View
2.767
Download
1
Category
Preview:
Citation preview
“El hijo del farero”
Javier Pérez Gosálvez
Inventario
Prólogo (solo para jóvenes…)
Capítulo I: “La isla del tesoro”
Capítulo II: “Robinson Crusoe”
Capítulo III: “Los viajes de Gulliver”
Capítulo IV: “El doctor Jeckyll y Míster Hyde”
Capítulo V: “Las minas del rey Salomón”
Capítulo VI: “Capitanes intrépidos”
Epílogo (o cómo explicar todo esto)
Prólogo (solo para jóvenes…)
¿Recordáis los ocho años o los diez? ¿Quién no ha creía
a fe ciega lo que te contaban los mayores? ¿Quién no lloró
más de una vez? ¿Quién no tuvo miedo?
Tengo cuarenta y tantos años y sigo creyendo en algunas
ideas universales de liberación, justicia, cooperación… Lloro
de vez en cuando, sobre todo en los aeropuertos, cuando veo
decenas de abrazos y besos a los seres amados que llegan.
Tengo miedo, tengo miedos en plural, de las malas maneras de
los desalmados, de mi impaciencia, de un accidente, de perder
a alguien cercano, de no haber hecho lo suficiente…
Por tanto, creo que no he cambiado mucho desde aquella
temprana edad. Sigo creyendo, llorando y teniendo miedo.
Así se forjó esta historia, siendo niño. Sentado sobre
la alfombra de mi cuarto, en las eternas tardes de invierno,
junto a un libro gordo de cuentos, un muñeco articulado, una
pelota de tenis (nunca jugué al tenis, pero amaba el tacto
fibroso de aquella bola), unos cuadernos, lápices que afilaba
hasta pincharme, una lamparilla que daba escasa luz,
suficiente en las noches, zapatillas de andar por casa, un
sombreo verde con pluma de algún disfraz olvidado, el
banderín de mi colegio, una medalla por participar en algo… y
la imaginación. Suficiente.
Atrapado en ese cuarto durante las tardes de tantos
años, me liberé. Escapé sin moverme de allí, siguiendo los
viajes de mi padre, anotando sus rutas en el atlas,
boquiabierto, ante los documentales de la tele en blanco y
negro, con el libro de animales salvajes que una vez al mes
llegaba a casa (era una suerte, nos había tocado otra vez o
¿alguien los mandaba…?), me perdía en los cromos de la
colección Vida y Color de mi hermano mayor, en el intercambio
de tebeos con mi primo Miguel, en descubrir las entrañas de
una radio transistor de mamá, en la merienda repetida día
tras día de pan, aceite y sal… El mundo se abría ante mis
ojos cada tarde. Lo descubría en cada mapa, en cada
ilustración de un cuento viejo, en las canciones que me
regalaba la radio, en la expedición de mi muñeco articulado a
lo alto del armario…
Sin embargo, los sábados por la mañana, en el comedor
del colegio, proyectaban películas de Abbot y Costello,
Charlot, la Familia Monster, Maciste… para las risas y
escándalo de los chiquillos. Era maravilloso, era cine.
No importa dónde estés amigo lector, dónde hayas estado.
Estás empezando un libro. Enhorabuena, eres especial,
valiente, seguro que también crees, lloras y tienes miedos…
Quizá por eso estás en este renglón, comenzando otra película
ahí dentro, en tu mente inquieta.
Recuerda que lo importante reside en la creatividad. No,
lo importante es la imaginación. No, no, lo importante es
buscar, saber. Lo importante, a veces no es importante.
Eso sí, aprendiste a leer. Ahora, lee para aprender.
El encabezamiento de cada capítulo pertenece a la novela
del mismo nombre. Seis obras maravillosas que retorcieron mis
sueños, cada una en un momento distinto, como si estuvieran
esperando a ser leídas, mejor dicho, descubiertas por un
buscador de tesoros. Lo son, sin duda. No dejes de buscarlas,
no te van a defraudar.
De cada una extraje un párrafo. Léelo con atención. Es
el pretexto, tal vez la razón de lo narrado. Es posible que
no encuentres ninguna coincidencia, quizá sí. Solo los que
imaginan lo inimaginable, como vicio, lo percibirán…
Ven conmigo a esa edad temprana, a una isla con una sola
casa y un faro. No hay nada más, pero está repleta de… Bueno,
averígualo.
Sigue leyendo…
J.
I
“La isla del tesoro”
“Entró en la taberna casi a media noche. Llovía con
intensidad. Estaba empapado pero no le importaba. Sus ojos
eran blancos. Un bastón le ayudaba en su ceguera y una
cicatriz le recorría el cuello de oreja a oreja. Era
evidente que había sido ahorcado, pero algo o alguien lo
liberó del sacrificio. Su voz rota rujió como un trueno.
Pidió de comer y una botella de ron… Yo sabía quién era aquel
pirata ciego. […]”
• Hijo, es la hora… - dijo en voz alta mi padre desde el
comedor -.
• Voy, Padre… - respondí rápido -.
Padre me llamaba todas las tardes a la hora de encender
el faro. Él conocía mi pasión por esa máquina, una linterna
gigante que producía un rayo de luz que se perdía en la
inmensidad de la noche. Solo la podía manipular en su
presencia. El resto del tiempo, tenía prohibido subir.
- Esto puede salvar vidas, hijo, pero también las puede
quitar si alguien inexperto toca lo que no debe… Somos la
salvación del perdido, no podemos fallar nunca… me – me
hablaba mientras manipulaba las palancas más pesadas, el
resto del rito de encendido, lo dejaba en mis manos -.
Deslizándome por la baranda como un pirata al abordaje,
bajaba del piso superior de la casa. Corría hacia la puerta
exterior del faro. Sí, amigos, de la única casa que existía
en esta isla, nuestra casa, construida junto a un faro, el
faro de la Isla del Monje.
Entraba en la torre y subía por la escalera de caracol
saltando los escalones de dos en dos. El pequeño motor de
gasoil era arrancado con la fuerza de Padre. Mi cometido era
limpiar los vidrios de la linterna, ajustarlos y engrasar con
la aceitera todo el mecanismo. Lenta, la gran bombilla
comenzaba a encenderse con la electricidad que generaba el
motor. En su interior, un filamento grueso como un cordón se
prendía despacio al rojo vivo. La magia de la luz aparecía
ante mí. Era un momento especial. No decíamos nada. La
claridad crecía, inundaba la sala encristalada. El resplandor
pronto cegaba. Los destellos comenzaban a dibujarse a través
de los vidrios cóncavos. El rayo de luz se marchaba por el
mar…
Padre, mi padre, era el farero, la persona encargada de
encender, cuidar y apagar el faro en la parte norte de esta
isla, islote, diría ahora. En aquellos años, para mí era
sobradamente grande, repleta de rincones por explorar, cuevas
descubiertas al bajar la marea y un único montículo, hueco
por dentro, ¿volcán apagado o guarida de algún secreto…? La
Isla del Monje, así se llamaba. Su nombre vino por las
antiguas colonias de foca monje que parían a sus crías en
estas aguas. Nunca vi alguna. Padre nos contaba que años
atrás: los bancos de sardina y jurel, pasaban por aquí
llevados por las corrientes frías del norte. La foca monje
los devoraba con locura, dando brincos fuera del agua con la
boca llena de pescado... Los años de pesca descontrolada
acabaron con la sardina y así, con el regreso de la monje… No
se la volvió a ver. Buscaron otro lugar de cría.
Solo hay una casa, mi casa, unida a la torre del faro.
Una pequeña playa con un pequeño muelle, donde amarra un
barco chico, no más... Todo era diminuto en este pedacito de
tierra, tierra rodeada de oleaje. Aquel puertito era el único
acceso al islote. El resto de su costa era rocosa e
impracticable para cualquier embarcación.
Cada quince días llegaba una flotilla del puerto de
Atlantia, capital del archipiélago de Llanaria. No era más
que un antiguo pesquero reconvertido en barco de la autoridad
del puerto.
Nos traía provisiones: alimentos, jabón, agua, gasoil,
utensilios, herramientas, pintura, aceite… además de
periódicos, todos los que podía conseguir Pepe Sánchez, el
agente portuario amigo de Padre. Era un hombre enorme,
fuerte, con un barrigón redondo que daba saltitos cuando
reía. Pepe Sánchez era muy divertido, contaba chistes… Les
contaré uno de aquellos…
- ¿Sabes cuál es el animal que tiene las patas en la
cabeza…? - preguntaba muy serio dando tiempo a pensar -... El
piojo, hombre, el piojo… es el único animal que tiene las
patas en “tu cabeza…” ¡ja, ja, ja! - reía a carcajadas,
contagiaba esa risa a cualquiera, su barriga daba saltitos…-.
Y algo más, Pepe Sánchez, además de alegría, traía
libros, decenas de títulos que le pedía Padre.
Vivir aislados, sin más personas que tu familia,
implicaba no pisar una escuela, entre otras cosas. Eso no
significaba que no aprendiéramos nada, no. Padre nos enseñaba
cálculo matemático, trazo de rumbo, manejo de la brújula,
localización de una posición guiado por estrellas, manejo
del sextante, grados, minutos y segundos, escritura de un
cuaderno de bitácora, geografía mundial de océanos, mares y
costas, puertos, ciudades importantes, ciudades peligrosas,
las mágicas, las olvidadas.
Nos enseñaba historia, pero la historia de los hombres y
mujeres que dedicaron su vida a un sueño, como Ulises el
viajero, Ícaro y sus alas de cera, Marco Polo en su
larguísimo viaje a China, Cristóbal Colón en las islas de los
indios Caribe, Juan Gutenberg y su máquina de copiar libros,
Ibn Battuta (el gran viajero y geógrafo musulmán…), Galileo
Galilei y su telescopio, Copérnico y su teoría de que la
Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés como le
obligaron a reescribir, Scott y Amundsen (los primeros en
llegar al Polo Sur caminando por el frío insoportable de la
Antártida), Mallory e Irvine (otros esforzados que alcanzaron
la cima del Everest, pero no volvieron para contarlo…),
mujeres como Mary Henrietta Kinsley (la primera mujer que se
adentró en África para explorarla), Marie Curie (científica y
Premio Nobel por sus descubrimientos sobre la
radioactividad), Mary Wollstonecraft y su libro
“Reivindicación de los derechos de la mujer”, donde habló por
primera vez de la igualdad entre hombres y mujeres en mil
setecientos y pico…
Pero lo que más le apasionaba a Padre era leer. Leer
libros de viajes, viajes arriesgados a lugares lejanos,
conocer a personajes valientes, a malvados, a tipos astutos,
a cobardes detestables, a supervivientes, a náufragos, a
hombres de honor, a mujeres luchadoras, a muchachos osados…
Además, devoraba libros de mecánica, diccionarios, atlas,
libros de plantas, de medicina, libros de los últimos
inventos, estudios arqueológicos de lugares escondidos,
libros de culturas y tradiciones allende los mares,
recorridos históricos, libros de las absurdas guerras, arte
fotografiado, libros de belleza en poesía, todo ello
acompañado por algo de música, en forma de disco de pizarra
para el gramófono… Esa pasión por la lectura me la impuso a
la fuerza, sí, algún que otro golpe me llevé por descuidar
mis tareas lectoras. Después, se convirtió en una necesidad…
Algo indispensable cada día, como el comer o moverse.
Vivíamos aislados, pero conocí a tanta gente, estuve en
tantos lugares… Soñaba rodeado de personas, fantasías,
visiones, ensueños con personajes de ficción…
Sabía que muchos de ellos no existían, pero los traía
ante mí, aparecían al leer. Cerraba el libro y desaparecían.
Magia. No importaba. Los observaba de cerca. Tuve el honor de
conocer bien a Crusoe, a Hood, a Fogg, Jeckyll, Holmes,
Simbad, Manuel el pescador, a Nemo, al doctor Livingstone, a
Bagheera y Mowgli, a Don Quijote y Panza, al Amadís de
Gaula… ¡Había viajado tanto sin salir de mi isla!
Hice un recorrido de cinco semanas en globo por África,
casi caigo herido en los territorios salvajes de las Minas
del Rey Salomón, el miedo me helaba la sangre al caminar por
las oscuras calles de Londres detrás de Míster Hyde, sorteé
terribles tormentas en medio del océano, fui náufrago durante
varios años en una isla desierta, creí ver más de una vez un
par de liliputienses corriendo entre las estanterías de la
buhardilla…
Los libros que me daba Padre me permitieron transitar
por esos lugares, sin salir de la Isla del Monje. No me
importaba, conocía tantos sitios, que podía describirlos a
ojos cerrados.
Sin embargo, mi hermano mayor, Roberto Luis, dibujaba.
Lo hacía tan bien que Madre tenía las paredes de la casa
repletas de sus dibujos. Leía los mismos libros que yo, Padre
le obligaba también, pero se escabullía al menor descuido,
con los carboncillos y un enorme cuaderno de dibujo. Se
escondía en el Risco Asiento, una roca que el mar había
labrado dejando la forma de un mullido sillón. Allí pasaba
horas, hasta que la voz poderosa de Padre lo arrancaba como
una centella de su escondrijo.
Roberto Luis hablaba poco conmigo, bueno, no hablaba con
nadie. Era introvertido. Tenía cerrada su voz. No se quejaba
nunca de nada. Hacía caso siempre a lo que Padre y Madre le
pedían. Creo que sus dibujos hablaban más que él. Si estaba
triste, dibujaba algo triste, si estaba aburrido, dibujaba
algo fácil, si tenía miedo, dibujaba imágenes oscuras de
calles lluviosas con puertas entreabiertas. También dibujaba
a menudo la figura de una chica de cabellos largos, siempre
de espaldas, no mostraba nunca su rostro… Ya les contaré…
Era el dibujo que más veces repetía. Nunca colgó ninguno
de ellos en las paredes, ni en nuestro cuarto, los guardaba
en una carpeta. Le preguntaba a menudo por qué hacía eso. Él
no respondía. Me miraba y alzaba un lado de su boca, como una
sonrisa sin risa… Seguía sin entenderle.
Yo admiraba a mi hermano. Intenté imitar alguno de sus
dibujos, era imposible… Ni se parecían. Desistí en mi empeño.
Roberto Luis ayudaba a Padre en todas las tareas del
faro, lo hacía perfectamente. Tenía la fuerza suficiente para
arrancar el motor de gasoil. Raspaba y pintaba las fachadas
que el salitre iba comiéndose, lijaba los óxidos exteriores
de la linterna colgado de una cuerda. El óxido se pega en
todo lo que sea metálico, hay que raspar a mano, lijar,
pintar… y volver a comenzar por el otro lado, raspar, lijar y
pintar, raspar, lijar y pintar...
A mí nunca me dejaron utilizar la brocha, ni colgarme de
la cuerda para raspar, lijar y pintar… No sé por qué. Así, me
dedicaba más a ayudar a Madre en las labores de la casa:
barrer el salón y la cocina, colocar y recoger la mesa,
limpiar los cristales de las ventanas que el maldito salitre
volvía turbios. No se llegaba a ver nada si no se limpiaban
en tres días.
A veces pensaba que era el viento, que se enfadaba con
nosotros soplando con vigor durante largas jornadas. No se
oía otra cosa. Nos envolvía. Arrancaba gotas al mar y las
estrellaba en todas partes, incluso en mi cara. En días así
me imaginaba navegando en un galeón que crujía al azote de
las olas, zarandeándose lento, perezoso, a merced de las
montañas de agua que a veces volcaban sobre la cubierta,
dejando toda la nave bajo el agua durante unos segundos
eternos, emergiendo al poco como un gigante que quiere
respirar…
Los navegantes, los piratas, los hombres de la mar,
todos miran a proa siempre, siguiendo el rumbo previsto. No
quieren sorpresas, como colisionar con otro barco, con un
arrecife, con un iceberg o encallar en la arena de un islote
que no aparecía en las cartas de navegación.
El mar es infinito, pensaba. Nunca acaba ni empieza,
estuvieras donde estuvieras, siempre estabas en medio si no
veías tierra. Imaginaba estar toda la vida navegando, dando
vueltas al globo terráqueo. Aunque, perderse era fácil, más
de lo que uno cree. Las brújulas a veces se vuelven locas,
decía Padre, el sextante no sirve cuando las nubes tapan el
sol y las estrellas. Solo ves agua a tu alrededor. Todo es
igual y llega la noche, la noche cerrada, no se ve más allá
de un metro, navegas a tientas, con el corazón palpitando
como un tambor, las horas se detienen…
Cuando caía la tarde, volvía a la casa. Cenaba y
retomaba el libro que estuviera leyendo. Recuerdo “La isla
del tesoro”. Aquella novela me atrapó entre sus páginas como
el cepo a un zorro inglés. Creí que estaba en el mejor lugar
del mundo para leer la mejor historia de piratería que jamás
se escribió. ¡Por todos los rayos y diablos de la mar!, era
tan real que, por aquel entonces, dormí una temporada con un
ojo abierto, por si aquel pirata cojo aparecía por la puerta
de mi alcoba…
Roberto Luis llegaba también del Risco Asiento con su
cuaderno de dibujos. Le miraba preguntándole que había
dibujado esta vez sin decir palabra. Él me contestaba con su
mueca…
Al rato, llegaba la noche, la noche mojada de sal. El
faro ya estaba alumbrando. Padre también entraba. Cenaban él
y Madre. Ella solía servir sopa caliente, queso y pan para
los dos. Recogía al acabar, lavaba la loza y se sentaba junto
a él a bordar. A la luz de la bandeja de velas gastadas y
nuevas, Padre abría su libro. No había silencio. Viento
quería entrar igualmente, como uno más de la familia. Llamaba
a la puerta, golpeaba las ventanas, silbaba por las esquinas.
Solo conseguía colar un hilo de su cabello invisible por la
rendija de la ventana.
Los dos hermanos ya estábamos arriba, en la buhardilla,
con nuestros libros, alumbrados por el farol de petróleo,
tranquilos, cada cual en lo suyo. Soplaba, susurraba, ráfagas
como enfados, iba y venía, brisa y poniente, noches al abrigo
de la lectura… En vigilias como esa, me sentía flotando. Se
escuchaba el estallido de las olas contra el muelle de la
playa, así sonarían contra el casco del galeón. Nadie
hablaba. Ya estaba en cubierta, quiero decir, en mi cuarto.
Allí seguiría sobre las olas, navegando.
Bueno, leyendo.
Después, soñando…
II
“Robinson Crusoe”
“Caminé por la playa absorto, contemplando mi salvación,
mientras pensaba en todos mis compañeros que se ahogaron, no
se salvó ni un alma, excepto yo, ya que no volví a verlos ni
encontré rastro de ellos, salvo tres sombreros y dos zapatos
de distinto par. […]”
Padre nos decía qué libros debíamos leer. Él se hacía
cargo de nuestra formación. Cada noche comentábamos lo que
habíamos leído. Roberto Luis lo dibujaba. Nos preguntaba
sobre los lugares visitados. Si no los conocíamos abría un
viejo atlas y nos mostraba el mapa de aquel lugar lejano.
Cómo llegar hasta allí, qué ruta elegir, los vientos
favorables, las estrellas que deberíamos ver, su posición en
el firmamento. Nos hacía calcular los grados, minutos y
segundos de las coordenadas. Prever adversidades y peligros.
Calcular provisiones de agua y alimentos para la tripulación.
Costes en distintas monedas. Arreglos de averías en plena
navegación…
Padre había sido pescador de altura durante años.
Conocía todos los secretos de ese trabajo tan duro. Desde muy
joven se embarcó como aprendiz. Durante meses navegaban
buscando los mejores bancos de peces en la pesca del bacalao,
la merluza negra, el abadejo, el cangrejo rey… De este modo,
visitó todos los continentes, incluso la Antártida, en la
triste pesca de la ballena. Lo contaba realmente con pena.
Esos enormes animales no se defendían, no podían hacerlo.
Mirar su ojo, del tamaño de un balón y verte reflejado, te
provocaba una tremenda tristeza. Te miraba preguntándote por
qué, por qué me matas, yo no te hecho nada, no molesto a
nadie… Creí ver lágrimas, pero eran las mías - decía con
sentimiento…-. Abandonó esa pesca en el primer regreso a
puerto. Volvió a la pesca tradicional.
Consiguió, años después, el empleo de farero porque un
atún de doscientos kilos le sajó los tendones del antebrazo
izquierdo en plena lucha. Ese sí que es un valiente, pelea
hasta la muerte, pierde su sangre en cubierta, coleteando
hasta la extenuación. Me acerqué demasiado y ya veis cómo
quedó este brazo… Ya no podía ser pescador. Con un único
brazo útil, no sirves para el oficio… - decía con enfado -.
Pero él amaba el mar. Este trabajo le permitía estar
cerca de su olor azul…
Sus manos eran fuertes, poderosas, llenas de cicatrices,
al igual que su sabiduría. Tantos años de viaje, le
concedieron mucha experiencia en buenos, malos, peligrosos y
placenteros momentos. Padre sabía, sabía de todo. Era el
hombre más instruido que he conocido en mi vida. Había leído
cientos, quizá miles de libros, incluso en inglés, francés o
portugués. Tanto tiempo en un barco, te presta horas
infinitas para leer, leer todo, hasta el más extraño libro.
Solía decirnos…: “el tiempo que pasas navegando, digo,
leyendo, no se descuenta de tu vida…”. Para él, navegar y
leer eran una misma cosa.
Cuando desembarcaba en algún puerto extranjero, buscaba
una librería o visitaba la biblioteca de la ciudad. Pedía
prestados libros que devolvía al año siguiente, cuando
retornaba en la nueva temporada de pesca. Compraba otros,
usados, viejos, decenas de ellos. Los cargaba en su saco
junto a tabaco de pipa y alguna botella de licor más de la
zona. Le gustaba probar todo. Comió - nos contaba en las
largas noches de invierno, alrededor de la bandeja de velas
gastadas y nuevas - saltamontes y hormigas fritas, ratas y
murciélagos a la brasa, la deliciosa carne de serpiente,
incluso, cerebro de mono crudo… ¡Qué asco, solo imaginarlo…!
Él reía a carcajadas al ver nuestras caras de aprensión.
Lucía una cabellera larga que los años habían teñido de
color blanco y plata viejos. Encendía su quemada pipa de
espuma de mar. Se la compró a un pescador turco a orillas del
Mar Negro. La espuma de mar es un mineral blanco, que solo se
encuentra en aquella zona del este de Europa. Como una roca
de mármol sin brillo, los artesanos la tallan con hermosos
adornos geométricos o con la cara de una sirena o la de un
viejo pescador… Fue en la pesca del esturión, ese enorme pez
del que se extrae la hueva. Le llaman caviar. El oro negro
del mar, porque es negro, aunque también lo hay rojo. Esa
exquisitez se vende más cara que el propio oro amarillo, en
cualquier parte del mundo. Se pagan verdaderas fortunas…
decía.
Nos instruía con todo su saber. También nos dio algunos
buenos bofetones cuando no cumplíamos con nuestras tareas.
Después, se encerraba en su cuarto. Un día le oí llorar, no
soportaba pegarnos… Creo que le dolía más a él que a
nosotros. Pero lo peor estaba por venir…
Madre nos volvía a dar con el cucharón de madera por
hacer sufrir a Padre. Cuando hacíamos algo mal, cobrábamos
doble ración… Era una justicia difícil de entender para un
niño.
Ser padre es difícil. Nadie nace con el oficio
aprendido. Ahora, a mis cuarenta y tantos, mientras escribo
estas páginas, miro a mi hija. Tiene dos años, juega en la
alfombra con un peluche y una caja de cartón. Me pregunto si
seré capaz de enseñarle todo lo que Padre, mi padre, me
enseñó.
No me he presentado todavía. Soy el hijo del farero,
Julio. Ese es mi nombre. Y esta que lees es la novela de mis
primeros años en aquella pequeña isla, la Isla del Monje.
Cuando crecí, supe por qué Padre puso de nombre Roberto Luis
y Julio a sus dos hijos, pero eso te lo contaré otro día…
No cambiaría ni un solo minuto de los vividos en aquel
islote por otros en cualquier lugar. Como Robinson Crusoe,
allí aprendí muchísimas cosas de la vida, sobre todo, a no
sentirme aislado. Fabricaba todo lo necesario para vivir, mis
juegos, mis herramientas, mis mapas, mi catalejo de cartón,
mi espada pirata, mi sombrero de tres picos, el tesoro (una
lata de galletas) escondido, marcado con una equis en uno de
mis mapas. En él, conchas, un collar de madre roto, vidrios
gastados, una pipa de Padre, una lupa y lo mejor, una brújula
dorada. Le sacaba brillo siempre que destapaba el cofre,
bueno, la lata oxidada. Era la mejor pieza… Todavía la tengo.
Mis sueños hechos realidad. Mejor dicho, realidad hecha
de sueños…
¿Qué debe hacer un niño si no…?
Ser niño…
III
“Los viajes de Gulliver”
“Gulliver, sin dudar un solo segundo, cruzó el estrecho
andando, pues el agua le llegaba a la cintura, llegó a la
isla enemiga, amarró todos los barcos con una cuerda y
tirando de ellos, los llevó a Liliput. […]”
No hay cosa que me excite más que encontrar un objeto
extraño por casualidad.
Una tarde de septiembre, Roberto Luis halló una botella
flotando con un mensaje dentro, atrapada entre unas rocas al
otro lado del faro. Mi hermano descendió ágil hasta el charco
donde había quedado atrapada. Era peligroso, los golpes de
mar habrían podido arrojarlo contra las riscos, golpearlo,
incluso, llevárselo… Padre no nos permitía acercarnos tanto a
esa zona. Daba al norte, el océano era muy bravo y
traicionero en ese mes. Las olas y mareas eran inmensas.
Roberto Luis me la mostró. Era una botella normal, con
el tapón bien hundido. Dentro, un papel enrollado, atado con
un cordoncito de zapato. Fuimos corriendo a la casa. Buscamos
desesperados un sacacorchos. Al fin dimos con él en el cajón
de los cubiertos y cucharones de cocinar. Con mucho esfuerzo
y a la vez cuidado, mi hermano extrajo el corcho inflado por
el mar, no quería romperlo… No había entrado ni una gota, su
interior permanecía seco. El papel enrollado salió con
facilidad. Desató el cordoncito. Esto es lo que decía:
El mar. La mar.
El mar. La mar.
El mar. ¡Solo la mar!
¿Por qué me trajiste, Padre,
a la cuidad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.
Padre, ¿por qué me trajiste
acá?
Roberto Luis quedó en silencio unos instantes… Bueno, es
una manera de hablar… Pero ni el mismísimo dios de los mares
me hubiera impresionado tanto cuando la voz entrecortada de
mi hermano pronunció dos palabras: ¡Josefina Pla…!
Se trataba de un poema conocido por Padre. Nos lo había
dado a leer unas semanas atrás, era de un poeta andaluz,
Rafael Alberti. Pero mi hermano se fijó más en el dibujo de
un corazón, con un barquito navegando, y por supuesto, en el
nombre de esa chica.
¿Quién es Josefina Pla? ¿La conoces? - le pregunté
nervioso -. Pero volvió a su silencio… Sin embargo, esta vez,
su mueca de cómplice se había convertido en sonrisa. Me
regaló la botella y el tapón. Él se llevó el papel. Subió a
la buhardilla y pasó la tarde dibujando.
Volví a asomarme al otro lado del faro… Quizá tendría
suerte y encontraría otro mensaje flotando para mí. Desde
aquel día, solía pasar de vez en cuando por la Playa Chica,
quizá tendría suerte y descubriría otra botella mensajera.
Así fue como comenzó Roberto Luis a dibujarla, siempre
de espaldas, no conocía su rostro, pero él la dibujaba una y
otra vez.
La Isla del Monje es pequeña. Se puede caminar entera en
una mañana. A veces, los domingos, vienen a pasar el día
algunos visitantes. “Turistas” los llama Padre. Son viajeros
sin aventura. No lo entendía. Venían, caminaban un rato,
comían, bebían y desafinaban canciones entre risas. Al
atardecer, el barquito del amigo Pepe Sánchez los devolvía al
puerto de Atlantia. La isla, mi isla, volvía a tener su
sonido: el viento, ¡cómo me gustaba sentirlo…!
En una de estas visitas de turistas, vi como Roberto
Luis entregaba algo a Pepe Sánchez. Nunca lo pude confirmar,
pero estaba convencido de que la destinataria de aquel
paquete era Josefina Pla.
No entendía por qué se enamoraban las personas. ¿Cómo
ocurría? ¿Qué tendría que pasar? Tendría que haber algún
acercamiento, un beso, un paseo de la mano… Mi hermano estaba
por Josefina… pero ni siquiera la había visto. Unos meses
después, descubrí entre los carboncillos y dibujos de Roberto
Luis unas cartas, escritas con la misma letra de aquel poema
de Rafael Alberti… Eran de ella, dirigidas a él…
Padre y Madre se querían inmensamente. Se trataban con
tanto cariño y respeto que, a veces, se quedaban mirando el
uno al otro, hablándose sin palabras, como si no hubiera
nadie más en el mundo. Después, nos descubrían allí y volvían
a sus quehaceres con una sonrisa. Qué extraño me resultaba
eso del amor. Tendría que buscar a mi Josefina Pla para
entenderlo, pero dónde…
Volví a mis labores. Recuerdo que Padre me había marcado
unos párrafos de “Los viajes de Gulliver”. Extravagante
historia. Gigantes, Liliputienses y un viaje navegando a esos
extraños lugares… Me preguntaba qué había al otro lado del
océano… Imaginaba tantos lugares inexplorados… Los imaginaba
al cerrar los ojos antes de dormir. Personas de otras razas,
ataviados con ropas de colores imposibles, perfumes a maderas
y especias, olores incomparables, comidas exóticas… O
viajando al pasado acompañando a un almirante en su búsqueda
de la ruta hacia ese lugar que nadie conocía.
Volvía al camarote. Tenía que ponerme a navegar, iba a
leer…
IV
“El Doctor Jeckyll y Míster Hyde”
“- Mi señor lleva recluido una semana en su laboratorio. No
abre la puerta. Pero lo peor de todo, después de veinte años,
es que sé reconocer su voz. Ese alarido que me manda traerle
medicinas no es su voz. Hay alguien ahí dentro que no es el
doctor Jeckyll. […]”
Vivir en una isla tiene muchas desventajas, pero algunas
sorpresas. Sin embargo, determinados acontecimientos pueden
cambiar el curso de los días para siempre. Todas las jornadas
eran iguales, se debía hacer lo mismo, incluso los domingos.
Padre y Madre cumplían sus tareas sin queja. Los hijos
obedecíamos sin posibilidad de rechistar. No estaba
permitido.
Disponíamos de un pequeño huerto que los cuatro
cuidábamos. Madre había plantado lentejas, trigo y maíz.
Incluso seis vides para intentar hacer vino. Nunca se logró
fermentar un buen caldo. Después de un año de trabajo y
cuidado de las uvas, Padre no pudo beberlo, había fabricado
vinagre. Madre lo aliñó añadiéndole hierbas y azúcar. Se
utilizó para conservar las verduras que Pepe Sánchez nos
traía.
También debíamos pescar. El pescado era parte
fundamental de nuestra alimentación. Las viejas, las bogas,
alguna barracuda además de lapas, mejillones y burgaos
salvajes que crecían pegados a los riscos, eran fáciles de
atrapar, despegándolos a cuchillo. Madre solía jarear el
pescado que no se comía en el día. Así disponíamos de
provisión para varios días o cuando el mal tiempo no nos
permitía la pesca.
Dos cabras nos daban abundante leche a diario. Madre se
ocupaba de ellas. Las ordeñaba temprano. Tibia la leche, nos
la daba a beber con harina de trigo y maíz añadiendo algo de
azúcar. A veces Padre le añadía un chorrito de ron cuando el
frío apretaba. Nos daba a probar. Me quemaba la garganta,
¿cómo se podía beber aquello?
En mis ratos libres, por la tarde, solía caminar por la
isla. Roberto Luis había encontrado una botella con un poema.
Así ocupaba su mente, puesta en Josefina Pla. Yo tenía los
libros y sus historias para poblar mi pensamiento. Unas veces
creía estar en la costa escocesa, otras, en las oscuras y
húmedas calles de Londres, el Liliput de Gulliver, la isla de
Simbad el marino o la de Robinson Crusoe…
Mi pensamiento viajaba tanto que a veces me agotaba.
Quedaba tumbado en la playa o sobre una roca plana mirando
las nubes, detrás, el azul celeste, después, los planetas y
al oscurecer, las estrellas.
La imaginación me dejaba ver, oler, oír, sentirme
detective, doctor, pirata, trotamundos, náufrago… Recuerdo la
lectura del “Extraño caso del Doctor Jeckyll y Míster Hyde”
coincidió con un hecho que os narraré a continuación.
Caminaba por las oscuras calles de Londres, (creo que
las sabría recorrer sin haber estado nunca…) Robert Louis
Stevenson, su autor, te llevaba de un sitio a otro sin darte
cuenta…
¿Cómo podía alguien escribir tan bien? El miedo a
encontrarme cara a cara con Míster Hyde al doblar una esquina
me recorría las venas en cada párrafo. Leía de noche, a la
luz de unas velas. Cómo no, Viento golpeaba la ventana,
insistía una y otra vez. Se colaba por las rendijas. Movía la
cortina suavemente… ¡Estremecimiento!
Recuerdo perfectamente esa noche. Dejé el libro sobre la
mesilla. Salí de la casa cuando todos dormían. Me abrigué con
el chaquetón de Padre, me quedaba grande, apenas asomaban mis
manos por las mangas. Era pesado, calentaba. Me puse también
su gorro de lana azul. Llevé la linterna de petróleo y los
fósforos. Había visto moverse algo desde mi ventana, al final
de la Playa Chica. Caminé sigiloso con el farol apagado. Lo
encendería allí mismo, pensé.
Me acerqué lo bastante para comprobar que alguien estaba
saliendo del mar. Se acercaban nadando, en silencio, uno
detrás de otro. Serían unos seis o siete. La escasa luz de la
media luna dejaba ver cierto brillo en sus espaldas mojadas.
Un escalofrío me recorrió la espalda, se enrolló en mi
nuca. Piel de gallina en brazos y piernas. No sabía qué
hacer, si volver corriendo a avisar a Padre o encararme con
ellos con la potente luz del farol.
¡Cielo santo! Seguían llegando más. Podía contar doce de
ellos. Me acerqué con la intención de deslumbrarles. Al
intentar encender la mecha, se me cayó la cajita de fósforos
por el temblor de mis dedos. Tuve que bajar más para
recogerlas. Resbalé por la humedad de la roca, provocando un
pequeño desprendimiento que enseguida detectaron los
invasores. Sí, así les llamé desde entonces, los invasores.
El ruido les hizo volver al agua con una rapidez y
agilidad extraordinarias. Solo escuché el chapuzón del último
de ellos. Desaparecieron en un santiamén.
Volví a la casa. No hice ruido. Subí a mi cuarto. Desde
allí volví a mirar por la ventana. Tenía frío, no solo por la
humedad de la noche sino por la repentina visita de los
invasores. ¿Qué querrían? ¿Quiénes eran? Mi hermano dormía
al otro lado de la habitación rodeado de sus dibujos y sus
sueños…
A la mañana siguiente, no comenté nada en el desayuno.
Padre nos desarrollaba el plan del día: las tareas propias
del faro, la casa y el huerto. Además de realizar hojas de
cálculo matemático, lecturas que debíamos acabar, recogida y
clasificación de diferentes tipos de rocas, estudiar las
aves, reptiles de la isla, más los mamíferos, que consistían
únicamente en unos conejos y dos gatos salvajes que alguien
trajo. Otros días, nos obligaba a dibujar las plantas de la
isla, su lugar de ubicación y el proceso de crecimiento según
la estación anual. Por supuesto, Roberto Luis se encargaba de
ello mientras yo buscaba el nombre científico en los libros
de botánica de nuestra gran biblioteca.
Sí amigos, en esta isla disponíamos de una biblioteca
inmensa, todos los libros que Padre fue recopilando desde su
infancia. Cientos, quizá miles de ellos, organizados por
temas, en estanterías improvisadas con cajas de madera.
Clavadas unas sobre otras, las paredes del escritorio de
Padre parecían un panal organizado. Cada vez que el amigo
Pepe Sánchez nos traía provisiones dejaba un par de ellas
para seguir ampliando el espacio y orden de los libros.
Padre no nos permitía tocar ni un solo tomo sin su
permiso. El orden que daba a los libros era preciso. Podía
encontrar en unos segundos cualquier ejemplar de ciencia,
historia, literatura, pesca, buceo, manuales de motores,
planos del faro, de barcos… Solo él se encargaba de
devolverlos a su lugar asignado.
Recuerdo su enfado supremo cuando un diminuto ratón
había practicado un túnel entre libros, de un lado a otro en
una caja. Atravesó toda la colección de cuentos de Christian
Andersen. Sin embargo, nos quedamos boquiabiertos al
comprobar que se había detenido en el relato de “La ratita
presumida”. Pero lo asombroso fue comprobar la causa, había
interrumpido la excavación de su cueva en una página
concreta, ante la palabra “ratón”.
Padre pasó del enfado a la carcajada, casi se cayó de
tanto reír. No me lo puedo creer - entre risas -, este
mentecato sabe leer ¡ja, ja, ja!… - casi se asfixió -…
Estuvimos buscando al ratón lector. Pusimos trampas
incluso, pero no apareció. Se iría atiborrado de palabras,
ofuscado. No pudo roer “ratón”, sería como comerse a sí
mismo… Marcharía meditabundo…
La biblioteca de Padre era un lugar especial. El olor
era distinto, una mezcla del aroma del tabaco de pipa con el
salitre marino. Él pasaba largas horas allí, cuando no estaba
en el faro.
En la torre también colocaba ejemplares, solo los que
tenían al mar entre sus historias, novelas de viajes, de
piratería, de buscadores de tesoros. La voz del océano
apacienta el alma… - era una frase que Padre solía decir con
una sonrisa… -. Las olas traen las historias en su espuma,
solo hay que escucharlas… - continuaba -…
Les confieso que no entendía muy bien esas frases. Sin
embargo, se grabaron en mi memoria. Con los años, siendo
adulto ya, las he entendido. Mejor dicho, entendí a Padre, mi
padre.
Vivir solo con tus progenitores y un hermano en una isla
tan pequeña como aquella, podía parecer agobiante, incluso,
el lugar más solitario. Nunca fue así. Jamás me sentí solo.
El mar que nos rodeaba, nos permitía ver las islas cercanas.
No vivía aislado, vivía en una isla. Esa condición me llevaba
más allá del océano.
Los días despejados, veíamos el gigante volcán que
presidía la mayor de las ínsulas. Tan grande que, a veces, se
escondía tras las nubes. Muchas veces le había pedido a Padre
que nos llevara a visitarlo. No me cabía en la cabeza su
tamaño: llegar hasta las nubes, ¿podría tocarlas?
¿Revolverlas con mis manos? ¿Dibujar espirales en el humo
espeso del agua? Tendría que ser espectacular…
La mayor altura que teníamos en la isla era la montaña
de La Caldera, de unos cien metros. En la parte oeste, caía
directamente al mar. Tenía un sendero que subía a la cima.
Allí anidaban las pardelas y otras aves marinas. De cuando en
cuando, Padre subía a capturar algunos ejemplares, sobre
todo, después del verano. Habían acumulado mucha grasa. Este
aceite de pardela era un remedio popular para la tos de los
niños, el reuma de los mayores e incluso para reponer fuerzas
después de una larga enfermedad. También se salaban para
comer. No solíamos subir, Padre no nos dejaba. Decía que era
peligroso, que podíamos caer al mar desde lo alto si
descuidábamos un pie.
Pero yo intentaba imaginar los 3718 metros del gigante
Echeide, así lo llamaban. Pero no podía. Miraba al cielo.
Pensaba que allí se podría llegar andando. Sabía de los
aviones, de los globos científicos que subían fuera de la
atmósfera… pero llegar por mi propio pie, era algo que me
inquietaba.
¿Qué habría en la cima? ¿Los invasores tendrían allí una
base secreta? ¿Un túnel que bajara hasta el mar? ¿Harían
experimentos? ¿Por qué vinieron hasta mi isla? ¿El saber que
estaba casi desierta les serviría para sus ensayos? O
¿estarían buscando algo?
Esas preguntas me las solía hacer cuando Padre me
contestaba que ya veremos, lo de ir a ver el Echeide está
complicado… Sin duda, se refería a que no disponíamos de un
sustituto que se ocupara del faro para tomarnos unos días de
viaje. Era complicado en aquellos años. Cualquiera no podía
desempeñar ese oficio. Necesitaba de una gran preparación
marinera, técnica, de auxilio y salvamento en caso de
accidente o naufragio en la costa. De modo que, nunca
disfrutamos de lo que hoy llaman vacaciones.
Si vienen aquí, de noche, en secreto y no quieren ser
vistos, es que vienen por algo. Eso es… - éste fue mi
planteamiento -. Lo buscaban en mi isla. Pero ¿el qué? ¿Qué
buscaban? ¿Qué hay aquí que tanto les importa? ¿Lo habrían
dejado hace tiempo y ahora querrían recuperarlo?
Muchos años después, supe quienes fueron los invasores.
Sin pretender, ahuyenté a un grupo perdido de focas monje que
habían vuelto a la isla. No sé bien por qué lo hicieron.
Quizá tenían grabado en su instinto que allí, en aquella
playa, sus antepasados vivieron, parieron sus crías,
descansaron, se quisieron… Sin darme cuenta, rompí de nuevo
esa intuición que las hizo volver.
A veces, los seres humanos somos tan destructivos como
una bomba. Golpeamos a la naturaleza con tanta fuerza que
destruimos hogares solo con nuestra presencia.
No volvieron más.
Mientras pensaba y pensaba, no adivinaba quiénes podrían
ser.
Una noche Padre nos habló de alguien, de Arráez, el
terrible pirata Arráez.
Morato Arráez fue un sanguinario. Lo peor de lo peor en
los mares. Navegó por estas aguas desde 1586, asaltando la
isla de Lancelot y posteriormente las costas de Málaga y
Cartagena. No tenía piedad, dejaba destrucción a su paso.
Arrasaba ciudades y campos, pasaba a cuchillo a los valientes
que osaban defenderse. Quemaba casas, iglesias, establos,
cosechas. Se adueñaba de todo aquello que tuviera valor
comercial, incluso secuestraba niños para pedir un suculento
rescate en oro por su liberación. Era odioso. El terror le
precedía. Las gentes se alarmaban al ver sus barcos a lo
lejos. Corrían despavoridas a esconderse. Otros, sin embargo,
escondían antes sus riquezas que a sus familias.
Padre, con gesto serio, nos contó esta historia. Fue
cierta, terrible para muchos isleños, los libros de Historia
lo recogieron en sus páginas de dolor.
Estos hechos generaron muchas leyendas, una de ellas
refería que el propio pirata Arráez había enterrado el mejor
de sus tesoros en nuestra isla, en la isla más pequeña, la
deshabitada, la isla perfecta para esconder un secreto, no
solo riquezas… No se había encontrado nada hasta entonces.
Estuve una temporada buscando. Después, lo dejaba, para
continuar con nuevos ánimos pasados unos días. Era una tarea
que siempre tenía en mente. Buscaba alguna señal, algún
montoncito de piedras ubicadas de forma extraña, que la
naturaleza por sí sola no las hubiera podido colocar. Me
asomaba a los pequeños pero peligrosos acantilados para dar
con una cueva abierta en marea baja. Salía de los dos únicos
senderos fijándome si todo era normal, si la silueta o una
marca grabada en una roca indicaba una ruta hacia algún lugar
o un rayo de sol que entrara entre dos rocas al atardecer,
para marcar un punto con el haz de luz…
Varias rocas cumplían con esa posibilidad, ya que si
algo existía en abundancia en mi isla, eran rocas. De todos
los tamaños, colores y formas. Varias tenían nombre: El Risco
del diablo, el Risco de los Niños Feos, La Bomba, El Roque
del Este… Al igual que recovecos y calas como La Punta del
Marrajo, La Caleta de la Caldera, Morro Felipe, Cueva de Los
Lobos, Playa del Sobrado, Bajo de los Cuernos, Cueva de las
Palomas… Nunca supe quién ni por qué puso esos nombres. Pero,
sin duda, el que más temor infundía era el primero de la
lista, el Risco del Diablo.
Junto al mar emergía una roca gigante, con tres
aberturas que simulaban ojos y boca terroríficos. Tenía un
aspecto fantasmal, de engullirte si intentabas entrar…
Nunca me acerqué. Era demasiado fácil esconder ahí un
tesoro. Era el primer lugar donde habría buscado cualquiera…
Seguí con mis tareas, seguí escudriñando cada metro de
terreno y mar a la redonda.
Un día encontré algo…
Me arrepiento tanto…
No debí…
V
“Las minas del rey Salomón”
“Dirigimos nuestras miradas hacia allí, pero durante unos
momentos no pudimos distinguir nada, debido a un resplandor
plateado que nos cegaba. Cuando nuestros ojos se
acostumbraron, vimos que el arca estaba llena de diamantes
sin tallar, en su mayoría de tamaño considerable. Me agaché y
cogí unos cuantos. […]”
Como no disponíamos de ningún árbol, no podía subir a
ninguna altitud a inspeccionar el terreno. Desde el faro,
resultaba demasiado alto y mi cuarto miraba al mar. Así que
tenía que recorrer el terreno palmo a palmo.
Hice un mapa de la isla y fui cuadriculando el terreno.
Lo conservo todavía. Es este…
Dibujo del mapa hecho en una
hoja de libreta antigua, de
una raya tal vez…
Lo había visto en un libro de arqueología. Estos
investigadores del pasado se pasan media vida en el campo o
bajo el mar y la otra media en sus laboratorios.
Buscan y buscan, o van donde alguien ha encontrado algo.
Con un pincel van quitando el polvo, aunque sea un agujero
enorme. Nunca sabes lo que puedes encontrar, dicen. Si te
descuidas, puedes romper una pieza valiosísima, tal vez
única. Son unos tipos metódicos, siguen siempre el mismo
orden en su rutina. Minuciosos, capaces de distinguir un
diente fosilizado en medio de un campo de piedritas.
Después, en el laboratorio, empieza el trabajo más
fascinante: averiguar qué nos cuenta cada pieza, qué secretos
tiene, a quién perteneció, por qué llegó hasta allí, cuándo…
Uno de ellos escribió: “Es maravilloso, el pasado se asoma
ante tus ojos. Lo que el tiempo ocultó, viaja al presente…”
Leí todo el libro. Me fijé bien en el material necesario
de un arqueólogo: pinceles, cepillos de varios tamaños, una
pala pequeña, cuerdas, estacas de madera, una brújula (no
sabía bien para qué pero la llevé por si acaso…), libreta,
una lupa, linterna… Lo guardé en una mochila.
Saqué mi mapa cuadriculado y fui marcando la ruta a
recorrer cada día: cuadrante A-3, A-4, A-5…
Pasé por las antiguas chozas de los portugueses, fueron
los que construyeron el faro y mi casa. Ya había estado
muchas veces por allí. Decidí seguir mi camino, no creía que
hubiera nada oculto bajo esas casas derruidas.
Durante semanas fui recorriendo cada cuadro de mi mapa.
Por las tardes, después de mis obligaciones de estudio y
hogareñas, con la mochila al hombro, bocadillo de pan, aceite
y sal y una cantimplora de agua fresca me despedía de madre.
Volvía antes del anochecer, cuando Padre y Roberto Luis
encendían el faro. En esos andares por mi pequeña isla,
encontré lugares que nunca había visto, a pesar de haber
estado varias veces cerca. No me había fijado en pequeñas
cuevas o las diminutas playas que aparecían hasta que el mar
las volvía a esconder, como si no quisiera compartirlas con
nadie, arenas mojadas que el sol no llegaba a secar.
Pero, lo que más me gustaba, era encontrar restos de
barcos que la marea arrojaba contra los riscos: cajones de
madera rota, pedazos de tablas, trozos de redes, boyas,
botellas… Cualquier cosa que flotara era arrastrada hasta uno
de los rincones de mi isla…
A veces, no sabía bien qué era aquello. Lo guardaba con
cuidado en la mochila. Después, en casa, lo analizaba con la
lupa y si no lograba averiguar qué era, preguntaba a Padre.
Él enseguida me sacaba de la duda.
Con las semanas de búsqueda, fui llenando mi buhardilla
con todos esos objetos que el mar me iba regalando. A Roberto
Luis también le gustaban. Incluso apartó alguno de sus
dibujos para colgar una inmensa red en una de las paredes.
Colgamos en ella infinidad de conchas, tablas con letras
japonesas, estrellas de mar secas, boyas de cristal, un farol
oxidado, la punta de un arpón ballenero de Padre, el garfio
de arrastrar cajas de pescado, la espada de un marlín… Era
hermoso. Mi hermano fue colocando todos aquellos objetos con
un orden especial, parecía saber el sitio exacto de cada uno.
Tenía un don increíble para llenar los espacios. Te dejaba
con la boca abierta, ahora le llamo arte. Aquel fue su primer
collage… sin duda. Pero había algo más, algo que llenó
nuestro cuarto, no se veía. Llegó para quedarse: el olor. Sí,
la red nos traía el aroma del fondo marino, algas, pequeños
crustáceos, restos de pequeños peces secos… inundó nuestro
cuarto. Era un olor extraño, salado, ligeramente podrido de
maderas húmedas o del salitre verde de las boyas de cristal…
Se acababa la búsqueda. Solo me quedaba la Playa de La
Concha y el otro lado del Puertito, donde Padre no nos
permitía estar solos por el azote del viento y las
corrientes.
La Playa de La Concha no deparaba grandes secretos, la
había recorrido cientos de veces, jugando, corriendo,
pescando con Padre y Madre. Era el lugar perfecto para
disfrutar de una jornada de descanso. Con forma de concha
redonda, de ahí su nombre. Se cerraba por el Este y por el
Oeste en dos brazos naturales de rocas, como si te fueran a
dar un abrazo. Por el centro, un tramo de unos pocos metros
dejaba entrar alguna ola solitaria, que se deshacía en mis
pies, sin espuma. Era ideal. La arena era tan bella que, a
veces, robaba reflejos sonrosados al sol. Entonces, el agua
se tornaba en verdes de cristal, de cristal blando, lento en
movimientos. De hecho, así le llamaba de pequeño a aquel
maravilloso lugar, la playa de los cristales blandos, porque
el mar tenía ese brillo que cegaba a la vez que se mecía
perezoso. Un vidrio gigante echado sobre un lago de tela
cristalina…
Unos pequeños muros de piedra en forma semicircular
surgían sobre la arena. Los utilizábamos para resguardarnos
del viento. Alguien había agrupado esas piedras. Habían
permanecido siempre allí, eran parte del paisaje.
Me senté a merendar al abrigo de uno de ellos. Las
piedras colocadas, una sobre otra, me cobijaban bien del frío
húmedo de la tarde. Saqué mi pan con aceite y sal y lo comí
contemplando una vez más aquel sol reflejado de atardecer.
Esta vez, se reflejaba en los cristales blandos dándoles
color metálico, verdes y morados metálicos. Me encantaba.
Saqué la cantimplora y bebí un buen trago. Al dejarla
sobre la arena se volcó, no me di cuenta. Cuando quise volver
a beber, se había vaciado.
Con el enfado, no lo vi. Al intentar escurrir las
últimas gotas en mi boca, arrojé de mala gana la cantimplora.
La miré con rabia, no tendría trago hasta llegar a casa. Al
poco, me percaté del pequeño agujero que había hecho el agua.
Se abrió paso entre las piedras del muro y la arena. Metí la
mano siguiendo la caída del líquido. Después, usé las dos
manos. Ante mis ojos se destapaba un hoyo. Retiraba la arena
con cuidado, volvía a caer, la volvía a sacar. Las piedras
del muro desenterradas dibujaban una colocación distinta, no
seguían la línea superior.
Era un trabajo inútil. La arena caía por un lado
mientras destapaba el otro. Iba agrandando la excavación,
para que no se enterrara de nuevo. Alguien había colocado
esas piedras con algún propósito, ¿para qué...?
Cuando conseguí profundizar un metro, exhausto (ya tenía
un movimiento de arena de tres metros alrededor) toqué algo
duro. Otra piedra – pensé -, pero era grande. Seguí
limpiando. ¡Cielos! Es la más grande, plana, como una tapa.
Tuve que detenerme a tomar aire. Me iba a estallar el
corazón. Me detuve. Pensé en cómo podría sacar esa enorme
plancha. Bajé de nuevo al hoyo con la palita metálica y se
partió al intentar moverla. Era evidente, yo solo, no podía.
Tendría que buscar la ayuda de Padre y Roberto Luis.
Volví a casa con paso rápido. La noticia lo merecía.
Esa noche, después de relatar en la cena mis
investigaciones a la familia, con mi mapa cuadriculado,
marqué el lugar del descubrimiento. Quedamos organizados para
el día siguiente con buen acopio de herramientas.
Como digo, esa noche no pegué ojo. Los nervios no me
dejaron dormir. Vi las horas pasar en el reloj de la mesilla.
Eternas. ¡Qué larga es la noche!, nunca la había visto,
siempre la dormía.
Imaginé, qué sé yo, cientos de objetos, tesoros,
incluso, una cueva olvidada, o la madriguera de un monstruo
marino de largos tentáculos, o tal vez algo que los invasores
tenían olvidado, y eso era lo que andaban buscando… Era
evidente que nadie había destapado ese hueco en muchos años.
Amaneció…
Tomamos un buen desayuno. Los hombres de la familia
íbamos a hacer algo importante, unidos, por primera vez. Era
una sensación extraordinaria. En ese momento me daba igual lo
que encontráramos. El hecho de hacer algo junto a Padre y
Roberto Luis me hizo mayor. De la noche a la mañana sentí que
había crecido, que tenía responsabilidad, obligación de hacer
las cosas bien, de ser un hombre bueno, trabajador. Era el
momento de dejar las chiquilladas atrás.
Serios, apenas sin hablar, cargados con nuestras
herramientas y el estómago dándome brincos, salimos hacia el
sur de la isla.
El trayecto nos llevaría una hora a buen paso. Pero
enseguida me di cuenta, iba a ser menos tiempo. Seguir a
Padre era un ejercicio de fuerza y agilidad. Cada zancada de
él, eran dos mías. Así deduje que debía hacer el doble de
esfuerzo… El sudor comenzó a asomarse por mi frente y brazos.
No me quejé en ningún momento, los mayores no lo hacen…
Llegamos al destino antes de que el sol llegara a lo
alto, serían las nueve de la mañana. El aire fresco de la
Playa de La Concha me alivió, traía la boca seca.
• ¿Puedo beber un poco, Padre?
• Sí, pero un trago. No gastemos el agua ahora. Esto nos
puede llevar todo el día…
Quedamos de pie junto al lugar. Quietos. Padre miró a un
lado y a otro. Se volvió y miró de nuevo, como buscando algo.
Después, se fijó en el hoyo. Pensó, volvió a levantar la
vista hacia la entrada de mar que la playa ofrece. Tardó unos
minutos. Los dos hermanos estábamos estáticos, observándole,
a la espera de sus órdenes.
- Vamos a ver qué hay en este hoyo… - Mirando a sus
hijos con una sonrisa - .
Sacamos dos palas. Roberto Luis y yo comenzamos a
apartar la arena haciendo más ancha la boca del agujero. Era
curioso ver las piedras que la arena había enterrado. Eran
más planas en sus caras que las superiores. El viento, el
agua, el pulido de la naturaleza las dejaba redondas, suaves,
pero era el mismo tipo de roca.
Después de una hora de limpieza apartando arena, Padre
limpió con un cepillo lo que parecía la tapadera de un
pequeño pozo. Era rectangular, de un metro de largo por medio
de ancho. Con un esfuerzo supremo, haciendo palanca los tres,
conseguimos moverla del sitio. Roberto Luis metió el mango de
la pala y consiguió deslizarla un poco más. Padre la agarró
con sus potentes manos, consiguió alzarla suavemente
colocándola a un lado. El pozo no era un pozo, ni la entrada
de una cueva, ni una madriguera de algún monstruo marino…
Tenía medio metro de profundidad. Estaba forrado por planchas
de piedra como la de la tapa en sus cuatro paredes y suelo.
El olor a humedad podrida nos espantó. Padre nos advirtió que
nos apartáramos un momento. Podía ser tóxico ese aire
encerrado cientos de años…
Notaba los latidos de mi corazón en la cabeza. Era la
primera vez que encontraba algo inexplicable. Ninguno de los
tres dijo nada durante unos minutos. Inmóviles, de pie, no
apartamos la vista de aquello. Creo que tuve la boca abierta
durante un buen rato… Se me había secado. Tomé un trago de la
cantimplora sin permiso de Padre. No apartaba la mirada del
agujero.
Lo que había allí dentro no dejaba lugar a dudas,
alguien lo había ocultado en ese hoyo por alguna razón. La
cuestión era saber quién, por qué, cuándo…
Para ello, lo primero que se debía hacer antes de
extraer el ánfora romana del agujero - sí, amigos, esas
fueron las palabras de Padre, ánfora romana - era medirla,
comprobar su estado de conservación e intentar averiguar si
había algún impedimento que dificultara su extracción.
Era de mediano tamaño. Estaba colocada en diagonal para
aprovechar el espacio interior. Su color era verdoso, pardo,
grisáceo. Aparecía forrada con los restos de pequeñas algas
secas y otras húmedas. Diminutos crustáceos adheridos habían
dejado su huella también. Tenía un tapón perfectamente
encajado. Parecía de madera, recubierto de cera. Después, un
paño o lo que quedaba de él, cubría la boca del recipiente
debajo de una soga deshilachada enredada al cuello. Dos
asas, una a cada lado, la hacían muy manejable.
Padre pidió a Roberto Luis que dibujara un esbozo del
hallazgo en su cuaderno. Este fue el resultado…
Al cabo de unos minutos, parecía no haber razón alguna
que impidiera sacarla del agujero. Padre introdujo sus manos
por debajo. La levantó con esfuerzo, era pesada. Con sumo
cuidado la alzó. Parecía llevar un bebé en sus brazos.
En la misma arena, pidió que extendiéramos un mantel que
llevaba en su saco. La colocó con extremo cuidado, sin dejar
de observarla un segundo. Se encontraba en buen estado. La
cerámica romana había aguantado el salitre del mar y la
humedad.
Llegó el momento de destaparla. El resto de trapo y
cuerdas que cubrían la boca no fueron problema, hasta que
dimos con un tapón de corcho recubierto de cera, cera de
abeja sin duda, fundida para que adoptara la forma de la boca
del ánfora y así poder sellarla a cualquier humedad, arena o
polvo.
Con delicado esmero, Padre fue eliminando poco a poco
esa gruesa capa con su cuchillo. Lo manejaba con maestría,
agarrándolo directamente desde la afilada hoja. No se cortaba
nunca.
La cera caía al mantel a pedacitos. Pronto se vio el
tapón de corcho. Parecía nuevo, como recién puesto. No fue
problema su extracción. Padre incrustó su cuchillo en medio,
giró con fuerza y lo sacó como quién destapa una botella de
vino.
No habíamos pronunciado ni una sola palabra en todo ese
tiempo. Creo que no hizo falta. La incertidumbre de ver el
contenido nos había enmudecido, como a Roberto Luis. Ni si
quiera él gesticulaba.
No pude esperar. Puse mi cara en la boca del ánfora… No
vi nada. Estaba oscuro. Padre me apartó con su mano poderosa.
Levantó el recipiente por su parte inferior como quien va a
vaciar una jarra de agua. Y allí cayó, sobre el mantel: un
rollo de cuero atado, una cajita de madera tallada con bellas
piedras de colores y cientos, quizá mil monedas de color
verde, como podridas con moho por la humedad. Padre sacudió
el ánfora, no paraban de caer. Se formó una “montaña” de
aquellos metales verdes…
Sonreí, al igual que Roberto Luis. Me vino a la mente el
capítulo donde, en medio de la oscuridad, el brillo de los
diamantes en bruto cegó a los buscadores de “Las Minas del
Rey Salomón”.
Esa noche, en la cama, decidí dedicarme a esto, a buscar
tesoros por todo el mundo.
Hoy tengo mi propia empresa de arqueología submarina.
Desde galeones, barcos de guerra, cargueros, aviones… todos
ellos hundidos por distintas razones, se convierten en
ventanas al pasado. No busco únicamente tesoros, sino
respuestas, respuestas a todas las preguntas importantes que
nos hacemos los historiadores: ¿Por qué estalló aquella
guerra? ¿Quién construyó esta maravilla? ¿Cómo se hundió?
¿Quién era el responsable de esta nave? ¿A dónde se dirigía?
No es por la riqueza de otros. Busco el pasado para
entenderlo. Hay más perdido que encontrado… Busco, porque un
día encontré algo que cambió mi vida.
Los tesoros han provocado más pobreza que riqueza, más
muerte que vida, más desaliento que esperanza. A lo largo de
los siglos, se ha visto crecer la avaricia desmedida en
perjuicio de la pobreza más pobre. Quien hace acopio de
riqueza, la despoja de sus legítimos dueños. La codicia del
ser humano no tiene límites, nunca es suficiente, se puede
poseer aún más.
Por eso entrego la mayor parte de lo encontrado a las
autoridades de cada país, según sus leyes, para que puedan
ser expuestas en los museos o para que sean devueltas a sus
antiguos dueños. Me otorgan una pequeña porción o, a veces,
una recompensa. Me es suficiente. Esto me permite vivir.
Una noche, una espantosa noche, algo de mí desapareció.
La riqueza andaba por medio…
VI
“Capitanes intrépidos”
“Todavía no puedo hacer el trabajo de un hombre, pero puedo
manejar un bote casi tan bien como Dan, y en una niebla no me
pierdo… del todo. Puedo manejar el timón cuando el viento no
es muy fuerte y poner cebo en una red; naturalmente conozco
todas las velas y puedo pescar; y te demostraré como colar
café con una piel de pescado… No tenéis ni idea de lo que hay
que trabajar para ganar diez dólares y medio al mes […]”
Pepe Sánchez había llegado como cada lunes. Traía las
provisiones, noticias, periódicos, libros y, como siempre,
algún chiste nuevo…
- Julio, ¿sabes cuál es el último pez? -su mirada se
clavaba en la mía apretando los labios para no reír…-.
- Pues… no. No sé cuál es el último pez, Pepe… -
respondí, sin entender mucho la pregunta…-
- Pues… el delfín, muchacho. El del-fin… es el último
pez… ¡ja, ja, ja…!
Sus carcajadas eran contagiosas como un catarro de
invierno. Todos reíamos a la vez con él. Eran momentos muy
divertidos. Pepe Sánchez era genial.
Madre sacaba una botella de licor y tres vasitos. Ella
también gustaba de beber en compañía de aquel amigo. Los tres
siempre mantenían una larga charla, donde nosotros durábamos
los primeros minutos. Después, seguían hablando de las cosas
del puerto, de los rumores, de alguna noticia sobre la
posible guerra en Europa… Almorzaba con nosotros y se volvía
a primera hora de la tarde, cantando viejas canciones con
Padre y recordando sus hazañas de juventud, cuando
recorrieron miles de millas en los cargueros ingleses.
Pero aquel día, no hubo canciones, ni recuerdos. Padre
le habló de nuestro hallazgo. No precisó el lugar, pero le
describió el ánfora y su contenido. Pepe Sánchez no lo creía,
pensaba que era una broma. Las viejas leyendas de la
piratería eran conocidas por todos, las que hablaban de
tesoros escondidos en esta isla deshabitada.
Padre le invitó a subir a nuestro cuarto. Sobre una
mesa, teníamos ordenadas y a medio limpiar las mil monedas de
oro, sí, eran de oro… Además de la cajita de madera con las
decenas de piedras preciosas, que con los años, supe
realmente lo que eran…
Pero lo que fascinó a Padre, y en definitiva, a mí
también, fue el documento del cuero, escrito en latín, el
idioma de los romanos.
No se trataba pues de Morato Arráez, el perverso. No.
Fue un comerciante romano, hasta sabíamos su nombre,
Cornelius M. Cuenta que su barco naufragó en estas aguas y
que fue rescatado por unos hombres que vestían con pieles y
se adornaban con conchas y huesos tallados. Que fue llevado
hasta el rey, que llamaban Zonzamas. Curaron sus heridas y lo
alimentaron. El romano solo salvó esta ánfora, a la que se
abrazaba en todo momento. Al tiempo, otro barco romano
apareció en la costa y marchó en él. Pudo convencerles de
hacer una parada en esta isla, les habló de una paloma, la
pardela, que daba un aceite milagroso. Aprovechó la ocasión
para esconder su fortuna en la playa. Algún día volvería a
recogerla. Nunca lo hizo.
Los ojos de Pepe Sánchez se abrieron como dos soles.
Padre le miró sonriente, pero al momento cambió su sonrisa
por otra sonrisa forzada. Le pidió a su amigo que no dijera
nada a nadie, que quería mantenerlo en secreto por el
momento, que tal vez hablaría en el ayuntamiento para
llevarlo al nuevo museo de la capital y exponerlo como el
primer tesoro romano descubierto en estas aguas…
Pepe Sánchez no apartó ni un segundo su mirada de la
mesa. Padre no apartó su mirada de Pepe…
Hay momentos en la vida que no puedes creer lo que está
pasando, solo en las novelas de aventuras o en los viajes más
difíciles ocurren hechos asombrosos. Por eso se escriben las
novelas, para hacer creíble lo increíble; por eso se hacen
viajes extraordinarios, no para llegar, sino para viajar…
En ningún momento sospeché, con las miles de horas que
dedicaba a imaginar lugares, personas, emociones… que pudiera
pasar, lo que iba a pasar.
- No, no llames al ayuntamiento - el gesto de Pepe
Sánchez se tornó serio como nunca lo había visto -. Esto es
un tesoro, amigo mío, y es propiedad de quien lo encuentra.
Creo que tienes una fortuna incalculable encima de esta mesa.
A ti y a tu familia os podría sacar de este triste faro para
siempre…
Padre no contestó. Miró a los ojos de su amigo. Creo que
no le gustó lo que había detrás de aquellas palabras. Se
limitó a decir: “¡ya veremos Pepe, ya veremos…!”
Salimos de nuestro cuarto. Pepe Sánchez volvió de
improviso a su acostumbrado buen humor. Besó a Madre y se
despidió de nosotros. Salió con paso ágil, cosa que no había
hecho nunca.
Yo, por supuesto, miraba a Padre. Sabía que algo no iba
bien. Su mirada hablaba. No pronunció palabra alguna, pero
decía muchas cosas.
Al día siguiente, nos obligó a recoger todo el tesoro.
Lo volvimos a meter en el ánfora. Roberto Luis no entendía
nada. Yo sí.
- ¿Dónde lo vamos a esconder, Padre? - pregunté muy
serio -.
Él me miró como si le hubiera leído el pensamiento.
Respondió directamente.
- En el último rincón de esta isla…
- Y eso ¿dónde está, Padre…?
- En la Playa de La Concha, en su agujero. Vamos a
devolverlo al lugar donde lo encontraste. Ahí nunca lo
buscarán…
Aunque Padre había hablado de la Playa de La Concha a su
amigo, no precisó el lugar. Estaba seguro que jamás irían a
desenterrarlo de nuevo. Nadie lo buscaría allí.
Esa misma tarde, después de volver a guardar con cuidado
todo dentro del ánfora, sellarle el tapón de corcho con cera
nueva, trapo de lona y cordón de marinear, caminamos el
sendero de la playa.
Llegamos al hoyo. Ni siquiera lo habíamos tapado desde
el hallazgo. Estaba intacto, preparado para ocultar la pieza
de nuevo. Padre colocó el ánfora y la losa encima. Sobre ella
unas piedras pesadas y arena, mucha arena, toda la arena…
Incluso nos obligó a borrar cualquier huella de nuestros pies
en la zona, arrastrando un matorral, siguiendo las ondas que
el viendo hace sobre la arena seca.
Roberto Luis estaba enfadado, no entendía el porqué de
aquella acción. Padre le tranquilizó hablándole todo el
camino de vuelta.
El ambiente en casa se enrareció. Padre nos mandó a
dormir a la caseta del pozo, lejos del faro. Allí, Madre
amontonó maleza de los alrededores en un rincón. Colocó una
lona encima y fabricó una cama incómoda para los tres. Padre
quedaba solo en el faro. Dejaba una vela encendida en la
cocina. Una de las noches siguientes le vi revisar su
escopeta de cazar conejos… Me extrañó que pensara salir a
perseguir algún gazapo en la oscuridad.
No quise creer lo que estábamos haciendo, escondiéndonos
de… Me negaba a creerlo, no puede ser. Pero ¿por qué? ¿Por
qué nos ocultábamos de Pepe Sánchez? Sí, amigos. Padre le
esperaba, y con una escopeta cargada. Si era nuestro amigo…
No lo entendía. ¿Es el oro? ¿Las piedras de colores? ¿Tanto
cambió su mirada al brillo dorado de unas monedas antiguas?
¿Qué les ocurre a los mayores? ¿Por qué desean lo que no es
suyo? Cada noche pensaba estas cosas en la incomodidad de
aquel camastro.
Padre, como siempre, acertó. Tres noches y sus días
hicieron falta para que unos individuos con la cara tapada se
plantaran de improviso en la cocina. Le apuntaban con un
arma. Se había quedado dormido sobre la mesa, delante de un
libro y su vieja pipa.
Un golpe en el hombro le despertó. Los tres hombres solo
asomaban sus ojos entre la gorra y un pañuelo en la cara. Dos
de ellos subieron a nuestro cuarto. Sabían donde tenían que
ir. El otro quedó de pie apuntando a Padre. Se oían golpes,
cajas tiradas, muebles volcados. A los pocos minutos, bajaron
con gran enfado.
- ¿Dónde está? - preguntó el más alto amenazando a Padre
-.
- ¿Acaso Pepe Sánchez no te lo explicó bien? - fue su
respuesta tranquila -.
- ¿No me explicó el qué?
- ¿También os ha engañado? ¿Qué os ha contado, que había
encontrado un tesoro y que lo tenía en el cuarto de mis
hijos? Pobres infelices… Os ha engañado como a mí. Sí,
encontré unas monedas antiguas. Me las pidió para llevarlas a
un tasador… De eso hace dos semanas… Todavía no ha vuelto… Y
ahora os manda para qué, ya lo sé, para que acabéis conmigo y
silenciar el asunto. Yo, caído por el acantilado en un
accidente… y vosotros detrás de unas monedas que Dios sabe
dónde estarán ya…
- ¡Estás mintiendo! – gritó el que parecía cabecilla del
grupo apuntando a Padre con su escopeta -.
- ¿Por qué he de hacerlo? El asunto está claro. Él se
queda con todo, yo fuera de juego y vosotros no podéis ir por
ahí preguntando por un tesoro. Nadie os creería y menos la
policía - respondió Padre con más tranquilidad -.
- Ya… - le interrumpió - pero ¿dónde están tu mujer y
tus hijos? Los escondes. Sabías que vendría alguien a por las
monedas…
- Por supuesto. Han pasado quince días y no sé nada de
Pepe Sánchez, es lógico que no estén aquí, es más, si mañana
no se enciende el faro, sabrán que me ha pasado algo. Mis
hijos están con su madre en la capital, en casa de un
pariente desde cuya ventana se ve esta luz. Solo han de
esperar a que anochezca para saber que todo va bien. Si no
hay luz, avisarán a las autoridades y vendrán de inmediato.
- ¡Vámonos de aquí! - dijo asustado uno de los tres, el
más joven -.
- ¡Cállate, Antoñito! - le inquirió el más alto -.
- ¿Por qué has dicho mi nombre? Ahora sabe quién soy…
- Sí, lo sé - le habló Padre -. Lo sé desde que
entraste. Te conozco. Bueno, os conozco a los tres. Soléis
pasar por la taberna del muelle. Y sé quién es tu padre,
Antoñito…
El chico se quedó inmóvil. No sabía qué decir.
- Hagamos un trato - continuó Padre-. Yo me olvido de
esta visita y vosotros os vais por donde habéis venido.
Mañana van a pedirle cuentas a Pepe Sánchez, si lo
encuentran, claro.
Padre intentaba ganar tiempo, salir de aquella
situación. Sabía que no podía y no quería usar la fuerza
contra aquellos infelices. Casi los tenía convencidos cuando
el más alto insistió en creer que Padre mentía…
- Está bien, si no me creéis vamos a la capital.
Llevadme con vosotros. Vamos a casa de Pepe Sánchez… - les
propuso Padre, con la intención de salir de allí con vida.
Una vez en la ciudad, sería más fácil salvar la situación -.
Los tres se miraron y asintieron.
Volvieron al barquillo. Lo que no sabían era que Madre
tenía el aviso de zarpar en nuestra barca cuando los
malhechores atracaran en el muelle del faro. El ruido del
motor ya la había despertado. Les vio subir por la ladera del
faro a la casa. Cuando llevas muchos años viviendo en el
mismo lugar conoces entre otras cosas, sus sonidos, los
sonidos de cada hora, de cada día, de cada estación incluso.
Nos sacó del camastro de un porrazo. Nos embarcó a la
carrera rumbo al puerto capitalino. Cumplió el plan de Padre,
salir de inmediato en busca de ayuda.
Cuando atracamos en el muelle de los pescadores, fuimos
en busca de la policía local para contarles lo que estaba
pasando.
Padre asustado, no dejaba de mirar a proa y a popa, para
averiguar si le seguíamos o navegábamos adelantados. Llegamos
al puerto con media hora de adelanto, suficiente para que los
agentes organizaran el arresto. El Sargento Ayala y un grupo
de guardias se ocultaron detrás de las cajas de pescado.
La sorpresa fue mayúscula cuando cayeron sobre los tres
asaltantes. Sin embargo, Padre no dijo nada de Pepe Sánchez.
Con un gesto serio, como nunca vi en su cara, tomó paso
ágil encaminándose a la casa del que había sido su gran
amigo… Madre le intentó detener, pero no pudo. Los guardias
estaban ocupados con aquellos canallas, despojándoles de sus
armas, pañuelos, esposándoles, metiéndoles en el furgón
policial… Madre les llamó, pero no le hicieron caso en un
primer momento.
Unos minutos después, tras la insistencia de Madre, el
Sargento Ayala salió corriendo tras Padre, pero ya estaba
lejos, había llegado a la casa de Pepe Sánchez.
A golpes, rompió la puerta y subió los escalones de dos
en dos hacia el dormitorio que se acabada de iluminar.
Irrumpió en la habitación de un portazo, jadeando del
esfuerzo, miró fijamente a su amigo…
- Te delató la mirada, Pepe…
- Pero ¿qué haces aquí? ¿Qué ocurre? No entiendo de qué
me hablas…
Carmen, la esposa de Pepe Sánchez, estaba muy asustada.
Padre quedó en silencio unos segundos. Agarró una silla y la
destrozó contra la pared, quedándose con una de las patas en
la mano.
- Pero ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco? - apenas le
salía un hilo de voz a Sánchez -.
- Tu mirada Pepe, fue tu mirada sobre las monedas. Eso
te delató… y a esos tres que mandaste. Ahora vengo a ajustar
cuentas contigo… - la voz de Padre era cada vez más agresiva
-.
- No te entiendo… ¿Qué tres mandé yo? - en ese instante
Pepe Sánchez arrojó la colcha de la cama sobre Padre
empujándole fuera del cuarto. Cayeron escaleras abajo…-.
El Sargento Ayala llegó en ese mismo instante. Padre
yacía en el suelo. Se había golpeado la cabeza con algún
escalón.
Allí quedó…
EPÍLOGO (o cómo explicar todo esto)
Han caído las hojas de tantos calendarios… Aquella noche
de muerte está turbia en mi memoria. Apenas la recuerdo bien.
Madre nos contó lo sucedido cuando ya tuvimos edad.
Es difícil educarse sin un padre, pero más lo fue para
un chiquillo que admiraba al suyo en todos los sentidos.
Desde que nací estuvo a mi lado, y una noche, de golpe, de un
golpe, de un seco y fatídico golpe, esa noche, dejó de estar,
de vivir, de ser Padre. Desde esa hora de dolor, la persona
más imprescindible de mi vida pasó a ser un recuerdo…
Vuelvo la vista atrás.
Imagino que mi estatura no subía mucho de su cintura,
por eso recuerdo perfectamente sus manos, quedaban a la
altura de mis ojos, poderosas, llenas de cicatrices, sabias…
Después, su voz ruda, pero dulce cuando hablaba a Madre. Sus
largos cabellos blanqueados por los años, anudados en una
cola como un marino de cuento. Su fuerza, su saber. La
sonrisa cuando me hablaba del mar…
¿Qué haces en una situación así? Nada. No puedes hacer
nada. Nadie está preparado para esto. Los mayores siguieron
haciendo las mismas cosas, nada distinto. Yo también, pero
con una diferencia, por primera vez, por primerísima vez en
mi corta vida, me sentí solo, realmente aislado, vacío,
hueco…
Seguí viviendo. Alcancé los estudios universitarios de
Historia. Madre y Roberto Luis trabajaron duro para pagar
toda mi formación. Como os dije, tengo mi propia empresa de
arqueología submarina con dos socios. Entre los tres leemos,
buscamos, investigamos y, a veces, encontramos.
Es curioso. Hace unas semanas me di cuenta de algo,
ahora tengo la misma edad que él vivió, sus mismos años. Me
emociona pensarlo.
Sin embargo, mis manos no son rudas, ni sabias, ni mi
voz es ronca, ni soy fuerte, ni fumo, ni bebo licores… No me
parezco a él en nada. Lo único que he podido hacer es
escribir esta historia. Poner en un papel que algo dentro de
mí sigue igual: solo, aislado, vacío, hueco…
Lo que daría por pasar un rato en su compañía, ser su
amigo. Sentarme a escucharle en este momento, con toda mi
atención. Quererle. Cuidarle. Lo disfrutaría tanto…
Delante de su libro, a la luz de las velas, es mi último
recuerdo. Allí lo dejé, leyendo, en la cocina de casa.
Allí estará siempre.
Hace tiempo que enciendo una vela cuando me dispongo a
leer, aunque tenga una lamparilla. Es la luz del faro que
llega hasta ese rincón, es la luz de Padre, mi padre.
Recommended