el más inútil. Pues es imposible, cuando ha corrido la sangre o se han
cometido injurias igualmente graves, que una paz hecha por la fuerza resulte duradera,
teniendo en cuenta que van a encontrarse cara a cara todos los días, y que es difícil que se
hacia las cosas santas y por el amor al prójimo, actos de abnegación y compasión. Maquiavelo no va a asumir ni el sentido pagano ni el cristiano de todos estos términos, porque ambos remiten a la institución de un ethos que naturaliza la desigualdad y la sumisión como parte de un orden perfecto.
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abstengan de injuriarse mutuamente, sobre todo porque, con el trato, se pueden provocar a
diario nuevos motivos de querella29.
Aquí no sólo parece restituirse la cruda lógica de El Príncipe, o, mejor, una posible
lectura de El príncipe como cruda lógica de la fuerza absoluta del exterminio como ultima
ratio del poder frente a la división. El capítulo es tan terrible como esclarecedor y nos obliga a
detenernos en la serie de elementos que lo componen para poder comprender su irrupción
cerca del final de los Discursos. Claro, es necesario contextualizarlo: se trata del problema de
la división para quién, aprovechando este momento de una ciudad, desea conquistarla. Pero
contextualizar no satisface completamente la respuesta que esperamos, dada la dureza con que
se plantean las alternativas para enfrentar la división: la muerte, el destierro y la promesa. Sí
es importante para su comprensión no olvidar que la seguridad que brinda cada una de ellas
debe ser leída a la luz del sujeto conquistador, pero no por ello debemos dejar de inquirir a
Maquiavelo por la respuesta que nos presenta. Y, como en sus permanentes operaciones
retóricas y movimientos argumentativos, aquí también Maquiavelo abre a esa lectura que
permanentemente nos llama a desplazarnos, a adoptar otro punto de vista, oro lugar de
intelección. Porque la razonabilidad de las opciones que plantea en este pasaje es
directamente inversa si adoptamos la perspectiva de la propia ciudad, de su conflicto intestino
(no ya la ocasión del invasor extranjero).
Para el cuerpo político cuya pervivencia depende de la manera en que asume, enfrenta e
intenta dar respuestas a la división social y los efectos violentos de sus conflictos, una vez
instituida la nueva ley, e incluso como condición de su misma posibilidad en lo que se refiere
a su validez no coercitiva, la alternativa más útil es la conciliación por la promesa, la única
que no exige la intervención de un poder regio, violento, que replique la violencia del
conflicto. Por eso la muerte de los cabecillas como alternativa resulta lógicamente una salida
excluida, dado que su muerte supone bien la intervención de un poder externo a las partes en
conflicto, bien la muerte de una parte de los cabecillas en manos de la otra parte, lo que lleva
a prolongar infinitamente la división. Respecto al destierro (exilio), éste supone un efecto
político particular, tan complejo e imprevisible para la ciudad como para el poder externo, tal
y como lo podemos ver a lo largo de todas las Historias Florentinas.
29 Discursos, III, 27, pp. 395-396.
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Seguridad aquí es sinónimo de necessità, en tanto lógica que determina la composición
de los cuerpos mixtos (sea interna o externa); necesidad que no excluye, sino que, por el
contrario, define la ocasión (sea interna o externa) como dimensión temporal propia de la
conflictividad política. Por eso, la aparición de la mutua promesa de reconciliación y
concordia30 como posibilidad, no deja de ajustarse a una forma de comprender la necesidad.
Lejos de cualquier idílica confianza en la bondad humana, se trata de una respuesta que
aparece por la propia fuerza de los acontecimientos; respuesta no muy distante a lo que antes
planteábamos en relación a la necesidad del olvido como parte de la cuestión de la fundación.
La promesa, lejos está de inscribirse en una genealogía judeo-cristiana; se trata de la
posibilidad de una reconciliación que no depende ni demanda el perdón. La promesa aquí es
más bien de tradición republicana, se trata del compromiso, del pacto, bajo una obligación
mutua, de no volver a reavivar las enemistades entre los bandos. Pero claro, dónde hace pie
esa promesa y quién, sino un poder ya instituido, puede reclamar a una de las partes la
violación de ese compromiso, y al miso tiempo sortear e problema de que si sanciona a una
parte u a otra, replicará una vez más la dinámica de los bandos. Parece que nos encontramos
en un círculo sin salida y es a ese lugar al que Maquiavelo nos quiere llevar para mostrar la
dimensión del problema.
Y si Maquiavelo expone la desconfianza sobre la promesa, es a razón de insistir en toda
respuesta ética frente a la conflictividad política. Pero, al mismo tiempo, nos pone frente a un
problema “ético”, es decir, nos expone a la necesidad de una vía de resolución donde la mera
pragmática se muestra insuficiente, porque sus efectos exceden lo calculable y nos conducen
al propio terreno de la indeterminación.
Nuevamente, entonces, la “dimensión ética” aparece inmanente a la conflictividad y no
como resolución externa, venida desde un afuera de la misma división. No hay, a riesgo de ser
reiterativos, un principio ético a partir del cual sostener la necesidad de la mutua obligación:
Maquiavelo no reflexiona en términos de principios y causas, sino de efectos. Pero 30 A.M. Arancón (Alianza) ha traducido “fare loro fare pace insieme, sotto oblighi di non si ofenderé” por “hacerles que se reconcilien con promesas de no volver a ofenderse”; al respecto conviene señalar que la idea de “promesa” está ligada a un significado predominantemente religioso de fare pace, mientras que el sentido civil es más acorde con la idea de alcanzar la concordia bajo una obligación mutua, que no excluye absolutamente el sentido de promesa, pero su fuerza coactiva se encuentra más en el control recíproco de la palabra dada que en el compromiso moral –con uno mismo- de respetar la palabra dada. En el mismo sentido, conviene atender a que la idea de “concordia”, que antes habíamos hecho objeto de la crítica maquiaveliana, claramente aparece despojada de todo sentido ético pues no remite a la restitución de la amistad cívica, sino a un freno a las enemistades entre los bandos.
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difícilmente, como podemos ver, esos efectos se sujeten al principio de utilidad, por lo que
tampoco puede ser resuelto nuestro problema a partir de una ética utilitarista, la cual supone el
cálculo y el conocimiento de los fines. Aquí nos enfrentamos a la contingencia de toda
efectualidad: estamos en el corazón de la tragedia. Es así que, rasgos “éticos” persisten en su
obra, luego de haber pasado toda ética por una crítica de la ideología, pues estos restos no
ocultan sino que exponen la conflictividad, encuentran su base material-histórica en el drama
de la historia.
Una cuestión expuesta en el pasaje citado concentra toda la densidad de este problema,
en la descripción del modo en que la promesa resulta inútil para enfrentar el conflicto de la
ciudad. Después de la sangre y otras graves injurias ¿cómo es posible que los hombres se
encuentren “cara a cara todos los días” y no se actualice la memoria de las violencias
sufridas? ¿Cómo esa enemistad nunca superada, porque ciertos actos son irreversibles y
ciertos daños irreparables, no serán el motivo para que cualquier trato sea ocasión de una
nueva confrontación? ¿Cómo es posible alterar el régimen de los afectos que traza las
relaciones a partir del temor y el odio? La concordia no puede provenir de una imposición
externa. Y que este fin sea tan inútil como imposible para una fuerza extranjera, nos conduce
a la pregunta inmediatamente siguiente: ¿qué puede la república? Y la respuesta no es más
tranquilizadora, porque es imposible para cualquier forma de gobierno que “ninguna paz
hecha por la fuerza resulte duradera”. Que la república encuentre más dificultades para
responder a este problema que aquellas que se le presenta a las fuerzas conquistadoras hace,
justamente, que su propia fundación asuma, como ninguna otra forma, de gobierno esta
cuestión.
En un estado de cosas dominado por las pasiones hostiles entre partidos de la ciudad,
tampoco una institución interna, como el principado civil o la república, puede imponer,
fundando en su autoridad y su potestad política, una norma de concordia que se instale por
sobre las pasiones violentas sin recurrir, en definitiva, a su poder punitivo bajo la amenaza de
muerte, dado que el estado de la ciudad ya supone que tal poder no existe o, en otros términos,
que está igualmente atravesado por la división misma que define el estado de la ciudad: “es
imposible que conserves la amistad de los dos partidos, tanto si tu gobierno es monárquico
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como si es republicano. Porque los hombres están naturalmente inclinados a tomar partido,
allí donde ven una división, prefiriendo una de las partes”31.
El tema del capítulo que comentamos está circunscrito a las alternativas de un poder
extranjero. Pero la reflexión a la que nos conduce es, nuevamente, aquella que trata de asumir
en todos sus términos el significado de la política como conflicto. Que los hombres tienden
naturalmente a tomar partido nos indica aquí, finalmente, que la posibilidad de tratar
políticamente la conflictividad depende del despliegue inmanente de las potencias que en ella
se generan. Las instituciones surgidas de la división sólo pueden asumir su productividad
asumiendo también su límite y su fragilidad, recogiendo la memoria viva del drama social
para dar espacio a otro régimen de los afectos que pueda imponerse con fuerza propia: la
necesidad de poner freno al conflicto violento. Preferimos hablar de otro régimen de los
afectos, de otra dimensión del deseo, para no confundir esto con la institución de una ética
normativa –por ejemplo, la concordia ciudadana, tal y como la hemos analizado antes– que
funcione como última ratio del orden de la comunidad. El final del capítulo que hemos
comentado cierra con una ironía sobre los franceses que encontrará en la densidad de la
reflexión que hemos intentado seguir su sentido más preciso; Maquiavelo vuelve a cuestionar
de manera directa la ignorancia de aquellos gobiernos que encuentran en la amistad recíproca
el fundamento de la unidad y orden de la comunidad: “si en Francia alguno de los súbditos del
rey dijese que era su partidario, sería castigado, porque tal palabra significa que otro grupo de
ciudadanos era enemigo del rey, y éste quería que todos fueran sus amigos, unidos y sin
partidos”32.
Si la piedad y la humanidad no son principios ético-normativos que se constituyen en la
apelación a una instancia última de unidad comunitaria es porque no anteceden a la
conflictividad, se desprenden de ella como efecto posible en su elaboración política. Que surja
de la necesidad no significa que surjan necesariamente, por eso mismo, no hay teleología
comunitaria, sino condiciones, coyunturas, memorias que, en ocasiones, reclaman que la
política pueda pensarse en su propia falla, que siempre nos encontremos –y se trata de
encontrarlo, de darle lugar– con ese “pero” que le sigue a toda resolución, a toda pedagogía, a
toda lucha.
31 Discursos, III, 27, p. 397. 32 Ibid., p. 398.
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V.
En el capítulo que sigue al que hemos estado comentando, Maquiavelo nos indica ya en
su título el camino que seguirá su reflexión: “se debe prestar mucha atención a las obras de los
ciudadanos, pues muchas veces debajo de un acto piadoso se esconde un principio de tiranía”.
Y la despiadada crítica maquiaveliana sigue su curso, y volvemos a ese realismo que atraviesa
todas las páginas de El Príncipe: “muchas veces los actos que parecen piadosos y que no es
razonable condenar, se vuelven crueles y peligrosísimos para una república”33. Porque no es
ni de la bondad de un gobernante, ni de la bondad de los ciudadanos, que depende la libertad
de la república. Pero, como hemos visto, la ética republicana de la virtud, de esos valores que
hacen que “se ame más a la patria que a la propia alma”, no es la respuesta última al problema
que el término ética y su relación con la política nos conduce. Humanidad, piedad y promesa,
para volver a esos términos que elegimos para recorrer algunos pasajes de la obra
maquiaveliana, no designan las propiedades más elevadas de una virtud cívica individual
(virtud ciudadana), tal y como lo entendieron los humanistas cívicos (y, por ello, propiedad de
un grupo privilegiado, de los mejores, aquellos que, porque son buenos, deben gobernar), sino
una afectividad política que surge de la tensión entre pasado y futuro en las creaciones
colectivas, como son las instituciones populares y las memorias que ellas portan. Lo que
hemos denominado, a riesgo de equívoco, la dimensión ética de la política maquiaveliana, es
ese plus que permanece siempre abierto una vez que se ha asumido en todas sus
consecuencias que la política es conflicto.
Volviendo al Maquiavelo de Rinesi, es decir, a la tragedia maquiaveliana en esa
dimensión que incluye a la comedia, nos encontramos frente al problema que toca la manera
en que asumimos la división y la contingencia. Quiénes ganan y quienes pierden en la trama
maquiaveliana es un interrogante que subyace al desacuerdo entre muchas de sus
interpretaciones. Pero el punto aquí, para la cuestión que nos interesa, es que esa pregunta nos
lleva más allá de la cuestión de para quién escribe Maquiavelo o, mejor, que ese quién es más
que un sujeto social determinado, porque hay un registro de un “para todos” que interpela a
los lectores como actores y espectadores del drama que relata. Y si Gramsci tiene razón, y
33 Discursos, III, 28, p. 398.
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Maquiavelo funda las bases para un realismo popular –y creo que la tiene–, entendemos que
ese realismo, si supone una “reforma moral”, no excluye sino que demanda de ella un poco
más que la convicción que aporta la perspectiva valorativa (de las “exigencias morales”); un
poco más que la respuesta que lleva a reducir el conflicto a un problema de relativismo; un
poco más que es ese pero, que nos expone un hecho: podemos tomar posición por el partido
de los “justos” –porque los hombres, como sostiene Maquiavelo, tienden naturalmente a
tomar partido–, pero la memoria del conflicto nos expone a la permanente coexistencia de
vencedores y vencidos. “Siempre alguien pierde”, y esto no es una sínica aceptación de lo
dado, o un principio realista que nos debería tranquilizar en las cruzadas porque “a veces se
pierde y a veces se gana”, o el punto de vista que finalmente nos permita realizar el salto hacia
un supra-valor humanitario. Se trata de comprender que toda posición, todo punto de vista, es
y deviene de una fractura, porque “ningún orden político puede dar finalmente solución feliz a
todos los conflictos”34 y eso debe tener un efecto en el modo en que consideramos y actuamos
en política.
Ninguna consideración nos libra políticamente de los efectos de nuestras acciones. Y si,
justamente, la cuestión de la acción es pensada a partir de sus efectos, puesto que no son sus
causas y fundamentos lo que la determina, de igual manera la cuestión ética también emerge
de sus efectos y es en ese terreno en el que se encuentra con la acción política. Por este
motivo, la relación entre ética y política no surge como límite o subordinación, sino como
riesgo, responsabilidad y posibilidad, porque, como nos dice Rinesi, “cada punto, cada
momento de la historia, es un nudo lleno de tensiones, de conflictos y de exigencias morales
frente a esas tensiones y a esos conflictos, y que además eso no es algo necesariamente malo,
porque es lo que nos permite pensar cada momento de la historia como un momento de
inauguración y de posibilidad”35.
¿Hay una ética maquiaveliana? No sería ésta la pregunta a responder, porque
efectivamente no hay una “teoría ética” en Maquiavelo y tampoco, quizás, una “ética
política”. Y, sin embargo, es a partir de su realismo político donde el problema ético para la
política encuentra una densidad que, entendemos, hace a la permanente y acuciante, tan
antigua como urgente, pregunta por la vida en común; pregunta que no puede dejar de
34 Ibid., pp. 109 y 115 35 Ibid., p. 179.
“Ética y política e Maquiavelo: la persistencia de una cuestión”, en Cuadernos Filosóficos, Segunda Época, n° XI/2014, Rosario, pp. 65‐85. ISSN: 1850‐3667.
contener una dimensión ética, una ética efectual. Ese es el alcance que posee, lejos de
cualquier pragmática ingenua, la verdad efectiva de las cosas.