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Cerebro, espíritu,
conocimiento y psiquismo.
Segunda parte
Contribuciones desde la antropología compleja de E. Morin.
Actividades cogitantes y antropología psicoafectiva
José Luis Solana Ruiz
Universidad de Jaén
III. Las actividades cogitantes del espíritu humano
Con los conceptos de «espíritu» y de «noosfera» Morin se refiere a un conjunto
de actividades psíquicas y cogitantes que incluyen el pensamiento, las ideas, el
lenguaje, la conciencia y la inteligencia. Nos ocuparemos en los apartados que
siguen de estas actividades (1).
1. El pensamiento racional y sus dialógicas
El pensamiento es «el pleno empleo dialógico de las aptitudes cogitantes del
espíritu humano» (Morin 1986: 198). La actividad pensante consiste en asociar
continuamente, de modo complementario, procesos virtualmente antagónicos,
que tienden a excluirse mutuamente. Constituye, pues, «un dinamismo dialógico
ininterrumpido». Morin (1986: 199) recoge en un cuadro, completable y
ampliable, algunos de los constituyentes de la dialógica del pensamiento. De un
lado, encontramos las actividades de distinción, diferenciación, análisis,
individualización, particularización, deducción, separación, explicación,
objetivación, verificación; lo abstracto, la precisión, la certidumbre, lo lógico,
lo racional, lo consciente, el pensamiento empírico-racional. De otro, de modo
paralelo y correlativo a estas actividades, tenemos las de relación, unificación,
síntesis, generalización, universalización, inducción, participación, comprensión,
subjetivación, imaginación; lo concreto, lo vago, la incertidumbre, lo analógico y
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lo translógico, lo irracionalizable, lo inconsciente, el pensamiento simbólico-
mítico.
Cuando uno de los procesos antagónicos adquiere hegemonía sobre el otro
anulándolo y excluyéndolo es decir, cuando la dialógica desaparece se producen
carencias en el proceso de pensamiento (véase Morin 1986: 199-200). Así, la
ruptura de la dialógica distinción/relación, da lugar a dos carencias: pérdida de
la relación o pérdida de la distinción, según adquiera hegemonía uno u otro
término de la dialógica; la ruptura de la dialógica diferenciación/unificación, da
lugar a la carencia de la disyunción y la yuxtaposición o a la carencia de la
homogeneización y la confusión; la ruptura de la dialógica
individualización/generalización o concreto/abstracto, da lugar a la carencia de
la ininteligibilidad o a la carencia de la desincardinación; la ruptura de la
dialógica vago/precisión, ocasiona la carencia de la confusión o la carencia de la
rigidez abstracta; la ruptura de la dialógica incertidumbre/certidumbre,
ocasiona la carencia del «vagabundeo» o la carencia del dogmatismo; la ruptura
de la dialógica inducción/deducción, la carencia de la generalización inducida o
la carencia de la tautología; la ruptura de la dialógica analógico/lógico, la
carencia de lo arbitrario o la falta de creatividad; la ruptura de las dialógicas
comprensión / explicación, participación / separación, simbólico/empírico y
mitológico/racional, la carencia del subjetivismo o la carencia del objetivismo;
la ruptura de la dialógica inconsciente/consciente, la carencia de la oscuridad o
la de la superficialidad; la ruptura de la dialógica empírico/racional, la
ininteligibilidad o la racionalización.
Consiguientemente, el pensamiento se autogenera a partir de un dinamismo
dialógico ininterrumpido en forma de bucle recursivo, vive siempre «lejos del
equilibrio», tiene una permanente necesidad de regulación y debe moverse en
un vaivén interminable de un término a otro de la dialógica. El pensamiento
oscila entre dos desintegraciones, una por insuficiencia y la otra por exceso, y se
desintegra cuando los términos de la dialógica dejan de regularse mutuamente.
Morin destaca tres dialógicas: la dialógica precisión/vaguedad, la dialógica entre
lo analógico y lo lógico, y la dialógica comprensión/explicación.
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Por lo que a la primera dialógica se refiere, el pensamiento, el conocimiento y el
lenguaje deben aspirar a la precisión y a la exactitud, y huir de lo vago e
impreciso, pero los fenómenos, las palabras y las nociones están interconectadas
y carecen de fronteras precisas, por lo que resulta necesario usar nociones vagas
y calificaciones imprecisas. Los términos e ideas vagos «son como la materia
maleable o flexible que puede unir entre sí las nociones precisas y donde éstas
pueden ser engastadas» (Morin 1986: 200). La riqueza y fluidez del lenguaje
natural se basa, precisamente, en que consiste en una mezcla de precisión e
imprecisión, mezcla que permite al pensamiento y al conocimiento continuar
desarrollándose a pesar de carecer de precisión, certezas y definiciones
estrictas. Los caracteres vagos e imprecisos con los que y gracias a los que
funciona el espíritu humano constituyen una de sus superioridades frente a los
ordenadores, los cuales requieren precisión y rigor extremos para funcionar y se
bloquean ante lo vago e impreciso.
Pasemos ahora a ocuparnos del juego entre lo analógico y lo lógico. El
conocimiento por analogía es un conocimiento mediante similitudes y
semejanzas. Para Morin, el conocimiento y el reconocimiento por analogía son
inherentes a toda actividad cognitiva. Más aún, lo que, en el fondo, el espíritu
hace no es más que servirse de analogías; es decir, «simular» lo real elaborando
un analogon mental, bien en forma de representaciones o bien en forma de
teorías. Los principios/reglas que organizan el conocimiento humano instituyen,
tanto en el nivel cerebral como en el nivel mental/espiritual, una dialógica
digital/analógica de naturaleza compleja (es decir, complementaria,
concurrente y antagonista). Librada a sí misma, la analogía produce errores;
controlada y guiada por los procedimientos lógicos y empíricos, puede
convertirse en fuente de creación y de invenciones. El pensamiento
exclusivamente lógico y analógicamente atrofiado resulta estéril. La tradición
científica ha solido rechazar la analogía, pero ésta ha sido clandestinamente
practicada por las ciencias. La cibernética llevó a cabo una rehabilitación
científica de la analogía. El razonamiento por analogía es necesario para la
invención y la creación científicas y debe ser rehabilitado como tal, pero a
condición de que esté controlado por la lógica y la verificación empírica.
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Finalmente, como hemos dicho, Morin se centra en estudiar la dialógica
comprensión/explicación. Comprensión y explicación se oponen a la vez que
resultan complementarias. En un primer sentido, la comprensión significa
aprehensión, conocimiento inmediato, comprehensión inmediata de lo percibido;
mientras que la explicación es un conocimiento mediado, adquirido mediante un
proceso de análisis. En un segundo sentido, la comprensión es el modo de
conocimiento adecuado a la subjetividad; mientras que la explicación es un
conocimiento adecuado a los objetos y aplicable a los sujetos cuando estos son
estudiados como objetos. En este segundo sentido, la comprensión es «un
conocimiento empático/simpático (Einfihlung) de las actitudes, sentimientos,
intenciones, finalidades de los demás» (Morin 1986: 157), y supone procesos de
proyección-identificación y de mímesis. En los procesos de proyección-
identificación la comprensión comporta un bucle entre proyección (de uno hacia
los demás) e identificación (de los demás con uno) mediante el cual los otros
(ego alter) devienen un «otro uno mismo» (un alter ego, un otro como yo) hacia
el cual sentimos simpatía y del que comprendemos sus sentimientos, deseos,
temores, etc., su subjetividad, en definitiva. De este modo, «comprendemos lo
que sienten los demás por proyección de lo que nosotros mismos sentiríamos en
parecida ocurrencia, y por retorno identificador sobre uno del sentimiento de
este modo proyectado sobre los demás» (Morin 1986: 158).
Caben resaltarse algunas diferencias entre comprensión y explicación. Mientras
que en la comprensión hay un predominio de la conjunción, el sujeto se implica
empleando su subjetividad y a través de ella se puede concebir una finalidad
captada a partir de los sujetos; en la explicación hay un predominio de la
disyunción, se desarrolla la objetividad (aunque la subjetivación se halle
presente) y se puede concebir una finalidad captada a partir de los objetos
(programa genético, por ejemplo). Mientras que la comprensión se mueve sobre
todo en las esferas de la intuición, lo global, lo subjetivo, lo concreto y lo
analógico, y consiste en operaciones de proyección e identificación; por su
parte, la explicación se mueve sobre todo en las esferas de lo analítico, lo
lógico, lo objetivo y lo abstracto, y consiste en demostraciones lógico-empíricas,
basadas en operaciones formales y datos objetivos. Pero, a pesar de estas
diferencias y reconociéndolas, y frente a la concepción únicamente antagonista
de la relación comprensión/ explicación, Morin aboga por una unión dialógica
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entre ambas. La comprensión debe estar ligada, para evitar los errores a los que
su aplicación puede dar lugar, a los procedimientos de verificación y, para poder
explicarla, a los procedimientos de explicación. De este modo: «Comprensión y
explicación pueden y deben controlarse, complementarse mutuamente (sin por
ello eliminar su antagonismo) y remitirse una a otra en un bucle constructivo de
conocimiento» (Morin 1986: 166). En el lenguaje humano, por ejemplo,
explicación y comprensión se contienen mutuamente, pues éste «es a la vez
metafórico (analógico), y por tanto potencialmente comprensivo, y proposicional
(lógico), y por tanto potencialmente explicativo» (Morin 1986: 164-165).
Además, no hay compresión sin explicación y lo que depende de la comprensión
puede ser sometido a explicación (así, por ejemplo, en las ciencias
antroposociales, los sujetos «también pueden y deben ser considerados
objetos»).
2. El pensamiento simbólico/mitológico/mágico
Las nociones de símbolo, mito y magia se implican mutuamente constituyendo
un pensamiento y un universo simbólico/mitológico/mágico, por lo que hay que
unir estas tres nociones en un macroconcepto para que cada una adquiera plena
significación. No obstante, estas nociones pueden existir de manera
relativamente autónoma y son distinguibles. Al mismo tiempo que lo engloba, el
mito sobrepasa al ámbito de lo simbólico en dos aspectos esenciales: mientras
que el pensamiento estrictamente simbólico descifra símbolos, el pensamiento
mitológico teje los símbolos para constituir relatos, narraciones y, además, el
pensamiento mitológico está organizado y regido por principios paradigmáticos
(el paradigma antropocosmomórfico y el paradigma del doble). La magia puede
ser considerada como la praxis del pensamiento simbólico-mitológico. La acción
mágica sobre los seres y las cosas se realiza mediante operaciones sobre
símbolos (por ejemplo, quemar una estatuilla). La magia se funda tanto en la
existencia mitológica de los dobles (por ejemplo, invocación de los espíritus con
el fin de que se haga efectiva la acción mágica) como en las analogías antropo-
socio-cósmicas (por ejemplo, utilización de la mímesis en los ritos de caza).
Vista la autonomía relativa de los términos que constituyen el pensamiento
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simbólico/mítico/mágico, para abreviar nos referiremos como hace Morin a este
pensamiento nombrándolo con uno sólo de sus rasgos.
Los rasgos configuradores de la visión mágica del mundo (dobles, metamorfosis,
antropocosmomorfismo, etc.) son, en su fuente, procesos de participación,
procesos de proyección e identificación. Debido a su originaria y fundamental
indeterminación biológica, el hombre debe abrirse al mundo y participar en él.
El hombre establece participaciones con el mundo y a través de ellas se produce
el ámbito humano de lo imaginario. La participación es fuente permanente de lo
imaginario. Las participaciones se llevan a cabo a través de dos procesos
humanos fundamentales: los procesos de proyección e identificación.
En la proyección transferimos sobre cosas y seres exteriores nuestras
necesidades, aspiraciones, deseos, obsesiones, temores. En la identificación, el
sujeto, en lugar de proyectarse en el mundo, absorbe el mundo en él, incorpora
en el yo el ambiente que le rodea, y lo integra afectivamente. Proyección e
identificación no son procesos separados. Toda proyección constituye una
identificación. Por esto no son aislables sino que, más bien, constituyen
conjuntamente un «complejo de proyección - identificación» (Morin 1956: 103).
Según opere o se aplique, el complejo de proyección-identificación puede dar
lugar a dos tipos de fenómenos: los fenómenos psicológicos subjetivos o los
fenómenos mágicos. Las proyecciones-identificaciones pueden interiorizarse en
el sujeto para constituir así el ámbito de la subjetividad, de los sentimientos y
de las participaciones afectivas; o bien, como ocurre en los fenómenos mágicos,
pueden sustancializarse, reificarse, ser tomadas como reales, como realmente
existentes, de manera que «se cree verdaderamente en los dobles, en los
espíritus, en los dioses, en el hechizo, en la posesión, en la metamorfosis»
(Morin 1956: 103). De este modo, la vida subjetiva (sentimientos, afectos) no
está desligada de la magia; entre ellas se dan ósmosis y transiciones: «donde
está manifiesta la magia, la subjetividad está latente, y donde la subjetividad
está manifiesta, la magia está latente» (Morin 1956: 105-106). Existe una
continuidad entre la subjetividad y la magia. La magia surge cuando nuestros
estados subjetivos se alienan hasta cosificarse o reificarse, se separan de
nosotros y pasan a formar parte del mundo de manera que la visión subjetiva
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pasa a creerse real y objetiva. Históricamente la visión mágica es la visión
cronológicamente primera tanto del niño como de la humanidad. Los rasgos
configuradores de la visión mágica del mundo (dobles, metamorfosis, etc.) son
universales de las conciencias primitiva, onírica, poética, neurótica e infantil. A
través de la evolución del individuo y de la humanidad la visión mágica es
sustituida progresivamente por una visión racional y objetiva, y la magia se
interioriza para convertirse en alma, en sentimiento, en afectividad.
En los procesos de proyección-identificación podemos distinguir dos etapas o
momentos fundamentales: el antropocosmomorfismo (2) y el desdoblamiento.
Estos dos fenómenos constituyen los dos paradigmas claves que han venido
organizando el pensamiento mitológico (3). En las «grandes categorías» del
pensamiento mitológico, como las de lo divino, el sacrificio, y la afirmación de
una vida post-mortem, los dos paradigmas aparecen asociados.
En el antropomorfismo, el hombre se proyecta en el mundo, de modo que le
asigna a éste rasgos o tendencias propiamente humanos, con lo que carga a las
cosas de presencia humana. Antropomorfizar la naturaleza consiste en darle
determinaciones humanas. El animismo constituye un claro ejemplo de proceso
antropomórfico. En él, el mundo es percibido «como animado de pasiones, de
deseos, de sentimientos casi humanos» (Morin 1951: 97). En el animismo los
seres y fenómenos del universo están habitados por espíritus.
Por su parte, el cosmomorfismo constituye un proceso de identificación. La
identificación puede ser con otros seres o con el mundo. Esta última puede ser
llamada cosmomorfismo cuando «el hombre se siente y cree microcosmos»
(Morin 1956: 103). Mientras que el antropomorfismo inocula «la humanidad en el
mundo exterior», el cosmomorfismo inocula «el mundo exterior en el hombre
interior» (Morin 1956: 101). En el cosmomorfismo, el hombre se siente análogo al
mundo, se carga de presencia cósmica y se concibe como habitado por la
naturaleza. Los hombres, sin dejar de saberse hombres, se sienten habitados por
el cosmos (poseídos por un animal, animados por fuerzas cósmicas) al que
imitan. El hombre se identifica con el mundo, se concibe como una especie de
espejo del mundo, como un microcosmos y, como tal, imita el mundo. El hombre
posee una enorme capacidad mimética, «es el animal mimético por excelencia»
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(Morin 1951: 90). Cosmomorfizar es impregnarse de la riqueza del cosmos, de la
naturaleza. En el antropocosmomorfismo se establecen analogías entre el
hombre, entendido como un microcosmos, y el mundo o macrocosmos (analogías
micro-macrocósmicas): el hombre se concibe como análogo al mundo y éste es
concebido como análogo al hombre. Mediante el desdoblamiento, el hombre se
concibe como siendo él mismo y, a la vez, otro, un doble que es «otro sí
mismo». El doble es una imagen proyectada, alienada, objetivada hasta el punto
de considerarla como un ser o espectro autónomo dotado de realidad propia. El
doble no es «alma» o «espíritu» puro, no es inmaterial; aunque con frecuencia
es invisible, tiene empero una naturaleza corporal y siente las mismas
necesidades, pasiones y sentimientos que los vivos. El doble es un alter-ego (un
yo que es otro) que acompaña al individuo durante toda su vida y que se
manifiesta en sus sueños, en su sombra, en su reflejo en el agua o en el espejo,
en su eco e, incluso, en sus gases intestinales. Poseedor de inmortalidad, el
doble sobrevive a la muerte de su cuerpo y a la descomposición del cadáver. Los
síncopes y desvanecimientos indican la fuga del doble, su abandono del cuerpo.
Originariamente, los dobles no abandonan del todo el mundo de los vivos, sino
que se hallan presentes en él pululando por todas partes, viven con los vivos.
Posteriormente, se irán separando de ellos (en parte debido al temor que
inspiran) y pasarán a tener su reino, su mundo propio, al que suelen llegar tras
realizar un viaje. Por el poder que se les atribuye y por el temor y el culto que
inspiran, los dobles ostentan potencialmente los atributos de la divinidad. Con el
devenir histórico y la evolución de las creencias los dobles irán desapareciendo.
Por un lado, de los dobles surgirán los dioses. Por otro, con el progreso de la
noción de alma, el doble se atrofiará e interiorizará.
Para la visión mágica el universo es un «universo fluido», en movimiento, en el
que las cosas y los seres pueden trocar su identidad, por lo que están sometidas
a continuas metamorfosis regidas por el mecanismo de la muerte-renacimiento.
Por otra parte, critica Morin la creencia de que el pensamiento arcaico es un
pensamiento mítico carente de racionalidad. El pensamiento arcaico no es sólo
un pensamiento mítico-mágico, sino que es un pensamiento «unidual», a la vez
simbólico/mitológico/mágico y empírico/técnico/racional. Los hombres arcaicos
no carecen de pensamiento racional, empírico y técnico (fabrican herramientas,
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trazan estrategias de acción, adquieren conocimientos observando y
experimentando, etc.) y distinguen perfectamente entre sus actividades
empíricas/técnicas/racionales y sus actividades simbólicas/
mitológicas/mágicas. Lo que ocurre es que, aunque distingan, muchas de sus
actividades tienen un carácter unidual, son tanto actividades prácticas como
mitológicas (así, por ejemplo, no es posible distinguir los ritos de caza del hecho
de la caza). Por otro lado, en el mundo arcaico no se ha constituido aún (como
ocurrirá en Grecia con el surgimiento de la filosofía) una esfera autónoma en la
que se desarrolle un pensamiento y un conocimiento teórico, sino que estos
están ligados de modo instrumental a finalidades prácticas.
Con el surgimiento y desarrollo de las civilizaciones históricas los dos tipos de
pensamiento, así como su dialéctica, evolucionaron y el pensamiento
simbólico/mitológico/mágico se transformó en pensamiento religioso. En los
últimos desarrollos de la historia occidental, se estableció una oposición entre
razón y mito, entre ciencia y religión. En el siglo XIX y a comienzos del XX se
creía en la evolución necesaria y progresiva del mito a la razón, de la religión a
la ciencia, hasta llegar a su desaparición final, que correspondería con el triunfo
de las verdades positivas, racionales y científicas. Esta concepción fue
claramente formulada por Augusto Comte. Según Morin, es cierto que los mitos y
las religiones han retrocedido y se han modificado con el surgimiento y la
expansión de la ciencia, la filosofía y las ideologías, pero no han desaparecido.
La ley comtiana de la sucesión de los tres estadios noológicos (mítico, religioso y
racional) es errónea y constituye ella misma un mito. El formidable desarrollo
científico-técnico en modo alguno ha supuesto la desaparición de las religiones y
del mito, sino que se ha visto acompañado del surgimiento de nuevos mitos, de
nuevas supersticiones y de nuevas creencias religiosas. Como ya viera, entre
otros, Marx Weber, el proceso de laicización es un proceso de secularización de
ideas mítico-religiosas. Las formas noológicas antiguas persisten: las grandes
religiones permanecen, en las grandes ciudades proliferan los curanderos y los
adivinos. Los mitos y la visión mágica del mundo se desarrollan en la «noosfera
estética»: las analogías antropo-socio-cosmológicas perviven en la poesía y los
esquemas míticos operan en los fenómenos estéticos. El mismo proceso de
modernización ha generado el surgimiento de nuevas mitologías, como la
mitología del Estado/Nación y la mitología y la religión comunista de la salvación
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terrestre; las grandes nociones soberanas de las ideologías modernas (Libertad,
Democracia, Razón, Ciencia, etc.) constituyen nuevos mitos y muchos de sus
principios explicativos (el capitalismo, la burguesía, etc.) constituyen
reificaciones y personalizaciones de carácter mítico; se ha producido una
mitologización de la Razón, una degeneración del pensamiento racional en
racionalización. Por tanto, en el mundo contemporáneo los dos pensamientos (el
racional y el mitológico) coexisten, se mezclan y mantienen entre sí relaciones
complejas. La racionalidad moderna no ha expulsado los mitos ni podrá
expulsarlos ya que la insondabilidad de lo real y el misterio radical del ser
constituirán siempre fuentes de las que el mito manará. En definitiva, para
Morin es falsa la concepción antropológica que afirma que hubo una vez un
hombre arcaico, mitológico, irracional al que habría sucedido el homo rationalis.
Homo es de manera compleja (complementaria, concurrente, antagonista e
incierta, a la vez) racional y mitológico.
La desmitificación es necesaria, pero no podemos prescindir del mito; los mitos
forman parte de la realidad humana. No podemos prescindir de idealizaciones ni
de imaginaciones que expresen nuestras aspiraciones antropológicas y nos
impelan a realizarlas propulsando, así, nuestra humanidad. A pesar de su
carácter imaginario, el mito no puede ser recluido en la alternativa
verdadero/falso. Los mitos pueden ser ilusorios, falsos (por no ajustarse a la
realidad) a la vez que verdaderos (por las profundas aspiraciones humanas que
expresan). Es imposible prescindir de mitos. Lo que debemos hacer, a juicio de
Morin, es establecer una nueva relación con nuestros mitos basada en el
reconocimiento de su carácter mítico en vez de en su afirmación dogmática.
Debemos controlar nuestros mitos en lugar de que ellos nos posean y controlen.
3. El Arkhe-Espíritu
Según Morin, el pensamiento racional y el mitológico tienen la misma fuente, a
saber: «los principios fundamentales que gobiernan las operaciones del
espíritu/cerebro humano» (Morin 1986: 184). Nuestro autor habla de un «Arkhe-
Pensamiento», «Arkhe-Espíritu» o «Espíritu-Raíz» que correspondería a «las
fuerzas y formas originales, principales y fundamentales de la actividad cerebro-
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espiritual, allí donde los dos pensamientos todavía no se han separado» (Morin
1986: 184). Este Arkhe-Espíritu es «un nudo gordiano cerebro-espiritual» en el
que lo subjetivo y lo objetivo todavía no se hallan disociados, en el que la
representación se confunde con la cosa representada, en el que la imagen y la
palabra son a la vez signos, símbolos y cosas, y donde el lenguaje no se ha
disociado aún en prosaico (indicación) y poético (evocación)(4). En virtud de
este nudo gordiano arkhe-espiritual, en toda actividad mental en estado
naciente habrá siempre una tendencia a la reificación (sustancialización) de la
representación, una tendencia a la coagulación simbólica entre imagen/palabra
y cosa, y una tendencia a la participación, es decir, a los procesos de
proyección/identificación. Se trata de «tendencias espontáneas» y de «principios
fundamentales» de cualquier pensamiento, sea éste mitológico o racional. Lo
que ocurre es que el pensamiento mitológico desarrolla estas tendencias y
principios en una dirección y de una manera y el pensamiento racional en otra y
de otro modo (véase Morin 1986: 185-171):
a) El conocimiento por semejanza y analogía no sólo es utilizado por el
pensamiento simbólico, sino que también lo pone en práctica el conocimiento
racional (la inducción, por ejemplo, está basada en la repetición de lo
semejante). Lo que ocurre, según Morin, es que en el pensamiento simbólico-
mitológico la analogía no está sometida al estricto control empírico y lógico que
la somete el pensamiento racional.
b) Tanto en el universo mitológico (fenómeno del doble) como en el universo
empírico (la representación como imagen analógica de lo real) se establecen
relaciones uniduales entre la representación y lo real. Pero mientras que el
pensamiento racional distingue entre imagen y realidad, el pensamiento
mitológico unifica analógica y simbólicamente la realidad y su imagen, reifica las
imágenes y les otorga realidad.
c) La objetividad y la subjetividad del conocimiento no proceden de dos fuentes
diferentes, sino que ambas surgen a partir del mismo circuito de relaciones
entre el sujeto y el mundo. La diferencia está en que el pensamiento empírico-
racional se polariza en la objetividad de lo real y el pensamiento mitológico lo
hace en la realidad subjetiva (5).
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d) En todo signo/símbolo, sea este lingüístico o icónico, podemos distinguir dos
sentidos. Un sentido indicativo e instrumental, en el que predomina la idea de
signo; en función de este sentido las palabras son indicadores, designadoras de
las cosas. Un sentido evocador y concreto, en el que predomina la idea de
símbolo, bajo el cual las palabras son evocadoras de la presencia y de la virtud
de lo que es simbolizado y suscitan la representación de la cosa nombrada.
Ambos sentidos se encuentran potencialmente en todo nombre y en toda
figuración icónica de manera que indicación y evocación se contienen entre sí, si
bien pueden ser separados y opuestos. Así, el pensamiento-lenguaje cotidiano
utiliza las palabras en su ambivalencia indicativo-evocadora. En el pensamiento
científico-técnico, domina el poder indicativo de las palabras que, además,
suelen ser sustituidas por signos matemáticos carentes de poder simbólico. En el
lenguaje poético prima el valor simbólico de las palabras (6).
De este modo, vemos cómo Morin consigue concebir tanto la unidad de los dos
pensamientos (Arkhe-Espíritu) como su complementariedad y su antagonismo. El
Arkhe-Espíritu es la fuente indiferenciada de la que surgen mito y logos. A partir
de una fuente común los dos pensamientos pueden divergir hasta devenir
opuestos. Siguiendo a Morin (7), podemos establecer algunas de las divergencias
existentes entre los dos pensamientos. Si en el pensamiento empírico/racional
hay dominancia de la disyunción, se produce una disyunción entre lo real y lo
imaginario, una convencionalización de las palabras, la irrealización de las
imágenes, la reificación de las cosas, el aislamiento y el tratamiento técnico de
los objetos, un fuerte control empírico exterior, un fuerte control lógico sobre lo
analógico, se tiende al pan-objetivismo y a la abstracción/generalidad (esencia);
por su parte, en el pensamiento simbólico/mítico, hay dominancia de la
conjunción, se produce una conjunción entre lo real y lo imaginario, una
reificación de las palabras y de las imágenes, las cosas adquieren fluidez y
procesos metamórficos, se lleva a cabo un tratamiento mágico de los objetos, se
establecen relaciones analógicas entre objetos, un fuerte control interior vivido
y un control igualmente fuerte de lo analógico sobre lo lógico, se tiende hacia el
pan-subjetivismo y la concretud, la singularidad y la individualidad (existencia).
Los dos pensamientos se complementan y relacionan tanto en las sociedades
arcaicas como en las contemporáneas. La complementariedad y la relación entre
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los dos pensamientos posibilitan el establecimiento de bucles dialógicos entre lo
concreto y lo abstracto, lo subjetivo y lo objetivo, lo personal y lo impersonal, lo
singular y lo general, lo comunitario (gemeinschaft) y lo societal (gesellschaft).
Tanto el pensamiento mitológico como el pensamiento racional comportan
«carencias». El primero, se halla desprovisto de controles empírico-lógicos que
le permitan acceder a la objetividad; el segundo, es ciego para con lo singular y
estéril para la creatividad. Ante estas carencias, no es posible «una superación
totalizante que englobara armoniosamente» a los dos pensamientos. Lo que es
posible es comprender las carencias de cada pensamiento y hacerlos dialogar
con el fin de que cada uno comprenda y aplique las virtudes del otro. Así, por un
lado, el pensamiento racional debe desarrollarse hacia una «racionalidad
compleja», hacia una «razón abierta» capaz de autocriticarse y, por tanto,
capaz de reconocer lo singular, reconocer los límites de la racionalidad, evitar la
racionalización, dialogar con lo irracionalizable, comprender la necesidad del
pensamiento simbólico (compresión, proyección - identificación, simpatía) para
la comunicación subjetiva y para la creatividad; por el otro, el pensamiento
simbólico-mitológico debe, igualmente, ser capaz de autocriticarse y de
razonarse, para tomar conciencia de su carácter, de sus carencias y de sus
límites.
4. Conciencia, inteligencia y lenguaje
La conciencia consiste en «la emergencia del pensamiento reflexivo del sujeto
sobre sí mismo, sobre sus operaciones, sobre sus acciones» (Morin 1986: 134); es
reflexión, reflexividad; consiste en «la vuelta del espíritu sobre sí mismo vía el
lenguaje» (Morin 1986: 207); es, pues, inseparable del pensamiento y del
lenguaje. La conciencia, incluso la de sí mismo, es siempre desdoblamiento. La
conciencia de sí es unidual, a la vez, una y doble; a partir de su unidad, el Yo se
desdobla objetivándose. El desdoblamiento supone la constitución de un
metapunto de vista desde el cual el sujeto puede tratar como objetos todas sus
actividades, puede objetivarse a sí mismo, criticar y autocriticarse. La
conciencia es un fenómeno a la vez subjetivo y objetivo. Subjetivo, porque
supone la presencia del Yo individual que se autoconsidera como sujeto.
Objetivo, ya que el Yo se esfuerza por considerarse objetivamente a sí mismo y
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al mundo, por considerarse a sí mismo y considerar el mundo como objetos de
conocimiento; en este sentido, se produce un distanciamiento tanto espacial
como temporal con respecto al objeto/sujeto inmediato reflexionado. La
conciencia supone la creación de una dualidad interna. Esta escisión interior
produce al mismo tiempo los desgarros propios de la conciencia escindida y las
posibilidades de la reflexión, la introspección y el autoanálisis. La conciencia
«presupone una aptitud para la reflexión, en el sentido de desdoblamiento,
gracias a la cual el conocimiento se observa en sí mismo y llega a convertirse en
un objeto más de conocimiento» (Morin 1973: 158).
La conciencia puede retroactuar sobre el espíritu y sobre el ser y reformarlos,
modificarlos, pero suele ser una emergencia frágil, intermitente y
epifenoménica. La conciencia, como el pensamiento, emerge, en parte, de un
fondo inconsciente, de procesos inconscientes; es el resultado de una dialógica
entre conciencia e inconsciencia. La conciencia de sí proporciona a cada uno un
conocimiento de sus aspectos más personales, íntimos, secretos; pero, al mismo
tiempo, debido a que estamos demasiado cerca de nosotros mismos y a nuestro
egocentrismo, es también equivocación y (auto-)engaño. Para paliar y corregir el
auto-engaño, el auto-examen debe ser también auto-hetero-examen, recurso y
apertura a la crítica por parte de los demás (Morin 1986: 212). La consciencia de
sí puede y debe desarrollarse, pero nunca podrá hacerlo hasta el punto de llegar
a ser soberana e infalible ya que una gran parte de nosotros mismos siempre
seguirá siendo inconsciente.
Por lo que a la inteligencia concierne, aunque ésta opera en diversos ámbitos
(praxis, techne, theoría), en cada uno de los cuales manifiesta especificidades
propias, la inteligencia aparece siempre como «una aptitud estratégica general»,
como «un general problems solver»; en cada ámbito especializado se
manifestarán «las mismas cualidades fundamentales de inteligencia» (Morin
1986: 195). Estas cualidades son diversas y algunas de ellas antinómicas entre sí,
pero su asociación resulta indispensable para generar inteligencia. Algunas de las
cualidades constituyentes de la inteligencia humana son (Morin 1986: 195-196):
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1) el auto-hetero-didactismo rápido, es decir la capacidad de
aprender por uno mismo aun cuando se utilice la enseñanza de una
competencia exterior;
2) la aptitud para jerarquizar lo importante y lo secundario, para
seleccionar lo significativo y para eliminar lo no pertinente o inútil;
3) el análisis circular de la utilización de los medios con vistas a
un fin y de la conveniencia de los medios para alcanzar los fines, o
en otros términos la aptitud para concebir la retroacción en bucle
medios fines;
4) la aptitud para combinar la significación de un problema
(reduciéndolo a enunciado esencial) y el respeto a su complejidad
(teniendo en cuenta las diversidades, interferencias,
incertidumbres);
5) la aptitud para reconsiderar la propia percepción y la propia
concepción de la situación;
6) la aptitud para utilizar el azar para hacer descubrimientos y la
aptitud para dar prueba de perspicacia en situaciones inesperadas;
7) la aptitud sherlock-holmesiana para reconstituir una
configuración global, un evento o un fenómeno a partir de huellas o
indicios fragmentarios;
8) la aptitud para suputar el futuro considerando las diferentes
posibilidades y para elaborar eventuales escenarios teniendo en
cuenta las incertidumbres y el surgimiento de lo imprevisible;
9) la «serendipidad», que combina la aptitud para dar prueba de
perspicacia en situaciones inesperadas y la aptitud sherlock-
holmesiana;
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10) la aptitud para enriquecer, desarrollar, modificar la
estrategia en función de las informaciones recibidas y de la
experiencia adquirida;
11) la aptitud para reconocer lo nuevo sin reducirlo a los
esquemas de lo conocido y la capacidad de situar esto nuevo con
relación a lo conocido;
12) la aptitud para afrontar/superar situaciones nuevas y la
aptitud para innovar de manera apropiada;
13) la aptitud para reconocer lo imposible, discernir lo posible y
elaborar escenarios que asocien lo inevitable y lo deseable;
14) la aptitud para «bricolar», es decir: a) desviar un objeto, un
instrumento, una idea, una institución, etc., de su sistema de
referencia y de su finalidad propia, para integrarlos en un sistema
nuevo y darles una finalidad nueva; b) transformar un conjunto de
elementos para dotarlo de propiedades y finalidades nuevas;
15) la utilización de información, la memoria, la experiencia y la
imaginación. Así, la inteligencia no sólo consiste en aprender de la
experiencia de «lo vivido», sino también en la capacidad para
cuestionar aquello que «sabemos porque lo hemos vivido.
Por su parte, lo contrario de la inteligencia, la estupidez (bêtise) es «la
expresión de fuertes carencias en algunas de las aptitudes clave cuya
combinación constituye la inteligencia humana, y de carencias fuertes en esta
combinación misma» (Morin 1986: 197). De este modo, la bêtise corresponde,
por ejemplo, a la incapacidad de aprender de la experiencia y de los propios
errores, a la incapacidad de modificar los esquemas mentales en función de la
novedad de las situaciones, a la selección de falsos problemas y de criterios
erróneos en detrimento de los verdaderos, a la acumulación de datos inútiles, a
la pérdida de vista de los fines en el uso de los medios y a la incapacidad de
concebir medios adecuados a los fines.
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Finalmente, el lenguaje es necesario para el pensamiento, la comunicación, la
conciencia, la reflexión, la creación de vínculos sociales y de cultura. El
lenguaje se constituye entre lo innato y lo adquirido; la aptitud para el lenguaje
(adquirida filogenéticamente en el curso de la hominización) es innata en homo
sapiens, pero toda lengua debe ser aprendida en el seno de una cultura. El
lenguaje (como el pensamiento) «se funda en una dialógica permanente de
simplificación / complejización» (Morin 1986: 133). Esta dialógica se muestra
esencialmente en dos puntos. En primer lugar, el lenguaje traduce en
enunciados lineales y secuenciales lo que se manifiesta como simultaneidad,
concomitancia, encabalgamiento, inter-retroacción. De este modo, el lenguaje
es capaz de expresar mediante una simplificación secuencial/lineal lo no
secuencial ni lineal (y, por tanto, complejo). En segundo lugar, el lenguaje
simplifica lo concreto, singular y particular mediante la abstracción
universalizadora. Pero el lenguaje puede también expresar la complejidad de lo
concreto y lo vivido. De este modo, el lenguaje nos permite desarrollar una
dialógica y un vaivén entre lo abstracto, lo concreto y lo vivido.
Morin se opone a las dos siguientes concepciones unidimensionales del lenguaje.
Por un lado, se opone a todo intento de hacer del lenguaje un simple
instrumento de transmisión, de disolver el lenguaje en las estructuras mentales y
de trasladar la cuestión de la naturaleza y las estructuras del lenguaje a la de la
naturaleza de las estructuras del espíritu/cerebro humano. La remisión del
lenguaje a las estructuras mentales es justa, pero olvida «la realidad objetiva y
la consistencia noológica del lenguaje» (vocabulario, reglas gramaticales y
sintácticas) (Morin 1991: 165). Por otro lado, se opone a toda pretensión de
hacer del lenguaje la realidad humana clave, a su reificación, a la tendencia a
reducir todo lo humano al lenguaje. Contra estos dos reduccionismos nuestro
autor defiende una concepción compleja del lenguaje capaz de reconocer a la
vez la realidad objetiva y autónoma del lenguaje, el espíritu/cerebro humano
que lo produce, el individuo-sujeto que es su locutor y las interacciones
culturales y sociales en las que adquiere consistencia y ser.
En vez de reducir de un modo u otro, tenemos que pensar y comprender la
«relación rotativa productora» y la interdependencia circular existentes entre el
lenguaje («máquina lingüística» dotada de organización propia), el sujeto
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hablante, la cultura y la sociedad. Parafraseando a Morin, podemos decir que la
sociedad hace el lenguaje que hace a la sociedad, el hombre hace el lenguaje
que hace al hombre y el hombre habla el lenguaje que le habla. Considerado
desde un aspecto, todo enunciado es subjetivo, desde otro es resultado de la
actualización de sus reglas lingüísticas organizacionales, desde otro es un
enunciado anónimo y colectivo producto del contexto socio-cultural y del
periodo histórico. Por tanto, en todo enunciado «yo, ello, se» coexisten, hablan
al mismo tiempo. No hay lenguaje sin interacciones sociales entre individuos,
pero la sociedad humana no es posible sin interacciones y comunicaciones
lingüísticas. Los individuos, la sociedad y el lenguaje interdependen
mutuamente. Como la sociedad y los individuos (en definitiva, como toda
realidad perteneciente a la vida), el lenguaje es también a la vez autónomo y
(eco-)dependiente.
Tenemos que concebir el lenguaje desde la categoría de organización (véase
Morin 1991: 167-168), y, en este sentido, podemos hablar de una «physica» del
lenguaje, ya que la physis es, para nuestro autor, esencialmente organización.
Además, el lenguaje tiene vida, hay una vida del lenguaje (véase Morin 1991:
168-172), pues podemos establecer varias vinculaciones entre lo biológico y lo
lingüístico. La lingüística estructural permite establecer una analogía entre el
lenguaje humano y el lenguaje del código genético en virtud de su misma
estructura organizacional de doble articulación. La lingüística generativa de
Chomsky liga el lenguaje al mundo biológico a través del cerebro humano; para
Chomsky, el aprendizaje de la lengua sólo es posible gracias a la existencia de
competencias innatas, inscritas en las potencialidades cerebrales de homo
sapiens. Como toda organización viviente, la organización lingüística es también
auto-(geno-feno-ego)-eco-re-organización. Auto, pues el lenguaje posee una
autonomía relativa con relación a los dos ecosistemas (la esfera sociocultural y
el sujeto locutor) de los que depende. Geno-feno, puesto que las distinciones y
conjunciones (oposiciones complementarias) entre lengua y palabra, paradigma
y sintagma, competencia y actuación, propias, respectivamente, de las
lingüísticas saussuriana, jakobsoniana y chomskiana, remiten en el fondo a dos
niveles coorganizacionales, propios de toda lengua, uno, generativo (el de los
principios de selección, las reglas de transformación, las potencialidades del
discurso), y el otro «fenoménico» (el de la secuencia efectiva del enunciado o
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del discurso), revelándonos, así, el carácter genofenoménico de la organización
lingüística. Ego, puesto que el lenguaje remite siempre a un sujeto locutor. El
radical Eco se refiere, en la organización lingüística, a la instancia sociocultural;
el lenguaje y la esfera sociocultural se organizan y regeneran mutuamente, se
coorganizan. Finalmente, como cualquier ser viviente, el lenguaje se REorganiza
y regenera: las palabras se deterioran y mueren, migran de una lengua a otra, se
crean palabras nuevas, las lenguas evolucionan.
Morin (8) se ocupa también de la cuestión del sentido del lenguaje aplicando los
principios epistemológicos del paradigma de la complejidad a esta cuestión.
Desde el punto de vista del sentido, el lenguaje puede ser considerado como una
organización hologramática en la que, como es propio de todo holograma, no
sólo la parte está en el todo, sino también el todo en la parte. El sentido de una
palabra no es una unidad elemental. En primer lugar, porque las palabras a
menudo son polisémicas. Pero, sobre todo, porque el sentido de una palabra
requiere y presupone el conocimiento del significado de las palabras por las que
se define; conocimiento que, a su vez, exige la comprensión del sentido de las
palabras con las que se expresa el significado de la nueva definición y así
sucesivamente en cadena «en un circuito infinito» en el que termina por
movilizarse el conjunto del vocabulario y de las reglas del lenguaje. La
definición de una palabra es siempre relativa a las demás palabras de la lengua y
en palabras de G. Pinson «por el juego de las definiciones imbricadas contiene la
cuasi totalidad del vocabulario». Morin extrae de G. Pinson el siguiente ejemplo:
«beber una copa, beber el vino contenido en una vaso, tragar el liquido
alcoholizado procedente de la fermentación de la uva en un recipiente de
cristal, hacer descender por el gaznate el fluido condensado alcoholizado
procedente de la transformación por influencia de una enzimática del jugo del
fruto de la viña en el utensilio hueco hecho de una materia quebradiza y
transparente compuesta de silicatos alcalinos, etc..». Aunque en un momento
dado podemos focalizar y detener nuestra comprensión sobre el sentido de una
palabra, captarlo de modo discontinuo, acotarlo, aislarlo y separarlo de las
cadenas lingüísticas en las que está inserto; no obstante, el sentido es
inseparable de un continuum y de su conjunto sistemático organizador. De este
modo, el sentido resulta paradójico, pues según el punto de vista que adoptemos
se nos presenta bien como aislable o bien como un momento no aislable de un
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continuum. Las palabras comportan una pluralidad de sentidos diferentes y el
sentido concreto con el que se interpreten depende del contexto o todo (la
situación, el discurso, la frase) del que la palabra o el enunciado formen parte,
de manera que el todo contribuye a dotar de sentido a la parte. Pero también el
sentido de la palabra (la parte) retroactúa sobre el contexto contribuyendo a
darle sentido al todo.
Debido a este carácter polisémico y contextual del lenguaje ordinario, algunos
filósofos, epistemólogos y lógicos lo han tachado de ineficiente y han intentado
sustituirlo por un lenguaje formalizado en el que todas las unidades de sentido
estarían definidas con rigor y en el que todo enunciado estaría lógicamente
controlado. Pero, como han mostrado los estudios de Jean Blaise Griza, es
precisamente la combinación de términos vagos, polisémicos, indeterminados y
de términos precisos lo que dota de fluidez al lenguaje ordinario y hace posible
el pensamiento reflexivo y creativo. Los lenguajes especializados, tanto
científicos como filosóficos, son indispensables para el desarrollo del
conocimiento y es indispensable que creen su propio vocabulario especializado.
Pero necesitan el soporte de la lengua ordinaria y las ideas esenciales de las
teorías científicas y filosóficas pueden y deben ser expresadas en la lengua
ordinaria con el fin de que los ciudadanos tengan acceso a los conocimientos
científicos y filosóficos básicos.
IV. Reflexiones de antropología psicoafectiva
En las reflexiones que nuestro autor ha dedicado al psiquismo humano podemos
discernir dos núcleos temáticos. De una parte, según Morin, la «antropología
psico-afectiva» se constituye en torno a dos sistemas claves: por un lado, el
sistema de la alteridad, el desdoblamiento y la multipersonalidad; y, por otro, el
sistema mimético-metamórfico (9). Por otra parte, Morin considera que la
histeria y la neurosis no deben considerarse sólo como fenómenos patológicos
excepcionales que se desarrollan en determinadas personas, sino como
dimensiones constitutivas de lo humano, como rasgos antropológicos centrales
que afectan a todos los seres humanos; el ser humano es «homo hystericus»
(Morin 1969: 144-145 y 149) y la noción de neurosis ha de ser «referida a la
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naturaleza humana en general» (Morin 1973: 166). De este modo, histeria y
neurosis van mucho más allá del ámbito psiquiátrico, al que suelen restringirse,
para tornarse en fenómenos antropológicos. En lo que sigue nos ocuparemos de
cada uno de los núcleos temáticos señalados.
En Le vif du sujet (1969: 151-158) Morin se ocupó del tema de la
multipersonalidad interna y potencial que existe en cada ser humano. Estamos
habitados y poseídos por «instintos inacabados», por «formas elementales, a la
vez físicas, vivientes y psíquicas», por «estructuras mentales persistentes», por
determinados elohim (10) que estructuran nuestra personalidad según «extrañas
leyes psico-imaginarias» (Morin 1969: 182). Como hemos dicho, para nuestro
autor el fenómeno de la multipersonalidad, la alteridad y el desdoblamiento de
la personalidad no es sólo un fenómeno «patológico», sino un fenómeno
antropológico «normal» y básico (Morin 1973: 239-240 nota 3). El fenómeno
patológico de los desdoblamientos de personalidad (en el que el sujeto puede
adquirir alternativamente distintas personalidades, cada una, incluso, con una
voz y una caligrafía propias) no hace más que exagerar un fenómeno humano
normal.
El Yo como el átomo es aparentemente una unidad simple, primera e
irreductible, pero, de hecho, es un sistema variado y múltiple, contiene
múltiples personalidades más o menos desarrolladas, algunas de ellas sólo
potenciales y pasajeras. En función de las circunstancias emerge una u otra
personalidad. Morin distingue dos clases principales de multipersonalidad. De un
lado, las personalidades íntimas, secretas, subterráneas, profundas; de otro, las
personalidades socializadas, los roles sociales.
Por lo general, las personalidades no viven en una república democrática, sino
que suele haber una personalidad dominante que intenta ejercer su soberanía
sobre las personalidades secundarias e impedir que las personalidades virtuales
se expresen. Nuestros ciclos y alternancias de depresiones y efusiones pueden
ser percibidas como cambios de humor o de estado de ánimo de nuestra persona,
pero también pueden considerarse como el afloramiento, la sucesión y la
manifestación de personalidades diferentes.
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Continuamente adoptamos roles sociales, lo que significa adoptar un personaje
según las circunstancias, ponernos una máscara y representar un papel. Las
máscaras no sólo ocultan, no sólo falsean el supuesto «rostro verdadero», sino
que también son elementos de expresión. La vida como teatro va más allá de la
vida como farsa. Teatralizar, adoptar un papel, representar un personaje no
puede reducirse a farsa y engaño. La verdad y la realidad de los sentimientos no
está excluida de la escenificación, sino que es precisamente a través de la
teatralización, de la representación de un papel como estos se desarrollan y van
siendo interiorizados en el Yo. De este modo, el juego de multipersonalidades
del Yo es un juego histérico, un juego en el que lo verdadero y lo ficticio, lo real
y lo imaginario, lo sincero y lo hipócrita están entremezclados.
Estas multipersonalidades son, unas con respecto a otras, tanto complementarias
como antagónicas y contradictorias. Frecuentemente se producen desajustes y
conflictos entre las diversas personalidades profundas, entre estas y los diversos
roles sociales y entre los diversos roles sociales entre sí. Estos conflictos, a su
vez, suscitan la creación de personalidades imaginarias. Las multipersonalidades
que son potenciales u ocasionales en un individuo concreto, están real y
efectivamente desplegadas y manifestadas en la extraordinaria diversidad de las
individualidades humanas.
Pero el Yo no es sólo como un sistema de desdoblamiento y personalidades
satélites, es también como una fuente de irradiación energética y de captación
de energías (mímesis, metamorfosis, proyecciones e identificaciones). El Yo se
torna también múltiple imitando alteridades; posee una aptitud simpática para
devenir otro imitando personajes imaginarios o reales y una aptitud para
secretar, inventar en la fantasía, la imaginación, el sueño, el juego personajes;
tiene una enorme capacidad «mimético-metamórfica», una enorme capacidad
para imitar personajes y transformarse en ellos. En la lectura, el cine, el teatro
vivimos imaginariamente los personajes, los imitamos. Somos actores e
imitadores aptos para asimilar personalidades exteriores, para dejarnos semi-
poseer por otras personalidades. Estos procesos mimético-metamórficos son
procesos de proyección-identificación movidos por la lógica psico-afectiva.
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Por lo que al fenómeno de la «histeria» concierne, al hablar de ésta Morin se
refiere a la dualidad o duplicidad fundamental que según él existe en el seno del
Yo entre dos fenómenos antagónicos: la simulación imaginaria y la sinceridad
realista. Esta duplicidad implica que el ser humano es «estructuralmente homo
duplex» (Morin 1969: 145). La relación del sujeto consigo mismo, con los otros y
con el mundo es semi-imaginaria. El ser humano reifica sus sentimientos,
ontologiza su afectividad, proyecta su interior psicoafectivo hacia el exterior y
considera objetivas a sus proyecciones. De este modo, la realidad es siempre,
para el ser humano, un híbrido entre una «armadura» hecha de innumerables
relaciones y constancias objetivas y una «substancialidad» aportada por «la
naturaleza histérica de la afectividad» (Morin 1969: 145).
La realidad no puede ser concebida como «un fundamento ontológico»
independiente del sujeto que la concibe, sino que debe ser concebida como «un
dato relacional», como una «relación entre el hombre y el mundo», relación que
constituye la «relatividad de la realidad» (Morin 1969: 344). La realidad es, en
parte, resultado de las actitudes existenciales e intelectuales del sujeto. El
sujeto no sólo constituye la realidad a través de principios o procesos de
racionalidad o racionalización que se despliegan en todos los niveles de la
experiencia sensible y aportan los cuadros de referencia y las estructuras de
integración que dotan de identidad al objeto, sino que también la constituye a
través de procesos o principios psico-afectivos: «Nuestra realidad es la fusión, de
una parte, del universo ideal - lógico - racional - matemático - abstracto y, de
otra parte, del universo existencial - afectivo - histérico - imaginario» (Morin
1969: 345). Toda consideración de algo como «real» es resultado de una
reificación parcial dependiente de un «sentimiento de realidad» proporcionado
por el sistema psico-afectivo. El sistema psico-afectivo crea un sentimiento de
realidad, reifica, confiere substancia y existencia, «secreta, en suma, el
carácter ontológico de la existencia, el carácter existencial del ser, el carácter
substancial de la realidad» (Morin 1969: 143). Los intercambios psico-afectivos
con los otros, la sociedad, el mundo, se efectúan mediante procesos de
proyección-identificación. Esto hace que lo real tenga una dimensión emotiva,
semi-imaginaria, mágica e histérica. Los procesos racionalizadores y los procesos
afectivos pueden ser ambos tanto principios de realidad como principios de
irrealidad. Según Morin, «lo que nosotros denominamos realidad se haya siempre
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impregnado de afectividad y de imaginación» y «la objetividad sólo puede ser
concebida por un sujeto», por lo que «no encontramos, de una parte, el reino de
la objetividad y de lo real, que puede ser aislado por completo de la
subjetividad y de lo imaginario, y de la otra las ilusiones de lo imaginario y de la
subjetividad. Existe oposición entre ambos términos, pero, inevitablemente, se
hallan abiertos uno para el otro de forma compleja, es decir, complementaria,
competitiva y antagónica a un mismo tiempo» (Morin 1973: 153-154 nota 3). Lo
cognitivo no es separable de lo existencial (de las carencias, los deseos, las
necesidades, las inquietudes, las pulsiones), de lo sexual (el «cerebro bi-
hemisférico»), de los estados emotivos (los dos haces hormonales) ni de lo
pulsional y afectivo (el «cerebro triúnico»). Nuestras interpretaciones de la
realidad no son independientes de nuestros estados psíquicos profundos
(optimismo, estados depresivos, felicidad, pesimismo, etc.) y varían en función
de ellos. Lo que consideramos como real pierde o adquiere consistencia según
nuestros estados psico-existenciales. Nuestros deseos y temores contaminan
nuestras ideas que creemos «puras» y obedientes a la lógica de la pura realidad
y modelan nuestra visión del mundo. Las ansiedades, carencias, necesidades y
miedos personales hacen que nos planteemos una serie de cuestiones, generan
un elenco de «obsesiones cognitivas» a las que buscamos dar «respuestas
aliviadoras» de nuestras angustias. Las obsesiones cognitivas animan y fundan la
investigación y el conocimiento. Además de factores bio-cerebrales (la
estabilización de los circuitos sinápticos que elimina la posibilidad de otros
circuitos) y culturales de adhesión a nuestras ideas, hay también factores
individuales, subjetivos y existenciales. El conocimiento humano no puede
prescindir de sus aspectos existenciales y afectivos (pasión de conocer, sed de
verdad), pero debe luchar contra los extravíos a los que estos pueden
conducirlo. Para no encadenarnos a «las existencialidades del conocimiento»
hemos de, a la vez que vivimos con/de ellas, distanciarnos de ellas desconfiando
de las certidumbres tranquilizadoras, buscando la verdad «más allá del principio
del placer», y autoanalizándonos continuamente. Hay que distinguir la idea de
verdad del sentimiento de verdad. El sentimiento de verdad aporta la dimensión
afectiva/existencial de la idea de verdad, suscita una doble posesión existencial
(«poseo la verdad que me posee») y es inseparable de los sentimientos de
certidumbre y de evidencia. Los sentimientos de verdad y de certidumbre
aportan una respuesta a la angustia que nos produce la incertidumbre, nos
liberan de la duda, nos procuran seguridad y alegría y nos pueden sumir en un
estado religioso y peri-extásico de comunión con el Ser o Esencia del mundo.
Finalmente, para comprender, por su parte, la globalidad antropológica que
Morin atribuye a la neurosis debemos tener en cuenta que la hipercomplejidad
cerebral suscita incertidumbres, desórdenes, angustias, conflictos, crisis (11).
También la sociedad y la cultura (prohibiciones y represiones) y la conciencia de
la muerte son fuentes de ansiedad. Frente a todos estos factores crísicos, el
hombre responde con la neurosis, respuesta de carácter mítico, mágico, ritual y
religioso mediante la cual calma todos los anteriores factores desencadenantes,
se sobrepone a ellos, obtiene seguridad y protección y restablece su adaptación
a la realidad exterior, su sociedad y su mundo interior (entre el hombre y su
cerebro-espíritu plagado de seres noológicos: ideas, símbolos, dioses, fantasmas,
etc.). Magia, mito, rito y religión, que constituyen «elementos primordiales de la
arquecultura del sapiens» (Morin 1973: 169), son (siguiendo la fórmula freudiana
que caracteriza a la religión como «neurosis obsesiva de la humanidad»)
«respuestas neuróticas básicas» (Morin 1973: 169) dadas ante la presencia de las
incertidumbres, crisis, desórdenes, etc., suscitados por la hipercomplejidad
cerebral. Al englobar e institucionalizar la mitología, la magia, el rito y la
religión, la cultura «toma a su cargo el compromiso antropológico de la neurosis»
y ofrece a los individuos «patterns adaptativos» de seguridad y adaptación. Sin
esta solución neurótica, «la humanidad no hubiera logrado sobrevivir» (Morin
1973: 169) pues, como escribió T. S. Eliot, «Human kind cannot bear very much
reality»: «El género humano no puede soportar demasiada realidad».
Notas
1. No nos ocuparemos aquí de las ideas, pues lo hemos hecho ya en Solana 1997,
artículo al cual remitimos.
2. Mientras que Maurice Leenhaardt, en Do Kamo, distinguió cronológica y
lógicamente el cosmomorfismo y el antropomorfismo, para Morin ambos
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procesos, aunque distinguibles, resultan indisociables y por esto debe hablarse
de antropo-cosmomorfismo. Así, por ejemplo, el papagayo totémico de los
bororos posee rasgos humanos (está, pues, antropomorfizado), pero constituye
también una fijación cosmomórfica con la que los bororos se identifican y a la
que imitan (véase Morin 1951: 101 y Morin 1956: 88-89).
3. En el tercer volumen de El método Morin se refiere, respectivamente, a estos
dos paradigmas como «paradigma antropo-socio-cosmológico de inclusión
recíproca y analógica entre la esfera humana y la esfera natural o cósmica» y
«paradigma de "unidualidad" tanto personal como cósmica» (Morin 1986: 175 y
176). Dado que con estas denominaciones Morin se está refiriendo, claramente,
a los fenómenos que en sus obras anteriores (especialmente en El hombre y la
muerte y en El cine o el hombre imaginario) calificaba como
antropocosmomorfismo y desdoblamiento o fenómeno del doble, utilizaremos
estas calificaciones por ser más breves.
4. Ya en El cine o el hombre imaginario se refería Morin a éste Arkhe-Espíritu,
pero bajo la denominación de «la visión psicológica». Esta «visión psicológica»
está constituida por procesos de proyección e identificación y es el «tronco
común» de donde brotan tanto los fenómenos perceptivos (prácticos) normales
como los procesos perceptivos afectivos (mágicos) y los procesos patológicos
(alucinaciones); tanto las objetivaciones como las subjetivaciones; tanto lo real
como lo imaginario; tanto los procesos prácticos como los procesos imaginarios:
«Los mismos procesos psíquicos nacientes conducen tanto a la visión práctica,
objetiva, racional, como a la visión afectiva, subjetiva, mágica» (Morin 1956:
149). Este origen común permite comprender los intercambios y la coexistencia
(como pasa en los pueblos primitivos) existentes entre la visión práctica y la
visión mágica. Las similitudes entre la «visión psicológica» de El cine o el
hombre imaginario y el Arkhe-Pensamiento de «El conocimiento del
conocimiento» son evidentes. No obstante, mientras que la visión psicológica
tiene como su nombre indica un claro carácter psicológico y está estrechamente
ligada a los procesos psicológicos de proyección e identificación, el Arkhe-
Pensamiento tiene un carácter menos psicológico, apenas depende de los
mecanismos de proyección e identificación y aparece ligado al aparato
biocerebral («actividades cerebro-espirituales»).
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5. En El cine o el hombre imaginario (Morin 1956: 148-149, 155, 183, 212-213)
aparecían ya estas ideas. En su «estado naciente», en su origen, en el psiquismo
o espíritu humano existe una ligazón originaria, una «unidad» o «totalidad», una
«dialéctica circular» entre subjetividad y objetividad. La subjetividad y la
objetividad no son datos brutos radicalmente diferenciados, sino que surgen de
una misma fuente: a través de los procesos de proyección e identificación. Es de
estos procesos de donde la subjetividad y la objetividad brotan a la vez. Es
porque nacen de una misma fuente por lo que se mezclan y encabalgan entre sí,
renaciendo una de la otra y generando tanto una «subjetividad objetivante»
como una «objetividad subjetivante», la mezcla de lo real y de lo imaginario. Es
el modo de encauzar esta fuente común el que origina visiones diferentes. En la
percepción práctica, los procesos imaginarios están ahogados en favor del
reconocimiento objetivo. En la visión afectiva, los fenómenos de objetivación
están ya cargados de subjetividad. En la visión mágica, la objetividad está
atrofiada en favor de lo imaginario.
6. Estas ideas las desarrolló ya Morin en El cine o el hombre imaginario, si bien
aquí en lo que a las fuentes de los diversos lenguajes se refiere otorgaba al
símbolo un cariz más radical y originario, más «arqueológico».
Para el Morin de El cine o el hombre imaginario el lenguaje originariamente no
es sólo un sistema de signos arbitrarios, sino que las palabras-signos son también
símbolos. El símbolo es, a la vez, signo abstracto y representación de una
presencia concreta; en algún modo, es una «abstracción concreta» (Morin 1956:
199). En un principio, las palabras no son, como afirma la concepción
nominalista, simples etiquetas, sino símbolos cargados de la presencia, concreta
y afectiva, de la cosa nombrada; el lenguaje «arcaico», al designar por medio de
la analogía y la metáfora, constituye un auténtico sistema de relaciones y
proyecciones antropo-cosmomórficas (véase Morin 1956: 216-217). El símbolo
«está en el origen de todos los lenguajes» (Morin 1956: 212). Lo que ocurre es
que cada una de las vertientes del símbolo se especializará y aislará
desarrollando sus virtualidades y dando lugar a lenguajes distintos (lenguaje
poético, lenguaje cotidiano, lenguaje científico) pero que, en su origen,
comparten la misma raíz.
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7. Morin (véase 1986: 188-189) sintetiza en un par de cuadros algunos aspectos
de la unidualidad existente entre el pensamiento simbólico-mitológico y el
pensamiento empírico-racional. En uno de estos cuadros incluye también la
unidualidad entre las acciones propias de cada uno de los dos pensamientos: la
magia y la técnica, respectivamente. Pero no explica esta unidualidad. Más en
concreto pues la dualidad entre magia y técnica apenas requiere explicaciones,
no explica dónde se encuentra la unidad entre esas dos acciones. En El hombre y
la muerte encontramos una posible respuesta a esta cuestión. Podemos decir
que magia y técnica brotan de una «arque-acción originaria» (la expresión es
nuestra) consistente en procesos antropo-cosmomórficos. Según Morin (1951:
104), tanto en la técnica como en la magia se lleva a cabo un doble movimiento
de cosmomorfización de lo humano y de antropomorfización de la naturaleza a
través del cual el hombre se afirma en el mundo. Como hemos visto, la magia
está basada en el establecimiento de analogías antropocosmomórficas entre el
hombre (microcosmos) y el mundo (macrocosmos) y supone una afirmación del
hombre puesto que a través de las acciones mágicas el hombre intenta controlar
los fenómenos del mundo para utilizarlos en su favor. Por lo que a la técnica
concierne, también en ella se desarrolla un antropocosmomorfismo. Mediante la
técnica el hombre se abre al mundo y lo transforma, le da configuraciones
humanas, lo humaniza; humanización que supone una antropomorfización del
mundo. Al controlar el mundo y servirse de él, el hombre mediante la técnica
utiliza en su provecho las potencias y fuerzas telúricas, lo que, según Morin,
supone de algún modo una cosmomorfización de las potencias humanas.
Mediante la apropiación de las potencias cósmicas y la transformación del mundo
el hombre se afirma a sí mismo. La diferencia entre los dos
antropocosmomorfismos el de la magia y el de la técnica está en que mientras
que el primero es fantástico e irreal, el segundo es real puesto que la técnica
«da realmente forma humana a la naturaleza y fuerza cósmica al hombre»
(Morin 1951: 97). Además de a la magia y a la técnica, en El hombre y la muerte
hace extensible al mito y al lenguaje el doble movimiento de cosmomorfización
de lo humano y de antropomorfización de la naturaleza. Por lo que a éste último
se refiere, tanto en la vertiente objetiva del lenguaje (lenguaje referencial)
como en su vertiente subjetiva (lenguaje poético) se lleva a cabo un doble
movimiento de cosmomorfización de lo humano y de antropomorfización de la
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naturaleza. Mediante la palabra objetiva «el hombre antropomorfiza la
naturaleza» (así, por ejemplo, le da determinaciones humanas, la separa en
partes) y, al mismo tiempo, el hombre se cosmomorfiza, se impregna de la
riqueza de la naturaleza. En el lenguaje poético se utilizan metáforas
cosmomórficas para designar realidades humanas y, recíprocamente, los
fenómenos naturales son designados con metáforas antropomorfas («el tiempo
está irritado»). Progresivamente las dimensiones objetiva y subjetiva del
lenguaje se irán separando cada vez más. Por un lado, surgirá un lenguaje cada
vez más objetivo y preciso, científico-técnico (así, ya no será «correcto» decir
«el tiempo está irritado», sino «hay una depresión ciclónica de x milibares»). Por
otro lado, la poesía asumirá la tarea de vehicular y expresar las participaciones y
los intercambios psicoafectivos subjetivos. A través de los intercambios cosmo-
antropomórficos del lenguaje el hombre afirma su individualidad. De este modo,
el lenguaje nos revela la misma «bipolaridad antropológica» básica revelada
también por la muerte y por la técnica, a saber: «la afirmación de la
individualidad construyéndose por una parte a través de las participaciones, y
por otra exaltándose en sus poderes» (Morin 1951: 100).
8. Véase especialmente Morin 1980: 108, Morin 1986: 116 y Morin 1991: 172-175.
9. Según Morin, con estos dos sistemas: «Encontramos en el corazón del
problema del Yo los dos radicales de todas las antropo-cosmologías mágicas: el
doble y la metamorfosis. De una parte, la dualidad primera, la alteridad
estructurante, la potencia desdobladora; de otra parte, la potencia
metamórfica, sea mediante mímesis, sea mediante poiesis». Esta relación nos
revela la línea de continuidad existente entre la antropología de la muerte de El
hombre y la muerte y la antropología psico-afectiva de Le vif du sujet.
10. Elohim es el creador genésico, singular y plural a la vez, que aparece al
principio del Libro del Génesis. Morin (véase 1969: 159) utiliza esta expresión
para referirse a la fuente primordial, una y plural, de la que emergen los
afectos, de donde surge la unidad y la pluralidad del Yo. Hay dos «elohim
primordiales» que, a falta de mejores términos, Morin (véase 1969: 183) opta
por llamar Eros o Empatía y Tanatos o Agresividad; existe un demonio del amor y
del bien y un demonio del odio y del mal. En las relaciones humanas existe la
maldad, «la voluntad de hacer el mal». El deseo de hacer el mal es, en primer
lugar, un deseo de eliminar al otro, de matarlo y, en segundo lugar, es un deseo
de hacer sufrir, y de aquí la tortura, que no es reducible a su función utilitaria
(obtener información, por ejemplo), sino que en ella también existe el gusto de
torturar por parte del torturador (véase Morin 1969: 188-189). El Yo ha de luchar
contra estas tendencias para dominarlas y evitar que le dominen. Junto a estos
elohim primordiales existen otros elohim, tanto positivos como «mezquinos».
Los demonios mezquinos (véase Morin 1969: 238-242) son la suficiencia, la
arrogancia, la incomprensión, la indiferencia, la crueldad. Además, nuestro
autor habla de un elohim de la reciprocidad (dar lo que se recibe), ejemplificado
en el talión («ojo por ojo») y en el potlatch («don por don») y del elohim del
sacrificio (toda realización y toda culpa exigen pagar un premio para obtenerlo o
para expiarla, respectivamente) y del demonio de la culpabilidad. Los demonios
interiores se exteriorizan manifestándose en la historia y en las instituciones
sociales: «Las instituciones fundamentales etnográficas de la humanidad, es
decir, el derecho arcaico talión, potlatch, la magia como la religión con
sacrificios, cultos, ritos propiciatorios, purificadores y disculpatorios, las
instituciones modernas Estado, Nación, Patria, Partido y, en fin, esa institución
que es la persona (...) son los puntos de fijación de los demonios, sus
habitáculos, sus instituciones» (Morin 1969: 190).
11. No desarrollaremos aquí esto (cómo la hipercomplejidad cerebral es fuente
de desórdenes y demencia), pues nos hemos ocupado ya de ello en Solana 1996:
30-32.
Bibliografía
Morin, Edgar
1951 El hombre y la muerte. Barcelona, Kairós, 1ªed., 1974.
1956 El cine o el hombre imaginario. Barcelona, Seix-Barral, 1972.
1969 Le vif du sujet. París, Seuil, 1982.
1973 El paradigma perdido. Ensayo de bioantropología. Barcelona, Kairós, 3ª
ed., 1983.
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1977 El método, I: La naturaleza de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1981.
1980 El método, II: La vida de la vida. Madrid, Cátedra, 1983.
1982 Ciencia con consciencia. Barcelona, Anthropos, 1984.
1986 El método, III: El conocimiento del conocimiento. Madrid, Cátedra, 1988.
1990 Introducción al pensamiento complejo. Barcelona, Gedisa, 1994.
1991 El método, IV: Las ideas. Su hábitat, su vida, sus costumbres, su
organización. Madrid, Cátedra, 1992.
Solana, José Luis
1996 «Bioculturalidad y homo demens. Dos jalones de la antropología compleja»,
Gazeta de Antropología (Granada), nº 12: 19-33.
1997 «Noología y ecología de las ideas: una sociología del conocimiento
compleja», en: Antonio Robles Ortega (comp.), Metasociología y teoría de la
complejidad. Granada, Facultad de Ciencias Políticas y Sociología (Universidad
de Granada): 47-66.
José Luis Solana Ruiz. Profesor Ayudante de Antropología Social. Universidad de
Jaén.
Resumen
Cerebro, espíritu, conocimiento y psiquismo. Contribuciones desde la
antropología compleja de E. Morin. 2. Actividades cogitantes y antropología
psicoafectiva
Este texto constituye la segunda parte de un artículo cuya primera parte fue
publicada en el anterior número de la Gazeta y que tiene como objetivo global
analizar y exponer los intentos del socioantropólogo Edgar Morin por
complejizar, salvando planteamientos reduccionistas de una u otra índole,
nuestra visión sobre el cerebro, el espíritu, el conocimiento y el psiquismo
humanos. Si en la primera parte del artículo expusimos los principios
epistemológicos del paradigma moriniano de la complejidad, cuya aplicación
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orienta la elaboración de una visión no reduccionista del cerebro y de sus
actividades cogitantes, y mostramos algunas de las aplicaciones de estos
principios a nuestra comprensión del cerebro, del espíritu y del conocimiento
humano; en esta segunda parte acometemos el estudio de las actividades
cogitantes del espíritu humano (el pensamiento racional y sus dialógicas, el
pensamiento simbólico/mitológico/mágico, la conciencia, la inteligencia y el
lenguaje) y exponemos las reflexiones de antropología psico-afectiva realizadas
por nuestro autor.
Abstract
Brain, Mind, Knowledge and Psychism: Contributions from the Anthropology
of Complexity of Edgar Morin. Second part: Cogitant activities and psycho-
affective anthropology
This is the second part in the series starting in the previous number of the
Gazeta de Antropología. The main goal is to analyze and describe the attempts
made by socio-anthropologist Edgar Morin to complexify our point of view about
the human brain, mind, and knowledge, avoiding reductionist treatments of one
kind or another. In the first part of the article we examined the epistemological
principles of the Morinian paradigm of complexity, whose application involves
the elaboration of a non-reductionistic approach of the brain and its cogitant
activities, together with some of the applications of these principles to our
undestanding of the brain, mind, and knowledge. In this second part we
undertake the study of the cogitant activities of the human mind (rational
thinking and its dialogics, symbolic/mythologic/magic thinking, conscience,
intelligence, and language), as well as discussing reflections by the author on
psycho-affective anthropology.
cerebro | espíritu | mente | conocimiento | psiquismo | antropología compleja
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| Edgar Morin
brain | mind | knowledge | psychism | complexity anthropology | Edgar Morin
Complejo de amor
Edgar Morin
CNRS, París
Deseo exponer esa dificultad, tan frecuente en las ciencias humanas, donde se
habla de un objeto como si existiera fuera de nosotros, los sujetos.
Y esto evidentemente es del todo flagrante para el amor, pues la mayoría de
nosotros hemos sido, somos y seremos sujetos del amor. (El término «sujeto»
vacila aquí entre dos sentidos que la polarizan: por una parte, el amor es algo
que vivimos subjetivamente, y por otra, es algo a lo que estamos sujetos.) De
ahí la diferencia, incluso la oposición, entre las palabras sobre el amor que
quieren ser objetivas y las palabras de amor que son subjetivas.
Esto llega a ser grotesco cuando las palabras sobre el amor son exactamente lo
contrario de las palabras de amor. Se constituyen en un discurso frío, técnico,
objetivo, que por sí mismo degrada y disuelve su objeto. No estudiaré el amor en
los cuadros superiores o los empleados de los ferrocarriles, no haré comentario
sobre el sondeo «El amor y los franceses». Por el contrario, intentaré esquivar
esas cosas que tienen algo que repugna, no en sí mismas, sino con vistas a
nuestro propósito.
Topamos con un primer problema: que la tentativa de elucidación no sea una
traición, ni una ocultación. Además, el término «elucidar» se vuelve peligroso si
creemos que se puede llevar toda la luz a todas las cosas. Creo que la
elucidación aclara, pero al mismo tiempo revela lo que resiste a la luz, detecta
un fondo oscuro.
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Este texto se titula «Complejo de amor». El término «complejo» debe tomarse
en su sentido literal: complexus, lo que está tejido junto. El amor es en cierto
modo «uno», como una tapicería tejida con hilos extremadamente diversos y de
diferentes orígenes. Detrás de la evidente unidad de un «te amo», hay una
multiplicidad de componentes, y es precisamente la asociación de esos
componentes por completo diversos lo que da coherencia al «te amo».
En un extremo, tenemos un componente físico, y en el término «físico» se
comprende el componente «biológico», que no es sólo el componente sexual,
sino también la implicación del ser corporal.
En el otro extremo, está el componente mitológico, el componente imaginario; y
yo soy de esos para quienes el mito, lo imaginario, no es una simple
superestructura, menos aún una ilusión, sino una realidad humana, profunda.
Estos dos componentes están modulados por las culturas, las sociedades, pero no
es de esta modulación cultural de la que os voy a hablar: intentaré más bien
señalar esos componentes.
Encontramos una nueva paradoja. El amor está arraigado en nuestro ser corporal
y, en este sentido, se puede decir que el amor precede a la palabra. Pero el
amor está al mismo tiempo arraigado en nuestro ser mental, en nuestro mito, lo
que evidentemente supone el lenguaje, y se puede decir que el amor procede de
la palabra. El amor a la vez procede de la palabra y precede a la palabra. Y es,
además, un problema bastante interesante, puesto que hay culturas donde no se
habla de amor. ¿Es que, en estas culturas donde no se habla de amor, donde no
ha emergido el amor en cuanto noción, verdaderamente no existe el amor? O
bien ¿es que su existencia depende de lo no dicho?
La Rochefoucauld decía que, si no hubiera habido novelas de amor, el amor sería
desconocido. Entonces, ¿es que la literatura es constitutiva del amor, o es que
ella simplemente lo cataliza y lo vuelve visible, sensible y activo? De cualquier
forma, es en la palabra donde se expresan a la vez la verdad, la ilusión, el
engaño que pueden rodear o constituir el amor.
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El hecho de decir que el amor es un complejo necesita una mirada poliocular.
Los constituyentes del amor preceden a su misma constitución. Así, se puede ver
el origen del amor en la vida animal. Podemos hacer proyecciones
antropomórficas, aunque desconfiemos de ellas, sobre los sentimientos
animales; también hay que desconfiar de esta desconfianza. Ante el afecto de
un perro, decimos: «Ah, qué gracioso es, que cariñoso!» Esta proyección
antropomórfica que hacemos hacia el «perro-perro» es más verdadera que otro
tipo de proyección que fuera mecánica, del tipo del animal-máquina de
Descartes, que llevaría a decir: «Esto es una máquina que reacciona a los
estímulos». ¿Y por qué está justificado? Porque nosotros mismos somos
mamíferos evolucionados y sabemos que la afectividad se desarrolló en los
mamíferos, entre ellos el perro.
Hay, pues, una fuente animal incontestable en el amor. Pensemos en esas
parejas de pájaros que se llaman «inseparables», que pasan su tiempo
besuqueándose de manera casi obsesiva. ¿Cómo no ver ahí el cumplimiento de
una de las potencialidades de esta relación tan intensa, tan simbiótica, entre
dos seres de sexo diferente, que no pueden impedir el darse sin cesar
encantadores besitos?
Pero, en los mamíferos, hay algo más: el calor. Se les llama animales que
«sangre caliente». Hay algo térmico en el pelo, y sobre todo en esa relación
fundamental: el niño, el recién nacido mamífero sale prematuramente a un
mundo frío.
Nace en la separación, pero, en los primeros tiempos, vive en calida unión con la
madre. La unión en la separación, la separación en la unión, no ya entre madre y
progenitura, sino entre hombre y mujer, es lo que va a caracterizar el amor. Y la
relación afectiva, intensa, infantil con la madre va a metamorfosearse,
prolongarse, extenderse entre los primates y los humanos.
La hominización ha conservado y desarrollado en el adulto humano la intensidad
de la afectividad infantil y juvenil. Los mamíferos pueden expresar esta
afectividad en la mirada, la boca, la lengua, el sonido. Todo lo que viene de la
boca es ya algo que habla de amor antes de todo lenguaje: la madre que lame a
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su hijo, el perro que lame la mano; esto expresa ya lo que va a aparecer y
expandirse en el mundo humano: el beso.
Ahí está el enraizamiento animal, mamífero, del amor.
¿Qué nos aporta la hominización y qué marca biológicamente al homo sapiens?
Ante todo, es la permanencia de la atracción sexual en la mujer y en el hombre.
Mientras que en los primates aún existen períodos no sexuados, separados por el
período de celo, ese momento en que la hembra se vuelve atractiva, en la
humanidad se da una permanente atracción sexual. Además, la humanidad
efectúa el cara a cara amoroso, mientras que, entre los otros primates, el
apareamiento se hace por detrás. La película La guerra del fuego expresó con
gracia la aparición del amor cara a cara. Desde entonces, el rostro va a jugar un
papel extraordinario.
El último elemento que aporta la hominización es la intensidad del coito, y no
sólo en el hombre sino también en la mujer.
En fin, en homo sapiens, desde las sociedades arcaicas, van a llegar los últimos y
decisivos ingredientes necesarios para el amor entre dos seres: son los estados
segundos de exaltación, fascinación, posesión, éxtasis, que suscitan la absorción
de drogas o bebidas fermentadas, la participación en fiestas, ceremonias, ritos
sagrados. Son al mismo tiempo las veneraciones y adoraciones de personajes
mitológicos divinizados.
Tenemos así los ingredientes físicos, biológicos, antropológicos, mitológicos que
van a reunirse y cristalizar en amor.
¿Cuándo? Se puede obtener una hipótesis seductora de la propuesta de Jaynes,
autor del libro El origen de la conciencia y la ruptura del espíritu bicameral. Su
tesis es la siguiente: en los imperios de la Antigüedad, el espíritu humano es
bicameral. No es sólo que haya dos hemisferios en el cerebro, hay dos cámaras.
La primera está ocupada por los dioses, el rey-dios, los sacerdotes, el imperio,
las órdenes que vienen de arriba. La persona obedece como un zombi a todo lo
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que está decretado, porque todo lo que viene de la cúspide de la sociedad es de
naturaleza divina y sagrado. La segunda cámara está ocupada por la vida
privada: uno se dedica a sus asuntos, intenta sobrevivir, tiene relaciones
afectuosas con sus hijos, y relaciones afectivas, sexuales, con su mujer. Pero las
dos cosas están separadas, y lo sagrado, lo religioso, está concentrado en una
sola cámara.
La irrupción de la conciencia aparece en la Atenas del siglo V, donde se abre la
comunicación entre las dos cámaras: cesa la hipersacralidad de la primera
cámara, lo mismo que la trivialidad de la segunda. Entonces, la sacralidad va a
poder precipitarse y fijarse en un ser individual: el ser amado
El amor va a aparecer y ser tratado como tal, en una civilización donde el
individuo se autonomiza y se expande. Todo lo que viene de lo sagrado, el culto,
la adoración puede entonces proyectarse sobre un individuo de carne, que va a
ser el objeto de la fijación amorosa. El amor adquiere figura en el encuentro de
lo sagrado y lo profano, de lo mitológico y lo sexual. Cada vez más será posible
tener la experiencia mística, extática, la experiencia del culto, de lo divino, a
través de la relación de amor con otro individuo.
En el momento en que llega el deseo, los seres sexuados se ven sometidos a una
doble posesión que viene de mucho más lejos que ellos y que los sobrepasa. El
ciclo de reproducción genética, que nos invade por el sexo, es a la vez algo que
nos posee súbitamente y que nosotros poseemos: el deseo. Es la primera
posesión.
La otra posesión es la que nace de lo sagrado, lo divino, lo religioso. La posesión
física que viene de la vida sexual se encuentra con la posesión psíquica que
viene de la vida mitológica. Ahí está el problema del amor: estamos doblemente
poseídos y poseemos aquello que nos posee, considerándolo física y míticamente
como un bien propio.
La cuestión de la salvajez del deseo y de la fascinación del amor se plantea con
respecto al orden social. Las sociedades animales no tienen instituciones pero
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obedecen a reglas. Por ejemplo: los machos dominantes acaparan la mayor parte
de las hembras y los demás machos quedan excluidos de la copulación. Todo
esto depende de reglas jerárquicas, pero no hay ninguna regla institucional. La
humanidad crea las instituciones, instituye la exogamia, las reglas de
parentesco, prescribe el matrimonio, prohíbe el adulterio. Pero es preciso
señalar cómo el deseo y el amor sobrepasan, transgreden normas, reglas y
prohibiciones: o bien el amor es demasiado endógamo, y llega a ser incestuoso,
o bien es demasiado exógamo, y llega a ser ya adulterino, ya traidor al grupo, al
clan, a la patria. La salvajez del amor lo lleva ya sea a la clandestinidad, ya a la
transgresión.
Aunque dependiente de una expansión cultural y social, el amor no obedece al
orden social: desde que aparece, ignora esas barreras, se estrella contra ellas, o
las rompe. Es un «hijo bohemio».
Por lo demás, lo que es interesante en la civilización occidental, es la
separación, que a veces es una disyunción, entre el amor vivido como mito y el
amor vivido como deseo.
Necesitamos percibir esta bipolaridad: por un lado, el amor espiritual exaltado
que tiene miedo precisamente a degradarse en el contacto carnal y, por otro
lado, una «bestialidad» que podrá hallar su propia sacralidad en esa parte
maldita asumida por la prostituta. La bipolaridad del amor, si bien puede
desgarrar al individuo entre amor sublime y deseo infame, puede hallarse
también en diálogo, en comunicación: hay momentos felices en los que la
plenitud del cuerpo y la plenitud del alma se encuentran.
Y el verdadero amor se reconoce en que sobrevive al coito, mientras que el
deseo sin amor se disuelve en la famosa tristeza poscoital: Homo tristis post
coitum. Quien es sujeto del amor es felix post coitum.
Como todo lo que está vivo y todo lo que es humano, el amor está sometido al
segundo principio de la termodinámica, que es un principio de degradación y
desintegración universal. Pero los seres vivos viven de su propia desintegración
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combatiéndola mediante la regeneración.
¿Qué es vivir?
Heráclito decía: «Morir de vida, vivir de muerte». Nuestras moléculas se
degradan y mueren, y son reemplazadas por otras. Vivimos utilizando el proceso
de nuestra descomposición para rejuvenecernos, hasta el momento en que ya no
podemos más. Le ocurre lo mismo al amor, que no vive más que renaciendo sin
cesar.
Lo sublime se da siempre en el estado naciente del enamoramiento. Francesco
Alberoni lo explicó bien en su libro Enamoramiento y amor. El amor es la
regeneración permanente del amor naciente. Todo lo que se instituye en la
sociedad, todo lo que se instala en la vida comienza a soportar fuerzas de
desintegración o de insipidez. En el amor, el problema del apego es a menudo
trágico, porque el apego se ahonda a menudo en detrimento del deseo.
Algunos etólogos, tras haber señalado que el hijo adulto de la chimpancé no
copulaba con su madre, que no había atracción sexual entre ellos, han pensado
que la inhibición de la pulsión genital provenía sin duda del prolongado apego
madre-hijo. Un apego prolongado y constante hace más íntimo el lazo, pero
tiende a desintegrar la fuerza del deseo, que sería más bien exógama, vuelta
hacia lo desconocido, hacia lo nuevo.
Se puede preguntar si el prolongado apego de la pareja, que la consolida, que la
arraiga, que crea un afecto profundo, no tiende a destruir de hecho lo que había
aportado el amor en estado naciente. Pero el amor es como la vida, paradójico;
puede haber amores que duren, de la misma manera que dura la vida. Vivimos
de muerte, morimos de vida. El amor debería, potencialmente, poder
regenerarse, operar en sí mismo una dialógica entre la prosa que se esparce en
la vida cotidiana, y la poesía que le da savia a la vida cotidiana.
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Es digno de destacar cómo la unión de lo mitológico y lo físico se opera en el
rostro. En la mirada amorosa hay algo que uno se siente inclinado a describir en
términos magnéticos o eléctricos, algo que depende de la fascinación, a veces
tan aterrador como la fascinación de la boa sobre el pollo, pero que puede ser
recíproca. Y en esos ojos portadores de una especie de poder magnético
subyugador, ha puesto la mitología humana una de las localizaciones del alma.
¡Lo mismo pasa con la boca! La boca no es sólo lo que come, absorbe, da
(salivar/lamer), es también la vía de paso del aliento, que corresponde a una
concepción antropológica del alma. El beso en la boca, que ha popularizado y
mundializado Occidente, concentra y concreta el encuentro inaudito de todas las
potencias biológicas, eróticas, mitológicas de la boca. Por un lado, el beso que
es un análogon de la unión física, por otro, la fusión de dos alientos que es una
fusión de las almas.
La boca se convierte en algo del todo extraordinario, abierta a lo mitológico y a
lo fisiológico. No olvidemos que esta boca habla, y una cosa muy bella, que las
palabras de amor van seguidas de silencios de amor.
Nuestro rostro permite, así, cristalizar en sí todos los componentes del amor. De
ahí el papel, desde la aparición del cine, de la magnificación por medio del
primer plano del rostro, que concentra en sí la totalidad del amor.
¿Cómo considerar el complejo de amor? La categoría de lo sagrado, lo religioso,
lo mítico y el misterio ha entrado en el amor individual y allí ha arraigado en lo
más hondo. Existe una razón fría, racionalista, crítica, nacida del siglo de las
Luces, que engendra el escepticismo como ante toda religión. De hecho, la fría
razón tiende no sólo a disolver el amor, sino también a considerarlo como ilusión
y locura. Por el contrario, en la concepción romántica, el amor se convierte en
la verdad del ser. ¿Hay una razón amorosa como hay una razón dialéctica, que
supera las limitaciones de la razón helada?
Desde el ángulo de la fría razón, el mito se ha considerado siempre como un
epifenómeno superficial e ilusorio. Para el siglo XVIII, la religión era una
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invención de los sacerdotes, una superchería para engatusar a los pueblos. Ese
siglo no comprendía las raíces profundas de la necesidad religiosa y sobre todo
de la necesidad de salvación.
Soy de los que creen en la profundidad antroposocial del mito, es decir, en su
realidad. Diré incluso que nuestra realidad tiene siempre un componente
mitológico. Y añadiré que entre homo sapiens y homo demens, la locura y la
sabiduría, no hay una frontera neta. No sabemos cuándo se pasa de uno a otro, y
además pueden volverse del revés: así, por ejemplo, una vida racional es una
pura locura. Es una vida que se ocuparía únicamente de economizar su tiempo,
de no salir cuando hace mal tiempo, de querer vivir el mayor tiempo posible, sin
cometer excesos alimenticios, ni excesos amorosos. Empujar la razón hasta sus
límites desemboca en el delirio.
Entonces, ¿qué es el amor?
Es el culmen de la unión entre la locura y la sabiduría. ¿Cómo desenredar esto?
Es evidente que es el problema que afrontamos en nuestra vida y que no hay
ninguna clave que permita encontrar una solución exterior o superior. El amor
conlleva precisamente esa contradicción fundamental, esa copresencia de la
locura y la sabiduría.
Acerca del amor diré lo que digo en general acerca del mito. Desde que un mito
es reconocido como tal, deja de serlo. Hemos llegado a ese punto de la
conciencia donde nos damos cuenta de que los mitos son mitos. Pero al mismo
tiempo advertimos que no podemos prescindir de los mitos. No podemos vivir sin
mitos, y entre los «mitos» incluiré la creencia en el amor, que es uno de los más
nobles y más poderosos, y quizá el único mito al que deberíamos adherimos. Y
no sólo el amor interindividual, sino en un sentido mucho más amplio, por
supuesto sin hacer sombra al amor individual. En efecto, tenemos el problema
de la convivencia con nuestros mitos, es decir, no una relación de compromiso,
sino una relación compleja de diálogo, antagonismo y aceptación.
El amor plantea a su modo el problema de la apuesta de Pascal, quien había
comprendido que no hay ningún medio de probar lógicamente la existencia de
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Dios. No podemos probar empíricamente y lógicamente la necesidad del amor.
No podemos más que apostar por y para el amor. Adoptar con nuestro mito de
amor la actitud de la apuesta es ser capaces de entregarnos a él, dialogando con
él de manera crítica. El amor forma parte de la poesía de la vida. Debemos,
pues, vivir esta poesía, que no puede abarcar toda la vida porque, si todo fuera
poesía, no sería más que prosa. Lo mismo que hace falta sufrir para saber lo que
es la felicidad, es necesaria la prosa para que haya poesía.
En la idea de apuesta es preciso saber que existe el riesgo del error ontológico,
el riesgo de la ilusión. Es preciso saber que lo absoluto es al mismo tiempo lo
incierto. Deberíamos saber que, en un momento dado, comprometemos nuestra
vida, otras vidas, muchas veces sin saberlo y sin quererlo. El amor es un riesgo
terrible, porque en él no es sólo uno mismo quien se compromete.
Comprometemos a la persona amada, comprometemos también a quienes nos
aman sin que los amemos, y quienes la aman sin que ella los ame.
Pero, como decía Platón sobre la inmortalidad del alma, es correr un bello
riesgo. El amor es un mito bellísimo. Es evidente que está condenado a la
errancia y a la incertidumbre: «¿Me va bien a mí? ¿Le va bien a ella? ¿Nos va
bien?»
¿Tenemos respuesta absoluta a esta pregunta? El amor puede ir de la fulminación
a la deriva. Posee en sí el sentimiento de verdad, pero el sentimiento de verdad
está en el origen de nuestros más graves errores. ¡Cuántos desdichados y
desdichadas se ilusionaron con la «mujer de su vida» o el «hombre de su vida»!
Pero nada es más pobre que una verdad sin sentimiento de verdad. Constatamos
la verdad de que dos y dos son cuatro, constatamos la verdad de que esta mesa
es una mesa, y no una caja, pero no tenemos el sentimiento de la verdad de esa
proposición. Sólo tenemos la intelección. Ahora bien, es cierto que, sin
sentimiento de verdad no hay verdad vivida. Pero precisamente lo que es origen
de la verdad más grande, es al mismo tiempo el origen del mayor error.
Por eso el amor es acaso nuestra religión más verdadera y a la vez nuestra más
verdadera enfermedad mental. Oscilamos entre esos dos polos, tan real uno
como otro. Pero, en esta oscilación, lo extraordinario es que nuestra verdad
personal nos la revela y aporta el otro. Al mismo tiempo, el amor nos hace
descubrir la verdad del otro.
La autenticidad del amor no está sólo en proyectar nuestra verdad sobre el otro,
para finalmente no verlo más que través de nuestros ojos, está en dejarnos
contaminar por la verdad del otro. No hay que ser como esos creyentes que
encuentran lo que buscan porque proyectan la respuesta que esperan. Y ahí está
también la tragedia: llevamos en nosotros tal necesidad de amor que a veces un
encuentro en un buen momento -acaso en un mal momento- desencadena el
proceso de la fulminación, la fascinación.
En ese momento, proyectamos sobre otro esta necesidad de amor, la fijamos, la
endurecemos, e ignoramos al otro que se convierte en nuestra imagen, nuestro
tótem. Lo ignoramos creyendo adorarlo. Ahí está, en efecto, una de las tragedias
del amor: la incomprensión de sí y del otro. Pero la belleza del amor es la
interpenetración de la verdad del otro en sí, de la de sí en el otro, es hallar la
propia verdad a través de la alteridad.
Concluyo. La cuestión del amor se recapitula en esta posesión recíproca: poseer
lo que nos posee. Somos individuos producidos por procesos que nos
precedieron; estamos poseídos por cosas que nos sobrepasan y que irán más allá
de nosotros, pero, en cierto modo, somos capaces de poseerlas.
Siempre y por doquier, la doble posesión constituye la trama y la experiencia
misma de nuestras vidas.
Terminaré aplicando a la búsqueda del amor la fórmula de Rimbaud, la de la
búsqueda de una verdad que esté a la vez en un alma y en un cuerpo.
Nota: «Le complexe d'amour» fue publicado como primer capítulo de un bello
librito titulado Amour, poésie, sagesse (Paris, Éditions du Seuil, 1997: 13-36).
Agradecemos al autor su gentil autorización para la presente traducción y
publicación. Traducido por Pedro Gómez García.
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Edgar Morin. Director honorario de investigaciones del CNRS. París, Francia.
Resumen
Complejo de amor
En la compleja textura del amor se entretejen hilos muy diversos, que abarcan
desde lo biológico sexual a lo mitológico o imaginario. Todos sus componentes
conforman una realidad humana profunda y se encuentran remodelados por la
cultura, como es bien sabido. Aquí, se expone un análisis que muestra y describe
cuáles son esos componentes, rastreando su base antropológica sin alejarse de la
experiencia vivida.
Abstract
The complex of love
Diverse threads are interwoven within the complex texture of love. They go fom
the sexual-biological to the mythological and imaginary. All of its components
conform to a profound human reality and have been remodelled by culture, as is
well known. Here, Morin presents an analysis which displays and describes these
components by tracking their anthropological foundations, while maintaining the
importance of life experience.
antropología del amor | teoría de los sentimientos | complejidad
anthropology of love | feeling theory | complexity
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