Patrística y cánones sobre el derecho de guerra justa en la «Escuela de Salamanca»

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Patrística y cánones sobre

el derecho de guerra justa en la

«Escuela de Salamanca»

Miguel Anxo Pena González1

Universidad Pontificia de Salamanca

Las primitivas comunidades cristianas, haciendo una lectura espiritual de la predicación de Jesús de Nazaret, consideraban que en el cristiano, frente a cualquier forma de enfrentamiento bélico, sólo había lugar para una actitud y respuesta pacífica.2 Esta línea de pensamiento fue respaldada por figuras de la talla de Orígenes o del propio Tertuliano. Con todo, mientras ellos seguían predicando estas posturas, la realidad es que el cristianismo se iba propagando, y también, como consecuencia del movimiento y expansión de las legiones romanas, en las que los cristianos eran un número cada vez más numeroso.

No se puede obviar que el lenguaje evangélico resulta ambivalente, dejando espacio para posiciones opuestas e, incluso, encontradas. Algunos dichos del Nazareno podían ser considerados como justificadores de la violencia. Recuér- dese, a este respecto, la imagen de un Jesús colérico, que expulsa a los mercade- res del templo con un látigo (Juan, 2, 13), lo que para algunos era una justi- ficación de la defensa armada de la religión. De igual manera, y sin pretender hacer un recorrido por los textos del Nuevo Testamento, el hecho de que Cornelio fuera un centurión romano, no fue un impedimento para que Pedro lo bautizase (Hechos de los Apóstoles, 10). También podemos encontrar pos-turas que denotan un mensaje netamente pacifista basado en el amor y la paz. Esta ambigüedad de doctrina, con bastante probabilidad, fue lo que llevó a los diversos autores a buscar la argumentación que consideraban más veraz, pero siempre a partir de su propia experiencia personal.

1 El presente trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación del Ministe-rio de Economía y Competitividad: «Las Universidades Hispánicas (siglos xv-xix): España, Por-tugal, Italia y México. Historia, saberes e imagen», con la referencia HAR2012-30663.

2 Así se deduce de testimonios como el que nos aporta el apologista Justino: «Nosotros, que nos matábamos antes los unos a los otros, ahora no sólo no hacemos la guerra a nuestros enemi-gos, sino que no podemos engañar ni mentir a nuestros jueces; nosotros morimos con alegría con-fesando a Cristo». S. Justino, Apologetica, I,39 (PG 6, 387).

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Se producía una gran separación entre el Dios de la venganza y de la guerra, que se muestra hasta sanguinario, en el Antiguo Testamento, y el Dios del Nuevo Testamento que es, en esencia, «el Dios del amor y de la paz» (cf. 2 Corintios, 13, 11) o aquel que, en el monte de los Olivos, renuncia a liberarse por medio de la fuerza.3

Nuestra intención no es detenernos en esta primera parte, que pretende poner los cimientos del discurso, sino ver cómo estos serán usados y resulta-rán recurrentes en la argumentación, tanto a favor o en contra de la guerra, a comienzos de la Edad Moderna, por parte de los autores salmantinos.4

1. Aspectos jurídicos de la guerra en la Antigüedad

No hay duda que uno de los elementos de cohesión en la Antigüedad es la guerra. El mismo Tácito consideraba que si faltaba el elemento bélico, la his-toria carecía de sentido.5 Esta realidad se irá configurando entre el concepto griego polemos y el latino bellum, reflejando el hecho de los conflictos armados. En este sentido, el término clásico, que coincide con el esplendor de la ciudad griega, implica un enfrentamiento entre comunidades políticas distintas, exi-giendo a aquellos que participan un compromiso global. Así, las comunidades en conflicto estaban en condiciones de obligar a sus dirigentes el respeto a un código de guerra concreto.6

Este concepto de bellum está profundamente vinculado por el desarrollo de la noción de Estado, delimitando un espacio y contexto político en el cual se ejerce una determinada organización y colaboración social, de una manera más o menos autoritaria. Del entorno de las ciudades, de manera progresiva irá pasando al de los reinos donde ocupará un papel especialmente significa-tivo. La guerra se configuraba como algo marcado por declaraciones, acuer-dos y otra serie de actos. Y, por lo mismo, había de llevarse a cabo a partir de sus principios generales, globalmente aceptados, que afinarán el estatuto de la guerra. Esta realidad se irá perfilando, a partir de una serie de ámbitos donde

3 No parece necesario detenerse en el análisis de libros concretos o imágenes. Piénsese, en este sentido, en la tradición neotestamentaria, del guerrero divino que aparece en el libro del Apo-calipsis y que, por otra parte, tiene claras influencias de los capítulos 56-57 del libro de Isaías.

4 Para una visión general del tema, cfr. Georges Minois, L’Eglise et la guerre. De la Bible à l’ère atomique, Arthèmne Fayard, Paris, 1994; Mimmo Franzinelli-Riccardo Bottoni (eds.), Chiesa e guerra. Dalla «benedizione delle armi» alla «Pacem in terris», il Mulino, Bologna, 2005.

5 Cfr. Tácito, Annales, IV, 32.6 Este detalle del código de la guerra tendrá una importancia enorme, que se reflejará también a

lo largo del siglo xvi, en los planteamientos usados por los autores de la «Escuela de Salamanca».

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se irá delineando el derecho de guerra: derecho de represalia, derecho de nau-fragio y, más explícitamente, las leyes de la guerra.

De la misma presentación de las cuestiones se deduce ya que la doctrina del derecho de guerra se reduce, fundamentalmente, a dos cuestiones: cuándo está permitido hacer la guerra –ius ad bellum– y qué está permitido en el curso de la guerra –ius in bellum–. Estas dos cuestiones responden a unos argumen-tos deducibles de los principios generales: 1. Auctoritas principis; 2. Causa iusta e iniuria illata; 3. Intentio recta; 4. Iustus modus. El cumplimiento de los mismos suponía que las hostilidades comenzaban y finalizaban a partir de un procedimiento regulado, que debía ser oportunamente respetado, poniendo así freno al uso indiscriminado de la fuerza, incluso cuando se trataba de un enfrentamiento con aquellos que eran considerados como bárbaros.

Tenían también presente la inmunidad de aquellos que gozaban de la misma, en razón de su servicio a la divinidad y también a sus bienes; de tal suerte que el sacerdos era identificado como diplomático. Posteriormente la ampliación del concepto de inmunidad se aplicará también a embajadores laicos y a aquellos que fueran posesores de salvoconductos.

Completando esta realidad un elemento fundamental será también el dere-cho de conquista. No cabe duda que este tendrá consecuencias sustanciales en la organización de todo tipo de estrategia, puesto que cuando no existía un acuerdo previo acerca de la derrota, el vencedor disfrutaba del derecho de propiedad absoluto sobre el fruto de la conquista. Si esto, además, se aplicaba sobre el propio conjunto de los bienes de las personas sin límite alguno, supo-nía también poder disponer de sus propias vidas.

Esto nos pone sobre la pista de la motivación real de algunas de las gue-rras que serían, a un mismo tiempo, de carácter económico y político. En el mundo antiguo, igual que sucederá en épocas posteriores, incluso en aquella que nos ocupa que es la de la Modernidad, poder y riqueza son cuestiones que caminan fuertemente vinculadas y que se alimentan mutuamente. Por medio de la fuerza se lograba un cambio significativo en la organización social, en sus diversos niveles (político, económico e, incluso, religioso) que se reflejaba luego en cambios significativos en lo político y social.

De manera teórica, la guerra, especialmente en la Antigüedad, ayudó al desa-rrollo de una estructura más centralizada por el mismo hecho de estar todos dirigidos hacia un mismo fin. Algo que se reflejará por medio de la disciplina militar, que irá poniendo las bases de una estructura social más jerarquizada que de permanente pasará a vitalicia y, por su propia evolución, a hereditaria. De esta manera, la función poco a poco se fue configurando como oficio propio y la carga como beneficio. Aunque la milicia había surgido como una necesidad para la defensa de la propia comunidad, acabará por imponerse a la misma. Y, como

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consecuencia surgirá el derecho. De tal suerte que la fuerza es la que engendra a la ley en nombre de los intereses superiores de una comunidad más amplia y progre-sivamente también más diferenciada desde el punto de vista económico y social.

La guerra pretendía asegurar el desarrollo de las comunidades y, por lo mismo, la creación de un orden político, por lo que continuará siendo funda-mental en la evolución de nuevas estructuras sociales. Y, al mismo tiempo, el poder militar resurge como fuente inagotable de soberanía, siendo siempre útil a algún fin. En este sentido, se evidencia que la guerra no era –igual que hoy– algo que afectaba exclusivamente a lo político, sino que estaba estrecha-mente imbricada a los cimientos de la civilización.

2. El cristianismo y la guerra

De manera general, podríamos decir que hasta Constantino la actitud del cris-tianismo frente a la guerra fue claramente pacifista, rechazándose la partici-pación de los creyentes en la guerra y en el ejército. A la base estaban concep-ciones que respaldaban el derramamiento de sangre como algo pecaminoso7 y que la paz era un rasgo identificativo de los cristianos. A esto se unía una interpretación teológica, que comprendía que Dios era la paz para ellos, por lo que debían alejarse de la guerra y de las virtudes militares. Este hecho explica que los cristianos no participaran en la rebelión judía del siglo i. Por su parte, frente a las persecuciones del siglo ii optarán por el martirio y el alejamiento de la vida pública. Así se explica que sólo al final de este siglo encontremos a cristianos formando parte del ejército romano. Y aunque seguirá existiendo cierto rechazo hacia la vida militar y desconfianza hacia lo bélico, ya no estará prohibida la profesión de las armas, aunque existirá cierta animadversión hacia el derramamiento de sangre, la destrucción y cualquier forma de violencia.

Esto chocaba abiertamente con la visión veterotestamentaria, que tenía una acusada tendencia a sacralizar lo bélico, especialmente el conflicto armado moralmente justificado, llegando incluso a mostrar posibles connotaciones sagradas, que aparecían como incuestionables. El pueblo de Yahveh libraba guerras en nombre de su Dios. En la conciencia de que era éste el que inspi-raba y ordenaba al pueblo, quien lo ayudaba y quien lo dirigía por medio de jefes religiosos, particularmente carismáticos. Y, por si esto fuera poco, era su propio Dios el que determinaba, de manera indirecta, si el enfrentamiento había de terminar en victoria o derrota.

7 Parece importante señalar cómo esta concepción no estaba tan vinculada con la Biblia, cuanto con la interpretación del pensamiento de Cristo, basado en el amor y la compasión.

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Lo más significativo estriba en considerar la guerra como santa, en la medida en que venía promovida por Dios. En este sentido, sin ánimo de detener- nos en estas ideas, es suficiente con proponer el ejemplo de la visión de Josué, que aparece como un hombre con la espada desenvainada, el «jefe del ejército de Yahveh» (Josué, 5, 14), que tiene conciencia de que ha sido Dios mismo quien le ha señalado las instrucciones precisas para conquistar la ciudad. La imagen de Dios como guerrero hundía sus raíces en la cultura mesopotámica, donde ya aparecía como figura común la divinidad luchando con su pueblo, mostrando así su fuerza sobrenatural; algo que recoge la imagen del Arca de la Alianza, como representación de la divinidad en el campo de batalla.

Por si esto fuera poco, la guerra divina se llegará a identificar como rea-lidad histórica. Así, cada batalla histórica aparece como parte de un conflicto más amplio. En la cual, la victoria de Dios ha de ser absoluta, como garantía y seguridad del pueblo, contra toda forma de acomodación. La guerra de Dios no dejaba de ser un camino hacia la justicia, pero con el surgimiento de la apocalíptica la guerra pasa a ser un acontecimiento atemporal, que no tenía porqué ser real o histórico.

Por su parte, la visión propuesta por el Nuevo Testamento, se mueve en un lenguaje ambivalente, pero quizás lo que más llama la atención es la pro-puesta del libro del Apocalipsis, donde la guerra aparece superada o vencida por medio de la guerra, donde la batalla final está estrechamente vinculada al juicio final. Se trata, en definitiva, de juzgar y combatir con justicia (Apocalip-sis 19,11), proponiendo la justa guerra de Dios. Posteriormente se desarrolla un mensaje netamente pacifista, en el que se renuncia de forma expresa al uso de la fuerza, proponiendo una vida basada en el amor y la paz, a partir de la misma vida de Jesús, ilustrando así el rechazo de la violencia.8

Podíamos decir que el rasgo que definía el comportamiento y la aspira-ción de los cristianos era la paz. Pero, no cabe duda, que ésta también tenía una interpretación teológica. Así se explica su actitud ante las persecuciones y una total ausencia de compromiso político con el Estado, pues se entendía que representaba los valores contrarios a los de la comunidad. En el siglo iii comienzan a aparecer los primeros testimonios de la presencia de los cristia-nos en las legiones romanas, siendo cada vez más frecuentes las referencias a militares cristianos y, aunque seguirá habiendo rechazo, ya no se prohibirá explícitamente la profesión de las armas.9

8 Cfr. Roland H. Bainton, Chistian Attitudes toward War and Peace, Abingdon Press, New York, 1960; Joseph Joblin, La Iglesia y la guerra. Conciencia, violencia y poder, Herder, Barcelona, 1990.

9 Cfr. Carl Erdmann, The Origin of the Idea of Crusade, Princeton University Press, Prince-ton, 1977, pp. 4-5.

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En lo que al Occidente cristiano se refiere, dos van a ser las figuras más recurrentes en la evolución del pensamiento: san Ambrosio y san Agustín. El obispo de Milán hacía una identificación entre romanización y cristiandad, lo que tenía mucho que ver con su paso por la estructura administrativa del Estado. Entendía que defender al Imperio era proteger la fe ante las amena- zas de los pueblos bárbaros, por lo que en el nuevo imperio cristiano los fieles debían asumir la protección armada. El cristianismo debía también conducir a los ejércitos romanos:

Desde la Tracia, Dacia, Moercia y toda la Valeria de los panonianos le oímos las blasfe-mias que predican [en el seno del Imperio] y vemos a los bárbaros que invaden... Cómo podía el Estado romano estar a salvo con tales defensores... Sencillamente, los que violan la fe no pueden sentirse seguros... No son las águilas y los pájaros los que deben conducir los ejércitos, sino tu nombre y tu religión, oh Jesús.10

Los cristianos aportaban su fuerza al apoyo del Estado, por lo que éste se convertía en garante de la unidad de la fe. En él tenía lugar una novedad desconocida hasta aquel momento: el combinar las enseñanzas cristianas con el Derecho romano de manera sistemática. Para ello, Ambrosio no dudará en recurrir a textos del Antiguo Testamento, en el recuerdo de una guerra inspi-rada por Dios por amor a su pueblo, entre defensa y asimilación, ante la nueva situación que se presentaba. Como Cicerón había admitido que podía haber guerras justificables, reconociendo la diferencia entre las guerras civiles, de carácter aberrante y aquellas que se libraban contra los bárbaros. A estas últi- mas, como acabamos de ver con sus palabras, Ambrosio las consideraba legí- timas, por la doble protección que ofrecían del imperio y de la fe cristiana.

Cicerón sostenía que si bien un individuo no podía matar para salvarse, sí debía actuar en defensa de otros aunque esto implicase matar al agresor. De esta manera, las guerras sólo podían iniciarse para defenderse, cuando respon-dían a una orden directa de Dios o en defensa de la fe.

Para su argumentación Ambrosio recordaba textos del Antiguo Testa-mento, en los que la guerra inspirada por Dios lo era por amor a su pueblo, como defensa y asimilación de la nueva situación. La reflexión seguía, a grandes líneas, la planteada por Cicerón, mostrando la posibilidad de acomodación del cristianismo a la milicia:

No creo que un cristiano, un hombre justo y sabio, deba salvar su propia vida a costa de la muerte de otro; por lo mismo que al tropezarse con un ladrón armado no puede

10 S. Ambrosio, De Fide, II, 16 (PL 16, 587-589).

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devolver los golpes por si al defender su vida mancillase su amor al prójimo para con su prójimo... La idea de asuntos relacionados con la guerra parece ser extraña a las obliga-ciones de nuestro cargo [el estado clerical], porque tenemos nuestro pensamiento fijo en el deber del alma más que en el cuerpo, ni es tampoco asunto nuestro el dirigir la atención a las armas, sino más bien en las fuerzas de la paz.11

De donde se podía deducir que la manera de emprender una fuerza debía necesariamente ser justa; y que monjes y clérigos no debían entrar en conflicto armado.

Con todo, aunque las ideas fundamentales están sustentadas en el pensa-miento de san Ambrosio, la proyección y asimilación de las mismas vendrá de la mano de san Agustín. No importó que no contase con una ética coherente de la guerra, ya que fueron sus comentadores, particularmente a partir de Gra-ciano, los responsables de articular una teoría agustiniana, con un intento de sistematizar su pensamiento sobre la guerra. Sus opiniones tenían como fun-damento a Ambrosio y Cicerón, pero que pasan por el tamiz de la experiencia concreta vivida por él mismo en torno al año 410, cuando los visigodos de Ala-rico saquearon Roma durante tres días y, no con menos importancia, cuando los vándalos sitiaban Hipona, en los mismos días en que Agustín estaba ya agonizando.12

En su conciencia el acto de matar no era en sí pecaminoso, sino más bien la disposición interna que lo impulsaba, el amor de las cosas terrenales por encima de las espirituales. Se convertía así, en un momento crucial en la acep-tación de la guerra –entendida como justa– por parte de la praxis creyente cristiana. En la misma había una derivación directa entre el pecado, como algo consustancial al hombre y la guerra, como una consecuencia directa del mismo. La guerra venía considerada como un mal menor, como algo inevita-ble, pero también necesario. En la conciencia, por otra parte, que esto tenía

11 S. Ambrosio, De Officiis (PL 16). Frente a su postura, Basilio Magno, en el siglo iv, seguía sos-teniendo que «El matar en la guerra fue diferenciado del crimen por nuestros padres ... a pesar de ello, quizás estaría bien que aquellos cuyas manos están manchadas se abstengan de comulgar durante tres años».

12 Él mismo había llegado a considerar, en el momento en que África estaba a punto de ser invadida por los vándalos; sólo les interferían la marcha las legiones romanas. Así se dirige a Boni-facio: «No pienses que nadie puede agradar a Dios si milita entre las armas de la guerra ... Cuando te armas para pelear, piensa ante todo esto: también tu fuerza corporal es un don de Dios. Así no pensarás en utilizar contra Dios el don de Dios. Cuando se promete fidelidad, hay que guardársela al enemigo contra quien se pelea. ¡Cuánto más al amigo por quien se pelea! La voluntad debe vivir la paz, aunque se viva la guerra por necesidad, para que Dios nos libre de la necesidad y nos man-tenga en la paz. No se busca la paz para promover la guerra, sino que se va a la guerra para con-quistar la paz». S. Agustín, Epistolae 189. Ad Bonifacium, 4.6 (CCSL 33A, 858.859).

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lugar en un mundo donde la paz completa no podía alcanzarse nunca, puesto que era imposible en la tierra. Era necesario asumir y aceptar la resistencia de la guerra, tomando parte en ella para combatir el pecado y toda maldad, de la cual la injusticia era expresión directa. Por otra parte, los ejemplos del Anti-guo Testamento venían indirectamente a demostrar a los creyentes que había algunas guerras que habían sido queridas por Dios y, por ello, podían resultar aceptables desde el punto de vista moral o religioso. En concreto, el Hipo-nense deducía que la actitud pacífica y resignada que Cristo había promovido con su propia vida, así como los principios de no violencia que llegaban hasta proponer el amor del enemigo, se imbricaban en todo su mensaje, al tiempo que se referían a la actuación externa de sus fieles, a su integridad moral –o en palabra más propias de dicho discurso– a la pureza de su corazón.13

Los cristianos, a partir de dichos principios y de su propia conciencia moral, estaban en la disposición adecuada para poder aceptar el participar en con-frontaciones bélicas, siempre que estuviesen llevados por el deseo de alcanzar la paz y no por la codicia o la crueldad. Era una clara vinculación entre pecado y guerra. Los modelos los encontraba tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento e, incluso, en la respuesta del emperador hacia los donatistas.14 La pérdida del eterno sueño de la paz sobre este mundo, progresivamente iría dejando paso a la idea de que las espadas nunca habían sido transformadas en arados y, lo que parecía como más real, que nunca lo serían. Agustín estaba convencido de que la paz no llegaría hasta que lo corruptible se tornase en incorruptible. Era el convencimiento interno de De Civitate Dei, donde la paz perfecta aparecía como algo reservado al cielo, donde no habría hambre, ni sed, ni enemigos.

El deseo de paz provoca la necesidad de la guerra. Que Dios nos libre de la necesidad y nos conserve en la paz. No se pretende la paz para provocar la guerra, sino que se libra la guerra para lograr la paz. Sé, pues, pacífico a la hora de hacer la guerra, para que tras derrotar a los que combates, les lleves en buen tiempo a la paz.

Se estaba, por tanto, considerando que el uso de la fuerza serviría para impe-dir que el enemigo continuase provocando injusticias, en el error o en el pecado. Casi se podría deducir que la guerra se convertía en un acto de bien, bonda-

13 Robert Regout, La doctrine de la guerre juste dès Saint Augustin à nous jours d’après les théolo-giens et les canonises catholiques, A. Pedone, Paris, 1934.

14 Cf. S. Agustín, Epistolae 189. Ad Bonifacium, 4 (CCSL 33A, 858); Id., Epistolae 93. Ad Vicen-tium (CCSL 31A, 237-238). Prácticamente el mismo argumento, lo sostendrá el Doctor Máxico, cfr. S. Jerónimo, Commentariorum in Ezechielem prophetam, lib. II, cap. 9 (PL 25,85).

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doso, de amor y caridad cristiana. Si amar la paz era amar a Cristo, proteger suponía también la defensa del Salvador. La violencia, aunque fuese extrema, no quedaba justificada, sino era acorde con los preceptos evangélicos.

La cuestión más importante seguía siendo la de por qué Dios había consen-tido que Roma, la eterna, fuese tomada por Alarico en el año 411 después de Jesucristo. Agustín respondió mediante una filosofía de la Historia, con arre-glo a la cual los Estados lo mismo surgen que se vienen abajo, según sus vicios. Éstos poseen ciertas virtudes y Roma no habría triunfado nunca sin autodis-ciplina, pero todas sus virtudes habían sido mancilladas. La naturaleza misma había sido creada como algo bueno, basada en el deseo implantado por Dios en el hombre de vivir asociado, pero el fratricidio de Caín introdujo la corrup-ción. El Estado perduró, aunque injustamente, pues la justicia no es necesaria por esencia, como sostenía Cicerón, sino únicamente para su bienestar.

Una banda de ladrones tiene todas las características de un Estado y éstos han sido en su mayor parte bandas de ladrones.15 A modo de ilustración, Agus-tín, en una ojeada retrospectiva de la Historia, hizo la crónica de los pecados de los Estados. Incluso los hebreos, sostenía que consiguieron sus victorias no por sus virtudes, sino por los vicios de sus enemigos.16 Roma, fundada sobre el fratricidio, creció con el rapto de las sabinas y degeneró con la destrucción de Cartago. Todas las teorías antiguas sobre la decadencia romana eran for-muladas dentro de su esquema de progresivo declive.17 El establecimiento del Imperio no provocó entusiasmo en Agustín. Trató sin miramiento al empera-dor Augusto y no alabó la Pax romana como preparativo para el Evangelio.18

Aunque se podría decir, que Roma recibía, a manos de los bárbaros lo que ella misma había hecho, no era la conclusión a la que llegaba san Agustín, ya que intuía en la historia de la Urbe otros detalles. El cambio no se había pro-ducido cuando Augusto fue proclamado emperador y estableció la paz romana, sino cuando Constantino se convirtió a la fe. Si la cabeza del Imperio estaba ocupada por un cristiano existía la posibilidad de que hubiera justicia dentro

15 S. Agustín, De Civitate Dei, XIX, 24 (CCSL 48, 695).16 S. Agustín, De Civitate..., XVI, 43 (CCSL 43, 550).17 S. Agustín, De Civitate..., XV, 5 (CCSL 43, 458).18 «Sed sapiens, inquiunt, iusta bella gesturus est. Quasi non, si se hominem meminit, multo

magis dolebit iustorum necessitatem sibi extitisse bellorum, quia nisi iusta essent, ei gerenda non essent, ac per hoc sapienti nulla bella essent. Iniquitas enim partis aduersae iusta bella ingerit gerenda sapienti; quae iniquitas utique homini est dolenda, quia hominum est, etsi nulla ex ea bellandi necessitas nasceretur. Haec itaque mala tam magna, tam horrenda, tam saeua quisquis cum dolore considerat, miseriam fateatur; quisquis autem uel patitur ea sine animi dolore uel cogitat, multo utique miserius ideo se putat beatum, quia et humanum perdidit sensum». S. Agus-tín, De Civitate..., XIX, 7 (CCSL 48, 672).

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del mismo. Agustín considerará que los grandes Estados sin justicia no son otra cosa que robo a gran escala. Los Estados paganos tenían que ajustarse a esta descripción, pero los Estados cristianos, o al menos con gobernantes cris-tianos, podían ser justos. Si un emperador defendía la fe cristiana sus dominios debían ser ensanchados. La objeción puesta a los Estados grandes desapareció y Agustín pudo alabar a Dios por las notables victorias de Constantino y Teo-dosio. Su argumento en esta cuestión parece venirse abajo. Su explicación de la invasión bárbara, como castigo por los crímenes de la Roma pagana, apenas explicaba por qué la expiación había de ser hecha por la Roma cristiana; pero este argumento no preocupó realmente a Agustín. El ascenso y la caída de las naciones no eran cuestiones de suma importancia para él. La eternidad no podía ser prometida a Roma ni a ninguna institución terrenal, pues nada es eterno salvo el Reino de los cielos. La vida terrena no interesa gran cosa. Pueden despojarnos de nuestros bienes, pero no pueden privarnos de los teso-ros celestiales.19 No hay, pues, una necesidad esencial de explicar por qué Dios deba soportar que un Imperio caiga y surja otro.

De alguna manera, el argumento agustiniano invertía el sentido literal del mensaje de Jesús y abría el pensamiento y, particularmente, la ética cristiana a la posibilidad de sacralizar la guerra. La presión con la que los bárbaros estaban amenazando y sometiendo al Imperio exigía una respuesta, por la que también los creyentes estaban justificados a tomar las armas en defensa del Estado, sin que se les pudiera acusar de homicidio, en la conciencia de que seguían a una autoridad legítima cuyo poder, además, derivaba de la voluntad directa de Dios. Por si esto no fuera suficiente, quedaban exculpados de ir contra el decálogo, pues cuando luchaban con la espada contra los herejes que violaban la ley de Dios y la doctrina católica, su intención era justa y estaba guiada por la caridad, en la búsqueda del bien y la paz. El poder público era el instrumento que debía dirigir la persecución armada de la herejía y las auto-ridades eclesiásticas tenían que recurrir a él para coaccionar o castigar a los desviados y cismáticos. La guerra quedaba justificada por motivos religiosos, bien fuera para salvaguardar la ortodoxia, o para la defensa de la propia Iglesia. Por ello los conflictos armados no sólo eran justos, sino también sagrados y, de hecho, en la opinión de san Agustín se podía intuir que el concepto de guerra justa resultaba inseparable del de santa.

Su misma opinión de la Iglesia, que no es una sociedad de santos com-puesta sólo de elegidos, que no ha de equipararse a la del cielo, de una Iglesia en la que el trigo crece en medio de la cizaña hasta el momento de la reco-

19 S. Agustín, De Civitate..., XIX, 11 (CCSL 48, 674-675).

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lección sustentaba sus ideas. La Iglesia asigna y provoca un papel mayor en la formación de la sociedad, porque la duración de ésta fue prolongada por la proyección de la vuelta del Señor dentro de un futuro indefinido. Esta, con sus imperfecciones, ha de ser una fuerza que dirija el futuro. Agustín intuyó una unión entre Iglesia e Imperio, pero entendiendo que la dirección estaría en manos de la Iglesia. Su comprensión estaba muy próxima a la de Eusebio de Cesarea que apuntaba al cesaropapismo de Oriente; Agustín tenderá a la teocracia papal de Occidente.

3. El Medioevo: entre pecado y penitencia

Las interpretaciones pacifistas mantuvieron su fuerza, en el panorama del pen-samiento occidental, hasta bien entrado el segundo milenio, aun cuando la Iglesia hubiera ya sacralizado algunos aspectos sustanciales de la guerra y de los ejércitos. Lo bélico se encontraba plenamente integrado en los rituales y en la ética cristiana. Durante la Alta Edad Media, esto no sólo afectaba a la guerra entre cristianos, sino también a toda forma de violencia contra los paganos.

Los libros penitenciales ponen de relieve que la Iglesia no dejó de condenar a los combatientes que hubieran causado la muerte de un enemigo durante una confrontación armada. Con todo, las penas eclesiásticas se dirigían indistinta-mente contra aquellos que participaran en una guerra manifiestamente injusta, así como contra los que lo hicieran en un conflicto considerado legítimo y emprendido por un motivo justificado. Un ejemplo concreto lo tenemos en el Decretum de Burcardo de Worms, que contenía una serie de preguntas que el confesor debía hacer al combatiente. El cuestionario ponía de manifiesto la necesidad de imponer un castigo a todo aquel que se viera involucrado en una muerte violenta, independientemente de que se tratara de una guerra justa, por mandato de un príncipe legítimo, o en defensa de la paz.

Tras la disgregación del Imperio Carolingio y del poder público durante los siglos ix y x, la caballería se convirtió en el enemigo declarado de los inte-reses eclesiásticos, siendo objeto de todo tipo de condenas por parte de las autoridades eclesiásticas. Eran los señores laicos, rodeados de sus catervas armadas, los que perturbaban la paz y el orden, abusaban de los campesinos, atracaban a los comerciantes y, sobre todo, invadían las tierras de las iglesias y monasterios, arrebatándoles sus dominios, violando sus derechos y apoderán-dose de sus rentas.

A mediados del siglo xi, la Iglesia romana seguía afirmando que matar o herir en la guerra, por muy legítima y justa que fuera la causa, era una falta que merecía ser sancionada con castigos eclesiásticos. Las autoridades religio-

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sas parecían no aprobar ni bendecir la actividad bélica y seguían imponiendo penas a los combatientes. En realidad, se trataba de una argumentación bipo-lar, que animaba y condenaba al mismo tiempo a la guerra y a los guerreros.

Es interesante constatar que los libros penitenciales valoran, de manera diferente, entre la muerte causada por un combatiente en una guerra injusta, que recibe una dura sanción, equivalente a la impuesta por homicidio; de aquella que acaece durante una guerra justa, defensiva y donde a la cabeza de la misma se encuentra un príncipe legítimo, cuyo castigo es más llevadero. En ninguno de los casos la acción del combatiente recibe justificación ni bendi-ción, considerándose un acto impuro y pecaminoso, que requiere una purifi-cación mediante penitencia.

San Anselmo es un claro ejemplo, de la presencia de la idea de la paz, cuando expone que no está seguro de que los monjes deban aportar socorro espiritual alguno a los hombres de la guerra.20 Para la soldadesca el camino de la salvación estaba cerrado y, únicamente lo podrían alcanzar renunciando a su profesión, abandonando la milicia secular y entrando en la de Cristo; en la vida monacal o eclesial tenían alguna posibilidad de alcanzar la salvación. El oficio de la guerra conducía a la perdición. Incluso, a partir de esta idea, se desarrolló un modelo hagiográfico acorde, que no será otro que el del soldado san Martín de Tours, que abandona la milicia, al tiempo que promete hacer frente a los enemigos por medio de la cruz.

Martín de Tours y Sebastián se convirtieron en santos, pero no porque luchasen con valor, por fidelidad a su señor o convencidos de su causa, sino porque dejaron de hacerlo, como consecuencia de su fe y caridad cristiana. En una lectura paralela, Mauricio y la legión Tebana tampoco se ganó la palma del martirio combatiendo, sino negándose a cumplir una orden y a coger las armas para defenderse.

El cambio se producirá cuando la Orden de Cluny elabore un modelo propio de caballero cristiano, que no deberá ya abandonar su profesión, ni el mundo, para llevar un comportamiento ejemplar y bendito. El prototipo será san Geraldo de Aurillac, cuya vida se asemeja más a la de un monje o asceta que a la de un laico. La idea no cabe duda que estaba sostenida sobre el pensamiento patrístico, donde sobresalía la figura singular de san Juan Crisóstomo.21

20 Consideraba que los laicos se asemejaban a los habitantes de una ciudad asediada que con facilidad podía sucumbir ante los asaltos del enemigo, considerados como el mal, mientras que los monjes formaban la guarnición del castillo, que estaba a salvo del ataque mientras no cayera en la ten-tación de sacrificarse por sus correligionarios, mirando por las ventanas y exponiéndose al peligro.

21 En relación con ese modelo, cfr. S. Bernardo, «Libro sobre las glorias de la nueva milicia. A los caballeros templarios», en S. Bernardo, Obras Completas. I. Introducción general y Tratados (1º),

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Aunque la disciplina monástica utilizó frecuentemente estas imágenes llenas de unción, el mundo de la caballería siguió tomando fuerza y expresividad, lo que se refleja particularmente en el hecho de que los santos guerreros, que habían alcanzado la corona del martirio después de abandonar las armas, se propondrán como protectores de los caballeros cristianos que luchaban contra los paganos. La literatura medieval, especialmente la de caballería, reflejará cómo también los guerreros son mártires y santos a raíz de su participación en la milicia, rompiendo con el modelo pacifista y consolador.

Para los milites, la salvación eterna desde su propio lugar en la sociedad resultaba especialmente difícil, por lo que muchos optarán por la renuncia al mundo de la guerra. El detalle es particularmente interesante puesto que refleja la autoconciencia de que su actividad habitual –la bélica– y su profesión –las armas– los determinaban a la condenación eterna. Aun cuando la figura de san Bernardo influirá significativamente en la cristianización de los ideales guerreros seguirá también presente la idea del arrepentimiento y la conver-sión, que se verá superada con la sacralización del mundo bélico.22

3.1. La aportación del Derecho Canónico. Esta nueva sensibilidad se plasmará pronto en el Derecho Canónico, que estaba también determinado por el sis-tema feudal, construido a partir de los fragmentos del Imperio. En la sociedad de este momento se produce la evolución de una lectura doble ya fuera paci-

BAC, Madrid, 1983, pp. 494-543. Por su parte, el Crisóstomo consideraba que el monje mantenía una batalla más dura, pues a él correspondía luchar contra los demonios, a diferencia de los reyes que lo hacían con los bárbaros. La del monje era una lucha por Dios, desinteresada, frente a la del rey que lo hacía para obtener un botín concreto o por ansias de poder. Cfr. S. Juan Crisóstomo, Ad illuminandos. Catechesis II (PG 49, 258).

22 El mismo S. Bernardo, al dirigirse a ellos y proponerles la imbricación entre milicia y vida monástica les dirá: «Cuantas veces entras en combate, tú que militas en las filas de un ejército exclusivamente secular, deberían espantarte dos cosas: matar al enemigo corporalmente y matarte a ti mismo espiritualmente, o que él pueda matarte a ti en cuerpo y alma ... Si tú deseas matar al otro y él te mata a ti, mueres como si fueras un homicida. Si ganas la batalla pero matas a alguien con el deseo de humillarle o vengarte, seguirás viviendo, pero quedas como un homicida, y ni muerto ni vivo, ni vencedor ni vencido, merece la pena ser un homicida. Mezquina victoria la que, para vencer a otro hombre, te exige que sucumbas antes frente a una inmoralidad». S. Bernardo, «Libro sobre las glorias de la nueva milicia. A los caballeros templarios», en Id., Obras Completas. I. Introducción general y Tratados (1º), BAC, Madrid, 1983, p. 501. La conciencia general era que los caballeros eran homicidas, lo que se desprende también del escrito del Doctor de la Iglesia: «... porque eso os lleva al combate con grandes ansiedades de conciencia, es que unas guerras tan mortíferas se justifican con razones muy engañosas y muy poco serias. Pues de ordinario lo que suele inducir a la guerra –a no ser en vuestro caso– hasta provocar el combate es siempre pasión de iras incontroladas, el afán de vanagloria o la avaricia de conquistar territorios ajenos. Y estos motivos no son suficientes para poder mater o exponerse a la muerte con una conciencia tranquila». S. Bernardo, p. 503.

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fista o de aceptación de la guerra, a una comprensión donde lo que va a primar será la guerra santa, por una parte, y la guerra justa, por la otra. Para ello se recurrirá a los lugares que habían sostenido tradicionalmente el discurso: el Derecho romano, la Escritura y la Patrística, que se plasmarán en diversos tratados, fundamentalmente jurídicos. La obra que tendrá una mayor influen-cia será el Decretum de Graciano, de manera particular en su argumentación sobre la guerra justa. Partiendo de la reflexión de san Agustín se planteaba que la guerra fuese declarada por la autoridad legítima, que fuera justa y hubiera injuria, que la intención fuera recta y, por último, que el enfrentamiento se moviera en la ética y equidad.

Graciano conocía la postura de Orígenes, prohibiendo la participación en la guerra, pero optaba claramente por Agustín y su justificación, que desa-rrollaba recurriendo a otros autores a lo largo de toda la causa XXIII, de su segunda parte de la obra. Su discurso se articulará a lo largo de ocho cuestiones en las que va abordando de lo más general a lo particular. Para ello partía de la pregunta acerca de si en alguna circunstancia es lícita la guerra y matar, para luego analizar la propia naturaleza de la misma, preguntarse sobre la autoridad que podían declararla y la ética que se debían aplicar en la misma. Su idea estaba fundamentada en el derecho romano llegando a la conclusión de que la guerra sólo estaba justificada si era para alcanzar la paz. En este sentido, enten-día que tres podían ser las causas legítimas para la guerra y, en los tres casos, el contrario debía ser causante de alguna ofensa grave: la recuperación de algún robo o expolio, las guerras para vengar injurias y, por último, el recurso a la violencia en defensa propia.

La cuestión más ambigua en su discurso se refería a quién poseía la auto-ridad necesaria para declarar la guerra, donde distinguía claramente entre la autoridad divina y la terrenal, de tal suerte que hacía un claro intento por sepa-rar entre fuentes eclesiásticas y seculares. Y, en este orden de cosas, las guerras justas eran declaradas por autoridades seculares para enmendar un mal previo,23 distinguiéndolas perfectamente de las guerras santas, que tenían como finalidad defender la fe y atajar la herejía. Graciano, concretamente, entendía que era justo rechazar la violencia con la fuerza, en el convencimiento de que, en muchas ocasiones, las guerras las promovían los buenos para castigar a los malos.24

El Decretum recogerá, entre otras múltiples fuentes patrísticas y medievales, una carta de León IV dirigida al ejército de los francos, en la que se ensalzaban las guerras realizadas contra aquellos que eran enemigos de la fe, prometiendo la vida eterna a los que perecieran en tan nobles empresas. En la misma línea,

23 C.23 q.2. c.2.24 C.23. q.1 c.3; C.23 q.1 c.5; C.23 q.1 c.7; C.23 q.2 c.4; X 5.12.18.

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una segunda carta tenía como destinatario a Genadio, animándole a extender la república, ya que éste permitía la predicación libre y favorecía la causa de la fe.25

La sistematización del Decretum, los comentarios de decretistas y decreta-listas, ayudaron a formular una norma que intentaba perfilarse en un grado de objetividad, donde se volvía a la tradición del derecho romano del respeto a lo pactado. Por otra parte, la riqueza de las múltiples interpretaciones y casuística que los autores irán proponiendo, ayudará a que prime el fin de la guerra justa sobre la recta intención.

3.2. Santo Tomás de Aquino. Santo Tomás ordenará la argumentación conju-gando simultáneamente a san Agustín y Aristóteles. Para ello contaba también con toda la reflexión elaborada por los canonistas, que le ayudarán a hacer una propuesta con un marcado discurso racional. Su influencia en el pensamiento posterior será paulatina, teniendo su punto de inflexión más fuerte en París, en las primeras décadas del siglo xvi y, posteriormente, en la Universidad de Salamanca. Consideraba que la guerra sólo podía ser justificable, ante algunas circunstancias, puesto que lo que no podía ser era justa, por el mismo hecho de que el matar a otra persona siempre llevaba implícita cierta injusticia.

Su pensamiento será el fundamento perfecto para los autores salmantinos del siglo xvi, que se centrarán –igual que había hecho él– en la discusión y argumentación acerca de la guerra justa que debía cumplir unos principios básicos: ser convocada por la autoridad legítima, que hubiera una causa justa y, por último, que la intención fuera correcta. Lógicamente, éstos se deducían de toda la tradición clásica, pero venían asimilados directamente a través del Decretum y de los comentarios de decretistas y decretalistas. Seguía el argu-mento de san Agustín, convencido de que una guerra debía ser injusta por alguna de las partes, pero dejando ya espacio a toda la casuística que se desa-rrollaría posteriormente, como consecuencia de no argumentar y formular su visión en términos absolutos, sino relativos.

Quizás el aspecto más vivo y crítico de su pensamiento, que dejará la puerta abierta para que se hicieran planteamientos laxos y rigoristas, será el hecho de que una guerra se podía considerar injusta, aun cuando hubiera sido justa en un principio, y esto en razón de haber violado las leyes de la guerra o haber matado a inocentes. Manifestaba así, nuevamente, que había una ética y una manera adecuada de llevar a cabo incluso una confrontación bélica. Precisamente, sobre estas cuestiones, se detendrán ampliamente los autores salmantinos.

25 C.23 q.4 c.49; C.23 q.5 c.46; C.23 q.8 c.7; C.23 q.8 c.9.

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4. El pensamiento salmantino

Los autores de la «Escuela de Salamanca» estudiarán el tema de la guerra, ya sea de manera monográfica o como un aspecto concreto en algunos de sus tra-tados. No cabe duda de que se tratará de una preocupación seria y fuerte, que contrastan con la realidad del mundo en el que se encuentran insertos, tema que se convierte en preocupación general en todos los autores. Es evidente que no podemos detenernos en todos ellos, por lo que tendremos presentes a los más significativos. Así nos encontramos que Francisco de Vitoria tiene, de manera específica, una relectio De iure belli, que se completa también por medio de otras, como las dos que analizan De potestate Ecclesiae o la De potestate civili y la De indis. Reflexiones, de carácter monográfico, que se completan en una mirada más amplia a la hora de comentar la Summa del Aquinate. Por lo que, en la quaestio correspondiente, vuelve a estudiar el tema y plantear su opinión, que es también deudora de las múltiples y frecuentes consultas que le hacen por vía epistolar. Su maestro Cayetano, había estudiado también este tema, en su comentario a la Summa de Santo Tomás. Su discípulo Alonso de la Veracruz lo haría, poco tiempo después, en su obra De iusto bello contra indos, proponiendo una visión desde las Indias Occidentales, de igual manera que haría Bartolomé de Las Casas, fundamentalmente por medio de su Apología.

Por su parte, Domingo de Soto, analizará la cuestión en su Tractatus de Ius-titia et Iure y, también, por medio de su relectio De Dominio. De igual manera, Melchor Cano lo aborda en su relectio De dominio indorum, texto mucho menos conocido que los anteriores, por conservarse manuscrito hasta décadas recien-tes. Por su parte, el también dominico Juan de la Peña, lo haría por medio de su obra De bello contra insulanos.

Francisco Suárez, por el contrario, lo elaborará en la disputa XIII, del Tracta-tus de Charitate, que se completa por medio de su De Legibus y De iuramento fide-litatis, obras que tendrán una fuerte incidencia en su momento histórico y en los siglos posteriores. Por su parte, Luis de Molina por medio de su enciclopédico Tractatus de Iustitia et Iure, la obra más significativa en su género. Desde el virrei-nato del Perú escribirá también José de Acosta, en De Procuranda Indorum salute.

Las respuestas parten todas de una pregunta esencial: ¿Es lícito hacer la guerra? Que se puntualiza luego en la licitud natural de la misma pero, al mismo tiempo, si lo es para los cristianos y en qué circunstancias. Estos prin-cipios se especifican, en el recurso clásico a las condiciones necesarias para que una guerra fuera lícita. Desde los mismos, las variables y la casuística construían todo lo demás y, en este sentido, no cabe duda que la realidad y los intereses existentes en las tierras de las Indias hacían el resto.

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Para que aquello que los diversos autores proponían fuera aceptado, recurri-rán a los argumentos que sostenían la demostración escolástica, partiendo de la fe, siguiendo con la razón y, si fuere necesario, recurriendo también a lo empí-rico. Si los argumentos de fe recurrían a la Escritura, a los Padres, a los cánones conciliares y a las decretales; los argumentos de razón, así como los empíricos no se centraban exclusivamente en aquellas fuentes o pensamiento más acordes a estas ideas, sino que los propios textos y hechos narrados por la Escritura servían también como argumento incuestionable de autoridad, en múltiples ocasiones.

Estos autores, en mayor o menor medida, la situación bélica hacía que la teoría se pasara a ser una realidad eminentemente práctica, que se concretaba en una moral que pretendía regir y argumentar a partir de los principios racio-nales de la iustitia. Incluso cuando se compara la interpretación que teólogos y canonistas hacían de un mismo autor, se ponía de relieve la distinción de aquel que responde a unos principios de fe y, por otra parte, el que tiene que hacer una adecuada interpretación de unos textos, como es el caso del legista o del canonista. En la mayoría de los casos se trata de crear conciencia, de transmitir un pensamiento, lo que se solía hacer recurriendo a una casuística que, en el caso de las Indias, era múltiple y diversa, pero que también iba cargada de unos intereses manifiestamente dispares; desde aquellos que eran crematísticos a los que miraban a los espirituales, particularmente al bien común y de las almas.

Así se explica que, el recurso a unas mismas fuentes produzca unos resultados diametralmente diversos, permitiendo estar a favor o en contra, a partir de una fuente común, en razón de la escuela concreta a la que se sintieran vinculados los diversos autores, que podían coincidir con las grandes Órdenes religiosas del momento, pero además con escuelas jurídicas o de maestros. Generalmente no se trataba de citas imprecisas, sino que éstas eran traídas a colación a partir de un dis- curso barroco, de carácter eminentemente compilatorio. Es preciso señalar que, en muchas ocasiones, ni siquiera los Padres serán citados directamente, sino que la fuente más significativa en casi todos los autores es el Derecho Canónico, que imponía límites pero que también abría posibilidades, ya que se trataba de argu-mentar y justificar la práctica que la Iglesia había mantenido a lo largo de los siglos.

5. La guerra justa

Con estos antecedentes, los autores salmantinos del siglo xvi, excepto alguno muy concreto, aceptarán la licitud de la guerra, recurriendo a las fuentes clá-sicas, particularmente patrísticas y medievales, considerando a Cicerón y san Agustín como columnas incuestionables, amén del recurso permanente a la Escritura, con una interpretación que se había ido consolidando con el paso del

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tiempo. Resulta profundamente lúcida la reflexión que hace Francisco Suárez, cuando sostiene que ésta no puede ser considerada absolutamente mala, ya que sería ir contra la fe, puesto que la guerra, en determinadas circunstancias se convierte en algo necesario e, incluso, obligatorio.26 Esta idea podría resumir todo lo que se pueda afirmar, pero parece necesario incidir algo más en estos principios, máxime teniendo en cuenta que otros autores, como puede ser el caso de Vives o Erasmo, harán una defensa aguerrida y apasionada de la paz.27

Frente a esta lectura, el tema crucial derivará hacia la licitud y justicia de la guerra, algo que reglamentará toda la reflexión posterior y que, de alguna manera, ha estado presente incluso en acontecimientos muy recientes como cuando George W. Bush argumentaba la intervención en Irak, afirmando que era justa, noble y necesaria. En el mismo contexto, Lutero había calificado ilícita la guerra contra los turcos, aunque luego cambiará también su opinión. El probabilismo moral se deja notar en Luis de Molina, que sostendrá que las guerras entre cristianos, en ocasiones, no sólo son lícitas sino que el no hacer-las sería pecado moral, considerando que ésta ha sido la doctrina común de la Iglesia.28 Para este hecho la autoridad indiscutible será Ambrosio, tal y como venía filtrado por el Derecho Canónico.29

Es necesario ahora, de manera breve, analizar los argumentos fundamentales que están presentes en la mayoría de los autores, que partirán de la considera-ción de aquellos que justifican lícitamente la guerra justa, para detenerse luego en toda la casuística de aquellos que son comunes y que encontramos, ya en el discurso propuesto por el Hiponense, pero mucho más por el Mediolanense.

5.1. Argumentos para que una guerra sea justa. Es común entre los autores el cumplimiento de tres condiciones para la licitud de la guerra: que se efectúe por la autoridad pública del príncipe o de la república, que haya justa causa para

26 Francisco Suárez, «Tractatus de Charitate», en Francisco Suárez, Opera omnia, apud Ludo-vicum Vives, Parisiis, 1858, XII, pp. 737-738 [disp. 13, sect. 1, §§. 1-5].

27 Con todo, Erasmo considerará que dedica, muchas páginas, a un tema que le preocupa y que le afectará personalmente, sí llegará a reconocer que si se lleva a cabo legalmente, no puede ser rechazada totalmente. Con todo, su visión más frecuente es el considerar la guerra como algo infernal, indigno de seres humanos y más propio de bestias, lo que llega a concretar en el hecho de que papas, obispos e incluso monjes participaran activamente en las mismas. Es inadmisible que los cristianos luchen entre sí, pues las armas de Cristo, no son materiales sino espirituales. Desi-derio Erasmo de Rotterdam, In Evangelium Lucae paraphrasis, in edibus Michaelis de Eguia, Com-pluti, 1525, pp. 105-106 y 455-458 [caps. 3 y 22].

28 Luis de Molina, De iustitia et iure, I, Moguntiae, 1569, cols. 405-406 [tract. II, disp. 99, §§. 1-8].29 «Qui a socio non repellit iniuriam similis este ei qui facit». S. Ambrosio, De Officiis, I, 36;

C.23 q.3 c.7. El texto no se encuentra literal en la obra del Mediolanense.

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realizarla, y que haya recta intención.30 Como se intuye, no se trata de otra cosa que el recurso a la argumentación clásica, donde la guerra ha de ser promovida por el príncipe o la autoridad de la república tal y como ya hemos referido en san Agustín y que aparece argumentado en el recurso a Justiniano, por medio del Derecho Civil31 y las Decretales, respecto al Canónico.32 La misma argu-mentación se encuentra en el Aquinate,33 de donde la toma Francisco de Vito-ria, aplicándola de manera concreta a distintas situaciones de su época.34

Para el maestro salmantino, el príncipe, antes de declarar la guerra, debe proceder con el mayor cuidado, valorando y examinando adecuadamente las razones de los adversarios, llegando si fuera necesario incluso a discutirlas, dis-tanciándose de cualquier engaño, manipulación o falacia, de tal suerte que todo se ajustase al derecho y a la razón. Señala que era necesariamente el príncipe quien debía recurrir a sus consejeros, los cuales habían de ser libres e indepen-dientes a la hora de presentar su visión al respecto, llegando incluso a contrade-cir a aquel al que servían.35 La argumentación propuesta por Vitoria entendía que nunca podía ser un motivo justo el someter a otra república, sobre la que no se poseía derecho alguno. Este hecho tendrá unas consecuencias significativas a la hora de argumentar la defensa de los naturales y sus tierras en las Indias Occidentales. A este respecto, era razonable que dedujese que los naturales de Castilla no tenían ningún derecho legítimo sobre aquellas tierras.36

El detalle, por otra parte, tiene más enjundia de lo que pudiera parecer a simple vista, puesto que algo que se estaba planteando era el límite al poder absoluto, ya fuera el del Papa o el de los soberanos temporales, que consi-deraban su poder como supremo. Desde los principios defendidos por Vito-ria, Suárez afirmará que no se puede admitir que cualesquiera reyes tuvieran

30 Cfr. Quilicus Albertini, L’oeuvre de Francisco de Vitoria et la doctrine canonique du Droit de la Guerre, Chevalier-Marescq, Paris, 1903.

31 C 11.47.1.32 C.23 q.1 c.14; C.23 q.2 c.1.33 Tomás de Aquino, S.Th., II-II, q. 40, a. 1.34 «Sed respublica habet auctoritatem non solum defendendi se sed etiam vindicandi se et

suos». Francisco de Vitoria, Relectio de iure belli o Paz Dinámica. Escuela Española de la Paz. Pri-mera generación 1526-1550, CSIC, Madrid, 1981, p. 116 [II,2]. En adelante Relectio de Iure Belli.... Cfr. Francisco de Vitoria, Relectio de Iure Belli..., p. 119 [II,3]. Aquí la argumentación está tomada de la C.23 q.1 c.4, que recogía el texto de Agustín: «El orden natural que se ajuste a la paz exige que se de en los príncipes autoridad y competencia para decidir la guerra». Agustín, Contra Faus-tum Manichaeum, XXII,75 (PL 42, 448); Francisco de Vitoria, Relectio de Iure Belli..., pp. 138-142 [IV,I,6-7], donde se plantea las dudas sobre la justicia de la guerra.

35 En ese contexto un claro ejemplo de este proceder es el que se encuentra en el Canciller de Inglaterra, Sir Thomas More, frente a Enrique VIII.

36 Francisco de Vitoria, Relectio de Iure Belli..., pp. 132-134 [IV,I,4].

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autoridad sobre todo el orbe para castigar las injusticias cometidas por dis-tintos pueblos.37 Volviendo también, aunque de manera indirecta, a las fuen-tes patrísticas Las Casas afirmará, con su clásica vehemencia, que una guerra justa puede tornarse en injusta si a la hora de su ejecución se cometen excesos acerca de aquello que había sido ordenado por el príncipe legítimo.38 El detalle se sostenía en la argumentación clásica, por medio de la cual a un particular sólo le era permitido alzar las armas para defenderse a sí mismo y sus bienes, pero no para defender los intereses de otros, ni siquiera cuando se trataba del propio soberano, algo en lo que insistirá el propio Vitoria.

De manera general, sostenidos a partir de la tradición cristiana, los autores salmantinos, que están viviendo la experiencia viva e histórica de la confron-tación entre príncipes cristianos, afirmarán que ésta no se podría dar si no contaban antes con el permiso explícito del Papa, lo que luego extenderán a aquellos que declaran la guerra sin el compromiso y autorización del propio príncipe. Luis de Molina aborda este tema, como tantos otros, entrando en los múltiples detalles e implicaciones que conllevan.39 El motivo fundamen-tal, por tanto, será la injuria o injusticia que recibe una república, ampliando luego el concepto a vengar agravios, castigar a aquellos que no cumplen las leyes, defender la república, el bien público o la causa común y recuperar todo aquello que ha sido injustamente sustraído. Pero, para valorar moralmente la cuestión se detallará por parte de los autores que el ultraje cometido ha de ser grave, culpable y que no se encuentre otra manera de solucionarla. Molina se detendrá en todos los pormenores del asunto.40

En referencia a la última de las tres condiciones el Aquinate había expuesto que para que la guerra fuera justa era necesaria la recta intención de los conten-dientes,41 algo que no siempre era cumplido y, por otra parte, que estuviera enca-minada a promover el bien o evitar el mal. Se entendía que aún siendo legítima la autoridad y justa la causa, esta fuera ilícita por la mala intención que la movía. El principio hacía referencia a algo que ya planteamos en referencia a san Agustín

37 Francisco Suárez, «Tractatus de Charitate», en Opera omnia, XII, p. 774 [disp. 13, sect. 4, §. 3]. «Unde, quod quídam aiunt, supremos Reges habere potestatem ad vindicandas iniurias totius orbis, est omnino falsum, et confundit omnem ordinem, et distinctionem iurisdictionum: talis enim potestas, neque a Deo data est, neque ex ratione colligitur».

38 Bartolomé de las Casas, «Tratado sobre los indios que han sido hechos esclavos», en Id., Obras Completas. X. Tratados de 1552, Ramón Hernández-Lorenzo Galmes (eds.), Alianza, Madrid, 1992, pp. 219-284.

39 Luis de Molina, De iustitia et iure, I, cols. 409-415 [tract. II: De aucthoritate ad bellum necessaria, disps. 100-101].

40 Luis de Molina, De iustitia..., cols. 416-432 [disps. 102-106].41 Sto. Tomás de Aquino, S.Th., II-II, q.40 a.1.

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cuando éste sostenía que la paz había de promover la paz y no la guerra.42 Se trata claramente de un principio moral, donde la guerra aparecía como un mal menor, que se regía con unas condiciones precisas, por lo que la necesidad imponía una actuación, pero no como una voluntad expresa. Esto hacía, incluso, que se desarrollara una valoración moral de las motivaciones o causas de la guerra, con-siderando una serie de ellas, como moralmente rechazables: el deseo de dañar, la crueldad de la venganza, la pasión de dominar, la codicia de lo ajeno, el deseo de la gloria, la avaricia, el exterminio de un pueblo, el arrebatar un derecho ajeno, el odio oculto. Las fuentes estaban nuevamente en la patrística, particularmente en san Agustín43 y el Derecho Canónico,44 como dejan ver en sus obras Vitoria45 o el mismo Suárez.46 La reflexión podríamos afirmar que la completa el jesuita Molina analizando atentamente todo lo que se refiere a la recta intención.47

Parece necesario insistir, aunque de manera breve, que no se trataba de una formulación jurídica sino que, en el presente caso, será eminentemente teoló-gica, razón por la que los autores se sentirán muy libres para llegar a sus con-clusiones que, en numerosas ocasiones no se corresponden con los intereses de aquellos que gobiernan. La teología moral, basada en la tradición clásica de la Iglesia y ordenada a partir de los principios fundamentales de una vida cristiana, ofrecía las pautas concretas de comportamiento social que, además, venían con-trastadas por el pensamiento de autores a los que recurrirán de manera fre-cuente o, incluso, a aquellos que no abandonarán a lo largo del discurso.

El propio detalle de Molina, a la hora de considerar la recta intención, es el que imposibilita, como consideran los diversos autores, la licitud de una guerra por ambas partes, entendiendo que si la justicia estaba de un lado, no podía estar al mismo tiempo del otro. El argumento, en el presente caso, más que hacer referencia a la teología moral, se refería directamente al Derecho, particular-mente canónico, que se sustentaba en los principios básicos del romano.48 Sí

42 S. Agustín, Contra Faustum Manicheum, XXII,74 (PL 42,447); Id., De Civitate Dei, IV, 6 (CCSL 47, 103); Id., Epistolae 189. Ad Bonifacium, 4,6 (CCSL 33A, 585.859).

43 Id., Epistolae 100. Ad Donatum, 1-2 (CCSL 31A, 237-238); Id., Epistolae 93. Ad Vicentium (CCSL 31A, 167-206); Id., Epistolae 138. Ad Marcellinum (CCSL 31B, 257290).

44 C.23 q.1 c.4; C.23 q.1 c.5; C.23 q.1 c.6; X 2.1.13; X 5.12.18.45 Cuestiones que el dominico aborda a partir de la cuestión cuarta, en su segunda proposi-

ción: Para que una guerra sea justa es preciso examinar con gran diligencia las causas de la guerra y oír las razones de los adversarios por si quisieran discutirlas según razón y justicia. Cfr. Francisco de Vitoria, Relectio de iure belli, pp. 140 y ss. [IV,I,6ss.].

46 Francisco Suárez, «Tractatus de Charitate», en Francisco Suárez, Opera omnia, XII, pp. 737- 738 [disp. 13, sect. 1, §§. 1-5].

47 Luis de Molina, De iustitia..., I, cols. 432-434 [tract. II, disp. 107].48 Francisco de Vitoria, Relectio de iure, pp. 144-158 [IV,I,7-9]; Domingo de Soto, De iustitia

et iure libri decem, Salmanticae, 1542, p. 390 [lib. V, q. 1, art. 7]; Diego de Covarrubias y Leyva,

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dejan la puerta abierta, entrando ya en campos de la casuística canónica y moral, del que ambos creen tener razones creíbles y justas para promover la guerra, argu-mentando desde la buena fe e ignorancia invencible.49 Por lo mismo, a los súb-ditos es lícito ir a la guerra, puesto que no es tarea de los mismos cuestionar la licitud de la guerra o las decisiones de los príncipes, teniendo además en cuenta que la obediencia, en el presente caso, es una cuestión importante. La única excepción vendría de la mano de la certeza respecto a la injusticia de la guerra, ya que en ese caso no les sería lícito luchar, ni tan siquiera con el man-dato del príncipe legítimo.50

Recurrimos, en esta ocasión, a Solórzano Pereira, con la intención de poner de manifiesta que, incluso cuando se trataba de juristas al servicio del Rey, los principios a los que se refiere resultan inamovibles, aunque se tratara de defender los intereses del príncipe, por encima de los súbditos. Esto explica la polémica entre Sepúlveda y Las Casas, tradicionalmente manipulada y leída en clave de buenos y malos. Frente a esta manera de proceder, la lectura a la que están acostumbrados los académicos, es la de los principios de autoridad, razo-namiento en el que Las Casas no parece estar muy avezado, precisamente por no ser él un académico, sino que está infiriendo con la lógica de una práctica que generaba una fuerte injusticia social.

Respecto al derecho de presa, la fundamentación usada por los autores se refiere al Antiguo Testamento, como primera Auctoritas (Génesis, 14, 14-16; Deuteronomio 20, 10), pero sistematizado por medio del Derecho romano,51 lo que Francisco de Vitoria matiza, considerando que la captura debe llegar hasta una suficiente compensación, aun cuando se acepte que los bienes son de quien se apodera de ellos, por lo que se pueden retener, si es necesario, terri-torios y plazas fuertes para compensar los daños, e incluso definitivamente, algunos para defensa y castigo; que se pueden imponer tributos; que los sol-

Opera omnia, Venetiis, 1581, p. 574 [In regulam peccatum, q. 10, §. 6]; Francisco Suárez, «Tractatus de Charitate», en Francisco Suárez., Opera omnia, XII, p. 738 [disp. 13, sect. 1, §§. 1-5].

49 Francisco de Vitoria, Relectio de iure belli..., p. 140ss. [IV,I,6ss.]; Francisco Suárez, «Tracta-tus de Charitate», en Fracisco Suárez, Opera omnia, 737-738. También, en esta ocasión, están fun-damentando sus principios desde san Agustín y el derecho romano, passim.

50 «... aunque en realidad sea así; bien puede ocurrir, sin embargo, que (según la estimación humana y la de quien calibra sus injurias según sus propios criterios) se luche por ambas partes alegando razones justas, al menos aparentemente, como brillantemente enseñan Vitoria, Cova-rrubias, Soto, Gregorio de Valencia, el P. Suárez y el Maestro Márquez. Por consiguiente, quien no tiene de su parte ninguna razón verdadera o al menos verosímil y probable, no podrá declarar con justicia una guerra y muchísimo menos esclavizar a los prisioneros de ella». Juan de Solór-zano y Pereira, De Indiarum Iure. III. De Indiarum retentione, Carlos Baciero (ed.), CSIC, Madrid, 1994, p. 449 [cap. 7, §§. 75-76].

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dados no pueden entregarse al saqueo e incendio sin permiso de los jefes, que, por regla general, no se puede deponer a los príncipes derrotados. El detalle es importante, puesto que poniendo límites al derecho de guerra, quedaba abierta una puerta para posibles y diversas interpretaciones.

En la circunstancia de que se demostrara la injusticia de la guerra, por alguna de las dos partes, necesariamente habría que restituir; principio que nueva-mente vincula con la tradición del Derecho romano, con la patrística y toda la escolástica. Y, concretamente, como afirma Vitoria habría que restituir todo lo capturado, restando lo que ya hubiera sido consumido.52 Mayor disparidad hay en relación a la restitución de bienes que el posesor ilegítimo hubiera vendido, considerando unos que deberían restituirse y otros que no siempre y en todas las ocasiones. La restitutio era uno de los pocos recursos morales que permitían una organización justa, en medio de múltiples excesos. Necesariamente habrá que distinguir entre la teoría y la praxis, puesto que aunque la teoría parecía estar clara, se encontrarán argumentaciones morales para proponer otras respuestas.

El matiz llega, incluso, hasta la muerte del enemigo; algo realmente com-plejo de medir moralmente, pero que responde perfectamente a toda la tradi-ción patrística y, en este caso, no sólo a los principios defendidos por Ambro-sio y Agustín, por lo que Vitoria se mantendrá en la misma posición. Sí se aceptará, como era tradición, la reducción a servidumbre de los prisioneros, pero no su muerte, a no ser por una causa especialmente justificada y como escarmiento general.

A la hora de definir quiénes son los enemigos, pues sólo a ellos se puede hacer la guerra, los argumentos vienen por la línea de los grandes comentaris-tas del Derecho, especialmente Accursius,53 que recurrirá a la interpretación clásica de Roma, que se refería a los que el pueblo declarara públicamente la guerra.54 Es interesante constatar que diversos autores entenderán que, obje-tivamente, no se puede considerar enemigos a aquellos pueblos con los que no se mantienen pactos, ni amistad, ni por el hecho de ser extranjeros. Con todo, los autores salmantinos, en su gran mayoría, optarán por la justificación general de los principios. Esto suponía que el derecho de postliminio sólo se podía aplicar a los enemigos públicos y no contra otros. Una vez más, la cues-tión pasabaa por la necesidad de concretar quiénes son los enemigos públicos, entendiéndose que los bandidos y salteadores no entrarían en dicha categoría, por lo que se reducía la lectura de tipo genérico.

51 I 2.1.17; D 41.1.5,7.52 Francisco de Vitoria, Relectio de iure belli..., p. 158ss. [IV,I,10].53 Cfr. Franciscus Accursius, Glossa ordinaria in corpus iuris civilis, apud Juntas, Venetiis, 1606.54 D 28.1.13; D 49.15.19; D 49.15.24; D 50.16.118.

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5.2. El uso de modelos clásicos: las guerras del Antiguo Testamento. El recurso a las guerras de los israelitas será un paradigma frecuente para los diversos autores. La insistencia clásica era que los israelitas habían ido a la guerra como con-secuencia de un mandato divino, algo recurrente en el Derecho canónico y los autores salmantinos, como es el caso de Juan de la Peña.55 También en el presente caso, la fundamentación se encuentra en los escritos de san Agustín, que recurre a la entrega de la tierra prometida que Noé hizo a su hijo Sem y que le fue arrebatada por su hermano Cam, por lo que los israelitas recupe- rarían aquello que legítimamente les correspondía;56 algo que será secundado por otros padres como Juan Casiano57 y que llegará a la Escuela de Salamanca de la mano de Cayetano,58 maestro de Francisco de Vitoria. Desde una visión actual, este tipo de argumentación no se sostiene, pero hemos de reconocer que para ellos era un principio de autoridad válido e incuestionable, lo que marcaba unas nociones legítimas y aceptadas comúnmente por todos. La difi-cultad podemos intuirla cuando se pretendía aplicarlos a los naturales de las Indias, donde la cuestión se volvía más complicada.

Una segunda motivación aparece, de manera general, en los autores. La necesidad de castigar a aquellos que habían cometido crímenes y abominaciones: los pueblos que habían invadido las tierras de Canaán. Ginés de Sepúlveda, al respecto, está recurriendo para argumentar a Ambrosio y Agustín.59 En la men-talidad de los salmantinos entre dichas abominaciones se encontraba también la idolatría, que se justificará recurriendo a Cipriano de Cartago, aunque no direc-tamente, sino a través del Derecho Canónico y de Nicolás de Lyra, donde se le citaba como argumento de autoridad.60 El detalle, en la disputa entre Las Casas y Sepúlveda, será contestado por el primero que considera que las abominaciones sólo se pueden aplicar a los paganos que habitaban la tierra de Canaán y no a otros.61

55 C.23 q.2 c.2; Juan de la Peña, De bello contra insulanos. Intervención de España en América. Escuela Española de la Paz. Segunda generación 1560-158. I. Testigos y fuentes, CSIC, Madrid, 1982, pp. 257-259 [II,30].

56 S. Agustín, Sermones suppositi, XXXIV (PL 39, 1811); Id., Quaestionum in Heptateucum libri VII, IV, 44 (PL 34, 739).

57 S. Juan Casiano, Collationes XXIV, V, 24 (PL 49, 640).58 C.23 q.2 c.2.59 Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates Segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios,

Madrid, 1984, pp. 42-43; San Agustín, Sermones suppositi, XXXIV (PL 39, 1811). Es interesante constatar, confirmando lo que venimos diciendo, que el texto atribuido a san Ambrosio, Sepúl-veda lo toma del Decretum de Graciano, y no del autor, donde no lo hemos encontrado en su Opera omnia. Cfr. C.23 q.5 c.49.

60 Cipriano de Cartago, Ad Fortunatum, cap. V (CCSL 3, 191-192); C.23 q.5 c.32; Nicolás de Lyra, In librum differentiarum veteris testamenti, liber primus et secundus Paralipomenon, s.l., s.a.

61 Cfr. Bartolomé de las Casas, Apología, Ángel Losada (ed.), Alianza, Madrid, 1988, pp. 219-221.

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5.3. De la guerra contra los infieles. Otro de los temas a los que hubieron de recu-rrir los autores salmantinos fue al de la guerra contra la infieles, que era tra-dicionalmente considerada como algo ilícito, ya que se entendía que en razón de infidelidad no perdían los paganos sus reinos y bienes, por lo que tampoco era lícito declararles la guerra, pues se trataría más de un expolio. Ésta era la opinión de autores tan significativos como santo Tomás, Cayetano, Francisco de Vitoria o el propio Molina,62 que también siguiendo la interpretación tradicio-nal, veían las cosas de otra manera cuando se trataba de aquellos infieles que ocu- paban tierras que habían sido arrebatadas ilícitamente a los cristianos, que impe-dían la predicación del Evangelio o perseguían a los cristianos.

Uno de los escolásticos con un pensamiento más elaborado de su tiempo, Duns Escoto discurría que los príncipes cristianos, por el contrario, sí podían obligar a convertirse a la fe a sus súbditos,63 opinión que no compartirá Vito-ria. La cuestión, para muchos autores cambiaba, en el momento en que un número significativo de bárbaros se hubiese convertido a la fe, puesto que entonces se podría, con justa causa, deponer al príncipe infiel y nombrar a uno cristiano.

Lo cierto es que la postura de la Iglesia para con los herejes fue de rechazo, sin descartar el recurso a la fuerza e, incluso, al brazo secular. El mismo Gre-gorio Magno acepta y alaba la actitud de Genadio en su guerra contra los herejes, lo que luego será asumido por el Derecho Canónico.64 El maestro de París John Maior se inclina a favor de la guerra contra los infieles, pues todos ellos maquinan separarse de Cristo, de quien viene todo poder. Juan Ginés de Sepúlveda se sitúa en esta línea de pensamiento, meditando que es necesario dominar previamente a los infieles para que escuchen la palabra de Dios, a la vez que en las guerras contra los infieles se vengan las injurias hechas a Dios.65

62 Sto. Tomás de Aquino, S.Th., II-II, q.10 a.8; Francisco de Vitoria, Relectio de iure belli..., p. 122 [III,1]; Francisco de Vitoria, Relectio de Indis o libertad de los indios, Luciano Pereña-José Manuel Pérez-Prendes, V. Beltrán de Heredia (eds.), CSIC, Madrid, 1967, p. 64 [I,2]; Luis de Molina, De iustitia..., I, p. 429 [tract. II, disp. 105, §. 4].

63 Bto. Juan Duns Escoto, Quaestiones quarti voluminum scripti Oxoniensis super sententias, Jo. Jacobus Hertz, Venetiis, 1680, p. 99 [lib. IV, dist. 4, q. 9].

64 S. Gregorio Magno, Epistola LXXIV ad Gennadium Patricium et Exarchum Africae (PL 77, 528-529); C.23 q.4 c.9; C.23 q.4 c.48.

65 «En la guerra que se hace a los infieles no sólo se vengan las injurias hechas a los hombres, sino las injurias hechas a Dios, que son mucho más graves. Por otra parte, se hace injuria al que pide algo justo si no se le da lo que pide; del mismo modo si alguien debe obedecer a otro y si, des-pués de ser amonestado, rechaza su imperio, incurre en injuria contra él. Se ve, pues, que con esta guerra no sólo se vengan las injurias hechas a los hombres, sino también las hechas a Dios, pues no es lícito sin cometer injuria llevar a cabo una guerra injusta, así como tampoco lo es no hacer guerra justa si fue declarada como se debía. Así no sólo es injurioso aquel que incurre en contu-

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Lo que tenía también su fundamento en el Derecho Canónico pensando a los herejes como enemigos de la religión, por lo que debían ser combati-dos incluso por medio de la confrontación armada.66 Esta doctrina fue defen-dida por Santo Tomás,67 el cual escribe que los súbditos del príncipe hereje quedan libres del juramento de fidelidad y que los herejes pueden ser forzados a cumplir lo que prometieron, algo que también aceptará Vitoria.68 Con todo, un argumento también muy recurrente será el planteado por Maior, cuando afirma que por la herejía se perdía el dominio de los bienes.69

5.4. De la guerra contra los bárbaros. Si la opinión general, respecto a la guerra contra los infieles era más o menos común, no sucedía lo mismo respecto a los bárbaros, donde nos encontramos con una disparidad que iba desde aquellos que admitían que en sí misma era justa, los que se oponían radicalmente y, aquellos que lo consideraban en razón de los diversos casos y circunstancias. Con todo, la mayoría de los autores se sitúan más en la segunda y tercera opinión, intuyén-dose en ello una lectura moral de los hechos.

Como en tantas otras cuestiones el problema se remonta al Filósofo, y los múltiples comentarios que se harán luego sobre el mismo. El principio aristo-télico no ofrecía duda:

justo es que los helenos manden sobre los bárbaros; el arte de la guerra será en cierto modo un arte adquisitivo por naturaleza (el arte de la caza es una parte suya), y debe uti-lizarse contra los animales salvajes y contra aquellos hombres que, habiendo nacido para obedecer, se niegan a ello, en la idea de que esa clase de guerra es justa por naturaleza.70

Esta idea general, Aristóteles la completaba en el libro VIII, cuando con-sideraba que la milicia debía ser utilizada también, para gobernar de manera despótica los que merecían ser esclavos. Estas dos ideas tuvieron una fuerte

melia, sino el que de cualquier manera se comporta injustamente contra alguien». Juan Ginés de Sepúlveda, Apología, Ángel Losada (ed.), Editora Nacional, Madrid, 1975, 73.

66 El propio derecho de Castilla, Las Partidas, consideraban que las razones de los sabios anti-guos para hacer la guerra eran acrecentar el número de fieles y para destruir a aquellos que se opo-nían a la misma. Cfr. Partidas 2.23.2. En concreto, el papa Alejandro II se había dirigido a los obis-pos de la península ibérica alabando las guerras de los cristianos para expulsar a los sarracenos, como invasores, marcando una clara distinción respecto a los judíos, a los que no se podía hacer la guerra o infligir malos tratos. Cfr. Alejandro II, Epistola ad omnes episcopos Hispaniae (PL 146, 1386-1387). El detalle sería luego recogido en el Derecho Canónico, C.22 q.8 c.11.

67 Sto. Tomás de Aquino, S.Th., II-II, q.10 a.8; q.12 a.2.68 Francisco de Vitoria, Relectio de iure belli..., p. 246 [II, 4].69 John Maior, In secundum..., Parisiis, 1519, f. 187r [dist. 44, q. 3].70 Aristóteles, Política, I,2.8.

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resonancia en la tradición cristiana, particularmente en los grandes autores escolásticos, que se convertirán en transmisores atentos de su pensamiento.

Aquellos que niegan la licitud, también recurren a fundamentar en la misma línea clásica y, en este sentido, resulta particularmente sugerente la reflexión planteada por Melchor Cano, máxime porque dicho autor ya no muestra un interés directo hacia las cuestiones sociales, sino que se centra más en las doctrinales. En el presente caso entiende que, dejando de lado el ejemplo de las mujeres y de los niños, ningún hombre está sometido a otro. Se pregunta concretamente, quién delimita el dominio de los sabios, entendiendo que cualquiera puede considerarse más sabio que otro y, de esta manera, evadir el dominio. Con todo, la afirmación más significativa es aquella que considera que la caridad cristiana no puede ser fuente de dominio sobre los bárbaros.71 José de Acosta, a partir de su experiencia americana, matiza mucho más con-siderando incluso que del principio del gobierno del prudente sobre el igno-rante no se puede deducir que sea lícito arrebatar su poder a los bárbaros, distinguiendo claramente entre niños y bárbaros. Ni siquiera cuando se recu-rre a afirmar que sino se procediera de esa manera, sus crímenes quedarían impunes. Lo más significativo es cuando llega a afirmar que a éstos no es lícito aplicar los parámetros de una república cristiana, por lo que no se puede depo-ner a sus gobernantes, recurriendo al pretexto de que el Imperio se justificó por su obra civilizadora.72 En esta misma línea se encuentran Luis de Molina y Bartolomé de Las Casas.73 No se puede pasar por alto la reflexión que hará Juan de la Peña, que pone de relieve el argumento aristotélico, considerando que nunca se ha visto una nación tan bárbara que no pueda gobernarse a sí misma.74

También aquellos que la consideraban como lícita recurrirán a san Agus-tín. Un ejemplo claro de ello es el propio Juan Ginés de Sepúlveda:

es guerra justa por naturaleza la que se hace sobre aquéllos cuya condición natural es obedecer, si rehúsan su imperio; como indica San Agustín se puede obligar a la práctica de la justicia y corregir al delincuente aunque rehúse el castigo; el mal menor hace las veces de bien; es un deber de humanidad sacar a los pueblos de su barbarie, no obs-

71 Melchor Cano, «De dominio Indorum», en Juan de la Peña, De bello contra insulanos..., pp. 556-563. En toda la relectio usa frecuentemente a los santos padres y el derecho canónico, además de la Escritura y el Aquinate.

72 José de Acosta, De procuranda indorum salute. Pacificación y colonización, pp. 269, 283-285, 293 y 333. [II,3.5-6.11],

73 Luis de Molina, De iustitia..., I, col. 430 [tract. II, disp. 105, §. 8]; Bartolomé de las Casas, Apología, pp. 111-115.

74 Juan de la Peña, De bello contra insulanos..., pp. 251-253 [I,II,28].

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tante se puedan cometer algunos excesos; se consigue un intercambio de bienes entre la nación dominadora y los pueblos sometidos.75

En la misma línea se pronunciaba también otro canonista, Diego de Cova-rrubias, considerando que sería justa si se hacía buscando el beneficio de los bárbaros e implantar buenas costumbres, algo propio del Bien común.76 El detalle es importante, puesto que pone de manifiesto cómo los canonistas, o de manera general los juristas, tiene una manera de argumentar que claramente se configura más directamente con el poder establecido y la defensa de sus derechos.77

Entre aquellos que considerarían la guerra en casos extremos nos encon-tramos al propio Vitoria o a Suárez. El primero no se pronuncia con claridad, sino que deja la puerta abierta a que sea legítima, si se hace por el bien de ellos. El segundo resolverá la cuestión con una respuesta todavía más genérica, haciendo referencia a casos extremos.

En tercer lugar veamos la opinión de los que la justifican en casos muy especiales. Piensa Acosta al respecto que, tratándose de pueblos de compor-tamientos bestiales, sin leyes ni gobierno, se podría utilizar cierta coacción moderada para llevarlos a una vida humana, pero sin ocasionarles la muerte. Vitoria reconoce que declarar la guerra a los bárbaros, que distan poco de los deficientes mentales, a unos les parece legítimo y a otros no. Es curioso que no se atreve a darlo por bueno ni a condenarlo, siempre que se haga para su bien.78 Suárez escribe que podría ser la guerra justa en casos extremos, entendiendo por tales la muerte de inocentes o crímenes semejantes.79

5.5. De la guerra por los pecados contra la ley de la naturaleza. Muy unido al tema de los bárbaros se encuentran las transgresiones contra la ley natural, de las que la opinión general deducía que debían recibir un castigo, llegando incluso a la guerra. De manera general, los autores presentan dos cuestiones a debate:

75 Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates Segundo..., pp. 19-29; Id., Epistolario, Ángel Losada, Cultura Hispánica, Madrid, 1979, pp. 193-194 [lib. VI, epist. 53].

76 Diego de Covarrubias y Leyva, «De iustitia belli adversus Indos», en Relectio de Iure Belli..., pp. 346-347.

77 No queremos decir con esto que su argumentación no fuera válida o tuviera menos valor, sino que la mens es claramente diversa y, por lo mismo, en la aplicación de unos principios jurídi-cos y canónicos llegan a unas conclusiones, teniendo además en cuenta que sus fuentes son siem-pre jurídicas y otras son siempre de carácter indirecto, a través de ese filtro peculiar y propio.

78 Francisco de Vitoria, Relectio de Indis, pp. 97-98 [I,3,17].79 Francisco Suárez, «Tractatus de Charitate», en Opera omnia, XII, pp. 745-746 [disp. 13,

sect. 5, §. 5].

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si es justa la guerra promovida contra los bárbaros por los pecados cometi- dos contra la naturaleza; si es justa la guerra que se hace contra los idólatras y contra los que matan inocentes.

En la disparidad de respuestas de los autores, se encuentra un lugar común en su reflexión que es la doctrina de Alejandro IV, sosteniendo que el Papa, por ser vicario de Cristo, podía lícitamente castigar, del mismo modo que Dios castigó a los sodomitas de Gomorra, por obrar contra la ley natural. Enten-día, además, que esto afectaba a todos los hombres, por el simple hecho de ser tales.80 La reflexión la ampliaban canonistas de la talla del Hostiense que creían también en la licitud de privarles de sus bienes.81 Casi todos los autores rechazarán la argumentación del Pontífice, por considerarla algo que no podía ser aplicado a su contexto histórico. En concreto, Vitoria en su permanente búsqueda de la independencia de poderes, defenderá que los príncipes cris-tianos, ni siquiera con la autoridad del Papa, pueden obligar por la fuerza a que los paganos dejen de cometerlos, ni tampoco castigarlos.82 Con profundo sentido práctico, su discípulo Alonso de la Veracruz mantendrá una excepción cuando se trataba de aquellos que eran antropófagos.83

Respecto a la segunda cuestión, aquella que se refiere a la idolatría y a la defensa de los inocentes, tiene como fuente argumentativa también al Hos-tiense e Inocencio IV, fundamentándose, en esta ocasión, en un texto de san Cipriano asimilado por el Derecho canónico que, a su vez, remite a Deutero-nomio 13, 12-18.84 De manera general, los autores no aceptarán que la idola-tría sea un motivo de guerra justa pues como sostendrá Gregorio López, en sus glosas a las Partidas, no es razón para provocar una guerra.85

80 Inocencio IV, In quinque libros..., In librum III Decretalium, Lugduni 1578, f. 279r. [tit. XXXIII. De voto et voti redemptione, cap. 8, c. Quod super, §§. 3-4].

81 Enrique de Seguncio Cardenal [Hostiense], Commentaria... In tertium Decretalium librum, De voto et voti redemptione, Venetiis 1581, f. 128. [cap. 8. Quod super his, §§. 14-16].

82 Francisco de Vitoria, Relectio de Indis, pp. 101-103 [II,1]. Soto y Cano se pronuncian en la misma línea de Vitoria. Cfr. Domingo de Soto, «Relectio, an liceat civitates infidelium seu genti-lium expugnare ob idolatriam», en Juan de la Peña, De Bello contra Insulanos..., 586-592; Melchor Cano, «De dominio Indorum», en Ibid., pp. 561-562.

83 Alonso de Veracruz, De iusto bello contra Indos, Carlos Baciero (ed.), CSIC, Madrid, 1997, pp. 299-305 [VI,4]. Se trata de la quinta tesis: «Si los bárbaros comían carne humana tanto de inocentes como de culpables a quienes sacrificaban, fue lícito someterlos por la guerra y privarles de su dominio, por lo demás legítimo, si no desistían».

84 S. Cipriano de Cartago, Ad Fortunatum, cap. V (CCSL 3, 191-192). C.23 q.5 c.32.85 Gregorio López, Las Siete Partidas, 2,23,2, glosa «Acrecentar el pueblo en la fe», en este caso,

sí coincide la reflexión de los teólogos, que consideran que en este caso al que corresponde casti-gar es al mismo Dios, cfr. Domingo Báñez, Scholastica Commentaria in II-II..., apud S. Stephanum Ordinis Praedicatorum, Salmanticae, 1584, cols. 622-624 [q. 10, art. 10, vers. Ex his sequitur].

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En lo que se refiere a la defensa de la vida de los inocentes, sí estarán todos de acuerdo, aunque piensan que será necesario primero utilizar otros medios y ser prudentes, también para que la guerra no cause más muertes que aque-llas que se quieren evitar. En estas ideas confluyen Vitoria,86 Soto,87 Molina,88 Acosta,89 Sepúlveda,90 o el mismo Juan de la Peña.91 El único que se opondrá de manera radical será Las Casas, utilizando también la argumentación de Inocencio IV y el texto de Cipriano, que él supone que sólo se puede aplicar a los pueblos que siendo cristianos caen en la idolatría.92

5.6. Otras causas de guerra justa. No por ser menos importantes, sino en razón de mantenerse los autores dentro del mismo esquema, abordan en último lugar aquellos temas que justificarían la licitud de la guerra, en los que se recogen los siguientes: tiranía, rebelión, comunicación natural entre pueblos e impedir la libre predicación del Evangelio. La primera cuestión que se puede consta- tar es que no todos tienen la misma importancia, aun cuando entre ellos hay una estrecha relación.

El tirano será un tema recurrente en toda forma social, que remonta ya su argumentación a concilios visigóticos o a la reflexión de autores de la talla de Juan de Salisbury, que serán proyectados hacia el gran público de la mano del Aquinate. Éste último consideraba que el régimen tiránico es injusto, ya que no mira al Bien común, sino sólo al de aquel que detenta el poder. Por ello es legítimo utilizar la fuerza y derrocarlo, también por razón de su compor-tamiento sedicioso. El único límite marcado por santo Tomás, es en el caso de que el régimen resultante fuese todavía más tiránico que el anterior.93 Los

86 Francisco de Vitoria, Relectio de Indis, pp. 93-94 y 109-111 [I,3,14; II,7-8].87 Domingo de Soto, «Relectio, an liceat...», en Juan de la Peña, De bello contra insulanos,

pp. 586-592.88 Luis de Molina, De iustitia..., I, cols. 430-431 [tract. II, disp. 105-106].89 José de Acosta, De procuranda indorum salute, pp. 273-275 [II, IV,1-2].90 «... quienes adoran los ídolos violan sobre todo la ley natural. Con derecho pueden, pues,

los idólatras ser obligados por la guerra a someterse a los cristianos, para, sujetos a su imperio, vivir según la ley natural y no blasfemar ni ofender a Dios con su idolatría. Y aunque, como enseña san Agustín, todos los pecados mortales van contra la ley natural, no obstante si en alguna nación se cometen pecados mortales, no por ello ha de decirse que toda ella no cumple la ley natural (como han opinado falsamente ciertos modernos teólogos), pues de este modo ninguna nación cumpliría la ley natural. Y así una causa pública debe discernirse habida cuenta de las costumbres y de las instituciones, como enseña Aristóteles, no de la conducta mala o buena de unos cuantos». Juan Ginés de Sepúlveda, Apología, p. 64.

91 Juan de la Peña, De bello contra insulanos, I, p. 220 [II,16].92 Bartolomé de las Casas, Apología, pp. 129, 235 y 249.93 Sto. Tomás de Aquino, S.Th., II-II, q.43 a.2.

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autores de la Escuela de Salamanca seguirán los principios marcados por santo Tomás de Aquino; así sucede con Vitoria,94 Cano o Peña. Los dos últimos hacen notar que el derrocamiento de la tiranía sólo podría llevarse a efecto por parte del propio pueblo tiranizado.95 Veracruz manteniéndose en la misma línea argumental, considera que la razón de ser de un gobernante es el bien del pueblo y, si esto no se da, su poder sería ilícito e injusto, razón por la que podría ser derrocado por sus ciudadanos, amén de aquellos que él considera que tienen una responsabilidad particular: el Papa, el Emperador y cualquier otro soberano.96

Si, por el contrario, se diera el hecho de que los súbditos se rebelaran injus-tamente contra su soberano legítimo y rehusaran obedecerle, éste, después de amonestarlos, podría promover una guerra justa contra ellos. Así lo expresa Alfonso de Castro, autor especialmente importante en aquello que se refiere al derecho penal. Vitoria, por su parte, y siguiendo a su maestro Cayetano, recon-siderará también que es justo hacer la guerra para vengar a los aliados o pedirles ayuda para imponer la justicia en el propio territorio, ya que aliados y amigos son una misma cosa.97

Vitoria insistirá también en la posibilidad de comerciar entre los pueblos, respetando su integridad, pero si esto fuera impedido por los bárbaros sería, según él, motivo de guerra justa, pero procurando causar el menor daño posi-ble. Al mismo nivel considerará el derecho de los cristianos a predicar el Evan-gelio, lo que podría ser causa de guerra justa, o como llegaría a pasar en las Indias Occidentales, motivo de esclavitud. Con todo, él mismo era consciente

94 Francisco de Vitoria, Relectio de Iure belli..., pp. 218-220. 274 [I,2,4. II,2,3].95 Melchor Cano, De dominio Indorum, p. 561 [quarta conclusio]; Juan de la Peña, De bello

contra insulanos, I, pp. 260-262 [II,32].96 «La razón de ser del rey es el pueblo; todo el dominio legítimo que el rey tiene deriva del

pueblo. Por tanto, si no gobernase para el bien del pueblo, no tiene ningún derecho o poder legítimo. Entonces quien de esta manera gobierna tiránicamente mantiene un poder ilícito e injusto. Luego justamente se le podrá privar de él. Si no se le puede privar por otro medio que con la guerra, justa será tal guerra. En segundo lugar, es lícito a cualquiera liberar al oprimido. Ahora bien, los que viven bajo tiranía están oprimidos. Luego es lícito liberarlos a quien pueda hacerlo. Pero no hay otra posibilidad de liberación que la guerra. Luego la guerra será lícita. En tercer lugar, todos los ciudadanos que están bajo la tiranía de un rey pueden privar a dicho tirano de su poder mediante la guerra, sino hay otro remedio. También, pues, podrá hacerlo aquél a quien incumbe el cuidado del pueblo. Ahora bien, tal es quien tiene poder para hacer la guerra, como el Pontífice, a quien parece estar encomendado el cuidado universal en lo tocante al bien espiritual, y el Emperador quien en asuntos temporales parecida misión en la tierra, de lo contrario en vano llevaría la espada...». Alonso de Veracruz, De iusto bello contra Indos, pp. 295-296 [VI,4].

97 Francisco de Vitoria, Relectio de Indis, pp. 83-95 [I,3,5-15].

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de la dificultad y el límite de lo que estaba proponiendo, puesto que si el resul-tado de la guerra no era el adecuado, ésta tampoco sería legítima.98

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el derecho de guerra justa en la «escuela de salamanca»

CLÁSICOS PARA UN NUEVO MUNDO

ESTUDIOS SOBRE LA TRADICIÓN CLÁSICA EN

LA AMÉRICA DE LOS SIGLOS XVI Y XVII

edición de

bernat garí

con la colaboración de

christian snoey

Àngels Alpe, Gema Areta Marigó, Trinidad Barrera, Bernat Castany Prado, Ángel Delgado Gómez,

M.ª Ángeles Díez Coronado, Judith Farré Vidal, Bernat Garí Barceló, Bernat Hernández, Amalia Iniesta Cámara, Jacques Joset, Alba María López,

Esperanza López Parada, Antonio Lorente Medina, Raúl Marrero-Fente, Carmen de Mora, Javier de Navascués, Rocío Oviedo Pérez de Tudela,

Gisela Pagès, Miguel Anxo Pena González, Fermín del Pino-Díaz, Omar Sanz, Guillermo Serés, Mercedes Serna

y Evangelina Soltero Sánchez

centro para la edición de los clásicos españoles

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Este libro ha sido publicado gracias a las subvenciones del Ministerio de Ciencia e Innovación al proyecto «La justicia en la América colonial: textos e historia» (FFI2010-10434-E). Asi-mismo, se inscribe dentro de las actividades del Grupo consoli-dado de la Generalitat de Catalunya TETSO (2009SGR297).

Edición al cuidado delCentro para la Edición de los Clásicos Españoles,

distribuida en colaboración con el Servicio de Publicacionesde la Universidad de Valladolid

© Los autores y Centro para la Edición de los Clásicos Españoles

DL: B. 3185-2012

ISBN-13: 978-84-936665-4-5

Preimpresión:Carolina Valcárcel

Impresión:Gráficas Celler, S.A.