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Los Cuadernos de Literatura
GEORGE COSTAKIS:
LA HISTORIA DE UN
COLECCIONISTA DE
ARTE EN LA UNION
SOVIETICA*
Bruce Chatwin
* Incluido en el libro póstumo del autor, ¿Qué estoy haciendo aquí?, de próxima aparición en Muchinik Eds.
George Costakis es el principal coleccionista privado de arte en la Unión Soviética. Y 1a suya no es una colección cualquiera, sino una de imponente interés
para quienes quieran entender el arte de este siglo. Durante veintiséis años ha llevado a cabo su propia y personal excavación arqueológica -eso es ni más ni menos lo que ha tenido que hacerpara desenterrar el movimiento artístico de izquierdas que irrumpió en Rusia durante los años de la Revolución. La Revolución Rusa es el más sobresaliente acontecimiento intelectual del siglo, y sus pintores, escultores y arquitectos estuvieron a la altura de los hechos. Durante la Primera Guerra Mundial, el centro de gravedad artístico se desplazó de París a Moscú y Leningrado, donde permaneció durante unos pocos y turbulentos años.
«Me haré unos pantalones negros con el terciopelo de mi voz», cantaba su más representativo portavoz, el poeta Vladimir Maiakovski. Las mujeres jóvenes tremolaban de placer al oír la voz de este hombre que se llamaba a sí mismo «la nube en pantalones». De manera típica, le correspondió a un emigrado ruso, Sergei Diaghilev, galvanizar los talentos de la agonizante Europa en una exhibición de actividad. Pero, su exilio lo aisló de su fuente de inspiración. El suelo ruso es una potente tierra nutricia, y son pocos los artistas nacidos en él que sobreviven al trauma de la separación.
Los dotados de una fuerte voluntad, permanecieron. El carácter único de la situación rusa hizo crecer en ellos la creencia casi mesiánica en el poder del arte para trasformar el mundo. Y, gracias a que los más extremados apóstoles del modernismo habían abierto sus brazos al bolchevismo, fueron capaces de llevar adelante sus ideas. Abiertamente se declararon la guerra y se dividieron en grupos cismáticos, lanzando cada uno por las ondas sus manifiestos, que sonaban como anatemas medievales. Se daban a sí mismos nombres equívocos -constructivistas, productivistas, suprematistas, objetivistas-, que generalmente tenían más que ver con venganzas personales que
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con reales diferencias ideológicas. En su conjunto, sin embargo, el trabajo de los artistas de izquierda sigue manteniendo una frescura y una perdurabilidad, que supera ampliamente la ingeniosidad, la histeria y la aridez de gran parte del arte europeo de este siglo.
Cuando la historia completa del movimiento artístico ruso llegue a escribirse -y en cierta medida tendremos que agradecer a Costakis que pueda llegar a escribirse- probablemente aparecerá como el más significativo de todos. Frente a todo lo que podamos pensar, las generaciones posteriores verán al siglo Veinte como el siglo del Abstracto. Dos rusos, Kasimir Malevitch y Vasily Kandinsky, son sus pioneros, y para poder llegar a entender adecuadamente el movimiento, tenemos que colocar en primer término su contexto eslavo original.
Durante unos pocos años de euforia floreció la vanguardia, aunque su anárquica filosofía parecía contradecir los postulados fundamentales del marxismo soviético. Acabó atrayendo sobre sí la reprobación oficial, se lo marginó oficialmente, y las pinturas desaparecieron debajo de las camas o bajo las bóvedas de los museos. Cuando Costakis empezó su labor, el arte de izquierda se hallaba totalmente olvidado. Fuera de la Unión Soviética provocaba algunos comentarios despectivos. Dentro, no despertaba el menor interés. En 1947, un crítico de arte podía denunciar la deshonesta «indiferencia respecto del tema» de Cézanne, y quejarse de que sus frutas y flores «carecen de aroma y textura». En aquellos días, el artista no figurativo era un paria.
Costakis se convirtió en el «griego loco que compra pinturas horribles». Había pasado quince años en medio del frío, y en los diez últimos, su apartamento se ha convertido en objeto de peregrinación, lo que le produce una evidente satisfacción. En los años 20, Costakis se dedicó a comprar tapices, plata y paisajes holandeses.
-... Kalf ... Berchem ... esa clase de cosas. Luego, poco a poco, empezaron a parecerme todos del mismo color. Tenía veinte pinturas colgadas de la pared, y era como si fueran una sola.
No puede recordar ningún acontecimiento concreto de su infancia que lo inclinara al coleccionismo de arte, pero se imagina que las ceremonias de la Iglesia Ortodoxa debieron predisponerlo.
-Pero esa no es la razón verdadera. Toda mi vida he querido escribir un libro ... o construir un aeroplano ... o inventar algún milagro industrial. Tenía que hacer algo. Y me dije a mí mismo, «si sigo coleccionando pintura, no haré nada. Incluso si algún día llego a encontrar un Rembrandt, la gente dirá "tuvo suerte", y eso es todo».
Luego en los oscuros años de la posguerra, alguien le ofreció tres cuadros brillantemente coloreados de la vanguardia desaparecida.
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-Fueron corno un signo para mí. No me importó lo que fueran ... aunque nadie sabía lo que era nada en aquellos tiempos».
Los tres cuadros indicaron a Costakis la existencia de un mundo que nunca había sospechado. Siempre que quedaba libre de sus obligaciones en la Embajada Canadiense, se dedicaba a buscar cuadros «perdidos» o «tirados por las esquinas de Moscú y Leningrado». La búsqueda le condujo hasta gentes que pensaban que el tiempo había pasado a su lado. Algunos se hallaban quebrantados por los acontecimientos y se sintieron encantados de ver que aún se les otorgaban una brizna de reconocimiento. Costakis rescató lienzos que habían sido enrollados o se hallaban cubiertos de polvo. Conoció a Tatlin antes de su muerte, «el gran loco» que diseñara el Monumento a la Tercera Internacional y que vivía sólo con algunas gallinas y una balalaika. Hizo migas con Stepanova, la esposa del genio múltiple que era Rodchenko. Dio con los amigos del gran Malevitch. Compró obras de los émigrés Kandinsky y Chagall, de Lissitzky, el maestro de la tipografía y de Gustav Klutsis, el diseñador constructivista, de Liubov Popova, el «más potente pintor de su generación» («cuando luchaba por el arte, era corno un hombre, pero en la cama era una verdadera mujer»), y de lvan Kliun, cuyas abs- Vassily Kandinsky. tracciones cósmicas se anticiparon a las de Rothko. Con insistencia, siguió las huellas de oscuros artistas que habían firmado tempranos manifiestos, hallando en ellos cualidades que sus contemporáneos habían pasado por alto. Y según iba acumulando obras, iba recomponiendo la historia de sus ideologías, sus alianzas, sus fantásticos proyectos, sus disputas y sus amores; para los revolucionarios, la libertad era sinónima de amor libre.
Costakis nunca fue rico, pero gastaba cada rublo de que podía disponer, ofreciendo en ocasiones dos o tres veces el precio que le pedían (no fue él quienme contó esto). La siguiente adquisición era siempre una lucha a brazo partido. Hace algunos años,
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logró ahorrar dinero para un coche, y su mujer estaba encantada ante la perspectiva de las meriendas campestres que podrían celebrar. Pocos días más tarde llegó un Chagall y el coche volvió misteriosamente al taller de reparaciones. Ella le preguntó:
-lQué prefieres, el Chagall o el coche?A lo que él respondió:-Me gusta el Chagall, pero ... -El Chagall si
guió colgado de la pared, y el coche en el garaje. La familia de Costakis se quedó en Rusia du
rante toda la Revolución y la guerra Civil. Su padre venía de la isla jónica de Zacynto y tenía intereses tabaqueros en el Sur de Rusia. Su madre, ya bien entrada en los noventa, vive en una dacha de las afueras de Moscú y ha descubierto recientemente en medio de la general sorpresa que puede aún hablar con facilidad inglés, después de cincuenta años de no hablarlo. Su hijo es un tipo complejo, y muy amable, de sesenta y un años,
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con unas espesas cejas blancas, unos ojos inquisitivos, y una sonrisa desconfiada pero desarman te, que muestra una buena tripa en las fotos.
-Los fotógrafos -dice- me hacen parecer enlas fotos un estafador.
Es un tipo habilidoso, y no obstante inocente hasta el punto de semejar estar fuera del mundo. Cuando está de buen humor, puede resultar incontrolablemente exuberante, cuando se encuentra inquieto, puede ponerse a cantar canciones populares rusas con una oscura y melancólica voz.
El y su irreprimiblemente alegre esposa rusa viven en un apartamento del último piso de un nuevo bloque de hormigón y azulejos blancos, situado en la Perspectiva Vernadskogo, en uno de los lejanos ensanches de la ciudad. Desde sus ventanas puede divisarse un anónimo paisaje de altos edificios, separados entre sí y expuestos al viento que sopla desde el bosque. En febrero la nieve se acumula con un buen espesor. Sólo algún que otro árbol, y las negras figuras tocadas con gorros de piel, que discurren por los lodosos senderos, puntúan el espacio blanco que separa a los edificios.
En su propio territorio, Costakis es una de las grandes personalidades de Moscú. Ha recubierto las paredes de su apartamento con cuadros, y clavado en las puertas los lienzos sin marco. Vibrantes colores y formas pictóricas elementales danzan por las paredes, la exuberancia misma de los artistas parece pasearse morosamente por la casa. Con demasiada frecuencia, la vista a tan famosa colección de arte desata una muestra de estéril exhibicionismo por parte del propietario, si bien Costakis consigue infectar a los visitantes con su entusiasmo. Algunos historiadores del arte han sido menos generosos con él. Con la calculada mezquindad de los universitarios, han cogido de él lo que han querido y se han guardado muy bien de revelar sus fuentes.
Las habitaciones de la casa pendulan entre la claridad y la limpieza de los museos y el amable caos de la vida familiar. Hay samovares y cajas de madera pintada campesinas, una colección de iconos, fetiches del Congo, teteras chinas y esculturas esquimales del Artico Siberiano. De vez en cuando aparece por la casa el hijo de Costakis, que sirve en el Ejército Soviético. Sus hijas aparecen a cualquier hora con sus maridos y amigos, en espera de ser alimentadas. Hay también en la casa dos grandes y cariñosos perros, un borzoi y un ker,y blue terrier. Y, como museo no oficial de arte moderno, la casa de Costakis atrae a expertos y curiosos de todos los países. El libro de visitas empieza con una línea autógrafa de Stravinsky, y continúa con un rosario de nombres conocidos. Los deferentes comentarios de diferentes directores de museos del Este y el Oeste subrayan el carácter único de la colección. Un famoso actor
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soviético escribe: «Uno de los mejores y más vivos museos del mundo. Y no estoy borracho».
La existencia de la colección Costakis presenta un aspecto poco familiar de la vida de la Unión Soviética. Para la imaginación occidental, el Estado Marxista es enemigo declarado de la propiedad privada, y habrá quien suponga que la existencia de una colección privada de arte no hace más que revelar la incoherencia del marxismo. No es así. Nada en el código soviético impide que alguien pueda poseer cuadros, al igual que no impide que pueda poseer un par de botas. Ni tampoco hay que suponer, a modo de explicación, que Costakis eche mano de su ciudadanía griega para gozar de especiales derechos y franquicias. No hace tal.
Hay muchas colecciones privadas en la Unión Soviética actual, y los precios siguen subiendo. Una entrada en el libro de visitas de Costakis dice: «Un ejemplo para todos los coleccionistas rusos de arte de vanguardia». Lo que nos deja ver que tiene competencia. Aunque dos incómodas cuestiones siguen aún en pie, la prohibición del arte abstracto hecha en 1932, y que éste sigue sin aparecer en las paredes de los museos oficiales. El Ministerio de Cultura, no obstante, parece dar muestras de una actitud más indulgente. Corren rumores sobre la próxima apertura de un Museo de Arte Moderno. Costakis, quien siente cariño por su país de adopción y que no quiere verlo difamado, ve en semejante posibilidad la culminación de la obra de toda su vida. No puede permitirse regalar su colección sin más, pero le gustaría ver un día colgados en dicho museo sus cuadros.
Las razones de la prohibición están lejos de ser claras. Las opiniones occidentales han sostenido durante años una ficción consoladora, la de que los burócratas del Partido no consiguieron entender el Arte de izquierda, y llegaron por tanto a odiarlo, hasta terminar catalogándolo como subversivo. Su desaparición es utilizada como disculpa para las piadosas frases habituales sobre la necesidad de libertad en el mundo del arte y la reducción al ridículo del arte «oficial» soviético. Tal postura no es de mucha ayuda. No quiero con esto decir que los artistas de izquierdas de los años 30 no fueran terriblemente malcomprendidos. Pero la idea de que fueran prohibidos por simple ignorancia es algo que minimiza su importancia.
En opinión de sus fautores, los bolcheviques, la Revolución Rusa hacía al hombre libre. El proletariado había ganado -era, en teoría, el dictador colectivo, y tenía derecho a decir qué era y qué no era arte proletario. Marx había siempre esperado que, una vez el obrero pudiera disponer de tiempo libre, podría «entre otras cosas, pintar». Pero, a pesar de todo su genio, no tenía inclinaciones visuales y no llegó a sugerir lo que el pintor debiera pintar. Tampoco su teoría fomentaba la conciencia visual de los rusos, ni del lugar del pintor ruso, como profeta y como maestro.
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Pero no hay gobierno que pueda permitirse ignorarlo, es éste un hecho poco apreciado en Occidente, donde el «Arte Revolucionario» resulta diluido por el mecenazgo de los ricos. Uno de los secretarios de Lenin recuerda cómo las gentes del pueblo eran conducidas a ver el cuadro de Repin, Los bateleros del Valga en la Galería Tretyakov de Moscú, y se convertían a la revolución por su mensaje contra la injus-ticia. Ahora bien, todos los buenos bolcheviques se creían miembros del pueblo. Pero ya en octubre del 17 pueden distinguirse dos opiniones contradictorias sobre la forma que debería adoptar el nuevo arte.
De un lado estaban los futuristas (y uso la palabra futurista en su sentido más amplio). Según el Viejo Orden iba deteriorándose, iban ellos llevando a cabo una guerra de nervios contra el gusto y la moral burguesas. Se veían a sí mismos como un grupo de náufragos que arrancaban el futuro del pasado. Los pintores veían en el cubismo francés una forma preliminar de mimar las imágenes amadas por la burguesía. El filósofo Berdiaiev decía que Picasso era el último hombre de la Edad de Piedra. Sus poetas sentían un «odio insuperable hacia todo el lenguaje que lo había precedido». Sustraían todo significado a la poesía e insistía en el primado del sonido puro. «Las palabras no son sino espíritus que se es-
Kasimir Malevitch. conden en las cuerdas del alfabeto». Publicaban sus manifiestos -«Iros al diablo», «La caja de los truenos», «Una bofetada al gusto del público»- en el papel más barato, «color de pulga desmayada». Maiakovski y David Burliuk, autonombrados agitadores del futurismo, se paseaban por S. Petersburgo vestidos con raros trajes de fantasía; los paseantes se preguntaban si eran payasos, salvajes, fakires o americanos. Maiakovski, en una ocasión, aconsejó a los paseantes que «se llevaran a casa sus gruesos cadáveres».
Los fu turistas, no obstante, procedían en general de buenas familias, y su forma de posar constituía la esencia misma de la rebeldía de clase me-
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dia. Los bolcheviques eran más duros, más serios, y su visión del arte distinta. El compositor populista Mussorgsky había dicho en una ocasión que los artistas no deben «dedicarse a conocer al pueblo, sino ser admiüdo en su hermandad». El artista verdaderamente serio debe mezclarse con las masas y evitar cualquier cosa que pueda atentar contra el gusto del hombre corriente. El gusto estaba
constreñido a ser tradicional. Y el pragmático Lenin vio la necesidad de un arte que sirviera para difundir la Revolución en imágenes simples y tradicionales.
Lenin era hijo de un director de escuela de provincias, y los historiadores han señalado con frecuencia el estilo firme y pedagógico con que dirige a sus camaradas. Edmund Wilson llegó a llamarlo: «el gran director de escuela». Ciertamente, su concepción delpartiinost, o espíritu sacrificial del partido, recuerda no poco la lealtad exigi
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da al alumno. Sus gustos eran anticuados y austeros. Sabía que la interpretación marxista de la historia era cierta, y que su interpretación de Marx era cierta. Y sabía también que si esperaba a que el capitalismo se derrumbara por sí mismo podría esperar indefinidamente.
Acerca de este punto crucial, dos eran las tendencias rastreables en la posteridad de Marx. Una animaba al obrero a alzarse y atacar a sus opresores. La otra decía que el capitalismo se evaporaría por sí mismo, de acuerdo con las leyes de la historia. La herencia de Marx cristalizó así en la disputa entre mencheviques y bolcheviques. Lenin, como líder de los bolcheviques, se concebía a sí mismo como agente activo de la historia, que ayudaría a acelerar su inexorable proceso por la fuerza. Los mencheviques, en cambio, temían el uso de la fuerza, y preferían el cambio gradual hacia el socialismo, a través de la educación de las masas.
Entre los mismos bolcheviques se daba una división similar. La autoridad de Lenin fue disputada por un ambicioso marxista llamado Alexander Malinovsky, quien había cambiado su nombre por el de Bogdanov, lo que significa «Hijo de Dios» (siendo «Dios», en este caso, el «Pueblo»). Fundó una corriente más bien nebulosa llamada Proletcult que, según él, era «un laboratorio de la cultura proletaria», y se trasladó a vivir a Capri, donde fundó una colonia de exiliados que Lenin fue a visitar defendiendo la idea de «Tres vías al Socialismo -la política, la económica y la cultural», insistió especialmente en la independencia de las cuestiones culturales respecto de las decisiones políticas. Los fu turistas prefirieron la independencia del Proletcult de Bogdanov a la centralización leninista. Desde el comienzo se situaron en el campo equivocado.
Años de reuniones políticas en el exilio (las de la Segunda Internacional tenían lugar en Tottenham Court Road) habían llegado a convencer a Lenin de que los intelectuales liberales erati poco fiables e ineficaces. La unidad, la unidad a toda costa, lo obsesionaba, y no veía razón «para aplicar criterios diferentes al campo del arte». Todo lo que pudiera recordarle a la filosofía idealista le provocaba desconfianza, y solía reprender a sus camaradas por «coquetear con la religión». Maxim Gorki podía llegar a exclamar i Omnipotente e inmortal! Pueblo tú eres mi Dios», pero Lenin, nunca. Si podía considerársele un soñador, lo era en el sentido del veredicto de W ells, «un soñador tecnológico». Su máxima de que el «Comunismo es la electrificación más los soviets» expresa bien a las claras su fe en la máquina como salvadora y agente del Socialismo.
Marx ya había advertido contra los engaños del pensamiento abstracto, y Lenin probablemente pensaba lo mismo del arte abstracto. Al principio lo consideró inocuo, pero pronto la tolerancia dio paso a la irritación. Le disgustaban los monumentos públicos que dejaban a la gente desorientada. Y cuando algunos artistas se dedicaron a «cancelar» los árboles de la época capitalista de los Jardi-
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nes Alexandrovski, en las afueras del Kremlin, pintándolos con brillantes colores imposibles de borrar, Lenin y Krupskala quedaron muy consternados. En un seco memorándum de 1920, Lenin escribía: «No se trata de crear una nueva cultura proletaria, sino de desarrollar los mejores modelos de la cultura existentes ... ». El marxismo, según él, no despreciaba los logros del pasado.
Ciertamente, los nuevos amos de Rusia conservaron sus tesoros. Tras el asalto del Palacio de Invierno, se hizo un inventario de su mobiliario, y los saqueadores fueron sumariamente fusilados. Anatoli Lunachartski, comisario de Educación del primer gobierno de Lenin, hizo llorar en una ocasión a los asistentes, al evocar las maravillas de la Antigüedad conservadas en el Museo de Nápoles. En noviembre de 1917, se echó a llorar al llegarle noticias de la destrucción del Kremlin y la catedral de S. Basilio, dimitiendo a continuación de su puesto en el Comité Revolucionario. «No puedo soportarlo. No puedo sufrir tan monstruosa destrucción de la belleza y la tradición». Dos días más tarde, al enterarse de que la noticia era falsa, reasumió sus cargos.
En contraste, un fervor iconoclasta barría las filas fu turistas. Nada podía importarles menos que lo que le ocurriera al Kremlin. Marinetti lo había definido en una ocasión como «un absurdo»; en lo que a ellos concernía, podían quemarlo ya. Malevitch tenía la esperanza de que todas las ciudades y aldeas fueran destruidas cada cincuenta años y dijo que sentía más la rotura de un tornillo que la destrucción de S. Basilio. Los artistas de vanguardia no habían contado con la revolución bolchevique, pero fueron los únicos artistas que le dieron la bienvenida. Considerándose izquierdistas, clamaron por un total monopolio en las artes.
Se comportaban con una habitual falta de precauciones, pero con una sobrehumana energía. El eslogan de Maiakovski -«las calles son nuestros pinceles, las plazas nuestras paletas»- arrojó a los artistas a la calle. Decoraron los convoyes del Agit-prop que hacían giras por todo el país, pusieron en escena espectáculos de masas, taparon las fachadas de los viejos palacios con enormes carteles, envolvieron los monumentos zaristas en telas de color rojo, compusieron una sinfonía con las sirenas de las fábricas, desarrollaron una nueva tipografía con la que difundir sus nuevos mensajes y proclamaron que pretendían romper la vieja división entre arte e ingeniería, o entre pintura y música, esto último no resulta difícil en un país donde los colores tienen equivalentes sonoros, las campanillas de los renos repican en rojo y para un poeta el ruido de la revolución de 1905 era de color malva.
Las ideas de los artistas entraron en conflicto. En un extremo estaba Kandinsky, quien durante años se había dedicado a pintar los paisajes de su
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mente. Creía en la pintura como en un ritual curativo, para liberar a los hombres de la angustia mental y del materialismo. «La pintura -escribió- me librará de mis miedos». Pero otros, como Tatlin y Rodchenko insistían en que el materialismo era el único valor que contaba. Todos los artistas, sin embargo, coincidían en odiar las imágenes. El arte del hombre nuevo debía suprimir to
desierto, odian y destruyen las imágenes, y una similar iconoclastia recorre toda la historia rusa. La aparente inabarcabilidad del país incita a buscar la libertad interior, y la Rusia revolucionaria era un hervidero de movimientos niveladores -junto con místicos de todo tipo, como los brodiagi, o peregrinos perpetuos, los flagelantes, los adventistas, los buscadores de la Séptima Dimen-
da representación huma- """"",,.,..----------------.------
na. Malevitch, propagandista elocuente pero errático, tronó contra la Venus de Milo («no una mujer, sino una parodia») y contra «el pozo de basura del arte académico», con sus muslos femeninos, sus depravados cupidos, y todo el legado muerto recibido de Grecia. Su tono era el mismo de lsaías contra los ídolos, y creo que la comparación es la adecuada. Ya que, a la evidente devoción de los soviéticos por las figuras, subyace un impulso a hacerlas trizas. La fealdad de los tesoros del zarismo tardío era toda una invitación a los profanadores, pero el iconoclasmo en Rusia tiene una historia más larga.
Como «tercera Roma» y guardiana de la Ortodoxia que negaba al impío Occidente, Rusia había heredado de Bizancio su peculiar actitud frente a las imágenes. Las estatuas de los emperadores o los iconos de los santosservían para legitimar lasideas políticas o religio-sas. La máxima: «quiense deleita en la estatua Lissitzky.del emperador, en el em-perador mismo se deleita» se aplica tanto a Justiniano como a Nicolás 11. Las sociedades autoritafias adoran las imágenes porque refuerzan la cadena de mando a todos los niveles de la jerarquía. Pero el arte abstracto, de formas y colorespuros, si es serio y no meramente decorativo, seburla de las pretensiones del poder secular porque trasciende los límites de este mundo e intenta penetrar en un mundo oculto de leyes universales.
Los pueblos anárquicos, como los nómadas del
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sión, y los famosos molokany, o bebedores de leche, que tanto influyeron en Tolstoi.
Malevitch estaba lleno de añoranzas místicas. En sus manos, el lienzo no objetivo se convirtió en un icono de la anarquía y la libertad interior: esto es lo que lo hacía peligroso para el materialismo marxista. De su cuadro Cuadrado Negro dijo que le había hecho experimentar «negras noches interiores» y «una timidez que bordeaba el miedo», pero cuando decidió romper con la realidad y abandonar la imagen: «me llenó una sensación gozosa de ser arrastrado al "desierto" donde nada es real sino la sensación, y la sensación se convirtió en la sustancia de mi vida». Ahora bien, éste
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no es el lenguaje de un buen marxista, sino más bien el de Meister Eckhardt -o, en todo caso, el de Mahoma. El Cuadrado Negro de Malevitch, «símbolo absoluto de la modernidad», es el equivalente pictórico de la Kaaba recubierta de un velo negro, el santuario de La Meca, situada en un valle estéril donde todos los hombres son iguales ante Dios. Y si el ejemplo parece un tanto traído por los pelos, no tengo más que citar el juicio de Andrei Burov, arquitecto que dejó el movimiento constructivista: «Había una fuerte influencia musulmana y del mahometismo ortodoxo en todo aquéllo, como decoración sólo se permitían relojes y letras».
Con entusiasmo militante, los artistas de izquierda se dedicaron a demoler las barreras de clase y a imponer al pueblo un arte igualitario. Pidieron al gobierno que suprimiera la Sociedad de Pintores de Caballete y aboliera todas las formas tradicionales de pintura. El hecho mismo de la revolución exigía una completa ruptura con la tradición académica, que era ajena y occidental. Se quisieron incluso anatemizar las reliquias del pasado para evitar que el hombre nuevo pudiera «sucumbir bajo el peso del pasado como un camello sobrecargado». En opinión de Bogdanov, el arte del pasado no era un tesoro sino un arsenal de armas contra la nueva era. «Aplastaremos con furia el viejo mundo», anunció Maiakovski, quien sugería que todo lo que había ocurrido entre Adán y Maiakovski debía ser arrojado a la basura.
A los oficiales del Ejército Blanco Cuando los captures Vapuléalos Y sobre Rafael Es tiempo de hacer un museo Con las paredes como blanco iQue las bocas de los cañones Disparen sobre los jirones del pasado!
Para muchos burócratas, los izquierdistas estaban a «la izquierda del sentido común».
lQué había provocado esta histeria? Hay que sospechar que seguramente exageraban para compensar el no haber luchado codo a codo con los bolcheviques. Pero, más importante aún, la mística de las máquinas parecía habérseles metido en la cabeza. Como John Reed, el comunista americano, escribiera: «El devoto pueblo ruso ya no necesitaba sacerdotes para guiarlo al Cielo. Sobre la tierra estaban construyendo un Reino más brillante de cuanto pudiera ofrecer cualquier cielo ... » Dicho reino era el reino de la máquina. El atraso industrial de Rusia antes de la I Guerra, se dice, resultó subestimado en términos generales. La era de la máquina llegó tarde a Rusia, pero cuando lo hizo fue de manera abrupta y asombrosa. La tasa de crecimiento fue fenomenal. Las
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unidades industriales eran pocas, pero, en cambio, las más grandes del mundo, y los petroleros de Texas llegarían a visitar Bakú para contemplar las más modernas técnicas extractivas. Con la Revolución, los medios de producción fueron devueltos a los trabajadores mismos, y en sus manos las máquinas fabricadas por el hombre transformarán la humanidad. Tal era la esperanza. «Somos los amos de la máquina -decía Maiakovski-, y por tanto no hemos de temerla». La máquina introduciría el verdadero socialismo. Los expertos decían que la cosa no pasaría de cinco semanas.
Pero, el materialismo mecanicista de Lenin resultaba atemperado por su fuerte sentido práctico. Los izquierdistas no se dieron cuenta de sus reservas. La mayor parte de ellos odiaban a la naturaleza, o lo aparentaban. El hombre tenía la misión prometeica de cortar en piezas la tierra y remodelarla a su gusto. El lugar de las montañas y otros incómodos rasgos geográficos estaba «lejos de ser definitivo». Malevitch, cuyo misticismo se vio despertado por la maquinaria, propugnaba que el hombre «se apropiara del mundo, y construyera un mundo nuevo para sí». Otros se describían a sí mismos como «santos de la Iglesia de la Máquina». En el teatro «biomecánico» de Meyerhold, los actores suprimían todo tipo de emoción vital y se comportaban como si fueran figuras mecánicas. Los perros de Pavlov salivaban mecánicamente ante los estímulos. La idea de la casa como «máquina para vivir» probablemente tuvo su origen en Rusia y no en Le Corbusier. Todos parecían estar embebidos de una América imaginaria, que empujaba a «chicagoizar el alma» y «trabajar como un cronómetro», a «privar de alma» al arte y a reducir la pintura a la científica aplicación del color.
Una vez «privada de alma» la pintura, los pintores podían disponer de ella a su antojo. El lienzo monocromo, en efecto, proclamaba su extinción como forma artística. Malevitch exhibió sus cuadros en Blanco sobre blanco, que eran la expresión última de su goce no objetivo. Tatlin pintó una tabla de uniforme color de rosa. En una exposición que tuvo lugar en 1921 en la Escuela Vjutemas, bajo el título «Se ha pintado el último cuadro», Alexander Rodchenko expuso tres cuadros de superficie uniforme, con los tres colores básicos. Sus cuadernos de bocetos, donde puede observarse su desplazamiento hacia el «suicidio de la pintura», siguen aún en manos de su hija, en Moscú, y revelan un genio conceptual a la altura de Duchamp. En dos años, abordó y descartó prácticamente todos los experimentalismos que los abstractos neoyorquinos de los años 50 y 60 intentaron, antes de alcanzar el presente callejón sin salida.
En 1920, la vanguardia rusa no se dejó amilanar por el impasse. Un arte y una arquitectura utilitarios, de acero, cristal y hormigón, remplazaría a la vieja cultura de la madera, «en sí mismo un material burgués y contrarrevolucionario». Los artefactos se convirtieron en objetos de un culto me-
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nor, las fábricas en santuarios de la dignidad del trabajo. Tatlin se dedicó a diseñar estufas y cazuelas, aunque un observador cínico señaló que si todos los artistas se trasladaban a las fábricas se verían reducidos a diseñar etiquetas. No obstante, cuando hoy hablamos de los efectos deshumanizadores de la máquina, resulta extraño recordar las alabanzas de Malevitch a «la gran cultura metálica de la gran ciudad, la cultura de la nueva naturaleza humanizada».
Pero el reino de la máquina no se limitó a la tierra. También el viaje aéreo se les había metido en la cabeza. En 1892, Konstantin Tsiolkovsky, que enseñaba física y matemáticas en una escuela de niñas de la provincia de Riazán, dijo: «Este planeta es la cuna de la mente humana, pero no podemos pasarnos la vida en la cuna». Así, un genio como era, el Padre del Programa Espacial Soviético inventó el primer túnel de viento y esbozó el principio del cohete a reacción. Un visionario menos talentoso, que tuvo la gracia de llamarse Kreisky «el Extremo», fue el pionero de la idea de ingeniería estelar. «Ordenaremos las estrellas en filas ... Erigiremos sobre los canales de Marte el Palacio de la Libertad Mundial».
El proyecto de Tatlin de un Monumento a la Tercera Internacional de acero y cristal, que tenía que erigirse sobre el Neva, apelaba al ansia de infinito. Su forma espiral Alexander Rodchenko.( que ciertamente tiene antecedentes islámicos) combina la idea de renovación cíclica con una limitada progresión ascendente. Posteriormente, «el gran loco» se retiró a la torre del monasterio de Novodyeviche para diseñar un planeador articulado, llamado Letatlin, que nunca llegó a volar. Un crítico describió los cuadros en Blanco sobre blanco de Malevitch como «un cohete lanzado por el espíritu humano a la no existencia». El artista pasó entonces de la pintura de caballete a la búsqueda de la perfecta forma arquitectónica, y construyó una serie de modelos de escayola. El hecho de que los llamara Planetes sugiere que intentaba que sus edificios orbitaran.
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Las malas condiciones de vida disparan la fantasía. Berthold Lubetkin, el arquitecto, que era alumno de la Escuela Vjutemas, rememoró ante mí el invierno de 1918. Compartía una habitación con dieciséis estudiantes más detrás del Hotel
Metropol de Moscú. Se comían los jacintos de los tiestos, dormían entre las vigas envueltos en papel de periódico, porque habían quemado la madera del piso, carecían de mantas y no tenían otra fuente de calor que una plancha de hierro que calentaban en la estufa del portero. Un compañero suyo llamado Kelesnikov, incapaz de encontrar alojamiento, se hizo un hueco en el monumento de Lissitzky titulado La cuña roja invade la plaza blanca, donde se instaló para el resto del invierno. Este mismo Kalesnikov sometió a la Escuela un proyecto ( que recuerda el arte conceptual de 1794 o una historia borgiana) para convertir a la tierraen su propio globo terrestre, construyendo un ar-
Los Cuadernos de Literatura
co de acero que fuera de polo a polo, en el que el artista pudiera deslizarse del día a la noche.
Este tipo de pensamiento proletario podía, con ciertas dificultades, llegar al obrero industrial -aunque con resultados negativos. Pero no habíaen él sitio para el campesino, el abrumado campesino atado al negro sueño y encadenado por lasestaciones, el barro, los girasoles y el polvo. Losizquierdistas preferían no pensar en los campesinos, y esperaban que su situación fuera transitoria. Había, a decir verdad, una vena de la vida intelectual rusa que deploraba la desaparición de laVieja Rusia e idolizaba al campesino, desde lejos,como la encarnación de todas las virtudes rusas.Pero esta conciencia campesina había quedadoteñida de la añoranza burguesa por lo primitivo.Las blusas campesinas habían penetrado en lossalones literarios de S. Petersburgo, y los temas ylos colores del campo se habían integrado en losballets de Diaghilev. El pintor Mijail Larionovevocaba la lascivia campesina, a pesar de lo cualcontinuó llevando cuellos almidonados. Había,no obstante, un verdadero poeta de la tierra, Sergei Esenin, un angelical rubio que despertó lasmás tiernas emociones en ambos sexos. Pero noconsiguió dominar la contradicción de sus orígenes y adoptó una postura bohemia ( que lo llevóentre otras cosas a casarse con Isadora Duncan).Se destruyó a sí mismo con la bebida, y acabó cortándose las venas.
Los artistas de izquierdas pudieron muy bien haber ignorado al campesino. Pero Lenin y el Partido no. El campesinado formaba el 80 % de la población. Sin su ayuda, el país podía caer presa del hambre. Y, en 1921 el gobierno, postrado por la guerra civil, garantizó una desconocida libertad de acción para el campesinado bajo la NEP. Lenin creía que la solidaridad campesina era la vía del comunismo ruso. «En cierto sentido, somos discípulos del campesinado», dijo en una ocasión. Los campesinos podían ser analfabetos, pero su agudeza visual era excepcional. Durante siglos, habían «leído» la Biblia en los iconostasios de las iglesias, habían «leído» cuentos populares y noticias en las tallas de madera, llamadas lubok, que colgaban en el interior de sus cabañas, y había llegado el momento de «leer» el mensaje de la Revolución y la caída de sus antiguos atormentadores.
Hoy podemos reconocer a los artistas de izquierda como grandes y originales genios. Nos maravillamos ante los primeros fotomontajes soviéticos de Rodchenko o Lissitzky, que consiguen congregar en un trozo de papel todos los entusiasmos de la Revolución Roja. Pero, su mensaje original no alcanzó a su público previsto, el pueblo ruso en su conjunto. No lograron superar tan engañosa barrera comunicativa. De forma declarada, decidieron lo que el pueblo debía desear, y no lo que en verdad deseaba. Y hay que decir que el pueblo quería poseer la arquitectura mo-
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numental, la decoración opulenta, y las pinturas con marcos dorados con que los antiguos gobernantes de Rusia se habían rodeado. Lunachartsky tenía razón cuando decía que «el pueblo también tiene derecho a tener columnatas».
La Sociedad de Pintores de Caballete revivió con vigor y se negó a admitir que se hubiera pintado ya el último cuadro. Los arquitectos empezaron a cargar los edificios de ornamentaciones. Y la disputa entre «formalistas» y «realistas» degeneró, de un diálogo aceptable que había sido, en una lucha a pedrada limpia. Tatlin, hablando en nombre de los constructivistas, solía decir: «la materia es el vehículo del contenido», o lo que es lo mismo, un objeto de atractiva forma, hecho de acero y cristal, podía expresar la vitalidad de la era de la máquina. Los «realistas» decían que esto no tenía sentido: semejante mensaje sólo resulta logrado para quienes están predispuestos a recibirlo. Así que lpara qué molestarse? El mejor camino que el artista tiene para estimular a los obreros de una fábrica de acero o de los campos, es pintar de manera realista su lucha heroica, y la única manera de hacer que la cámara entre en este juego es hacer que las figuras parezcan más heroicas de lo que realmente son. Esta era la ideología del estilo realista-socialista que sustituyó a la abstracción del arte de izquierdas.
En cualquier caso, «la vida urbana enriquecida por la sensación de velocidad» pronto desencantó a los izquierdistas. Empezaron a ver a las máquinas como enemigos. Maiakovski -el gentil gigante cargado de estilográficas, bien visibles en sus bolsillos para probar su modernidad-, después de su visita a América, dijo que estaba bien para las máquinas, pero no para los hombres, y amnistió a Rembrandt antes de meterse un tiro en la sien. Tras su muerte en 1930, se hizo evidente que el Movimiento de izquierda había fracasa-
edo. El partido es cierto que lo aplastó. Pero también murió de fatiga.
1973
(Traducción: Alberto Cardín)
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