Upload
unam
View
1
Download
0
Embed Size (px)
Citation preview
263
Crimen, archivo y ficción:
la herencia del conflicto armado en Guatemala1
Mónica Quijano
Universidad Nacional Autónoma de México
¿Cómo narrar lo inefable? Esta pregunta se encuentra en el centro de todo proyecto estético
que de algún modo busca representar —poner en escritura—, los horrores vividos, directa o
indirectamente, a causa de una experiencia límite. Este fue el caso del conflicto armado en
Guatemala (1954-1996) que lanzó al ruedo de la discusión pública (y académica) el problema
de la representación de una vivencia de vejación colectiva. Los inicios de esta discusión se
sitúan en un testimonio publicado en 1983 por una activista maya-guatemalteca llamada
Rigoberta Menchú Tum. La publicación del libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació
la conciencia, bajo la autoría de la antropóloga Elizabeth Burgos, donde se recogía el
testimonio de Menchú, promovió el rescate de un uso particular del testimonio en América
Latina. Este se relacionó con la posibilidad de proponer un género de producción local que
rescatara la voz de los grupos subalternos en oposición a la producción escrituraria, la cual
había sido privilegio de las elites letradas herederas del colonialismo. En este sentido, el
testimonio se convirtió en un género narrativo particular, con características propias que lo
distinguirían de la definición común del término.
La crítica sobre el testimonio contemporáneo en América Latina sitúa sus inicios en la
Biografía de un Cimarrón (1966) del antropólogo cubano Miguel Barnet (Beverley y
Achúgar, 2002 / Nance, 2006).2 El libro fue resultado de una serie de entrevistas que Barnet
1 Una primera versión de este capítulo apareció bajo el título ―Postcolonialité et archive : le cas du roman de
l‘après-guerre et l‘héritage du conflit armé au Guatemala » en, Amnis, 13 , sepiembre 2014, consultable en :
http://amnis.revues.org/2215 2 Si bien el texto de Barnet abrió paso a la formación de un nuevo género discursivo, este se vinculó con la
importancia que las narrativas no fictivas tuvieron en la tradición literaria de América Latina desde la época
264
realizó a Esteban Montejo, un veterano de la guerra de Independencia de Cuba (1898). En
términos formales, Barnet decidió elidir las preguntas de la entrevista en el texto, optando por
presentar la narración en primera persona a través de la voz del testigo. Este rasgo estructural,
así como la inclusión de dos productores del discurso –el autor propiamente del texto,
perteneciente por lo general a un letrado, y un sujeto subalterno, por lo general iletrado, que
enuncia oralmente su testimonio–, será el modelo que permitirá articular la descripción del
testimonio como un género narrativo específico en la producción del subcontinente. Esta
producción fue además reforzada en la década de 1970 con las políticas culturales de la Cuba
postrevolucionaria, mediante la instauración, a través de Casa de las Américas, de un premio
literario específico dedicado al testimonio.
Si bien el libro de Barnet se volvió un modelo textual, no fue hasta la década de 1990
cuando el testimonio obtiene un lugar privilegiado en la discusión académica gracias a la
publicación de Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia. Dado el impacto
internacional de la figura de Menchú y la amplia circulación del libro, este se volvió el
paradigma del género. Tal como lo definió la crítica académica3
a grandes rasgos, el
testimonio se caracterizaba por ser ―un relato producido en forma de texto impreso, narrado en
primera persona por un narrador que es también el protagonista real o testigo de los
acontecimientos que cuenta‖ (Beverley,1993: 71). Pero además, quien enuncia el testimonio
es, por lo general, un sujeto subalterno que no tiene acceso a la escritura y por lo tanto produce
textos orales que son grabados, transcritos y editados por un interlocutor ―letrado‖ (71),
colonial: las crónicas (Bernal Díaz del Castillo o Cabeza de Vaca); los ensayos nacionales ―costumbristas‖
(Facundo, Os Sertões); los diarios de campaña de Bolívar o Martí, los relatos de viajes, etc. (Beverley, 1993: 72). 3Sin duda John Beverley es quien más ha escrito sobre el tema, el artículo ―The Margin at the Center: on
Testimonio‖ publicado por primera vez en 1989 y recogido en Against Literatrue (1993) se volvió texto seminal
para los estudios que abordan este género discursivo. Asimismo, se puede consultar los textos de Hugo Achúgar
y John Beverley (2002), George Yúdice (1991), Doris Sommer (1991) y Kimberley Nance (2006) para
profundizar en la discusión sobre el tema, ampliamente tratado por la crítica latinoamericanista a partir de la
década de 1990.
265
periodista, etnógrafo o autor literario, cuya función es ser un intermediario entre el sujeto
subalterno y el público lector. En este sentido, el testimonio es, para Beverley, una narrativa de
urgencia pues relata una historia que necesita ser contada, puesto que busca mostrar una
injusticia padecida por un sujeto o grupo en posición de subalternidad: represión, pobreza,
explotación o sobrevivencia, implicada en el acto mismo de narrar (73).
Por otro lado, el testimonio difiere de la autobiografía pues no afirma ninguna
identidad individual separada del grupo o de la situación de clase de quien lo relata (Beverely,
2008: 572). El testimonio, desde esta perspectiva, borra el privilegio acordado al escritor al
desvanecer la función autoral de un sujeto individual y diferenciado (y en esto, el testimonio
de Menchú se vuelve paradigmático). Así, el testigo ocupa una posición vicaria pues deja de
enunciar el relato de una vida individual para ejercer una función metonímica: se vuelve la
―voz‖ que encarna a la comunidad a la cual pertenece y representa. Esta relación puede verse
claramente en el inicio del testimonio de Menchú:
Me llamo Rigoberta Menchú. Tengo veintitrés años. Quisiera dar este testimonio vivo que no he
aprendido en un libro y que tampoco he aprendido sola ya que todo esto lo he aprendido de mi pueblo y
es algo que yo quisiera enfocar […] lo importante es, yo creo, que quiero hacer un enfoque que no soy la
única, pues ha vivido mucha gente y es la vida de todos. La vida de todos los guatemaltecos pobres y
trataré de dar un poco mi historia. Mi situación personal engloba la realidad de un pueblo (Menchú,
1985: 21).
Al incorporar la voz del subalterno, el testimonio es considerado un mecanismo de denuncia
del poder, del silencio oficial, de las políticas discriminatorias del Estado moderno, de las
injusticias y, en ese sentido, es definido como una ―escritura contra-hegemónica‖ de carácter
ejemplar (Beverley y Achúgar, 2002: 72). El pacto de veracidad que establece con el lector es
el principal sustento de su fuerza política y social: el testimonio pide al lector que crea que lo
narrado realmente sucedió y, por lo tanto, su autoridad recae en el hecho de que el narrador es
266
un testigo ocular de los eventos relatados. Esta presencia se ve reforzada por el efecto de
oralidad que produce el texto (Beverley y Achúgar, 2002: 75).4
¿Por qué la centralidad del testimonio de Menchú? La respuesta puede encontrarse
tanto en la definición y la función que la crítica articuló en torno a este género discursivo,
como en el momento histórico en el que lo hizo. No es azaroso que la fuerza e importancia del
testimonio en la tradición narrativa latinoamericana se haya hecho visible precisamente en el
momento en que el llamado boom de la literatura entra en crisis durante la década de 1980.
Tampoco lo es si pensamos que esta crisis se manifiesta de diferentes maneras, todas ellas
relacionadas con la crítica del proyecto moderno instaurado por las elites políticas y culturales
de los estados nacionales, en la cual, la figura del letrado ocupaba un lugar preponderante y
fundacional. Esta crítica parte de la idea –propuesta por Ángel Rama en La ciudad letrada
(1984)– de una continuidad del uso excluyente y exclusivo de la escritura, instaurado en la
época colonial por las elites intelectuales, y que se prolongó, con algunas variantes y
reacomodos, durante el siglo XIX y principios del XX. Tal como lo señala Román de la
Campa (2006) en su cartografía sobre los estudios latinoamericanistas contemporáneos, el
proyecto crítico a partir de la década de 1990 en América Latina se relacionó con un
cuestionamiento de todas las formas orquestadas bajo las premisas del proyecto colonial, con
el fin de desmontar los mecanismos de poder en miras de una descolonización radical que
ponía bajo sospecha al propio proyecto moderno y su implementación en América Latina. Lo
4 Es en torno a este pacto de veracidad donde surgieron las principales críticas al testimonio de Menchú. La que
causó mayor revuelo fue la abierta por el libro del antropólogo estadounidense David Stoll, Rigoberta Menchú
and the Story of all Poor Guatemalans (1999), quien acusaba a Menchú de no haber respetado el pacto de
veracidad en su testimonio, al no contar la verdad en ciertos pasajes de su texto. También criticó que su versión
era una experiencia individual y que por lo tanto no podía ser tomada como paradigmática de todos los
campesinos en Guatemala. Por lo general, la crítica de Stoll se relacionó con las políticas neo-conservadoras del
gobierno estadounidense y de ciertos intelectuales críticos del multiculturalismo. Para una revisión de la polémica
cfr. Arturo Arias (ed.), The Rigoberta Menchú Debate (2001) y Mario Morales (ed.), Stoll-Menchú: la invención
de la memoria (2001).
267
que se ponía en cuestión era toda forma de pensar y escribir que pudiera vincularse con una
―mentalidad noecolonial‖, extendida a los periodos posteriores a las independencias y las
formaciones nacionales. Estas formas incluían a los discursos nacionales, articulados por las
elites políticas, culturales y literarias: ―criollismos, indigenismos, negritudes, mestizajes,
paternalismos nacionales, […] y formas literarias como los realismos mágicos o maravillosos;
en fin, toda la historia de la cultura moderna‖ (de la Campa, 2006: 41). Frente a esta tradición
se buscó implementar otra, que proponía una historia alternativa y una lectura descentrada
para rescatar ciertos autores y discursos relegados por la historia tradicional. Su finalidad era
recuperar todas las ―enunciaciones y trasgresiones‖ que hubiesen irrumpido el ―orden
discursivo del poder colonizador, particularmente de sus tradiciones literarias e
historiográficas más hegemónicas‖ (de la Campa, 2006: 42). Incluso Beverely (1993b) llegó a
cuestionar la literatura como institución existente ligada a la producción colonial y
colonizadora, frente a la cual opuso el testimonio como una nueva forma ―postficcional‖ de la
literatura emergente de una cultura popular democrática (Larsen, 1995: 9).5 Desde esta
perspectiva, lo que se denuncia es ―la tendencia del intelectual a auto-representarse como un
ser transparente, sin ningún tipo de carga ideológica, capaz de representar por medio de sus
palabras a ese Otro marginado‖ (Cortez, 2009: 53).
Frente a este cuestionamiento y desacreditación de la tradición literaria ¿cómo
respondió la literatura? O, en otras palabas, ¿cómo respondieron los ―letrados‖, aquellos
5 No es el objetivo de este artículo señalar las problemáticas implicadas en esta postura. Baste indicar dos
cuestiones. La primera es que esta postura promueve la crítica y sospecha hacia toda producción artística que no
se amolde al paradigma realista y verista que se propone a través del testimonio. Con ello queda fuera el arte
experimental y vanguardista, así como toda producción realizada por sujetos que no estén en una posición
subalterna. La segunda problemática que la recuperación del testimonio plantea es una mirada simplista con
respecto de la relación referencial. Como acertadamente reflexiona Beatriz Sarlo (2006), debido al imperativo
ético que representa la denuncia de una injusticia o un crimen, el testimonio en la época contemporánea ―no es
sometido a las reglas que se aplican a otros discursos de intención referencial, alegando la verdad de la
experiencia, cuando de la del sufrimiento, que es la que precisamente necesita ser examinada‖ (49).
268
escritores que, de alguna u otra forma, se sintieron interpelados por este giro contra-canónico?
Para indagar este asunto retomaré el caso de la representación de la llamada guerra civil
(1954-1996) en Guatemala y sus efectos en la sociedad, por ser central en la discusión
inaugurada por el texto paradigmático de Rigoberta Menchú. Me detendré en tres novelas
centroamericanas de posguerra,6 Señores bajo los árboles (1994) de Mario Roberto Morales,
Insensatez (2004) de Horacio Castellanos Moya y El material humano (2009) de Rodrigo Rey
Rosa, en las cuales, directa o indirectamente, se aborda el problema del testimonio, la herencia
de la violencia ejercida por el Estado sobre la población civil y el problema del archivo.
La fuerza de la experiencia o el uso testimonial del archivo
Señores bajo los árboles. Brevísima relación de la destrucción de los Indios de Mario Roberto
Morales (Guatemala, 1957) fue publicada en 1994, dos años después de que Rigoberta
Menchú recibiera el Premio Nobel de la Paz y algunos años antes de que se desatara la
controversia en torno a la veracidad de su testimonio. La novela narra los efectos nefastos de
la política contrainsurgente de ―tierra arrasada‖ efectuada por el ejército guatemalteco entre
1982 y 1983, bajo las órdenes del general Efraín Ríos Montt. En términos estructurales, está
compuesta por tres líneas narrativas: una que mimetiza los relatos de tradición oral de la
cultura maya a través de la voz narrativa de un brujo o chamán; otra enunciada por un narrador
heterodiegético que cuenta la historia de Toribio, campesino levado por el ejército y obligado
6El término posguerra ha sido utilizado en Guatemala para denominar un periodo que hace referencia a la recién
terminada guerra civil en Guatemala (y otros países centroamericanos). A partir de esta noción, Beatriz Cortez
(2009) propone, para la historiografía literaria, una ―sensibilidad‖ de posguerra caracterizada por ya no expresar
―esperanza ni fe en los proyectos revolucionarios idealistas que circularon en todo Centroamérica durante la
mayor parte de la segunda mitad del siglo XX […] inaugurando un momento de desencanto, de pérdida de
liderazgo y de fe en los proyectos utópicos […]‖ (24-25).
269
a alistarse como kaibil7 para combatir la insurgencia guerrillera y, finalmente, una compuesta
por veintitrés testimonios anónimos de diferentes actores campesinos víctimas del conflicto
entre los grupos guerrilleros y el ejército.
En el prólogo a la segunda edición de la novela titulado ―Oraliteratura y testinovela‖
escrito en 2004, Morales sitúa el origen del texto en las fotocopias de unas transcripciones de
testimonios de campesinos mayas (anónimos) que habían sobrevivido a las campañas
contrainsurgentes del ejército. Estas transcripciones se encontraban en el centro de
documentación de la Comisión de Derechos Humanos de Centro América (CODEHUCA) en
Costa Rica, ubicada cerca de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)
donde por entonces el autor estaba traduciendo el libro Harvest of Violence. The Mayan
Indians and the Guatemalan Crisis (1988) coordinado por Robert Carmack, donde se recogían
ensayos e informes de trabajos de campo realizados por científicos sociales en Guatemala,
basados en testimonios de sobrevivientes de las comunidades campesinas víctimas de la
política contrainsurgente del gobierno. Para efectos de este trabajo, me interesa
particularmente la relación que el autor entabla con el archivo establecido previamente por los
miembros de la CODEHUCA, pues estos son la ―materia prima‖ de su relato fictivo. ¿Qué hacer,
parecería ser el planteamiento inicial, con un archivo de transcripciones orales de relatos sobre
el horror vivido por los sobrevivientes del conflicto? ¿Cómo abordar la tarea de transmitir esta
experiencia límite, no vivida en carne propia, pero sí recuperada a través de la narración de un
testigo? ¿De qué manera podría el lenguaje literario proponer una forma distinta y
complementaria a la transmisión de la experiencia que el testimonio aporta? En el caso de
7Los kaibiles son soldados de élite del ejército guatemalteco que toman su nombre de un personaje legendario de
la resistencia maya, Kaibil Balam, nunca atrapado por los conquistadores. Esta fuerza especial se fundó en 1974 y
tuvo un papel importante en la represión del gobierno guatemalteco contra la guerrilla en la década de 1980.
270
Morales, esta transmisión se vuelve el punto de partida para la elaboración de una poética
propia, que él mismo sintetiza de la siguiente manera:
[…] Concebir un libro utilizando como materia prima las voces indígenas para, a partir de ellas, crear
una estética del horror convirtiendo sus hablas en una lengua literaria que diera cuenta de aquella
traumática experiencia colectiva. Ya desde la lectura de Me llamo Rigoberta Menchú me había percatado
de las posibilidades de una estética testimonial del horror a partir de la manera en como los indígenas
guatemaltecos narraban experiencias contrainsurgentes con su peculiar manera de habar español local,
algo que había extrañado en el testimonio de Menchú a pesar de comprender que la autora Elizabeth
Burgos jamás se lo había propuesto porque sus objetivos al escribirlo nunca fueron literarios. Además,
pensé, el registro de lo ocurrido no podía depender de una sola voz testimonial sino, forzosamente, de
muchas de ellas, pues se trató de un fenómeno masivo. Un libro que respondiera a esta estética tendría
que ser, pues, polifónico, plural, diverso, según la experiencia individual de las víctimas (Morales, 2007:
8).
Con esta reflexión posterior a la escritura de su novela (y posterior también a los
debates en torno a la veracidad del testimonio de Menchú), Morales revisa las bases sobre las
cuales asienta su propuesta literaria. En términos del pacto de lectura, este no se aleja del pacto
testimonial ejemplificado por el relato de Menchú. En este sentido, no pone en cuestión la
relación de veracidad que el testimonio propone ni el imperativo ético de denuncia social sino,
más bien, cuestiona el riesgo de depositar en una sola voz narrativa y una experiencia
individual la complejidad del acontecimiento representado. Lo que se pone en duda es la
relación metonímica que el testimonio manifiesta en términos de representatividad individual
de un grupo o colectividad. Es por ello que en su novela, Morales entreteje diversas voces y
focalizaciones de relatos testimoniales trabajados en un lenguaje literario, con el fin de
representar, siguiendo la tradición abierta por el indigenismo y los diversos regionalismos, el
habla local reforzada, en el texto, por un efecto de oralidad. La ficción, entonces, provee al
texto con una ―estética del horror‖ donde el lenguaje literario cumple ―una función artesanal
meramente viabilizadora de aquellas voces y aquellas hablas, marcadas a fuego por el terror‖
(Morales, 2007: 9). Este híbrido entre testimonio y novela, donde la ficción está al servicio de
la ―verdad testimoniada‖ es denominado por el autor ―testinovela‖ (9):
271
En este libro todas las voces son reales. El requisito de la ficción radica en la conversión artesanal de
esas voces en una estructura y un lenguaje que no son ni fueron ni tienen por qué haber sido reales. No
me molesté en travestir demasiado las historias ni las voces. Este es un caso en el que la realidad abruma
a la ficción, de modo que ésta debe servirla con la humildad de caso (19).
La testinovela, por lo tanto, se presenta como un género cuyo pacto de lectura es cercano al
testimonio, pero que difiere formalmente por su estructuración fragmentaria. No se trata de
recuperar la experiencia de un solo sujeto y darle coherencia en un relato continuo con una
sola focalización, sino presentar una diversidad de voces narrativas donde el reto estético
consiste en ordenar estas voces para dar coherencia y unidad al relato (Thruston-Griswold,
2010: 586). Pero a diferencia de la narrativa posmoderna, en donde la fragmentación formal
sirve para ―señalar el fracaso de los paradigmas totalizadores de la modernidad y la pérdida de
la llamadas ‗narrativas maestras‘ ‖ (586), la narración fragmentada de la novela de Morales
busca ―comunicar un mensaje claro y convincente que posea la fuerza retórica de rebatir la
historia oficial de los que detentan el poder‖ (587).
Es clara aquí la función ancilar de la ficción: organizar el relato, darle un carácter
―literario‖ a la heterogeneidad narrativa de los testimonios orales y quedar al servicio de lo
que se considera como la verdad histórica enunciada por el testigo. Pero también, la ficción
permite intercalar, junto con los testimonios, otros discursos que enmarcan los sucesos
narrados: por un lado, la inclusión de fragmentos en cursivas que mimetizan los relatos de la
traición oral maya que representa los ―usos y costumbres‖ de la comunidad. Por otro, se
incluye la historia de Toribio, un relato fictivo elaborado para llenar los huecos no abarcados
por los testimonios. En efecto, en una entrevista, Morales se refiere a la falta de testimonios
sobre los campesinos que fueron obligados por el ejército a enrolarse, lo cual ―le impuso la
necesidad de imaginar los trastornos psicológicos e inventar a un personaje‖ que representara
con ―fidelidad a los miles de indígenas que se vieron forzados a convertirse en los asesinos de
272
sus hermanos indígenas‖ (entrevista citada por Thruston-Griswold, 2010: 588). A pesar de
que el relato de Toribio se presenta como una ficción, esta no rompe el pacto referencial,
proponiéndose bajo las premisas de una poética realista capaz de representar ―con fidelidad‖
un hecho historiográfico del cual no se tiene registro testimonial. Con todo lo problemático
que esta postulación transparente entre representación y referente implica, la historia de
Toribio abre la veta para una reflexión sobre el mal, no en términos de aquel producido por
una entidad abstracta como el estado, el ejército o la guerrilla, sino del que habita al interior
del sujeto. La historia de Toribio permite que el lector se ponga en los pies del verdugo para
indagar en las razones personales o las circunstancias que llevan a alguien a asesinar a sus
conciudadanos por órdenes institucionales. El criminal se vuelve una persona y no un número
más en las cifras que recogen los efectos de la guerra. Toribio es a la vez víctima y verdugo,
esta condición permite relativizar también lo que muchas veces el testimonio no puede: la zona
farragosa y gris en la que se mueve la identidad de los actores del conflicto.
Las múltiples perspectivas narrativas que componen la novela son un vehículo para
explorar las distintas maneras a través de las cuales los actores involucrados en el conflicto
enfrentan los acontecimientos, pero también sitúa el texto dentro de una tradición discursiva
más amplia: aquella que inicia con la denuncia de Bartolomé de las Casas de los estragos de la
conquista (el título del libro es una clara alusión a la Brevísima relación de la destrucción de
las Indias de 1552), así como a los relatos de la tradición Maya (Pophol Vuh, Rabinal Achí y
Chilam Balam) y del propio indigenismo, que en Guatemala está representado por la figura de
Miguel Ángel Asturias. Con ello se rescata la importancia de la tradición letrada. El letrado, el
escritor en este caso, funge como un ―facilitador y ordenador –deliberado e interesado– de las
voces y sus verdades‖ (Morales, 2007: 9). Este ―testimonia mediante testimonios con la
finalidad de preservar la memoria colectiva y reciclar la identidad‖ (9). La función del letrado
273
defendida por Morales no es puesta en duda, pues su producción permite dar una ―visión
totalizadora del hecho que le interesa testimoniar‖ (9). Con ello, el escritor recupera el
imperativo ético del deber de memoria del cual había sido relegado por la crítica que defendía
al testimonio por encima de la institución literaria. Desde la perspectiva de Morales, la
literatura permite complementar e inscribir en una ―estética del horror‖ los hechos
transmitidos por las víctimas del conflicto. A diferencia del testimonio, el nombre del testigo
pasa a un segundo plano: lo que importa es la experiencia que logra trasmitir y que es recogida
en un archivo previo con vistas a revelar las injusticias cometidas. Este movimiento sitúa a la
novela de Morales en la herencia del indigenismo histórico que tuvo su auge en las décadas de
1930 y 1940. Siguiendo el pacto verista planteado por este tipo de textos, no se cuestiona ni la
función del letrado ni tampoco la fragilidad que implica una separación tan marcada entre
realidad y ficción. En Morales, el archivo oral de las grabaciones recuperadas es la materia
prima, el documento veraz que sustenta la propuesta ética y estética de su producción literaria.
El retorno de lo reprimido o el efecto de la lectura del archivo
Diez años después de la aparición de Señores bajo los árboles, Horacio Castellanos Moya
(Tegucigalpa, Honduras, 1957) publica Insensatez (2004), novela en la cual también se aborda
el problema del testimonio con relación al conflicto civil guatemalteco. Pero a diferencia del
proyecto estético de Morales, Castellanos interroga en su novela la relación entre el escritor y
la política, así como las limitaciones (y posibilidades) del lenguaje literario para representar el
legado de la violencia en Guatemala (Sánchez Parado, 2010: 79). Los acontecimientos de la
novela son presentados a través de una voz narrativa cuyo nombre no se conoce nunca,
perteneciente a un escritor salvadoreño contratado por el arzobispado para revisar el informe
274
final sobre un genocidio contra las poblaciones campesinas de un país centroamericano.
Aunque en la novela nunca se menciona el nombre de este país, los sucesos y el informe
aludido hacen referencia a la historia reciente de Guatemala, que un lector medianamente
informado puede reconocer sin mayor problema.8
Los sucesos ocurridos a las víctimas del conflicto son abordados de modo indirecto, a
través de la apreciación del narrador, quien relata sus impresiones y vivencias mientras está
revisando el informe. Éste, desde el inicio de la novela, resulta sumamente antipático. Se trata,
sin duda, de un narrador ―no digno de confianza‖, tal como lo define Wayne Booth en The
Rethoric of Fiction (1961). Este narrador permite situar al lector a una distancia crítica que
impide su identificación con la voz narrativa. Ahora bien, a diferencia de la crítica de Booth,
quien ve en esta figura un peligro: que la persuasión ceda el puesto a la seducción de la
perversidad, Paul Ricoeur (1985) defiende su uso, en el plano de lo imaginario, a través de la
función ética de la distanciación que este tipo de narrador propone. Así, para Ricoeur, la
novela moderna ejerce mejor una crítica de la moral convencional al utilizar, en algunas
ocasiones, un narrador sospechoso cuyo principal objetivo es provocar e insultar las ―buenas
consciencias‖ y, en casos extremos, la propia sensibilidad del lector (1985: 291-292). Es
justamente esta función desestabilizadora la que opera en el narrador de Insensatez. Ignacio
Sánchez Prado (2010) ve en ella una crítica radical a la figura del intelectual ―incapaz de
cumplir su mandato social de mediación y construcción de verdad‖ (80). Lo que se pone en
juego es la figura misma del ―intelectual solidario‖ y, al hacerlo, la novela refuta la visión
8Dentro de las relaciones con la historia reciente de Guatemala que pueden establecerse en la novela está el
carácter del informe preparado por el arzobispado para incriminar al ejército guatemalteco en la matanza de más
de 200,000 civiles durante los años de duró el conflicto. Este informe, presentado en 1998, es conocido bajo el
título de ―Guatemala Nunca Más‖ del Proyecto Interdiocesano ―Recuperación de la Memoria Histórica‖
(REMHI), coordinado por el arzobispo Juan Gerardi, quien fue asesinado dos días después en su domicilio, sin
que este asesinato haya sido esclarecido hasta la fecha. Tanto el informe como el asesinato del arzobispo están
referenciados en la novela.
275
optimista que postula al testimonio como una estrategia de solidaridad entre un letrado y un
subalterno (80).9 Este cuestionamiento se construye en la novela a partir de dos estrategias: los
testimonios de las atrocidades cometidas por el ejército son percibidos por el narrador desde
una postura meramente estética, pues constantemente enfatiza los valores literarios de los
testimonios leídos, de los cuales, incluso, anota frases enteras en su libreta, recalcando el
placer que siente al leerlos. Pero al mismo tiempo, existe una incapacidad del narrador (que
aparece en diversas ocasiones en la novela) de transmitir el valor estético a sus amigos de
clase media: nadie entiende su postura estetizante y se apartan de esta, ya sea desde el horror,
la incomprensión o la indiferencia (80):
No permitiría que ese grupo de mal llamados celadores de los derechos humanos echara a perder mi
whiskey, me dije dándole otro sorbo, y en seguida extraje mi libreta de apuntes del bolsillo interior de
mi chaqueta con el propósito de paladear con calma aquellas frases que me parecían estupendas
literariamente, que jamás volvería a compartir con poetas insensibles como mi compadre Toto y que
con suerte podría utilizar posteriormente en algún tipo de collage literario, pero que sobre todo me
sorprendían por el uso de la repetición y el adverbio, como ésta que decía Lo que pienso es que pienso
yo… carajo, o esta otra, Tanto en sufrimiento que hemos sufrido tanto con ellos… cuya musicalidad
me dejó perplejo desde el primer momento, cuya calidad poética era demasiada como para no
sospechar que procedía de un gran poeta y no de una anciana indígena que con su verso finalizaba su
desgarrador testimonio que hora no viene al caso (Castellanos Moya, 2004: 43-44).
Queda claro en este pasaje cómo la relación del narrador con respecto de los testimonios del
informe está atravesada por una mirada estetizante que produce una ruptura entre la palabra y
lo que esta quiere expresar. Las frases son extraídas de su contexto inicial para ser
interpretadas sólo a través de su potencial literario, dejando el aspecto referencial a un lado,
pues este ―no viene al caso‖. Pero además, aparece un juicio de valor clasista: las frases son
―dignas de un gran poeta‖ y no de la ―anciana indígena‖ que las enuncia. Esta relación nos
muestra al narrador como un sujeto ―pequeño burgués y diletante cuyas conexiones vitales
tienen que ver más con la prosodia que con la empatía‖ (Sánchez Prado, 2010: 81). La postura
9Recordemos que autores como Beverley defienden la idea que la unión del ―intelectual solidario‖ y el ―sujeto
subalterno‖ producía un nuevo discurso (el testimonio) que permitía sacar a las humanidades del impasse burgués
del discurso literario moderno.
276
del narrador representa entonces una crítica a proyectos literarios como el de Morales, quien
propone, como se vio anteriormente, una estética del horror cimentada, justamente, en las
posibilidades literarias del habla de los testimonios orales de los campesinos guatemaltecos
víctimas del conflicto.
La condición pequeñoburguesa, cínica y clasista del narrador se ve reforzada por el interés
meramente pecuniario que tiene con respecto de su labor, como se percibe en el tercer
capítulo, cuando se entera que el adelanto de la remuneración de los servicios no podrá ser
cobrado inmediatamente sino al día siguiente: ―un coraje concentrado en el miserable
panameño por culpa de quien yo no había cobrado mi adelanto: ¿qué se creía ese
comemierda?, ¿que me podía basurear a su antojo?, ¿no se daba cuenta de que yo no era otro
de esos indios acomplejados con quienes acostumbraba tratar?‖ (38-39). Por lo tanto, a través
del narrador y de su lugar de enunciación, la novela ―nos presenta la barrera epistemológica
subyacente en las relaciones de clase […] en los países centroamericanos‖ (Sánchez Prado,
2010: 80). Sánchez Prado resume adecuadamente este cuestionamiento al señalar que la
novela de Castellanos ―pone en entredicho los presupuestos de la relación solidaria entre
intelectual, subalterno y movimiento social al observar que, incluso en contextos donde estos
movimientos han sucedido de hecho, existe una barrera de clase implícita en la actividad
escritural‖ (81).
Este cuestionamiento radical de la función del letrado se acompaña, en la novela, de una
reflexión sobre el impacto que la narrativa testimonial puede tener en términos de sus efectos
en una sociedad minada por el legado de la violencia de una guerra civil y la pérdida de
confianza en un proyecto capaz de dar un giro a la situación de injusticia vivida. Es aquí
donde entra la reflexión sobre el impacto que puede tener un archivo reunido con el fin de dar
testimonio de las atrocidades cometidas contra la población civil. Pero a diferencia del
277
testimonio o de la testinovela, en Insensatez las voces testimoniales aparecen intercaladas en la
narración por medio de la cita. Es el narrador quien recupera estas voces, la mayoría de las
veces, como vimos, con el fin de resaltar su valor estético. Sin embargo, a pesar del cinismo y
la ligereza con la que el narrador retoma estas experiencias, algo de la tragedia vivida logra
llegar al lector. Este puede, a diferencia del narrador, vislumbrar el horror que hay detrás de
ellas. Se trata de pequeños fragmentos incompletos que cuentan una historia truncada,
situación que apela a la imposibilidad del lenguaje de transmitir una experiencia total.
Podríamos por lo tanto asimilar estos fragmentos citados a la noción derridiana de
iterabilidad: estos representan marcas que dicen algo, pero no comunican, en el sentido de una
comunicación total transparente. Las palabras se escapan y no se puede tener ninguna garantía
de su sentido o, dicho de otro modo, no es posible adueñarse del sentido de la palabra del otro
(Nava: 253). La ―citacionalidad‖ apela justamente a la posibilidad de sacar la marca de su
contexto de emisión para injertarlo en otro contexto ajeno, extraño, diferencial. Se trata
entonces de una escritura que estalla, que se materializa en las notas del narrador, que se cuela
en la sensibilidad del lector, que deja huellas pero que a la vez borra la posibilidad de restituir
la experiencia. Lo que desaparece con esto es cualquier garantía de transmisión de un sentido
pleno (Nava: 253).
Al incluir la cita de fragmentos de voces testimoniales, la novela aparece atravesada
por una doble tensión (Kokotovic, 2009): por un lado, el narrador, que al enunciar su relato en
primera persona mimetizando el discurso oral, genera una parodia del discurso testimonial al
no cumplir con las expectativas éticas que el lector atribuye a un intelectual. Por el otro, la
presencia de un discurso testimonial de las víctimas del conflicto. Este contraste y tensión
producen en el texto un relato que representa, no las experiencias de opresión vividas en carne
propia por las víctimas, sino las experiencias y los efectos de su lectura (Kokotovic, 2009:
278
548). Es en esta experiencia donde se concentra la reflexión sobre el efecto de los testimonios,
ya que, a medida que avanza la novela, el lector aprecia cómo estos impactan en el narrador: lo
van empujando a la locura y a la paranoia a tal grado que tiene que abandonar el país sin que
con esto logre sanar de sus delirios persecutorios.
La interpretación sobre el final de la novela ha producido dos posturas opuestas: una
que ve en la transformación del narrador un desplazamiento de su postura distante y cínica
hacia una más comprometida atravesada por un deseo de justicia (Kokotovic, 2009 /Besse,
2009) que podríamos adscribir a una visión optimista sobre el poder de la escritura y de la
trasmisión de la experiencia para hacer un contrapunto a la violencia y ―sanar‖ el tejido social.
Otra (Sánchez Prado, 2010) que más bien ve en la locura final del personaje y su huida del
país un fracaso de la escritura. En este sentido, la memoria no es redentora pues el hecho de
que el narrador deba salir del país y de que los principales culpables de las atrocidades sigan
impunes muestra la futilidad tanto del informe como del archivo organizado por los activistas
de derechos humanos. Pese a toda esta labor, parece decir la novela, la paranoia, el miedo, la
violencia y la impunidad siguen presentes (Sánchez Prado, 2010: 85). ―Al asumir la inutilidad
de la escritura para resolver el conflicto social –concluye Sánchez Prado – Castellanos Moya
la reubica en su justa dimensión: la representación de experiencias únicas dentro del marasmo
de la violencia y el desmontaje de las estructuras discursivas que las subyacen‖ (86).
Si bien me inclino a pensar que la interpretación de Sánchez Prado es más cercana a la
intencionalidad de la novela, me parece que el informe y los testimonios reunidos no son
fútiles. Al contrario, producen un efecto en el autor cercano a lo que Freud definió como el
―retorno de lo reprimido‖. Es cierto que el narrador es incapaz de sentir empatía con las
víctimas, pero esto no quiere decir que la lectura de los testimonios no tenga un efecto en él.
Su locura y paranoia derivan de esta experiencia de lectura. A un nivel consciente, el narrador
279
no parece afectado por lo que está leyendo, pero a un nivel inconsciente, los testimonios se
van colando en su psique hasta llevarlo al delirio paranoico. Esto tiene una implicación ética
en términos de la experiencia de lectura: el sufrimiento ajeno, que es recuperado por vía
testimonial, no puede ser controlado racionalmente por el intelectual. Este se le escapa de las
manos. Pero al mismo tiempo, el testimonio mantiene una función y un efecto que opera justo
donde no puede controlarse, pues es finalmente el excedente de sentido que contiene toda
experiencia límite lo que termina por enloquecer al narrador, quien no puede hacer nada para
controlarlo. Este efecto de lectura devuelve su fuerza al testimonio. Solo que esta no se
encuentra ya en la confianza absoluta de la capacidad de transmitir una experiencia controlada
racional, política o estéticamente, sino de un excedente producido por el retorno de lo
reprimido. En este sentido, la memoria no es redentora sino espectral.
Los derroteros de la institución o la función de consignación del archivo
En El material humano (2009), Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) aborda el poder de
consignación que tiene la escritura cuando se convierte en archivo institucional y el
desplazamiento que ocurre cuando este se recupera para ser inscrito en el discurso literario.
La novela se presenta al lector en forma de diario donde el narrador, identificado con el autor,
registra en cuadernos sus experiencias y actividades cotidianas durante el tiempo que estuvo
en contacto con el Archivo de Gabinete de Identificación, hallado entre los escombros de un
edificio que había fungido como hospital y cuartel policiaco durante la guerra civil. El
Archivo, perteneciente a la policía de Guatemala, había estado oculto durante los primero años
de la democracia y se volvió visible, según narra el autor en la introducción de la novela,
gracias a un incendio y una serie de explosiones en un local donde se guardaban residuos de
280
material bélico utilizado durante el conflicto armado. Este hecho llevó a un agente de la
Procuraduría de Derechos Humanos a revisar otros almacenes en busca de explosivos que
pudieran representar algún peligro. Así es como se llegó a inspeccionar ―La Isla‖, antiguo
hospital que había sido también cuartel militar y centro de torturas, donde se descubrió un
recinto tapiado lleno de papeles, cajas y sacos de documento policiacos, compuesto de ochenta
y tantos millones de documentos con libros de actas que se remontan a 1860 y que se terminan
en 1996, fecha de la firma de los acuerdos de Paz (Rey Rosa, 2009: 12). La intención inicial
del autor, cuando pidió permiso para visitar este Archivo, fue ―conocer los casos de
intelectuales y artistas que fueron objeto de colaboración policiaca o que colaboraron como
informantes o delatores – durante el siglo XX‖ (12). Sin embargo, dado el estado caótico en el
que se encontraban los documentos, descarta rápidamente la idea por impracticable. El jefe del
Proyecto de Recuperación del Archivo lo invita a revisar una especie de archivo dentro del
archivo, perteneciente al Gabinete de Identificación, que había sido conservado casi
íntegramente y que contenía las fichas de identidad policíaca de todos los ciudadanos
arrestados a partir de su creación en 1922. A pesar del pacto referencial que el narrador/autor
plantea en su introducción, este se ve matizado por un epígrafe que re-sitúa lo narrado dentro
del espacio de la ficción: ―Aunque no lo parezca, aunque no quiere parecerlo, ésta es una obra
de ficción‖ (9). Es en esta tensión donde se borran los límites establecidos entre lo ficcional y
lo factual que la propuesta narrativa de Rey Rosa se construye.
Como mencioné anteriormente, la novela es la transcripción y ordenamiento de las
notas que el autor tomó mientras consultaba el Archivo:
Comencé a tomar notas de lo que leía en el archivo porque no te permitían fotocopiar, ni copiar ni sacar
material, la única posibilidad era anotar: entonces empecé a llenar libretas con el material que
encontraba ahí, y luego, cuando me impiden volver, empecé a llevar un Diario ya pensando en salvar el
material. En un momento me doy cuenta que eso me va a servir y lo hago sintomáticamente sin saber
que iba a hacer con eso al final. Luego me doy cuenta que dejándolo casi como era, era válido
(Entrevista con Sebastián Oña Álava, 2011).
281
A diferencia del archivo que aparece en las novelas anteriores, este es, en términos
institucionales, un archivo del estado. En su revisión de la novela, Rodrigo García de la Sienra
–siguiendo las reflexiones de Roberto González Echevarría en Myth and Archive (1990)– sitúa
la producción novelística moderna en América Latina en oposición al discurso burocrático del
Estado. Así, esta surgiría ―como el reverso crítico del proceso de legitimación que, mediante
una serie de prácticas escriturarias vinculadas con la burocracia […] sometía la vida anómica
de los individuos a la actividad normativa del estado‖ (García de la Sienra, 2013: 248). Nada
más cercano a este poder de consignación del archivo que aquel articulado por la institución
policial, alrededor del cual giran las reflexiones del narrador registradas en sus cuadernos. Para
dar muestra de las maneras en que este archivo consigna no solo la escritura o la ley, sino al
propio ciudadano considerado como aquel que la infringe, en la novela se transcriben algunas
de las fichas que conforman un catálogo absurdo de delitos, como lo muestran los siguientes
casos:
Aguilar Elías León. Nace en 1921. Moreno, delgado, cabello negro liso; dedo pulgar del pie derecho,
fáltale la mitad. Fichado en 1948 por criticar al Supremo Gobierno de la Revolución. En 1955 por
pretensiones filo comunistas, según lo acusan.
Ávila Aroche Jesús. Nace en 1931. Moreno. (1.86 mts.). Malabarista. Soltero. Vive con su mamá.
Fichado por limpiar botas sin tener licencia. En marzo de 1962 por hurto. El diciembre de 1962 por
robo, En mayo de 1963 por secuestro.
Gallardo Ordóñez Mario. Nace en 1929. Talabartero. Fichado en 1959 por distribuir propaganda
subversiva.
Rosales Vidal Francisco. Nace en 1925. Tipógrafo. Fichado en 1940 por jugar pelota en la vía pública.
Sarceño O. Juan. Nace en 1925. Jardinero. Vive con su hermana. Fichado en 1945 por bailar tango en la
cervecería ―el Gaucho‖, donde es prohibido.
Carranza Ávila Rosa María. Nace en 1920. Oficios domésticos. Fichada en 1944 por cometer adulterio
en su casa.
Santos Aguilar Perfecta. Nace en 1922. Fichada en 1943 por padecer enfermedad venérea.
Vásquez V. Mariano Nace en 1923. Agricultor. Fichado en 1935 por esquinear y por vago (Rey Rosa,
2009: 24-26).
Al transcribir el nombre de los consignados para incluirlos en su libreta con los datos de la
ficha, se produce un desplazamiento en donde lo registrado deja de ser solamente el contenido
282
de un fichero policial, para convertirse en trozos de la vida de un sujeto, el embrión de una
historia que remite a una persona y no solo un nombre: ¿quién es?, ¿qué hizo?, ¿cuál fue su
destino? Al mismo tiempo muestra lo absurdo de la violencia ejercida por el estado en la
catalogación de los delitos proscritos: ―La serie muestra la índole arbitraria y muchas veces
perversa de nuestro típico sistema de justicia, que sentó las bases para la violencia
generalizada que se desencadenó en el país en los años ochenta y cuyas secuelas vivimos
todavía‖ (Rey Rosa, 2009: 36). Este archivo y su arbitrariedad muestran que la violencia
ejercida por el estado en el país es sobre todo estructural y no solamente abarca el periodo de
la guerra civil, sino que remonta a los años previos del conflicto.
Si, como indica Jacques Derrida en Mal d’archive (1995), la etimología de la palabra
remite al arkeion griego, la residencia de los magistrados, de los arcontes, de aquellos que
tenían el derecho de representar la ley, sus guardianes, ¿quiénes serían los nuevos arcontes que
guardan el Archivo? Esta pregunta atraviesa indirectamente toda la novela de Rey Rosa. El
resguardo del archivo se desplaza del poder de quien lo instauró, encarnado en un funcionario
gubernamental que en la novela lleva por nombre Benedicto Tun, quien personalmente llevó el
registro policiaco hasta su jubilación en la década de 1970, a dos entidades más dispersas. Por
un lado, los archivistas e historiadores que forman parte del Proyecto de Recuperación del
Archivo y que terminarán por mostrar ante el jefe su malestar por las visitas del narrador, ya
que este es considerado un diletante, un ―turista‖ del archivo que no está ahí para cumplir
ninguna función institucional. Por otro, una amenaza menos tangible que asecha al narrador a
través de llamadas telefónicas a media noche y una constante sensación de sentirse vigilado, la
cual se asimila al ambiente de las novelas de Kafka, de quien se incluyen diversas citas a lo
largo del texto como un marco de referencia que permite situar a los personajes dentro del
sistema de vigilancia abstracto de un estado represor. Esta condición espectral de algo que
283
asecha continuamente al narrador está presente en toda la novela: por un lado, el archivo lo
inquieta constantemente, lo obliga a consignar su experiencia y su relación con él, así como a
hablar constantemente de este, con su familia, sus amigos y su pareja. El archivo asecha al
narrador como un pasado que regresa disfrazado para desazogar su conciencia, aquello de lo
que la sociedad guatemalteca de postguerra prefiere olvidar, tal como lo muestra la actitud de
sus amigos y familiares: desde su madre que prefiere ―enterrar‖ y no hablar del secuestro
sufrido durante seis meses en 1981; del padre que le aconseja que no revuelva el pasado, o del
amigo que lo interpela preguntando: ―¿Para qué escarbar en el pasado? Es mejor dejar que los
muertos descansen ¿no?‖ (83).
Pero es justo esta voluntad de ―hacer hablar a los muertos‖ la que mueve al narrador a
seguir visitando el archivo:
Como Zagajewski en su ―Cracovia intelectual‖, en el Archivo yo veía un lugar donde las historias de los
muertos estaban al aire como filamentos de un plasma extraño, un lugar donde podrían entreverse
―espectaculares máquinas de terror‖ como tramoyas que habían estado ocultas (84).
Esta amenaza no solo persigue al narrador por venir del pasado sino que se extienda al
presente. La violencia no se ha ido, continúa ahí. Su presencia se percibe en las notas de
prensa que registra en sus cuadernos: los diputados salvadoreños ejecutados por la policía
nacional, los grupos de milicias semi-oficiales, como los llamados ―sicarios sin fronteras‖ que
realizan ejecuciones extra-oficiales, o las amenazas a los intelectuales, como la que obliga a su
amigo Homero Jaramillo a pedir asilo político al gobierno de Canadá, tal como le comenta al
narrador en una correo electrónico.
Así, la novela de Rey Rosa remite a una doble proceso de archivación: en principio,
recupera los pedazos de vidas consignados en el archivo policial y pone en evidencia la
violencia que el estado ejerce sobre los sujetos; pero al mismo tiempo, al presentar la novela
en forma de notas, de un registro y un orden elaborado por el propio narrador, lo que nos
284
presenta es también un archivo. La forma misma del texto permite entonces mostrar justo la
inestabilidad y la fragmentariedad del proceso de archivación: el narrador archiva su
experiencia, la plasma en una serie de notas que son, finalmente, registros fragmentarios. No
se trata por lo tanto de un relato que produzca un sentido pleno o total, sino más bien de una
narración que toma la forma misma del archivo, de su inestabilidad, fragmentariedad,
arbitrariedad e incompletud. La función del intelectual, del letrado, consistiría entonces en la
posibilidad de marcar una verdad inestable, que no puede fijarse de antemano en el texto. De
ahí el final abierto y a la vez inquietante de la novela:
Lunes, de noche, Hotel Caimán. En el Pacífico con Pía [su hija pequeña], que tiene vacaciones.
Yo estaba tratando de ordenar estas notas, esta colección de cuadernos, cuando ella, que desde hacía
unos minutos insistía en que le contara un cuento, me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que estaba
tratando de armar un cuento.
– ¿Para niños? – me pregunta.
– Le digo que no.
– ¿Para grandes?
– Le digo que no sé, que tal vez es sólo para mí.
– ¿Sabes cómo podría terminar? – me dice.
Niego con la cabeza,
– Conmigo llorando porque no encuentro en ninguna parte a mi papá – responde. (179)
El archivo, los letrados, la ficción
En términos de relaciones discursivas, lo que une a estas tres novelas es la urgencia de
escritura que el archivo impone al narrador/autor: ya sea como el imperativo ético de recuperar
los testimonios recogidos para dar cuenta, a través de la pluralidad de voces, de una
experiencia límite como en el caso de Morales; o de los efectos espectrales que el archivo
produce en la conciencia del escritor que los lee y revisa como en el caso de Insensatez; o,
finalmente, como la imposición de una figura arqueológica que requiere de una elaboración
cuya puesta en escritura podría servir de ―coda para la singular danza macabra de nuestro
último siglo‖ (Rey Rosa, 2009: 14) como sucede con el archivo en el Material humano. En los
285
tres casos, el archivo ‗performa‘, produce la escritura novelística en relación a aquello que se
escapa del presente y la experiencia personal del escritor rondándolo como un espectro. Son
finalmente las experiencias del otro, aquellas que escapan a la racionalidad ordenadora las que
están en el centro de la escritura de estas novelas. A diferencia del testimonio, en el cual se
narra la experiencia propia, lo que la ficción permite es generar un espacio para pensar en la
alteridad y el frágil lazo que nos une con el sufrimiento ajeno. La literatura, en ese sentido,
sigue teniendo mucho que decir, más allá del lugar de enunciación del letrado que la produce.
O, en otras palabras, que tomo prestadas de Beatriz Sarlo: ―La literatura, por supuesto, no
disuelve todos los problemas planteados, no puede explicarlos, pero en ella un narrador
siempre piensa desde afuera de la experiencia, como si los humanos pudieran apoderarse de la
pesadilla y no sólo padecerla‖ (2006: 166). Y aquí Sarlo, cuando habla de una exterioridad, no
se está refiriendo a algo que quede fuera del discurso o del lenguaje, sino más bien a la
posibilidad del relato fictivo de situarse en los límites del relato factual y desde ahí
interrogarlo. No es necesario vivir algo para poder narrarlo, como tampoco lo es para
experimentar vicariamente la verdad de lo vivido: hay muchas maneras de padecer la
pesadilla. En el caso de las novelas aquí tratadas, la pesadilla queda consignada, registrada,
explorada, potenciada, desplazada, citada; pasa de un discurso a otro, del archivo al relato.
Con ello nos hace ver la fragilidad del discurso y pone en entre dicho, no la verdad del efecto
que el acontecimiento narrado produce, sino la confianza excesiva en las posibilidades de una
transmisión única, transparente y total de la experiencia. Nadie tiene la última palabra, quizás
solo el lector, quien termina su lectura atravesado por ese excedente de sentido que se escapa
de cualquier posibilidad de consignación.
286
Bibliografía:
ARIAS, Arturo (ed.), 2001. The Rigoberta Menchú Debate. Minneapolis: University of
Minnesota Press.
BARNET, Miguel, 1996 [1966]. Biografía de un cimarrón. La Habana: Letras Cubanas.
BESSE, Nathalie, 2009. ―Violencia y escritura en Insensatez de Horacio Castellanos Moya‖.
Espéculo. Revista de Estudios Literarios, núm. 41. Disponible en
<http://www.ucm.es/info/especulo/numero41/insensa.html>. [Consulta: 28 de diciembre de
2013].
BEVRLEY, John, 1993. ―The Margin at the Center: On Testimonio‖. Against Literature.
Minneapolis: University of Minnesota Press, pp. 69-86.
_______ 1993b. ―¿Posliteratura? Sujeto subalterno e impasse de las humanidades‖. Revista de
la Casa de las Américas, núm. 190, pp. 13-24.
________ y Hugo Achúgar (eds.), 2002. La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad
narrativa. Guatemala: Universidad Rafael Landívar.
________, 2008. ―Testimonio, Sublaternity and Narrative Authority‖. En Sara Castro Klaren
(ed.), A companion to Latin American Literature and Culture, Malden: Blackwell Publishing.
BOOTH, Wayne, 1961. The Rethoric of Fiction. Chicago: University of Chicago Press.
CAMPA DE LA, Román, 2006. ―Latinoamérica y sus nuevos cartógrfos. Discurso poscolonial,
diásporas intelectuales y miradas fornterizas‖. En Ignacio M. Sánchez Prado (ed.), América
Latina: giro óptico. Puebla: Universidad de las Américas y Secretaría de Cultura de Puebla,
pp. 21-51.
CASTELLANOS MOYA, Horacio, 2004. Insensatez. Barcelona: Tusquets.
CASTRO GÓMEZ, Santiago et al. (eds.), 1999. Pensar (en) los intersticios: Teoría y práctica de
la crítica poscolonial. Bogotá: Pensar / Pontificia Universidad Javierana.
CORTEZ, Beatriz, 2009. Estética del cinismo. Pasión y desencanto en la literatura
centroamericana de posguerra. Guatemala: F&G Editores.
DERRIDA, Jacques, 1995. Mal d’archive. Une impression freudienne. Paris: Gallilée.
GARCÍA DE LA SIENRA, Rodrigo, 2013. ―Actualidad del archivo y estética de la desaparición‖.
En Rodrigo García de la Sienra, Mónica Quijano e Irene Fenoglio (eds.). La tradición teórico-
crítica en América Latina. Mapas y perspectivas. México: Bonilla Artigas Editores /UV
/UNAM, pp. 245-265.
287
GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, Roberto, 1990. Mythe and Archive: A Theory of Latin American
Narrative. Cabridge: Cambridge University Press.
KOKOTOVIC, Misha, 2006. ―Neoliberal Noir. Contemporary Central American Crime Fiction
as Social Critisim‖. Clues. A Journal of Detection, vol. 24, no.3, pp. 15-29.
LARSEN, Neil, 1995. Reading North by South. On Latin American Literature, Culture and
Politics, Minneapolis, University of Minnesota Press.
MENCHÚ, Rigoberta, 1985 [1981]. Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia,
México, Siglo XXI Editores.
MORALES, Mario Roberto, 2007 [1994]. Señores bajo los árboles. Breve relación de la
destrucción de los Indios. Guatemala: Editorial Cultura.
________ (ed.), 2001. Stoll-Menchú: la invención de la memoria. Guatemala: Editorial
Consucultura.
NANCE, Kimberley, 2006. Can Literature Promote Justice? Trauma Narrative and Social
Action in Latin American Testimonio. Nashville: Vanderbilt University Press.
NAVA, Ricardo, 2010. Deconstruyendo el archivo. Jacques Derrida para historiadores. Tesis
para obtener el grado de Doctor en Historia. Universidad Iberoamericana. Disponible en
http://www.bib.uia.mx/tesis/pdf/015255/015255.pdf [Consulta: 28 de diciembre de 2013].
RAMA, Ángel, 1998 [1984]. La ciudad letrada. Montevideo: Arca.
OÑA ÁVALA, Sebastián, 2011. ―A Rodrigo Rey Rosa: ʻQuién quiere leer pura fantasíaʼ‖.
Revista Pilquen [online], no. 15. Disponible en
<http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1851-
31232011000200015&lng=es&nrm=iso>. [Consulta: 28 de diciembre de 2013].
REY ROSA, Rodrigo, 2009. El material humano. Barcelona: Anagrama.
RICOEUR, Paul, 1985. Temps et récit 3. Le temps raconté. Paris:Éditions du Seuil [bolsillo].
SÁNCHEZ PRADO, Ignacio, 2010. ―La ficción y el momento de peligro: Insensatez de Horacio
Castellanos Moya‖. Cuaderno Internacional de Estudios Humanísticos y Literatura: CIHEL,
núm. 14, pp. 79-86.
SARLO, Beatriz, 2006. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión.
México: Siglo XXI Editores.
SOMMER, Doris, 1991. ―Rigoberta‘s Secrets‖. Latin American Perspectives vol. 18, no. 1, pp.
32-50.
288
STOLL, David, 1999. Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans. Boulder:
Westview Press.
THURSTON-GRISWOLD, Henry, 2010. ―Una propuesta testimonial alternativa: Señores bajo los
árboles de Mario Roberto Morales‖. Revista Iberoamericana, nos. 232-233, pp. 583-600.
YÚDICE, George, 1991. ―Testimonio and Postmodernism‖. Latin American Perspectives, vol.
18, no. 3, pp. 15-31.