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To cite this article: Carreres, A. “Deleuze/Beckett: pensar el comienzo o el comienzo del pensar”. In Mania:
Revista de pensament. Barcelona: Mania. 295-306.
[This is an Accepted Manuscript]
DELEUZE / BECKETT
Pensar el comienzo o el comienzo del pensar
Comenzar a pensar la posibilidad de comenzar a pensar
La tarea común a la obra de Samuel Beckett y de Gilles Deleuze es la pregunta
por el comienzo, por la posibilidad de construir un pensamiento inaugural. Este carácter
anterior, previo, es también el rasgo que caracteriza la voluntad crítica: el
cuestionamiento de las bases del pensar. Pregunta que, en tanto intento de escamotear la
trampa dialéctica, no puede quedar neutralizada en una respuesta más o menos
tranquilizadora, sino que apunta a su propia formulación como espacio donde se juega
la partida del origen (posibilidad de comenzar a pensar la posibilidad de comenzar a
pensar). Origen siempre segundo -siempre divergente- respecto de sí mismo, puesto que
a su vez resultado del juego. Debe entenderse aquí „juego“ a la manera nietzscheana,
como metáfora plena no subordinada a un término primero, juego como lanzamiento de
dados, azar necesariamente ganador: afirmación pura de la diferencia en lo plural.
En palabras del propio Deleuze: „las condiciones de una verdadera crítica y de
una verdadera creación son las mismas: destrucción de la imagen de un pensamiento
que se presupone a sí mismo, génesis del acto de pensar en el pensamiento mismo“ (DR
236). Gran parte del esfuerzo de Samuel Beckett y de Gilles Deleuze va orientado a la
destrucción de lo que éste último llama imagen dogmática del pensamiento, esto es, el
conjunto de presupuestos de los que la filosofía acrítica parte y en los que revierte,
entregándose así a un movimiento que lo es sólo en apariencia, efecto especular de un
estatismo narcisista. El pensamiento así configurado no sale del círculo
autocomplaciente del reconocimiento, en el cual sólo encuentra en tanto que se
reencuentra, sólo conoce en tanto que se reconoce. Pero más peligrosos que los
presupuestos objetivos o explícitos, son aquéllos que se presentan implícitamente bajo
la fórmula universal de la evidencia: „todo el mundo sabe que...“, „nadie puede negar
que...“ Este segundo tipo de presupuesto, subjetivo o implícito, es tanto más inquietante
cuanto que introduce el dogmatismo de manera subrepticia, en la pretensión de producir
la ilusión de un verdadero comienzo fundado en las leyes „naturales“ de la razón.
Apelar al sentido común como autoridad epistemológica y ética implica presuponer al
pensamiento una naturaleza recta, una afinidad intrínseca con lo verdadero, lo bueno y
lo idéntico.
En ese sentido, el pensamiento conceptual filosófico tiene como presupuesto implícito
una imagen del pensamiento, prefilosófica y natural, tomada del elemento puro del
sentido común. Según tal imagen, el pensamiento aparece como afín a lo verdadero. Y
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es sobre tal imagen como cada uno sabe, se supone que sabe lo que significa pensar.
(DR 224)
Según esto, será también necesario atribuir al pensador una buena voluntad en el
ejercicio de su labor, de modo que su adhesión al modelo quede garantizada. La
introducción de la idea de „bondad“ en la caracterización de la imagen del pensamiento
no es casual. Deleuze coincide con Nietzsche en denunciar el fondo esencialmente
moral de ese pseudopensamiento vuelto hacia sí mismo. Una filosofía auténtica deberá
pues incluir en su proyecto una crítica de los presupuestos morales:
A partir de ello aparecen mucho más claras las condiciones de una filosofía sin
presupuestos de ninguna clase: en lugar de apoyarse en la Imagen moral del
pensamiento, dicha filosofía tomaría como punto de partida una crítica radical del la
Imagen y sus „postulados“ implícitos. Encontraría su diferencia o su verdadero
comienzo, no en una entente con la Imagen pre-filosófica, sino en una lucha rigurosa
contra la imagen denunciada como no-filosófica. Con ello, encontraría su repetición
auténtica en un pensamiento sin Imagen, aunque fuera al precio de las mayores
destrucciones, de las más grandes desmoralizaciones, y de una obcecación de la
filosofía que no le dejaría otro aliado que la paradoja, y debería renunciar a la forma de
representación como a un elemento del sentido común. Como si el pensamiento no
pudiera comenzar a pensar, y tuviera siempre que comenzar, una vez liberado de la
Imagen y de los postulados. Resulta un vano empeño pretender manipular la doctrina de
la verdad, si antes no se pasa lista a los postulados que proyectan desde el pensamiento
esa imagen deformante. (DR 226)
Es debido a esa necesidad de alzar la voz contra el sentido común, de desafiar la
doxa, que la auténtica filosofía es siempre intempestiva, tiene siempre que ser
practicada „a contrapelo“. La inoportunidad no es en este caso una cuestión
circunstancial, sino un rasgo inherente al pensar crítico eficaz. Veamos el retrato que
nos ofrece Deleuze de éste singular disidente, el Intempestivo:
[...] alguno hay, aunque no sea más que uno, con la modestia necesaria para darse
cuenta de que no sabe lo que todo el mundo se supone que reconoce. Alguien que no se
deja representar, y que no quiere ya representar cualquier cosa. No un particular dotado
de buena voluntad y de entendimiento natural, sino un singular lleno de mala voluntad,
que no consigue pensar ni en la naturaleza ni en el concepto. Él es el único libre de
presupuestos. Él es el único que comienza de manera efectiva, y repite efectivamente.
Y, para él, los presupuestos subjetivos no son menos prejuiciosos que los objetivos. (DR
223)
Como apunta M. Morey, el movimiento de separación de la imagen dogmática
del pensamiento hacia un pensar libre, no puede llevarse a cabo sin consecuencias para
quien lo efectúa: „la soledad es el precio que debe pagar por su aventura el
Intempestivo“ (Intr. DF 27). Como en la caracterización que hace Deleuze, los
personajes de Beckett se hallan abocados a ese aislamiento al que los bienpensantes
condenan sin remisión a quienes se niegan a compartir sus presupuestos. Como el
Intempestivo, Molloy, Malone y el Innombrable afirman su incapacidad de
comprensión -su capacidad de incomprensión-, reivindican su perfecta ignorancia de un
código en el que no se reconocen. La afirmación de la impotencia, de su total
analfabetismo a la hora de interpretar ese código ajeno, aparece como la única vía
posible para eludir las trampas de un lenguaje que no les permite decirse, de un
pensamiento que no les permite pensarse.
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No poder abrir la boca sin proclamarlos, a título de congénere, he aquí a lo que creen
haberme reducido. Menuda astucia haberme largado un lenguaje del que se imaginan
que nunca podré servirme sin reconocerme de su tribu. Se la voy a poner buena yo su
algarabía, de la que nunca entendí nada, no más que de las historias que él acarrea,
como perros muertos. Mi incapacidad de absorción, mi facultad de olvido fueron
subestimadas por ellos. Querida incomprensión, a ti deberé ser yo, al fin. (I 77)
¿Qué me puede importar que yo triunfe o fracase? La empresa no es mía. Si quieren que
triunfe, fracasaré, el asunto es tenerlos detrás de mí. ¿Hay una sola frase mía en lo que
digo? No, yo no tengo voz, no tengo vela en este entierro [...] Como si -y un breve
silencio-, como si hubiera explicaciones, para todo, y aún así no comprendo, de este
modo los desalentaré, al fin, con mi estupidez, son ellos quienes lo dicen, para
dormirme, para que me crea más estúpido de lo que soy. (I 104)
¿Cómo reconocerme, puesto que nunca me encontré a mí mismo? (I 164)
Manifestar la propia impotencia para reconocerse en la imagen de pensamiento
heredada constituye la crítica más radical que puede hacerse a esta imagen. No se está
atacando un contenido concreto, ya que cualquier refutación en el plano de lo particular
implicaría aceptar el modelo dogmático de lo general. El Intempestivo, o el
Innombrable, se niega a asumir las reglas del juego dogmático, articulado en torno a los
conceptos de acierto/error, verdad/mentira y, en última instancia, de acuerdo con la
categoría ética de bien/mal. Su tarea crítica encuentra su fuerza en la apertura a un juego
sin reglas, nietzscheano, que excediendo las dualidades y aboliendo la oposición, afirma
la diferencia.
Lenguaje y silencio:
El Innombrable se sitúa en un lugar imposible („no estoy en parte alguna, eso es
lo que les inquieta“ I 147): incapacidad de hablar y necesidad de seguir hablando, de
agotar las palabras „mientras las haya“. ¿Por qué no abandonar este discurso imposible?
¿Por qué no, entonces, callar? Pero callarse, como apunta J. Talens, „sólo es la inversión
del hecho de hablar“ y, como en toda dualidad, cada término remite en última instancia
a su contrario. „La alternativa pues no está en el mutismo, sino en el silencio“ (Talens
50). Se trata de proceder a agotar el lenguaje desde dentro, de desgastar las palabras a
fuerza de usarlas, a fin de ir aproximándose cada vez más al silencio. Los textos de
Beckett muestran figuras humanas cuya evolución consiste únicamente en un proceso
de desposesión y pérdida, en un deslizamiento diferencial hacia la línea asintótica del
silencio. Este movimiento nunca completado crea una tensión en el fluir discursivo, y da
lugar a un lenguaje excentrado, extrañado de sí mismo. Nos encontramos ante un código
desplazado de su eje habitual, separado en definitiva del hábito y de la memoria, los
más fieles instrumentos de la imagen dogmática. De hecho, Molloy, Malone y el
Innombrable acusan una falta de memoria que les impide identificarse con el lenguaje,
ámbito del reconocimiento.
Sí, a veces no sólo me olvidaba de quién era, sino de que era, me olvidaba de ser. (M
60)
Olvido. Esto, mi falta de memoria, ha sido fatal para mi buena formación. (I 92)
4
El proceso de desposesión, de descomposición („descomponerse también es
vivir“ M 32) no termina nunca de consumarse, por eso no podemos hablar de un
lenguaje clausurado, sino clausurante. La semántica del verbo „clausurar“ remite a un
punto final de cierre, mientras que el uso del participio de presente („clausurante“),
enfatiza el elemento dinámico, procesual, inseparable de la escritura beckettiana.
Esta estrategia consistente en arrastrar el lenguaje hasta el límite de sus fuerzas,
en elevarlo a la máxima potencia, obligándolo a devenir impotente, es análoga a la
adoptada por Deleuze en su empresa de desfondar los presupuestos del pensar
dogmático. Frente al modelo del reconocimiento, que propugnaba el concurso
armonioso de todas las facultades en el acto del pensar, supeditadas a la forma única de
lo Mismo, Deleuze propone un uso „discordante“ de estas facultades (DR 232). Frente
al concepto como producto plácido del consenso y de la convergencia, Deleuze se
aventura en el terreno de lo paradójico y de lo divergente, y trata de llevar cada facultad
al límite de sí misma, enfrentándola a su propio punto de fuga:
Es preciso conducir cada facultad al punto extremo de su desorden, donde aparece presa
de una triple violencia, violencia de lo que la obliga a ejercerse, violencia de lo que se
ve obligada a captar, y violencia de lo que ella sola puede llegar a captar, y que sin
embargo es también inaprensible (desde el punto de vista del ejercicio empírico). Triple
límite de la última potencia [...] Nos preguntamos, por ejemplo, ¿qué es lo que obliga a
la sensibilidad a sentir?, ¿qué es lo que puede ser sentido? ¿y qué es lo insensible al
mismo tiempo? Y tal cuestión debemos plantearla no solamente para la memoria y el
pensamiento, sino para la imaginación [...], para el lenguaje -¿hay un loquendum que
sea silencio al mismo tiempo? (DR 241)
Como vemos, la misma pregunta que Deleuze formula en relación a la facultad
de sentir, de recordar, de conocer, de imaginar... la plantea también para la facultad de
decir, para el lenguaje. Resulta significativo que para designar aquello específico de
cada facultad, Deleuze utilice la forma progresiva del gerundivo, rehuyendo la
virtualidad del infinitivo y el aspecto perfectivo del participio pasado. Con ello queda
puesto de relieve ese carácter procesual, dinámico, del pensamiento que antes
señalábamos al hablar de la escritura beckettiana. Volviendo a la cuestión que enfrenta
el lenguaje a su propio límite („¿hay un loquendum que sea silencio al mismo
tiempo?“), como apuntábamos al principio, ante una pregunta radical de este tipo,
cualquier promesa de solución unívoca parece devenir trivial. Es fácil confundir una
formulación como la citada con un planteamiento dialéctico, sin embargo, nada más
antidialéctico que el pensamiento de Deleuze -y de Samuel Beckett. Cuando hablamos
de colocar cada facultad (en este caso el lenguaje) frente a frente con su propio límite (el
silencio), la confrontación no debe entenderse como „contradicción“ en términos de
tesis y antítesis. El lenguaje no es el elemento positivo que entra en pugna con otro
negativo, el silencio. Como ocurre en Nietzsche, en Deleuze la táctica es siempre de
afirmación. El lenguaje, al afirmar la totalidad de su poder, al elevarse a su enésima
potencia, toca su límite, se enfrenta a la propia impotencia, que no es otra cosa que su
mismo exacerbado hasta la otredad. No se trata de dos identidades en pugna, sino de un
mismo que descubre la presencia turbadora del otro -lo radicalmente exterior- en su
interior. El círculo estático de la identidad trazado por el dogmatismo queda
transfigurado en anillo de Moebius, puro reflejo de un dinamismo ambivalente.
Quizá es eso lo que noto, que hay un fuera y un dentro y yo en medio, quizá es eso lo
que soy, lo que divide el mundo en dos, de una parte el fuera, de otra el dentro, quizá
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sea una separación delgada como una hojilla, no estoy ni de un lado ni del otro, estoy en
medio, soy el tabique, tengo dos caras, pero no grosor, tal vez sea eso lo que noto, me
noto vibrando, soy el tímpano, de un lado está el cráneo, del otro el mundo, no soy ni el
uno ni el otro, no es a mí a quien se habla, no es en mí en quien se piensa. (I 145)
Lo que el pensamiento se ve forzado a pensar es al mismo tiempo su desfondamiento
fundamental, su falla, su propio „no poder“ natural, que se confunde con la mayor
potencia, es decir, con los cogitanda [...] El pensar no es algo innato, sino que debe ser
engendrado por el pensamiento. (DR 274)
Pero, ¿cómo conseguir desvencijar el lenguaje?, ¿cómo lograr sacarlo de sus
casillas?. Responder a esta pregunta supone aproximarse a un tiempo a las posiciones de
Beckett y de Deleuze: mediante la exhaustividad, la „precisión para nada“ con que M.
Morey caracteriza el proceder deleuziano en Lógica del sentido. No hay modo más
efectivo de subvertir la legalidad que obligarla a fuerza del máximo rigor en su
observación a vérselas cara a cara con su propio exceso. Como dice Deleuze, „es a
fuerza de atarse a la ley como las almas falsamente sometidas llegan a derribarla,
gustando de los placeres que supuestamente debía prohibir (DR 43). En un trabajo
titulado L´épuisé sobre la obra de Beckett, Deleuze se ocupa de mostrar cómo éste
„exprime“ el lenguaje, lo deja exhausto para seguir diciendo la posibilidad, inútil para el
concepto. De ahí la afición de Beckett por la combinatoria, definida por Deleuze en
Diferencia y repetición como „arte de los problemas en cuanto tales“ (DR 262). Deleuze
acusa a la dialéctica de haber traicionado su voluntad primera y de contentarse con
calcar los problemas sobre las proposiciones que les servirán de solución. Con ello, el
juego de preguntas y respuestas nos devuelve una vez más a la farsa del reconocimiento.
Frente a esto, la combinatoria como dialéctica superior, traslada la cuestión de la verdad
y del sentido desde la solución a la forma misma del problema:
El problema o el sentido es a la vez lugar de una verdad originaria y génesis de una
verdad derivada. Las nociones de sinsentido, de falso sentido y de contrasentido deben
ser referidas a los problemas como tales [...] Los filósofos y los sabios sueñan con llevar
la prueba de lo verdadero y de los falso a los problemas; tal es el objeto de la dialéctica
como cálculo superior o combinatoria. (DR 264-5)
Uno de los mejores ejemplos de ese mecanismo de desgaste al que Beckett
somete el lenguaje es el pasaje en que Molloy estudia las posibles permutaciones de las
piedras de chupar en sus diferentes bolsillos. Estamos ante esa misma „precisión para
nada“ de la que habla M. Morey al referirse al discurrir deleuziano. Los personajes de la
trilogía se expresan continuamente en disyunciones, se desdicen de las palabras que
acaban de pronunciar, en una estructura de paréntesis ensartados que tiende a la
recursividad. Pero al planteamiento de las posibles opciones no sucede una elección
final que comprometa al sujeto con su decisión y justifique una acción. No hay centro
organizador respecto al cual decidir, ni código de valores que modulen la preferencia.
Por este motivo no se excluye ninguna opción, se incluyen todas:
Le langage énonce le possible, mais en l´apprêtant à une réalisation [...] Tout autre est
l´épuisement: on combine l´ensemble des variables d´une situation, à condition de
renoncer à tout ordre de préférence et à toute organisation de but, à toute signification
[...] On ne tombe pourtant pas dans l´indifférencié, ou dans la fameuse unité des
contradictoires, et l´on n´est pas passif: on s´active, mais à rien. On est fatigué de
quelque chose, mais épuisé, de rien [...] Les personnages de Beckett jouent du possible
sans le réaliser. (E 59-60)
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La combinatoire est l´art ou la science d´épuiser le possible, par disjonctions incluses.
(E 61)
Pero podría pensarse que este enconado empeño por agotar el lenguaje apunta
más a la idea de un fin absoluto que a un auténtico comienzo del pensar. Molloy,
Malone y el innombrable se entregan a una corriente verbal sin pausas, en la esperanza
de acortar así el espacio que todavía les separa del silencio. Sin embargo, parece que
hablar de comienzo o de fin tiene más un carácter convencional que un sentido
propiamente incoativo o terminativo en este „revoltijo de vida y muerte“ que es el
universo beckettiano. Sus pobladores comentan muchas veces su experiencia de la vida
como continuum, como eterno presente en que las nociones de principio y fin, de
pasado y futuro se confunden en una densa amalgama („hablo en presente por lo fácil
que resulta hablar en presente cuando se trata del pasado. No le prestéis mucha atención,
se trata de un presente mitológico“ M 33). El innombrable acepta hablar de un
comienzo, pero mantiene siempre la reserva mental de que se trata en realidad de una
mera exigencia diegética: „pues debo suponer un comienzo a mi estancia aquí, aunque
sólo fuera para comodidad del relato“ (I 43). Es decir, las ideas de inicio y fin quedan
afectadas por el mismo extrañamiento que comprende todo el lenguaje. Lo que importa
es saltar al otro lado del hábito y de la memoria, romper la continuidad de esa muerte en
vida. Este movimiento de fuga es la única certeza. Aludir a él mediante las figuras de
inicio o clausura constituye ya una elección narrativa. Del mismo modo, el proceso de
descomposición que experimentan los personajes puede entenderse simultáneamente sin
contradicción bien como evolución, bien como regresión. Lo que persiste es la
aproximación diferencial de la vida humana al límite de lo inorgánico.
Por tanto, como vemos, es lícito seguir hablando de „comienzo“ con Deleuze, y
es lícito seguir poniendo en paralelo su proyecto con el de Beckett: cancelar la imagen
dogmática y abrir un pensamiento alboral. A fin de comprender el recorrido trazado
para la consecución de este empresa, hemos de ocuparnos del problema del sentido,
punto pivotal sobre el que gravita el pensamiento deleuziano.
El problema del sentido
Para Deleuze, como para Beckett, lo importante no es decidir sobre la verdad o
falsedad de los enunciados, sino la capacidad de éstos para producir sentido. Conviene
insistir en este punto: el sentido es una cuestión de producción, no de adecuación o
correspondencia entre el enunciado y la cosa.
De lo verdadero tenemos siempre la parte que nos merecemos según el sentido de lo que
decimos. El sentido es la génesis o la producción de lo verdadero, y la verdad no es más
que el resultado empírico del sentido. (DR 257)
Molloy, Malone o el innombrable no consiguen descifrar el sentido de las
palabras que escuchan o que ellos mismos profieren, simplemente porque no creen en la
existencia de un sentido profundo y unívoco oculto tras los signos lingüísticos:
Y no tiene mucha importancia que diga esto u otra cosa. Decir es inventar. Sea falso o
cierto. No inventamos nada, creemos inventar, evadirnos, cuando en realidad nos
limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y
olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y la mierda. (M 39-40)
7
En Lógica del sentido, Deleuze retoma la doctrina estoica que distingue dos
tipos de cosas: por un lado, los cuerpos, que poseen existencia en sí mismos. Todos los
cuerpos son causas y el único tiempo en que pueden ser concebidos es el presente vivo.
En segundo lugar, sobrevolando los cuerpos y como efecto de estos se encuentra otro
orden de elementos de naturaleza totalmente distinta: son los incorporales, que sin
existir propiamente, insisten o subsisten. Pertenecen al dominio de la lógica y la
dialéctica, y su tiempo es el infinitivo, es decir, un presente virtual que abarca toda la
extensión del tiempo pasado y del futuro (vid. LS 28). Deleuze vacía el esquema estoico
del principio teológico que garantizaba la confluencia de todas las causas en una causa
última y lo aplica al análisis del lenguaje. Según esto, las palabras tomadas en su
materialidad fónica son concebidas como cuerpos desprovistos de significado. Pero
planeando sobre éstas, como un efecto de superficie, se encuentra el sentido entendido
como acontecimiento, es decir, como algo que les pasa a las palabras, algo que el
lenguaje padece. El sentido, dice Deleuze, es el verdadero loquendum, aquello que no
puede ser dicho en el uso empírico, pero que no puede dejar de ser dicho en su uso
trascendental (vid. DR 258). En efecto:
El sentido está siempre presupuesto desde el momento en que yo empiezo a hablar, no
podría empezar sin este presupuesto. En otras palabras, nunca digo el sentido de lo que
digo. Pero, en cambio, puedo siempre tomar el sentido de lo que digo como el objeto de
otra proposición de la que, a su vez, no digo el sentido. Entro entonces en la regresión
infinita del presupuesto. Esta regresión atestigua a la vez la mayor impotencia de aquél
que habla, y la más alta potencia del lenguaje: mi impotencia para decir el sentido de lo
que digo, para decir a la vez algo y su sentido, pero también el poder infinito del
lenguaje de hablar sobre las palabras. (LS 50)
La caracterización que Deleuze hace del sentido en Lógica del sentido y en Diferencia y
repetición se encuentra ya prefigurada, si bien en menor grado de elaboración, en un
trabajo anterior, Nietzsche y la filosofía, en el que se entiende el sentido como fuerza
que se apodera de una porción de realidad. También aquí se subraya el carácter plural,
constelativo, del sentido, y se otorga al arte de la interpretación el rango de la más alta
filosofía (vid. NF 10-11).
La dificultad que Molloy encuentra para comunicarse reside precisamente en su
incapacidad para dotar de sentido a la sustancia fónica de las palabras, que se presenta
con la opacidad propia de los cuerpos:
Sí, las palabras que oía, y las oía bastante bien, porque era bastante fino de oído, las oía
la primera vez, e incluso a veces la segunda, y a menudo también la tercera, como puros
sonidos, libres de toda significación, y probablemente era ésta una de las razones de que
conversar me resultara indescriptiblemente penoso. Y las palabras que yo pronunciaba y
que casi siempre debían estar en relación con un esfuerzo de la inteligencia, me parecían
a menudo el zumbido de un insecto. Lo cual explica que yo fuese poco conversador, me
refiero a esta dificultad que tenía no sólo para comprender lo que decían los otros, sino
también lo que yo les decía a ellos. (M 61)
Malone, por su parte, abandonada ya la pretensión de desvelar una verdad
profunda, asume la esencial superficialidad del sentido y se apresta a su construcción.
Mientras espera que su muerte termine de completarse, se dedica a contarse historias.
Por fin ha percibido la futilidad de persistir en la seriedad, y toma la decisión de entrar
en un juego de creación („no quiero hacer otra cosa que jugar [...] Si me abandono a la
reflexión, estropearé mi muerte“ MM 9-10).
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Sujeto, memoria y olvido
Una vez tratada la cuestión del sentido, se impone otro interrogante: ¿quién hace
sentido?. La pregunta no es descabellada ni banal, como seguramente pensaría Platón,
sino que nos sitúa de lleno en un punto central: el problema del sujeto. Tanto en
Deleuze como en Beckett, la cuestión del yo va indisolublemente unida al tema del otro.
Deleuze hace una afirmación radical:
No es en absoluto en el momento en que uno se toma por un yo, una persona o un
sujeto, cuando habla en su nombre. Al contrario, un individuo adquiere un verdadero
nombre propio como consecuencia del más severo ejercicio de despersonalización,
cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan de parte a parte, a las intensidades
que le recorren. (Citado en Morey, Intr. DR 24)
Malone intenta escrupulosamente evitar hablar de sí mismo („me pregunto si, a
pesar de mis precauciones, no estaré hablando de mí“ MM 22), para ello inventa
historias con personajes tan ficticios como le es posible, pero siempre le queda la
aprensión de no poder hacer otra cosa que „mentir sobre sí mismo“. De hecho, a medida
que el relato avanza, se va haciendo más difícil delimitar los discursos de narrado y
narrador. El innombrable, inmerso también en ese „severo ejercicio de
despersonalización“, permanece en la duda acerca de su propia existencia, y se ve
abocado a abandonar la falacia de la primera persona del singular. Como en la cita de
Deleuze, las palabras del innombrable subrayan la definición del yo como lugar de
confluencia de fuerzas, como espacio donde „suceden cosas“, sin que sea posible
localizar con un mínimo grado de precisión el centro productor de tales
acontecimientos, esto es, sin que se pueda rastrear la genealogía del sentido.
Y aún, hoy, no creo ni un segundo en ella (mi existencia), de modo que debo decir,
cuando hablo, Quién habla, y buscar, y cuando busco, Quién busca, y buscar, y así
sucesivamente y lo mismo en cuanto a las demás cosas que me ocurren y para las cuales
es menester hallar alguien, pues las cosas que ocurren necesitan de alguien, al que le
ocurran, es menester que alguien las detenga. (I 155)
No volveré a decir yo, nunca más lo diré, es demasiado estúpido. Lo sustituiré, cada vez
que lo oiga, por la tercera persona, si pienso en ello. (I 113)
Parece que hablo, es porque él siempre dice yo como si fuera yo, estuve a punto de
creerlo yo también [...] Es culpa de los pronombres, no hay nombre para mí, no hay
pronombre para mí. (I 170)
También para Deleuze, „siempre es un tercero quien dice YO“ (DR 145; ver
también E 67). Es debido a esa alteridad esencial del yo que los protagonistas de la
Trilogía padecen una esquizofrenia constante. A cada momento el sujeto (yo) se
descentra, toma distancia de sí mismo y pasa a ocupar el lugar del espectador (él) de sus
propios actos. La instancia observadora surgida de la quiebra de la identidad aplica su
ojo despiadado a la construcción de un relato -una lectura- de los torpes manejos del yo.
Pero del mismo modo que no existe culpa ni castigo, no hay tampoco víctima ni
verdugo. El yo sometido a la mirada implacable del otro necesita a su vez de éste para
constituirse en discurso, para ser. La máxima de Berkeley „esse est percipi“ penetra de
parte a parte toda la producción beckettiana. En el teatro, el desdoblamiento produce
pares de personajes que actúan un simulacro diálogo, en el cual, tras la frágil máscara
9
del „tú“, la presencia insistente de la tercera persona (del otro) se oculta apenas. No es
difícil reconocer en este falso intercambio el mismo solipsismo en el que Molloy,
Malone y el innombrable bucean como en una densa burbuja.
El yo fallido según el orden del tiempo y el Sí Mismo dividido según la serie del tiempo
se corresponden y encuentran una salida común: en el hombre privado de nombre, de
familia, de cualidades, privado de Yo y de sí mismo. (DR 166)
Se trata siempre de individuos marcados por una carencia absoluta de
espontaneidad: no sólo sufren el extrañamiento del lenguaje conceptual, también su
centro pasional está dañado. Cuando Molloy descubre en sí alguna manifestación de
aparente espontaneidad, la atribuye siempre a un olvido momentáneo de sí mismo. La
ira, la piedad, el afecto, incluso la salud de un cuerpo impedido, sólo pueden aflorar
como un lapsus de memoria: „yo no puedo inclinarme, ni arrodillarme, a causa de mi
dolencia, y si alguna vez, olvidando mi personaje, me inclino o me arrodillo, no os
dejéis engañar, no seré yo, será otro“ (M 45). Es por eso que, como dice Beckett en su
ensayo sobre Proust, si existe alguna realidad permanente del individuo, ésta sólo podrá
ser captada como hipótesis retrospectiva (P 15). Molloy o Malone, incapaces de instilar
sentido en sus actos en el momento de realizarlos, conjeturan a posteriori sobre su
posible interpretación, en un intento de dotar de coherencia a su percepción de sí
mismos („[yo] preferiría el jardín a la casa, a juzgar por las largas horas que pasaba en
él“ M 52). No existe pues una apetencia que anteceda y funde la acción, sino que es sólo
en un segundo momento -en el momento del relato- cuando se intenta anclar los actos
en la subjetividad. Pero esta subjetividad, derivada y precaria, en tanto que producción
mental de un no-sujeto, permanece encallada en la consciencia de su propia inanidad.
Retomando el tema de la memoria, Beckett observa en su ensayo sobre Proust:
El hombre con buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada. Su memoria es
uniforme, una criatura de la rutina, a la vez condición y función de su hábito impecable,
un instrumento de referencia en lugar de un instrumento de descubrimiento (P 29-30)
En Deleuze, como en Beckett, también se entiende el olvido como potencia
positiva, capaz de socavar el modelo de la representación y del reconocimiento. La
única forma de memoria que posee fuerza regeneradora es aquella que brota del más
perfecto olvido (la memoria involuntaria de Proust). Es el olvido el que, al impedir el
reconocimiento, hace imposible la contracción del hábito y permite escapar a la
generalidad. El sujeto que olvida queda anulado para lo general, pero logra alcanzar la
más alta potencia en la afirmación de su singularidad -de su diferencia. Este abandono
de lo general en virtud del olvido se concreta en Deleuze en la forma de la repetición.
La memoria voluntaria nos fuerza siempre a reconocer, a acostumbrarnos en lugar de a
sorprendernos, y proscribe por tanto toda verdadera repetición. Deleuze cita los
ejemplos de dos Intempestivos; Nietzsche y Kierkegaard. En ellos halla
La repetición planteada tanto en cuanto condena del hábito como de la memoria. Es en
este sentido como la repetición aparece como pensamiento del futuro: se opone a la
antigua categoría de reminiscencia, y a la categoría moderna de habitus. Es en la
repetición, y por la repetición, como el Olvido se convierte en potencia positiva, y el
inconsciente, en inconsciente superior y positivo. (DR 46-47)
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Es en la repetición donde Deleuze sitúa el problema con que abríamos la discusión: la
cuestión del comienzo. La repetición es el „logos del solitario“ (DR 45) que le permite
zafarse del hábito y suspender la ley moral. Sólo en la repetición se logrará materializar
la abolición de la costumbre y garantizar así un comienzo efectivo.
Consideración final
Deleuze, como anunciábamos, plantea la exigencia de empezar a pensar antes de
pensar. Beckett, por su parte, nos habla en su obra de la necesidad de empezar a ser
antes de ser. El innombrable dice con seca ironía: „se puede ser antes de empezar. Es en
lo que ellos están“ (I 110). Pero esa posibilidad que a „ellos“ parece satisfacerles no le
sirve al innombrable. „Ellos“ son lo general, la identidad, el concepto, la imagen
dogmática. „Ellos“ fingen proclamar la necesidad de una fundamentación de derecho
del pensamiento, pero al cabo se contentan -y quieren contentarnos- con un comienzo de
hecho inútil para fundar otra cosa que su propia intrascendencia. Frente a esto, Deleuze
y Beckett nos muestran el camino para un pensar que reconoce y asume su propio
desfondamiento; un pensar que no discurre pendiente de una meta, sino de su mismo
trayecto, que no permite que el espejismo del saber le distraiga de un contínuo
aprendizaje. Un pensar que no tiene prisa por llegar, fascinado como está por la
minuciosa labor de pasar. Así, el innombrable: „ni maldecir, ni juzgar, sino ir“.
BIBLIOGRAFÍA
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11
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1975.
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Otras obras consultadas:
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TALENS, Jenaro. Conocer Beckett y su obra. Barcelona: Dopesa, 1979.
ABREVIATURAS
DR Diferencia y repetición
E L ´épuisé
I El innombrable
LS Lógica del sentido
M Molloy
MM Malone muere
NF Nietzsche y la filosofía
P Proust