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263 Crimen, archivo y ficción: la herencia del conflicto armado en Guatemala 1 Mónica Quijano Universidad Nacional Autónoma de México ¿Cómo narrar lo inefable? Esta pregunta se encuentra en el centro de todo proyecto estético que de algún modo busca representar poner en escritura, los horrores vividos, directa o indirectamente, a causa de una experiencia límite. Este fue el caso del conflicto armado en Guatemala (1954-1996) que lanzó al ruedo de la discusión pública (y académica) el problema de la representación de una vivencia de vejación colectiva. Los inicios de esta discusión se sitúan en un testimonio publicado en 1983 por una activista maya-guatemalteca llamada Rigoberta Menchú Tum. La publicación del libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, bajo la autoría de la antropóloga Elizabeth Burgos, donde se recogía el testimonio de Menchú, promovió el rescate de un uso particular del testimonio en América Latina. Este se relacionó con la posibilidad de proponer un género de producción local que rescatara la voz de los grupos subalternos en oposición a la producción escrituraria, la cual había sido privilegio de las elites letradas herederas del colonialismo. En este sentido, el testimonio se convirtió en un género narrativo particular, con características propias que lo distinguirían de la definición común del término. La crítica sobre el testimonio contemporáneo en América Latina sitúa sus inicios en la Biografía de un Cimarrón (1966) del antropólogo cubano Miguel Barnet (Beverley y Achúgar, 2002 / Nance, 2006). 2 El libro fue resultado de una serie de entrevistas que Barnet 1 Una primera versión de este capítulo apareció bajo el título ―Postcolonialité et archive : le cas du roman de l‘après-guerre et l‘héritage du conflit armé au Guatemala » en, Amnis, 13 , sepiembre 2014, consultable en : http://amnis.revues.org/2215 2 Si bien el texto de Barnet abrió paso a la formación de un nuevo género discursivo, este se vinculó con la importancia que las narrativas no fictivas tuvieron en la tradición literaria de América Latina desde la época

Crimen, archivo y ficción: la herencia del conflicto armado en Guatemala

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Crimen, archivo y ficción:

la herencia del conflicto armado en Guatemala1

Mónica Quijano

Universidad Nacional Autónoma de México

¿Cómo narrar lo inefable? Esta pregunta se encuentra en el centro de todo proyecto estético

que de algún modo busca representar —poner en escritura—, los horrores vividos, directa o

indirectamente, a causa de una experiencia límite. Este fue el caso del conflicto armado en

Guatemala (1954-1996) que lanzó al ruedo de la discusión pública (y académica) el problema

de la representación de una vivencia de vejación colectiva. Los inicios de esta discusión se

sitúan en un testimonio publicado en 1983 por una activista maya-guatemalteca llamada

Rigoberta Menchú Tum. La publicación del libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació

la conciencia, bajo la autoría de la antropóloga Elizabeth Burgos, donde se recogía el

testimonio de Menchú, promovió el rescate de un uso particular del testimonio en América

Latina. Este se relacionó con la posibilidad de proponer un género de producción local que

rescatara la voz de los grupos subalternos en oposición a la producción escrituraria, la cual

había sido privilegio de las elites letradas herederas del colonialismo. En este sentido, el

testimonio se convirtió en un género narrativo particular, con características propias que lo

distinguirían de la definición común del término.

La crítica sobre el testimonio contemporáneo en América Latina sitúa sus inicios en la

Biografía de un Cimarrón (1966) del antropólogo cubano Miguel Barnet (Beverley y

Achúgar, 2002 / Nance, 2006).2 El libro fue resultado de una serie de entrevistas que Barnet

1 Una primera versión de este capítulo apareció bajo el título ―Postcolonialité et archive : le cas du roman de

l‘après-guerre et l‘héritage du conflit armé au Guatemala » en, Amnis, 13 , sepiembre 2014, consultable en :

http://amnis.revues.org/2215 2 Si bien el texto de Barnet abrió paso a la formación de un nuevo género discursivo, este se vinculó con la

importancia que las narrativas no fictivas tuvieron en la tradición literaria de América Latina desde la época

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realizó a Esteban Montejo, un veterano de la guerra de Independencia de Cuba (1898). En

términos formales, Barnet decidió elidir las preguntas de la entrevista en el texto, optando por

presentar la narración en primera persona a través de la voz del testigo. Este rasgo estructural,

así como la inclusión de dos productores del discurso –el autor propiamente del texto,

perteneciente por lo general a un letrado, y un sujeto subalterno, por lo general iletrado, que

enuncia oralmente su testimonio–, será el modelo que permitirá articular la descripción del

testimonio como un género narrativo específico en la producción del subcontinente. Esta

producción fue además reforzada en la década de 1970 con las políticas culturales de la Cuba

postrevolucionaria, mediante la instauración, a través de Casa de las Américas, de un premio

literario específico dedicado al testimonio.

Si bien el libro de Barnet se volvió un modelo textual, no fue hasta la década de 1990

cuando el testimonio obtiene un lugar privilegiado en la discusión académica gracias a la

publicación de Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia. Dado el impacto

internacional de la figura de Menchú y la amplia circulación del libro, este se volvió el

paradigma del género. Tal como lo definió la crítica académica3

a grandes rasgos, el

testimonio se caracterizaba por ser ―un relato producido en forma de texto impreso, narrado en

primera persona por un narrador que es también el protagonista real o testigo de los

acontecimientos que cuenta‖ (Beverley,1993: 71). Pero además, quien enuncia el testimonio

es, por lo general, un sujeto subalterno que no tiene acceso a la escritura y por lo tanto produce

textos orales que son grabados, transcritos y editados por un interlocutor ―letrado‖ (71),

colonial: las crónicas (Bernal Díaz del Castillo o Cabeza de Vaca); los ensayos nacionales ―costumbristas‖

(Facundo, Os Sertões); los diarios de campaña de Bolívar o Martí, los relatos de viajes, etc. (Beverley, 1993: 72). 3Sin duda John Beverley es quien más ha escrito sobre el tema, el artículo ―The Margin at the Center: on

Testimonio‖ publicado por primera vez en 1989 y recogido en Against Literatrue (1993) se volvió texto seminal

para los estudios que abordan este género discursivo. Asimismo, se puede consultar los textos de Hugo Achúgar

y John Beverley (2002), George Yúdice (1991), Doris Sommer (1991) y Kimberley Nance (2006) para

profundizar en la discusión sobre el tema, ampliamente tratado por la crítica latinoamericanista a partir de la

década de 1990.

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periodista, etnógrafo o autor literario, cuya función es ser un intermediario entre el sujeto

subalterno y el público lector. En este sentido, el testimonio es, para Beverley, una narrativa de

urgencia pues relata una historia que necesita ser contada, puesto que busca mostrar una

injusticia padecida por un sujeto o grupo en posición de subalternidad: represión, pobreza,

explotación o sobrevivencia, implicada en el acto mismo de narrar (73).

Por otro lado, el testimonio difiere de la autobiografía pues no afirma ninguna

identidad individual separada del grupo o de la situación de clase de quien lo relata (Beverely,

2008: 572). El testimonio, desde esta perspectiva, borra el privilegio acordado al escritor al

desvanecer la función autoral de un sujeto individual y diferenciado (y en esto, el testimonio

de Menchú se vuelve paradigmático). Así, el testigo ocupa una posición vicaria pues deja de

enunciar el relato de una vida individual para ejercer una función metonímica: se vuelve la

―voz‖ que encarna a la comunidad a la cual pertenece y representa. Esta relación puede verse

claramente en el inicio del testimonio de Menchú:

Me llamo Rigoberta Menchú. Tengo veintitrés años. Quisiera dar este testimonio vivo que no he

aprendido en un libro y que tampoco he aprendido sola ya que todo esto lo he aprendido de mi pueblo y

es algo que yo quisiera enfocar […] lo importante es, yo creo, que quiero hacer un enfoque que no soy la

única, pues ha vivido mucha gente y es la vida de todos. La vida de todos los guatemaltecos pobres y

trataré de dar un poco mi historia. Mi situación personal engloba la realidad de un pueblo (Menchú,

1985: 21).

Al incorporar la voz del subalterno, el testimonio es considerado un mecanismo de denuncia

del poder, del silencio oficial, de las políticas discriminatorias del Estado moderno, de las

injusticias y, en ese sentido, es definido como una ―escritura contra-hegemónica‖ de carácter

ejemplar (Beverley y Achúgar, 2002: 72). El pacto de veracidad que establece con el lector es

el principal sustento de su fuerza política y social: el testimonio pide al lector que crea que lo

narrado realmente sucedió y, por lo tanto, su autoridad recae en el hecho de que el narrador es

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un testigo ocular de los eventos relatados. Esta presencia se ve reforzada por el efecto de

oralidad que produce el texto (Beverley y Achúgar, 2002: 75).4

¿Por qué la centralidad del testimonio de Menchú? La respuesta puede encontrarse

tanto en la definición y la función que la crítica articuló en torno a este género discursivo,

como en el momento histórico en el que lo hizo. No es azaroso que la fuerza e importancia del

testimonio en la tradición narrativa latinoamericana se haya hecho visible precisamente en el

momento en que el llamado boom de la literatura entra en crisis durante la década de 1980.

Tampoco lo es si pensamos que esta crisis se manifiesta de diferentes maneras, todas ellas

relacionadas con la crítica del proyecto moderno instaurado por las elites políticas y culturales

de los estados nacionales, en la cual, la figura del letrado ocupaba un lugar preponderante y

fundacional. Esta crítica parte de la idea –propuesta por Ángel Rama en La ciudad letrada

(1984)– de una continuidad del uso excluyente y exclusivo de la escritura, instaurado en la

época colonial por las elites intelectuales, y que se prolongó, con algunas variantes y

reacomodos, durante el siglo XIX y principios del XX. Tal como lo señala Román de la

Campa (2006) en su cartografía sobre los estudios latinoamericanistas contemporáneos, el

proyecto crítico a partir de la década de 1990 en América Latina se relacionó con un

cuestionamiento de todas las formas orquestadas bajo las premisas del proyecto colonial, con

el fin de desmontar los mecanismos de poder en miras de una descolonización radical que

ponía bajo sospecha al propio proyecto moderno y su implementación en América Latina. Lo

4 Es en torno a este pacto de veracidad donde surgieron las principales críticas al testimonio de Menchú. La que

causó mayor revuelo fue la abierta por el libro del antropólogo estadounidense David Stoll, Rigoberta Menchú

and the Story of all Poor Guatemalans (1999), quien acusaba a Menchú de no haber respetado el pacto de

veracidad en su testimonio, al no contar la verdad en ciertos pasajes de su texto. También criticó que su versión

era una experiencia individual y que por lo tanto no podía ser tomada como paradigmática de todos los

campesinos en Guatemala. Por lo general, la crítica de Stoll se relacionó con las políticas neo-conservadoras del

gobierno estadounidense y de ciertos intelectuales críticos del multiculturalismo. Para una revisión de la polémica

cfr. Arturo Arias (ed.), The Rigoberta Menchú Debate (2001) y Mario Morales (ed.), Stoll-Menchú: la invención

de la memoria (2001).

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que se ponía en cuestión era toda forma de pensar y escribir que pudiera vincularse con una

―mentalidad noecolonial‖, extendida a los periodos posteriores a las independencias y las

formaciones nacionales. Estas formas incluían a los discursos nacionales, articulados por las

elites políticas, culturales y literarias: ―criollismos, indigenismos, negritudes, mestizajes,

paternalismos nacionales, […] y formas literarias como los realismos mágicos o maravillosos;

en fin, toda la historia de la cultura moderna‖ (de la Campa, 2006: 41). Frente a esta tradición

se buscó implementar otra, que proponía una historia alternativa y una lectura descentrada

para rescatar ciertos autores y discursos relegados por la historia tradicional. Su finalidad era

recuperar todas las ―enunciaciones y trasgresiones‖ que hubiesen irrumpido el ―orden

discursivo del poder colonizador, particularmente de sus tradiciones literarias e

historiográficas más hegemónicas‖ (de la Campa, 2006: 42). Incluso Beverely (1993b) llegó a

cuestionar la literatura como institución existente ligada a la producción colonial y

colonizadora, frente a la cual opuso el testimonio como una nueva forma ―postficcional‖ de la

literatura emergente de una cultura popular democrática (Larsen, 1995: 9).5 Desde esta

perspectiva, lo que se denuncia es ―la tendencia del intelectual a auto-representarse como un

ser transparente, sin ningún tipo de carga ideológica, capaz de representar por medio de sus

palabras a ese Otro marginado‖ (Cortez, 2009: 53).

Frente a este cuestionamiento y desacreditación de la tradición literaria ¿cómo

respondió la literatura? O, en otras palabas, ¿cómo respondieron los ―letrados‖, aquellos

5 No es el objetivo de este artículo señalar las problemáticas implicadas en esta postura. Baste indicar dos

cuestiones. La primera es que esta postura promueve la crítica y sospecha hacia toda producción artística que no

se amolde al paradigma realista y verista que se propone a través del testimonio. Con ello queda fuera el arte

experimental y vanguardista, así como toda producción realizada por sujetos que no estén en una posición

subalterna. La segunda problemática que la recuperación del testimonio plantea es una mirada simplista con

respecto de la relación referencial. Como acertadamente reflexiona Beatriz Sarlo (2006), debido al imperativo

ético que representa la denuncia de una injusticia o un crimen, el testimonio en la época contemporánea ―no es

sometido a las reglas que se aplican a otros discursos de intención referencial, alegando la verdad de la

experiencia, cuando de la del sufrimiento, que es la que precisamente necesita ser examinada‖ (49).

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escritores que, de alguna u otra forma, se sintieron interpelados por este giro contra-canónico?

Para indagar este asunto retomaré el caso de la representación de la llamada guerra civil

(1954-1996) en Guatemala y sus efectos en la sociedad, por ser central en la discusión

inaugurada por el texto paradigmático de Rigoberta Menchú. Me detendré en tres novelas

centroamericanas de posguerra,6 Señores bajo los árboles (1994) de Mario Roberto Morales,

Insensatez (2004) de Horacio Castellanos Moya y El material humano (2009) de Rodrigo Rey

Rosa, en las cuales, directa o indirectamente, se aborda el problema del testimonio, la herencia

de la violencia ejercida por el Estado sobre la población civil y el problema del archivo.

La fuerza de la experiencia o el uso testimonial del archivo

Señores bajo los árboles. Brevísima relación de la destrucción de los Indios de Mario Roberto

Morales (Guatemala, 1957) fue publicada en 1994, dos años después de que Rigoberta

Menchú recibiera el Premio Nobel de la Paz y algunos años antes de que se desatara la

controversia en torno a la veracidad de su testimonio. La novela narra los efectos nefastos de

la política contrainsurgente de ―tierra arrasada‖ efectuada por el ejército guatemalteco entre

1982 y 1983, bajo las órdenes del general Efraín Ríos Montt. En términos estructurales, está

compuesta por tres líneas narrativas: una que mimetiza los relatos de tradición oral de la

cultura maya a través de la voz narrativa de un brujo o chamán; otra enunciada por un narrador

heterodiegético que cuenta la historia de Toribio, campesino levado por el ejército y obligado

6El término posguerra ha sido utilizado en Guatemala para denominar un periodo que hace referencia a la recién

terminada guerra civil en Guatemala (y otros países centroamericanos). A partir de esta noción, Beatriz Cortez

(2009) propone, para la historiografía literaria, una ―sensibilidad‖ de posguerra caracterizada por ya no expresar

―esperanza ni fe en los proyectos revolucionarios idealistas que circularon en todo Centroamérica durante la

mayor parte de la segunda mitad del siglo XX […] inaugurando un momento de desencanto, de pérdida de

liderazgo y de fe en los proyectos utópicos […]‖ (24-25).

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a alistarse como kaibil7 para combatir la insurgencia guerrillera y, finalmente, una compuesta

por veintitrés testimonios anónimos de diferentes actores campesinos víctimas del conflicto

entre los grupos guerrilleros y el ejército.

En el prólogo a la segunda edición de la novela titulado ―Oraliteratura y testinovela‖

escrito en 2004, Morales sitúa el origen del texto en las fotocopias de unas transcripciones de

testimonios de campesinos mayas (anónimos) que habían sobrevivido a las campañas

contrainsurgentes del ejército. Estas transcripciones se encontraban en el centro de

documentación de la Comisión de Derechos Humanos de Centro América (CODEHUCA) en

Costa Rica, ubicada cerca de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)

donde por entonces el autor estaba traduciendo el libro Harvest of Violence. The Mayan

Indians and the Guatemalan Crisis (1988) coordinado por Robert Carmack, donde se recogían

ensayos e informes de trabajos de campo realizados por científicos sociales en Guatemala,

basados en testimonios de sobrevivientes de las comunidades campesinas víctimas de la

política contrainsurgente del gobierno. Para efectos de este trabajo, me interesa

particularmente la relación que el autor entabla con el archivo establecido previamente por los

miembros de la CODEHUCA, pues estos son la ―materia prima‖ de su relato fictivo. ¿Qué hacer,

parecería ser el planteamiento inicial, con un archivo de transcripciones orales de relatos sobre

el horror vivido por los sobrevivientes del conflicto? ¿Cómo abordar la tarea de transmitir esta

experiencia límite, no vivida en carne propia, pero sí recuperada a través de la narración de un

testigo? ¿De qué manera podría el lenguaje literario proponer una forma distinta y

complementaria a la transmisión de la experiencia que el testimonio aporta? En el caso de

7Los kaibiles son soldados de élite del ejército guatemalteco que toman su nombre de un personaje legendario de

la resistencia maya, Kaibil Balam, nunca atrapado por los conquistadores. Esta fuerza especial se fundó en 1974 y

tuvo un papel importante en la represión del gobierno guatemalteco contra la guerrilla en la década de 1980.

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Morales, esta transmisión se vuelve el punto de partida para la elaboración de una poética

propia, que él mismo sintetiza de la siguiente manera:

[…] Concebir un libro utilizando como materia prima las voces indígenas para, a partir de ellas, crear

una estética del horror convirtiendo sus hablas en una lengua literaria que diera cuenta de aquella

traumática experiencia colectiva. Ya desde la lectura de Me llamo Rigoberta Menchú me había percatado

de las posibilidades de una estética testimonial del horror a partir de la manera en como los indígenas

guatemaltecos narraban experiencias contrainsurgentes con su peculiar manera de habar español local,

algo que había extrañado en el testimonio de Menchú a pesar de comprender que la autora Elizabeth

Burgos jamás se lo había propuesto porque sus objetivos al escribirlo nunca fueron literarios. Además,

pensé, el registro de lo ocurrido no podía depender de una sola voz testimonial sino, forzosamente, de

muchas de ellas, pues se trató de un fenómeno masivo. Un libro que respondiera a esta estética tendría

que ser, pues, polifónico, plural, diverso, según la experiencia individual de las víctimas (Morales, 2007:

8).

Con esta reflexión posterior a la escritura de su novela (y posterior también a los

debates en torno a la veracidad del testimonio de Menchú), Morales revisa las bases sobre las

cuales asienta su propuesta literaria. En términos del pacto de lectura, este no se aleja del pacto

testimonial ejemplificado por el relato de Menchú. En este sentido, no pone en cuestión la

relación de veracidad que el testimonio propone ni el imperativo ético de denuncia social sino,

más bien, cuestiona el riesgo de depositar en una sola voz narrativa y una experiencia

individual la complejidad del acontecimiento representado. Lo que se pone en duda es la

relación metonímica que el testimonio manifiesta en términos de representatividad individual

de un grupo o colectividad. Es por ello que en su novela, Morales entreteje diversas voces y

focalizaciones de relatos testimoniales trabajados en un lenguaje literario, con el fin de

representar, siguiendo la tradición abierta por el indigenismo y los diversos regionalismos, el

habla local reforzada, en el texto, por un efecto de oralidad. La ficción, entonces, provee al

texto con una ―estética del horror‖ donde el lenguaje literario cumple ―una función artesanal

meramente viabilizadora de aquellas voces y aquellas hablas, marcadas a fuego por el terror‖

(Morales, 2007: 9). Este híbrido entre testimonio y novela, donde la ficción está al servicio de

la ―verdad testimoniada‖ es denominado por el autor ―testinovela‖ (9):

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En este libro todas las voces son reales. El requisito de la ficción radica en la conversión artesanal de

esas voces en una estructura y un lenguaje que no son ni fueron ni tienen por qué haber sido reales. No

me molesté en travestir demasiado las historias ni las voces. Este es un caso en el que la realidad abruma

a la ficción, de modo que ésta debe servirla con la humildad de caso (19).

La testinovela, por lo tanto, se presenta como un género cuyo pacto de lectura es cercano al

testimonio, pero que difiere formalmente por su estructuración fragmentaria. No se trata de

recuperar la experiencia de un solo sujeto y darle coherencia en un relato continuo con una

sola focalización, sino presentar una diversidad de voces narrativas donde el reto estético

consiste en ordenar estas voces para dar coherencia y unidad al relato (Thruston-Griswold,

2010: 586). Pero a diferencia de la narrativa posmoderna, en donde la fragmentación formal

sirve para ―señalar el fracaso de los paradigmas totalizadores de la modernidad y la pérdida de

la llamadas ‗narrativas maestras‘ ‖ (586), la narración fragmentada de la novela de Morales

busca ―comunicar un mensaje claro y convincente que posea la fuerza retórica de rebatir la

historia oficial de los que detentan el poder‖ (587).

Es clara aquí la función ancilar de la ficción: organizar el relato, darle un carácter

―literario‖ a la heterogeneidad narrativa de los testimonios orales y quedar al servicio de lo

que se considera como la verdad histórica enunciada por el testigo. Pero también, la ficción

permite intercalar, junto con los testimonios, otros discursos que enmarcan los sucesos

narrados: por un lado, la inclusión de fragmentos en cursivas que mimetizan los relatos de la

traición oral maya que representa los ―usos y costumbres‖ de la comunidad. Por otro, se

incluye la historia de Toribio, un relato fictivo elaborado para llenar los huecos no abarcados

por los testimonios. En efecto, en una entrevista, Morales se refiere a la falta de testimonios

sobre los campesinos que fueron obligados por el ejército a enrolarse, lo cual ―le impuso la

necesidad de imaginar los trastornos psicológicos e inventar a un personaje‖ que representara

con ―fidelidad a los miles de indígenas que se vieron forzados a convertirse en los asesinos de

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sus hermanos indígenas‖ (entrevista citada por Thruston-Griswold, 2010: 588). A pesar de

que el relato de Toribio se presenta como una ficción, esta no rompe el pacto referencial,

proponiéndose bajo las premisas de una poética realista capaz de representar ―con fidelidad‖

un hecho historiográfico del cual no se tiene registro testimonial. Con todo lo problemático

que esta postulación transparente entre representación y referente implica, la historia de

Toribio abre la veta para una reflexión sobre el mal, no en términos de aquel producido por

una entidad abstracta como el estado, el ejército o la guerrilla, sino del que habita al interior

del sujeto. La historia de Toribio permite que el lector se ponga en los pies del verdugo para

indagar en las razones personales o las circunstancias que llevan a alguien a asesinar a sus

conciudadanos por órdenes institucionales. El criminal se vuelve una persona y no un número

más en las cifras que recogen los efectos de la guerra. Toribio es a la vez víctima y verdugo,

esta condición permite relativizar también lo que muchas veces el testimonio no puede: la zona

farragosa y gris en la que se mueve la identidad de los actores del conflicto.

Las múltiples perspectivas narrativas que componen la novela son un vehículo para

explorar las distintas maneras a través de las cuales los actores involucrados en el conflicto

enfrentan los acontecimientos, pero también sitúa el texto dentro de una tradición discursiva

más amplia: aquella que inicia con la denuncia de Bartolomé de las Casas de los estragos de la

conquista (el título del libro es una clara alusión a la Brevísima relación de la destrucción de

las Indias de 1552), así como a los relatos de la tradición Maya (Pophol Vuh, Rabinal Achí y

Chilam Balam) y del propio indigenismo, que en Guatemala está representado por la figura de

Miguel Ángel Asturias. Con ello se rescata la importancia de la tradición letrada. El letrado, el

escritor en este caso, funge como un ―facilitador y ordenador –deliberado e interesado– de las

voces y sus verdades‖ (Morales, 2007: 9). Este ―testimonia mediante testimonios con la

finalidad de preservar la memoria colectiva y reciclar la identidad‖ (9). La función del letrado

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defendida por Morales no es puesta en duda, pues su producción permite dar una ―visión

totalizadora del hecho que le interesa testimoniar‖ (9). Con ello, el escritor recupera el

imperativo ético del deber de memoria del cual había sido relegado por la crítica que defendía

al testimonio por encima de la institución literaria. Desde la perspectiva de Morales, la

literatura permite complementar e inscribir en una ―estética del horror‖ los hechos

transmitidos por las víctimas del conflicto. A diferencia del testimonio, el nombre del testigo

pasa a un segundo plano: lo que importa es la experiencia que logra trasmitir y que es recogida

en un archivo previo con vistas a revelar las injusticias cometidas. Este movimiento sitúa a la

novela de Morales en la herencia del indigenismo histórico que tuvo su auge en las décadas de

1930 y 1940. Siguiendo el pacto verista planteado por este tipo de textos, no se cuestiona ni la

función del letrado ni tampoco la fragilidad que implica una separación tan marcada entre

realidad y ficción. En Morales, el archivo oral de las grabaciones recuperadas es la materia

prima, el documento veraz que sustenta la propuesta ética y estética de su producción literaria.

El retorno de lo reprimido o el efecto de la lectura del archivo

Diez años después de la aparición de Señores bajo los árboles, Horacio Castellanos Moya

(Tegucigalpa, Honduras, 1957) publica Insensatez (2004), novela en la cual también se aborda

el problema del testimonio con relación al conflicto civil guatemalteco. Pero a diferencia del

proyecto estético de Morales, Castellanos interroga en su novela la relación entre el escritor y

la política, así como las limitaciones (y posibilidades) del lenguaje literario para representar el

legado de la violencia en Guatemala (Sánchez Parado, 2010: 79). Los acontecimientos de la

novela son presentados a través de una voz narrativa cuyo nombre no se conoce nunca,

perteneciente a un escritor salvadoreño contratado por el arzobispado para revisar el informe

274

final sobre un genocidio contra las poblaciones campesinas de un país centroamericano.

Aunque en la novela nunca se menciona el nombre de este país, los sucesos y el informe

aludido hacen referencia a la historia reciente de Guatemala, que un lector medianamente

informado puede reconocer sin mayor problema.8

Los sucesos ocurridos a las víctimas del conflicto son abordados de modo indirecto, a

través de la apreciación del narrador, quien relata sus impresiones y vivencias mientras está

revisando el informe. Éste, desde el inicio de la novela, resulta sumamente antipático. Se trata,

sin duda, de un narrador ―no digno de confianza‖, tal como lo define Wayne Booth en The

Rethoric of Fiction (1961). Este narrador permite situar al lector a una distancia crítica que

impide su identificación con la voz narrativa. Ahora bien, a diferencia de la crítica de Booth,

quien ve en esta figura un peligro: que la persuasión ceda el puesto a la seducción de la

perversidad, Paul Ricoeur (1985) defiende su uso, en el plano de lo imaginario, a través de la

función ética de la distanciación que este tipo de narrador propone. Así, para Ricoeur, la

novela moderna ejerce mejor una crítica de la moral convencional al utilizar, en algunas

ocasiones, un narrador sospechoso cuyo principal objetivo es provocar e insultar las ―buenas

consciencias‖ y, en casos extremos, la propia sensibilidad del lector (1985: 291-292). Es

justamente esta función desestabilizadora la que opera en el narrador de Insensatez. Ignacio

Sánchez Prado (2010) ve en ella una crítica radical a la figura del intelectual ―incapaz de

cumplir su mandato social de mediación y construcción de verdad‖ (80). Lo que se pone en

juego es la figura misma del ―intelectual solidario‖ y, al hacerlo, la novela refuta la visión

8Dentro de las relaciones con la historia reciente de Guatemala que pueden establecerse en la novela está el

carácter del informe preparado por el arzobispado para incriminar al ejército guatemalteco en la matanza de más

de 200,000 civiles durante los años de duró el conflicto. Este informe, presentado en 1998, es conocido bajo el

título de ―Guatemala Nunca Más‖ del Proyecto Interdiocesano ―Recuperación de la Memoria Histórica‖

(REMHI), coordinado por el arzobispo Juan Gerardi, quien fue asesinado dos días después en su domicilio, sin

que este asesinato haya sido esclarecido hasta la fecha. Tanto el informe como el asesinato del arzobispo están

referenciados en la novela.

275

optimista que postula al testimonio como una estrategia de solidaridad entre un letrado y un

subalterno (80).9 Este cuestionamiento se construye en la novela a partir de dos estrategias: los

testimonios de las atrocidades cometidas por el ejército son percibidos por el narrador desde

una postura meramente estética, pues constantemente enfatiza los valores literarios de los

testimonios leídos, de los cuales, incluso, anota frases enteras en su libreta, recalcando el

placer que siente al leerlos. Pero al mismo tiempo, existe una incapacidad del narrador (que

aparece en diversas ocasiones en la novela) de transmitir el valor estético a sus amigos de

clase media: nadie entiende su postura estetizante y se apartan de esta, ya sea desde el horror,

la incomprensión o la indiferencia (80):

No permitiría que ese grupo de mal llamados celadores de los derechos humanos echara a perder mi

whiskey, me dije dándole otro sorbo, y en seguida extraje mi libreta de apuntes del bolsillo interior de

mi chaqueta con el propósito de paladear con calma aquellas frases que me parecían estupendas

literariamente, que jamás volvería a compartir con poetas insensibles como mi compadre Toto y que

con suerte podría utilizar posteriormente en algún tipo de collage literario, pero que sobre todo me

sorprendían por el uso de la repetición y el adverbio, como ésta que decía Lo que pienso es que pienso

yo… carajo, o esta otra, Tanto en sufrimiento que hemos sufrido tanto con ellos… cuya musicalidad

me dejó perplejo desde el primer momento, cuya calidad poética era demasiada como para no

sospechar que procedía de un gran poeta y no de una anciana indígena que con su verso finalizaba su

desgarrador testimonio que hora no viene al caso (Castellanos Moya, 2004: 43-44).

Queda claro en este pasaje cómo la relación del narrador con respecto de los testimonios del

informe está atravesada por una mirada estetizante que produce una ruptura entre la palabra y

lo que esta quiere expresar. Las frases son extraídas de su contexto inicial para ser

interpretadas sólo a través de su potencial literario, dejando el aspecto referencial a un lado,

pues este ―no viene al caso‖. Pero además, aparece un juicio de valor clasista: las frases son

―dignas de un gran poeta‖ y no de la ―anciana indígena‖ que las enuncia. Esta relación nos

muestra al narrador como un sujeto ―pequeño burgués y diletante cuyas conexiones vitales

tienen que ver más con la prosodia que con la empatía‖ (Sánchez Prado, 2010: 81). La postura

9Recordemos que autores como Beverley defienden la idea que la unión del ―intelectual solidario‖ y el ―sujeto

subalterno‖ producía un nuevo discurso (el testimonio) que permitía sacar a las humanidades del impasse burgués

del discurso literario moderno.

276

del narrador representa entonces una crítica a proyectos literarios como el de Morales, quien

propone, como se vio anteriormente, una estética del horror cimentada, justamente, en las

posibilidades literarias del habla de los testimonios orales de los campesinos guatemaltecos

víctimas del conflicto.

La condición pequeñoburguesa, cínica y clasista del narrador se ve reforzada por el interés

meramente pecuniario que tiene con respecto de su labor, como se percibe en el tercer

capítulo, cuando se entera que el adelanto de la remuneración de los servicios no podrá ser

cobrado inmediatamente sino al día siguiente: ―un coraje concentrado en el miserable

panameño por culpa de quien yo no había cobrado mi adelanto: ¿qué se creía ese

comemierda?, ¿que me podía basurear a su antojo?, ¿no se daba cuenta de que yo no era otro

de esos indios acomplejados con quienes acostumbraba tratar?‖ (38-39). Por lo tanto, a través

del narrador y de su lugar de enunciación, la novela ―nos presenta la barrera epistemológica

subyacente en las relaciones de clase […] en los países centroamericanos‖ (Sánchez Prado,

2010: 80). Sánchez Prado resume adecuadamente este cuestionamiento al señalar que la

novela de Castellanos ―pone en entredicho los presupuestos de la relación solidaria entre

intelectual, subalterno y movimiento social al observar que, incluso en contextos donde estos

movimientos han sucedido de hecho, existe una barrera de clase implícita en la actividad

escritural‖ (81).

Este cuestionamiento radical de la función del letrado se acompaña, en la novela, de una

reflexión sobre el impacto que la narrativa testimonial puede tener en términos de sus efectos

en una sociedad minada por el legado de la violencia de una guerra civil y la pérdida de

confianza en un proyecto capaz de dar un giro a la situación de injusticia vivida. Es aquí

donde entra la reflexión sobre el impacto que puede tener un archivo reunido con el fin de dar

testimonio de las atrocidades cometidas contra la población civil. Pero a diferencia del

277

testimonio o de la testinovela, en Insensatez las voces testimoniales aparecen intercaladas en la

narración por medio de la cita. Es el narrador quien recupera estas voces, la mayoría de las

veces, como vimos, con el fin de resaltar su valor estético. Sin embargo, a pesar del cinismo y

la ligereza con la que el narrador retoma estas experiencias, algo de la tragedia vivida logra

llegar al lector. Este puede, a diferencia del narrador, vislumbrar el horror que hay detrás de

ellas. Se trata de pequeños fragmentos incompletos que cuentan una historia truncada,

situación que apela a la imposibilidad del lenguaje de transmitir una experiencia total.

Podríamos por lo tanto asimilar estos fragmentos citados a la noción derridiana de

iterabilidad: estos representan marcas que dicen algo, pero no comunican, en el sentido de una

comunicación total transparente. Las palabras se escapan y no se puede tener ninguna garantía

de su sentido o, dicho de otro modo, no es posible adueñarse del sentido de la palabra del otro

(Nava: 253). La ―citacionalidad‖ apela justamente a la posibilidad de sacar la marca de su

contexto de emisión para injertarlo en otro contexto ajeno, extraño, diferencial. Se trata

entonces de una escritura que estalla, que se materializa en las notas del narrador, que se cuela

en la sensibilidad del lector, que deja huellas pero que a la vez borra la posibilidad de restituir

la experiencia. Lo que desaparece con esto es cualquier garantía de transmisión de un sentido

pleno (Nava: 253).

Al incluir la cita de fragmentos de voces testimoniales, la novela aparece atravesada

por una doble tensión (Kokotovic, 2009): por un lado, el narrador, que al enunciar su relato en

primera persona mimetizando el discurso oral, genera una parodia del discurso testimonial al

no cumplir con las expectativas éticas que el lector atribuye a un intelectual. Por el otro, la

presencia de un discurso testimonial de las víctimas del conflicto. Este contraste y tensión

producen en el texto un relato que representa, no las experiencias de opresión vividas en carne

propia por las víctimas, sino las experiencias y los efectos de su lectura (Kokotovic, 2009:

278

548). Es en esta experiencia donde se concentra la reflexión sobre el efecto de los testimonios,

ya que, a medida que avanza la novela, el lector aprecia cómo estos impactan en el narrador: lo

van empujando a la locura y a la paranoia a tal grado que tiene que abandonar el país sin que

con esto logre sanar de sus delirios persecutorios.

La interpretación sobre el final de la novela ha producido dos posturas opuestas: una

que ve en la transformación del narrador un desplazamiento de su postura distante y cínica

hacia una más comprometida atravesada por un deseo de justicia (Kokotovic, 2009 /Besse,

2009) que podríamos adscribir a una visión optimista sobre el poder de la escritura y de la

trasmisión de la experiencia para hacer un contrapunto a la violencia y ―sanar‖ el tejido social.

Otra (Sánchez Prado, 2010) que más bien ve en la locura final del personaje y su huida del

país un fracaso de la escritura. En este sentido, la memoria no es redentora pues el hecho de

que el narrador deba salir del país y de que los principales culpables de las atrocidades sigan

impunes muestra la futilidad tanto del informe como del archivo organizado por los activistas

de derechos humanos. Pese a toda esta labor, parece decir la novela, la paranoia, el miedo, la

violencia y la impunidad siguen presentes (Sánchez Prado, 2010: 85). ―Al asumir la inutilidad

de la escritura para resolver el conflicto social –concluye Sánchez Prado – Castellanos Moya

la reubica en su justa dimensión: la representación de experiencias únicas dentro del marasmo

de la violencia y el desmontaje de las estructuras discursivas que las subyacen‖ (86).

Si bien me inclino a pensar que la interpretación de Sánchez Prado es más cercana a la

intencionalidad de la novela, me parece que el informe y los testimonios reunidos no son

fútiles. Al contrario, producen un efecto en el autor cercano a lo que Freud definió como el

―retorno de lo reprimido‖. Es cierto que el narrador es incapaz de sentir empatía con las

víctimas, pero esto no quiere decir que la lectura de los testimonios no tenga un efecto en él.

Su locura y paranoia derivan de esta experiencia de lectura. A un nivel consciente, el narrador

279

no parece afectado por lo que está leyendo, pero a un nivel inconsciente, los testimonios se

van colando en su psique hasta llevarlo al delirio paranoico. Esto tiene una implicación ética

en términos de la experiencia de lectura: el sufrimiento ajeno, que es recuperado por vía

testimonial, no puede ser controlado racionalmente por el intelectual. Este se le escapa de las

manos. Pero al mismo tiempo, el testimonio mantiene una función y un efecto que opera justo

donde no puede controlarse, pues es finalmente el excedente de sentido que contiene toda

experiencia límite lo que termina por enloquecer al narrador, quien no puede hacer nada para

controlarlo. Este efecto de lectura devuelve su fuerza al testimonio. Solo que esta no se

encuentra ya en la confianza absoluta de la capacidad de transmitir una experiencia controlada

racional, política o estéticamente, sino de un excedente producido por el retorno de lo

reprimido. En este sentido, la memoria no es redentora sino espectral.

Los derroteros de la institución o la función de consignación del archivo

En El material humano (2009), Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) aborda el poder de

consignación que tiene la escritura cuando se convierte en archivo institucional y el

desplazamiento que ocurre cuando este se recupera para ser inscrito en el discurso literario.

La novela se presenta al lector en forma de diario donde el narrador, identificado con el autor,

registra en cuadernos sus experiencias y actividades cotidianas durante el tiempo que estuvo

en contacto con el Archivo de Gabinete de Identificación, hallado entre los escombros de un

edificio que había fungido como hospital y cuartel policiaco durante la guerra civil. El

Archivo, perteneciente a la policía de Guatemala, había estado oculto durante los primero años

de la democracia y se volvió visible, según narra el autor en la introducción de la novela,

gracias a un incendio y una serie de explosiones en un local donde se guardaban residuos de

280

material bélico utilizado durante el conflicto armado. Este hecho llevó a un agente de la

Procuraduría de Derechos Humanos a revisar otros almacenes en busca de explosivos que

pudieran representar algún peligro. Así es como se llegó a inspeccionar ―La Isla‖, antiguo

hospital que había sido también cuartel militar y centro de torturas, donde se descubrió un

recinto tapiado lleno de papeles, cajas y sacos de documento policiacos, compuesto de ochenta

y tantos millones de documentos con libros de actas que se remontan a 1860 y que se terminan

en 1996, fecha de la firma de los acuerdos de Paz (Rey Rosa, 2009: 12). La intención inicial

del autor, cuando pidió permiso para visitar este Archivo, fue ―conocer los casos de

intelectuales y artistas que fueron objeto de colaboración policiaca o que colaboraron como

informantes o delatores – durante el siglo XX‖ (12). Sin embargo, dado el estado caótico en el

que se encontraban los documentos, descarta rápidamente la idea por impracticable. El jefe del

Proyecto de Recuperación del Archivo lo invita a revisar una especie de archivo dentro del

archivo, perteneciente al Gabinete de Identificación, que había sido conservado casi

íntegramente y que contenía las fichas de identidad policíaca de todos los ciudadanos

arrestados a partir de su creación en 1922. A pesar del pacto referencial que el narrador/autor

plantea en su introducción, este se ve matizado por un epígrafe que re-sitúa lo narrado dentro

del espacio de la ficción: ―Aunque no lo parezca, aunque no quiere parecerlo, ésta es una obra

de ficción‖ (9). Es en esta tensión donde se borran los límites establecidos entre lo ficcional y

lo factual que la propuesta narrativa de Rey Rosa se construye.

Como mencioné anteriormente, la novela es la transcripción y ordenamiento de las

notas que el autor tomó mientras consultaba el Archivo:

Comencé a tomar notas de lo que leía en el archivo porque no te permitían fotocopiar, ni copiar ni sacar

material, la única posibilidad era anotar: entonces empecé a llenar libretas con el material que

encontraba ahí, y luego, cuando me impiden volver, empecé a llevar un Diario ya pensando en salvar el

material. En un momento me doy cuenta que eso me va a servir y lo hago sintomáticamente sin saber

que iba a hacer con eso al final. Luego me doy cuenta que dejándolo casi como era, era válido

(Entrevista con Sebastián Oña Álava, 2011).

281

A diferencia del archivo que aparece en las novelas anteriores, este es, en términos

institucionales, un archivo del estado. En su revisión de la novela, Rodrigo García de la Sienra

–siguiendo las reflexiones de Roberto González Echevarría en Myth and Archive (1990)– sitúa

la producción novelística moderna en América Latina en oposición al discurso burocrático del

Estado. Así, esta surgiría ―como el reverso crítico del proceso de legitimación que, mediante

una serie de prácticas escriturarias vinculadas con la burocracia […] sometía la vida anómica

de los individuos a la actividad normativa del estado‖ (García de la Sienra, 2013: 248). Nada

más cercano a este poder de consignación del archivo que aquel articulado por la institución

policial, alrededor del cual giran las reflexiones del narrador registradas en sus cuadernos. Para

dar muestra de las maneras en que este archivo consigna no solo la escritura o la ley, sino al

propio ciudadano considerado como aquel que la infringe, en la novela se transcriben algunas

de las fichas que conforman un catálogo absurdo de delitos, como lo muestran los siguientes

casos:

Aguilar Elías León. Nace en 1921. Moreno, delgado, cabello negro liso; dedo pulgar del pie derecho,

fáltale la mitad. Fichado en 1948 por criticar al Supremo Gobierno de la Revolución. En 1955 por

pretensiones filo comunistas, según lo acusan.

Ávila Aroche Jesús. Nace en 1931. Moreno. (1.86 mts.). Malabarista. Soltero. Vive con su mamá.

Fichado por limpiar botas sin tener licencia. En marzo de 1962 por hurto. El diciembre de 1962 por

robo, En mayo de 1963 por secuestro.

Gallardo Ordóñez Mario. Nace en 1929. Talabartero. Fichado en 1959 por distribuir propaganda

subversiva.

Rosales Vidal Francisco. Nace en 1925. Tipógrafo. Fichado en 1940 por jugar pelota en la vía pública.

Sarceño O. Juan. Nace en 1925. Jardinero. Vive con su hermana. Fichado en 1945 por bailar tango en la

cervecería ―el Gaucho‖, donde es prohibido.

Carranza Ávila Rosa María. Nace en 1920. Oficios domésticos. Fichada en 1944 por cometer adulterio

en su casa.

Santos Aguilar Perfecta. Nace en 1922. Fichada en 1943 por padecer enfermedad venérea.

Vásquez V. Mariano Nace en 1923. Agricultor. Fichado en 1935 por esquinear y por vago (Rey Rosa,

2009: 24-26).

Al transcribir el nombre de los consignados para incluirlos en su libreta con los datos de la

ficha, se produce un desplazamiento en donde lo registrado deja de ser solamente el contenido

282

de un fichero policial, para convertirse en trozos de la vida de un sujeto, el embrión de una

historia que remite a una persona y no solo un nombre: ¿quién es?, ¿qué hizo?, ¿cuál fue su

destino? Al mismo tiempo muestra lo absurdo de la violencia ejercida por el estado en la

catalogación de los delitos proscritos: ―La serie muestra la índole arbitraria y muchas veces

perversa de nuestro típico sistema de justicia, que sentó las bases para la violencia

generalizada que se desencadenó en el país en los años ochenta y cuyas secuelas vivimos

todavía‖ (Rey Rosa, 2009: 36). Este archivo y su arbitrariedad muestran que la violencia

ejercida por el estado en el país es sobre todo estructural y no solamente abarca el periodo de

la guerra civil, sino que remonta a los años previos del conflicto.

Si, como indica Jacques Derrida en Mal d’archive (1995), la etimología de la palabra

remite al arkeion griego, la residencia de los magistrados, de los arcontes, de aquellos que

tenían el derecho de representar la ley, sus guardianes, ¿quiénes serían los nuevos arcontes que

guardan el Archivo? Esta pregunta atraviesa indirectamente toda la novela de Rey Rosa. El

resguardo del archivo se desplaza del poder de quien lo instauró, encarnado en un funcionario

gubernamental que en la novela lleva por nombre Benedicto Tun, quien personalmente llevó el

registro policiaco hasta su jubilación en la década de 1970, a dos entidades más dispersas. Por

un lado, los archivistas e historiadores que forman parte del Proyecto de Recuperación del

Archivo y que terminarán por mostrar ante el jefe su malestar por las visitas del narrador, ya

que este es considerado un diletante, un ―turista‖ del archivo que no está ahí para cumplir

ninguna función institucional. Por otro, una amenaza menos tangible que asecha al narrador a

través de llamadas telefónicas a media noche y una constante sensación de sentirse vigilado, la

cual se asimila al ambiente de las novelas de Kafka, de quien se incluyen diversas citas a lo

largo del texto como un marco de referencia que permite situar a los personajes dentro del

sistema de vigilancia abstracto de un estado represor. Esta condición espectral de algo que

283

asecha continuamente al narrador está presente en toda la novela: por un lado, el archivo lo

inquieta constantemente, lo obliga a consignar su experiencia y su relación con él, así como a

hablar constantemente de este, con su familia, sus amigos y su pareja. El archivo asecha al

narrador como un pasado que regresa disfrazado para desazogar su conciencia, aquello de lo

que la sociedad guatemalteca de postguerra prefiere olvidar, tal como lo muestra la actitud de

sus amigos y familiares: desde su madre que prefiere ―enterrar‖ y no hablar del secuestro

sufrido durante seis meses en 1981; del padre que le aconseja que no revuelva el pasado, o del

amigo que lo interpela preguntando: ―¿Para qué escarbar en el pasado? Es mejor dejar que los

muertos descansen ¿no?‖ (83).

Pero es justo esta voluntad de ―hacer hablar a los muertos‖ la que mueve al narrador a

seguir visitando el archivo:

Como Zagajewski en su ―Cracovia intelectual‖, en el Archivo yo veía un lugar donde las historias de los

muertos estaban al aire como filamentos de un plasma extraño, un lugar donde podrían entreverse

―espectaculares máquinas de terror‖ como tramoyas que habían estado ocultas (84).

Esta amenaza no solo persigue al narrador por venir del pasado sino que se extienda al

presente. La violencia no se ha ido, continúa ahí. Su presencia se percibe en las notas de

prensa que registra en sus cuadernos: los diputados salvadoreños ejecutados por la policía

nacional, los grupos de milicias semi-oficiales, como los llamados ―sicarios sin fronteras‖ que

realizan ejecuciones extra-oficiales, o las amenazas a los intelectuales, como la que obliga a su

amigo Homero Jaramillo a pedir asilo político al gobierno de Canadá, tal como le comenta al

narrador en una correo electrónico.

Así, la novela de Rey Rosa remite a una doble proceso de archivación: en principio,

recupera los pedazos de vidas consignados en el archivo policial y pone en evidencia la

violencia que el estado ejerce sobre los sujetos; pero al mismo tiempo, al presentar la novela

en forma de notas, de un registro y un orden elaborado por el propio narrador, lo que nos

284

presenta es también un archivo. La forma misma del texto permite entonces mostrar justo la

inestabilidad y la fragmentariedad del proceso de archivación: el narrador archiva su

experiencia, la plasma en una serie de notas que son, finalmente, registros fragmentarios. No

se trata por lo tanto de un relato que produzca un sentido pleno o total, sino más bien de una

narración que toma la forma misma del archivo, de su inestabilidad, fragmentariedad,

arbitrariedad e incompletud. La función del intelectual, del letrado, consistiría entonces en la

posibilidad de marcar una verdad inestable, que no puede fijarse de antemano en el texto. De

ahí el final abierto y a la vez inquietante de la novela:

Lunes, de noche, Hotel Caimán. En el Pacífico con Pía [su hija pequeña], que tiene vacaciones.

Yo estaba tratando de ordenar estas notas, esta colección de cuadernos, cuando ella, que desde hacía

unos minutos insistía en que le contara un cuento, me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que estaba

tratando de armar un cuento.

– ¿Para niños? – me pregunta.

– Le digo que no.

– ¿Para grandes?

– Le digo que no sé, que tal vez es sólo para mí.

– ¿Sabes cómo podría terminar? – me dice.

Niego con la cabeza,

– Conmigo llorando porque no encuentro en ninguna parte a mi papá – responde. (179)

El archivo, los letrados, la ficción

En términos de relaciones discursivas, lo que une a estas tres novelas es la urgencia de

escritura que el archivo impone al narrador/autor: ya sea como el imperativo ético de recuperar

los testimonios recogidos para dar cuenta, a través de la pluralidad de voces, de una

experiencia límite como en el caso de Morales; o de los efectos espectrales que el archivo

produce en la conciencia del escritor que los lee y revisa como en el caso de Insensatez; o,

finalmente, como la imposición de una figura arqueológica que requiere de una elaboración

cuya puesta en escritura podría servir de ―coda para la singular danza macabra de nuestro

último siglo‖ (Rey Rosa, 2009: 14) como sucede con el archivo en el Material humano. En los

285

tres casos, el archivo ‗performa‘, produce la escritura novelística en relación a aquello que se

escapa del presente y la experiencia personal del escritor rondándolo como un espectro. Son

finalmente las experiencias del otro, aquellas que escapan a la racionalidad ordenadora las que

están en el centro de la escritura de estas novelas. A diferencia del testimonio, en el cual se

narra la experiencia propia, lo que la ficción permite es generar un espacio para pensar en la

alteridad y el frágil lazo que nos une con el sufrimiento ajeno. La literatura, en ese sentido,

sigue teniendo mucho que decir, más allá del lugar de enunciación del letrado que la produce.

O, en otras palabras, que tomo prestadas de Beatriz Sarlo: ―La literatura, por supuesto, no

disuelve todos los problemas planteados, no puede explicarlos, pero en ella un narrador

siempre piensa desde afuera de la experiencia, como si los humanos pudieran apoderarse de la

pesadilla y no sólo padecerla‖ (2006: 166). Y aquí Sarlo, cuando habla de una exterioridad, no

se está refiriendo a algo que quede fuera del discurso o del lenguaje, sino más bien a la

posibilidad del relato fictivo de situarse en los límites del relato factual y desde ahí

interrogarlo. No es necesario vivir algo para poder narrarlo, como tampoco lo es para

experimentar vicariamente la verdad de lo vivido: hay muchas maneras de padecer la

pesadilla. En el caso de las novelas aquí tratadas, la pesadilla queda consignada, registrada,

explorada, potenciada, desplazada, citada; pasa de un discurso a otro, del archivo al relato.

Con ello nos hace ver la fragilidad del discurso y pone en entre dicho, no la verdad del efecto

que el acontecimiento narrado produce, sino la confianza excesiva en las posibilidades de una

transmisión única, transparente y total de la experiencia. Nadie tiene la última palabra, quizás

solo el lector, quien termina su lectura atravesado por ese excedente de sentido que se escapa

de cualquier posibilidad de consignación.

286

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