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EL ABANDONO Y EL OLVIDO

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El abandono y el olvido 1 Fernando Jorge Soto Roland

El abandono y el olvido 2 Fernando Jorge Soto Roland

El Abandono y el

Olvido

Cuaderno de reflexiones sobre

lugares abandonados en Argentina

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Facultad de

Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

El abandono y el olvido 3 Fernando Jorge Soto Roland

Soto Roland, Fernando Jorge

El abandono y el olvido. Cuaderno de reflexiones sobre lugares abandonados en Argentina.

1° ed. – Capital Federal – 2012

135 pág. : il. , 150x230mm

1. Ensayo. I. Título

CDD864A

Registro de Propiedad Intelectual

Código N°: 1209092311745

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en

sistemas de recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera sea el medio empleado —electrónico, mecánico,

fotocopia, grabación, etc. —, sin el permiso previo del titular de los derechos

de la propiedad intelectual.

El Abandono y el Olvido. Cuaderno de reflexiones sobre lugares

abandonados en Argentina.

Fernando Jorge Soto Roland

1° Edición

Argentina

2012

El abandono y el olvido 4 Fernando Jorge Soto Roland

Índice

Prólogo ....................................................................... 5

Capítulo 1

Cadáveres Exquisitos ............................................... 6

Capítulo 2

Villa Joyosa ........................................................... 47

Capítulo 3

Balneario ―El Marquesado‖ . Ruinas y Rumores .... 61

Capítulo 4

El Castillo de Egaña .............................................. 72

Capítulo 5

El Cementerio de la Chacarita................................ 97

Capítulo 6

El Hotel Continental ............................................ 112

Capítulo 7

El Hospital Santa María de Punilla ...................... 118

Palabras Finales....................................................... 134

El abandono y el olvido 5 Fernando Jorge Soto Roland

Prólogo

«Somos una enciclopedia de fatalidades»

Cioran, Adiós de la Filosofía, pág. 99

Desde muy chico me atrajeron los sitios abandonados, sus historias, rumores asociados, leyendas y silencios. Conocí algunos de los yacimientos

arqueológicos más destacados de la América precolombina y ―exploré‖ ciudades

perdidas, casas, cementerios y hoteles que habían sido olvidados hacía años, incluso siglos.

Esta es una compilación de ensayos surgidos de mis viajes por el interior de

la República Argentina durante los últimos cinco años, en pos de esos sitios

olvidados.

Infinidad de sentimientos e ideas fueron apareciendo a medida que los

recorría. Lo que en este libro quedan agrupadas son esas experiencias y

reflexiones personales al pie de las ruinas.

Cada capítulo puede ser leído de manera independiente, y en cada uno de

ellos traté de resumir la historia conocida (o desconocida) del lugar, así como el

imaginario social que se desplegó a partir de ellos.

Espero que el lector encuentre interesante las páginas que ahora tiene ante

sus ojos.

Y un consejo: no se deprima.

No vale la pena.

FJSR

Buenos Aires

Setiembre 2012

El abandono y el olvido 6 Fernando Jorge Soto Roland

Capítulo 1

Cadáveres Exquisitos

Reflexiones

Detrás de cada lugar abandonado hay una historia que explica su condición. Pero esas historias permanecen, la mayor

parte de las veces, envueltas en rumores y leyendas locales

que exigen indagar a fondo, para alcanzar la ―verdad‖. No siempre este objetivo se consigue. Las habladurías se

mimetizan de tal modo con algunos sitios que pasan a formar

parte del acervo histórico del lugar investigado, confundiéndose la fantasía con la realidad, y alimentando así el romanticismo

que los espacios abandonados despiertan en quienes los

recorren y estudian.

Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo

haber sido un lugar abandonado, es una operación que se

vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incitan a

la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable decadencia.

Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo

y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son

escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme

presagio de la victoria final de la suciedad y la basura.

Sin humanos no hay historia. Por eso, los lugares

abandonados se reconvierten en ―geografías del olvido‖ en las que sólo es posible reeditar un pedacito de su pasado. Su

presente se sale de la historia. La deja fuera. De todas

maneras, los objetos residuales de la presencia humana nos

El abandono y el olvido 7 Fernando Jorge Soto Roland

permiten —como arqueólogos urbanos— reconstruir el devenir cultural de esos lugares, reconciliándolos con nuestra especie.

Se transforman en restos, en testimonios materiales de

nuestras civilizaciones que, aunque mudos e inertes en apariencia, informan siempre de algo. La historia queda

confinada, sitiada, por el desparpajo de lo sucio.

El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves

intrusivas que los anidan y regentean.

En los lugares abandonados rara vez los colores mantiene

su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza

cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía—

espacios otrora llenos de vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les resta esperar su completa

desaparición.

Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan. Así se los

recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes,

omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada mirada.

Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad

meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación, anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que

todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas

personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.

Los lugares abandonados personifican la muerte. Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los

exploran buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a

los peligros de la ―Parca‖.

El abandono y el olvido 8 Fernando Jorge Soto Roland

El dominio de las grietas. El reino del papel que se tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia

y el olvido. Un pacto faústico que desde el vamos se sabe

incumplido.

Manchados, sucios, vestidos de polvo y mugre, humedad

y óxido, los sitios abandonados son los muestrarios

descarnados de la decadencia material de las cosas. Un anuncio. Una profecía autocumplida que dispone de todo el

tiempo que existe para terminar de concretarse.

Los lugares abandonados son el campo propicio y fértil de

las metáforas y adjetivos.

El deterioro no respeta a ninguna institución, ni siquiera a los templos, capillas o iglesias. No hay fuerza universal que lo

resista, ni voluntad omnisciente que lo detenga. Ante él los

dioses se vuelven vanos.

Rodeados de vida, de voces, de sonidos urbanos, los

lugares abandonados en el corazón de nuestras urbes remedan cajas de silencio y de decadente tranquilidad. Irónicamente la

paz más absoluta se ha apoderado de ellos y el apaciguamiento

experimentado en sus ambienten recrean en nuestra

imaginación la falsa eternidad de aquellas cosas que parecen quedar al margen del tiempo.

Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e

inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la

muerte los acompaña.

Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de

humedad una bofetada al ―Progreso‖, en algún momento

El abandono y el olvido 9 Fernando Jorge Soto Roland

asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia particular.

Se los recorre en silencio, como se recorre un cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no

fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos ―por qué‖.

Podredumbre y abandono van de la mano. Por eso, el asco también está presente en muchos edificios abandonados.

Los lugares abandonados, como la basura, incomodan. Atentan contra el ―buen gusto‖, y la convivencia con ellos se

vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la

muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura de

consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil.

En un mundo agobiado por la idea de la eficiencia, la

productividad, la ganancia, la utilidad y el beneficio, los lugares abandonados son un sinsentido. Una patada al hígado. Directa,

certera. Despabilante. Movilizadora. Desechos que nos

despiertan a una realidad alternativa que, aunque queramos esconderla, nos acompaña siempre.

Lo limpio y lo sucio. Lo habitado y lo deshabitado. Duplas

inconmovibles. Eternas. Necesarias a la hora de comprender mejor el mundo de manera cabal; multidimencionalmente.

Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La

aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la

esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada

de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de

los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar,

El abandono y el olvido 10 Fernando Jorge Soto Roland

apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el sentimiento de aventura y rebeldía.

Los lugares abandonados nos permiten digerir con más naturalidad el sentido de las decadencias.

Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por

los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen

asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que

dejamos en manos del deterioro estén —como los cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de

los vivos. La podredumbre se deja fuera.

Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más contaminantes, las cosas que se deterioran —los objetos, casa,

hospitales, hoteles, granjas y pueblos enteros— quedan

asociadas a las enfermedades y las peste. Nos espantan.

No hay comunidad que no tenga su mansión embrujada.

Desde la lúgubre Mansión Marsten de Salem‟s Lot (principal protagonista de la novela homónima de Stephen King) hasta el

abandonado Gran Hotel Viena del pueblo de Miramar, Argentina

(supuestamente poblado de fantasmas) el imaginario literario y

popular se abstrae del conocimiento racional y puebla los sitios deteriorados con fantasías morbosas que ―meten miedo‖. En

cada uno de esos casos es el contexto el que determina las

historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente, recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas

moralizantes de alto impacto.

Nada es por completo permanente y limpio. Por sí solas

las cosas se deterioran, envejecen. Se ensucian, desgastan y

desaparecen. Algunas tardan poco, otras un poco más; pero

todo es cuestión de tiempo. Al final del camino siempre está la muerte. Quizás sea por eso que los lugares abandonados, al

El abandono y el olvido 11 Fernando Jorge Soto Roland

materializar la impermanencia de todo aquello que culturalmente estamos educados para admirar, nos impacten

tanto y sean tantas las personas que los rechazan.

Enmascaramos, ocultamos y maquillamos la decadencia.

Detestamos la degradación y tratamos de evitarla. Miles de

productos se venden a diario con el solo fin de luchar contra

ella. Cremas, lociones, sesiones de electricidad, magnetismo y terapias de rejuvenecimiento. Un arsenal de elementos se

acumulan en nuestros botiquines. No queremos ver nuestras

arrugas. No deseamos observar nuestras canas y sufrimos cuando los vientres se abultan. No queremos hacernos viejos.

Envejecemos con angustia. Y eso no es correcto o ―natural‖. Lo

emocional domina a la razón y es así como nacen los

monstruos. ¿Y en qué otro sitio que no sea en un lugar abandonado crecen con mayor libertad esos miedos? Ellos nos

anuncian el porvenir irremediable. La humedad, el desconche

de la pintura, las rajaduras en la pared, los pisos levantados y vidrios rotos son excelentes metáforas que no podemos eludir y

que, aún así, nos fascinan (como las historias de fantasmas).

Los lugares abandonados poseen un espíritu heracliano

que, como el filósofo griego Heráclito, son ejemplos vivientes,

concretos, de que todo cambia. Comprender el cambio es

comprender el deterioro y la decadencia.

Pautamos la manera de ver el mundo marcando

dicotomías. El dualismo no sólo se da entre el cuerpo y el alma, sino también en el resto de las cosas: útil o inútil, avanzado o

atrasado, creciente o decadente, productor o consumidor, puro

o impuro, habilitado o deshabilitado, ocupado o abandonado. Una cosa siempre excluye a la otra que, por lo general, tiene

una connotación negativa. Así es la cultura occidental. Nos

resulta muy difícil conciliar lo que parece irreconciliable como lo

hace el Oriente, quedando esto más que claro en el símbolo del Yin y el Yang. Estamos partidos. Somos por demás analíticos.

No es extraño que los sitios abandonados concentren esos

El abandono y el olvido 12 Fernando Jorge Soto Roland

aspectos negativos en contraste con los positivos, siempre asociados a los sitios poblados y vivos.

Gestionar la suciedad que nuestra especie produce es una de las tareas más extenuantes, caras e importantes que

tienen los gobiernos municipales. Generamos miles de

toneladas de basura por día, pero rara vez nos preguntamos

sobre el destino final de nuestros desperdicios. Desde hace poco más de un siglo la mugre desaparece de nuestra vista por

las noches y amanecemos con las calles relativamente limpias,

siempre y cuando tengamos la suerte de pertenecer a una clase social capaz de pagar con impuestos la gestión de esos

desechos. Enmascaramos el hecho de ser animales sucios y

cuanto más lejos estemos de esa basura, mayor tiende a ser el

status social que poseemos. De ahí que ―lo sucio‖ esté mal conceptuado y sea asociado con los barrios bajos y países

pobres, cuya relación con los desechos es vista como algo más

―natural‖ y productivo. Se puede vivir de la basura, por lo tanto la sensación de asco que ella produce es una construcción

cultural e históricamente condicionada. Bastaría con leer las

descripciones que nos llegan del pasado para advertir que nuestras propias ciudades en la antigüedad eran, a nuestra

sensibilidad actual, literalmente asquerosas (incluso aquellas

que solemos asociar con la belleza más pura; como Florencia,

en Italia). En el pasado se convivía con la mugre. Por tal motivo, los lugares abandonados remedan un particular viaje

por el tiempo. Un viaje donde los sentidos se ven excitados por

todo aquello que nos produce o anuncia vómitos.

Los lugares abandonados representan la derrota de una

ofensiva culturalmente elogiada: la de la limpieza. En ellos la responsabilidad social se diluye, y la tarea de eliminar las cosas

indeseables queda abortada. La acumulación de objetos, pocas

veces, les adjudica a los mismos el status de ―antigüedades‖. Si

bien guardan el atractivo de estar asociados con un previo uso humano, carecen de dos características necesarias para ir

directamente a los aparadores de un museo: no están limpios,

ni son diferentes o guardan notas distintivas con el resto de las

El abandono y el olvido 13 Fernando Jorge Soto Roland

cosas. Son chatarra. Forman parte de un universo que carece de ―profundidad‖ temporal (la mayor parte son objetos

contemporáneos), más asociados al desperdicio, a lo sucio y

peligroso, que a una obra maestra de arte.

Las cosas ―pasan‖. Se echan a perder. Se extravían o

abandonan.

Los lugares abandonados son receptáculos de una

libertad muy particular. Ajenos a todo control, y al margen de

las leyes vigentes, parecen querer resistir todo intento de sometimiento humano. Espacios de anarquía que sólo se

apartan del caos por intervención de la imaginación de quienes

los recorren. Únicamente de ese modo, los ambientes

adquieren el sentido y la función original que tuvieron cuando estaban poblados y la vida ordenada despejaba los peligros

inherentes que le atribuimos a los ―desperdicios‖.

Hay edificios y pueblos abandonados que nos remiten a

un modo de ver el mundo que podríamos calificar de budista. La

impermanencia de las cosas, la debacle del deseo y la lección de saber dejar que todo se vaya (o quede atrás) son, quizá, las

lecciones filosóficas más profundas que se puedan encontrar en

esos sitios.

Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos

a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier

control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece

posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las

sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los

escenarios más propicios para el miedo.

Para algunos, los lugares abandonados son sitios agradables; ricos en formas, libertad y un decadente sentido de

El abandono y el olvido 14 Fernando Jorge Soto Roland

la continuidad. Inspiración muy propia para las artes de vanguardia y el snobismo, los desechos pueden convertirse en

la materia prima del obras de arte contemporáneo, dado que

los contornos y formas que produce la degradación son únicos y muchas veces no reproducibles.

―La esencia y la belleza de las cosas reside en su carácter

perecedero‖, dijo E. M. Cioran. Tenía razón.

Los lugares abandonados son catárticos. Allí el espíritu

destructor y vandálico que todos llevamos dentro se expande sin coacción de ningún tipo. Enmascarados por el silencio, la

soledad y el grosor de sus paredes —fuera del alcance de la

vista de otros— el placer de romper cosas, en especial vidrios,

no encuentra regulación alguna. ¿Será por eso que los cristales de las ventanas de todas las casas abandonadas están partidos

por certeros piedrazos? Muy pocas los conservan intactos. ¿Qué

se esconde detrás de esa vandálica vocación? ¿El mero regodeo de sentir el sonido del resquebrajamiento? ¿Una forma de dejar

una marca personal, como si estuviéramos marcando territorio?

¿O es acaso una manifestación de rechazo inconsciente al temor que nos producen las cosas que nos anuncian la

decadencia y muerte segura?

De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el

sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas

desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo.

Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan

y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín

abandonado es la naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es

la anarquía hecha ramas. Tal vez por eso sean más impactantes

que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la

El abandono y el olvido 15 Fernando Jorge Soto Roland

esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una batalla.

Durante 25 años viví en Mar del Plata, una ciudad que ―abandona‖ hacia el mes de marzo un alto porcentaje de sus

viviendas. Recorrer en pleno invierno los barrios ―Los Troncos‖

es como caminar por un cementerio de mansiones y casonas

sin vida. Cerradas, clausuradas. Abandonadas hasta la próxima temporada. Lo mismo sucede con muchos hoteles, balnearios y

complejos sindicales. Parte de la ciudad se torna casi

deshabitada y sus playas, capaces de contener cerca de 2 millones de personas, pasan a retener un total no superior a los

700.000 habitantes estables. La avenida Colón, después de

cruzar la calle Buenos Aires en dirección a la costa, se

transforma e un inmenso palomar vacío. Así se perciben sus altos edificios de departamentos, con todas las persianas bajas,

sin un alma en los balcones y con escasas aberturas iluminadas

por las noches. La ciudad trasmuta en pueblo. un pueblo que deja traslucir el poder económico de un sector de la sociedad

argentina que puede darse el lujo de convertir decenas de

unidades habitacionales en espacios inútiles durante casi nueve meses del año.

―Era‖. Todo ―era‖. El verbo ―ser‖ en pasado. Así, con esa

palabra conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares abandonados. Esto ―era‖ aquello (un hotel,

una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá se

comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío,

roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia

y el deterioro en tiempo presente.

Una pregunta es la que se repite una y otra vez: ¿qué

habrá sido este lugar? ¿Qué función cumplió este edificio? ¿Qué

se esconde detrás de esos escombros informes que yacen sobre el suelo? La respuesta: recuerdos. Y a veces ni siquiera eso.

El abandono y el olvido 16 Fernando Jorge Soto Roland

En una oportunidad conocí a un hombre de por sí muy singular. Tenía más de seis décadas sobre sus hombros. El pelo

por completo cano y su mirada era lánguida, triste. De

profesión: hotelero. Era propietario de un inmenso edificio construido en la última década del siglo XIX en un pequeño

pueblo de la costa bonaerense. Vivía solo. Era viudo y el único

habitante de su hotel abandonado. Había algo de patético en

ese sujeto. Verlo deambular en aquella propiedad derruida constituía en sí mismo un espectáculo por momentos macabro.

Como si fuera un fantasma encarnado, Eduardo Gamba —ese

era su nombre— se pasaba el día recorriendo ambientes vacíos, llenos de humedad y descascarados por el paso del tiempo.

Todo a su alrededor era decadencia. Todo era viejo. Gastado.

Tambaleante. Incluso no era posible recorrer el primer piso por

una cuestión de seguridad. Los cielorrasos estaban quebrados y la escalera que conducía a la planta alta se tambaleaba. Había

que saber dónde pisar y qué zonas no frecuentar, a menos que

se deseara sufrir un accidente. El hombre y el hotel estaban unidos por un lazo que nadie podía ver a primera vista. No era

una ligazón material. Eran sus recuerdos los que lo ataban al

lugar. Vivía de ellos y en ellos. El viejo hotel lo había fagocitado. Lo retenía en su seno como su fuera un rehén. La

fuerza del pasado no lo dejaba entrar en el presente. Gamba

vivía en otra dimensión. Una dimensión particularísima, propia,

intransferible. Las remembranzas retenían a ese hombre y el edificio, venido a menos por los años y la falta de inversiones,

lo conservaba como si él fuera un residuo del pasado. Uno más,

entre los miles de cosas que se pudrían allí adentro. Vivía entre las ruinas. Su manutención dependía de la venta de souvenirs

confeccionados por él mismo y de los recuerdos que relataba a

los pocos turistas que se acercaban, curiosos y sorprendidos, a su monumental hotel. el deterioro del lugar sólo era combatido

por sus relatos. En ellos uno podía imaginar el Boulevard

Atlántico Hotel lleno de vida, reluciente. Pero bastaba que

Eduardo gamba dejara de hablar para que todos los ambientes volvieran a ser lúgubres, abandonados. El viejo era la última de

las almas que les quedaba. El único motor que les insuflaba

algo de vida. Un motor alimentado por la nostalgia.

El abandono y el olvido 17 Fernando Jorge Soto Roland

Pablo Novak habita una ciudad muerta. Como Eduardo Gamba, en Mar del Sur, Novak pasa horas entre las ruinas de

un lugar abandonado, pero a diferencia del hotelero, él recorre

un pueblo entero. Una localidad tragada por el agua hace más de 25 años y que recién ahora (2011) empieza a emerger,

dejando a la vista el desastre sufrido en la Villa de Epecuén. En

el anciano los sentimientos aparecen entremezclados. No hay

tristeza en sus ojos, pero tampoco hay felicidad. El tiempo lo adaptó. Es como si Epecuén fuera una ruina eterna. De hecho,

ya hay una generación que la conoció derruida por el agua

salada. Sólo las viejas fotos recrean las temporadas veraniegas, las risas y la felicidad que en ella disfrutaban los turistas.

quedan también las escenas grabadas en súper-8. son

traumáticas. Cuesta creer que esa villa veraniega de la

provincia de Buenos Aires ya no exista, y verla con vida en esas antiguas filmaciones de las décadas de 1960 y 1970 tiene algo

de macabro. Es como abrir un viejo ataúd y asomarse dentro

para percibir que hoy sólo quedan restos informes. Gamba y Novak viven en un velorio permanente. Luchan contra la

extinción total de esos lugares. Protegen, en un duelo

patológico. la memoria. Perpetúan un funeral que parece no acabar nunca, pero que llegará a su fin cuando ellos mueran.

Hemos erradicado a la muerte. Nuestra cultura la niega,

la rechaza, la maquilla. Es de ―mal gusto‖ hacer referencia a ella. Se ha convertido en al ―pornográfico‖. La evitamos a toda

costa, a pesar de estar presente en cada segundo de nuestras

vidas, la ―vivimos‖ con dramatismo y miedo. Camuflamos los cementerios y borramos los tradicionales rituales de aflicción y

de luto. Encerramos a nuestros enfermos. Deshumanizamos la

agonía metiéndolos en ambiente asépticos, regenteados por modernos Barones Samedis que visten delantales blancos y

poseen títulos universitarios en medicina. Como ocurre con los

desechos, la muerte y los muertos se alejan de nosotros. Los

confinamos a las afueras, en los suburbios. Lejos. Bien lejos. Como a la basura que producimos los rechazamos. Siguen

metiendo miedo. Nos inquietan. Aún así, deberíamos modificar

esa actitud. Necesitamos aceptar socialmente la decadencia, incluso en nuestros pueblos y edificios. Tal vez así los

El abandono y el olvido 18 Fernando Jorge Soto Roland

disfrutemos un poco más, y de la destrucción podamos construir una nueva y diferente actitud ante la vida.

Los lugares desolados tienen un encanto ambiguo. Y cuanto más antiguos, más prestigio adquieren al convertirse en

―ruinas antiguas‖. Lo viejo se impregna de prestigio cuando

transmuta en material arqueológico. ¿Qué cantidad de tiempo

debe transcurrir para que se opere ese cambio de status? ¿Veinticinco, cincuenta, cien o mil años? Cuando veamos en

nuestras ruinas contemporáneas lo mismo que apreciamos

frente al Partenón de Atenas o Machu Picchu, en el Perú, seremos capaces de disfrutar de la decadencia que, en última

instancia, es el único reflejo en el que todos estamos inmersos.

El día que eso suceda, los lugares abandonados dejaran de

producirnos temor y los fantasmas, tal vez, deban buscar otros sitios donde guarecerse.

Pocas imágenes son más representativas de la muerte que un árbol seco. En miles de cuadros y fotografías sus

estampas nos llaman la atención. Por eso, cuando observamos

bosques enteros, muertos de pie, es imposible no reparar en la escena y sentirnos ―extraños‖; sintiendo ―extraño‖ el lugar

donde se levantan. Tanto en Miramar (Córdoba) como en

Epecuén (Buenos Aires), los eucaliptos secos y sin una sola

hoja, exhibiendo sus raíces al aire, como si fueran los tentáculos de miles de pulpos petrificados, imperan por doquier.

Convocan nuestras fantasías y morbo. Son el decorado perfecto

del caos.

Cuando los europeos llegaron a América, a fines del siglo

XV, nuestro continente disponía ya en su haber una buena cantidad de ciudades, pueblos y centros ceremoniales

abandonados. Pachacamac, en el Perú, y Teotihuacán, en

México, son los mejores ejemplos al respecto. Estaban también

los poblados mayas, pero la mayoría de ellos permanecían ocultos bajo la tupida selva, en Honduras, Guatemala y

Yucatán. La región de la sierra, al norte de Cusco (Perú),

El abandono y el olvido 19 Fernando Jorge Soto Roland

retenía los restos de Chavín de Huantar y el altiplano boliviano, a pocos kilómetros de las orillas del lago Titicaca, tenía las

ciclópeas estructuras de Tiahuanaco. Todas en el más completo

y absoluto silencio, desde hacía siglos. ¿Qué sintieron los pueblos originarios frente a esos restos? ¿Cómo se paraban

ante esas ruinas? ¿En qué meditarían? ¿Sentirían nostalgia,

pena o temor? No lo sabemos con exactitud, pero de lo que sí

podemos dar cuenta es que a esas aglomeraciones de edificios, templos, plazas ceremoniales y viviendas en deterioro, se

viajaba regularmente en procesión. Eran lugares sagrados de

altísimo valor ceremonial. Los ―antiguos‖ eran venerados, como veneradas eran sus derruidas construcciones. Según los mitos,

allí habían descendido los dioses para organizar el mundo y

crear a los hombres. Pero estos sitios abandonados tenían ya

varios siglos en esa condición. Tapizados de polvo, arena o ―malas hierbas‖, guardaban —como guardan para nosotros las

ruinas clásicas— de un cierto prestigio, que sólo la antigüedad

puede otorgarles. Y aunque la arqueología todavía no existía, el ―status‖ de las ruinas les confería un nexo de relevancia con el

pasado mítico, que era el único capaz de explicarles la situación

del presente. Eran, en definitiva, la prueba palpable de que los dioses habían estado ahí y que los relatos sagrados decían la

verdad. No necesitaban de historiadores para entender

intuitivamente el devenir de la dinámica cultural de la que ellos

mismos eran el último eslabón. Por eso los reverenciaban.

Hace 13 años dirigí una expedición a la que fuera la

última capital de los incas: Vilcabamba ―La Vieja‖, detenida en el tiempo por más de 400 años en el corazón de la amazonia

peruana. Allí me topé por primera vez con una clásica ciudad

abandonada y devorada por el follaje. Los árboles, con decenas de metros de altura, cubrían lo que antaño fueran sus plazas

ceremoniales y las gruesas raíces trepaban por los muros,

dándoles la estabilidad que de otro modo no hubieran tenido.

En más de un caso eran las enredaderas y lianas las que sostenían sus edificios. Destructoras y preservadoras al mismo

tiempo. Allí la naturaleza se había impuesto. Señoreaba sobre

la obra del hombre. Exigía respeto. No exagero al expresar que nos sentimos finitos, mortales y fácilmente olvidables. En

El abandono y el olvido 20 Fernando Jorge Soto Roland

aquella mañana de pesimismo, nos sentíamos más plenos que nunca. Había una razón para que las cosas fueran de ese modo:

Vilcabamba era un reflejo de lo que seremos alguna vez. Por

ese motivo, disfrutamos como nunca y el día se convirtió en algo inolvidable. Nos conectamos con un pasado que no era

nuestro, pero aún así no nos sentíamos extraños. Y ante la

destrucción, especulamos. Nos pasamos horas especulando.

Los lugares abandonados sufren el deterioro de dos

maneras distintas. Por un lado está es desgaste natural que

produce el tiempo y la desatención. Por otro, nos encontramos con el vandalismo, que ejerce sobre las cosas un poder

destructivo mucho mayor que el envejecimiento. La destrucción

voluntaria y premeditada gana cuerpo en los sitios

abandonados. La rotura de vidrios ya es un ―clásico‖; pero no lo es todo. Los graffiti, el saqueo y los incendios contribuyen al

deterioro acelerado. Una extraña voluntad destructiva se

apodera de aquellos exploradores que los recorren y un deseo de ―dejar huellas‖ se apodera de ellos. Surge de una necesidad

(misteriosa) que encuentra la rotura de objetos un placer muy

singular. Ayudan a sabotear aquello que el abandono sabotea por sí mismo. Y cuando más roto está el lugar, más se rompe y

se saquea.

Los lugares abandonados pueden ser interesantes filones de riquezas. Pocos ortodoxos cazadores de tesoros recorren

nuestras ciudades y pueblos en busca de piezas interesantes

que rescatar del óxido y el olvido. Puertas, ventanas, grifería, picaportes, ladrillos, muebles viejos, plomo, tubos y cables,

constituyen atractivos muy seductores para estos carroñeros

tan sui generis. Ellos son los que contribuyen a convertir la decadencia en un buen negocio, sin importar los riesgos físicos

que corren al transitar un sitio deteriorado, ni cruzar los

vallados que éstos tienen, en pos de una falsa seguridad.

Una excesiva especialización regional del trabajo y la

producción, con el tiempo, puede ser una causa importante

El abandono y el olvido 21 Fernando Jorge Soto Roland

para explicar el abandono de un lugar. Decenas de pueblos corrieron esa suerte cuando la materia prima principal que les

daba vida comercial se agotó, o la demanda se terminó de la

noche a la mañana. Esto ha sido muy común dentro de las actividades mineras y otras explotaciones de carácter

extractivas. El mágico influjo del oro, la plata, el cobre o el

caucho, son un buen ejemplo al respecto. Los ―pueblos

fantasmas‖ del oeste norteamericano o los ingenios caucheros del Amazonas dan prueba de todo eso.

No hay hecho más movilizador, ni que inspire mayor impresión en un sitio abandonado desde hace años, que la

presencia de un mueble (silla, modular, cama). La antigua

presencia del hombre, insinuada apenas por sus objetos

cotidianos, genera sensaciones imposibles de no tener en cuenta. Miedo y fantasía —siempre tan ligados— se

materializan en exclamaciones y dichos. ¿Cómo no paralizarse

ante una silla oxidada y olvidada en un pasillo de algún hospital o sanatorio abandonado hace décadas? ¿Cómo describir, sino a

través del temor, el sentimiento de verse en un archivo oscuro,

lleno de carpetas e historias de decenas de anónimos personajes? Una mesa servida, un guardarropa carcomido por

la humedad, son como ventanas que nos asoman al pasado,

hoy por completo derruido. De todos esos escenarios posibles,

son los pueblos abandonados los más tétricos y lúgubres. En ellos es como si el tiempo se hubiera detenido

intempestivamente en una hora determinada.

Resquebrajada por la fuerza imperceptible y constante

del pasto, el calor y el frío, la antigua Ruta Nacional Nº 2, que

conecta a Buenos Aires con Mar del Plata, se desgrana poco a poco a un costado de la nueva autopista. Verla es retroceder a

la década de 1970; época en la que millones de veraneantes la

utilizábamos para viajar a la costa, en pos de unos días de

vacaciones. Es inevitable no recordar, entonces, la infancia y aquellos viajes con mis padres en autos que, por el tamaño,

más parecían botes que los pequeños medios de locomoción

que inundan nuestras ciudades actuales. Voluminosos, largos,

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pesados, los Ford Falcón, los Fairlane y Chevrolet de aquellos días se me antojan hoy demasiados grandes para una ruta tan

angosta y peligrosa. Basta con observar lo que queda de ella

para entender porqué la llamaban ―la ruta de la muerte‖. Bastaría consultar los diarios de la época para contabilizar por

miles los muertos que ésta dejó en sus banquinas y

comprender las profundas diferencias que se notan al comparar

el ―sentimiento de inseguridad‖ de esa década con la actual. Casi 40 años después, la RN 2 está obsoleta. Quedó chica para

la cantidad de autos que circulan hoy en día y llama la atención

lo angosta que era, de doble mano y con sólo un carril. Actualmente, esa vieja asesina reposa silente y olvidada,

convertida otra vez en campo (en más de una sección). La

tierra, el pasto y los animales la reconquistaron. Y donde antes

circulaban camiones, autos y motos, vemos soledad y deterioro. Una mera mueca del pasado. Una ruina de nuestra infancia.

El descubrimiento de ciertos lugares abandonados implica reconocer el encubrimiento practicado por las fuerzas de la

naturaleza. La formación de nuevos suelos, el imperio del óxido

y los millones de hojas que los tapan, son como velos orgánicos que los conducen a la podredumbre. Cierto sentimiento de

vergüenza y culpa podría leerse en ese proceso natural.

A lo largo y ancho de la geografía mundial encontramos decenas de hospitales, sanatorios y clínicas abandonadas. Pocos

lugares como esos resultan tan tétricos de recorrer,

especialmente por el ingente número de instrumental médico y sanitario que se pudre en sus diferentes ambientes. Ya sea por

cuestiones financieras o naturales (por ejemplo, secuelas de un

terremoto) esos gigantes olvidados emergen impactantes, algunas veces en pleno corazón de las ciudades; otras, en sitios

remotos y aislados, como es el caso de los antiguos nosocomios

dedicados a combatir la tuberculosis. La historia de estos

últimos esta ligada a esa enfermedad, responsable de millones de muertes en el siglo XIX. Se levantaron por doquier. Eligieron

para ello comarcas alejadas, por lo general ubicadas a cierta

altura sobre el nivel del mar y bañadas por la brisa y rayos del

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sol, considerados terapéuticos. No fue sino hacia la última parte de la década de 1940 —cuando se descubrió la estreptomicina

— que esas construcciones ciclópeas dejaron de ser útiles y el

negocio de la salud —ligado a la tuberculosis— se terminó. Casi de inmediato los hospitales cerraron o fueron reconvertidos, sin

demasiado éxito. Lo mismo ocurrió con aquellos hoteles

dedicados al ―turismo salud‖ (como el Edén Hotel de La Falda,

provincia de Córdoba). En poco tiempo todas esas instalaciones se transformaron en lugares demasiado alejados, de difícil

acceso, y fueron clausurados. El tiempo hizo el resto,

convirtiéndolos en escenarios ideales para la leyenda urbana relacionada con fenómenos parapsicológicos y fantasmales. No

es para menos. La traumática historia de estos hospitales es un

excelente caldo de cultivo para el imaginario. Una silla de

ruedas destartalada, una camilla corroída por el óxido, decenas de camas consumiéndose en hilera, aparatos de radiología

cubiertos de polvo, quirófanos abandonados, exhibiendo parte

del instrumental usado en sus días de gloria y, morgues, siempre silentes, son disparadores fáciles de la fantasía. Y si a

todo ello le agregamos la difusión que estos sitios adquieren en

programas de TV de corte esotérico, ya tenemos la receta completa que nos permite entender el éxito que han adquirido

dentro del universo onírico de la fortalecida e irracional New

Age de nuestros días.

En la historia del deterioro nos topamos con varios

paladines de la destrucción y el abandono. Ellos son:

-Guerras

-Desplazamiento de personas (migraciones forzadas)

-Catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, aludes,

etc.)

-Explotación repentina y abusiva de recursos naturales

-Crisis financieras

-Cambios climáticos y sus consecuencias (desertización de

terrenos)

-Contaminación ambiental

El abandono y el olvido 24 Fernando Jorge Soto Roland

-Epidemias.

La geografía emocional de nuestras ciudades cambia

permanentemente. Cuando las dejamos y al tiempo regresamos a ellas, percibimos los contrastes. Lugares que antes

convocaban a la reunión de amigos, a trabajar o divertirse,

desaparecen o se desintegran lentamente sin cuidados.

Arruinados, adquieren un significado nuevo. Nostalgioso. Mágico. Vacíos y cayéndose a pedazos comunican un pasado

vital del que fuimos protagonistas. Hoy obsoleto y muerto.

El impacto de los lugares abandonados depende del

tamaño que tengan. Cuanto más grande, más raros.

La relación entre la noche, los fantasmas y los lugares abandonados es un tema que tiene su origen en la literatura

clásica de la Grecia antigua. Los textos de Plinio el Joven,

Plauto y Luciano son los mejores y más arquetípicos ejemplos de todo ello.

Dijo Kevin Lynch en su libro Echar a Perder (p.156): “(…) hay cosas deterioradas, tierras deterioradas, tiempo

deteriorado (perdido) y vidas deterioradas‖.

El deterioro anida en nosotros. Está siempre presente, aún en los momentos en que no se hace evidente o es una

mera proyección de futuro. Incómodo, irritante, el deterioro nos

da miedo, pero al mismo tiempo nos fascina porque es parte de la vida. Un proceso maravilloso, trágico e inevitable.

¿Romanticismo? ¿Decadentismo? ¿Pesimismo? No lo creo. Abordar el tema del abandono y el deterioro es tomar el

toro por las astas. Enfrentar la realidad y ver en ese proceso un

hecho innegable que puede enseñarnos a rever nuestra actitud

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negativa frente al abandono, encontrando en él una cuota de belleza y enseñanza. No todo lo derruido es desechable.

Disfrutamos con el miedo. Un extraño equilibrio de amor y rechazo emerge cuando experimentamos un acontecimiento

fuera de lo normal, o recorremos un lugar desconocido en

condiciones extraordinarias. Caminar por un sitio abandonado,

especialmente de noche (como tanto les gusta a los cazadores de fantasmas de la TV) constituye uno de los hechos ―raros‖ al

que podemos tener mayor acceso. Todos conocemos alguna

casa vacía cerca de nuestro hogar y disponemos de linternas para poder internarnos en ella. No se requiere de alta

tecnología. Sólo la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos

lleva a realizar semejantes ―expediciones‖? ¿El aburrimiento?

¿La búsqueda de emociones fuertes? ¿Un construido y artificial espíritu de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras

ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina? ¿O, directamente,

la voluntad de toparnos con algo que quiebre nuestro sentido de la realidad? En mi opinión, todos estos factores se mezclan a

la hora de responder la pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese

sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté en que no

tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la esquina. Los

sitios abandonados son nuestras selvas y bosques más

accesibles. A ellos acudimos en busca de aventura.

Una teoría muy extendida en el mágico mundo de la

parapsicología sostiene que los fantasmas no serían otra cosa que experiencias e imágenes residuales que, de un modo nunca

explicado, el medio ambiente reproduce a modo de gigantesco

grabador, cuando ciertas condiciones (tampoco explicadas) se dan en determinados lugares. Los ―especialistas‖ dicen que las

emociones fuertes, producto generalmente de hechos violentos

o traumáticos (crímenes, torturas, accidentes) quedarían

grabadas en esos sitios, para ser reproducidas espontáneamente cuando ―algo‖ aprieta un invisible botón de

―PLAY‖. Y serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares

abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para que

El abandono y el olvido 26 Fernando Jorge Soto Roland

semejante ―fenómeno físico‖ de grabación y reproducción pudiera darse. Si todo esto fuera verdad, nuestras

construcciones operarían como una gigantesca cinta magnética.

Qué maravilloso sería para los historiadores poder ―ver‖ (In Live) sucesos del pasado de esta manera. Qué estimulante sería

que esas ―ventanas‖ fueran ciertas. Cuántos debates nos

ahorraríamos. Cuánta información podríamos recabar de ese

modo. Cuántas verdades aceptadas se vendrían abajo. Lo fantástico tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares

abandonados son sus guaridas predilectas.

Los lugares abandonados son un tema esencialmente

romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra Mundial

despejaron la idea de Progreso del imaginario europeo-

occidental, los sitios devastados han dado pie a visiones románticas no exentas de pesimismo. La decadencia se hizo

carne en miles de edificios y ciudades. Muchos pueblos

quedaron vacíos y la falta de fondos, la desidia y el desgano, generaron que en muchos espacios —antes poblados— el óxido

se convirtiera en rey. Las ruinas reemplazaron a las viviendas y

la devastación volvió inútil lo que antes era útil. Todo esto generó un contexto emotivo que no murió con la Paz de

Versalles, sino que se agudizó tras la invasión de Polonia en

1939 y los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra

Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa de civilización que creíamos tener resultó más delgada de lo que

pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo del hombre.

Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía razón: éramos malos por naturaleza. Los hechos asó lo indicaban. Fue entonces

cuando la idea de decadencia, expresada por Oswald Spengler

en el período de entreguerras (1918-1939), empezó a adoptar formas más acordes a los problemas contemporáneos y

transmutó en un eco-pesimismo hoy muy en boga. La idea de

futuro se acotó a sólo horas y las proyecciones sobre el destino

del hombre nunca más fueron halagüeñas, llegándose al extremo de poder definirlas como catastróficas. Uno de los

abanderados de esa postura en extremo apocalíptica fue

expresada durante la década de 1980 por Edward Abbey, quien escribió, en su libro Solitario en el Desierto (1988), lo

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siguiente: «Van y vienen hombres, suben y caen ciudades cuyas civilizaciones aparecen y desaparecen. La Tierra

permanece, ligeramente modificada. El hombre es un sueño, el

pensamiento una ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el sol».

Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912 cuando visitó

las ruinas de un palacio barroco, construido por un príncipe veneciano en la isla de Creta, una reflexión melancólica me

acompaña desde que conocí las devastadas ruinas del pueblo

cordobés de Miramar y los restos de la ya perdida Villa de Epecuén, en la provincia de Buenos Aires. En esos sitios el

abandono y su consecuente decadencia, manifiestan cuán frágil

son nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables

fuerzas del tiempo y la historia.

Sófocles escribió en Edipo: «El tiempo destruye todo,

nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La Tierra decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita la

confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra los

amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo todas las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el odio en

amor».

No deberíamos ser tan pesimistas respecto del futuro general de nuestra civilización al ver únicamente los lugares

abandonados que salpican nuestras geografías urbanas. Éstos

siempre han estado entre nosotros, pudiendo incluso considerarlos como parte misma del Progreso. Con cada paso

que damos hacia delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo:

un hospital especializado en el tratamiento de la tuberculosis que se cae a pedazos en algún rincón aislado, puede ser visto

con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas como el triunfo

de la medicina sobre una enfermedad que antes producía

centenares de miles de muertos por todo el mundo. Es decir que, aún en momentos de enorme optimismo, los lugares

abandonados están presentes (lo estarán siempre) y que las

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opiniones que se derivan de ellos no son más que lecturas o interpretaciones culturales. Una construcción de la realidad y

del futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto

las decadencias como el progreso las producen. Todo es una cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista como el

natural traspaso de mando de una generación a otra. Y eso,

necesariamente, no es malo en sí mismo.

Hay pueblos y ciudades abandonadas donde es posible

advertir cuán despiadada es la naturaleza y su capacidad de

destrucción. Pero aunque nosotros queramos ver una intensión en ese proceso, la intensión no existe. Los seres humanos

somos, en verdad, los despiadados y destructores. Lo que

hacemos es humanizar lo que no es humano. Transferimos

nuestras miserias y nos conformamos con ello.

Una isla solitaria en pleno océano; un faro sin un alma,

abandonado, pero funcionando, pueden ser las notas esenciales para el comienzo de una buena película de misterio o terror. En

este caso en particular, el abandono no implicaría decadencia o

deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un barco al garete, carente de tripulación, con todos sus aparejos en orden,

sin signos de violencia, con la mesa servida y la comida a

medio terminar. Historias y leyendas de este tipo se cuentan

por decenas entre los marineros del mundo. Desde las misteriosas desapariciones a bordo del Mary Celeste en 1872 y

el evanescente destino de los cuidadores del faro Fannan, en

diciembre de 1900, la repentina desaparición de personas alimenta la fantasía de los fogones nocturnos y le dan a la

palabra abandono un significado distinto al que hemos

manejado hasta ahora. Un lugar recientemente abandonado, que conserve sus objetos de la vida cotidiana en perfectas

condiciones y con signos de haber sido dejados en pleno uso —

sin causa lógica alguna— no generan melancolía, sino miedo. La

melancolía requiere de un componente indispensable: el paso del tiempo. Quizás por ese motivo la desaparición repentina de

seres humanos sea uno de los temas más comunes en las

historias de misterio (piénsese, por ejemplo, en toda la

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mitología contemporánea que gira en torno a famoso Triángulo de las Bermudas).

Como un buen queso roquefort, los lugares abandonados necesitan macerarse, asentarse con el tiempo, incluso pudrirse,

para despertar las sensaciones de melancólica angustia que

producen.

El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado

racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con la

supervivencia de las personas, pero sin control se transforma en una fuerza paralizante, irracional y destructiva, capaz de

afectar a ciertos lugares al punto de producir en ellos serios

daños que, ocasionalmente, conducen ala abandono. Solemos

evitar los sitios inseguros. Permanecemos en ellos cuando no quedan alternativas. Los soportamos, pero no los disfrutamos

y, ante una mejor oportunidad, nos vamos de ellos. La historia

de miles de propiedades (casas, hospitales, mansiones o pueblos enteros) dan testimonio de lo que decimos. En más de

un caso el miedo exagerado ha sido el responsable primario de

cierto pensamiento mágico y vitalista, aún a principios del tecnocrático siglo XXI. Piénsese sino en los efectos que

producen ciertas leyendas urbanas en el comportamiento de la

gente cuando dejan que un lugar se deteriore y venga abajo

aduciendo ―mala vibra‖, ―embrujamiento‖ o alguna otra causa extraordinaria o sobrenatural. Los vendedores de propiedades

inmobiliarias saben lo difícil que resulta vender una casa con

―mala fama‖.

¿Podría usted vivir o pasar la noche, sin problema

alguno, en un lugar donde alguna vez se cometió un crimen, se torturó gente o murieron decenas de individuos por

enfermedades en su momento poco conocidas? Tal vez lo

piense antes de hacerlo y, en el caso de que se decida, lo más

probable es que lo nueva el afán de romper reglas (ser subversivo), violar un tabú o mostrarse en extremo valiente con

sus amigos. ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué no aceptamos

El abandono y el olvido 30 Fernando Jorge Soto Roland

esos lugares como a cualquier otro? ¿Acaso no son meros edificios? Los lugares abandonados que tienen ―mala fama‖

(justificada o injustificadamente) suelen despertar en las

personas sentimientos y creencias que acompañan a la especie humana desde el paleolítico. En otras palabras, muchos creen

que los objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales

(por ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda.

Un ―pueblo fantasma‖, un castillo en ruinas o una simple construcción abandonada condiciona a creer en la presencia de

―algo‖ que va más allá de nuestros sentidos normales. Y no hay

pensamiento racional, argumento o ciencia que haga a muchos pensar de lo contrario. Una estructura dura de larga duración

parece entrar en funcionamiento, permitiendo la convivencia de

lo real y lo imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las

cosas se contaminen ―espiritualmente‖? ¿Puede el mal contagiarse de algún modo? Un número enorme de adultos así

lo cree, por más que las cosas no tengan intenciones. Aún así,

parece que ciertos lugares conservan un esencia poco específica que es captada por los ―creyentes‖. El pensamiento mágico nos

espanta y aleja de ciertos sitios abandonados.

En lo personal, uno de los lugares abandonados que

mayor impacto me produjo fue la —literalmente— perdida Villa

de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos Aires.

Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo el agua el 10 de noviembre de 1985 y, tras 25 años de estar sumergido en

una de las soluciones salinas más densas del planeta, empezó a

emerger hace un tiempo, revelando lo que de la villa quedó después de un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un

espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia muchos

aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan de la desidia, ignorancia y desinterés de los políticos de turno hasta

los otros que refieren al desequilibrio inestable que tenemos

con la naturaleza. Todo contribuyó a que Epecuén sea hoy una

ruina silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos s

hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún vigente entre los ex-

vecinos, se mantiene en cada lágrima vertida al recordar el caos. Y a pesar de estar ―ahí‖, Epecuén resulta ajena al

El abandono y el olvido 31 Fernando Jorge Soto Roland

forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para casi todo el resto del país. ―El dolor del otro siempre es mucho menos

doloroso‖. Por eso los lugares abandonados son una mezcla de

fantasías, construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las angustias,

de las luchas inútiles, de la esperanza fallida. Quien no lo perdió

todo jamás podrá sentir el pesar que los lugares como ése

producen a los damnificados. Podemos sorprendernos, indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios como

Epecuén o Miramar (Córdoba), están muy lejos de los turistas

que los visitan. ¿Turistas?... Sí. Pueblos destruidos por catástrofes atraen nuestra atención. Publicitados por algunos

programas de TV, semejan los fenómenos del inmenso circo

freak que fue la Argentina hasta hace poco tiempo: un país ―del

primer mundo‖ que dejó hundir a sus propios pueblos.

No todo tiempo pasado fue mejor. Aún así, los lugares

abandonados parecerían indicar lo contrario. Con el deterioro, el abandono y la destrucción, la memoria idealiza el brillo y el

oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando

los lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras vivía en ellos. Los criterios de análisis se alteran y sobrevaloramos las

cosas por el solo hecho de que ya no están. El recuerdo

nostalgioso es el responsable de tal operación y, frente a las

ruinas de «lo que ya no es» (o «dejó de ser»), la antigua realidad adopta características que nunca tuvo. El contraste con

aquel pasado, considerado como una ―Edad de Oro‖, explota

cuando se observan viejas fotos y los restos de la juventud se materializan en las estáticas imágenes de las placas. Felicidades

congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina

fotográfica.

Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que los

cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX conocen

muy bien el paño. Decenas de lápidas desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo y kilómetros de

enredaderas y plantas trepadoras abrazan, como boas

constrictoras, los mausoleos y criptas, tapizándolas de musgos

El abandono y el olvido 32 Fernando Jorge Soto Roland

y de humedad. Resquebrajando los últimos soportes de la individualidad.

Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a la memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento

romántico, impregnado de un original sentido de la

nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios,

transformándolos en escenarios a los cuales era necesario volver para poder abrevar en las acciones patrióticas de antaño.

Pero para que eso sea posible se necesitan referencias. Sin

ellas, el cementerio se convierte en una mera fosa sin sentido. En un osario anónimo, despojado de relevancia, indefinido.

Meras cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las

coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo cementerios se

transforman en vertederos de basura y desechos.

El cementerio de Epecuén, sin lápidas ni inscripciones,

simula ser un archivo sin catálogo.

Hay dos pueblos en Argentina que corrieron, más o

menos, con la misma desgracia: la de desaparecer bajo las aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en Córdoba, a

orillas de la laguna de Mar Chiquita; y Epecuén, en la provincia

de Buenos Aires, recostada sobre las riberas de la laguna del

mismo nombre. En ambos casos, el agua salada —que les diera reconocimiento, fama y turismo— terminó convirtiéndose en el

elemento destructor. Miramar resultó arrasada en poco más del

60%. Epecuén, en cambio, desapareció por completo; coartando así cualquier esperanza de recuperación. En este

último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la ex-villa

turística, es un ―pueblo fantasmas‖ que emerge de la sal después de un cuarto de siglo. Epecuén es apenas reconocible.

Hay que esforzarse mucho para identificar sus antiguas calles y

edificios emblemáticos. La gran mayoría no son más que

escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la salitre de la laguna que, al retirarse tras 25 años, parecería

regodearse de su fuerza e inclemencia. Porque eso fue la

El abandono y el olvido 33 Fernando Jorge Soto Roland

laguna en 1985: inclemente, inmisericorde, con todos los vecinos. Ella fue la que aceleró el dilatado proceso de

decadencia que conduce a las cosas hacia el olvido; ayudada,

claro, por la inoperancia e inactividad de los políticos de turnos.

Una cosa es un lugar —edificio— abandonado y otra muy

distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados —

aquellos que conservan su aspecto, incluso sus muebles— despiertan una sensación distinta que los segundos. Los sitios

destruidos, como Epecuén, despojados de antiguas referencias

materiales, imposibilitan, o posibilitan en mucha menos medida, imaginar cómo eran antes, qué funciones cumplían sus

diferentes sectores o qué actividades se desarrollaban allí. Para

concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar contrastes.

No es lo mismo recorrer el Gran Hotel Viena (Miramar, Córdoba) que los aplastados y deformes muros del Hotel Elkie

de Epecuén. El primero resume la agonía. El segundo la muerte

inexorable. La devastación total confunde. Por eso, ver y recorrer el Matadero Municipal de Epecuén, construido por

Francisco Salamone en 1938, a cuadras del demolido centro

urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad que el Hotel Viena despierta. ¿La causa? Aún se mantiene en pie. Descascarado,

pero con hidalguía. A pesar de soportar la más destructiva

inundación de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El

resto del pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.

¿Cuál es el color de la decadencia? Según Julio

Llamazares, el amarillo.

La presencia de lugares abandonados en sitios aislados

suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse como una tapera en el medio del campo o una vivienda resquebrajada por

la humedad en plena selva, conllevan sensaciones bastantes

parecidas. Ni qué hablar si lo que encontramos s una antigua

barraca chauchera devorada por las lianas y las enredaderas del Amazonas. En cada caso, lo descontextualizado de las

construcciones es lo que impacta. De inmediato surgen

El abandono y el olvido 34 Fernando Jorge Soto Roland

preguntas, raras veces respondidas: ¿quién las habitó?, ¿por qué fueron abandonados?, ¿desde cuando están allí y por qué?

Detrás de estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más

absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que podemos elucubrar para responderlas. Lo más probable es que nunca lo

sepamos y es eso lo que le otorga a esos sitios el macabro

deleite que los caracteriza. En una oportunidad, encontré una

humilde choza de colonos abandonada en las serranías cercanas a las ruinas de la ciudadela incaica de Vilcabamba.

Tenía las paredes de adobe desmoronadas y el techo de paja

desvencijado por la falta de mantenimiento. Pero no fueron esas dos cosas lo que hizo que hoy —después de tantos años—

la siga recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con

cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su ex

propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos, sino números. Cuentas. Estados contables muy rudimentarios que

nos retrotraían a las preocupaciones financieras del pasado. No

hallamos nombres, ni fechas. Únicamente sumas y restas. Abstracciones puras. Eso era lo único que quedaba de toda su

historia. Descontextualización en el más puro de los sentidos.

Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo adrenalínico. Hasta puede llegar a asustar.

Los lugares abandonados destilan un ―anhelo del

pasado‖, un sordo sufrimiento por algo que se tenía y que ahora ya no se posee ni controla.

Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido en paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y sus

secuelas.

Citando a E. M. Cioran podríamos decir, empapados de su

―existencialismo pesimista‖, que los lugares abandonados son

los catalizadores de la «curiosidad por un desenlace previsto,

espantoso y vano».

El abandono y el olvido 35 Fernando Jorge Soto Roland

La naturaleza siempre se encargará de limpiar todos los desajustes que nosotros hemos producidos. Los sitios

abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo los

devorará, como si nunca hubieran estado allí.

En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos

dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y habitan

superando con creces nuestra permanencia física en ellos, de igual forma que los insectos, las ratas y las bacterias toman

posesión de las galerías, torres y fortalezas, dormitorios y

comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las leyendas.

Estéticas morbosas. Grietas del progreso. Utopías

fallidas. Nostalgia periurbana son, para la fotógrafa Vanessa

Graell, los sitios abandonados.

Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con ellas al

punto de creer que son una prolongación de nosotros mismos y que al desaparecer —o deteriorarse— nuestra esencia —o parte

de ella— se va con ellas. Claro que todo eso es falso. No es más

que una mera proyección de nuestros deseos y creencias. Aún así, sufrimos cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos

solos). Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan del

desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las cosas (en

el sentido más amplio) se vayan. Quizá sea ese el motivo por el cual muchísimas personas sienten horror ante los lugares

abandonados ya que revelan, justamente, el fluir de todo y la

inexorable pérdida de nuestros objetos más preciados. En cierta forma, son el infierno de los coleccionistas.

¿A dónde fueron a parar nuestros objetos queridos de la infancia? ¿En qué rincón del mundo permanecen arrumbados?

El cementerio abandonado de Epecuén resulta ser un

espectáculo poco corriente. No es habitual que un camposanto sea tragado por una laguna en extremo salada (unos 240

El abandono y el olvido 36 Fernando Jorge Soto Roland

gramos de sal por litro de agua) y, tras 25 años, vuelva a emerger convertido en un pálido cadáver de granito. Pero, ¿qué

fue lo que salió a la superficie? En principio, la más pura

desolación. Lápidas monocromas, cruces oxidadas, ladeadas y semienterradas; yuyos creciendo sobre las propias tumbas,

otorgándoles la única nota de color verde que hay en el lugar.

Placas conmemorativas de hierro, hincadas, descascaradas y

deformes, que ya no conmemoran nada, a no ser la soberanía de los tonos ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos.

Todo está cambiado: el granito ilusoriamente convertido en

mármol, el bronce devenido en color verde oscuro y el hierro transmutado en rojo. Es como si un poderoso alquimista

hubiera experimentado con todo el cementerio. También los

árboles están muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o

brote. Únicamente cubiertos por una sustancia resquebrajadiza, blanquecina, semejante a una tela de araña cristalizada y dura.

Muy pocas de las antiguas estatuas funerarias sobreviven. Dos

angelitos en actitud de rezo sobre la tumba de un niño se asoman por entre la maraña de las malas hierbas y una tumba

ladeada hacia la izquierda, como si fuera una cama abandonada

sobre una cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie le rinde culto a la memoria que pretendió materializar. Otro

enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y hundido

hacia el medio. Formando una especie de canaleta en donde se

acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa imaginación mezcla con fluidos cadavéricos, ya inexistentes). En una

palabra, la necrópolis es un caos total. A un costado, sobre el

derrumbado muro perimetral, notamos la acumulación de objetos cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de

otros. Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto. Más

atrás, la laguna y sus flamencos. Las ruinas del cementerio de Epecuén (también las de la villa misma) son una metáfora

palpable de un Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan

esa derrota. En una de las pocas tumbas que conservan su

inscripción puede leerse: «Neiva Irene Corradini. Muerta el 20 de junio de 1928 a los 2 meses y medio de edad». Del seguro

desconsuelo de sus padres sólo queda esa frase y, pocos

metros más allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las

criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es

El abandono y el olvido 37 Fernando Jorge Soto Roland

como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con cinco pequeñas placas de bronce en hilera, enverdecidas por el

óxido, anónimas y olvidadas, anuncia también la derrota de las

cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados, abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes

residuales de una capilla funeraria leemos sólo la palabra

«FAMILIA». Imposible identificar a cuál de ellas se refiere. Y en

cierta forma es un alivio, porque mucho más movilizante es reconocer un apellido inscripto entre los escombros,

recolonizados por bandadas de palomas. Por el sector

despejado de lo que fuera la avenida principal del cementerio, nos topamos con criptas, todas destechadas, restos de capiteles

corintios que no sostienen nada y miles de ladrillos

redondeados por el agua, color rojo, que nos recuerdan

pequeños trozos de carne desperdigados por el lugar. Hacia el final de la calle hay una estatua decapitada, con ambos brazos

amputados, justo enfrente de lo que fuera una capillita católica

y de la que sólo queda una especie de piletón, en cuyo interior se seca al sol el esqueleto de un flamenco. Todo es disolución,

silencio, monotonía. Es como si el tiempo se hubiera detenido,

o camuflado, para no evidenciar el desgaste que todavía sigue produciendo. Caminamos por un espacio mudo. El agua salada

de la laguna le quitó el habla. En otra lápida, la huella de un

cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha

apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería anunciar que el hijo de Dios fue sólo un cadáver clavado y sin la fuerza

necesaria para resistir el embate del agua. Los ángeles de la

muerte, tallados en yeso, también han caído bajo el influjo de la destrucción.

Llama mucho la atención el enorme número de lugares abandonados que hay desperdigados por todo el mundo. entrar

en Internet, explorando esta temática, significa encontrarse

con miles de sitios Web, unos mejores que otros. Pero la nota

característica de todos ellos son las imágenes. Los sitios abandonados ―entran por los ojos‖. Impactan nuestras pupilas y

después nuestros cerebros. Tal vez por eso los pocos libros que

abordan el tema sean álbumes de fotos. Verdaderas obras de arte muchos de ellos. Según se dice: «una imagen vale más

El abandono y el olvido 38 Fernando Jorge Soto Roland

que mil palabras». Y el deterioro muestra cabalmente este aspecto. Hay momentos en que las metáforas y adjetivos se

vuelven vanos. Sólo resta observar. En silencio. No queda nada

por decir.

«Lugares abandonados» ¿Qué es un lugar? ¿Acaso no

hay una contradicción al unir esos dos términos («lugares» y

«abandonados»). Si como dice el antropólogo Marc Augé, «un lugar es ante todo un lugar antropológico», lleno de discursos y

recorridos, relaciones interhumanas e historias, ¿no es un

sinsentido referirse a «lugares abandonados» si, como hemos dicho, en ellos ya no se dan relaciones humanas, ni discursos, y

la historia se ha olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta

lógica, los «lugares abandonados» se convierten en «lugares»

sólo cuando dejan de estar «abandonados» y empiezan a ser recorridos por el hombre. Recién cuando un «lugar

abandonado» se integra a la historia y adhiere a la memoria, es

un «lugar» (en el sentido que la modernidad le dio al término). Cuando nada de eso ocurre, cuando la identidad desaparece, lo

relacional se esfuma y la historia ya no queda integrada a un

determinado espacio, el lugar adquiere un status posmoderno («ruinas posmodernas»). Este es el motivo por el cual casa,

castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos,

olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios del

anonimato» y por ende, se convierten en «No-Lugares».

Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una

reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de

pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a

hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».

Existe una tendencia a destruir objetos, que controlamos

a través de ciertos «filtros culturales». Se nos enseña a cuidar

las cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de placer cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de catarsis (no

guiada por ningún terapeuta) o por un estallido de furia

El abandono y el olvido 39 Fernando Jorge Soto Roland

descontrolada, romper—sin pena alguna— las cosas que nos rodean suele ser estimulante en mucha gente. ¿Quién no se ha

detenido en la calle a observar cómo se demuele un edificio?

Llaman la atención.

Muchos lugares abandonados, durante sus días de gloria,

carecieron de una nutrida vida pública. Pocas personas pueden

dar testimonios de cómo eran antes de sufrir el proceso de decadencia que los llevó a quedar vacíos. Tal es el caso algunas

grandes mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en

cambio, fueron sitios que congregaron a miles de seres humanos; y, dentro de esta categoría, nos topamos con los

parques de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las

experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro

todavía virgen), estos parques —como el famoso Italpark de Buenos Aires y Mar del Plata— perduran en la memoria

arrastrando siempre una cuota de idealización y de nostalgia

muy exagerada. En el recuerdo éstos lugares se vuelven más importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al recorrerlos

hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan)

experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la montaña

rusa, asomándose por entre la maraña de pastos crecidos; o la

imagen de un tren fantasma del que sólo queda en pie su

fachada despintada, agrietada y sin ningún monstruo decorándola, nos trasladan a aquellos días en que recorríamos

esos juegos de la mano de nuestros seres queridos. Es

nostalgia en estado puro. Muchos de estos parques ya no están. Otros sobreviven en ruinas, tapiados, desiertos, repletos de

basura y malas hierbas que han destrozado el cemento de sus

senderos y descolorido sus principales atracciones. Es diversión transmutada en silencio.

Como en los cementerios, los sitios abandonados nos

remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad. Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi iniciática,

profunda, axial. Campos de paz y reflexión existencial, ya que

ésta sólo es posible cuando el silencio convoca a la paz interior.

El abandono y el olvido 40 Fernando Jorge Soto Roland

Los lugares abandonados nos enseñan que detrás de todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el ingenio y el buen gusto,

no hay más que una cosa: el mismo cráneo humano de

siempre. Una farsa osificada.

Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar

nuestros fracasos en el momento del éxito.

¿Qué son los lugares abandonados sino fantasmas?

Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de nuevo.

Cuando pueblos como Epecuén o Miramar desaparecen,

no sólo lo material se destruye. Con las casas, las calles, las

cosas que se desvanecen a raíz del deterioro también se

esfuman lo recuerdos, las vivencias que todos esos escenarios acogieron. Sin esos mojones la desmemoria se termina por

imponer.

Detrás de todos los desastres naturales se esconden

factores humanos. A la larga, los lugares abandonados son el

producto de la inoperancia, inacción o desinterés de los hombres.

En España el número de pueblos abandonados es

abrumadoramente alto. Un cálculo conservador indica unos 2700 en total, distribuidos de manera desigual en toda su

geografía, pero concentrando el mayor número en la región de

Huesca. Esta situación es el resultado de una competencia entre la ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las

de ganar. El lento proceso de modernización español, iniciado

de a poco en la década de 1970, es el responsable de ese flujo de migración interna que terminó secando de seres humanos a

cientos y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares. El

confort de la ciudad terminó por atraer a todos hacia ella,

venciendo la tradicional resistencia al cambio de mentalidad pueblerina. No sólo la búsqueda de confort, también el mayor

El abandono y el olvido 41 Fernando Jorge Soto Roland

número de posibilidades u oportunidades de progresar conllevó al abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta

gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los nacimientos se

estancaron y llegó un momento en que sólo los viejos quedaban. A la muerte de estos, las casas quedaron vacías y de

apoco el más absoluto silencio se tragó a todas las viviendas

vacías, que iniciaron así un proceso de deterioro ininterrumpido.

La tradición y las ventajas comparativas que todos los pueblos enarbolan a la hora de autoconvencerse de lo maravilloso que

es vivir en ellos, no fueron suficientes.

Durante la década de 1990, Argentina fue testigo de un

proceso parecido al señalado más arriba, aunque las causas del

abandono de los pueblos del interior fueron diferentes a las de

España. Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido: Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que,

inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal

deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario nacional, clausurando ramales que resultaban vitales para el

mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del interior

del país. Con la desaparición del tren sobrevino la desaparición de cientos de miles de personas que vivían en eso pueblos.

Menem invirtió el proceso de civilización iniciado en la década

de 1860 con la instalación de vías férreas y, contrariando el

mandato de Juan B. Alberdi, despobló el país. Cientos de núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en todas

las provincias de la Argentina. «Menem lo hizo».

Maderas dilatándose y contrayéndose, graznidos de

animales inidentificables (la mayor parte aves), el viento

colándose por las ventanas y miles de lugares abiertos; ruido de cañerías oxidadas y en malas condiciones; el goteo de agua

acumulada; el descascaramiento crujiente del yeso de paredes

y techos, son parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los

lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total. Sólo el sentido del oído, siempre propenso a la sugestión y malas

interpretaciones, es el que convalida la existencia de

movimientos en sitios aparentemente inmóviles.

El abandono y el olvido 42 Fernando Jorge Soto Roland

Para los ingenieros civiles (constructores de edificios y puentes) los lugares abandonados se convierten en laboratorios

donde es posible estudiar de manera directa la «resistencia de

los materiales». Allí cada elemento se pone a prueba, mostrando sus miserias y reducidas capacidades de

sobrevivencia. No importa cuán duros fueron. El tiempo los

termina deteriorando, ablandándolos, facilitando así la

comprensión de los procesos que han llevado a la decadencia material de imperios y civilizaciones del pasado. Las cosas

adquieren su propia historia y lo que muchos consideran

―eterno‖ se vuelve perecedero y susceptible a ―morir‖, como si fueran elementos orgánicos. Los lugares abandonados

fueron/son como espejos en los que nosotros podemos

reflejarnos.

Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos

atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto,

hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas,

incomprobables; generadoras de mitos que terminarán

idealizando el pasado hasta convertirlo en una ―edad dorada‖.

Los ―linyeras‖, ―crotos‖, ―pordioseros‖, o como gusta

ahora llamarlos, ―personas en situación de calle‖, tienen

muchos aspectos en común con los lugares abandonados:

—producen miedo

—generan rechazo

—quedan asociados con ―lo mugriento‖

—encubren preguntas

—se mantienen en los ―márgenes‖ de ―la vida normal‖

—se los asocia con cierto ideal anárquico y libertario

—encarnan la contratara de lo que se considera ―lo

civilizado‖

—generan nostalgia y dolor.

El abandono y el olvido 43 Fernando Jorge Soto Roland

Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de polvo, invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por marginados

sociales), los lugares abandonados son la representación clara y

evidente de lo «no-cotidiano»; entre otras cosas porque parecen estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto

observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas no

cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian al

mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes entre una época decadente y otra.

Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de «lo eterno», negándola, anulándola de esta ecuación que es la vida.

Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios

palpables de la derrota.

Los lugares abandonados nos enseñan que «no se abdica

de un día para otro». Que el proceso es lento y las decadencias apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes y recién

entonces, al mirar hacia atrás, advertimos los síntomas que las

anuncian. Pero cuando esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda soñar con lo que no fue o podría haber sido.

Señaló Cioran: «No podemos reaccionar contra la

fatalidad».

Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito

precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto

con la muerte».

Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se muestran

tal como son. Revelan el esqueleto raído que en el fondo todos

somos. «Himnos destruidos».

El abandono y el olvido 44 Fernando Jorge Soto Roland

Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en medio de la más literal de las ―nadas‖, cubiertas de raquíticos árboles

y yuyos crecidos y amarillos, se yerguen las ruinas (taperas)

abandonadas de un puñado de escuelas de campo que, en su momento, cumplieron la sarmientina misión de educar al

soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las

altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan

los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo, silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus

panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos recolonizaron

los salones y los pájaros depositan su guano por todas partes. Los saqueadores también han hecho lo suyo. Ya no quedan

puertas, ni marcos, ni nada. Los baños están desguasados. Son

meros recuerdos amorfos de los sitios de salubridad que

pretendieron ser.

Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y muertas.

Es extraño porque no hay nadie ya que las recuerde. Y sin recuerdos son puro ladrillos desconchados, desgastados,

yermos.

Ni la exageradamente inflada honestidad del interior

provinciano consiguió imponerse en las escuelas abandonadas

del campo pampeano. Todos han sido saqueadas

inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos cimientos). Es que la soledad a la que están condenadas se ve

exacerbada por leguas y leguas de desierto. Son el paraíso

mismo de la impunidad. Una Disneylandia del desguace y el saqueo.

Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina a las construcciones, generalmente humildes, que han sido

abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de

estancias, puestos ganaderos o pulperías, se transforman en

taperas cuando la soledad las conquista y empieza su lento proceso de deterioro. No hay forma de que sean

desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones de una

El abandono y el olvido 45 Fernando Jorge Soto Roland

geografía desolada y puro horizonte. El ojo entrenado no puede dejar de verlas y aún así las ignora. Se convierten en una parte

más del paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita

y con ellas desaparece también la memoria.

Conozco varias escuelas abandonadas en los campos

argentinos y lo primero que me llamó la atención fue la

sensación de absoluta soledad que generan. Es aquella una soledad que duele, que cala los huesos y deja a la mente en

stand by. Petrificada, inerte; pero al mismo tiempo en un

estado de ebullición tan maravilloso que resulta difícil traducir en palabras. Caminar por ellas es alimentar la imaginación.

Recrean historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a

no ser aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas

y para las cuales fueron levantadas, es decir, las de enseñar y aprender.

Cuarenta años de abandono bastaron para que la escuela de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi (provincia de La Pampa),

construida en lo que se daba en llamar «Campo Claverie»,

desapareciera casi por completo. No queda nada de ella, a no ser la base del mástil en el que, a diario, enarbolaban la

bandera nacional, unos pocos cimientos del áreas de los

salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y

basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que, en sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de la región.

Una decena de hierros retorcidos, todavía revestidos con algo

de cemento y ladrillos partidos, soportan los embates del aire frío y caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar en

ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose. Arrulladas por

el cansino canto de algún pájaro, están en silencio. Un silencio de muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su más

absoluta hegemonía. Estando en ellas resulta imposible pensar

que, algo más allá de las taperas, la vida sigue su curso,

ignorándolas por completo.

El abandono y el olvido 46 Fernando Jorge Soto Roland

Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y anónimos de la simbología patria. Tumbas del nacionalismo exacerbado del

hombre de campo. Claros ejemplos de que aún los símbolos de

tela más adorados y respetados, no son más que eso: trapos viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las

convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la

intensión de ser algo distinto, diferente, a los demás. Las bases

escalonadas de cemento roto que sobreviven sitiados por malas-hierbas, ya no conservan ni el mástil de hierro del que

colgaba «la bandera esplendorosa que Belgrano nos legó». En

su lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica el sitio

exacto en el que se adosaba el erecto y varonil mástil patrio.

Pero de esa masculinidad (por momentos agresiva) que todos

los símbolos nacionalistas poseen, ya no queda nada. Sólo un agujero. Un simple agujero que se ha tragado para siempre —

en ese lugar— al imaginario «ser nacional», base de tantos

delirios ideológicos y origen de miles de libros, ensayos, artículos y notas que pretendieron construir la artificiosa

identidad de un pueblo (nación) que se volvió viejo, siendo aún

muy joven.

El abandono y el olvido 47 Fernando Jorge Soto Roland

Capítulo 2

Villa Joyosa

Fantasmas del Pasado

A la vera del camino, solitaria, destartalada y en ruinas, muy cerca del Parque Camet de Mar del Plata y a metros de la

costa del Atlántico, se yerguen las estructuras residuales de

una antigua mansión de estilo neocolonial conocida, durante los primeros años de la década de 1980, con el nombre de

Villa Joyosa.

El abandono y el olvido 48 Fernando Jorge Soto Roland

Según consta en el registro marplatense del patrimonio histórico(*), la villa fue construida aproximadamente en 1916,

estando el proyecto a cargo de los señores Roberto Soto

Acebal, Fontana y Cremonte. No he podido recabar hasta la fecha más información sobre sus propietarios o sobre la

temprana historia de la casona. Todo lo que a continuación

expondré se basa en testimonios orales y datos obtenidos en

los medios de comunicación de la época e Internet. Es por lo tanto ésta una primera aproximación —tímida e incompleta—

de su historia.

(*) Véase en Web < www.patrimoniomdp.com.ar>

UNA BREVÍSIMA APROXIMACIÓN

La historia de la Villa Joyosa está inmersa en el misterio; atravesada por el lujo primigenio, el dolor, las torturas y

muchas páginas en blanco difíciles de completar. Sus muros,

salones y patios interiores, así como su imponente torre, vieron pasar a miembros de la aristocracia de principios del siglo XX,

conservadores que, seguramente, trataron de adaptarse al

régimen radical presidido por Hipólito Yrigoyen, inaugurado el mismo año en que la villa abrió sus puertas. Con el tiempo,

otros visitantes, otros propietarios, recorrieron sus estancias,

esta vez con intensiones muy distintas, aunque con un

desprecio a la democracia bastante parecido.

En la década de 1970, la represión ejercida por los militares

golpista convirtió a la villa en una centro de detención

clandestino que llegó a tener una nefasta fama internacional —aunque breve— en la historia de la violación de los Derechos

Humanos en Argentina. Algunos años después (a mediados de

los ’80), como deseando tapar toda esa inmundicia, la Villa Joyosa se transformó en un ―boliche‖ bailable. La música

El abandono y el olvido 49 Fernando Jorge Soto Roland

―disco‖ y algunas parejas enamoradizas colmaron sus ambientes; y no fueron muchos los que, desde Mar del Plata,

encaminaron sus autos hacia el edificio. Y digo bien: ―no fueron

muchos‖, porque la empresa no funcionó tal como se esperaba. El destino económico de la villa no prosperó y en poco tiempo

cerró sus puertas. De poco valieron los exorcismos que los

concesionarios del local contrataron para ―echar la mala onda‖

que decían se respiraba en el lugar. Y así, mal ubicada para un negocio bailable, en una zona con ventiscas marinas que, aún

en verano, suelen ser heladas, la Villa Joyosa fue gradualmente

abandonada. Todavía recuerdo cómo se degradaba de a poco. Constituía un mojón imposible de obviar en mis frecuentes

viajes a Villa Gesell. No podía dejar de observarla cada vez que

pasaba por el frente. Veía cómo los graffiti la iban colonizando,

y sus paredes perdían el brillo que los empresarios de la noche le habían dado, por un lapso muy corto. Era como si las

sombras de su triste historia la hubieran condenado a ser una

ruina. Una inmoral tapera, apartada; alejada del destino de grandeza y opulencia que sus arquitectos habían imaginado

para ella.

Con el tiempo, la tradición oral marplatense pobló al edificio con relatos tenebrosos, sobrenaturales, y los siempre presentes

fantasmas del imaginario empezaron a circular por sus

deterioradas dependencias… hasta hoy.

EL PATRIMONIO INTANGIBLE

Cualquier acercamiento a una Historia de los Fantasmas, y particularmente a la de la moderna leyenda urbana

marplatense, implica revelar —y relevar— historias paralelas

de crímenes, muertes violentas, suicidios y pesares, reales o imaginarios. Son ellas las que enmarcan la creencia en un

flujo de ―larga duración‖ determinado históricamente y

exacerbado principalmente en épocas de crisis, cambios e

incertidumbre. Como hemos dicho en otra oportunidad, es factible encontrar un nexo bastante sólido entre el aumento

del sentimiento de individualismo y la difusión de las historias

El abandono y el olvido 50 Fernando Jorge Soto Roland

de fantasmas1. El temor, alimentado por la incredulidad respecto del destino de la supervivencia post-mortem, como

así también la negación de la disolución del ―yo‖, encuentran

en los relatos de fantasmas una válvula de descompresión, de escape, a la inseguridad de la existencia individual después de

la muerte. Por otro lado, la gradual pérdida de los lazos de

solidaridad comunitaria y el incremento del sentimiento de

soledad, amplificaron la creencia en fantasmas; seres aislados, errantes, solitarios, en un espacio imaginario informe, de

sombras no definidas, bien propias en una sociedad cada vez

más escéptica, insegura y falsamente solidaria.

Ningún espacio real

escapa a los seres de

ultratumba. Tanto en

sitios públicos como privados, el folclore y el

rumor están poblados de

espíritus errabundos que, como es la tradición,

siempre anuncian algo:

crímenes contra los derechos humanos

(fantasmas de la Villa

Joyosa y del Estadio

Mundialista de Fútbol, inaugurado en 1978); éxitos y fracasos artísticos (fantasmas en el Teatro Auditórium); accidentes

(fantasmas en rutas y cruces de caminos) o creencias

animistas (fantasmas de bosques y playas alejadas de la costa).

Como todas las ciudades del mundo, Mar del Plata no

escapa a la fatalidad de tener sus propios espectros e historias populares de aparecidos; almas en pena que se mezclan con las

decenas de miles de turistas que visitan la ciudad. Son ellas las

que ocultan muchas miserias, en silencio, resguardándolas de

los ojos ajenos y, como una mujer en decadencia que soslaya su decrepitud con maquillaje, sólo indirectamente revelan —en

1 Soto Roland, Fernando Jorge, Visitantes de la Noche. Aproximación a la creencia en

fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental, Editorial Martín, Mar del Plata,

Argentina, 1997. Véase en Internet www.la-lectura.com

El abandono y el olvido 51 Fernando Jorge Soto Roland

cuentos, rumores e historias de fogón— los temores y el malestar de una sociedad transida por los problemas.

Personajes omnipresentes en

el folclore de todos los pueblos, los fantasmas son una parte

indispensable del patrimonio

intangible de las grandes urbes,

pequeños asentamientos e incluso del campo. Centenares de miles

de historias giran en torno de

ellos y decenas de programas de televisión, revistas si o no

―especializadas‖ y artículos en

Internet, los tienen como los

principales protagonistas; sin hablar de la moderna leyenda

urbana o de los libros de

demonología que circulan desde hace siglos.

Fogones de todo tipo los convocan noche tras noche y sus

etéreas figuras tienen una presencia más firme y duradera que muchos personajes históricos de carne y hueso. Allí están

aparentemente desde siempre; asustándonos, amenazando

nuestros marcos de referencias, esperanzándonos respecto de

una vida más allá de la muerte, denunciando nuestros temores ancestrales, grandezas y miserias; y recreando, de un modo

por cierto duradero, la oscilante visión maniquea de la

existencia, que enfrenta al cuerpo con el alma, lo bueno con lo malo, la inmanencia con la trascendencia o el castigo con el

premio.

Sus historias son variaciones sobre una serie acotada de temas y —tal como lo señalé en un libro anterior, Visitantes de

la Noche— recrean el imaginario y los temores de una época de

un modo interesante. Con los fantasmas y su historia podemos

vislumbrar mucho más que la maestría de un buen relato de horror o la capacidad morbosa que todos tenemos para asustar

y ser asustados. En el fondo de toda narración fantasmal hay

siempre un legado moral que vibra en consonancia con la época en la que circula. En cierto modo, suelen ser fábulas modernas

El abandono y el olvido 52 Fernando Jorge Soto Roland

que hablan de temas universales, arquetípicos (la muerte, el amor, la venganza, el miedo, la justicia, etc.); de ahí su larga

permanencia a lo largo del devenir de nuestra especie.

ESCENARIOS

Es triste, y extraño al

mismo tiempo, observar cómo la fugacidad de un

presente incierto suele

imponer su tiranía sobre el pasado de una ciudad,

destruyéndolo de manera

sistemática. En algún

sentido, la ciudad de Mar del Plata es el mejor

ejemplo que conozco de

ello. En el tiempo de los veintidós años que viví allí fui testigo de la rapacidad insensible

de las topadoras que demolían mansiones, hoteles, edificios

públicos y paseos, ante el desinterés apático de la mayoría de sus habitantes. Como una de esas pizarras mágicas que los

niños usan para dibujar y luego borrar, Mar del Plata ha sido un

cuadro pintado y suprimido más de una vez; despojándosela

así de gran parte de su pasado material, que tanto ayuda a reafirmar la identidad de una sociedad.

Cada vez son menos los testigos

arquitectónicos de épocas pretéritas que quedan en pie. Una absoluta falta

de respeto e interés por el patrimonio

histórico hizo que viejas casonas señoriales del período oligárquico (siglo

XIX) hayan caído bajo la fuerza

impiadosa de los martillos y picos, para

convertirse en modernas playas de estacionamiento, bingos o locales de

juegos electrónicos de corta vida.

Otras construcciones vieron pasar el

El abandono y el olvido 53 Fernando Jorge Soto Roland

tiempo sin cuidado alguno, decayendo progresivamente hasta alcanzar el status de verdaderas taperas urbanas, que exhibían

las miserias de los años de ―vacas flacas‖ en sus paredes

descascaradas y llenas de moho, techumbres podridas y altísimos yuyos cubriendo espacios que otrora fueran

aristocráticos jardines de la burguesía local. Ni siquiera las

fachadas fueron restauradas o cuidadas. Todo se demolió en

pos de una idea decadente de progreso; justificada por el combate a los ejércitos de ratas que poblaban los edificios

abandonados.

Nadie hizo nada. Nadie pudo hacer nada. Comúnmente se dice que ―el pasado no tiene precio‖, pero también es cierto que

hay que invertir en él para conservarlo. Porque en un país

transido por la crisis económica durante décadas; que además

soportó el vendaval anticultural del neoliberalismo menemista en los años noventa, no resulta extraño que los escasos fondos

disponibles hayan sido

derivados hacia otras cuestiones más urgentes

o a los bolsillos de los

descarados políticos de turno. Así, de manera

gradual, la geografía

emocional de la ciudad

fue desapareciendo y los mojones materiales, en

los que suele afirmarse

el pasado se desvanecie- ron. Barrios, avenidas y plazas, incluso la mismísima zona

costera, cambiaron de apariencia y cientos historias locales se

perdieron con ellas. A tal punto es así que ―leyendas‖ como la del Torreón del Monje carecen de la fuerza que tienen en otros

lugares construcciones semejantes; y a mi entender se debe a

una razón simple: es una leyenda forzada, un injerto artificial

inventado en un escritorio por el concesionario del edificio. Una historia concebida para dotar de falso romanticismo a

un predio que nada tiene de medieval, como es de prever; y

cuya tradición poco efectiva a nadie convence.

El abandono y el olvido 54 Fernando Jorge Soto Roland

En la moderna geografía urbana marplatense, desprovista ya de su pasado material más significativo, se advierte una

extraña vocación por la demolición; un impulso de fiesta

destructiva que niega la perspectiva histórica y reniega de un pasado muchas veces conceptualizado como oligárquico,

ostentoso e injusto, poco democrático y elitista. El culto a un

presente eterno, y al olvido, se pone de manifiesto con el

derrumbe de cada casona; generándose así una tabula rasa, un vacío, en el que las historias pasadas no encuentran asidero

concreto y los espectros de la leyenda urbana se convierten en

apátridas, sin escenarios donde representar las dramáticas historias moralizantes que protagonizan.

El paisaje

marplatense en el

hoy tiene que fabricar ante sí sus

propios fantasmas.

Depredado como fue, debe elaborar

—y tratar de

conservar, en la medida de lo

posible— historias

nuevas construidas

colectivamente.

Pero eso demanda tiempo, y las largas duraciones —tan

propias en las historias de espectros— tienen que germinar en

espacios ―sin prosapia‖ o construcciones modernas que carecen del aire victoriano que culturalmente hemos incorporado como

propicio para que ese tipo de relatos pasen a ser parte del

acervo intangible de un pueblo.

¿Dónde se esconden hoy los fantasmas de Mar del Plata?

¿Qué han tenido que hacer para mantenerse vivos frente a la

devastación de sus espacios ―naturales‖?

La Respuesta es simple: adaptarse.

Ése es el secreto: la adaptación a escenarios nuevos que no

exhiben ya telarañas, terrazas almenadas o chirriantes puertas

El abandono y el olvido 55 Fernando Jorge Soto Roland

de roble, finamente talladas. Por el contrario, la nueva infraestructura urbana, con sus edificios de departamentos

monocordes y anónimos, suelen ser depositarios de historias

espeluznantes. También espacios públicos, como las canchas de fútbol, tan alejadas del estereotipo literario de sitios

embrujados; playas; reparticiones gubernamentales e incluso

teatros tradicionales de la ciudad guardan historias

desconocidas por muchos y que circulan en voz baja, negándoles importancia. Sólo de tanto en tanto emergen.

Fascinando. Generando un morboso entusiasmo por saber más,

por conocer a sus protagonistas, por internarse en esos recovecos oscuros esperando toparse con una figura etérea que

nos haga replantear nuestra actual visión de la realidad.

LA VILLA DEL MIEDO

Como en todas partes, las leyendas de fantasmas florecen

con las situaciones traumáticas, y la costa sur de la Provincia de Buenos Aires no está exenta de ellas.

A poco de dejar el casco

urbano de Mar del Plata nos encontramos con la localidad de

Camet, y allí, con el cuartel del

Grupo de Artillería de defensa

Aérea, GADA 601, que fuera la cabecera del Comando de Zona

I, Primer Cuerpo de Ejército,

durante la última dictadura militar, de 1976 a 1983. Desde

allí, los ―grupos de tarea‖,

conformados por torturadores uniformados, desplegaron su

dominio de terror y represión

por toda la zona; organizando

numerosos centros clandestinos de detención.

El abandono y el olvido 56 Fernando Jorge Soto Roland

En su libro, Carlos Bozzi brinda una exhaustiva lista de ellos, consignando como tal al «Inmueble ubicado al ingreso del

Parque Camet, utilizado por el Ejército, Mar del Plata: Villa

Joyosa (…)».2

Y algo más adelante amplía:

«Villa Joyosa cobró notoriedad pública a principios del año

1984, cuando el ex cabo de la Marina, Raúl David Villariño,

comenzó a denunciar los asesinatos cometidos por esa fuerza. Entre varias notas publicadas en la revista La Semana, una fue

dedicada a este sitio, donde el arrepentido dice haber visto con

vida a la joven sueca Dagmar Ingrid Hagelin (…)».3

La historia de esta adolescente, desaparecida el 27 de

enero de 1977 en el Palomar, provincia de Buenos Aires,

secuestrada por un grupo de tareas al mando del ex capitán de

la Marina, Alfredo Astiz (el Ángel de la Muerte), se convirtió en uno de los casos más conocidos del momento. La búsqueda,

iniciada por el padre de la joven, generó la reacción del

gobierno sueco (que casi llegó a romper relaciones diplomáticas con Argentina) y el pedido de aparición con vida tanto del

presidente James Carter (EE.UU.) como del Papa Juan Pablo II.

De nada sirvieron. Dagmar Hagelin nunca apareció, pero los testimonios de ex detenidos liberados brindaron algunas pistas

sobre su paradero posterior al secuestro.

En 1979 uno de ellos contó que, mientras estaba detenido

en la ESMA (Escuela de Suboficiales Mecánica de la Armada), vio y habló con Dagmar en tres ocasiones. Dijo que la chica

estaba consciente en una camilla de la enfermería del sótano.

Posteriormente, tras el regreso de la democracia en diciembre de 1983, el padre de la muchacha insistió en sus

investigaciones y, acompañado por periodistas de la revista La

Semana, se entrevistó el jueves 12 de enero de 1984 con un confeso secuestrador de la ESMA, el ya mencionado Villariño,

quien, desde Punta del Este (Uruguay), dijo que había visto a

Dagmar en Mar del Plata, en lo que llamó un «centro de

2 Bozzi, Carlos, Luna Roja, Desaparecidos de las Playas Marplatenses, Ediciones Suárez, Mar del Plata, 2007, pág.33. 3 Ibídem, pág.34.

El abandono y el olvido 57 Fernando Jorge Soto Roland

recuperación». Afirmó que la joven estaba en

silla de ruedas y que él

mismo la había ayudado en sus movimientos.

Asimismo describió con

precisión el sitio y sus

alrededores (agregando posteriormente que aún,

además de ser un centro

de recuperación, el lugar había sido una cárcel

clandestina y crematorio

incluido).4

Con estos datos en su poder, el señor

Dagmar viajó a Mar del

Plata el 14 de enero y encontró exacto el sitio

descripto por Villariño.

Estaba frente al mar. Ya no funcionaba como centro de recuperación militar, sino

que era una confitería llamada Villa Joyosa.5

Diez días más tarde (24/1/84) con todos estos elementos

en su poder, el juez Chichizola dispuso el allanamiento a la casona de Camet. En el procedimiento se encontró, en la

corteza de un árbol ubicado en los fondos de la propiedad, las

iniciales «D.H» grabadas en un tronco. De inmediato se pensó que podían llegar a ser una señal desesperada de Dagmar

Hagelin para demostrar su paso por ese lugar. Pero las pericias

de la justicia no pudieron establecer definiciones concretas y todo quedó como el probable resultado de una casualidad.

Pero lo que no es casual, sino una constante en todas

partes, es la posterior relación que sitios con historias como las

de Villa Joyosa guardan con leyendas urbanas de corte sobrenatural.

4 Véase en Web < htpp://www.desaparecidos.org/arg/víctimas/h/hagelin/Dagmar.html> 5 Véase en Web < htpp://www.derechos.org/nizkor/arg/doc/hagelin.html>

El abandono y el olvido 58 Fernando Jorge Soto Roland

SOMBRAS

En 1997, por intermedio de una ex alumna, y mientras

recababa información para un libro sobre la creencia en fantasmas, tuve la oportunidad de acceder al testimonio oral

que le brindara el empresario que regenteaba Villa Joyosa

durante sus días de

una confitería bailable. Lamentablemente la

cinta que contenía su

relato en primera persona se extravió,

razón por lo cual no

fue apto transcribirlo

textualmente. Así, de todos modos, recuerdo

muy bien todos los

conceptos que vertió oportunamente.

Según consignó, la villa ya tenía «mala fama» mucho antes

de que él la alquilara a muy bajo precio. Durante las reformas que encaró para adaptarla a sus nuevas necesidades, los

operarios que allí trabajaron (que seguramente conocían de

oídas el oscuro pasado del lugar) afirmaron sentir «mala onda»

en algunas de las dependencias, así como observar extrañas manchas que aparecían repetidamente en determinadas

paredes del edificio, una y otra vez. Por otro lado, tampoco

faltaron los rumores sobre «extrañas voces» dentro de la piscina del complejo, «sonidos raros» y «sombras informes»

deambulando por el complejo.6

6 Es interesante advertir que historias semejantes circulan en el Estadio Mundialista de

Mar del Plata, construido por la dictadura en 1978; y del que siempre se dijo que guarda

en sus cimientos los cuerpos de un número no determinado de desaparecidos. También

en el Parque Acuático de la ciudad (Aquarium) se habla de fantasmas. Dicen que un

hombre joven se «aparece» para luego desaparecer sin dejar rastros. Estos hechos

/dichos han motivado (según circula oralmente) la renuncia de varios empleados de

limpieza. Se especula que la aparición está relacionada a las actividades que se practicaban en el predio de Aquarium durante la dictadura de los ’70, y que fuera un

lugar de detenciones ilegales, tortura y desaparición de personas.

El abandono y el olvido 59 Fernando Jorge Soto Roland

A fin de exorcizar todos esos rumores y tener éxito en su emprendimiento empresarial, los inquilinos a cargo de la Villa

llamaron a un curandero para que «limpiara» el sitio de «malas

influencias».

De nada sirvió.

Villa Joyosa sobrevivió a duras penas unas pocas

temporadas. Cerró sus puertas y cayó en un abandono

sofocante hasta convertirse en la ruina que es hoy.

LAS RUINAS

El 22 de agosto de

2011, casi al

anochecer y envueltos

en un lacerante frío

invernal, mi hijo

Rodrigo, Alberto

Domínguez y yo,

decidimos por primera

vez en años realizar

una exploración por

los restos de Villa

Joyosa.

El perfil melancólico de las ruinas se recortaba sobre un

cielo encapotado y gris, y los ojos huecos de sus ventanas parecían vernos con resquemor, atemorizados tal vez por los

secretos que podríamos arrancarles y que, a la postre, no

conseguimos.

Una sensación de opresión nos ganó a todos, y entre tanto

abandono y tanto olvido, el poder de los yuyos, de la humedad

y la salinidad del mar cercano van devorándose la casona que, ya sin resistencia, se deja llevar hacia la desolación, devorada

por el silencio sepulcral de cada tarde.

Cual un cadáver insepulto, la Villa Joyosa no ha podido

impedir las destructivas dentelladas del tiempo que, como una

El abandono y el olvido 60 Fernando Jorge Soto Roland

hiena impiadosa y hambrienta, desmiembra de a poco su primigenia fisonomía. Pero son también los saqueadores los que

contribuyen con su agonía. Acentuándola. Atormentando los

contornos del edificio. Despojándolo de la madera utilizable, de las chapas, puertas, grifería, plomo y azulejos. Ya poco queda

en su lugar original. La villa es un cuerpo descarnado y su

alma, si es que alguna vez la tuvo, se perdió durante la

dictadura militar entre los gritos y el dolor de los torturados allí.

A solas, esperando la piqueta que en cualquier momento

llegará, la casona neo-colonial espera terminar sus días en la

mera memoria de algunos pocos. Sólo en ese recuerdo realizará su definitivo viaje hacia el olvido que, como la noche,

todo lo borra.

Después de ser una confitería bailable (sin demasiado

éxito), la desolación cayó sobre la villa. Veranos e inviernos sucesivos hicieron mella en su estructura y las primaveras muy

pocas veces pudieron volver a darle el esplendor que tuvo a

principios del siglo XX, cuando emergió como mansión de la oligarquía local. Hoy la villa permanece herida por el frío, por el

viento costero; roída por el óxido, la humedad, y convertida en

refugio de pájaros, ratas y murciélagos. Sin excluir algún que otro indigente que, ignorante seguro de su pasado, convive sin

saberlo con un capítulo tenebroso de nuestra historia.

La muerte rondó por la villa y todavía sigue rondándola en

el recuerdo traumatizado de algunos sobrevivientes; en las leyendas urbanas que nos siguen hablando de fantasmas que

regresan del Más Allá como queriendo denunciar las

inhumanidades que debieron sufrir en vida. Por todo esto, Villa Joyosa debería ser un sitio donde reeditar la memoria.

Su torre de aspecto medieval es lo último que vemos al

alejarnos con el auto. Se yergue hacia el cielo como un dedo helado y muerto.

Un dedo intimidante, desesperanzado y solitario.

El abandono y el olvido 61 Fernando Jorge Soto Roland

Capítulo 3

Balneario “El Marquesado”

Ruinas y Rumores

PRÓLOGO

En marzo de 1979 visité con mis padres el por entonces

famoso balneario ―El Marquesado Country Club, Terrazas sobre

el Mar‖, levantado a un costado de la ruta interbalnearia, a 24 kilómetros de la ciudad de Mar del Plata y a menos de 5

kilómetros de Miramar. Por aquel entonces no imaginé que,

más de tres décadas después, lo vería en las calamitosas

condiciones en las que se encuentra hoy.

Hace treinta y tres años nada anunciaba su decadencia. Por

el contrario, el novedoso proyecto (publicitado profusamente en

diarios, revistas y televisión) exudaba fervor y optimismo; y no faltaron las esperanzadas profecías que lo convertían en el

núcleo germinal de un nuevo barrio-parque, exclusivo y

cerrado, lejos del ―mundanal ruido‖ de los veranos

marplatenses.

A pesar del tiempo transcurrido, todavía tengo vivas en mi

memoria sus tres grandes terrazas linderas al océano Atlántico,

cubiertas con arena apisonada y sembradas de sombrillas y reposeras, todo conectado por dos gruesas escaleras laterales

que descendían desde el reluciente edificio de la administración,

en el que se congregaban los baños, los vestuarios, una confitería y la oficina principal, desde donde se regenteaba todo

el complejo.

No recuerdo haber visto mucha gente en el lugar. Era de

tardecita y, seguramente, estaba fresco (Mar del Plata ya es fresco en el mes de marzo). Así todo, y analizando el

emprendimiento con la distancia que me dan los años, todo el

El abandono y el olvido 62 Fernando Jorge Soto Roland

balneario semejaba un verdadero panóptico, perfectamente diseñado para visualizar y controlar los movimientos que

desplegaban los turistas dentro del lugar. En este sentido, la

edificación, abierta a fuerza de dinamita sobre los acantilados, era consecuente con la ideología oficial que la dictadura militar

imponía en todo el país, desde marzo de 1976.

Pero por entonces, con mis recién cumplidos 14 años de

edad, la última interpretación me resultaba ajena y El Marquesado se transformó en objeto de sorpresa, fascinándome

por su diseño novedoso y ―moderno‖. Claro que hacia fines de

los ´70 era mucho más fácil sorprenderse que hoy en día y ese balneario parecía representar la punta del ovillo de un sueño,

un pesadilla en realidad, que hoy reconocemos impregnada de

una ideología que no comparto, y que en el ’79 desconocía.

PARTE 1

“Estas obras han sido realizadas con el esfuerzo

y la bendición de obreros y empresarios argentinos.

Constituyen una muestra de las posibilidades del

país cuando se armonizan la imaginación, la audacia

y la responsabilidad, con el fervor y la capacidad

puesta al servicio de la comunidad.

El abandono y el olvido 63 Fernando Jorge Soto Roland

Expresamos nuestro profundo agradecimiento a los

medios de información, instituciones, profesionales,

trabajadores y a los que nos alentaron a confiar en

nosotros.”

Plaqueta conmemorativa colocada en las instalaciones del balneario

“El Marquesado” el día 27 de mayo de 1979.

“Nadie podrá imaginar las terribles

dentelladas que el olvido le ha asestado

a este triste cadáver insepulto.”

Julio Llamazares

La Lluvia Amarilla, 1988, pág. 12.

Hacia el sur de Mar del Plata, en los límites mismos del

Partido de General Pueyrredón, colindante con el de General

Alvarado, las ruinas del balneario ―El Marquesado‖ marchan lentas hacia el más absoluto de los abandonos. Tal vez en

treinta años más ya no quede nada de ellas y sean las

máquinas demoledoras o la persistente acción del océano los responsables últimos de su desaparición. Cuando eso ocurra,

todo el complejo será otra muestra de la ―arquitectura

ausente‖ de la costa bonaerense; y futuros bañistas pasarán

por el lugar ignorando que en ese reducto costero se levantara una edificación que, emulando inconscientemente a la Edad

Media, pretendió ser ―marca‖ fronteriza y reducto de ―señores‖

privilegiados, entre dos partidos de la provincia de Buenos Aires.

Y no es del todo errada la metáfora.

El abandono y el olvido 64 Fernando Jorge Soto Roland

Como en los marquesados del medioevo, que defendían las últimas fronteras de un reino, este deteriorado balneario se

construyó en una época en la que se pretendía salvaguardar un

supuesto ―orden occidental y cristiano‖, cuyos celosos y mesiánicos protectores resultaron ser los uniformados

―cruzados‖ de los años ’70.

Espacio fronterizo y, por ende, de tensión. Zona aislada.

Alejada de casi todo. Reducto exclusivo, fuera de la vista de los ―otros‖ y escudado por enormes acantilados y murallas de

ladrillos, que pretendían sostenerse para siempre. Se ha dicho

que sólo existen las interpretaciones. Que los hechos, en sí mismo, no cuentan. Que son vacíos; y que todo es una lectura

móvil, cambiante. Por eso, resulta difícil despegar a ―El

Marquesado‖ de la dictadura argentina que sumió al país en su

período más oscuro. Los años que aparecen grabados en dos placas de hierro, que aún permanecen en su sitio (aunque

desgastadas por el salitre y el viento marino), así lo

testimonian.

Si bien sería un tanto exagerado incluir a ―El Marquesado‖

dentro de las obras faraónicas que los militares levantaron

durante su gestión de facto (autopistas, estadios de fútbol, puentes, etc.), no es menos cierto que el balneario comparte

con ellas cierta estética (o ―aire de familia‖) que habilita al

imaginario colectivo a establecer ciertas conexiones no del todo

comprobadas hasta la fecha. Su época de construcción, función estacional (sólo abría en los meses de verano) y el aislamiento

del que disfrutaba, alimentaron historias un tanto truculentas

que aún circulan.

Toda obra debe, primero, ser contextuada en el tiempo. Él

es el que le da sentido y significado. En este caso, ―El

Marquesado‖ es el producto de un decreto firmado por el Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires (de quien dependía

todo el litoral atlántico)7; por el cual se daba autorización a la

realización del proyecto, en cuya financiación colaboró una

institución bancaria muy relacionada con el Proceso Militar: el

7 Decreto 092675 del 29-VIII-1976.

El abandono y el olvido 65 Fernando Jorge Soto Roland

Banco de Crédito Rural Argentino (uno de los tantos que surgieron como hongos durante el período de la ―plata dulce‖).8

Con la ―bendición‖ del gobernador militar, Ibérico Manuel

Saint Jean, y aunando los esfuerzo de varios empresarios, las obras dieron inicio hacia fines de 1976 y se prolongaron a lo

largo del año siguiente (incluso, probablemente durante el ’78).

Lo cierto es que con fecha 27-V-1979 una placa oficial,

adosaba a la pared de un hoy ruinoso bar, daba por inaugurado el predio, cuya vida útil sería por demás corta (puesto que

hacia fines de la década de 1980, ―El Marquesado‖ había

entrado en franca decadencia).

Es extraño, pero no encontré ningún dato concreto sobre

este emprendimiento costero por internet. Las informaciones

son escuetas y se confunden con las del barrio del mismo

nombre (Marquesado Country Club), que se levanta a varias cuadras, cruzando la ruta interbalnearia N°11 (barrio que nunca

alcanzó el grado de desarrollo que se pretendía en un

principio). De todos modos, sus años de construcción (1976-1978 circa) lo condenan. Como a tantas otras obras de la

misma época.

Las especulaciones mezclan la fantasía con la realidad, generando en torno del balneario una serie de comentarios y

rumores cuyo sustrato tiene como elemento principal el

macabro procedimiento de la desaparición de personas. Y esto

ya no es simpático en absoluto. Pero no es algo raro que estas cosas ocurran. Los terribles sucesos de la dictadura, y las

innumerables fosas comunes que se encontraron y excavaron a

lo largo y ancho del país, suelen estigmatizar a los edificios de aquellos días de plomo y botas. Basta con recordar las historias

que circulan en torno al Estadio Mundialista de Mar del Plata

(construido para el Mundial de Fútbol de 1978), en las que, según se sindica, sus gruesos cimientos de concreto guardan un

número indeterminado de cadáveres NN. Son sólo rumores que

circulan de boca en boca, y que como tales nunca se han

comprobado con investigaciones efectivas; pero que revelan la vigencia de una memoria colectiva aún traumatizada por la

violencia política y estatal de entonces.

8 Véase al respecto: www.lafogata.org

El abandono y el olvido 66 Fernando Jorge Soto Roland

Edificios ―marcados‖, ―estigmatizados‖, ―malditos‖, incluso ―embrujados‖, salpican la geografía de nuestro país y nos

hablan de los temores y angustias de toda una época.9 Treinta

años más tarde, las densas sombras del autoritarismo se siguen mezclando, esta vez en un balneario abandonado y en ruinas.

Según refiriera el director de cine Pablo Reyero, autor del

film titulado La cruz del Sur (2003): “En esa época, los milicos

se mezclaron con policías, los chorros se hicieron informantes y se metieron en toda clase de negocios. Ese balneario, donde

transcurre buena parte de la película, es una fosa común de

desaparecidos nunca denunciada”.10

Y agregó: ―Los milicos lo hicieron entre el „76 y el „77. Es un

agujero abierto a fuerza de dinamita en la zona más alta de

acantilados, a cinco kilómetros de Chapadmalal. La gente del

lugar dice que dinamitaron cuerpos con las rocas, y después sellaron con hormigón armado. Y eso se siente cuando estás

ahí. De hecho nos costó muchísimo habitar y salir de ese lugar.

La muerte se respira‖.11

Cuando ya la decadencia lo había alcanzado, entrados los

años ’90 del siglo pasado, y el predio fuera alquilado

esporádicamente para circunstanciales eventos, se comenta que sus terrazas, inútiles ya para albergar a turistas oreándose

al sol, fueron usadas para hospedar a tiburones y rayas en

periodo de adaptación, antes de ser enviados al acuario de

Teimaken, en la localidad bonaerense de Pilar. Si esto es cierto, los últimos días útiles de ―El Marquesado‖ deben ubicarse hace

casi 13 años, ya que el nombrado parque temático inauguró sus

puertas en julio de 2001.

Irónico final para un complejo edificado en tiempo de

tiburones.

9 Véase al respecto: Terrón de Bellomo, Herminia y Angulo Villán, Florencia

(directoras), Fantasmas de Jujuy, Apóstrofe Ediciones, San Salvador de Jujuy, 2011. 10

Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/no/12-1077-2004-02-20.html

11 Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1329-2004-03-28.html

El abandono y el olvido 67 Fernando Jorge Soto Roland

PARTE 2

“Como la arena, el silencio sepultará las casas.

caerán poco a poco, sin ningún orden cierto, sin

ninguna esperanza, arrastrando en su caída a todas

las demás. Unas irán hundiéndose despacio, muy

despacio, bajo el peso del musgo y la soledad. Otras

caerán de bruces en el suelo de repente, violenta y

torpemente, como animales abatidos por las balas

de un paciente e inexorable cazador. Pero todas, más

tarde o más temprano, más tiempo o menos tiempo

resistiendo inútilmente, acabarán un día devolviéndole

El abandono y el olvido 68 Fernando Jorge Soto Roland

a la tierra lo que siempre fue suyo, lo que siempre ha

esperado desde que el primer hombre (…) se lo arrebató.”

Julio Llamazares

La Lluvia Amarilla, pág. 141.

“El vandalismo tiene más

poder que el envejecimiento.”

Kevin Lynch

Echar a Perder.

Un Análisis del deterioro, pág.97

Ya no queda casi nada de playa frente a ―El Marquesado‖. El

mar se la devoró hace tiempo. Tampoco hay muros de contención, ni terrazas con sombrillas y reposeras. El edificio

principal, aquel que un día operaba como centro neurálgico de

la administración, es una completa tapera; invadida por los

graffiti, la mugre y la humedad todopoderosa que ha socavado cimientos, destruido cielorrasos, paredes y pisos.

El abandono, la falta de mantenimiento y el vandalismo se

cobraron una nueva víctima, que agoniza lentamente; exhibiendo apenas el otrora señorío que su nombre pretendió

darle cuando fue inaugurada.

Es ahora un marquesado en decadencia. Franca e

inexorable.

Tal vez, inevitablemente, su destino final sea volver a

convertirse en el acantilado que le dio origen; y así, sus

El abandono y el olvido 69 Fernando Jorge Soto Roland

redondeces se pierdan para siempre, carcomidas por el persistente y paciente ir y venir del océano.

Proyecto fallido.

Maldito. Impredecible.

Cual cadáver

tumbado sobre la

sabana, a merced de los animales

carroñeros, su

estructura, viola-da, saqueada,

destartalada mas

de una y mil

veces, se consu-me poco a poco

bajo al desaprensiva mirada de los gobiernos de turno, que no

hacen, ni han hecho nada, por detener su deterioro. Quizás no sea falta de interés, sino de cariño, lo que acelera su

desmembramiento seguro.

Y allí está, tirado a la vera de la ruta 11. Pudriéndose. Siendo atravesado por el óxido, el salitre y la acción de los

hongos que, dueños ya de todo el complejo, señorean el sitio

convertidos en el imaginario marqués que sigue custodiando su

―marca‖ fronteriza, sabiéndose inútil y vencido.

Un marqués sin

fuerza. Sin la arrogancia

ni la violencia de sus años mozos. Aristócrata

venido a menos. Sombra

de una supuesta nobleza que no dejó herederos.

Que agotó su dinastía.

Marqués de pacotilla que

hasta las cañerías de plomo de su comarca ha

perdido.

El abandono y el olvido 70 Fernando Jorge Soto Roland

Es apreciable notar como sucede

frente a cualquier

lugar abandonado, recorrer despojos

descascarados de

este balneario es

suprimir la validez de toda certeza. Es

como ver muertos

ciertos dogmas y las pasiones que éstos

despertaron hace poco más de treinta años. Recorrer sus

restos, silentes y casi olvidados, es aniquilar el fanatismo

apoyado en la idea de Progreso, que ya era falsa cuando fue construido.

Hoy, convertida en una humorada de aquellos sueños

mesiánicos de lo ’70 que lo vieron nacer, ―El Marquesado‖ ya no tiene siquiera historia. Es indiferencia vuelta paisaje. Un paisaje

no muy grato y, por supuesto, esporádico. Porque los paisajes

también cambian. Se desvanecen y son suplantados por otros.

El deseo adolescente de querer salvar al mundo choca

violentamente con la realidad que estos despojos exhiben. La

fatalidad parece ser lo único ineluctable. El vacío ha vencido. La

decadencia se tragó a la voluntad de salvación y será el tiempo, ese caníbal insaciable, el que terminará devorándose lo que

quede de ―El Marquesado‖. Y en ese proceso, también nos

devorará a todos nosotros.

Estructura rota. Vacía.

Meras paredes a merced

de una memoria

fragmentada, apenas

reconstruida a partir de

rumores y de chismes.

Marqués anónimo.

“Marca” inservible.

Decepción hecha

escombros.

El abandono y el olvido 71 Fernando Jorge Soto Roland

Su corona carcomida, apenas identificable en lo alto de la torre del edificio, es todo un símbolo. Un catalizador de

misterios que, observándola detenidamente por varios minutos,

nos habla de nosotros mismos. Y de pronto, nos vemos presidiendo un marquesado fantasma que, como tales, aparece

y desaparece a una velocidad mucho más rápida de lo que

desearíamos.

Los títulos de nobleza

están abolidos.

También sus espacios de antaño. Hoy hay

otros. Más lujosos. Más

tecnificados y cómodos; pero que, a

la postre, terminarán

como éste: deshechos por la carrera infinita

de las horas.

El abandono y el olvido 72 Fernando Jorge Soto Roland

Capítulo 4

El Castillo de Egaña

Historia y Ficción

BREVE RESEÑA HISTÓRICA

Hacia 1825, en épocas de Bernardino Rivadavia y durante la

llamada ―feliz experiencia porteña‖, el general Eustoquio Díaz

Vélez, activo y comprometido protagonista del proceso revolucionario iniciado en mayo de 1810, adquirió en enfiteusis

algo más de 17 leguas en la zona del Fuerte Independencia,

hoy Tandil. Poco después, sumó 20 leguas más dando origen a

una inmensa estancia de reconocida fama, a la que en honor a

El abandono y el olvido 73 Fernando Jorge Soto Roland

su esposa (Carmen Guerrero y Obarrio), bautizó con el nombre de ―El Carmen‖.

Treinta y un año más tarde, cuando el viejo general murió

(1856), sus hijos, Carmen, Manuela y Eustoquio (h), hicieron efectiva la propiedad del latifundio y, tras la sucesión, el varón

se quedó con la estancia, manteniendo su antigua

denominación.

Millonario próspero y renombrado miembro de elite porteña, Eustoquio Díaz Vélez (h) acrecentó la fortuna a lo largo de su

vida, dejó un suntuoso palacio en el barrio de Barracas y,

cuando finalmente falleció en 1910, la estancia ―El Carmen‖ se dividió entre sus dos únicos hijos varones: Carlos, que era

ingeniero, y Eugenio, arquitecto de profesión. También sus

cuatro nietas recibieron una fracción del campo

Será el segundo de sus hijos (Eugenio) quien levantaría, sobre la porción de tierra heredada, el casco de la estancia San

Francisco, muy cercano al pueblo/estación de Egaña, por donde

pasaba el tren desde 1891.

Así es como nace el famoso castillo que nos convoca.

Eugenio proyectó el edificio siguiendo un estilo europeo

muy ecléctico y trasladó desde Buenos Aires y Europa la mayor parte de los materiales de construcción. Los trabajadores

fueron contratados en Capital Federal y enviados al sitio de la

obra; que se prolongó desde 1918 hasta 1930.

A lo largo de esos doce años, el castillo experimentó ampliaciones, mejoras y una decoración de excelencia. Debió

ser una especie de hobby para su propietario, en donde poder

experimentar y plasmar sus proyectos de arquitectura, mientras la familia lo ocupaba estacionalmente.

Cuando Eugenio murió, el 20 de mayo de 1930, ―San

Francisco‖ fue heredado por su hija mayor, María Eugenia, quien arrendó las tierras, administradas por la Casa Bullrich

y Cia.

Todo parece indicar que no fue una decisión acertada. Los

actuales descendientes coinciden en afirmar que, desde entonces, se inició la lenta y persistente decadencia de la

estancia y su fabuloso edificio.

El abandono y el olvido 74 Fernando Jorge Soto Roland

En 1958, bajo la gobernación de Oscar Alende (UCRI), el proyecto de reforma agraria, tan resistido por los terratenientes

y alentado desde los días del presidente Perón, finalmente tocó

a las puertas de la estancia; y, con la intensión de implementar planes de colonización y afincar a pequeños propietarios rurales

(mismo proyecto –fallido- de Rivadavia), la inmensa propiedad

fue expropiada por la provincia, según ley 5.971, del 2 de

diciembre de 1958 y ley 6.258 del 14 de marzo de 1960. De este modo, antiguos arrendatarios se convirtieron en

propietarios de las tierras que antes alquilaban, apoyados por

créditos del Banco de la Provincia de Buenos Aires.

El Ministerio de Asuntos Agrarios creó entonces la colonia Langueyú, dentro de la cual quedó gran parte de la estancia

San Francisco y su reputado casco. Más tarde, la estancia se

subdividió y adjudicó en lotes a los colonos. En tanto el mobiliario, equipos de trabajo y demás enseres del edificio

fueron subastados (y no tanto saqueados, como dice una

tradición que circula).

Pero, ¿qué iba a hacer el gobierno provincial con semejante

construcción, en medio del campo? Los hechos revelan que no

El abandono y el olvido 75 Fernando Jorge Soto Roland

tomó una determinación rápida y el castillo empezó a sufrir el deterioro.

Finalmente, en 1965, el gobernador Anselo Marini (UCRP)

lo transfirió al Consejo General de la Minoridad (mediante decreto 5.178/65) con la intensión de convertirlo en un

hogar/granja que, a la sazón, terminó convertido en un

reformatorio, alojando a jóvenes con problemas de conducta.

Hacia mediados de los ’70, y tras un asesinato que comprometió a uno de los internos, los menores fueron

reubicados y el castillo quedó, una vez más, olvidado.

Deshabitado.

Abandonado, hasta el día de hoy.12

LOS NUEVOS CÁNONES DE LA DISTINCIÓN

Cuando el castillo de la estancia San Francisco fue

construido, el comportamiento de las elites en Argentina

experimentaba una interesante transición que iba de las sencillez al ―empaquetamiento‖.

Este cambio, gradual y profundo, no sólo se dio en el

mundo de las relaciones sino también en la vestimenta, el modo de hablar, el lugar donde se vacacionaba y socializaba, el

nivel de gasto y, naturalmente, en la arquitectura de sus

residencias.

Se estaban construyendo los nuevos cánones de la distinción; muchos de los cuales siguen vigentes o adquiridos

recientemente por la leudante burguesía vernácula, nacida a la

sombra del neoliberalismo-conservador de la década de 1990 y el menemato.

La transición que se operó a fines del siglo XIX y principios

del siglo XX, dejó en desuso muchas prácticas que habían

12 Según indica la presidenta de la Comisión Permanente de Homenaje al general don Eustoquio Díaz Vélez, señora Inés Álvarez de Toledo (a quien agradezco la información brindada): ―Hay una verdad a medias: según se consigna por Internet, el terreno del castillo se cedió a la Escuela agro-veterinaria “Eustoquio Díaz Vélez de la Fundación San Francisco, pero lo que ésta utiliza es su terreno adyacente, no haciéndose cargo del edificio‖.

El abandono y el olvido 76 Fernando Jorge Soto Roland

tomado forma a partir de 1810. las nuevas afortunadas minorías de la década 1880/1890 (elites para unos, oligarquías

para otros) abandonaron los rasgos de austeridad que habían

caracterizado a sus abuelos, más adeptos a las reuniones sencillas de ―corte familiar‖, informales y sin mucho boato. Por

el contrario, los miembros finiseculares de las familias

―patricias‖ (como les gustaba llamarse), olvidaron las simplezas

de la vida, que pasaron a ser incorporadas por las clases medias urbanas, en una especie de tardío mimetismo.

El desacartonamiento y la ―naturalidad‖ de los gestos, que

tanto llamaron la atención de los primeros visitantes y viajeros europeos a principios el siglo XIX, se esfumaron de las tertulias.

Pasaron de moda y quedaron en recuerdo y patrimonio del

periodo colonial y primeros años de la independencia.

Las fortunas en aumento, la concentración de tierras y poder en un número limitado de familias, pero en franco

crecimiento numérico con relación al pasado, es señalado por

algunos especialistas como una de las causas del cambio. Cambio que puede resumirse en un concomitante aumento de

la formalidad y un notorio retraso de la espontaneidad de

antaño.

La teatralidad se incorporó a la vida de las elites. Se

naturalizó. Y hacia finales del siglo XIX, ya era impensable, por

ejemplo, participar en una reunión sin haber recibido una

―tarjeta de presentación‖ para ser admitido o consumir mate o chocolate con tortas fritas. El consumo se volvió más

―elegante‖ y las tertulias europeizaron lo que empezó a ser

denominado ―el buen gusto‖.

También el autocontrol, la rigidez de las posturas y el

―estiramiento‖ terminaron imponiéndose, no solo en el ámbito

de lo público, sino especialmente en la vida privada (machista, sexista y autoritariamente paternalista); alcanzando ribetes

(hoy ridículos) cuando se salía a pasear y a exhibirse por los

barrios aristocráticos e la ciudad.

Rostros tensos, mandíbulas apretadas, gestos medidos y poco demostrativos ganaron espacio junto con una profunda

diferenciación sexual y social, acompañada por mayores

controles, en especial sobre las ―niñas bien‖. Todo esto

El abandono y el olvido 77 Fernando Jorge Soto Roland

mezclado con un marcado crecimiento de la ostentación; que implicó, entre otras cosas, un cambio en la conceptualización

del ocio y, como dijimos antes, del consumo.

Lo que se advierte a fines del siglo XIX y primeras décadas del XX es una evidente y marcada sofisticación de las

costumbres. No sólo el mate quedó atrás. También la comida

criolla fue reemplazada por la gastronomía extra, en especial la

francesa; que, a diferencia de lo que hoy ocurre en los ambientes llamados ―chetos‖, se caracterizó no sólo por la

calidad sino también por la cantidad. Todavía no se había

instalado la idea que distanciaba la elegancia de lo abundante.

El banquete pantagruélico se convirtió en signo de

pertenencia (en especial masculina) de la ―alta sociedad‖;

frente a un país que, en gran parte, pasaba hambre o vivía en

la miseria (como lo indican las huelgas y protestas populares que la elite no deseaba ver, ni atender)-

Por tanto, cuando el castillo de Egaña fue levantado, la

principal preocupación ―aristocrática/patricia‖ era mostrarse. Como bien dijera el historiador Eric Hobsbawm, en el mundo de

la alta burguesía occidental, ―el hábito hace al monje‖. Lo

importante no era sólo ―ser‖, sino ―mostrar/aparentar‖ que se era. Y si de hábitos hablamos, el mundo de la moda también

sufrió grandes modificaciones.

Desde aproximadamente 1880, las elites dejaron de

confeccionar sus propias ropas. Ahora el vestuario tenía que develar el consumo ostentoso e los ricos. Fue así como se

impuso el jacquet, el smoking y el frac, entre los hombres;

además de prendas femeninas traídas de Europa o confeccionadas por modistos famosos (que empezaban a

instalar sus talleres en Argentina).

Idéntica transformación experimentó la joyería, los muebles y los medios de transporte. Incluso la muerte pretendió ser

burlada y dejó de ser la ―gran igualadora‖: las señoriales y

costosísimas bóvedas del cementerio de la recoleta marcaron la

diferencia, aún después de a muerte.

Pero no hacía falta morirse par expresar donaire y alto

posicionamiento social. Las residencias se convirtieron en el

El abandono y el olvido 78 Fernando Jorge Soto Roland

mejor, más visible y grandilocuente ejemplo de consumo conspicuo. Y al castillo de Egaña hay que inscribirlo dentro de

esta tendencia, como tantos otros palacios construidos durante

y después de la celebración del centenario (1910)

Basta con observar hoy sus ruinas para reconocer que, en

esa zona aislada de la pampa bonaerense, se levantó un edificio

que sintetiza gran parte de los aspectos que explicamos más

arriba.

Como residencia

de la elite, el

castillo debía

encarnar ese

universo burgués

del que tan

orgullosos estaban

sus acaudalados

miembros. La

espectacularidad

de sus dimensiones

y estilo ecléctico

de su construcción

es un signo más

que evidente de ese

afán por

destacarse que

tuvieron los

representantes del

“patriciado”

vernáculo.

Ya para la primera década del siglo XX, las viviendas bajas

y horizontales, propias de la época colonial, habían dado paso a

los palacios y petit hotels (éstos en la ciudad) cuya nota esencial y novedosa era la verticalidad (no sólo del edificio, sino

del status que daba algo que empezaba a ser buscado y muy

valorado: la privacidad). Y en castillo de la estancia San

Francisco eso fue posible. La intimidad podía conseguirse dentro

El abandono y el olvido 79 Fernando Jorge Soto Roland

de sus paredes; y con ella combatir la teatralidad de la exigente vida social.

El hecho de que el edificio tuviera muchas habitaciones con

funciones específicas y especializadas, permitía que el aislamiento del resto de las personas fuera una realidad

concreta (y que, aunque muchos la vieran con malos ojos,

especialmente para los niños y adolescentes, la buscaban). Por

otro lado la verticalidad de lo privado se nota en la siguiente característica: mientras que los salones de reunión y recepción

se ubicaban en la planta baja, los dormitorios y cuartos de

estar, estaban en el piso superior inmediato. Se perfilaban así dos mundos diferentes y separados, sólo conectados por

estrechas escaleras

Aunque, a la hora de deslindar mundos, los pisos más altos

también cumplían con ese cometido, ya que en ellos, usualmente de instalaba la servidumbre o personal doméstico

(que por entonces aumentó su número y especialización; siendo

los criollos y mulatos suplantados por empleados de origen europeo).

Una verdadera torta social. Una estratigrafía bien marcada.

Un Titanic encallado en plena pampa.

Visitar y recorrer actualmente lo que queda del castillo de

Egaña resulta una experiencia sobrecogedora. Es como ingresar

en un retorcido laberinto de pasillos, cuartos de diferentes

tamaños, baños y salones, todos destruidos, sucios y en franca decadencia. Dependencias que han perdido el destino que

tuvieron o le dieron sus arquitectos. En muchos casos cuesta

imaginar para qué servían. Se conectan y entrelazan conformando un todo abigarrado, complica, difícil de entender,

ya que muchos son las puertas clausuradas y los vanos

tapiados, cubiertos de graffiti.

Cual un majestoso palacio de Cnosos criollo, sólo falta en él,

el famoso minotauro del mito griego. Y no son pocas las

estancias para imaginar que eso pueda ser posible. Con 77

habitaciones, 14 baños, 2 cocheras, galerías, patios, talleres, un mirador y varios balcones, el castillo de Egaña es el escenario

ideal para el imaginario más descabellado (como veremos en la

siguiente parte de este trabajo). Un enredado universo de

El abandono y el olvido 80 Fernando Jorge Soto Roland

ambientes que señalan y prueban una de las características propias de la época de su construcción: la de la ―casa poblada‖.

Muy poblada, ya que lo común era que, en palacios de ese tipo,

convivieran no sólo el matrimonio con sus hijos, sino también otras generaciones de pariente (solteros o viudos) con la

consabida servidumbre.

No conozco a la fecha ninguna foto que muestre su interior

en épocas de esplendor; pero con seguridad, el castillo arrastraba también otra costumbre bien arraigada, tanto de la

burguesía argentina como de la europea: el horror vacui, el

miedo al vacío, y su consiguiente atiborramiento de muebles, adornos, obras de arte y la recargada decoración de sus

ambientes: si en algo se parecía a otros palacios del país era en

su aspecto semejante a un museo.

Muebles caros, importados y pesados, macizos, señoriales, que iban desde las grandes mesas inglesas hasta los pianos de

incalculable valor; modulares, bibliotecas, cuadros, platos,

porcelanas y platería, fuentes, mantillas y cortinados. Todo unido persiguiendo un único objetivo: resaltar a través de lo

material el status familiar, su fortuna y posición social e

intelectual.

En el castillo de Egaña el tamaño sí importaba.

Por aquel entonces (fines de la década de 1910 y años

subsiguientes) las dimensiones de las viviendas de la elite

aumentaron enormemente, en especial las residencias suburbanas y rurales que, en su mayoría, eran de ocupacional

estacional, nunca permanente. El castillo es entonces un

ejemplo elocuente de la estacionalidad del ocio aristocrático y de una nueva práctica: el veraneo en las estancias (otra de las

tantas pautas que el status demandaba).

Ir al campo, ―al palacio del Tata‖, se convirtió en una costumbre que encumbraba al depositario de ese privilegio. La

vuelta al campo implicó, así, revalorizar lo rural; pero no desde

una óptica criolla, autóctona o localista, sino a través de una

mirada claramente europeizante, importada del otro lado del Atlántico, donde todos suponían estaba la civilización y el

progreso.

El abandono y el olvido 81 Fernando Jorge Soto Roland

El mate fue suplantado por el five o‟clock tea, imponiéndose también la producción de ganado refinado, al amor por los

caballos (pura sangre) y la vida ociosa y distendida del campo,

tal como se practicaba en Inglaterra (de donde lo copiaban).

Así, la búsqueda de un status calcado de Europa se injertó

en la llanura pampeana, adoptando forma con ladrillos, tejas y

columnas, de las mansiones y palacetes del interior del país.

El castillo de Egaña fue un claro ejemplo de todo ello.

FANTASMAS

Cuando los rumores se solidifican y la leyenda desplaza a la

―historia que realmente ocurrió‖, nos topamos de lleno con el

inestable terreno del mito urbano (o rural).

Dentro de sus límites lo inverosímil y lo fantástico se vuelven posibles y la frontera que separa ―lo natural‖ de ―lo

sobrenatural‖ se desdibuja, se mueve de un lado a otro,

diluyendo las certezas, desgastando las leyes de la física que consideramos inmutables; retrotrayéndonos a un imaginario

casi medieval que exacerba el sentimiento más enraizado y

primitivo que hay en el ser humano: el miedo; puerta de entrada al universo onírico de los fantasmas y sus mansiones

encantadas.

El castillo de Egaña, cercano a la ciudad de Rauch (provincia

de Buenos Aires), posee toda una serie de características que, a nuestro entender, lo convierten en el sitio ideal para que en él

germinen las más afiebradas elucubraciones fantasmagóricas.

Si bien a la fecha éstas no parecen haberse asentado todavía con fuerza, detectamos indicios que habilitan la

sospecha de que existe al menos la voluntad y el deseo de que

eso ocurra. Creemos que, a medida que el edificio salga del anonimato en el que se encuentra, la fantasmogénesis

relacionada con él irá en aumento; y no será raro que termine

captado por los modernos cultores de los misterios

paranormales, tan de moda y pululantes en el universo de los canales de televisión.

El abandono y el olvido 82 Fernando Jorge Soto Roland

Por eso, en este apartado del trabajo, vamos a identificar aquellos elementos que facilitan la difusión de relatos

fantásticos, relacionados con mencionado castillo.

¿Qué tiene de extraordinario este antiguo casco de

estancia? ¿Qué elementos de su arquitectura alimentan el

imaginario popular, hasta convertirlo en un lugar en donde

ocurren supuestos ―sucesos extraños‖? ¿Qué grado de responsabilidad tiene el ―homo internéticus‖ en este proceso

creativo? ¿Qué sucesos de su ―historia real‖ son los que abonan

todas y cada una de estas creencias?

En primer lugar habría que hablar del escenario.

Protegido por la inmensidad

de la pampa, rodeado por

leguas de terreno apisonado y llano, el castillo de Egaña (con

su bosque circundante) semeja

una isla de exuberante verdor en medio del desolado

―desierto‖ bonaerense.

De lejos, el tupido monte que lo contiene en su seno, y

que nos recuerda la figura de

un gigantesco reptil aplastado

contra el suelo, mantiene al edificio fuera del campo visual

de los ocasionales viajeros.

Verde, larga, irregular en su ―lomo‖, la conglomeración

arbórea funciona a modo de

valla protectora (en su origen, de la privacidad de sus propietarios). Pero hoy en día, lo que

antaño fuera un parque prolijo y domesticado, un espacio para

el solaz y el esparcimiento, se ha convertido en una mata

irredenta, desaforada, salvaje, que avanza sobre la construcción, colonizando superficies antes controladas por el

hombre. Las ramas, con sus millones de hojas, las malas

El abandono y el olvido 83 Fernando Jorge Soto Roland

hierbas, los yuyos y plantas trepadoras empezaron a abrazar al castillo; y, en ese acto de inconsciente cariño, sus paredes se

rajan, los techos se desmoronan y las rejas se oxidan con la

humedad, dándole un apariencia lúgubre, siniestra, muy propicia para que la imaginación lo pueble de entidades tan

extrañas como inmateriales.

El aislamiento y la distancia siempre operaron de la misma

manera a lo largo de la historia. Los conquistadores españoles lo decían claramente en sus refranes, durante los días de

expansión: ―cuanto más lejos, más raro‖. Idea que perduró en

el tiempo y que supo ser muy bien explotada por la literatura

de horror. Desde la novela gótica del siglo XVIII, hasta la ghost story del siglo XIX, los lugares aislados, lejanos y solitarios, se

convirtieron en fuente de sospechas permanentes. El hecho de

estar ocultos, o ser poco accesibles, contribuyó a que se los poblara con características extraordinarias; de las cuales pocos

(o nadie) pueden dar cuenta de manera directa, a no ser a

través de relatos de terceros, por lo general poco fiables. ―Esto le pasó a un amigo de mi primo‖ suele decirse para convertir la

historia en algo verosímil (condimento necesario para que una

El abandono y el olvido 84 Fernando Jorge Soto Roland

fábula circule y se difunda, hasta pasar a ser parte del acerbo folclórico de un lugar).

Más allá de lo expuesto en relación con el contexto

geográfico en el que se levanta el edificio, lo que debemos tener en cuenta y no olvidar, es que, en este caso, lo que

convoca nuestro interés es, nada más ni nada menos, que un

―castillo‖. Construcción poco común en medio del campo

argentino y que nos retrotrae a las sesiones de cine y filmes de horror que veíamos cuando éramos chicos. Drácula,

Frankenstein y demonios varios de Hollywood vivían y dirigían

sus maquiavélicos planes desde instalaciones de ese tipo.

El ―castillo‖, como alegoría, representa el misterio por

antonomasia. El secreto, devenido en ladrillos y piedras. El más

adecuado escenario para el temor, las intrigas, las

conspiraciones y el crimen.

El ―castillo‖, como elemento indispensable del imaginario

gótico, y tema de tantísimos cuentos, encarna el romanticismo

en su estado más puro; y el período más apreciado y admirado por ese movimiento cultural: la Edad media.

Desde un punto de vista simbólico, estas imponentes

construcciones pueden presentarse de maneras diferentes: como un ―castillo luminoso‖, símbolo de poder, riqueza y

purificación (amén de seguridad y resguardo físico y moral);

o como un ―castillo negro‖, mansión de monstruos y

alquimistas, habitado por caballeros oscuros y fantasmas. En esta última acepción el castillo adquiere el significado de

puerta, de pasaje, de acceso al otro mundo; especialmente

cuando está abandonado. Situación en la que se encuentra hoy el castillo de Egaña.

Pero si al deterioro físico y al abandono le añadimos el gran

tamaño de la construcción y su origen añejo, el cuadro de situación se completa y terminamos parados frente a una

potencial usina de rumores y leyendas que, como era de

esperar, el majestuoso edificio de Rauch también posee.

Hace poco más de un siglo, el escritor y filólogo español Daniel Granada publicó su libro Supersticiones del Río de la

Plata (1896) y nos dejaba una análisis crítico, pormenorizado y

El abandono y el olvido 85 Fernando Jorge Soto Roland

profundo de muchas de las leyendas más extendidas que, ya por entonces, circulaban tanto en Argentina como en Uruguay.

En uno de los capítulos (el XXXI), Granada encara el estudio de

las apariciones y de los lugares ―asombrados‖, como le gustaba llamarlos ( y eran denominados en estas latitudes hacia fines

del siglo XIX).

―Un sitio asombrado es el teatro de todas las travesuras y a

veces maldades que por medios extraños y espantables puede ejecutar el demonio. Las almas del otro mundo asombran

también casas y otros lugares. Se espanta o asombra la gente

con ruidos, voces y visiones con que los demonios o almas en pena se manifiestan; de ahí el nombre que recibe el lugar en

que ocurren. Así como hay casas (que son muchas en el Río de

la Plata) asombradas, hay también vados o pasos, lagunas,

ruinas o taperas y hasta árboles asombrados‖.13

Por todo lo dicho, nadie se ―asombrará‖ si decimos que, en

torno al castillo en ruinas de Egaña, circulan ya algunas

historias (no muy desarrolladas, por cierto) que hacen referencia a ―misteriosas apariciones espectrales‖ en el lugar.

Según dicen, en el viejo casco de la estancia San Francisco,

suelen escucharse por las noches (tal vez también durante el día) ruidos extraños, pasos y lastimeros sollozos que espantan

a los siempre anónimos testigos que arriesgan sus pasos por las

ruinas. Naturalmente, esta ―actividad paranormal‖ (como les

gusta llamarla a los ―especialistas‖) siempre afecta a personas difíciles de encontrar, testigos ausentes y nunca directos. Y aún

cuando estos últimos aparecen, las pruebas que dan son tan

endebles como las historias en las que esos fenómenos se apoyan. Porque hay que aclarar que, detrás de cada fantasma,

existirían acontecimientos reales que sustentan y explican el

porqué de tales eventos.

Vayamos, entonces, a uno de ellos, muy extendido en las

páginas de Internet que, como ya hemos dicho en otra

oportunidad, se ha convertido en el nuevo fogón (ahora

digital) en donde nacen los mitos y leyendas (tal vez con

13 Granada, Daniel, Reseña histórico-descriptiva de antiguas y modernas supersticiones

en el Río de la Plata, Editorial Guillermo Kraft Ltda. Buenos Aires, 1896.

El abandono y el olvido 86 Fernando Jorge Soto Roland

mucha menos crítica que cuando la gente los oía en directo y se veían la cara).

¿De quiénes son esos sollozos del más allá? ¿Qué alma en

pena es la que arrastra sus pies en las derruidas dependencias del castillo de Egaña? ¿Por qué pena? ¿Qué acontecimiento

traumático del pasado es el que provocó este drama, que

parecería ser ya eterno?

Si seguimos las habladurías publicadas en la red, el espectro que ronda en el laberíntico castillo parecería no ser

otro que el de su antiguo propietario y constructor, el arquitecto

Eugenio Díaz Vélez, hijo de don Eustoquio Díaz Vélez (h), quien fuera propietario de otro palacio en el barrio de Barracas y que

(oh sorpresa) tiene también fama de estar embrujado.

Según sostiene una de las apócrifas leyendas que circulan,

un accidente fatal sería el responsable del encantamiento del castillo de Egaña.

Cuentan que en el día de la inauguración, con la fiesta

preparada y todas las mesas puestas para celebrar tamaño acontecimiento, los invitados empezaron a ponerse ansiosos

por el retraso de dueño de casa. Don Eugenio parecía haber

olvidado apersonarse en el ―novel‖ castillo, pero su hija (heredara universal de todo el patrimonio de su padre) los

calmó diciéndoles que estaba en camino desde Buenos Aires

y que llegaría de un momento a otro. Pero eso nunca

ocurrió. Pocas horas más tarde, y frente a las insistentes preguntas de parientes y amigos, la joven mujer fue

informada de algo terrible: don Eugenio se había matado en

la ruta en un accidente.

El desconsuelo fue absoluto. La fiesta, como es obvio, se

suspendió y la inauguración se convirtió en velorio. Los

comensales abandonaron la estancia y la heredera hizo lo propio para no volver nunca más. A partir de ese día de 1930,

el edificio permaneció cerrado durante tres décadas, sufriendo

un razonable deterioro y el saqueo por parte de la gente de la

zona. Claro que el dueño del campo (dicen que dicen) sigue regresando desde el más allá (algo tarde) a una fiesta que

nunca terminó.

El abandono y el olvido 87 Fernando Jorge Soto Roland

El recuerdo de la tragedia impidió a la familia volver al palacio campestre y así, lentamente, la mansión quedó signada

al olvido y, por supuesto, al alma en pena de su mentor y

constructor.

En principio esa sería

la historia que

explicaría la actividad

fantasmal en el castillo. Pero hay un

inconveniente: todo

el relato es una mentira. Un producto

de la imaginación

colectiva. Como

hemos explicado en la primer parte de este

trabajo, nunca hubo

fiesta de inaugura-ción, ni mesas aban-

donadas con el

servicio listo a ser consumido, menos

aún invitados y, por

sobre todas las cosas,

tampoco existió el accidente en la ruta.

Don Eugenio Díaz

Vélez murió en Buenos Aires en su

palacio de avenida

Montes de Oca (Barracas). Nunca hubo viaje, ni choque, ni muerte violenta.

Entonces, ¿de quién es el fantasma que todavía estaría

rondando en la propiedad?

Seguramente de la gente que lo creó.

Pero los rumores no terminan con el falso accidente.

Hay más.

El abandono y el olvido 88 Fernando Jorge Soto Roland

Según cuenta otra leyenda que circula por Internet, el castillo estaría ―maldito‖. Aparentemente, una ―venganza

espectral‖ ha caído sobre el edificio y los responsables no son

otros que los errantes espíritus de los indios pampa, muertos en el siglo XIX durante las campañas comandadas por el

entonces gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, en

pos de más tierras para la incipiente ganadería; y que,

tiempo más tarde, la familia Díaz Vélez adquiriría con la enfiteusis rivadaviana.

La ―venganza india del más allá‖, un clásico en el imaginario

americano, se convierte en una denuncia solapada, en una crítica no explícita, al accionar de los empresarios ganaderos,

protagonistas de la postrera conquista de esta parte del

continente (y fuente de incalculables fortunas).

Como si todo esto fuera poco, hay una última historia que abona a todas las anteriores y actúa como catalizadora de

renovados rumores locales.

Todos los lugares encantados o embrujados tienen (o deben tener) en su acerbo algún hecho traumático, en lo posible un

accidente (como ya hemos visto), un drama familiar y, si se

quiere ser exigente, una asesinato.

Para sorpresa de todos, el castillo de Egaña fue escenario,

lamentablemente, de un hecho luctuoso que se llevó la vida de

un hombre joven.

He tenido contacto con familiares directos de la víctima que, a diferencia del imaginario accidente rutero de don Eugenio,

confirmaron que el hecho ocurrió el 14 de mayo de 1974.

Dado que no tengo autorización para revelar el nombre de la familia, me referiré a ella con el apellido ficticio de ―Burgos‖.

Poco antes de mediados de la década de los ’70, cuando el

castillo funcionaba como reformatorio de menores, el señor ―Enrique Burgos‖, que trabajaba para el ministerio de Asuntos

Agrarios de la provincia, fue enviado a administrar una de las

distintas colonias agrarias que habían sido creadas en los ´60 a

instancias del por entonces gobernador Oscar ―Bisonte‖ Alende. La colonia se llamaba Langueyú y estaba comunicada al castillo

por un camino de tierra. Todos los días, la señora de Burgos,

El abandono y el olvido 89 Fernando Jorge Soto Roland

maestra de profesión, recorría el trayecto para dar clases en el instituto de menores; pero su marido también se daba tiempo

para trabajar con los chicos internados en el lugar, dándoles

tareas en el trabajo de campo e instruyéndolos.

Relata la hija de Burgos (a la sazón una niña) que en el

castillo había un muchacho ya mayor al que ―Enrique‖ tuvo que

pedirle, en cierta ocasión, que se volviera a su casa, dado que

por su edad ya no podía permanecer allí. Comenta que acompañó al chico hasta el tren, pero el muchacho no se

marchó. Seguramente quedó rondando por la zona, masticando

odio; y el 14 de mayo de 1974, mientras Burgos volvía a su casa desde el castillo, lo esperó a la vera del camino y lo mató

de ocho tiros. Después se subió al auto en el que Burgos

viajaba y se fue.14

Finalmente, un hecho de sangre (cercano al castillo) queda confirmado, alentando al imaginario por senderos que

desconocemos a dónde nos van a llevar.

UN RECORRIDO FINAL POR EL ABANDONO

Opaco, irregular, un tortuoso laberíntico. Imponente en medio

de la nada. Desnudo de vidrios,

sólo vestido por aquellos graffitis.

Solitario. El castillo de Egaña es únicamente una sombra, aún

digna, de lo que supo ser.

Mudo y silencioso, carente de humanos. Pajarera gigante de la

decadencia.

Lúgubre y muy misterioso. Atrapante. Seductor por donde

se lo mire.

14

Archivo del autor.

El abandono y el olvido 90 Fernando Jorge Soto Roland

Sus múltiples ventanas se abren en todas direcciones. Panóptico ciego desde el que ya nadie vigila ni mira nada.

Acopiador de guano,

de astillas, polvo y basura. Receptáculo de suciedad,

óxido y manchas de

humedad. Sólo con ver los

mosaicos de los pisos, que cambian de diseños en

cada una y una de las

dependencias, conservan algo del color original.

Rojo, negro, azul, amarillo.

Observables sólo cuando

las heces de aves y murciélagos son echas a

un costado.

En medio de ese eclecticismo decaído y en

ruinas, las columnas jó-

nicas que rodean el patio interno, conservan, a pesar de las irreverentes inscripciones

que las ensucian, el señorío clásico que hemos aprendido a

identificar como arte.

De a ratos, el marco corroído de una ventana o puerta, cruje; denunciando el óxido de sus bisagras y el sin-cuidado de

una mansión que se sabe muerta.

Italianizante por momentos. Afrancesado, en otros. Normando, en algunos rincones y medieval en su mirador, el

castillo de Egaña carece de una definición estilística clara. Lo

único claro es su solemne señorío.

Cuando se lo ve como está ahora, cuesta creer que tanta

gente haya invertido dinero, esfuerzo, creatividad y tiempo

en su construcción. Pero así es todo. En todos los órdenes de

la vida.

Universo cerrado del detalle. Hasta sus rincones menos

importantes sobresalen por la calidad y belleza de su factura.

El abandono y el olvido 91 Fernando Jorge Soto Roland

Una enigmática e irracional furia parece haberse desatado en lo que queda de baños y cocinas. Anónimas manos

destructoras, libres de la mirada ajena, descargaron un

frenético vendaval de golpes sin sentido, destruyendo lo que antaño fuera parte importante del castillo.

El impulso de

muerte se

sobreimprime y

triunfa sobre el

impulso de vida.

Norma generalizada

en todos los sitios

abandonados. Y el

castillo de los Díaz

Vélez no es la

excepción a la regla.

Jirones endebles, meros tablones podridos. Sus persianas,

que tan bien protegieron la intimidad burguesa de la mansión,

hoy son sólo un recuerdo carcomido.

Modulares vacíos, sin puertas, invadidos por la humedad y

la mugre. Sin reservas de comida. Sin nada. Esqueletos secos

en cocinas sin aromas ni recetas.

Desde el patio trasero, el castillo yergue sus tres plantas

exhibiéndose como su fuera una

construcción traída de Europa Oriental. Me recuerda al castillo de

Bram y a su famoso propietario,

Vlad Tepes, príncipe de Valaquia. Cruel defensor de la cristiandad y

conocido con el apodo de Drácula.

Las ventanas de los altillos,

siempre oscuras, remedan inmensas y rectangulares pupilas dilatadas,

prolijamente enmarcadas por tejas

oscuras que, paradójicamente, se

El abandono y el olvido 92 Fernando Jorge Soto Roland

conservan intactas, luminosas, como recién puestas.

Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber

sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi

ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incita a la

nostalgia y nos alerta sobre nuestra inevitable decadencia.

Los lugares abandonados

personifican, de un modo crudo y bello al mismo

tiempo, el poder e imperio

del polvo. Son escenarios de la recolonización de la

naturaleza y el más firme

presagio de la victoria final

de la suciedad y la basura.

El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los

lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves

intrusivas que los anidan y regentean.

En los lugares abandonados rara vez los colores mantienen

su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza

cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía—

espacios otrora llenos de

vida, de proyectos y

esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les resta

esperar de forma completa

su desaparición.

Tragedias hechas en

forma de ladrillos. Así se

explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas.

Abundantes, omnipresentes.

Imposibles descartarlas.

Inevitables ante cada mi-rada.

El abandono y el olvido 93 Fernando Jorge Soto Roland

Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación,

anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que

todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos,

esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.

Los muchos lugares

abandonados personifican la muerte. Espantan a los

viejos, atraen a los

jóvenes, quienes los exploran buscando en

ellos el espíritu de

aventura, tan ligado a los

peligros de la ―Parca‖.

El dominio de las grietas.

El reino del papel que se

tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano,

la desidia y el olvido. Un

pacto fáustico que desde el vamos se sabe incumplido.

Los lugares abandonados son un campo propicio y fértil de

las metáforas y adjetivos.

Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares

abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la

muerte los acompaña.

Cada grieta es una

historia ignota. Cada

mancha de humedad

una bofetada al

“Progreso”, en algún

momento asociado al

edificio. Cada ambiente

deteriorado una

decadencia particular.

El abandono y el olvido 94 Fernando Jorge Soto Roland

Se los recorre en

silencio, como se

recorre un cementerio;

imaginando todo

aquello que pudo haber

sido y no fue.

Lamentando lo

inexorable.

Preguntándonos ―por

qué‖.

Los lugares abando-nados, como la basu-

ra, incomodan. Atentan contra el ―buen gusto‖, y la

convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor

de nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor

ejemplo de lo inútil.

Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se

explicita especialmente en los niños y adolescentes. La

aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la

esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada

de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de

los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar, apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el

sentimiento de aventura y rebeldía.

Menospreciados y temidos. Evita-

dos por muchos,

especialmente por

los adultos, los lugares abandona-

dos nos hablan de

dos cosas que rechazamos y que

en nuestro ilimita-

do imaginario apa-

El abandono y el olvido 95 Fernando Jorge Soto Roland

recen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos en manos del deterioro estén —como los

cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de

los vivos. La podredumbre se deja fuera.

Lugares sombríos, marginales,

incontrolados. Sometidos a las

fuerzas de la naturaleza y

desprovistos de cualquier control racional, los sitios

abandonados abonan nuestro

temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo

parece posible, especialmente

de noche, cuando los sonidos

y las sombras adquieren características más extrañas

que durante las horas diurnas.

No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más

propicios para el miedo.

De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el

sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas

desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la

domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan

y desmoronan paredes. El mundo

vegetal reclama el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve

propio. Un jardín abandonado es la

naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es la anarquía hecha

ramas. Tal vez por eso sean más

impactantes que la selva misma.

Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines

y parques abandonados son la

esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de la batalla.

El abandono y el olvido 96 Fernando Jorge Soto Roland

―Era‖. Todo ―era‖. El verbo ―ser‖ en pasado. Así, con

esa palabra conjugada en

ese tiempo gramatical, es como se recorren los

lugares abandonados. Esto

―era‖ aquello (un hotel,

una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no

es. Acá se comía, se vivía,

se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto, perlado por

goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en

tiempo presente.

Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre

la muerte, la destrucción y la

insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de

pensar que «otros hombres tan

fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas

ruinas». Los lugares abandonados

despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan

dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán

cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos

que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una ―edad dorada‖.

Inmunda fragilidad, receptáculo de

sollozos. Escenarios palpables de la derrota.

Los lugares abandonados denuncian a

gritos el infinito precio de cada instante. Y

eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos

por el contacto con la muerte».

El abandono y el olvido 97 Fernando Jorge Soto Roland

Capítulo 5

El Cementerio de la Chacarita

Abandono, tumbas y fantasmas

INTRODUCCIÓN

Cercado por Buenos Aires, el viejo Cementerio del Oeste,

hoy conocido como Cementerio de La Chacarita, no tiene más opción que la de seguir ―creciendo hacia abajo‖. El mundo de

los vivos le imposibilita expresar su persistente vocación

expansiva, tan propia en todas las necrópolis del mundo. Por eso, de tanto en tanto, los viejos muertos deben dejarle lugar a

los nuevos y emigrar a los osarios, en donde el más absoluto

anonimato se transforma en la vía, segura e inevitable, que los

conducen al olvido.

Exhumar para inhumar de nuevo.

Desterrar a los antiguos protagonistas para permitir que

otros ocupen la escena. Limpiar el escenario. Renovarlo. Ayudar a que otros deudos expresen su dolor, al menos durante un

tiempo. Y, una vez transcurrido éste, volver a repetir la

operación.

Como con los cultivos en el campo, hay que rotar a los

habitantes del subsuelo. Quizás en eso resida la vida misma de

El abandono y el olvido 98 Fernando Jorge Soto Roland

los cementerios; a menos que se tenga mucho dinero y se pueda pagar por mantener la memoria de un apellido entre las

cuatro paredes de una bóveda de mármol o granito.

Aún así, cuando se la recorre, la necrópolis también demuestra que las residencias más ―paquetas‖ e imponentes

están a merced de las horas. Que, a la postre, terminarán por

convertirse en ruinas; igual que el compungido sentir de los

sobrevivientes, irremediablemente devenido en apenas una chispa.

En la Chacarita, cientos de mausoleos familiares se agotan

con lentitud.

Desgastados. Saqueados. Sin placas de bronce que los

identifique. Sin protección. Sin recuerdos. Sin nada. Pero aún

de pie, por un rato más. Simulando ser los últimos bastiones,

las últimas trincheras, contra la fatalidad.

El dinero permite extender la hipocresía y engañarnos con

la falsa esperanza de la eternidad. Pero no todos pueden darse

ese lujo inútil; y un sector del cementerio es el más ―vivo‖ ejemplo de lo que decimos.

Permítame el lector que lo lleve a recorrerlo.

PARTE 1

Las 95 hectáreas que conforman el cementerio de la

Chacarita luchan actualmente contra el sentimiento de anacronismo que pesa sobre ellas. La ―Edad de Oro‖ parece

haber quedado en el pasado; especialmente a principios del

siglo XX y en las décadas de 1940 y 1950, cuando eran miles las personas que lo visitaban, expresando un postura ante la

muerte (y ante los muertos) muy diferente a la actual.

Hoy en día, la muerte se ha convertido en algo pornográfico. Por lo tanto, se la oculta, enmascara y maquilla.

Debe pasar inadvertida. Es un tema de ―mal gusto‖ y, como tal,

se lo evita. En los últimos sesenta o setenta años (es difícil

poner una fecha con exactitud por ser ésta una historia de larga duración), la muerte dejó de ser una cuestión comunitaria (un

El abandono y el olvido 99 Fernando Jorge Soto Roland

ritual social en el que muchos participaban) para transformarse en otra más privada y excluyente, pautada por normas distintas

que explicitan un ―ser ante la muerte‖ cuyos sentimientos más

comunes son el rechazo, el miedo e, inclusive, el asco.

El viejo culto a los antepasados hoy pasa por otro lado. Se

liberó de toda la parafernalia lúgubre que poseía la ―muerte

romántica‖ del siglo XIX; y la expresión por el deceso de los

seres queridos perdió su dramatismo de antaño. El duelo ha retrocedido ostensiblemente, casi hasta desaparecer. Las

compungidas muestras de dolor (llantos desgarradores

especialmente) son vistos con malos ojos y desagradan al público (tal vez sea por eso que los periodistas suelen

prestarles tanta atención cuando alguien rompe esta regla

estatuida socialmente). Las plañideras ya no existen y el velorio

no sólo se ha privatizado, sino también acortado en tiempo. Morir en la misma cama en la que se nació (por siglos una

realidad cotidiana) es un hecho visto como patológico y

desagradable. Lo mismo que el velar al muerto en la casa en la que vivió.

Todo ha cambiado.

También los cementerios que actualmente se habilitan son distintos. Semejan canchas de golf. Verdes. Anónimos a

primera vista. En ellos hay que buscar con detenimiento las

placas, minúsculas y poco artificiosas, que indican el lugar de

reposo de un familiar o amigo. Son parques. Cementerios-parques. Minimalistas. Sin construcciones pomposas, ni

estatuas. Sin fotos.

En este sentido, la Chacarita es un escenario fuera de época; y como tal nos remite a otro ―sentir‖, a otra mentalidad.

Tal vez ese sea el motivo por el cual sus calles y avenidas,

pasajes y rotondas (una verdadera necrópolis o ciudad de los muertos), estén hoy prácticamente vacías; incluso en fechas

que, como el Día de los Muertos, antes convocaban a un

número impresionante de deudos.

Todos coinciden en que este cementerio recibe cada vez menos visitantes. Que son pocas las flores que se venden en su

entrada. Y que el abandono domina gran parte de su panorama.

El abandono y el olvido 100 Fernando Jorge Soto Roland

Según testimonios de personas que trabajan en el lugar, la mitad de las bóvedas familiares están en un estado calamitoso.

Olvidadas. Nadie las cuida. Nadie reclama nada. Los pasillos,

aún de día, son tierra de nadie y no faltan los ancianos y vigilantes que temen caminar por ellos. Dicen que se han vuelto

inseguros. Que se cometen atracos. Incluso, que se practica la

prostitución en ellos. El robo de las placas de bronce, de las

puertas del mismo metal y enceres con que son enterrados los muertos, atraen a los más inescrupulosos y ―valientes‖

saqueadores. No son poco comunes las noticias que se publican

en los diarios al respecto. Hasta las manos del general Juan D. Perón fueron sustraídas de este camposanto.

Pero el saqueo de tumbas es otra cuestión. Constituyó

una actividad muy común desde los días del antiguo Egipto;

y lo sigue siendo en países como el Perú, donde el ―huaqueo‖ es una actividad casi profesionalizada. Claro que

en este caso estamos refiriéndonos a enterramientos de

varios siglos de antigüedad. Distinto es cuando la tumba de la abuela es profanada.

Algo es evidente: aún con diagnóstico, ya no morimos como

antes. Tampoco hacemos lo mismo con nuestros muertos. Ni la iconografía funeraria es la misma.

Si nos remontamos a siglos anteriores advertiremos que la

muerte tiene su propia historia. Que no se la ―vivió‖ de la

misma manera y que, si bien es algo natural morir, no conceptualizamos ese hecho de la misma forma. Numerosos

estudios históricos han demostrado que hasta mediados del

siglo XVII el hombre occidental había domesticado al óbito y que éste no era visto como una ruptura trágica. El trance de

dejar este mundo estaba naturalizado y pautado al punto de no

engendrar la angustia y temor que hoy provoca.

Pero a partir de una fecha cercana a 1650 la situación

cambió. La muerte ajena (la del otro) empezó a importar más

que la propia. El dolor por la perdida del ser amado se llenó de

emotividad, dolor, gestos efusivos e intolerancia, especialmente si el que moría era un hijo.

Este interesante proceso se dio en el mismo momento en

que las expectativas de vida aumentaron como consecuencia de

El abandono y el olvido 101 Fernando Jorge Soto Roland

los avances del conocimiento médico y surgía una nueva afectividad entre padres e hijos, dando origen al apego y a la

confianza entre ellos (no detectable en otras épocas).

Tuvieron que pasar casi dos siglos y medio para que la nostalgia, la melancolía y el recuerdo, encontraran en el

romanticismo del siglo XIX el canal más efectivo para elevar

hasta las nubes el nuevo culto familiar a los antepasados; que

quedó plasmado, más que nunca, en las habituales visitas a los cementerios y las ya nombrada conmemoración multitudinaria

del 1° de noviembre.

En aquellos días los cementerios sí importaban.

Incluso desde un punto de vista político, ya que en ellos

quedaron retratados los mártires, los revolucionarios, héroes,

educadores y patriotas que habían ayudado a construir las

flamantes naciones que por entonces emergían.

Eran símbolos. Una forma más de alimentar el sentimiento

de pertenencia y el nuevo culto a la conmemoración. El

cementerio de la Recoleta es, al respecto, un mejor ejemplo que el de la Chacarita (este último orientado a exaltar la fuerza

del inmigrante exitoso, la memoria de los grandes ídolos

populares, y no tanto la de las familias de la oligarquía patricia).

El culto a los muertos sigue siendo una de las formas o

expresiones del patriotismo, originado por el positivismo

decimonónico y no por el cristianismo.

Pero, ¿por qué se dio este proceso?

Con relación a este tema hay dos interpretaciones que, por

no considerarlas excluyentes, vamos a tomarlas en conjunto.

A nuestro modesto entender, y siguiendo a los historiadores

Philippe Ariés y Michel Vovelle, un nuevo sentimiento de familia

(más cariñoso y por consiguiente menos tolerante con la muerte del otro) se conjugó con la progresiva descristianización

operada desde el siglo XVII, derivando así en un culto de la

muerte que buscó anclaje en temas no religiosos. Es decir, en

la familia, la nación y el Estado. Toda la iconografía funeraria del siglo XIX y parte del XX es un clarísimo reflejo de lo que

sostenemos. Como bien dijo la historiadora Andrea Jáuregui, ―la

El abandono y el olvido 102 Fernando Jorge Soto Roland

imagen es un testimonio mudo, un inventario de la sociedad que la produjo (…) que permite reconstruir la conformación

mental colectiva de una sociedad o una época‖.

Pero algo empezó a cambiar hace poco más de sesenta años.

La muerte se desnaturalizó y la verdad empezó a ser un

problema. Como consecuencia de ello, y tal como señalamos

más arriba, la actitud hacia la muerte cambió. Infantilizamos al moribundo. Le quitamos el derecho a vivir su propia muerte

mintiéndole, ocultando la gravedad de una enfermedad.

Tratándolo como si fuera un menor de edad, incapaz de hacerse cargo de su fatal destino. Pero eso no fue todo. Esta actitud se

volvió más abarcativa, al punto de involucrar a toda la

sociedad. Y así la agonía y la muerte se quitó del medio y los

rituales que giraban en torno de ella se escamotearon y perdieron toda su carga de dramatismo. La familia se desligó

del asunto y lo transfirió a los médicos. También dejó,

gradualmente, de visitar los cementerios y la incineración (no sólo por cuestiones económicas) se volvió una práctica común y

extendida.

Hace poco menos de un siglo la muerte estaba presente en todos lados (cortejos, velatorios, llantos, visitas a tumbas, culto

al recuerdo). Hoy es un tema tabú. De eso ya no habla, al

menos en voz alta.

Tal vez sea este el motivo por el cual caminar hoy por la Chacarita resulte ser una experiencia tan estremecedora como

solitaria.

PARTE 2

Gris oscuro. Gris claro. Gris apagado, manchado.

Los tonos grises son predominantes en el cementerio de la

Chacarita. Pero la gama cromática no se acaba en ese color. El

negro y el blanco de los mármoles que decoran o conforman la

estructura de muchas bóvedas y panteones, así como la de centenares de estatuas mortuorias y votivas, salpican la

El abandono y el olvido 103 Fernando Jorge Soto Roland

necrópolis como si fueran las marcas dejadas por la viruela en un rostro gigantesco de 95 hectáreas.

Al recorrer sus calles y avenidas reconocemos muestras de

afecto y respeto para todos los gustos. El culto a la memoria y a la melancolía es, como en todos los cementerios del siglo XIX,

heterogéneo y explícito. Hay bóvedas neoclásicas, barrocas, con

motivos orientales, masónicos y algunas con tintes egipcios.

También el art déco y el art nouveau hacen acto de presencia, convirtiendo a muchas de las arterias de la necrópolis en

verdaderas galerías de arte.

Las construcciones mortuorias son de

todo tipo. Las hay

grandes y pequeñas.

Imponentes, señoria-les o insignificantes.

Abiertas a la vista del

paseante o cerradas, como encapsuladas,

casi selladas. Están

las que exhiben portentosas estatuas

y destacados bajo-

rrelieves, figuras de

bronce o de hierro. Sucias las unas. Limpias, las otras. Aunque todas expresando en centenares de miles de placas y

epitafios que expresan el dolor de una pérdida, con mayor o

menor vehemencia. Pero hay un sector del cementerio en el que esa realidad es

muy diferente. Es un sector olvidado, aislado. Abandonado hace

unos veinticinco años, y que en los planos aparece anodinamente nombrado como el ―anexo 22‖.

Ingresando por el pórtico principal que da sobre la avenida

Federico Lacroze y varias cuadras doblando hacia la derecha,

con dirección al muro perimetral que se extiende a lo largo de la avenida El Cano, cualquier visitante ocasional de la Chacarita

puede toparse (si no es expulsado por algún miembro del

servicio de vigilancia) con una verdadera ―tierra de nadie‖ que

El abandono y el olvido 104 Fernando Jorge Soto Roland

nos recuerda los terrenos que separaban a las trincheras enemigas durante la Primer Guerra Mundial.

Es un predio enorme cubierto de

yuyos, arbustos y gramíneas con diminutos frutos blancos, que crecen

desordenadamente, sin respetar siquiera

los imperceptibles senderos que, antaño,

recorrían una zona con tumbas en tierra.

Todo allí está excavado. Centenares

de montículos y pozos abiertos nos hablan

de exhumaciones colectivas. De antiguos sepulcros removidos, que emulan hoy un

paisaje casi lunar; repleto de cráteres sucios, invadidos por

cascotes, pedregullo y malas hierbas.

Es un sitio desolador. La contratara del recuerdo. El olvido convertido en abandono.

Sólo un par de tumbas, prolijamente acondicionadas,

sugieren la ocasional presencia de algún deudo. Tal vez la única muestra de resistencia familiar que queda en el lugar. Un

ejemplo vano de rebelión. Un adormecido testimonio de lo

perenne que resulta ser el consabido ―amor eterno‖.

Un poco más allá del

campo de tumbas vacías,

recostada sobre el pare-

dón que da a la avenida El Cano, se levanta una

construcción majestuosa,

gigantesca, de unos 200 metros de largo, por

completo abandonada;

pero, aún así, exhibiendo la hidalguía que sólo su

estilo neoclásico puede darle. Es una imponente galería de

nichos mortuorios que fuera construida aproximadamente

hacia 1926 y que desde hace mas de un cuarto de siglo quedó al margen del resto del cementerio, acumulando

basura y desidia.

El abandono y el olvido 105 Fernando Jorge Soto Roland

Sus dos pórticos, en cada uno sus extremos, y por los que se tiene acceso a las escaleras que conducen a las galerías

subterráneas, resultan ser hermosísimos ejemplos de simulado

arte clásico. Se accede a ellos a través de una escalinata de granito de ocho peldaños sobre los cuales dos altísimas

columnas dóricas sostienen el arquitrabe y el friso, decorado

con figuras geométricas y abstractas. El tímpano, enmarcado

por dos cornisas inclinadas, carece e figuras, a no ser las que la imaginación pueda crea con las extendidas manchas negras de

humedad que lo cubren. Por encima de aquel triángulo perfecto

se levanta una estructura cuadrangular, de bordes rectos y salientes equidistantes, en las que reposan lo que parecen ser

enormes braseros de hierro repujado, adornados con argollas y

un exquisito bajo relieve de figuras lagrimales que unen sus

extremos en la base misma del objeto.

Uno no puede más que sentirse pequeño ante semejante

monumentalidad. Tan pequeño como los tres nidos de horneros

que cuelgan de una de sus cornisas, denunciando el largo tiempo que toda la estructura ha permanecido sin cuidado.

La muerte, la Gran Soberana, se ha escapado de los nichos

vacíos y conquistado todo el edificio.

Un macabro deleite puede sentirse al observar ese universo

de creatividad convertido en ruinas. Porque hay de admitir

algo: aún en estado calamitoso, hay belleza en esa

construcción.

Pocos escenarios

trasuntan más roman-

ticismo que un cemen-terio abandonado. Los

artistas europeos del

siglo XIX conocieron muy bien el paño, y no

tardaron en describirlos

como los últimos so-

portes de la indivi-dualidad. Pero la galería

de nichos del anexo 22

hace caso omiso del

El abandono y el olvido 106 Fernando Jorge Soto Roland

individualismo. Todo en ella es anónimo. Ninguna de las celdas de ese enorme panal de cemento tiene nombre o

apellido. Los féretros fueron removidos y las lajas que los

sellaban quedaron desperdigadas en el suelo, hechas añicos, tapizando el largo pasillo con trozos irregulares de

mármol partido.

Sin lápidas, sin inscripciones, esos nichos remedan una

biblioteca vacía, un archivo yermo sin catálogo.

Aún dominada por la muerte,

en apariencia ausente, el complejo

exuda vida. Zarzas y enredaderas trepan por las escalinatas, invaden

los nichos, amenazan subir por las

columnas; en tanto que colonias

de palomas anidan en cuanto recoveco encuentran, tapizando

con sus excrementos el piso y

todo lo que cae en él. La naturaleza recoloniza los espacios

abandonados y recrea una

situación sincrética en donde lo animado y lo inanimado se alternan con cada paso que se da.

Pero el camino que conduce a las galerías subterráneas del

complejo está salpicado de objetos tenebrosos, que dejan muy

lejos cualquier idea que podamos tener sobre la vida.

Aún de día, descender a esas catacumbas implica

abandonar toda claridad y sumergirse en un ambiente pesado,

húmedo, putrefacto. Casi el escenario de una novela gótica.

Antes de bajar por la

escalera en ―U‖ que lleva a las

entrañas de la Chacarita, restos de antiguas tumbas exhumadas

jalonan el camino: una

pequeña lápida descontex-

tualizada decora un peldaño en acto de cruel ironía, la tapa

arrancada de un ataúd y hasta

restos óseos, se convierten en

El abandono y el olvido 107 Fernando Jorge Soto Roland

un anuncio macabro de lo que el visitante encontrará mucho más abajo.

La galería bajo-nivel del anexo 22 mete miedo. Cuesta

arrancar. Hay que habituarse a las sombras, primero; y, después, caminar con cuidado porque es muy factible tropezar

con algún objeto salido de una pesadilla morbosa. Aún así,

cuando ayudado por el flash de la maquina de fotos uno se

integra al ―paisaje‖, el asombro no queda ausente.

Es sobrecogedor

observar ese largo pasillo

mal iluminado por la cla-ridad de los ventiluces que

están a nivel del piso

superior. Única fuente de

luz natural, esos ventanu-cos rectangulares con sus

muchas rejas oxidadas

producen un cierto efecto lumínico contrastante de

orgullo. Y el miedo inicial

sigue presente hasta que la razón entiende que los

fantasmas sólo existen en

uno y que únicamente, en

esa garganta negra de cemento y ladrillo, es po-

sible encontrar destruc-

ción y abandono.

Los nichos parecen haber sido saqueados. Semejan las

cajas de seguridad de un banco, violentadas por la ambición

desesperada de ladrones inescrupulosos. Lápidas rotas, ataúdes en estado de descomposición, arrancados

de los nichos, basura, excrementos de

aves y de ratas, huesos humanos y

mortajas, se mezclan con maderas, sogas y óxido, hongos, bacterias,

insectos y ceniza.

El abandono y el olvido 108 Fernando Jorge Soto Roland

Todo allí abajo es un amasijo desordenado y en sombras. Escenario

perfecto para un film de terror, y

catapulta inevitable a borbotones de adrenalina.

Es una sensación

extraña de finitud,

de temporalidad,

la que se

experimenta en el

lugar.

PARTE 3

Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más

contaminantes, la cosas que se deterioran (casas, hospitales,

hoteles, graneros, incluso galerías de nichos funerarios) quedan asociadas a enfermedades y pestes. Nos espantan, y el

imaginario literario y popular, abstraído del conocimiento

El abandono y el olvido 109 Fernando Jorge Soto Roland

racional, puebla esos sitios abandonados con fantasías morbosas; y en cada caso, es el contexto el que determina esas

historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente,

recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto impacto.

Lugares muy sombríos,

marginales, incontrolados.

Sometidos a las fuerzas de la naturaleza (como el anexo

22) y desprovistos de

cualquier tipo de control, los espacios son abandonados

abonan nuestro temor a la

oscuridad y a lo sobrenatural.

En ellos todo parece posible, especialmente de noche,

cuando los sonidos y las

sombras juegan y adquieren características ominosas. No

es de extrañar que sean los

escenarios más propicios para el miedo. Y de todos

ellos, a lo ancho y largo del

mundo, los cementerios son

los preferidos.

―Esto hace «miles de años» que está abandonado. Hace

rato‖, exageró un miembro del servicio privado de vigilancia del

cementerio de la Chacarita cuando me vio deambular por la galería y, presuroso, se me acercó en bicicleta.15 ―No está

permitido caminar por acá. Es peligroso‖, alertó no bien estuvo

a mi lado. ―Hay afanos y saqueos. Gente que se esconde y queda dentro del cementerio después de que éste cierra.

Inclusive roban de día. Hace unos días a una viejita que traía

flores. No es conveniente que ande por acá‖.

Me interesaba conocer sus historias y, por lo tanto, ―le tiré de la lengua‖. Haciéndome el sorprendido, inquirí sobre lo qué

pasaba por las noches.

15

Archivo de grabación del autor.

El abandono y el olvido 110 Fernando Jorge Soto Roland

―Afanan de todo‖, dijo. ―Y no se puede hacer gran cosa. Esto después de que cierra es tierra de nadie. Pero yo estoy en

el turno mañana. De noche no me quedo ni loco…‖.

Entonces me animé a preguntar por los consabidos fantasmas de la tradición oral.

Contrariamente a lo que creí, el vigilante no se rió.

―Sí que hay fantasmas‖, respondió. ―Los muchachos

cuentan que los ven caminando. Ven a alguien por delante de ellos y cuando con las linternas los alumbran, desaparecen…

Además, te llaman por tu nombre. En este sector y en todos

lados. En tierra mucho más. Por ejemplo, en el sector donde está la tumba de los padres del gobernador Scioli hay una

garita y, ahí, te llaman por tu nombre. También ven pasar,

entre las bóvedas, mantos negros, sombras. Y después está

una viuda que la enterraron viva, y más tarde falleció acá adentro. Esa se pasea de blanco todas las noches. Aparece

entre las dos y tres de la mañana. Una hora. Todas las noches

se pasea. Todos los días la ven. Dicen que vos la ves y, de pronto, no la ves más y se te aparece al lado tuyo. Le han

sacado fotos, pero salen todas borrosas. Sólo el dibujo (silueta)

de la mujer. Pero adentro no se ve nada. Tiene los ojos brillantes como los gatos. Pero ya ni miedo le tienen. Algunos la

invitan a tomar mate: ¡che, vení a tomarte unos mates!

¡Haceme compañía!, le dicen… Pero acá los peligrosos son los

chorros, no los fantasmas. De noche afanan de todo, sobre todo bronce. A los vivos hay que tenerles miedo‖.16

Más allá de lo trillado que está el último comentario del

vigilante (repetitivo y presente en cuanto cementerio recorrí), la referencia a fenómenos ―extraños‖ dentro de la Chacarita es

un lugar común en muchas sobremesas e informes de relleno

en los noticieros de televisión. Las inmensas hectáreas arboladas de la necrópolis catalizan la tradición oral que llega

hasta nosotros denunciando temores, prejuicios y culpas

colectivas, que nos permiten conocer más a los vivos que a los

muertos.

16

Testimonio grabado. Archivo del autor.

El abandono y el olvido 111 Fernando Jorge Soto Roland

Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas

—apareciendo y desapareciendo— revelan

insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y

muchas esperanzas, no del todo creídas.

FJSR

Abril 2012

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

Ariés, Philippe, El Hombre ante la Muerte, Editorial Taurus, Madrid, 1983.

Ariés, Philippe, La Muerte en Occidente, Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982.

Godoy, Cristina y Hourcade, Eduardo, La Muerte en la Cultura. Ensayos Históricos, UNR Editora, Rosario, 1993.

Huizinga, J., El Otoño de la Edad Media, Editorial Revista de Occidente. Madrid, 1965.

López Mato, Omar, ―Entierros, velatorios y cementerios en la vieja Buenos Aires‖. En Todo es Historia, N° 424, Buenos Aires, s/a.

Soto Roland, Fernando J., Visitantes de la Noche, Editorial Martín, Mar del Plata, 1997.

Thomas, Louis Vincent, La Muerte. Una Lectura Cultural, editorial Paidos, España, 1992.

Vovelle, Michel, Ideologías y Mentalidades, Editorial Ariel, Barcelona, 1985.

El abandono y el olvido 112 Fernando Jorge Soto Roland

Capítulo 6

El Hotel Continental

La Mansión de Invierno

Empedrado, Provincia de Corrientes

“¿Y qué es, acaso

la memoria

sino una gran

mentira?”

Julio Llamazares,

La Lluvia Amarilla, p. 43.

Desconocida. Aislada. Olvidada. Tragada por la vegetación.

Decadente reflejo de una decadencia más antigua; centenaria,

oligárquica.

Ensueño de un país que muy pocos disfrutaron. De una

Argentina europeizada que hablaba inglés y francés para

diferenciarse del resto de Latinoamérica, con la que nunca se

sintió identificada.

Arquitectura extraña en un paisaje mesopotámico,

correntino, ajeno históricamente al camandulero universo

venido del otro lado del océano. Y, aún así, allí, en un pueblito

El abandono y el olvido 113 Fernando Jorge Soto Roland

olvidado a la vera de lo que ellos llamaban ―Progreso‖, levantaron un hotel imponente,

anacrónico, descontextualizado; que por muy

poco tiempo pretendió congregar a ―crema‖ del país durante los meses de invierno. Fríos,

húmedos, insalubres en el lejano Buenos Aires.

Continental.

Así bautizaron al hotel que haría las veces de foco, de ombligo, desde el que se iba a

desarrollar un centro urbano, una ciudad

de invierno que asegurara, en los meses más gélidos, un ambiente distendido,

templado, lujoso, para todo aquel que

pudiera pagarlo.

Un hotel.

Otro hotel.

Parecería que en ellos existiera una

especie de voluntad demiúrgica. Un deseo de creación. Un intento casi

mítico de originar algo nuevo en un

espacio caótico.

Y lo consiguieron. Pero por poco tiempo. Sólo tres meses.

Noventa días. Después, el hotel cerró y el proyecto de una

ciudad satélite del mismo se esfumó.

Pésimo mito.

Es que los dioses creadores no eran dioses, sino hombres

que se sentían dioses.

Creyeron que lo podían todo. Que la fuerza de la

voluntad y de sus caprichos,

de la palabra, acompañada por la pujanza casi infinita

de sus billeteras, era

suficiente.

Pero no bastó.

El abandono y el olvido 114 Fernando Jorge Soto Roland

No bastó porque no eran dioses y porque la prosapia, el apellido y las estancias que engalanaban sus nombres, eran

insuficientes.

Porque los dioses no existen. No existieron nunca.

Porque se la creyeron, sin serlo.

Aún así, armaron y desarmaron.

Ejercieron la fuerza que les dio el dinero.

Entonces, levantaron un edificio de

ensueño. De cuatro pisos, dos subsuelos, salones, casino y

habitaciones de lujo para más de 150 personas. Lo dotaron de

calidad, de tecnología, de cristalería fina, maderas y mobiliario

importado. Lo mejor de aquella época. Pero cuando vieron que el negocio ―no iba‖ cerraron todo. Empacaron todo. Casi todo.

Y se fueron.

Y ahí quedó la promesa de los dioses.

Sola, abandonada. Cercada por la naturaleza, que no tardó

en recolonizar lo que arquitectos y obreros le habían quitado.

Volvieron a ganar las plantas, las enredaderas, el musgo.

Y el sueño de los señores se

agrietó. Las rajaduras crecieron.

Las paredes y los techos se vinieron abajo.

Entonces, varios años después de haber sido construido, el

Hotel Continental fue demolido. No del todo. Parcialmente. Algo quedó en pie, como testimonio concreto de un sueño que

dejó de ser sueño y se transformó en una pesadilla; en orgullo

vencido. En vergüenza. En el pálido reflejo de la inmoralidad económica y financiera de unos pocos. En un montón de dinero

tirado a la basura o a la naturaleza.

En las ruinas, hoy solitarias e invadidas del viejo Hotel

Continental, el tiempo se detuvo. La angustia de la decadencia

El abandono y el olvido 115 Fernando Jorge Soto Roland

imaginada ya no existe, porque todo es ya decadencia; y un débil recuerdo lejano, sostenido por escasísimos ancianos, es lo

único que puede darle a la Mansión de Invierno una etérea

existencia en las cavidades cada vez más oscuras de la memoria.

Las paredes residuales del

hotel que, como un

anacrónico templo maya, se asoman por entre las ramas

de la insurrecta selva

correntina, simulan los epitafios de recuerdos y

sueños egoístas, inhumados en una floresta que hoy, sin

proponérselo, le otorga un barniz de decadente romanticismo.

Esa mansión hecha trizas encarna un tránsito sin retorno hacia el pasado.

En sus irregulares, ásperos y erráticos senderos de yuyos y

lianas no es posible el futuro. Sólo una memoria fantasmal, maleable, acaso ficticia y temblorosa, hace que la otrora

muestra del ―Progreso‖ y el ―Orden‖ de aquella clase

hegemónica sea hoy un débil reflejo, acosado por la selva y la humedad del río cercano.

Tras casi 100 años, el Hotel Continental ya no vive en la

memoria de nadie. Todos han muerto. Ni sobrevivientes quedan

de aquel único invierno en el que la mansión empezó a pudrirse lenta e inexorablemente.

Desde ese día el tiempo transcurrió cada vez con mayor

lentitud y llegó una hora en la que, sin que nadie lo midiera, se detuvo sepultado por el bosque, que del devenir no entiende

nada.

Entonces sí se convirtió en un lugar abandonado.

Cansado.

Sin necesidades ni deseos.

Escenario de siestas silenciosas, que nadie duerme, las ruinas del Hotel Continental invitan a pensar en lo fuimos. En

El abandono y el olvido 116 Fernando Jorge Soto Roland

lo que seremos. Tal vez por eso muchos se aterran y prefieren no recorrerlo. Olvidarlo. Hacerlo al margen de la ilusión que es

la vida, evitando el horror. Ese mismo horror del que tan bien

nos habló Joseph Conrad.

Entonces, lo evitamos.

Apretamos los párpados para

no verlo. Porque tomar

conciencia del Continental y su Ciudad de Invierno

implica explorar una época

que nos la pintaron de dorado.

Y era dorada, sí, pero para ellos. Para los que se creían

dueños del país, sin serlo.

El Continental, o lo que queda de él, es la helada

aceptación de una derrota. Una batalla perdida; ganada por el moho y la humedad del Paraná cercano.

Roído en silencio durante casi una centuria, sus despojos

luchan contra las garras negras del musgo y las raíces, que trepan, aprisionan, desgarran, como si fueran boas gigantescas

dispuestas a engullirse una presa enorme que, a la postre,

terminará siendo digerida.

Dicen que el hotel y sus anexos fueron escenarios de

suicidios. De pésimos jugadores que el antiguo casino

desplumó, perdiéndolo todo y arrastrándolos a la

desesperación. A la muerte inducida por un tiro en la cabeza.

Cuentan también que durante su

construcción, antes de 1913, casi un

centenar de obreros fallecieron trabajando en él. Sendos accidentes de los que nadie,

seguramente, respondió. De esos muertos

ya no quedan ni sus nombres. Y sus tumbas anónimas son hoy oscuras

oquedades que no rememoran nada. Es

como si nunca hubieran existido.

Así todo, hay relatos que murmuran que regresan todas las noches a las

ruinas, cuando ni los pájaros habitan sus

El abandono y el olvido 117 Fernando Jorge Soto Roland

muros carcomidos. Son fantasmas inútiles que a nadie espantan. Ya es demasiado tarde para ello. Incluso para

asustarse de las almas en pena que recorren las ruinas del

Continental.

Ni la sombra del miedo se proyecta ya en esa selva

correntina. Ningún temor. Ningún humano.

Oropel falso.

Cartón pintado.

Sólo el olvido y la ausencia.

FJSR

Diciembre de 2011

Nota:

Conozca más sobre la incompleta historia de este lugar leyendo los siguientes artículos de la Web:

http://www.histarmar.com.ar/HYAMNEWS/HyamNews2004/HY61-

04MansionInvierno.htm http://es.wikipedia.org/wiki/Mansi%C3%B3n_de_Invierno_(Empedrado,_C

orrientes)

http://www.megalatinafm.com.ar/noticias/noticia.php?id=2081

http://www.arteencorrientes.com/tesoros_mansion.php http://marisa-corrientes.blogspot.com/2011/01/mansion-de-invierno-

empedrado.html

http://www.youtube.com/watch?v=grW1JM7nOqs

El abandono y el olvido 118 Fernando Jorge Soto Roland

Capítulo 7

El Hospital Santa María de Punilla

“Como arena, el silencio sepultará

las casa.

Como arena, las casas se

desmoronan. Oigo ya

sus lamentos. Solitarios. Sombríos.

Ahogados

por el viento y la vegetación.”

Julio Llamazares, Pág. 141

INTRODUCCIÓN

Siempre hay un dejo de nostalgia cuando se recorren

lugares abandonados, impregnados de soledad, sombras y

mutismo; en especial cuando esos sitios estuvieron antaño

llenos de vida, personas y actividades cotidianas.

El contraste entre ―lo que es‖ y ―lo que fue‖ impacta, y

aquello que conceptualizamos bajo el nombre de ―historia‖

adquiere una dimensión muy particular, aprehensible, concreta. Mucho más tangible que cualquier documento y generadora de

fantasías, la mayoría de ellas por demás improbables. Pero en

El abandono y el olvido 119 Fernando Jorge Soto Roland

esos casos, no interesan. No importa que los ―hechos‖ hayan sucedido en

realidad. La quimera ocupa la escena y

cada rincón, cada ventana destruida, cada pasillo o galería silente y sucia, se

transforman en el escenario de miles de

vivencias particulares, ―pequeñas‖, en

las que (con toda seguridad) se mezclan dolor, alegrías, decepciones y

proyectos. La vida se recrea

intelectualmente con cada paso que se da, y si bien es cierto que los detalles

se nos escapan (tal vez para siempre)

resulta difícil impedir que ―la imagina-

ción histórica‖ complete los enormes vacíos que han dejado los documentos y la memoria.

Estas sensaciones me invadieron cuando recorrí, en enero

de 2012, el sector abandonado y casi en ruinas del antiguo Hospital Colonia Santa María de Punilla, en las inmediaciones

del pueblo de Cosquín, provincia de Córdoba (Argentina).

El siguiente es el relato de esa experiencia.

FJSR

Febrero de 2012

TUBERCULOSIS, PROGRESO Y LOCURA

“¿Por qué evocar ahora

un tiempo que no existe,

un tiempo que es arena

sobre mi corazón?”

Julio Llamazares, Pág. 139

El abandono y el olvido 120 Fernando Jorge Soto Roland

Hubo una época en que la gente moría con un diagnóstico que producía,

entre los vivos, un terror inenarrable.

Una psicosis colectiva que recorrió todo el mundo occidental y obligó, a las más

preclaras mentes de la segunda mitad

del siglo XIX, a buscar una solución,

que tardó en llegar.17

Ejércitos de médicos se lanzaron en

la lucha contra la tuberculosis. Pero

carecían de los conocimientos y de las técnicas que hoy poseemos. Aún así, la

autoridad y el poder de la medicina

(que no dejaba de crecer en un mundo cada vez más

secularizado y controlado por ―higienistas‖) impulso la realización de inversiones, muchas veces millonarias, en pos de

la cura.

Como resultado de todo ello, y bajo la creencia de que el clima, el sol y el aire puro, eran herramientas terapéuticas

eficaces en el combate contra las disfunciones respiratorias,

empezaron a levantarse inmensos complejos edilicios en ―regiones sanas‖ del mundo. En nuestro país tuvo su provisoria

panacea en la mediterránea provincia de Córdoba; y fue allí en

donde surgieron espacios preventivos para los más ricos

(grandes hoteles, como el Edén Hotel de La Falda) y gigantescos

hospitales para los desafortunados

que ya habían sido presa de la ―tisis‖.

La Estación Climatérica y

Hospital Colonia Santa María de Punilla fue uno de los más

emblemáticos de nuestro país y de

toda América Latina.

Aislado, colgado de las sierras, lejos de los centros urbanos y de las

17 En 1944 con la aparición de la estreptomicina y en 1952 con la isoniazida, que

pusieron fin a la amenaza.

El abandono y el olvido 121 Fernando Jorge Soto Roland

principales rutas de comunicación para evitar el tan temido contagio, el Santa María se construyó en el año1900 a

instancias de una famoso tisiólogo argentino, el doctor Fermín

Rodríguez, quien en febrero de 1899 recibiera del gobierno nacional un préstamo de $250.000 m/n para tal fin.

De ese modo, y apoyado

también por las consideraciones

de otros prestigiosos colegas, el doctor Rodríguez emprendió por

su cuenta y riesgo la ciclópea

tarea de sanar a los tuberculosos en un espacio

apropiado, seguro y aséptico,

en medio de un valle cordobés

con el nombre de Punilla.

Así es como nació la Estación Climatérica que nos ocupa:

como un desesperado intento por evitar la muerte, controlar a

los enfermos e impedir que el flagelo se siguiera difundiendo.18

El hospital se convirtió en la última trinchera contra la

tuberculosis.

Claro que la vida en las trincheras nunca fue agradable. A la angustia que origina la incertidumbre se le suman las bajas que

a diario o semanalmente se producen alrededor, anunciando

permanentemente que la muerte merodea cerca. Siempre

18 La preocupación por la propagación de la tuberculosis, sostiene el escritor Norberto

Huber (autor del único libro disponible sobre la historia del hospital), hizo que el

gobierno de Córdoba solicitara, tan tempranamente como en 1831, un informe médico

sobre su grado de contagiosidad. En él, el doctor Francisco Martínez Doblas, descartaba

el factor hereditario (mito muy difundido por entonces) y afirmaba que era el contacto

directo (incluso con ropa y/o utencillos) era el principal responsable del contagio. En

años posteriores, otros galenos de renombre contribuyeron a solidificar la opinión de

Martínez Doblas, como por ejemplo el doctor Oscar Goerin quien en 1882 asentó la

convicción de que el ―aire de las sierras‖ y ―la cura de altitud‖ eran los mejores

métodos para terminar con la tisis. Otros famosos higienistas que trabajaron en el mismo

sentido fueron: el doctor Enrique Tornú (en 1887), el doctor J.M. Astigueta (en 1889) y

el doctor Samuel Gache (en 1894). Véase: Huber, Norberto, El Santa María de Ayer… La estación Climatérica y el

Hospital Colonia, Editorial Copiar, Córdoba, 2000.

El abandono y el olvido 122 Fernando Jorge Soto Roland

cerca. Que es algo palpable, real y que, en sitios como esos, morir no les ocurre sólo a los otros.

Hay algo tétrico en las

fotos antiguas del Santa María. Algo que excede en

mucho las sonrisas que se

observan en algunos de los

internos, o la seguridad, tal vez fingida, que exhiben los

médicos y enfermeras. En lo

personal, creo que todos los hospitales tienen algo de

macabro, de lastimero, a

pesar de que hoy en día la mayor parte de la humanidad que

habita en occidente nace y muere en ellos.

Las viejas fotografías, amén de ser documentos gráficos de

primer orden, alimentan ese clima de ansiedad e impotencia

que muchos debieron experimentar. No en vano el moderno cine de terror ha hecho de los hospitales escenarios ideales

para el desarrollo de sus truculentas tramas de ficción.

Ya tenemos, por ende, los ingredientes básicos para alimentar suspicacias y temores; necesarios ambos para el

despliegue de leyendas urbanas, que el hospital de Punilla, por

supuesto, también arrastra.

La administración del Santa María, a lo largo de los años, pasó por sucesivas manos.

Desde su fundación, el 24 de junio de 1900, y hasta el

cumplimiento de su primera década, el doctor Fermín Rodríguez fue su propietario y principal administrador. Pero aquel gigante

demandaba mucho dinero y generaba muy pocas ganancias.

Por ese motivo, a partir de 1910 el gobierno nacional lo compró. Ya en manos del Estado, y dado que por entonces el

50% de la mortalidad general de la provincia se debía a la

tuberculosis, el Santa María fue depositario de nuevas

inversiones que se tradujeron en una ampliación del complejo,

El abandono y el olvido 123 Fernando Jorge Soto Roland

a partir de 1915.19 Desde ese momento, las denominaciones ―Estación Climatérica‖ y ―Colonia‖ desaparecieron y el

nosocomio pasó a llamarse Sanatorio Nacional de Tuberculosos

Santa María.

La fuerza de la modernidad, que el Estado nacional

pretendía exaltar, también recayó sobre el lugar. El empuje de

la filosofía positivista y la idea de Progreso, tan propias de esos

días, volvieron inevitable una mirada optimista sobre el sanatorio; y así su prestigio y difundida fama terminó

invirtiendo el poder que la naturaleza ejercía sobre él. A partir

de entonces, el hospital resultó ser el elemento dominante, domesticando a la naturaleza que lo había cobijado. Y así, el

progreso nacional quedaba encarnado también en esa

institución. Y lo hizo hasta 1981, año en el que pasó a manos

del poder provincial. Pero por entonces la tuberculosis hacía casi cuarenta años que había sido vencida.

De todos modos, el Santa María de Punilla continuó aislando

a sus nuevos internos, alejándolos de la vista de los sanos; y es que desde 1968 el objetivo del complejo cambió hacia el control

y ―cura‖ de la salud mental. Se transformó en un manicomio,

en un centro de control psiquiátrico. Lo que es, en parte, hasta el día de hoy.20

19 Durante la administración de Rodríguez, el hospital tenía una capacidad máxima de

100 internos. En 1915, las ampliaciones y anexos que se construyeron, permitieron

alojar un total de 1500 personas, atendidas por unos 800 empleados en total. Por otro

lado se añadieron al complejo nuevas construcciones: edificio de administración,

farmacia, lavadero, carpintería, solarium, cocina, despensa, morgue, usina propia, sala de

máquinas, laboratorio, cocheras, lechería, peluquería, correo y la casa de las Hermanas

de la caridad. 20 Actualmente todo el complejo está dividido en distintos pabellones con funciones

específicas muy variadas. Allí funcionan CEPROCOR (Centro de Excelencia de

Productos y Procesos de Córdoba), una dependencia de Córdoba Turismo, otra de Córdoba Deportes y finalmente pabellones dedicados a alojar y tratar a personas con

problemas psiquiátricos.

El abandono y el olvido 124 Fernando Jorge Soto Roland

EL LADO OSCURO

Cuando me detuve a los

pies de la escalinata de acceso al inmenso pabellón

abandonado del Hospital Santa

María de Punilla supe de

inmediato que aquel momento sería, simplemente, inolvidable.

No me equivoqué.

El edificio, de un ecléctico estilo arquitectónico con tintes

nórdicos y centroeuropeos, era

la más clara imagen de una

sede de poder en decadencia. Un antiguo instrumento de cura

y prevención, convertido en

una jeringa vacía, inútil, inoperante.

Abandono. Suciedad. Decrepitud y deterioro. Un hospital

que se había vuelto inhospitalario se erguía ante mi admirada y emocionada mirada; conviviendo con otros pabellones aún

en funcionamiento a muy pocos metros de él. Pero era

ignorado. Era como si nadie se hiciera cargo de su mal estado.

Lo limpio y lo sucio. La vida y la muerte convivían, la una junto a la otra, dentro de una ciudadela con más de 30

edificios en los que se combinaban los habitados y los

deshabitados. Unos, útiles todavía; los otros, inservibles y sumidos por completo en el olvido.

Todo aquello parecía ser un viejo y desahuciado set de

filmación. Un escenario hoy yermo, pero que en el pasado había sido el lugar ideal para que se filmaran películas muy

reconocidas por la taquilla y la crítica, como Boquitas Pintadas,

estrenada en 1974 o, ya más cercana en el tiempo, el excelente

y bizarro film de Ulises Rosell, Rodrigo Moreno y Andrés Tambormino, titulado El Descanso, del año 2002.

El abandono y el olvido 125 Fernando Jorge Soto Roland

Hoy ya nada nos indica que actores de la talla de Alfredo Alcón, Mecha Ortiz o Marta González, desplegaran sus dotes de

histrionismo en el predio del ex-hospital. El silencio es lo que se

impone en sus pabellones y anexos en ruinas.

Tampoco esas paredes

agrietadas y techos

descascarados y abiertos,

nos hablan de los centenares de enfermos

que caminaron por sus

pasillos o descansaron en las galerías, soñando con

una cura próxima y

sintiendo el rechazo del

mundo exterior; ignorante, temeroso y ausente de esos dramas sanitarios.

Pero si de ausencias hablamos, la historia reciente de

nuestro país está, lamentablemente, llena de ellas.

Durante la última dictadura militar (1976-1983) la retención

ilegal, tortura y desaparición de personas fue algo que,

maquiavélicamente, la sociedad naturalizó. Centros clandestinos de detención crecieron como hongos venenosos a

lo largo y ancho de la Argentina y el Hospital Santa María no

quedó exento de ser el escenario de esas atrocidades.21

Numerosos vecinos y ex –empleados del nosocomio han referido ante la justicia sobre un edificio copado por militares y

prácticas de apremios ilegales.

Es irónico, y macabro al mismo tiempo, que una colonia ideada para combatir la muerte y el sufrimiento se haya

convertido por un tiempo en el espacio predilecto para

21 Igual suerte corrieron otros lugares de la provincia. El más famoso de todos, conocido

por la extrema crueldad que se desplegó en él, estaba ubicado sobre la ruta 20 y era

nombrado como La Perla. Otros, tal vez menos famosos fuera del ámbito regional, fueron el Cerro Pan de Azúcar (Cosquín), a muy pocos kilómetros del Santa María o la

Casa de la Dirección Hidráulica del dique San Roque).

El abandono y el olvido 126 Fernando Jorge Soto Roland

desplegar los actos más inhumanos, cobardes y sádicos que se hayan registrado en la historia argentina del siglo XX.22

Estos hechos, como veremos más adelante, son con

seguridad los que alimentaron (y alimentan en parte) el imaginario local, relacionado con la moderna leyenda urbana de

Punilla y sus alrededores.

EL UNIVERSO DE LA PODREDUMBRE

Pocos vidrios

sobreviven intactos, tanto dentro como

afuera del edificio. No

hay ventana o puerta,

principal o de servicio, que los tenga sanos.

Anónimos cascotazos

los rompieron a lo largo de los años, como

queriendo dejar una

muestra de destructivo individualismo en un sitio olvidado. Igual que los centenares de graffiti que embadurnan las

húmedas y descascaradas paredes de todo el recinto. Nombres

propios, consignas políticas y futboleras, apodos y fechas,

decoran como pinturas rupestres los muros del ex hospital. Tampoco faltan las inscripciones de neto corte sexual, muchas

de ellas de elevado tono, simpáticas, aunque groseras.

Pero no son los graffiti lo que le dan interior cierto tinte artístico.

El tono ocre que predomina en la mayoría de las

habitaciones o pasillos, en las escaleras y en el sótano, lo proveen sus paredes despintadas y, fundamentalmente, las

invasivas manchas de humedad, los hongos y bacterias que

colonizaron todo el ex nosocomio. Del mismo modo, el

22 Véase La Punilla de los desaparecidos en sitio Web:

http://www.canal11lacumbre.com.ar/noticias.php?nid=1727

El abandono y el olvido 127 Fernando Jorge Soto Roland

empapelado arañado y roto de los muros le otorga al lugar el aspecto de una cadáver despellejado. Un sitio en donde los

gatos afilan sus uñas.

Los mosaicos del piso, en cuya con-

junción cuatro de

ellos forman un

dibujo geométrico y abstracto, están

desgastados por

los miles de tacos y suelas que los

transitaron a lo lar-

go de más de siglo.

La falta de mante- nimiento de las últimas décadas ha hecho lo suyo, en especial

las heces de las ratas, murciélagos y aves intrusivas que, sin

certificado médico alguno, colonizan al viejo hospital.

Turbio fondeadero donde van a recalar millones hojas,

acumuladas por el viento y convirtiéndose en basura,

terminaron por quitarle al Santa María el brillo que alguna vez tuvo. Ya no es un espacio para el orgullo nacional. Un universo

de podredumbre transformó al viejo nosocomio en un espacio

triste, sin destino y amarrado a un débil recuerdo.

El irreparable deterioro que los agentes vandálicos externos le

produjeron inescrupulosamente, sin

respeto, a su historia y a su loable función inicial, materializa la muerte de

una ilusión. Y son sus escaleras, por

completo destruidas, el símbolo más cabal de que allí, en los pabellones

abandonados del Santa María, el

ascenso resulta ya algo imposible.

Al mirar las fotos antiguas, que congelaron para siempre sus días de

gloria, no puedo más que recordar esa

letra de tango que nos dice que ―la

El abandono y el olvido 128 Fernando Jorge Soto Roland

vida es sueño y nada más‖. Que veinte años (o un siglo) no son nada.

El mármol, el granito, los ladrillos rojos, las puertas y los

pasillos del hospital; las galerías y sus mosaicos, los balcones, altillos, canaletas desprendidas, el mobiliario residual, las

rejillas, incluso las veletas que aún sobreviven en el techo,

todo, absolutamente todo, está roto, destruido. Son el rumor

apagado de otra época. De una era vencida por el hastío y la desidia. Por el frío, el calor extremo y el más desesperado

olvido.

Hay un tango, escrito por Francisco Canaro en 1935, cuya letra no puedo dejar de citar, ya que resume, mejor que nada

(y en la voz del ―Polaco‖ Goyeneche) todo lo antedicho.

Su título: ―Casas Viejas‖.

¿Quién vivió,

quién vivió en estas casas de ayer?

¡Viejas casas que el tiempo bronceó! Patios viejos, color de humedad,

con leyendas de noches de amor...

Platinados de luna los vi y brillantes con oro de sol...

Y hoy, sumisos, los veo esperar

la sentencia que marca el avión...

Y allá van, sin rencor, como va al matadero la res

¡sin que nadie le diga un adiós!

Se van, se van...

Las casas viejas queridas.

demás están... Han terminado sus vidas.

¡Llegó el motor y su roncar

ordena y hay que salir!

El tiempo cruel con su buril carcome y hay que morir...

Se van, se van...

El abandono y el olvido 129 Fernando Jorge Soto Roland

¡Llevando a cuestas su cruz! ¡Como las sombras se alejan

y esfuman ante la luz!

El amor...

El amor coronado de luz,

esos patios también conoció

Sus paredes guardaron la fe y el secreto sagrado de dos.

Las caricias vivieron aquí...

¡Los suspiros cantaron pasión!... ¿Dónde fueron los besos de ayer?

¿Dónde están las palabras de amor?

¿Donde están ella y él?

¡Como todo, pasaron, igual que estas casas que no han de volver!...

EL HOSPITAL DE LAS PALOMAS DECAPITADAS

Cientos de personas han recorrido subrepticiamente los

pabellones abandonados del

Santa María de Punilla, incluso de

noche. Ciertamente, no es lo mismo hacerlo con la luz del sol

(antes curativo) que iluminados

por linternas en plena oscuridad. El status ontológico del edificio cambia cuando baja el sol, al

tiempo que cambian también las percepciones que se tienen de

él. Una cosa va junto con la otra. Imposible separarlas.

Pero, ¿qué es lo que la gente busca en esas improvisadas

―expediciones‖ nocturnas? ¿Un shock de adrenalina?

¿Emociones fuertes? ¿Una prueba de valentía? ¿Miedo

profundo? Con seguridad, un poco de cada cosa, y el hospital es generoso a la hora de brindarlas.

El abandono y el olvido 130 Fernando Jorge Soto Roland

Como todo lugar abandonado su aspecto

es lúgubre. Ello exacerba

la imaginación. La sugestión se hace notoria

y presente y muchos

empiezan a ver y sentir

cosas que objetivamente no existen.

La experiencia previa (asimilada a través de la literatura y

los filmes de terror) generó un estereotipo ya clásico de ―sitios terroríficos‖ y los hospitales (de tuberculosos y pacientes

psiquiátricos en particular) parecen llevarse todos los laureles.

Invito al lector a recordar (o buscar por Internet) las numerosas

películas de terror que están ambientas en instituciones de ese tipo.

Además, en ―la vida real‖, son muy pocos los nosocomios -

con las especialidades nombradas- que no arrastren historias truculentas. Los dos motivos que llevaron al aislamiento de las

personas durante décadas, la tisis y la locura, contribuyen al

morbo general (tal como lo hizo la lepra durante el medioevo).

El Santa María de Punilla concentra, pues, los ingredientes

necesarios para que el imaginario se despliegue sin mucho

control; difundiéndose, así, rumores sobre supuestos (y nunca

probados) fenómenos paranormales (hoy tan en boga).

Tal como dijimos, un lugar de muerte, enfermedades

contagiosas y enajenación, es ideal para que se desarrollen

historias de ese tipo, y son los hoteles y hospitales los que comparten ciertas condiciones necesarias para convertirse en

usinas de leyendas, propias de la ―ghost story‖ literaria.

Todos los viejos hospitales tienen algo de parecido a los castillos y fortalezas de épocas pretéritas; edificios que

ocuparon un lugar preponderante en la novelística romántica

del siglo XIX y que terminaron transformándose en los

escenarios habituales de tramas en las que espectros y fantasmas de distinto tipo hacían acto de presencia. Con la

emergencia del cine, en los primeros años del siglo XX, este

El abandono y el olvido 131 Fernando Jorge Soto Roland

estereotipo encontró una difusión aún mayor, prolongándose ésta hasta el día de hoy.

Pero, ¿qué tienen en común estas edificaciones?

En primer lugar, esta-mos hablando de construc-

ciones inmensas, de miles

de metros cuadrados cu-

biertos, aisladas e impreg-nadas de secretos y mis-

terios, que el propio aisla-

miento se encarga de aumentar. Lejanas al res-

to, pero a la vista de to-

dos, los castillos y los

muchos hospitales anti-guos se convierten en el

blanco de todas las sus-

picacias locales. Dentro de ellos aún lo más inusual es

posible. No en vano el doc-

tor Víctor Frankenstein vivía y desarrollaba sus

terribles experimentos en

un castillo. La medicina y

el horror ya aparecen unidos en la novela de

Mary Shelley (1818).

A partir de entonces, particularmente después de la Primera y Segunda Guerra Mundial (más de un siglo después de que se

escribiera la novela), la imagen del científico loco, inmoral,

capaz de cometer las atrocidades más horrendas, se instaló en le imaginario colectivo. La ciencia perdía así la confianza ciega

que los racionalistas optimistas del XVIII le habían tenido y

empezaba a mostrar su lado oscuro, inhumano, inmoral. Así,

los hospitales de la novelística y el cine de terror, transmutaron en ―campos de concentración‖ en los que doctores desquiciados

practicaban operaciones terribles, en especial con aquellos

pacientes más débiles: los locos, los niños y las mujeres, conejillo de indias en horrendos experimentos.

El abandono y el olvido 132 Fernando Jorge Soto Roland

También la antigüedad concede a estas construcciones

cierto prestigio negativo. Los

lugares viejos arrastran historias sospechosas (reales o

inventadas) y si están abando-

nadas esas sospechas se ven

respaldadas con la oscuridad, la suciedad y el deterioro, que

por sí mismos son generadores

de temores muy profundos, por aludir (directa o indirec-

tamente) a la muerte. En ellas

los vivos y los muertos con-

viven en un mismo espacio, a contramano de lo que ocurre

hoy en día. Los cementerios y

las morgues manifiestan la pre-sencia cercana de La Parca sin

eufemismos elegantes ni mira-

mientos sociales.

No es extraño, entonces, que el Santa María de Punilla con

sus características edilicias y el actual estado de alguno de sus

pabellones, se vea conectado a historias sobrenaturales, muy

poco originales y por demás trilladas.

―La gente‖ habla de puertas y ventanas que se golpean,

como si fueran pateadas o azotadas adrede, en días y noches

sin viento. Sonidos de pisadas invisibles recorren las galerías del gigantesco hospital, al tiempo que escalofriantes silbidos,

provenientes de oscuros rincones, intentan llamar la atención

de los irresponsables intrusos. Tampoco faltan luces extrañas por las noches recorriendo los pasillos que, desde hace

décadas, carecen de conexión eléctrica habilitada; o la aparición

de un niño, como de tres o cuatro años, pelado y un rostro

desencajado por tormentos, que espanta sin motivo conocido a los que arriesgan sus pasos por el lugar.

El miedo a la locura también encuentra su canal de

expresión a través de una historia que asegura que en el hospital se siguen practicando extrañas operaciones esotéricas

El abandono y el olvido 133 Fernando Jorge Soto Roland

producto de mentes enajenadas: la decapitación de aves. Muchas personas han denunciado esa práctica, especialmente

por Internet. Palomas, cotorras y pájaros de distinto tipo

aparecerían desperdigados por los pabellones sin sus cabezas.

De inmediato me viene a la memoria la imagen de

Rendfield, ese personaje secundario de la novela de Bram

Stoker, asesinando y comiendo insectos en el manicomio vecino

a la mansión del conde Drácula; o la de Santos Godino (el petiso orejudo) liquidando pajaritos y pequeños gatos en el

penal de Ushuaia.

No hay duda: un loco matando animalitos mete mucho miedo.

Esa es la imagen que

los rumores de pájaros

que con sus cabezas tronchadas pretenden

difundir.

Y por lo que se ve, con bastante éxito a

pesar de los escépticos

(entre los que me incluyo).

El abandono y el olvido 134 Fernando Jorge Soto Roland

Palabras Finales

Instrumento de ciencia, espacio de

esperanza y de cura, símbolo de compromiso profesional y más

tarde de orgullo nacional, el Hospital Santa María mantiene,

con sus 112 años de existencia, una presencia insoslayable en

el valle de Punilla.

Elogiado, temido y olvidado, es hoy un lugar

multifuncional, en parte destruido y en ruinas, que sigue como

antaño atrayendo la atención, ya no de tuberculosos ansiosos

por sanarse, sino de buscadores de emociones, empleados del

gobierno provincial, enfermos psiquiátricos y turistas que, por

completo ignorantes de su pasado, desconocen su larga,

apasionante y rica historia.

El abandono y el olvido 135 Fernando Jorge Soto Roland