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LA INVESTIGACIÓN ARQUEOLÓGICA EN MICHOACÁN A vances , problemas y perspectivas Claudia Espejel Carbajal editora El Colegio de Michoacán

2014 Historia de la arqueología en Michoacán

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LA INVESTIGACIÓN ARQUEOLÓGICA EN M ICHOACÁNA v a n c e s , p r o b l e m a s y p e r spe c t iv a s

Claudia Espejel Carbajal editora

El Colegio de Michoacán

930.17237INV La investigación arqueológica en Michoacán : avances, problemas y perspectivas / Claudia Espejel Carbajal editora.—

Zamora, Michoacán : El Colegio de Michoacán, © 2014.521 páginas : ilustraciones ; 28 cm.— (Colección Debates)

ISBN 978-607-8257-82-9

1. Aqueología - Michoacán2. Patrimonio Cultural - Historia - Michoacán3. Michoacán - Antigüedades

I. Espejel Carbajal, coordinadora

Imagen de portada: Excavación de un conjunto residencial en el sitio de Malpaís Prieto (fotografía: Guillaume Roux).

© D. R. El Colegio de Michoacán, A. C., 2014Centro Público de InvestigaciónConacytMartínez de Navarrete 505 Las Fuentes59699 Zamora, Michoacán [email protected]

Impreso y hecho en México Printed and made in México

ISBN 978-607-8257-82-9

ÍNDICE

Introducción

Historia de la arqueología en MichoacánClaudia Espejel Carbajal

El registro de sitios arqueológicos en el plano nacional y su vinculacióncon una realidad estatal. El caso de la cuenca de Pátzcuaro en el estado de MichoacánEfrain Flores

Diversidad cultural y variedad arquitectónica en el Michoacán prehispánicoSalvador Pulido Méndez y Luis Alberto López Wario

El estudio de los restos funerarios en Michoacán Claudia Espejel, Efrain Cárdenas y Ramiro Aguayo Haro

De barro y fuego. Las tradiciones cerámicas de MichoacánAgapi Filini

Los estudios de la obsidiana en Michoacán. Síntesis y reflexiones Juan Rodrigo Esparza López

La minería y metalurgia de Michoacán Blanca Maldonado

Manifestaciones gráfico-rupestres en la arqueología de Michoacán. Avances y perspectivas Alejandro Olmos Curiel

Retrospectiva y perspectivas en torno al quehacer de la arqueología histórica en MichoacánPatricia Fournier G. y Saúl Alberto Guerrero Rivero

Avances y perspectivas de la arqueoastronomía en Michoacán Mario Alfredo Rétiz García

¿Y del mar llegaron? Los contactos entre Sudamérica y el occidente de México: balances y perspectivas en torno a un viejo problema Hazael Alvarado Hernández

La arqueología oficial. Las funciones del i n a h en Michoacán Eugenia Fernández-Villanueva Medina

Reservas Patrimoniales Bioculturales de Michoacán. En el camino de la corresponsabilidadEfraín Cárdenas García

Factores de incidencia en la recuperación y el estudio de datos arqueológicos en MichoacánLuis Alberto López Wario y Salvador Pulido Méndez

Búsqueda de tesoros, saqueo y destrucción del contexto arqueológicoClaudia Espejel

Conclusiones

índice onomástico

índice toponímico

INTRODUCCIÓN

El propósito de evaluar la investigación arqueológica que se ha realizado en Michoacán, tema central de este libro, es múltiple. Por un lado, como lo indica el subtítulo, pretendemos lograr que se aprecien los resultados de los estudios arqueológicos que se han hecho en el estado, producto del trabajo serio de muchos investigadores, sin dejar de señalar sus principales fallas, carencias y problemas, todo ello con el ánimo de detectar las tareas pendientes y sugerir los posibles pasos a seguir para solventarlos. También queremos llamar la atención de los arqueó­logos, especialmente de los que empiezan sus carreras, para que volteen su mirada hacia esta parte del mundo de preferencia para hacer investigaciones en ella, ofreciéndoles al mismo tiempo una guía que les permita plantear problemas de investigación prioritarios o potencial­mente fértiles. Asimismo, deseamos que este libro se convierta en un instrumento que ayude a dirigir los esfuerzos de investigadores y autoridades hacia la solución de los problemas urgentes en materia de protección del patrimonio cultural, y en última instancia, destacando la gran cantidad de información sobre las sociedades pasadas que se puede obtener de los vestigios arqueológicos, y por tanto la que se pierde si éstos se destruyen o alteran, queremos propiciar el interés del público en general, principalmente de los michoacanos que eventualmente debe­rían convertirse en los custodios permanentes de esos vestigios.

Detrás de estos propósitos subyace la idea de que la conservación del llamado patri­monio cultural sólo tiene sentido si va acompañada de un trabajo previo de investigación científica. En otras palabras, consideramos que los sitios arqueológicos, y los bienes arqueoló­gicos en general, se convierten en patrimonio únicamente si sabemos algo sobre la gente que los construyó y habitó, en cuál época y durante cuánto tiempo, si conocemos su papel en el ámbito regional y sus relaciones con otros pueblos o regiones, cuestiones que en la mayoría de los casos sólo pueden averiguarse mediante la investigación arqueológica. Por ello la intención primordial de nuestra evaluación es incentivar los estudios sobre el pasado prehispánico de Michoacán y, difundiendo lo que ya se ha realizado, promover el interés general sobre esta materia.

Con este fin hemos reunido un conjunto de artículos en los que se analizan distintos aspectos de la arqueología michoacana aprovechando el conocimiento y la experiencia acu­mulada por varios arqueólogos que han trabajado en el estado. En ellos no sólo se examinan

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La in v e s t ig a c ió n a r q u e o l ó g ic a e n M i c h o a c An

diversas facetas de la investigación propiamente dicha, sino también el papel que desempeñan las instituciones relacionadas con ella. Aunque los distintos temas fueron desarrollados con libertad por cada uno de los autores, se les solicitó incluir en sus textos un mínimo de infor­mación común para darle unidad al libro y alcanzar el objetivo final, por lo cual en todos ellos se hace un balance de los aspectos positivos y negativos del tema en cuestión y, en dado caso, se proponen posibles pasos a seguir en el futuro. Vale decir además que la bibliografía que acompaña cada una de las contribuciones y que en conjunto es casi exhaustiva, constituye de por sí una herramienta útil para conocer las publicaciones, los informes y las noticias referentes a la arqueología en Michoacán.

Mención especial merece la participación de Efraín Cárdenas, investigador del Centro de Estudios Arqueológicos del Colmich y del Centro i n a h Michoacán, quien con entusiasmo secundó la idea de elaborar este libro, prestó su ayuda en momentos críticos y cuyas opiniones fueron decisivas en varias ocasiones.

Iniciamos el libro con un texto de mi autoría en el que presento un panorama general de los estudios arqueológicos que se han realizado en Michoacán, enmarcándolos en el con­texto global de la arqueología mexicana y señalando su relación con las principales tendencias teóricas y metodológicas que han marcado el desarrollo de la disciplina en distintos momentos.

Le siguen siete artículos donde se examinan de manera más particular los estudios que se han hecho a partir de los diversos tipos de vestigios materiales que encuentran los arqueó­logos. Para comenzar, Efrain Flores, investigador adscrito a la Dirección de Registro Público de Monumentos y Zonas Arqueológicos del i n a h , evalúa el estado actual del inventario de sitios arqueológicos oficialmente registrados por esta institución tomando como ejemplo el caso de la cuenca de Pátzcuaro. En seguida, Salvador Pulido y Alberto López Wario, investi­gadores de la Dirección de Salvamento Arqueológico del in a h que han participado y tenido a su cargo prácticamente todos los proyectos relacionados con la construcción de carreteras y otras obras de infraestructura en Michoacán en los últimos años, exponen los conocimientos que se tienen sobre la arquitectura prehispánica y sus características en distintas áreas del estado, ofreciendo inclusive varios datos inéditos. Después, Claudia Espejel, Efraín Cárdenas y Ramiro Aguayo, arqueólogo del Centro i n a h Michoacán, resumen los resultados que se han obtenido a partir del estudio de los restos humanos y de vestigios funerarios. A continuación, Agapi Filini, Rodrigo Esparza y Blanca Maldonado, investigadores del Centro de Estudios Arqueológicos de El Colegio de Michoacán, examinan respectivamente los estudios que se han centrado en el análisis de la cerámica arqueológica, la obsidiana y los metales, temas en los que cada uno de ellos se ha especializado. Finalmente, Alejandro Olmos, egresado de la maestría en arqueología del Centro de Estudios Arqueológicos del Colmich y actualmente estudiante del doctorado en arqueología de la e n a h , presenta un recuento de los trabajos reali­zados en Michoacán sobre petrograbados y otras manifestaciones gráfico-rupestres, casi todos ellos muy recientes, incluida su propia tesis de maestría.

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I n t r o d u c c i ó n

Los siguientes tres artículos son algo disímbolos pero en conjunto exponen ciertas carencias importantes de la investigación arqueológica llevada a cabo en Michoacán. Primero, Patricia Fournier, profesora de arqueología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia desde 1989, junto con Saúl Guerrero, alumno de la maestría en arqueología de la misma insti­tución, hacen notar lo poco que se han aplicado los métodos y las técnicas de la arqueología para estudiar periodos históricos posteriores a la conquista española; las ventajas que ofrece esta estrategia, comúnmente llamada arqueología histórica, en contrapartida a los estudios de tales periodos basados en documentos escritos, y sugieren varios temas posibles de inves­tigar mediante este enfoque. Después, Mario Alfredo Rétiz, adscrito al Centro de Estudios Arqueológicos del Colmich y que ha participado desde hace años en varios proyectos arqueo­lógicos, describe algunos petrograbados que parecen tener connotaciones astronómicas para dirigir nuestra mirada hacia la arqueoastronomía, especialidad temática de gran importancia para entender a las sociedades del pasado que prácticamente no se ha aplicado en Michoacán. Por último, Hazael Alvarado, egresado de la especialidad en arqueología de la e n a h , examina críticamente un tema polémico, poco documentado y recurrente en los estudios arqueológi­cos de Michoacán y en general del occidente de México: el de los posibles contactos habidos desde tiempos remotos entre los habitantes de esta región del país y poblaciones del sur del continente americano.

En los cuatro artículos restantes se consideran los factores externos que afectan posi­tiva y negativamente a la investigación arqueológica. En primer lugar, Eugenia Fernández- Villanueva, investigadora del Centro i n a h Michoacán desde 1998, expone las funciones que cumple esta institución y el papel que le corresponde desempeñar a la arqueología “oficial”. Luego Efraín Cárdenas, con la experiencia de varios proyectos en el occidente de México, dis­cute la legislación vigente y los proyectos previos para proponer una nueva figura jurídica, las Reservas Patrimoniales Bioculturales, con la cual se garantizaría la conservación del patrimo­nio arqueológico y la realización de proyectos de investigación así como el manejo sustentable y social de los espacios naturales relacionados con los sitios arqueológicos. Por su parte, Luis Alberto López Wario y Salvador Pulido examinan los diversos factores sociales, naturales y hasta personales que condicionan la recuperación de información arqueológica y su estudio; tema que se complementa con el último artículo donde hemos reunido una colección de citas textuales y anécdotas personales que por sí mismas exhiben el problema enorme que consti­tuye el saqueo y el tráfico ilegal de piezas arqueológicas.

Para concluir, cerramos el libro con el balance general de los logros que ha alcanzado la investigación arqueológica en Michoacán, el repertorio de problemas que hemos identificado y las medidas que se pueden tomar para resolverlos.

Claudia Espejel

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HISTORIA DE LA ARQUEOLOGÍA EN MICHOACÁN

Claudia Espejel Carbajal El Colegio de Michoacán-CEH

En esta sección presento un recuento de las investigaciones arqueológicas realizadas en Michoacán desde hace más de un siglo, con el propósito de evaluar de manera general su desarrollo a lo largo del tiempo y para proporcionar un cuadro comprensivo dentro del cual se puedan insertar los temas particulares que se tratan en el resto del libro. He puesto espe­cial atención en los objetivos de cada investigación, en las técnicas y los métodos utilizados y en sus resultados, más que en la descripción de los sitios y de los materiales estudiados, con el fin de captar los cambios de intereses o de perspectivas teóricas en distintos momentos y poder evaluar así tanto el grado de avance de los conocimientos generados por la arqueología michoacana como la manera en que estos se han obtenido.

Conviene aclarar que esta no es la primera ocasión en que se hace una síntesis de las investigaciones arqueológicas realizadas en Michoacán. De hecho, prácticamente todos los arqueólogos que han trabajado en la región han incluido en sus publicaciones o informes un recuento de los estudios previos, ya sea de los que se han llevado a cabo en todo el estado y en las áreas circundantes (véanse por ejemplo Michelet 1992, Pollard 1993 y Macías 1997)

o tan sólo de aquellos que se han realizado en la zona particular de su interés (véase por ejem­plo Novella et al. 2002 o Trujillo 20llb), además de que existen tres textos dedicados exclusi­vamente al tema (Chadwick 1971, Williams 1993 y Macías 1997 [1988]), todos los cuales pueden consultarse para complementar lo que aquí decimos.

He subdivido la historia tomando en cuenta principalmente las características de las propias investigaciones, las cuales están relacionadas con las tendencias generales de la arqueo­logía en distintas épocas pero también con el desarrollo particular de la arqueología oficial mexicana e incluso con situaciones específicas del caso michoacano. En el nivel más general se pueden distinguir muy claramente tres etapas. La primera, que he llamado de los pioneros, comprende la última década del siglo x i x y la primera del siglo XX, tiempo en el que se reali­zaron las primeras exploraciones propiamente arqueológicas en Michoacán aunque sus prota­gonistas todavía no eran arqueólogos profesionales, y coincide más o menos con el periodo de la arqueología mexicana que Ignacio Bernal ( l979) caracterizó con el título de “Pensamiento positivista” (1880-1910). La segunda etapa coincide con el periodo que Bernal calificó como “El triunfo de los tepalcates” (1910-1950), aunque en el caso michoacano no se hicieron nuevas exploraciones arqueológicas hasta 1928-1930 y luego la mayor parte de las investigaciones se

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llevaron a cabo entre 1938 y 1946 (coincidiendo prácticamente con la creación del i n a h en 1939).

Estas últimas, además, comparten las características del tipo de arqueología que se practicó durante el periodo que Willey y Sabloff (1975) llamaron “Histórico-clasificatorio” y, más con­cretamente, durante la última parte de tal periodo (1940-1960). Por ello he hecho la distinción entre ambos momentos: el primero, de 1928 a 1930, cuando los primeros arqueólogos profesio­nales se ocuparon de Michoacán, y el segundo, de 1937 a 1950, claramente distinguible porque el interés preponderante fue el de definir complejos, horizontes y provincias arqueológicos. La tercera etapa, en términos formales de 1950 hasta nuestros días, coincide a grandes rasgos, por las tendencias teóricas, con el periodo “Explicativo” (1960-) de Willey y Sabloff (l975).

No obstante, en el caso de Michoacán durante los cincuenta no se hicieron investigaciones arqueológicas, por lo cual, en términos reales y en coincidencia con la propuesta de los citados autores, la etapa comienza en 1961. Esta se distingue porque el interés de los arqueólogos se orienta hacia la explicación general de procesos evolutivos o de desarrollo social, aunque es posible que en la actualidad ya se estén operando cambios teóricos, técnicos y metodológicos significativos. Para facilitar el análisis y la exposición he subdivido esta larga etapa en déca­das, no de manera arbitraria sino porque en cada una he notado ciertas tendencias claras. En los sesenta destacan dos grandes proyectos de salvamento arqueológico encargados al entonces Departamento de Prehistoria del in a h además de los trabajos en Tzintzuntzan. En los setenta la mayor parte de las investigaciones se realizaron en sitios arqueológicos aislados y hacia el final de la década se nota la influencia de la creación del Centro Regional del i n a h

y de su primer director, Román Piña Chan. Durante los ochenta, en cambio, se hacen de nuevo importantes trabajos regionales gracias a los cuales, entre otras cosas, se incrementó exponencialmente el número de sitios arqueológicos inventariados. Finalmente, a partir de los noventa, las investigaciones, muchas de ellas presentadas como trabajos de grado, se han enfocado hacia la resolución de problemas cada vez más específicos surgidos de los estudios realizados con anterioridad.

Por razones de espacio han quedado aquí muy desdibujadas las ligas entre las inves­tigaciones realizadas en Michoacán y las efectuadas en otras regiones, especialmente en las adyacentes al estado, pero es un aspecto que de diversas maneras saldrá a relucir en otros capítulos de este volumen. Por la misma razón he omitido también otro tipo de estudios que no se pueden desligar de la investigación arqueológica, sobre todo los etnohistóricos (para el efecto véase Espejel 2008, capítulo l).

Aprovecho este espacio para expresar mi agradecimiento a Helen Pollard, Dominique Michelet, Rubén Maldonado, Salvador Pulido, Eugenia Fernández-Villanueva, Efraín Cárdenas e Igor Cerda, todos ellos protagonistas importantes de esta historia, por ayudarme a aclarar ciertos pasajes respondiendo personalmente a mis preguntas o proporcionándome datos que no logré encontrar con facilidad en la bibliografía. Igualmente agradezco a José Luis Ramírez, jefe del Archivo Técnico de la Coordinación Nacional de Arqueología (a t c n a ) del i n a h , por su siempre invaluable asesoría durante la consulta de los informes y documentos a su cargo.

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

A n t e c e d e n t e s

Si consideramos que la arqueología, en un sentido muy amplio, es el arte de inferir eventos sucedidos en el pasado a partir de sus huellas materiales, podemos remontar la historia de la arqueología en Michoacán hasta los inicios de la época colonial, cuando tenemos las primeras noticias de lugares y objetos que daban cuenta de hechos históricos remotos.

Por ejemplo, hacia 1540 el autor de la Relación de Michoacán (Alcalá 2000: 346) mencionó las casas y el templo de Zichaxuquaro, para entonces ya en ruinas, que habían sido construidos por Hire Ticatame varios siglos antes y que tras su muerte fueron abandonados (posiblemente en la primera mitad del siglo xm). También mencionó los templos que quedaban, igualmente ya destruidos y abandonados, en Hucariquareo cerca de Guayangareo (hoy Morelia) en el camino a México {ídem: 46l). La detallada descripción del lugar donde se edificaron los tem­plos de Pátzcuaro en tiempos de Vapeani y Pauacume (ca. 1400), inestimable testimonio que permite imaginar el sitio prehispánico sobre el que se edificó la ciudad colonial (idem: 363-364),

así como la lista de edificios de Tzintzuntzan dedicados a la diosa Xaratanga {idem: 498), aban­donados hacia 1400 y cuyos restos permanecían cubiertos de maleza en tiempos de Tariácuri (ca. 1450), son otros ejemplos de la información “arqueológica” que contiene este documento. En él encontramos también la noticia de que un español saqueó la tumba de Tariácuri en Pátzcuaro (idem: 519), además de otros datos que indican dónde fueron enterrados distintos personajes de la historia prehispánica, por ejemplo Sicuirancha en Uayameo (idem: 349).'

Unos años más tarde, en 1579, el corregidor de Chilchota, Pedro de Villela, mencionó los templos que estaban en unas lomas altas al suroeste del pueblo (Acuña 1987: 107) así como un gran conjunto de terrazas en un malpaís al oeste, lo que le pareció un testimonio de que antiguamente había vivido en ese lugar mucha gente (idem: 104). Un dato menos explícito pero igualmente valioso es el de Sebastián Macarro, quien en 1580 informó que el monasterio franciscano de Tancítaro estaba sobre el antiguo templo prehispánico (idem: 29l).

A mediados del siglo x v i i el cronista franciscano Alonso de la Rea relató que un vecino de Zacapu había hallado en la cumbre del cerro cercano, donde habían quedado enterrados los antiguos templos, “tres platoncillos de plata como unas patenas, aunque mayores, labradas con el primor que ellas [y que] según algunas tradiciones, eran los que tenía el ídolo en las orejas y narices” (Rea 1996: 83). También anotó que en su tiempo todavía podía verse la calzada por la que antiguamente el cazonci caminaba desde Tziróndaro, en la orilla noroccidental del lago de Pátzcuaro, hasta Zacapu, donde se encontraba, según él, el sumo sacerdote y el ídolo principal de los tarascos (idem: 82-83). Asimismo aludió a los huesos que aún se veían entre Maravatío y Zinapécuaro como evidencia de una ilustre batalla entre tarascos y mexicanos (idem: 77), dato que anteriormente también había citado Cervantes de Salazar ( l9 7 i, II: 259).

1. En la medida en que la Relación de Michoacán contiene descripciones de las costumbres que los tarascos tenían antes de la conquista española, toda

la información que ésta contiene es útil para la arqueología y de hecho ha sido una fuente de datos imprescindible para reconstruir varios aspectos

de la cultura y de la historia prehispánica. Lo mismo puede decirse de las Relaciones geográficas y de las crónicas que se mencionan a continuación.

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Un ejemplo más de los datos de tipo arqueológico consignados en documentos colo­niales es la detallada descripción que Pablo de la Purísima Concepción Beaumont hizo de las ruinas del antiguo centro ceremonial de Ihuatzio y de las yácatas de Tzintzuntzan, lugares que él mismo inspeccionó a finales del siglo x v in (Beaumont 1932, II: 45-46).

LO S PIONEROS

En un sentido más estricto, la historia de la arqueología en Michoacán comienza a finales del siglo XIX. Para entonces los principios básicos de esta ciencia y su técnica más característica, la excavación, ya estaban plenamente establecidos (Trigger 1992: 186-195, Daniel 1974). Aunque en México las exploraciones propiamente arqueológicas todavía eran muy escasas, emprendidas la mayoría de las veces por iniciativa individual y técnicamente atrasadas con respecto a las que se practicaban en Europa, varios viajeros extranjeros y otros tantos aficionados mexica­nos habían dado noticias de ruinas arqueológicas existentes por todos los rumbos del país. Además muchos objetos prehispánicos, la mayoría de ellos descontextualizados, se exhibían en el Museo Nacional fundado desde 1825. Si bien el conocimiento sobre el México antiguo estaba basado todavía en gran medida en los documentos escritos durante la colonia -muchos de los cuales, como las obras de Sahagún, Durán, Motolinía o Landa, se publicaron durante el siglo xix- los estudiosos que escribieron compendios de la historia antigua de México, como Orozco y Berra o Bancroft, aludieron también con frecuencia a los datos arqueológicos cono­cidos hasta entonces. Por otra parte, más o menos a partir de 1880 la influencia del positivismo científico se dejó sentir y las interpretaciones del pasado prehispánico, antes muy especulati­vas, se empezaron a fundamentar cada vez más con datos concretos. Entre los trabajos arqueo­lógicos que se realizaron en esos años vale mencionar a manera de ejemplo las expediciones oficiales que se enviaron a Teotitlán y Cuicatlán, Oaxaca, en 1877; la de Francisco del Paso y Troncoso en Cempoala, Veracruz, en 1890; las de Antonio Peñafiel en varios sitios arqueo­lógicos con el fin de ordenar las colecciones del Museo Nacional; la de Aquiles Gerste en Casas Grandes en 1891 y las muy criticadas intervenciones de Leopoldo Batres en Teotihuacán en 1884 y 1886; así como las de los extranjeros William Niven en Guerrero, Desiré Charnay en varios sitios de la república, Marshall Saville en Oaxaca y los estudios de objetos arqueológicos de William Holmes. Al mismo tiempo hicieron su aparición varias publicaciones periódicas especializadas en temas antropológicos y arqueológicos, como los Anales del Museo Nacional (1877), la revista American Anthropologist (1888) y el Journal de Id Societé des Americanistes (1895).

En 1895, además, se realizó en México el XI Congreso Internacional de Americanistas, con­vocado por primera vez en Francia en 1875 con el objetivo de contribuir al progreso de los estudios etnográficos, lingüísticos e históricos de América, especialmente de los anteriores a la conquista, y de poner en contacto a los interesados en el estudio de esos temas (Bernal 1979: 90-153, Comas 1974: 45). Finalmente conviene mencionar que en 1885 se había creado en

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el país la Inspección General de Monumentos, dependiente de la Secretaría de Fomento e Instrucción Pública, con la función de cuidar la conservación de las ruinas arqueológicas de la república, impedir que se hicieran excavaciones sin autorización y llevar el control de las piezas arqueológicas que por diversas vías llegaran al Museo Nacional. Además, desde 1896 existían leyes que regulaban la propiedad de objetos arqueológicos y la participación de particulares en excavaciones de ruinas antiguas (Bernal 1979: 131, Suárez Cortés 1987: 28 , Olivé 2003 [1988]:

23-2 8 ), y en 1897 se ordenó la conformación de la Carta Arqueológica de los Estados Unidos Mexicanos (López Camacho 1988: 217).

En Michoacán el interés por los vestigios arqueológicos no se quedó a la zaga y, de hecho, el Museo Michoacano fundado por Nicolás León en 1886 fue uno de los primeros museos regionales del país y su colección de piezas arqueológicas, la mayoría donada por particulares, era sin duda una de las más importantes de la época. Igualmente lo fueron sus Anales, en cuyo primer número de 1888 el mismo Nicolás León publicó un artículo sobre las yácatas de Tzintzuntzan.

León aprovechó la exploración poco científica que el inglés Charles Harford había hecho en las yácatas, más una serie de datos históricos, para describir su sistema construc­tivo y rebatir la idea en ese entonces popular de que éstas eran el antiguo palacio de los reyes tarascos. Basado en el material, el modo de construcción y la forma de las yácatas, que calificó de primitivos, concluyó (erróneamente) que éstas pertenecían “á los tiempos remotísimos de la historia, quizá á los primeros pobladores de Michoacán, anteriores en mucho á los chichi- mecas vanacaceos” y que por lo mismo no eran contemporáneas a las vasijas de cerámica polícroma que se encontraban en el sitio. Por otro lado, dedujo dónde habría estado la zona habitacional, a partir de los restos de cimientos que observó en una breve inspección del sitio junto con los materiales que vio en la superficie asociados a ellos (ídolos, utensilios domésticos de barro, instrumentos de cobre, obsidiana y piedra), y por el conocimiento que tenía de otros sitios arqueológicos, entre ellos las ruinas al oeste de Zacapu, consideró que las grandes cons­trucciones similares a las yácatas de Tzintzuntzan eran templos y fortificaciones mientras que los montículos pequeños eran sepulcros, por lo que en el interior de estos últimos sí era posible encontrar “preciosidades arqueológicas” (León 1888).

En un escrito posterior León repitió sus conclusiones proporcionando más información sobre el sistema constructivo de las yácatas de Tzintzuntzan, reconstruyó hipotéticamente el asentamiento prehispánico de Pátzcuaro basándose en varios datos consignados en documen­tos históricos y en sus propias observaciones (figura l), describió someramente las antiguas construcciones del malpaís de Zacapu, mencionó una pirámide en Zinapécuaro idéntica al templo mayor de Pátzcuaro y, sin proporcionar mayores detalles, se refirió a la existencia de monumentos prehispánicos en Teremendo, Zirahuén, Ario, San Antonio Carupo, Coeneo, Tingambato (en donde había practicado algunas excavaciones; Piña Chan y Oi 1982: 8) y en general a la gran cantidad de vestigios arqueológicos que todavía quedaban en Michoacán (León 1903: 405-418). Asimismo aportó datos sobre las minas de cobre michoacanas, describió

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las técnicas metalúrgicas de los tarascos, mencionó los yacimientos de obsidiana de Zináparo y Zinapécuaro, describió las principales características de los objetos fabricados con este mate­rial así como las de las piezas cerámicas, se refirió a los petroglifos y a distintos tipos de objetos arqueológicos (pipas, hachas, huesos con muescas, etc.), infiriendo a partir de todo ello las costumbres, actividades y habilidades de los tarascos {ídem: 448-455).

El arqueólogo michoacano más destacado de finales del siglo xix fue sin duda el pres­bítero Francisco Planearte y Navarrete, cuya importante colección de objetos arqueológicos, muchos de Michoacán y varios de ellos obtenidos de sus propias excavaciones, constituyó una parte sustancial de las piezas que se exhibieron en la Exposición Histórico-Americana que se montó en Madrid en 1892 para conmemorar el iv centenario del descubrimiento de América (Paso y Troncoso 1892).

Con la finalidad de formar una pequeña colección de objetos arqueológicos auténticos que le sirviera de base para el estudio de las antigüedades michoacanas, Planearte practicó varias excavaciones cerca de su natal Zamora, una de ellas en unas pequeñas lomas ubicadas en el rancho Orandino llamadas El Gato Grande y El Gato Chico, en cuyas faldas, según fue informado, se habían encontrado unas grandes urnas cinerarias. En una meseta de la loma

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principal encontró lo que parece haber sido una pequeña yácata de planta mixta2 cuya exca­vación dio como resultado el hallazgo de varios esqueletos acompañados de numerosos obje­tos de barro, piedra, concha, metal e inclusive un fragmento de tela carbonizado. Planearte tomó nota puntual de la distribución, ubicación, orientación y postura de los esqueletos (48 en total), analizó el desgaste de los dientes y muelas así como las suturas de los cráneos para determinar la edad de los individuos, observó la secuencia de capas de tierra y ceniza en una de sus excavaciones y a partir de todo ello llegó a la conclusión de que uno de los personajes enterrados debía haber sido el gobernante, otros sus criados de servicio y otros más las víctimas sacrificadas a los dioses en un altar cercano (Planearte 1887, 1893).

Planearte también excavó en Jacona la Vieja, cerca de Tangamandapio, en donde se encontraban las ruinas de la antigua ciudad de Jacona. Allí obtuvo varios cráneos y algunos objetos de barro y de cobre, y para la exposición de Madrid levantó un plano del sitio y mandó hacer una maqueta de madera de su templo mayor a escala 1:50 (Planearte 1887: 275, Paso y Troncoso 1892: 54, 234-235) (figura 2). Igualmente realizó excavaciones en la Hacienda de Santa Rita, cerca de Copándaro, en la orilla del lago de Cuitzeo, en donde encontró varias sepulturas (Planearte 1887: 276). Entre sus exploraciones resalta una de las primeras donde sólo encontró toscos objetos de piedra y ningún resto de cerámica, por lo cual concluyó que se trataba de las ruinas de un pueblo prehistórico, “tal vez el primero que ocupó el suelo de Michoacán” (;idem: 274).

Aparte de los objetos hallados en estas excavaciones, Planearte enriqueció su colec­ción con piezas de Pajacuarán obtenidas en las excavaciones practicadas por Agustín Hunt y Mauricio Beauchery; del rancho Miraflores y de la Hacienda la Noria cercanos a Zamora; de Tarímbaro, Purépero, Tacámbaro, Zacapu, Ecuandureo, Patamban y Tangancícuaro, entre otros sitios de Michoacán, más las de otros lugares del centro de México {idem: 276, passim). En total, Planearte reunió más de tres mil piezas arqueológicas, aproximadamente la mitad de ellas de Michoacán, que atribuyó a distintos grupos étnicos (matlatzincas, tarascos y tecos, entre otros), más una buena cantidad de cráneos humanos que también se exhibie­ron en Madrid y que al parecer fueron estudiados en París por “el célebre antropologista Mr. [Ernest Theodore] Hamy” (Paso y Troncoso 1892: 18). Tras la exposición histórico-americana, Planearte vendió su colección al Museo Nacional (León 1903b: 9).

Otro pionero de la arqueología michoacana fue el noruego Cari Lumholtz, quien al final de un largo viaje de exploración científica por el norte y el occidente de México (de 1895 a 1898), pasó cuatro meses en Michoacán recopilando datos antropológicos sobre la población tarasca y reuniendo objetos arqueológicos de la región. Con el propósito principal de averiguar cómo estaban construidas las yácatas, Lumholtz practicó excavaciones en un sitio cerca del pueblo de Parangaricutiro, sobre una meseta en las faldas del Tancítaro, conformado por tres

2. “...una pequeña construcción de tierra y piedra en forma cónica, de tres y medio metros de altura aproximadamente por cinco de diámetro en la base.

Esta comunicaba por un pretil con otra elevación en forma de pirámide trunca, de base cuadrada, igual altura, y cuatro metros por lado en la parte

superior” (Planearte 1887: 274).

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2. Plano de Jacona la Vieja elaborado por Francisco Planearte a finales del siglo XIX (León 1903).

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3. Vasijas cerámicas de la meseta tarasca coleccionados por Lumholtz a finales del siglo XIX (Lumholtz 1986 [1904], II: 395).

pequeños montículos alineados de este a oeste y una gran yácata en forma de T similar a las de Tzintzuntzan, entre otras estructuras (Lumholtz. 1986 [1904], II: 36 0 -363). A partir de sus obser­vaciones y de la excavación que realizó en una de las yácatas pequeñas concluyó, siguiendo a Nicolás León, que el propósito de éstas y de los pequeños montículos de tierra cubiertos de piedra era “guardar a los muertos”, mientras que los grandes en forma de T estaban des­tinados al culto religioso (idem: 365). Lumholtz también visitó un sitio en las inmediaciones de Cherán, lo describió con relativo detalle y practicó excavaciones en uno de los montícu­los donde tiempo antes, al abrir un camino, se había sacado un esqueleto (idem\ 38 4 -3 8 8 ) .

Posteriormente excavó también en el sitio denominado “El Palacio del rey Caltzontzin” en el malpaís de Zacapu donde, según le informaron, “se habían extraído muchas cosas curiosas” (idem\ 39 l) . Tras cinco días de excavación “en un sitio plano en medio de las piedras al pie y al noreste del Palacio” encontró varios esqueletos muy cerca de la superficie y, entre ellos, una gran urna funeraria con los restos quemados de un esqueleto así como una escudilla llena de ceniza con un cráneo suelto (figura 3). En total reunió más de cien cráneos de tres tipos, uno de los cuales identificó como perteneciente a los tarascos. Varios de ellos, incluidos los de cuatro mujeres, habían sido aplanados artificialmente y algunos otros tenían dientes limados en forma de cola de golondrina. También halló varios huesos largos con muescas transversales que posteriormente estudió junto con Ales Hrdlicka (Lumholtz y Hrdlicka 1898). A partir de todo ello y remitiéndose a la opinión de Eduard Seler, Lumholtz concluyó que la urna

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C l a u d ia E s p e je l C arbajal

funeraria “contenía los restos del caudillo quemado, y los esqueletos serían los de sus siervos” (Lumholtz 1986 [1904], II: 415-419). Lumholtz también describió el sistema constructivo de las yácatas de Zacapu, haciendo notar las diferencias entre estas y las de Tzintzuntzan, y de manera general se refirió a la gran cantidad de edificios y casas antiguas que observó al seguir el filo del malpaís hacia el norte (idem: 365 y 419).

Aparte de los sitios excavados, Lumholtz dio cuenta de la existencia de un montículo que estaba como a 50 millas al oeste de Tepalcatepec, región en donde por lo demás abunda­ban las ruinas de antiguas casas y yácatas y en donde se encontraban frecuentemente “gran­des caracoles marinos que los antiguos aztecas usaban como trompetas” (idem\ 348). Además obtuvo diversas piezas arqueológicas de barro, piedra y cobre procedentes de Peribán, Santa Fe de la Laguna, Naranja, Pátzcuaro y otros sitios, entre las que destacan un espejo de obsidiana negra veteada de verde claro encontrada en Zirahuén que le compró a un cura y dos esta­tuas de piedra con forma de chacmol, una de ellas de Ihuatzio {idem: 439). Por otra parte, en Uruapan pudo fotografiar “varias buenas antigüedades” que poseía un particular (¡idem: 433).

En el verano de 1904 otro visitante extranjero, George H. Pepper, realizó excavaciones en Michoacán, en la hacienda San Antonio (más tarde llamada California) a unos 32 kiló­metros al oeste de Apatzingán. Pepper excavó dos montículos en los cuales encontró varios esqueletos y diversas piezas arqueológicas asociadas a ellos que le permitieron concluir, al igual que León, Planearte y Lumholtz, que algunos de los montículos que se encontraban en Michoacán se habían usado con propósitos funerarios. Entre los objetos que encontró y describió destacan dos tapaderas tipo “Capiral” características de la región (Pepper 1977 [1916]).

Por último debemos mencionar a varios autores que en estos mismos años publicaron descripciones de distintos restos arqueológicos de Michoacán. En 1897 Frederick Starr descri­bió algunas esculturas de piedra procedentes de Michoacán haciendo notar su parecido con unas de Tennessee, Estados Unidos, y en 1902 Adela Bretón hizo algunas observaciones sobre los yacimientos de obsidiana de Zinapécuaro, los artefactos de este material y algunos de los sitios arqueológicos de la zona (Bretón 1905, Weigand y Williams 1997). En 1908 Eduard Seler describió los templos y diversos tipos de artefactos tarascos, retomando básicamente los datos proporcionados por León, Planearte y Lumholtz pero con algunas noticias propias obtenidas de su visita en 1895 a las ruinas de Tzintzuntzan, que su esposa fotografió, y de algunas piezas que obtuvo en Tangancícuaro, entre ellas un pectoral de cobre que describió más puntual­mente en el Zeitschriftfür Ethnologie (segunda parte, cap. xix, 18). Resultan interesantes tam­bién las ilustraciones de unas vasijas procedentes de Icuácato de la colección de Nicolás León que se encontraban en el Museo Real de Etnología de Berlín, así como las de otros objetos de las colecciones del Museo Nacional y de la colección de Planearte (Seler 2000 [1908]: 192-197 y 214) (figura 4). De esos años es también la amena descripción que Eduardo Ruiz (1984: 529-533) hizo de las ruinas de Ihuatzio, la primera que menciona el sistema de calzadas que rodean el sitio y una de las estructuras circulares que se encuentran en su sección sur. Poco tiempo después Julián Bonavit también describió este sitio, en gran medida repitiendo lo que había

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4. Pectoral de cobre estudiado por (Seler 1904, t. II: 415).

escrito Beaumont en el siglo xvill, pero con la noticia y descripción de las esculturas y chac- moles encontrados allí (Bonavit 1908). Finalmente vale la pena mencionar el informe extraor­dinariamente detallado que el presidente municipal de Ixtlán envió al gobernador del estado en 1896, sobre los entierros que el doctor Munguía había encontrado en el sitio conocido con el nombre de El Tepetate y otros que en el mismo sitio habían sido destruidos veinte años atrás por unos vecinos que “buscando un tesoro en metálico, no conocieron el verdadero tesoro histórico que destruyeron” [Archivo Técnico de la Coordinación Nacional de Arqueología del INAH (ATCNA), exp. 311 (72-34) (0 2 ) /l] .

Se pueden destacar varios aspectos de esta primera etapa de la arqueología michoacana. Por una parte, no deja de ser sorprendente la gran cantidad de información arqueológica que ya se había reunido, aunque fuera de manera poco sistemática todavía, y el uso que de toda ella se hacía para dar cuenta de diversos aspectos del pasado prehispánico. Por otra parte, si bien las excavaciones realizadas parecen haber tenido como fin principal determinar la función de los distintos tipos de edificios, y sobre todo el de averiguar si éstos eran tumbas o no, en tér­minos muy incipientes se reconocía también que los distintos sitios y materiales arqueológicos podían representar diferentes momentos de la larga historia precolonial o ser manifestaciones de diferentes grupos culturales. Por último, resalta el hecho de que ya desde entonces el trabajo arqueológico estuviera en competencia continua con el de los buscadores de tesoros. Nicolás León (1888) lamentó que el cura Ignacio Traspeña hubiera demolido una de las yácatas de Tzintzuntzan “pretendiendo encontrar grandes tesoros”. Planearte se quejó también de que todos los lugares que exploró en Jacona la Vieja habían sido previamente excavados por los

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habitantes de los ranchos vecinos “que esperaban sacar de allí grandes tesoros”, por lo cual no pudo darse cuenta de cómo estaban construidos los sepulcros ni observar “otras interesantísi­mas particularidades” (Planearte 1887: 274-275). Desgraciadamente y a pesar de las leyes y las instituciones creadas para evitar estos saqueos, desde entonces hasta nuestros días todos los arqueólogos han tenido que lidiar con el mismo problema.

LO S INICIOS DE LA ARQUEOLOGÍA PROFESIONAL

Durante las siguientes dos décadas no se hicieron nuevas exploraciones arqueológicas en Michoacán, aunque eventualmente llegaron a las oficinas federales noticias enviadas por par­ticulares sobre el hallazgo de vestigios de la época prehispánica en algunos pueblos del estado (por ejemplo en Aporo, San Juan de los Plátanos, Cotija y Tancítaro; ATCNA, exp. 311 (72-34)

(02) / 1) , los cuales se integraron al catálogo de sitios arqueológicos de la república y posible­mente a la carta arqueológica nacional. De hecho, para 1928 había 46 sitios de Michoacán registrados en el catálogo nacional (Anónimo 1928); muchos de los cuales, por cierto, no se han incorporado al inventario actual de sitios arqueológicos de la Dirección de Registro Público de Monumentos y Zonas Arqueológicos del inah.

Es importante señalar también los cambios que se dieron durante esos años en la arqueología mexicana, principalmente la profesionalización de la disciplina a través de los cursos que se impartían en el Museo Nacional y, sobre todo, con la creación en 1911 de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología en la que participaron antropólogos de la talla de Eduard Seler, Alfred Tozzer y Franz Boas, y en la que se formó Manuel Gamio, quien después llegó a ser su director. Una de las aportaciones más significativas de la escuela para el desarrollo de la arqueología fue la introducción del método de excavación estratigrá- fico que permitió establecer la secuencia cronológica de los distintos periodos de la historia prehispánica. La excavación que Manuel Gamio realizó en San Miguel Amantla en 1911,

utilizando por primera vez en México el método estratigráfico, fue particularmente clave para identificar la llamada cultura arcaica, vagamente reconocida hasta entonces, y situarla en un periodo anterior al desarrollo de las culturas azteca y tolteca; secuencia que se con­firmó y afinó en posteriores investigaciones realizadas por Gamio, Tozzer, Byron Commings, Alfred Kroeber y George Vaillant, entre otros, en distintos lugares del Valle de México como Copilco, Cuicuilco, Teotihuacán, Zacatenco y Tenayuca (Bernal 1979: 154-166).

El desarrollo de la práctica arqueológica y los nuevos conocimientos adquiridos en esos años repercutieron en los breves trabajos arqueológicos que se llevaron a cabo en Michoacán entre 1928 y 1930, esta vez realizados ya no por michoacanos interesados en las antigüeda­des de su terruño ni por viajeros extranjeros, sino por arqueólogos profesionales adscritos al Departamento de Monumentos Artísticos, Arqueológicos e Históricos de la Secretaría de Educación Pública enviados expresamente a explorar la región.

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En octubre de 1928, el arquitecto Ignacio Marquina describió las ruinas de Ihuatzio, levantó un excelente plano topográfico de las principales yácatas y las fotografió (Marquina 1929). Al año siguiente Eduardo Noguera hizo una exploración en los alrededores de Zamora con la finalidad, en parte, de buscar un lugar apropiado para hacer trabajos en el futuro. Noguera visitó y describió someramente los sitios excavados por Planearte —Jacona la Vieja y Los Gatos— y otros lugares con vestigios arqueológicos: tres yácatas en los terrenos de la hacienda de Santiaguillo conocidos como Los Cerrillos, un montículo llamado La Gallina en la hacienda La Sauceda, un pequeño montículo en Tangancícuaro, un sistema de montí­culos a orillas de Ocumicho, el cerro Curutarán y los petrograbados del cerro Gomar en la hacienda La Estancia. Asimismo informó de la existencia de montículos arqueológicos en Ixtlán, Tlazazalca, Purépero y sus alrededores y recomendó que se nombrara un inspector o guardián que vigilara esas “reliquias del pasado” porque estaban en peligro. En el informe de su visita incluyó fotografías de Jacona la Vieja, de la yácata La Gallina, de Los Cerrillos de Atacheo y dibujó un croquis con la ubicación de los sitios visitados (Noguera 1929).

En 1930, con motivo de la reorganización del Museo Nacional, se presentó la oportu­nidad de explorar algunos de los sitios que había visitado Noguera el año anterior. El mismo fue comisionado para explorar el distrito de Zamora, Alfonso Caso fue enviado a Zacapu y ambos se reunieron después en Pátzcuaro para trabajar en Tzintzuntzan e Ihuatzio (Caso 1930,

Noguera l9 3 l) . Eduardo Noguera excavó dos pozos al norte del cerro Curutarán, tres en la parte alta de la loma El Gato Grande y uno en el sitio denominado Fresno de Santa Ana al sur del pueblo de Tzintzuntzan (figura 5). A partir de los tiestos cerámicos encontrados en las excavaciones, que clasificó de manera preliminar, de su frecuencia y asociación con distintas capas estratigráficas, y de la comparación entre los tres sitios, concluyó que el lugar de mayor antigüedad era el cerro Curutarán, en el cual los profundos depósitos de sedimentos indi­caban además un largo y continuo tiempo de ocupación humana; que el sitio de Los Gatos era contemporáneo a los de Zacapu, dada la similitud de la cerámica, y que Tzintzuntzan era el sitio de más reciente fundación, cuyo contacto con elementos de la cultura europea se manifestaba en las características de ciertas figurillas. Además concluyó que las tres culturas detectadas habían sido lacustres a partir de las características geológicas de las regiones explo­radas (Noguera I93 l). Alfonso Caso, por su parte, practicó varias excavaciones en tres sitios en los alrededores de Zacapu: en el potrero llamado La Isla al noreste del pueblo moderno, en el potrero La Aldea, donde su propietario, el señor Amado Magaña, había hecho exploracio­nes previas en busca de tesoros, y en las ya famosas yácatas del malpaís al noroeste. En casi todas ellas encontró entierros, incluida una urna funeraria similar a la hallada por Lumholtz. A partir de los resultados de sus excavaciones dedujo que La Isla había sido utilizada como cementerio por los antiguos habitantes de Zacapu, que La Aldea era de filiación tarasca, dada la calidad de la cerámica, y que ambos sitios habían emergido del lago en tiempos relativamente recientes. Caso también tuvo noticias de la existencia de yácatas en otros puntos cercanos a Zacapu, como Naranja y el rancho Los Espinos, situado en el malpaís. En Pátzcuaro ambos

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L Á M I N A X V .

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Fig. 2. Corte Estratrigráfico de las excavaciones del cerro Carnturdn. Mich.

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5. Dibujos de las exploraciones de Noguera, a) ubicación y cortes estratigráficos de las excavaciones del cerro Curutarán, Mich.; b) cerámica del cerro Los Gatos (Noguera 1931: 98/99 y 102/103).

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investigadores hicieron exploraciones en una cueva donde un año antes se habían encontrado algunos “ídolos” y en donde hallaron una urna funeraria similar a las de Zacapu, y además compraron unas vasijas procedentes del cerro Colorado (Caso 1930).

Si bien estos trabajos se realizaron en sitios previamente conocidos y de alguna forma explorados, se diferencian de los practicados a finales del siglo XIX por la aplicación de técnicas más desarrolladas y, sobre todo, por una interpretación basada de manera más explícita en el contexto arqueológico. Especialmente el trabajo de Eduardo Noguera, quien había estudiado en Harvard y en Francia (Serra Puche 1997: 2 6 4 , Téllez Ortega 1987: 312), revela el manejo del método estratigráfico y el interés por determinar a través de él la secuencia cronológica de los hallazgos y la sobreposición temporal de distintas culturas. A pesar de su carácter esquemá­tico, los croquis con la ubicación de los sitios y de las excavaciones, los dibujos de los cortes estratigráficos, de los entierros y de ciertos tipos cerámicos, la reconstrucción hipotética de las formas de las vasijas a partir de los cuellos y bordes junto con las fotografías de los sitios y de algunas piezas, se ajustan en términos generales a las normas que hasta ahora se siguen en los informes arqueológicos.

En estos mismos años también entra en escena José Corona Núñez, quien, siendo director de la escuela pública de Cuitzeo, fundó un museo escolar con piezas arqueológicas recolectadas durante las excursiones que todos los sábados realizaba “una tribu escolar explora­dora” y elaboró un croquis de la región de Cuitzeo indicando los lugares donde había fósiles y yácatas, entre éstos Huandacareo y Tres Cerritos, y anotando el estado en que se encontraban (no exploradas, desbastadas superficialmente o casi desaparecidas) (Corona Núñez 1932).

D e f i n i c i ó n d e á r e a s c u l t u r a l e s

Tendrían que pasar otros siete años para que se realizaran los primeros proyectos arqueoló­gicos de gran alcance en Michoacán. Antes de ello, en 1936 y aparentemente con la finalidad de colectar objetos para un proyectado museo en Pátzcuaro, Wilfrido du Solier visitó las ruinas de Ihuatzio, de las cuales hizo nuevos planos y croquis, haciendo notar que todos sus edificios eran de “fácil exploración y restauración”. Du Solier también estuvo en Zacapu, donde visitó el célebre Palacio del rey Caltzontzin, inspeccionó unos petrograbados hallados en el barrio llamado La Angostura y recorrió el sitio que llamó Copalillo, conocido también como La Ciudad Muerta, donde accidentalmente descubrió una gran urna funeraria en el interior de un montículo que fue recogida y llevada para exhibirse en el museo de Pátzcuaro. Posteriormente fue a Acámbaro con el fin de comprar algunos objetos para el mismo museo y allí también encontró casi en la superficie unos entierros primarios con ofrendas.3 Después,

3. Los vestigios arqueológicos de Acámbaro se conocían desde tiempo antes. El sitio Chupícuaro estaba consignado en la C arta Arqueológica de la

República desde 1926 y en 1927 Ram ón M ena y Porfirio Aguirre habían dado noticias de la necrópolis prehispánica que más tarde, entre 1945 y 1947,

bajo la dirección de Rubín de la Borbolla y la participación de Román Piña Chan, M uriel Porter y Elma Estrada, sería explorada en un proyecto de

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6. Sistema constructivo de las yácatas de Tzintzuntzan (Acosta 1939: 87).

de regreso en Pátzcuaro, supo de la existencia de petrograbados en un lugar al sur del pueblo llamado Las Canteras (Du Solier 1936).

Por fin, entre 1937 y 1946 se realizaron varias temporadas de investigación en Tzintzuntzan e Ihuatzio, primero dirigidas por Alfonso Caso y Jorge Acosta y después por Daniel Rubín de la Borbolla. Una de las principales actividades realizadas fue la limpieza del escombro que cubría las yácatas de Tzintzuntzan, a partir de lo cual se pudo determinar con precisión su forma, orientación, tamaño y las características de su sistema constructivo (figura 6). También fue explorado el talud norte de la gran plataforma sobre la que se levantan las yácatas, donde se encontró un osario, y el llamado edificio B, que fue interpretado como el lugar donde posi­blemente estuvo el tzompantli. Paralelamente se hicieron excavaciones en varios puntos del sitio y, tras un reconocimiento de toda la zona, se detectaron dos montículos rectangulares al este del conjunto de las cinco yácatas. Además, en las dos primeras temporadas del proyecto también se liberaron de escombro, se consolidaron y se reconstruyeron las yácatas rectangu­lares de Ihuatzio y se hicieron algunas excavaciones en ese sitio. Aunque la poca profundidad

salvamento por la construcción de la presa Solís. Más recientemente se han realizado varias investigaciones en sitios con ocupación Chupícuaro, entre

ellas destacan las de Charles Florance y, sobre todo, las del CEMCA iniciadas en 1998 bajo la dirección de Véronique Darras y Brigitte Faugére (para un

balance de las investigaciones e interpretaciones sobre la cultura Chupícuaro véase Darras y Faugére 2007).

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c An

de los depósitos impidió encontrar secuencias estratigráficas, las exploraciones en ambos sitios permitieron clasificar los entierros hallados, analizar los restos óseos, clasificar la cerámica, hacer algunas observaciones sobre la orfebrería tarasca y, en general, conocer las principales características de la arquitectura y del material arqueológico de la última etapa de la historia prehispánica (Acosta 1939; Rubín de la Borbolla 1939, 1941, 1944, 1945, Gali 1946, Moedano 1941, Castro Leal 1986). En 1946 Rubín de la Borbolla, aprovechando todos los datos arqueo­lógicos de Michoacán disponibles hasta la fecha, presentó una síntesis de esas características, delimitó provisionalmente el área donde éstas aparecían de manera uniforme -cuyos vértices aproximados estarían en Jacona, al n o , Huandacareo e Indaparapeo, al n e , Turicato, al SE, y un punto situado un poco al norte de Apatzingán, al so— e intentó definir, todavía de manera muy vaga, tres horizontes culturales (Lacustre superior, medio e inferior) que ordenó en una secuencia cronológica también sumamente imprecisa (Rubín de la Borbolla 1947).

Además de los conocimientos adquiridos sobre la capital tarasca, en esos años se explo­raron varios sitios arqueológicos que produjeron información sobre otras áreas de Michoacán y sobre épocas anteriores al predominio tarasco. En 1938 Joaquín Meade visitó, describió y fotografió las ruinas de El Otatal, cerca de Zitácuaro, donde ciertos buscadores de tesoros habían encontrado algunos entierros, e interpretó los restos arqueológicos como una posible atalaya construida por los tarascos (Meade 1938 y 1940). En ese mismo año Noguera excavó cinco tumbas en El Opeño, donde se encontraron objetos similares a los del entonces llamado periodo arcaico de la cuenca de México y otros con características olmecoides que indicaban su gran antigüedad (Noguera 1942, Oliveros 2004b: 175-179, Noguera 1971). Las exploraciones que en 1942 el mismo Noguera hizo en dos sitios arqueológicos de Jiquilpan revelaron la existencia de una cultura anterior a los tarascos que posiblemente tuvo relaciones con Teotihuacán, por una parte, y con Jalisco, Colima y el norte de México por otra (Noguera 1944). Además, para 1946 Noguera propuso una secuencia cronológica preliminar para el occidente de Michoacán basada en los hallazgos de los distintos sitios arqueológicos del estado que había explorado, situando las tumbas de El Opeño y los restos del cerro Curutarán en el periodo arcaico (Zacatenco I y Zacatenco il-m, respectivamente), ambos anteriores a la cultura Chupícuaro que equiparó con el periodo Ticomán III del Valle de México, y a la que seguirían Jiquilpan, contemporáneo de Teotihuacán, Zacapu y Los Gatos, coetáneos del complejo Matlatzinca- Tula-Mazapan, y finalmente Tzintzuntzan, correspondiente al periodo Azteca lll-iv (Noguera 1947) (figura 7). Por otro lado, en 1943 Hugo Moedano excavó cuatro pozos estratigráficos en el sitio La Bartolilla, cerca de Zinapécuaro, donde encontró vestigios de épocas anteriores a la tarasca puestos en evidencia por la presencia de cerámica similar a la tolteca y a la matlatzinca del valle de Toluca (Moedano 1946).

Mención aparte merecen las exploraciones que Donald Brand, con un equipo de estudiantes de la Universidad de Nuevo México, realizó en las cuencas de los ríos Balsas y Tepalcatepec en 1939 y 1941. Con el objetivo principal de conocer la región, tanto desde el punto de vista geográfico como arqueológico, y poder formular preguntas para resolver en

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El O peño.....................................................Zacatenco ICurutarán .......................................... Zacatenco II-IIIChupícuaro................................................ Ticomán IIIJiquilpan.....................................................TeotihuacánZacapu-Los G atos........ Matlatzinca-Tula-MazapanTzintzuntzan..........................................Azteca III-IV

7. Cronología de M ichoacán y sus asociaciones con la del centro de México propuesta por Eduardo Noguera en la IV Mesa

Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología dedicada al occidente de México en 1946 (Noguera 1947: 38).

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8. Croquis que muestra los sitios localizados por Douglas Osborne en 1941 en los alrededores de H uetam o y a lo largo del río

Balsas (Osborne 1943: 60).

futuras investigaciones, en 1939 el grupo formado por Donald Brand, John Goggin, Douglas Osborne, William Pearce, Robert Lister y Hugo Moedano (estudiante de la u n a m ), recorrió un área enorme, comprendida entre Chilpancingo e Iguala al este hasta Tepalcatepec en el oeste pasando por Uruapan y Ario de Rosales, en la que localizaron una gran cantidad de

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sitios arqueológicos de distintas categorías, desde simples campos de tiestos y terrenos terra- ceados con cimientos de casas hasta grandes conjuntos ceremoniales (figura 8). En 1941 parte del equipo regresó a la región del Balsas y excavó en tres sitios (San Miguel Totolapan, Coyuca y Santiago) con el propósito de obtener mayor información sobre las vajillas cerámicas y deter­minar la función de algunas estructuras arquitectónicas, particularmente de los montículos pequeños cubiertos de piedra (Lister 1947).

En ambas temporadas de campo los investigadores recuperaron múltiples objetos de cerámica (tiestos de vasijas, malacates, figurillas, pipas, silbatos, sellos, etc.), de piedra, obsi­diana y otros minerales (petrograbados, esculturas, estelas, metates, navajas, puntas de flecha, hachas, espejos de hematita, objetos de ónix, pirita y alabastro), de cobre y de concha. Otros más los observaron en colecciones particulares y recopilaron también información sobre entie­rros encontrados por los propios coleccionistas o por buscadores de tesoros. Considerando la distribución de cada tipo de objeto, su frecuencia y sus asociaciones definieron de manera preliminar distintos complejos arqueológicos; comparando el material con el de otras regio­nes establecieron posibles relaciones -o su ausencia- con las áreas culturales circundantes, y aunque no se trazaron secuencias cronológicas precisas llegaron a la conclusión de que en toda la región hubo una importante ocupación previa a la formación del Estado tarasco. Desafortunadamente el proyecto se interrumpió por el estallido de la segunda Guerra Mundial, los informes completos de la investigación quedaron guardados en el Departamento de Antropología de la Universidad de Nuevo México y sólo se publicaron algunos artículos con resultados preliminares que no incluyen los datos de la región de Ario de Rosales ni de las zonas exploradas por Brand en Guerrero (Brand 1942, Osborne 1943, Goggin 1943, Lister 1947).

En 1941 Donald Brand, junto con algunos de los miembros del equipo que trabajó en el Balsas, inició otra investigación en Cojumatlán, en la orilla suroriental del lago de Chapala. En este caso no sólo se buscaba conocer un área prácticamente inexplorada sino que se pre­tendía reunir información que permitiera definir la región tarasca desde el punto de vista arqueológico y, además, localizar una posible ruta de migración desde el altiplano central hacia la costa noroeste de México atendiendo a un problema planteado por las investigaciones de Kelly y Ekholm en Sinaloa. El equipo localizó tres lugares con vestigios arqueológicos en una pequeña bahía del lago de Chapala, en dos de los cuales practicaron excavaciones, prin­cipalmente en el sitio que llamaron Cojumatlán, el más cercano al poblado actual del mismo nombre. Los resultados del análisis de los materiales encontrados en las excavaciones fueron publicados por Lister en 1949.

Siguiendo el mismo esquema de la investigación en la Tierra Caliente, Lister clasificó los restos de las vasijas cerámicas tomando en cuenta su tratamiento, forma y decoración. También clasificó y describió otros objetos de arcilla (figurillas, malacates, instrumentos musicales, pipas, etc.), de piedra (navajas de obsidiana, puntas, raspadores, buriles, manos y metates, hachas, cuentas, desechos de talla, etc.), de concha (pendientes, cuentas, brazaletes y otros adornos), de hueso o cuerno (agujas, anzuelos, espátulas, arpones, etc.), de materiales

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perecederos (algunos fragmentos muy pequeños de cuerda unida a objetos de cobre e impre­siones de textil en lodo) y de cobre (cascabeles, cuentas, agujas, ganchos). En el caso de las conchas identificó algunas especies y un cascabel de cobre se analizó químicamente. También describió los diecisiete entierros y los restos arquitectónicos encontrados, que fueron básicamente cimientos de casas. Tomando en cuenta la frecuencia de los tipos cerámicos en cada nivel de las excavaciones y la asociación de los demás objetos definió dos complejos arqueológicos que fechó de manera relativa por su posición estratigráfica. Comparando el material de Cojumatlán con el de otras regiones, especialmente la cerámica y las figurillas, ubicó la primera ocupación del sitio en la fase Mazapan (1100-1300 d.C.), y dada la ausencia de materiales similares a los de Tzintzuntzan e Ihuatzio dedujo que el lugar había sido aban­donado antes de la emergencia del imperio tarasco. Finalmente, a partir de todo ello, Lister reconstruyó el modo de vida de los antiguos habitantes de Cojumatlán así como la historia del sitio indicando las posibles influencias recibidas de otras culturas. Aunque la investiga­ción no permitió definir la extensión de la región tarasca ni sus características arqueológicas sí reveló evidencias sobre la posible ruta entre el centro de México hacia el noroeste, vía el lago de Chapala (Lister 1949).

A finales de 1941 Isabel Kelly emprendió una investigación en el área de Apatzingán y Tepalcatepec (Kelly 1947). Con base en los resultados obtenidos por John Goggin en 1939 y su propio recorrido por la zona, localizó treinta sitios arqueológicos y practicó excavaciones en cinco de ellos, El Capiral, Las Delicias l, San Vicente, El Tepetate y El Llano, este último uno de los más grandes de la región. Al menos tres de estos sitios ya habían sido explorados pre­viamente de manera no científica por don Pablo Frich, quien había formado una importante colección de piezas arqueológicas que sirvió de complemento para los trabajos tanto de Goggin como de Kelly. El objetivo de la investigación fue el de definir lo mejor posible los complejos arqueológicos presentes en los alrededores de Apatzingán, tomando en cuenta las característi­cas de la cerámica y de otros artefactos, y organizados en una secuencia cronológica.

Al igual que Brand y su equipo, Kelly clasificó minuciosamente los vestigios arqueo­lógicos hallados, desde los restos arquitectónicos y los entierros hasta los objetos de barro, piedra, metal y concha, y con el cómputo de su frecuencia en las capas estratigráficas y el análisis de su distribución espacial, más las asociaciones entre unos y otros, definió cinco fases, horizontes o complejos culturales que fechó de manera relativa (figura 9). Mediante la comparación de los materiales de Apatzingán con los de otras regiones, particularmente con las de Colima y Jalisco que ella misma había trabajado, concluyó que en Apatzingán se desarrolló una cultura local aislada, distinta inclusive a la hallada en los alrededores de Tepalcatepec, en donde sí se percibía la influencia tarasca, aunque reconoció que a medida que se conocieran mejor las regiones adyacentes quizá podrían detectarse las relaciones con otras culturas (Kelly 1947).4

4. Puede consultarse la traducción al español de algunas partes del texto de 1947 en Kelly 2001 y com entarios sobre su trabajo en A patzingán en

Fernández-Villanueva 2001.

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9. Dibujos que ilustran los tipos de a) vasijas cerámicas, b) artefactos líticos, c) de cobre y d) de concha establecidos por Isabel

Kelly en 1941 para la región de Apatzingán (Kelly 1947: 53,131,140 y 117).

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C l a u d ia E spejel C arbajal

El estado de los conocimientos alcanzados por estas y otras investigaciones fue sinteti­zado por Donald Brand en 1943 en su todavía útil y válido texto titulado “An historical sketch of geography and anthropology in the Tarascan región”. Para el tema que aquí tratamos basta resaltar sus comentarios sobre lo difícil que resultaba definir la región tarasca a partir de los datos arqueológicos, en parte porque los estudios comparativos se basaban principalmente en la cerámica y no en complejos arqueológicos, aunque parecía ser muy claro que no existía un complejo arqueológico que cubriera todo el territorio dominado por el Estado tarasco tal como éste podía definirse mediante los datos históricos o lingüísticos. Brand opinaba también que, dada la escasez de excavaciones estratigráficas realizadas hasta entonces, todavía no era posible delimitar provincias arqueológicas dentro de la región tarasca ni situar cronológicamente la mayor parte de los objetos recuperados en las excavaciones. No obstante, sugirió una secuencia general de tres periodos, el primero caracterizado por variantes locales de vajillas cerámicas, el segundo por una amplia diferenciación regional y el tercero por la fusión cultural que logró el Estado tarasco, aunque sin eliminar por completo las diferencias locales (Brand 1943: 37-38).

Hay que citar por último las expediciones que Pedro Armillas (l945), Robert Barlow (1947) y Roberto Weitlaner (1944) realizaron en 1944 en el occidente de Guerrero, comisiona­dos por el Departamento de Monumentos Prehispánicos del INAH con el objetivo expreso de recabar información para la cuarta reunión de la Sociedad Mexicana de Antropología que tendría como tema el occidente de México. Para el asunto que aquí tratamos son de particu­lar interés los datos recabados en la cuenca del río Balsas por Pedro Armillas, Ignacio Bernal y Pedro R. Hendrichs, quien previamente había andado por la misma región (Hendrichs 1945), donde localizaron varios sitios arqueológicos, los más grandes concentrados principalmente entre Coyuca y Zirándaro, y en tres de los cuales excavaron pequeños pozos estratigráficos (en Chitahua, Amuco-La Bolsa y Mexiquito). Armillas hizo observaciones sobre la arqui­tectura de los sitios, destacando el tablero y talud y la decoración de clavos de piedra en los edificios de Mexiquito, el mayor de todos los sitios observados; sobre la escultura monumen­tal que se encontró principalmente en Placeres del Oro, Zirándaro y Mexiquito y que ya había sido reportada con anterioridad (Spinden 1911, Osborne 1943); sobre los instrumentos de piedra, haciendo notar la escasez de artefactos líticos en todos los sitios y la clara distribución de metates con patas y sin patas (ticuiches) que parecía ser un marcador de áreas culturales distintas; sobre la cerámica, particularmente burda y casi toda sin decoración, y sobre el aspecto arcaico de las figurillas, entre otros datos. En una visita posterior a Mexiquito, en ese mismo año, Armillas levantó un plano del sitio y realizó nuevas excavaciones para obtener datos estratigráficos y conocer mejor los detalles arquitectónicos. Aunque los datos obtenidos en estos trabajos no permitieron definir la cronología precisa del sitio ni su filiación cultural, quedó confirmado que no tenía relación alguna con Tzintzuntzan y de manera muy pro­visional Armillas sugirió que más bien podría situarse en un horizonte posterior al fin de Teotihuacán pero anterior al apogeo de Tula (Armillas 1944a, 1944b, 1945, 1947a y 1949).

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

En 1946 los resultados de las principales investigaciones arqueológicas realizadas en Michoacán en este periodo, junto con los obtenidos en otras regiones del occidente de México, se presentaron y discutieron en la Cuarta Reunión de Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología (Sociedad Mexicana de Antropología 1947). A partir de ello se definieron varias provincias arqueológicas fundamentalmente con base en los estilos cerámicos, de las cuales seis se encontraban total o parcialmente en Michoacán: Cojumatlán, Zamora (desde Jiquilpan hasta Zacapu), Tzintzuntzan o Lacustre (con los límites aproximados definidos por Rubín de la Borbolla), Apatzingán y Balsas Medio (desde Churumuco, Michoacán, hasta Tetela, Guerrero), cuyos límites en algunos casos eran muy claros (por ejemplo el límite orien­tal de la provincia del Balsas Medio) y en otros se superponían (Armillas observó, por ejemplo, que en la región de Zacapu se superponían las provincias de Zamora, Tzintzuntzan y Lerma Medio). Asimismo, se detectaron las áreas que carecían de información, por ejemplo la región entre la provincia del Balsas Medio y la de Tzintzuntzan, la frontera occidental de Michoacán al sur del lago de Chapala y la costa de Michoacán (figura 10). También se propuso una tabla cronológica tentativa (o una sucesión de estilos cerámicos) y se enumeraron algunos de los elementos que convenía estudiar en el futuro (Armillas 1947b).

Las conclusiones de esta reunión fueron muy preliminares, aunque es importante des­tacar el enorme avance que se había logrado en el conocimiento de la región durante poco más de un lustro de investigaciones sistemáticas, conocimiento que en buena parte sigue siendo válido aún en la actualidad. Tal avance no se puede desligar de los datos que se estaban obteniendo en los mismos años en otras regiones de Mesoamérica, sin olvidar tampoco que desde 1939, con la creación del in a h , las nuevas exploraciones se realizaban en el marco de una arqueología plenamente institucionalizada. De manera particular resultó útil, para establecer la secuencia michoacana, la cada vez más clara secuencia cronológica del Valle de México en donde se había identificado el complejo tolteca, situado temporalmente entre Teotihuacán y los aztecás, gracias a las excavaciones de Vaillant en San Francisco Mazapan y a las de Jorge Acosta én Tula. También hay que mencionar, entre otros, los conocimientos sobre la cultura zapoteca que generaron las excavaciones de Alfonso Caso en Monte Albán, sobre la cultura olmeca revelados por los trabajos de Stirling en Veracruz y Tabasco, y en general el conoci­miento de otras regiones mesoamericanas, muchas de ellas antes desconocidas, y del estableci­miento todavía incipiente de sus secuencias cronológicas (Bernal 1979: 165-177).

Las investigaciones realizadas en estos años y la síntesis que de ellas se hizo en la mesa redonda de 1946 son además excelentes representantes de las tendencias teóricas y metodoló­gicas de su época. En efecto, el interés preponderante por definir áreas culturalmente homo­géneas y ordenarlas en secuencias cronológicas mediante la combinación de excavaciones estratigráficas y la minuciosa clasificación de los materiales hallados en ellas es la característica principal de la arqueología que se practicó durante la primera mitad del siglo XX (Willey y Sabloff 1975: 88 y jí). De hecho, tanto Brand como Kelly eran discípulos directos de Kroeber, seguidor de Boas y uno de los principales exponentes de los estudios que después se han

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1.— Sureste de Nayarit; Ameca, Sayula.2.— Costa de Jalisco.3.— Costa Sur de Nayarit.4.— Martin Monje.5.— Cihuatlân.6.— Cojumatlân.7.—Zamora.8.— Tzintzuntzan.9.— Lerma medio.

10.—Apatzingân.11.— Balsas medio.12.— Costa Grande.13.— Yeztla-Naranjo.14.—Taxco-Zumpango.

(a) Teloloapan.(b) Tepecoacuilco.(c) Mezcala.

ARMILLAS.—Resumen Arqueológico.

10. Mapa de las provincias arqueológicas definidas en la IV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología dedicada

al occidente de México en 1946 (Armillas 1947b: XI).

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

denominado histérico-particularistas o culturalistas. Tampoco hay que olvidar que en 1943 Paul Kirchhoff, igualmente discípulo de Kroeber, había propuesto la definición del área cul­tural llamada Mesoamérica basada en la distribución geográfica de diversos rasgos culturales. En total concordancia con ello, la conclusión de Pedro Armillas en la reunión de 1946 sobre la necesidad de estudiar la distribución de rasgos arqueológicos “para poder proceder, con base firme, a la fijación de provincias arqueológicas y sus correlaciones” (Armillas 1947b: 213) expresa de manera sintética el objetivo principal que la arqueología perseguía en aquellos años y el método considerado para lograrlo.

El epílogo de este periodo de la arqueología michoacana es el estudio, principalmente geográfico, que realizó Donald Brand en Coalcomán y la costa de Michoacán durante 1950 y 1951 y que incluyó la compilación de información arqueológica encargada a José Corona Núñez. En el recorrido se localizaron diez sitios arqueológicos, algunos de ellos monumenta­les, en los que se hicieron observaciones sobre la arquitectura, la cerámica, los objetos líticos, de metal, etc. En contraste con lo encontrado en las otras regiones de Michoacán estudiadas por Brand, aquí Corona detectó tipos cerámicos tarascos en abundancia, además de algunos tipos toltecas y ciertas figurillas similares a las de Colima (Brand 1960: 379).

L a s e x p l ic a c io n e s d e l c a m b i o s o c i a l

Para entonces, sin embargo, el tipo de arqueología que se había practicado durante la primera mitad del siglo XX y sus objetivos empezaron a ser seriamente criticados. El resurgimiento en Estados Unidos de marcos teóricos neoevolucionistas durante la década de los cincuenta junto con las pretensiones de convertir a la arqueología en una disciplina más científica, ligada a la antropología más que a la historia, capaz de contribuir a la explicación de los procesos gene­rales del desarrollo social o de la evolución cultural y no sólo a la descripción de la historia particular de regiones específicas, produjo cambios sustanciales que hacia fines de los sesenta derivarían en la llamada “nueva arqueología” o arqueología procesual (Willey y Sabloff 1975: 178-189). Junto con los cambios de carácter teórico (e inclusive debería decirse epistemológico) en esos mismos años se comenzó a implementar métodos de estudio novedosos, como el uso de técnicas estadísticas para la clasificación de objetos arqueológicos propuesto por Spaulding en 1953 que, en lugar de “crear” tipos de acuerdo con los criterios impuestos por el investigador, pretendía “descubrir” de una manera más objetiva los agrupamientos que reflejaran los crite­rios de quienes los fabricaron y usaron (idem\ 141-145). Igualmente, en esa época se comenzó a poner atención en el patrón de asentamiento bajo la noción de que la disposición espacial de los sitios arqueológicos, las relaciones entre unos y otros y las de éstos con el medio físico son expresiones de la interrelación entre distintas comunidades y, por lo tanto, de la organización sociopolítica de sus habitantes. El trabajo pionero de Gordon Willey publicado en 1953 sobre el patrón de asentamiento en el Valle de Virú, Perú, que incluyó el uso de fotografías aéreas,

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C l a u d ia E spe je l C arbajal

el mapeo de los sitios, su clasificación y fechamiento, sentó las bases para este tipo de estudios (ídem: 148-151). Paralelamente, la arqueología se benefició en esos mismos años de importantes desarrollos técnicos como el de la computación y, sobre todo, del método de fechamiento a partir del carbono 14 propuesto por Willard Frank Libby en 1947, que permitió asignar fechas absolutas a las otrora secuencias cronológicas relativas basadas principalmente en la estrati­grafía. Gracias a ello, por ejemplo, la cultura olmeca pudo situarse sin lugar a dudas en una época anterior al apogeo de la cultura maya, con lo cual fue posible también considerar su importante papel en el desarrollo original de la civilización mesoamericana. En general, es a partir de esos años cuando la arqueología empieza a valerse de la ayuda de otras ciencias, como la física, la química, la botánica, la zoología, la geología y la estadística, lo que derivaría en trabajos cada vez más interdisciplinarios (idem: 156-160).

De los trabajos realizados en México inscritos en las nuevas tendencias y que tendrían amplias repercusiones en la arqueología nacional, no sólo por los conocimientos generados sino también por los métodos utilizados, destacan los estudios de los patrones de asenta­miento en el Valle de México encabezados por William Sanders, el trabajo interdisciplinario de Richard MacNeish en Tehuacán sobre el origen de la agricultura y el de René Millón sobre el urbanismo en Teotihuacán, todos iniciados en 1960 (Mastache y Cobean 1997 [1988]: 166-169). En el plano teórico, una de las corrientes enmarcada en las nuevas tendencias que más influen­cia tuvo en la arqueología mexicana fue la ecología cultural. Particularmente importante fue la explicación del desarrollo de la civilización mesoamericana propuesta por William Sanders y Barbara Price en 1968 con su secuencia evolutiva de bandas, tribus, cacicazgos y civilización o Estado, cuya influencia se refleja en el interés creciente sobre el origen y las características de las sociedades estatales mesoamericanas. Al mismo tiempo la arqueología mexicana recibió el influjo del marxismo y de su teoría de la historia, el materialismo histórico, reflejado primero, durante los cincuenta, en el interés por el tema del modo de producción asiático y la conse­cuente atención a las obras hidráulicas, y posteriormente en el interés más general sobre los modos de producción con la consecuente atención en los aspectos económicos de la sociedad; corriente teórica que para finales de los setenta se convirtió en la predominante en la carrera de arqueología de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (Gándara, López y Rodríguez 1985). En el trasfondo de las nuevas concepciones sobre el objetivo general de la arqueología y sus métodos está también por supuesto la influencia directa o indirecta de Vere Gordon Childe, reflejada entre otras cosas en el interés por estudiar el origen de la domesticación de plantas y el fenómeno urbano. Vale destacar también el arraigo que fue adquiriendo el con­cepto de Mesoamérica con la idea asociada de que las distintas culturas identificadas en el área forman una unidad y comparten una historia común. Además, el conocimiento cada vez más refinado de estas culturas y la correlación de las secuencias cronológicas locales, con ayuda de las fechas obtenidas por medio del carbono 14 y por la epigrafía maya, permitieron definir con más precisión sus características, delimitar sus subáreas y establecer la temporalidad general de los periodos Preclásico {ca. 1500 a.c.-300 d.c.), Clásico (ca. 300 d.c.-900 d.c.) y Posclásico (ca.

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

900-1520), con sus subdivisiones (temprano, medio, tardío), que se manejan hasta la actualidad (véase por ejemplo Willey, Ekholm y Millón 1964).

La creación del Departamento de Prehistoria del i n a h en 1952 desempeñó un papel importante en la arqueología mexicana en esa etapa, sobre todo a partir de que José Luis Lorenzo quedó a su cargo (de 1961 a 1978) y se instaló en el departamento una sección de laboratorios que incluyó primero los de geología y petrografía, suelos y sedimentos, paleozoo- logía y paleobotánica, y más tarde el de análisis químicos y el de fechamiento (Mirambell y Pérez 1989: 2 2 , García-Bárcena 2003 [1988]: 126). Debe recordarse además que en 1964 el antiguo Museo Nacional, ubicado desde tiempos de Maximiliano a un costado de Palacio Nacional, se trasladó al edificio construido exprofeso para tal fin en el bosque de Chapultepec (Urteaga 2003 [1988]: 294), lo que implicó la reorganización de las colecciones, de la museografía y de sus departamentos. Durante los setenta y los ochenta los cambios en la estructura del i n a h tam­bién fueron relevantes, principalmente por la creación de los centros regionales y de nuevos departamentos, como el de Registro Público de Monumentos y Zonas Arqueológicos, encar­gado del inventario de sitios arqueológicos y de la preparación de propuestas de declaratoria de zonas arqueológicas, y el de Salvamento Arqueológico, que cumple funciones encargadas anteriormente al Departamento de Prehistoria, ambos convertidos después en direcciones del i n a h . Además, en 1972 se promulgó la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, instrumento jurídico que desde entonces regula las funciones sustan­tivas del instituto, y en 1970 se estableció el Consejo de Arqueología, que garantiza el cumpli­miento de las normas técnicas y académicas de las investigaciones arqueológicas realizadas en el país (García-Bárcena 2003 [1988]: 126-135). La profesionalización de los arqueólogos iniciada a principios del siglo XX se consolidó a partir de 1942 con la fundación de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (e n a h ) y la participación frecuente de sus estudiantes en diversos proyectos arqueológicos como parte importante de su formación. A todo ello hay que añadir la creación en 1973 del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la u n a m , con lo que se abrió una opción relativamente extraoficial para el desarrollo de la arqueología mexicana.

Las investigaciones arqueológicas que se han realizado en Michoacán a partir de la segunda mitad del siglo XX están marcadas indudablemente por muchos de los factores arriba mencionados. En efecto, como veremos a continuación, en esta etapa el objetivo general de la gran mayoría de las investigaciones ha sido explicar procesos evolutivos o de cambio social y, en varios casos, explicar más particularmente el origen del Estado tarasco o el surgimiento de la jerarquización social. Se notará también el énfasis puesto en el estudio de la esfera eco­nómica de la vida social, en los recursos o las fuentes de materias primas y en las técnicas de manufactura y función de los artefactos más que en su estilo. Asimismo, se incrementan los enfoques regionales, los análisis de patrones de asentamiento como medio para conocer la organización social y, en menor medida, los estudios paleoambientales. Desde el punto de vista técnico se notará igualmente el uso regular de fotografías aéreas para el trabajo de pros­pección, la aplicación de técnicas químicas y físicas para la caracterización de materiales, la

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C l a u d ia E s p e je l C arbajal

participación de biólogos para la identificación de especies botánicas y zoológicas, los fecha- mientos por radiocarbono y el manejo estadístico de los datos con computadora, por mencio­nar algunos ejemplos.

Dentro de estas generalidades se puede distinguir claramente tres “escuelas”. Por un lado está la estadounidense, representada básicamente por Helen Perlstein Pollard y su grupo de colaboradores, influenciada de manera muy directa por las teorías y los métodos de la arqueología procesual, especialmente por su característico razonamiento lógico-deductivo y el consecuente objetivo de probar hipótesis o modelos formulados a partir de teorías genera­les. Por otro lado está el grupo de arqueólogos franceses del Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos (c e m c a ) cuyas investigaciones se han dirigido más bien a responder pre­guntas cada vez más específicas formuladas a partir de las características particulares de la zona bajo estudio. Finalmente, están los arqueólogos mexicanos, varios de ellos influenciados muy notoriamente por las teorías marxistas, cuyas investigaciones han estado sujetas a las exigencias institucionales, ya sea por su carácter de rescate (tanto en los grandes proyectos de salvamento arqueológico como en los eventuales casos de saqueo o destrucción de sitios arqueológicos), por el requerimiento de restaurar sitios monumentales con fines turísticos o por la necesidad de producir la información conducente a la declaratoria de zonas arqueológicas.

L O S GRANDES PROYECTOS DEL IN A H EN LOS SESENTA

Después del auge arqueológico de los cuarenta en Michoacán, el interés en la región decayó notoriamente durante varios años. Los trabajos en Tzintzuntzan se suspendieron después de 1946 y, exceptuando algunas labores de consolidación practicadas en 1956 (Orellana s.f, Castro Leal 1986: 42),5 no se reanudaron hasta 1962, esta vez bajo la dirección de Román Piña Chan, seguidos de otras intervenciones en 1964 y en 1968. Desafortunadamente los resultados de estos trabajos no fueron publicados y no se conoce el paradero de los informes que se entregaron al Departamento de Monumentos Prehispánicos del IN AH , por lo cual resulta imposible detectar si hubo algún cambio en la perspectiva de estudio con respecto a la investigación dirigida por Rubín de la Borbolla. Siguiendo el recuento de las actividades realizadas en esos años, que de manera resumida dio a conocer Marcia Castro Leal (1986), se puede concluir que buena parte del trabajo consistió en la limpieza y reconstrucción de las yácatas, de la gran plataforma y de un montículo en el barrio de Santa Ana, aunque también se realizaron excavaciones en distin­tos puntos del sitio. Posteriormente Castro Leal clasificó el material cerámico recuperado en algunos de estos pozos de sondeo (idení). Al parecer fue también en 1962 cuando Piña Chan

5. Además en 1957 Eduardo Pereyón se ocupó del rescate arqueológico de un sepulcro encontrado frente al jardín municipal de Uruapan que contenía

una rica ofrenda. Varios objetos de metal hallados en él fueron analizados recientemente mediante técnicas físicas para determinar, entre otros aspec­

tos, la técnica de manufactura, la composición y el tipo de aleaciones (Méndez 1999, Méndez, Ruvalcaba, López y Tenorio 2005).

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

hizo las primeras exploraciones en San Felipe de Los Alzati, cerca de Zitácuaro, sitio ocupado durante el periodo Posclásico tardío asociado a los matlatzincas (Macías 1997 [1988]: 465).

Al mismo tiempo se llevaron a cabo dos importantes proyectos de salvamento arqueo­lógico en la cuenca del río Balsas a raíz de la construcción de las presas El Infiernillo y La Villita, el primero entre 1961 y 1964, dirigido por José Luis Lorenzo, y el segundo en 1966-1967, coordinado por Jaime Litvak y dirigido por el mismo Lorenzo. Como los recorridos realiza­dos en los cuarenta habían tocado sólo de manera parcial o periférica las regiones específicas que serían inundadas, ambas zonas eran prácticamente desconocidas desde el punto de vista arqueológico y por ello el principal objetivo de los dos proyectos fue el de recuperar la mayor cantidad de datos posibles antes de que los restos arqueológicos que ahí existieran quedaran cubiertos por el agua de las presas (Aguirre et al. 1964, Litvak 1968).

Mediante el proyecto de El Infiernillo se localizaron 104 sitios arqueológicos a partir de una revisión previa de las fotografías aéreas de la región y el posterior recorrido en campo; de todos ellos se levantó un plano topográfico y cada uno fue ubicado con precisión en las cartas escala 1:10 000 con cotas de nivel cada cinco metros elaboradas para la construcción de la presa. Tomando en cuenta su importancia relativa y el nivel de riesgo de quedar inundados, se hicieron excavaciones en 19 sitios en las cuales se llevó un registro detallado, se sacaron foto­grafías y se dibujaron plantas, cortes, entierros y otros detalles (figura ll). Aparentemente los distintos tipos de material colectados en el proyecto fueron clasificados y analizados aunque sólo se conocen los resultados del análisis del patrón de asentamiento (González 1979), de la concha (Suárez 1971, 1974, 1977), de los textiles (Mastache I97l) y de los entierros con ofrendas hallados en las excavaciones (Maldonado 1980), todos los cuales fueron presentados como tesis de maestría en la e n a h , más la clasificación preliminar de una muestra representativa de la cerámica procedente de 22 sitios (Müller 1979). Al parecer los resultados de la clasificación de las figurillas que hicieron Lorena Mirambell y Jaime Litvak (citado en González 1979) queda­ron inéditos y el estudio de las técnicas metalúrgicas (mencionado en Aguirre et al. 1964: 3i) no se realizó o quedó inconcluso. Afortunadamente Rubén Maldonado (1980: 223-226) incluyó en su tesis un breve análisis de los objetos metálicos encontrados en los entierros. Maldonado (1976) también analizó las puntas de proyectil, las navajas de obsidiana (Maldonado 1978) y, más tarde, las similitudes entre las llamadas “paletas de pintura”6 encontradas en El Infiernillo y las de la cultura Hohokam del suroeste de Estados Unidos (Maldonado 2002). Asimismo, se obtuvieron fechamientos con las técnicas de hidratación de obsidiana (García Bárcena 1974, citado en Maldonado 1980) y de carbono 14 (citadas en Mastache 1979 y en Maldonado 1980), y se hicieron estudios químicos para identificar los colorantes de los textiles (informe de Torres en Mastache 1979). Aunque los resultados globales del proyecto tampoco fueron publicados,

6. Especie de metates de piedra pequeños (de unos cinco a diez cm de lado o diámetro), circulares o rectangulares, con soportes o sin ellos y algunos

con figuras zoomorfas. De las 49 paletas obtenidas en El Infiernillo, 46 se sometieron a análisis petrográficos en los laboratorios del Departam ento de

Prehistoria, con lo cual se determinaron los tipos de piedra con que se hicieron y su procedencia, toda ella del área adyacente a la presa (Maldonado

2002: 153).

41

K>

11. Plano de los sitios localizados por el proyecto de salvamento arqueológico previo a la construcción de la presa El Infiernillo en 1963 (González 1979: 23).

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CRONOLOGÍA POR FECHAMIENTO DE Cw Y OBSIDIANA DE UDS SITIOS DEL INFIERNILLO Y

CORRELACION CON LOS PERIOOOS TRADICIONALES MESOAMERICANOS.

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Fig. A .2 üu*9

12. Cronología de El Infiernillo con fechas estimadas por radiocarbono e hidratación de obsidiana y su correlación con los perio-

dos mesoamericanos (Maldonado 1980: 180).

43

GRAFICA DB TRANSFORMACIONES Z TRANSFORMADAS A VALORES r

13. Ejemplo de un dendograma resultante por medio de la taxonomía numérica (González 1979: fig. 41).

en 1964 se adelantaron algunas observaciones sobre las épocas de ocupación del área, sus posi­bles relaciones con varias regiones, incluido el suroeste de Estados Unidos, y sobre la proba­ble aparición temprana de la metalurgia aparentemente anterior al 900 d.c., entre otras cosas (Aguirre et al. 1964). En los trabajos parciales también se encuentran algunas conclusiones sobre el desarrollo global de la región y la síntesis de la secuencia cronológica está representada en una tabla publicada por Maldonado (1980) (figura 12).

Los trabajos realizados en El Infiernillo fueron innovadores en varios sentidos; por una parte, porque fue la primera investigación de salvamento arqueológico bien organizada que se llevó a cabo en México con el reconocimiento del potencial que este tipo de arqueología ofrecía para hacer estudios regionales, y por otra parte, por las técnicas y los métodos que se utilizaron para registrar y analizar de manera más precisa los datos recabados (como el uso de fotografías aéreas, por ejemplo). Todo ello pudo realizarse en gran medida gracias a la experiencia de José Luis Lorenzo en los métodos arqueológicos europeos, por ejemplo en las técnicas de excavación por niveles naturales y el registro tridimensional de los hallazgos desa­rrollados por la prehistoria francesa, así como a los laboratorios instalados en el Departamento de Prehistoria del i n a h , a la participación de especialistas en diversas ciencias y, en general, al interés por hacer de la arqueología una disciplina más científica (Mirambell y Pérez 1989,

Martínez Muriel 1988: 398, Maldonado 2012, comunicación personal). Destaca, por ejemplo, la aplicación de la taxonomía numérica que tanto Norberto González (1979) como Rubén

44

a b

perforación i hecha

por el \\hoirbre

perforación hecha por pulpo O n

fragmentos irregulares

percusión

(Johnson,1968}

percusión apoyoda

14. Reconstrucción del proceso de trabajo para elaborar a) pendientes de concha y b) tipos de perforación para suspender los pendientes (Suárez 1977: 102 y 103).

C l a u d ia E s p e je l C arbajal

Maldonado (1980) usaron para clasificar los sitios arqueológicos y las ofrendas, asociadas a los entierros, respectivamente, lo que implicó el uso de computadoras, de programas estadísticos y, en el caso del trabajo de Maldonado, la colaboración con el Instituto de Investigación en Matemáticas Aplicadas y en Sistemas de la u n a m (figura 13). El análisis del patrón de asen­tamiento que realizó Norberto González fue pionero en su tipo, lo mismo que la excelente monografía de Guadalupe Mastache sobre las técnicas textiles y la tipología de los objetos de concha que propuso Lourdes Suárez, con lo que se convirtió en la especialista del tema en México (figura 14).

El proyecto de salvamento arqueológico de la presa La Villita también se inició con el recorrido del área para localizar los sitios arqueológicos tras un trabajo previo de fotointerpre- tación que, dadas las características de la región y de los restos arquitectónicos, resultó menos útil de lo esperado. En total se localizaron 72 sitios y seis fueron excavados, cuatro de ellos en Michoacán y dos en Guerrero. En 1967 Norberto González y Miguel Medina publicaron los primeros resultados y observaciones sobre los sitios localizados junto con algunas notas gene­rales acerca de las características actuales e históricas de la región (González y Medina 1967).

En 1968 Jaime Litvak publicó los resultados preliminares de las excavaciones proponiendo una secuencia cronológica y caracterizando brevemente cada fase temporal además de exponer las estrategias seguidas para resolver diversos problemas metodológicos relativos a los trabajos de salvamento arqueológico, como el registro y el muestreo controlado de los hallazgos para manejar los datos con técnicas estadísticas. También Robert Chadwick ( l97 l) publicó un resu­men de los resultados del proyecto con algunas interpretaciones, basándose en parte en sus propias notas de campo, y finalmente, en 1976 Rubén Cabrera presentó como tesis de maestría los resultados del análisis de los materiales recuperados en las excavaciones.

Además de exponer con detalle los procedimientos seguidos en las excavaciones, Cabrera clasificó, describió y analizó la arquitectura y el patrón de asentamiento; los entierros y sus ofrendas; la cerámica (de la cual se hicieron análisis petrográficos), figurillas, pipas, sellos, etc.; los objetos líticos, de metal, de concha (identificando las especies) y los restos óseos de animales (cuyas especies también fueron identificadas en los laboratorios de paleoecología del Departamento de Prehistoria del in a h ) . Con todo ello estableció la secuencia cronológica de varias fases culturales, cada una de ellas caracterizada por el patrón de asentamiento, la tecno­logía y la organización social, entre otros aspectos; estableció las posibles relaciones con distin­tas regiones en cada periodo y bosquejó el desarrollo general de la región desde el Preclásico medio hasta el Posclásico tardío (Cabrera 1976).

T r a b a j o s d e s i t i o e n l o s s e t e n t a

Así como los trabajos de salvamento en las presas del río Balsas son buenos exponentes del desarrollo de las técnicas y los métodos arqueológicos que caracterizan a la disciplina a partir

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

de los años sesenta, los cambios en la orientación teórica son particularmente notorios en el trabajo que realizó Helen Pollard en Tzintzuntzan en 1970, el primero de la serie de investiga­ciones en la cuenca del lago de Pátzcuaro que han ocupado el resto de su carrera profesional.

Desde una perspectiva ecologista y, más particularmente, siguiendo los planteamien­tos de la ecología urbana en combinación con los principios teóricos de la economía política expuestos por Pedro Carrasco, Morton Fried y Eric Wolf (comentarios de Pollard en Williams y Weigand 2011; Pollard, comunicación personal), Pollard realizó el estudio de la capital tarasca con el propósito de construir un modelo que permitiera distinguir la variabilidad de los asen­tamientos urbanos y para comprender, a través de ello, la evolución general de la cultura. Para lograr su objetivo definió las características que tenía Tzintzuntzan en el momento de la con­quista española analizando una amplia lista de atributos relacionados con la estructura física del asentamiento, con la estructura económica -considerando diversos aspectos de la produc­ción de bienes y servicios, su distribución y su consumo- y con la estructura sociopolítica.7 Si bien la mayor parte de estos atributos los definió utilizando datos de diversos documentos históricos, principalmente de la Relación de Michoacán, algunos otros, como la extensión del sitio y las áreas destinadas a diferentes tipos de actividad (públicas, residenciales, producti­vas, etc.), los pudo definir con los datos arqueológicos recabados en su propio recorrido por Tzintzuntzan mediante el cual detectó 120 sitios,8 en algunos de los cuales practicó pequeñas excavaciones, y por la clasificación de la cerámica y la lítica que en ellos colectó. El último paso de su análisis consistió en la comparación de cada uno de los atributos de Tzintzuntzan con los de otras dos ciudades mesoamericanas, Teotihuacán en la fase Xolalpan y Tenochtitlán, descubriendo que aquélla se encontraba en un estadio menos desarrollado que éstas y com­probando así la existencia de variabilidad en los asentamientos clasificados como urbanos. Finalmente, Pollard sugirió que a través de este tipo de análisis se podría entender y explicar el crecimiento y la decadencia de los asentamientos prehispánicos de Mesoamérica así como la evolución de los asentamientos urbanos en general (Pollard 1972).

También en 1970 Eduardo Noguera y Arturo Oliveros excavaron tres tumbas más en El Opeño, con lo cual, y dado el mayor conocimiento que para entonces se tenía de la cultura olmeca y de otras tumbas de tiro en el occidente de México, algunas de ellas con fechas de radiocarbono, pudieron confirmar su antigüedad (Oliveros 1970, Noguera I97l).

Poco después, entre 1971 y 1973, Shirley Gorenstein realizó una investigación sobre la frontera tarasco-mexica que incluyó recorridos de superficie para localizar los

7. Para definir la estructura física de Tzintzuntzan, Pollard consideró, entre otros atributos, si el asentamiento era permanente o estacional, su extensión,

el tamaño y la densidad poblacional, el grado de concentración, el uso diferencial del suelo y el grado de planeación de la ciudad. Los atributos consi­

derados para definir la estructura económica fueron, entre otros, los recursos utilizados, la complejidad tecnológica, los bienes y servicios producidos,

la división, organización y el grado de especialización del trabajo (para definir la producción); los medios de transporte y las vías de comunicación,

los sistemas de intercambio (para definir la distribución); la distribución de los bienes y servicios, los tipos de consumo, el control de la riqueza y el

régimen de propiedad entre otros (para definir el consumo). Para definir la estructura sociopolítica los atributos considerados fueron el parentesco, la

estratificación social, la organización del gobierno, la administración judicial y la funciones que cumplía el asentamiento, entre otros.

8. En este caso el término “sitio” se refiere a concentraciones de material arqueológico o estructuras dentro del área que abarcó la ciudad prehispánica de

Tzintzuntzan.

47

C l a u d ia E spe je l C arbajal

lugares fronterizos mencionados en documentos históricos (se localizaron sitios en Acámbaro, Zirizícuaro, Taximaroa, Zitácuaro y Tuzantla) y algunas excavaciones en el cerro El Chivo, contiguo a Acámbaro, a partir de las cuales se pudo establecer una secuencia cronológica desde el Preclásico medio hasta el Posclásico tardío (650 a.c.-l520 d.C.) fijada con dos fechas de radiocarbono (Gorenstein et al. 1985).

A raíz de esta investigación, Gorenstein y Pollard (quien había participado en la tempo­rada de campo de 1972 en Acámbaro) decidieron complementar sus respectivos estudios de la frontera y de Tzintzuntzan con una nueva investigación que abarcara toda la cuenca del lago de Pátzcuaro. Desafortunadamente no obtuvieron permiso del i n a h para hacer exploraciones arqueológicas, por lo cual su estudio se basó casi por completo en el análisis de varios documen­tos históricos, sobre todo de la Relación de Michoacán, y de diversos datos botánicos, edafológi- cos y geográficos. De cualquier modo, con ello identificaron y ubicaron 91 asentamientos que probablemente estaban ocupados en el momento de la conquista española, los jerarquizaron y clasificaron tomando en cuenta distintos criterios (ubicación, tamaño poblacional, función, entre otros) y aplicando modelos geográficos explicaron diversos aspectos de la organiza­ción del Estado tarasco (figura 15). Asimismo, la reconstrucción teórica del ambiente de la cuenca del lago de Pátzcuaro en el siglo xvi les permitió proponer un modelo tentativo para explicar el surgimiento del Estado tarasco en el cual los cambios climáticos, con sus efec­tos sobre los recursos disponibles y la organización política, cumplen un papel determinante (Gorenstein y Pollard 1982, Pollard 1993, 2008, 2011). Más tarde Helen Pollard, en el libro Tariacuri’s Legacy (1993), reunió los resultados de este y sus otros trabajos en Michoacán y los complementó con diversa información etnohistórica para dar una visión global del Estado tarasco que se ha convertido en un parámetro de referencia obligado para otras investigaciones.

Hacia 1973 otra investigadora estadounidense, Marie Kimball Freddolino, realizó un estudio en los alrededores de Zacapu donde practicó excavaciones en cinco sitios arqueológicos (Ciudad Perdida, Las Iglesias, Club Campestre, El Palacio y Escuela Agropecuaria), a partir de las cuales definió tres complejos culturales, todos del periodo Posclásico. El análisis de la arquitectura, de la cerámica y de otros materiales reveló, entre otras cosas, la ausencia de una ruptura cultural clara que indicara la invasión de migrantes en la región a la que hace alusión la Relación de Michoacán, la posibilidad de que algunos sitios hubieran sido abandonados antes de la formación del imperio tarasco y el hecho de que, aun con la introducción de elemen­tos tarascos en la última fase temporal, la región de Zacapu mantuvo cierta individualidad (Freddolino 1973).

A finales de los años setenta la arqueología michoacana recibió un nuevo impulso con la creación del Centro Regional México-Michoacán del i n a h . Varios sitios monumen­tales fueron seleccionados para su investigación con el objetivo expreso de obtener nuevos datos que permitieran “ir completando el cuadro evolutivo de las sociedades que existieron en Michoacán” (Piña Chan y Oi 1982: 7) y al parecer también con el fin de habilitarlos para la visita pública. Tingambato, Huandacareo, Penjamillo, Mexiquito y Zaragoza fueron algunos

48

LAKE PATZCUARO BASIN MICHOACAN, MEXICO

Protohistoric Administrative Units and Network,

3000-

270C

Tzintzimtzaniv z ip a m m w n

3000 i

Pechata.ro •xzV

lArLcku

: , Potfzcuaro

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C0NT0U» iNTERVwL - «30 METERS

HELEf. POLLARD 19772700

15. Mapa que muestra las áreas de control de los centros administrativos del Estado tarasco en la cuenca del lago de Pátzcuaro (Gorenstein y Pollard 1983: 70).

C l a u d ia E spejel C arbajal

de los sitios seleccionados, pero sólo en los dos primeros llegaron a hacerse exploraciones en esos años. Además se llevó a cabo una nueva temporada de trabajo en Tzintzuntzan y se hicie­ron algunas labores de rescate arqueológico (ibidem; Cabrera 1979).

Entre 1977 y 1978 Rubén Cabrera se ocupó de Tzintzuntzan, donde practicó varias excavaciones con el fin de conocer las actividades de la población prehispánica, localizar áreas de actividad específicas, explorar casas habitación rurales y obtener una secuencia cronológica completa del sitio, además de continuar con la limpieza y restauración de las yácatas y seguir liberando de escombro el edificio B. Entre otras cosas, las exploraciones revelaron una subes- tructura en las yácatas cuya forma y sistema constructivo pudo conocerse parcialmente; un entierro múltiple frente a la yácata 3 con ricas ofrendas (objetos de oro, plata, cobre, turquesa, obsidiana, madera, concha y varias vasijas de cerámica completas); un conjunto de cuartos sobre la gran plataforma que posiblemente servía de almacén; una casa con un fogón y un taller lírico fuera de la zona ceremonial, ambos en la ladera del cerro Yahuarato, y los restos de una capilla colonial en el barrio de Santiago. También se hicieron excavaciones en la parte baja del sitio con la esperanza de encontrar buenos depósitos estratigráficos, pero la búsqueda resultó infructuosa (Cabrera 1979, 1987, 1988, 1996).

También en 1977 Angelina Macías comenzó la exploración de Huandacareo con el fin principal de detener el saqueo sistemático al que estaba sometido el sitio. La investigación, que se prolongó hasta 1983, incluyó excavaciones, tanto en el centro ceremonial como en un área habitacional, y el respectivo análisis de los materiales encontrados que permitió ubicar su ocupación en el periodo Posclásico tardío y detectar su filiación claramente tarasca, así como la limpieza y consolidación de los principales edificios y su apertura al público (Macías 1990, 1997 [1988]).

La exploración del sitio arqueológico llamado Tinganio, cerca de Tingambato, del que se tenía noticia desde 1842, estuvo a cargo de Román Piña Chan y Kuniaki Oi. Los trabajos, realizados entre 1978 y 1979, incluyeron un recorrido por la región mediante el cual se detec­taron otros nueve sitios, cuatro de ellos con estructuras arquitectónicas (Cerro de los Monos, Characatan, La Escondida y Yácata); la limpieza y restauración de los principales edificios del centro ceremonial de Tinganio, incluida una cancha de juego de pelota; la excavación de una tumba con varios esqueletos y ofrendas, y la clasificación provisional de la cerámica y de otros objetos hallados entre el escombro. Con ello se definieron dos etapas de ocupación, la primera fechada tentativamente del 450 al 600 d.C. y la segunda del 600 al 900 d.C., época en la que aparecen elementos teotihuacanos en la arquitectura, y se hizo una interpretación general sobre la organización social de sus habitantes, sus costumbres y sus posibles relaciones con otras regiones (Piña Chan y Oi 1982). Además, el sitio se abrió para la visita pública.

Por otra parte, entre 1977 y 1982 se hicieron varios trabajos de rescate en la Loma de Santa María, en Morelia -primero a cargo del Centro Regional y después del Departamento de Salvamento Arqueológico-, en donde se consolidaron algunas estructuras arquitectónicas y se realizaron varias excavaciones (Trejo 1977, Manzanilla 1988). El estudio del sitio, cuyos

5 0

H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c An

resultados finales presentó Rubén Manzanilla como tesis de licenciatura, reveló una ocupa­ción desde el 150 a.C. hasta el 650 d.c. Entre los materiales hallados se detectó la presencia de estilos cerámicos locales, principalmente durante el Preclásico tardío, y de elementos teotihua- canos tanto en la cerámica y las figurillas como en la arquitectura durante el periodo Clásico. Además fue posible lanzar algunas interpretaciones sobre la organización social de sus habi­tantes y los aparentes contactos con la cuenca de México (Manzanilla 1984, 1988).

A estos trabajos más o menos planeados hay que añadir la breve exploración del sitio llamado La Loma, cerca de Tiristarán, donde accidentalmente se hallaron más de cien escul­turas de piedra que la gente del pueblo estaba vendiendo (Corona 1970), así como la explora­ción que en 1977 realizó Rubén Cabrera en Carapan, donde se había encontrado, también de manera accidental, un llamativo conjunto de objetos arqueológicos, muchos de los cuales des­afortunadamente fueron vendidos a coleccionistas particulares. Además de excavar dos pozos y recorrer la región, en donde localizó cinco sitios arqueológicos, Cabrera clasificó de manera provisional los materiales hallados, en particular los objetos de molienda (metates, manos y molcajetes), que encontró parecidos a los de Centroamérica, y la cerámica, que resultó ser muy distinta a la conocida en otras partes de Michoacán (Cabrera 1995). Por otra parte, en 1972 Emilio Bejarano describió el Cerrito del Muerto cercano a La Piedad, en 1980 David Rico realizó un rescate en la Loma de las Candelarias, municipio de Yenustiano Carranza, en 1981 Lilia Trejo describió las ruinas conocidas como Pueblo Viejo de Cuanajo y dio noticia de unas pinturas rupestres cerca de Tuxpan, y en 1982 Gilberto Ramírez atendió el rescate de Patámbaro y Camémbaro, en los municipios de Zitácuaro y Tuxpan, respectivamente (véase Medina 1989: 478 y 488).

T r a b a j o s r e g i o n a l e s e n l o s o c h e n t a

Si en la década de los setenta prevalecieron los trabajos en asentamientos prehispánicos espe­cíficos con pequeños recorridos en las zonas aledañas, la siguiente década se caracterizó por el estudio de áreas más o menos extensas en las cuales se registraron numerosos sitios arqueológicos.

En 1982, con motivo de la construcción de un gasoducto entre Salamanca, Guanajuato, y el puerto de Lázaro Cárdenas, en la desembocadura del río Balsas, personal del entonces Departamento de Salvamento Arqueológico del i n a h recorrió la zona con la finalidad de localizar los vestigios arqueológicos que pudieran ser afectados por la obra (Macías et al. 1982). En total se detectaron y describieron alrededor de 800 sitios.9 En ninguno de ellos se hicieron

9. Desafortunadamente no existe un informe final de la investigación y los informes parciales, unos en el Archivo Técnico de la Coordinación Nacional

de Arqueología y otros en la Dirección de Salvamento Arqueológico del INAH, proporcionan datos incompletos y en algunos casos aparentemente con­

tradictorios, sobre todo en cuanto al número de sitios registrados. Por ejemplo, Salvador H urtado (1987) mencionó 187 sitios localizados por uno de los

equipos que hicieron los recorridos de campo, distribuidos en los valles de Apatzingán, Tepalcatepec, Nueva Italia, Lombardía y en la Meseta Tarasca

5 1

C l a u d ia E sp e je l C arb ajal

excavaciones pero la cerámica de superficie colectada en ias cuencas de Cuitzeo, Pátzcuaro y Zirahuén fue clasificada de manera preliminar por María Antonieta Moguel, Nelly Silva y Angelina Macías (l986). Posteriormente Moguel presentó como tesis de licenciatura el análisis de los datos recabados en los 250 sitios que se localizaron en esas mismas regiones, a partir del cual estableció una secuencia cronológica desde el Preclásico medio hasta el Posclásico tardío e hizo notar las diferencias entre la cuenca de Cuitzeo, donde todos los periodos están bien representados y se encontraron tipos cerámicos parecidos a los de Teotihuacán, y las cuencas de Pátzcuaro y Zirahuén, donde el periodo Preclásico está poco representado y no se encontraron materiales pertenecientes al periodo Clásico (Moguel 1987). Por otra parte, pri­mero Salvador Hurtado (l987) y después Gabriela Zepeda (1988, 1989) analizaron los materiales recuperados en la sección Uruapan-Lázaro Cárdenas. El proyecto que propuso Zepeda (l988)

para emprender el análisis resulta de particular interés pues explícitamente partió de una perspectiva teórica materialista, considerada la adecuada para explicar los fenómenos sociales ocurridos en el pasado, y en consecuencia su interés se enfocó en las técnicas de manufactura y la función de los artefactos estudiados, así como en los distintos aspectos del ámbito econó­mico de la sociedad (producción, distribución y consumo) que ellos pudieran reflejar. Resalta también que varios materiales fueron turnados a los laboratorios del i n a h para hacer estudios más específicos, como el análisis de los moluscos que realizó el biólogo Gerardo Villanueva (Zepeda 1988). Los resultados que presentó Zepeda (l989) se limitan a la clasificación de los materiales cerámicos (incluyendo figurillas, cuentas, sellos y malacates de algunas regiones), cuya procedencia exacta, además, no pudo determinarse en varios casos porque el material no fue marcado.

Paralelamente a ios trabajos de salvamento por la construcción del gasoducto, en 1982

y 1983 se llevaron a cabo dos temporadas de campo del Proyecto Pátzcuaro-Cuitzeo diseñado por Enrique Nalda, dirigido por Giovanni Sapio y realizado con la participación de varios grupos de estudiantes de la e n a h . El objetivo principal de la investigación era el estudio, a partir de un caso particular, de diversos procesos históricos generales, principalmente el

(con dos secciones: Uruapan y Tancítaro); Hernández y Contreras (1985), en cambio, dan un total de 224 sitios localizados en el tramo Uruapan-Lázaro

Cárdenas (28 en el valle de Apatzingán, 72 en el valle de Nueva Italia, 17 en el valle de Tepalcatepec, 51 en la Meseta Tarasca, sección Uruapan, 15 en

la Meseta Tarasca, sección valle de Los Reyes, 3 en el municipio de Aguililla, 16 en el valle de Las Cruces, 2 en Arteaga y 20 en Lázaro Cárdenas de

los cuales al menos tres están en el estado de Guerrero). Sánchez y Franco (1985) sólo mencionan 81 en el mismo tramo (55 en el Valle de Apatzingán,

11 de ellos posteriores a la conquista; 72 en el valle de Nueva Italia, 3 de ellos posconquista; 35 en el valle de Tepalcatepec, 5 de ellos postconquista; 46

en la Meseta Tarasca/Uruapan; 17 en la Meseta Tarasca/Valle de los Reyes; 1 en Arteaga y 18 en Lázaro Cárdenas y la Costa Grande de Guerrero, 2

de ellos postconquista). Zepeda (1988) en una ocasión menciona 674 sitios, incluidos los coloniales y del siglo XIX (194 en la Meseta Tarasca, 439 en la

Tierra Caliente, 3 en la sierra de Coalcomán y 30 en la costa de Michoacán, lo que da, en realidad, un total de 666 sitios) pero sumando los sitios que

la misma investigadora da en otra lista por regiones la cifra asciende a 682 (102 en el valle de Apatzingán, 72 en el valle de Tepalcatepec, 204 en el de

Nueva Italia, 61 en Lombardía, 16 en Las Cruces, 3 en Coalcomán, 3 3 en Aguililla, 38 en la Costa de Michoacán, 113 en la Meseta tarasca/Uruapan

y 38 en la Meseta/Tancítaro-Los Reyes). Por otra parte, M irna M edina (1989: 497) contabilizó 582 sitios registrados durante el proyecto Gasoducto en

el tramo Uruapan-Lázaro Cárdenas. Lamentablemente el paradero de las cédulas originales de los sitios localizados en este tramo se desconoce, por

lo cual resulta difícil aclarar el asunto (Salvador Pulido 2012, comunicación personal). La cantidad de sitios localizados en el tramo Yuriria-Uruapan

tampoco es clara. En la cuenca de Cuitzeo se localizaron 143 y en las cuencas de Pátzcuaro y Zirahuén 107 (Moguel 1987), pero M edina (1989:47l) sólo

contabilizó 120 en la primera, posiblemente porque el resto de sitios se encuentra en Guanajuato o porque no todos son sitios prehispánicos.

16. Plano de Uricho (sitio 60) elaborado durante el Proyecto Pátzcuaro-Cuitzeo (Sapio y López 1983).

C l a u d ia E spejel C arbajal

de la sedentarización, el de la conformación de sociedades estratificadas (cacicazgos) y el de la creación de un aparato expansionista de carácter militar. Para ello se eligió la zona norte de Michoacán comprendida entre el lago de Pátzcuaro, la ciénaga de Zacapu y el lago de Cuitzeo, donde los tres procesos estarían representados a través de la historia de los tarascos durante el periodo Posclásico. Dado que prácticamente no se tenían datos previos, el primer paso de la investigación consistió en la localización y descripción de los sitios arqueológicos de la región, apoyada por un trabajo previo de fotointerpretación, y la colección controlada de muestras de material de superficie; todo lo cual, adecuadamente analizado, proporciona­ría diversos indicadores de los procesos bajo estudio (la relación entre los distintos sitios y la conformación interna de cada uno de ellos, por ejemplo, serviría para conocer las formas de estratificación social en distintos periodos). Lamentablemente la investigación se suspendió tras la muerte de su director y sólo se recorrieron dos secciones del área, el norte de la cuenca del lago de Pátzcuaro y los alrededores de la ciénaga de Zacapu, en las cuales se localizaron 164 sitios, se dibujaron croquis de aquellos que tenían restos arquitectónicos y de algunos se hicieron levantamientos topográficos (figura 16). Asimismo, el material cerámico recuperado en la primera sección fue clasificado de manera provisional, con lo cual se pudo iniciar el aná­lisis espacial de los datos obtenidos (Sapio y López 1983; Sapio y López, s.f, López, Cárdenas y Fernández, s.f.).

Al mismo tiempo el c e m c a inició en 1983 una investigación, dirigida por Dominique Michelet con la participación de varios arqueólogos y otros especialistas, en un área com­prendida entre el río Lerma al norte y las inmediaciones de la sierra tarasca al sur, y entre la ciénaga de Zacapu al este y las inmediaciones de la Cañada de los Once Pueblos al oeste. El propósito general de la investigación era reconstruir la evolución de la ocupación humana en la región, la cual se eligió por la posibilidad que ofrecía de encontrar sitios con estratigrafía profunda y con ocupación desde el periodo Clásico, o inclusive anterior, así como fuentes de materias primas, principalmente yacimientos de obsidiana, y también por su cercanía al río Lerma, límite teórico de Mesoamérica y corredor natural de circulación entre distintas regiones, y por su importancia en los inicios de la historia tarasca según informa la Relación- de Michoacán. A lo largo de varias temporadas de trabajo de campo y gabinete llevadas a cabo entre 1983 y 1987 (Etapa I del proyecto), se localizaron 260 sitios, entre ellos 18 cuevas y abrigos rocosos, 17 relacionados con la explotación de la obsidiana y 185 con restos de arquitectura, más 107 sitios o loci localizados en la prospección sistemática y completa que se hizo en las lomas que se encuentran en la antigua ciénaga de Zacapu. En total se excavaron 108 pozos de sondeo en 70 sitios, se hicieron excavaciones más o menos extensas en otros siete y en algu­nos se hicieron levantamientos topográficos. Además se estableció una secuencia cerámica, dividida en cuatro fases principales y dos interfases o periodos de transición, que pudo fijarse cronológicamente gracias a la obtención de 22 fechas de radiocarbono y que abarca desde el comienzo de nuestra era hasta poco antes de la conquista española (Michelet 1992) (figura 17).

54

Cuenca de México

y Valle de Tula

(M illón y Cobean)

Centro-Norte

de M ichoacán

(Michelet)

Lerma

(Snarskis)

Zacatecas

(Kelley)

1500

1400 Azteca III Palacio

Acámbaro

M ilpillas

1300

1200

Aztecas I /I I Fuego

1100

1000

M azapan Tollan Palacio

Lerma

900 Coyotlatelco

C. Terminal Post-Chalchihuites

Corral La Joya

800 Proto Coyotlatelco Prado Reciente

700 M etepec Lupe

Temprano Vesuvio

600

Jarácuaro

500 Xolalpan

400

300

Loma Alta CanutilloTlam im iloipa M ixtlán

Cuadro 2 - Cuadro cronológico.

No. Muestra Sitio Cuadrícula Edad Fecha no Puntos extremos concarbón capa calibrada calibración (1 sigma)

INAH 713 Mich. 103 A-3 HOO+/-UO 850+/-110 778-1020a.P. d.C. d.C.

INAH714 Mich. 103 L-4 600+/-35 1350+/-35 1300-1402a.P. d.C. d.C.

INAH 714Ws Mich. 103 L-4 480+/-60 1470+/-60 1409-1444a.P. d.C. d.C.

INAH 715 Mich. 149 ABC-2 1450+/-40 500+/-40 561-642a.P. d.C. d.C.

INAH 716 Mich. 389 ABC-4 3830+/-50 1880+/-50 2455-2204a.P. a.C. a.C.

INAH 717 Mich. 389 ABC-5 4270+/-80 2320+/-80 3013-2708a.P. a.C. a.C.

Cuadro 3 - Las fechas 14C obtenidas en la Vertiente herma.

17. Secuencia cronológica establecida por el CEMCA para la región de Zacapu, su correlación con otras regiones y algunas de las

fechas de radiocarbono que permiten fechar las fases (Faugére-Kalfon 1996: 89).

55

C l a u d ia E spe je l C arbajal

A partir de 1984 y hasta mediados de los noventa, el trabajo se dirigió de manera más específica al estudio de diversos temas y áreas cuyos resultados fueron presentados por varios de los participantes como tesis de doctorado y en distintas publicaciones. Marie Charlotte Arnauld, Patricia Carot y Marie-France Fauvet-Berthelot se ocuparon de la prospección y las excavaciones en las lomas de la ciénaga de Zacapu, donde se encontraron evidencias tem­pranas de ocupación, fundamentalmente en una serie de tumbas en los sitios Loma Alta y Guadalupe (Arnauld, Carot y Fauvet-Berthelot 1988, 1993; Arnauld, Carot, Fauvet-Berthelot y Pereira 1994; Carot 1992, 1994, 1998, 2001; Carot y Fauvet-Berthelot 1995, 1996). Brigitte Faugère estudió los asentamientos de la vertiente sur del río Lerma, incluyendo la explora­ción de algunas cuevas, con el objetivo, entre otros, de analizar las relaciones entre nómadas y sedentarios en la frontera norte del reino tarasco (Faugère-Kalfon 1996). De paso también analizó los petrograbados y las pinturas rupestres encontrados en toda la región, análisis que constituye el primer estudio sistemático de este tipo de vestigios realizado en Michoacán con una propuesta seria de clasificación y datación (Faugère 1997). Véronique Darras, con Ja ayuda al principio de François Rodriguez, estudió las técnicas de extracción de la obsidiana en los yacimientos del cerro Zináparo y el cerro Prieto así como el proceso de fabricación de instrumentos con esta materia prima, en gran medida un trabajo también pionero para Michoacán (Darras y F.odriguez 1988, Darras 1987, 1991, 1998, 1999). Gérald Migeon se ocupó de los enormes sitios del malpaís de Zacapu y en general de los asentamientos de la subregión denominada Sierra-Malpaís, estudio que incluyó la clasificación de los sitios y de las estructu­ras arquitectónicas, así como el análisis del patrón de asentamiento en los diferentes periodos y más particularmente en el Posclásico (Migeon 1984, 1990, 1998; Michelet, Ichon y Migeon 1988). Por su parte, Olivier Puaux (1989) presentó una tesis sobre las prácticas funerarias taras­cas a partir de los entierros encontrados en la región, principalmente en una importante zona mortuoria que excavó en el sitio Milpillas (Michelet 1992: 18). Asimismo, hay que mencionar el análisis que realizó Eric Taladoire (1989) sobre las canchas de juego de pelota identificadas hasta entonces en Michoacán (29 en total, 24 de ellas registradas por el CEMCa ), mediante el cual concluyó que, al menos las del norte del estado, en general concentradas hacia la ribera del río Lerma, pertenecen al final del Clásico y al principio del Posclásico. Durante la ocu­pación tarasca, en cambio, la construcción de canchas para el juego de pelota parece haberse suspendido aunque, por las fuentes escritas, se sabe que los tarascos sí practicaban el juego.

Todos estos estudios incluyen la descripción y clasificación de los sitios arqueológicos, de los objetos cerámicos, líticos, de concha, hueso y otros materiales, y en varios casos los resultados de diversos análisis particulares que se realizaron por otros especialistas, como el fechamiento por radiocarbono o la identificación de restos botánicos y zoológicos, a partir de lo cual, y en conjunto con la cronología establecida para toda la región, se detectaron los cam­bios a través del tiempo y se hizo la correspondiente reconstrucción de la historia prehispánica en cada sector particular bajo estudio. Además, entre 1988 y 1991 (etapa II del proyecto) se realizaron estudios paleoambientales en la ciénaga de Zacapu (de sedimentos, palinológicos,

56

H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

paleobotánicos y paleozoológicos, entre otros) para responder algunas preguntas específicas surgidas de la exploración en Las Lomas y con el fin general de reconstruir la evolución del paisaje en esa región (Petrequin et al. 1994).

De manera general, las investigaciones del c e m c a han documentado la evolución del poblamiento en la región estudiada desde el Preclásico tardío hasta el Posclásico tardío con algunas pocas evidencias de una ocupación inicial fechada entre 5000 y 3000 a.C. Es de subra­yar, en particular, la expansión de la población hacia el norte y el oeste del sector a partir de los años 600 d.C., lo que coincide con una disminución poblacional en las zonas bajas de la ciénaga, la región más densamente poblada en el periodo anterior. Asimismo, durante el Posclásico temprano (900-1200 d.C.) se inicia la ocupación del malpaís de Zacapu, la cual aumenta drásticamente desde el comienzo del Posclásico tardío (l200-1450), cuando los asenta­mientos de esa zona, en especial los cuatro mayores, alcanzan características casi urbanas con una densidad poblacional muy alta. Este fenómeno, que no sólo indica un aumento demográ­fico sino un cambio radical de las relaciones socio-políticas, va a la par de un despoblamiento en la vertiente sur del río Lerma, lo que hasta cierto punto parece confirmar el relato conte­nido en la Relación de Michoacán sobre la llegada de inmigrantes a la región de Zacapu hacia el 1200 y, de manera más general, documenta la retracción de la frontera norte de Mesoamérica. Finalmente, los datos arrojados por las investigaciones indican que los sitios del malpaís se abandonaron de manera planeada hacia el año 1450, fecha que coincide con la formación del Estado tarasco (Arnauld y Faugére-Kalfon 1998; Arnauld y Michelet 1991, Michelet 1988, 1996,

2008; Michelet, Pereira y Migeon 2005. Para una discusión reciente sobre la manera de combi­nar fuentes históricas y datos arqueológicos en la zona véase Michelet 2010) (figura 18).

En 1984 el i n a h , a través del entonces Departamento de Registro Público de Monumentos y Zonas Arqueológicos, emprendió el magno proyecto Atlas Arqueológico Nacional con el objetivo de inventariar sistemáticamente los sitios arqueológicos del país. En el caso de Michoacán los trabajos fueron coordinados por Mirna Medina Leyto y comenzaron en 1985

con la compilación de los sitios documentados hasta ese momento en el inventarío del depar­tamento (que para entonces contaba con información de 189 sitios), en la bibliografía y en los informes generados por diversos investigadores; la mayoría de los cuales fueron ubicados con exactitud o de manera aproximada, dependiendo de la información disponible, en cartas topográficas escala 1:50 000. Por este medio se contabilizaron 1 818 sitios y de muchos de ellos se elaboró una cédula de datos preliminar (Medina 1989: 495-498).

Esta información sirvió para planear los trabajos de campo y la tarea previa de foto- interpretación. Entre 1985 y 1988 se llevaron a cabo cinco temporadas de campo para verificar la existencia de los posibles sitios arqueológicos detectados en las fotografías aéreas y con­firmar la ubicación de los sitios reportados en la bibliografía y los informes (figura 18). Las áreas visitadas incluyeron la Meseta Tarasca, desde la ribera oeste del lago de Pátzcuaro hasta Cheran, la cuenca del Balsas medio (los valles de Ciudad Altamirano, Huetamo, San Lucas y Santiago Conguripo), varias secciones de la frontera oriental de Michoacán (Amealco al

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V-A00

18. Mapas con los sitios de las fases La Joya (850-900) y El Palacio (900-1200) en el área de estudio del CEMCA (Arnauld y Faugére-Kalfon 1998: 32-33).

H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

noreste y desde El Oro hasta Tuzantla en el este) y parte de la frontera norte de Michoacán colindante con Guanajuato {ídem: 517-525). Mediante estos trabajos se cubrió un área de 14 000

km2 aproximadamente, equivalente a 23% del territorio del estado, en donde se registraron 557 sitios arqueológicos, 47 yacimientos de materias primas y 28 sitios con manifestaciones rupestres {idem: 525). A partir de los datos recabados se estableció un orden de prioridad para atender diferentes regiones, tanto las exploradas como las que no se visitaron, considerando varios factores como la cantidad de sitios, el número de investigaciones realizadas hasta enton­ces, los riesgos de destrucción por el crecimiento urbano y el grado de saqueo {idem: 527-539).

El trabajo realizado sirvió además para afinar el proceso de fotointerpretación, al defi­nir con mayor precisión los indicadores de posibles evidencias arqueológicas para cada una de las regiones estudiadas, y para hacer algunas observaciones generales sobre las formas y los materiales de construcción o el patrón de distribución de los sitios en las distintas regiones. Se notó, por ejemplo, la poca cantidad de asentamientos en la región del Oro y Tlalpujahua, en claro contraste con la alta densidad de sitios localizados en la cuenca del río Balsas, y las preferencias de ubicación de los asentamientos en cada zona, por ejemplo en las laderas de altos cerros terraceados en la zona de Tuzantla. Por último, se propuso un programa para con- cientizar a la población sobre la necesidad de conservar el patrimonio arqueológico nacional {idem: 540-543).

El trabajo que realicé entre 1985 y 1989 sobre los caminos prehispánicos de Michoacán y que presenté como tesis de licenciatura en la e n a h (Espejel 1990, 1992) es, hasta cierto punto, un subproducto del proyecto Atlas Arqueológico Nacional en el que participé durante una temporada de campo en 1986. Con el objetivo básico de averiguar si existían evidencias de los caminos prehispánicos y, en caso de localizarlos, saber qué características tenían, loca­licé y recorrí los caminos de arrieros existentes en los primeros tramos de las rutas que han comunicado la región del lago de Pátzcuaro con la Tierra Caliente michoacana durante varios siglos y que fueron descritos por cronistas y viajeros en distintas épocas históricas. Al mismo tiempo reuní la información existente sobre los sitios arqueológicos de la región bajo estudio -fundamentalmente la del proyecto Pátzcuaro-Cuitzeo, del proyecto Gasoducto y del Atlas Arqueológico Nacional más la obtenida en mis propios recorridos- y la correlacioné con los caminos detectados. De esta manera pude observar que los sitios monumentales más grandes, la mayoría de ellos con yácatas de planta mixta y por lo tanto con ocupación tarasca, se ubican regularmente en zonas de malpaís al lado de los valles por donde pasan los caminos; un patrón que posiblemente pone en evidencia el control que el Estado tarasco tenía sobre el acceso a la cuenca del lago de Pátzcuaro.

Durante los ochenta destacan también las investigaciones de Angelina Macías en la cuenca de Cuitzeo. Además del trabajo ya mencionado en Huandacareo más dos labores de rescate, una en Copándaro (Macías y Cuevas 1988) y otra en un sitio con megafauna pleistocénica (Macías 1982), entre 1984 y 1994 Macías realizó nueve temporadas de campo en Tres Cerritos, cuyos resultados presentó como tesis de doctorado en la u n a m (Macías 1997).

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C l a u d ia E s p e je l C arbajal

Desde una perspectiva teórica explícitamente marxista, Macías clasificó los distintos materia­les hallados en las excavaciones (cerámica, lítica, concha, hueso y metal), incluidos los de dos tumbas formadas por varias cámaras funerarias, poniendo especial atención en los atributos tecnológicos y funcionales de los artefactos con el propósito de definir secuencias cronológicas, filiaciones culturales y para inferir las actividades económicas de los habitantes del sitio, entre otros aspectos de la organización social. Algunos objetos fueron sometidos a análisis químicos para conocer su composición y determinar su procedencia (por ejemplo, se practicó un análisis petrográfico sobre un fragmento de cerámica y una pieza de turquesa se analizó por difrac­ción de rayos x); se obtuvieron fechas de radiocarbono a partir de unas muestras de concha y se identificaron huesos de diversos animales. Macías también analizó los cincuenta entierros hallados en las excavaciones y los sistemas constructivos de los edificios. Aunque la mayoría de los materiales recuperados corresponden a la época tarasca, también se encontraron impor­tantes evidencias de una ocupación más temprana durante el periodo Clásico con una clara influencia de Teotihuacán tanto en los materiales muebles como en el estilo arquitectónico.

Un trabajo menor pero igualmente importante es la excavación y restauración de un sitio cercano a Teremendo, en el municipio de Morelia, que Estela Peña efectuó en 1983, en donde se encontró una yácata de planta mixta similar a las de Tzintzuntzan (Peña 1983, Molina y Peña 1984). Hay que mencionar también el catálogo, la clasificación, el análisis iconográfico y la interpretación de las esculturas del occidente de México, incluidas varias de Michoacán, que Eduardo Williams presentó como tesis de doctorado en la Universidad de Londres en 1988

(Williams 1992), y el trabajo sobre los yacimientos de obsidiana del occidente mesoamericano, parcialmente derivado del proyecto Atlas Arqueológico Nacional, que Efraín Cárdenas pre­sentó como tesis de licenciatura en la e n a h (Cárdenas 1990, 1992).

L a r e s o l u c i ó n d e p r o b l e m a s e s p e c í f i c o s d e s d e l o s n o v e n t a

h a s t a n u e s t r o s d í a s

Aunque en términos generales la arqueología practicada en Michoacán desde los años sesenta hasta nuestros días comparte ciertas características comunes, a partir de los años noventa se empiezan a notar algunos cambios que quizá marcan la entrada a una nueva etapa. Es importante destacar, por ejemplo, algunos hechos significativos sucedidos en esos años, como la modificación de la estructura orgánica del INAH en 1989, cuando entre otras acciones se creó la Coordinación Nacional de Arqueología, se sustituyó el antiguo Departamento de Monumentos Prehispánicos por la Dirección de Estudios Arqueológicos y desapareció el Departamento de Prehistoria ahora convertido en la Subdirección de Laboratorios y Servicios Académicos (García-Bárcena 2003 [1988]: 137). Más importantes quizá son los cambios en el plan de estudios de la carrera de arqueología de la e n a h , ahora con una orientación más mar­cada hacia la historia que hacia la antropología y con una filiación explícita a los enfoques

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

posprocesuaies, como ia arqueología simbólica y la arqueología estructural (http://www.enah. edu.mx/index.php). Vale mencionar también la creación relativamente reciente de la carrera de arqueología en la Universidad Autónoma de Zacatecas (en 1998) y en la Universidad de San Luis Potosí (en 2006), y, de manera especialmente importante para la arqueología michoacana, la creación en 2001 del Centro de Estudios Arqueológicos de El Colegio de Michoacán y su programa de maestría en arqueología.

No obstante, los principales cambios en la arqueología que se han practicado en Michoacán en esta última fase están relacionados sobre todo con el desarrollo propio de las investigaciones, la mayoría de ellas encabezadas por los mismos arqueólogos de las décadas anteriores. Son, en efecto, ios conocimientos acumulados durante más de cien años de estu­dios arqueológicos en el estado, principalmente los generados en los ochenta, junto con el mayor conocimiento de otras regiones tanto vecinas como distantes, los que han impactado de manera más clara las investigaciones realizadas a partir de 1990, cuyos objetivos ya no se limitan a conocer sitios o regiones más o menos inexploradas, sino que pretenden respon­der preguntas cada vez más específicas planteadas a partir de los resultados obtenidos con anterioridad.

Tal es el caso de los trabajos realizados por ios arqueólogos del CEMCA en la etapa m

del proyecto Michoacán (1993-1996) y los más recientes iniciados a partir de 2010. Entre ellos están las excavaciones extensivas en la Cueva de los Portales que sacaron a ia luz restos de la ocupación humana más antigua conocida hasta ahora en Michoacán, datada alrededor de 5200 a.C. (Faugére 2006); las nuevas excavaciones en Loma Alta que, junto con la prospección magnética y eléctrica que llevó a cabo Luis Barba, proporcionaron importantes datos sobre la arquitectura del sitio y sobre su uso ritual (Carot y Fauvet Berthelot 1996, Pereira 1996, Carot et al. 1998); el mapeo y levantamiento topográfico de ios grandes sitios del maipaís de Zacapu con el fin de obtener datos sobre la organización económica y sociopolítica de sus habitantes y entender el surgimiento del Estado tarasco (Migeon 1998, Michelet, Pereira y Migeon 2005,

Micheiet 2000, 2008; Pereira y Forest 2008, 2009, 2010; Michelet y Forest 2012, Forest y Michelet 2012); nuevos estudios sobre las técnicas de manufactura de la obsidiana, su distribución, uso y significado simbólico (Darras 1998, 2008, 2009); el análisis de las costumbres Itinerarias, en par­ticular durante el Clásico y el Epiclásico, a partir de las excavaciones en Potrero de Guadalupe (Pereira 1997, 1999), y los estudios iconográficos de la cerámica del Protoclásico que han reve­lado posibles conexiones con las culturas Chalchihuites y Fíohokam (Carot 2000, 2004, 2005).

Finalmente, el proyecto Uacúsecha que viene desarrollándose desde 2010 en sitios tardíos del maipaís de Zacapu, en especial en el Maipaís Prieto, y que se apoya en varios acercamientos hasta ahora poco utilizados en la arqueología regional (geomática, geoarqueología, arqueo- zoología, antracología, arqueomagnetismo, estudio tecnológico de la producción cerámica), marca muy probablemente el inicio de una nueva etapa de la investigación, en la que se pre­tende analizar con mucho mayor precisión fenómenos como las migraciones y el origen de las poblaciones, la aparición del urbanismo y la creación y experimentación de estructuras sociopolíticas pre-estatales (Pereira et al. 2012).

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C l a u d ia E s pe je l C arbajal

Tal es el caso también de las nuevas investigaciones de Helen Pollard en Uricho (1990-

1996), Jarácuaro, Pareo (1995-1998) y Erongarícuaro (2001-2006) realizadas con el objetivo gene­ral de establecer la secuencia cronológica de la región a través de excavaciones estratigráficas y la distribución de los asentamientos por medio de prospecciones de superficie sistemáticas, y con el objetivo particular de poner a prueba el modelo teórico sobre el surgimiento del Estado tarasco, planteado inicialmente con datos históricos en su mayoría (Gorenstein y Pollard 1983), así como la hipotética unificación cultural que este hecho pudo haber pro­ducido (Pollard 1998, 2000 , 2004 , 2008 , 2009, 2011). Dado que el modelo de Pollard sobre la formación de una sociedad estatal durante el periodo Posclásico daba un peso importante a los cambios climáticos y su posible impacto sobre los recursos disponibles y la organización política, el proyecto incluyó también estudios paleoambientales (análisis de polen, diato- meas, fauna, flora, erosión del suelo, etc.) para determinar el nivel del lago y calcular la pro­ductividad del suelo en distintas épocas (Fisher, Pollard y Frederick 1999, Fisher 2000, 2011).

Las excavaciones revelaron en efecto una ocupación en el suroeste de la cuenca del lago de Pátzcuaro desde el Preclásico tardío hasta el periodo Colonial temprano (300 a .C .-l600 d.C.) y los distintos tipos de estudios sobre la cerámica (Hirshmann 2003, 2008, 2011; Haskell 2008),

la obsidiana (Pollard et al. 1998 citado en Hirshmann 2008, Pollard 2009, Rebnegger 2010),10 las prácticas funerarias (Cahue y Pollard 1998, Pollard y Cahue 1999), el patrón de asentamiento y el medio ambiente (Fisher, Pollard y Frederick 1999), entre otros, han permitido observar cambios significativos a lo largo de esta secuencia temporal. Entre ellos destaca el aumento poblacional sostenido que alcanza su clímax en el Posclásico tardío; las fluctuaciones en el nivel del lago que condicionaron la ubicación de los asentamientos, con una baja notoria hacia el año 1000 de nuestra era y una subida hacia el año 1350 que continúa durante el Posclásico tardío, cuando el lago alcanza su nivel más alto, y la creciente complejidad social con un cambio notorio en el comportamiento de las elites locales que inicialmente se identificaban por su acceso a bienes foráneos y que posteriormente, con el surgimiento de la sociedad estatal, se asocian con objetos producidos localmente pero que reproducen los estilos de Tzintzuntzan. No obstante estos cambios, se ha notado también la continuidad cultural en el nivel de la población común, que se manifiesta por la persistencia de las mismas técnicas de manufactura y decoración de la cerámica, de los patrones mortuorios, de la dieta y de las viviendas. Gracias a los resultados de estas investigaciones, aunados a los conocimientos generados en otras partes de Michoacán y zonas aledañas, principalmente a los de la región de Zacapu, Pollard ha podido afianzar su modelo sobre el surgimiento del Estado tarasco haciéndole algunos ajustes cronológicos y reconociendo la posible interacción de las elites tarascas con las del centro de México (Pollard 2008, 2009).

Un derivado de estas investigaciones es el estudio que emprendieron Fisher y Pollard (2007) en el extremo suroriental de la cuenca de Pátzcuaro, así como las exploraciones recientes

10. Además, anteriormente se había hecho un estudio sobre la obsidiana de Tzintzuntzan y de la frontera oriental del territorio tarasco (Pollard y Vogel

1994).

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

de Fisher en el sitio Sacapu-Angamuco que tienen el objetivo general de explicar las relaciones entre el hombre y el ambiente a lo largo del tiempo y, a través de ello, promover la conserva­ción de éste (Fisher 2010).

Las excavaciones de Oliveros en El Opeño en 1991 y los recorridos en los alrededores de Jacona (1991-1992) también estuvieron dirigidos a resolver preguntas planteadas en las explo­raciones anteriores, además de que el análisis y la interpretación de los hallazgos se benefició de los conocimientos generados en otras regiones. El objetivo de la investigación era ubicar la zona de las tumbas en su entorno ambiental, obtener información sobre los recursos apro­vechables y, sobre todo, localizar las áreas de habitación de sus constructores. Esta última búsqueda resultó más o menos infructuosa, pero en cambio se hallaron tres nuevas tumbas. De cualquier manera, Oliveros ha logrado inferir variados aspectos de la vida de la gente que construyó las tumbas, incluyendo su tipo físico, actividades, alimentación, acceso a materias primas locales y foráneas, organización social, creencias y, por supuesto, los rituales y prácticas relacionados con la muerte; todo ello a partir del análisis, la clasificación y la identificación de los restos óseos, las figurillas, las vasijas y otros objetos de cerámica, las herramientas y ornamentos de piedra, de concha y hueso, los pigmentos y los restos de fauna encontrados en las tumbas. De la lapidaria (cuentas y pendientes) se hizo un estudio mineralógico aplicando técnicas de petrografía, mineragrafía, difracción de rayos x y espectroscopia infrarroja de reflexión mediante las cuales se identificaron distintos minerales como jadeíta, cuarzo, mala­quita, pirita y hematita, entre otros, varios de ellos procedentes de lugares lejanos al Opeño, como Guatemala o la Sierra Madre Occidental al norte de Mesoamérica, lo que demuestra una organización social más o menos compleja (Robles y Oliveros 2005). Por lo demás, la antigüedad de las tumbas (1500-1000 a.C. o formativo medio) ha quedado confirmada por el fechamiento por radiocarbono (Oliveros y De los Ríos 1993) y por las similitudes de los mate­riales con el de otros sitios más o menos contemporáneos. La comparación de estos materiales y de las mismas tumbas con los de otras épocas ha revelado también la pervivencia de una tradición aparentemente surgida en El Opeño y que se prolongó hasta el Posclásico tardío en Michoacán (Oliveros 1992, 2004a, 2004b).

La investigación de Dan Healan en los yacimientos de obsidiana de Zinapécuaro y Ucareo (1989-1995) también tuvo objetivos más definidos. Uno, el de caracterizarlos quí­micamente para explicar de manera más precisa la presencia de los objetos de obsidiana procedente de estos yacimientos que se habían encontrado previamente en varios lugares de Mesoamérica, y otro, el de conocer las técnicas de extracción y de manufactura así como la secuencia cronológica y el patrón de asentamientos de la región. En las temporadas de campo que Healan realizó entre 1990 y 1991 se encontraron 1 030 canteras de obsidiana y treinta sitios habitacionales, diez de ellos con estructuras ceremoniales, en varios de los cuales se hicieron excavaciones. El análisis de los datos recuperados reveló, entre otras cosas, la importancia del yacimiento de Ucareo, que fue más intensamente explotado que el de Zinapécuaro, y el desi­gual patrón de asentamiento entre ambas zonas. También permitió establecer una secuencia

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C l a u d ia E sp e je l C arbajal

cerámica desde el Preclásico temprano hasta el Posclásico tardío que, en conjunto con el aná­lisis de la obsidiana, ha dado a conocer la distribución cambiante de esta a lo largo del tiempo, destacando la relevancia que estos yacimientos adquirieron tras la caída de Teotihuacán y el control que sobre ellos parece haber detentado el Estado tarasco durante el Posclásico tardío (Healan 1990, 1994, 1997, 1998, 2004, 2005, Healan y Hernández 1999, Hernández 2000, 2006; Hernández y Healan 2008).

Inclusive ios proyectos de salvamento arqueológico que se han realizado en Michoacán desde 1994, la mayoría de ellos originados por ia construcción de carreteras, plantearon objeti­vos específicos tomando en cuenta los conocimientos previos que se tenían de cada región y los que se fueron produciendo sucesivamente a través de los mismos trabajos de salvamento. Así, por ejemplo, el proyecto relacionado con la construcción de la autopista México-Guadalajara en su tramo Maravatío-Zapotlanejo pretendía localizar, registrar, explorar y proteger en la medida de lo posible los sitios arqueológicos que podrían ser afectados por la obra, objetivo general de ios trabajos de salvamento, pero también se propuso precisar diversos aspectos de la frontera norte del imperio tarasco, identificar restos del periodo Preclásico y definir el carácter de la influencia teotihuacana durante el periodo Clásico (Pulido, Araiza y Grave 1995, 1996). Con el proyecto formulado a raíz de la construcción de la carretera Pátzcuaro-Uruapan se bus­caba, además de cumplir con el objetivo institucional, precisar cuáles elementos de la cultura material definen a los tarascos y cuáles pertenecen a otros grupos culturales contemporáneos o anteriores, obtener datos sobre la existencia de elementos teotihuacanos y explicar su signifi­cado, así como definir los patrones de asentamiento y su transformación a lo largo del tiempo (Pulido, Cabrera y Grave 1997). En el caso de 1a carretera Uruapan-Nueva Italia la investiga­ción pretendía averiguar si la región fue utilizada como corredor y ruta de intercambio entre la zona templada y la Tierra Caliente, determinar cómo participó en la dinámica extrarre- gional durante ei periodo Clásico, establecer el papel que desempeñó en la formación del Estado tarasco, las repercusiones que este proceso pudo haber tenido en la región e, incluso, determinar si la zona estuvo efectivamente bajo el dominio tarasco (Grave 1998). En ei caso de la carretera Nueva Italia-Lázaro Cárdenas los objetivos fueron determinar si hubo presencia tarasca en la región, identificar las áreas donde hubo presencia mexica y definir qué tipo de relaciones se establecieron con ese grupo, verificar si hubo influencia teotihuacana, reconocer diferencias culturales en la región y definir ei patrón de asentamiento en distintos periodos (Pulido 2000). De manera general, además, en todos estos proyectos se partió de una idea bien concebida de las tareas que debe cumplir una investigación arqueológica regional, entre ellas el análisis de la configuración interna de los sitios para determinar su función (habitacional, de productor, ceremonial, etc.) y el de su distribución en el espacio, tomando en cuenta su ubicación geográfica, su relación con ios demás sitios y su jerarquía como elementos que mani­fiestan las relaciones sociales, políticas y religiosas, y a partir de los cuales se puede conocer la evolución de las sociedades a lo largo dei tiempo. La comparación con otras regiones también

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19. Entrada de una tum ba en las orillas del Lago de Cuitzeo hallada en una inspección de la Dirección de Salvamento Arqueológico

del INAH en 2007 (foto: Salvador Pulido).

se consideró una tarea importante para reconocer posibles relaciones comerciales o conflictivas y para poder establecer modelos de desarrollo regional (Grave 1998: 33).

Uno de los aportes sustanciales de estas investigaciones fue la localización de aproxi­madamente 483 sitios arqueológicos distribuidos en muy diversas regiones del estado (Pulido y Grave 2000: 213),11 los cuales fueron descritos, clasificados y fechados de manera preliminar a partir del material cerámico recolectado en superficie. También se realizaron excavaciones en 27 de ellos (siete en la carretera México-Guadalajara, cuatro en la Pátzcuaro-Uruapan, ocho en la Uruapan-Nueva Italia y ocho en la Nueva Italia-Lázaro Cárdenas) con el objetivo de establecer cronologías relativas mediante la estratigrafía y en algunos casos para definir las características arquitectónicas de sus edificios (figura 19). Con todo ello, en efecto, se detec­taron algunos patrones en la distribución tanto temporal como espacial de los distintos tipos de asentamientos. Por ejemplo, en la región Pátzcuaro-Uruapan se observó la escasa presen­cia de ocupación durante el Clásico tardío (Pulido, Cabrera y Grave 1997: 106), en la región de Tierra Caliente (Uruapan-Nueva Italia) se notó un claro incremento de sitios ocupados durante el Posclásico temprano (Grave 1998: 19), mientras que en la cuenca de Cuitzeo se

11. Hay que considerar que varios de estos sitios ya habían sido localizados y registrados en investigaciones anteriores.

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C l a u d ia E s p e je l C arbajal

encontró una constante e importante ocupación desde el Clásico temprano hasta el Posclásico tardío (Pulido, Araiza y Grave 1996). Asimismo, se definieron algunos de los elementos carac­terísticos del sistema constructivo de los edificios monumentales tarascos -consistente en un núcleo de piedras apiladas sin aglutinante con varios cuerpos escalonados de peralte alto y huella estrecha- y de sus formas -que no sólo son de planta mixta como las de Tzintzuntzan sino que las hay cuadrangulares, rectangulares y en forma de T con dos cuerpos rectangulares (por ejemplo en Tócuaro, en la ribera suroccidental del lago de Pátzcuaro, y en Jujucato, cerca de Zirahuén)-, cada una de las cuales posiblemente corresponde a épocas distintas, siendo la forma mixta similar a la de Tzintzuntzan la que marca el momento del dominio tarasco (Pulido, Cabrera y Grave 1997: 108-114, Grave 1998: 23, Pulido 2006).

Una investigación derivada de las anteriores fue la exploración de cinco tumbas en El Orejón, cerca de Apatzingán, que junto con otras excavadas en dos sitios al sur de Nueva Italia (Santo Domingo y Gámbara) dejan constancia de la existencia de una tradición de tumbas en forma de botellón (una cámara cavada en el tepetate con un tiro muy corto) emparentada con la tradición de tumbas de tiro de Colima, Jalisco y Nayarit (López y Pulido 2010). También se puede destacar, entre los resultados más específicos de estos proyectos de salvamento arqueo­lógico, el estudio de un petrograbado encontrado en el sitio Las Lagunillas asociado al juego llamado kuilichi que todavía se practica en el pueblo de Angahuan (Cabrera y Pulido 2005); la existencia de un sitio amurallado con arquitectura semejante a la tarasca cerca de Tócuaro, en el malpaís que está al suroeste del lago de Pátzcuaro (Pulido, Cabrera y Grave 1997, Pulido y Grave 2002); la identificación de un grupo cultural del Posclásico en Tierra Caliente distinto al tarasco, caracterizado por las formas de las vasijas cerámicas y por su particular arquitectura, incluidas unas canchas de juego de pelota, así como por la abundancia de artefactos de cobre, entre los que se encuentran agujas, anzuelos y argollas ornamentales (Grave y Pulido 2000), y la localización del gran asentamiento al sur de Nueva Italia denominado La Perseverancia, que tiene varias plazas limitadas por plataformas y montículos, uno de ellos con más de 10 m de altura (Pulido, Cid y Cruz 2012).

Por lo demás, Salvador Pulido aprovechó la información recabada en el delta del río Balsas durante el proyecto relacionado con la construcción de la carretera Nueva Italia-Lázaro Cárdenas y en otros proyectos de salvamento arqueológico llevados a cabo en la misma zona (como la ampliación de la planta hidroeléctrica de La Villita y la construcción de varios tendi­dos eléctricos) para elaborar la tesis de doctorado que presentó en la e n a h en 2012. Tomando como base teórica general el materialismo histórico, Pulido analizó principalmente los restos arquitectónicos y la configuración interna de los sitios arqueológicos para detectar el grado de diferenciación social en distintas épocas y, de manera más particular, para conocer las transformaciones que el dominio mexica pudo haber provocado en los patrones de vida de los habitantes de la región. Como resultado de este estudio, Pulido comprobó la existencia de un desarrollo cultural particular que se generó en la zona desde el periodo Preclásico y que recibió influencias de otras sociedades, tanto mesoamericanas como externas a esta macrorregión, y

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H is t o r ia d e la a r q u e o l o g ía e n M ic h o a c á n

propuso que la elite local estableció una alianza con los mexicas mediante la cual pudo, a la vez, mantenerse como tal y engancharse más activamente en las redes de intercambio meso- americanas (Pulido 2012).

La investigación que Arturo Oliveros coordinó en la región del río Tepalcatepec en la década del 2000 también retomó datos y problemas de estudio generados con anterioridad. Entre otras cosas se localizaron 132 sitios arqueológicos, incluidos los que se habían inventa­riado previamente, los cuales se fecharon de manera tentativa mediante los tipos cerámicos observados en campo siguiendo la clasificación de Isabel Kelly. De esta forma se encontró que la mayoría de los sitios estuvieron ocupados entre el Clásico medio y el Posclásico medio (600- 1200). El análisis de estos y otros datos, muchos de ellos de carácter geográfico, más la creación de un Sistema de Información Geográfica (sig) y la utilización de herramientas estadísticas de análisis espacial permitió encontrar diversas relaciones entre los asentamientos y el paisaje e inferir el papel de esta región en las posibles rutas tributarias o de intercambio (Trujillo 2011a). También se registraron, catalogaron y estudiaron los objetos arqueológicos de seis colecciones particulares y de dos museos locales tomando en consideración las clasificaciones cerámicas anteriores, con lo cual se definieron los rasgos culturales de la región y su desarrollo a lo largo del tiempo (Zúñiga 2007, 20ll). Además, las características de esta región durante el periodo Posclásico y su articulación con el Estado tarasco se analizaron más puntualmente aunando la información de documentos históricos a los datos arqueológicos (Limón 2011). Asimismo, la caracterización por medios físico-químicos de algunas piezas de piedras semipreciosas permitió determinar la procedencia de ciertas materias primas (Robles Camacho y Sánchez Hernández 2011). En general, los estudios realizados revelaron la existencia en la región de sociedades más complejas de lo que se creía, con rasgos locales bien notorios pero también con evidencias de relaciones extrarregionales (Oliveros 2011). Posteriormente, Armando Trujillo utilizó la misma información para crear un modelo predictivo que permite identificar las áreas en donde es posible encontrar sitios arqueológicos relacionados con la actividad minera (Trujillo 2007, 20llb) (figura 20).

Otra investigación que se ha visto beneficiada por la realización de trabajos sucesivos es la del sitio arqueológico cercano a La Piedad conocido por los nombres de Zaragoza, Cerro de los Chichimecas o Mesa de Acuitzio, donde se han realizado siete temporadas de investi­gación y restauración desde 1998 hasta la fecha. El proyecto comenzó bajo la dirección de Phil Weigand, la coordinación de los trabajos de campo a cargo de Efraín Cárdenas y la participa­ción de varios investigadores (Agapi Filini, Eugenia Fernández-Villanueva, Armando Nicolau, Mario Rétiz, Ignacio García, Jaime Nava y Teodoro Silva) con el objetivo general de conocer el sitio y el propósito de crear una reserva cultural y natural a través de la cual se garantice la protección de los vestigios arqueológicos. También se pretendía rescatar y reproducir varias especies de plantas en peligro de extinción. Posteriormente se plantearon nuevos objetivos bajo un enfoque regional por lo cuaTse comparó el sitio con otros asentamientos contemporáneos del Bajío (Plazuelas, Barajas y Peralta, entre otros). Durante la primera etapa del proyecto se

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CN00

Sim bologfa

• Sitios Mineros

# Minas de Cobre

© Poblaciones Actuales

CofftontM d* agua

■ Cuerpos de agua

Areas con alta probabilidad0

■ 06% -100%

DEM

■ ■ High : 3516.020996

Low; 0.374085

Estados de Míchoacán y Guerrero

ESPECIFICACIONES CARTOGRÁFICASProyección______UTMZ o n a ___________ 13N y 14ND atum __________ WGS84Elipsoide_________ C iarte 1866Fecha d e edición _ Octubre 2006 Autor: Armando Trujillo

20. Mapa elaborado a partir de un sistema de información geográfica y la aplicación de un modelo predictivo que muestra las áreas en las que hay alta probabilidad de

encontrar sitios relacionados con la minería (Trujillo 2011: 110).

FUENTE CARTOGRÁFICA INEGI, Mapa elaborado con b a se en las cartas topográficas, escala 1:50 000.

----------

NTE.

C «rr€ftír3 U Pt&Sáó-Zaf&jczzS L J Ectucovs arque&ágte»J5a -í l^K»prefcipé«ca*í . .~ .J D u frw ttc íó n <(9 p r« * c «

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CN'O 21. Plano del sitio arqueológico Mesa Acuitzio elaborado en AutoCAD mediante restitución fotogramétrica (Fernández-Villanueva 2005: 20/21).

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delimitó el sitio y se realizó un mapa detallado de este utilizando varias técnicas como la resti­tución fotogramétrica, la topografía y el levantamiento arquitectónico (Fernández-Villanueva 2005) (figura 21). Además se excavaron varios pozos de sondeo, se analizaron los materiales arqueológicos recuperados (principalmente cerámica y lírica), se consolidó la cancha de juego de pelota y se registraron 112 petrograbados cuyo estudio presentó Armando Nicolau (2002) como tesis de licenciatura en la e n a h . También se caracterizaron los suelos de algunas partes del sitio y se inventariaron 201 especies botánicas. A partir de 2003 la dirección del proyecto quedó a cargo de Eugenia Fernández-Villanueva. En esta segunda etapa se restauraron por completo la cancha del juego de pelota y la plaza principal del sitio, se excavó una estructura que parece haber sido un temazcal y se hizo una propuesta de zonificación del sitio. Entre otras cosas, las exploraciones han proporcionado dos fechas de radiocarbono que ubican la ocupación del asentamiento en el periodo Epiclásico. Por otro lado, para la creación del parque arqueológico se han limpiado de hierbas y piedra veinte hectáreas de terreno, se han retirado las cercas divisorias de las parcelas remplazándolas por una cerca perimetral de piedra, se cons­truyó un sendero y el municipio se hizo cargo de la construcción de un módulo de servicios (Weigand et al. 1999, Cárdenas, García y Fernández V. 2001, Cárdenas s.fi, Cárdenas, Márquez y Trujillo 2002, Fernández Villanueva 2006, 2009, 2010 y comunicación personal).

Durante las dos últimas décadas se ha continuado el estudio de los sitios arqueológicos de Ihuatzio y Tzintzuntzan. En 1991 y 1992 se realizaron dos temporadas de investigación y restauración en ambos sitios (Cárdenas 1992b, Cárdenas 1992c, Cárdenas y Fernández 1993). En Ihuatzio fueron restaurados los basamentos y la plataforma del conjunto de los dos templos de planta rectangular ubicado en la Plaza de Armas, se restauró parcialmente la muralla que la delimita por el lado sur y se hicieron algunas excavaciones. Además Aura Ponce de León (1993) realizó un detallado mapa del sitio e inventarió todas las estructuras arquitectónicas (yácatas, montículos, muros, muros-calzadas o uatziris, nivelaciones, plataformas, plazas, terrazas), 84 en total, para analizar su configuración interna. Al mismo tiempo reunió información sobre el régimen de propiedad de los terrenos donde se encuentra el sitio, analizó la tendencia de creci­miento de los pueblos que lo rodean e hizo observaciones sobre diversos aspectos culturales de la población actual. Tomando en consideración todo lo anterior, propuso varias acciones para proteger el sitio, entre ellas su delimitación, la elaboración de un reglamento y un programa de difusión cultural. Por lo demás, este trabajo sirvió para hacer una nueva delimitación del sitio, que incluye zonas habitacionales y el conjunto de uatziris que lo circundan, y para hacer la declaratoria oficial de la zona arqueológica (Cárdenas, comunicación personal).

En Tzintzuntzan se realizó la XI temporada de trabajo que incluyó la exploración del lado norte de la gran plataforma con lo cual se identificó el osario asociado al Edificio B. También se hicieron trabajos de restauración, se creó el primer museo del sitio y se colocó el cercado perimetral (Cárdenas 1992c).

A diferencia de las anteriores, la investigación dirigida por Roberto Novella en la costa norte de Michoacán entre 1994 y 1999 (Novella, Martínez y Moguel 2002) tuvo el objetivo

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básico, como en los viejos tiempos, de identificar y definir las culturas que ocuparon el área, lo cual es comprensible dado que ésta prácticamente no había sido explorada hasta entonces. Mediante el recorrido sistemático de la región y con ayuda de fotografías aéreas se localizaron y describieron 129 sitios arqueológicos. De muchos de ellos se hicieron croquis, en los más grandes se hicieron levantamientos topográficos y en nueve se practicaron excavaciones. La clasificación de los restos cerámicos, líticos, de concha y metal; el análisis de los entierros y los restos óseos; el análisis de la arquitectura (tumbas de tiro incluidas) y del patrón de asenta­miento, así como la comparación de los materiales con los de otras regiones y siete fechas de radiocarbono, permitieron establecer la primera propuesta de cronología para la región, carac­terizar cada uno de los periodos y bosquejar los cambios a través del tiempo desde el Preclásico hasta el Posclásico. En general, se puso especial atención a la relación entre los asentamien­tos y los recursos disponibles, principalmente con el agua, y Catherine Liot hizo un estudio particular sobre la producción de sal. La existencia de grandes sitios monumentales, algunos con canchas de juego de pelota, y de otros elementos distintivos como las tumbas de tiro, son indicios de que la zona estuvo ocupada por sociedades bastante complejas. Culturalmente la región es muy similar a la vecina Colima y la ausencia de elementos teotihuacanos y tarascos muestra su carácter independiente tanto en el Clásico como en el Posclásico, aunque hay evi­dencias de posibles contactos comerciales con diversas regiones.

Conviene mencionar, aunque sea someramente, los trabajos de tesis que han derivado de los proyectos de investigación reseñados y otros independientes, los cuales se han enfocado a la resolución de preguntas más concretas y que indican las tendencias de la arqueología michoacana en la actualidad.

Un conjunto importante de trabajos está compuesto por las tesis directamente relacio­nadas con las investigaciones de Pollard en la ribera suroccidental del lago de Pátzcuaro. Entre ellas podemos mencionar el estudio de Christopher Fisher (2000, 2011) que muestra la relación entre la ocupación humana y la evolución del paisaje de la cuenca del lago de Pátzcuaro demostrando, entre otras cosas, que el deterioro ambiental durante la época colonial no fue ocasionado por la introducción de las prácticas agrícolas europeas sino por el abandono de las tierras de cultivo causado por el descenso de la población indígena. También está el estudio que realizó Amy Hirshmann (2003,2011) para averiguar si la emergencia del Estado tarasco pro­dujo cambios en la industria alfarera, el cual incluyó la clasificación de la cerámica de Uricho por medio del análisis de conglomerados o taxonomía numérica {cluster analisys) y la carac­terización química de las pastas por medio de la activación neutrónica. Laura Cahue (2001) estudió restos óseos de Uricho, Tócuaro y Tzintzuntzan, en la cuenca del lago de Pátzcuaro, y de Atoyac, Jalisco,12 para verificar si hubo cambios en la dieta de las elites antes y después de la formación del imperio tarasco a partir de la identificación de isótopos de carbón y de

12. Los restos óseos de Tócuaro fueron obtenidos en las excavaciones de Salvamento Arqueológico durante el proyecto Carretera Pátzcuaro-Uruapan,

los de Tzintzuntzan fueron recuperados en la décima temporada de exploraciones y en las de 1992, y los de Atoyac en las excavaciones del proyecto

arqueológico Cuenca de Sayula (Cahue 2001).

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nitrógeno en el colágeno de los huesos. Por último, destaca la explicación propuesta por David Haskell (2008) sobre la forma en que el cazonci ejerció su autoridad y logró subordinar a las elites de los pueblos sujetos al Estado, basada en los hallazgos arqueológicos de Erongarícuaro y Uricho, enmarcados en los discursos de la Relación de Michoacán e interpretados mediante la aplicación de diversos conceptos y modelos relacionados con las teorías de la agencia.

La aplicación de técnicas arqueométricas también está representada en la tesis de Rodrigo Esparza (2006, Esparza y Tenorio 2004), quien caracterizó mediante activación neu- trónica la obsidiana de varios de los sitios localizados en el proyecto de salvamento arqueoló­gico de la carretera Uruapan-Nueva Italia para hacer inferencias sobre las rutas comerciales prehispánicas, y en la de Blanca Maldonado (2006) sobre el proceso productivo de los objetos de cobre que incluyó el análisis químico de la escoria encontrada en Itziparátzico (véase más adelante el artículo de Maldonado en este libro). Igualmente hay que destacar el trabajo de Jennifer Meanwell en Mexiquito, La Quesería e Itzímbaro, tres sitios del Balsas medio, que incluyó el levantamiento topográfico, la excavación, el establecimiento de una secuencia cerá­mica fechada por radiocarbono que pone en evidencia su ocupación desde el Clásico hasta el Posclásico temprano (300 a .c .- l3 0 0 d.c.) y el estudio petrográfico de la cerámica que demostró la existencia de las mismas técnicas de producción a lo largo de todo ese tiempo (Meanwell 2007, 2008).

Por otro lado, el interés en los patrones de asentamiento se hace evidente en el estudio que Marión Forest ha realizado en el sitio Malpaís Prieto, uno de los grandes asentamientos del malpaís de Zacapu que está siendo nuevamente investigado por Grégory Pereira (Pereira y Forest 2008, 2009, 2010, Pereira et al. 2012; Michelet, Pereira y Migeon 2005). En términos generales, Forest ha identificado y clasificado las distintas estructuras arquitectónicas del sitio (terrazas, escaleras, caminos, casas de distintos tamaños, formas y función, basamentos pira­midales y montículos, entre otras) y ha elaborado un plano detallado con el fin de definir la organización espacial del sitio en distintos niveles (Forest 2008). Un trabajo similar es el de Jason W. Bush (2011) en el sitio Sacapu-Angamuco, localizado en una zona de malpaís al oriente del lago de Pátzcuaro que está siendo investigado por Christopher Fisher desde 2007.

Con un interés general en el urbanismo, Bush clasificó los restos arquitectónicos y estudió su organización para inferir la función del sitio, su nivel de planeación y el grado de complejidad social que todo ello refleja. Hay que mencionar, además, que la enorme extensión del sitio ha sido revelada más recientemente mediante la utilización de la técnica Lidar (Light Detection and Ranging) (Fisher, Leisz y Outlaw 2011). Por su parte, Karine Lefebvre (2012 , véase también Lefebvre 2011) analizó los cambios en el patrón de asentamiento en la región de Acámbaro desde la formación del Estado tarasco hasta la colonia, apoyándose en datos arqueológicos generados con anterioridad debidamente evaluados y en información histórica de una gran cantidad de documentos inéditos, incluidos varios mapas de la región elaborados durante la época colonial. El análisis estadístico que realizó Christopher J. Stawski (2008, 2011), a partir de los datos compilados por Helen Pollard en 1970 en Tzintzuntzan, con el objetivo de comprobar

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la propuesta de zonificación de la capital tarasca que ésta hizo, y los trabajos de Armando Trujillo en la cuenca del río Tepalcatepec y el de Salvador Pulido en Zacatula, que ya he men­cionado, también se inscriben en esta línea de interés. Igualmente podemos mencionar dentro de este tipo de estudios el que Igor Cerda está realizando en Tiripetío como parte de su tesis doctoral mediante el cual espera proponer un modelo de la organización del espacio urba­no del sitio arqueológico y, de manera más general, entender los procesos sociales que determi­naron la estructura física de los asentamientos tarascos siguiendo los postulados de la arqueo­logía interpretativa, de la arqueología del paisaje y de la arqueología de la arquitectura. Los resultados obtenidos hasta el momento por Cerda han revelado el gran tamaño del asenta­miento prehispánico, calculado en unas 900 ha; su diseño y grado de planeación determinados por los materiales, sistemas constructivos y función de las estructuras, el uso del espacio, la topografía y la concepción que sus constructores tenían de la habitabilidad del espacio, así como su posición estratégica en la ladera sur del Cerro del Aguila, desde donde se controlaba el paso de la cuenca de Pátzcuaro hacia El Bajío en el norte, hacia la Tierra Caliente al sur y hacia la zona pirinda al oriente (Cerda 2004, 2012 y comunicación personal). Es importante subrayar que Igor Cerda es el único investigador que explícitamente se adscribe a los enfo­ques teóricos que desde los años setenta surgieron como crítica a la arqueología procesual, especialmente a la arqueología del paisaje y a la arqueología interpretativa. Una característica sobresaliente en la mayoría de estos estudios es el uso de nuevas tecnologías, particularmente del Sistema de Posicionamiento Global (Global Positioning System o GPS) y de los Sistemas de Información Geográfica (s i g ) que permiten mapear los sitios y manejar la información geográfica y arqueológica con una rapidez y precisión antes impensable.

El estudio de las fronteras y de los contactos interculturales es otra línea de análisis pre­ferente. En ella se pueden incluir la tesis de José Hernández (1994, 1994b, 1996), quien recopiló la información histórica, los datos obtenidos por otros investigadores sobre los sitios arqueoló­gicos registrados a ambos lados de la frontera tarasco-mexica, más sus propias observaciones en campo, para explicar la conformación de ésta; la de Christine Hernández (2000, 2006) sobre el desarrollo de la frontera nororiental del imperio tarasco, basada principalmente en la cla­sificación de la cerámica de la región de Ucareo y Zinapécuaro; la de Karine Lefebrvre (2012, 2011) sobre el patrón de asentamiento en Acámbaro que he mencionado más arriba, y la de Jay Silverstein (2000) en la sección suroriental de la frontera tarasco-mexica, que tuvo el objetivo de observar el impacto del imperialismo de ambas potencias sobre la población local -chontal y cuitlateca- mediante la combinación y el contraste de datos etnohistóricos y arqueológicos (distribución de sitios, de tipos cerámicos y líticos principalmente).

También está el estudio de Agapi Filini (2004,2010) sobre las relaciones entre Teotihuacán y la cuenca de Cuitzeo, basado sobre todo en el análisis de la iconografía de la cerámica (figura 22) pero también con un interesante análisis de los diferentes tipos de obsidiana presentes en varios sitios mesoamericanos en distintas épocas, incluido Cuitzeo; todo ello enmarcado dentro de un panorama general de las relaciones entre la gran urbe del Valle de México con

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otras regiones de Mesoamérica y usando como herramienta de interpretación la perspectiva del sistema mundo. Por lo demás, en colaboración con físicos de la u n a m , Filini también ha aplicado técnicas arqueométricas (difracción de rayos x y emisión de rayos x inducida por protones, pixe) para determinar la procedencia de la cerámica de Cuitzeo que es similar a la de Teotihuacán (Bucio, Filini y Ruvalcaba 2005). Asimismo, la tesis de Sarah Albiez-Wieck (2011) sobre los contactos exteriores del Estado tarasco, en la que examina detalladamente los estu­dios que se han hecho sobre el tema, amerita que se le incluya aquí aunque no es precisamente un trabajo arqueológico.

Finalmente, hay que destacar el interés creciente por el estudio de los petrograbados, tema central de varios trabajos de grado presentados en los últimos años (Nicolau 2002, Tinoco 2004, Hernández 2006, Gómez 2010, Olmos 2010, Rodríguez 2011) que más adelante Alejandro Olmos examina con detalle en este mismo libro.

E v a l u a c i ó n

Desde 1937 hasta la fecha se han realizado alrededor de sesenta proyectos de investigación arqueológica en Michoacán sin contar los estudios específicos relacionados con los proyectos

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mayores, como los enmarcados en el proyecto Michoacán del c e m c a , o las tesis derivadas de ellos. A éstos habría que añadir los trabajos efectuados a raíz de denuncias de saqueo o de hallazgos casuales más los relativamente informales que se hicieron antes de 1937.

El resultado más destacado de todas estas exploraciones es sin lugar a dudas la canti­dad enorme de datos compilados hasta el momento. Vale recordar, por ejemplo, que en 1929 se habían registrado oficialmente 46 sitios arqueológicos en el estado y que hoy en día están inventariados alrededor de 1 900. Aunque esta última cifra no es exacta y el catálogo oficial del i n a h tiene aún varios problemas serios, como se verá en el capítulo siguiente, la diferencia es verdaderamente notable y lo es más si se considera la cantidad y la calidad de los datos reca­bados sobre cada sitio. En efecto, a los miles de sitios arqueológicos localizados, la mayoría de ellos descritos al menos someramente, se suman cientos de entierros, de tipos cerámicos, de objetos de piedra, concha, metal, hueso y otros materiales, todos ellos clasificados y des­critos, algunos fotografiados o dibujados, y varios sometidos a análisis particulares para iden­tificar con mayor precisión las materias primas, determinar su origen o conocer las técnicas con las que fueron elaborados, entre otras cosas. La utilización de estos datos, sin embargo, no está libre de problemas. Hay que tomar en cuenta, por ejemplo, que muchos de los sitios loca­lizados no han sido fechados o sólo lo han sido de manera relativa mediante la comparación de restos cerámicos de superficie con alguna de las tipologías ya establecidas. Los distintos criterios que se han usado para clasificar los artefactos dificulta los estudios comparativos y, además, hay que considerar el problema adicional de que muchos de los datos recopilados no provienen de excavaciones controladas. Pese a ello, es innegable que en conjunto constituyen una excelente base para apoyar nuevos trabajos, ya sea como elementos de referencia, como puntos de partida para formular problemas de investigación o, incluso, como objeto de estu­dio en sí mismos.

En contraste con lo que sucedía a mediados del siglo pasado, en la actualidad se puede afirmar que casi todas las regiones de Michoacán han sido exploradas, si bien es cierto que no todas ellas se conocen con la misma amplitud ni profundidad (figura 23). Las cuencas lacustres del centro-norte (Cuitzeo, Zacapu, Pátzcuaro) son las regiones más estudiadas y también en las que se concentra la mayor cantidad de sitios arqueológicos registrados, incluidos cuatro de los seis que están abiertos al público (Tres Cerritos, Huandacareo, Tzintzuntzan e Ihuatzio). Las secuencias cerámicas y cronológicas que se han establecido para estas regiones, amarra­das con varias fechas de radiocarbono y complementadas con las de sitios y áreas adyacentes, cubren la historia prehispánica desde el Preclásico medio hasta el Posclásico tardío y por lo tanto dan cuenta de las principales características de cada periodo y de las transformaciones sucedidas a lo largo de unos dos mil años. Si a esto se suman los datos de El Opeño y de la Cueva de los Portales, la secuencia para una extensa franja del norte de Michoacán se amplía al Preclásico temprano e incluso antes (desde el 5200 a.C. aproximadamente hasta la llegada de los españoles).

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G \

23. Sitios arqueológicos registrados en Michoacán y principales investigaciones arqueológicas realizadas en el estado (fuente: bibliografía diversa producto de las investi­

gaciones arqueológicas; mapa elaborado por Marco Antonio Hernández con información de la autora).

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103°W 102°W JL

101°W 100

Simbologia

KELLY Investigaciones arqueológicas

» Sitios arqueológicos

Sitios abiertos al público

• Localidad de referencia

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Q u e r é t a r o

0 12.5 25 50 km

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C o i m a

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103°W 102°W iorw

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19

°N

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°N

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Otras regiones que han recibido atención por parte de varios investigadores son las cuencas del río Tepalcatepec y del Balsas medio. En este caso se cuenta con las secuencias cronológicas establecidas y fechadas en los trabajos de El Infiernillo más la propuesta reciente de Jennifer Meanwell, que en conjunto cubren un periodo desde el Preclásico medio hasta el Posclásico tardío. Por otro lado, la que estableció Isabel Kelly para Apatzingán se ha ido confirmando aunque todavía se carece de fechas absolutas. Los trabajos en la presa La Villita, los de Novella en la costa norte de Michoacán y la síntesis de Pulido sobre Zacatula también proporcionan ya una idea más o menos clara de las características arqueológicas de la costa desde el Preclásico medio hasta el Posclásico.

Los extremos norte (región de Ucareo) y sur (región de Cutzamala) de la frontera orien­tal de Michoacán también se conocen relativamente bien, y para la primera se ha establecido una buena secuencia cronológica desde el Preclásico medio hasta el Posclásico tardío, aunque se tienen muy pocas fechas absolutas. En el largo tramo intermedio entre ambas zonas prácti­camente no se han hecho investigaciones, salvo el registro de sitios para el Atlas Arqueológico y los trabajos en San Felipe de Los Alzati más otras exploraciones menores (Gorenstein, Hernández Rivero). La región noroccidental del estado, en cambio, no cuenta ni siquiera con un registro actualizado de los sitios arqueológicos existentes, varios de ellos reportados desde el siglo xix. La única información disponible para la Meseta Tarasca, por ejemplo, sigue siendo la de Lumholtz, dado que la recopilada durante el proyecto Gasoducto está perdida, y los datos obtenidos en Cojumatlán o en Jiquilpan durante los años cuarenta del siglo pasado no se han confirmado o actualizado por falta de investigaciones en la región desde entonces. De cualquier manera, por ello mismo, no se puede decir que estas áreas se desconocen por com­pleto. Hay, sin embargo, dos amplias regiones de Michoacán para las que sí es posible afirmar lo anterior: el área entre el Balsas medio y Morelia y el área entre el río Tepalcatepec y la costa del Pacífico, ambas mencionadas como zonas desconocidas desde 1946 por Pedro Armillas. Aunque en la actualidad estas regiones están prácticamente deshabitadas y es muy posible que en la época prehispánica también lo estuvieran, sería conveniente explorarlas.

Como se ve, la fase precerámica sólo se ha documentado en la Cueva de los Portales y el Preclásico temprano está representado únicamente por las tumbas de El Opeño. En cambio, en casi todas las regiones se tienen secuencias relativamente continuas desde el Preclásico medio hasta el Posclásico tardío. En términos muy generales pueden apuntarse algunos aspectos lla­mativos sobre cada uno de estos periodos. Por ejemplo la complejidad social que ya se advierte desde los tiempos de El Opeño, manifiesta en los materiales foráneos que se han encontrado en las tumbas, en la construcción de éstas, en las relaciones que parecen haber tenido sus cons­tructores con los habitantes de otras regiones, tanto de Mesoamérica como de fuera, y en las técnicas más o menos sofisticadas de fabricación de las piezas cerámicas y de otros artefactos. Lo mismo puede decirse del resto del periodo Preclásico. Los sitios monumentales del Clásico registrados en distintas áreas de Michoacán indican también la existencia de sociedades bas­tante complejas durante este periodo y la influencia teotihuacana en varias regiones del estado

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es cada vez más evidente. Por otra parte, las características del periodo Posclásico temprano y de los tiempos inmediatamente anteriores a la formación del Estado tarasco han empezado a delinearse con las exploraciones en los enormes sitios del malpaís de Zacapu, en Uricho y en Sacapu-Angamuco. Paradójicamente, los rasgos arqueológicos propiamente tarascos no han sido todavía bien definidos y, si se considera que las yácatas de planta rectangular y circular son uno de los rasgos diagnósticos de la cultura tarasca, resulta sorprendente que, aparte de Tzintzuntzan e Ihuatzio, hasta ahora sólo se hayan realizado excavaciones someras en tres sitios con este tipo de construcciones (Teremendo, Lagunillas y Jujucato).

Desde el punto de vista técnico, metodológico y teórico, la arqueología que se ha prac­ticado en Michoacán no está a la zaga de la realizada en otras partes de México y los conoci­mientos generados por ésta son en muchos casos contribuciones relevantes para la comprensión de la historia prehispánica de nuestro país. Basta considerar, por ejemplo, el importante papel de las colecciones del Museo Michoacano y de la colección de Planearte en la exposición Histórico-Americana de Madrid para valorar la relevancia del caso michoacano en el contexto de la arqueología nacional de finales del siglo xix. Por otro lado, los trabajos que se realiza­ron durante los años cuarenta del siglo XX son excelentes representantes de la arqueología de aquella época, tanto los dirigidos por Donald Brand y los de Isabel Kelly como el de Rubín de la Borbolla en Tzintzuntzan, este último iniciado años antes de que se exploraran y res­tauraran otros importantes sitios monumentales mesoamericanos como Tula o Monte Albán. Igualmente, como ya se ha mencionado, los trabajos de salvamento arqueológico en las presas El Infiernillo y La Villita fueron pioneros y modelos a seguir en varios sentidos, sobre todo en la aplicación de técnicas y métodos de investigación de punta en ese entonces. Los trabajos de Helen Pollard también se pueden considerar característicos de su época, principalmente desde el punto de vista teórico, y su modelo sobre el surgimiento del Estado tarasco es una buena contraparte y punto de comparación para los respectivos estudios sobre la formación del Estado mexica. Por otro lado, las investigaciones del c e m c a , además de ilustrar las enormes ventajas de los estudios regionales, han proporcionado importante información sobre varios procesos que no sólo atañen a la historia prehispánica de Michoacán, como la movilidad de la frontera norte de Mesoamérica a lo largo del tiempo, el papel que las culturas del norte de México parecen haber desempeñado en el desarrollo mesoamericano o los patrones de explotación de las minas de obsidiana. En este mismo sentido, las investigaciones de Dan Healan han dado cuenta de la relevancia que tuvo la obsidiana de Ucareo y Zinapécuaro en distintas etapas de la historia mesoamericana y contribuyen al entendimiento de la organi­zación económica de las sociedades que se desarrollaron en otras regiones de esta superárea cultural, como la teotihuacana o la tolteca, por citar algunas. Lo mismo puede decirse de los estudios sobre la influencia de Teotihuacán detectada en varios sitios de Michoacán que infor­man de las posibles relaciones que los habitantes de la gran urbe establecieron con la población michoacana y cuyos aportes, por lo tanto, repercuten en la comprensión global del fenómeno teotihuacano. Por su parte, las exploraciones de las tumbas de El Opeño han proporcionado

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información sumamente útil para valorar el papel del occidente de México en los tiempos más tempranos de la historia mesoamericana, los estudios en la costa han revelado una compleji­dad social mayor de la que antes se le atribuía y las investigaciones en la desembocadura del río Balsas contribuyen al entendimiento de la política expansionista del Estado mexica.

Al contrario de lo que suele pensarse, la enorme cantidad de datos arqueológicos reco­pilados hasta el momento en Michoacán, incluyendo su análisis e interpretación, han que­dado consignados en una amplia gama de escritos. Tan sólo en el Archivo Técnico de la Coordinación Nacional de Arqueología se pueden consultar más de cien informes técnicos entregados al Consejo de Arqueología desde 1970 hasta la fecha, algunos de ellos formados por varios volúmenes,13 más los que se entregaron antes al Departamento de Monumentos Históricos (véase García Molí 1982) y las noticias sobre hallazgos arqueológicos dadas por particulares o elaboradas por arqueólogos profesionales desde finales del siglo xix hasta la actualidad ( a t c n a in a h , expediente 311 (72-34)(02) / 1). Además de estos materiales, en su mayo­ría inéditos, se han publicado por lo menos 36 libros, alrededor de 90 artículos, poco más de cien capítulos de libro y se han elaborado unas 55 tesis, de las cuales al menos catorce han sido publicadas. La apretada síntesis que he presentado aquí impide vislumbrar siquiera la riqueza de información que contiene esta amplia bibliografía. Aunque, por supuesto, la calidad de los textos es variable, prácticamente en todos es posible encontrar valiosas observaciones de primera mano, sugerentes conjeturas e interesantes preguntas abiertas que invitan a formu­lar nuevos proyectos de investigación.

No obstante, uno de los principales problemas para aprovechar toda la información existente es el difícil acceso a varios de estos documentos. El impedimento para reproducir los que se resguardan en el a t c n a , por ejemplo, obliga a consultarlos exclusivamente en el lugar, situado en el centro histórico de la Ciudad de México, y a dedicar una buena cantidad de tiempo para tomar notas a mano. Si se considera que en la actualidad la gran mayoría de los arqueólogos y de los estudiantes interesados en Michoacán no radica en la ciudad de México puede calibrarse el efecto negativo que implican estas restricciones. Además, muchas de las publicaciones son poco asequibles. Paradójicamente los artículos publicados en el extranjero, incluso los más antiguos, y las tesis presentadas en las universidades de Estados Unidos son más fáciles de conseguir gracias a los medios electrónicos modernos y al internet. Los artículos publicados en México, en cambio, se encuentran en revistas y boletines nacionales de circula­ción relativamente restringida y no son asequibles vía internet, como tampoco lo son las tesis mexicanas, la mayoría de las cuales deben consultarse en la biblioteca de la e n a h y las más recientes en El Colegio de Michoacán.

En este contexto vale la pena destacar los libros publicados por esta última institución, particularmente los editados por Eduardo Williams y Phil Weigand desde los años noventa

13. El catálogo de los informes entregados al Consejo de Arqueología puede consultarse en la siguiente dirección de internet: http://consejoarqueologia.

inah.gob.mx/wp-content/uploads/michoacan.pdf.

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del siglo pasado donde se reúnen un buen número de artículos derivados de las investigacio­nes arqueológicas de Michoacán y, en general, del occidente de México (Williams 1994, 2004,

Williams y Weigand 1995, 1996, 1999, 2001, 2011; Williams y Novella 1994, Williams, Weigand, López y Grove 2005, Williams, López y Esparza 2009. Véase también Boehm 1994, Boehm y Weigand 1992, Cárdenas 2004, Esparza y Cárdenas 2005, Faugére 2007), aunque la divulgación de estas publicaciones es también relativamente restringida. Un ejemplo de ello es el hecho de que no todas se encuentran en la biblioteca de la e n a h y es muy probable que sean aún menos accesibles en el extranjero. Entre otros libros colectivos que concentran contribuciones importantes relativas a la arqueología michoacana cabe mencionar el titulado Génesis, cultu­ras y espacios en Michoacán publicado por el c e m c a (Darras 1998), la Memoria de la Primera reunión sobre las sociedades prehispánicas en el centro-occidente de México (Centro Regional de Querétaro 1988) y, para artículos más antiguos, La arqueología en los Anales del Museo Michoacano (Macías 1993), así como la versión digital de los Anales del Museo Nacional de 1877

a 1977 disponible en discos compactos (Instituto Nacional de Antropología e Historia 2002).

Es de lamentar, además, la pérdida de varios materiales producidos durante algunas investigaciones cuyos resultados no fueron publicados o lo fueron solo de manera parcial o fragmentaria. Tal es el caso de los informes técnicos correspondientes a los trabajos realizados en Tzintzuntzan en los sesenta cuyo paradero actual se desconoce; de las cédulas donde se registró la información de los sitios localizados en el tramo Uruapan-Lázaro Cárdenas del proyecto Gasoducto, del cual no se elaboró el respectivo informe técnico y cuyo paradero actual también es incierto; de las cédulas originales del proyecto Pátzcuaro-Cuitzeo, ahora perdidas, donde se describieron con detalle los sitios arqueológicos localizados, información que se redujo al mínimo en las cédulas incluidas en el informe técnico; de la documentación producida en las excavaciones de El Infiernillo (mapas de ubicación, cédulas de descripción de los sitios, descripción de las excavaciones, clasificación de las figurillas, informes de los análisis químicos, etc.) que solo parcialmente se encuentra en las publicaciones y que hasta ahora no he podido localizar, y de los informes completos referentes a los trabajos en el Balsas y en el Tepalcatepec elaborados por Donald Brand y su equipo que quedaron en la Universidad de Nuevo México (donde, con suerte, quizá todavía estén). Por otro lado, de los trabajos reali­zados en San Felipe de Los Alzati no existen informes técnicos ni publicaciones, excepto la guía del sitio (Peña 2009) y un texto inédito de Otto Schóndube (1973), quien describió los principales edificios y otros sitios arqueológicos cercanos. Asimismo, la información sobre un lote de cerámica de Queréndaro, muy citada en los textos de los años setenta, es muy ambigua aunque los resultados de un estudio preliminar fueron publicados en un artículo difícil de conseguir (Molina y Torres 1974).

Uno de los aspectos que, en general, ha limitado los alcances de la investigación arqueológica en Michoacán es la falta de continuidad. En efecto, la mayoría de los proyectos han consistido en una sola temporada de campo, lo que ha impedido verificar sus primeros

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resultados mediante nuevas exploraciones dirigidas a alcanzar objetivos más particulares. Los trabajos encabezados por Helen Pollard y los del c e m c a , sin duda los más fructíferos de todos los efectuados en Michoacán, son buenas muestras de la enorme ventaja que representa el hecho de estudiar el mismo sitio o región durante varios años. Debe subrayarse, además, que incluso cuando se han realizado nuevas intervenciones en regiones o sitios previamente explorados, rara vez se han retomado los problemas o las preguntas planteados por las inves­tigaciones anteriores. Es notorio, por ejemplo, que en la síntesis propuesta en la Cuarta Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología de 1946 no se hayan tomado en cuenta, por lo menos no de manera explícita, los datos recopilados antes de 1930. Pero la ruptura más drástica se dio con los cambios teóricos de los años sesenta, cuando quedó prácticamente proscrito el objetivo de identificar provincias o complejos arqueológicos, dejando así inaca­bada esta fase inicial, descriptiva pero necesaria, de la investigación arqueológica. Un hecho significativo es que desde entonces los intentos por determinar el radio de distribución de los elementos hallados en las distintas regiones estudiadas es mínimo, si no es que nulo. No se sabe, por ejemplo, si la arquitectura característica de los sitios del malpaís de Zacapu, junto con el tipo de enterramientos, de la cerámica y de los demás artefactos que allí se encuentran, aparecen también en otras áreas. Lo mismo puede decirse de lo hallado en Tres Cerritos, en el río Balsas o incluso en Tzintzuntzan e Ihuatzio.

En alguna medida la falta de definición de las áreas que comparten características comunes se debe también a los pocos proyectos regionales que se han realizado en Michoacán (véase Pollard 2011). Es inexplicable, por ejemplo, que desde el malogrado proyecto Pátzcuaro- Cuitzeo no se hayan emprendido estudios de carácter regional en la cuenca del lago de Pátzcuaro y en la de Cuitzeo, los cuales indudablemente complementarían la información obtenida en los alrededores de Zacapu y darían una idea más completa de los fenómenos allí detectados. En general hacen falta proyectos de investigación de gran alcance, interdisciplina­rios, en los que participen estudiantes y tesistas de distintos niveles; una tarea que bien podría lograrse a través del Centro Regional del i n a h o del Centro de Estudios Arqueológicos de El Colegio de Michoacán.

Con todo, considero que tras 125 años de investigaciones arqueológicas en Michoacán se ha reunido suficiente información para hacer trabajos de síntesis que permitan distinguir las características particulares de diversas regiones e identificar, quizá, ciertas tendencias gene­rales. Aunque parezca anacrónico, habría que identificar las culturas arqueológicas (en el más puro estilo childeano) presentes en el estado, sin dejar de caracterizar al mismo tiempo cada periodo cronológico en ámbitos menos locales para proponer las anheladas explicaciones del cambio social. O, si se prefiere, para explorar los aspectos simbólicos y cognitivos de los grupos humanos que vivieron en esta región de nuestro país, por citar algunos de los intereses de los enfoques posprocesuales tan poco aplicados en Michoacán.

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